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Los “simulantes” de la modernización en Chile

Eda Cleary
Socióloga, doctora en Ciencias Políticas y Económicas, Universidad de Aachen
9Estoy a favor

José Miguel Ahumada


Doctor en Filosofía, Estudios de Desarrollo, Universidad de Cambridge
4Estoy a favor
Carta de Eda Cleary
24 julio 2015

http://e-pistolas.org/debate/los-simulantes-de-la-modernizacion-en-chile/

Estimado José Miguel Ahumada:

La lectura de tu artículo “El fracaso no es de las reformas, sino del reformismo” (El
Mostrador, 18 de julio de 2015) me pareció interesante y digno de discutir.

La idea de que el reformismo ha fracasado una vez más en Chile es correcta.


Pero, ¿será la causa de esta nueva frustración la falacia de la “tesis
modernizadora” levantada por la élite duopólica? ¿Habrán soñado alguna vez
con un estado de bienestar (y/o subsidiario) eficaz para Chile, aun conservando la
matriz productiva, o se tratará de un nuevo desfasaje entre orden político y
económico (Pinto) el que impide la modernización en Chile? Dado el hecho
evidente de una convergencia ideológica casi total con la “visión del mundo”
contenida en la Constitución de la dictadura por parte de la élite duopólica, ¿cabe
trazar diferencias esenciales entre Nueva Mayoría, Concertación y/o Alianza en
relación al empresariado saqueador, o estamos frente a una élite homogénea?
Me parece que el fracaso del reformismo, comprendido como un instrumento
político de seguimiento, corrección y mejoramiento de un proceso para avanzar
hacia un objetivo trazado, es ajeno al tipo de élite que tenemos en la
actualidad, debido fundamentalmente a elementos subjetivos, por tratarse de
élites “premodernas” ( al decir de Max Weber), ya que claramente están
inspiradas en tipos de racionalidad (basada en “valores”, “tradiciones” y
“afectos”) propios a regímenes de dominación de corte carismático o
tradicional, no susceptibles a la regulación burocrática apegada a la ley, al
avance de la ciencia y la secularización y, por sobre todo, incompatibles con
la predominancia de la “racionalidad instrumental” (Zweckrationalität),
condición fundacional de la modernidad en el mundo occidental.

Por “racionalidad instrumental” Weber comprendía la coherencia entre


pensamiento y acción, que no es más que trazar un plan, seleccionar los
instrumentos más “eficaces” disponibles según el conocimiento científico-
tecnológico para su realización, y tener la capacidad de adelantarse a posibles
efectos colaterales indeseados en orden a neutralizarlos y seguir avanzando. Esta
nueva lógica de la acción social habría generado las condiciones para el
surgimiento de una forma de ejercer el poder en el marco de una dominación
“legal”. Y allí, donde la élite gobierna en base a un cuadro burocrático
profesionalizado, un estricto apego a la ley y la regulación de la actividad
económica en pos del logro de objetivos políticos planificados, se ha
construido efectivamente un estado de bienestar, al menos hasta el cambio de
paradigma productivo con eje en la información, capaz de liberar al ser humano de
las inseguridades de los regímenes premodernos. Tanto los sultanatos, como la
monarquías, las tribus, las dictaduras de todo tipo, o los regímenes
presidencialistas a ultranza o en transición, como el chileno, se caracterizan por
ser resistentes al conocimiento, arbitrarios en el ejercicio del poder y dispuestos
siempre a la toma “irracional” (no instrumental) de decisiones al momento de
defender sus intereses particulares, sentimientos y estilos de vida en contra de la
mayoría.

La élite chilena corresponde dramáticamente a esta descripción. De lo


contrario no se explicaría su práctica nepótica del poder, su apego irracional
a los valores del manejo económico depredador, su fanatismo religioso, su
alienación social y su manifiesta resistencia a la aplicación del conocimiento
científico en el accionar político-económico. Se trata de una élite sólo con
“pretensiones” de “modernidad” (no cambia la matriz económica, insiste un una
educación comercial y de mala calidad), es decir, se transforma en una élite
“simulante”, obsesionada por las apariencias y una brutal codicia.

