La imagen “rosa” y otras perversiones ópticas (con el debido respeto)
Jesús Manuel Corriente Cordero
Grupo de Investigación “Literatura, Transtextualidad y Nuevas Tecnologías”
... Con el debido respeto a D. Román Gubern, autor de La imagen pornográfica
y otras perversiones ópticas, libro que tuvo en 1989 notable éxito y del que he venido sacando notable provecho en mi labor docente en Bachillerato. El reencuentro con el texto de 2005, ampliado, me sirve ahora para someter a juicio de los asistentes la posibilidad de una apostilla que hago cuando, en mis clases de Medios de Comunicación Social, uso los conceptos de imagen “pervertida”. Me refiero con esta “imagen rosa” a los programas llamados “del corazón” y específicamente a aquellos sobre los que ha caído, creo que merecidamente, la clasificación de “televisión-basura”. Evidentemente, el estatuto televisivo de dichos programas lo aleja de la búsqueda fundamentalmente cinematográfica realizada por Gubern, tanto en el precitado libro como en su posterior Patologías de la Imagen, textos en los que voy a basar esta especie de humilde nota a pie de página. Desde un punto de vista más estricto, el de González Requena (1992:139-144), la cuestión se sentenciaría en menos de medio párrafo: siendo espectáculo televisivo, los programas que propongo examinar no son más que una versión hipertrofiada y paradigmática de la intrusión pornográfica del discurso televisivo, una excrecencia de algunas de las muchas tentaciones manipulantes del periodismo del medio. Y no será este permanente aprendiz de semiótico que escribe estas líneas quien le quite la razón. Sin embargo, entiendo que podría ser útil un examen más detenido de las peculiaridades del discurso televisivo “rosa” a la luz del análisis de otros discursos iconográficos malditos, como pueden ser el pornográfico, el pseudorreligioso (el prefijo es mío), el totalitario y el cruel. Encontrar semejanzas entre ellos me ha venido permitiendo desvelar la gramática manipuladora y alienante a espectadores alfabetizados en la obediencia televisiva, pues desvelar gramáticas alienantes ha sido siempre uno de mis grandes intereses teóricos y didácticos. Si hablamos de la construcción del discurso, podemos observar una disposición formalmente orientada a un voyeurismo en ocasiones vicario. El telespectador en tales momentos es invitado a ver cómo se mira desde el programa, con el correspondiente alarde, por parte del mismo, de hacer periodismo de investigación. Los borrados de rostro de menores, necesidad legal, son enfatizados de la misma forma que el cine de la censura tuvo que conformarse con filmar al que miraba lo prohibido, o bien recurrir a metáforas visuales. Con la excusa de una estructura de programa informativo, se acumulan directamente los episodios noticiables (paradójicamente, recurrentes en su mayoría) para mayor fruición del buscador de escándalo, procedimiento clásico en el cine pornográfico y cruel. La continuidad del discurso, en peligro constante por su fin evasivo, puede asegurarse a través de los anticipos de escándalos que hace el presentador o bien se subtitulan en el montaje. Montaje es palabra clave en este discurso. La prisa por incorporar contenidos tan efímeros podría hacer pensar en un posible descuido de las formas. Sin embargo, ocurre algo parecido a lo que sucede cine pornográfico y su bajo presupuesto de producción, o a las iconografías totalitarias y su supuesto requerimiento de fidelidad a hechos del pasado o próximos a llegar: esconden en su seno un gran componente de montaje, pese a la apariencia de documental fisiológico, histórico-político o cruel, excepción hecha del género “snuff”. En el caso de la imagen del corazón, encontramos reportajes con permanente voz en off para los momentos vacíos, la simulación de preguntas hechas en un micrófono a las que no puede llegar el sujeto preguntado, por lo que no ha podido oírlas, la apropiación para el programa de respuestas generales a la nube de reporteros, cuando no la transcripción subtitulada de lo que supuestamente dice el personaje. La falsa espontaneidad