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Sabemos que es responsabilidad de nuestro gobierno construir


alternativas que propicien condiciones más justas para quienes
habitan esta tierra. Parte importante de este compromiso es la
opción a los bienes culturales, entre ellos, los libros, patrimonio
que revela saberes y trayectorias, y que salvaguarda la historia y
la identidad de un pueblo.

Ivonne Ortega Pacheco


Gobernadora Constitucional del Estado de Yucatán
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La tierra enrojecida
ANTONIO MAGAÑA ESQUIVEL
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Gobierno del Estado de Yucatán


Ivonne Ortega Pacheco
Gobernadora Constitucional

Secretaría de Educación de Yucatán


Raúl Godoy Montañez
Secretario

Instituto de Cultura de Yucatán


Renán Guillermo González
Director General

La tierra enrojecida
Primera edición en Biblioteca Básica de Yucatán, 2009

D. R. © de esta edición:
Secretaría de Educación del Gobierno del Estado de Yucatán
Calle 34 No. 101-A por 25, Col. García Ginerés, Mérida, Yucatán

Coordinación editorial
Secretaría de Educación

Imagen de portada
Curandero maya, de Víctor Argáez
Óleo sobre tela, fragmento

Imagen de portada interior


Fotografía de Felipe Carrillo Puerto
Fototeca Guerra

Diseño del libro


Ana María Bretón
Adriana Ramírez de Alba

Corrección
Zulai Fuentes

ISBN 978-607-7824-05-3

Comentarios
bibliotecabasica@yucatan.gob.mx
www.bibliotecabasica.yucatan.gob.mx
Tel. (99) 9303950 Ext. 51238

© Reservados todos los derechos. Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra por
cualquier medio electrónico o mecánico sin consentimiento del legítimo titular de los derechos.
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Presentación
Los grandes desafíos de la sociedad actual pueden resolverse sólo con la
participación de los ciudadanos. Esto significa para las instituciones, y para
ti, una acción consciente e informada, no por mandato de ley sino por
convicción. Entender lo que vivimos y los procesos que nos rodean para
tomar decisiones con pleno conocimiento de quiénes somos es lo que nos
hace hombres y mujeres libres.
El libro, que se complementa con las diversas y nuevas fuentes de infor-
mación, sigue siendo el mejor medio para conocer cualquier aspecto de la
vida. En México, la industria editorial tiene hoy un amplio desarrollo; sin
embargo, los libros todavía no son accesibles a todos.
El Gobierno del Estado ha creado la Biblioteca Básica de Yucatán para
poner a tu alcance libros en varios formatos que te faciliten compartir con
tu familia conocimientos antiguos y modernos que nos constituyen como
pueblo. Para esto, se ha diseñado un programa que incluye la edición de
cincuenta títulos organizados en cinco ejes temáticos: Ciencias Naturales
y Sociales, Historia, Arte y Literatura de Yucatán; así como libros digitales,
impresos en Braille, audiolibros, adaptaciones a historietas y traducciones
a lengua maya, para que nadie, sin distinción alguna, se quede sin leerlos.
Los diez mil ejemplares de cada título estarán a tu disposición en todas
las bibliotecas públicas del estado, escuelas, albergues, hospitales y centros
de readaptación; también podrás adquirirlos a un precio muy económico
o gratuitamente, asumiendo el compromiso de promover su lectura.
A este esfuerzo editorial se añade un proyecto de fomento a la lectura
que impulsa, con diferentes estrategias, una gran red colaborativa entre
instituciones y sociedad civil para hacer de Yucatán una tierra de lectores.
Te invitamos a unirte, a partir del libro que tienes en tus manos y desde
el lugar y circunstancia en que te encuentres, a este movimiento que desea
compartir contigo, por medio de la lectura, la construcción de una sociedad
yucateca cada vez más justa, respetuosa y libre.

Raúl Godoy Montañez


Secretario de Educación

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Felipe Carrillo Puerto


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A Virgen y Sylvia Eugenia


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Prólogo
Aparte de las obras históricas y biográficas, la figura de Felipe Carrillo
Puerto (Motul, Yuc., 1872-Mérida, Yuc., 1924), como luchador de las
causas sociales, ha sido tratada en textos de diversos géneros desde los días
posteriores a su fallecimiento hasta la actualidad. Un recuento inicial com-
prende obras como la Oda Roja, del poeta costarricense Rafael Cardona,
que en esos tiempos residía en México; un artículo periodístico lleno de
ira escrito por Diego Rivera, y otros textos que se dejaban llevar por el co-
raje de ese asesinato, que fue sin duda un enorme acto de injusticia en una
tierra que tenía un mejor destino. Asimismo, la imagen del líder se plasmó
en diversas manifestaciones pictóricas y gráficas.
Tendrían que pasar algunos años para que las expresiones literarias fue-
ran más serenas y observaran los trágicos hechos con un punto de vista
más equilibrado. Algo muy alejado de la visión heroica, mesiánica, con
que se ha envuelto la figura de este líder político y que ha hecho menos
visible su dimensión humana. Al haberse transformado las condiciones
sociales en Yucatán, tal vez los hechos fueron objeto de observación dentro
de una secuencia más prolongada, además de que se atendía a los contextos
en que se desarrollaron las acciones de gobierno y se analizaban los ante-
cedentes, en especial, los de otro revolucionario de virtudes visionarias
como fue el Gral. Salvador Alvarado.
En ese contexto fueron apareciendo piezas de teatro, relatos, novelas y
obras de otras manifestaciones artísticas. Y con el tiempo, se llegó a la es-
critura de una novela donde se percibe a Felipe Carrillo Puerto en su di-
mensión humana, como un individuo capaz de sentir emociones entre las
que figuran el aprecio amistoso y la alegría, pero también el miedo; se trata
de La tierra enrojecida, de Antonio Magaña Esquivel.
Antes de comentar esta novela es importante considerar algunos ante-
cedentes históricos, centrados en el entorno en que se desenvolvió la acción
de gobierno de Carrillo Puerto. Pensar en que el henequén, al ser impul-
sado en el siglo XIX como motor de la economía yucateca, generó tanta
riqueza que llevó a Yucatán a ser la entidad más rica de México. El hene-
quén era el primer producto de exportación del país, encima del petró-
leo, cuyos yacimientos actuales eran en su mayor parte desconocidos.

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Esta riqueza había generado notorias transformaciones materiales –sobre


todo urbanísticas y arquitectónicas– y cambios de costumbres entre la po-
blación, para lo cual influyó también la inmigración extranjera, que se
había incrementado, trayendo consigo un mejoramiento en la oferta co-
mercial e industrial en la región.
A pesar de su lejanía geográfica, conforme a los medios de transporte de
la época, Yucatán cumplía un papel importante en el juego de fuerzas del
poder político mexicano, justamente por su riqueza. De manera contraria
a lo que se hubiera supuesto, la Revolución Mexicana había dado lugar a
una mayor producción de henequén –la mayor que hubo en la historia de
Yucatán se dio durante el régimen de Alvarado– y a una variación en las
posibilidades de su comercialización, sobre todo en lo que se refiere a su
industrialización.
Una vez que Alvarado había tomado las medidas para que esta riqueza
fuera de real beneficio colectivo y no sólo de una élite que boicoteaba las
acciones de gobierno, vino la decisión de Carrillo Puerto de que las tierras
henequeneras estuvieran en lo posible en manos de quienes las trabajaban.
Por ello dictó medidas a favor de los trabajadores del campo, entre las que
se incluían algunas de carácter expropiatorio. Estas decisiones trajeron
como consecuencia una reacción negativa por parte de los antiguos ha-
cendados, que buscaron por todos los medios a su alcance revertir tales
medidas.
A la vez, todo un cambio de ideas se había generado en la sociedad yu-
cateca. El paisaje yucateco ya era objeto de una plasmación pictórica y es-
cultórica a cargo de los propios yucatecos. Contrariamente a aquella idea
de que por no existir montañas, valles, lagos y ríos, este entorno carecía de
todo interés, se empezó a observar que su condición de planicie pétrea, con
abundantes cenotes, henequenales y costas llenas de palmeras lo hacían ser
diferente de otras regiones del mundo. Se volvieron comunes las imágenes
pictóricas de los campesinos yucatecos, fueran de tipo maya o mestizo, y
de diversas peculiaridades regionales, que en ese entonces eran totalmente
representaciones de tipo realista y no figuras nostálgicas de un pasado de-
masiado cambiante para su recuperación o resultado de un espejismo his-
tórico. Con estos cambios de ideas y actitudes hacia el paisaje y los
campesinos, Yucatán apareció a los ojos de los yucatecos como un tema
digno de ser plasmado literaria o artísticamente.

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Esto puede evidenciarse en la visita que José Vasconcelos, Secretario de


Educación del Gobierno de Álvaro Obregón, hizo a Yucatán en 1921,
junto con los pintores Diego Rivera y Adolfo Best Maugard, visita en la
que hallaron una serie de manifestaciones plásticas y arquitectónicas donde
se retomaban temas, motivos y detalles del arte maya prehispánico, además
de una concepción de ideas con enfoque social más adelantadas que las
que se aplicaban en otras regiones del país. Este viaje a Yucatán necesaria-
mente dejó huellas en el nacionalismo revolucionario que caracterizaba la
literatura y el arte mexicanos, y del cual el muralismo puede considerarse
su manifestación más reconocida.
Parte de estos cambios se debieron al liderazgo de Felipe Carrillo Puerto,
un hombre del pueblo, que había desempeñado los oficios más diversos,
como los de parcelero, arriero, ganadero, trabajador de circo, auriga, fe-
rrocarrilero y otros más. Había sido oficial de las fuerzas de Emiliano Za-
pata en el estado de Morelos y hablaba maya con total fluidez. Antes que
su imagen de hombre alto, de tez clara y ojos verdes, destacaba en el ima-
ginario de la época su carisma de luchador social, de visionario de mejores
condiciones sociales.
Felipe era amigo del presidente Álvaro Obregón, de origen sonorense.
Por ello, ante la rebelión de Adolfo de la Huerta, tomó consejo con otras
figuras políticas de la región y decidió apegarse al orden institucional del
país. Sin embargo, los antiguos hacendados que se habían visto afectados
en sus propiedades decidieron acabar con el Gobernador socialista. Para
ello recurrieron a la traición de un militar de nombre Juan Ricárdez
Broca. Cuando éste se levantó en armas bajo la consigna delahuertista,
Carrillo Puerto decidió evitar un derramamiento de sangre entre obreros
y militares y huyó hacia la costa oriental de la Península, esperando llegar
a lugar seguro mientras se restablecía el orden constitucional en México
y Yucatán.
Éste es el momento en el que se enfoca La tierra enrojecida, del escritor
yucateco Antonio Magaña Esquivel. La novela, dividida en 16 partes,
arranca con la llegada de un grupo de extraños a una zona en el extremo
noreste de Yucatán, con miras a embarcarse hacia un lugar seguro que les
permita llegar a Cuba u Honduras Británica (hoy Belice). Pronto sabremos
que se trata de Felipe Carrillo Puerto, tres de sus hermanos y varios cola-
boradores que lo acompañan lealmente.

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Con precisión en sus descripciones, sin rebuscamientos, narrando los


hechos singulares y concretos, remitiendo en ocasiones a breves y esporá-
dicos recuerdos de los momentos de poder, esta novela trata hechos histó-
ricos en lo general, aunque casi todas las acciones y pensamientos de los
personajes se originan de las suposiciones e inventiva del autor. Aun con
su inevitable apego a los hechos reales, la novela está estructurada conforme
a una idea de suspenso, dejando conocer poco a poco los detalles con que
se desenvuelven los hechos y los motivos que impulsan éstos, manteniendo
el interés a lo largo de la novela.
Los personajes están despojados de su carga de héroes sin mancha e in-
expresivos, y se les plasma con una total consistencia humana. En especial,
la biografía de Carrillo Puerto (“en cuanto a la vida anterior de aquel hom-
bre, todo se volvía conjeturas, sospechas y excitación narrativa”) aparece
contada de modo somero, con un énfasis en los oficios que desempeñó y
que le permitieron conocer buena parte de la geografía yucateca. Es de
notar que en ningún momento de la novela se mencionan sus apellidos,
sino que siempre será mencionado como “Felipe” o “Don Felipe”. El color
rojo que caracterizó al Partido Socialista del Sureste y a muchas organiza-
ciones, acciones y símbolos de su Gobierno (como el triángulo equilátero
rojo que simbolizaba al Partido Socialista del Sureste o los llamados “Lunes
rojos”, que eran actividades culturales) se evoca desde el título, como la
tierra que se fertilizará con la sangre del líder.
Llama la atención la inserción de la leyenda y del sueño que quiebran la
secuencia realista que atraviesa toda la novela. Se trata de una escena, quizá
una ensoñación debida al cansancio, tal vez un sueño del líder al dormirse.
En este pasaje, Magaña Esquivel retoma una leyenda que aparece en el
libro El alma misteriosa del Mayab, de Luis Rosado Vega (Chemax, Yuc.,
1873-Mérida, Yuc., 1958), que es “El origen de la mujer Xtabay”, donde
la mujer virtuosa termina convirtiéndose a su muerte en una flor maloliente
y que, para siempre, terminará siendo la temible Xtabay que espanta a los
hombres, en tanto que la libertina se transformará en la aromática flor del
xtabentún. En este caso será Xpicoltá-Xbatab, la mujer virtuosa que se con-
vertirá en la Xtabay, y dado que la periodista Alma Reed aparece en esta
novela como Jocelyne Lee, “la norteamericana que representaba la sobre-
saturación” del mundo sentimental de Felipe, será llamada Mumal-Jocelyne
en esta leyenda.1

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La historia de la Xtabay y la flor del Xtabentún se mezcla con el amorío


entre Carrillo Puerto y Alma Reed, con integración de versos de la canción
“Peregrina” (cuya letra es de Rosado Vega), originada en dicho romance.
Es decir, vemos la integración de una leyenda tradicional, pasada por el
tamiz de la literatura, y de una historia contemporánea convertida en le-
yenda, a la vez que se incluyen versos de la canción popular vinculada fun-
damentalmente a la misma. Esta interacción de realidades vividas y
mundos imaginarios se sigue dando en la vida cotidiana de muchos yuca-
tecos hasta la fecha.
Como ocurre en la tragedia griega, La tierra enrojecida tiene un desenlace
conocido por todos. Sin embargo, por la tensión existente desde el princi-
pio, la novela cuenta con una capacidad de generar suspenso, con un ma-
nejo eficaz en cuanto al modo de dar a conocer la identidad de los
personajes al irse revelando poco a poco. Los hechos se narran en sus de-
talles, en todos los simples actos que el protagonista se ve obligado a hacer
dentro de este ambiente de impotencia.
Es evidente el modo en que todos, sean amigos o traidores, están atentos
al peligro, pendientes de cualquier indicio raro, en un estado de alerta,
como si se tratara de una lucha por la supervivencia. Esta actitud es notoria
desde las primeras páginas cuando el empleado Cervera se fija en las rechi-
nantes y limpias botas del recién llegado, lo cual delata su condición ur-
bana. Todos los personajes parecen no tener conocimiento exacto acerca
de qué es lo que va a ocurrir, pero siempre está latiendo en ellos el sentido
de que se trata de algo fatal. Saben que se encuentran en un entorno de si-
mulaciones y camuflajes.
El líder que a lo largo de su vida se había formado a sí mismo, que se
había mantenido siempre de su propio trabajo honrado, sobreponiéndose
a las adversidades, tendrá que depender de otros para tratar de sobrevivir
en escenarios extremos y llenos de soledad como lo son una franja de costa
escasamente habitada, la prisión y el cementerio.
Es difícil para quien encarnaba el orden legal ser un fugitivo sin haber
cometido ningún delito, estar obligado a una huida hacia donde las redes
del poder y de la corrupción con su trasfondo de dinero han de llegar, aun
tratándose de lugares extremos donde la ley no cuenta con la fuerza sufi-
ciente para ser aplicada.

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Felipe, acostumbrado a tratar con masas populares que lo aclaman, se


encuentra sólo con un puñado de fieles y algunos traidores en un sitio
como el mar, donde son otros los que tienen la capacidad de alimentarlo,
de darle alojamiento seguro y transportarlo, una estancia obligada en te-
rrenos desconocidos para él así como para varios de sus acompañantes, más
bien acostumbrados al medio urbano. A través de este hecho de dejar en
manos de otros su salvación, se ve el derrumbe anímico del líder, a quien
vemos despojado de su condición de “héroe de bronce” y, en cambio, ex-
presando sus emociones, temiendo, dudando, sintiéndose dependiente de
otras personas (para peor, desconocidas), reconociendo que el “mecanismo
de la esperanza” ya no le funciona “normal y fácilmente”. Está situado en
la dimensión humana, donde no son las masas las que actúan sino seres
individualizados, con nombre o sin él.
La novela plasma estas situaciones incluso desde el punto de vista en
que se perciben los hechos, pues si casi todo es captado desde la mirada
del narrador externo que se adentra en la conciencia de algunos personajes,
en el capítulo 14 la acción pasa a ser percibida desde la colectividad y hacia
el final por los choferes. Este cambio de puntos de vista es correlativo de
cómo se pierden el poder político y la voluntad de salvarse: el líder va de-
jando de ser un personaje activo en la novela para convertirse en alguien
que sólo es mirado por otros personajes, de la misma manera en que será
juzgado y llevado por la fuerza pública al Cementerio General.
Destaca entre la miseria moral de sus verdugos, la generosidad de Be-
nigno, que ya en el nombre es simbólico (como lo son también el “Río
Turbio” y la canoa-motor y la tienda “El Salvamento”). Benigno y su hijo
representan al pueblo ajeno a los conflictos políticos, pero que compro-
metido con el bien apoya desinteresadamente, aun a costa de arriesgar su
vida. Sus acciones tienen un gran contraste con la caricatura lamentable-
mente tan real del abogado extorsionador que pretende ayudar a Felipe.
En esta novela se nota que la buena fe no coincide con los intereses del
poder y que sin la lucha colectiva, sin la presencia real y activa del pueblo,
no impera más que la indiferencia total, el distanciamiento enajenante de
toda una sociedad. Un líder carece de fuerza sin una colectividad que lo
sostenga. El hecho de que el pueblo figure en tiempo pasado y sea omitido
casi por completo en la novela permite muchas interpretaciones, incluso
contradictorias, que dejamos al criterio del lector.

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Este libro no podía faltar dentro del proyecto de la Biblioteca Básica de


Yucatán por varias razones. Una es la necesidad de recuperar novelas de in-
terés que no han sido ampliamente difundidas. Si bien en el siglo XIX te-
nemos novelas que seguimos leyendo con gusto, el siglo XX pareciera
haberse reducido a las obras de dos o tres novelistas, a pesar de que existen
otras igualmente valiosas. También es necesario dar a conocer una de las
obras importantes acerca de la figura histórica de Felipe Carrillo Puerto,
en este caso como un modo de acercarse a su personalidad que se aleja de
las visiones idealizadoras.
Y por último, porque en el 2009 se cumple el centenario del natalicio
de Antonio Magaña Esquivel, tan conocido por su tarea de investigador
teatral, uno de los más importantes que ha tenido México, pero que ha
sido poco estudiado en su condición de autor de obras de creación. Es ne-
cesario que su obra sea conocida dentro de su estado natal. Valga pues la
presente edición de La tierra enrojecida como un homenaje que Yucatán le
rinde a este escritor ilustre.

Jorge Cortés Ancona


Mérida, Yucatán, diciembre de 2009

1
Es extraño que el nombre de la mujer mala sea Xbatab, como la “amiga primera” de Fe-
lipe, que influyó en la formación de su personalidad y que en la leyenda incluida en esta
novela aparece como Xpicoltá-Xbatab. En la leyenda contada por Rosado Vega la pros-
tituta se llama Xkebán, mientras que Utz-Colel es la mujer virtuosa que se convertirá en
la Xtabay.

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Fragmento de una carta


Mi buen amigo Antonio:

Anoche me entregué a leer su novela La tierra enrojecida. Me parece que


su obra ocupa ese tránsito insensible entre la novela histórica propiamente
tal y la que llamaríamos novela de libre invención. Pinta una figura histó-
rica central, la envuelve en su verdadero ambiente, la sitúa con buen enfo-
que en su época, y suple aquí y allá con la sola imaginación algunos hitos
del relato, tanto para resolver el silencio de los documentos como por
buena economía del relato. La narración corre sin tropiezos, derecha y
firme. Los caracteres están delineados con objetividad y tacto. Los episo-
dios, cargados de realidad mexicana. El resultado es un cuadro heroico y
un doloroso aleccionamiento.
Así como la leyenda recoge lo que, no pudiendo todavía o no pudiendo
ya ser historia, corresponde sin embargo al precipitado que los hechos dejan
en la conciencia y representan aquella verdad poética que, según el filósofo
antiguo, es, en último análisis, más verdadera que la verdad histórica, la
novela puede legítimamente desempeñar una función semejante, en cuanto
viene a ser la leyenda de los tiempos modernos.
Tiene usted el tiempo por delante, una buena pluma en la mano y una
vocación decidida. No dude de mi sinceridad, de mi afecto, de mi cariñosa
atención para su obra, de mi fe en su éxito.

Cordialmente suyo.
Alfonso Reyes

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Sin embargo, debemos vencer en esta lucha…


¡Si no!... Pero se nos ha prometido…¡Oh!
¡Cuánto tarda el otro en llegar!

Dante Alighieri
La divina comedia, canto VIII
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La plataforma se detuvo en el escampado de Moctezuma, pri-


mera estación en la ruta entre Tizimín y El Cuyo, en el
Oriente de Yucatán, y uno de aquel grupo de hombres desco-
nocidos saltó de ella al suelo y se dirigió a la casa de madera
donde estaba la administración de la anexa de los hatos chi-
cleros. La plataforma no tenía toldo ni bancas. Los hombres,
sentados en el piso de ella, bajo el sol del mediodía, siguieron
con la vista al hombre que había bajado; lo vieron estirar las
piernas y luego caminar, cojeando todavía, hacia aquella casa
en cuya puerta era visible un letrero que decía: “Oficinas”. A
un lado de la puerta, bajo el alero de lámina, una banca burda,
sin pintar, cajones y bultos. Las botas chicleras y los animales
conservaban revuelto y sucio el escampado. Detrás, se abría el
campo, de un verde gris triste, de arbustos que diciembre
había secado; un campo triste de soledad y de silencio.
El hombre miró a todos lados antes de entrar a la casa, volteó
hacia el grupo que permanecía en la plataforma y esperó que
le hicieran la señal. Las gotas de sudor le cruzaban el rostro. El
que lo hubiera visto en este momento, balanceando el rifle en
una mano, con las botas altas recién engrasadas y el sombrero
de jipi de alas anchas sobre los ojos, habría pensado en un hom-
bre de la ciudad que iba de cacería. La guayabera con el sudor
de la espalda, se le había pegado al cuerpo. A través de la puerta
de alambre vio en el interior una estiba de sacos de maíz; luego,
el viejo escritorio de cortina; en una mesa pequeña, la máquina
Oliver; y en un rincón el revuelto montón de papeles y de pe-
riódicos viejos. Había dos hombres, uno sentado frente al es-
critorio, inclinado sobre notas y documentos, y el otro de pie
junto al archivero; y adosado a la pared, el teléfono. Todo mos-
traba vejez y herrumbre. Empujó la puerta y entró:

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—¿Don Eligio Rosado? —preguntó.


El que estaba frente al escritorio alzó la cabeza y concentró
su mirada en el desconocido. Un momento de silencio, que
empleó para recorrer con los ojos el aspecto del hombre, y
contestó con una súbita palidez que se le reflejó en la voz:
—No está. Fue al Cuyo…
Vaciló un segundo y añadió:
—¿Desea usted algo? —como si le temblara en la voz el
temor de ver confirmarse su sospecha.
El desconocido avanzó unos pasos y sus botas hicieron re-
chinar el piso de madera. Alzó el rifle que empuñaba, para
acomodárselo en el hombro, y con ello provocó aún más el
desconcierto del empleado.
—Sí —dijo—. Quiero que hables al Cuyo por ese teléfono
y preguntes por don Eligio. Dile que prepare almuerzo para
unos amigos que acaban de llegar.
—¿Amigos suyos? —y la voz del hombrecito reveló restos
de nerviosidad. Sólo había visto el rifle; ahora sus ojos estaban
fijos en las dos pistolas que el desconocido portaba a la cintura,
bajo la guayabera abierta, con la canana repleta de cartuchos.
—Sí, amigos suyos. ¡Dése prisa!
El hombre dio un salto y corrió al teléfono. Era una figura
marchita, con los ojillos grises detrás de los espejuelos. Estaba
todavía tembloroso y miraba al desconocido como si lo extra-
ñara que no lo hubiese tuteado en esta orden imperativa. Se
agarró a la manivela del teléfono y la hizo girar con precipita-
ción, con verdadera prisa. No se hizo esperar la comunicación.
—Aquí Cervera, de la anexa Moctezuma. Quiero hablar
con don Eligio. ¿Está allí? Sí, muy bien. Llámalo.
Volteó a ver al desconocido y sonrió con una sonrisa que
distendió su rostro apergaminado. Se escuchaba el zumbido
de las moscas. El otro empleado permanecía pegado a su sitio,
inmóvil, contemplando la escena; en sus manos conservaba
aún el papel que acababa de sacar del archivero. El descono-
cido se acercó lentamente a la puerta de alambre e hizo una
señal a los de la plataforma. Volvieron a rechinar sus botas y

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el piso. Se limpió con la manga el sudor del rostro, se quitó el


sombrero ancho de jipi para darse aire. Sacó un cigarrillo y lo
prendió. Era un hombre grueso, de hombros anchos, de pó-
mulos altos. No podía caber duda: sus botas eran nuevas, tan
nuevas que no sólo rechinaban al moverse sino que mantenían
aún la grasa de su manufactura, sin el polvo que un día por
estos campos resecos basta para acumular escandalosamente
sobre los zapatos, la ropa, las manos y el rostro de las gentes.
Cervera volvió a sonreír, como si tratara de disculpar la tar-
danza de don Eligio. Con el audífono pegado al oído, seguía
con atención los movimientos del desconocido. Al fin contes-
taron del otro extremo del hilo telefónico.
—Sí, don Eligio —dijo el empleado—, habla Cervera.
Aquí hay gente que dice que es amiga suya. Piden que usted
les prepare el almuerzo.
Escuchó por un momento y luego se dirigió al desconocido:
—¿Cómo se llama usted? Don Eligio quiere saber quié-
nes son.
—No es él, es usted que ya se orina por saber quiénes
somos. Dígale que somos unos amigos, nada más.
Hizo una breve pausa, como tratando de disimular la in-
vestigación, y agregó:
—Dígale que queremos darle una agradable sorpresa y que
por eso no le digo mi nombre. Que prepare el almuerzo y
venga pronto.
El empleado transmitió el recado, pero de nuevo esperó la
respuesta para hablarle al desconocido con una sonrisa más
tranquila:
—¿Por qué no habla usted con él? Sería mejor... El desco-
nocido hizo un ademán de indudable significado y sólo dijo:
—¡No! —de la manera más rotunda.
—¿Cuántos son ustedes? —preguntó entonces el emple-
ado—. Don Eligio quiere saber al menos qué cantidad de co-
mida ordena traer.
—Somos diez. El sabrá lo que prepara. ¡Pero que venga
inmediatamente!

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Cervera repitió la orden y colgó el teléfono. Aparentemente


estaba tranquilo, pero conservaba cierta vacilación porque
aquel desconocido se había negado a dar su nombre y hablar
con don Eligio. Permaneció un momento pensando: “quién
puede ser este hombre y quiénes sus amigos, nada amables
para venir de visita”, antes de atreverse a decir:
—No tardará don Eligio. A lo sumo, una hora. Si ustedes
quieren pueden descansar aquí, en la sombra. Dígale a los
señores.
El desconocido volvió a tutearlo, con el tono y la actitud
de quien está acostumbrado a dar órdenes:
—Saca un poco de agua fresca y prepara lo necesario para
que descansemos un rato.
Luego preguntó si atrás había otra pieza. Cervera asintió hu-
mildemente. La puerta del fondo comunicaba a un pequeño
cuarto, cuyas paredes viejas mostraban los restos de la pintura
que tuvieron un día. Allí había una hamaca, sólo una hamaca,
y dos sillas rotas. Cervera puso en una mesa la jarra del agua.
En el rincón había una manguera y otros trastos. El descono-
cido tomó la jarra y bebió hasta chorreársele el agua por las co-
misuras de la boca, volvió a limpiarse la cara con la manga de
la guayabera y se dirigió a la puerta de alambre. La entreabrió
y desde allí hizo otra señal a los hombres de la plataforma.
También ellos calzaban botas de montar y vestían trajes de
campo. Sólo uno usaba pantalón de casimir, sin botas. El equi-
paje era escasísimo, casi nada; alguna manta, una mochila, nada
más. Pero estaban bien armados. Todos traían rifle al hombro,
pistola a la cintura y cananas repletas de cartuchos. Se cubrían
con sombreros de jipi unos, de huano los demás. Sus botas de
cuero curtido también eran nuevas. Al bajar de la plataforma se
estiraron, se golpearon las piernas, las sacudieron, y se detuvieron
un momento para hablar entre sí, mejor aún, para escuchar con
atención y respeto al más alto de todos, un hombre de ojos ver-
des y con una ligera pigmentación pecosa en el rostro.
Aquel hombre se adelantó en dirección a la casa y los
demás lo siguieron. El movimiento de sus manos era firme,

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pero su andar pausado, de hombre que ha estado muchas


horas encogido y siente las piernas entumecidas o engarro-
tadas. Cervera lo observaba conforme iba acercándose. Su
personalidad transpiraba fortaleza. Parecía tener cuarenta y
cinco años. Su tez era blanca; su cara, de rasgos fuertes, mos-
traba la sombra casi imperceptible de unas líneas extrañas
que le daban un aire de ironía; en sus ojos brillaba una luz
verde, ancha y profunda, imperativa, vigorosa, y sobre ellos
las cejas se abrían en arco ligeramente pronunciado hacia
abajo; la boca se arqueaba en una suave ondulación que bas-
taba para marcar los altivos relieves de los labios; la cabellera
espesa dejaba caer un mechón ondulado sobre la frente am-
plia, alta, limpia, que dibujaba con precisión sus entradas;
el mentón era un poco agudo; las mejillas, carnosas; la nariz,
recta y larga.
Cervera no supo cuánto tiempo tardó en llegar hasta la
puerta de alambre, donde lo esperaba de pie el primer desco-
nocido; pero se dio cuenta de que, a pesar de la mancha del
viaje en aquella plataforma sin toldo ni bancas, la expresión
de aquel rostro se adornaba con una discreta sonrisa de jovia-
lidad. Era, además de alto, esbelto. Y Cervera lo vio detenerse
a unos pasos de él y hablar a aquellos hombres, que lo rodea-
ron inmediatamente, con voz que mostraba un timbre de se-
guridad y la decisión de los hombres que están habituados a
tener auditorio. Al cabo de unos segundos el primer descono-
cido le cedió el paso, a tiempo que decía:
—No tardará don Eligio. Fue al Cuyo, pero ya le avisaron
y traerá en seguida el almuerzo.
El hombre se detuvo a la puerta de la casa y preguntó:
—¿Hay noticias de Mérida?
—Creo que no. Ya me hubieran dicho algo, o algo hubiera
notado.
Cervera se adelantó al encuentro del grupo, con la curiosi-
dad en sus ojillos grises y en su estirada sonrisa.
—Si quieren refrescarse pasen por acá —indicó la otra
pieza—. Pueden tomar agua de la jarra que está en la mesa.

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El grupo entró sin decir una palabra. El hombre alto y de


ojos verdes lo miró un instante, con la misma expresión de hu-
manidad, y luego vio al otro empleado que todo este tiempo
había permanecido inmóvil, seco, mudo junto al archivero.
Cervera los condujo al cuarto del fondo y esperó en silencio
que ocuparan la hamaca, las sillas rotas, la mesa; los que no al-
canzaron sitio se tendieron en el suelo, con la guayabera
abierta. Los rifles quedaron en un rincón, amontonados.
El empleado no se atrevía a decir nada. Los recién llegados
vieron que permanecía parado, un poco tieso, cerca de la
puerta. El hombre alto y de ojos verdes cambió una mirada
con el primer desconocido, y entonces éste dijo:
—Se llama Cervera.
—Sí, señor, Cervera es mi nombre. Manuel Cervera, a sus
órdenes.
Y se detuvo un momento para añadir después, impulsado
por la curiosidad que se le hacía ya insoportable:
—Vienen de Mérida, ¿verdad?
El hombre alto y de ojos verdes volteó rápidamente y fijó
su mirada en aquella figura menuda y gris del empleado. Los
demás se miraron entre sí y observaron luego al hombrecito
como si trataran de medir su pregunta. Pero nadie dijo una
palabra. Al cabo de una pausa, aquel hombre de la expresión
jovial, que ya se había acomodado en la hamaca y se mecía
lentamente, contestó:
—Sí, de Mérida. ¿Hay aquí comunicación telefónica para
allá?
—¡Hum! Ni siquiera correo regular —explicó Cervera—.
Los periódicos y la correspondencia llegan con bastante re-
traso, cuando un propio los trae desde Tizimín. Y eso ocurre
a los sumo dos veces por semana.
Aquellos hombres cambiaron de nuevo una mirada entre
sí, pero ahora con una casi imperceptible ráfaga en los ojos.
El del sucio pantalón de casimir, sin botas, parecía el más fa-
tigado. Respiró profundamente, estirado como estaba en el
suelo, y cerró los ojos. El empleado los observaba, como si en

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su aspecto buscara algo que pudiera decirle lo que podía es-


perar de ellos, como si quisiera reconocer en alguno un rasgo
que fuese su ineludible advertencia. No pensaba, por de
pronto, sino en que aquel hombre alto, del mechón ondulado
sobre la frente, de tez clara y de ojos verdes, era un rostro co-
nocido y que era así precisamente, con botas, guayabera y
sombrero de alas anchas, como se le figuraba recordarlo. Al
fin hubo un momento que se arriesgó:
—Vienen de parranda o de cacería, ¿no es verdad? Conocí
inmediatamente que eran de Mérida. Cuando fui joven, tam-
bién era parrandista. Ahora, es claro, la familia.
Pero nadie contestó. Uno de los hombres desenfundó su pis-
tola y se dedicó a revisar la carga. Esto fue suficiente para él:
—Ustedes perdonen. Si me necesitan aquí estoy, en el
escritorio.
Y salió del cuarto, sin más. El campo a esta hora estaba en
silencio, brillante de reverberación. La mula había sido des-
enganchada de la plataforma y por aquella ventana abierta se
le veía mordisquear la yerba. El aire parecía haberse detenido
y el bochorno invadía hasta el último rincón. Los hombres se
limpiaron la frente. El que estaba en la hamaca no perdía de
vista la puerta de alambre, a través de la cual escrutaba el
campo cercano. Vio su Longines de bolsillo y meneó la cabeza;
habían transcurrido treinta minutos desde que llegaron en la
plataforma. Los demás permanecían atentos, en silencio,
como si estuviesen atenidos a lo que él dispusiera.
–No podemos esperar más —dijo al fin—. Vamos a darle
el encuentro a don Eligio. Tú, Ramírez, conoces estos rumbos,
¿no es verdad?
–Sí, don Felipe. Podemos seguir hasta la otra anexa que es
Canimuc. Si don Eligio está en el Cuyo vendrá forzosamente
por ese camino. No hay más que una vía decauville.
—¡Pues andando! Estamos perdiendo el tiempo aquí.
Costó trabajo despertar al hombre del pantalón de casimir.
Bebieron un sorbo de agua, tomaron sus rifles y se dispusieron
a salir. Al ruido, volteó el empleado del escritorio; a su lado

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permanecía aún el otro, el que manejaba los papeles del ar-


chivero, y ambos hablaban en voz baja en este momento que
el grupo asomó por la puerta del fondo. Bruscamente el hom-
bre alto y de ojos verdes dijo:
—Nos vamos. Si Rosadito habla por teléfono, dígale que
hemos ido a su encuentro.
Algo le dijo al oído uno de los hombres, porque antes de
abrir la puerta de alambre se detuvo, escuchó al que le hablaba
con la boca pegada a la oreja, y exclamó:
–Es cierto. No había pensando en ello.
Vino hacia el empleado del escritorio, se encaró a él y
ordenó:
—Ustedes, los dos, vienen con nosotros. No les pasará
nada, se los prometo. Pero es mejor que nos acompañen.
El rostro de Cervera se tornó, súbitamente, de una palidez
grisácea.
—¿Qué podría pasarnos? —preguntó—. Somos dos mo-
destos empleados y nada hemos hecho, nada tenemos.
Miró hacia el grupo que se había detenido en la puerta y
ya no estuvo muy seguro de que estos hombres hubiesen lle-
gado hasta aquí simplemente a cazar. Sin decir más bajó la
cortina del escritorio, cerró con llave, y se dispuso a caminar.
Su compañero lo siguió en silencio; mostraba un ligero tem-
blor en los labios y ni siquiera pudo abandonar sobre el es-
critorio la pluma que tenía en la mano. Al llegar junto a la
plataforma, ya dispuesta frente a la casa, cambiaron una mi-
rada rápida que podía ser de miedo lo mismo que de inteli-
gencia. Ni por un momento hicieron el intento de rehusar,
como si comprendieran que estaban atrapados, sin escape po-
sible, y estuvieran ya convencidos de que no iban a participar
en ninguna cacería divertida.
Dos de aquellos desconocidos engancharon de nuevo la
mula a la plataforma, treparon todos y el vehículo se puso en
movimiento lentamente. Hay poco más de cinco kilómetros
entre Moctezuma y Canimuc. El animal no podía aligerar su
trote por la excesiva carga; mascaba el freno y la espuma le