Me parece que tu análisis podría enriquecerse si ampliara su espectro analítico


hacia la comprensión de la verdadera esencia cultural de la actual élite chilena,
que en los hechos lleva veinticinco años de práctica antireformista.
2

Carta de José Miguel Ahumada


27 julio 2015

Estimada Eda:

Muchas gracias por tus comentarios. La dicotomía weberiana que presentas entre
la fuerza racionalizadora de la modernidad que choca con una élite premoderna y
depredadora ilumina el centro del problema del desarrollo chileno: una élite cuya
máxima prédica de progreso es su propio crecimiento pecuniario.

Para problematizar su matriz económica-cultural, como sugieres, pienso que


debemos volver muy atrás en el tiempo. Dicha matriz tiene fuertes raíces en
nuestra historia económica, estando en la base de nuestro tipo de capitalismo. A
partir de mediados del siglo XIX se impuso una alianza entre el capital exportador
minero del norte, el capital comercial-financiero del centro y la hacienda del sur
(aquello que Véliz denominó la “mesa de las tres patas”), que construyó todo un
régimen político-cultural sustentado en tres valores medulares: autoritarismo,
tradicionalismo y libre comercio, fuentes ideológicas de aquella “fronda
aristocrática” y de nuestro subdesarrollo.

Dicha alianza ha sido, por lejos, la más exitosa de nuestra historia: construyó su
estabilidad política en base a la costumbre y la tradición (“el peso de la noche” de
Portales). Su inserción al libre comercio fue de la mano del salitre y del agro. Sus
ganancias pecuniarias y consumo ostentoso se multiplicaron, mientras la
tradicional hacienda y la extractiva minería se consolidaban como nuestra matriz
productiva. Por primera vez, Chile se presentaba como ejemplo de “progreso” ante
los ojos extranjeros, “La República modelo” la denominó The Times en 1880.

A su vez, venció en cada uno de los intentos modernizantes de destronarle su


poderío (Guerras Civiles de 1851-59 y 1891), mientras logró exitosamente moldear
el proyecto de sustitución de importaciones del siglo XX de forma tal que se dejara
intacta la hacienda y pudiera lucrar con la protección de un Estado débil
políticamente. Dicho “Estado de compromiso” sembró contradicciones
estructurales, como sostiene Pinto, entre fuerzas modernizantes y una fronda
improductiva, derivando en el ciclo de radicalización de los 60.

El tercer intento por quebrar dicha fronda, con Frei y Allende, recibió la más
pragmática violencia. Cuando la fuente de sus tradiciones está en juego (su
propiedad), devienen en fríos calculadores. El golpe militar les vuelve a dar respiro
y tiempo para reconstruir el orden en lo político, el respeto a la nación y el libre
comercio. A ese proyecto se le denominó “modernización”. Portales vuelve a
descansar en paz.
Uno puede decir que nuestra fronda es tradicionalista y católica, pero vaya que es
pragmática y estratégica cuando se trata de defender su, parafraseando a Veblen,
ociosa forma de vida (un aplauso a las familias Matte y Edwards).

Ya en democracia han logrado asentarse sólidamente, replicando su misma matriz


productiva y cultural. Sus fuentes de ganancia se repiten, tal como en el siglo XIX:
extractivismo minero en el norte (Ponce, Luksic), sector financiero-comercial con
sede en Santiago (Solari, Cencosud, Luksic, Walmart) y de recursos naturales en
el sur (Angelini, Matte), y su orden cultural combina el clientelismo en lo político, lo
“moderno” en el consumo y la tradición familiar en su vida económica (hablamos
del grupo Angelini, Luksic, etc.).

Chile es como EE.UU. si en su Guerra Civil hubiera ganado el Sur conservador,


esclavista y libremercadista por sobre el norte industrial, moderno y proteccionista.

