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4.

Los intercambios socialistas

Segunda parte: la planificación como operación y experiencia

Capítulo I: Racionalidad y lo óptimo

MEDIO Y FIN

Existe en lo sucesivo una inmensa literatura sobre la planificación económica, tanto en los estados
capitalistas como en los socialismos de Estado. No retengamos más que lo que interesa aquí a nuestro
objetivo la investigación de las vías del socialismo y del comunismo. Se verá enseguida que todo el
problema se divide en dos grupos de cuestiones: las que atañen a la coyuntura y las que tocan a la
estructura. En cuanto a la coyuntura, no se puede apreciar realmente en detalle más que si se dispone
de información completa, actualizada y frecuente. Lo que equivale a decir que si esta información falta,
la coyuntura se reduce a la conjetura. Pero ése es el caso en los socialismos de Estado. Las
administraciones están vinculadas por el secreto y la amenaza de sanciones penales. El Estado se ocupa
de no emitir más que señales optimistas, intercaladas para la ocasión en los discursos o informes
oficiales. Estudiar una evolución se vuelve así tan o más difícil que analizar una estructura. Esto es quizá
una ventaja: los administradores de la URSS, por ejemplo, al no ver más que la coyuntura en la
evolución capitalista actual, se las ingenian para descubrir sus mecanismos en detrimento de
estructuras más estables, y deducen todo de la primera sin molestarse en analizar las segundas
(CHECK); en cuanto a los economistas occidentales, sin nada que hacer respecto del estudio de la
coyuntura, deben centrar su esfuerzo sobre las grandes estructuras, a las cuales remiten éxitos y
deficiencias.[1]

Doble ceguera.[2]

Toda estructura económica (relaciones sociales y movimientos de productos) supone una relación entre
medios y fin. Si la planificación, en tanto el Estado dispone de todos los medios y puede determinar por
sí los fines, es la operación esencial de la estructura, es necesario que el conjunto de los planes que
constituyen el proceso de planificación establezca ciertas modalidades particulares de la relación entre
medios y fines que le sean propias. Estas modalidades se juzgan en sí mismas, pero al mismo tiempo
también en comparación con las modalidades particulares de las relaciones capitalistas (y
precapitalistas) a las que considera superadas y con las relaciones comunistas supuestas, e incluso
previstas, del futuro.
La relación entre medios y fines tiene en cierta medida una prioridad experimental sobre la
planificación. Es precisamente esa relación la que permite concebir la planificación como un medio, o
como un fin, o como una combinación de esas dos formas de análisis. La manera en que se planteará
la cuestión tiene una incidencia inmediata en la elección de los factores de transformación de la
relación. Por un lado, habrá que saber cuáles son los elementos reales de planificación existentes en las
relaciones capitalistas, consideradas por lo demás como “anárquicas” (es la significación misma del
sector público y de los monopolios privados o estatales lo que está en juego aquí); por el otro, hay que
saber, o calcular, lo que subsistirá de planificado en un régimen que sustituiría el intercambio de
valores por intercambio de servicios.
Habría que precisar entonces qué se entiende aquí exactamente por medio y por fin. Dejando de lado
el aspecto puramente filosófico de la cuestión, se constata en primer lugar que no tienen existencia
separada: su relación es inmanente. No hay medios más que en vista de un uso, de un fin, y no se
puede perseguir finalidad alguna si no se emplean ciertos medios. Es esta relación la que define una
operación bien identificada, bien definida y bien proyectada. Pero la cuestión no se agota en esta
dependencia: la existencia de ciertos medios se vuelve en sí misma un fin, y ciertos fines juegan el rol
de medios. Planificar es señalar un objetivo deseable o prescrito; puede ser también el medio de
alcanzar ese objetivo. Para un plan obligatorio, definir su objeto es al mismo tiempo definir su objetivo,
y es también definirse como medio. Si la planificación es una operación –y sin duda lo es–, su objeto es
a la vez su medio y su efecto.
De la naturaleza (de la existencia concreta) de los medios y fines de la planificación no diré nada aquí.
No se trata más que de las formas y del sentido de la operación. Desde este punto de vista, toda
relación social se ejerce en una dirección: se supone que el medio precede al fin, al efecto. Lo propio
ocurre en el plan. El tiempo, la transformación, es entonces una instancia que se cierra sobre un plazo
(por lo general calificado como corto, mediano o largo). Pero se percibe inmediatamente una
diferencia en ese curso: como medio (condiciones de ejecución), la planificación actúa de manera
determinada, necesaria; pero como fin, no trata más que con lo aleatorio (comúnmente llamado
variantes o hipótesis). De allí las incertidumbres propias de los modelos, rigurosos en sus restricciones
instrumentales, pero sólo probables en sus implicancias futuras. Esto es lo que vuelve tan dudoso, y
hasta inquietante, el carácter de racionalidad determinante que le atribuyen al plan quienes lo
gestionan.

RACIONALIDAD E IRRACIONALIDAD
Preobrajenski no temía llamar al plan una razón socialista. ¿Es porque había habido una razón
burguesa? La crítica socialista tenía, sin embargo, el hábito de ver a ésta como sinrazón, o en todo caso
como irracionalidad.
Uno sería más bien llevado a admitir que en todo sistema social existe una manera racionar de hacerlo
funcionar, pero también una manera irracional. Maximizar las ventajas, minimizar los inconvenientes; he
aquí lo que sería racional. En suma, se encuentra aquí la necesidad de una coordinación tan
satisfactoria como sea posible de los medios y una adecuación igualmente satisfactoria de los medios a
los fines.
En este sentido, el sistema capitalista y liberal de mercado no aparece como irracional más que para
otro sistema que establezca otra forma de cohesión. En sí mismo, el sistema burgués capitalista
establece las normas de su propia racionalidad. Lo que aparece a sus adversarios como irracionalidad
(el despilfarro, los gastos inútiles, las fluctuaciones exageradas de la coyuntura, las contradicciones
excesivas, la explotación), como “anarquía”, se presenta a sus propios ojos como defectos subsanables,
incertidumbres más o menos evitables, injusticias temporarias, sin que esto destruya su razón de ser: el
movimiento del capital retenido en manos privadas. Aun allí donde los grandes oligopolios o los
monopolios de estado forman una parte determinante de la vida económica, la racionalidad del
sistema no queda destruida sino más bien fortalecida, porque estas formas de organización del poder
económico y puisent el origen de su continuidad y de su permanencia, al tiempo que anuncian su
propia transformación.
Puede decirse que en el mismo sentido la planificación, sistema general de una economía sin burguesía
propietaria, es racional en la medida en que permite alcanzar objetivos fijados por los planificadores. Y,
a pesar de las incertidumbres, los errores y las contradicciones que se manifiestan también en este
caso, se dirá que la planificación, en su conjunto, es racional.
¿Significa esto que el principio de racionalidad posee una virtud propia, en cierto modo independiente
de los sistemas a los que rige? Uno estaría tentado de pensarlo si hace referencia a dos aspectos reales
de la economía mundial actual. El primero es el reconocimiento de alteraciones cada vez más
manifiestas en la economía d mercado capitalista. Los grandes oligopolios y el Estado lo regulan cada
vez más, en detrimento de su espontaneidad inicial. Simultáneamente, se ve cómo los socialismos de
Estado recuerden cada vez más abiertamente a mecanismos de un “mercado socialista” propiamente
dicho. Parecería entonces que en uno y otro caso se pone en marcha una racionalidad introducida por
modos diferentes de planificación.[3]
¿Puede decirse entonces que esta racionalidad –éste es el segundo aspecto– es en cierto modo de
naturaleza técnica, y que por esta razón es esencialmente neutra? Esto es lo que entienden muchos
tecnócratas de todas las tendencias, aunque en esta estimación se escuden detrás de ideologías
diversas. Y sin embargo, no es así, si se admite en todo caso que no existe una “diosa razón” que
presida los métodos reales de planificación económica y social, sea en el marco del capitalismo de
monopolios o en el del socialismo de Estado. Si, en efecto, como habíamos recordado, la racionalidad
designa la adecuación de un medio a un fin, lo que hay de técnico en el medio puede en rigor
considerarse como neutro, pero la finalidad no lo es, y nunca lo será. Diversos objetivos intermediarios,
situados en un proceso productivo o una modalidad de gestión, pueden en rigor considerarse como
técnicamente neutros, pero su rol de relevo en la cadena queda indicado por el objetivo final de todo
el proceso; por consiguiente, su carácter racional se debe más bien al lugar que el fin buscado les
asigna en el conjunto del proceso que a su naturaleza técnica en la operación correspondiente.[4]
Ciertos autores, al reflexionar sobre la planificación, han considerado no obstante que ésta encerraba,
por la naturaleza misma de sus operaciones, una racionalidad que se devenía, en cierto modo,
sinónimo de artificial. La racionalidad sería la voluntad artificial, una segunda naturaleza, lógica, que
domina lo espontáneo, lo natural de la vida económica. Pero esta visión, frecuentemente desmentida
[5], supondría que la planificación es por sí misma un procedimiento superior a todos los procesos
socioeconómicos concretos. Sin embargo, vemos que, por el contrario, la planificación entra en
conflicto, como procedimiento trascendente, con las exigencias de la compatibilidad entre medios y
fines, de las cuales la principal es la determinación concreta de las necesidades y los usos.
Cuando el plan excede, en efecto, los bilans-matières, en cantidad (número, volumen o peso) para
alcanzar los bilans en valor (costo y precio), y más aún, en tiempo y en capacidades de trabajo, los
objetivos buscados se determinan por medios cada vez más complejos. Relacionar de manera orgánica
estos distintos bilans, hacer de ellos un solo sistema, es algo que todavía ningún plan ha logrado
realizar. El obstáculo aquí no es técnico, sino político. Porque todo el edificio descansa sobre un solo
fundamento, que es la racionalidad de los usos.
Aún estamos aquí en plena irracionalidad, porque ningún régimen actual puede pretender seriamente
que pone en el origen mismo de sus planes una determinación racional de los usos. Es decir: el
socialismo de Estado (como tampoco el capitalismo de los grandes oligopolios) no alcanza la
racionalidad que sería la propia de un comunismo auténtico; además, por el momento, la burocracia le
cierra esa vía. Los usos de los que trata, las modalidades de cooperación que supone (ILS), no son más
que cotes mal taillées entre necesidades de otro orden; esas necesidades son del ámbito de los valores
de cambio, y los fines que se impone el Estado como poder opresivo. La planificación, por el momento,
es impotente.

