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La historia de Francia desde comienzos del siglo XVI hasta bien entrado el siglo XVIII
está determinada por la lucha de los Habsburgo por la hegemonía europea. Durante más de
siglo y medio de hegemonía francesa, el sistema de las grandes potencias europeas sufrió
el impacto de tres guerras: 1) la de los Treinta Años (1618-1648), que decidió la disolución
interna del Imperio Alemán y originó el ascenso de Suecia a la categoría de gran potencia
europea; 2) la guerra nórdica (1700-1721), que produjo la ascensión de Rusia, así como la
decadencia de Suecia y Polonia; y 3) la guerra de los 7 años entre Austria y Prusia.
La guerra de los 30 años, cuya duración y crueldad no tuvieron límites, concluiría tras
una larga ronda de negociaciones con la Paz de Westphalia, instaurándose de forma clara la
hegemonía francesa, bajo la idea del "equilibrio europeo". La época de Luis XIV (1643-1715)
representa el momento culminante del poderío francés; Francia era el país europeo de
mayor población, poseía la economía más floreciente y llevaba la dirección de la cultura.
Además, sus amplias conquistas (extensas colonias en África Occidental, América del Norte
e Indias Orientales) le llevaron a desarrollar una política de expansión, incluso en el contexto
europeo y en períodos de paz.
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Durante este período tiene lugar la guerra de sucesión española, cuestión
hereditaria que daría origen a la guerra de sucesión entre la casa de Borbón y la de
Habsburgo. A punto de extinguirse la dinastía de los Habsburgo en España con Carlos II
(1700) al no tener descendencia, se planteaba quien habría de ser sucesor, incluso mucho
antes de la muerte del monarca. La influencia francesa lograría que un nieto de Luis XIV,
Felipe de Anjou, fuera instituido heredero universal por un testamento de Carlos II. Esta
unión, que el resto de las potencias europeas excepto Francia no estaban dispuestas a
tolerar, habría supuesto la unión de la primera potencia Europea, Francia, con España, los
países europeos pertenecientes a España y su gigantesco imperio ultramarino en manos de
los Borbones, afirmando y perpetuando de este modo la plena supremacía de Francia en
Europa. Se formaría un bloque, a la cabeza del cual estaría Inglaterra, para impedir que esto
sucediese. Francia hubo de ceder, aunque no saldría malparada en el plano diplomático,
dado el contenido de los tratados que pusieron fin a este contencioso. Éstos fueron el
Tratado de Utrecht (1713), Rastatt (1714) y Baden (1714). El Borbón Felipe recibiría el trono
español y sus colonias de ultramar, pero España habría de quedar separada de Francia,
además de dejar en manos de los Habsburgo ciertos territorios como Bélgica, Milán,
Nápoles y Cerdeña. Inglaterra recibió Gibraltar, Menorca y varias posesiones en
norteamérica.
La etapa de la hegemonía inglesa encuentra su punto de arranque, aunque
coincidente en buena medida con el período de hegemonía francesa, en el Tratado de Paz
de Utrecht. Otro hito sumamente importante ocurrido durante esta etapa lo constituyó la
Revolución Francesa (1789).
La época revolucionaria, y posteriormente los intentos imperialistas de Napoleón
resultarían acallados con la formación de la Santa Alianza y el Acuerdo posterior que
instaura las reuniones periódicas entre las cuatro grandes potencias de la época. El Pacto
de la Santa Alianza (patrocinado por el zar Alejandro I), firmado por Austria, Prusia y Rusia el
26 de septiembre de 1815, era un documento personal de los soberanos, que expresaban,
invocando los principios del cristianismo, su voluntad de mantener en sus relaciones
políticas los "preceptos de justicia, de caridad y de paz", de permanecer "unidos por los la-
zos de una fraternidad verdadera e indisoluble y de ayudarse y de socorrerse en cualquier
ocasión y lugar". Los tres signatarios se declaraban dispuestos a admitir en su alianza a
todas las potencias prestas a reconocer los "sagrados principios". En realidad, en el marco
político, este Pacto no alcanzó gran relevancia, al ser un texto en el que la obligatoriedad
brillaba por su ausencia.