En este sentido, merece la pena volver a poner la vista en ese conflicto secular en
nuestra historia económica entre una dinámica pecuniaria, aristocrática y
tradicionalista representada en una élite hábil políticamente y lucrativa
económicamente (cuya máximo grado de “modernidad” es su consumo conspicuo
imitando sus pares anglosajones) y una presión (derrotada históricamente) por un
proceso modernizador en el plano económico (transformación productiva) y
político (democracia e igualdad).

El problema del desarrollo chileno hoy no es más que la excepcional fortaleza de


esa fronda aristocrática.

Carta de Eda Cleary


30 julio 2015

Estimado José Miguel:

Tu carta ilustró históricamente la “excepcional fortaleza” de la fronda aristocrática y


su capacidad camaleónica para retener el poder a cualquier costo. Ganó,
indudablemente, la opción “irracional” (en la lógica weberiana) de desarrollo.

Sin embargo, conviene subrayar que su triunfo durante la transición lo logró con
una nueva estrategia, única en la historia de Chile, que fue la cooptación
ideológica de los que se suponían eran sus oponentes, descabezando la
representación política de importantes sectores de votantes y mutando, por lo
tanto, hacia lo que se podría definir como la “fronda duopólica”. Para comprender
más finamente las causas de esta convergencia ideológica, destacaré dos libros
escritos hace dieciocho y quince años atrás: los de los sociólogos Tomas Moulian
(Chile Actual: Anatomía de un mito, 1997) y Felipe Portales (Chile: La democracia
tutelada, 2000).

Estos autores analizaron dos elementos claves que fueron base de los consensos
duopólicos: el simulacro de igualdad social, basado en el acceso masivo al crédito
de consumo para la mayoría de la población; y, por otro lado, la “servidumbre
voluntaria” de la Concertación, al aceptar nuevas restricciones a posibles cambios
de la Constitución mediante quórums prácticamente inalcanzables, entendiendo
esta operación como una voluntad política de “estabilidad” para el país.

En un principio, la élite concertacionista estaba convencida de que su accionar


político respondía a un principio de responsabilidad y pragmatismo para detener
cualquier nuevo intento de golpismo. La democratización en la “medida de los
posible” era vista como un acto de renuncia a anteriores ideales en pos de un
futuro mejor. Pero con el “éxito” electoral alcanzado durante cuatro gobiernos
consecutivos, esta postura fue siendo reemplazada por la convicción de que lo
pensado por la dictadura era el único camino correcto de desarrollo para Chile y
que sólo restaba darle una pincelada humanitaria para llevarlo a la perfección.

Por otro lado, la fronda aristocrática acusó recibo de este giro ideológico
beneficioso para sus intereses, y también procedió a empaparse de
los slogans típicos de la izquierda y del humanismo cristiano como la justicia social
y la defensa de los derechos de los consumidores, que daban la impresión de una
nueva actitud de protección ciudadana. Incluso Lavín y Longueira, ambos de la
UDI, llegaron a definirse como “bacheletistas-aliancistas” en su “nueva forma de
ver la política”. En este proceso estaban dadas todas las condiciones psicológicas
e institucionales en la élite duopólica para construir un espíritu de cuerpo común,
secretista, confidencial, exclusivo, y por ello abiertamente antidemocrático, hasta
que explotaron los casos Penta, Caval y Soquimich.

Mi intención es tratar de comprender sobre la base de qué conceptos fue posible


la aparición de un bloque homogéneo antireformista tan eficaz como la fronda
duopólica, que aunque sufrió algunas escisiones (El PRO, Evopoli, Amplitud,
MAS) permaneció en su esencia intacta.