LO ÓPTIMO Y SUS ELECCIONES

A falta de racionalidad pura, los economistas recomiendan la búsqueda del óptimo.[6] El concepto es
seductor: es casi “el mejor de los mundos posibles”. Si se alcanza el óptimo, no se puede ir más allá en
el orden de lo mejor; es algo que puede demostrarse. Hay un tinte de felicidad en este concepto, que
hace que esté muy difundido.
La receta general es consabida: asegurar, a fin de obtener un objetivo determinado, una combinación
de factores en los que la cantidad de cada uno de ellos sea tal que todo aumento o disminución de
uno o varios de ellos sólo puede hacer crecer el costo de la combinación. La optimización, precisada
por medios matemáticos, supone así algunos axiomas que la validan: 1) el óptimo es una expresión del
valor marginal; 2) el óptimo debe calcularse teniendo en cuenta todos los factores susceptibles de
influir en el resultado; 3) todos los factores son llevados a la medida común de un costo (monetario); 4)
el óptimo debe calcularse al nivel del agregado o unidad económica más débil, a partir del cual se
podrá elevar progresivamente.
Estos axiomas dependen de condiciones más generales, consideradas como de definición previa: un
sistema monetario regula los costos y los intercambios, y el trabajo es un factor al mismo título que el
capital, el interés y muchos otros parámetros.
Es evidente que el cálculo del óptimo supone un elemento de planificación. Pero durante mucho
tiempo, en la URSS, los economistas contaron con el hecho de que a un plan elaborado por fuera de
toda referencia a intereses capitalistas públicos o privados le bastaba con un óptimo directamente
fijado como objetivo a alcanzar, sin preocuparse de antemano por costos de factores.
Paulatinamente, en particular a partir de los años 60, los reformadores, alarmados por las incoherencias
de los planes, el despilfarro, los elevados gastos y la falta de certeza de los criterios del éxito –tan
obligatorio para los gestionadores como para los ejecutantes–, propusieron la adopción de fórmulas de
optimización (de largo perfeccionamiento en las economías capitalistas más desarrolladas). No sólo
como medio de alcanzar ciertos objetivos, sino como sistema de determinación de los objetivos
mismos. Es lo que sus partidarios llamaron el respeto de las “leyes económicas del socialismo”, por
oposición al “voluntarismo”, el subjetivismo y la arbitrariedad.
Sin embargo, si el plan debe convertirse en instrumento de una determinación de objetivos, de una
finalización, cabe tener en cuenta los intereses, estimados de manera directa, y no sólo las metas fijadas
por la dirección política (el Partido). Novoshilov, entre otros, se hizo abogado de esta causa. Para él, no
es “el fusil el que comanda a la política”, es “la máquina la que comanda a la economía”, y por lo tanto
a la política. La primera preocupación de la planificación debe ser entonces buscar “el óptimo
matemático”.[7]
“No se puede determinar la eficacia comparada de diversas formas de relaciones socialistas, de diversas
variantes de organización socialista, de la economía y de los diversos procesos tecnológicos –dice– sin
recurrir, como regla general, a una análisis cuantitativo que se apoye sobre el empleo de métodos
econométricos”. La demarcación artificial entre planificación tradicional y econometría, la optimización,
se debe a la diferencia insuficientemente reconocida entre factores cuantitativos y factores cualitativos.
No obstante, para él “la obtención de resultados se basa aquí sobre la comparación y la clasificación de
diversos valores de uso diferenciados cualitativamente (…) La conformidad de los intereses particulares
con el interés social supone necesariamente que los elementos directores de la producción estén
interesados en la eficacia máxima de su actividad –sus planes y decretos de aplicación– y que pongan
en juego su responsabilidad (…) La constitución de nuevas relaciones, más adecuadas, entre los
órganos de planificación y las empresas debe basarse sobre los principios de ventajas mutuas y de
responsabilidad recíproca”. Para lograr esto, las relaciones entre dirigentes y ejecutantes deben
volverse contractuales: “Relaciones de cooperación en la obra en común, relaciones de asistencia
mutua y de responsabilidad recíproca, se agregan a las de orden y obediencia. Tales relaciones
recíprocas entre los niveles superiores y los inferiores de la producción responden mejor a la verdadera
naturaleza del socialismo que las relaciones heredadas de las condiciones anteriores a las reformas, que
expresan una preponderancia manifiesta de los elementos administrativos de orden y ejecución”.
Los planes prospectivos suponen así, desde el principio, una consideración más cualitativa de los
factores, basada sobre los intereses a menudo descoordinados de las partes en cuestión, y sometida al
cálculo. La evolución de las necesidades en las diferentes categorías de la población, el progreso
científico y técnico, las formas de gestión, la multiplicación de las relaciones económicas, entran en
conflicto con demasiada frecuencia con las estructuras cuantitativas de los planes, de manera que el
rápido desarrollo de “formas de relaciones de producción (…) generan disparidades más frecuentes
entre las formas de relaciones de producción ya constituidas y el estado de las fuerzas productivas”.
¿Habrá que ver aquí algo análogo a lo que dicen los maoístas sobre la contradicción en el régimen
socialista entre fuerzas productivas y relaciones de producción, con la salvedad de que Novoshilov
llama disparidades a lo que Mao llama contradicciones? Las explicaciones del econometrista ruso son
aquí de lo más oscuras. Evoca el problema de que llama “la optimización de las relaciones de
distribución”, cuya naturaleza sería la de debilitar las disparidades a las que se refiere. El problema sería
entonces el de la “correlación óptima entre el aumento del rendimiento del trabajo y el salario
promedio; de la correlación entre el salario de base y las primas; del volumen óptimo para los fondos
de incentivo, etc.”. En suma, habría que “descubrir las relaciones económicas precisas que, en la
coyuntura histórica concreta del período a planificar, cuadran lo más exactamente posible con las
fuerzas productivas dadas”.
El autor considera que no se sabe bien de qué manera, por ejemplo, “medir la influencia de factores
tales como las formas de propiedad social, los diferentes factores de hozrascët (gestión equilibrada) de
primas, o incluso de salarios, en los índices de eficacia económica del trabajo o en el nivel de bienestar
de la población”, lo que dependería precisamente de las disparidades en cuestión. Podría creerse
entonces que lo primero que hay que hacer sería dar la palabra a los obreros, a los asalariados y a los
cuadros de las empresas. Pero no: lo que importa al reformador es más bien la “relación económica”
que hay que optimizar en primer lugar; son las “relaciones entre los escalones dirigentes y los
ejecutantes de la producción, y el criterio de compatibilidad de sus intereses materiales y de sus
motivaciones psicológicas”.
Estas relaciones, que son contradicciones antagónicas en el régimen capitalista, revestirían “un carácter
totalmente diferente”, gracias al “sistema de propiedad social de los medios de producción”, porque
ese sistema “permite un acuerdo completo de esos intereses”.
Novoshilov admite, no obstante, que si la extrema dificultad del problema “es algo poco claro”, implica
sin embargo “un nivel científico y técnico en la gestión de la economía socialista infinitamente más
elevado que el actual”. El uso de computadoras, dice, podría proveer ese nivel, de manera que un
“acuerdo de la rentabilidad de las empresas y del plan permita mejorar el reparto según el trabajo”;
según la fórmula de Marx, cada productor “recibe de la sociedad, una vez hechas todas las
deducciones, exactamente tanto como le ha dado”. Pero Novoshilov subraya que esta fórmula es
todavía “un problema en suspenso”. La razón principal, desde su punto de vista –y es aquí que su
análisis se vuelve revelador– es que la fórmula no se aplica “a todos los niveles de la producción, sean
los de quienes cumplen las tareas económicas o los de quienes las dirigen (…) Esta fórmula de
distribución según el trabajo encubre todas las formas de remuneración: el salario y las primas, las
retribuciones individuales y las colectivas, positivas y negativas (multas y otras formas de indemnización
por pérdidas). Y si, hechas todas las deducciones, cada trabajador recibe de la sociedad exactamente
en la medida de lo que le ha dado, teniendo en cuenta sus iniciativas exitosas, sus errores, los factores
(dependientes o independientes de su persona) que influyen en el resultado de su trabajo, estarán
reunidas las condiciones para que haya plena concordancia entre los intereses de los dirigentes y los de
los ejecutantes”.
Novoshilov formula luego con más precisión la meta a la que apunta la “optimización”: “Las
atribuciones de dirección de la producción son parte integral de la producción; de allí que el
establecimiento de un aparato de dirección económica concebido como órgano puramente
administrativo, antes que como el verdadero «cerebro» de la producción, sería una tentativa
equivocada (...). Medir los resultados del trabajo vivo supone lógicamente que se los ha reducido a las
condiciones equivalentes de empleo del trabajo. En esa meta, preconizamos los precios óptimos de los
productos y de los recursos. El producto neto del trabajo, calculado con la ayuda de los precios,
expresará el resultado del trabajo vivo reducido a condiciones equivalentes de empleo del trabajo (...)
De este modo, en un sistema de planificación óptima, para medir los resultados del trabajo de todo
trabajador o de todo colectivo de trabajadores, se presume la existencia de las siguientes condiciones:
precios óptimos de remuneración por la utilización de los fondos de producción y de los recursos
naturales; tomar en consideración los gastos que acarrean los precios óptimos y las normas de
remuneración de los recursos (...) Pero la optimización de la remuneración según el trabajo (incluida la
asignación de premios) exige, además, que se conozca la contribución de cada trabajador y de cada
colectivo de trabajadores al resultado de su trabajo (...) Asimismo, la parte óptima del trabajo es más
difícil de definir cuando se trata de la gestión de la economía que cuando el trabajo en cuestión está
invertido directamente en la producción. Estimamos que es más importante medir los resultados del
trabajo que determinar la parte óptima de cada trabajador en la remuneración de ese trabajo, porque,
probablemente, un error en la parte óptima reduciría la influencia estimuladora de la prima
infinitamente menos de lo que lo haría en la definición del trabajo. Y sobre todo, si no se tienen en
cuenta, objetivamente, los resultados del trabajo colectivo y del trabajo de gestión, se corre el riesgo
casi inevitable de emplear el sistema de primas sobre bases equivocadas (alzas imprudentes de los
salarios)”.
Finalmente, Novoshilov mete el dedo en el punto que para él es esencial: la racionalización del trabajo
de los dirigentes: “El grado de éxito en la distribución de funciones de dirección entre los eslabones de
la producción condiciona también el progreso de la conciliación de intereses entre los niveles de
decisión y los de ejecución y producción”. Lo que significa, en términos llanos, que si no se elaboran
normas óptimas, completas y respetadas por los cuadros dirigentes, toda la economía corre el riesgo
de crisis, tensiones entre dirigentes y ejecutantes, o algo peor.
Novoshilov desarrolla de la siguiente manera lo que él entiende por optimización de las funciones de
gestión: “La mise en place del hozrascët en las relaciones entre los niveles de decisión y de ejecución
de la producción implica que se saben medir las consecuencias positivas y negativas del trabajo de
gestión y de determinación de su estimulación óptima. La complejidad de estos problemas se
manifiesta especialmente cuando el nivel director toma una decisión que no es óptima y el nivel de
ejecución, frente a una situación dada, encuentra la salida óptima; o, a la inversa, cuando el nivel
director aporta un plan óptimo y el nivel de ejecución no lo lleva a cabo lo mejor posible. Se puede
medir, es cierto, el resultado del trabajo de cada nivel basándose sobre evaluaciones «implícitas»
internas (precios resultantes del hozrascët). [8]
Pero estas evaluaciones «implícitas» del trabajo son inaplicables a la determinación de la tasa óptima
de remuneración del trabajo colectivo, y sobre todo de las funciones de gestión, y resultan todavía
menos adecuadas cuando se trata de evaluar la tarea de innovación (...) En efecto, las evaluaciones
implícitas del trabajo suponen que su efecto es homogéneo y divisible, porque esas evaluaciones
expresan el producto (o el efecto) diferencial del trabajo, es decir, el crecimiento de una función precisa
del plan, que proviene del gasto de una unidad adicional de trabajo de un cierto tipo. Y la asimilación
de la remuneración del trabajo a su evaluación «implícita» supone a su vez una racionalización de la
parte aportada por el trabajador, del consumo de todo el producto diferencial de su trabajo”.
“El trabajo de gestión es una tarea colectiva –continúa– que se une al trabajo universal. Pero el
resultado del trabajo colectivo y –qui plus est– del trabajo universal, se revela como indivisible (...) El
carácter indivisible del resultado de gestión impide aplicar las evaluaciones implícitas para medir los
resultados de las funciones de gestión. Aunque el resultado de una mejora aportada a la planificación
sea mensurable, al comparar, por ejemplo, un plan óptimo con un plan establecido según los métodos
antiguos, los resultados y las evaluaciones implícitas se definen de manera diferente”.
A esto cabe agregar que el trabajo de los especialistas y gerentes anteriores entra en el resultado del
trabajo de gestión en un momento dado. “Es por eso que la remuneración del trabajo de gestión no
debe constituir más una cierta fracción (decreciente con el tiempo) del resultado de su trabajo, es decir,
del crecimiento de la función determinada que estipula ese trabajo. La optimización de esa fracción,
como la optimización del estímulo del progreso técnico, son problemas clave para el desarrollo de la
economía nacional”.
Los desarrollos que acabamos de reproducir deben descifrarse. El lenguaje académico y profesional del
autor encubre aquí datos e intenciones que revelan algunos de los aspectos más equívocos de las
formas planificadas del desarrollo económico en el socialismo de Estado. Si se traducen estas
explicaciones a un lenguaje más simple y práctico, se advertirá que consisten en normalizar las
relaciones inscriptas en una forma de producción estatal basada sobre el intercambio de valores. En
ese caso, la planificación no es ni más ni menos experimental que en el régimen capitalista.
Seguramente, puede reducir una serie de despilfarros y de tensiones. Pero el empleo de métodos
econométricos no alcanza ni con mucho a reemplazar, siquiera de manera progresiva, el equilibrio en
valor por una nueva modalidad de evaluación de necesidades y de usos.[9]