del discurso aproxima su artificiosidad de forma comparable, salvo la deficiente puesta en escena, a los cuidadosos preparativos del famoso Congreso de Nüremberg para las cámaras de Leni Riefenstahl. Todo un repertorio formal queda para el plató. Empieza con los locutores- comentaristas que enhebran las historias con interrogaciones retóricas al personaje ausente Incluye, otras veces, la acalorada discusión sobre el “documento” emitido, discusión investida de honorabilidad cuasi científica de los expertos convocados, que lo son por haber sido repetido objeto de noticias de estos programas o bien por una posible carrera periodística. No olvidemos, a todo esto, la posibilidad de entrevista pactada, que, según los casos, concluye con el ataque y disección colegial al entrevistado, estando el autopsiado presente o ya ausente del plató. Las imágenes, ya seleccionadas y troceadas, son sometidas a reinterpretación, de modo que incluso lo trivial puede convertirse en importante. La ilusión realista producida por las imágenes permite investir de veracidad documental lo que no es más que una versión sensacionalista. El pensamiento mágico de la conexión imagen- referente-realidad no es, desde luego, patrimonio exclusivo de las imágenes humanas de intención mágica, sino que se extiende ahora supersticiosamente sobre el conjunto de la audiencia. El papel del comentarista no pocas veces asume una posición judicial e incluso sacerdotal: en función de sus previas filias o fobias, denuncia, condena o absuelve, funciones que se dan en discursos como el totalitario (prerrogativa del líder) o, cómo no, en el pseudorreligioso. De ahí que en no pocas ocasiones aparezcan los locutores- comentaristas de Aquí hay tomate en un incordiante contrapicado, o bien que en otros programas haya un moderador-presentador de pie o en el centro del set, claras muestras de la autoridad de la que han sido investidos. Para ello, como en la más pura tradición pornográfica o cruel, se suprimen los contextos e incluso se construye un nuevo cotexto: los acontecimientos narrados, que debieran ser vivencias, son también abstraídos, reducidos, mecanizados, de forma que, a pesar de las expresiones de sorpresa por parte de los presentadores o tertulianos, hay una alta tasa de redundancia y previsibilidad en los contenidos, tal y como sucede con los otros iconos alienantes a los que estamos asociando la imagen “rosa”. Adentrándonos en el terreno de los significados e ideologemas, el primer concepto que hay que abordar es el de “fama”. Fagocitando toda una tradición cultural que basa ésta en el mérito (real o fingido), asume lo peor de las visiones escépticas y la reduce a segundos de teledifusión. Banaliza, pues, un topos clásico como se banaliza en el pornográfico el erotismo humano, en el totalitario al individuo, en el pseudorreligioso el efectismo catequético de la devotio moderna o de la iconografía barroca, la muerte en el cruel, etc. Así, queda establecida una escala de personajes que parte del artista de espectáculo, deportista conocido, etc., pasa por las personas de su entorno inmediato (si es sentimental, tanto mejor), continúa con individuos procedentes de concursos o programas de entretenimiento superficial de una cierta audiencia y va a desembocar en el mar proceloso de aquellos que tienen o dicen haber tenido una relación tangencial con los primeros. La minuta percibida por el individuo se corresponde escrupulosamente con la cantidad de “fama” del noticiable cuando concede una entrevista, brinda unas declaraciones u ofrece una supuesta exclusiva o “robado”. En este mundo vocinglero todavía cabe un ascenso coyuntural, en función de los escándalos que pueda dar de sí el personaje y sus enredos con otros de igual o mayor categoría, e incluso pasar al olimpo de los comentadores no periodistas (oposición fuertemente marcada), refugio natural de artistas periclitados inconformes con el destino. Un poco de atención ha de prestarse todavía a la figura del “testigo”. Nos referimos con esto a ese ciudadano anónimo que, por sorpresa o premeditadamente, participa