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La tierra enrojecida
ANTONIO MAGAÑA ESQUIVEL
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La tierra enrojecida
Primera edición en Biblioteca Básica de Yucatán, 2009
D. R. © de esta edición:
Secretaría de Educación del Gobierno del Estado de Yucatán
Calle 34 No. 101-A por 25, Col. García Ginerés, Mérida, Yucatán
Coordinación editorial
Secretaría de Educación
Imagen de portada
Curandero maya, de Víctor Argáez
Óleo sobre tela, fragmento
Corrección
Zulai Fuentes
ISBN 978-607-7824-05-3
Comentarios
bibliotecabasica@yucatan.gob.mx
www.bibliotecabasica.yucatan.gob.mx
Tel. (99) 9303950 Ext. 51238
© Reservados todos los derechos. Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra por
cualquier medio electrónico o mecánico sin consentimiento del legítimo titular de los derechos.
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Presentación
Los grandes desafíos de la sociedad actual pueden resolverse sólo con la
participación de los ciudadanos. Esto significa para las instituciones, y para
ti, una acción consciente e informada, no por mandato de ley sino por
convicción. Entender lo que vivimos y los procesos que nos rodean para
tomar decisiones con pleno conocimiento de quiénes somos es lo que nos
hace hombres y mujeres libres.
El libro, que se complementa con las diversas y nuevas fuentes de infor-
mación, sigue siendo el mejor medio para conocer cualquier aspecto de la
vida. En México, la industria editorial tiene hoy un amplio desarrollo; sin
embargo, los libros todavía no son accesibles a todos.
El Gobierno del Estado ha creado la Biblioteca Básica de Yucatán para
poner a tu alcance libros en varios formatos que te faciliten compartir con
tu familia conocimientos antiguos y modernos que nos constituyen como
pueblo. Para esto, se ha diseñado un programa que incluye la edición de
cincuenta títulos organizados en cinco ejes temáticos: Ciencias Naturales
y Sociales, Historia, Arte y Literatura de Yucatán; así como libros digitales,
impresos en Braille, audiolibros, adaptaciones a historietas y traducciones
a lengua maya, para que nadie, sin distinción alguna, se quede sin leerlos.
Los diez mil ejemplares de cada título estarán a tu disposición en todas
las bibliotecas públicas del estado, escuelas, albergues, hospitales y centros
de readaptación; también podrás adquirirlos a un precio muy económico
o gratuitamente, asumiendo el compromiso de promover su lectura.
A este esfuerzo editorial se añade un proyecto de fomento a la lectura
que impulsa, con diferentes estrategias, una gran red colaborativa entre
instituciones y sociedad civil para hacer de Yucatán una tierra de lectores.
Te invitamos a unirte, a partir del libro que tienes en tus manos y desde
el lugar y circunstancia en que te encuentres, a este movimiento que desea
compartir contigo, por medio de la lectura, la construcción de una sociedad
yucateca cada vez más justa, respetuosa y libre.
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Prólogo
Aparte de las obras históricas y biográficas, la figura de Felipe Carrillo
Puerto (Motul, Yuc., 1872-Mérida, Yuc., 1924), como luchador de las
causas sociales, ha sido tratada en textos de diversos géneros desde los días
posteriores a su fallecimiento hasta la actualidad. Un recuento inicial com-
prende obras como la Oda Roja, del poeta costarricense Rafael Cardona,
que en esos tiempos residía en México; un artículo periodístico lleno de
ira escrito por Diego Rivera, y otros textos que se dejaban llevar por el co-
raje de ese asesinato, que fue sin duda un enorme acto de injusticia en una
tierra que tenía un mejor destino. Asimismo, la imagen del líder se plasmó
en diversas manifestaciones pictóricas y gráficas.
Tendrían que pasar algunos años para que las expresiones literarias fue-
ran más serenas y observaran los trágicos hechos con un punto de vista
más equilibrado. Algo muy alejado de la visión heroica, mesiánica, con
que se ha envuelto la figura de este líder político y que ha hecho menos
visible su dimensión humana. Al haberse transformado las condiciones
sociales en Yucatán, tal vez los hechos fueron objeto de observación dentro
de una secuencia más prolongada, además de que se atendía a los contextos
en que se desarrollaron las acciones de gobierno y se analizaban los ante-
cedentes, en especial, los de otro revolucionario de virtudes visionarias
como fue el Gral. Salvador Alvarado.