En Europa, los británicos lograron neutralizar la acción de Francia en la cuestión
belga y se enfrentaron a la entente de las tres monarquías conservadoras. Fuera de Europa
encontraron la competencia francesa, y en Mediterráneo occidental se resignarían a la
ocupación de Argelia, aunque siguieron dominando las principales rutas marítimas del
mundo, y la exportación de sus productos industriales continuó en aumento. Sin duda
alguna, el que la Revolución industrial se desarrollase en Gran Bretaña resultó clave para el
desenvolvimiento de los acontecimientos durante esta etapa. Al ocupar Gran Bretaña el lugar
de potencia hegemónica anteriormente sostenido por Francia, el continente europeo pasará
a segundo plano, interesándose mucho más por su política y poder en los territorios
ultramarinos. Como señala RODRÍGUEZ CARRIÓN, «Gran Bretaña no tendrá la aspiración
por la hegemonía del poder en Europa: a ella le bastará que nadie la tenga, pues sus
necesidades político-económicas vienen determinadas por otras exigencias no europeas.
Con ello, Europa dejará de ser «el mundo», aunque continuará siendo el corazón del orbe».
El hecho de que el poderío británico (especialmente en el ámbito marítimo y comercial) se
deje sentir en el orbe mediterráneo, así como el enorme crecimiento económico que sufrirá
este Estado, de la mano de la Revolución Industrial, provocará que su situación como gran
potencia se prolongue prácticamente durante todo el siglo XVIII y buena parte del siglo XIX.
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Los Estados Unidos de América, cuya independencia se produjo en 1776, fueron los
primeros Estados extra-europeos que habrían de ser integrados entre los componentes de la
sociedad internacional de la época, siendo el camino trazado por ellos seguido, en las
primeras décadas del siglo XIX, por los Estados de América Meridional y Central que
devinieron independientes. Se consolidaría así un grupo de Estados que, considerados las
entidades "civilizadas del orbe internacional", desde su posición de preeminencia, podían
conferir carta de naturaleza a otras entidades estatales, que habían permanecido ajenas a la
"sociedad de Estados cristianos", predominante hasta entonces. Sin embargo, estos nuevos
Estados que surgieron en América no impugnaron el sistema que se había gestado en
Europa Occidental; más bien se trató de una asimilación, con alguna particularidad, como la
representada por la "Doctrina Monroe". En su célebre mensaje pronunciado por el
Presidente Monroe ante el Senado estadounidense, el 2 de diciembre de 1823, se
presentarían los dos aspectos de la que habría de ser la posición estratégica de este país -y
en realidad, de todo el continente americano- durante casi un siglo: que el continente
americano no volvería a tener la consideración de territorio susceptible de ser colonizado por
las potencias europeas y que se excluiría la política de intervención (entendida ésta así: de
Estados Unidos en las colonias europeas, de los Estados europeos en los territorios que
Estados Unidos reconocería como independientes y de Estados Unidos en las guerras
europeas).
El "mundo de Estados cristianos" imperante hasta entonces se ve superado, ya desde
mediados del siglo XIX con el reconocimiento por parte de las Potencias del orbe europeo,
de otras entidades estatales, con las que en múltiples casos ya se habían establecido
relaciones con anterioridad. La admisión en 1856 de Turquía en el Concierto Europeo, tras la
Guerra de Crimea, creó una especie de barrera frente a las aspiraciones rusas en el
Mediterráneo. Pero la universalización no se detendría a las puertas del Imperio Otomano,
extendiéndose este proceso hasta los confines de la que había sido hasta entonces
inexpugnable Asia. Las derrotas japonesas por la armada del almirante Perry y la necesidad
de abrir sus puertos al comercio, marcarían el devenir de Japón en la esfera internacional,
tras 1854, originando la desaparición de su sistema feudal (Shogunato) y un cierto
acercamiento al mundo occidental. La guerra victoriosa de Japón contra Rusia (1904-1905)
provocó su entrada efectiva en la comunidad internacional, ampliándose el círculo de las
grandes potencias hacia Asia.