Hay varios factores, a mi parecer, que confluyeron en una red de intereses


comunes de las asociaciones partidarias que afiataron la voluntad política para
retener el poder en manos de la fronda duopólica, pero que también,
inesperadamente, sentaron las bases para la actual crisis política. Estos factores
son: la idea de legitimidad del Estado interventor a favor de los privados como caja
capitalizadora (Isapres, AFPs, subsidios a privados), administración monopólica de
las necesidades ciudadanas (burocratización de la demanda social), la
entronización del empresariado como único creador de riqueza y líder exclusivo
del desarrollo nacional (desaparición forzada del resto de la población como
protagonista del progreso), y la natural tolerancia común frente a la corrupción.
La interrogante que surge aquí es si la actual crisis podrá ser manejada
nuevamente, como ha sido hasta ahora, con “el peso de la noche” ejercitada por
una nueva versión de la fronda.

Carta de José Miguel Ahumada


04 agosto 2015

Estimada Eda:

Concuerdo contigo en que la hegemonía de la fronda se ha consolidado, como


señala Moulian y Portales, bajo los elementos de boom de consumo (y
endeudamiento) y el relato de la estabilidad. Sin embargo, considero que el
principio rector que resignificó ambos elementos fue la aceptación del discurso
modernizador neoliberal por parte del duopolio. La cooptación ideológica funcionó
en Chile vía la aceptación de que vivimos, desde mediados de los 70, un proceso
“modernizador” económico cuyo pilar habría sido la extensión radical del mercado
capitalista (Adam Smith resucitado). La “dictadura modernizadora”, el “milagro
económico”, el “jaguar de América Latina”, “el nuevo empresario schumpeteriano
chileno”, en fin, todo el aparataje que busca caracterizar nuestra reciente historia
económica como un camino al progreso material.

Aquel principio (núcleo duro de la hegemonía de la fronda) buscó dibujar el orden


social bajo el modelo del capital, demandando muchas cosas a la sociedad: la
“democracia” debía moldearse de forma tal que no frenara tal modernización (los
candados de la Constitución), la “política” debía tener como premisa generar
certidumbre a aquel engranaje modernizador (política de los acuerdos) y el
“Estado” debía modificar su accionar para abrir las puertas a la fuerza
modernizante del capital (Estado subsidiario y neoliberal).

Toda la sociedad debía moverse al ritmo de la acumulación: “sociedad de


mercado” lo llamó Polanyi.

Dicha hipótesis modernizadora es el concepto medular con que fue posible sellar
el bloque homogéneo antireformista de la fronda. Toda alteración a dicho motor
modernizador (el mercado capitalista) implicaría, según la hipótesis reinante, un
freno al crecimiento o, en el peor de los casos, una crisis. La solución era el
acuerdo, el compromiso, pacto y gobernabilidad, la derrota de cualquier cambio
sustancial. La desigualdad y precariedad se aceptaban en tanto eran consideradas
como temporales consecuencia que el propio proceso modernizante solucionaría
en el futuro (“Deus ex modernización”).
Ahora bien, considero que ese núcleo duro ideológico (la modernización
capitalista) posee cuatro pilares, dos simbólicos y dos materiales, que, hoy por
hoy, están en un estado calamitoso.

El primero es, tal como comentas en tu carta, la idea de la ganancia capitalista


como única fuente de dinamismo y de generación de valor. Desde, por un lado, el
movimiento estudiantil y el caso de La Polar, y por otro, los casos de Penta y
SQM, aquella idea del lucro como fuente de dinamismo ha dado paso a una idea
de lucro como fuente de rentismo, clientelismo y corrupción. El giro hacia el
rentismo ha trizado fuertemente aquella idea.

El segundo pilar, complementario con el primero, es la idea de la democracia


como el gobierno de los sabios, de los técnicos, de los que, finalmente, “saben”.
La democracia se reducía a un mecanismo de elección de técnicos neutrales que
aplicaban políticas en base a cálculos racionales (el sueño de Schumpeter). Sin
embargo, ese manto de sabiduría y neutralidad del tecnócrata estalló con los
casos de corrupción que hemos visto recientemente: la élite política actual,
complementaria con la élite empresarial, ha visto su legitimidad caer por el suelo.

