Documenti di Didattica
Documenti di Professioni
Documenti di Cultura
SEDE BOGOTÁ
FACULTAD DE CIENCIAS HUMANAS
DEPARTAMENTO DE ANTROPOLOGÍA
Catalogación en la publicación Universidad Nacional de Colombia
ISBN : 978-958-719-937-6
Primera edición:
Agosto de 2011
© José V. Rodríguez C.
© Instituto de Desarrollo Urbano (IDU)
© Universidad Nacional de Colombia
Facultad de Ciencias Humanas
Departamento de Antropología
www.humanas.unal.edu.co/antropología
ISBN: 978-958-719-937-6
Corrección de estilo:
Zdena Porras Jandová
Foto de Portada:
Jose Vicente Rodríguez
Diseño y diagramación:
Julián R. Hernández R.
gothsimagenes@yahoo.es
Impresión y encuadernación:
Julián Hernández, Taller Editorial
Bogotá, D. C.
Distribución:
Unibiblos – Ciudad Universitaria
Librería Torre de Enfermería
Tels: 57-1-368 14 37 – 368 42 40 Instituto de Desarrollo Urbano – IDU
Siglo del Hombre Editores
Cra 32 Nº. 25-46 María del Pilar Bahamon Falla
Tels: 57-1-337 77 00 – 368 73 82 Dirección General
www.siglodelhombre.com
Gabriel Amado Pardo
Impreso en Colombia – Printed in Colombia Subdirección General de Desarrollo
Urbano
Todos los derechos reservados.
Prohibida su reproducción parcial o total Rosa Elvia Argaez Prada
por cualquier medio sin permiso del editor Dirección Técnica de Proyectos
Al profesor Eliécer Silva Celis (1914-2007), pionero de las investigaciones en
arqueología funeraria, bioarqueología, arqueoastronomía y chamanismo prehispánico
chibchas. Fundador del Museo Arqueológico de Sogamoso (1942) y cofundador de la
Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, UPTC (1953). Hijo del sol y de
la luna; un Sugamuxi dedicado a la recuperación de la memoria del pueblo muisca.
Contenido
Presentación 13
Agradecimientos 15
Introducción 17
Capítulo 1
El territorio ancestral de los Andes Orientales 23
1.1 El espacio simbólico 23
1.2 El espacio biofísico 26
1.3 El espacio andino durante el Pleistoceno 28
1.3.1 Cambios climáticos durante el Holoceno 30
1.4 El espacio y el tiempo mítico de Bochica
en la sabana de Bogotá 30
1.5 El espacio sabanero a la llegada de los conquistadores 32
Capítulo 2
Los primeros pobladores del altiplano Cundiboyacense 37
2.1. El poblamiento temprano del noroeste de Suramérica 37
2.2. Cambios climáticos y opciones de recursos 41
2.3 La producción lítica 43
2.4 Los recursos alimentarios 45
2.5 Las adecuaciones de los espacios de vivienda 47
Capítulo 3
Los primeros horticultores (II milenio a. C.) 51
3.1 Aguazuque y la neolitización en la sabana de Bogotá 51
3.2 Los recursos vegetales cordilleranos 52
3.3 La evolución de los horticultores 54
Capítulo 4
Los primeros agroalfareros: pobladores de valles de antiguas lagunas
(I milenio a.C. a siglo VIII d. C.) 59
4.1 Cambios climáticos y surgimiento de los primeros agroalfareros 59
4.2 Los pobladores del entorno de la antigua laguna de La Herrera 63
|6|
Capítulo 5
Los chibchas: hijos del sol, la luna y los Andes (siglos IX-XVI d. C.) 83
5.1 Paisajes andinos y adecuaciones prehispánicas 83
5.2 La transición entre los períodos Herrera y Muisca 88
5.3 La organización social 91
5.4 El intercambio y la conexión de los Andes con los valles interandinos 95
Capítulo 6
Los muiscas del altiplano Cundiboyacense 99
6.1 Las confederaciones muiscas 99
6.2 Los muiscas de Bogotá 102
6.3 Los muiscas de Tunja 104
6.4 Los muiscas de Sogamoso 106
6.5 Pueblos independientes 108
Capítulo 7
Los chibchas septentrionales 115
7.1 Las lenguas de los antiguos habitantes de la cordillera Oriental 115
7.2 Los chitareros 117
7.3 Los guanes 120
7.4 Los laches 122
Capítulo 8
Cosmovisión, rituales funerarios y chamanismo en los Andes Orientales 129
8.1 La tumba: reflejo del mundo de los muertos y de los vivos 129
8.2 Prácticas funerarias y chamanismo precerámico 130
8.2.1 Los abrigos rocosos de Tequendama 130
8.2.2 Checua 132
8.2.3 Aguazuque 133
8.3 Prácticas funerarias durante el Período Herrera 134
8.3.1 Madrid 2-41 134
8.4 Prácticas funerarias y chamanismo entre los chibchas 135
8.4.1 Cosmovisión y rituales muiscas 135
8.4.2 Los séké o mohanes: sacerdotes, brujos y médicos 136
8.4.3 Sobre la muerte y el más allá 139
8.4.4 Los sacrificios de los muiscas 139
8.4.5 Rituales funerarios 144
8.4.6 Los laches de la Sierra Nevada del Cocuy 154
|7|
Capítulo 9
Orígenes y evolución de la diversidad poblacional de los Andes Orientales 169
9.1 Sobre los factores de la diversidad poblacional humana 169
9.2 Los orígenes de los primeros americanos (paleoamericanos) 171
9.3 Un estudio craneométrico 176
9.3.1 Análisis intragrupal 178
9.3.2 Variación intergrupal 179
9.3.3 Las poblaciones prehispánicas de Colombia en el ámbito mundial 183
9.4 Los estudios dentales 186
9.5 El ADN mitocondrial 193
9.6 El cromosoma Y 197
9.7 Síntesis de los orígenes poblacionales 198
Capítulo 10
Las condiciones de vida de la población prehispánica
de los Andes Orientales 205
10.1 Características físicas de los chibchas según los cronistas 205
10.2 Bioarqueología y condiciones de vida 210
10.3 Salud y cosmovisión indígena 214
10.3.1 El chamán como agente de salud 215