En ese contexto fueron apareciendo piezas de teatro, relatos, novelas y
obras de otras manifestaciones artísticas. Y con el tiempo, se llegó a la es-
critura de una novela donde se percibe a Felipe Carrillo Puerto en su di-
mensión humana, como un individuo capaz de sentir emociones entre las
que figuran el aprecio amistoso y la alegría, pero también el miedo; se trata
de La tierra enrojecida, de Antonio Magaña Esquivel.
Antes de comentar esta novela es importante considerar algunos ante-
cedentes históricos, centrados en el entorno en que se desenvolvió la acción
de gobierno de Carrillo Puerto. Pensar en que el henequén, al ser impul-
sado en el siglo XIX como motor de la economía yucateca, generó tanta
riqueza que llevó a Yucatán a ser la entidad más rica de México. El hene-
quén era el primer producto de exportación del país, encima del petró-
leo, cuyos yacimientos actuales eran en su mayor parte desconocidos.
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Es extraño que el nombre de la mujer mala sea Xbatab, como la “amiga primera” de Fe-
lipe, que influyó en la formación de su personalidad y que en la leyenda incluida en esta
novela aparece como Xpicoltá-Xbatab. En la leyenda contada por Rosado Vega la pros-
tituta se llama Xkebán, mientras que Utz-Colel es la mujer virtuosa que se convertirá en
la Xtabay.
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Cordialmente suyo.
Alfonso Reyes
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Dante Alighieri
La divina comedia, canto VIII
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Juego de Pelota y dijo: “He abierto esta carretera para que ven-
gan ustedes a contemplar la grandeza de nuestros antepasados,
seguro de que inspirados en ellos aspirarán también a ser gran-
des…” Había creado la Liga Central de Resistencia, idea suya
en que se combinaban los torneos pedagógicos, la actividad gre-
mial, los llamados “lunes rojos” que eran veladas culturales, y
las campañas electorales. Cuando comenzó a tomar forma y
fuerza la Liga Central, organizó los primeros congresos obreros,
en Motul y en Izamal, y proclamó que lo más grato y prome-
tedor de todo lo que hasta entonces ocurría eran los postulados
que allí surgieron como sustento y espíritu del Partido Socialista
del Sureste. Y dispuso que se tocara la Internacional.
La gente contaba historias, ciertas o inventadas, en torno a
su vida. Lo único de que todos estaban seguros se refería a la
confianza absoluta, a la fe mítica que a su figura habían erigido
los campesinos, los trabajadores. Y sin embargo, parecía im-
posible que el indio viera en aquel hombre su par y gemelo.
Cuando se mencionaba aquella leyenda sin fondo que corría
en voz baja y que hablaba del hombre de los ojos verdes y
blanco y barbado que siglos atrás se fue por el ancho mar y
prometió volver un día para redimir al indio, no se encontra-
ban sino reservas y escapatorias; y cualquier campesino se li-
mitaba a estirar los labios en una sonrisa pequeña e
indefinible, casi imperceptible, y a exclamar:
—¡Quién sabe…!
En cuanto a la vida anterior de aquel hombre, todo se volvía
conjeturas, sospechas y excitación narrativa. Resumía, induda-
blemente, una secreta energía que acaso era su principal virtud.
Las gentes se remontaban a muchos años atrás, cuando Felipe
vivía en Motul al lado de sus padres, y creían tener algún fun-
damento para suponer que su primera educación provino del
contacto con los peones de las haciendas henequeneras de esa
rica zona, a lo menos en el sentido, que él pregonó después,
de que la educación es el fortalecimiento de la voluntad. Felipe
solía hablar de una mujer india que nombraba “mi vieja Xba-
tab” y que influyó en la formación de su personalidad.
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pistola que traía a la cintura y que asomó por fuera entre los
hilos, casi rozando el suelo. Felipe estuvo un rato silencioso.
—Rosadito —dijo, de pronto—. ¿No tiene la Compañía
otra embarcación disponible?
Rosado, algo aturdido por la desvelada y la fatiga, miró a
Felipe y trató de sonreír. Habían caminado los dos hacia la
puerta y allí ocuparon las sillas que estaban junto a la mesa
donde se jugó a la baraja. Edesio y Ramírez, continuando su
guardia, daban paseos por el largo corredor del frente.
—No, don Felipe —respondió Rosado—. No dispone de
ninguna otra. Se lo aseguro.
—Sé que tienen varias y que todas vienen a parar a Chikilá.
—Es cierto; pero en estos momentos están fuera. Una mar-
chó a Progreso a recoger a no sé qué personas; y otra llevó a
don Gustavo Patrón a Riolagartos, para recibir la carga de palo
de tinte. En realidad, la única embarcación de que puede dis-
ponerse hoy es el bote que está en Chikilá. Usted lo verá, don
Felipe.
