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11.7.

6 (11 de julio de 1897)

Alguien podría creer que si tengo una confianza tan grande en Dios es porque no he pecado.
Madre mía, di muy claro que, aunque hubieran cometido todos los crímenes posibles, seguiría
teniendo la misma, confianza, sé que toda esa multitud de ofensas sería como una gota de agua
arrojada en una hoguera encendida.

Carta 247 – Al abate Belliére – 21 de junio de 1897

Usted, hermano, igual que yo, puede cantar las misericordias del Señor, que brillan en usted en
todo su esplendor… Usted ama a san Agustín y santa María Magdalena, esas almas a las que “se
les han perdonado muchos pecados porque amaron mucho” … ¡su amorosa audacia! Cuando
veo a Magdalena, en presencia de los numerosos invitados, y regar con sus lágrimas los pies de
su Maestro adorado, a quien toca por primera vez, siento que su corazón ha comprendido los
abismos de amor y de misericordia del corazón de Jesús y que, por más pecadora que sea, ese
corazón de amor está dispuesto, no solo a perdonarla, sino incluso a prodigarle los favores de
su intimidad divina y a elevarla hasta las cumbres más altas de la contemplación

Querido hermanito, desde que se me ha concedido a mi también comprender el amor del


corazón de Jesús, le confieso que él ha desterrado todo temor de mi corazón. El recuerdo de mis
faltas me humilla y me lleva a no apoyarme nunca en mi propia fuerza, que no es más que
debilidad; pero, sobre todo, ese recuerdo me habla de misericordia y de amor. Cuando uno
arroja sus faltas, con una confianza enteramente filial, en la hoguera devoradora del Amor,
¿cómo no van a ser consumidas para siempre?

Carta 258 – Al abate Belliére – 18 de julio de 1897

Quisiera tratar de hacerle comprender con una comparación muy sencilla cómo ama Jesús a las
almas que confían en él, aun cuando sean imperfectas. Supongamos que un padre tiene dos
hijos traviesos y desobedientes, y que al ir a castigarlos, ve que uno de ellos se echa a temblar y
se aleja de él aterrorizado, llevando en el corazón el sentimiento de que merece ser castigado;
y que su hermano, por el contrario, se arroja en los brazos de su padre diciendo que lamenta
haberlo disgustado, que lo quiere y que, para demostrárselo, será bueno en adelante; si,
además, este hijo pide a su padre que lo castigue con su beso, y no creo que el corazón de ese
padre afortunado pueda resistirse a la confianza de su hijo, cuya sinceridad y amor conoce. Sin
embargo, no ignora que su hijo volverá a caer más de una vez en las mismas faltas, pero está
dispuesto a perdonarle siempre si su hijo le vuelve a ganar una y otra vez por el corazón.

Carta 261 – Al abate Belliére – 26 de julio de 1897

Estoy completamente de acuerdo con usted: “al Corazón de Dios le entristecen más las mil
pequeñas indelicadezas de sus amigos que las faltas, incluso graves, que cometen las personas
del mundo”. Pero, querido hermanito, yo pienso que eso es solo cuando los suyos, sin darse
cuenta de sus continuas indelicadezas, hacen de ellas una costumbre y no le piden perdón; solo
entonces Jesús puede decir aquellas palabras conmovedoras que la Iglesia pone en nuestra boca
durante la semana santa: “Esas llagas que veis en mis manos son las que me hicieron en casa de
mis amigos”. Pero cuando sus amigos, después de cada indelicadeza, vienen a pedirle perdón
echándose en sus brazos, Jesús se estremece de alegría y dice a los ángeles lo que el padre del
hijo pródigo dijo a sus criados: “Sacad en seguida el mejor traje, y vestido; ponedle un anillo en
la mano y hagamos una fiesta”

Sí, hermano mío, ¡qué poco conocida es la bondad y el amor misericordioso de Jesús…!

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