10.4 Los indicadores de salud 217
10.5 La salud de los cazadores recolectores 220
10.6 Horticultura y salud 222
10.7 La intensificación de la agricultura y la salud 229
10.8 Variación social de la salud 234
10.9 Variación ocupacional de la salud 235
10.10 ¿Vivían los chibchas mejor o peor que sus antepasados
recolectores cazadores? 237
Capítulo 11 243
Esplendor, ocaso y renacimiento 243
del Sol de los chibchas 243
11.1 El esplendor de los usachíes, hijos del Sol y de la Luna 243
11.2 El ocaso de los hijos del Sol 247
11.3 El renacimiento de los hijos del Sol 253
Bibliografía 257
|8|
Lista de Tablas
Tabla 1. Cambios socioculturales, climáticos y biológicos en los Andes
Orientales de Colombia. 35
Tabla 2. Datos de isótopos estables (nitrógeno y carbono) y frecuencia de caries
en grupos de la sabana de Bogotá. 55
Tabla 3. Prueba Kolmogorov-Smirnov entre grupos precerámicos. 55
Tabla 4. Estratigrafía del perfil norte del Corte 2 de Madrid 2-41. 64
Tabla 5. Dataciones radiocarbónicas del sitio arqueológico Madrid 2-41. 65
Tabla 6. Distribución de los tipos cerámicos por regiones y período. 76
Tabla 7. Pueblos e indios tributarios chibchas en el Nuevo Reino de Granada en
1538 (Tovar, 1987: 75). 92
Tabla 8. Clasificación de las lenguas chibchas según Constela (1993: 109). 116
Tabla 9. Patrones funerarios según los períodos culturales de los Andes orientales. 159
Tabla 10. Dimensiones craneales y dentales de Tequendama y Aguazuque
(Correal, 1990; Rodríguez, J. V., 2001). 178
Tabla 11. Áreas de las clases dentales y valores totales (TS) en grupos
colombianos (Rodríguez y Vargas, 2010). 188
Tabla 12. Variación de rasgos dentales de Colombia prehispánica y
contemporánea, y del mundo (Vargas, 2010). 192
Tabla 13. Frecuencias de haplogrupos mitocondriales en poblaciones de
Colombia (Casas, 2010; Melton et al., 2007; Silva, A., 2007: 53),
Norteamérica (Torroni et al., 1993) y Centro-Suramérica (Moraga et al.,
2005; Ribeiro dos Santos et al., 1996). 195
Tabla 14. Frecuencia de indicadores de dieta, salud y demografía en la sabana de
Bogotá. 226
|9|
Lista de Figuras
Figura 1. Mapa con la localización de los grupos chibchas y vecinos hacia el
siglo XVI. 36
Figura 2. Cráneos dolicocéfalos de Tequendama (arriba) y Checua (abajo). 49
Figura 3. Cráneos dolicocéfalos de Floresta, Boyacá, de 8000 años de
antigüedad (Museo Arqueológico de Sogamoso MAS). 49
Figura 5. Cráneos dolicocéfalos de Aguazuque. 57
Figura 4. Laguna de la Herrera. Al fondo vista desde una terraza coluvial con
cementerio precerámico en Malpaso (Vistahermosa), Mosquera. 57
Figura 6. Estratigrafía del perfil norte del Corte 2, Madrid 2-41.
En el horizonte CR2 se aprecia la arcilla blancuzca del fondo del antiguo
lago y carbón de un fogón (Rodríguez, J.V., y Cifuentes, 2005). 77
Figura 7. Huecos alineados, vestigio de posible vivienda tipo palafito
(Madrid 2-41, Corte 18). 77
Figura 8. Fragmentos cerámicos del Período Herrera, Templo del Sol,
Monquirá, Sogamoso (arriba); Madrid 2-41, Cundinamarca (abajo). 78
Figura 9. Copa esgrafiada, Madrid 2-41, Corte 0 (Rodríguez , J.V., y Cifuentes,
2005). 78
Figura 10. Fragmentos cerámicos excavados en el norte de Bogotá (La Francia),
correspondientes a los tipos Mosquera rojo inciso (izquierda) y Mosquera
roca triturada (derecha). 79
Figura 11. Vestigios líticos en el sitio de Goranchacha, UPTC, Tunja (Pradilla et
al., 1992) y corte de la planta excavada por Hernández de Alba (1937: 16). 79
Figura 12. Columnas alineadas (arriba) y falos líticos (abajo) en El Infiernito,
Villa de Leiva. 80
Figura 13. Cráneos dolicocéfalo (izquierda) y mesocéfalo (derecha) de Madrid . 81
Figura 14. Cráneos dolicocéfalo (izquierda) y robusto (derecha) del Cocuy. 81
Figura 15. Cráneos deformados de Madrid (izquierda) y Duitama (derecha) del
Período Herrera. 81
Figura 16. Sistema de canales y camellones de damero junto a Los Lagartos, Bogotá 98
Figura 17. Huellas de antiguos canales en la hacienda Las Mercedes. 112
| 10 |
U
na de las Operaciones Estratégicas para la ciudad, definida en el Plan de
Ordenamiento Territorial POT, corresponde al Eje de Integración Norte
(Centralidad Toberín - la Paz), la cual incluye el Plan de Ordenamiento
Zonal del Norte - POZ Norte, entendido este como la estrategia de planeación
urbana y medio ambiental para el desarrollo sostenible de la región, a través de una
planificación con equidad y productividad, adoptado mediante Decreto 043 de 2010.
Al ser esta una zona en la que se encuentran importantes vestigios producto
de la actividad humana que se desarrolló en la sabana, el Instituto de Desarrollo
Urbano ha considerado pertinente adelantar un plan de manejo arqueológico
preventivo, sobre el trazado de la malla vial arterial e intermedia, del Plan de
Ordenamiento Zonal del Norte, de conformidad con la Ley General de Cultura
1185 de 2008 y el Decreto 763 de 2009, con el fin de diagnosticar y valorar el
potencial arqueológico del área de influencia del proyecto y definir las acciones
de manejo del material que se pudiera encontrar.