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chorreaba del hocico hasta el pecho; los cascos resbalaban al


pisar la vía o alguna piedra lisa. Después de un trecho largo,
en la primera curva, se normalizó la marcha. Los hombres vi-
gilaban el camino y azuzaban a la bestia de tiro. Algunos plan-
tíos de henequén bordeaban la vía, pero ya no eran las grandes
extensiones de los planteles que habían dejado atrás, hasta Ti-
zimín. Ahora abundaban los arbustos, las hierbas, los mato-
rrales, las plantas silvestres. Y sobre todo ello el aire
resplandecía.
—No es conveniente llegar así al Cuyo —dijo de pronto el
hombre alto y de ojos verdes—. Creo mejor que Rosadito nos
proporcione los medios para salir por San Eusebio.
—¡No, al Cuyo no! —exclamó otro de los hombres—. Sería
peligroso. Allí hay telégrafo y puede que estén esperándonos.
—¿Qué distancia hay de Canimuc al Cuyo? —preguntó
otro.
—Poco más de nueve kilómetros —respondió Cervera.
El hombre de ojos verdes quedó en silencio. Sacó un ciga-
rrillo y lo prendió. Tiró el fósforo adelante de la vía. Luego,
buscó sitio en el piso de la plataforma para sentarse. No era
posible viajar de pie, a causa de los tirones que por momentos
alteraban el trote de la mula. No había más que permanecer
sentado con las piernas encogidas, o en cuclillas, o ponerse
en el borde con las piernas colgando fuera de la plataforma.
A Cervera le pareció que aquellos hombres no tenían mucho
de qué hablar, o que ya se lo habían dicho todo. También era
posible que el bochorno los tuviera así, callados, como si les
preocupara demasiado. Miraban los campos resecos, los ma-
torrales, el sediento horizonte, y fumaban y cambiaban de
postura para acomodarse mejor. Nada más. Cervera pensó
que posiblemente había en ellos, en el afán con que buscaban
alguna aparición por el camino del Cuyo, el deseo de dar ya
con don Eligio.
En una curva apareció Canimuc, la casa principal, las oficinas,
pero no se veía a nadie ni la menor sombra de vida. Los hombres
respiraron profundamente y fijaron los ojos en busca de don Eli-

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gio. Al dar la vuelta sobre la vía y enfilar hacia el escampado, las


ruedas chirriaron con un silbido agudo, penetrante. El rostro de
aquellos hombres reflejó contrariedad al comprobar que el sitio
estaba desierto. Cervera, como no tenía especial interés en ello
y mucho menos en opinar sobre el resultado de aquel viaje, se
limitó a buscarle los ojos al otro empleado.
—Me parece que Rosadito se ha retrasado —dijo con mal
humor uno de los hombres—. Ya debía de estar aquí. Nueve
kilómetros, muy despacio que venga, puede hacerlos en
treinta minutos.
—Quizá se haya retrasado preparando el almuerzo —co-
mentó otro.
La plataforma se arrastró hasta frente a la casa principal, de
donde arrancaban algunos ramales de la vía en dirección a los
corrales. Los viajeros saltaron apresuradamente, sacudieron
las piernas, y se dirigieron a la oficina. Cervera los vio apercibir
sus armas, como si temieran una sorpresa, como si esperaran
un recibimiento alevoso. Antes de llegar a la oficina el hombre
alto y de ojos verdes se detuvo un momento ante la puerta,
observó el camino que bajaba por el rumbo del Cuyo, y se de-
cidió a entrar seguido por los otros. “¿Quién es, Dios mío?”
—se preguntó de nuevo el empleado observando aquel rostro
de rasgos firmes e imperativos—. “Tengo que saberlo. No es
posible que yo lo ignore, si me recuerda a alguien que no re-
cuerdo”. Y descendió también de la plataforma.
Frente a la casa, a un lado de la vía, al extremo del descam-
pado, una ceiba robusta arrojaba su fresca sombra. Después
de escudriñar por todos lados los viajeros dejaron quietas sus
armas, se pasaron el pañuelo por la cara para secarse el tupido
sudor y se despojaron de los sombreros.
—Sólo se ve a un hombre en la casa —informó uno de ellos
al hombre alto y de ojos verdes-. No hay nadie más.
—A ver si hay siquiera alguna noticia de don Eligio.
Pero aquel hombre que estaba sentado frente a la ven-
tana, en el interior de la casa, con los pies desnudos apoya-
dos en el pretil, se puso en pie al ver entrar a Cervera

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seguido de los otros y preguntó con cierta sombra de sor-


presa en el rostro:
—¿Qué ocurre, don Manuelito? —y paseó los ojos sobre
el grupo, como si con ello quisiera completar su pregunta.
Era evidente que no sabía nada, que ninguna noticia guardaba
de don Eligio Rosado y que estos hombres desconocidos arma-
dos y con las más claras señales de haber hecho un viaje largo le
producían, así de pronto, un sentimiento de inquietud.
—¿No ha pasado don Eligio? —preguntó a su vez Cervera,
por decir algo—. ¿No ha regresado del Cuyo? Estos señores
andan buscándolo.
—No, don Manuelito, no ha regresado. Pasó temprano,
para allá; pero no ha vuelto. ¿Qué ocurre?
El rostro del empleado revelaba la inquietud que iba en au-
mento. Tenía la vista fija en aquellos hombres armados, sudo-
rosos, que se le habían plantado en frente, y para eludirlos
habló a Cervera en maya para preguntar quiénes eran y para
qué buscaban a don Eligio. El hombre alto y de ojos verdes le
respondió en la misma lengua de la tierra, antes de que el em-
pleado pudiera hacerlo. La cara del peón pareció sumergirse
en la más absoluta oscuridad al oírlo hablar su idioma con una
voz grave y cordial y con la perfección que sólo da la raza que
se trae en la sangre; y sus ojos volvieron a pasar revista, mecá-
nicamente, a sus acompañantes. Le oyó decir que don Eligio
era su amigo, que los había invitado a almorzar y que ellos es-
taban de paso hacia un punto de la costa; pero no le dijo su
nombre ni los de sus compañeros. Y en ese momento, cuando
el desconocido le explicaba en maya que don Eligio tendría
que llegar de un minuto a otro, porque así lo había ofrecido,
y que allí lo esperarían, se sintió el ruido de una plataforma,
el chirrido de las ruedas al tomar la otra curva que pasaba a
un lado de la casa.
El grupo se precipitó hacia la puerta, con los rifles aperci-
bidos. La pareja de mulas que arrastraban la plataforma reso-
plaron, como si reconocieran el sitio de la parada, y el pesado
vehículo se detuvo precisamente a la sombra de la ceiba.

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El peón que los había recibido en Canimuc trabajaba para la


compañía chiclera El Cuyo. Manuelito Cervera trabajaba para
la compañía chiclera El Cuyo. Todos los hombres desde Misné
hasta la costa oriental de la península trabajaban para la com-
pañía chiclera El Cuyo. Unos en el corte de zapote. Otros en
labores administrativas. Otros más, como policías o guardias
particulares. Los hatos chicleros estaban en todos los sitios,
entre unas y otras anexas, desde Moctezuma, cerca de Tizimín
hasta el más remoto rincón del Territorio de Quintana Roo.
Sólo esta vía decauville y la línea telefónica particular, contro-
ladas por la compañía, comunicaban una anexa a otra. Los
peones, para trabajar, no necesitaban leer periódicos, ni tener
familia, ni amigos que les escribieran cartas; ni siquiera, al
contratarlos, se les preguntaba sus antecedentes, de dónde ve-
nían, qué cuentas dejaban atrás y si el nombre que daban era
el suyo verdadero. Nada de esto tenía importancia si el hom-
bre sabía manejar el machete y resistía a la selva. Cada seis
meses amontonaban a los peones en las plataformas y eran
transportados a Tizimín; otros, buscaban salida por Payo
Obispo, para gastar en una semana, en una sola borrachera
con mujeres de burdel, el dinero que habían acumulado.
Luego venían otros, a sumarse a los que sobrevivían.
Cuando llegó el grupo de hombres desconocidos había co-
menzado la temporada del chicle. No era inusitado que pasaran
por Canimuc trabajadores en plataforma, que viajaban hacia
otro hato de la compañía. Pero ahora no, no eran trabajadores
los que venían en esta plataforma que se detuvo a la sombra
de la ceiba. Tampoco eran las gentes que suponían aquellos
desconocidos, si habría de juzgarse por la prontitud con que
apercibieron sus armas. De aquella plataforma descendieron

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dos hombres y uno de ellos se adelantó rápidamente hacia el


grupo y se dirigió resueltamente al hombre alto y de ojos ver-
des, con una expresión de asombro en el rostro:
—¡Don Felipe! ¡Por Dios, me hubiera avisado que era
usted! —y le tendió las manos para saludarlo.
—¿Usted es don Eligio Rosado, verdad? —dijo el desco-
nocido, aceptando el apretón de manos—. Ya temíamos que
no llegara.
—Le aseguro que si hubiera sabido, hubiese venido más
aprisa y dado órdenes por teléfono...
—¡No, no! —interrumpió el desconocido—. He preferido
no dar mi nombre ni el de las personas que me acompañan,
en vista de las circunstancias. Ha sido mejor así. Nunca puede
uno saber…
—Pero siquiera Esteban, el encargado de Otzceh, debería
haberme avisado. Ustedes seguramente pasaron por allí, porque
es la primera anexa que se toca viniendo de Tizimín. Yo le ha-
bría ordenado que les proporcionara no una sino dos o tres pla-
taformas, con su plataformero cada una y su buen tronco de
mulas. Hubieran viajado más cómodos. ¿No vio usted a Turix?
—No lo vi. Tampoco vi a Esteban. No quise ver a nadie,
para no tener que identificarme. No culpe de nada a ellos. El
empleado de Otzceh me reconoció, sin decirle nada, y nos
proporcionó todo lo que necesitábamos.
—¿Entonces, Turix no sabe que están aquí? —preguntó de
nuevo don Eligio.
—Nadie lo sabe y procuraremos que nadie lo sepa. Cuento
con usted, porque creo que es mi amigo.
—¡Pero, Turix...!
—¿Turix? ¿Quién es Turix? ¿Don Arturo Aguilar, el admi-
nistrador general de El Cuyo?
—Sí, don Felipe, Turix Aguilar. Ayer bajó a Tizimín por
un asunto, y creo que allí estará todavía unos días, a no ser
que hubiera seguido viaje a Mérida.
El hombre alto y de ojos verdes miró interrogativamente a
sus acompañantes, que lo rodeaban y no perdían una palabra.

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En aquellos ojos pudo ver Felipe un asomo de desconfianza;


alguno masculló algo en voz baja. Después de un breve silen-
cio, mirando fijamente al hombre que tenía ante sí y que re-
flejaba un aire de asombro y de duda, Felipe preguntó:
—¿Entonces, Rosadito, usted no sabe nada? ¿Me asegura
usted que no ha llegado por aquí la menor noticia de lo que
ocurre?
Rosado volvió la mirada hacia los otros hombres, vio aque-
llos ojos que lo penetraban, y de pronto sintió una extraña
nerviosidad que hizo temblar su voz.
—¿Saber, yo? ¿Qué habría de saber? Le juro, don Felipe,
que no sé a qué se refiere. No sé nada. ¿Qué ha pasado?
Felipe vio de nuevo a sus acompañantes con la misma in-
terrogación en el rostro. Todos guardaron silencio, en espera
de que él tomara la iniciativa. El hombre mantenía su mano
derecha en la culata de su pistola. Pasaron unos segundos. El
hombre sacó un pañuelo, se limpió la cara, se echó hacia atrás
el ancho sombrero de jipi, y se inclinó hacia Rosado para ha-
blar como si mordiera las palabras:
—¡Un cuartelazo! ¿Entiende usted, Rosadito? ¡Un cuarte-
lazo! ¡A mí, que podría levantar miles de campesinos armados
y organizar una feroz resistencia! Pero no quiero matanzas, en
las que seguramente no caerían los verdaderos culpables.
—¡Pero quién, don Felipe, quién ha sido capaz...!
—¿Cómo, quién? ¡Quiénes! ¡Los hacendados, el amo de
usted y los otros amos! ¿Compraron a Ricárdez Broca, que ha
resultado un canalla y se prestó al jueguito! ¿No lo sabía usted?
Un calosfrío recorrió el cuerpo de Rosado. El rostro se le
tornó lívido y sus ojos vagaron en círculo hasta posarse de
nuevo en aquel hombre que tenía enfrente. El 5 de diciembre
habían llegado a Veracruz Adolfo de la Huerta, Rafael Zuba-
ran, Jorge Prieto Laurens y otros políticos, y luego se concer-
taron con el general Guadalupe Sánchez, Jefe de las
Operaciones de aquella zona, y convinieron en desconocer al
gobierno del general Obregón, contra el que se alzaron tam-
bién los jefes, oficiales y soldados de aquella División y la Flo-

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tilla del Golfo. El 6, luego que Felipe recibió el mensaje en


que se le invitaba a manifestar su adhesión o su negativa, con-
sultó con el coronel Carlos M. Róbinson, jefe de la guarnición
de Mérida, y con el licenciado Garrido Canabal y el general
González, gobernador y Jefe de las Operaciones en Tabasco,
telegráficamente. Le respondieron que no, y consultó enton-
ces con el coronel Durazo, de Campeche, recibió una res-
puesta indecisa; pero después que se entrevistó con Durazo
en Halachó, Felipe quedó seguro de que todo el sureste, in-
cluidos Quintana Roo y Chiapas, seguiría al gobierno legal-
mente constituido de Obregón. Habiéndose venido encima
los acontecimientos, Felipe depuso al teniente coronel Javier
M. del Valle del cargo de Jefe de Operaciones y designó para
substituirlo al coronel Róbinson, y envío a Manuel Cirerol
Sansores a Estados Unidos con dinero suficiente para adquirir
armamento. El 12 de diciembre Durazo avisó que el teniente
coronel Vallejos se había alzado en armas en Campeche y que
necesitaba inmediato auxilio. Felipe reunió en La Liga Central
de Resistencia a comisiones y presidentes de las Ligas de Mé-
rida y del interior del Estado, y luego les dijo que estuvieran
prevenidos y que concentraran los fondos disponibles en la
Tesorería y que el coronel Róbinson se iba a encargar de com-
batir a Vallejos. Ordenó fijar en las plazas y sitios públicos sen-
dos pizarrones en los que se citaba urgentemente a todos los
componentes de las distintas Ligas de la ciudad, para ponerse
a las órdenes de la Liga Central con las armas de que dispu-
sieran, y fue a reunirse con su familia; pero apenas acabado el
almuerzo recibió un telegrama de Róbinson en que comuni-
caba la dispersión de las fuerzas rebeldes y le pedía que lo es-
perara en la propia Estación del Ferrocarril para informarle
de palabra. Felipe vio en ello una celada y dispuso entonces
su fuga de Mérida, con otros. No quería ser la causa de una
matanza de campesinos y soldados. Y habiendo reunido hasta
veintiocho amigos y compañeros fieles, salió de Mérida en el
Ferrocarril del Oriente hacia Motul, Espita y Tizimín; pero
en Espita despidió a la mitad y el grupo de fugitivos se redujo

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a trece personas en total, con escasos recursos pero buenas


armas y abundante parque.
—¡Un cuartelazo! —repitió Felipe—. Ricárdez Broca se ha
erigido gobernador y comandante militar, aliado a los hacen-
dados y a la rebelión delahuertista. Ya comprenderá usted, Ro-
sadito por qué no he querido dar mi nombre.
Don Eligio sacudió la cabeza con lentitud. Una racha de aire
levantó la falda de la guayabera que portaba y lo hizo respirar
profundamente. Nadie hubiera podido saber lo que estaba pen-
sando en este momento, ni la actitud que podía asumir después.
Los ojos de Felipe se deslizaron sobre aquel rostro lívido, como
penetrándolo. Luego, con expresión encendida, escupió en el
suelo. Las nubes bajas proyectaron algunas manchas grises sobre
el escampado y otro soplo de aire trajo un penetrante olor de
madera recién cortada, de árboles acuchillados. Se mecieron
suavemente las ramas de la ceiba, con ese murmullo de hojas
tan peculiar y tan grato en el día y que de noche adquiere un
sentido sobrenatural. Los hombres permanecían en círculo, ex-
puestos en este escampado al sol y al aire.
Rosado dijo:
—Pues usted dirá, don Felipe, en qué puedo servirles. Yo
hablaré con Turix…
—¡No! —interrumpió el hombre—. ¡No dirá usted una pa-
labra a nadie, menos al tal Turix! Tengo noticias ciertas de que
Ricárdez Broca ha despachado un piquete de soldados, con vía
libre hasta Tizimín, para capturarnos. En realidad no creo que
se atrevan a hacernos nada, más que meternos a la Penitenciaría
“Juárez” y guardarnos allí. Pero de todos modos…
—¿Qué distancia hay de Tizimín al Cuyo? —preguntó de
pronto uno de los acompañantes de Felipe, después de carras-
pear ruidosamente.
—Ochenta kilómetros, aproximadamente —respondió
Rosado.
—¿Y de aquí, de Canimuc, al Ingenio de San Eusebio?
Rosado vaciló unos segundos, se limpió el sudor de la frente
con la manga de la guayabera y comenzó a echar cuentas:

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—A ver, a ver. De aquí a la estación El Crucero hay dieciséis


kilómetros. Ese punto señala la división territorial de Yucatán y
Quintana Roo. Entre El Crucero y Solferino, que es otra anexa
del Cuyo, habrá unos catorce kilómetros. Y luego, de Solferino
a San Eusebio otros doce kilómetros aproximadamente. Total,
poco más de cuarenta kilómetros. La costa queda ya muy cerca.
El grupo de hombres se removió y algunos murmuraron
algo en voz baja.
—No nos conviene ir al Cuyo. Sería peligroso. Aunque sea
más lejos, será mejor salir a la playa por San Eusebio. ¿No
crees Felipe?
Era un hombre joven el que habló, con el cabello ensorti-
jado, espeso, la nariz recogida y los labios delgados. Su piel
transpiraba copiosamente, en la frente, en el cuello, en las axi-
las. No era corpulento, pero bajo la guayabera se adivinaban
los músculos recios, juveniles. Felipe lo escuchó con atención
y la luz verde pareció brillar más profundamente en sus ojos;
luego dijo:
—Bien, bien. Usted, Ramírez, conoce perfectamente estos
rumbos. Díganos su opinión.
El hombre se removió, se humedeció los labios con la
punta de la lengua, se quitó el sombrero de huano que lo cu-
bría; era un rostro quemado, oscuro, de pómulos salientes;
era una cabeza redonda y pronunciada, sobre un cuello
ancho; la nariz se movió en inclinaciones rítmicas cuando
habló, como si le faltara piel y los labios estirasen la del gan-
cho de la nariz.
Sí, don Felipe —dijo al fin—. Yo creo que saliendo por Chi-
kilá, que está a unos minutos de San Eusebio, podríamos em-
barcar en alguna lancha y llegar a Isla Mujeres y algún otro
punto de la costa. Por allí sería más difícil que nos alcanzaran.
—¡Pues ya está! —exclamó Felipe—. Por allá iremos y a ver
qué suerte nos toca. Usted, Rosadito, y éste otro —apuntando
al hombre que había venido en compañía de don Eligio —,
nos acompañarán. Usted aquí manda y lo necesitamos para
no tener dificultades en el camino.

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Y dio la vuelta para entrar de nuevo en la casa. La sombra


de la ceiba se alargaba sobre el suelo. Unos buscaron su pro-
tección, y los demás siguieron a Felipe para recoger el pequeño
equipaje y los rifles. El sol volvió a brillar, opulento, abrasador.
Rosado permaneció de pie, junto a la entreabierta puerta. Con
el pañuelo secaba el sudor de su cara, con una expresión de
duda o de inquietud en los ojos. Así lo encontró Felipe cuando
apareció de nuevo por la puerta; mostraba la indecisión refle-
jada en su actitud, como si no pudiera ocultar el temor de dis-
poner de su persona sin consultar a su amo.
—No hay tiempo que perder, Rosadito —le dijo Felipe—
. Ninguna precaución está por demás, en las presentes circuns-
tancias. Hemos podido apoderarnos de todo cuanto
necesitamos y no he querido. Hemos podido destruir la línea
telefónica y los rieles de esta vía, para dificultar que nos per-
sigan; y tampoco he querido. Pero sí considero indispensable
que usted venga con nosotros, para facilitarnos el camino.
Rosado se pasó la lengua por los labios secos, recogió una
mano a la altura del pecho, clavó los ojos en la palma de ella
como si quisiera medir su voz y sus palabras, y dijo suavemente:
—Sí, don Felipe, yo lo entiendo así. Pero luego para mí
serán las dificultades, y no sólo con Turix, que es mi jefe, sino
con los otros. Yo quisiera…
—¡Yo conozco a Arturo Aguilar, Rosadito! No quiero nada
con él. Además, sé que usted aquí tiene facultades para dis-
poner, dar órdenes y todo. Y no quiero perder tiempo. Quiero
que nos acompañe usted como amigo; pero si es preciso, en
último extremo usaré la fuerza. No deseo destruir ni causar
daño ni a usted ni a nadie; pero necesito llegar a donde puedo
reunir elementos y fuerzas suficientes para regresar y echar del
gobierno a esos canallas. Y regresaré, Rosadito, regresaré. No
le queda duda.
—Sí, don Felipe, no lo dudo...
Continuaba mirándose la palma de la mano, y meneó la ca-
beza como si no pudiese respirar a sus anchas. Lo que decía
Felipe indicaba un peligro para él, de cualquier modo, porque

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con alguno se veía obligado a quedar mal: con este hombre o


con aquellos otros que lo mandaban y le pagaban por ello.
—No lo piense más, Rosadito —terminó el hombre—. Es-
tamos perdiendo el tiempo y ahora sí que los minutos son oro
en polvo.
—Bueno, don Felipe —aceptó, al fin, el contratista—. A
la fuerza ahorcan. Iremos por donde usted ordene.
Entonces le indicó al peón que vino con él la conveniencia
de cambiar las mulas de la plataforma. Y en seguida tornó a
hundirse en sus preocupaciones. Entre tanto, los viajeros, que
habían permanecido cerca de Rosado y Felipe, interesados en
la conversación y en la decisión que se tomara, se dirigieron a
la plataforma para recoger las dos cestas donde venía el al-
muerzo. Había que creer, a juzgar por la decisión y la natura-
lidad con que se dispusieron a engullir el almuerzo allí mismo,
al sol y con las manos, que aceptaban de buen grado el des-
censo en sus comodidades y que exigían mucho menos de lo
que hubieran pedido en otras circunstancias; o bien, que era
realmente grave el peligro, puesto que abandonaban todo y
se entregaban, decididamente, a las contrariedades, imprevi-
siones y molestias de un viaje en tales condiciones a la costa
de Quintana Roo. Para que esta marcha fuese menos penosa,
se la presentaban seguramente no como una fuga definitiva.
Y porque se daba cuenta de ello y temía no quedar bien ni
con Dios ni con el diablo, Rosado se veía incapaz de abando-
nar sus preocupaciones.
Aunque en los rostros de aquellos hombres había señales
de fatiga y de inquietud, no era precisamente en su conversa-
ción donde se lograba advertir pesimismo ni dudas. El campo
reverberaba, el sol estaba alto y aquel almuerzo era la primera
comida formal que hacían en varias horas; todo ello decidió
que allí mismo, en el piso de la plataforma, se entregaran sin
el menor reparo a devorar el arroz y los pedazos de gallina que
había preparado don Eligio Rosado. Eran diez hombres.
—Si no conoce usted a todos, ya los irá conociendo por el
camino —dijo Felipe a Rosado—. Estos dos son mis herma-

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nos, Benjamín y Edesio, aquí el licenciado Berzunza; aquellos


son oficiales de la policía, ayudantes míos, Mariano Barroso,
José Ramírez, Fernando Marín, Rafael Urquizo y Pedro Rizo.
Y luego, señalando a otro que llegaba del fondo del corral
con un botellón de agua:
—Aquél es también mi hermano, el más pequeño, Wilfrido.
Apenas movieron la cabeza, para hacer un saludo sin cere-
monia, sin dejar de mascar al ritmo apresurado de las mandí-
bulas. Rosado mantenía su actitud de reserva, algo defensiva,
o como si todavía no saliera de la impresión de ver en esta si-
tuación a unos hombres que la gente solía representarse rode-
ados de la multitud, rodeados de inseparable marco de
partidarios. Los hombres estaban en cuclillas, o sobre un cos-
tado. Llegó el peón con la remuda de bestias y las enganchó
con presteza a la plataforma. Tomó el chicote y brincó para
ocupar su sitio, con las riendas en la mano izquierda. Felipe
se mantuvo sentado en la orilla del vehículo, con las piernas
colgantes; como había dicho que Rosado y el empleado con
quién vino seguirían con ellos, estaba calculando lo que con-
vendría hacer con Cervera, el otro empleado que los acom-
pañó desde la anexa Moctezuma. No quería cometer
equivocaciones. Con él serían trece y acerca de este número
hay una superstición; pero dejarlo significaría facilitar su ras-
tro, su persecución, por cualquiera indiscreción que pudiera
tener. Por mejor buena fe que tuviera, podría ser forzado a re-
velar la ruta que seguían.
—Cervera, usted también vendrá con nosotros —decidió
al fin, hecho ya a la idea de no correr riesgos inútiles—. Aquí
las leyes son distintas.
El empleado buscó los ojos de Rosado y al cabo de un se-
gundo movió la cabeza en señal de conformidad. Después del
almuerzo aquellos hombres parecían recuperados y aun son-
rientes, como si la comida les hubiese traído optimismo o pro-
porcionado un gusto particular. Aquella cantidad de arroz y
aquellos pedazos de gallina frita, aunque no se acompañaban
más que con agua de lluvia, fueron consumidos fácilmente y en

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pocos minutos, con especial atención. El espectáculo que ofrecía


el grupo se ordenó de una manera más tranquila y compacta;
el almuerzo en común y el peligro ejercían sobre estos hombres
una fuerza de mutua atracción, los unía, los nivelaba.
—¡Vámonos! —ordenó Felipe—. Usted, Ramírez, esté
atento a que el camino sea el correcto, el convenido.
El grupo se aprestó en el centro de la plataforma. Unos se
recostaron sobre la espalda de otros, para estirar las piernas y
soportar menos difícilmente el gruñido de la digestión. Co-
menzó de nuevo el paso lento de las mulas y al poco rato el
trote regular, monótono. En un cuadrado del campo ardía
una hoguera incierta, que a determinada altura se revolvía en
una columna de humo negro. Los hombres comenzaron a
fumar. Este campo, muy cerca de los límites de Quintana
Roo, reunía, gracias a los árboles más frondosos y a los peque-
ños accidentes del suelo, muchas más perspectivas en un solo
momento que las que podrían ofrecer los caminos del centro
de la península en muy larga extensión; y además, la esperanza
de alcanzar pronto el final de este viaje era por sí misma como
otro placer físico superpuesto al del almuerzo. La marcha, sin
embargo, no era suficientemente rápida, en un altibajo fue
preciso bajar de la plataforma y empujarla, y ascender la pe-
queña cuesta a pie. Las mulas resoplaban. Unas horas después,
cuando ya se anunciaba el crepúsculo, Rosado advirtió que
estaba próximo El Crucero y que allí mudarían las mulas.
—¿En ese punto comienza el Territorio de Quintana Roo?
—preguntó Benjamín.
—Exactamente. De allí a Solferino la distancia es corta. Y
conviene llegar allá antes que anochezca.
A un lado de la vía apareció de pronto una pequeña cons-
trucción de madera, que Rosado señaló como El Crucero.
—¡Hemos llegado!
Los viajeros saltaron a tierra a estirar las piernas. El viento
empujaba las nubes, de un azul-morado que en el horizonte
se convertía en rojo encendido. Vino una racha del monte cer-
cano y comenzó a difundirse la frescura del atardecer.

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Don Eligio no olvidaba una tarde en que pudo escuchar a Fe-


lipe en una reunión de trabajadores de La Plancha, el gran ta-
ller de los Ferrocarriles Unidos de Yucatán. Fue en un patio
de regulares dimensiones. El hombre hizo un cuento, relató
una fábula que todos comprendieron. Contó que en cierta
época existía un tigrillo que asolaba los campos y mataba al
ganado. Era un animal terrible, furioso, de enormes garras,
muy fuerte, que odiaba a los hombres y lo que éstos poseían.
Su reputación era terrible, pero los hombres no encontraban
algo en que fundara aquel animal la razón de su maldad.
Un día salieron en su busca. ¿Estaría allí donde decía el
batab? ¿Qué cosa podían hacer los hombres si no defender
su realidad, su mundo y su naturaleza? El tigrillo encarnaba
otro universo, hostil y oscuro, frente al cual los hombres no
se sentían seguros en su fortaleza ni en su magia. Para ven-
cerlo era preciso reunir las fuerzas de los dioses y de los
hombres. Aun los más débiles se hayaban dotados de tal ma-
nera por la naturaleza y por los dioses que podían tomar
ventajas sobre el tigrillo si se empeñaban en ello. Cuando
tuvieron acorralado al animal, éste declinó su actitud de fie-
reza y de altivez y se dirigió al cazador que lo acosaba con
su lanza:
—¡Pobre de mí! —exclamó gimoteando—. ¡Cuántas ca-
lumnias han inventado en mi contra! Me crees tu enemigo y
no es cierto. Soy tu amigo, créeme.
—Has destruido mis milpas —respondió el cazador sin
apartar el arma que apoyaba sobre el pecho del tigrillo—. Has
matado mi ganado. Eres un ser malvado y destructor.
—¡No me mates! No tengo tu confianza, es cierto, y por eso
no te he buscado antes para explicarte mi desgracia, porque he

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temido encontrar cuchillos en las cercas o veneno en el agua.


Pero nada odio tanto como causarte un dolor o un daño.
Vaciló el cazador ante aquel ademán de súplica y de humil-
dad. Apartó su arma y esperó.
—¡No me mates! —repetía el tigrillo, con la voz opaca—.
Soy tu amigo y quiero probártelo. Separa tu lanza de mi
pecho. Confía en mí.
El cazador dio oídos a sus ruegos. Separó la punta de su
lanza del pecho del tigrillo y cuando esperaba una prueba de
amistad vio que el animal dio unos pasos rápidos, tomó im-
pulso y saltó sobre él para enterrarle en el cuello sus garras y
sus dientes. No supo más, claro está. Los que llegaron después
sólo encontraron su cuerpo despedazado y el mismo rastro de
sangre que manchaba todos los corrales.
Felipe terminaba la parábola alzando los brazos, extendiéndo-
les hacia delante y exclamando con la voz encendida de cólera:
—¡Ese es el latifundista, el hacendado! ¡En él ha reencar-
nado el espíritu de la maldad! ¡Es inhumano, poderoso, altivo!
Pero te sonríe y jura ser tu amigo cuando tienes empuñada tu
escopeta y ve que corre peligro su seguridad. Su palabra es
falsa. Ustedes lo han sufrido durante siglos, ustedes, hombres
como yo.
Las gentes decían que estas fábulas que Felipe aplicaba a la
actualidad, eran antiguas lecciones que él había escuchado desde
niño en labios de los indios. Ahora, en apogeo de su política
agraria y obrera, el hombre mostraba un aspecto imponente,
de seguridad y dominio, como si la verdadera fuerza de su per-
sona se resolviera en esta mágica atracción que ejercía sobre el
ánimo de todos. Ahora quienes lo vieron pequeño y débil, re-
cluido en la modesta ciudad en que nació, podían medir el al-
cance de la febril actividad de su ser extraordinario. Había
instituido los “jueves agrarios” para realizar los repartos de tie-
rras y difundir su propaganda socialista, y llevar a cabo obras
de beneficio común mediante el trabajo colectivo de campesi-
nos y autoridades. Cuando inauguró la carretera a Dzitás a Chi-
chén Itzá, hubo una ceremonia en el paraninfo del llamado

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Juego de Pelota y dijo: “He abierto esta carretera para que ven-
gan ustedes a contemplar la grandeza de nuestros antepasados,
seguro de que inspirados en ellos aspirarán también a ser gran-
des…” Había creado la Liga Central de Resistencia, idea suya
en que se combinaban los torneos pedagógicos, la actividad gre-
mial, los llamados “lunes rojos” que eran veladas culturales, y
las campañas electorales. Cuando comenzó a tomar forma y
fuerza la Liga Central, organizó los primeros congresos obreros,
en Motul y en Izamal, y proclamó que lo más grato y prome-
tedor de todo lo que hasta entonces ocurría eran los postulados
que allí surgieron como sustento y espíritu del Partido Socialista
del Sureste. Y dispuso que se tocara la Internacional.
La gente contaba historias, ciertas o inventadas, en torno a
su vida. Lo único de que todos estaban seguros se refería a la
confianza absoluta, a la fe mítica que a su figura habían erigido
los campesinos, los trabajadores. Y sin embargo, parecía im-
posible que el indio viera en aquel hombre su par y gemelo.
Cuando se mencionaba aquella leyenda sin fondo que corría
en voz baja y que hablaba del hombre de los ojos verdes y
blanco y barbado que siglos atrás se fue por el ancho mar y
prometió volver un día para redimir al indio, no se encontra-
ban sino reservas y escapatorias; y cualquier campesino se li-
mitaba a estirar los labios en una sonrisa pequeña e
indefinible, casi imperceptible, y a exclamar:
—¡Quién sabe…!
En cuanto a la vida anterior de aquel hombre, todo se volvía
conjeturas, sospechas y excitación narrativa. Resumía, induda-
blemente, una secreta energía que acaso era su principal virtud.
Las gentes se remontaban a muchos años atrás, cuando Felipe
vivía en Motul al lado de sus padres, y creían tener algún fun-
damento para suponer que su primera educación provino del
contacto con los peones de las haciendas henequeneras de esa
rica zona, a lo menos en el sentido, que él pregonó después,
de que la educación es el fortalecimiento de la voluntad. Felipe
solía hablar de una mujer india que nombraba “mi vieja Xba-
tab” y que influyó en la formación de su personalidad.

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Ella, contaba él mismo a sus amigos, había sido la causa


de su primera prisión. Felipe era entonces un joven aprendiz
de cirquero, ayudante de una contorsionista que se anun-
ciaba como “la niña Elvira”, y amigo de todos los indios que
llegaban a Motul trayendo para el mercado sus tercios de
leña. Un día Xbatab le dio la noticia de que la ranchería de
Kaxatah, enclavada dentro de los linderos de la finca Dzu-
nuncán, estaba incomunicada porque el hacendado había
ordenado levantar una albarrada con la idea de preparar nue-
vos planteles para la siembra de hijos de henequén. Si los in-
dios de Kaxatah hubieran sido más fuertes aquello no
hubiese ocurrido. Fue necesario que Felipe derrumbara la
albarrada y sufriera la primera prisión de su vida, acusado
ante el Jefe Político de daño en propiedad ajena. Su padre,
el bueno de don Justiniano que usaba grandes bigotes que
ya para entonces habían encanecido, pagó la multa y obtuvo
su libertad.
Xbatab le enseñó la lengua maya y como llegó a hablarla
como si fuese la suya propia, acaso mejor, la gente lo miraba
pensando si habría heredado el secreto de la tierra y si cuando
traducía y explicaba el texto de la Constitución de 1857 ante
los grupos de peones indígenas, no habría llegado a olvidar
que tenía los ojos verdes y estaba ya muy cerca del odio de los
hacendados. Se le comenzó a ver excitado, como encendido
de entusiasmo, si hablaba de lo que siempre había sido atri-
buido a los dioses y nadie se atrevía a explicar por voz humana.
Mencionaba entonces la esperanza como una promesa cercana
y no como un sueño o pesadilla, como algo que iba mucho
más de prisa que el agua que los balames hacían llover sobre
estas tierras áridas. Y también les agradaba a los indios escu-
char en su lengua otra explicación de por qué las anonas
daban sus frutos, por qué las milpas crecían y se adornaban
de mazorcas, por qué el henequén ofrecía un alma de zosquil
y por qué es malo el viento que viene del sur, como si este
hombre hubiese encontrado el modo de desenredar la maraña
de la vieja religión de los balames y los dioses múltiples y de

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la real naturaleza de la tierra y los hombres. Las parábolas lo


ayudaban a explicarse y ayudaban a las gentes a entenderlo:
—No pises nunca la sombra de tu semejante que sea tu
amigo o compañero, porque les harás daño, enfermarán, y en-
tonces no encontrarás a nadie que te proteja contra la desgra-
cia —le había dicho Xbatab el día en que un hombre llamado
Arjonilla trató de clavarle un puñal en el pecho.
Ese día Felipe supo disparar su pistola a tiempo y matar a
su agresor, que venía pagado por otros. Y si salió de la Peniten-
ciaría “Juárez”, libre por sentencia asentada en su proceso, se
debió a que sobrevino el cambio de gobierno en el Estado y
surgió la revolución carrancista. Nadie hubiera podido decir si
él creía todo lo que le contaba Xbatab. Al principio en Motul
seguía su vida modesta como si nada estuviera ocurriendo. Lo
veían trabajar en cualquier cosa, con igual entusiasmo, y avivar
esas relaciones del campo que era posible que tuvieran un con-
tenido mágico, pero que le enseñaron en qué época era preciso
quemar un plantel para abonar la tierra, en qué forma el jor-
nalero debe manejar el machete para obtener la penca de he-
nequén más larga, cuántas pencas componen un rollo, por qué
la flor del henequén al brotar está indicando el término de la
planta y en qué forma debe levantarse el dedo humedecido
para saber en qué dirección corre el viento. Durante ciertas
horas del sol permanecía en los planteles de las fincas cercanas.
Su familia contaba que iba a comprar y vender cosas, a traer
mercancías y hacer negocios; hasta que una vez alguien lo vio
en el fondo de uno de los planteles ayudando a unos indios a
fabricar sus cántaros y sus ollas; sacaban el barro de la saccabera
y ponían a jugar sus dedos con él, humedeciéndolo, hasta darle
la forma que perseguían; y todo ello en silencio, casi inmóviles,
como si lo hicieran a hurtadillas. Había pasado la quema de
planteles y el aire venía del oriente; era la época en que la at-
mósfera del campo se saturaba del olor del xcacaltún, que es
un arbusto silvestre que crece pegado a las espinas del chacún
y del catzín entonces las gentes dijeron que Felipe estaba apren-
diendo brujerías y alebrestando a la indiada.