El caso de China resulta, sin embargo, diferente al de sus vecinos nipones; su
condición de "Hijos del Cielo", y el rechazo a la civilización occidental, se pone de relieve en
el siguiente pasaje, respuesta del emperador chino Chien-Lung (1736-1796) al mensaje del
rey Jorge III de Inglaterra, respecto a la iniciación de relaciones diplomáticas y comerciales
entre ambos pueblos: «En cuanto atañe a Vuestro ruego de enviar uno de Vuestros súbditos
para ser acreditado en mi Celeste Corte y velar por el comercio de Vuestro País con la
China, esa súplica es contraria a todos los usos de mi dinastía y en modo alguno puedo
tomarla en consideración...Nuestros modales y Nuestros códigos difieren tan completamente
de los Vuestros que aun si Vuestro enviado fuera capaz de hacer suyos los rudimentos de
Nuestra cultura jamás podríais trasplantar a Vuestro suelo extranjero Nuestros usos y
costumbres...Al dominar Yo el ancho mundo no tengo en cuenta más que un fin, a saber,
ejercer una gobernación perfecta y cumplir los deberes para con el Estado...No doy ningún
valor a los objetos raros o ingeniosos ni tengo falta alguna de los productos de Vuestro
país». En realidad, el siglo XIX marcaría, junto al intento de China de refugiarse en una
política aislacionista, el establecimiento de los denominados "tratados desiguales", en un
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principio concertados con las grandes potencias de la época, extendiéndose luego, como si
de un reguero de pólvora se tratase, a relaciones con otros Estados.
Respecto del continente africano, la Conferencia de Berlín, celebrada en 1884-1885,
daría lugar al reparto de la mayor parte del mismo entre las Grandes Potencias, atendiendo
a una ocupación efectiva y ejerciendo la soberanía en dichos territorios, justificándose en el
menor grado de civilización de los mismos. Es de sobra conocida la distinción formulada por
VON LISZT, de conformidad con la cual, en la primera década del siglo XX, tan sólo
formaban parte de la "comunidad internacional" propiamente dicha 43 Estados: de ellos, 21
eran Estados europeos1 , 21 americanos 2 , junto a un Estado asiático: Japón. Para este autor,
como expresión de la visión de una época, los demás Estados (denominados
semicivilizados) no formaban parte de esa restringida comunidad internacional, más que en
la medida en que mantenían obligaciones convencionales con los "Estados civilizados",
rigiendo para ellos el Derecho Internacional sólo respecto de aquellas materias que fueron
objeto de tratados. Su territorio no estaba abierto más que parcialmente al comercio
internacional, y entre ellos podemos citar los casos de China, Persia, Siam, Zanzíbar, o
Corea. De manera similar, LORIMER entendía que la humanidad a finales del siglo XIX
podía representarse mediante tres esferas concéntricas: la humanidad civilizada, la bárbara
y la salvaje, tres estadios, a cada uno de los cuales correspondería un diferente grado de
reconocimiento, respectivamente: pleno, parcial, o meramente natural. Por supuesto,
también existirán numerosos tratadistas de la época que postularán una visión más amplia
de la sociedad internacional, como FIORE, BLUNTSCHLI o BONFILS.
Las necesidades sentidas por esa "sociedad emergente de Estados civilizados" de
finales del siglo XIX, auspiciaron la celebración de los intentos más significativos de asegurar
una cierta humanización de las guerras, con carácter previo al advenimiento de la I Guerra
Mundial: las Conferencias de La Haya de 1899 y 1907. Detener la carrera de armamentos,
así como reprimir los conflictos armados, mediante el recurso a mecanismos de arreglo
pacífico de controversias fueron los principales objetivos de la Conferencia de 1899; el
primero no se alcanzó, aunque se aprobó el Convenio para la reglamentación de las leyes y
costumbres de la guerra terrestre, declaraciones relativas a ciertos tipos de armas
especialmente dañinas y se instauró el Tribunal Permanente de Arbitraje. La Segunda
Conferencia codificó más extensamente numerosas parcelas del Derecho Internacional,
como la limitación del uso de la fuerza para el cobro de deudas contractuales, los derechos y
deberes de los neutrales en caso de guerra terrestre, los derechos y obligaciones de los
neutrales y ciertos aspectos de la guerra marítima, entre otros, aunque tampoco logró
alcanzar todos los objetivos inicialmente previstos. Sin embargo, cabe destacar que el
proceso de universalización en que se encontraba inmersa la sociedad internacional de la
época provocó una participación bastante elevada en ambas Conferencias, aunque el
número de Estados americanos que tomaron parte en la Segunda fue mucho mayor
(pasándose de 2 a 19, de los 21 Estados americanos existentes).
