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Principios de una ontogogía fundamental

Según el Teéteto y la República, la filosofía comienza por el


asombro, o más precisamente por ese malestar mental que nos
invade cuando nos enfrentamos con percepciones que son
conflictivas entre sí pero que aparentemente están ambas bien
acreditadas.

En un pasaje famoso, este estado de sufrimiento, en el cual


el alma se encuentra, por así decirlo, forcejeando con una idea
aun no formada, es comparado con los dolores del parto, y en la
relación con sus discípulos, el filósofo es presentado como la
partera del espíritu. Su tarea no es la de pensar por otros
hombres, sino la de ayudarles a dar nacimiento a sus propios
pensamientos. Esta concepción de la filosofía y de su función
está muy lejos de ser estrictamente “intelectualista” en un
sentido peyorativo. La filosofía es, a los ojos de Platón, un “modo
de vida”, una disciplina para el carácter no menos que para el
entendimiento. Pues Platón está convencido de la profunda
verdad encerrada en aquel dicho de los viejos fisiólogos de que
“lo semejante conoce a lo semejante”.

Su teoría de la educación está dominada por la idea de que


la propia mente “imita” inevitablemente el carácter de las cosas
que ella contempla habitualmente. Justamente porque la
aspiración a la sabiduría es la expresión fundamental de la
verdadera naturaleza de la mente, esta aspiración no puede ser
proseguida persistentemente sin que produzca una
transfiguración de nuestro entero carácter; su ultimo efecto es
reproducir en el alma individual esas reales características de
ley, orden y objetivo racional que la contemplación del filósofo
revela como omnipresentes en el mundo del conocimiento
genuino.

Pero el punto de partida del entero proceso es una emoción


intelectual, una pasión por penetrar en la verdad. El peregrinaje
hacia lo alto emprendido por el alma empieza para Platón no,
como para Bunyan, por una “convicción del pecado”, sino por ese
humillante sentido de ignorancia que Sócrates se proponía
despertar en todos aquellos que se sometían a su bombardeo de
preguntas.

Intuición e ilustración son los primeros requisitos para


una moralidad sólida en no menor grado que para la ciencia. En
la acción y también en la especulación, lo que distingue al
filósofo de otros hombres es el hecho de que donde estos tienen
meras opiniones, él tiene conocimiento, esto es, convicciones
que han sido conquistadas mediante una indagación intelectual
libre y que pueden ser justificadas ante el tribunal de la razón.

El mundo tal cuál se le aparece al hombre ordinario es un


escenario cargado de cosas en desorden, confuso, oscuro; y su
llamada experiencia está formada por lo que Platón llama la
opinión, la doxa… Pareciera que este hombre se hunde en las
más abyectas de las confusiones, sumergido en creencias
completamente contradictorias y cambiantes. Este hombre
recurre permanentemente a la emoción irracional. Frente a esto,
debe haber un cuerpo bien formado, conectado entre sus
elementos con matemática geometría. Un sistema de verdades
sólidas y válidas universalmente, consistente a partir de un
principio a lo largo de deducciones bien conectadas, poblar el
“cosmos ideal” de una densidad ontológica que permita al alma
del hombre alzarse a la luz de la verdad. Este es básicamente el
eón, la luz que atraviesa fundamentalmente desde Grecia, la
cultura de occidente.

Pero Platón, cuando pregunta lo que pregunta; por


ejemplo: ¿qué es la valentía? ¿Qué es la virtud? (cf. por ejemplo
Laques 190 c y siguientes). La pregunta emerge no únicamente
con la vitalidad de alguien que solamente posee un malestar
vital, sino de alguien

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