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Y esa fue la causa de que Felipe buscara otro trabajo y en-


trara a desempeñar el empleo de conductor del tren. Las gen-
tes lo habían visto ir frecuentemente a los planteles de la
hacienda Cauacá y caminar junto a aquellos hombres que pa-
recían brotar de la tierra y de los matorrales y que daban la
sensación de estar hechos de la misma tierra y de sombras.
No se explicaban lo que tenía que hacer allí. Los peones ca-
minaban en fila, uno detrás del otro, con el sabucán al hom-
bro y el machete a la cintura, sin prisas. Luego se detenían al
lado de Felipe en alguna albarrada, y él les hablaba. Otras
veces, con el brazo extendido les señalaba algo en aquellas
milpas que comenzaban a jilotear. Era el atardecer y en una
extensión interminable los plantíos de henequén iban tiñén-
dose de un verde oscuro, cada minuto más oscuro, hasta que
adquirían una coloración grisácea y de los matorrales comen-
zaban a surgir las primeras sombras descoloridas que prece-
den a la noche. De este lado, la casa principal de la hacienda
era una construcción inmensa, soberbia, que se alzaba sobre
un pequeño otero en el centro de los plantíos de henequén;
en torno a ella, el espacio verdeante y fresco de los jardines y
de las huertas de árboles frutales; un gran árbol de ramón en
la plazoleta del frente, y a su lado los bebederos y un pozo
cuya agua se bombeaba mediante la veleta gris; más allá, la
casa de máquinas donde se desfibraba la penca, y los tende-
deros donde la fibra recién raspada se ponía a secar al sol, im-
pregnaban el aire de un olor agrio y penetrante. Felipe se
estaba horas y horas y volvía luego con una expresión extraña
en el rostro.
Un domingo fue a Tixkokob e hizo amistad con el jefe de
la estación del Ferrocarril del Oriente. Antes si salía de Motul
era para ir a Tekit, a caballo o en bolán, este vehículo de dos
ruedas tirado por mulas que se usaba entonces en el campo
de Yucatán. A caballo no representaba problema para él, por-
que iba a campo traviesa o por los caminos alejados que nadie
más que los indios conocían; pero en bolán podían verlo, por-
que no era fácil que el vehículo pasara inadvertido. Entonces

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se acurrucaba a un lado, bajo el toldo; el zangoloteo entre los


matorrales y en el camino fangoso resultaba fatigante, monó-
tono, y el sordo crujir de la madera del piso y de las ruedas
completaban el cansancio del viaje. Por esto él prefería ir a ca-
ballo, o a pie si no había otro recurso. Pero un día resolvió no
ir más a Tekit; aquella mujer que lo esperaba ya no era la
misma. En esos días conoció al jefe de la estación, al regresar
de su viaje a Tixkokob. Hacía calor y el cielo parecía una com-
bustión de luces y colores. Al bajar al andén, en Motul, el
hombre se limpió el rostro sucio de hollín y de polvo de Kan-
kab. El aire parecía haberse detenido y no se sentía sino un
bochorno que se teñía de un color rojizo y llenaba el ambiente
de reflejos. Allí permaneció varias horas, sin decidirse a cami-
nar hacia el centro de la población. El jefe de la estación lo
observó largo rato y al fin lo abordó:
—¿No encontró trabajo en Tixkokob?
—No. Don Miguel, el de Cauacá, dio malos informes.
El hombre miró significativamente sobre la vía cuyas líneas
se perdían a lo lejos entre los plantíos de henequén, sacudió
el polvo de su sombrero, y añadió:
—Y sin embargo, las gentes quieren que me marche. Parece
que tienen miedo de mi presencia.
—Esas cosas suyas con los indios. Usted sabrá... Calló un
momento y luego agregó:
—Si yo fuese soltero ya andaría de conductor. ¿A usted no
le gustaría? Sería un buen modo de resolver la cosa, de ir y
venir y ocuparse en algo...
Felipe aceptó, sonriendo. El techo de lámina del andén au-
mentaba el bochorno bajo el sol endurecido.
—¡Y mire usted! —agregó el jefe de la estación—. ¡Es po-
sible que en los viajes hasta tenga tiempo de volver a ensayar
la flauta, como antes!
El hombre no respondió. Sus tiempos de músico, al lado
del maestro Jerónimo Ramírez, le habían dejado como único
beneficio un extraño sentido de armonía, un don especial
para encontrar en los ruidos una malicia melódica y en la voz

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de las gentes un sonido identificable. Se despidió del jefe de


la estación y emprendió la caminata hacia el centro de Motul.
Bordeaba el camino un pasto seco y amarillento. A poco
andar vio las primeras casas de paja, enjalbegadas, con el perro
en la puerta y los chiquillos desnudos trazando jeroglíficos en
el polvo del suelo. De pronto el camino se hizo una curva y
eran entonces toneladas de cal amontonada y más allá el
mundo de las hormigas y de las moscas afanosas, incansables;
y luego, unos enormes charcos de agua sucia, lodosa, en los
que las mulas remojaban el vientre, para refrescarse y beber
agua. Cuando entró a su casa a la casa de sus padres, fue de-
rechamente a la cocina a saciar su hambre.

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Don Justiniano y doña Adela dijeron que Felipe estaba per-


diendo el tiempo, porque no conseguía el empleo de conductor
en el Ferrocarril. Primero entró como escribiente, luego fue
oficinista en la propia estación de Motul. Fue necesario que
pasara algún tiempo para llegar a conductor. Entonces viajó en
la línea del tren de pasaje que corría de Mérida a la hacienda
Cauacá y pudo ir y venir entre aquellos hombres a quienes os-
curecían el aire, el polvo, el humo de la locomotora.
En uno de sus viajes conoció a Pancho Caamal. No le ex-
trañó su mirada insondable al principio, amarga y triste, por-
que era muy parecida a las que había tenido muy cerca en los
plantíos de henequén. Pero en aquellos ojos estaba también
el fuego. Aquella mirada, aquel rostro maya, aquella expre-
sión de Pancho Caamal estaba diciendo, sin sarcasmos, que
no era ninguna extravagancia considerar que el mundo había
dejado de ser lejano e inasequible para él. Era hijo de un peón
de Dzununcán que trabajaba a últimas fechas en la casa de
máquinas, donde se raspa la penca del henequén. Había po-
dido escapar al trabajo del corte y comerciaba con maíz y ani-
males que llevaba de un sitio a otro. Primero fue reforzar con
una mano el movimiento o la actitud de la otra, poner una
idea delante de otra; luego, forjar dentro de sí una enorme
capacidad de entendimiento y de trabajo y reunir con dolor
los elementos del buen conocimiento de su tierra y de sus
hombres. Esa era su manera de estar enfermo. Era joven y un
día, sentados en la banca de madera del vagón de segunda, le
dijo a Felipe:
—Ya te conocía. Ya había oído hablar de ti, entre los míos.
Pero tú todavía no nos conoces bien. Conoces la tierra, allá
adentro. Pero te falta ver ciertas cosas, las que yo he visto. Falta

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que te veas en cuclillas, junto a otros cien jornaleros, al borde


del corredor de la casa principal de la hacienda, frente al ma-
yocol que está dando sus órdenes para el trabajo del día. Falta
que veas venir a esa hora, cuando apenas comienza a clarear,
a ese mayocol y echarse sobre ti para castigarte porque el día
anterior te habías emborrachado o porque no cumpliste exac-
tamente lo que ordenó. Te arrastrará, te tomará por los pelos
para alzarte la cara y escupirte. Y cuando ya no le queda nada
adentro, oirás que dice: “Veinticinco azotes, para que aprendas
a obedecer”. Y luego indicará dónde has de arrodillarte y quié-
nes te golpearán con el látigo hasta sangrarte las espaldas. Y
después, la fajina, para que tengas tiempo de repasar todos tus
pecados. ¡La fajina! Tú no sabes lo que es eso de hacer durante
horas y horas un trabajo gratuito que completará tu castigo:
desyerbar, componer los techos de palma, levantar albarradas,
hacer embutidos para tender los rieles decauville, o cortar qui-
nientas pencas de henequén. Nada más. Mi padre estaba libre
de fajina porque trabajaba en la casa de máquinas, pero no de
los azotes. ¿Tú has visto alguna vez azotar a tu padre? Yo sí, y
te aseguro que no se olvida nunca. Durante noches tuve esa
pesadilla. ¿Comprendes? Y después, recuerdo que en la tienda
de raya no querían darle a mi madre las medicinas para cu-
rarlo. ¿Comprendes?
Sólo una vez habló Pancho Caamal de esto. Nunca en nin-
guna de sus conversaciones, volvió a mencionar los azotes a
su padre enfermo.
Felipe dejó de ser conductor del Ferrocarril del Oriente y
no se encontró con su amigo sino bastantes años después. Ni
siquiera cuando, ensayando otros trabajos, se hizo comer-
ciante y llevaba y traía maíz de Motul a Valladolid. Lo buscó
y no dio con él. Luego, se hizo abastecedor. Al principio todo
fue bien; pero su capital era pequeño y se arruinó. Se dedicó
entonces a publicar una hoja impresa que llamó “El Heraldo
de Motul”, y creyó que don Justiniano estaba al fin contento
de su actividad porque se mostraba orgulloso cuando oía decir
que su hijo era ya un periodista.

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El propio Felipe pensó que este fue su paso definitivo, muy


a propósito para su espíritu; un hombre agitado, inquieto, re-
tenido en aquella ciudad del oriente, con experiencias directas
del campo, de la tierra y de sus hombres, esperaba este mo-
mento en que la luz cayó sobre él. Ni el aire ni el tiempo es-
taban quietos. Sobre las gentes vino como nueva amenaza el
decreto que el gobernador Muñoz Arístegui suscribió para for-
talecer el caciquismo de un lado y la obediencia de otro, para
afirmar el orden decía él; con aquella disposición bastaba cual-
quiera indisciplina o ser mal visto por el Jefe Político para que-
dar marcado con la bola negra y ser obligado a cubrir una
plaza en el Cuerpo de Seguridad Pública y Policía, que había
venido a substituir a la antigua Guardia Nacional; es decir, a
un hombre se le consignaba al servicio de las armas, sin más,
y el “rebaje”, o sea la cuota mensual para obtener reemplazo
en el servicio, quedaba al arbitrio del gobernante. Los campos
y los pequeños poblados del interior de la península se vieron
cruzados por las caravanas de hombres, jornaleros, campesi-
nos, peones, que eran conducidos al servicio forzoso o que
huían con la idea de que por mal que les fuese no les iría peor
que donde antes estaban.
Los hechos se fueron sucediendo y aumentando la inquie-
tud, enardeciendo las impurezas, fomentando los abusos. Ese
año se repitió el fraude electoral. Además, al aire trajo enormes
manchas de langosta que destruyeron rápidamente las milpas y
trastornaron el pasto y las siembras. Aquellas manchas de color
marrón empalidecieron el cielo, como nubes. El campo se tornó
sombrío, oscuro, solitario. El suelo se cubrió de una delgada
costra blanda y sucia, que era la acumulación del excremento
de miles y miles y miles de langostas. El animal intensificó sus
voraces incursiones. Bajo su ataque las hojas del maíz tierno se
doblaron y terminaron por desaparecer, y las mazorcas se pul-
verizaron en los tallos. El aire mismo languideció.
Junto a ésta los políticos y los hacendados eran otra plaga
interminable. Aquel fraude electoral colmó la medida. Al ini-
ciarse junio estalló la revuelta, con una sola voz de rebeldía,

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nada monótona, con una voz que conjuró la voluntad de


todos. En las fincas Kantó y Ekbalán y en la ranchería Dzel-
koop se concertaron los sirvientes y los jornaleros sometidos,
bajo la dirección de tres hombres. Atacaron a Valladolid y lo
capturaron fácilmente. Se respiraba la ansiedad, la inquietud,
el amargor del viento de todos los sitios. Frente a las cuartillas
y en la imprenta donde se hacía su periódico, Felipe escuchó
el ruido de las gentes y el de la langosta y pensó que había
mucho que hacer para librarse de la plaga. De pronto, las llu-
vias llegaron y dejaron caer el agua más recia y levantaron los
aires más violentos; pero el torbellino que se alzaba de la tie-
rra quedó deshecho y volvieron a dispersarse las fuerzas y las
voluntades de los hombres. Tras la aprehensión de los cabe-
cillas y del fusilamiento de los principales, Bonilla y otros,
pareció que el cielo se aclararía de nuevo y que el sol se en-
durecería definitivamente sobre las cabezas de todos. Pero el
sudor del esfuerzo y el polvo de la tierra habían dejado pe-
queñas, ocultas, grandes corrientes entre la maleza. Así se ex-
plicó Felipe que los levantamientos se sucedieran, a pesar de
todo, en varios lugares, en Peto, Temax, Taxcabá. Como un
fuego súbito en mitad de la noche, aquella corriente adquirió
poderío, fortaleza, y el gobernador Muñoz Arístegui se vio
sustituido por un jefe militar con especiales facultades. Me-
diado mayo del año siguiente, lo que parecía dogmático e in-
conmovible rodó al fin: se supo que el general Díaz y el señor
Corral habían renunciado a la presidencia y vicepresidencia
de la República, y que José María Pino Suárez estaba desig-
nado ya gobernador interino del Estado. Entonces las gentes
se detuvieron, se vieron entre sí, se vieron las manos y el
cuerpo, y se preguntaron:
—¿Esto resolverá nuestra situación? ¿Qué haremos ahora?
Felipe por su parte sabía qué hacer. Por esos días parecía
vivir poseído de un dios, iba y venía por los campos, hablaba
con todos y gobernaba la atención de aquellas gentes; y la go-
bernaba para inclinarla al lado favorable de Delio Moreno
Cantón como había tratado antes de hacerlo durante la cam-

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paña electoral frente a Muñoz Arístegui. Las condiciones en


que estaba Pino Suárez no era posible verlas como un molde
al que debería conformarse el porvenir; era una administra-
ción plácida y conciliatoria; carecía de perfiles seguros; por de
pronto, consideraba prudente cortar la actitud desafiante de
los peones del campo y resguardar a los hacendados, “quienes
han visto, con razón —decían los papeles que se pusieron a
circular—, seriamente amenazados sus intereses y aun sus
vidas en estos movimientos”.
Los jornaleros volvieron a preguntarse:
—Y ahora, ¿qué hacemos?
Felipe también entonces supo qué era preciso hacer. Un día
los sirvientes de la hacienda Santa Cruz, en las proximidades
de Espita, se alzaron lanzando vivas a Moreno Cantón y a
aquel hombre cuya mirada verde se hacía más profunda y am-
plia. Si había otra actitud posible que no era la conciliatoria
ni mucho menos la vuelta hacia atrás, si no bastaban las deci-
siones de Pino Suárez, ¿por qué continuar la resignación y el
temor de intentarlo todo? Las personas acomodadas y serias
de Motul vieron transformarse a Felipe y sintieron nacer todos
los temores que podían caberles en el cuerpo:
—¡Este demonio ha aprendido tanto en los libros como en
los indios! —exclamaron.
Así surgió un día frente a Felipe aquel hombrecito llamado
Arjonilla, armado de puñal y pistola. Muerto el agresor, se
abrió el proceso y Felipe fue trasladado a Mérida e internado
en la Penitenciaría “Juárez”. Sin embargo, por fuerza del
tiempo, las razones humanas continuaban modelando los
acontecimientos, sujetando a los hombres del gobierno. Y otro
día se oyó hablar de Carranza, también blanco y barbado, que
roturaba las tierras del norte del país. Y de Zapata, peón le-
vantisco, que en el sur y apoyado en sus hombres de sombrero
ancho exigía tierra y libertad. Felipe salió libre y emigró al in-
terior de la República, se alió a Zapata, durmió en los montes
en que se deshacen las faldas de los volcanes, y regresó más
rico de ideas y de entusiasmo a Yucatán.

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La península había tomado un aspecto totalmente distinto


con la llegada del general Alvarado y su ejército carrancista.
Mérida se llenó de soldados revolucionarios, indios yaquis y
oficiales de sombrero ancho y pañuelo ceñido al cuello. Los
jornaleros venían en caravanas, a exponer sus quejas, y los ha-
cendados se escondían o huían a La Habana. En las paredes
aparecían carteles, manifiestos, proclamas que hablaban con
lenguaje apasionado. Al comercio se le impusieron préstamos
forzosos y las señoras dejaron de ir a los paseos.
Felipe apareció de nuevo, de guayabera y sombrero negro al
estilo australiano, y las gentes lo vigilaban tal vez temiendo que
Felipe trajera de Zapata lo que todos creían que traería. Iba a
los pueblos y los peones lo escuchaban hablar de la Revolución,
de la no reelección, del sufragio y de la libertad de trabajo, y le
preguntaban en voz baja sin dejar de escucharlo. Luego, se sen-
taba a comer con ellos. Alvarado primero lo tomó preso, pen-
sando probablemente en que no convenía alebrestar a los
indios sin tener una organización que pudiera controlarlos y
guiarlos ordenadamente; y al fin, lo llamó a su lado para que
le expusiera sus ideas socialistas y organizara un partido, el Par-
tido Socialista del Sureste. Durante una temporada Felipe con-
dujo expediciones de campesinos hacia Mérida, grupos de
peones que iban a exponer sus quejas contra los antiguos amos.
Felipe servía de intérprete y de propagandista, de organizador.
Vivía entonces de manera muy desigual, unas veces en Mérida
y otras en Motul, o recorriendo los pueblos más apartados.
Después se asentó en Mérida y las gentes lo vieron organizar
el primer grupo de obreros, un organismo gremial que se llamó
Unión Obrera de los Ferrocarriles y del que tomaron ejemplo
las Ligas de Resistencia que fueron surgiendo bajo la mano de
Felipe. Los jornaleros, los trabajadores de la ciudad, ya podían
andar libremente; para ellos era la tarjeta roja, que los identi-
ficaba como miembros de alguna Liga, forma inicial de los sin-
dicatos en Yucatán, y entonces fueron los otros, los hacendados
y patrones, los antiguos amos, quienes preguntaron con la
misma palidez que les provocaría su sentencia de muerte:

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—Y ahora, ¿qué hacemos?


No les quedaba sino agarrarse a la última dificultad y tratar
de evitar la próxima. Un día se le presentó a Felipe una india
que había sido sirvienta doméstica en una casa rica de la ciu-
dad y que ahora vivía en una casita de paja en las afueras de
San Cosme; y le dijo que el padre de su hija, que apenas tenía
unos meses de nacida y traía en brazos, era su antiguo amo.
Felipe sabía de muchos casos idénticos, demasiado frecuentes
entonces, y que ya aceptados como costumbre muy antigua
se les conservaba a muy considerable distancia no sólo de la
realidad del amo sino también de sus creencias. Felipe llevó a
la india con el general Alvarado y éste mandó traer al culpable,
que llegó entre soldados, demacrado, pálido, sin atreverse a
pensar en nada. Felipe sabía que la india preferiría que su amo
fuese fusilado, aunque ella tuviera después que recorrer a pie
toda la ciudad y todos los pueblos para mantener a su hija, a
la manera imprecisa y sin noción del tiempo de los indios. El
hombre oyó los chillidos de su hija, su llanto y los gemidos
de aquella india, y estuvo ya seguro de lo que ocurría. Aceptó
darle dinero, alguna cantidad mensual, o bien, lo necesario
para instalar una tortillería en el Mercado de Santiago. Pero
la india no quedó satisfecha. Prefería el fusilamiento, la des-
trucción del individuo que la había humillado. Felipe lo
obligó a firmar su compromiso de entregar una pensión men-
sual, y recogió a la india y a su hija. Una fábrica la ingresó
como obrera. Cuatro meses más tarde murió aquel hombre y
no faltaron quienes dijeron que había sido a causa del disgusto
que le dio Felipe.

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Junto a la vía y sobre ella, obstruyéndola, aparecieron de


pronto unos hombres. Al frente, uno del grupo se quitó el
sombrero de huano y comenzó a moverlo de un lado a otro,
sobre la cabeza, con la clara intención de que los viajeros se
detuvieran. Cuando éstos apercibieron sus armas y se dispo-
nían abrirse paso, Rosado dijo que eran chicleros de un hato
cercano, trabajadores pacíficos, y que no era de temer nada
por su lado. Esta explicación devolvió la calma a los viajeros,
a lo menos en apariencia. Habían salido de El Crucero hacía
apenas unos minutos, después de cambiar las mulas, y tenían
prisa por llegar a Solferino. De allí al Ingenio San Eusebio el
camino podría hacerse en poco más de una hora.
Al detenerse la plataforma, los chicleros la rodearon. Ros-
tros quemados y sudorosos; torsos desnudos y brazos mus-
culosos; los machetes, a la cintura. A un lado de la vía, una
fogata y sobre ella, sostenida con bejucos unidos en pirá-
mide y atados con cordeles, una cazuela humeante. En el
suelo algunos platos de comida. Dos o tres hombres perma-
necieron en cuclillas, cerca del fuego, atizándolo o lim-
piando los trastos con el agua de una cubeta. ¡Un pequeño
infierno salvaje! Los chicleros habían terminado sus labores
y habían venido a este sitio a descansar, a tomar café, a
fumar unos cigarrillos. Eran hombres sin problemas ni obli-
gaciones, sin impaciencias; su única aversión era el tiempo
y la continencia sexual obligada, pues no encontraban una
mujer en varias leguas a la redonda. Cuando llegaba alguna
profesional, fugitiva de algún burdel de Payo Obispo o de
Isla Mujeres o de otro sitio de la costa o del interior, con
frascos, polvos o ungüentos de color, la rifaban a la baraja
o la disputaban con el machete.

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Reconocieron inmediatamente a Rosado e invitaron a


todos a tomar café. No había más. Felipe recordó los tiempos
en que viajaba de Motul a Valladolid transportando maíz y
otras mercancías. Recordó a Xbatab, la vieja Xbatab, su amiga
primera. Su socio tocaba la guitarra algunas veces, unas jara-
nas cuya letra iba improvisando. De este círculo salió también
una guitarra vieja y los dedos duros y encallecidos resbalaron
por las cuerdas en un rasgueo bronco, desafinado. Entonces
una voz pesada cantó: “Peregrina de ojos claros y divinos y
mejillas encendidas de arrebol...” Y el círculo de hombres
canturreó, acompañando a la voz ronca del guitarrista. Una
parte del espíritu de Felipe gimió en su interior y veinte ojos
buscaron su rostro, que en la luz del atardecer se mostró de
pronto obscurecido como si se sumiera en un sueño. Parecía
otro hombre, recostado a la sombra de un árbol. Sacó un pa-
ñuelo del bolsillo de la guayabera y lo pasó por la frente para
secarse el sudor.
—¡Vaya con la canción! —exclamó su hermano Wilfrido
—Tengo la impresión de que hace una enormidad de tiempo.
Y el otro hermano, Benjamín, añadió:
—Tampoco tuviste oportunidad de avisar a Jocelyne. A ver
cómo se defiende.
Felipe se mantuvo en silencio un momento, con la mirada
en el horizonte, hasta que dominó el ahogo de la voz.
—No avisé a nadie, no había tiempo. Jocelyne sabe lo que
debe hacer, lo sabía desde antes. Cuando comenzaron estas
cosas, le advertí y la instruí. Sin embargo, me preocupan cier-
tos detalles.
Con los ojos embotados miró las piedras de la fogata, el
polvo de ceniza que se alzaba al aire y enmudeció otra vez. De
pronto tuvo la impresión de no poder recordar cómo estaba
hecha la cara de Jocelyne Lee, la norteamericana que represen-
taba la sobresaturación de su mundo sentimental. Todos sus
amigos ponderaban el don, la seguridad y la rapidez con que
esta mujer extranjera había penetrado las actitudes políticas y
sociales de Yucatán. Al principio, sin idea de engrandecerse,

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procuró el trato de Felipe, con el que podía hablar y enterarse


del medio y las fuerzas de la tierra. Luego, comenzaron otra
vida en común, como si fueran seres nuevos y sin término de
comparación; y hasta para ella, que llegó a saber, o sabía desde
antes, lo que significaba él en la amistad y en el pensamiento
de estas gentes nada elegantes del campo de Yucatán, que no
eran ornato de la tierra sino esencia natural de su tradición y
de su ser, Felipe llegó a constituir la relación lógica y natural y
suprema de ella con el mundo. Sin embargo, ella estaba de
paso, no era la raíz sino el aire y su imagen carecía de sombra
fija. Por eso él ahora no podía recordar cómo estaba hecha su
figura, cómo era su rostro; recordaba apenas su sonrisa, pero
no la forma de sus labios; recordaba el fulgor de su mirada,
pero no el fondo de sus ojos. La canción hablaba de ojos claros
y de cabellera brillante como el sol. Pero no podía fijarlos. La
música sí la recordaba, pero en otro plano y como una super-
ficie invisible que no estaba acorde con las palabras. “Todo esto
no quiere decir nada”, concluyó en su pensamiento. “Lo único
que demuestra es que tengo otras muchas cosas adentro”.
Los chicleros deseaban seguir rasgueando la guitarra porque
era su manera de descansar. Todos, ellos y los viajeros, forma-
ban ya un solo grupo, una unidad, en el fondo de pizarra del
atardecer. Al cabo de un rato, Felipe dio orden de continuar
el viaje hacia Solferino.
—Son cuarenta minutos de recorrido. Llegarán todavía con
luz. ¿Allí pasarán la noche?
—No sabemos aún. Yo deseo ir más adelante —aclaró Fe-
lipe—. Gracias por el café, muchachos. Cuando regrese, me
acordaré de ustedes.
Se abrazaron como viejos amigos, como si toda su vida no
hubiesen hecho más que tomar café juntos y tocar la guitarra.
—Buen viaje, don Felipe. Cuando termine la temporada
iremos a Mérida. Entonces usted nos invitará.
Y rieron satisfechos, pensando acaso que de aquel café y de
aquel abrazo podían hacer la norma de sus actos. Fue menester
subir de nuevo a la plataforma, después de repartir abrazos y

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despedidas, ponerse de nuevo en cuclillas o con las piernas col-


gantes y animar con la voz a las mulas. De los árboles robustos
del camino se desprendía un fresco olor a madera, que trans-
portaba la brisa. Los viajeros permanecieron en silencio, como
si de pronto hubiesen recordado las causas y las condiciones
de su marcha que por algunos minutos habían olvidado en la
compañía de los chicleros. Felipe hubiese querido profundizar
en estas disímbolas impresiones que lo habían sobrecogido y
que lo mantenían quieto, mudo, con las piernas encogidas y
la espalda apoyada en la espalda de su hermano Benjamín.
Nunca había logrado impermeabilizar su espíritu a las emo-
ciones puras del hombre y de la tierra; al contrario, era un sen-
timiento irrecusable y placentero. Con las últimas luces, vieron
asomar en un recodo la silueta de la casa principal de Solferino,
de paredes carcomidas y manchadas, con un pretil en el frente
y el pozo a un lado. Las mulas aligeraron el paso y cruzaron
un terraplén que desembocaba en el descampado del corral.
—Todavía nos falta una hora para llegar a San Eusebio —
dijo Felipe consultando su Longines.
Rosado dio unas voces y vino un mozo a mudar las bestias.
Desenganchar las que traían no fue difícil ni tardado, pero
encontrar el reemplazo llevó largos minutos.
—¡Diablos! —exclamó Bejamín—. No quisiera que nos
agarrara la noche aquí.
Felipe comenzó a pasar de un lado a otro del descampado,
para estirar las piernas y calmar los nervios. Sus hermanos, el
licenciado Berzunza y el oficial Ramírez lo siguieron. Los
demás caminaron hasta el pretil y se acostaron en el suelo. Ro-
sado y Cervera andaban por el monte con el que lindaba el
corral, ayudando al mozo a encontrar la remuda.
—Si tú hubieses aceptado mi plan, no estaríamos aquí su-
friendo el chaquiste, el cansancio y todo lo demás —Benjamín
se sacudió una pierna, y siguió diciendo—: Podríamos haber
resistido, en Mérida o en Motul. Tú viste que en la Liga Cen-
tral se concentró alguna gente armada. Y en Motul, Edesio ya
había organizado a trescientos hombres bien dispuestos.

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—Si ustedes no hubieran llegado tan a tiempo, yo habría


salido para Mérida, con mi gente, en un tren de leña que ya
estaba arreglado —explicó Edesio.
—¡Sí, trescientos hombres con malas escopetas de cacería!
—replicó Felipe—. ¡Y en Mérida, miles de obreros armados
con palos! ¡Vaya armamento para enfrentarse con los 30-30 y
las ametralladoras de los federales! ¿Qué querían? ¿Que hu-
biese una matanza inútil? No, Benjamín, era inhumano en-
frentar esta gente desarmada a los federales.
Se detuvo junto a la albarrada del corral, se echó para
atrás el sombrero ancho de jipi y con una mirada indefini-
ble, comentó:
¡Si el coronel Róbinson hubiera podido controlar el 18 ba-
tallón! ¡Otra sería la situación en estos momentos! Nadie me
quita de la cabeza la convicción de que los jefes y oficiales ya
estaban juramentados para alzarse en favor de De la Huerta,
y apalabrados con los hacendados para eliminarme en el pri-
mer momento.
Felipe recordaba esto: en octubre de ese año un hombre
llegó a Mérida enviado por el Partido Nacional Cooperatista
para hacer campaña a favor de la candidatura presidencial
de Adolfo de la Huerta. Ahora lo sabía bien: no hizo propa-
ganda sólo entre la población civil, sino principalmente entre
los jefes y oficiales del 18 batallón. Lo había dejado andar
de un lado a otro, sin molestarlo porque no parecía un po-
lítico profesional. Ahora le parecía que ninguno, ni él
mismo, había mirado a ese propagandista de una manera es-
pecial ni atendido cuidadosamente sus idas y venidas por la
ciudad, como para enterarse de lo que en realidad hacía. Pero
en cuanto la rebelión prendió en Veracruz y se recibió aquel
telegrama que invitaba a secundarla o a resolver negativa-
mente, fue como si en aquel mensaje hubiese una señal con-
venida, aunque no clara, que intentaba decir a los jefes y
oficiales lo que debían esperar o estaban ya esperando; en sí
mismo el mensaje llevaba su ineludible advertencia; sin em-
bargo, ahora le parecía que ninguno tuvo sentido común o

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malicia para reconocerla, y a ello se debió la actitud indecisa


de los jefes y oficiales de Campeche y la necesidad de ir hasta
Halachó para concertar un acuerdo con el jefe de esa zona.
Todo inútil. Y esa fue la primera vez que Felipe recordaba
haber pensando en una trampa, en un engaño. Ahora más
que nunca le parecía que no otra cosa fue el aviso telegráfico
de Róbinson, cuando apenas había salido hacía unas horas
a combatir al grupo rebelde en Campeche, pidiéndole que
lo esperara en la estación del ferrocarril pues ya venía de re-
greso. Sí, una trampa, de la que pudo librarse. Y la concien-
cia de esto se afirmó en Motul, que era su terreno, donde el
jefe de la estación le informó que de otra, posiblemente
Cholul, habían avisado el paso de un tren con tropas fede-
rales que venían en su persecución.
—¡Todo estaba ya tramado con aquella gente! —exclamó
Felipe moviendo de un lado a otro la cabeza—. ¡Ya no era po-
sible hacer nada! Ahora, lo que importa es convenir el sitio
adonde vamos. A mí me parece más fácil y conveniente ir di-
rectamente a La Habana.
Se oyó el ruido de las bestias que pasaban sobre juncos y
hierbas secas. Rosado, Cervera y el mozo venían con ellas; apa-
recieron por el fondo del corral, caminando lentamente.
—¡Vaya, al fin llegan éstos!
Y respondiendo a la proposición de su hermano, Wilfrido
opinó que era mejor ir a Belice, donde seguramente tendrían
menos tropiezos que en La Habana y que, además, ofrecía la
posibilidad de regresar por el mismo camino.
—No —respondió Felipe—. No lo creo así. En La Ha-
bana, en cambio, podremos hacernos de fondos suficientes
para realizar mis planes y regresar pronto. En San Eusebio
nos espera una noche de perros, y necesitamos descansar
luego un poco; por el rumbo de Belice, imposible; en cam-
bio, por acá, podremos salir fácilmente. Rosadito me ha
dicho que no dispone en estos momentos de una canoa-
motor, pero sí de un bote regular que nos espera en la playa
de Chikilá.

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—Felipe ¿y por qué no nos internamos en la montaña?


—pregunto Edesio—. Lo creo más prudente. Allí estaríamos
escondidos un tiempo y luego, quién sabe, podríamos regresar.
Felipe sonrió.
—¿Cómo crees que podemos internarnos en el monte, sin
un buen práctico que nos guíe, sin bastimentos, sin lo nece-
sario para protegernos? No, sería absurdo; sería ir a una
muerte segura y horrorosa, inútilmente. Yo insisto en que va-
yamos a La Habana. ¿Usted qué opina, licenciado?
El hombre de pantalón de casimir mostraba una fatiga
enorme en sus ojos; había estado sentado largo rato, tratando
de dormir, pero los chaquistes lo habían levantado. Fue al
brocal del pozo y encontró una cubeta con agua; se empapó
la cabeza, la cara, el cuello, y vino de nuevo a la sombra. Per-
manecía en silencio y daba la impresión de ser el más afec-
tado, el menos hecho a las molestias e incomodidades del
campo.
—¿Usted qué opina, licenciado? —repitió Felipe su pre-
gunta—. ¿No cree que será mejor buscar una salida a La Habana?
—Sí, creo que sí. No está mal. Pero creo que no hay que
desechar la idea de ir a Belice, o a Payo Obispo. En fin eso
podríamos resolverlo definitivamente ya en la costa, después
de tomar un buen descanso.
El sol se había ocultado en el horizonte, pero aún flotaba
en el aire un resplandor azulado y el calor no parecía disminuir
sensiblemente. Rosado y Cervera avisaron que las mulas ya
estaban enganchadas y que todo estaba dispuesto para seguir
el viaje. Ninguno estaba satisfecho del breve descanso, ni del
polvo, ni del sudor, ni de la boca reseca, ni del hambre que
comenzaba a aparecer con una extraña sensación de vacío en
el estómago. No deseaban sino llegar, adonde sea, y tenderse
a dormir en alguna hamaca y bajo un mosquitero que los pro-
tegiese del chaquiste.
—Todavía nos quedan algunas horas de plataforma para
alcanzar el mar —dijo el licenciado Berzunza—. Y no tene-
mos ni una mala sábana para cubrirnos.

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—¿Navegaremos esta misma noche? —preguntó el oficial Rizo.


—No sé. Depende si encontramos listo el bote —explicó
Felipe—. Ni siquiera sé si podremos llegar esta noche a la
playa. De no estar ya preparado el bote, nos quedaríamos a
dormir en San Eusebio, en cualquier parte.
—Me gustaría tener una hamaca y acostarme en seguida
—confesó el licenciado Berzunza—. Estoy molido. Pero por
otra parte, me sentiré más tranquilo cuando estemos ya en el
bote, navegando y alejándonos de estos sitios.
Rosado y Cervera no hablaban una palabra. El mozo no
hacía sino azuzar a las mulas y blandir el chicote. El camino
se hizo más pesado; la vía pasaba por embutidos muy altos
que terminaban en pendientes bastante pronunciadas. Las
sombras del anochecer comenzaban a brotar de los matorra-
les que bordeaban la vía y hacían difícil precisar la dirección.
Se hizo necesario aminorar la marcha en algunos trechos. El
grupo de fugitivos tampoco hablaba. Felipe y Benjamín, es-
palda con espalda, en cuclillas, en el centro de la plataforma,
muy cerca del plataformero; Edesio y Wilfrido, a un lado,
en idéntica posición; el licenciado Berzunza, recostado sobre
las piernas de Edesio; Rosado y Cervera, al frente del vehí-
culo, con las piernas afuera; y los demás, sentados también
en los bordes, con las piernas colgando, salvando por mo-
mentos la maraña de bejucos y arbustos que brotaban a los
lados del camino.
—¡Ya llegamos! —gritó Rosado—. Allí está San Eusebio.
Y con la mano señaló unas luces que parecían temblar en
el fondo de la obscuridad que se les había venido encima. La
plataforma llegó hasta frente a la casa principal, de la que se
desprendieron las sombras de unos hombres que traían lám-
paras de petróleo en las manos.
Rosado dio órdenes de preparar la cena. Los viajeros se aco-
modaron en butaques y en sillas, se limpiaron el rostro em-
papado de sudor y respiraron profundamente como si
estuvieran conociendo por primera vez el aire y la comodidad.
Cuando los llamaron a la mesa, dormitaban.

