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Eda Cleary
Socióloga, doctora en Ciencias Políticas y Económicas, Universidad de Aachen
9Estoy a favor
http://e-pistolas.org/debate/los-simulantes-de-la-modernizacion-en-chile/
La lectura de tu artículo “El fracaso no es de las reformas, sino del reformismo” (El
Mostrador, 18 de julio de 2015) me pareció interesante y digno de discutir.
Estimada Eda:
Muchas gracias por tus comentarios. La dicotomía weberiana que presentas entre
la fuerza racionalizadora de la modernidad que choca con una élite premoderna y
depredadora ilumina el centro del problema del desarrollo chileno: una élite cuya
máxima prédica de progreso es su propio crecimiento pecuniario.
Dicha alianza ha sido, por lejos, la más exitosa de nuestra historia: construyó su
estabilidad política en base a la costumbre y la tradición (“el peso de la noche” de
Portales). Su inserción al libre comercio fue de la mano del salitre y del agro. Sus
ganancias pecuniarias y consumo ostentoso se multiplicaron, mientras la
tradicional hacienda y la extractiva minería se consolidaban como nuestra matriz
productiva. Por primera vez, Chile se presentaba como ejemplo de “progreso” ante
los ojos extranjeros, “La República modelo” la denominó The Times en 1880.
El tercer intento por quebrar dicha fronda, con Frei y Allende, recibió la más
pragmática violencia. Cuando la fuente de sus tradiciones está en juego (su
propiedad), devienen en fríos calculadores. El golpe militar les vuelve a dar respiro
y tiempo para reconstruir el orden en lo político, el respeto a la nación y el libre
comercio. A ese proyecto se le denominó “modernización”. Portales vuelve a
descansar en paz.
Uno puede decir que nuestra fronda es tradicionalista y católica, pero vaya que es
pragmática y estratégica cuando se trata de defender su, parafraseando a Veblen,
ociosa forma de vida (un aplauso a las familias Matte y Edwards).
En este sentido, merece la pena volver a poner la vista en ese conflicto secular en
nuestra historia económica entre una dinámica pecuniaria, aristocrática y
tradicionalista representada en una élite hábil políticamente y lucrativa
económicamente (cuya máximo grado de “modernidad” es su consumo conspicuo
imitando sus pares anglosajones) y una presión (derrotada históricamente) por un
proceso modernizador en el plano económico (transformación productiva) y
político (democracia e igualdad).
Sin embargo, conviene subrayar que su triunfo durante la transición lo logró con
una nueva estrategia, única en la historia de Chile, que fue la cooptación
ideológica de los que se suponían eran sus oponentes, descabezando la
representación política de importantes sectores de votantes y mutando, por lo
tanto, hacia lo que se podría definir como la “fronda duopólica”. Para comprender
más finamente las causas de esta convergencia ideológica, destacaré dos libros
escritos hace dieciocho y quince años atrás: los de los sociólogos Tomas Moulian
(Chile Actual: Anatomía de un mito, 1997) y Felipe Portales (Chile: La democracia
tutelada, 2000).
Estos autores analizaron dos elementos claves que fueron base de los consensos
duopólicos: el simulacro de igualdad social, basado en el acceso masivo al crédito
de consumo para la mayoría de la población; y, por otro lado, la “servidumbre
voluntaria” de la Concertación, al aceptar nuevas restricciones a posibles cambios
de la Constitución mediante quórums prácticamente inalcanzables, entendiendo
esta operación como una voluntad política de “estabilidad” para el país.
Por otro lado, la fronda aristocrática acusó recibo de este giro ideológico
beneficioso para sus intereses, y también procedió a empaparse de
los slogans típicos de la izquierda y del humanismo cristiano como la justicia social
y la defensa de los derechos de los consumidores, que daban la impresión de una
nueva actitud de protección ciudadana. Incluso Lavín y Longueira, ambos de la
UDI, llegaron a definirse como “bacheletistas-aliancistas” en su “nueva forma de
ver la política”. En este proceso estaban dadas todas las condiciones psicológicas
e institucionales en la élite duopólica para construir un espíritu de cuerpo común,
secretista, confidencial, exclusivo, y por ello abiertamente antidemocrático, hasta
que explotaron los casos Penta, Caval y Soquimich.
Estimada Eda:
Dicha hipótesis modernizadora es el concepto medular con que fue posible sellar
el bloque homogéneo antireformista de la fronda. Toda alteración a dicho motor
modernizador (el mercado capitalista) implicaría, según la hipótesis reinante, un
freno al crecimiento o, en el peor de los casos, una crisis. La solución era el
acuerdo, el compromiso, pacto y gobernabilidad, la derrota de cualquier cambio
sustancial. La desigualdad y precariedad se aceptaban en tanto eran consideradas
como temporales consecuencia que el propio proceso modernizante solucionaría
en el futuro (“Deus ex modernización”).