relatando su versión de los hechos, si hay tales, o sencillamente diciendo que no sabe nada. Un actor más en el montaje que participa a cambio de unos segundos ante la pantalla y que lleva a cabo la misión de hacer a la audiencia copartícipe vicaria del mundo de los famosos por unos instantes. La actitud agresiva que suele mostrar este tipo de programas es consustancial a los mismos y no es de extrañar que, aparte de otros factores no desdeñables, haya una tensa relación de atracción y repulsión entre famosos y programa. No dudan los programas en arroparse en la bandera del periodismo de investigación, como no han dudado tantos pornógrafos o aduladores de régimen en arroparse en la de la enseñanza. De hecho, alguno de estos programas se ha autoinvestido de capacidad historiográfica para relatar supuestos hechos morbosos en el asesinato de Federico García Lorca, o de crítica taurina para desprestigio de la actuación de toreros cuando no había material íntimo del mismo para traficar en pantalla. Si “investigar” puede ser un sinónimo aproximado de “desvelar”, en este discurso los velos que se quitan no son ya los que tapan el cuerpo desnudo, sino que es la propia piel la que se retira, por lo que la palabra “despellejamiento” tiene para su acepción popular un magnífico ejemplo. Es la irrupción no ya dentro de lo privado (concepto eminentemente social) sino en lo íntimo, concepto moral de difícil delimitación, pero dolorosamente constatable. Nada más parecido a lo que pretende el discurso pornográfico con la actividad sexual, el totalitario con la conciencia social, el pseudorreligioso con la experiencia de Dios, el cruel con el dolor y la muerte. Un hito fundamental en la temática del discurso que nos ocupa será el del famoso caído. Cuando el escándalo viene acompañado de una desgracia para un personaje, se genera un detallado relato de los detalles más dolorosos, convirtiendo en afanosa búsqueda lo que sería un simple guiño goliardesco al tópico de la Rueda de la Fortuna. De hecho, esto ha dado lugar a una prospección que se convierte en retrospección, y las videotecas son la mina donde hallar preciadas imágenes sobre orígenes impuros de famosos o episodios que empañen (a criterio del programa) la actual imagen de los mismos. Esta búsqueda ha llegado a su apogeo cuando Telecinco ha programado un espacio íntegro ad hoc en su parrilla, con Hormigas Blancas. En cuanto a los mecanismos psicosociales de la conquista del receptor, la apuesta por el malditismo consentido es clara. Siendo un discurso que busca específicamente lo “obsceno”, en el sentido etimológico de la palabra, corre una suerte paralela, salvando algunas distancias, a la del pornográfico. Se registran altas estadísticas de consumo privado (especialmente desde la discreción que proporciona Internet) unidas a una reconvención moral generalizada, de la misma forma que la fascinación por el cine totalitario sólo puede ser mostrada entre cinéfilos que primero muestren expediente de pureza de sangre democrática. Un programa como Tómbola es un claro ejemplo de este proceso. Producido para la televisión autonómica valenciana, no tardó en extenderse por el resto de cadenas regionales. Siendo los parlamentos autónomos una realidad más cercana, los comentarios desfavorables de los críticos de televisión nutrieron a las diversas oposiciones de artillería para denostar al partido gobernante en el territorio. A pesar de sus índices de audiencia, acabaron por retirarlo de la programación, a la vez que pasaba al discreto mercado de las televisiones locales, esas mismas que de madrugada emiten porno. No obstante, la fórmula del programa fue comprada en Méjico con notorio éxito. Los índices de audiencia mandan, y no se puede ser especialmente maldito en un medio como la televisión, más conservador que el cine y las artes plásticas. De ahí las coartadas antes mencionadas, más la argucia legal de anunciarse como programas restringidos a mayores de dieciocho años, cuando las horas de emisión no se corresponden necesariamente con ese público. Cabe señalar, a too esto, cómo el tironeo