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La persona y la lógica del amor

Valmore Muñoz Arteaga

Ensayo perteneciente al libro: La teología del Cuerpo de Juan Pablo II


Publicado en 2017 por la Universidad Católica Cecilio Acosta

En el acto II, escena II de su Hamlet, Shakespeare, nos muestra al hombre en su


gloria y en su miseria: “¡Qué obra maestra es el hombre! ¡Cuán noble por su razón! ¡Cuán
infinito en sus facultades! En su forma y movimiento, ¡cuán expresivo y maravilloso! En
sus acciones, ¡qué parecido a un ángel! En su inteligencia, ¡qué semejante a un dios! ¡La
maravilla del mundo! ¡El arquetipo de los seres! Y, sin embargo, ¿qué es para mí esa
quintaesencia del polvo?” Algo similar nos ofrece en sus Pensamientos Blaise Pascal
cuando, al preguntarse acerca de qué es exactamente el hombre termina por señalarlo como
una quimera, como novedad monstruosa, como caos, sujeto de contradicciones. El hombre
es juez de todas las cosas, pero, al mismo tiempo, es miserable gusano de tierra.
Depositario de la verdad, así como cloaca de incertidumbres y errores. Gloria y negación
del universo. La explicación sobre el hombre, al igual que el amor, de cuya imagen brotó al
inicio de los tiempos, es harto fácil, harto difícil, precisamente por ser una contradicción
siempre misteriosa. El hombre es, entonces, un misterio, pero que puede ceder a su
comprensión por medio de la luz de otro misterio mayor que él. El misterio que envuelve al
amor, fuente y origen de todo lo visible y lo invisible. Sin embargo, ese amor luminoso
vino al mundo, pero los hombres dieron la espalda a ese amor y se lanzaron en brazos de
las tinieblas (Jn 3,19) Romper con esa contracción es posible si nos abrimos a la lógica del
amor como acceso a la persona.

Para saber qué es el hombre debemos aventurarnos en la indagación de lo que es la


persona y hacerlo, además, desde la perspectiva del amor, desde su lógica, pues, el amor es
justamente la apertura a lo valioso de la realidad, de las cosas que nos rodean. El amor, dice
Max Scheler, es un explorador o un guía que busca los valores, que es capaz de ir
ampliando cada vez más la esfera de valores accesibles al hombre. Esta lógica del amor,
como la llamara en su momento Scheler para hacerla eje central de toda su ética, contribuye
enormemente a abrirnos ante la posibilidad de erigir una nueva antropología que pueda
apoyarse sobre una experiencia esencialmente humana. Una antropología que promueva un
cambio que contemple toda comprensión e interpretación del hombre en lo que es
esencialmente humano, que produzca una visión que vaya mucho más allá de la simple
corporeidad. Como lo señalaría Juan Pablo II al afirmar que no se trata solamente del
cuerpo, sino del hombre, “que se expresa a sí mismo por medio de ese cuerpo y en ese
sentido «es», por así decirlo, ese cuerpo”. En los actos de cada hombre se desnuda
esplendorosa o lóbrega la constitución de la persona. Los actos, cada acción, van dando
forma al hombre que vamos siendo y ese «ir siendo» va generando nuevos actos, nuevas
acciones. La persona se va realizando en un dinamismo concreto y ese dinamismo es el
amor en el sentido trinitario, es decir, en la donación que contribuye a que el otro también
pueda ser. Somos un entramado que socorre a otros en su devenir humano, mientras esos
otros nos socorren en el nuestro. El resultado será la realidad que desde cada «mismidad»
humana vaya determinando.

El amor no es simplemente una emoción, también es una manera de relacionarnos,


al menos así lo afirma Martha Nussbaum quien, partiendo de la ética aristotélica, está
convencida de que el amor nos permite siempre un conocimiento profundo de nosotros
mismos y del otro y, obviamente, si permitimos que sea el amor quien aromatice nuestras
acciones es posible que, poco a poco, esa utopía de una civilización del amor vaya
desnudándose en pleno corazón de la realidad. Creo que fue Marcel Proust quien, entre
muchos otros, apuesta por intentar promover un conocimiento a partir del corazón, pues,
hay un espacio interior al cual la ciencia del conocimiento no tiene acceso. Nussbaum
señala que el conocimiento del corazón debe provenir del mismo corazón, debe irse
tejiendo progresivamente a través de las penas y anhelos, de nuestras propias respuestas
emocionales: un conocimiento del corazón por medio del escrutinio del intelecto, o como
apuesta la Iglesia cuando propone un conocimiento del hombre y del mundo a partir del
abrazo amoroso entre fe y razón. El mundo en el que nos vamos tejiendo y destejiendo se
nos antoja una construcción, frágil gracias a Dios, que insurge a partir de la vergüenza y la
repugnancia. Si lo que mueve a los hombres son las emociones, entonces es fácil
comprender cómo es que las relaciones con los otros parecen estar modeladas por el asco,
aunque se pueda creer que vienen acariciadas por las venas siempre novedosas del amor.
Efectivamente, somos una contradicción constante y permanente, pero siempre tenemos la
oportunidad de decidir entre Cristo y Barrabás.