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En el centro de la pieza aquélla que sirvió de comedor, en una


hamaca, yacían Felipe y Rosado, y en otra, a un lado, se halla-
ban Bejamín y Edesio. Más allá, en otra hamaca, solo, el licen-
ciado Berzunza, cubierto con una larga sábana de manta cruda.
En el suelo, los demás. Cada quien tenía su rifle y su pistola
cerca, al alcance de la mano. No se quitaron los vestidos; sólo
se desprendieron de las botas, para descansar los pies entume-
cidos. Edesio sentía el crujir de sus nervios. Felipe permanecía
con los ojos abiertos, fumando cigarro tras cigarro. El licen-
ciado Berzunza cayó en un sueño pesado, intranquilo, y por
momentos mascullaba palabras ininteligibles. Wilfrido y Ur-
quizo fueron designados para hacer la primera guardia; dieron
primero una vuelta en torno de la casa, para reconocer las en-
tradas y salidas y el sitio donde habían quedado la plataforma
y las mulas, y luego se estacionaron en la puerta, sentados en
el pretil. Cervera se acercó a ellos y los invitó a jugar a la baraja,
para matar el tiempo; les dijo que no tenía sueño y que el suelo,
además, le resultaba demasiado duro para descansar.
—Me acordaré de este horroroso sitio mientras viva —
dijo Wilfrido—. Nunca imaginé que podría verme en estas
condiciones.
Se levantó para traer una pequeña mesa donde poner el
quinqué y manejar las cartas. Se sentaron los tres hombres;
pero hasta en el acto de jugar, Wilfrido parecía presa de una
nerviosidad que le hacía moverse a cada momento. Uno de
los hombres, acosado por el chaquiste, se alzó del suelo, se
acercó a los jugadores, miró un momento las cartas, dio una
vuelta por el corredor del frente de la casa, y regresó para subir
y acomodarse arriba de unos sacos de maíz que se hallaban al
fondo y casi alcanzaban el techo. El chaquiste colmaba el am-

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biente y producía un zumbido monótono, atormentador. Los


hombres se revolvían y aporreaban las piernas, sacudían las
manos, se azotaban la espalda, inútilmente porque el cha-
quiste volvía a acosarlos. Como no se oía nada más que el
zumbido del chaquiste y un vago rumor del aire que se filtraba
entre las ramas de los árboles, a Felipe le pareció que el mundo
había dejado de respirar para transformarse en una muche-
dumbre infinita de animalitos y de aguijones. Le pareció que
en ese momento todos los aguijones estaban contra él. Le pa-
reció que aquel hombre que estaba acostado a su lado, en la
misma hamaca, portaba un tremendo aguijón dirigido en su
contra. Y a partir de ese minuto todo fue pensar, con pensa-
miento rápido pero que se veía incapaz de completar. “Hay
que buscar la salida. Hay que buscar la salida. En mi lugar se
ha colocado, sin pedírselo nadie, un hombre que también
tiene muchos aguijones. Y detrás de él, hay otros hombres,
los que me han perseguido siempre y ahora lo incitan contra
mí”. Le pareció que era preciso marcharse ya, y que ya debía
de estar de vuelta el emisario que envió allá, a Chikilá, para
comprobar si el bote ofrecido por Rosado estaba esperándolos.
“Ese Barroso ya debería estar aquí de regreso”. Consultó su
reloj de bolsillo y vio que era media noche. Trató de dormir y
no pudo, por el chaquiste y por el ansia que le recorría el es-
píritu. Hasta él llegó el murmullo de las voces de los jugadores
y la respiración fatigosa del licenciado Berzunza, que parecía
una queja. Agitó una mano para espantar el chaquiste. Re-
cordó de pronto que tres de sus compañeros se habían que-
dado en Tizimín, con el propósito de ocultarse en la casa de
algún amigo o en una hacienda cercana.
—¡Eh, Benjamín! —llamó en voz baja. —¿Qué hay, qué te
pasa? —respondió el hermano—. ¿No puedes dormir?
—¡Este maldito chaquiste!
Y agitó de nuevo la mano, sobre la cara, sobre la cabeza,
sobre las piernas. Luego dijo:
—Oye. ¿Sabes dónde se iban a guardar Valerio y los otros
que bajaron en Tizimín?

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—No, no sé nada. Les pregunté, pero ni ellos sabían


exactamente. No temas. Ya los conoces. Son de arranque y
saben lo que hacen. Además, conocen muy bien esos rumbos
y tienen gente.
—Ojalá y sea así de veras. Creo que en Sucopo vi todavía
con nosotros a Valerio.
—Sí, pero regresó inmediatamente a Tizimín. ¿No se des-
pidió de ti?
—No recuerdo bien. En fin, a lo mejor ellos están más se-
guros que nosotros. A ver cómo nos va después.
Y después de una ligera pausa, añadió:
—¡Y el tal Barroso que no llega! ¡Ha habido tiempo para
que haga dos viajes, de ida y vuelta, a Chikilá! ¿No crees que
haya ocurrido algo? ¿Qué haya tenido un tropiezo y esté en
dificultades?
—No, no lo creo. De todos modos, pregúntale a Rosadito.
Rosado estaba escuchando hacía rato esta conversación,
muy atento. Tampoco le era posible conciliar el sueño. Antes
de que Felipe le preguntara, dijo:
—No debe tardar. La distancia no es larga, pero puede ser
que el camino esté malo.
Hubo una pausa. Se escuchaba la respiración del licenciado
Berzunza, que había dejado de agitarse; había caído en un pro-
fundo sueño y era, en realidad, el único que dormía.
—La tardanza de Barroso me está poniendo nervioso —
dijo de pronto Edesio—. ¿Estás seguro, Felipe, de que no hay
peligros por ese lado? Algo sucede.
La respiración del licenciado Berzunza se hizo breve y jadeante
de nuevo, el zumbido del chaquiste arreció, como si fuese otra
invasión que entraba por las ventanas, por la puerta, que brotaba
del suelo y de las paredes. Era un zumbido feroz, implacable.
Felipe abandonó la hamaca y fue a la puerta; allí se detuvo junto
a los jugadores y se calzó las botas. Vio su reloj. Entonces ordenó
que se cambiara la guardia, que Wilfrido y Urquizo fuesen subs-
tituidos por Ramírez y Edesio. Así se hizo. El juego de baraja se
suspendió y Cervera se dispuso también a tenderse en el suelo.

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Mientras su hermano menor y Ramírez tomaban sus armas,


se calzaban y ocupaban el sitio de Wilfrido y Urquizo en la
puerta, Felipe se adelantó por el corredor de la casa y miró
hacia el oriente, en dirección a Chikilá. Llegaba una brisa
suave que olía a mar. Chikilá estaba cerca, el mar estaba allí,
pero el camino por el que irían era posible que estuviera ce-
rrado. ¿Sería posible? Los cocuyos encendían y apagaban su
luz, como en un parpadeo incansable, cercados por la pro-
funda obscuridad. Felipe avanzó unos pasos más y se paró
junto al pretil. ¿Dónde estaba ahora la fuerza de su persona-
lidad? ¿Dónde su poder político, que él pensó siempre estar
apoyado en la gran masa de hombres que lo seguían y lo es-
cuchaban fervorosamente hablar en lengua maya, en la misma
forma que ellos mismos podrían hacerlo? ¿Dónde, dónde es-
taba todo ello y lo demás que él era y representaba?
¿Dónde estaban sus indios, los que acudían con el corazón
en la boca a los jueves agrarios, de cualquier rincón de aquella
tierra? Recordó la inauguración de aquella carretera de Dzitás
a Chichén Itzá, a la que el pueblo se volcó en camiones, a ca-
ballo, a pie, para escuchar el discurso que dijo parado altiva-
mente en el paraninfo del Juego de Pelota. Sí, lo recordaba
bien. “He abierto esta carretera para que vengan ustedes a con-
templar la grandeza de vuestros padres, seguros de que inspi-
rados en ella aspiraréis también a ser grandes”, había dicho
entonces, en lengua maya. Y él entonces creía que aquello iría
adelante y que iba a durar el resto de su vida. ¿Era posible
aceptar esto de ahora como un castigo a la precipitación de
sus ideales, o como un hecho natural e ineludible? ¿Y dónde
estaba aquella poderosa Liga Central de Resistencia, su Es-
cuela Laica, sus torneos pedagógicos, sus leyes, su gobierno
socialista?
Y de pronto, súbitamente, el recuerdo confuso, impreciso,
vago, de aquella mujer extranjera. Alguna vez pensó en de-
cirlo delante de sus indios, en alguno de sus discursos, en
hacer que los otros que no podían, a pesar de su riqueza, ni
alterarlo ni ignorarlo, lo supieran y se encontraran en la con-

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veniencia y en la necesidad de ocultárselo a los demás; alguna


vez pensó en decirlo, como muestra de gratitud a la confianza
de aquellas gentes: “Oigan ustedes, hombres como yo. Mis
enemigos dicen que habéis criado y levantado a un hombre
que no es vuestra imagen, que es extraño a ustedes. Yo los in-
vito a que les respondan que debajo de este cielo, nutrido de
esta tierra y de este aire, habéis criado los ojos verdes a este
indio y que este indio podría devolverlos a otra india de ojos
verdes, que también es obra de esta tierra reseca que apenas
respira por las cavernas de sus cenotes y que es obra de uste-
des”. Sin embargo, no lo dijo nunca y no sabía por qué.
Ahora estaba solo, con su misma voluntad pero solo, con su
misma voluntad pero solo en la obscuridad del aire libre y de
la tierra. Se sentó en el suelo, extendió las piernas y recostó
la espalda en el pretil. Cerró los ojos adormilado. La fatiga le
hizo cerrar de nuevo los ojos, cargados de sueño. Le tembla-
ban los párpados, como si se hundieran bajo el peso de este
mundo de obscuridad que lo rodeaba, que lo ceñía, que lo
iba meciendo poco a poco.
Vio el campo que se extendía indiferente hasta el horizonte
y que avanzaba hacia el mar. La tierra se llamaba entonces Ma-
yapán. Los cenotes eran corrientes de la savia de la tierra de
las que sólo era posible conocer el rumor. Por todos lados el
hombre se encontraba cercado por la magia, en trato directo
con los dioses, y no le había brotado aún la sombra.
Vio a una mujer que no sabía si se llamaba Xpicoltá o Xba-
tab, pero que representaba la virtud más austera; tenía la ca-
bellera larga, el rostro bien ordenado y un terror invencible a
los hombres. Oyó decir que no había habido otra como ella
en estas tierras. En las tardes recorría la llanura y se dirigía al
oratorio para hablar a sus dioses; allí clamaba al espíritu de
quien había puesto nombre a todas las cosas y creado la ciudad
de los doce cerros sagrados, y que regía omnipotente sobre las
deidades que sostienen el firmamento. A la edad en que las
mujeres se sienten felices de ver en su cuerpo cumplidas las
aspiraciones y la necesidad del sexo, Xpicoltá-Xbatab no hacía

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otra cosa que invocar al hijo de Hunab Kú y excitar a los dio-


ses para que guiaran su vida hacia la luz brillante donde se
premian la virtud y el sacrificio.
—Tengo la piel delicada y virgen —decía—. Cuando
muera en el gran cenote, mi cuerpo tendrá el olor del cielo.
Guardaba el culto de la holgura y de la soledad, y así podía
sentirse firme y segura bajo el sol. Solamente sufría cuando
llegaba la noche. Se esforzaba entonces por aclarar la sensación
confusa del frío, sed y fiebre que comenzaba a invadirla una
hora después de estar acostada. Por encima de ella se alzaba la
noche, que se poblaba de tantas sombras como quería y dejaba
a los árboles, a los kúes y a los hombres en tan grande soledad
que nadie más que ellos sabían que aún permanecían sobre la
tierra. Xpicoltá-Xbatab pidió a los dioses antiguos que cuando
la noche inundara definitivamente sus ojos, grabaran el re-
cuerdo de su virtud sobre la piedra jeroglífica de Itzamatul.
—Mi virtud olerá ese día a mil flores de xcacalcún, ¡oh dio-
ses! —repetía.
Pero una nube blanca y verde bajó de sus andenes un día y
tomó la forma de mujer, dueña de una hermosura que resistió
las mayores pruebas e hizo brillar los ojos de los hombres.
Todos en Mayapán escucharon aquel día que esa mujer que
nadie sabía si se llamaba Mumal o Jocelyne, de fino y perfu-
mado espíritu, convocaba a una fiesta en la llanura a la hora
en que la luna rozara las copas de los árboles. Ni Felipe ni
nadie estaban seguros de que las profecías hablaran de la pri-
mera mujer que enseñaría a los hombres a componer “la bestia
de dos espaldas”; sólo los h-menes sabían lo que de amor es-
taba escrito en los libros sagrados que se guardaban para las
fiestas de la virtud afligida; todos ignoraban su misterio.
Los cantos mejores fueron para Mumal-Jocelyne. La mano
colosal y pródiga de Kabul dejó ese día su huella en los muros
del adoratorio, una huella encendida como rastro de sangre.
Y lo cierto fue que desde entonces los hombres aprendieron a
unir sus cuerpos y sus pensamientos a los de las mujeres, y
que cuando un rostro se volvía hacia ellos declaraban con de-

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lirio que estaban celebrando el hermoso acto del amor. Un


canto sobresalía entre todos, un canto a esta peregrina de ojos
claros, de mejillas encendidas y de radiante cabellera como el
sol; a la peregrina que había dejado sus lugares, los abetos y la
nieve virginal y que había venido a refugiarse bajo la ceiba de
la tierra de Mayapán.
—Tememos que sea una blasfemia —dijeron los hombres—
, pero es bello según lo decidió Kabul.
El canto seguía, corría de boca en boca. Las aves daban sus
trinos por ver a la peregrina y las flores la acariciaban y le per-
fumaban los labios y la sien. Al cabo de un tiempo, Xpicoltá-
Xbatab vio llegar su ruina y la de su virtud, porque los
hombres se iban cerrando en torno a Mumal-Jocelyne como
si su felicidad les fuera necesaria para la suya; y su desgracia
fue que ni siquiera podía mostrar algún trofeo de su virtud,
pues aún no le brotaban las flores con que había soñado.
Cuando los hombres fueron interrogados por los más ancia-
nos, respondieron:
—Las nupcias del espíritu nos llevan a sentirnos mejorados
y nos ponen en estado de halagar a Zamná y acudir a su sabi-
duría en el Kinich Kakmó.
Los ancianos dijeron:
—Si de este acto vuelven tan felices, habrá de ser cosa de
los dioses.
Así se repitió en la inmensa extensión de la llanura, porque
el viento tenía una voz que iba tocando en todos los oídos.
Una tarde Xpicoltá-Xbatab venía del adoratorio y pudo al-
canzar a un hombre que asomó del bosque; lo tomó por los
brazos y le preguntó con ansiedad:
—¿Dime, acaso me desdeñan porque no les he dado un
sitio en mi lecho? ¿Acaso porque no doy limosnas ni sonrío,
mi virtud no debe ser considerada?
El sol resbalaba por un mundo de nubes doradas, y el hom-
bre respondió:
—Veo que eres más digna de lástima. El amor no es blas-
femia contra los dioses. La sonrisa y la bondad no amenazan

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ninguna virtud. Tu vientre y tus muslos nos tienen sin cui-


dado; lo que cuenta es el pecho y lo que está dentro.
Entonces Xpicoltá-Xbatab dijo que los hombres eran
cobardes.
—¿Por qué no me asaltáis un día y probáis la potencia de
mis senos y de mis muslos? —exclamó—. ¡Para mí sería fácil
invitar a cualquiera, que aceptaría gustoso! ¡Pero mi virtud es
potente! Yo nací para llevar en el cuerpo el olor del cielo y lle-
gará un día en que por mi camino crecerán flores blancas de
dulce aroma.
—No soy a quien corresponde preocuparse por ello —con-
testó el hombre—. Confiesa, sin embargo, que hablas de vir-
tud y de los dioses por miedo de hablar de amor. Y eso sí es
blasfemia.
Y cuando Xpicoltá-Xbatab se disponía a revelar su secreto
de esterilidad y el triste esfuerzo de su virtud, vio venir a
Mumal-Jocelyne por el mismo camino blanco que atravesaba
la llanura y hacía un círculo en torno al adoratorio. Venía con
su suntuoso cortejo que formaban los hombres más bellos, los
guerreros y los grandes sacerdotes encabezados por el más alto,
el más fuerte, que lucía una mirada verde en los ojos y un
triángulo rojo en la frente; junto a ellos cuatro parejas de her-
mosos venados, con la ramazón de la cornamenta en altivo
esplendor, y seis tigrillos de pelambre reluciente. Los pájaros
hacían ondas en el aire.
Enmudeció Xpicoltá-Xbatab. El rumor del cortejo llenó
sus oídos y fue tomando vigor y engrandeciéndose como si se
tratara del susurro de un dios enorme en el instante mismo
de su nacimiento. La ceiba estaba cerca y bajo sus ramas fue
Xpicoltá-Xbatab a continuar su plegaria, escondida detrás del
robusto tronco que era como una columna que separaba los
vientos del norte y del sur, del oriente y del poniente.
Conforme los días transcurrieron y bajo sus ojos iban frun-
ciéndose todos los objetos, Xpicoltá-Xbatab fue estando
menos segura de no odiar a los hombres y a los animales. Sin
embargo, se dispuso a ganárselos. En su mente tramó mil pla-

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nes para sujetarlos a su voluntad y vencer a Mumal-Jocelyne;


y ninguno le parecía suficientemente poderoso.
He de recurrir a la más antigua ciencia, a las más remotas
profecías —se repetía cada noche.
Pero ni los dioses pudieron explicarle la existencia de aque-
lla mujer y su adhesión al guerrero más poderoso, el de los
ojos verdes, ni le fue posible obtener de los hombres el jura-
mento por el que se ligarían contra su enemigo todos los
mortales.
Los hombres iban haciéndose a la costumbre de ver que no
había felicidad que pudiera soportar la presencia de Xpicoltá-
Xbatab; y para no correr el peligro de una prueba inútil, se
escurrían por las estrechas veredas cuando ella iba a la llanura.
Muchas lunas la sorprendieron allí, midiendo el tiempo, y la
vieron excitarse sin descanso; y últimamente, aquellos que vol-
vían retrasados de las milpas y de las peregrinaciones a los ado-
ratorios del oriente, la oyeron hablar con el viento cuando éste
era más fuerte, con la ceiba cuando ésta aparecía más cuajada
de sombras.
Xpicoltá-Xbatab concluyó por imaginar que Mumal-Jo-
celyne seguía viviendo sólo porque ella lo permitía y se dijo
entonces:
—Si muriera, los hombres y los animales huirían de su lado
ante el hedor de sus carnes.
Con este pensamiento el sueño se apartó de ella. Cada pa-
labra suya se fue endureciendo, como si fueran flechas dispa-
radas por su boca y no conocieran más que un camino. No
quiso acudir a los h-menes que conocían el secreto de las yer-
bas y tenían la sabiduría de la muerte; decidió matarla ella
sola con los venenos inventados por su virtud. Llegó la noche
en que la luna era más vieja y hasta el aire parecía haberse en-
durecido; todas las hojas de los árboles habían caído y unas
nubecillas lívidas viajaban sobre la llanura. Xpicoltá-Xbatab
salió en busca de Mumal-Jocelyne.
—¡Qué menos puedo hacer en beneficio mío y de mi pue-
blo! —iba repitiéndose para darse ánimos.

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Había decidido también matar al guerrero de los ojos ver-


des. En el campo todo el aire era sombras que iba consu-
miendo la noche. En el centro de la llanura estaba el cenote,
y era el único sitio donde parecían haberse encerrado los rui-
dos calcinados del día.
Durante horas vigiló la vivienda de su rival. Esperó el
momento del sueño y luego se introdujo hasta el lugar donde
ella dormía. La tomó por el cabello, sujetó su cabeza con el
propio peso de su cuerpo, oprimió su cuello con la mano de-
recha crispada, de modo que la asfixia obligó a Mumal-Jo-
celyne a abrir la boca, y le hizo tragar su brebaje. Cuando la
soltó y avanzó hacia la salida de su vivienda, pudo Mumal-Jo-
celyne levantar la cabeza con el ánimo de erguirse; pero murió
inmediatamente y quedó rígida.
Xpicoltá-Xbatab cruzó rápidamente la llanura, sin aliento,
desfallecida, y se acercó a la orilla de la caverna profunda del
cenote; por aquel agujero negro lanzó la olla que había con-
tenido el veneno; no vio sino que el agua del fondo llameó
un segundo y sólo escuchó algo parecido a un quejido que fue
subiendo y le llenó los oídos durante unos instantes. Escapó;
pero esa noche tampoco pudo dormir tranquila.
Se alzó la mañana siguiente. Era el día, según su certidum-
bre, que iba a clarificar sus relaciones con los hombres y los
animales del monte. Pero con la luz un aroma agradable se
había extendido por los campos, inundó la llanura, subió a
los kúes y bajó hasta el cenote. Era un aroma desconocido que
hizo suspirar a los habitantes de Mayapán, lanzó a los pájaros
por el aire y aumentó el brillo en los ojos del venado. Los gue-
rreros más jóvenes localizaron el origen de tan extraño aroma
en la vivienda de Mumal-Jocelyne. Penetraron y encontraron
el hermoso cuerpo sin vida, sin vestiduras; no mostraba su
rostro menos belleza que antes ni tenía más acompañante que
la de un venado joven que le lamía las manos en silencio y un
tigrillo que ahuyentaba a los pájaros con sus garras.
Todo el pueblo se preguntó cómo había podido ocurrir esta
desgracia. Las manos afanosas registraron los rincones y pal-

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paron el cuello, el pecho, el vientre de la muerta; los ojos es-


piaron los menores rastros; cualquier palabra resultaba sospe-
chosa; todos los silencios eran comprometedores. El aroma
del cuerpo se esparcía y dominaba el aire.
Cuando Xpicoltá-Xbatab se enteró y sintió este perfume, se
encaminó a la vivienda del milagro. Fue por entre los arbustos
más extraños y sintió que aquellos también acogían entre sus
ramas el agradable aroma. Llegó ante la muerta y después de
ventear desesperadamente, exclamó con desesperación:
—¡Si esta mujer con todos sus pecados despide tan grato
olor, que prodigioso aroma exhalaré cuando yo muera!
Nunca supo si fue cólera o miedo lo que brotó de su vir-
tud; pero probó darse fuerzas repitiendo el juramento de su
felicidad y poniéndose de nuevo en oración bajo la sombra
de la ceiba.
Durante el día desfilaron los hombres frente al cuerpo
inerte de Mumal-Jocelyne; aun de muchos kilómetros a la re-
donda vinieron a deleitarse con la hermosura y el aroma des-
conocido de la peregrina. Llevaron el cadáver a sepultar, en
medio de un cortejo suntuoso que encabezaban el guerrero
de la mirada verde y la pareja de venados de más altiva corna-
menta. Era una procesión en que reinaban el brillo y la devo-
ción con que era costumbre formar los largos desfiles que
subían hasta Itzmatul, a visitar la mano derecha que hacía
todos los milagros y la cabeza prodigiosa que había inventado
las palabras y era guardada en el cerro de Kinich Kakmó. Por
años no se había presenciado un sentimiento más vibrante del
pueblo.
Xpicoltá-Xbatab estaba inundada de alegría; sólo ella gozaba
de felicidad en este momento, porque pensaba en el porvenir;
la historia y la leyenda serían suyos, y los hombres, privados
de la extranjera, estrecharían su admiración por la virtud de su
cuerpo y ocuparían su pensamiento en recordar que la senten-
cia de los dioses era dejar esculpidos su nombre y su gloria en
la piedra jeroglífica. Bajo la frondosa ceiba preparó sus plega-
rias; y trazó un triángulo rojo, igual a ese que llevaba en la

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frente el guerrero de ojos verdes, en el robusto tronco que daba


la impresión de comunicar el mundo de arriba de la tierra con
el de abajo de la tierra. Y esperó el día siguiente.
Pero ocurrió que con la primera luz que brotó del oriente,
nacieron en las albarradas y en el césped que bordeaban el ca-
mino por el que pasó el cortejo unas florecillas blancas que
despedían el mismo agradable y desconocido aroma del
cuerpo de Mumal-Jocelyne. Las gentes exclamaron con la voz
ardorosa que esas flores eran el espíritu mismo de aquella pe-
regrina. Entonces las tomaron con las manos y las aspiraron,
y fueron felices de nuevo; y las besaron y su sabor era dulce y
alegre. Se les nombró xtabentún, porque su jugo embriaga, es
aromado y su miel resulta panacea para los mortales.
El campo se adornó con el perfume de estas florecillas,
como si un nuevo dios hubiera llegado a colaborar con los
hombres en sus luchas por ganar la salvación. Xpicoltá-Xbatab
sufrió por esta postrera aparición y por el canto en honor de
aquella peregrina que de nuevo se extendió por Mayapán. Se
dio a vigilar las nubes, a espiar a los animales que andaban
por parejas y atravesaban la llanura en busca de un matorral
que albergara sus caricias; todo lo auscultaba y lo pesaba tra-
tando de adivinar qué podría ser ese espíritu que de esta ma-
nera cambiaba a los hombres y a los animales, apartándolos
definitivamente de ella.
Las noches la veían despierta y los días la sorprendían so-
námbula de fatiga y desasosiego. Mientras tanto, la devoción
por aquel aroma y por las flores blancas de xtabentún se hacía
más poderoso.
Al fin llegó el día en que la muerte golpeó contra su pecho
virgen e hizo arder sus ojos y su sangre en un delirio espan-
toso. Sufría, pero depositó su esperanza en los dioses.
—Mi cuerpo tendrá el olor del cielo —repetía delirante—
. Mi virtud no pudo habérseme dado en balde.
Algo terrible hubo de suceder en las regiones que habitan
los dioses, porque al morir Xpicoltá-Xbatab los hombres se
vieron forzados a cubrirse las narices ante el hedor insoporta-

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ble que se esparció por Mayapán. La llevaron a sepultar, con


un cortejo opulento. Pero las flores que colocaron sobre su
tumba amanecieron podridas, lavaron su vivienda y el hedor
persistía, y por el estrecho camino blanco que recorrió el des-
file fúnebre creció el tzacán, que es un pequeño cactus de flo-
res mal olientes, rígido y seco.
Toda la sabiduría de los h-menes no fue bastante para
dilucidar lo que estaba ocurriendo. Durante el día la luz se
tornaba amarillenta y los animales corrían despavoridos; y en
la noche soplaba un viento gigante que alzaba ruidos extraños
y hacía retorcerse a los árboles, y que era como la representa-
ción de una pelea tremenda entre dos poderes. Los h-menes
susurraron que en el rincón más apartado de la llanura un
alma se había entregado a los dioses malignos, y que este hedor
insoportable no había de terminarse hasta que un nuevo
cuerpo acogiera a ese espíritu en pena.
Así transcurrieron muchos soles amarillos y varias lunas gri-
ses, que vieron caer y morir de rodillas a muchos hombres
ahogados en su propia peste. Al cabo vino un amanecer en
que se pudo respirar a gusto y adorar de nuevo el aire y olvidar
la cólera. Una peregrinación salió hacia Itzamatul a llevar sus
ofrendas a los dioses bondadosos. Atravesaron la llanura y pu-
sieron al fin el pie en la ciudad de los doce cerros sagrados.
Otras continuaron su peregrinación hasta Chichén Itzá, a
ofrecer las más hermosas vírgenes en el gran cenote sagrado.
Un hombre vio de pronto la robusta ceiba y bajo su som-
bra, como estrellas enormes, los ojos de la mujer más hermosa
que jamás se haya visto sobre la tierra. Se detuvo inundado de
fascinación y vio que aquella mujer peinaba su larga cabellera,
con una actitud de éxtasis, mientras el aire de la llanura, lim-
pio y claro, ceñía el huipil al cuerpo como en una caricia. El
corazón del hombre se alegró al escuchar la voz que nació bajo
la ceiba:
Tuux ca bin, cotén uayé.
Que es como decir en nuestra lengua:
—¿Adónde vas? Ven conmigo.

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El hombre permaneció mudo, estático, y la voz volvió a


sonar, insinuante, prometedora:
—Tuux ca bin, cotén uayé.
El hombre no pudo resistir la atracción de aquella voz. So-
lamente la ceiba los vio abrazarse. Nadie más que ella escuchó
los gritos del hombre cuando sintió las espinas en la mano de
la mujer y vio horrorizado sus pies de gallina y su cuerpo rí-
gido, erizado de pelos duros. Nadie pudo auxiliarlo. Pero antes
de morir alcanzó a escuchar la voz:
—No podrás seguir. Ningún hombre podrá seguir. No es-
timaron mi virtud y desde hoy van a temer mi abrazo.
Los que regresaban de la peregrinación, con la impaciencia
y la esperanza del reposo y el bienestar, encontraron el cuerpo
de aquel hombre con las espinas del tzacán clavadas en la es-
palda, en el cuello y en el pecho, y los ojos desorbitados con
una profundidad de terror. Los h-menes gritaron, con un grito
que resonó en la inmensa llanura de Mayapán.
—¡Oh dioses! ¡Ha llegado la época de la maldición!
—¡Ha nacido la Xtabay!
—Sopló un viento fuerte y el venado y el tigrillo corrieron
al monte; y las mujeres con sus hijos pequeños huyeron a sus
casas. Ni el venado ni el tigrillo han regresado ni han podido
ya ser amigos del hombre, porque tienen la aflicción del re-
sentimiento y ya no los sostienen los mismos dioses que antes.
Y el hombre, allí tendido, mostraba en la frente el triángulo
rojo, como tatuado, y en las pupilas desorbitadas un tono
verde más seco, más obscuro, y una luz que no era completa-
mente una mirada. Sintió que su alma se iba hundiendo en
un mundo fantástico, surcado de nieblas y de voces confusas
que temblaban frente a él hasta producirle este desvaneci-
miento que le impedía moverse, gritar y arrancarse las pun-
zantes espinas que le atravesaban el cuello y el pecho. Y cayó
en una especie de éxtasis, que no sabía si era la muerte o sólo
el sueño.

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Cuando se incorporó, sobresaltado y sudoroso, estaba frente


a él su hermano Benjamín llamándolo a voces.
—¡Felipe! ¡Felipe! ¿Estás allí? ¡Vaya broma la tuya!
Se quiso poner en pie y sintió que sus miembros estaban
dominados todavía por una sensación de laxitud.
—¿Qué ocurre? —preguntó, con un esfuerzo para poner
en orden sus ideas.
—Pudo pararse al fin y echó a andar hacia la puerta de la
casa principal, donde estaban agrupados los demás fugitivos,
con los rifles en la mano y la angustia en el rostro.
—¡Cómo qué ocurre! A nadie avisaste que venías a este
rincón a acostarte y los muchachos de pronto se dieron
cuenta de que no estabas en tu hamaca. Ya comprenderás el
susto que hemos pasado. ¿Qué hacías allí, en la obscuridad,
solo?
—Nada, vine a fumar un cigarro, a estirar las piernas y a
ver si por casualidad asomaba Barroso. No me di cuenta
cuando me quedé dormido.
Se detuvo en la puerta, junto al grupo y dirigió la vista hacia
el rumbo de Chikilá.
—Me preocupa saber por qué ha tardado tanto Barroso —
añadió—. ¿Saben lo que vamos a hacer?
—¿Qué? ¿Piensas que debemos ir a Chikilá sin esperarlo?
—preguntó Benjamín.
—Exactamente, eso estoy pensando exactamente. Ten-
dremos ocasión de saber qué ocurre y tomar providencias
oportunas. Todo, cualquier cosa, menos esta situación de
incertidumbre, seguir así estancados, sin saber nada, sin
hacer otra cosa que esperar, esperar, sujetos a cualquier
contingencia.

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—¿Y no sería mejor emprender la marcha cuando amanezca?


Eso en el caso de que hasta esa hora no hubiese regresado Ba-
rroso —dijo Edesio.
—Yo soy amigo de hacer inmediatamente las cosas —ex-
plicó Felipe—. Pero si ustedes opinan que debemos esperar
otro rato, hasta que llegue Barroso o amanezca, pues espera-
remos. Al cabo falta poco.
Y al voltear los ojos hacia arriba no vio sino nubarrones y
la gran cúpula negra e indiferente que formaban.
El único que continuó acostado fue el licenciado Berzunza,
con un sueño cada vez más intranquilo. Los demás dijeron
que era preferible esperar el amanecer; en realidad así se daba
tiempo a que regresara Barroso de Chikilá, y si éste no venía,
ellos emprenderían el camino hacia la playa.
Felipe se encaminó hacia la palangana que había servido de
lavamanos para la cena. Se bajó el cuello de la guayabera y se
mojó la cabeza y la cara. Todos habían recuperado la tranqui-
lidad al verlo. Giró y vio al licenciado Berzunza dormido.
—¡Miren al abogado! —dijo, mientras se secaba con un pa-
ñuelo—. Es el único que ha logrado descansar. Estaba ren-
dido, después de tres noches sin dormir.
—Dichoso él. Mañana estará fresco, recuperado —dijo
Edesio—. Y necesitamos estarlo todos.
Ojalá y podamos dormir un rato —y Felipe se acostó de
nuevo en la hamaca, en la que ya se había echado Rosado—;
acuéstense y procuren cuando menos descansar. Tendremos
un día bastante pesado y necesitamos resistir.
Todos ocuparon sus mismos sitios. Edesio y Ramírez sa-
lieron otra vez a desempeñar su guardia. La obscuridad era
espesa. Con los brazos cruzados, sintieron en las ventanillas
de la nariz el olor húmedo de la tierra; los dos se sentaron
junto a la mesa que había servido a los otros para jugar a la
baraja. Sentían en los muslos, en los brazos, en el pecho, en
la espalda, a través de la ropa, el latido absorbente de la fatiga.
Permanecieron inmóviles durante unos momentos, en silen-
cio, paseando la mirada por el fondo obscuro de los mato-

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rrales. Edesio cerró un instante los ojos y los abrió de pronto


en actitud de incorporarse, con claros signos de nerviosidad.
—¿Has oído? —preguntó.
—No, no he oído nada —respondió Ramírez.
—Por allí, como si un bejuco se quebrara.
Y señaló el rumbo por donde se perdían las dos líneas de la
vía decauville.
Ramírez sacudió la cabeza e inmediatamente se puso en pie,
con el rifle apercibido. Escuchó con atención, y luego:
—Nada. No oigo nada —dijo.
—Estoy seguro de que oí ese ruido. Puede que sea Barroso,
pero también podrían ser otras gentes.
—¿Vemos?
—Mucho cuidado, Ramírez. Mucho ojo. Tan malo sería
precipitarnos y darle un tiro a Barroso, como dejarnos coger
desprevenidos. Podría ser una trampa.
—¿Avisamos a los demás?
—No me gustaría dar una falsa alarma.
—Entonces, mira. Me voy aproximar al pretil de aquel
lado. Tú permaneces aquí, muy atento. Si hay algo, desde aquí
puedes avisar a don Felipe y a los demás.
Adelantó unos pasos y a lo lejos creyó ver una lucecita que
se movía, que avanzaba. Retrocedió inmediatamente y dijo a
Edesio:
—Sí, es cierto. Por allá viene alguien. Levanta a todos y que
se dispongan a lo que sea.
Edesio dio un brinco hacia el interior de la casa y en un se-
gundo cada uno tenía calzadas las botas y el fusil en la mano.
La cara de todos se ensombreció.
—No nos precipitemos —aconsejó Felipe, que mantenía
su serenidad—. Es posible que sea Barroso, casi estoy seguro
de que él es. En realidad, no hay por qué alarmarse.
Rosado permaneció sentado al borde de la hamaca, Cer-
vera, en cuclillas, en el mismo rincón donde se había acostado.
De pronto, una voz de hombre sonó en la obscuridad.
—Soy yo, Barroso.

