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SI UN GRANO DEL PENSAR ARDER PUDIERA:

sobre la esencial heterogeneidad del texto

¿Quién escribe en De un cancionero apócrifo? ¿Cuál es la voz que nos dice muda, al oído
mental, con marcas inaudibles, según leemos los textos de prosa desde hace medio milenio,
este texto que tiene la forma aparente de un ensayo o comentario crítico? ¿Acaso es la voz
del autor, de aquel que impone su autoridad sobre la ley del texto, que resuena en nosotros,
en mí? ¿O acaso es la nuestra, la misma voz con que leemos tanto los poemas de Abel Martín
como el texto que los comenta, pero también todo cuanto leemos, cual si todos los libros por
los que pasamos no fueran más que partes de una gran lectura que recorre a una vida? ¿Y por
qué, ciertamente, hablar en primera persona del plural de esa voz que es personal, que es de
cada uno, que es mía y de nadie más en mi experiencia, imposible de compartir con otros?
¿O acaso este “nosotros” incontenible en la prosa ensayística sea el habla inesperada de una
pluralidad que escribe y lee, que soy yo, que es el yo?
Pero el yo se pierde en el nosotros, y, a su vez, el nosotros gana para sí lo que cree
advertir en el yo: una unidad, una mónada que habla de sí misma de manera compacta, sin
puertas ni ventanas. El plural mayestático, majestuoso, investido por sí mismo con la
autoridad de un rey, dice que es muchos pero no dice a nadie. Quizá dice: nadie. Está vuelto
contra la posibilidad de un nosotros, de nosotros, quizá los lectores de este texto.
Homogeneiza. Y se da a sí mismo la autoridad de la lectura al hacer resonar en su propia voz,
en mi voz, a su autor, que es, a su vez, ese yo que reclama –ante nosotros, ante la voz del
nosotros que escribe sobre lo que lee– su propia autoridad sobre la pluralidad del texto que
firma con su nombre (Antonio Machado, Simón Villegas). Figuras recíprocas, pluralidades
homogeneizadas bajo un nosotros o una firma, lector y autor encubren otra pluralidad, acaso
la verdadera multiplicidad, la incontenible multiplicidad: la de las voces –mudas y sonoras–
que se diseminan en el texto, la de los textos que hacen al texto, la de los desdoblamientos
inevitables de su autor –que se imponen a su vez sobre los ritmos de lectura del lector– en
poeta y ensayista, comentador y comentado, materia y motor de su texto.
La esencial heterogeneidad del texto, irreductible e incomprensible, inabarcable, por
su autor y su lector. ¿Pero cuál es la génesis de esta diferencia, contraidentidad de una lógica
no identitaria y de una dialéctica lírica y alógica, que se acusa en la composición misma del
texto De un cancionero apócrifo, que lo convierte, así, en la realización inmediata de ese
pensamiento poético que tan solo se esboza, se presenta como una posibilidad de la poesía
del posible y real Abel Martín? En “sentido inverso al del pensamiento lógico”1, que
distingue entre lo real y lo posible, entre concepto y objeto, que es bivalente entre lo
verdadero y lo falso y todos sus derivados, el texto mismo del crítico2 se convierte en lo que
presenta como si no estuviera presente, pues –a la distancia propia del crítico3– lo indica en
Otro, en Abel Martín, en ese Otro que lleva lo que parece no tener en sí mismo. El crítico
mismo se ve atravesado por la esencial heterogeneidad del ser: y el ser mismo, en su
mismidad que es otredad, se hace otro: se hace texto, escritura. De modo que Abel Martín se
enmascara en su crítico, en su posteridad, pero también el ensayista, la voz prosaica, no
poética, se descubre bajo lo que le ha precedido, en el presentimiento poético de sus ideas en
las intuiciones de sus conceptos. Los dos se miran: “Y en la cosa nunca vista/de tus ojos me
he buscado:/en el ver con que me miras”4. El original –acaso el escritor que hace de
comentador y creador– se reconoce en el doble, en su reflejo –en su personaje, tratado, con
justas razones, como real–. Pero este, siempre segundo para la jerarquía tradicional del
pensamiento lógico y dialéctico, que pone a los modelos sobre sus copias, se convierte en el
modelo del pensador, en el arquetipo, en la fuente virtual de su realidad. Esta inversión es lo
apócrifo mismo del texto sobre el cancionero apócrifo.
¿Cómo ocurre, sin embargo, este tránsito en doble dirección, este puro devenir, entre
el poeta y el crítico, entre autor y personaje, entre el ensayo que comenta al poema y los
poemas que son, habría que verlo así, el comentario mismo del ensayo? Para ello, el
contenido del texto se funde con sus procedimientos retóricos. Su logos, no lógico sino
“lírico”5, es retórico –y así, poético–. Aquello de lo que se habla, sobre lo que se habla, es lo
mismo que habla. Asistimos a una reflexividad de una conciencia –no sabemos aún si la del
poeta o la del crítico– que se desdobla para hablar de sí misma como si fuera otra. Y este es