Sacudió, contrariado, la cabeza y levantó los ojos para ver
si el cielo se había despejado de aquellos nubarrones negros.
La obscuridad se había ido diluyendo y las menudas estrellas
habían desaparecido con la primera claridad del amanecer. No
había calor; era una humedad pegajosa, que castigaba el
cuerpo a través de la ropa y aumentaba el cansancio de los
músculos. Rosado ordenó al mozo hacer café y reunir todo lo
que pudiera para el desayuno. Entonces, con la aurora que ya
asomaba, pudieron ver aquellos hombres que sus rostros esta-
ban rígidos, con un color de cera, y que sus ojos mostraban
un tono enrojecido en el borde de los párpados.
—¿A qué hora saldremos de aquí? —preguntó Benjamín.
—Inmediatamente después del desayuno. Un poco de café
caliente caerá bien a todos.
Mientras se preparaba el café, Rosado anduvo registrando
armarios y cajones y reunió algunos objetos: cobertores, víve-
res en lata, cigarros, dos pabellones. Luego, con ayuda de Ur-
quizo, quitó las hamacas e hizo un bulto con ellas.
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jas marcaban las cuatro y calculó, por la luz del sol, que pronto
anochecería. Llamó a Benjamín, que despertó de un salto.
Luego despertó a los demás.
—Ya es tarde —dijo. Creo que me toca el turno de dormir
un rato.
Los que estaban acostados levantaron la cabeza. Se estira-
ron con modorra, se pusieron en cuclillas y luego dieron un
salto para ponerse en pie, los dos boteros seguían en el mismo
sitio, a unos pasos de distancia. Felipe murmuró al oído de
Wilfrido:
—Estoy rendido y quiero dormir. Tú quédate de guardia,
con Ramírez, o con Rizo: con cualquiera que tú elijas. Espe-
cialmente, mucho ojo con esos tipos del bote.
—¿Tú crees, Felipe, que intenten alguna cosa?
—No sé, cuando menos, en cualquier descuido, llevarse el
bote y dejarnos sumidos aquí, encajonados. Y eso es lo que
importa evitar. ¿Entiendes?
—Descuida. Procura dormir que tienes muy mala cara.
—¡Ah! Otra cosa. Las armas están allí envueltas para im-
pedir que se mojen o les entre arena. Que ninguno de esos
tipos se acerque a tocarlas.
Se extendieron sobre la arena Felipe y Benjamín, cubiertos
con sendos cobertores. Antes de cerrar los ojos, Felipe reco-
mendó todavía:
—Y que abran algunas latas para ver si cenamos algo.
Durante un rato los hombres guardaron silencio, estirán-
dose, desperezándose. Edesio en compañía de Urquizo y de
Marín emprendieron una caminata, los fusiles al hombro, con
la intención de hacer un breve reconocimiento. El licenciado
Berzunza y Ramírez registraron la bolsa de víveres y sacaron
unas latas que decían: “Salchichas de Viena”, otras que decían:
“Salmón”, y unas rebanadas de pan.
—Necesitamos leña —dijo Berzunza—. Usted, Rizo, vea
por dónde encuentra algunos troncos.
El sol estaba rojo, cerca ya del horizonte. El viento conti-
nuaba con igual fuerza. Apareció Rizo con unos alambres re-
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ayuda que podían tener ahora era la del hombre que les ha-
blaba, que los guiaba ahora y que los había guiado antes.
—Se trata, pues, de que en este bote —y Felipe extendió
el brazo y puso toda la intención en sus palabras—, conduz-
can a Barroso hasta Chikilá. Necesita atención médica, sin
más demoras. Sería un crimen retenerlo aquí.
—¿Conduzcan, quiénes? –preguntó Berzunza.
—Tú, Edesio y Rizo que es mecánico y marino.
—¿Y ustedes, qué?
—Nosotros permaneceremos aquí, en espera de que ustedes
regresen trayendo una verdadera canoa-motor. Estoy seguro de
que esa pieza que Rizo encontró rota en la Manuelita, ya está
compuesta. De no ser así, o en caso de no poder soldar o repo-
ner la pieza para echar a andar esa canoa-motor, vayan al Cuyo
y por los medios que sean precisos traen ese barco Weherum, de
tres palos, que ya debe haber llegado de Tampa. ¿Entendido?
En último caso, de no lograr ni una ni otra cosa, lo cual sería el
colmo de la mala pata, se traen en este mismo bote a un guía
que nos conduzca por el monte para salir a Santa Cruz. Tienen
ustedes veinticuatro horas para desempeñar esta comisión.
—Bueno, sí, conformes. Pero, ¿ustedes, qué harán?