1
Las seis grandes potencias, a las que se suman 15 potencias secundarias: Bélgica, Países Bajos,
Luxemburgo, Dinamarca, Noruega, Suecia, España, Portugal, Suiza, Rumanía, Serbia, Montenegro, Grecia y
Turquía. No tiene en cuenta a Mónaco, San Marino y Lietchtenstein.
2
En América del Norte: EE.UU. y México; en América Central: Guatemala, Salvador, Honduras, Nicaragua,
Costa Rica y Panamá; en América del Sur: Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú, Chile, Argentina, Bolivia,
Uruguay, Paraguay y Brasil; a ellas había que añadir tres repúblicas insulares: Cuba, Haití y República
Dominicana.
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5. La universalización de la sociedad internacional
Aunque el Estado se puede decir que ha sido el actor de la sociedad internacional por
excelencia, a medida que las necesidades de cooperación entre los mismos han sido cada
vez más crecientes, se hizo necesario arbitrar un medio en virtud del cual los Estados
consiguiesen desarrollar sus objetivos de una forma coordinada. A fin de realizar esta
cooperación, y ante las carencias institucionales de la sociedad internacional, los Estados
utilizaron de forma inicial los escasos recursos que la sociedad del momento les permitía;
éstos eran básicamente dos: la celebración de conferencias internacionales y la adopción de
tratados multilaterales. Pero estos mecanismos se mostraron insuficientes para hacer frente
a los nuevos problemas, lo que llevaría a los Estados a la creación de unos mecanismos
institucionalizados de cooperación permanente y voluntaria, dando vida así a unos entes
independientes dotados de voluntad propia y destinados a alcanzar unos objetivos
colectivos. Surgen así en la escena internacional las primeras Organizaciones
Internacionales, cuya existencia y actual proliferación constituye una de las principales
características de la vida internacional contemporánea.
La cooperación entre colectividades políticas independientes ha sido un fenómeno
conocido desde antiguo en la historia de la humanidad -como por ejemplo las ligas de
ciudades griegas constituidas para proteger en común un santuario (las denominadas
anfictionías); también lo ha sido la idea de asociación entre los pueblos y naciones del
mundo a fin de organizar la paz (los proyectos de paz perpetua de Sully, el Abad de Saint-
Pierre, entre otros). Sin embargo, la idea de Organización Internacional en el sentido
moderno de esta expresión aparece sólo recientemente en la vida internacional.
Su origen se sitúa en un momento histórico concreto, conformado por el período
comprendido entre el final de las guerras napoleónicas hasta que se inicia la Primera Guerra
Mundial (desde 1815 a 1914). Dos circunstancias posibilitaron el nacimiento de las
modernas Organizaciones: las Conferencias Internacionales y el establecimiento de
estructuras institucionales permanentes. La multiplicación de las Conferencias
Internacionales y la utilización de un nuevo instrumento (el tratado multilateral) son los
aspectos configuradores de este nuevo fenómeno; el Acta final del Congreso de Viena de 9
de junio de 1815, la Conferencia de Berlín de 1885 destinada a solucionar los problemas
derivados de la expansión colonial en África, y las Conferencias de Paz de La Haya de 1899
y 1907 marcan una clara tendencia hacia la universalización y la periodicidad.
Pero si bien estas Conferencias configuran el punto de partida del fenómeno
organizativo, no se pueden identificar totalmente con las Organizaciones Internacionales
actuales, debido esencialmente a su ausencia de periodicidad, al crearse para hacer frente a
un problema concreto del momento en que la Conferencia se instauraba, y al no estar
dotadas de órganos que se reuniesen de forma permanente. De aquí se deduce que el
segundo elemento que ha posibilitado el nacimiento de las Organizaciones Internacionales
es el representado por el establecimiento de estructuras institucionales permanentes.