Juan Pablo II que centró todo su pontificado en la evangelización a partir de la


verdad y el ethos que vibran en el amor humano, afirma que el significado normativo de las
palabras de Cristo está profundamente enraizado en su significado antropológico, en la
dimensión de la interioridad humana. “Las palabras de Cristo tienen un explícito contenido
antropológico (…) Estas palabras, mediante su contenido ético, constituyen esta
antropología y simultáneamente exigen, por así decirlo, que el hombre entre en su plena
imagen” comprendiendo que tanto las razones antropológicas y éticas permanecen en
relación recíprocas. Unas se alimentan de las otras y las otras se desbordan en la realidad
hechas acciones que develan a la persona. Unas se alimentan de las otras cocidas por una
consciencia distinta: una consciencia de la armonía. Panikkar nos habla de ella como el
resultado espontáneo de la integración de las tres dimensiones humanas, es decir, de la
sensibilidad, de la razón y de la fe: ni dominio de una sola forma, ni de dos, sino
interpenetración en relación de interdependencia. Lo crítico y lo místico tienen una raíz
común, y eso parecen haberlo intuido tantos, como Proust, por ejemplo, quien, como ya
apuntamos, nos propone un conocimiento a partir del corazón, que nos recuerda –o debería
recordar– las constantes solicitudes evangélicas de mirar con los ojos del corazón. Razón,
fe y sensibilidad en armonía son un llamado constante a descubrirnos como seres vivos que
respondemos a un sistema abierto que no tiene cabida dentro de ningún totalitarismo
racional o intelectual, ese gran hermano al cual le debemos el derrumbamiento de lo
humano en el corazón de la sociedad.

Shakespeare y Pascal, así como tantos otros están en razón al afirmar que el hombre
es una contradicción, ser de luz y sombras, lo hemos dicho, pero, al mismo tiempo, también
es un ser místico por naturaleza, pero ha preferido ser, más bien, un ser sin contenido, sin
sentido, anodino, oído presto siempre al canto de las sirenas. Cuando el amor pierde
contenido, pierde sentido, la persona y sus acciones también, se desvían de su cauce natural
que es la búsqueda concreta del bien. Esa búsqueda es la que tiene por objetivo el hallazgo
de la Verdad: la verdad de la persona humana, aquello por lo que la persona es lo que es, en
su no reductibilidad, es una verdad que implica un llamamiento a la libertad de la persona
misma, o como lo señala Juan Pablo II: el ser-personal implica un deber-ser. La verdad es
el ser mismo, toda criatura está constituida por esa relación de origen con Dios: este es su
ser. Dios es amor y la percepción de Dios, el Ser, como amor cristalizado parece llevar a la
experiencia de su estructura como amor universal, como una efusión de amor que no tiene
en cuenta los objetos a los que se dirige: en otras palabras, un amor total a todo aquello que
lleva en sí una chispa del Ser. Si la estructura de Dios, de lo último es el amor, reflexiona
Panikkar, entonces este es el amor que ama, o amor del amor, amor-en-sí-mismo: es como
un „ojo‟ que se ve a sí mismo, una „voluntad‟ que se ama a sí misma, un „ente‟ que se
vuelca fuera como „Ser‟, una „fuente‟ que se reproduce totalmente en una imagen idéntica y
que después emerge en el Ser como aquello que acoge a la fuente. Volviendo a Scheler,
para él el amor es un movimiento ascendente que está asociado al valor. Por eso, en un
inicio se siente un amor inferior que se va alimentando a través de la atención, el interés y
el percatarse de, hasta hacerse superior, es decir, hasta el despertar de un «abrir de ojos»,
hasta que la autenticidad del amor se manifiesta.

El Concilio Vaticano II y la Doctrina Social de la Iglesia apuntan hacia la


posibilidad de construir una civilización del amor fundada en el respeto a la dignidad de la
persona humana. Esto implicaría, sin duda, replantear por completo la visión antropológica
dentro de la cual hemos sido definidos. Dar la espalda a la cultura de la muerte harto
explicada, para plantarnos frente a la determinación de darle forma a una cultura de la vida
a partir del amor. Para ello es fundamental una nueva y más fresca comprensión de la
educación que hunda sus raíces en la profundidad del amor que ayude al ser humano a
percibir su entorno inmerso en una dinámica de emociones, pues como escribe Goethe:
“Quien contempla en silencio a su alrededor, aprende como edifica el amor”. Con este
pensamiento referimos la cultura del amor, y en cierto modo el camino hacia Dios. Cuando
el ser humano ama a una persona, una cosa, o la naturaleza, quiere decir que en su centro
personal sale de sí como unidad corporal y comienza la acción constructiva del mundo y
sobre el mundo con la esencia del amor. Esta nueva contemplación del hombre y el mundo
a partir de la lógica del amor debe nacer en la familia, en la escuela y en la comunidad, esta
tríada es la que incide para que el ser humano construya sus valores desde la esencia del
amor y aprenda a reconocerse y a reconocer a los otros como personas. Todo se desentraña
en un darse cuenta, darse cuenta que él o ella es un ser único, capaz de amar y de ser
amado, por lo que, todo aquello que siente corresponde a su estructura de valores, el amor
en todos sus niveles, el cariño, los estados sentimentales, la indiferencia, la alegría, la
tristeza, la simpatía, la compasión, entre otras.

Paz y Bien
JHR.

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