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¿Una rica cazuelita?, ¿una papita a la huancaína?, ¡unas papas fritas! ¿Qué
sería de nuestros almuerzos y comidas sin este noble alimento? ¡Y para qué
decir en las cocinas de los europeos!
Imagínense un mundo sin vacas, chanchos, cabras ni ovejas, pero con mucho
pescado, auquénidos (llamas, alpacas, guanacos y vicuñas), pavos (¡sí!, el pavo
es americano), cuyes y uno que otro perro. Ésa era América antes de la llegada
de los europeos. ¿Comían carne los indígenas? Sí, pero mucho menos que los
europeos.
¿Qué sería de los italianos sin el tomate?, ¿qué sería de las pastas, la pizza o la
lasaña sin esta deliciosa “manzana de oro”? Porque así lo llamaron al llegar a la
península itálica: pomi d´oro (pomodoro). Antes de la llegada a América, en
Europa no existían tomates y aún nadie soñaba con unos espagueti a la
bolognesa.
El maíz no sólo era la base del alimento de muchas culturas americanas, sino
que formaba parte integral de los relatos de origen del hombre y de sus sistemas
religiosos. En América, el maíz lo era todo, tal como en Europa lo era el trigo.
En México, por ejemplo –y hasta el día de hoy- las tortillas de maíz cumplían la
función del pan europeo, se rellenaban de pescado o guisos, se condimentaban
con chile (ají) y se disfrutaban en la comida familiar. Es por eso que se lo
llamó “el trigo de las Indias”; el cereal que reinaba en esta parte del planeta.
Al igual que la papa, el maíz tuvo un mal debut en Europa pues, a diferencia de
las culturas americanas que lo acompañaban con otros alimentos y lo aliñaban,
en el Viejo Mundo lo preparaban como pan de trigo y lo comían sólo, lo que llevó
a muchas poblaciones a sufrir carencias de proteína. Pero finalmente nuestro
querido choclo reveló sus encantos a los europeos, quienes comenzaron a
preparar maicena (harina de maíz), palomitas de maíz (cabritas) y aceite de
maíz, fundamental en la dieta de muchos.
¡Sí! Y gran parte de quienes hoy sufren de este mal –tan común en nuestros
días- es porque descienden de esos americanos que no desarrollaron la
enzima encargada de digerir el azúcar de la leche. Entonces cuando, por
ejemplo, un sacerdote europeo ponía un vaso de leche recién ordeñada frente a
la mesa del desayuno de un niño mapuche y éste se la bebía, seguramente
después le venía una indigestión de aquellas. Es así como hoy se habla de cierto
grado de resistencia biológica al proceso de colonización alimentaria en
América.
Los aztecas amaban el cacao y, que los suizos nos disculpen, el reinado del
chocolate comenzó en las tierras de Moctezuma. Molían los granos y el polvo
lo mezclaban con agua fría, preparando una bebida que aliñaban con ají y que
tenía una consistencia parecida a la miel. ¿Qué opinaban los europeos? “Un
brebaje que a mí me parece más de cerdos que de hombres”, de acuerdo al
viajero italiano Girolamo Benzoni.
Pero, al igual que como sucedió con el tomate y con tantas otras delicias
americanas, los europeos acabaron por bajar la guardia, adaptarlo a su cocina,
y asumir que como el chocolate no hay (all right). Eliminaron el chile de la
preparación y, en cambio, añadieron azúcar (pues este dulce producto no
existía en América originalmente) y vainilla, una orquídea maravillosa y fragante
que creía en México. Y así nació el chocolate tal como hoy lo conocemos: como
bebida caliente, en barra, en pasteles y en exquisitos bombones. Los europeos
le atribuyeron propiedades vigorizantes y afrodisíacas, y los franceses y suizos
comenzaron su largo romance con el cacao y desarrollaron una pastelería que
hasta el día de hoy agradecemos que exista.
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