Los últimos dos pilares son el radical incremento del consumo en base al
endeudamiento y la (o lo que fue) bonanza del precio del cobre. Ninguno goza de
buena salud, ninguno es fuente de “modernización” y ninguno superará el mediano
plazo. El auge económico chileno ha sembrado las semillas de su propia caída.

¿Podrá la fronda aguantar tal decadencia de su proyecto hegemónico? Su


hegemonía es flexible, puede reacomodarse tácticamente, integrar elementos
exógenos, sacrificar elementos internos, cambiar lenguaje, pero siempre
manteniendo su núcleo duro material: su propiedad.

La única forma de superar su pérdida de hegemonía y sus intentos de


reacomodos es con un proyecto orgánico alternativo que, hoy por hoy, no existe.
En ese claroscuro, como decía Gramsci, es donde salen los monstruos. Es cierto,
pero también esos claroscuros pueden extenderse en una lenta y senil
decadencia, un permanente limbo político de una izquierda en punto muerto, una
centro-izquierda que vive en un fracaso ad infinitum y una derecha ahogada en
infartos y arrestos domiciliarios, todo esto financiado en base al cobre, la deuda, la
precariedad y la austeridad para la mayoría.

Carta de Eda Cleary


07 agosto 2015

Estimado José Miguel:


La hegemonía duopólica antirreformista en Chile se basó en el uso de la mentira y
el simulacro ideológico modernizador hasta fines del año pasado. A partir del
estallido de la red de corrupción político-empresarial, los márgenes de flexibilidad
táctica de la fronda para mantenerse en el poder han sufrido una fuerte limitación.
El sentimiento popular en Chile es muy similar a lo que el politólogo J.C. Monedero
dijo con respecto a la corrupción de la casta político-empresarial española: “los
canallas están envalentonados y la gente decente anda perpleja”. Pero sucede
que allí la perplejidad pasó a indignación y luego a esperanza de cambio.

Este proceso duró cerca de diez años, hasta llegar a la etapa de la esperanza con
la irrupción de Podemos como un “partido-movimiento” (Manuel Castells) que
comprendió que el nuevo escenario político del poder es la estructura de
comunicaciones de la sociedad, compuesta por la calle, los periodistas críticos de
los medios de comunicación tradicional (TV, radios, prensa impresa) y las redes
sociales. El rol jugado por la intelectualidad ha sido clave, pues ha dilucidado que
hoy en día los movimientos sociales sólo tienen un poder transformador si
permanecen en la batalla cultural por las ideas en los medios de comunicación, en
la conexión constante de las mentes a través del diálogo y la continua disposición
al cambio. La militancia tradicional en partidos políticos se torna impotente ante el
vertiginoso cambio social de la sociedad de la información, y la diferencia entre
izquierda, centro y derecha desaparece frente al arrollador éxito universal del
mensaje neoliberal: no hay pobres, sino perdedores; si no es rentable, no tiene
valor; cada individuo como gestor aislado de su destino; consumo como libertad; la
reducción del pensamiento a opinión y/o deseo; en suma, la sociedad como
supermercado (el que puede comprar vive como los dioses). En Chile, este
mensaje logró calar hondo a falta de alternativas.

El neoliberalismo actual no es más que una estrategia antirreformista de lucha


frontal contra el Estado social impulsado con gran éxito, redistribuidor de la
riqueza después de la Segunda Guerra Mundial que, por cierto, se logró luego de
encarnizadas luchas sociales y dos guerras mundiales. Nada tiene que ver con el
pensamiento liberal clásico que surgió como crítica al absolutismo monárquico
proponiendo la figura del Estado como árbitro de las fuerzas del mercado.

En nuestro país, ese Estado social nunca existió, y se pasó directamente desde la
hacienda y el capitalismo periférico dependiente al “simulacro modernizador
neoliberal”, sin que la gente disfrutara de un mayor bienestar, como en Europa. Se
les vendió la idea de “progreso” personal mediante el endeudamiento de consumo,
dejando de lado cualquier consideración de progreso colectivo, que luego sería el
mayor obstáculo para superar la escandalosa desigualdad social.