Notas 4.2.1

1 Es sabido que en la URSS los planes precisos y en detalle no se publican, sino que permanecen secretos. No se
conocen más que datos fragmentarios presentados al Soviet Supremo, en los que se publican anualmente
resultados parciales. Recientemente (febrero de 1972) se han declarado “secretos de Estado” los planes
económicos (federales y nacionales), las directivas de elaboración del plan, los presupuestos, los planes de
importación y exportación, los recursos geológicos y mineros, los recursos en divisas, los inventos y
descubrimientos científicos, etc. Lo mismo vale para China.
2 E. Zaleski intentó con éxito escapar a esta lógica; cf. su obra Planificación del crecimiento y fluctuaciones
económicas en la URSS, 1962.
3 Es lo que plantea F. Perroux al escribir: “Sería razonable, en el país que sea, definir el plan como un conjunto
formulado lo más racionalmente posible de acciones ejercidas sobre las variables-medios, con el objetivo de
modificar la velocidad o cambiar el nivel de las variables-objetivos” (Las técnicas cuantitativas de la planificación,
1965, p. 12). Agrega: “El plan se presenta, en un primer análisis, como un conjunto racional de macrodecisiones
del Estado que tienden a equilibrios concretos y dinámicos buscados, diferentes de los que la economía de
mercado, de manera imperfecta, había desarrollado mediante su funcionamiento espontáneo” (p. 11). F. Perroux
llama a esta planificación discrecional, por contraste con la que sería formalizada (automática). En la práctica, toda
planificación, en la URSS o en Francia, es discrecional.
4 Un trabajo mío de 1970 dice: “La racionalidad de una evaluación económica y social pude definirse como la
conformidad a la obtención de un fin establecido al menor costo. Este objetivo mismo comprende siempre ciertas
condiciones de equilibrio, o, si se quiere, de proporcionalidad. Cualquier otra concepción de la racionalidad de un
tipo de gestión no hace más que remitir a una oposición racionalidad-irracionalidad cuya significación es poco
clara, o directamente confusa. Si se admite que un programa calculado puede considerase como una estrategia,
cabe recordar que una estrategia siempre está dominada por una meta o un objetivo. Toda la dificultad consiste
entonces en definir esa meta (su naturaleza, su modalidad, sus plazos). La irracionalidad no puede meramente
asimilarse a un error, a una imperfección de los medios o en general a un obstáculo, superado o no (…) En los
sistemas económicos actuales, la meta a alcanzar (e incluso su finalidad inmanente) es el crecimiento de los
valores intercambiables de modo tal que la suma de los valores producidos sea la máxima posible, de manera
que la parte de valor excedente o plusvalía que genere sea también la máxima posible. Si la informática
contribuye a esta maximización, su racionalidad resulta entonces indiscutible en el marco de un sistema de
mercado” (P. Naville, El tiempo y las técnicas, 1972).
En el mismo sentido, cf. M. Godelier, Racionalidad e irracionalidad en la economía , 1966: “La racionalidad
intencional de un sistema social se manifiesta bajo la forma y a través de los actores con fines por los cuales los
individuos combinan medios para alcanzar sus fines. Pero este análisis «formal» no dice nada de la naturaleza de
esos medios y esos fines. (…) No hay racionalidad en sí ni racionalidad absoluta. Lo que es racional hoy puede ser
lo irracional de mañana. En suma, no hay racionalidad exclusivamente económica (…) En definitiva, la noción de
racionalidad remite al análisis del fundamento de las estructuras de la vida social, de su razón de ser y de su
evolución”.
5 Por ejemplo, A. Cournot, para quien las civilizaciones recorren el “ciclo de las edades” que conducen a su
desaparición y no pueden escapar a ella más que evolucionando de lo vivo orgánico a lo administrativo
mecánico: “Lo que puede quedar liberado de ley fatal de las edades –dice– no lo hace más que por una fijeza de
principios y de reglas incompatibles con las fases del movimiento vital. De este modo se establece un orden de
hechos sociales que tiende a depender de principios o ideas puramente racionales (…) y que nos conduce a una
especie de mecánica o física de las sociedades humanas, gobernadas por el método de la lógica y el cálculo. De
modo que lo que se llama propiamente una civilización progresiva (…) [es más bien] el triunfo de principios
racionales y generales de las cosas sobre la energía y las cualidades propias del organismo vivo”, Tratado del
encadenamiento de las ideas fundamentales en las ciencias y en la historia , 1861. Sin embargo, Cournot relaciona
lo racional de la naturaleza con la lógica de lo artificial.
6 Ciertos economistas asimilan, por otra parte, óptimo y racionalidad. A. Bergson escribe, por ejemplo: “En
general, hasta una época reciente la teoría del valor trabajo se presentaba [en la URSS] no como habría podido
hacérselo a la luz del análisis occidental contemporáneo sino más bien tal como lo había hecho hace mucho
Marx. Y, lo que es aún más importante, se construyó sin beneficiarse del concepto fundamental de valor marginal.
Por ende, era absolutamente inevitable que el concepto mismo de óptimo económico , es decir, de una
racionalidad económica integral, se comprendiera sólo de manera muy imperfecta”, The Economics of Soviet
Planning, 1964, p. 330.
7 Cf. Novoshilov, “La planificación óptima en su fase moderna”, Voprossi ekonomiki [Cuadernos de economía],
1970, Nº 10.
8 Novoshilov apunta aquí a las propuestas de Kantorovich. Cf. El nuevo Leviatán, 3: El salario socialista , vol. II, pp.
447-474.
9 J. Kronrod, partidario del “mercado socialista”, intentó una presentación de la teoría de las necesidades que se
podría criticar sin mucho esfuerzo (La ley del valor y la economía socialista , Moscú, 1970). Contra los
“optimalistas”, recuerda que Engels hablaba de un plan de producción determinado “por la comparación de los
efectos útiles de los diferentes objetos de consumo y de la cantidad de trabajo necesario para su producción”, lo
que según él no quiere decir comparar el efecto útil de una naranja y de un jabón, sino sólo el mismo efecto para
diferentes clases de naranjas o de jabones. Esta última forma de comparación no puede efectuarse más que
mediante el estudio de las necesidades solventes, porque se está en un régimen de mercado.
Capítulo III: Cómo planificar las necesidades y los usos