A partir de los yacimientos encontrados, que dan cuenta de la presencia de sus
antiguos pobladores, el presente libro trata del proceso de desarrollo sociocultural
de los pueblos Chibchas de los Andes Orientales, su adaptación al ecosistema
andino, sus orígenes y condiciones de vida, historia que quedó plasmada en su
mitología y que a la luz de los recientes hallazgos de evidencias bioarqueológicas,
podemos verificar.
Por esta razón, con la publicación del presente texto, la Universidad Nacional
de Colombia y el Instituto de Desarrollo Urbano (IDU), buscan contribuir con el
conocimiento sobre los pueblos que antecedieron la llegada de los españoles con
el propósito de que la comunidad académica se enriquezca con ese saber ancestral
y tome lecciones para el futuro.
E
sta investigación sobre los orígenes y condiciones de vida de las poblaciones
chibchas de los Andes Orientales de Colombia ha sido posible gracias al
apoyo financiero y científico de Colciencias, de la División de Investigación
Sede Bogotá (DIB) de la Universidad Nacional de Colombia, y del Departamento
de Antropología de la misma entidad que me ofreció el tiempo y el apoyo logístico
necesarios para iniciar y continuar esta investigación en el transcurso de casi dos
décadas de vida docente. El Instituto de Desarrollo Urbano (IDU) del Distrito
Capital consideró pertinente contribuir con el conocimiento acerca de los antiguos
pobladores de la sabana de Bogotá, como parte del proceso de socialización de los
resultados del proyecto de Arqueología Preventiva sobre el trazado del POZ Norte
de Bogotá, por lo cual apoyó la publicación del presente texto.
Los resultados de las investigaciones se han podido materializar en este texto gra-
cias a la colaboración de varias personas que facilitaron la revisión de las colecciones
óseas de distintos museos del país y su contexto arqueológico. El Dr. Eliécer Silva Celis
[q.e.p.d.], a quien dedicamos esta obra, entonces director del Museo Arqueológico de
Sogamoso, nos ofreció largas y amenas conversaciones sobre su lucha por recuperar la
memoria del pueblo chibcha, la reconstrucción del templo del Sol, las excavaciones
arqueológicas adelantadas en la penumbra de la noche para escapar de las furtivas
miradas de los guaqueros y, en general, sobre su vida de investigador. La actual di-
rectora del Museo, la antropóloga Margarita Silva Montaña, quien ha puesto todo su
empeño por actualizar la obra museológica, nos brindó una cálida hospitalidad y una
amable colaboración para el estudio de las colecciones. El profesor Gonzalo Correal
Urrego, pionero de las investigaciones bioarqueológicas precerámicas de Colombia,
nos ofreció su asesoría científica en el estudio de los restos de cazadores recolectores
que reposan en el Instituto de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional de
Colombia; el actual coordinador del Instituto, el profesor Germán Peña, nos facilitó
la revisión de la colección de Aguazuque. En la Universidad Pedagógica y Tecnológica
| 16 |
de Colombia (UPTC) con sede en Tunja, la profesora Helena Pradilla apoyó la labor
de análisis de la colección de referencia y su contexto arqueológico. En la Universi-
dad Industrial de Santander (UIS) de Bucaramanga, el profesor Leonardo Moreno
nos abrió el incógnito y fascinante mundo de los chitareros, sus prácticas funerarias
y sus restos óseos. En la Casa de Bolívar de la Academia de Historia de Santander,
doña Martha Hélida Ardila Díaz nos abrió las puertas y acogió con mucho cariño
durante nuestra estadía por los pasillos, que algún día hace casi 200 años recorriera
el Libertador. En Socorro el Dr. Eduardo Rojas de la Casa de la Cultura “Horacio
Rodríguez Plata” facilitó el estudio de la colección de cráneos de la Mesa de Los
Santos, Santander. En el Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH)
los entonces investigadores Ana María Groot y Alvaro Botiva, así como su actual
director Dr. Diego Herrera, y Emilio Piazzini, subdirector técnico, nos brindaron su
colaboración en la revisión de las nuevas colecciones osteológicas prehispánicas. Al
INCIVA y a sus antiguos colaboradores Guillermo Barney M., Carlos A. Rodríguez
y Héctor Salgado, además de la nueva generación representada por Sonia Blanco y
Alexander Clavijo, con quienes compartí mis primeras incursiones bioarqueológicas
hace más de veinte años, les debo mi conocimiento sobre los antiguos pobladores
del Valle del Cauca, que resultaron emparentados con los chibchas.
La fundación de Investigaciones Arqueológicas Nacionales (FIAN) del Banco
de la República financió los estudios del yacimiento arqueológico de Madrid 2 - 41
y la publicación de una versión inicial de este texto (Rodríguez, 1999).
Los profesores Héctor Polanco, Benjamín Herazo, Clemencia Vargas y Ricardo
Parra de la Facultad de Odontología de la Universidad Nacional de Colombia, me
introdujeron en el apasionante mundo de los dientes, sus enfermedades, morfología y
tamaño, lo que me permitió rastrear las huellas de los chibchas en el tiempo y el espacio.
Los estudiantes de varias generaciones de cursos de bioarqueología con sus
inquietudes me motivaron para ampliar las pesquisas bioarqueológicas, excavando
contextos funerarios donde se podía indagar directamente sobre las relaciones
entre el mundo ritual y el material. Mis amigos chamanes José Juan Matapí y José
Dolores Malo, sabios conocedores de otras dimensiones del conocimiento, me
indujeron a prospectar el papel del chamanismo y la cosmovisión para entender
el intrincado y misterioso mundo prehispánico.
Finalmente el investigador Jorge A. Gamboa evaluó una versión inicial de este
texto, aportando valiosas sugerencias sobre la temática muisca histórica.
A todos, nuestros sinceros agradecimientos por su apoyo, críticas, sugerencias
y sabios senderos.