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Venía con una pequeña lámpara de mano, tratando de


alumbrar el sitio donde ponía los pies. El grupo se adelantó
hacia él y lo rodeó.
—¡Vaya, hombre! Creíamos que algo había ocurrido ¿Por
qué tardaste tanto?
Se le doblaron las rodillas al hombre y se dejó caer sentado
en el pretil.
—Un momento, por favor. Déjenme respirar.
—¿Estás herido? ¿Te sientes enfermo?
—No, no. Cansado nada más, muy cansado.
—¿Y la plataforma?
—Se descompuso; tenía mala una rueda. Tuve que aban-
donarla a medio camino. Por eso, precisamente por eso tardé.
He dado una buena caminata.
Todos lo miraban, con ansiedad, en espera de sus informes.
El hombre se limpió el sudor de la cara con la manga de la
guayabera y respiró profundamente. Al cabo de un momento,
le preguntaron:
—¿Encontraste la embarcación? ¿Está dispuesta?
Las noticias no eran muy buenas, porque la canoa que en-
contró Barroso en Chikilá era demasiado pequeña; pero, de
todos modos, era lo único disponible y había que aprovecharla.
—¿Tiene suficiente capacidad para todos nosotros?
—¿Es de motor o tiene velas?
—¿Podríamos llegar en ella hasta Isla Mujeres?
Barroso no hizo otra cosa que menear la cabeza lenta-
mente, como buscando aire para sus pulmones agitados. No
podía informar de todo, al mismo tiempo. Era un bote de
motor, pero también tenía velas en previsión de cualquier des-
perfecto. Posiblemente cabrían todos los fugitivos.
—Y en cuanto a que podamos llegar en él a Isla Mujeres
—añadió—, creo que nadie podría decirlo.
—Conformes con la noticia, pero intranquilos aún, aque-
llos hombres regresaron al interior de la casa. Barroso iba
arrastrando los pies. Felipe le cedió su hamaca y el hombre se
echó como un tronco, sin descalzarse, sin desprenderse de la

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pistola que traía a la cintura y que asomó por fuera entre los
hilos, casi rozando el suelo. Felipe estuvo un rato silencioso.
—Rosadito —dijo, de pronto—. ¿No tiene la Compañía
otra embarcación disponible?
Rosado, algo aturdido por la desvelada y la fatiga, miró a
Felipe y trató de sonreír. Habían caminado los dos hacia la
puerta y allí ocuparon las sillas que estaban junto a la mesa
donde se jugó a la baraja. Edesio y Ramírez, continuando su
guardia, daban paseos por el largo corredor del frente.
—No, don Felipe —respondió Rosado—. No dispone de
ninguna otra. Se lo aseguro.
—Sé que tienen varias y que todas vienen a parar a Chikilá.
—Es cierto; pero en estos momentos están fuera. Una mar-
chó a Progreso a recoger a no sé qué personas; y otra llevó a
don Gustavo Patrón a Riolagartos, para recibir la carga de palo
de tinte. En realidad, la única embarcación de que puede dis-
ponerse hoy es el bote que está en Chikilá. Usted lo verá, don
Felipe.
Sacudió, contrariado, la cabeza y levantó los ojos para ver
si el cielo se había despejado de aquellos nubarrones negros.
La obscuridad se había ido diluyendo y las menudas estrellas
habían desaparecido con la primera claridad del amanecer. No
había calor; era una humedad pegajosa, que castigaba el
cuerpo a través de la ropa y aumentaba el cansancio de los
músculos. Rosado ordenó al mozo hacer café y reunir todo lo
que pudiera para el desayuno. Entonces, con la aurora que ya
asomaba, pudieron ver aquellos hombres que sus rostros esta-
ban rígidos, con un color de cera, y que sus ojos mostraban
un tono enrojecido en el borde de los párpados.
—¿A qué hora saldremos de aquí? —preguntó Benjamín.
—Inmediatamente después del desayuno. Un poco de café
caliente caerá bien a todos.
Mientras se preparaba el café, Rosado anduvo registrando
armarios y cajones y reunió algunos objetos: cobertores, víve-
res en lata, cigarros, dos pabellones. Luego, con ayuda de Ur-
quizo, quitó las hamacas e hizo un bulto con ellas.

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—Don Felipe —dijo—, todo esto les será muy necesario


para el viaje. Es poco, pero es todo lo que puedo ofrecerles.
No tengo más.
—Gracias, Rosadito. A mi regreso lo buscaré y lo recom-
pensaré por esto.
Los demás observaban con modorra, encogidos de cansan-
cio, los preparativos. El licenciado Berzunza había despertado
de mal humor, agitado. Al sentarse a la mesa, ya servido el
café, quiso bromear Edesio:
—¡Vaya! —dijo—. Parece que nunca haré otra cosa que
huir.

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Dio un salto y quedó parado en el centro de la plataforma.


Luego se sentó y tomó la mochila que le entregó su hermano
Benjamín. La acomodó detrás de él, estiró las piernas y apoyó
la espalda en ella; después de un día de práctica y de una
noche de incomodidades podía encontrar una postura en el
piso de la plataforma sin estorbar a sus compañeros. La mo-
chila quedó como almohada y aún ofrecía un espacio sufi-
ciente para que otro apoyara la cabeza. Subieron los demás
rápidamente. El día comenzaba a levantarse cuando empren-
dieron la marcha hacia la costa, a Chikilá.
El sendero por el que se deslizaba la vía apareció recto y bor-
deado por árboles robustos, de espesas ramazones. La casa
principal de San Eusebio, un poco obscura todavía se acurru-
caba detrás y poco a poco fue perdiendo sus contornos entre
las manchas verdes de las ramas que se doblaban sobre el sen-
dero. Felipe sacó su reloj Longines y vio que estaba parado;
había olvidado darle cuerda la noche anterior. Por el sol, calculó
que era tarde, cerca de las siete. Pensó en lo que más allá esta-
rían haciendo, o preparando en su contra, los hombres que
eran culpables de que no dispusieron sino de una plataforma
para viajar y de que su reloj y los de sus compañeros no cami-
naran exactamente como habían acostumbrado. El sentimiento
que hasta este momento no había sido en él más que de con-
trariedad y desconcierto, se iba transformando con la luz del
día en temor y desconfianza, como si la falta absoluta de noti-
cias acerca de los movimientos de sus enemigos fuera en rigor
un signo de fatalidad. Temía que los hombres que prepararon
el cuartelazo y la traición, ya que él no había esperado ser apre-
hendido en Mérida, ni ofrecido el pecho de compañeros iner-
mes a las bocas de sus ametralladoras, llevarán su saña hasta el

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punto de perseguirlo implacablemente y pretendieran acorra-


larlo en cualquier parte como a una fiera, exterminarlo física-
mente, a él y a los demás, y aplastar una obra de tanto años
que apenas comenzaba a dar sus primero frutos.
Su sueño le había dejado una sensación de ceniza en la
boca, una fatiga que no era la física, algo que él no se resignaba
a aceptar como un presentimiento. Pero ahora el hecho de
que durante su fuga desde Mérida hasta aquí no hubiese en-
contrado tropiezos, comenzaba a parecerle sospechoso y a pro-
ducirle el temor de que era parte del plan enemigo, para
alejarlo de la gente y allí lejos pudiera ocurrir cualquier cosa
sin el menos rastro. Recordó que en Motul, al tener noticias
de que un tren con tropas federales había salido de Mérida en
su persecución, ordenó dinamitar la vía en el tramo a la esta-
ción de Chacabal después de lanzar una máquina loca al en-
cuentro de sus perseguidores; pero esto no era sino retardar la
acción de aquellos hombres, a lo sumo, y provocar mayor furia
para darle alcance. Pensó: “Sí, eso es. Habrán salido por la
costa del norte, la más próxima a Mérida, para luego cortarnos
el paso. No cabe duda. Algo va a suceder”. En circunstancias
ordinarias no le hubiera preocupado que Ricárdez Broca pre-
tendiera alzarse contra el gobierno. No habría sido problema
para él oponerle la fuerza de las organizaciones de trabajadores
y probar que nadie tenía derecho a especular con las cuestio-
nes sociales. Pero en las presentes condiciones, no había más
que hacer porque era absurdo dejarse coger y provocar una
matanza. “Es imposible creer que se hayan quedado quietos”,
pensó. “Seguramente intentarán cortarme el paso”.
La claridad se había transformado en resplandor; el sol bri-
llaba otra vez. En la plataforma, con el sombrero sobre la cara,
dos o tres de los fugitivos se habían enroscado y pretendían
dormir; en realidad la luz del sol y el balanceo del vehículo
resultaban más acogedores del sueño que el chaquiste.
—Rizo —dijo Felipe, dirigiéndose a uno de sus ayudan-
tes—, usted tiene alguna experiencia como marino, ¿no es
cierto?

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—Sí, don Felipe. Sé algo de eso. He trabajado en barcos,


he navegado bastante.
—Sabrá usted seguramente manejar un pequeño bote de
motor.
—Es posible, don Felipe. He trabajado como mecánico
también.
—Pues ahora tendrá usted oportunidad de probar sus co-
nocimientos náuticos y mecánicos.
—Como usted ordene, señor.
—Lo que se necesita es saber guiar ese bote hasta Isla Mu-
jeres cuando menos. Allí no será difícil, creo yo, encontrar un
vivero cubano que se preste a conducirnos a La Habana.
Rosado descansaba con la espalda apoyada en un costado
de Cervera; al oír esto se incorporó y dijo:
—Hay puntos más cercanos, don Felipe, en los que también
podrían encontrar alguno de esos barcos pesqueros cubanos.
—A ver, dígame, Rosadito.
—Hay un punto que nombran Boca Iglesia, en la costa.
Está frente a la isla de Contoy, que es una de tantas que existen
por allá. En Boca Iglesia siempre, o casi siempre, se encuentra
algún vivero, porque abunda el cahuamo. Creo que allí les sería
más fácil dar con alguno que quisiera transportarlos.
—¿Y está cerca de Chikilá?
—No sé exactamente a qué distancia está; pero desde luego
es más cerca que Isla Mujeres.
—De manera que usted opina que nos dirijamos hacia
Boca Iglesia.
—Sí, realmente. Esa es mi opinión.
Pasó un momento antes de que Felipe contestara. Vio a su
hermano Benjamín, luego a Edesio y a Wilfrido, y por último,
al licenciado Berzunza.
—Está bien. Eso haremos. Usted conoce mejor que nos-
otros estos rumbos y toda la costa por este lado.
Hacía poco más de media hora que habían salido de San
Eusebio cuando tuvieron la primera impresión del mar. Fue
primero una visión rápida, por entre la maleza, y luego, sin

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transiciones, la gran extensión líquida. La plataforma se deslizó


más suavemente, en un ligero declive. Los cocales se alineaban
a un costado. A distancia, el aire soplaba limpio y fresco.
—¡Al fin! ¡Ahí está nuestra salvación! —exclamó el licen-
ciado Berzunza.
—¡El mar! ¡Nunca lo había visto tan hermoso! —y Benja-
mín se pasó la lengua por los resecos labios.
La plataforma se detuvo cerca de un pequeño muelle de
madera al que estaban atracadas dos embarcaciones, una
canoa-motor de regulares dimensiones a cuyo costado se veía
un letrero con un nombre: Manuelita, y un bote de escasa al-
tura en el que estaban dos hombres holgazaneando. Al ruido
de la plataforma voltearon y brincaron al muelle.
¿Es la Manuelita en la que embarcaremos? —preguntó Felipe.
Rosado bajó de la plataforma pesadamente. Sacudió las
piernas al tiempo que contestaba:
—No, don Felipe. Es aquel bote pequeño que está al otro
lado del muelle.
Entonces Felipe lo miró con seriedad y volvió a preguntar:
—¿Pues no me ha dicho usted que la compañía no contaba
hoy con ninguna embarcación de tamaño regular?
—Y así es, en efecto, don Felipe.
—¿Y esa canoa-motor, que tiene cupo suficiente para todos
nosotros?
—¡Oh, señor! Esa embarcación no está disponible. Hace
una semana llegó de Progreso, para ser carenada. El viaje tuvo
que hacerlo con vela y palancas, porque el motor vino ya des-
compuesto o se descompuso en el camino.
—¿Quiere usted convencerse?
No dudo lo que me dice, Rosadito; pero si está descom-
puesto el motor, aquí tenemos un mecánico. A ver, usted,
Rizo; haga el favor de revisar ese motor. Vea que tiene.
El hombre bajó de la plataforma, estiró las piernas y caminó
hacia el muelle; un momento después penetró en la embarca-
ción, en silencio, sin abandonar el rifle que le colgaba del
hombro derecho.

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Creo que tenemos que esperar un momento más —dijo Fe-


lipe—, pero será mejor viajar en la canoa-motor que en aquel
bote. ¿Qué hora es, Rosadito?
—Ya dieron las siete y media.
—Gracias.
Y luego de escrutar el horizonte, por el lado del mar:
—Oiga, Ramírez. Vaya a ayudar a Rizo, para terminar
pronto. Necesitamos salir en media hora.
Se sentaron en la orilla del muelle, a recibir el aire marino
que a esa hora era fresco. Los hombres del bote los miraban
en silencio, esperando; la pequeña embarcación tenía un
motor de escasa potencia, pero contaba con una vela y pa-
lancas. Felipe vio a sus hermanos, al licenciado Berzunza y a
los demás, pesados por el cansancio, tenderse sobre las ma-
deras del muelle y cerrar los ojos. Rosado y Cervera hablaron
con los boteros y vio Felipe que éstos describían un amplio
círculo con las manos y señalaban un punto en el horizonte,
sobre la costa.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
Rosado se aproximó y su voz sonó ronca:
—Dicen los muchachos que se anuncia un brisote y que
será bueno partir cuanto antes. De aquí a Boca Iglesia se
hacen algunas horas y temen no poder llegar si el brisote los
agarra.
Felipe vio a los boteros, que permanecían parados en la
esquina del muelle donde estaba atracado el bote y lo mira-
ban fijamente; luego puso la vista en Rosado, detenido frente
a él, los brazos en jarras. Con los ojos fruncidos por la luz
brillante y por las rachas de aire que levantaban un fino polvo
de la arena, no delataban en sus rostros ninguna huella de
rencor ni de premeditación. Felipe se levantó y se encaró a
Rosado.
—De manera que hay que aceptar a cada paso lo que indi-
quen ustedes, o nos moriremos abandonados. Dígame, ¿usted
cree que no ardo en deseos de embarcar de una vez y salir de
aquí? Pero tampoco quiero proceder con precipitación ni co-

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meter imprudencias. Si Rizo logra componer la máquina de


esta canoa-motor, en ella embarcaremos. En caso contrario,
ni modo, aprovecharemos aquel bote. Dependemos, pues de
lo que Rizo pueda hacer.
—No, don Felipe, no mal interprete mis indicaciones. Si
las hago es porque quiero ayudarlos. Nada más. Usted decide
en todo caso y los demás no harán sino lo que usted diga. Hay
gente que viene persiguiéndolo, ¿no es cierto? Y que tiene mu-
chas ganas de alcanzarlo, ¿no es cierto? Pues, entonces, lo que
conviene es partir cuanto antes y estar lo más lejos posible
cuando ellos lleguen. Solamente quiero recordarle que a mí
me considerarán comprometido en esto y que seguramente
tendré dificultades; nada voy ganando en el lío y sin embrago,
quiero ayudarlos. Eso es todo.
Felipe tomó al hombre por un brazo y lo sacudió amisto-
samente, mientras sonreía. Por espacio de una hora, con las
primeras luces del amanecer, habían venido rondándolo el
temor y la desconfianza, la idea sospechosa de que algo estaba
a punto de ocurrir y de que en ello no serían ajenos ni Rosado,
ni Cervera, ni aquellos mozos de Solferino y San Eusebio que
eran como perros fieles al amo.
—¿Usted ha estado preso alguna vez, Rosadito? —preguntó
sin abandonar su sonrisa.
—No, nunca —contestó el hombre, con un gesto de
asombro.
—¿Tampoco ha sido espiado, perseguido, acosado?
—No, tampoco.
—Pues, oiga bien lo que voy a decirle. Esta no es tierra de
cantar y bailar; es de lucha y de veinte mil hostilidades. Tam-
poco es un valle de lágrimas como predican los curas. Por eso
contra la hostilidad y el agravio hay que alzarse y me he alzado
desde joven, toda mi vida, en vez de ponerme a llorar; y he
procurado que mis gentes tampoco lloren, sino que peleen. Y
por ello he estado preso. Y por ello sé lo que es matar a un
hombre en defensa de mi vida. Cuando uno ha pasado por
eso le nace una especie de sexto sentido, un sentido de adivi-

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nación o de presentimiento; más de dos hombres que hablan


en voz baja, nunca tratan nada bueno para el de más allá. Si
de alguien hay que desconfiar es de quien acostumbra cuchi-
chear al oído. Y si algo va a ocurrir, basta ver a esos hablando
en voz baja para adivinarlo, para intuirlo. ¿Me entiende usted,
Rosadito?
—Sí, don Felipe. ¡Vaya si lo entiendo!
—Entonces, no tome a mal mis desconfianzas, mis precau-
ciones. En mis condiciones, un paso en falso sería fatal. Claro,
pueden cometerse errores; pero a mí no me está permitido
equivocarme.
La voz del mecánico Rizo asomó por la cubierta de la
canoa-motor. Uno a uno, los fugitivos fueron levantándose
hasta formar un coro de voces interrogativas y un círculo en
torno a Felipe y el mecánico. De un salto había bajado éste
de la embarcación al muelle y ahora estaba, entre Felipe y Ro-
sado, moviendo la cabeza y limpiándose las manos grasientas
en un trozo de estopa, mientras hablaba. Dijo que la embar-
cación estaba en buen estado, pero que el motor no servía; lo
había revisado de todo a todo y se había convencido de que
era imposible echarlo a andar porque le faltaba una pieza; es
decir, la pieza estaba rota y era indispensable cambiarla por
una nueva.
—En San Eusebio —dijo— acaso podamos soldarla, en úl-
timo caso, provisionalmente. ¿No es cierto, señor Rosado?
Pero antes de que éste respondiera, Felipe hizo un mo-
vimiento de contrariedad y se dirigió de repente a sus
compañeros:
—No es posible esperar más tiempo. Embarquen en el bote
y a ver qué pasa. Necesitamos salir de aquí inmediatamente.
Los fugitivos comenzaron a cargar el bote. Ramírez, Ede-
sio, Urquizo y Wilfrido se colocaron en el bote y los demás
les alcanzaron los pocos bultos, la mochila de las hamacas, la
bolsa de latas de conserva. Los boteros les indicaron dónde
podrían acomodarlos, distribuidos en el interior, para no
poner en peligro la estabilidad de la embarcación. De pronto,

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Barroso se desplomó sobre el piso de madera del muelle, sin


un grito, lívido, con los ojos en blanco, el rostro contraido y
el cuerpo doblado en una actitud de dolor. Se acercaron a él
y Felipe lo auscultó mientras los otros trataban de contener
sus convulsiones.
—Desde anoche me di cuenta de que estaba enfermo —
comentó Edesio—. Su rostro no era normal cuando llegó a
San Eusebio, temblaba y apenas podía articular palabra.
Sí, pero cuando le preguntamos dijo que sólo era el can-
sancio. En realidad, no pensé más en ello —dijo Felipe.
Rosado se acercó también, se agachó y le tomó el pulso, le
miró las pupilas y dijo:
—Ataque palúdico. Durará varias horas y luego vendrán
los fríos, los temblores. Será difícil que pueda viajar así.
—Y ni una pastilla de quinina, ni una medicina. ¡Caray,
que suerte!
—Tenemos que partir —dijo Felipe—. Y no podemos de-
jarlo. Acomódense en el bote como puedan, y dejen sitio para
acostar a Barroso. Esto le pasará pronto, no se alarmen.
Los boteros no se habían movido de su lugar. Vieron traer
cargado a Barroso y no extendieron una mano para ayudar a
bajarlo al bote; ni siquiera hicieron un movimiento para des-
pejar el sitio donde habían de acostarlo. Urquizo trajo a el
bote el último paquete, los dos pabellones. Felipe y Benjamín
permanecían aún en el muelle; luego que se embarcaron
todos, Felipe se dirigió a Rosado
Adiós, Rosado —le dijo—. Pronto nos volveremos a ver y
podré recompensarle todo lo que ha hecho en favor nuestro.
—Adiós, don Felipe, y buen viaje. Confíe en los mucha-
chos del bote; tienen bastante experiencia y conocen muy bien
todos los rincones de la costa.
—Hasta pronto, Rosadito —dijo Benjamín.
Los dos hermanos dieron un abrazo al contratista chiclero
y apretaron la mano de Cervera; luego, se encaminaron al bote
y ocuparon su sitio en el interior. Uno de los boteros puso en
marcha el motor, mientras el otro soltaba la cuerda que lo su-

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jetaba al muelle. El bote comenzó a avanzar lentamente. Felipe


miró hacia atrás. Rosado y Cervera estaban de pie en una es-
quina del muelle, con la mirada fija en ellos, y los dos al
mismo tiempo alzaron un brazo arriba de la cabeza y lo agita-
ron en señal de despedida.
—¡Adiós, Rosadito! ¡Hasta pronto! —gritó Felipe.
Benjamín, Edesio y él agitaron de nuevo la mano, pero ya
no respondieron.

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El bote se mantenía a una velocidad mínima en su marcha a


lo largo de la costa. El motor resoplaba y a duras penas lograba
impulsarlo sobre las aguas. Apenas se alejó del muelle comenzó
a balancearse y fue necesario ponerse de nuevo en cuclillas,
convenientemente distribuidos para asegurar la estabilidad.
Felipe procuraba aparentar serenidad, confianza en el resul-
tado del viaje, pero las rayas obscuras de su rostro y la chispa
cambiante de su mirada estaban delatando la preocupación que
le nacía adentro. Estaba inmóvil mirando la línea obscura de la
costa, y cuando sintió la punzante mirada de sus compañeros y
la expectación que en ellos se reflejaba, volvió la suya al hori-
zonte y luego al cielo simulando observar la proximidad del bri-
sote de que habló Rosado con los boteros. Estuvo así largo rato;
retiró al fin los ojos del mar y de la costa y los fijó en el enfermo.
Barrosos temblaba, se agitaba, sus dientes castañeaban; no era
propiamente un temblor incontenible, sino sucesivas convul-
siones; lo habían cubierto con un cobertor, pero era inútil; man-
tenía los ojos cerrados, y en el rictus impreso en su rostro se
podían advertir el sufrimiento y la angustia; el cuerpo extendido
en el fondo de la embarcación daba a el cobertor que lo cubría
jorobas y declives impresionantes. Pretendió apartar los ojos,
pero no pudo; y sintió que los demás tenían clavada la mirada
en el enfermo, como si estuvieran pendientes del momento en
que ellos iban a comenzar a convulsionarse. Sintió que las me-
jillas se le encendían y que su cuerpo era una brasa.
Nadie se atrevía a decir lo que estaba pensando; al fin, fue
el licenciado Berzunza.
—¿Y ahora, qué vamos a hacer? —preguntó señalando a
Barroso con un movimiento de la cabeza— ¿No hubiera sido
mejor dejarlo en Chikilá?

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—No sé, creo que no —respondió Felipe, pero no había


en su voz el tono de seguridad que acostumbraba.
—Después de estos calosfríos, vendrá la fiebre y puede que
delire. El no haber dormido anoche aumentará la enfermedad.
¿Y entonces?
—¡No podíamos abandonarlo, licenciado! Ha sido fiel a
nosotros, ha hecho un buen trabajo
—No hablo de abandonarlo, Felipe. Quiero decir que, en
su propio bien, podría quedarse en Chikilá y ser conducido
luego a San Eusebio. Allá encontraría medicinas y atenciones
que aquí, nosotros, no podemos proporcionarle.
Berzunza volvió los ojos hacia los demás fugitivos, que lo
miraron con la misma expectación que antes Felipe sorpren-
dió en su expresión. Hizo una pausa y añadió:
—Es decir, que no podemos hacer nada en favor de él, que
estamos impedidos de mejorar su situación, y en cambio em-
peoramos la nuestra. ¿No es cierto?
—Es posible que tengas razón, Manuel. Pero más posible
es que en San Eusebio hubiera sido aprehendido a estas horas,
y lo que ellos habían de hacer no sería para salvarlo. Hay que
comprender que no nos queda más recurso que seguir ade-
lante, hasta donde podamos.
—¿Y si nos vemos precisados a detenernos, porque Barroso
se ponga peor? En ese estado no puede caminar ni ayudar en
nada, y tampoco sería humano —y el licenciado Berzunza
describió un círculo con la mano, en un gesto rápido, ner-
vioso— abandonarlo en cualquier parte. Eso no, desde luego.
¿Qué ocurriría entonces?
—No sé, Manuel, no sé lo que puede ocurrir. Pero nosotros
seguiremos adelante, con Barroso.
Felipe se removió en su sitio, en un movimiento prolon-
gado por el temor y la angustia que comenzaban a invadirlo;
y lo peor era que iba tomando conciencia de este sentimiento
y comprendiendo su responsabilidad sobre el destino de estos
hombres que lo seguían. Se echó hacia atrás el sombrero y
movió la cabeza de un lado a otro. Y luego:

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—¡Nada más esto faltaba! —exclamó— ¡Que uno a estas


alturas comience a creer en la fatalidad y en los malos agüeros!
Y se puso de mal humor. Vio de nuevo al enfermo, que se-
guía agitado, convulsionándose, con el mismo rictus de sufri-
miento, y esa imagen penetró en su espíritu levantando un
tumulto de ideas desagradables.
Un silencio envolvió a los fugitivos. Sólo se escuchaba el
resoplido del motor y el golpe monótono de las olas en los
costados del bote. En una punta de la embarcación, uno de
los boteros manejaba el timón; de este otro lado, su compa-
ñero vigilaba la pequeña maquinaria. La fatiga, el sueño y la
inquietud comenzaba a dominar a todos. Felipe vio las cabezas
de ellos inclinadas dolientemente sobre las rodillas, y esta la-
xitud parecía estar difundiéndose por todo el bote como un
soplo de pesadumbre, daba la sensación de un vaho de fatali-
dad o renunciamiento. Sacudió, malhumorado, la cabeza y
fijó la vista en la costa.
De pronto comenzó a soplar un viento fuerte que produjo
peligrosos balanceos de la pequeña embarcación.
—¡El brisote! —dijeron los boteros, al unísono.
Las nubes por el lado del mar se veían grises, obscuras, los
boteros viraron la dirección y pusieron proa a la costa, tra-
tando de acercarse y alcanzar la playa en cualquier momento
que fuese preciso. Las cabezas de los hombres se levantaron
con el primer movimiento y giraron de un lado a otro. En
este momento empezó a caer una lluvia menuda y el motor
se paró.
—¿Qué pasa? ¿Se ha descompuesto? —preguntó Felipe,
tratando de incorporarse y sujetándose el sombrero con la
mano.
—No, señor. El agua ha penetrado un poco el motor. Siem-
pre ocurre así.
—¿Van a a poner la vela entonces?
—No, sería peligroso, el bote está sobrecargado y el brisote
va arreciando. No se preocupe. Para estos casos traemos las
palancas.

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La llovizna se hacía más tupida, más rápida, ayudada por


el viento. El bote se deslizaba suavemente sobre el agua, len-
tamente, siguiendo el impulso que traía; pero el balanceo se
hacía a cada momento más pronunciado. Los boteros toma-
ron las palancas y con ellos bogaban. Los fugitivos pusieron
otro cobertor sobre el enfermo, cuyos temblores no aminora-
ban, cuyos ojos permanecían cerrados, cuyas manos y rodillas
empujaban hacia arriba los cobertores con un movimiento
irregular, como un latido espantoso; y se apretaron uno contra
otro, para darse ánimo y calor. Felipe seguía los movimientos
de los boteros. El bote se iba aproximando a la playa. Benja-
mín murmuro al oído a Felipe:
—A lo mejor quieren que desembarquemos aquí.
Felipe se dirigió entonces a uno de aquellos hombres y le
preguntó si Boca Iglesia estaba lejos aún. El botero lo miró fi-
jamente, sonrió con un aire indefinible y contestó:
—Boca Iglesia queda más allá de Punta Piedra, y para llegar
a Punta Piedra faltan como ocho leguas.
—Y entonces, ¿por qué nos acercamos demasiado a la
playa?
El botero volvió a mirarlo y a sonreír; pero ahora le pareció
a Felipe que esta sonrisa era de malicia o de burla.
—Porque aquí nos quedamos.
—¿Aquí nos quedamos? ¿Qué, acaso no es posible conti-
nuar adelante?
—No, señor. Con este tiempo no es posible, y menos con
lo sobrecargado que está el botecito.
La voz le llegaba a Felipe como si viniera de gran distancia.
Los demás seguían en silencio, apretados, chorreando agua,
en actitud expectante. No era posible ni siquiera moverse en
el pequeño espacio que disponían, pero procuraban resguar-
dar las armas para que no las alcanzara la lluvia.
—¿Y qué tiempo tardaremos aquí? ¿Hasta que pase la lluvia
y el brisote? —preguntó de nuevo Felipe.
—No, señor. De aquí ustedes pueden internarse al monte.
Es un sitio seguro, bien guarecido. Santa Cruz no está lejos.

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—¿Cómo se llama este sitio?


—Río Turbio. Es una ensenada, como usted ve.
Los fugitivos trataron de ver, a través de la lluvia que caía
ahora más aprisa, el punto al que se dirigía el bote. Era en re-
alidad una pequeña ensenada. Al fondo, se veía la sombra
parda del monte, imprecisa, vaga en sus contornos.
—Lo convenido fue conducirnos hasta Boca Iglesia —re-
clamó Benjamín—. Aquí, en este sitio, quien sabe si encon-
tremos salida. Llévenos a Boca Iglesia y les pagaremos bien.
Los boteros cambiaron una mirada y guardaron silencio por
un momento. Luego, el que había hablado antes dijo:
—Si pudiéramos, con todo gusto. Pero usted está viendo
cómo viene malo el tiempo. Si pasa pronto el brisote, le ase-
guro que continuaremos hasta Boca Iglesia.
—Muy bien. Conformes. Eso fue lo arreglado.
La playa se distinguía ya con absoluta precisión. Felipe se
acomodó las manos sobre el ala del sombrero, a manera de vi-
sera, para ver mejor. Aquello era una franja de tierra y arena,
detrás de la cual se alargaba un brazo de mar hasta perderse
entre la maleza. Esta fue su primera impresión. El bote tocó
fondo y los hombres recogieron sus palancas. Urquizo, Ramí-
rez, Wilfrido y Rizo cargaron el cuerpo rígido, tembloroso,
del enfermo, y se encaminaron hacia la playa, con el agua
hasta arriba de las rodillas; detrás de ellos, saltaron los otros y
por último Felipe. Ni un árbol ni una choza donde cobijarse.
La playa quedaba separada de la tierra firme por el brazo del
mar. Más allá, a una distancia considerable que no les era fácil
precisar, se unía la playa con el monte y formaban una eleva-
ción como un otero.
—¿Podremos acampar aquí? —preguntó Edesio.
—No hay más remedio. La lluvia está pasando.
Tendieron a Barroso en la arena y sobre su cuerpo alzaron
un cobertor a manera de techo, que cuatro hombres sostuvie-
ron durante un rato. La lluvia pasó, pero el viento levantaba
todavía enorme oleaje. Felipe y Benjamín caminaron largo
trecho sobre la playa y conforme avanzaban sobre la arena em-

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papada aquella soledad, aquel ambiente de abandono y de in-


hospitalidad, les iba angustiando más el espíritu. No era un
sitio agradable pero sí tranquilo y, sin embargo, no podían
concretar en qué radicaba la sensación de peligro que iba in-
vadiéndolos.
Ni una sombra, ni la menor señal de vida humana. Y todo
ello les parecía que aumentaba su indigencia.
—¿Qué piensas de todo esto, Felipe? —preguntó Benjamín,
sin dejar de caminar y de voltear la cabeza por todos lados.
—Creo que es una trampa, que nos han engañado. Mira
aquella maleza; parece impenetrable. Tengo la impresión de
que no hay más salida que el mar— y se detuvo de pronto.
Los dos estaban agitados, nerviosos. Giraron y a lo lejos
vieron al grupo de fugitivos y a los boteros tratando de arras-
trar la pequeña embarcación hacia la playa, a tirones, en franca
lucha con el oleaje.
¡Regresemos! —exclamó—. Nuestra única salvación será
este bote.
El sombrero lo llevaba sumido hasta la frente, hasta rozarle
las cejas, para defenderse de los golpes de aire. Era necesario
partir. ¡Era necesario partir! ¡Partir cuanto antes! Una voz in-
terior aconsejábale partir de aquel sitio horroroso, no esperar
más, porque aquél podía ser el principio de las más crueles
penalidades. Caminó de prisa, para alcanzar a sus compañe-
ros antes de que lograran sacar del todo la embarcación a la
playa. Ahora comprendía cuál era el verdadero papel que
había jugado Rosado, y qué parte tomó en ello Cervera, y
qué final estaba preparado para que lo ejecutaran aquellos
dos hombres que habían traído bogando el bote. Cuando
llegó al grupo, el bote ya descansaba sobre uno de sus costa-
dos, fuera del alcance de las olas. Y los hombres se habían
tendido sobre la arena, exhaustos, pálidos, jadeantes. Por su-
puesto que él podía comprender los sufrimientos de aquellos
sus amigos, la fatiga agobiante en aquellos cuerpos que hacía
poco tiempo daban la impresión de ser fuertes y recios, y que
ahora reflejaban una fría tristeza.

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No quiso decirles otra cosa:


—Que procuren descansar, muchachos. Duerman un rato.
Yo vigilaré, con Benjamín.
Tomó su rifle y lo revisó; luego, los cartuchos. Estaban
secos. Hizo una señal a su hermano para que hiciera lo mismo
con el suyo.
—Reúne todas las armas allá, envuélvelas en aquellos pa-
bellones, y no les quites el ojo— y con un ligero movimiento
de cabeza señaló a los boteros, que se habían alejado unos
pasos y estaban aparentando indiferencia.
Felipe y Benjamín se apostaron a un lado del bote, con los
rifles apercibidos. Delante de ellos, sentados en la arena, los
boteros hablaban en voz baja; luego, permanecían largo rato
en silencio, viendo el mar encrespado, con los ojos fruncidos
y los cabellos al aire; por momentos, volteaban disimulada-
mente hacia el grupo de fugitivos.
—Descansa también tú, aunque sea un momento —dijo
Felipe a su hermano—. Yo quedaré al pendiente.
Benjamín se sentó en la arena y apoyó la espalda en el cos-
tado del bote. Cerró los ojos y respiró profundamente. El en-
fermo, en el centro del grupo que formaban los fugitivos,
lanzó un gemido. Sus convulsiones ya no eran fuertes ni tan
continuadas. Felipe se acercó a él. Tenía aun expresión extraña
en el rostro, como si un vapor obscuro le ascendiera del pecho.
La piel estaba colmada de pequeñas gotas de sudor. Tenía las
manos recogidas sobre el cuello, la respiración jadeante y sus
ojos permanecían cerrados. Felipe pensó: “La fiebre. Ya tiene
la fiebre”. Le tocó la frente y sintió que ardía. Al sentir la
mano, el enfermo abrió un momento los ojos, miró fijamente
a Felipe con un brillo fosforescente en la mirada y trató de
sonreír como si quisiera disculparse. No habló, no pudo ha-
blar seguramente; pero sus labios quedaron abiertos, secos y
grises. Felipe le dio unos sorbos de agua. No podía hacer más.
El brisote se mantuvo fuerte durante varias horas. Por mo-
mentos el oleaje crecía y arrojaba una hirviente espuma sobre
la playa. Felipe vio su reloj; de nuevo se había parado. Las agu-

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jas marcaban las cuatro y calculó, por la luz del sol, que pronto
anochecería. Llamó a Benjamín, que despertó de un salto.
Luego despertó a los demás.
—Ya es tarde —dijo. Creo que me toca el turno de dormir
un rato.
Los que estaban acostados levantaron la cabeza. Se estira-
ron con modorra, se pusieron en cuclillas y luego dieron un
salto para ponerse en pie, los dos boteros seguían en el mismo
sitio, a unos pasos de distancia. Felipe murmuró al oído de
Wilfrido:
—Estoy rendido y quiero dormir. Tú quédate de guardia,
con Ramírez, o con Rizo: con cualquiera que tú elijas. Espe-
cialmente, mucho ojo con esos tipos del bote.
—¿Tú crees, Felipe, que intenten alguna cosa?
—No sé, cuando menos, en cualquier descuido, llevarse el
bote y dejarnos sumidos aquí, encajonados. Y eso es lo que
importa evitar. ¿Entiendes?
—Descuida. Procura dormir que tienes muy mala cara.
—¡Ah! Otra cosa. Las armas están allí envueltas para im-
pedir que se mojen o les entre arena. Que ninguno de esos
tipos se acerque a tocarlas.
Se extendieron sobre la arena Felipe y Benjamín, cubiertos
con sendos cobertores. Antes de cerrar los ojos, Felipe reco-
mendó todavía:
—Y que abran algunas latas para ver si cenamos algo.
Durante un rato los hombres guardaron silencio, estirán-
dose, desperezándose. Edesio en compañía de Urquizo y de
Marín emprendieron una caminata, los fusiles al hombro, con
la intención de hacer un breve reconocimiento. El licenciado
Berzunza y Ramírez registraron la bolsa de víveres y sacaron
unas latas que decían: “Salchichas de Viena”, otras que decían:
“Salmón”, y unas rebanadas de pan.
—Necesitamos leña —dijo Berzunza—. Usted, Rizo, vea
por dónde encuentra algunos troncos.
El sol estaba rojo, cerca ya del horizonte. El viento conti-
nuaba con igual fuerza. Apareció Rizo con unos alambres re-

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torcidos y pequeños troncos. Al socaire del bote encendieron


el fuego. Los hombres formaron un círculo en torno de la fo-
gata. Las huellas de la fatiga se habían marcado en las comi-
suras de los labios, alrededor de los ojos, en la sombra de la
barba ya crecida, en las rayas de la frente. Permanecían en si-
lencio, acaso por el temor de mostrar sus preocupaciones si
comenzaban a hablar.
—Ojalá y pudiéramos beber algo fresco —dijo el licenciado
Berzunza.
—Confórmese con que tengamos agua limpia —respondió
Wilfrido—, y un poco de ron.
La botella del aguardiente pasó de mano a mano. Edesio y
sus acompañantes regresaron con las manos en los bolsillos
del pantalón y el ceño endurecido. Se detuvieron al resplandor
del fuego y no dijeron más:
—Nada. No encontramos nada.
Ya había anochecido. El viento aminoró y los fugitivos se
acomodaron, con las piernas encogidas, al amparo del bote.
En silencio devoraron las salchichas y los trozos de salmón.

