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Un máster para ser padres

Víctor Bermúdez Torres

(Este artículo fue publicado originalmente en El Periódico Extremadura el 15/01/2020)

Se ha hablado estos días del nuevo “máster” de formación prematrimonial de la Iglesia. Más
allá de la habitual crítica a su desfasada concepción de la sexualidad (cosa que, por otro lado,
solo representa una pequeña parte del curso – en el que también se incluyen asuntos como la
fidelidad y los celos, la concepción del amor o la resolución de conflictos –), lo que más ha
llamado la atención es su duración: entre dos y tres años. El argumento – al decir de los
obispos – es que si para ser sacerdote, médico o lo que sea, se exigen años y años de
formación, ¿cómo van a bastar veinte horas – lo que dura el cursillo prematrimonial de toda la
vida – para formar a alguien como esposo y padre o madre de familia?

La verdad es que no puedo estar más de acuerdo. Yo mismo suelo plantear algo parecido a mis
alumnos. “A ver – les digo –, si yo, vuestro profe, para educaros tres horas a la semana en una
materia muy determinada y durante un solo año, he tenido que estudiar una carrera, superar
una oposición, realizar decenas de cursos y diseñar una programación detallada, ¿cómo es que
para tener un hijo y educarlo en todo y durante toda la vida no se requiere – por lo general – ni
un mísero test psicotécnico? ¿Nos es esto un poco extraño?”

Porque en esto de educar, reconozcámoslo, el amor no basta. Además de querer mucho a los
hijos, hay que saber – con la suficiente pericia y rigor intelectual – en qué hay que educarlos y
cómo. Y en esto los padres, por vocación que tengan, suelen ser unos aficionados. ¿No
tendrían que formarse previamente como he hecho yo, o probablemente mucho más, para
criar como deben a sus vástagos? Piensen que una mala educación desde la infancia puede
condicionar enormemente la vida de una persona.

Pero es más: incluso si habláramos simplemente de amor, ¿cómo es ese que dan los padres a
sus hijos? ¿Basta con el afecto visceral del que les dota la naturaleza? De ninguna manera. Los
hijos precisan también de un modelo de amor infinitamente más maduro. Un modelo que han
de empezar a percibir en (y recibir de) sus padres y progenitores. ¿Qué pasa entonces si estos
no saben ni pueden amarse entre sí con la madurez exigida? ¿Qué clase de amor van a dar y
enseñar entonces a sus hijos?

Así pues, disponer de un “máster” como el de la Iglesia, aun con carácter laico y civil, y
disponible para todos, no parece ninguna tontería. Ni amar ni educar a los hijos son cosas que
sepamos hacer correctamente por naturaleza, por lo que deberíamos aprender a hacerlas
antes de comprometernos en esa titánica tarea que es formar y mantener una familia. El arte
de amar – como decía Erich Fromm en su entrañable y famoso ensayo – exige, por ejemplo, un
considerable alarde de disciplina, concentración y paciencia, condiciones a su vez para
aprender a conocer, cuidar, respetar y responsabilizarse de aquellos a quienes amamos; mucho
más si son nuestros hijos. Piensen que, salvo casos muy excepcionales, los niños no se pueden
separar o “divorciar” de sus padres, por incompetentes que estos sean (tal como hacen ellos
cuando las cosas no les van bien).

En línea con lo dicho, suelo pedirles a mis alumnos que diseñen una “academia de padres y
madres” – quién mejor que aquellos que los sufren para hacerlo –. Una academia con sus
objetivos, asignaturas, actividades extraescolares, procesos de evaluación… El ejercicio es de lo
más instructivo.
Les invito a ustedes a hacer lo mismo. Imaginen un futuro en el que establecer una relación y
tener hijos así, “a las bravas”, sin ninguna formación previa, fuese algo tan atávico como ahora
lo es comer carne cruda o tratar a los enfermos con sanguijuelas. Supongan que la sociedad
hubiera entendido que, con ser grave y peligroso emitir un mal diagnóstico o diseñar mal un
edificio (por eso no se puede ser médico o arquitecto sin la instrucción necesaria), aún fuera
peor sufrir a una persona mal educada. ¿No es acaso la (falta de) educación la raíz de todos los
problemas? ¿No sería preciso, entonces, exigir la mayor educación posible en aquello – la vida
familiar – que, como suele decirse pomposamente, constituye el pilar fundamental de la
sociedad?

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