Introducción
E
l proceso de crecimiento de Bogotá ha exigido la incorporación de nuevas
tierras para la construcción de grandes proyectos urbanísticos. Esto tiene
lugar especialmente sobre terrenos que antiguamente fueron ocupados por
grupos humanos prehispánicos, desde los primeros cazadores recolectores que ha-
bitaron en el actual territorio capitalino hace más de 10.000 años, pasando por las
poblaciones del período Herrera que iniciaron el desarrollo agrícola de la región (I
milenio a. C. a 800 d. C.), hasta la sociedad muisca que acometió la intensificación
de la agricultura (800-1600 d. C.) en los tiempos anteriores a la llegada de los
conquistadores españoles en el siglo XVI. A raíz de la ejecución del Plan de Orde-
namiento Zonal (POZ) del Norte de Bogotá, el Instituto de Desarrollo Urbano
(IDU) consideró pertinente atender las exigencias de la normatividad existente
en la Ley General de Cultura respecto a la elaboración y aprobación de un Plan
de Manejo Arqueológico que recupere información representativa acerca de los
antiguos pobladores sobre el área de inclusión. Para ello vinculó a la Universidad
Nacional de Colombia mediante el Contrato Interadministrativo 018-2010. Como
producto de la prospección y excavaciones arqueológicas adelantadas por el equipo
de arqueología preventiva de la Universidad, se encontraron yacimientos que dan
cuenta de la presencia de los antiguos pobladores, como también del proceso de
ocupación hispánica del piedemonte sobre la carrera 7ª de la ciudad, en forma
de haciendas y quintas. Las basuras excavadas en este sector nos han permitido
abordar algunos aspectos de la cultura material y vida cotidiana de estos habitan-
tes que permiten complementar la información recabada de las fuentes escritas y
otras evidencias materiales, especialmente restos óseos humanos pertenecientes a
los antiguos ocupantes. Con el fin de divulgar y socializar estos datos recientes,
el IDU ha considerado importante aportarle a la sociedad colombiana un texto
que dé cuenta de la problemática acerca de los orígenes de las poblaciones chib-
chas, sus condiciones de vida, la cosmovisión y prácticas funerarias, el manejo del
| 18 |
medio ambiente frente a las constantes inundaciones del río Bogotá y el impacto
de la Conquista que condujo a su reducción demográfica y al surgimiento de los
mestizos, base del desarrollo cultural, político y económico de la región andina.
Por otro lado, a raíz de las recientes inundaciones que han afectado a los mu-
nicipios de Bogotá, Cajicá, Chía, Cota y Mosquera, evento que se ha repetido du-
rante varios momentos del desarrollo histórico de la sabana de Bogotá y que quedó
plasmasdo en el mito de Bochica, es importante conocer las respuestas adaptativas
que en su momento desarrollaron las poblaciones chibchas y que les permitieron
sobrevivir de manera exitosa. En los años 2010-2011 hemos visto en Colombia los
efectos de una gran catástrofe ecológica producida por las vastas inundaciones que
han anegado miles de hectáreas, causando pérdidas de vidas humanas y de bienes
materiales, y afectando los intereses de los propietarios de las tierras más costosas
que se hallan a lado y lado de los ríos. Estas inundaciones no son nuevas. Hace
7500 años, durante el hipsotermal –cuando las temperaturas se elevaron en cerca
de 2-3° C– el deshielo de los casquetes glaciares que cubrían los cerros Orientales
del Distrito Capital produjo el “diluvio universal” de la sabana de Bogotá, con-
formando un enorme lago cuyo relicto se conoce actualmente como la laguna de
La Herrera, que se extiende por Mosquera y Madrid. Este evento, sincrónico al
acontecido en tiempos bíblicos, quedó plasmado en la tradición oral y mitos de
los protochibchas. Hace cerca de 3000 años, debido a la presión de las aguas por
la parte más baja de la sabana (Fontibón, Soacha, Bosa), se rompieron con fuerza
las peñas de Tequendama, con lo que se desaguó parte de la enorme laguna. Este
evento permitió cultivar el maíz, que se convertiría en el pan de los muiscas, y
fue asociado por los habitantes de esa época con el personaje mítico de Bochica.
Para regular las aguas, los primeros cultivadores construyeron canales y came-
llones a lo largo de la llanura de inundación del río Bogotá, sistema hidráulico
que los muiscas continuaron utilizando y ampliaron considerablemente hasta la
llegada de los conquistadores. Estos últimos se asentaron en la parte más elevada
de la sabana de Bogotá, en el piedemonte de los cerros Orientales, para evitar
los cenegales donde se escondían los indígenas en las islas que sobresalían de la
superficie pantanosa; talaron, además, los bosques para criar ganado vacuno y
sembrar cereales del Viejo Mundo. Quinientos años después, la población bogo-
tana creció desmesuradamente, expandiéndose por las partes bajas, que hoy día
reclama el río. La solución está en la preservación de los humedales que sirven de
contención a las frecuentes inundaciones, y, por qué no, en reconstruir el antiguo
sistema hidráulico de los muiscas, ya sea perpendicularmente al río o en forma
de damero (ajedrez).
| 19 |
Este ejemplo nos demuestra que el estudio del pasado tiene aplicación en la
solución de problemas del presente, especialmente en lo referente a las lecciones de
las normas adaptativas de los chibchas: nutrición balanceada basada en productos
de alto contenido proteínico como la quinoa, amarantáceas, fríjol, maní y curí; el
empleo de abonos naturales, el policultivo (maíz, fríjol y ahuyama) y la rotación de
los suelos; la regulación del crecimiento demográfico que controla el consumo; todo
ello enmarcado en un pensamiento que propende por mantener la armonía con la
naturaleza y no por “explotarla” –en sentido literal de la palabra–, como pretende el
mundo occidental. Esta es la principal razón por la que estudiamos el pasado indígena.
Los muiscas del altiplano Cundiboyacense, los laches de la Sierra Nevada del
Cocuy, los chitareros de la provincia de Pamplona y los guanes de Santander, por
sus orígenes comunes compartieron una familia lingüística chibcha, una cosmo-
visión andina, un culto solar muy similar y una red de intercambio comercial que
permitió mantener lazos culturales y genéticos durante centenares de años antes
de la llegada de los conquistadores. Gracias a la conjunción de varios eventos am-
bientales e históricos, las sociedades chibchas de los Andes Orientales de Colombia
lograron posicionarse durante el período prehispánico de Colombia como las más
numerosas, las de mayor extensión territorial y las más desarrolladas en sentido
socioeconómico. Sus huellas se aprecian en los actuales departamentos de Santander
(Norte y Sur), Boyacá y Cundinamarca, importante centro económico del país,
donde se asentaron las primeras haciendas, las primeras industrias, donde se desa-
rrolló la Campaña de Boyacá de 1819 que condujo a consolidar la Independencia,
y, actualmente, la región más rica del país que produce casi el 40% del PIB total
de Colombia. En este territorio florecieron antes del siglo XVI culturas indígenas
que aportaron plantas útiles (tubérculos de altura, frutas, plantas medicinales),
técnicas de cultivo, fértiles tierras y mano de obra agrícola calificada y disciplinada
que posteriormente aprovecharon los encomenderos y hacendados de la Colonia.