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Sólo cuando estuvieron acostados todos, menos Rizo que per-


manecía de guardia junto al bote, hundidos en las tinieblas de
aquella noche, pudo darse cuenta Felipe del horror del silen-
cio. El aire, el cielo, el mar todo era una mancha obscura, im-
penetrable. La fogata había quedado encendida, pero su
resplandor apenas alimentado por unos cuantos leños aumen-
taba la severidad del ambiente. Quizá no oyó Felipe en toda
la noche más que al monótono oleaje sobre la playa. Es muy
posible que ni Rizo, ni Ramírez, ni Marín, ni el licenciado
Berzunza, que se turnaron en la guardia, se hubieran podido
dar cuenta de que aquellos dos hombres del bote permanecían
alejados del grupo para esperar un momento oportuno y es-
capar por algún rumbo. Seguramente aun en el caso de ha-
berlo advertido a tiempo, tampoco hubiesen podido hacer
nada más que aventar algún tiro al aire y despertar a los otros.
Perseguirlos entre aquella obscuridad cerrada y aquellos mé-
danos que se extendían hasta el brazo del mar, no hubiese te-
nido objeto; sólo habría ocasionado otra desgracia o que
alguno quedara extraviado en aquellos sitios desconocidos y
despoblados. Pero en realidad ninguno advirtió nada. Cuando
llegó el amanecer estaba de guardia el licenciado Berzunza y
de repente, con las primeras luces, notó que las sombras de
aquellos hombres ya no estaban sobre la arena de la playa. Al
principio no se alarmó, porque no pensó que su ausencia sig-
nificara la fuga; dio una vuelta alrededor del bote buscándolos
por aquel lado o por el mar, apercibido el rifle para evitar una
sorpresa. Luego, al cabo de un rato, comenzó a inquietarse; y
al fin, decidió avisar a Felipe.
¿Por qué rumbo pudieron escapar aquellos hombres? Felipe
dejó a Edesio y a Ramírez al cuidado del bote y del enfermo,

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con instrucciones precisas, y destacó por un lado a Wilfrido


con Berzunza, Marín y Rizo; él tomó el lado opuesto, con
Benjamín y Urquizo. Atravesó la franja de tierra y salió a la
orilla de aquel brazo de mar; era una corriente lenta y sombría
de aguas fangosas, con enormes manchas de sargazo. En la
otra orilla crecían arbustos, se entretejía una tupida maleza y
todo tenía un aspecto de impenetrabilidad. Los tres recorrie-
ron el playón hasta el punto en que se unía al otero y comen-
zaba una selva imponente, obscura, nada grata a la vista.
—Nada más un práctico podría caminar por allá; y no hay
huellas recientes —dijo Felipe.
—Esos tipos tenían preparado algo —comentó Benjamín.
—¿El bote, verdad? —preguntó Urquizo.
—Exacto. Si no pone Felipe una vigilancia especial al bote,
a estas horas estaríamos dándonos de porrazos contra la arena.
Felipe no contestó. Miraba despacio y fijamente aquellas
aguas cenagosas que bordeaban la selva de enfrente, por donde
era posible que aquellos hombres hubiesen escapado. Pero,
¿adónde? ¿Adónde irían? Él les oyó decir que Santa Cruz es-
taba cerca. ¿Habrían ido hacia allá? ¿Y con qué propósito?
Todo aquello le parecía vago, sin la evidencia de un plan de-
terminado. Atravesaron de nuevo la franja de arena y tierra y
caminaron por la otra orilla en dirección al punto de partida.
No había más que hacer.
—Sería una estupidez —dijo, como hablando consigo
mismo—, internarse por esa selva en seguimiento de esos
tipos.
Cuando Felipe volvió adonde estaban Edesio y Ramírez, ni
siquiera necesitó ver del otro lado para estar seguro de que Wil-
frido y los demás tampoco habían encontrado nada. La tem-
peratura después de la noche húmeda, empezó a subir de nuevo.
—Nada, ¿verdad?
—Nada.
—¡Vaya que lo hicieron bien esos desgraciados! —exclamó
Wilfrido.
—A lo menos, nos queda el bote.

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El rostro de aquellos hombres tenía la expresión del animal


acosado; había en ellos un jadeo que ya no era de fatiga, y man-
tenían abiertos los ojos desmesuradamente como si temieren
que al cerrarlos, o al parpadear, pudiera ocurrir algo más.
—Tranquilidad, tranquilidad —aconsejó Felipe—. No se
alteren, puesto que la situación no es desesperada.
Sin embargo, para evitar los ojos que lo espiaban dirigió la
cara hacia el sitio donde permanecía acostado Barroso. Vio
que él también lo miraba, con los ojos empañados por la fiebre
y que su temblor ahora tenía otra causa; era un rostro que es-
taba diciéndolo todo y que era la representación misma del
infortunio y de la desesperación. Felipe no dijo nada de
pronto; dio unos pasos y volvió a mirar al enfermo. Los demás
se miraron y tampoco dijeron nada cuando Felipe se encaminó
hacia el bote y brincó a su interior para apreciar el estado en
que lo había puesto el brisote. Esperaron que asomara de
nuevo la cabeza. Por el lado del mar no venía sino un soplo
suave, una brisa que por momentos refrescaba y a ratos que-
maba como si fuese un vaho de horno. Benjamín, Wilfrido,
Edesio y el licenciado Berzunza se echaron sobre la arena, con
la cara contraída en un gesto amargo de hombres que saben
que los han engañado. Los otros cuatro quedaron de pie frente
a ellos, con la misma actitud expectante, como si con los ojos
quisieran preguntar:
—¿Y ahora, qué hacemos?
Y posiblemente estaban tratando de formularla abierta-
mente, cuando asomó de nuevo Felipe, saltó del bote a la playa
y dijo:
—Licenciado, a usted le toca la parte más importante.
Usó el “usted” seguramente para dar más énfasis a sus pa-
labras, porque después de una pausa, cambió el tono de voz y
añadió:
—Barroso sigue mal y he pensado que tenías razón, Manuel,
cuando propusiste llevarlo a San Eusebio para que lo curaran.
No hubo réplica. Al parecer, todos esperaban que Felipe
concluyera y seguían inmóviles, perplejos, como si la única

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ayuda que podían tener ahora era la del hombre que les ha-
blaba, que los guiaba ahora y que los había guiado antes.
—Se trata, pues, de que en este bote —y Felipe extendió
el brazo y puso toda la intención en sus palabras—, conduz-
can a Barroso hasta Chikilá. Necesita atención médica, sin
más demoras. Sería un crimen retenerlo aquí.
—¿Conduzcan, quiénes? –preguntó Berzunza.
—Tú, Edesio y Rizo que es mecánico y marino.
—¿Y ustedes, qué?
—Nosotros permaneceremos aquí, en espera de que ustedes
regresen trayendo una verdadera canoa-motor. Estoy seguro de
que esa pieza que Rizo encontró rota en la Manuelita, ya está
compuesta. De no ser así, o en caso de no poder soldar o repo-
ner la pieza para echar a andar esa canoa-motor, vayan al Cuyo
y por los medios que sean precisos traen ese barco Weherum, de
tres palos, que ya debe haber llegado de Tampa. ¿Entendido?
En último caso, de no lograr ni una ni otra cosa, lo cual sería el
colmo de la mala pata, se traen en este mismo bote a un guía
que nos conduzca por el monte para salir a Santa Cruz. Tienen
ustedes veinticuatro horas para desempeñar esta comisión.
—Bueno, sí, conformes. Pero, ¿ustedes, qué harán?
—Esperar, nada más. Es lo más práctico, que vayan sólo cua-
tro hombres en el bote. Si vamos todos, no hacemos sino estorbar
y retardar la marcha. Por supuesto, confiamos en que estarán de
regreso mañana a más tardar, porque ni víveres ni agua tenemos
para más tiempo. Es decir, en manos de ustedes queda el éxito
de este asunto, nuestra salvación. ¿Aceptan? ¿O quieren que pon-
gamos a sorteo la designación de quienes deben ir a Chikilá?
Lo hombres se miraron de nuevo, sorprendidos por esta
decisión de Felipe. Hubo un momento de silencio. El sol bri-
llaba con frialdad, pero el aire venía caliente. Durante unos
segundos sólo se escuchó el murmullo de las olas que se recli-
naban ya sin fuerza sobre la arena.
—Yo estoy listo —dijo al fin Berzunza—. Y creo que tam-
bién Edesio y Rizo. Si los demás están de acuerdo, iremos los
que tú designaste.

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—¿Conformes todos? —preguntó Felipe.


—Conformes —respondieron.
Avivaron el fuego para calentar café. El aire se había cal-
mado. El día se aclaraba lentamente, con una luz pálida, nu-
blada. Todos apuraron el escaso desayuno con rapidez. Con
el último sorbo de café se levantaron a disponer el bote. Esta-
ban nerviosos, apresurados.
—Que nos dejen los cobertores, las mochilas, y lo demás.
Llévense solamente sus armas —recomendó Felipe.
Entre todos transportaron a Barroso, envuelto en su fra-
zada, al interior del bote. Lo acostaron en las tablas del fondo,
acomodaron cerca de él sus rifles y las cananas, y empujaron
la pequeña embarcación hacia el mar. Ya a flote, subieron el
licenciado Berzunza, Edesio y Rizo; éste probó el motor y a
poco pudo echarlo a andar.
—¡Buena suerte! —gritaron desde la playa—. ¡Y mucho
cuidado!
—¡Hasta mañana! —contestaron del bote.
La embarcación comenzó a balancearse. Los que se que-
daron en la playa la vieron moverse con alguna lentitud y
luego avanzar mar adentro, ganando velocidad conforme el
motor se calentaba. Desde el bote agitaron las manos en señal
de despedida. Los de la playa respondieron en igual forma.
Con un aire con que no hubiese podido permanecer cual-
quier hombre que estuviera tranquilo, aquellos rostros de la
playa se fueron contrayendo, ensombreciendo, conforme la
pequeña embarcación avanzaba y se alejaba de ellos y se iba
apagando el ruido de su motor. De pie en la justa línea en
que morían las olas, respirando el ardiente olor del mar, aque-
llos hombres permanecieron un tiempo, que nunca podrían
precisar, con los ojos en aquella sombra del bote que se iba
empequeñeciendo hasta convertirse al fin en un punto; y en-
tonces, en aquel momento, con mayor fuerza que antes, la
playa, el rumor del oleaje, las aguas cenagosas, la obscura ma-
leza, la soledad y lo horrible de aquel sitio, se convirtieron de
pronto en una realidad salvaje y agotadora llena de extraños

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presentimientos y hostilidades. Odiaron todo esto más que


antes y les pareció que por sus espaldas resbalaba una arena
fría y caliente a la vez, escalofriante. Fue la primera vez que
sintieron una clara sensación de miedo.
De un extremo de la playa al otro extremo donde comen-
zaba la selva, desde la orilla de aquellas corrientes sombrías y
fangosas hasta el borde del mar abierto, y vuelta otra vez de
un sitio a otro, estuvieron recorriendo durante este largísimo
día círculos y círculos interminables; primero fue una necesi-
dad de estirar las piernas, hacer un poco de ejercicio y respirar
a pleno pulmón el aire marino, y luego una especie de angus-
tia de bestias acorraladas que tratan de olfatear una salida.
Trajeron algunas ramas para preparar el fuero que necesi-
tarían prender en la noche; las quebraron cuidadosamente,
prolongando el trabajo con el propósito de llenar el tiempo.
Y se sentaron en el suelo, cada uno con una rama con la que
terminaron trazando figuras y rayas sobre la arena. Felipe los
observaba.
—No hay por qué inquietarse —dijo para darse ánimo—
, mañana temprano estarán de regreso y podremos continuar
el viaje.
—¡Hum! Faltan algunas horas todavía —replicó Ramírez.
Benjamín lo miró fijamente y exclamó con todo el aire de
dirigirse a sí mismo al mismo tiempo que a el otro:
—¿No has sido soldado, Ramírez?
—Sí, en realidad aún lo soy —asintió—. Un oficial de la
policía es como un soldado.
—Pues entonces estás obligado a soportar incomodidades.
Esta situación no se prologará.
¿Y si los agarran al llegar a San Eusebio? —preguntó Ur-
quizo—. Nos quedamos aquí lucidos.
Ni Felipe ni nadie respondió, porque era la misma pregunta
que hacía rato rondaba a todos y que ninguno quería formu-
larse abiertamente. Felipe revolvió la mochila, buscó en su
fondo y sacó la botella de ron.
—¿Quieren un trago?

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Ramírez tomó la botella, sacó el corcho y bebió un sorbo


largo; luego, se pasó la manga por la boca y extendió el brazo
para entregar la botella a Wilfrido, que estaba a su lado. Be-
bieron todos, el último Felipe.
—¡Está bueno! ¡Cae muy bien! —y estalló la lengua.
Quedaron en silencio durante un rato, con las piernas ex-
tendidas sobre la arena. El sol iba adquiriendo fuerza, disol-
viendo las nubes, otorgando un color dorado al ambiente; a
distancia, la superficie del mar despedía reflejos rápidos, pun-
tos luminosos que bailoteaban y producían una especie de es-
tela. Inmóviles y mudos, los seis hombres parecían seis rocas
en la playa en espera de la marea alta.
—¡No hay que preocuparse mucho por la comodidad! —
exclamó de pronto Felipe, posiblemente por decir algo y bo-
rrar aquellos pensamientos silenciosos—. Todos la hemos
tenido un día, automóvil para viajar, cognac en la comida y
una mujer cerca. No nos hará mucho daño carecer de todo
esto un día, unas horas.
Tampoco respondió nadie. Con la mirada puesta en los re-
flejos del mar, parecían estar examinando y sopesando por pri-
mera vez lo que podría ocurrir si aquellos tres hombres no
regresaban. Entonces Felipe propuso:
—¿Vamos a bañarnos, eh? No hemos probado el agua en
tres días.
Y se levantó para quitarse la ropa. Totalmente desnudo se
metió al mar y desde allí gritó, a sus compañeros, animándolos
a entrar.
—Es gracioso —dijo Benjamín—. En Mérida hacemos viaje
especial a Progreso para bañarnos en el mar y asolearnos un poco.
Ahora, ahí está, a nuestros pies, y a nadie se le había ocurrido.
Las cejas de los hombres recobraron su nivel normal. Se al-
zaron, sonrieron como recuperándose de una mala idea, se
desnudaron y se echaron al agua.
—No hay nada más fácil como bogar agua y remojarse.
Nadaron un rato. El agua les refrescaba el cuerpo y les hacía
liviano el espíritu. Por momentos, se dejaban caer donde las

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olas no venían con fuerza, se acostaban en la superficie del


mar y dejaban flotar su cuerpo.
—¡Está fresca! —gritó Felipe.
—¡Sí, muy sabrosa! —respondió Ramírez.
Felipe y sus hermanos, mejores nadadores que los otros, se
deslizaban donde el agua era profunda, con los ojos y la nariz
fuera del agua, braceando rítmicamente.
—¡Un regaderazo después, con jabón de olor! —rió Ben-
jamín—. ¡Ah, y una rasurada!
Salieron del agua y tomaron los cobertores para cubrirse y
secarse el cuerpo. Por unos momentos les pareció que todo
era diversión. Felipe sacó de nuevo la botella de ron e invitó:
—¿Otro trago? Después del baño cae mejor.
El agua les escurría de la cabeza y de las crecidas barbas. Ni
peine, ni navaja de rasurar. La botella pasó de mano a mano.
Felipe vio si todavía quedaba algo y dio otro sorbo. Termina-
ron de vestirse las mismas ropas sucias y cálidas. Se recostaron
unos, otros se pusieron en cuclillas, y de pronto volvieron a
quedar en silencio.
Durante las horas que transcurrieron hasta la puesta del sol
caminaron en distintas direcciones y volvieron al mismo
punto. Se acostaban un rato, ensayaban descansar, y luego se
ponían en pie para estirar las piernas. Al medio día, con el sol
sobre sus cabezas, abrieron unas latas, más salmón y más sal-
chichas, y tomaron del garrafón unos tragos de agua. Y como
sentían demasiada fatiga para permanecer despiertos, consi-
guieron que las horas pasaran alternándose en el sueño y en
la espera.
Aquella noche tampoco se alejaron de la playa, mantuvieron
vivo el resplandor de la fogata y los mismos turnos en la vigi-
lancia. Como el sueño no acudía, Felipe se levantó para acom-
pañar a Benjamín en su guardia. Se sentaron en un pequeño
promontorio de arena y hierbas, y hablaron. Entonces fue Ben-
jamín el que habló. Felipe vio ahora en su hermano lo que des-
cubrió que ya sospechaba y temía desde el principio: la
inexperiencia de Berzunza y de Edesio en esas cuestiones, sus

118 Literatura
La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 119

dificultades para avenirse a las contingencias de una fuga por


el monte. Bejamín hablaba en voz baja, con la cara sumida en
plena obscuridad; pero no necesitó verlo, para que Felipe su-
piera que reflejaba la misma preocupación que él sentía.
—Quizá hubiera sido mejor enviar a Wilfrido —dijo
Benjamín.
—Es posible, pero no lo pensé entonces. ¿Por qué no me
dijiste?
—Creí que lo pensarías tú.
—No, no lo pensé.
—Todavía nos queda tiempo para lamentarnos. Mañana
deberán estar de regreso.
—¿Y si no regresan? ¿Qué hacemos?
—No sé. Ya veremos.
La obscuridad era absoluta y aunque los dos hablaban en
voz baja. Los demás los escucharon; permanecían acostados
envueltos en algún cobertor, y parecía que se vigilaban como
si comenzaran a sospechar unos de otros. De este modo, el
presentimiento y el pesimismo se debatían en ellos, que no se
resignaban aún a perder toda esperanza.
El día se levantó con la misma cálida indiferencia que pare-
cía reinar en aquel sitio. Tras las primeras y violentas luces del
amanecer vinieron unas sucesivas ondas de aire caliente y frío
que influían del mar. Y según iba haciéndose más vivo y lumi-
noso el cielo, los hombres registraban con los ojos la línea del
horizonte por donde debería asomar aquella sombra que espe-
raban; el mar aparecía o desaparecía a sus ojos, según abrieran
o cerraran los párpados; y la mirada al tenderse sobre la super-
ficie líquida, llevaba un asomo de esperanza y de imaginación.
En realidad, este esfuerzo de reconocer el horizonte transpor-
taba la imaginación de estos hombres hacia fuera, hacia más
allá del límite visible. Pero nada ocurría que les fuese propicio.
—¡Está bien, muy bien! ¡ Te digo que estamos salados!
—Tranquilidad, tranquilidad, muchachos —recomendó
Felipe—. Las cosas tienen que resolverse favorablemente. No
pierdan la confianza.

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La luz se fue haciendo más débil y el anochecer se aproximó.


Y la tranquilidad que aún eran capaces de aparentar se fue con-
sumiendo, casi el mismo ritmo desesperanzado con que las latas
de salchichas y salmón quedaron vacías totalmente y las reservas
de agua limpia se fueron rebajando en el garrafón. Las sombras
se hicieron entonces más espesas sobre el sitio de la costa donde
una nueva cuestión había comenzado a desarrollarse, amplifi-
cando progresivamente sus términos: era la existencia la que
salía a la ventura y desarrollaba no sólo la angustia sino la mu-
tilación vital. Felipe yacía sobre la arena, junto al fuego, y es-
piaba la obscuridad que flotaba sobre el mar y sobre la playa;
como si lo supiera, como si lo hubiera escuchado o visto, infería
que los tres hombres y aquel enfermo habían sido puestos a un
lado y probablemente destruidos. “Y si fuera así, me niego a
creer que esos hombres tarden en dar con nosotros”, pensó.
A poca distancia de donde permanecía acostado, estaba el
mar como principio y fin de todos los caminos. Como les
había dicho a Berzunza y a Edesio no tenían más víveres sino
sólo para veinticuatro horas, y esperaba que amaneciera de
nuevo para decidir el rumbo que tomarían; pero era posible
que para entonces llegaran Berzunza y Edesio o se presentaran
los otros, sus perseguidores. Miró hacia allá, sobre la superficie
del mar, y se detuvo en el acto de incorporarse como si los
nervios hubieran chocado con algo corporal; creyó haber visto
una lucesita, una chispa en movimiento lento; creyó haber
oído un rumor distinto al oleaje. Era posible que no fuese sino
su propia ansia proyectada desde su espíritu. “Me agradaría
que fuesen ellos”, pensó. “Unos u otros, cuantos quieran. Me
gustaría que viniese alguien, ellos, de una vez, y que intentaran
destruirnos. Así se decidiría todo”. Le pareció que aquella luz
desaparecía y que no había más movimiento que el del aire.
Pasó un rato. Ya estaría cerca el amanecer. Y de pronto:
—¿Viste, Felipe, allá, por aquel lado? —era la voz de
Benjamín.
—No, no vi nada. Hace un rato creí ver una luz, pero des-
apareció.

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—Esto fue ahora, hace un segundo.


—¿Qué es? ¿Qué ocurre? —interrogó otra vez entre la
obscuridad.
Todos se incorporaron. En realidad no dormían; era un es-
tado de semi-inconsciencia, entre la vigilia y el sueño, produ-
cido por la fatiga, la debilidad y la angustia.
—Una luz, por aquel lado. Estoy seguro que la vi, se movió
un momento y se apagó. Estoy seguro, no pude engañarme.
Felipe y Benjamín se habían puesto en pie, pero ahora no
lograban distinguir nada. Al avanzar unos pasos, se mojaron
los pies. La obscuridad comenzaba a diluirse, muy débilmente,
y una nube de fino polvo gris se levantaba por aquel extremo
del horizonte. Nada. No se veía ahora nada.
—Es extraño —dijo Benjamín.
—Fue una equivocación, seguramente.
—Insisto en que… vi la luz, claramente.
—¡Vaya! ¡Ya estamos viendo visiones!
Parecía que encontraban un placer morboso, inexplicable,
en seguir hasta su término las imprecisas líneas de su escep-
ticismo y en penetrar a los más bajos fondos de su desespe-
ranza, para oír y sentir más profundamente el goce de
retornar, inesperadamente, al nivel de la vida. ¡No! ¡No podía
ser! Si fueran ellos, sus amigos, que regresaban, o alguien que
ya venía por ellos, no valdría la pena haber estado aquí este
tiempo mordiéndose los puños. De la mala semilla de la des-
esperación podían brotar nuevas desgracias, que había que
evitar.
En este orgullo de sí mismos y en el desprecio de toda con-
miseración pasaron los fugitivos otro día, sombrío y calentu-
riento, sumidos en una especie de pereza corporal y espiritual.
Las guayaberas estaban manchadas, sucias. Las botas, resque-
brajadas, raspado el cuero. Los sombreros no temían forma
precisa, porque el jipi de unos y el huano de los otros estaba
aún húmedo y retorcido. En Felipe, Benjamín, Wilfrido y al-
guno otro, el rostro se veía encuadrado por una barba gruesa
que hacía resaltar más lo hundido de los ojos. La sorpresa fue

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a media mañana del tercer día. De pronto todas las miradas


se juntaron para precisar un objeto que se movía sobre la su-
perficie del mar.
—¡Un bote! —gritaron—. ¡Sí, es un bote!
Lo vieron avanzar lentamente, impulsado por una figura
menuda. Con los ojos enrojecidos siguieron el movimiento
del bote. Agitaron los sombreros, dieron gritos desaforados.
Felipe dijo:
—¡Ya nos vio! Viene para acá, ¿no es cierto?
La pequeña embarcación iba surgiendo entre los reflejos
del agua. Vieron entonces sus contornos precisos y la silueta
de un muchacho desnudo de la cintura para arriba, con el cal-
zón enrollado, que se cubría con un sombrero de huano, des-
teñido y roto.
¡Es un chiquillo! —exclamó Benjamín—. ¡Siquiera nos
traerá noticias!
Y esperaron ansiosamente. El muchacho maniobró con ha-
bilidad y dirigió su bote hacia la playa, hasta que tocó fondo.
Saltó al agua y se dirigió al grupo de hombres. Pero una vez
junto a ellos se mostró cohibido y extraño.
—¿De dónde vienes? —le preguntó Felipe—. ¿Es tuyo el
bote?
El muchacho estaba empapado de sudor y agua, jadeante.
Se quitó el sombrero y preguntó a su vez:
—¿Usted es don Felipe?
—Sí. Dime, ¿traes algo para mí?
—Mi padre me dijo que lo buscara por este sitio y que le
dijera que esos señores que regresaron a Chikilá están presos.
Los agarraron los guardias de San Eusebio y los mandaron a
Tizimín.
Un brillo rápido pasó por los ojos de aquellos hombres. Se
vieron en silencio. Y sin embargo, no podía ser una sorpresa
para ellos la noticia. Nadie dijo nada. Se limitaron a mirar a
Felipe, con el aire de gente que está ahogándose. Y sin em-
bargo, es posible que ya supieran cómo había ocurrido todo.

122 Literatura
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11

En el muelle estaba atracada todavía la canoa-motor Manue-


lita cuando llegaron. No había nadie. Rizo comprobó que el
motor había sido compuesto y que la pieza faltante ya estaba
de nuevo en su sitio. No tenía gasolina el tanque. Era preciso,
antes que nada, conducir al enfermo hasta San Eusebio. Baja-
ron rápidamente a la playa y vieron la plataforma con la mula
enganchada. Se dirigieron hacia la casa de paja que estaba a
un extremo, justamente al final de la vía decauville. Tampoco
había gente.
—Si encontráramos siquiera una lata de gasolina ocuparí-
amos en seguida la Manuelita —dijo el licenciado Berzunza.
Examinaron la choza, con su suelo de cemento y el pe-
queño bebedero de las mulas al fondo. No había gasolina allí;
encontraron una lata vacía, un rollo de alambre, varios frenos
de mulas y algunas herramientas colgadas de un clavo.
—No hay nada —dijo Edesio—. Ni una gota de gasolina.
Salieron y se encaminaron al muelle en busca de Barroso
que permanecía en el fondo del bote. El brisote había arrojado
a la playa montones de sargazo, conchas y caracoles. La arena
se había endurecido. Se detuvieron junto a la plataforma y
Edesio señaló la mula que estaba enganchada.
—Por aquí debe de andar alguien. Mira, parece que la pla-
taforma está dispuesta para el viaje a San Eusebio.
Voltearon por todos lados. Nadie. Luego Edesio hizo señas
a Rizo, que estaba parado en la esquina del muelle vigilando.
El hombre se acercó rápidamente.
Quédese aquí y vigile. Esto no puede estar desierto. Nece-
sitamos la plataforma para seguir a San Eusebio.
—¿Y Barroso? —preguntó Rizo.
—El licenciado y yo iremos por él.

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Edesio y Berzunza depositaron sus rifles en el piso de la pla-


taforma y se dirigieron al bote. El sol había subido hasta po-
nerse perpendicular, encima de las cabezas. Rizo los vio
desaparecer en el interior del bote, al inclinarse para levantar
al enfermo. Vio que pasaban de nuevo al muelle y que al fin
regresaban con aquel cuerpo envuelto en cobertores que aco-
modaron en la plataforma. De nuevo Berzunza y Edesio se
detuvieron a mirar por todos lados.
—Es raro que no aparezca nadie —comentó el licenciado.
—Sí, muy raro, bastante sospechoso.
Se sentaron uno junto al otro en el piso de la plataforma,
miraron fijamente la maleza que bordeaba por un lado la vía.
Rizo tomó las riendas de la bestia, el chicote que estaba a un
lado, y puso en movimiento el vehículo. Edesio y Berzunza
tenían ya sus rifles en la mano. A pocos metros la vía describió
una curva y se internó en el monte.
—¿Es el mismo camino que trajimos antes, verdad? —pre-
guntó Edesio.
—Sí, el mismo.
—No comprendo lo que pasa. La plataforma estaba lista
para salir y sin embargo no había nadie. ¿Qué opinas?
—No sé —respondió el licenciado Berzunza—. Parece que
no hubiera nadie; o bien, puede ser que el que estaba aquí
haya salido huyendo al vernos desembarcar.
—¿Huyendo? ¿Y la plataforma? Pudo habérsela llevado,
creo yo.
—¡Quién sabe! En fin, estamos prevenidos.
El enfermo, acostado en el piso de la plataforma, se quejó
débilmente tenía la cara lívida, los ojos hundidos, y el mismo
rictus de amargura o de dolor. El sudor le perlaba la frente.
Edesio le colocó un pañuelo sobre los ojos, para protegerlo del
sol que caía con fuerza, vivo y brillante. Rizo azuzaba el trote
de la mula con la voz y con el látigo. El paisaje se fue volviendo
abrupto y la vía ascendía o declinaba de trecho en trecho. En
el mismo instante en que tomó una curva la plataforma, Edesio
vio en el reducido espacio del camino por el que se deslizaba

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la vía, a ambos lados y a distancia de unos pocos metros, a unos


hombres que hacían señales con los sombreros en alto.
—¡Mira! —dijo—. Allá.
Tenían la apariencia de jornaleros, trabajadores del campo
o chicleros. Berzunza miró en esa dirección y vio que aquellos
hombres no tenían armas. Pronto llegó la plataforma al sitio
donde estaban. Se acercaron con el sombrero en la mano, con
un paso lento, con los ojos de sorpresa al ver que Edesio y
Berzunza mantenían en alto sus rifles.
—¿Van a San Eusebio? —preguntó uno de aquellos hombres.
—Sí, allá vamos.
—Nosotros también. Si los señores quisieran llevarnos en
la plataforma.
—Llevamos un enfermo —dijo Berzunza—. En fin, a ver
si pueden acomodarse.
Sólo se veía al fondo de la garganta que formaban los ar-
bustos alineados a lo largo del camino a uno y otro borde, un
trozo de cielo color pizarra en el que parecían unirse las dos
líneas de la vía. Y de pronto, en el preciso momento en que
saltaban aquellos hombres a la plataforma, sonaron varias des-
cargas de fusil en el interior del bosquecillo. Edesio, Berzunza
y Rizo se sintieron sujetados por varias recias manos y apare-
cieron los guardias chicleros con los rifles humeantes aún y
los rostros fruncidos, ceñudos. Todo fue súbito, por sorpresa.
Si es posible que en determinado momento la tierra produzca
un ser en el que se concentre el mal sabor del polvo y el par-
ticular horror de los insectos venenosos y las alimañas impre-
visibles, este ser debería estar representado por estos hombres
de rostro curtido que brotaron de la maleza y se encaminaron
hacia la plataforma. De nada sirvió a los fugitivos tener un
rifle en la mano, cuando sintieron la presión de las manos en
los brazos tirándolos para atrás y vieron asomar las bocas de
aquellas armas entre la maleza.
—¡Quietos, jovencitos! ¡Quietos!
Ni siquiera hubo tiempo de hablar, decir algo, gritar. Los
desarmaron con violencia y los arrojaron al suelo. Uno del

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grupo saltó a la plataforma y dio un tirón al cobertor que


cubría a Barroso.
—¿Y éste? ¿Está borracho? —preguntó.
—Está enfermo. Lo llevamos a San Eusebio para que lo vea
un médico.
—Pues antes lo verá el comisario.
Barroso tenía el semblante de la más completa rendición.
A Edesio le pareció ahora que el tener el enfermo este aspecto
le haría el mayor bien. Aquel individuo le tocó la frente, le
abrió los párpados y dijo:
—Fiebres terciarias. Ya se le pasará.
La plataforma reanudó el viaje, pero ya no eran ni Edesio
ni el licenciado Berzunza quienes deseaban llegar. La mula
bajo las manos más hábiles trotaba rápidamente por el estre-
cho sendero, bajo las ramas de los arbustos. Conforme avan-
zaban y se aproximaban a San Eusebio los prisioneros
maldecían el calor y el camino, con una mezcla de temor y de
rabia por lo que consideraban un descuido infantil, una ne-
gligencia fatal. A ratos Edesio y Berzunza se miraban en si-
lencio, tratando de darse fuerzas y de conocer lo que iba a
ocurrir de aquí en adelante.
Esta vez no estaban en San Eusebio ni Cervera ni Rosado.
Los prisioneros volvieron a ver aquella casa del ingenio, que
les recordó el chaquiste. Cuando llegaron el sol había decli-
nado un poco y el aire tenía una insinuación refrescante. Los
tres, más viejos ahora que los otros, pidieron ser llevados a
presencia de Rosado o del administrador. Berzunza quiso decir
algo, pero el comisario, sin detenerse a escucharlo, había en-
trado a la habitación y ocupado una silla frente a la mesa
donde una noche cenaron aquí los fugitivos. Junto a él, otros
hombres se agruparon y hablaron en voz baja.
—Los llevaremos a Tizimín —decidieron al poco rato—.
Allí nos dirán qué se hace con ellos.
En un segundo grupo, entró un hombre que vestía chama-
rra y sombrero ancho de fieltro y calzaba botas mineras. Se
acercó al comisario y preguntó:

126 Literatura
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—¿Y los otros? ¿Dónde están?


Algo respondió el interrogado, que los prisioneros no al-
canzaron a escuchar. Luego, aquel individuo se dirigió a ellos:
—¿Quién de ustedes es el licenciado Berzunza?
—Yo, señor. No he cometido ningún delito y quiero saber
por qué se nos ha aprehendido.
—¿Y usted es hermano de don Felipe, no es cierto?
—Pregunto de nuevo aquel hombre dirigiéndose a Edesio.
—Sí, señor. ¿De qué se nos acusa?
El hombre les volvió la espalda sin dar ninguna respuesta.
Edesio vio que aquel rostro tenía algo de insensible y vacuo,
algo de indiferente y cruel a la vez. Habló de nuevo en voz
baja con los demás, se enfrentó a Edesio luego y con una ex-
presión de cólera exclamó:
—¡Me va usted a decir dónde está escondido don Felipe!
¡Y procure no engañarme!
De pronto Edesio se dio cuenta de que su hermano y los
demás estarían esperándolos, los vio hambrientos y desespe-
rados por aquel auxilio que ya no podría llegar. Ahora sabía
lo que les esperaba en aquella playa desierta. Y pensó: “esta
vez creo que estoy mejor aquí que ellos allá, y creo que ellos
también estarían mejor”. Sin embargo, no resolvió nada, así
de pronto. Miró al licenciado Berzunza y notó que le hacía
una disimulada indicación con la cabeza. No pudo permane-
cer más tiempo en silencio, porque estos coléricos que tenía
enfrente lo tomaron por los brazos y lo sacudieron.
—¿No ha oído? ¿Dónde está su hermano escondido?
¡Conteste!
El desconocido tenía el sombrero ancho de fieltro echado
sobre los ojos. Oyó su voz ronca y pensó en la significación
que pudiera tener el hecho de revelar el sitio donde estaban
los otros.
—¿Qué piensan hacer con nosotros, con mi hermano, con
los demás? —preguntó Edesio.
—Nada, no pensamos hacer nada. A lo sumo, entregarlos
en Tizimín.

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—¡A quiénes? ¿A los soldados federales?


—No, al comandante militar de Tizimín, don Rodolfo
Bates. Es yucateco y él sabrá lo que hace después con ustedes.
Edesio se volvió al licenciado Berzunza y a Rizo, con la ex-
presión de inseguridad en los ojos y en las palabras. Era muy
posible que nada ocurriera, que los llevaran presos a Mérida
y allí los tuvieran por un tiempo; nada más. Posiblemente más
penalidades pasarían en aquella playa desierta, sin auxilio, sin
un medio para salir, sin víveres. Acaso en Mérida podrían es-
tablecer tratos con aquella gente, ofrecerles dinero que era lo
que buscaban, y dominar la situación, con mayores segurida-
des. Edesio se había inclinado hacia los dos amigos y hablaba
en voz baja, consultando su opinión:
—Es decir —concluyó— que dejarlos allí sería condenarlos
a morir de hambre, desesperación y fatiga. En cambio, per-
mitir que vayan por ellos es abrir la puerta a otras oportuni-
dades de solución, más adelante. ¿No es cierto?
Y al ponerse de acuerdo y aceptar esta idea, parecieron más
sosegados, como si les hubiese vuelto la tranquilidad, el opti-
mismo. Dijeron todo, el sitio donde se habían quedado los
otros, las condiciones en que estaban, su deseo de ser condu-
cidos a Mérida y puestos a disposición del gobernador y co-
mandante militar del Estado. La escena se pareció mucho a
una conversación de amigos.
—¿Qué, no traen refuerzos, hombres, elementos de guerra?
—preguntó de nuevo el desconocido—. Tenemos noticias de
que los vieron pasar en actitud hostil, con pertrechos y gente.
—Nada, no tenemos nada. Unas pistolas, unos rifles, lo
mismo con que salimos.
—Bien, bien. Pues vámonos. Antes de mucho los tendre-
mos aquí a todos.
El desconocido hizo una pausa y luego añadió:
—A ver. Ustedes, José Castro, Leopoldo Vázquez, Rafael
Fernández, Esiquio Marmolejo, Ricardo Pérez, Manuel Ze-
tina, un paso al frente. Lleven a los señores a la plataforma y
espérenme allí un momento.

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Los tres hombres inclinaron la cabeza por un segundo, res-


piraron con una sensación de alivio y salieron entre sus guar-
dias. Al emprender la marcha reconstruyeron el camino. De
San Eusebio a Solferino hay doce kilómetros; de Solferino a
Canimuc, treinta; y luego sigue Moctezuma, Misné y Otzcéh,
donde termina la vía fija decauville. De Otzcéh a Tizimín ha-
rían el viaje a caballo, o a pie.
—Llegaremos a Tizimín en la madrugada —dijo el licen-
ciado Berzunza. Y no volvió a decirse una palabra.