LAS INQUIETUDES DEL MARGINALISMO

La hostilidad de los marginalistas a la planificación se ha manifestado innumerables veces. F. Perroux


resumió sus argumentos de manera radical al escribir que la planificación no puede ser otra cosa que
una forma de esclavitud. Formalmente, dice [1], el “dictador económico” formula un plan de ocupación
de modo tal que la utilidad de cada ocupado se define a la vez con relación a la utilidad total y con
relación al sistema preferido por el dictador. Las asignaciones de tareas, de remuneraciones y de
productos se efectúan sobre esa base. En esas condiciones, la utilidad subjetiva no alcanza a
manifestarse: “La planificación socialista integral resucita, literalmente, el tipo de evaluación que está en
la base del esclavismo antiguo y, más en general, de todas las economías sin intercambio”. Dicho de
otro modo, el valor de uso, tal como lo define el marginalismo, no cumple ningún papel en la
planificación. Posteriormente, F. Perroux moderó este juicio [2], como muchos otros marginalistas; no
obstante, merece una réplica porque introduce una distinción entre las concepciones marginalistas del
valor de uso: la que resulta de las evaluaciones efectuadas por los “dirigentes” y la que define la “teoría
moderna y científica”. Es precisamente a caballo de estas dos concepciones, o divididos entre ambas,
como se verá, que se encuentran hoy los planificadores soviéticos.
En la época de Stalin, la función del valor de uso estaba en principio reducida a una evaluación de las
necesidades de la población, que a su vez se basaba sobre dos estimaciones: a) el estado de cosas
existente, y b) el objetivo deseado. Strumilin afirma sin vacilar que “la estructura de las necesidades de
la población se puede establecer fácilmente”.[3] Por otra parte, a los planificadores centrales, agentes
de la dirección del partido, les resulta muy fácil fijar los objetivos. Pero este punto de partida será
transformado: 1) por la satisfacción de esas necesidades, presentes y futuras, en la medida en que ésta
intervenga; 2) por la aparición de nuevas necesidades ligadas al crecimiento del aparato de producción
y de consumo, no previsibles; 3) por la desaparición de ciertas necesidades ligadas a diversas
transformaciones. Visto de manera simple, y hasta simplista, el plan tiene los mismos efectos que el
mercado, capitalista o no. Las necesidades se considerarán como posibles de satisfacer, en uno como
en otro caso, si se cumplen tres condiciones principales: 1) el estado de cosas en un momento
determinado supone un equilibrio real entre producción y consumo; 2) el objetivo a alcanzar en el
futuro supone un desarrollo de las fuerzas productivas acorde con él; 3) los ingresos de la población
deben satisfacer el equilibrio. Sin embargo, estas condiciones son más bien constataciones, porque el
equilibrio y la adecuación deseados pueden obtenerse por los medios más diversos y variables.
Si el que comanda el proceso es el mercado, las necesidades existentes se satisfacen, según los
marginalistas, en el límite de su solvencia; según la crítica marxista del marginalismo, en la medida en
que las inversiones de capital permitan obtener una ganancia que los dueños de esos capitales juzguen
satisfactoria. En uno y otro caso, la satisfacción efectiva de las necesidades implica inevitablemente
ciertas incompatibilidades y contradicciones. Además, ninguna necesidad se considera natural, salvo
aquellas que de no cubrirse llevarían a la extinción del que las sufre. Se trata de una cuestión de escala
más que de naturaleza.
Si es un plan el que comanda la satisfacción de necesidades –es decir, la producción de los valores de
uso correspondientes– el hecho de que éstas se cubran no está directamente a cargo de las reglas del
mercado. Pero, indirectamente, el plan simulará una distribución establecida por el mercado, partiendo
del estado de cosas existente, como dice Strumilin. Las contradicciones inherentes a la distribución por
el mercado quedan enmascaradas por la cohesión aparente del plan, pero no por eso dejarán de
existir.
Estas dos actitudes extremas son reemplazadas en la práctica por muchas variantes que complican el
asunto y dan cuenta a la vez de las preocupaciones de los marginalistas y las de los planificadores.
Unos y otros vienen a intercambiar sus propios argumentos, o en todo caso a intentar demostrarlos en
el marco del sistema adversario. Los planificadores –o algunos de ellos, en la URSS y en los países del
este europeo– llegarán así a pensar que un cálculo marginal, como función de optimización, es
perfectamente compatible con una planificación bien elaborada, mientras que los marginalistas que
actúan en la economía capitalista estimarán que, después de todo, una serie de necesidades sociales,
de transferencias de ingresos, de gastos improductivos, dependen de una planificación controlada
mucho más por el estado que por relaciones de mercado propiamente dichas. Unos y otros están de
acuerdo, entonces, en hablar, en un caso (planificación) de economía de no mercado, y en el otro
(mercado), de economía de mercado. En inglés, lengua universal: economías non-market y market;
tanto una como otra existentes, en alguna medida, en ambos regímenes considerados.
Veamos un poco más de cerca la actitud de los marginalistas que son presa de cierta inquietud a la
vista de estas correlaciones. Ciertos valores, dice F. Perroux [4], escapan por su naturaleza a la
expresión en precio, al “modelo del intercambio”: lo vital, lo sagrado, por ejemplo. “Todo se compra,
todo se vende, es bien sabido, pero la sociedad mercantil no puede concederlo en principio y en
derecho. En una sociedad organizada, los hombres no pueden intercambiar única y exclusivamente
mercancías. Intercambian, en ocasiones, símbolos, significados, servicios, información. Toda mercancía
debe considerarse como el núcleo de servicios no imputables que la califican socialmente, y que –
beneficiosos o perjudiciales– son gratuitos, en el sentido elemental de que no son pagados. Si la
sociedad mercantil los excluye es sólo para simplificar y justificar sus cuentas”. Esta situación estaría
justificada en teoría tanto por la proyección social de Walras como por la de Marx: al ser vencida la
escasez en su principio y su realidad, el precio y la equivalencia perderían todo poder y todo sentido.
En su lugar se establecería un orden de preferencias.[5] El alto desarrollo de las fuerzas de producción
ya no entraría en conflicto, y mucho menos suscitaría un antagonismo orgánico, fundamental, con la
estructura de las relaciones de producción. No habría ni propiedad de medios de producción ni
escasez de medios de satisfacción.
Esto es lo que los marginalistas admiten al decir que “en la sociedad terminal [¿Cómo habría que decir:
sociedad límite, sociedad óptima o sociedad terminal?] se derrota a la obligación y a la escasez. Las
equivalencias en las transferencias, aun más allá del intercambio mercantil, dejan de ser la ley de la
economía y de la sociedad. ¿Cómo llamar a esta relación humana dolorosamente conquistada: «don» o
«servicio»? ¿Habría que saludar una racionalidad plena del hombre que reconoce en el hombre una
red de relaciones inteligibles?”.
Sigue siendo cierto que para distribuir de manera organizada (planificada) “a cada uno según sus
necesidades”, habría que llegar a definir y prever las modalidades de actividad (trabajo), de uso, de
cooperación y de concertación que suponen algún tipo de comunicación y de intercambio. Para los
walrasianos, tal situación puede definirse como un mercado totalmente libre (nada por nada), pero
bajo dos condiciones que en la práctica nunca se presentan: que haya identidad de funciones de
utilidad para todos los sujetos (es decir, que todos tengan las mismas necesidades) y que haya igualdad
de ingresos para todos los individuos. En una economía de pura obligación (planificación central
autoritaria), el mismo resultado se alcanzaría bajo otras condiciones.
F. Perroux subraya que estas actitudes sólo son lógicamente coherentes (y compatibles) en la medida
en que ambas son implícitamente normativas. Por ejemplo, el intercambio puro (mercado) responde al
siguiente esquema. Dos individuos A1 y A2 tienen cada uno su propio sistema de preferencia, pero
independiente uno de otro. A1 cede, transmite, un bien b1, cuya utilidad marginal crece en la medida
en que se transmite; recibe a cambio un bien b2, cuya utilidad marginal decrece a medida que es
adquirido.[6] Esta regla fait bon marché de las condiciones de intercompatibilidad, al considerarlas
como constantes, aunque en la práctica las preferencias expresadas por uno pueden modificar o
transformar las preferencias expresadas por el otro. La modificación constante del orden mutuo de
preferencias supone así alguna modalidad de comunicación, de intercambio y de cooperación del cual
el mercado es la negación abstracta.[7]
El intercambio forzado por una central C ejecuta transferencias decididas por el orden de preferencia
de C; por ejemplo, que b1 pase de A1 a A2 o b2 de A2 a A1. Aquí también, los órdenes de preferencia
de A1 y A2, que de todas maneras están dados, no pueden compensarse mediante la transferencia de
un tercer individuo D. De modo que en ese caso ninguna preferencia puede satisfacerse directamente,
no más que por el mercado monetario.[8]
¿Qué concluir de esto? El marginalista, en el mejor de los casos, estimará que si el hombre y los valores
humanos son externos al intercambio mercantil o planificado, hay que reintroducirlos. ¿Pero cómo? Si
existe un orden de preferencia exterior a los individuos (el plan central), es el de los individuos el que
sufrirá; si las preferencias individuales se asocian en un solo orden de preferencia de la colectividad,
éste corre el riesgo de presentar incoherencias insuperables. Como dice F. Perroux, sabemos por
experiencia “que la socialidad misma no se genera ni por los lazos del mercado ni por el imperium
estatal que agrupa y asimila a los ciudadanos”.
Se vuelve entonces a la teoría de las necesidades, el escollo principal tanto para el marginalismo como
para la planificación de tipo soviético. La línea de desarrollo aparece entonces como examen previo de
la función de las necesidades supuestamente colectivas, que deben devenir bienes comunes, y de la
función de los servicios sociales tanto como los individuales, que debe sustituir a la circulación de
bienes independientes y evaluados. Como se pense bien, la raíz de este desarrollo debe encontrarse en
una transformación del intercambio que domina a todos los otros: el que hace del trabajo una
mercancía, objeto de una transacción entre un empleador y un empleado.