Las reformas, como sabemos, tienen históricamente su base en los movimientos


sociales, que luego se institucionalizan y mueren como tales para transformarse
en fuerzas reproductoras del statu quo hasta que surja un nuevo movimiento
transformador. Cabe recordar que los seis gobiernos duopólicos consolidaron la
imposición del pensamiento único en base a dos elementos: la eliminación de los
movimientos sociales por asimilación, miedo, represión, difamación, desgaste o,
lisa y llanamente, por su negación, y la cooptación de la mayoría de los
intelectuales con pocas excepciones, provocando la desaparición, aislamiento y/o
acallamiento del pensamiento crítico.

La actual crisis ofrece, por primera vez luego de la dictadura, una real posibilidad
de transición a la democracia. Los elementos están: se ha pasado de la
perplejidad a la reflexión crítica, y de ella a la indignación. La etapa de la
esperanza es la más difícil de alcanzar. Los movimientos sociales deben ser
capaces de “crear acontecimientos de tal nivel que no puedan ser ignorados” por
la casta y los medios de comunicación (Castells). Sólo así será posible la
construcción y difusión de un mensaje alternativo al neoliberal desde fuera del
sistema, que genere confianza y rompa su campaña del terror frente al cambio.

Carta de José Miguel Ahumada


13 agosto 2015

Estimada Eda:

Estamos completamente de acuerdo respecto al diagnóstico del simulacro o falsa


modernización del orden neoliberal impuesto en Chile. Se vende consumo
moderno en base a crédito, ingresamos a la OCDE en base al cobre y tenemos
(teníamos) instituciones políticas estables en base a las propinas que fluían del
rentismo financiero a la élite política. Tanto el capital como su aliado, la
tecnocracia, han visto caer su legitimidad como agentes de progreso, estabilidad y
cordura.

La pregunta fundamental, la que justifica todo este debate y los que se vienen es,
parafraseando a Lenin, “¿Qué hacer?”. ¿Cuál es el objetivo estratégico que
tenemos que construir como izquierda? En tu última carta, pareces sugerir que
debemos fijarnos una vuelta a un Estado social, tal como el que se practicó en
Europa desde la posguerra hasta los 70. Comparto los objetivos, aunque tengo
mis dudas al respecto.

Efectivamente, el Estado social, bajo el liderazgo de una socialdemocracia


combativa, logró iniciar un ciclo de desmercantilización de áreas fundamentales de
la reproducción social y económica: seguros sociales, participación del trabajador
en la toma de decisiones internas de la empresa, control del capital financiero,
régimen internacional flexible que resguardaba la autonomía nacional en políticas
de desarrollo, un Estado que cuidaba una sana demanda efectiva, etc. Los
resultados, por lo menos hasta los 70, fueron espectaculares: alto crecimiento
económico, reducción de las desigualdades y de la pobreza, y estabilidad política.
No por nada se le denominó a este período como “la edad de oro del capitalismo”.

La socialdemocracia había, al parecer, encontrado una solución al problema del


capitalismo sin jacobinismos de ninguna especie. No se superó el capital, sino que
se lo “gobernó”.

Sin embargo, dicho orden, podemos decir ya con décadas de distancia, tenía
bases políticas frágiles. En el contexto de una Guerra Mundial ya concluida, con la
fuerte amenaza soviética y un aumento de poder del trabajador, la posibilidad de
un giro al socialismo aparecía, a los ojos del capital, como algo a la vuelta de la
esquina. El capital cede muchos espacios de acumulación ante tal radical
amenaza. Si el nuevo orden socialdemócrata aseguraba amplias tasas de
ganancia, disciplina laboral y estabilidad política, era posible, en pos de mantener
dicho orden, ceder espacios de poder. Tan estable se veía todo que los teóricos
críticos de la época lo denominaron “capitalismo tardío”.