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12

Cuando mi padre los vio pasar, atados por los codos, entre
los guardias de la chiclería, corrió y me ordenó que viniera a
darle el aviso a usted, don Felipe.
El sol ardía y el muchacho jadeaba aún. Felipe dio unos
pasos, se detuvo y observó el bote. Aún después de unos se-
gundos, continuó observando el bote y la distancia que se ex-
tendía hacia el sur, sobre el mar. Finalmente, dio la vuelta y se
enfrentó al grupo de hombres sucios y desesperados que per-
manecían en silencio, con la boca reseca.
—Has hecho un buen trabajo —dijo al chiquito—. ¿Cómo
se llama tu padre?
—Benigno Jiménez, señor. Vivimos en Holbox, a poca dis-
tancia de aquí. Mi padre hace viajes a Chikilá y es costumbre
que yo lo acompañe. Conozco muy bien estos rumbos.
—¿Serías capaz de ayudarnos a llegar a Holbox? Ninguno
de nosotros sabría manejar tu bote tan bien como tú.
—¡Cómo no, señor! Si usted quiere, yo los llevo.
—¿Cabríamos todos en el bote? Somos seis y tú, siete.
El muchacho meneó lentamente la cabeza; sus ojos se fija-
ron por un momento en la embarcación, que en realidad era
un cayuco que se gobernaba con un remo de pala ancha.
—Creo que sí —dijo al fin—. Iríamos costeando, muy
cerca de la playa. Nada más hay que tener mucho cuidado con
los bajos y los pantanos.
—¡Pues de una vez! —exclamó Benjamín—. ¿Qué espera-
mos? ¿Qué vengan las tropas a sacarnos a balazo limpio?
Felipe escudriño el horizonte por el rumbo de Chikilá. No
se veía nada, a no ser el reflejo del sol sobre el agua y algunas
nubecillas bajas. Dio instrucciones de recoger todo, las mo-
chilas, los cobertores, las armas y acomodarse inmediatamente

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en el bote. El muchacho subió primero y los otros le iban al-


canzando los bultos; los colocaban cuidadosamente en el
fondo buscando distribuir su peso para mantener el equilibrio
en la embarcación. Sólo faltaba que subieran los hombres.
—Es mucha carga —dijo el chiquito—. Las hamacas de
las mochilas y los cobertores ocupan mucho espacio y pesan
bastante.
—¡Pues a sacarlo! ¡No la pasaremos peor sin esas cosas!
Ahora devolvieron todo a la playa y sólo conservaron las
armas. Subieron el cayuco: primero Wilfrido y Urquizo, en
una punta acomodados; Benjamín y Marín en el centro; y por
último Felipe y Ramírez, en el otro extremo. El muchacho se
situó en uno de los bordes, para manejar con alguna libertad
el canalete. El bote comenzó a avanzar pesadamente. El sol
daba de lleno en la cara y el muchacho hacía visibles esfuerzos
por impulsar el cayuco. Felipe vio en el fondo otro remo e in-
dicó a Marín que lo tomara para auxiliar al pequeño marino.
Entonces pudo avanzarse mejor; al cabo de un rato, el bote se
deslizaba sobre la superficie líquida con mediana velocidad.
Felipe miró hacia atrás. Todavía pudo distinguir las mochi-
las abandonadas en la playa.
Una espesa niebla parecía rodear el espíritu de estos hombres
después de tres días de sentirse aislados del mundo, abando-
nados al hambre, a la angustia y a todos los temores en aquella
playa pantanosa. Parecían sumidos en una especie de estupor,
del que apenas se iban levantando. Esto era de nuevo la vida,
las formas visibles de vivir. Felipe sentía el cuerpo laxo, flojo,
débil, pero el ánimo bien dispuesto a consumar su propósito
de escapar y regresar después. Esto no podía ser todo ni el
asunto que se disputaba en Yucatán podría terminar así, de esta
manera. El tiempo de la espera, en aquella playa, había pasado.
El paisaje de la costa fue tomando un aspecto menos som-
brío, más grato a los ojos, como si se amontonaran en él las
reservas de luz. El aire era azul y a la distancia las nubes le pro-
porcionaban un colorido rosa pálido que adquiría un tono
encendido en el fondo, en la línea en que se unían cielo y mar.

132 Literatura
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Los hombres no quitaban los ojos de la costa; a ratos los vol-


vían hacia atrás, por donde seguramente habría de surgir algo
que tuviera relación con los acontecimientos anteriores. De
pronto apareció en un recodo del mar, un poblado, menos
aún, un modesto conjunto de casuchas de techos inclinados
y paredes de un color blanquecino cercano al amarillo. Por
simple instinto, Felipe sacó su reloj, que seguía parado y se-
ñalaba las cuatro de no sabía ya cuándo. Se puso luego las
manos sobre los ojos para distinguir mejor.
—¿Holbox? —preguntó al muchacho.
—Es la entrada —contestó aquél—. El pueblo está más
allá, detrás de aquella punta.
—¿No será peligroso llegar directamente a Holbox? Puede
haber tropas y no sabemos qué actitud ha tomado el goberna-
dor de Quintana Roo —dijo Benjamín dirigiéndose a Felipe.
El muchacho y Marín habían dejado de remar por un mo-
mento y el bote resbalaba suavemente sobre las aguas tranqui-
las. La playa formaba un codo bastante profundo, donde la
calcinada arena y la frondosa maleza quebraban la uniformidad
de la costa y hacían aparecer aquel rincón como un magnífico
escondite. Por allí no sería difícil ponerse en comunicación con
aquella otra vida del pueblo, tampoco encontrar alimentos a
disposición de los fugitivos. Los seis hombres miraban aquel
punto y seguramente tuvieron el mismo pensamiento.
—¡Aquel lugar! —dijo Felipe—. ¡Hacia allá!
Y Marín y el botero volvieron a impulsar el cayuco con los
canaletes. Pusieron proa hacia el sitio designado por Felipe.
Los demás, con las manos sobre los ojos para protegerse del
sol y facilitar la visión, miraban fijamente aquella mancha gris
de la playa. No se veía a nadie.
—Tú debes conocer este sitio —dijo Felipe al chiquito.
—¿Qué es aquí?
—Es una pequeña ría —respondió el botero—. Allí en
aquellas casitas, viven pescadores. Si se quedan aquí deben
tener mucho cuidado, porque hay pantanos y bajos a los largo
de esa playa. Propiamente es un lodo suave y peligroso.

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—Podremos esperar que anochezca. Mientras tanto, tú irás


al pueblo y te informarás si hay tropas y en qué actitud están.
¿Podrás hacerlo?
—Sí, señor. En todo caso, desde aquí verían cualquier mo-
vimiento. Aquella punta está casi enfrente de Holbox.
Esta explicación le quitaba un poco de misterio al lugar y
dio a los fugitivos una sensación de seguridad, como si tuvieran
la posesión inmaterial de su conocimiento directo. El mucha-
cho al mismo tiempo ofreció traerles algo de comer y esto
acabó de infiltrarles ánimo y paz interior. Con los ojos y el es-
píritu concentrados en la costa comenzaron a distinguir mejor
los árboles, aquel grupo de casas y la costa negruzca que lamían
las olas en la orilla. Vieron cómo se acercaban los árboles y la
tierra, y cuando el cayuco tocó fondo, apenas a unos metros
de la orilla, saltaron rápidamente al agua y caminaron hacia la
parte seca con la exaltación de sentir la naturaleza más cerca y
más viva; era una sensación de descanso y de bienestar.
La playa era como otras que suelen encontrarse en el oriente
de la península, muy distinta a las que verdaderamente son playas
de arena blanca en Progreso o Chabihau; era muy estrecha y
subía en cuesta bastante pendiente hasta convertirse en tierra gri-
sácea. Más allá, a distancia de pocos metros, comenzaba un bos-
que alegre y de colores encendidos, de árboles altos y robustos.
—¡Vaya! —exclamó Benjamín—. ¡Al fin dejamos atrás
aquel infierno!
Bajaron todos y el botero se dispuso a marchar al pueblo.
Felipe tenía los ojos fijos en aquel bosque y su mirada verde
brillaba con la luz del atardecer. Durante las últimas horas, a
bordo de esta pequeña embarcación, no había podido estirar
las piernas por temor de poner en peligro la estabilidad. Ahora
podían estirarlas, caminar confiadamente, respirar a pleno
pulmón y hacer proyectos. Todo les pareció que se iba acla-
rando. El muchacho arrastró al cayuco hasta ponerlo en lugar
seguro y se dirigió a Felipe:
—Me voy, don Felipe, para regresar pronto.
—¿Y el bote? ¿Lo dejas?

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—Sí, señor, por si acaso lo necesitan ustedes. Yo iré cami-


nando, por aquí, y ese pedazo después de aquella punta lo pa-
saré a nado.
Felipe despidió al muchacho; le tendió la mano; luego, lo
abrazó, las rayas de su cara adquirieron notable relieve. La
chispa de sus ojos se iluminó con un brillo especial, como si
tratase de manifestar algo que en este momento no era posible
analizar y ni siquiera completar.
—Te esperamos —dijo nada más—. Y ojalá y pueda venir
también tu padre, para que yo lo conozca.
—El chiquillo echó a correr pisando la espuma de las olas.
Era moreno, pequeño, de apenas diez o catorce años, y llevaba
solamente el calzón, arrollado a la altura de las rodillas. El re-
flejo del mar recortaba su silueta. Felipe lo vio brincando entre
el agua, lo vio desaparecer y rebotar después y ganar al fin
aquella punta de tierra que asomaba frente a Holbox.
—Entre unas cuantas horas, a lo sumo, estará de nuevo
aquí. Esta es mi gente —comentó Felipe—. Ya se echó al agua.
Ahora está nadando y pasará al otro lado para seguir corriendo
y llegar a ver a su padre.
Ni siquiera sintieron cómo fue anocheciendo. Posiblemente
el cansancio los rindió; quedaron dormidos sobre la arena re-
vuelta, dura y negruzca. De pronto, en el linde entre el sueño
y la vigilia, Felipe oyó el ladrido de un perro. Abrió los ojos y
no logró ver sino las sombras que se recortaban sobre el fondo
pálido del cielo, dos sombras que avanzaban hacia ellos por la
orilla del mar; y de nuevo el ladrido que se acercó y pasó brin-
cando sobre los hombres dormidos. El perro olfateó a cada uno
cuidadosamente, corrió con saltos irregulares en dirección a las
sombras que seguían avanzando y volvió hacia los fugitivos que
para entonces ya habían alzado la cabeza; el perro alzó la pata
trasera sobre un pequeño promontorio de arena y lodo; y
orinó; se acercó más y ladró otra vez, después de olfatear.
—Felipe ya estaba en pie, con el rifle en la mano y la mirada
atenta. Los otros apenas se hincaron y levantaron sus pistolas.
—¿Quién es? —grito Felipe.

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—¡Yo, don Felipe! —y emprendió también la carrera hacia


ellos el muchacho, hijo de Benigno Jiménez.
Se adelantó para recibirlo y vio que lo acompañaba un hom-
bre de cara tostada y anchos hombros, robusto, que se quitó el
sombrero unos pasos antes y se detuvo respetuosamente.
—Es mi padre —dijo el chiquito—. Le dije que usted que-
ría conocerlo y no me dejó regresar solo.
Felipe vio a un hombre que le extendía la mano abierta y
le sonreía con una limpieza de expresión de la que tuvo la sen-
sación que hacía mucho tiempo no veía. En la penumbra del
anochecer parecía más moreno. Usaba una camisa azul anu-
dada en la cintura y abierta en el cuello, pantalones de dril
blanco y zapatos de cuero resquebrajado. En la mano iz-
quierda sostenía un sombrero negro, blancuzco por el polvo
y el sol. Su rostro reflejaba satisfacción, casi alegría, y una hi-
lera de dientes blanquísimos se dejaba ver insistentemente.
—Benigno Jiménez, servidor de usted, don Felipe.
Y Felipe tocó una mano gruesa, ruda, rasposa, de hombre
que se gana la vida con ella. Todo aquel hombre transpiraba
fortaleza y humanidad. Dijo su nombre y sonrió de nuevo,
con una especie de entusiasmo que le animaba el rostro. Sa-
ludó a todos y de nuevo se dirigió a Felipe:
—Aquí cerca, en una casita de aquellas podrán pasar la
noche. Cuando esté más obscuro yo los llevaré.
—Gracias, Benigno Jiménez. Hemos pasado tres días malos
y necesitamos comida, descanso, para continuar.
Se volvió rápidamente hacia su hijo y le tocó la espalda.
A ver la canasta —dijo, y volvió a sonreír—. Mi mujer
hizo unos salbutes y unos panuchos, pensando que tendrían
ganas.
Tomó de las manos del muchacho la canasta, cuya boca venía
cubierta con una servilleta, y la entregó a Felipe. Los otros se
acercaron y metieron las manos ansiosamente; sacaron los pa-
nuchos, los salbutes, y dieron también con una botella que con-
tenía agua. Mordieron los trozos de tortillas rellenas de frijoles
refritos y de picadillo de carne, y nadie habló hasta que no va-

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ciaron completamente la canasta. Benigno Jiménez los observaba


como si nunca hubiera visto comer con tal precipitación y tal
voracidad a un ser humano. Comieron de pie, sorbieron el agua
del botellón y luego se pasaron la manga sucia de la guayabera
para limpiarse la grasa de la boca. Aquel encuentro con el hom-
bre que les facilitaba el camino, que les proporcionaba un sitio
tranquilo y techado para reponerse y les entregaba comida, tenía
necesariamente que corresponder a un destino mejor para ellos,
era forzosamente el anuncio de que la suerte los favorecía otra
vez y de que la situación iba a componerse quizá definitivamente.
Felipe y Benjamín fueron los primeros en volver a la vida.
Primero fue Benjamín:
—Ahora, a ver las noticias. ¿Hay tropas en Holbox?
—¿Soldados? No, no hay —contestó el hombre—. Dos po-
licías con los encargados de cuidar el orden en el pueblo. Y a
veces no están, porque son pescadores y salen en su bote.
—¿Y alguna otra gente armada?
—Algunos tenemos escopetas, pero nada más.
El grupo había formado un círculo alrededor de ellos. In-
clinaron algunos la cabeza para oír mejor. Entonces preguntó
Felipe:
—¿Podríamos conseguir una canoa-motor? Necesitamos
llegar a Isla Mujeres .
—Puede ser, puede ser. Mi compadre Avelino tiene una. Y
si no dispone ahora de ella, pues ahí está el dueño de la tienda
“El Salvamento”. Creo que la podría prestar.
El sol había declinado completamente, hacía rato. Estaban
hablando en la obscuridad.
—Muy bien —dijo Felipe—. Confiamos en usted, Be-
nigno Jiménez. El servicio tiene que hacerlo completo.
Se prendieron unas luces a los lejos, en dirección donde ha-
bían visto las casitas de paredes amarillentas. Después de un
breve silencio, el padre del muchacho dijo:
—Creo que ya podemos llegar. Es donde está la primera luz.
Y se encaminaron detrás de él. El cielo había adquirido un
tono gris y la luna parecía un rasguño delgado y luminoso

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muy cerca del horizonte. Marcharon en silencio y remontaron


la pendiente lodoza produciendo con las botas un crujido bajo
sus pies. Benigno Jiménez los condujo a través del lodazal
hasta topar con una reja de madera, detrás de la cual podía
verse ya la silueta de una construcción chaparra de techo in-
clinado. El hombre abrió la puerta de la reja con la seguridad
de quien está en sitio propio y atravesó un patio en el que
había tendida en una soga la red de pescar, y en el rincón un
amontonamiento de piedras y enseres indefinibles. Al apro-
ximarse a la entrada apareció un mozo en el cuadro iluminado
de la puerta de la casa. En el interior un quinqué despedía
una luz pálida, amarilla, un poco gastada.
—Aquí es —dijo Benigno Jiménez—. Entre usted, don
Felipe.
El rumor del mar llegaba confuso, vago. El mozo esperó y
se descubrió cuando los hombres entraron al cuadro de luz;
luego se hizo a un lado y dejó pasar a los recién llegados.
—Buenas noches —dijo sumiendo la barba en el pecho.
—Buenas noches, José. ¿Está dispuesto todo? —interrogó
Benigno Jiménez.
—Sí, casi todo. No encontré más que dos hamacas.
El perro se había adelantado y movía la cola ruidosamente
en el aire mientras iba de un sitio a otro, de una persona a
otra, y estiraba el pescuezo para olfatear. Por momentos la-
draba, sin dejar de mover la cola con evidente satisfacción. Al
fin se pegó al muchacho del bote y éste lo sujetó por el collar
de cuero con toda la apariencia de una mecánica corporal
acostumbrada. Benigno Jiménez explicó a Felipe la situación
de la casa con respecto a las otras; era la primera, en realidad
cerca del mar y no muy alejada del sitio donde habían dejado
el bote; el piso era de cemento y estaba limpio y allí podían
acostarse quienes no alcanzaran lugar en las hamacas; él re-
gresaría poco antes del amanecer para informarles acerca de
la canoa-motor que trataría de conseguir; en aquel rincón
había un anafre con carbón que podían encender si querían
calentar café de la olla que estaba sobre la mesa del fondo.

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Esta explicación fue acompañada de la misma sonrisa limpia


y fresca, ahora más apreciable a la luz del quinqué. Y terminó:
—Este chiquito se queda aquí, por si ustedes necesitan al-
guna cosa. Ya me voy, para que descansen.
—Buenas noches, amigo Jiménez.
Y Felipe le palmeó la espalda como prueba de agradeci-
miento y de confianza. Con los fugitivos quedaron el mucha-
cho y su perro. Los seis hombres miraron perderse en la
obscuridad la silueta ancha y robusta de Benigno Jiménez y
permanecieron de pie por unos segundos, en silencio, absortos
ante su actitud, más conmovedora por su sencillez, por su na-
turalidad. Su sinceridad fisiológica parecía responder a su
salud moral, y aún esta vigilante modestia con que acudía a
las urgentes necesidades de los fugitivos era, indudablemente,
producto de una idea no sólo política o de partido sino de su
simple y natural condición humana.
Sortearon las hamacas. En una irían Benjamín y Ramírez;
en la otra Wilfrido y Marín. Felipe se acomodó en un rincón
limpio; arrolló su guayabera sobre el ancho sombrero de jipi
y la puso de almohada. Urquizo se acostó también en el suelo,
al otro lado. El muchacho se echó junto a su perro, con las
piernas encogidas y las rodillas pegadas.
—Ahora sí creo que mañana salimos de esto —dijo Benja-
mín—. Ahora sí estoy seguro de que de aquí en adelante todo
será fácil.
—A dormir —ordenó Felipe, y apoyó la cabeza sobre la
improvisada almohada.
No necesitó repetirlo. El silencio se hizo uno solo y pareció
que el mundo estaba de nuevo en orden. La agilidad con qué
el sueño los venció y los ayudó a estirarse y a respirar pausa-
damente, había encontrado su apoyo no sólo en la acumulada
fatiga física y mental sino en el valor renacido y en la certi-
dumbre de que habría un mañana esplendoroso y tranquilo.
El perro ladró y levantó las orejas. Alguien se acercaba, in-
dudablemente. Felipe alzó la cabeza para escuchar, con la
sensación de que apenas acababa de cerrar los ojos para dor-

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mir. Escuchó pasos por el patio, pasos que se acercaban entre


las sombras hacia la puerta. El muchacho dio un salto y se
asomó. Era su padre que se aproximaba, que trasponía ya el
umbral y saludaba con el sombrero en la mano. Comenzaba
a clarear.
—Buenos días, don Felipe. Ya son las cinco.
—¿Las cinco de la mañana?
—Bueno. Faltan unos minutos. Pronto amanecerá.
El hombre hizo una pausa, para pasear los ojos sobre los
otros fugitivos que comenzaban a desperezarse y preguntó:
—¿Cómo pasaron la noche?
—Perfectamente, amigo Benigno. Parece que es primera
noche en mi vida que duermo.
Habían dormido más de ocho horas. El cielo tenía el
mismo tono gris claro del atardecer, pero aquel delgado semi-
círculo de la luna había desaparecido y las estrellas palpitaban
ahora con un brillo incierto. Los seis hombres se enderezaron
poco a poco, mientras Benigno Jiménez preparaba el fuego
para calentar el café.
—La canoa-motor estará a cierta distancia de la costa, es-
perándolos —explicó—. Ustedes se embarcarán en mi bote y
saldrán a su encuentro. No tengan ningún temor. Mi hijo los
llevará y yo estaré en la canoa-motor para presentarlos con el
motorista y el patrón.
—¿A qué hora debemos estar allá? —preguntó Benjamín.
—Inmediatamente después de la salida del sol. Apenas al
amanecer.
El desayuno fue rápido. Todo era optimismo... De no ser
por las ropas sucias y las barbas crecidas y las figuras desorde-
nadas, podría creerse que aquellos hombres consumaban en
este momento el final de un tranquilo paseo. El rostro se les
había aclarado; los ojos habían perdido esa expresión morte-
cina del día anterior.
Al salir al patio pudieron ver el cielo un poco coloreado y
en el horizonte las primeras líneas blancas que anunciaban el
amanecer. Caminaron de prisa en dirección al sitio donde

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había quedado el cayuco. Poco metros delante de la reja de


madera, Benigno Jiménez se detuvo y se despidió:
—Yo debo ir por acá, para no llamar la atención. Ustedes
por allá. Nos veremos después, al rato, a bordo de la canoa-
motor. ¿Está bien, don Felipe?
—Hasta pronto, Benigno Jiménez. Hasta dentro de un rato.
Lo vieron dirigirse al pueblo, cuyas luces todavía alcanzaban
a verse. Cuando llegaron al bote, después de salir a la playa, los
hombres estaban bromeando. Ni por un momento sospecharon
que la pequeña embarcación no pudiera estar allí donde la de-
jaron la noche anterior. Se acomodaron igual que antes, cada
uno en la misma posición que cuando salieron de Río Turbio.
El cayuco comenzó a balancearse. Felipe volvió el rostro.
—¿Vamos? Creo que ya es buena hora.
Benjamín miró hacia la playa y pudo distinguir una luz que
se movía, una luz que no podía confundirse con aquellas del
pueblo porque parecía saltar, avanzar, moverse en el aire como
si fuese una linterna encendida que alguien trajera en la mano
en carrera abierta.
—¿Qué pasará? —se preguntó Felipe—. Alguien viene.
Era Benigno Jiménez, jadeante, descompuesto, con una ex-
presión de animal sorprendido. Se agarró del borde del cayuco
con la respiración entrecortada. Traía una linterna en la mano.
—¿Qué te ocurre, Benigno? Parece que hubieras visto al
diablo.
Respiró profundamente y con una mano señaló en direc-
ción a Holbox. Y mientras los seis hombres lo observaban,
dijo:
—¡Allá! ¡Un pelotón de soldados! ¡Traen una canoa-motor
grande! ¡Son muchos!
Los hombres sintieron que los atravesaba un viento frío e im-
petuoso y que este viento los despojaba de toda certidumbre y
los arrojaba a un pozo, tan súbitamente que ni siquiera les daba
tiempo de hablar o de mirarse por fuera. Por un momento aquel
soplo helado los dejó vacíos, sin nada de lo que hasta hacía un
segundo llevaban dentro. Sólo Felipe acertó a decir:

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—¿Y ahora? ¿Qué hacemos ahora?


—Si se acercan ustedes, los verían inmediatamente. Y no
habría manera de escapar.
—¿Nos escondemos en la casa, entonces?
—Sería inútil. No tardarían en registrar todo el pueblo.
Todavía cintilaban débilmente las luces de Holbox a la dis-
tancia. Todavía estaba obscuro.
—La única oportunidad sería —propuso Jiménez— apro-
vechar la obscuridad, antes de que amanezca, y doblar aquella
punta para alcanzar ese lado donde hay bajos y pantanos. Allí
no podría llegar esa canoa-motor. Y esperar allí, ocultos entre
la maleza, hasta que los soldados se vayan.
—¡Lo que sea, pero pronto! ¿No les parece? —dijo Benja-
mín—. ¡Hay que hacer algo!
Al comenzar a moverse el cayuco, todavía Benigno Jiménez
gritó a media voz desde la playa:
—¡Procuraré estar en contacto con ustedes! Ya les avisaré
lo que ocurra!
Les era difícil aceptar de nuevo esta situación, tan brusca-
mente surgida, en momentos en que ya veían segura la salida.
Los fugitivos miraron al cielo, porque allí estaba su esperanza.
Ahora les parecía que no eran suficientes tinieblas y que la del-
gada línea de luz que se iba afirmando en el horizonte era un
peligro, una amenaza desagradable. Ahora era preciso obrar
como si todo comenzara de nuevo.
—No es posible que sepan que estamos aquí —dijo Fe-
lipe—. Y por esto precisamente procederán como si pudiéra-
mos estar en cualquier parte, revolviéndolo todo,
rebuscándolo todo.
Sintieron fresco, un frío que no estaba en el aire. El mu-
chacho y Marín impulsaban el bote con los canaletes en si-
lencio, pausadamente, sin producir el menor ruido. Al cabo
de un rato el chiquillo les avisó que estaban cerca de la
punta de tierra y que allí doblarían para internarse en el re-
codo que formaba el mar. Vieron una sombra que flotaba
sobre las aguas y que se movía en dirección a ellos. Sacaron

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los remos del agua y dejaron que el bote se deslizara por


inercia.
—¡Agáchense! —ordenó Felipe.
De pronto una luz brotó de aquella sombra, un rayo de luz
frío y blanco que se balanceó un momento por encima del
oleaje y luego se movió en zigzag. Los hombres en cuclillas
vieron pasar por encima el reflector.
—¡Son ellos! —exclamó el chiquito.
Y para no despertar sospechas siguió moviendo el canalete
cuando el rayo de luz lo alcanzó, lo cubrió por un segundo, y
giró en otra dirección. Los hombres mantuvieron la cabeza
contra el piso de la embarcación.
—Me gustaría darle un balazo a ese reflector —dijo Ur-
quizo. —No se enterarían de donde viene.
—¡No! —repuso Felipe. Sería denunciarnos. Y no serviría
de nada, porque pronto amanecerá y no necesitarán el reflec-
tor para buscarnos.
La canoa-motor se acercaba. Se oía el ronco chas-chas y el
ruido de las olas al ser batidas por la quilla. La luz del reflector
rebotó sobre el agua y se elevó hacia las nubes y volvió a bajar
en zig-zag, y al fin desapareció. Los seis hombres pudieron en-
tonces alzar la cabeza y estirar el cuello en busca de la sombra
perseguidora.
—¿No nos vieron? —preguntó Ramírez.
—No, no nos vieron, por fortuna. La próxima vez será más
difícil ocultarnos.
A lo lejos se oía aún el sonido del motor. Y otra vez surgió
el rayo de luz, pero ahora en dirección contraria, hacia allá.
—Van hacia Río Turbio —comentó Benjamín. Ojalá y no
lleguen nunca.
El reflector parecía registrar la playa, en un balanceo con-
tinuo, en un ininterrumpido movimiento, zigzagueando sobre
médanos y lodazales. Se alejaba, se alejaba, y los hombres res-
piraron como un alivio. Marín volvió a tomar su canalete,
ahora con mayor ímpetu. El bote dobló la punta de tierra y
se internó en una obscura masa de agua removida y yerbas.

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El agua se introducía entre los matorrales; los arbustos ha-


bían crecido entre el agua, con los troncos endurecidos por
la costra de salitre. El cielo había adquirido un reflejo dorado
y la luz se difundía con claridad. El bote tropezaba a cada
paso con hierbas acuáticas, sargazo o arbustos. Los hombres
permanecían en silencio, auscultando el sendero de agua por
donde se deslizaba ahora la embarcación, con las piernas en-
cogidas y las rodillas juntas. Las últimas sombras se desvane-
cían entre la tupida maleza y el aire cobraba su primera
transparencia gris.
—¿Es por aquí? ¿Estás seguro? —preguntó Felipe al
chiquillo.
—¡Las veces que he recorrido este sitio! ¡Lo conozco mejor
que mi padre, que nunca pudo encontrarme cuando venía a
esconderme por huir del trabajo o de la escuela!
Hizo una pausa, sacó el canalete del agua por un momento
mientras oteaba a los lejos, y añadió:
—Mire, señor. Por aquí saldremos al otro lado de la costa.
Después de este pedazo malo, todo irá bien.
Era un pantano. El muchacho desvió la ruta y penetró a
un espacio más sucio todavía, más enmarañado, donde el agua
se cubría de grandes manchas grisáceas y verduzcas. Allí se de-
tuvo el bote.
—¿Y ahora? —preguntó Felipe.
—Un momento nada más. Si usted quiere, aquí esperare-
mos noticias de mi padre. O yo puedo ir y regresar inmedia-
tamente —propuso el chiquillo.
—Creo que será mejor continuar y salir cuanto antes de
aquí. Al otro lado podría esperarnos la canoa-motor —opinó
Benjamín.

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Wilfrido trató de estirar las piernas inútilmente. Marín


conservaba el canalete en la mano y lo metió en el agua en
posición perpendicular para medir la profundidad.
—Apenas un metro —dijo.
—¿Y cómo irías a ver a tu padre? —preguntó Felipe.
—Caminando entre el agua o nadando, conozco bien esto
—respondió el pequeño botero.
No eran las penalidades y las fatigas lo que Felipe detestaba.
Ya las conocía, de antes, y sabía sobrellevarlas. Era la persecu-
ción, la cacería abierta en su contra a la que se veía condenado;
era también el temor de que estos hombres desfallecieran y se
inundaran de miedo. En silencio, inmóvil, indeciso aún acerca
de continuar la marcha o esperar allí, pensó de pronto: “Quie-
ren desesperarme. Quieren hacerme gritar. Creen que si yo
enloqueciera de furia y desesperación, habrían logrado su ob-
jeto”. Vio los rostros de sus compañeros y preguntó:
—¿Continuamos?
—¡De una vez!
El muchacho impulsó de nuevo el bote. Marín hundió
también el canalete que conservaba en la mano. Entre mato-
rrales y yerbajos el bote tropezaba, se desviaba y volvía a tro-
pezar. Al cabo de un rato salieron a un espacio abierto donde
el aire soplaba en línea recta y el sol resplandecía.
La punta de la playa quedaba ahora a la izquierda. En-
frente se veía el poblado de Holbox, tranquilo, apacible, re-
costado en una tierra blanquecina que se hacía arena delgada
y suave al tocar el mar. La vida en la población había comen-
zado y se veían las siluetas de los hombres que caminaban
por la playa y más lejos un grupo reunido en el pequeño
muelle de madera.
No se dieron cuenta de que la canoa-motor había asomado
por aquella punta, hasta que la vieron venir hacia ellos.
—¡Es la “Salvamento” —gritó el chiquillo. ¡Viene hacia acá!
Y se disponían a levantar las manos para agitarlas al aire y
saludar a quienes se acercaban, cuando por el mismo lado, en
la misma punta de tierra, apareció la otra canoa-motor repleta

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de soldados. Durante un momento los seis hombres perma-


necieron inmóviles, sobrecogidos por la sorpresa; y luego, con
la desesperación del animal acosado hicieron esfuerzos por
cambiar la dirección del bote y regresar al pantano que habían
dejado atrás. En este instante el cayuco se volteó y todos ca-
yeron al agua.
Felipe oyó que la canoa que Benigno Jiménez conducía se
desviaba y que el ruido de su motor se iba alejando. Por unos
segundos quedó bajo el agua; luego sacó la cabeza al aire y vio
que la otra embarcación se acercaba. Sus compañeros nadaban
tratando de alejarse de aquel sitio. A poca distancia, vio a Ben-
jamín y un poco más allá a Wilfrido. Comprendió que todo
estaba perdido, que era inútil buscar desesperadamente el úl-
timo recurso, puesto que ni siquiera los dejarían ahogarse.
Oyó una descarga cerrada y pensó: “Esto es para intimidarnos,
como si fuera necesario para que nos rindamos. No se atreve-
rán a balancearnos aquí, seguramente”. Y siguió nadando, ya
sin prisas.
No podía distinguir a todos. No alcanzaba a ver sino las
sombras de las cabezas flotando en el mar. Ni siquiera podía
estar seguro de que estuvieran todos, de que alguno se hubiera
ido al fondo con rifle, pistolas y cananas. El agua le azotaba la
cara. “Rifles, pistolas, cananas. Para qué todo ello”, pensó. “Ni
siquiera un tiro”. Poco después sintió que la canoa-motor se
detenía junto a él y que unas manos se adelantaban para al-
zarlo y ponerlo sobre cubierta. “Ya está”, pensó. “Ya está.
Siempre imaginé que éste sería el fin”.
Cuando pudo ponerse en pie vio que ya estaban a bordo
de la canoa-motor su hermano Wilfrido y Ramírez y Marín.
Momentos después recogieron a Benjamín y Urquizo.
—¿Están todos? —preguntó el oficial.
—Falta el chiquito —dijo Felipe. Un rapazuelo que encon-
tramos aquí.
El oficial dio órdenes de buscarlo. La canoa-motor viró en
redondo y corrió una distancia en línea recta; luego zigzagueó
y se detuvo. Subieron al muchacho a bordo.

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—Tenemos que pasar por Holbox para dejar a este cha-


maco —dijo el oficial. ¿Cómo te llamas?
—José Jiménez —respondió, sin más.
—¿Qué hacías con esa gente?
El muchacho guardó silencio y miró a Felipe como espe-
rando alguna señal.
—Es mejor que respondas de una vez —insistió el oficial—
. ¿Por qué andabas con ellos?
—Don Felipe es mi amigo. Por eso. Mi padre dice que no
es malo ser su amigo, porque ha sido bueno con nosotros.
—¿Quién es tu padre?
—Benigno Jiménez. Vivimos en Holbox.
El oficial alzó los hombros. Era un hombre delgado mo-
reno, de nariz aguileña. Llevaba la gorra reglamentaria del
Ejército, la camisa color kaki abierta en el cuello y con las
mangas enrolladas hasta el codo, y el pantalón verde sostenido
por el ancho cinturón del que pendía, sobre la cadera derecha,
la pistola calibre 45. Se volteó hacia los prisioneros y preguntó:
—¿Usted es Felipe Carrillo Puerto, verdad?
—Sí, subteniente. Ese es mi nombre.
—Soy el subteniente Leopoldo Mercado. Tengo instruc-
ciones de conducir a usted y a sus acompañantes a Chikilá,
con las debidas garantías. Pueden estar tranquilos. Y acomó-
dense como les convenga. ¿Tiene armas?
—En el bote había unos rifles y algo de parque. Todo se
perdió. Mi pistola aquí está.
Felipe entregó la suya. El oficial recogió las de los otros. Un
soldado sacó unos cajones a cubierta y allí se sentaron los pri-
sioneros. Al avanzar el día, el aire se hizo más caliente.
En Holbox se detuvo la canoa-motor lo suficiente para en-
tregar al muchacho botero. En el muelle se había agrupado la
gente. De pie, en una de las esquinas de madera, sostenido en
un barrote donde había amarrado la cuerda de un cayuco, es-
taba Benigno Jiménez con los ojos brillantes bajo el mismo
sombrero negro manchado de polvo, pero con otra expresión
en el rostro; no tenía la sonrisa de antes ni aquel aire de con-

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fianza y satisfacción. Vio bajar a su hijo conducido por un sol-


dado y se adelantó a recibirlo con las mismas manos gruesas
y ásperas. Felipe lo vio hablar con aquel soldado y luego, sin
preámbulos, abrazar al muchacho. Pidió al oficial permiso
para bajar también. Otro soldado lo condujo hasta donde per-
manecía de pie Benigno Jiménez con los ojos fijos en él. Se
dirigió a él y le estrechó las manos.
—Quiero que usted conserve esto que es lo de más valor
que ahora tengo —y sacó de su bolsillo el reloj Longines, pa-
rado a las cuatro de un día cualquiera, y su tarjeta roja de la
Liga Central de Resistencia que llevaba el número 1.
—Muchas gracias, don Felipe —respondió el hombre—.
Yo hubiera querido hacer más, pero no fue posible.
—Ya lo sé, Benigno Jiménez. En alguna parte leí algo acerca
de la infalibilidad de los acontecimientos. Sucederá, pues, lo
que tenga que suceder.
Le dio un abrazo y regresó a la canoa-motor. Los otros pri-
sioneros habían permanecido acodados en la borda, con cen-
tinelas de vista. En la proa estaba el oficial Mercado, espiando
los menores movimientos de la gente en el muelle.
—¡Adiós, Benigno Jiménez! —gritó Felipe agitando la
mano.
Desde la esquina del muelle, el hombre levantó el sombrero
y lo movió de un lado a otro como despedida. Bajo los rayos
del sol, le brillaba el sudor en la cara.