El avance en determinados campos de la técnica, el progreso en las comunicaciones
y el desarrollo de los transportes exigen la creación de administraciones internacionales
dotadas de determinados poderes de decisión, control y ejecución. Las Comisiones fluviales,
destinadas a facilitar y regular la navegación por determinados ríos internacionales, son un
primer ejemplo: así verían la luz organismos como la Comisión Central del Rhin (Acta final
del Congreso de Viena de 1815) o la Comisión Europea del Danubio (Tratado de París de
1856), para cuya gestión se instituyeron unos secretariados permanentes compuestos por
personas de diversas nacionalidades. El segundo paso de creación de Organizaciones
Internacionales se daría con las denominadas Uniones Administrativas Internacionales,
tendentes a conseguir la cooperación en materias técnicas, relacionadas con las
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comunicaciones a nivel mundial (la Unión Telegráfica Internacional, la Unión Postal
Universal, la Oficina Central de Transportes Internacionales por Ferrocarril, todas ellas
fundadas en la segunda mitad del siglo XIX), la higiene (la Oficina Internacional de la Salud
Pública, creada en 1904), la industria (la Oficina Internacional de Pesos y Medidas, creada
en 1875; la Unión para la Protección de la Propiedad Industrial, establecida en 1883, la
Oficina de Estadísticas Internacionales, fundada en 1913), la agricultura (la Oficina
Internacional de la Agricultura, instituida en 1905).
Tanto las Comisiones Fluviales como las Uniones administrativas internacionales
introducen un elemento de institucionalización y permanencia representado por una oficina o
secretaría que constituyen las primeras manifestaciones de la función pública internacional,
aunque se trata de manifestaciones bastante modestas, al estar compuestas por un director
y un número bastante reducido de funcionarios, usualmente prestados por el Estado donde
tienen su sede.
Será tras la Primera Guerra Mundial, con la creación de Sociedad de Naciones en
1919, cuando se logre establecer una Organización Internacional propiamente dicha, con
carácter de universalidad (vocación universal y carácter general). Paralelamente a dicha
Sociedad o Liga de Naciones, y en el terreno de las relaciones laborales verá la luz otra
organización no menos importante, esta vez con vocación social: la Organización
Internacional del Trabajo, en la que van a participar, junto a los delegados de los gobiernos,
representantes de los trabajadores y de los empresarios. Pero también Sociedad de
Naciones impulsará la creación de nuevas Organizaciones Internacionales de carácter
técnico, como la Organización Económica y Financiera, la Oficina de Cooperación
Intelectual, al tiempo que se crea la Corte Permanente de Justicia Internacional, que
empieza a funcionar a partir de 1922 en La Haya. Esta Corte actúa como órgano
jurisdiccional de la Sociedad de Naciones, dirimiendo las controversias internacionales que
los Estados sometiesen a la misma.
Pese al fracaso, por razones múltiples, de la Sociedad de Naciones, el fenómeno de
las Organizaciones Internacionales no se defenestró, sino que, al contrario, pareció
incentivarse, al entender los Estados que era necesario crear una organización tendente a la
universalidad para solventar los problemas que aquejaban a la sociedad internacional del
momento. Así surge Naciones Unidas, auspiciada por diferentes conferencias previas,
viendo la luz su tratado constitutivo, la Carta de Naciones Unidas, en San Francisco, el 26 de
junio de 1945. Dentro de la citada organización, como tendremos ocasión de estudiar más
adelante, se refuerza tanto la idea de universalización (casi todos los Estados de la sociedad
internacional forman parte de ella) como la de que su estructura orgánica se hace cada vez
más compleja, ampliándose además de forma notable sus competencias.