[59] RELACIÓN ENTRE LAS NECESIDADES Y LOS USOS

Ninguna operación práctica y seria de planificación, en ninguno de los regímenes sociales existentes,
puede abstenerse de una definición de las necesidades, de las utilidades, de los usos y de las
satisfacciones. Esto es cierto tanto en el caso de una empresa privada, de una asociación, de un
conjunto regional o de un Estado. Esta definición varía según el conjunto de que se trate, los medios
disponibles y los fines a los que se apunta. Pero esta variación se acompaña de una incertidumbre, de
una vaguedad, que el recurso a las mediciones y a las expresiones numéricas no alcanza a disimular,
como tampoco las expresiones matemáticas más complejas. Bastará retomar los criterios que tienen en
cuenta los planes soviéticos o las cuentas nacionales francesas para advertir enseguida la inconsistencia
y la imprecisión de esas definiciones; de allí se derivan las discusiones y polémicas interminables entre
los defensores de los diversos sistemas.
Con todo, se trata de regímenes basados sobre la circulación monetaria y los precios, que ofrecen al
menos la seguridad de un patrón de estimación general aplicable, directa o indirectamente, a todo.
Pero cuando uno se aventura a esbozar la posibilidad de un equilibrio de las necesidades y de los usos
fuera de un sistema de equivalencia de valor –que es lo que sería el objetivo de las relaciones
socialistas–, se establece la más completa confusión.
Parece entonces que sin llegar a una descripción de los sistemas utilizados en la práctica, resultaría útil
volver analíticamente sobre las nociones fundamentales sobre las cuales debería operar toda
planificación que no sea solamente la mise en forme de las relaciones económicas existentes. Se
advertirá enseguida que estas nociones deben particularizarse, subdividirse y considerarse como
operaciones sustituibles antes que como entidades de naturaleza invariable.
Se admite que todo plan, e incluso todo proyecto de funcionamiento de un sistema económico,
apuntan a satisfacer en condiciones óptimas un conjunto de necesidades. Sin embargo, la satisfacción
de una necesidad consiste en saturarla para el uso de algo. Ese algo puede ser un objeto o la
manifestación de un objeto. Es obvio agregar que cabe incluirlas especies vivas vegetales y animales –
entre ellas los seres humanos– en esta clase de objetos. La naturaleza de una necesidad determina,
dentro de un margen variable, la naturaleza de su satisfacción mediante un uso. Pero la recíproca
también es cierta: la naturaleza de un uso puede determinar, también dentro de un cierto margen, la
de una necesidad. La actividad productiva en general se convierte así en la forma de un compromiso, o
más bien de una adaptación recíproca entre necesidad y uso. Para que una necesidad pueda
satisfacerse, debe existir un tipo de uso cualquiera que pueda satisfacerla. Si este uso no existe, en un
momento dado, la necesidad se ve en peligro de quedar insatisfecha. Pero, a la inversa, para que un
uso pueda emplearse, tiene que existir una necesidad que sea de naturaleza tal que pueda ser
satisfecha por el uso en cuestión. Para dar un ejemplo muy simple y trivial, digamos que la necesidad
que tiene un organismo humano de alimentación, sin la cual se debilita y muere, no puede satisfacerse
más que si existe un uso conforme a esa satisfacción, y ese uso es el de comer y beber los alimentos. Al
mismo tiempo, el uso de comer y beber, en su especificidad, determina ciertas necesidades: no sólo la
manera en que se expresa esa necesidad (por ejemplo, el intervalo entre comidas) sino la necesidad
misma. Quienquiera que no tenga el uso de la alimentación, voluntariamente o no, deja de tener la
necesidad, como lo manifiesta el caso de los huelguistas de hambre; se manifiesta igualmente el hecho
de que la existencia de ciertos objetos, creados de manera voluntaria o no, determina la necesidad.
Esta relación general queda oscurecida en un régimen de intercambio de valor, porque la única
necesidad reconocida es la necesidad solvente, y los únicos usos admitidos son los usos impuestos. Ni
una ni otros son “naturales” ni “artificiales”. Simplemente, su forma resulta de toda la estructura de la
sociedad, que hasta el presente sigue siendo una sociedad mercantil de algún tipo.
Planteémonos ahora si esta relación, en la forma pura en que la presentamos, es compatible con una
planificación. Toda clase de utopías, por otra parte tan autoritarias en el fondo unas como otras,
consideran la libertad de los usos y la manifestación de las necesidades y deseos –que no debemos
confundir aquí– como una especie de sinfonía espontánea. Cada persona, cada grupo, liberado de las
trabas que resultan del régimen de intercambios compensados (valor), equilibraría a su manera las
necesidades y los usos. En el límite, ningún plan podría determinar tales conductas. Esta situación
supondría la desaparición de toda escasez, aun relativa o temporaria. Supondría también la
imposibilidad de prever, que es el objetivo esencial de un plan o proyecto. Implicaría incluso, si se
sacan todas las consecuencias, la imposibilidad de innovar y de imaginar, que son maneras de inventar
para uso restringido antes que exista la posibilidad de ofrecer a la elección de todos.
El problema es entonces saber bajo qué forma la relación pura usos-necesidades puede entrar en las
operaciones de planificación. Los organismos tradicionales de planificación responderían que basta con
reducir los dos elementos de la relación –necesidades y usos– a las formas tradicionales de producción
y consumo.[9] Seríamos remitidos así a los problemas clásicos del equilibrio, la acumulación y el
crecimiento, sin hablar de los problemas políticos del poder y el arbitraje. Sin embargo, no se puede
reducir las necesidades a la producción y el uso al consumo más que por un abuso de poder
metodológico. Es la estructura de un sistema de intercambio de valores, polarizada por la finalidad del
beneficio, lo que conduce a esta simplificación. En efecto, ésta remite todos los problemas de creación
y circulación de valores de cambio a la producción, y los de la destrucción de valores al consumo. Si el
sistema cambia, estas categorías también deben cambiar de función.

LA NECESIDAD Y LA SATISFACCIÓN DE LA NECESIDAD

La necesidad, una necesidad, nunca está aislada. Tanto social como individualmente, lo que tenemos
son complejos de necesidades, que están alertés en un cierto orden de urgencia, por otra parte
variable de un individuo a otro, de un grupo a otro, y sobre todo de un momento a otro. Veremos más
adelante lo que vale, desde este punto de vista, la distinción entre necesidad final y necesidades
intermedias. Lo esencial es comprender que ninguna necesidad es un absoluto, y que su modo de
satisfacción por el uso tampoco lo es. Relativas ambas, controlan la relatividad del medio de
satisfacción que debe producirse, es decir, la forma específica del aparato de producción.
La necesidad se satisface por el uso de un producto. En el caso en el que el producto es una mercancía,
es preciso que a través del intercambio dé lugar a la vez a una ganancia y a un uso posible, pero la
esperanza de la ganancia sobredetermina la del uso. Si el producto no genera una ganancia –más
generalmente, una plusvalía–, no será creado, y el uso correspondiente no existirá como medio de
satisfacción. Pero en el caso en el que el producto no es, ya no es, una mercancía, sino sólo un medio
de disfrute (satisfacción de una necesidad cualquiera), es preciso no obstante que sea apto para un
uso. No puede concebirse un estado social en el que la totalidad de los productos esté fuera de uso, es
decir, sea inutilizable, y en el que en consecuencia no existe forma alguna de almacenamiento
(acumulación, producto suplementario). La producción debe dejar de ser su propia finalidad,
crecimiento por el crecimiento mismo, para pasar a ser solamente la mediación indispensable para la
satisfacción de necesidad por el uso. Hay que partir entonces de un esquema de usos y necesidades
para presentar un plan de producción, cualquiera sea éste. La producción planificada queda reducida a
un rol de intermediario, en un sentido opuesto al que predomina en las relaciones capitalistas.
Los desarrollos de la socialización y de la integración creciente de tecnologías y sistemas de producción
de hoy revela ya esta transformación de la relación bajo dos formas hasta cierto punto opuestas.
Primero, una serie de necesidades de producción y de usos escapan cada vez más al sistema puro,
“liberal”, de intercambio de valores. Son las de los servicios sociales, supuestamente gratuitos y en
realidad onerosos, pero directamente socializados en su mayor parte (una parte de estos servicios se
sigue intercambiando contra un ingreso individual). Es lo que se llama producción fuera del mercado
(non-market). La necesidad social e individual de servicios de salud, de educación y de comunicaciones,
por ejemplo, se cubre en una proporción importante mediante prestaciones públicas. El uso necesario
se separa de la posesión privada de valores de cambio, para controlar las producciones necesarias, y en
consecuencia las necesidades demostradas. El intercambio tiende a ocurrir, como preocupación inicial,
antes de la necesidad o acto (la prevención), y el medio (la producción), tiende a conformarse a ella.
Luego, las necesidades están cada vez más diversificadas en función de la multiplicidad de medios de
satisfacción, de productos. Esta multiplicación sigue comandada, en las relaciones de intercambio de
valor, por el móvil de la ganancia que anima a los empresarios. Pero al mismo tiempo revela la
posibilidad de un régimen en el que las elecciones del uso se impongan sobre la limitación de las
necesidades. Por decirlo al pasar, si las necesidades no son un absoluto no es sólo porque tienen una
cierta elasticidad; es sobre todo porque no son ilimitadas ni eternas. Aun como deseo o imaginación,
tienen una forma determinada, esto es, un límite. Este límite no siempre puede estimarse mediante una
aritmética cuantitativa; lejos de ello. Pero de todos modos existe. Podría decirse más bien que son los
usos los que pueden diversificarse y combinarse casi hasta el infinito, como las piezas de una partida de
ajedrez.