Fue tal la importancia de la lengua chibcha en el país, que el conquistador, al verse
abocado, al igual que en Mesoamérica y los Andes Centrales, a un problema de
comunicación con fines de reducción, evangelización y aprovechamiento de los
recursos nativos, pensó en ella como una lengua general para todo el Nuevo Reino
de Granada, tal como ocurrió con el quechua, el azteca y el tupí. Sin embargo, el
proceso de hibridación biológica y la españolización de la sociedad condujeron a
que los chibchas no se extinguieran, sino que se mezclaran y dieran origen a los
mestizos andinos (cundinamarqueses, boyacenses, santandereanos), con un alto
componente genético materno indígena (con casi el 80% de haplogrupos miton-
| 20 |
1 El mito y, en general, el pensamiento primitivo son considerados por Claude Lévi-Strauss como un
comportamiento lógico al igual que el de la sociedad occidental, sin que diste mucho del pensamiento
científico, pues opera mediante un sistema clasificatorio construido con base en la percepción sensorial. Por
esta razón, los mitos deben considerarse como una forma superior del conocimiento, por lo menos la más
fundamental. En este sentido, los mitos contienen imágenes de la realidad obtenidas de la experiencia cotidiana
y, por ende, la originalidad del pensamiento mitológico estriba en que desempeña un papel conceptual. Ver
Lévi-Strauss, 1989: 35; 1982: 124; 1988: 124.
| 21 |
C.), hasta la inserción biológica y cultural de los chibchas en los mestizos coloniales
y republicanos.
El objetivo de este texto es abordar este vacío investigativo sobre los orígenes de
la población prehispánica de los Andes Orientales de Colombia, en el tiempo y en
el espacio, mediante el método comparativo y a la luz de una visión integral (holís-
tica, multidimensional, multicausal), combinando las fuentes bioarqueológicas con
las medioambientales y documentales (etnohistóricas, etnográficas), analizando la
relación entre la historia natural (evolutiva) y mítica (tradición oral) de los chibchas.
Se incluye un capítulo adicional sobre prácticas funerarias con el fin de abordar la
problemática de la evolución de los rituales mortuorios, la diferenciación social y
el desarrollo del chamanismo, desde los cazadores recolectores hasta las sociedades
tardías, con el fin de ubicar las principales tendencias de su cambio sociocultural.
Como ejemplo de caso para interpretar desde la perspectiva de la arqueología fu-
neraria, se revisó el sitio de Portalegre (Soacha, Cundinamarca) mediante análisis
estadístico multivariado.
El presente texto complementa los ya publicados Los chibchas: Pobladores antiguos
de los Andes Orientales. Adaptaciones bioculturales (1999) y Los chibchas: Adaptación
y diversidad en los Andes Orientales de Colombia (2001), en los que se propuso brin-
dar al lector una visión integral de la problemática antropológica chibcha con base
en investigaciones sobre etnohistoria, arqueología y bioantropología de las áreas
culturales Chitarero, Lache, Guane y Muisca, con el apoyo de Colciencias. Aquí
el Dr. Eliécer Silva Celis jugó un papel muy importante al permitir el acceso a las
colecciones óseas del Museo Arqueológico de Sogamoso (MAS), y por su experiencia
sobre el mundo chibcha, pero, infortunadamente, por motivos de salud no alcanzó
a presentar su escrito. El presente texto incluye actualizaciones sobre el ámbito del
poblamiento temprano de Colombia y América en general, además de algunas
aportaciones bioarqueológicas y genéticas.
El pionero de las investigaciones bioarqueológicas del territorio chibcha es el
profesor Eliécer Silva Celis (1914-2007), quien conjugó sus vastos conocimientos
etnohistóricos con sus propios estudios arqueológicos y bioantropológicos (cra-
neometría, paleopatología) de las áreas étnicas Chitarero (Silos), Lache (Chiscas,
Chita) y Muisca (Villa de Leiva, Sogamoso, Tunja, Soacha), interpretados a la luz
comparativa de la antropología americana que se conocía en su época. Don Eliécer
Silva Celis dedicó, desde 1942 hasta su deceso, todas sus energías y tiempo a la
reconstrucción del Templo del Sol y el respectivo Museo Arqueológico de Soga-
moso; igualmente, a la recuperación de la información arqueoastronómica en El
| 22 |
E
l espacio y el tiempo tienen, además de dimensiones físicas, connotaciones
simbólicas construidas por la sociedades humanas como una forma de
asegurar unos recursos suficientes para mantener su vitalidad. Esta sim-
bología se ha venido desarrollando desde que la humanidad tuvo uso de razón,
y las evidencias arqueológicas se remontan por lo menos al Paleolítico Superior,
hace 40.000 años, cuando se fortalecen las manifestaciones rituales del Homo
sapiens sapiens reflejadas en los enterramientos de cuerpos dispuestos en posición
de descanso para el más allá, cubiertos de ocre que simboliza la sangre que les dio
vida, junto a adornos personales y restos de animales (Binford, 1972). Esos sitios
funerarios se convirtieron en espacios sagrados de identidad y arraigo territorial,
significativamente fuertes, junto a espacios no consagrados, sin estructura ni
consistencia. Dada la amplia diversidad de lugares para cazar, pescar, recolectar,
habitar, reunirse y enterrar a sus muertos, todo debía estar en orden y orientado
según puntos de referencia fijos y visibles cuando el sol iluminaba, ya fuesen cerros
tutelares, lagunas, desembocaduras de ríos, o rocas erguidas en la inmensidad de
las montañas, para lo cual se requería de un punto fijo, un centro, equivalente a
la creación del mundo (Eliade, 1992: 25-26).