Tras la Segunda Guerra Mundial se puede afirmar sin paliativos que el fenómeno de
las Organizaciones Internacionales va a experimentar un enorme desarrollo, revitalizándose
los organismos técnicos a escala universal, y creándose Organizaciones Internacionales de
carácter regional. De entre los primeros, muchos de ellos ya existían antes de la creación de
Naciones Unidas y otros fueron creados para conseguir una especialización y un mejor logro
de los propósitos de la Organización. Así, la Organización de la Aviación Civil Internacional
(OACI), la Organización para la Agricultura y la Alimentación (FAO), la Organización de
Naciones Unidas para la Educación y la Cultura (UNESCO), el Fondo Monetario
Internacional (FMI), el Banco Internacional de Reconstrucción y Desarrollo (BIRD), la
Organización Mundial de la Salud (OMS), la Organización Internacional del Trabajo (OIT), la
Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT), la Unión Postal Universal (UPU), la
Organización Marítima Internacional (OMI), o la Organización Meteorológica Mundial, entre
las muchas que pueden citarse.
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El fracaso del sistema de seguridad colectiva de Naciones Unidas impulsó la
creación de una serie de organizaciones de carácter regional (entre las que destacan en el
ámbito defensivo y militar la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), el ya
desaparecido Pacto de Varsovia, o la Unión Europea Occidental). También se produjo la
proliferación de la cooperación a escala continental (de la mano, por ejemplo de la
Organización de Estados Americanos (OEA), o la Organización para la Unidad Africana
(OUA), o el Consejo de Europa), así como diversos intentos de integración a nivel
económico ya desde la década de los cincuenta (la Comunidad Económica del Carbón y del
Acero –CECA-, la Comunidad Económica Europea –CEE- y la Comunidad Europea de la
Energía Atómica –CEEA-), o con posterioridad como la EFTA (European Free Trade
Agreement), el CARICOM o Comunidad de Estados del Caribe, el Mercosur, etc.). El siglo
XX provocó un crecimiento vertiginoso de las Organizaciones Internacionales: así, antes de
la I Guerra Mundial existían unas 50 Organizaciones de este tipo; su número se incrementó
hasta 80 con anterioridad a la II Guerra Mundial, superando las 300 en la actualidad. Como
veremos, son muy diversas, no todas revisten la misma importancia, y difieren en cuanto a
sus órganos, funciones, poderes y eficacia.
La universalización como proceso no se detendría con la entrada dentro del sistema
de Estados hasta entonces ajenos, como Turquía, el gigante soviético, Japón o China, sino
que durante el siglo XX se producirá la que podría denominarse “segunda universalización”,
iniciada ya tras la I Guerra Mundial, y plasmada sin paliativos durante la década de los
sesenta, etapa donde se produjo la descolonización de los continentes africano y asiático. El
número de Estados existentes se triplicaría en estas fechas, originando una modificación del
escenario internacional, no meramente a nivel cuantitativo, sino también cualitativo, en lo
referente a los temas objeto de preocupación en un órgano de participación universal, como
la Asamblea General de Naciones Unidas.
La Segunda Guerra Mundial dibujó una estrategia que, plasmada en la Organización
de Naciones Unidas, pretendía crear un sistema de seguridad colectiva, en el entendimiento
de que los Aliados durante la contienda continuarían manteniendo una situación de relativa
concordia. La válvula de seguridad de ese sistema se llamó "derecho de veto", aunque esa
terminología no aparezca en el texto de la Carta, siendo el receptáculo de la misma el
Consejo de Seguridad, máximo responsable en lo que al mantenimiento de la paz y
seguridad internacionales se refiere, y los privilegiados que podían hacer uso de ese
privilegio, sus miembros permanentes (Estados Unidos, Unión Soviética -hoy Federación
Rusa-, Francia, Reino Unido y China). Pero el sistema no funcionó, al fallar las premisas de
partida sobre las que se asentaba la utilización del veto, pensado como última ratio y no
como mecanismo de presión frente al adversario o adversarios potenciales.
La bipolaridad y, más aún, la guerra fría desde sus comienzos (ese estado, siguiendo
la definición de R. ARON, de guerra improbable y de paz imposible) son elementos que han
marcado el devenir de medio siglo, condicionando de forma ineludible los pasos de la
Organización de Naciones Unidas en múltiples frentes (admisión de nuevos miembros,
establecimiento de un verdadero sistema de seguridad colectiva, respuesta ante crisis
graves en las que se viese, incluso de forma indirecta, envuelto alguno de los miembros
permanentes del Consejo de Seguridad, crisis económica, insuficiencia de medios para
hacer frente a todos sus objetivos...). Como señala la profesora BARBÉ, en frase que
resume la situación forjada tras la guerra: «A partir de 1945, se construirá un orden -el nuevo
orden bipolar- que será un orden de enemigos, no de aliados».