EL PRODUCTO, LA UTILIDAD Y EL USO

¿Qué es un producto, independientemente del hecho de que puede ser una mercancía? Se dirá: es el
resultado de un proceso de producción. Muy bien, pero esta respuesta no nos indica más que una
relación formal; el producto no escapa así a las paradojas del lenguaje de Esopo, que puede servir para
todo.
Encontrar una definición mejor no es fácil. La economía política repite: es el objeto vendible, o lo que
se puede distribuir sin venderlo. Una vez más, descartemos esta definición, dado que lo que nos
interesa es un estado de cosas en el que el valor de uso domina las relaciones sociales. El producto, se
dirá entonces, es simplemente el medio de satisfacción de una necesidad. Por el momento,
acordaremos en esto.
Pero constatemos al mismo tiempo que todo producto, es decir, todo efecto producido, es en primer
lugar la creación de un objeto, concebido como ser exterior. Esta manera de ver se aplica no sólo a los
“objetos materiales”, que una vez formados adquieren una existencia que es exterior a sus productores,
sino también a los seres humanos en sus relaciones entre sí. El hombre es un producto para el hombre,
es verdad, aunque su producción tenga características específicas, como toda producción. Negar esta
constatación sería negar el estatuto de productos a otros seres vivos, como los animales, para no
hablar de los vegetales.
Además, un producto no está única y obligatoriamente destinado a satisfacer una necesidad, tanto
menos cuanto que puede ser él mismo, y lo es cada vez más, la fuente de una necesidad; existe en
todo producto el principio de una droga. Una vez más, es sobre todo un efecto, es decir, el resultado
de la acción de un conjunto de factores devenidos objetivos, esto es, autónomo. Se admite, no
obstante, que este efecto resulta de una acción concertada, al menos el embrión de un plan, lo que
excluiría de la categoría de productos a los efectos naturales, o, si se quiere, los efectos que no se
deben a la mano del hombre (al menos hasta nuevo aviso). Sin embargo, que nieve o deje de nevar
sobre un territorio dado, por ejemplo, no depende de ningún plan; la meteorología constata y, dentro
de un cierto margen, prevé, pero no controla. El producto, una capa de nieve, es un efecto que puede
utilizarse, pero no producirse para satisfacer una necesidad. Además, si las abejas elaboran miel, como
ciertas ostras elaboran perlas, esa miel y esas perlas son productos naturales utilizables, pero no
productos, como tales, para satisfacer necesidades. Por otro lado, es evidente que los colectivos
humanos y los individuos pueden producir efectos que no estén destinados a cubrir necesidad alguna,
ya sea porque son inutilizables, inutilizados, inadvertidos o superfluos. La economía política no puede,
dadas sus premisas, ignorarlos, salvo negando su existencia.
Uno se ve así llevado a desmembrar la noción de producto en diversas categorías de significación
práctica; de lo que se trata es de saber de qué manera se determinan mutuamente y sobre cuáles cabe
apoyarse en primer lugar. La economía mercantil (en un marco socialista o capitalista) elude el
problema o se niega a plantearlo, porque la reducción de todo producto al denominador común de la
unidad monetaria elimina el problema, y eso le basta. Si todo producto puede evaluarse, de manera
más o menos directa, por su precio, el movimiento y la finalidad de los productos se reduce finalmente
al de los precios: una lógica del proceso de producción y de la necesidad solvente. Pero si esta
reducción ya no es necesaria, o lo es cada vez menos, las cosas comienzan a presentarse de otro
modo. Una nueva tipología de productos, por empezar, y luego una lógica de la producción basada
sobre el uso se impondrán sobre una concepción experimental de la planificación. Esto significa
asimismo que la lógica de las necesidades y la de las producciones deberán disociarse, como lo están
ya las de la producción y la del consumo.
Del mismo modo, se ve que la planificación deberá distinguir uso de utilidad. Formalmente, lo útil (o
mejor, la utilización) difiere del uso en que supone una adecuación buscada y lograda entre una
producción y su uso, mientras que el uso no se basa necesariamente sobre esta adecuación. La utilidad
“marginal” no se considera, desde este punto de vista, de otro modo que como utilidad bruta. Ésta está
ligada de la misma manera al criterio de la necesidad, aun si se llama a ésta óptima. En un sistema
económico mercantil, lo útil no es al fin de cuentas más que lo que permite crear una plusvalía, una
ganancia, etc. Sin duda, la utilidad es necesaria a esta creación en la medida en que orienta al aparato
productivo, pero esta utilidad es tan suscitada por ese aparato como ella en est la finalité reconocida.
Los planes de producción, incluidos los planes de empleo y de formación para el empleo, implican en
la práctica en nuestros días una correspondencia estrecha, o más bien una identidad, entre la utilidad y
el uso. Sin embargo, aunque se puede postular la utilidad de un producto, su uso real es aleatorio e
incierto. El uso debe estar marcado por una función de elección, mientras que la utilidad se distingue
por su necesidad. Esta diferencia queda oscurecida en los regímenes sociales actuales, porque éstos
exigen que todo producto parezca y se convierta en útil, y en consecuencia sea un uso admitido,
aunque sea forzado. Aquí también, una concepción analítica y experimental cuestionaría,
separadamente, las utilidades y los usos. Las primeras dependerían frecuentemente de deducciones
tecnológicas, mientras que los segundos se convertirían en asunto de una vida social y personal en la
que las inducciones se guiarían por la libertad de elección. Habría que recurrir entonces a operaciones
de planificación completamente nuevas, de las que no tenemos aún siquiera una prefiguración. Lo que
estaría en el centro de la economía, cualquiera sea la forma de su participación en la producción, es el
usuario.

EMPIRISMO DE LA PLANIFICACIÓN DE NECESIDADES

Los espíritus más libres, o los más inquietos, o más curiosos, que estudian y elaboran en la práctica las
modalidades de la planificación tienen una conciencia creciente de los problemas planteados. Sea en la
URSS, en China, en Europa Occidental o en EE.UU., los planificadores sufren agudamente la necesidad
de encontrar nuevas vías; presienten que el problema central del futuro es el de las necesidades y los
usos. Es, por otra parte, bajo la presión del desarrollo gigantesco de los medios de producción que esta
exigencia se abre paso. Decir que la contradicción fundamental de la sociedad mercantil en plena
expansión reside, como lo había establecido Marx, en la que confronta las relaciones de producción
con las fuerzas productivas ya no es suficiente hoy. Las relaciones de producción, es decir, las
relaciones que hombres y mujeres, asalariados y empresarios, tienen con los medios de producción,
ponen en juego, más allá del régimen de propiedad, otra cosa: el derecho al uso.[10] En lo que hace a
las fuerzas productivas, equipamiento material y seres humanos, las transformaciones considerables
que han experimentado después de 30 años equivalen a un cambio fundamental de estructura.[11]
La coyuntura práctica no facilita las investigaciones, ni en el Este ni en Occidente. En la URSS, por
ejemplo, las necesidades de la población se siguen evaluando de manera a la vez empírica y
burocrática. Se practican “estudios de mercado” clásicos en EE.UU. y Europa, que no conciernen más
que a los bienes de consumo finales por grandes surtidos.[12] La búsqueda del “mejor cliente” en las
transacciones entre empresas apunta en conjunto a satisfacer las reglas de un seudo mercado, a
mejorar la calidad de los productos, a acortar las demoras en las entregas y por consiguiente a mejorar
las beneficios. Peu ou prou, esto es lo mismo que se hace en Europa Oriental. Pero esto no es allí más
que el empirismo del día a día, sobre todo una vez que los planes anuales se vuelven cada vez más
apremiantes.
Durante los años 60 se hizo un intento de elaborar un esquema interindustrial de tiempos de trabajo,
que habría proporcionado un marco experimental a una planificación de medios de satisfacción de
necesidades.[13] Este intento se dio de bruces con el malhumor de los “financieros” soviéticos, porque
el sistema de precios sigue siendo el alfa y omega del equilibrio entre producción y consumo. Los
econometristas reformadores pusieron esta idea en consideración en su estimación de los factores de
la producción, pero su esfuerzo fue frenado por estos mismos “financieros”, y por otro lado, la
optimización que tiene en cuenta con más seriedad las necesidades reduce a éstas, evidentemente, a
los consumos estimados en valor de cambio.
Sin embargo, sabemos bien que hay un valor de uso que manda sobre todos los otros: la fuerza o
capacidad de trabajo. Si esta capacidad, como fuerza social, no se utiliza (no se pone en uso), todos los
otros valores de uso no existirían. Es por esto que una planificación del empleo que determine la
estructura cualitativa de las producciones podría partir de un estudio de la distribución posible y
deseable de las capacidades de trabajo disponibles. Dicho de otro modo, los valores de uso negativos,
el consumo, considerados como elección o poder de los consumidores, debería discenirse
analíticamente de los valores de uso positivos, que son las capacidades de trabajo de los hombres y las
máquinas.
En las economías monopolistas y estatizadas del capitalismo de hoy, el uso se ha convertido también
en una preocupación para el estado y los empresarios. Pero también aquí se trata más bien de un
empirismo conservador. ¡Consuman! Ése es el imperativo. ¡Lo que sea! Ésa es la condición. ¡Trabajen!
He aquí la exigencia. Pero no a cualquiera ni en cualquier lugar. Las fuerzas productivas humanas, en
esta economía, deben canalizarse de una manera muy distinta a la de los ingresos consagrados al
consumo. El margen de elección que subsiste en el abanico de los valores de uso negativos es mucho
más grande que el que se le ofrece al asalariado en busca de empleo. Sin duda, para vivir hay que
alimentarse, es una necesidad ineluctable, pero hay muchas maneras de hacerlo; se trata de un uso de
lo más variable. Para producir hay que utilizar fuerzas y capacidades de trabajo, pero esta utilización a
escala social requiere proporciones determinadas cuya elasticidad es escasa, y sin relación con los
deseos y esperanzas. En el primer caso, las necesidades tienen un amplio espectro posible de modos
de saturación; en el segundo, las necesidades no son las del consumidor, sino las del sistema de
producción, lo que es completamente distinto.
Los bienpensantes de Europa Occidental se han preguntado sin embargo si no se puede estudiar, a
modo de prueba, un tipo de planificación que parta de una estructura de necesidades que remita a la
del empleo, e incluso de la formación para el empleo. Entre ellos, A. Sauvy ha propuesto una
investigación que establezca una definición de las necesidades (que él prefiere calificar como normas) y
que luego evalúe los consumos deseados y los propuestos, que no son los mismos.[14] El inventario de
todas las necesidades, públicas y privadas, para una población dada, debería traducirse en horas-
hombre de trabajo de calificaciones diversas, es decir, en una estructura de la población activa,
empleada. Este inventario podría hacerse a partir de los consumos de hogares (según una composición
socio-profesional) o a partir de reivindicaciones (presupuestos tipo sugeridos). Las necesidades públicas
se evaluarían conforme a evaluaciones colectivas.
Según el autor, se lograría así quizá, suponiendo que los equipamientos materiales sean suficientes
(aunque su evaluación en necesidades de uso sería asimismo una tarea compleja), hacer una
estimación de la composición del conjunto de las capacidades de trabajo (valor de uso positivo, según
mi léxico) necesario para la satisfacción de las necesidades estimadas, en función del tiempo necesario.
La población activa necesaria sería entonces un resultado, no algo dado. El punto de partida de una
planificación sería la necesidad medida en población activa, no en productos consumibles. La
necesidad de unidades de producción (bienes intermediarios de las empresas) quedaría en cierto modo
en cortocircuito a la vez por la demanda de los hogares y por las necesidades en capacidades humanas
de producción. Lo que supone, por otra parte que no habría siempre pleno empleo.
Este proyecto choca evidentemente con un obstáculo insuperable en el régimen mercantil de valores, a
saber, el lazo que existe entre la demanda de los consumidores (hogares) y la estructura del aparato de
producción. Y. Magaud destaca que estos dos elementos no son independientes y que permanecen en
relación a través del mercado, o serían arbitrarios.[15] Dicho de otro modo, se da de bruces con la
cuestión que plantea siempre la incompatibilidad entre valor de cambio y valor de uso. Digo
incompatibilidad porque si el valor de uso puede considerarse como inherente a la existencia del valor
de cambio (no tiene valor de cambio lo que no sirve para nada), la inversa no es cierta: la existencia de
valores de uso puede concebirse perfectamente sin un correlato de intercambio, sin valores
monetarios.
Cabe preguntarse entonces si no se debería comenzar por un análisis de los usos, esbozando la
manera en que podrían combinarse. Paralelamente, podría procederse a un análisis análogo de las
categorías de objetos que son o podrían ser sostenes del uso. Dado que la sociedad de alta
productividad industrial es productora de innumerables objetos que son los sostenes más o menos
temporarios de usos más o menos breves, tal informe tendría ya dos ventajas: permitiría esbozar un
método de comparación y de agregación de los bienes que sostienen el uso y de los usos mismos, y
podría servir de documentación de referencia, a título experimental, para la elaboración de planes y
métodos más tradicionales.