Lo que se apreciaba con facilidad, el mundo de arriba se convirtió en el espacio
de la luz, el sol, astros y dioses; el espacio habitado por los humanos, animales
y plantas se estableció como el centro; el inframundo o mundo desconocido se
relacionó con la oscuridad, las cuevas y lo subterráneo. Ejemplo de esta percepción
del espacio se encuentra en la Amazonia, y en las sierras nevadas de Santa Marta
y del Cocuy, donde los indígenas conciben el mundo de manera tripartita: arriba
se encuentra la bóveda celeste con los astros dadores de vida y los espíritus con
distintos tipos de poderes que pueden ser empleados por los chamanes para prote-
| 24 |
ger en sus prácticas curativas, o para atacar a los agresores; en la tierra habitan los
humanos, las plantas y los animales terrestres, los bosques y los ríos; en el mundo
de abajo se hallan otros espíritus y animales subterráneos como las hormigas y
gusanos, además de ser el mundo de los muertos (Cabrera et al., 1999; Cayón,
2002; Falchetti, 2003; Reichel-Dolmatoff, 2005; Uribe, 1998). Esta estructura
se replica en las viviendas, tejidos y objetos de uso cotidiano; el cielo reposa sobre
pilares, de la misma forma que el techo de una casa se apoya en horcones, y las
vigas longitudinales se orientan como la Vía Láctea (Niño, 2007).
De esta manera las poblaciones de selva húmeda y serranas han domesticado la
naturaleza mediante un sistema simbólico, con el fin de favorecer la reproducción
de plantas y animales, como también de los mismos humanos, en lo que se conoce
como la humanización del espacio y el establecimiento de relaciones sociales con
el entorno (Cabrera et al., 1999; Correa, 2004; Descola, 2002). Esto significa que
los asentamientos se distribuyen según los ciclos reproductivos de los vegetales y
animales, y que se establecen procesos sociales para su apropiación.
Así como los indígenas de la selva tropical conciben y organizan el mundo se-
gún los ríos, bosques y cerros que los circundan, los grupos montanos aprendieron
durante milenios a reconocer su diversidad, sus atributos y fuentes de recursos, los
peligros que podían afectar tanto a los individuos como a la sociedad, y las fuentes
de energía para la comunicación con sus dioses. Los cerros tutelares, como puntos
geográficos visibles, se convirtieron en mojones delimitadores de los espacios inte-
rétnicos, y como lugares de sacrificios para ofrendar al astro solar, dador de luz y de
vida, tal como se practica en las sierras nevadas de Santa Marta y del Cocuy, visitadas
aún hoy día por grupos sabaneros para ofrendar después de varias jornadas a pie.
Los abrigos rocosos fueron utilizados para la socialización de los grupos nóma-
das de cazadores recolectores, para acampar durante las arduas jornadas de cacería,
para elaborar instrumentos líticos y para enterrar a los muertos, cubriéndolos con
el color rojo del ocre que recuerda la sangre de la vida y de la muerte; sus paredes
rocosas fueron empleadas para plasmar mensajes pictográficos (arte rupestre) du-
rante las ceremonias chamánicas. Las lagunas se constituyeron en puntos de rituales
grupales de iniciación y ablución, donde se consagraban los caciques y sacerdotes.
Allí donde no existían accidentes naturales para demarcar los espacios sagrados, se
construyeron observatorios astronómicos para reproducir el espacio sideral que se
observaba (Villa de Leiva), o templos dedicados al astro solar (Sogamoso, Chita)
para las procesiones religiosas de grupos vecinos, o simplemente se erigieron piedras
| 25 |
sustancia iluminadora extraída del árbol otobo o awa-sira (Dialyanthera otoba) con
el fin de favorecer su comunicación con el mundo primordial (Falchetti, 2003:
41-45). También utilizan el yopo (akwa) y el tabaco mascado para fortalecer el
alma, fuerza espiritual del chamán en su comunicación con Sira, deidad máxima
del mundo de arriba. En estado de éxtasis, el chamán se puede transformar en
animales, sea en jaguar, asociado con el mundo de abajo, o en ave, relacionada con
el mundo de arriba, restableciendo la unidad entre humanos, animales y plantas.
Para los indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta una constante en su
cosmovisión indígena es la existencia de un mundo tripartito, dividido en un
mundo terrestre, un mundo subterráneo y un mundo celeste (donde habitan los
espíritus). Los líderes espirituales (mama) pueden acceder a otras dimensiones
mediante la meditación, con el fin de explorarlas, comunicarse con sus seres y
solicitar ayuda para los riesgos que deben enfrentar. Conciben el mundo como
una bóveda celeste, donde las montañas y los detalles arquitectónicos simbolizan
la estructura del cosmos (Preuss, 1993; Reichel-Dolmatoff, 1985; Vinalesa, 1952).
Todos los humanos, animales y plantas participan del mismo orden, sin que
exista división entre la naturaleza y la cultura. Igualmente, cada animal y planta
tiene un “dueño” o espíritu guardián; de ahí que los humanos deben solicitar su
respectiva autorización para poder obtener la fuerza que poseen mediante la caza
o recolección (Reichel-Dolmatoff, 2005: 43).
Estas tradiciones son milenarias y se desarrollaron desde que los primeros po-
bladores arribaron al territorio de Colombia, donde el conocimiento fue construido
mediante conceptos sociales que le dieron vida, fuerza y orden, garantizando la
supervivencia de la sociedad hasta la llegada de los conquistadores. Igualmente,
podemos concluir que la ocupación de estos espacios debe ser muy antigua, lo
suficiente como para dar tiempo a conocer todos sus secretos, sus ciclos, fuentes
de recursos, alimentos, materias primas y de sus riesgos, generando respuestas
adaptativas dinámicas. Por el contrario, una población recién llegada habría estado
desadaptada mientras conocía las propiedades de los recursos locales.
húmeda (Carare), mientras que la sur está cubierta de vegetación xerofítica o bosque
seco tropical (Van der Hammen, 1992).
La distribución altitudinal de sus diferentes pisos térmicos ha generado una
variación en clima y vegetación. Así, hasta los 1000 msnm se extienden las tierras
bajas tropicales; entre los 1000 y los 2300-2500 m de altura se localiza la zona
altitudinal del bosque subandino; entre los 2300-2500 m y los 3200-3500 m se
encuentra la zona de bosque andino de encenillos, robles y otros géneros de árboles;
la zona de páramo se extiende hasta los 4000-4200 m; el cinturón de superpáramo
se distribuye desde los 4000-4200 m hacia arriba.