Como atestigua Andrew Glyn, las políticas de pleno empleo y seguros sociales
aumentaban el poder del trabajador a niveles en que el capital comenzó a ver
mermada su tasa de ganancia (“consecuencias políticas del pleno empleo” las
denominó Kalecki). La amenaza del desempleo no era ya eficaz para domesticar a
una masa laboral demandando nuevos derechos y mayor participación. Este ciclo
de politización fue lo que hizo a Hayek plantear que todo estado de bienestar
desembocaría en el totalitarismo y llevó a Huntingon, Crozier y Watanuki a
plantear la “excesiva democracia” a principios de los 70.

La amenaza soviética se había extinguido ya en los 70 mientras el crecimiento


comenzaba a perder dinamismo y la promesa de la estabilidad política estaba en
el suelo. El neoliberalismo es muchas cosas, pero una importante es, como
señalan David Harvey y Gabriel Palma, el proyecto que emanó desde el capital
financiero para reconstruir los cimientos para la acumulación sostenida vía la
expropiación de los antiguos bienes públicos, eliminación de los derechos sociales
conquistados y la remercantilización de la fuerza del trabajo. Con esto, la
reproducción de la sociedad volvía a depender de las decisiones privadas de
inversión y, de esta forma, la acumulación de capital volvía a ser la institución que
determinaba el qué y cómo producir. En este escenario, la política debía
sumergirse en el pantanoso rol de asegurar la estabilidad de los precios (vía un
Banco Central autónomo), los equilibrios macroeconómicos (he ahí la base
material para la hegemonía de la tecnocracia en la institucionalidad política) y la
credibilidad ante el capital financiero (respeto a la propiedad, disciplina social,
etc.).

La socialdemocracia muere como proyecto histórico porque fue producto de un


frágil compromiso con un capital que, a la primera oportunidad, volvió a iniciar su
ciclo mercantilizador. Se pensó que el capital no tendría capacidad de acción
estratégica ni de respuesta: se olvidó que el capital no es un medio de producción,
sino una clase con conciencia y cuya máxima es la permanente extensión de sus
nichos de acumulación.

Algo similar ocurrió en Chile. El Estado de compromiso fracasa por su incapacidad


de enfrentar a una fronda anclada en la hacienda y en las rentas derivadas del
Estado. Le aseguró relativo bienestar a las fuerzas laborales vía políticas
redistributivas fracasando en su intento de modificar las bases productivas
(aunque el Estado de compromiso tuvo mucho más éxitos de los que comúnmente
se le asocian). Ante la tensión de dicho proceso, el capital financiero deviene en
un fuerte actor político que orquesta el golpe militar e inicia el ciclo de
subordinación de la reproducción social a la dinámica capitalista.

En este sentido, el Estado social es un objetivo deseable, qué duda cabe, pero
algo que la socialdemocracia no asumió es que, para mantenerlo vivo, hay que
constantemente avanzar en nuevas conquistas sociales, acorralar
permanentemente al capital y construir un nuevo poder democrático capaz de
afrontar las respuestas del capital. Para mantener los triunfos del Estado social,
hay que ir más allá del mismo. A ese constante avanzar en el proceso de
desmercantilización y democratización se lo denominó “socialismo”. Creo que ese
debería ser, de nuevo, nuestro objetivo de largo plazo.

2 Comentarios

1. Enrique Fuentes dice:

Hoy día estamos en la peor condición de toda la historia, con una élite posesionada del kernel del sistema. Si lo pudiéramos
graficar, sería como esa élite arriba de la meseta del poder y con todas los artefactos disponibles, llámense leyes, Constitución,
poder económico, para romperle la mano y los dedos al que ose posarla al borde de la meseta para subir a esa posición, en eso
esta completamente ocupada la élite.
Esta máquina de poder está tan bien aceitada que se llegó a configurar en una forma en que cada vez que se moviliza esa gente
buscando una salida, termina quedando más amarrada que antes, más a fondo en el pozo, cada vez más en la sima, cada vez
más impedida de moverse.