Por supuesto, la situación vivida por las dos superpotencias desde que finalizó la
Segunda Guerra Mundial pasó por muy diferentes etapas, constituyendo la calificación de
guerra fría una enorme simplificación que, como cualquier otra generalización, induce a
confusión. Una cierta distensión, e incluso cooperación en ciertas parcelas, volviendo a
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momentos de bipolaridad, y acabando con varias décadas de confrontación
ideológico/política, de la mano de la "glasnost" y la "perestroika", y el acontecimiento
emblemático de la "caída" del Muro de Berlín, ilustran casi cuarenta años del siglo XX. Estos
hitos marcan el devenir de medio siglo, entre dos Grandes enfrentados, cada uno de los
cuales consideraba al oponente un enemigo potencial, capaz de ocasionar su destrucción.
Ciertamente, el final de la década de los ochenta y comienzo de los noventa, que vio
desaparecer la bipolaridad, abrió un hilo de esperanza respecto de la capacidad de
respuesta de Naciones Unidas para atajar conflictos internacionales de relieve; pero la luz a
través del túnel se tornó pronto en espejismo. La invasión de Kuwait por parte de Iraq, en el
verano de 1990, hizo despertar a un Consejo de Seguridad, hasta entonces casi aletargado;
nacieron así las esperanzas de que un futuro nuevo se había abierto con el comienzo de la
década, tanto para la Organización misma, como para llevar a cabo el principal de sus
objetivos por parte del órgano que debería conformar la piedra angular del sistema de
seguridad colectiva. Siguiendo a DUPUY, se produjo "la progresión dramática del juego de la
seguridad colectiva", mediante la adopción de un cúmulo de resoluciones que sancionaban
la conducta iraquí, además de, como ocurrió en virtud de la Resolución 678, de 29 de
noviembre de 1990, autorizar a los Estados Miembros de la Organización a que utilizasen
"todos los medios necesarios", para que Iraq cumpliese las resoluciones previas y
abandonase el territorio kuwaití. A pesar del enorme número de supuestos en los que el
Consejo de Seguridad ha hecho uso del Capítulo VII -algo absolutamente inusitado hasta
entonces-, desde que se adoptó esa resolución mítica, ello no quiere decir que este órgano
se haya mostrado operativo para atajar las más importantes crisis internacionales o internas
que se han internacionalizado en los últimos años. Como muestra reciente, el previsible veto
ruso para actuar ante las violaciones masivas de derechos humanos que se estaban
desencadenando en Kosovo, daría lugar a la inhibición de Naciones Unidas y a la
intervención de la Alianza Atlántica sin la cobertura jurídica del Consejo de Seguridad;
igualmente, el desencadenamiento de la “guerra de Irak” de este siglo XXI puso de nuevo en
tela de juicio las debilidades de un sistema en el que la pugna entre unilateralismo y
multilateralismo resulta cada vez más visible.
Desaparecida esa tensión entre dos bloques antagónicos -"el cómodo diván de la
bipolaridad"-, el mundo se ha hecho más complejo. Como señala REMIRO, «la explosión
comunista, en definitiva, ha acabado con uno de los planteamientos ideológicos de los
problemas de nuestro mundo (capitalismo v. comunismo), pero no con los problemas, que
han cubierto con otros enfoques (étnicos, religiosos, puramente geopolíticos...) el relativo
vacío ideológico de la renovada competición por el poder y la dominación».
En realidad, levantado el velo presuntamente ideológico, el mundo internacional nos
muestra simplemente su cara más realista: la lucha por el poder ha perdido la cobertura
justificativa que antes tenía, transformándose sin más en un combate en el que el favorito ha
de seguir manteniendo su posición de prestigio, vigilando e, incluso, luchando contra
potenciales enemigos, siendo ahora tales los "parias" del sistema internacional
contemporáneo. La imprevisibilidad de este sistema es, sin duda, mucho mayor.
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ESQUEMA DEL SIGLO XX Y SU EVOLUCIÓN