ESBOZO DE LAS CATEGORÍAS DE USOS Y OBJETOS

El estudio al que nos venimos refiriendo podría intentarse sobre una población limitada, alrededor de
un período de tiempo determinado, para una rama específica de producción y servicios. Ciertos
materiales elaborados por grupos de estudios de mercado y por los institutos de seguimiento del
consumo serían sin duda titiles. Sin embargo, el objetivo no sería una simple descripción. Habría que
alcanzar métodos que tengan en cuenta a la vez el estado de cosas existente y su evolución posible
mediando tal o cual política económica.
Tal vez al principio resulte interesante realizar dos tipos de tablas por separado: una de los usos
(incluidos los servicios definidos), la otra de los objetos que sirven a esos usos.
Podría comenzarse por investigar los criterios según los cuales distinguir distintas naturalezas y formas
de uso. Podría examinarse a continuación si existe uno o varios órdenes según los cuales estos usos se
combinan y transforman. Ha de tenerse en cuenta que estos criterios o características se presentan casi
siempre bajo una forma dicotómica, y a veces bajo la forma de variable continua.
He aquí una lista no exhaustiva de tales criterios, que se presentan aquí sin un orden particular.
1. Uso positivo (trabajo, fabricación) y negativo (consumo, destrucción, almacenamiento).
2. Uso intermediario (en el proceso de producción) y final (en el proceso de consumo).
3. Uso pagado (mercado) y uso gratuito (oposición de debiera reemplazarse por una serie de grados
en la participación respecto del precio).
4. Uso público y privado (se verá que estas dos formas de uso están siempre entrelazadas).
5. Uso colectivo y uso individual (que no coinciden en absoluto con los precedentes).
6. Uso productivo y de consumo (esta distinción puede encubrir la que hay entre uso productivo e
improductivo)
7. Uso inmediato y uso demorado o durable (los criterios son relativos al uso más que a la empresa
productora).
8. Uso presente y uso futuro (lo que plantea el problema de la adecuación de los proyectos concretos y
de las necesidades futuras).
9. Uso limitado (escaso) e indefinido (frecuente, abundante).
10. Uso variable (según diversos criterios) e invariable, etc.
Procediendo de este modo, se podrían enumerar muchos otros atributos (utilitario, de distracción,
ritual, etc.). La lista es casi ilimitada. Pero es posible, no obstante, establecer órdenes que permitan
conglomerados interesantes. Estas formas de uso, al principio basadas sobre un estado de cosas
existente, son ni más ni menos que formas de conducta. Una sociopsicología de la conducta vendría en
apoyo de operaciones de planificación que escapan a la economía política tradicional.[16]
En cuanto a los objetos soportes o medios de uso, es momento de considerarlos bajo el ángulo
demográfico. Hay poblaciones de objetos más dispares que las poblaciones humanas. Hablo de
objetos producidos, estadio final de un conjunto de procesos de producción que ya no se parecen en
absoluto a aquellos que Marx tenía ante sus ojos. Todos se suponen que sirven para algo, fut-ce al
gozo incomunicable que deriva de la repetición.[17] Todos deben caer bajo denominaciones que
remiten a medidas. Pero para llegar a eso hay que dejar de considerar las poblaciones de objetos, los
agrupamientos, como sumas o adiciones. Estamos en la época en que las secuencias, las redes, las
integraciones, son las formas que permiten explicar el rol de los objetos mucho mejor que las cuatro
operaciones aritméticas.
En una tabla de cualidades de objetos, se excluirán en primer lugar la utilidad y el uso, que pueden ser
presentados en otra tabla. Sólo se retendrán las características de otro orden. Por ejemplo:
1. Objetos móviles e inmóviles.
2. Objetos reproducibles en masa (en serie) y objetos no, o todavía no, reproducibles (prototipos, series
muy limitadas, obras únicas).
3. Objetos prácticos y objetos simbólicos.
4. Objetos durables y no durables.
5. Objetos inmediatos y objetos lejanos.
En fin, objetos vivos (animales, hombres, plantas) y artefactos, etc.
Aquí también pueden realizarse listas que sacarían el análisis de la empresa de los criterios
fundamentales de la economía mercantil: precio, peso, volumen, etc.
Quedaría por examinar lo que da la combinación de las dos tablas que acabado de sugerir. Podrían
quizá elaborarse modelos de uso social del siguiente género:

[DIAGRAMA PAGINA 282]


[horizontal] Categorías de objetos

[vertical] Categorías de usos

Las superficies delimitadas caracterizarían los tipos significativos de agrupamientos. Por ejemplo, la
noción de consumo colectivo suele oponerse a la de consumo individual, aunque haría falta
combinarlas. J. Desce ha realizado un estudio serio de elementos que podrían figurar en cualquiera de
las dos nociones.[19] La expresión “consumo ampliado de hogares” comprende, por un lado, los gastos
directos de los hogares (individuos de un conjunto familiar) sobre su ingreso, a los que se llama
consumos individuales; por el otro, lo que, en el consumo privado de los hogares, proviene de
“terceros” (Estado y colectivos públicos), bajo la forma de “gratuidad” o de transferencias. La tabla de la
página siguiente indica la proporción de cada una de estas fórmulas de consumo (Francia, 1965) de
acuerdo con los gastos calculados en millones de francos según las ramas concernidas.
Esta tabla merece una serie de comentarios. Por de pronto, no hay que perder de vista que los
“ingresos” que permiten estos consumos son de diversos tipos: salarios, ganancias, intereses, subsidios,
etc., que no deben confundirse, aunque las cuentas nacionales las mezclen. Luego, las evaluaciones se
hacen en valores monetarios, sin referencia a un sistema de necesidades; la distribución por grupos de
necesidades expresa aquí una demanda solvente, nada más. Los grupos de necesidades satisfechas no
se detallan según su grado de necesidad. Finalmente –t ésta es la lección principal de esta tabla–, se
observan diferencias muy características en la proporción de los dos tipos de consumo, según los
diferentes tipos de necesidades: la alimentación está casi enteramente cubierta por los ingresos
personales gastados en el mercado: la vivienda y su mantenimiento, los transportes, etc., son cubiertos
por “terceros” en un 13,3%; en cuanto a la enseñanza, la cultura, la salud, etc., los “terceros” intervienen
ya en un 66,5%. Dicho de otra manera, el consumo colectivo afecta a ciertos sectores bien definidos
conforme a ciertas prioridades. Pero si se examina al mismo tiempo el volumen monetario global del
consumo por grupo de necesidades, se advierte que los volúmenes más débiles se refieren
precisamente a aquellos grupos donde el consumo colectivo es más importante.