Ahora bien, considero que ese núcleo duro ideológico (la modernización
capitalista) posee cuatro pilares, dos simbólicos y dos materiales, que, hoy por
hoy, están en un estado calamitoso.
Los últimos dos pilares son el radical incremento del consumo en base al
endeudamiento y la (o lo que fue) bonanza del precio del cobre. Ninguno goza de
buena salud, ninguno es fuente de “modernización” y ninguno superará el mediano
plazo. El auge económico chileno ha sembrado las semillas de su propia caída.
Este proceso duró cerca de diez años, hasta llegar a la etapa de la esperanza con
la irrupción de Podemos como un “partido-movimiento” (Manuel Castells) que
comprendió que el nuevo escenario político del poder es la estructura de
comunicaciones de la sociedad, compuesta por la calle, los periodistas críticos de
los medios de comunicación tradicional (TV, radios, prensa impresa) y las redes
sociales. El rol jugado por la intelectualidad ha sido clave, pues ha dilucidado que
hoy en día los movimientos sociales sólo tienen un poder transformador si
permanecen en la batalla cultural por las ideas en los medios de comunicación, en
la conexión constante de las mentes a través del diálogo y la continua disposición
al cambio. La militancia tradicional en partidos políticos se torna impotente ante el
vertiginoso cambio social de la sociedad de la información, y la diferencia entre
izquierda, centro y derecha desaparece frente al arrollador éxito universal del
mensaje neoliberal: no hay pobres, sino perdedores; si no es rentable, no tiene
valor; cada individuo como gestor aislado de su destino; consumo como libertad; la
reducción del pensamiento a opinión y/o deseo; en suma, la sociedad como
supermercado (el que puede comprar vive como los dioses). En Chile, este
mensaje logró calar hondo a falta de alternativas.
En nuestro país, ese Estado social nunca existió, y se pasó directamente desde la
hacienda y el capitalismo periférico dependiente al “simulacro modernizador
neoliberal”, sin que la gente disfrutara de un mayor bienestar, como en Europa. Se
les vendió la idea de “progreso” personal mediante el endeudamiento de consumo,
dejando de lado cualquier consideración de progreso colectivo, que luego sería el
mayor obstáculo para superar la escandalosa desigualdad social.
La actual crisis ofrece, por primera vez luego de la dictadura, una real posibilidad
de transición a la democracia. Los elementos están: se ha pasado de la
perplejidad a la reflexión crítica, y de ella a la indignación. La etapa de la
esperanza es la más difícil de alcanzar. Los movimientos sociales deben ser
capaces de “crear acontecimientos de tal nivel que no puedan ser ignorados” por
la casta y los medios de comunicación (Castells). Sólo así será posible la
construcción y difusión de un mensaje alternativo al neoliberal desde fuera del
sistema, que genere confianza y rompa su campaña del terror frente al cambio.
Estimada Eda:
La pregunta fundamental, la que justifica todo este debate y los que se vienen es,
parafraseando a Lenin, “¿Qué hacer?”. ¿Cuál es el objetivo estratégico que
tenemos que construir como izquierda? En tu última carta, pareces sugerir que
debemos fijarnos una vuelta a un Estado social, tal como el que se practicó en
Europa desde la posguerra hasta los 70. Comparto los objetivos, aunque tengo
mis dudas al respecto.
Sin embargo, dicho orden, podemos decir ya con décadas de distancia, tenía
bases políticas frágiles. En el contexto de una Guerra Mundial ya concluida, con la
fuerte amenaza soviética y un aumento de poder del trabajador, la posibilidad de
un giro al socialismo aparecía, a los ojos del capital, como algo a la vuelta de la
esquina. El capital cede muchos espacios de acumulación ante tal radical
amenaza. Si el nuevo orden socialdemócrata aseguraba amplias tasas de
ganancia, disciplina laboral y estabilidad política, era posible, en pos de mantener
dicho orden, ceder espacios de poder. Tan estable se veía todo que los teóricos
críticos de la época lo denominaron “capitalismo tardío”.