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La víspera de Navidad las calles de Mérida se encharcaron y


el agua goteaba de los tejados. Hacía un poco de fresco, de
humedad más bien. El cielo se había nublado desde dos días
antes y las gentes apercibieron sus paraguas. Las calles se veían
desiertas y sólo en las puertas de algunas casas y en los Cafés
de los portales de la Plaza Grande habían pequeños grupos
que hablaban en voz baja, que no era suficiente para ocultar
la inquietud tensa que los sobrecogía. Los grupos se disper-
saban con cuidado infinito y silencioso, con los ojos atentos
a cualquier rostro extraño, y cada quien caminaba aprisa, con
el paraguas abierto. Las puertas de las casas se cerraban. Al
ruido de algún automóvil, las ventanas se entornaban con di-
simulo y asomaba un rostro con la misma inquietud en la ex-
presión. No dudaba a donde iría. Sabían todos que ese
automóvil, y cualquiera otro que lo siguiera, se enfilaría por
la calle 59 y subiría a todo lo largo de ella hasta asomar a la
esquina del Parque del Centenario, rodear los jardines del
frente y tomar la callejuela que conducía a las puertas de la
Penitenciaría “Juárez”. Y estaban seguros también de que des-
cenderían de él, para entrar al amplio edificio, oficiales y jefes
del 18 Batallón, o soldados con el rifle amartillado y la mirada
vigilante.
Así pasó aquel día, entre carreras de veloces automóviles
que bajo la llovizna, por momentos más tupida, arrancaban
del patio del Palacio de Gobierno, frente a la Plaza Grande, y
tomaban el rumbo de la Penitenciaría “Juárez”, para luego re-
gresar por el mismo camino. Otros, se dirigían a la Estación
Central del Ferrocarril, y volvían con igual velocidad. Pero las
gentes reunidas en torno a los Nacimientos y a las mesas
donde se acomodaba la merienda de las Novenas, en el inte-

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rior de las casas, ni extrañaban que lloviera ni se sorprendían


que oficiales y soldados ocuparan las calles que estaban acos-
tumbrándose a ver patrullar desde hacía más de dos semanas.
Les extrañaba que habiendo dado por libre a Felipe, en algún
sitio de la costa, o calculado que hubiese alcanzado ya La Ha-
bana, el hombre hubiera sido aprehendido precisamente
donde era fácil saber los puntos de salida o conocer la impo-
sibilidad de escapar.
El rumor fue creciendo rápidamente. Llegaría a la Estación
Central por el tren de oriente, escoltado por un piquete de
soldados. Y con él, llegarían también sus compañeros de fuga.
La noticia fue confirmada por la “Revista de Yucatán”, ese
mismo día víspera de Navidad, con su reconocido estilo pe-
riodístico. “Ayer a las 3 de la tarde —venía la declaración del
propio Felipe al corresponsal del periódico en Tizimín—,
después de sufrir engaño vil del encargado del Cuyo, y de
pasar penalidades sin cuento, tuvimos que ocurrir a un barco
que estaba frente a nuestro escondite Río Turbio. Dicho
barco distaba más de 2 kilómetros de la playa, entre bajos y
pantanos. Tuvimos que hacer balsas para poder alcanzar
dicho barco, con el cual navegamos ayer, hasta llegar a Hol-
box. No pudimos entrar, debido a que encalló el barco. En
esos momentos pasaban frente a nosotros, a gran distancia,
fuerzas federales. Después de llamarlas muchas veces, y no
pudiendo acercarse a nosotros, nos echamos al mar Benjamín
y yo y dos compañeros más, dirigiéndonos a Holbox, cami-
nando o nadando, hasta encontrarnos con los botes en que
venían las fuerzas, a quienes nos presentamos y entregamos.
Benjamín, en un bote, fue hasta nuestro barco para entregar
4 rifles y algún parque que teníamos. Allí recogieron a Edesio
y Wilfrido y a los demás amigos. Esa misma tarde se presentó
el capitán José Corte, quien nos ha tratado con toda amabi-
lidad, lo mismo que su gente. El subteniente Leopoldo Mer-
cado fue el que nos recogió en su bote, dejándonos en
Holbox al cuidado de una escolta. En la propia tarde nos
fuimos a Chikilá y de allí al Ingenio, en donde pasamos la

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noche, hasta las 2 de la mañana, hora en que salimos para


esta villa, en carreta y caballos, a la cual llegamos a las 8:15
de la noche de hoy”.
En realidad, Felipe no tenía interés en saber quién lo con-
ducía. No se preocupaba de ello, porque creía saber adónde
iba, adónde lo llevaban. Tampoco le preocupaba por qué había
sido perseguido. Pero las gentes, en Mérida, sostenían la idea
de que el número 13 sería otra vez de mal agüero, si es que en
realidad los que ahora eran traídos completaban con aquellos
otros que ya estaban en la Penitenciaría “Juárez”, ese número
cabalístico. No faltó quien asegurara que esto del número 13
era una simple casualidad y que el talento del comandante mi-
litar Ricárdez Broca y del Jefe de la Plaza, Hermenegildo Ro-
dríguez, iba a quedar probado en un proceso cuya sentencia
sería el menosprecio de los fugitivos y la indiferencia por una
libertad que no ofrecía para ellos el menor peligro.
Lo cierto era que en las primeras horas de la madrugada se
había visto llegar a la Estación Central un piquete de soldados
que se posesionó del andén principal. Pocas horas después,
apenas apuntando el amanecer, el movimiento de tropas
había crecido en esta misma dirección y en la que conducía a
la Penitenciaría “Juárez”. Ricárdez Broca mismo llegó en un
automóvil, con su escolta personal y un grupo de oficiales, y
dispuso que el piquete de soldados avanzara hasta los talleres
de “La Plancha” y que se estacionase en el entronque de las lí-
neas de la división poniente y la división oriente.
La gente adivinó entonces el peligro que venía de oriente.
No sabía el número exacto de la patrulla que había salido en
busca de Felipe ni las horas invisibles que quedaban para que
aquel tren que lo traía se detuviera en los patios de la Estación.
Con la esperanza de que algo ocurriera, los curiosos comen-
zaron a colmar los andenes. Y ahora, cuando ya amanecido,
llegó el tren militar que se había despachado a Tizimín y que
venía como explorador, pudieron darse cuenta de que esta
tropa ocupó uno de los convoyes donde venían los presos, para
aumentar la escolta que desde “La Plancha” y en el mismo

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tren condujo directamente a Felipe y a sus compañeros hacia


la Penitenciaría “Juárez”. Para ello, era preciso rodear la ciudad
siguiendo la vía del tren de Campeche, hasta llegar a espaldas
de la prisión. Y los curiosos se volcaron hacia allá, formaron
luego un solo grupo, compacto, inmenso, y así se mantuvie-
ron detrás de las cuatro filas de soldados que resguardaron el
paso de aquellos hombres, cuando éstos descendieron del tren,
sucios, enflaquecidos, con la barba crecida y el cabello en des-
orden, atados de las manos y las bayonetas picándoles las es-
paldas.
Entonces, ante aquel aparato de fuerza militar, las gentes
pensaron en lo peor y en que no sería ninguna casualidad la
indiferencia con que esas autoridades y su jefe militar perma-
necerían si en un momento aquellos presos desaparecían o
eran asesinados. Felipe ni siquiera pudo detenerse un segundo
entre aquellas cuatro filas de soldados, ni siquiera para reco-
nocer a los suyos que podrían estar confundidos entre aquella
multitud de curiosos. Vestía un pantalón de dril sucio y una
guayabera desgarrada y sucia; se cubría con un sombrero de
huano de ala ancha; llevaba enrollado al pecho un cobertor
gris sucio. Detrás de él, con parecida guardia, fueron bajando
uno a uno sus compañeros, con igual aspecto de abandono y
miseria. Franquearon la puerta de la Penitenciaría y Felipe sin-
tió de nuevo en el rostro el aliento podrido y caliente que salía
de las bartolinas; quiso detenerse, pero brazos tensos y duros
lo empujaron y las bayonetas tocaron sus costillas. Lo llevaron
a un salón, que él se esforzó en reconocer, y de pronto se es-
cuchó la voz de “¡alto!” y se vio entonces frente a un hombre
gordo, de enorme vientre, alto con un águila en la gorra mi-
litar y un fuete de manatí en la mano con el que golpeaba rít-
micamente sus botas federicas. Aquel hombre lo contempló
y luego habló por primera vez: “¡Usted...!” y Felipe supo en-
tonces quién era y qué cosa quería.
Lo reconoció en el acto, en un segundo, y sin la menor sor-
presa. La sorpresa habría sido de aquel hombre que lucía el
águila de general del Ejército, si hubiera sabido lo perfecta-

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mente bien que Felipe estaba conociéndolo y viendo sus ver-


daderos propósitos. Ya sabía su nombre, y en los años que él
gobernó aquellas tierras no habían hablado cincuenta pala-
bras; pero en la vida de Felipe este hombre se hacía en un mo-
mento un ser definido, absolutamente conocido, sin sorpresas.
Lo escuchó en silencio, mientras lo observaba, y pudo darse
cuenta de que el hombre lo odiaba y le temía tanto como hasta
para evitar que le ocurriera algo que no viniera de sus manos
directamente.
Al tercer día la inquietud llegó a su límite, porque trajeron
de Motul a otros presos, parientes y amigos de Felipe, bajo la
acusación de andar fraguando una conjuración para levantar
a los campesinos en favor de Felipe. Y éste, desde su celda nú-
mero 43 de la galera 2, los vio llegar y advirtió el temblor de
sus guardianes. Y como después de su aprehensión y de su en-
trevista con el hombre gordo que usaba el águila de general
en la gorra, el mecanismo de la esperanza no le funcionaba
normal y fácilmente, se dijo:
—¿Qué te parece, mi viejo Xpil? Yo creo que ahora ya tie-
nen suficiente material para comenzar la función.
Estaba acostado en la tarima de madera, con los ojos en el
techo, cuando oyó girar la cerradura y vio que se abría la
puerta de su celda. Entró a tientas un hombre elegante, con
un puro en la boca, vestido con un traje blanco de dril número
ciento, bien planchado y brillante; luego que se hubo acos-
tumbrado a mirar en la penumbra, le habló:
—Don Felipe, creo que vengo a ser su salvador. Todo po-
dría remediarse, si nos arreglamos a tiempo. Usted necesita
un defensor y a mí me gustaría ver que usted solicita mis
servicios.
Y tosió ligeramente. Felipe no dijo al hombre que también
ya lo conocía. No hizo ningún ruido, esperando que conclu-
yera de hablar y dijera todo lo que le habían enseñado. Aquel
hombre hizo una pausa, volvió a toser, y se acercó a Felipe
hasta casi rozarle la oreja con los labios.
—Si usted puede reunir cien mil pesos, yo me compro-

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meto a obtener su libertad. Eso sí. ¡En oro! ¡En oro!


Y rozó ligeramente los dedos del pulgar e índice de su mano
derecha, con una señal significativa que se usa para designar
dinero. Felipe lo miró de nuevo, se incorporó de su tarima y
tocó el piso con los pies. Y cuando estuvo de pie lo envolvió
en una mirada agresiva, penetrante, que aquel hombre no
pudo resistir:
—¡Cien mil pesos en oro! ¡De dónde tomo cien mil pesos
en oro! —exclamó Felipe con una carcajada.
Y de pronto, lo tomó por la solapa del saco:
—¿Quién lo mandó a usted? ¡Dígame! ¿Quién le dijo que
viniera a pedirme dinero para salvarme?
El hombre se encogió y apenas pudo musitar:
—Nadie, don Felipe, nadie en particular. Pero no faltan
amigos, usted sabe, familiares, fanáticos del partido. Usted
firma un documento por esa cantidad, por ejemplo, una
letra de cambio, un pagaré a la vista. Ya en completa liber-
tad a usted no le será difícil reunir ese dinero y rescatar el
papelito.
Esperó un momento el efecto de sus palabras. Y luego:
—¿Acepta? —preguntó.
Felipe seguía mirándolo fijamente; exhaló un suspiro y
aflojó la tensión de sus músculos.
—¡No pensé nunca en la enormidad que vale mi persona!
¡Cien mil pesos en oro!
Si hubiera estado en otras condiciones, habría rechazado
las proposiciones de aquel hombre. Dio unos pasos y no lo
pensó mucho:
—Muy bien, licenciado. Acepto.
Entonces el hombre suspiró a su vez, como aliviado de un
peso enorme, y después sonrió con todos los signos de la sa-
tisfacción. Sacó del bolsillo interior del saco la cartera y de
ésta extrajo un documento en regla por la cantidad indicada.
A continuación extrajo de otro bolsillo su plumafuente y la
tendió a Felipe, en silencio. No era posible dudar de lo bien
que el hombre había calculado el tiempo y la respuesta. Ape-

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nas hubo firmado Felipe, se abrió de nuevo la puerta de la


celda y apareció el guardián.
—Hasta mañana, don Felipe —dijo el licenciado—. Le
traeré buenas noticias. Lo felicito.
Y se guardó el documento en el bolsillo. Fue cosa de mi-
nutos, de muy breves minutos, la entrevista. Todo ocurrió
demasiado de prisa, como si estuviera bien premeditado y no
cupiera duda alguna acerca del resultado. El hombre se mar-
chó y Felipe volvió a quedar sumido en el silencio y la inmo-
vilidad, con la sensación de que no encontraba cómo empezar
a esperar y terminar de maldecir.
Al día siguiente se repitió la visita del licenciado. Pero el
hombre vino con mayor seriedad, más dueño de sí, más pau-
sado el tono de su voz. Felipe estaba en su rincón, sobre la ta-
rima, y ni siquiera se movió, como si ya supiera lo que el otro
iba a decirle. En realidad no dijo mucho, apenas pronunció
unas palabras, terminantes, y volvió la espalda. Tampoco esto
fue sorpresa para Felipe.
—Lo siento, don Felipe. Del otro lado han dado ya dos-
cientos mil pesos por su fusilamiento. Si usted me hubiera lla-
mado antes...
—¿Doscientos mil pesos? ¿Y también en oro? ¿Quiénes han
sido? —preguntó con la seguridad de oír lo que ya sabía bien,
lo que no podía ignorar desde su entrevista con Ricárdez
Broca.
—Sus enemigos, don Felipe, los hacendados. Lo siento. No
hay nada qué hacer.
Vio Felipe que no había más razones para que este hombre
estuviera aquí que las que había habido desde el primer día
para que no hubiese venido. Y ya se disponía a salir con la
misma sombra en el rostro, cuando se detuvo y exclamó con
una lucecita turbia en los ojos:
—¡A no ser que la Liga Central de Resistencia y todos sus
compañeros socialistas reunieran trescientos mil! ¡Eso sería
magnífico!
Felipe se agazapó en su tarima que le servía de lecho y de

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asiento y pegó un manotón en la pared. De nada le valió, a


no ser para desalojar algo de los nervios y provocar la huida
precipitada de aquel hombre. Se acostó y al poco rato estaba
dormido.

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Al medio día del 2 de enero corrió por todo Mérida la voz de


que había comenzado el proceso. A los cinco minutos de ha-
berse sabido, comenzó a reunirse gente en las afueras de la Pe-
nitenciaría. Los que tenían ocupaciones o eran empleados,
pidieron permiso de salir. Algunos comerciantes cerraron sus
establecimientos. Los estudiantes del Instituto literario aban-
donaron sus clases. Los Cafés de los portales de la Plaza
Grande y el que se halla enfrente del Parque “Cepeda Peraza”,
se vaciaron en un momento. Nadie, a pesar de sus esfuerzos,
logró trasponer las filas de soldados del 18 batallón tendidas
en las bocacalles que conducían a las puertas de la prisión. La
función era a puerta cerrada.
El Consejo de Guerra Sumarísimo había empezado a las
diez de la mañana. Entre sus componentes estaban un coronel
como presidente y dos tenientes coroneles como vocales, que
pertenecían a la guarnición de la plaza. El juez instructor era
el licenciado Hernán López Trujillo, un yucateco de aspecto
benevolente que mostraba en el rostro una extrema palidez.
Con los ojos ávidos en los que la expresión alcanzaba por ins-
tantes un fulgor de llama, uno de los agentes del Ministerio
Público, el licenciado Manuel González, seguía el interroga-
torio que el otro agente, un coronel llamado Vicente Coyt,
había iniciado con el voluminoso expediente en las manos. Y
el defensor, el licenciado Domingo Berny Diego, que por su
parte tal vez veía lo que iba a venir antes de que viniera, mos-
traba una cara lisa, plana, en la que por momentos parecía
fruncirse la comisura de los labios.
A esa hora en punto, las diez de la mañana, Felipe vio lle-
gar a su celda una escolta a la que acompañaba un grupo de
civiles que fácilmente reconoció, y luego sintió que lo em-

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pujaban hacia la puerta, que la puerta se cerraba tras él y que


era conducido a un salón de la propia Penitenciaría donde
ya estaban doce compañeros suyos. Las puertas fueron ce-
rradas y la escolta se instaló junto a ellas, con bayoneta ca-
lada y equipo completo. Entonces pudo saber Felipe que
había un expediente en su contra y que en él aparecían las
acusaciones por los delitos de violación de garantías indivi-
duales y otros de igual gravedad contra la paz pública, y que
ni siquiera se consideraba absolutamente necesaria su pre-
sencia. Sus compañeros se quedaron atrás, formando un
grupo. Y él fue obligado a avanzar, hasta colocarse frente a
la mesa donde se habían instalado el presidente, el juez, el
secretario y los vocales.
Una vez allí, puesto de pie, Felipe oyó que los militares le
hacían preguntas que él consideró inútil contestar.
—Parece que nos se esfuerza usted por recordar —dijo el
presidente del tribunal.
—No puedo recordar lo que no sé —replicó Felipe—. Uste-
des, jefes y oficiales delahuertistas, deberían saberlo o darse
prisa por investigarlo.
—Aquí en el expediente hay un telegrama en el que usted
ordena varios fusilamientos.
—No dudo que allí aparezcan, bien ordenadas, las peores
cosas contra mí —aclaró de nuevo.
El secretario, un Samuel Jiménez, leyó aquel documento
que figuraba un telegrama-circular cuyo texto autorizaba a los
presidentes municipales a fusilar, “acto continuo”, a cualquiera
persona que tratara de favorecer a los rebeldes De la Huerta y
Sánchez, “pues enemigos débense tratar así”. Mientras el se-
cretario leía, Felipe pudo, en una mirada rápida que para él
significó una sacudida, distinguir entre los asistentes al pro-
ceso caras conocidas que lo observaban con ojos que, al tro-
pezar con los suyos, desaparecían o se nublaban de sombras.
No hizo más que mirarlos, sin capacidad ya para el asombro
o la sorpresa, ni siquiera para la indignación y mucho menos
para el miedo.

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—¿Con qué facultades ordenó usted que los fondos del


Banco Nacional fuesen depositados en la Tesorería General?
—preguntó en ese momento el coronel presidente del tri-
bunal.
—El señor Enrique Manero me hizo ver la conveniencia
de poner a salvo esos fondos. Se temía un saqueo... –explicó
Felipe.
—¡Magnífico! Usted no quería que el pueblo, en un sa-
queo, se apoderaba de ellos. Y sin embargo hubo actos de pi-
llaje y varias casas comerciales fueron saqueadas por la plebe.
¿Cómo explica usted eso?
—Ni siquiera trato de explicarlo, pero acaso usted sí pueda
explicarme por qué me cargan culpas ajenas, o inexistentes,
sin la menor prueba. De lo del saqueo de los fondos del Banco
Lacaud y de algunos establecimientos comerciales, me he en-
terado después. Y me enteré también de que eso ocurrió
cuando las tropas que habían salido a combatir a los rebeldes
de Campeche regresaron confabulados con aquéllos y pene-
traron al centro de Mérida en actitud hostil. Ya había salido
yo de aquí. Sé que se improvisó una manifestación y que no
faltaron holgazanes que entraron a saco en varios estableci-
mientos. Sé también...
—Usted responderá sólo cuando se le interrogue —inte-
rrumpió el presidente—. No nos interesa ni su opinión ni lo
que usted sepa. Los hechos, nada más los hechos que figuran
en este expediente.
Y tosió ligeramente. Consultó de nuevo el voluminoso ex-
pediente y carraspeó:
—¿Qué cargo desempeñaba usted en el Estado, en los mo-
mentos de ocurrir tales hechos?
—No desempeñaba sino desempeño, como usted sabrá, el
cargo de gobernador constitucional. Y seguiré siendo el go-
bernador hasta las próximas elecciones —hizo una pausa Fe-
lipe, y añadió—: o hasta mi muerte, si ocurre antes.
—Entonces queda probado que usted es el culpable de
todos aquellos acontecimientos delictuosos.

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—Sí, señor, si usted lo dice. Culpable hasta de este proceso,


si a usted le parece bien.
El presidente volvió a toser y dirigió una rápida mirada a
sus compañeros del tribunal, que paseaban los ojos por aque-
llos civiles que permanecían a un lado del salón y espiaban
por momentos la puerta del fondo, custodiada por la escolta
de soldados.
—Usted ordenó al Director de la Oficina de Correos que
concentrara sus fondo en la Tesorería General.
—No es cierto.
—Usted ordenó los fusilamientos de Muna.
—No es cierto. Nunca ordené tal cosa.
El presidente volvió a consultar los papeles, tomó unas
notas, y preguntó de nuevo:
—¿Qué cargo político desempeñaba usted simultánea-
mente al del gobernador?
—Desempeñaba entonces y sigo desempeñando, como
usted podrá ver, el cargo de presidente de la Liga Central de
Resistencia. Todo eso lo tengo encima en estos instantes y
estoy bastante ocupado con ello.
—Es indudable que usted se ocupaba mucho de los demás.
¡Pero no insista demasiado en su inocencia! Dése cuenta de
que su situación es comprometida.
Luego vinieron otras preguntas y otras respuestas. Y luego
fueron sometidos a interrogatorio el licenciado Berzunza,
Benjamín, Wilfrido y Edesio; y más tarde, Urquizo, Ramírez
y los otros.
—La opinión pública lo señala a usted como el director in-
telectual del asesinato del profesor Florencio Ávila y Castillo
—dijo el presidente del tribunal al licenciado Berzunza.
—No es cierto. Eso es una infamia. No tuve nada que ver
con aquel crimen —respondió Berzunza.
—¿Entonces, qué providencias tomó usted con motivo de
aquel asesinato? —Volvió a preguntar el coronel.
—Consigné el caso al Procurador General de Justicia y para
dejar satisfecha a la familia de don Florencio le pedí que de-

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signara al agente del ministerio público de más confianza. La


familia pidió que fuera el licenciado César Alayola.
El presidente revisó sus papeles. Miró rápidamente a sus
compañeros. Y se dirigió de nuevo al licenciado Berzunza:
—¿Por qué siguió usted a este señor en su fuga?
—Porque me figuré que podría ocurrir algo anormal en
esta ciudad y, además, como estuve con él en su apogeo, con-
sideré justo seguirlo en su desgracia...
A las 2 de la tarde se suspendió el juicio, para dar tiempo a
que los miembros del tribunal tomaran sus alimentos; mien-
tras tanto, los presos fueron encerrados en sus celdas, inco-
municados. Para mayor seguridad pusieron una guardia
especial en la puerta del calabozo de Felipe.
A las 3 de la tarde se reanudó el Consejo de Guerra con el
mismo acoso de preguntas e igual desesperación por encontrar
los papeles acusatorios en el voluminoso expediente. Felipe
vio que todo lo dominaban dos hombres que estaban allí
desde el principio del proceso, que hablaron con el presidente
y con el secretario y se marcharon; y que después de algunas
horas regresaron y volvieron a hablar en voz baja, al oído del
presidente y del secretario, y que ya nos se marcharon sino al
anochecer. Vio también que estos otros hombres que lo inte-
rrogaban conservaban una tensa excitación cuando lanzaban
sus preguntas en uno u otro sentido buscando en ellos alguna
palabra que pudieran atrapar y esgrimir luego en su contra.
Al cabo de las horas, ya al anochecer, tuvo entonces la im-
presión de que aquellos rostros estaban fatigados, y de que ya
no otorgaban a lo que decían la suficiente importancia como
para pensar que tenían necesidad de otros extremos inquisiti-
vos. Ni siquiera se les advertía ya el deseo de continuar el in-
terrogatorio.
A las 2 de la madrugada el agente del ministerio público
licenciado González formuló sus conclusiones. El Consejo de
Guerra comenzó inmediatamente sus deliberaciones y a las 2
y 15 leyó sus sentencia en la que pedía, por unanimidad de
votos, la pena de muerte para los trece acusados. Cuando se

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llevaron a éstos a sus calabozos, el presidente del tribunal


telefoneó al Palacio de Gobierno en cuyo salón principal, des-
pacho del gobernador, Ricárdez Broca, Hermenegildo Rodrí-
guez y sus amigos esperaban el resultado. Treinta o cuarenta
ojos se iluminaron, como si no necesitaran más que la confir-
mación de lo que ya sabían, cuando Ricárdez Broca dijo:
—Bueno, señores. Todo está listo. Con los fusiles por de-
lante, pero no podrán decir que no hemos cumplido con las
formalidades convenientes.
Y Hermenegildo Rodríguez destapó otra botella de coñac.

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16

A las 3 de la madrugada se detuvo un automóvil a la puerta


del garage “Chacmool”, en la calle 54, y descendieron de él
dos militares que mostraban en su actitud la más desordenada
nerviosidad. El mecánico Martín García creyó en un principio
que iban a solicitar alguna compostura rápida; pero luego oyó
que uno de ellos al encararse con él pedía con urgencia que
les fuesen proporcionados dos choferes para conducirlos in-
mediatamente a la Jefatura de la Guarnición de la Plaza, y
pensó en otra cosa, en algo peor, en un peligro incierto y vago.
Estaba agachado lavando las ruedas del automóvil de un
cliente, y no pudo de momento ni siquiera enderezarse. Pero
sintió que le tocaban en la espalda y al alzarse vio que uno de
aquellos oficiales tenía en la mano una pistola y le repetía, im-
periosamente, la orden de buscar en esos instantes a los dos
choferes que urgían, bajo pena de llevarlo preso.
—¡Pero a quiénes puedo encontrar a esta hora! —protestó.
No hay nadie en el garage. Vean ustedes.
—Usted sabrá cómo le hace. Ese es su trabajo y por eso se
le pagará. ¡Andando!
Y el oficial adelantó la mano con la pistola empuñada. De
pronto el mecánico recordó que en un rincón estaba dur-
miendo el chofer José Casanova. Se encaminó a la pieza que
servía de oficina y encontró en el fondo envuelto en un co-
bertor sucio y de color moribundo, el bulto del hombre dor-
mido. Lo tocó con un pie.
—¡Eh, tú, Cañuto! ¡Despierta!
Luego lo sacudió por los hombros. Cuando hubo abierto
los ojos le explicó de qué se trataba. Adormilado, el chofer
Casanova se puso en pie. Extrañado e interesado, al escuchar
que este trabajo urgente era tan urgente que la orden estaba

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respaldada por una pistola reglamentaria. El mecánico y el


chofer se dirigieron al automóvil de los militares y oyeron que
uno de ellos decía con el mismo imperio:
—¡Pronto! ¡A la esquina del “Gato!”
En rigor Casanova acabó de despertar cuando sintió en el
rostro el aire fresco de la madrugada. Las calles estaban des-
iertas y el aire llegaba un poco húmedo. El automóvil enfiló
la calle 54 hasta alcanzar su cruzamiento con la 65; aquí do-
blaron a la izquierda y avanzaron a toda velocidad hasta llegar
a la esquina con la 50. Era la esquina llamada de “El Gato”, y
a un lado había otro garage. El automóvil se detuvo y bajaron
los dos oficiales. Pidieron dos camiones para un servicio rá-
pido. En uno se acomodó el mecánico García y tomó el vo-
lante. El otro quedó encomendado al chofer Casanova. Y
ambos escucharon nuevas órdenes:
—¡Al cuartel de Mejorada!
Allí, tan pronto llegaron, el camión que conducía Casanova
fue ocupado por un piquete de veinticinco soldados. El otro
quedó vacío y García, al volante no hacía sino mirar con in-
quietud a su amigo. Otra orden, sin más:
—¡ A la Penitenciaría!
Y a correr con la máxima velocidad posible hasta salir a la
calle 59 y tomar derechamente el rumbo de la prisión, en si-
lencio, aturdidos sólo por el gruñido del motor. Hubo un mo-
mento en que Casanova casi no vio sino las manchas
iluminadas del piso, sobre las que se aplastaban las luces de
los fanales del camión. En unos minutos llegaron a la esquina
del Parque del Centenario y rodearon los jardines de enfrente
para alcanzar la puerta central de la prisión. Chirriaron los
frenos y los dos camiones aminoraron su velocidad, para pasar
lentamente entre las dos filas de automóviles que estaban aco-
modados en ambas aceras. Ya detenidos frente a la puerta, los
soldados descendieron del camión y ocuparon sus sitios, en
doble fila, junto a la guardia. García había quedado más ade-
lante y desde su asiento del camión apenas lograba ver las si-
luetas de las gentes que se movían de un lado a otro, de un

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automóvil a otro, y que se recortaban más claramente cuando


entraban al cuadro iluminado de la puerta del penal. Buscó
con los ojos el rostro de su compañero. Casanova estaba mi-
rándolo también, con igual inquietud en la expresión.
Pocos minutos después oyeron murmullo de voces, ruidos
y carreras, y de pronto vieron aparecer, entre soldados, a Felipe
y al licenciado Berzunza. Iban con las manos atadas a la es-
palda, sin sombrero, con la guayabera abierta, con la misma
barba crecida con la que los habían visto bajar del tren del
oriente hacía apenas unos días. Detrás de ellos, los demás pre-
sos. Un oficial los distribuyó en los dos camiones. En el que
manejaba Casanova quedaron acomodados Felipe, Berzunza,
Barroso, Urquizo, Ramírez, Wilfrido y el marino Rizo. En el
que guiaba García, los otros. Eran trece en total, mal número.
Los oficiales gritaban, daban órdenes, y aun golpearon con el
cañon de la pistola a alguno que no logró subir con la prisa
que exigían. En realidad, los movimientos de las tropas y los
de los civiles no se ajustaban a un orden determinado. Al fin
subió las escoltas a los dos camiones, y los soldados ocuparon
sus puestos junto a los presos. Una vez ocupados los camiones,
las gentes, oficiales y civiles, se esparcieron por la calle y fueron
llenando los automóviles. Los vehículos conservaron las dos
filas, tal y como se habían estacionado, para dejar lugar en el
centro a los dos camiones.
—¡Vámonos! —ordenó un oficial a Casanova.
—¿Y ahora a dónde? —se atrevió a preguntar el chofer-.
¿Qué rumbo tomamos?
—Rodee el Parque del Centenario y tome la calle 59 —res-
pondió el oficial.
García esperó que Casanova tomara la delantera, pues sus
órdenes eran seguir al otro camión. “¡Si supiera adónde
vamos!”, se dijo, con la intención de no creer lo que ya co-
menzaba a sospechar. Detrás de los camiones venía el cortejo
de automóviles repletos de gente. La ciudad seguía dormida.
Los pequeños focos de la esquinas apenas despedían una luz
incierta, débil. Casanova vio su reloj. Eran exactamente las

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4:30 de la madrugada. “¡Ya no podré dormir en todo el día!”,


pensó, mientras pisaba el acelerador.
Al llegar a la Plaza de Santiago recibió orden de voltear
sobre la 70, a la derecha, y entonces la idea que venía ru-
miando le llegó con claridad. “¡Vamos al Cementerio!” “¡Si
yo pudiera saber...!” No fue la humedad del aire que precede
a la madrugada lo que le hizo sentir un calosfrío. Al doblar
sobre la calle 70 trató de ver a su amigo que venía guiando el
otro camión. No pudo y en ese momento apareció un carro
repartidor de leche que venía en sentido contrario. Con los
ojos desorbitados ante este cortejo inusitado, el lechero subió
su vehículo a la banqueta, chicoteando al caballo, sujetándolo
con los brazos tirantes, para dejar el paso libre. Más allá, casi
en la esquina de la Cervecería, un panadero se detuvo suje-
tando su “globo” con una mano, absorto, contemplando el
desfile de vehículos a esa hora desacostumbrada. Los oficiales
ordenaron imprimir mayor velocidad a los camiones.
En un momento pudo ver Casanova el rostro de Felipe. Iba
quieto, sin el menor gesto en la cara, sereno. Era posible que
estuviera agotado. Era posible que esa apariencia fuese de ab-
soluta serenidad. Su aspecto, eso sí, era de miseria. Ni siquiera
movió la cabeza cuando Casanova lo miró. Todo él era más
bien una sombra.
Cuando llegaron, las puertas del Cementerio estaban ce-
rradas. Un teniente recibió orden de saltar las tapias y avisar
al velador para que abriera las rejas. Fue una espera nerviosa,
de tos y carrasperas. A los pocos minutos, con el sueño aún
en los ojos, con la boca entreabierta de sorpresa, el empleado
se acercó, movió las cerraduras y dio paso a los vehículos; de-
trás de éstos, se volcaron los automóviles sobre la avenida cen-
tral. El cortejo se detuvo frente a la casa principal, al fondo.
Bajaron los soldados y se enfilaron frente al paredón que for-
maba el costado sur del edificio.
Casanova y García se dieron vuelta para mirar otra vez a
los presos. En silencio, graves, con los cabellos enmarañados,
ceñudos, los vieron bajar de los camiones y caminar entre la

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penumbra del amanecer. Un civil se adelantó y habló en voz


baja, casi al oído del oficial. Al parecer el oficial lo escuchó y
le replicó algo en el mismo tono discreto. Casanova pudo verlo
bien. No era un oficial, era un jefe, un coronel, con tres estre-
llas doradas en la gorra.
—Tenemos que apurarnos —oyó que decía. —No tardará
en amanecer y no tengo ningún deseo de que el sol nos al-
cance aquí.
Un teniente vino a ordenar a los dos choferes, a Casanova
y a García, que adelantaran sus vehículos y los acomodaran
de frente al paredón, y que prendieran los fanales para ilumi-
nar la escena que se iba a producir en unos instantes más.
—¡Allí! ¡Allí están bien! —dijo después de ver la maniobra.
Casanova recuerda que vio una gran mancha violeta o roja
en aquella pared, en el momento de prender los fanales de su
camión. Vio, jadeando, sin atreverse a pensar en nada, que
aquellos hombres, con las manos atadas a la espalda, eran aco-
modados a lo largo de aquella pared. Eran nueve los del pri-
mer grupo, los mismos que venían en su camión. Los vio
permanecer de pie unos segundos y luego encogerse, doblarse,
al tiempo que sonaba la descarga cerrada del pelotón de sol-
dados. Ni una palabra habían dicho, ni una protesta. Y se que-
daron tendidos con una expresión profundamente
contemplativa, como si estuvieran mirando hacia arriba. Por
un momento le pareció que esa descarga desigual del pelotón
de ejecución no había producido más ruido que un paquete
de triquitaques. Alguno de aquellos cuerpos tendidos se
movió. Entonces el oficial se acercó y por un momento per-
maneció inmóvil, con la pistola en la mano; luego la acercó a
la cabeza del caído y disparó el primer tiro de gracia, y siguió
avanzando y disparando sobre los otros cuerpos hasta que no
se escuchó ni un quejido. Ni un soplo.
Por un minuto, el silencio más absoluto. Se ordenó bajar a
los otros presos y la escena se repitió. Pero ya no logró verla el
chofer. El aire sopló levemente. Casanova se pasó la mano por
detrás de la cabeza, muy cerca del cerebro, y suspiró, como si

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necesitara hacerlo para aflojar los músculos en tensión. El cielo


había tomado, con las primeras luces, una coloración rosácea
que comenzó a difundirse.
El mismo hombre vestido de civil se acercó de nuevo al jefe.
Casanova lo vio avanzar después, hasta llegar al sitio exacto
donde había quedado el cuerpo de Felipe, como si tuviera el
propósito de tocarlo para probar que no podía alzarse. A los
pocos segundos regresó y comenzó a caminar en busca de su
automóvil. Los soldados también caminaban, pero ellos iban
en perfecta formación, fríos, mecánicos, indiferentes, con la
actitud de quien ha cumplido su trabajo. El sol se asomó fi-
nalmente sobre el techo del edificio. La tierra dejó ver, con la
luz, el rojo de la sangre muerta, la quietud del aire muerto,
las rugosidades de la tierra muerta.

FIN

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¿Sabías qué…?
Antonio Magaña Esquivel nació en Mérida, Yucatán, el 2 de noviembre
de 1909 y falleció en la Ciudad de México en 1987. En los inicios de su
carrera literaria colaboró en el Diario del Sureste, con artículos de tema cul-
tural, dirigió una película titulada Bajo el signo del Mayab, en 1934, y pos-
teriormente emigró a la capital del país, donde desarrolló una fructífera
carrera de investigador y crítico teatral. Escribió varios libros sobre estos
temas, así como obras de teatro, la novela El ventrílocuo (1944) y La tierra
enrojecida, que recibió el Premio Ciudad de México en 1951. Treinta años
después fue galardonado con la Medalla Yucatán.

¿Quieres saber más?


Visita www.bibliotecabasica.yucatan.gob.mx
o escríbenos a biblioteca.basica@yucatan.gob.mx

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Índice
Presentación .................................................................... 7

Prólogo ............................................................................ 13

Fragmento de una carta.................................................... 21

Capítulo 1 ...................................................................... 25

Capítulo 2 ...................................................................... 37

Capítulo 3 ...................................................................... 47

Capítulo 4 ...................................................................... 55

Capítulo 5 ...................................................................... 63

Capítulo 6 ...................................................................... 71

Capítulo 7 ...................................................................... 85

Capítulo 8 ...................................................................... 91

Capítulo 9 ...................................................................... 101

Capítulo 10 .................................................................... 111

Capítulo 11 .................................................................... 123

Capítulo 12 .................................................................... 131

Capítulo 13 .................................................................... 145

Capítulo 14 .................................................................... 151


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Capítulo 15 .................................................................... 159

Capítulo 16 .................................................................... 165

¿Sabías qué…? ................................................................ 171

Índice ............................................................................ 173


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La tierra enrojecida
La impresión de este libro se realizó en los talleres de Compañía
Editorial de la Península, S.A. de C.V., calle 38 No. 444-C por
23 y 25. Col. Jesús Carranza, Mérida, Yucatán, en diciembre de
2009. La edición consta de 10,000 ejemplares en papel lux cream
de 105 grs. en interiores y forros en cartulina couché de 170 grs. en
selección de color. cepsa98@prodigy.net.mx
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