[TABLA PAGINA 284]

Consumo ampliado de hogares, 1965. En millones de francos

[Columna 1]
1. Necesidades elementales
Alimentación hoteles, cafés, restaurantes, vestido, cuidados personales, bienes diversos
2. Necesidades relativas al ambiente de vida
Vivienda (equipamiento, alojamiento), mantenimiento, alquiler, reparaciones, electricidad, cargas. Otros
(entretenimiento, ocio, transportes, servicios, seguridad)
3. Necesidades de formación y salvaguarda de la persona
Enseñanza, cultura
Salud, deportes
4. Consumo intermediario global
Servicios colectivos
[Columna 2]
Consumo individual en % por función
[Columna 3]
Consumo colectivo en % por función
[Columna 4]
Total en millones de francos
[Columna 5]
Total en % por función

Fuente: J. Desce, “Consumo individual y consumo colectivo”, Analyse et prévision, julio-agosto 1969,
p.426

Notas 4.2.3

1 Cf. El valor, 1942, p. 291. “No alcanza con adelantar que el valor de cambio objetivo es el principal regulador de
la economía capitalista, mientras que el valor de uso es el principio regulador de la economía autoritaria
(economía cerrada, planificada). Es necesario todavía especificar que, en este último caso, el valor de uso
interpretado por los dirigentes y los gobiernos, no tiene nada en común con el valor de uso como lo define
rigurosamente la teoría moderna y científica del valor”.
2 Las técnicas cuantitativas de la planificación , 1965.
3 Por ejemplo, Strumilin escribe despreocupadamente: “Los problemas de la proporcionalidad en la esfera de la
producción de los productos de consumo corriente se resuelven de manera diferente que los relativos a los
planes de producción; en ese terreno, se trata de determinar las proporciones de la producción de artículos de
consumo conforma a la estructura de necesidades de las masas trabajadoras. Con un nivel constante de
bienestar, esa estructura de necesidades de la población se puede establecer fácilmente de acuerdo con el
consumo del período precedente. Pero en las condiciones de un crecimiento constante del bienestar de la
población, la estructura de las necesidades y del consumo, como lo demuestra la experiencia, varía sensiblemente
siguiendo leyes propias. Se modifica en el sentido de que las necesidades más esenciales se satisfacen antes que
todas las demás, y no se llegan a captar en su desarrollo las que son menos inmediatas”, La planificación en la
URSS, 1947.
4 Retomo aquí ciertos análisis presentados por F. Perroux en Economía y sociedad. Contrainte, intercambio y don,
Paris, 1960. Podría citar en el mismo sentido a muchos otros autores.
5 Del orden de la equivalencia, lógica del intercambio, se pasa “al de la sub-ordenación (...) Designa un orden
total de preferencias, en una sociedad global, tal que el indicador del objetivo perseguido sea llevado al máximo,
y que los indicadores de los objetivos perseguidos por los agentes y los grupos sean máximos también, en el
sentido de que al menos las pérdidas o las menores ganancias se acepten en consideración del interés de los
demás. Los agentes, en este punto, dejarían de ser hedonistas elementales: se beneficiarían de una información
adecuada acerca del orden total de las preferencias”. Ib., p. 19.
6 Cf. ib., p. 84.
7 “Esta concepción excluye que antes o durante el intercambio, A1 pueda cambiar las preferencias de A2, y A2 las
preferencias de A1. En ese sentido determinado, ninguno de los dos ejerce un poder sobre el otro . Cuando se
consideran n agentes en competencia completa, se supone que ninguno sabe nada del vecino; no posee otro
indicador que el precio, que hace que las cantidades sean compatibles entre sí. Sólo puede adaptar la cantidad;
está excluido que un agente pueda modificar las preferencias de otro ejerciendo un poder sobre él. Depende de
todos los demás por la intermediación del precio; como cada uno de los otros, adapta su propia cantidad al
precio”. Ib., p. 84.
8 F. Perroux concluye: “El análisis del intercambio puro supone la libertad de los agentes individuales y no retiene
de su concurrencia más que lo necesario para su competencia perfecta. El análisis de la contrainte pura supone la
libertad de la Central y no retiene del poder de ésta más que lo necesario para una subordinación perfecta, cuyo
resultado es una maximización, idéntica a la maximización de la competencia perfecta”.
“El hecho de que las mismas simbolizaciones abstractas, los mismos sistemas de ecuaciones expresen
formalmente la maximización en ambos casos demuestra, sin más, que, mediante el mismo aparato lógico, se
puede sugerir el principio de dos normas sociales contrapuestas. Las teorías puras del intercambio mercantil y de
la planificación de la totalidad son implícitamente normativas. Expresan, a un alto nivel de abstracción, el éxito
posible de la acción económica. Invitan a explicitar las condiciones suplementarias menos contrarias a las
conductas observadas”. Ib., p. 86.
9 Dice Wilkes: “Los comunistas acusan al capitalismo de producir para la ganancia y no para el uso, sin observar
así que el beneficio concurrencial es un uso. Una acusación más justificada es que los comunistas producen para
el plan, no para el uso, o para la producción de los negocios descentralizados, no para el uso. ¿Puede un
indicador representar de manera directa los deseos del consumidor?” Wilkes estima que tal indicador podría no
ser ni mensurable ni dépassable. Todo lo que hacen los rusos es instituir un cierto “sistema de órdenes” (sistema
zakazov) entre empresas productivas en primer lugar (a las que el comprador-consumidor somete sus
commandes) y entre organizaciones sociales y empresas de producción (establecimientos escolares, hospitalarios,
sindicales, culturales, etc., que expresan directamente sus necesidades de consumo). Pero en la medida en que
todo eso se produce en un sistema de intercambio de valores, el criterio final no es el uso. Al recurrir ahora a una
especie de marketing sumario, no es gran cosa lo que ha cambiado.
10 Escribo “derecho” con algunas reservas. Sería más preciso hablar de acceso al uso.
11 No volveré aquí sobre este hecho, previsto por Marx bajo la forma de una tendencia extrema a la
automatización, acentuada en la realidad práctica de nuestros días por la introducción general de la informática.
12 La determinación de las necesidades a satisfacer tiene lugar a partir de los consumos finales de la población en
productos y servicios. Esto es lo que P. Krylov, por ejemplo, llama “planificación perspectiva del crecimiento del
bienestar” La clave del problema, agrega, “reside en la definición científica de las «necesidades racionales» de las
que hablaba Jrushev en el XXI congreso del PCUS. Se trata de la determinación de la cantidad de bienes
esenciales consumidos, necesarios para el desarrollo físico y espiritual armonioso del hombre”. Para manejar esta
clave no se recurre a la opinión de la población, sino a “normas de consumo fundamentadas científicamente.
Actualmente, alrededor de las tres cuartas partes del conjunto de los gastos en mercancías pueden determinarse
a partir de normas. Incluso se utilizan con frecuencia las normas de servicios comunales”. Éste es el punto de
partida. En una segunda fase, estas evaluaciones son “coordinadas con los recursos materiales que puede proveer
la ejecución del programa de producción agrícola e industrial” (Problemas metodológicos concernientes a la
planificación perspectiva de la elevación del nivel de vida, Planovoié Khoziaistvo, 1960, Nº 8).
13 Se trata de los esquemas presentados por Edelman, que ya hemos mencionado.
14 A. Sauvy: “Un ensayo de economía integral: la cobertura de sus necesidades por una población”, Population,
noviembre-diciembre 1968.
15 Magaud había publicado un estudio sobre “el equivalente trabajo de un producción” ( Population, marzo-abril
1967) a la que hace referencia A. Sauvy. Comentando la propuesta de Sauvy, escribe: “Se consideran las
necesidades como independientes del aparato de producción; se establece a priori una lista de necesidades
cuantitativas a satisfacer y se observa cuáles serían, en términos de población activa (…) los recursos necesarios
para satisfacerlas”. Y hace notar que para los individuos o los hogares, sus necesidades están estrechamente
ligadas al aparatote producción; no son autónomas. En cuanto a las necesidades públicas, “cabe preguntarse si la
lista de la encuesta podrá corresponder al algo distinto a la idea que el planificador se hace de las necesidades
colectivas. Éste pertenece a una capa social precisa, y las «necesidades» a las que da prioridad son en gran
medida el reflejo de su propio medio social. La necesidad pública como se define [por Sauvy] no puede ser otra
cosa que el resultado de una confrontación abierta o larvada entre grupos sociales. Sería por tanto más prudente
atenerse a la palabra «norma» más que a la de «necesidad». Al contrario de la norma, cuantificable por definición,
la necesidad incluye numerosos elementos que no son y no podrían ser jamás cuantificables”.
16 L. Boltanski ha presentado una crítica pertinente de los sistemas de clasificación de necesidades y de productos
(medios de satisfacción) utilizados por las administraciones en el recuento de “objetos de consumo” (cf.
“Taxonomías populares, taxonomías eruditas: los objetos de consumo y su clasificación”, Revue Française de
Sociologie, enero-marzo 1970). Partiendo de una “teoría naturalista de las necesidades” a partir de las funciones
de los objetos (alimentación, alumbrado, etc.), las administraciones las aplican de manera indiferente a todas las
categorías sociales independientemente de la estructura de ingresos de éstas, de la naturaleza de los objetos, de
la velocidad de las producciones y de su difusión, etc. Las oposiciones entre consumos tradicionales e
innovadores (modernistas), entre necesidades naturales (innatas) y culturales (creadas) ya no son válidas. “Si es
cierto que la producción produce también al consumo, al consumidor y a sus necesidades, debe existir una
adecuación relativa entre la distribución de una mercancía en los diferentes mercados donde se aprovisionan los
miembros de las clases sociales y la difusión de la necesidad de esas mercancías en las diferentes clases. Pero
como la velocidad de distribución de la mercancía no es necesariamente igual a la velocidad de difusión que ha
suscitado; como una mercancía puede ser comprada y consumida por consumidores que ignoran [la mera de
consumir], la confusión en una misma denominación entre los criterios que remiten a las características de los
consumidores y los que remiten a las características de la mercancía impiden el estudio del proceso de
reinterpretación y redefinición de la mercancía por parte del consumidor”.
Todo esto concierne ante todo a la satisfacción de una necesidad derivada de un ingreso monetario individual,
pero puede aplicarse a los consumos colectivos. Lo que falta aquí completamente es un estudio de las formas de
consumo no ligadas a un ingreso, sobre todo asalariado.
17 ¿Puede considerarse válida una oposición, o al menos una distinción esencial, entre intercambio y repetición?
Así lo cree G. Deleuze, comentando textos de P. Klossowski: “Un tema recorre toda la obra de Klossowski: la
oposición del intercambio y de la verdadera repetición. Porque el intercambio implica sólo la apariencia, incluso
extrema. Tiene por criterio la exactitud, con la equivalencia de los productos intercambiados; forma la falsa
repetición, de la que estamos enfermos. La verdadera repetición, en cambio, aparece como una conducta singular
que mantenemos por relación con aquello que no puede ser intercambiado, reemplazado ni sustituido; así, un
poema que se repite en la medida en que no puede cambiarse una sola palabra. No se trata ya de una
equivalencia entre cosas parecidas; no se trata siquiera de la identidad de lo Mismo. La verdadera repetición se
dirige a algo singular, no intercambiable y diferente, sin «identidad». En vez de intercambiar lo parecido y de
identificar lo Mismo, da autenticidad a lo diferente” (Logique du sens, 10/18, p. 37.
19 J. Desce, “Consumo individual y consumo colectivo”, Analyse et prévision, julio-agosto 1965. El autor explica en
detalle el método empleado para alcanzar sus estimaciones.

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