Los suelos de la parte plana son potencialmente aptos para la agricultura y la
ganadería intensivas, de uso estacional, con inundaciones irregulares o periódicas
que requieren para su explotación permanente de mecanismos de adecuación
(control de inundaciones, drenajes, desalinización, riegos) (Guhl, 1975: 23), que
han sido reportados también para tiempos prehispánicos (Bernal, 1990; Boada,
2006). El piso térmico del altiplano Cundiboyacense o sabana de Bogotá, espe-
cialmente entre los 1000 y los 2500 msnm, fue el más densamente ocupado, y
ofreció en épocas prehispánicas un abundante espacio para el cultivo de plantas,
y los bosques circundantes posibilitaron la recolección de frutas silvestres, plantas
medicinales y tintóreas, leñas y maderas, y la cacería de animales de monte. Las
lagunas y ríos constituyeron importantes fuentes de pescado que contribuyeron
a mejorar la disponibilidad de proteína animal en la ración alimentaria antigua.
Sin embargo, a pesar de esta potencialidad, fue muy importante el vacío
producido por la ausencia de grandes mamíferos domesticables, como el caballo,
el asno, el ganado vacuno y porcino, aptos para una disponibilidad permanente
de productos cárnicos y labores agrícolas y de transporte. Igualmente, hay que
resaltar que la ausencia de herramientas metálicas y de la rueda condujo a grandes
deficiencias tecnológicas que se manifestaron en el empeoramiento de las condi-
ciones de vida de las poblaciones agrícolas, pues tenían que roturar los campos
con artefactos líticos, pesados y con poco filo, y transportar todos los productos
por intrincados caminos a sus espaldas debido a la ausencia de animales de carga.
por un extenso lago que se ubicaba hacia los 2500 m de altura. Al mismo tiempo
el levantamiento del estrecho de Panamá produjo un intercambio de flora y fauna
entre Norte y Suramérica. Durante el Pleniglacial Inferior y Medio (55.000-28.000
años), la laguna se extendía por la parte central del altiplano, con variaciones al-
titudinales según la intensidad de las precipitaciones, ascendiendo hasta las rocas
circundantes de la montaña en algunas ocasiones, y en otras descendiendo hasta
replegarse por la zona más ancha en la región de Funza, conformando amplias
áreas pantanosas. Hacia finales de este período, el gran lago de la altiplanicie de
Bogotá se secó, como consecuencia del descenso gradual del nivel de sus aguas,
la erosión, el relleno y el desagüe producido por el río Bogotá al precipitarse por
el salto de Tequendama, aunado esto a la disminución de las lluvias anuales. La
formación de centenares de metros de depósitos lacustres, que oscilan entre los
200 y los 400 m de espesor, generó una de las tierras más fértiles del territorio
colombiano (Van der Hammen, 1992: 69).
Durante el Pleniglacial Superior (26.000 hasta cerca de 14.000 años a. P.), el
clima se torna considerablemente frío, desciende el nivel de las aguas de las lagu-
nas y llega a dominar la vegetación de páramo. El límite altitudinal del bosque se
extiende muy bajo, hasta los 2000 m, y el de los glaciares, hasta los 3800 msnm,
conformando una vegetación de páramo seco, con precipitaciones de lluvias
menores que las actuales. Las temperaturas eran unos 6-8ºC más bajas que las
actuales, lo cual dificultó la ocupación humana del altiplano. Hace 18.000 años,
eran 8ºC más bajas a 3000 m de altitud, y 6ºC más bajas a 1500 m. Los cambios
climáticos, tanto en los Andes Septentrionales como en los valles interandinos
durante este período fueron vitales para la supervivencia de la megafauna, especial-
mente del extinto elefantoide mastodonte (Haplomastodon y Cuvieronius), cuyos
huesos, colmillos y molares han sido fechados entre 25.000 y 11.000 años a. P.
La existencia de una inmensa área abierta que unía el altiplano Oriental con los
valles interandinos, favoreció la abundancia y el libre movimiento de megafauna,
siendo una de las presas favoritas de poblaciones de cazadores recolectores. Entre
los 21.000 y los 14.000 años a. P., los glaciares se retiraron, produciendo un clima
seco y frío, con una amplia vegetación de páramo seco (Van der Hammen, 1963).
Durante el Tardiglacial (14.000 a 10.000 años a. P.), el clima se torna más
húmedo y cálido; las dos áreas de vegetación abierta y seca del altiplano y valles
interandinos se reducen y se separan por un bosque montano. La reducción del
hábitat de la megafauna conduce a su aislamiento y posterior reducción, fenómeno
agudizado por la actividad predadora de los cazadores recolectores. Durante estos
| 30 |
En los Andes, el Holoceno sobrevino hace cerca de 10.000 años, con un clima
muy similar al actual, aunque con algunas fluctuaciones menores de temperatura
y precipitación de lluvias. Alrededor de los 9000 años a. P., el bosque montano
alto llega a sobrepasar la cota de los 3000 msnm; hacia los 5500 años a. P. vuelve
a incrementarse el límite altitudinal del bosque, pero desciende poco antes de los
5000 años a. P.; entre los 5000 y los 3000 años a. P., el límite del bosque alcanza
su posición más alta. Durante el óptimo del Holoceno, hace 6000-4000 años, la
temperatura fue 1-2ºC más alta, y hace 3000 años llegó a ser algo más fría. Estos
cambios provocaron la desecación de pequeños y poco profundos lagos del alti-
plano; el bosque invade la mayor parte de la región, aunque las zonas pantanosas
permanecen abiertas. El palinólogo Thomas van der Hammen (1992: 110) ha
establecido que a partir del I milenio a. C. se evidencia un descenso de las tem-
peraturas medias anuales; los pantanos tomaron el lugar de la antigua laguna y
el bosque descendió casi hasta el nivel existente actualmente. Los períodos secos
ubicados en 3000 a. C. (extinción de la megafauna), 1000-700 a. C. (finales
del Precerámico) y 1250 d. C. (inicios de los chibchas tardíos), coinciden con
significativos cambios culturales en la cordillera Oriental. Para la sabana de Bogotá
se destaca entre el 700 y el 300 a.C. una época de notable sequedad, detectada
por la reducción del lago (inicios del periodo Herrera).