Como atestigua Andrew Glyn, las políticas de pleno empleo y seguros sociales
aumentaban el poder del trabajador a niveles en que el capital comenzó a ver
mermada su tasa de ganancia (“consecuencias políticas del pleno empleo” las
denominó Kalecki). La amenaza del desempleo no era ya eficaz para domesticar a
una masa laboral demandando nuevos derechos y mayor participación. Este ciclo
de politización fue lo que hizo a Hayek plantear que todo estado de bienestar
desembocaría en el totalitarismo y llevó a Huntingon, Crozier y Watanuki a
plantear la “excesiva democracia” a principios de los 70.
En este sentido, el Estado social es un objetivo deseable, qué duda cabe, pero
algo que la socialdemocracia no asumió es que, para mantenerlo vivo, hay que
constantemente avanzar en nuevas conquistas sociales, acorralar
permanentemente al capital y construir un nuevo poder democrático capaz de
afrontar las respuestas del capital. Para mantener los triunfos del Estado social,
hay que ir más allá del mismo. A ese constante avanzar en el proceso de
desmercantilización y democratización se lo denominó “socialismo”. Creo que ese
debería ser, de nuevo, nuestro objetivo de largo plazo.
2 Comentarios
Hoy día estamos en la peor condición de toda la historia, con una élite posesionada del kernel del sistema. Si lo pudiéramos
graficar, sería como esa élite arriba de la meseta del poder y con todas los artefactos disponibles, llámense leyes, Constitución,
poder económico, para romperle la mano y los dedos al que ose posarla al borde de la meseta para subir a esa posición, en eso
esta completamente ocupada la élite.
Esta máquina de poder está tan bien aceitada que se llegó a configurar en una forma en que cada vez que se moviliza esa gente
buscando una salida, termina quedando más amarrada que antes, más a fondo en el pozo, cada vez más en la sima, cada vez
más impedida de moverse.
La fronda
"La hipótesis de Edwards no puede referirse actualmente a la clase alta, que perdió el poder político de
manera creciente durante el siglo XX, pero sí es una recriminación que puede lanzarse a la clase política
entera, de derecha a izquierda...".
Pedro Gandolfo
Fronda es el follaje de los árboles. La acepción política de la palabra nace, como ocurre con tantas otras, en Francia del siglo XVII,
durante la regencia de la reina Ana por la minoría de edad de Luis XIV. Los grandes de Francia conspiran contra el poder real,
aprovechándose del descontento económico general y de la debilidad circunstancial del poder real. En Chile, el historiador Alberto
Edwards Vives, en su famoso libro "La fronda aristocrática" (1928), reutiliza el término para proponer una controvertida
interpretación de la historia de Chile. Según Edwards, la intuición genial de Diego Portales sería que el único gobierno que funciona
en Chile es aquel constituido por un Ejecutivo fuerte, con un Presidente con grandes atribuciones, cuya figura opera como sustituto
del monarca. El pueblo de Chile solo obedece a un gobernante que cumpla con el arquetipo monárquico. En la visión de Edwards
las épocas de progreso y desarrollo de nuestra república son aquellas en que la clase aristocrática se resigna a gobernar, no
directamente, sino a través de un Presidente monarca, aunque este no provenga de su clase. En cambio, las crisis institucionales se
habrían producido en las situaciones en que el grupo aristocrático conspira contra el poder presidencial, buscando gobernar por sí
mismo, es decir, se constituye en una fronda. La hipótesis de Edwards no es banal e inspira la dictación de nuestros cuerpos
constitucionales básicos: las Constituciones de 1833, 1925 y 1980. En todas ellas parece subyacer el diagnóstico de que para
retomar la senda del orden y progreso es necesario fortalecer las atribuciones presidenciales porque esa es la única manera de
someter el espíritu alborotador, conspirador e indisciplinado que anida intrínsecamente en la clase política chilena.
Es obvio que la hipótesis de Edwards no puede referirse actualmente a la clase alta, que perdió el poder político de manera
creciente durante el siglo XX, pero sí es una recriminación que puede lanzarse a la clase política entera, de derecha a izquierda.
¿Acaso Allende mismo no fue víctima entre el 70 y el 73 de la fronda de la izquierda?
El reciente episodio en que la mayoría gobiernista de la Cámara de Diputados votó una indicación en materia de financiamiento
educacional en contra del proyecto gubernamental cuya modificación forma parte de las atribuciones exclusivas del Presidente de la
República, es una clara manifestación del renacer del espíritu de fronda. La agresión en la Cámara de sus propios partidarios no va
dirigida contra el ministro de Hacienda (quien indignado declaró: "Si no mantenemos una disciplina con las reglas, cualquier cosa
puede pasar"), sino contra la Presidenta de la República, cuyas facultades exclusivas fueron atropelladas en una materia
históricamente delicada: los gastos presupuestarios. El follaje se agita otra vez.