del cine pornográfico con la censura fue a priori, mientras que la batalla ante la crítica por la honorabilidad de la imagen “rosa” está siendo a posteriori, al igual que está sucediendo con la violencia gratuita en los informativos televisivos convencionales, que están ganando por la mano al viejo periódico El Caso, como nos recuerda el inquietante final de la película Tesis, cuyo director, Alejandro Amenábar, se confiesa deudor del libro de Gubern. Nos encontramos con un receptor implícito (que no real) que quiere echar un vistazo a un mundo que ni es ni va a ser el suyo, con una marcada preferencia por los asuntos sentimentales (desde una psicosexualidad holística) y un cierto deseo de reivindicación personal a partir de la frustración de los otros. Asimismo, el gusto banalizante sitúa a la recepción dentro de la estética kistch. Este perfil encaja con el de la telenovela y por eso no es de extrañar la que pudo ser arriesgada apuesta de Telecinco por situar Aquí hay tomate en la franja de sobremesa, tradicionalmente concebida para las amas de casa de clase media y baja, con instrucción limitada. He de insistir, una vez más, en que estamos hablando de receptores implícitos y no empíricos. Probablemente, un estudio demoscópico podría proporcionar sorpresas. Sin embargo, habría que llamar la atención acerca de un fenómeno emergente. Me refiero a las alusiones sexuales apenas veladas, que empiezan a sobreabundar. A esto hay dos posibles explicaciones: o bien se está atendiendo al sector masculino de la audiencia, o bien estamos asistiendo a un cambio en la mentalidad social femenina, lo que coincidiría con el aumento de alquiler de DVD pornográficos, la inclusión de pornografía en algunas emisoras locales (surgidas tras la desaparición de los vídeos colectivos, donde ocurría lo mismo), etc., destinado todo ello fundamentalmente para la visión particular (¿en pareja, quizá?) sobre todo en las noches de fin de semana. También cabría plantearse la sinergia de ambas posibilidades. Según Gubern, las imágenes pornográficas han de medir su valor por su capacidad funcional para estimular la sexualidad del receptor; la imagen totalitaria es estimada por su funcionamiento alienante de la razón bajo las emociones; la imagen pseudorreligiosa sustituye el plano de la contemplación por el de la emotividad simplona y, finalmente, la imagen cruel es medida en función de su capacidad de excitar la propia crueldad y/o el horror. En el caso que nos ocupa, se está excitando el voyeurismo vital del otro inalcanzable, así como la complacencia en la caída (delitos, promiscuidad, adicciones...) e incluso la desgracia ajena, o a veces coparticipando de las emociones, casi siempre negativas, de los protagonistas de la supuesta noticia. En resumidas cuentas, podríamos decir que el discurso de los programas “rosa” específicamente catalogados como televisión-basura responden a un discurso de falsa espontaneidad formal. Juegan con un concepto de fama degradado, a partir del cual establecen juicios de valor fundamentados en una escala de valores propia, con la finalidad de despertar emociones de adhesión o rechazo en un público que consume distraídamente un decir redundante y machacón. Y, para finalizar, permítaseme traer a colación dos citas que recoge Gubern en sus Patologías, a cual más inquietante ante el panorama que les he tratado de mostrar:
Goebbels: Realmente, el gran arte reside en educar sin revelar el propósito de la
educación, de modo que se cumpla la función educativa sin que el sujeto se dé cuenta de que está siendo educado, lo que constituye la finalidad real de la propaganda. Hitler: Toda acción de propaganda tiene que ser necesariamente popular y adaptar su nivel intelectual a la capacidad del más limitado de aquellos a los que está destinado.
Bibliografía
González Requena, J. (1992): El discurso televisivo: espectáculo de la Modernidad.
Madrid, Cátedra. Gubern, R. (2004): Patologías de la imagen. Barcelona, Anagrama Gubern, R. (2005): La imagen pornográfica y otras perversiones ópticas. Barcelona, Anagrama. 2ª Edición aumentada.