1
Antonio Machado. “De un cancionero apócrifo”, en Poesías completas. (Buenos Aires: Espasa Calpe, 1993),
pág. 349.
2
Nos refererimos como “ensayista” o “crítico” al que comúnmente conocemos como Antonio Machado.
3
Una distancia que, en este caso, no es solo relativa, la que hay entre esto y aquello, sino que es
positivamente algo por sí misma: es el devenir de ensayista (o crítico) en poeta y viceversa, es esa mutabilidad
interna de la conciencia que le permite desdoblarse.
4
Ibíd., 331.
5
Ibíd., 349.
justo el devenir que nos interesa. Pero es también del que trata el texto. Es la filosofía de
Abel Martín, presentada por el crítico, que postula la mutabilidad interna de la conciencia
inmóvil; es decir, el devenir interno que se hace por debajo del movimiento habitual. Este
devenir es el que une al ensayista con el poeta, la distancia activa, positiva, que les separa y
a la vez les hace el mismo, el mismo diferente de sí, en la esencial heterogeneidad del ser.
Sin embargo, para el sentido común –o el común sentir, como le es llamado– lo que se
acaba de decir es poco menos que ininteligible. Nada como la inmutabilidad en movimiento
o la mutabilidad sin movimiento es comprensible para los hábitos y principios más básicos
del entendimiento. Acaso porque este pensamiento que rehúye las paradojas, las para-doxas,
este pensar que es mera opinión, insiste en la limitación de su propia conciencia, en unos
límites del lenguaje, el mundo y el saber muy bien marcados por las reglas lógicas, la aversión
a las contradicciones y el rechazo de todo lo que atente a la objetividad pretendida de la
representación científica del mundo. Así, pues, el pensar poético de la filosofía de Abel
Martín, que se presenta enmascarado en unos poemas que a su vez se enmascaran en las ideas
de un ensayo, es el desafío a esa limitación de la conciencia, a esos límites de la razón que,
según algunos, Kant dejó muy bien delimitados6. Ese ir más allá del límite, hacia lo ilimitado
mismo en que la conciencia es y que le permite, por tanto, desdoblarse, tal como lo hace
Machado en su escritura, es aquello en lo que consiste el pensar poético, un pensamiento que,
más que perderse en la ilusión, se encuentra cara a cara con la realidad: con “la rica,
inagotable heterogeneidad”7.
El problema es, entonces, cómo se alcanza esa otredad, esa heterogeneidad que saca al
pensamiento de sí y lleva a la conciencia a ser otra, es decir, a llegar a ser lo que es (lo otro
de lo mismo). “Nadie –dice Martín– logrará ser el que es, si antes no logra pensarse como
no es”8. ¿Qué arranca a la conciencia de sí, de su permanente y segura relación consigo misma
y con su otro domesticado, eso que los filósofos llaman “objeto”? Se trata, sin duda, de un
desarraigo en sí misma, de una heterogeneidad, debemos repetirlo, en su seno mismo. Es una

6
Lo pongo en estos términos porque, si se lee con cuidado la parte sobre las ilusiones trascendentales, nos
damos cuenta de que Kant jamás eliminó las paradojas a las que se enfrentaba la razón, sino que le dio a las
ideas el modo de ser de lo problemático. Aunque la Crítica pone sus límites a la razón, lo cierto es que en el
mismo Kant vemos todo el tiempo los impulsos de desbordamiento que tiene la razón, su irrespeto casi
irrestricto a todo límite que ella misma pueda imponerse.
7
Ibíd.
8
Ibíd., 347.
otredad inmanente: o más bien, la inmanencia de la conciencia no es a otra cosa, sino que la
otredad misma es lo que es la conciencia en sí misma, esto es, la inmanencia en la que es.
Todo ello ocurre, acontece, en virtud de lo que más interesa al ensayista y al poeta, en lo que
a su vez reconocen la fuente de sus escrituras, la pluralidad de textos de la que hemos hablado:
la tensión erótica (y teórica), el movimiento erótico, amoroso, que pone a la conciencia en
un movimiento –movimiento interno, mutabilidad interior, no mero desplazamiento externo–
hacia lo otro inasequible, que produce el deseo de lo otro –y por tanto, el deseo de nada, de
la nada que crea en la infinitud heterogénea– que la conciencia puede reconocer como su
propia naturaleza. La conciencia es, antes que cualquier intencionalidad, un deseo de lo otro.
El deseo de lo otro, del otro, esta tensión erótica, pierde siempre su objeto. El amante
nunca tiene consigo, en sus manos, a quien ama: se le escapa siempre, e incluso nunca se
acerca. Pero esta distancia –igual que la que hay entre el poeta y el pensador de la poesía– es
un hecho positivo, absoluto, no meramente relativo, que vincula a la conciencia con el
mundo, con el todo del universo, y a su vez le permite transformarse a sí misma, en tanto que
su vida se vuelve una búsqueda del otro nunca encontrado. El amor atrae a la conciencia y la
repele, la devuelve a sí, pero no a volver a ser lo que era, sino a ser ese movimiento mismo
de devolverse, a ser aquello que, como la escritura misma del texto, del poema y del pensar,
del pensar poético, del grano de pensar que arde, encuentra que frente a sí, en el espejo de sí
mismo donde le miran los ojos que ve mirarle, su doble no tiene su forma: su doble, él mismo,
es otro, un otro que le impulsa a crearse de nuevo, a serse en la plenitud de su devenir, a
descubrirse en su ya no ser, en una nada que se vuelve, así, aquello que le hace ser. El espejo
se ha roto: mi reflejo son sus fragmentos. Tal como lo es del ensayo, y del ensayista, este
fragmento de poema que me permitiré citar para terminar:

Así un imán que, al atraer, repele


(¡oh, claros ojos de mirar furtivo!),
amor que asombra, aguija, halaga y duele,
y más se ofrece cuanto más esquivo.
Si un grano del pensar arder pudiera,
no en el amante, en el amor, sería
la más honda verdad la que se viera;
y el espejo de amor se quebraría,
roto su encanto, y roto la pantera
de la lujuria el corazón tendría9.

Bibliografía

Machado, A. “De un cancionero apócrifo”, en Poesías completas. Buenos Aires: Espasa


Calpe, 1993.

9
Ibíd., 337-338.

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