—Esperar, nada más. Es lo más práctico, que vayan sólo cua-
tro hombres en el bote. Si vamos todos, no hacemos sino estorbar
y retardar la marcha. Por supuesto, confiamos en que estarán de
regreso mañana a más tardar, porque ni víveres ni agua tenemos
para más tiempo. Es decir, en manos de ustedes queda el éxito
de este asunto, nuestra salvación. ¿Aceptan? ¿O quieren que pon-
gamos a sorteo la designación de quienes deben ir a Chikilá?
Lo hombres se miraron de nuevo, sorprendidos por esta
decisión de Felipe. Hubo un momento de silencio. El sol bri-
llaba con frialdad, pero el aire venía caliente. Durante unos
segundos sólo se escuchó el murmullo de las olas que se recli-
naban ya sin fuerza sobre la arena.
—Yo estoy listo —dijo al fin Berzunza—. Y creo que tam-
bién Edesio y Rizo. Si los demás están de acuerdo, iremos los
que tú designaste.
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Cuando mi padre los vio pasar, atados por los codos, entre
los guardias de la chiclería, corrió y me ordenó que viniera a
darle el aviso a usted, don Felipe.
El sol ardía y el muchacho jadeaba aún. Felipe dio unos
pasos, se detuvo y observó el bote. Aún después de unos se-
gundos, continuó observando el bote y la distancia que se ex-
tendía hacia el sur, sobre el mar. Finalmente, dio la vuelta y se
enfrentó al grupo de hombres sucios y desesperados que per-
manecían en silencio, con la boca reseca.
—Has hecho un buen trabajo —dijo al chiquito—. ¿Cómo
se llama tu padre?
—Benigno Jiménez, señor. Vivimos en Holbox, a poca dis-
tancia de aquí. Mi padre hace viajes a Chikilá y es costumbre
que yo lo acompañe. Conozco muy bien estos rumbos.
—¿Serías capaz de ayudarnos a llegar a Holbox? Ninguno
de nosotros sabría manejar tu bote tan bien como tú.
—¡Cómo no, señor! Si usted quiere, yo los llevo.
—¿Cabríamos todos en el bote? Somos seis y tú, siete.
El muchacho meneó lentamente la cabeza; sus ojos se fija-
ron por un momento en la embarcación, que en realidad era
un cayuco que se gobernaba con un remo de pala ancha.
—Creo que sí —dijo al fin—. Iríamos costeando, muy
cerca de la playa. Nada más hay que tener mucho cuidado con
los bajos y los pantanos.
—¡Pues de una vez! —exclamó Benjamín—. ¿Qué espera-
mos? ¿Qué vengan las tropas a sacarnos a balazo limpio?
Felipe escudriño el horizonte por el rumbo de Chikilá. No
se veía nada, a no ser el reflejo del sol sobre el agua y algunas
nubecillas bajas. Dio instrucciones de recoger todo, las mo-
chilas, los cobertores, las armas y acomodarse inmediatamente
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FIN
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¿Sabías qué…?
Antonio Magaña Esquivel nació en Mérida, Yucatán, el 2 de noviembre
de 1909 y falleció en la Ciudad de México en 1987. En los inicios de su
carrera literaria colaboró en el Diario del Sureste, con artículos de tema cul-
tural, dirigió una película titulada Bajo el signo del Mayab, en 1934, y pos-
teriormente emigró a la capital del país, donde desarrolló una fructífera
carrera de investigador y crítico teatral. Escribió varios libros sobre estos
temas, así como obras de teatro, la novela El ventrílocuo (1944) y La tierra
enrojecida, que recibió el Premio Ciudad de México en 1951. Treinta años
después fue galardonado con la Medalla Yucatán.
Índice
Presentación .................................................................... 7
Prólogo ............................................................................ 13
Capítulo 1 ...................................................................... 25
Capítulo 2 ...................................................................... 37
Capítulo 3 ...................................................................... 47
Capítulo 4 ...................................................................... 55
Capítulo 5 ...................................................................... 63
Capítulo 6 ...................................................................... 71
Capítulo 7 ...................................................................... 85
Capítulo 8 ...................................................................... 91
La tierra enrojecida
La impresión de este libro se realizó en los talleres de Compañía
Editorial de la Península, S.A. de C.V., calle 38 No. 444-C por
23 y 25. Col. Jesús Carranza, Mérida, Yucatán, en diciembre de
2009. La edición consta de 10,000 ejemplares en papel lux cream
de 105 grs. en interiores y forros en cartulina couché de 170 grs. en
selección de color. cepsa98@prodigy.net.mx
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