2. Enrique Fuentes dice:

Estimado Jose Miguel Ahumada:


Es gratificante leer a personas que escriben desde el raciocinio y que discuten y nos hacen aparecer verdades desde lo erudito.
El alma de este país tiene la constante en el tiempo de querer tener un país justo, solidario y emprendedor, pero todos los intentos
para conseguir eso que las personas comunes y corrientes piensan acerca de cómo debería ser, se han visto truncados, y
finalmente traicionados por los mismos que levantaban la voz pidiendo los cambios, y sólo se consigue finalmente lo que “los
simulantes” creen que pueden dar sin que se les derrumbe “el modelo”.
Santiago de Chile. Ju 13/9/2018
Sáb http://www.elmercurio.com/blogs/2016/07/16/43422/La-fronda.aspx

Sabado 16 de julio de 2016

La fronda
"La hipótesis de Edwards no puede referirse actualmente a la clase alta, que perdió el poder político de
manera creciente durante el siglo XX, pero sí es una recriminación que puede lanzarse a la clase política
entera, de derecha a izquierda...".

Pedro Gandolfo

Fronda es el follaje de los árboles. La acepción política de la palabra nace, como ocurre con tantas otras, en Francia del siglo XVII,
durante la regencia de la reina Ana por la minoría de edad de Luis XIV. Los grandes de Francia conspiran contra el poder real,
aprovechándose del descontento económico general y de la debilidad circunstancial del poder real. En Chile, el historiador Alberto
Edwards Vives, en su famoso libro "La fronda aristocrática" (1928), reutiliza el término para proponer una controvertida
interpretación de la historia de Chile. Según Edwards, la intuición genial de Diego Portales sería que el único gobierno que funciona
en Chile es aquel constituido por un Ejecutivo fuerte, con un Presidente con grandes atribuciones, cuya figura opera como sustituto
del monarca. El pueblo de Chile solo obedece a un gobernante que cumpla con el arquetipo monárquico. En la visión de Edwards
las épocas de progreso y desarrollo de nuestra república son aquellas en que la clase aristocrática se resigna a gobernar, no
directamente, sino a través de un Presidente monarca, aunque este no provenga de su clase. En cambio, las crisis institucionales se
habrían producido en las situaciones en que el grupo aristocrático conspira contra el poder presidencial, buscando gobernar por sí
mismo, es decir, se constituye en una fronda. La hipótesis de Edwards no es banal e inspira la dictación de nuestros cuerpos
constitucionales básicos: las Constituciones de 1833, 1925 y 1980. En todas ellas parece subyacer el diagnóstico de que para
retomar la senda del orden y progreso es necesario fortalecer las atribuciones presidenciales porque esa es la única manera de
someter el espíritu alborotador, conspirador e indisciplinado que anida intrínsecamente en la clase política chilena.

Es obvio que la hipótesis de Edwards no puede referirse actualmente a la clase alta, que perdió el poder político de manera
creciente durante el siglo XX, pero sí es una recriminación que puede lanzarse a la clase política entera, de derecha a izquierda.
¿Acaso Allende mismo no fue víctima entre el 70 y el 73 de la fronda de la izquierda?

El reciente episodio en que la mayoría gobiernista de la Cámara de Diputados votó una indicación en materia de financiamiento
educacional en contra del proyecto gubernamental cuya modificación forma parte de las atribuciones exclusivas del Presidente de la
República, es una clara manifestación del renacer del espíritu de fronda. La agresión en la Cámara de sus propios partidarios no va
dirigida contra el ministro de Hacienda (quien indignado declaró: "Si no mantenemos una disciplina con las reglas, cualquier cosa
puede pasar"), sino contra la Presidenta de la República, cuyas facultades exclusivas fueron atropelladas en una materia
históricamente delicada: los gastos presupuestarios. El follaje se agita otra vez.

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