Según la tradición bíblica del diluvio universal, Noé salvó a varias poblaciones
animales en su arca cuando las aguas del Mediterráneo por el deshielo alpino
| 31 |
rompieron las barreras del estrecho del Bósforo, inundando gran parte del mar
Negro y sus poblaciones ribereñas, hace cerca de 7500 años durante el hipsitermal.
Durante este período, se alcanzan las temperaturas más altas del Holoceno, lo que
produce un masivo deshielo de las nieves acumuladas en las montañas alpinas. Por
la misma época y como fenómeno mundial, en la sabana de Bogotá tuvo lugar
una gran inundación por la parte más baja y ancha que se extiende entre Madrid,
Funza, Mosquera, Fontibón, Bosa y Soacha, la que se anega por la creciente de los
ríos que allí desembocan al Bogotá, como el Subachoque, el Frío y, más adelante,
el Checua y el Sopó, además de algunos cauces pequeños, que desaguan en la re-
gión del Tequendama a través de un estrecho rocoso que forma el famoso salto del
mismo nombre. En esta región se desarrolló el mito de Cuchaviva, Chibchacum
y Bochica que fue transmitido de generación en generación hasta la llegada de los
europeos, dándonos una idea de la profundidad temporal de la tradición chibcha
y de su permanencia en este territorio. Si los chibchas fuesen advenedizos, como
han planteado algunos autores, habrían conservado en su memoria mitos de otras
regiones de donde habrían provenido, de su éxodo y avatares durante su travesía,
al igual que los hebreos. Sin embargo, ante nuestros ojos tenemos una tradición
local muy profunda en el ámbito temporal que se remonta a varios milenios antes
de la llegada de los conquistadores.
Anota el cronista fray Pedro Simón (1981, III: 379-381) que la adoración al
arco del cielo llamado Cuchaviva se relaciona con el mito de la gran inundación, y
lo ubica en el contexto geográfico adecuado. Todas las aguas que descienden de los
cerros que rodean la altiplanicie, y que en tiempos inmemorables fueron abundantes,
desembocan en el río Bunza (Bogotá), y tienen una sola salida en el suroeste por la
región de Tequendama, donde rompen estruendosamente entre dos rocas, con tanta
fuerza, especialmente en invierno, que rebosan por la parte posterior, inundando
durante buena parte del año Bosa, Hontibón (Fontibón) y Bogotá (Funza). Cuenta
el mito que por algunas ofensas proferidas contra el dios Chibchacum, éste castigó
a los pobladores de la región haciendo crecer los ríos Sopó y Tibitó (Chocontá)
que aportan mayor cantidad de agua, anegando gran parte de la sabana, algo que
no ocurría anteriormente, pues el agua de ellos se empleaba en las labranzas y
sementeras sin necesidad de desagüe. Al no tener alimentos y ser muy grande la
población, las gentes empezaron a aguantar hambre, por lo que decidieron solicitar
la ayuda del dios Bochica. Éste, compadecido por las penurias de los chibchas y
agradecido por los sacrificios, clamores y ayunos ofrendados en su templo, decidió
ayudarles. Una tarde soleada hizo aparecer el arco iris acompañado de un fuerte
| 32 |
viento; se vio surgir al resplandeciente Bochica con forma humana y arrojar una
varita de oro contra las rocas de Tequendama, con lo cual se desaguó la región de
la inundación. Quedó así libre la tierra para “poder sembrar y tener sustento”, y
los indígenas obligados a continuar con su culto a Bochica como dios benefactor,
aunque temerosos por la amenaza de Chibchacum de que habrían muertes cuando
apareciera el arco iris. Por este hecho, Bochica lo castigó obligándolo a sostener
la tierra sobre sus hombros –antes apoyada sobre guayacanes–; cuando se cansa y
quiere cambiar de lado, puede hacer temblar la tierra.
Eranles favorables a estos míseros indios, para no ver de todo punto su ruina y
destrucción, unas lagunas o pantanos que cerca del pueblo de Bogotá había, en las
cuales se recogían al tiempo que los españoles iban a su alcance, y allí guarecían
las vidas los que escapaban, porque como aquellas lagunas fuesen de grandes
cenegales y tremedales, no entraban dentro los españoles con sus caballos, por
no ser sumidos en el cieno y puestos en notorio peligro. (1956, I: 273)
Cíñenla dos colinas rasas, una a la parte de oriente, donde habitan los chibataes,
soracaes y otras naciones que se extienden hasta la cordillera que divide los llanos de
San Juan de lo que al presente se llama Nuevo Reino; la otra al occidente, llamada
la Loma de los Ahorcados [...] o cuesta de la Laguna, por el valle que tiene a las
espaldas... donde hay un gran lago y en que habitan las naciones de los tibaquiraes,
soras, cucaitas [...], furaquiras y otras que por el mismo rumbo confinaban con
las tierras de los caciques de Sáchica y Tinjacá, señores libres y de la provincia
[...] donde está fundada la Villa de Leiva. Al sur de las dos colinas, cinco leguas
| 33 |
La tierra de la provincia de Tunja era muy variable, pues tenía valles llanos,
templados y calientes, muchos de ellos fértiles por la calidad de sus suelos, aunque
predominaban los cerros y cuestas. El temple era más sano que enfermo, cuando
el clima era seco, pero cuando llovía o estaba cubierto de nubes, era aún más
sano, “de manera que el sol no pueda estar, y lo mismo es en los frutos, que se
dan mejor en los tiempos lluviosos y nublados que en los claros, que es cuando el
sol y hielos los dañan [...]” (Relación de Tunja de 1620; en Patiño, 1983: 339).
Estaba rodeada de importantes manantiales (Soya y Aguayo) y fuentes fluviales
(Chicamocha y Sogamoso) y lacustres (Tinjacá o Fúquene y Guáquira o Tota)
que proporcionaban variedad de peces (capitán, sardinatas, bagre), patos y agua
potable de buena calidad. Al norte (Zipaquirá, Nemocón, Tausa) existían varias
fuentes saladas que proporcionaban sal comestible. En sus tierras crecían árboles
que suministraban maderas, animales de monte, aves, frutas, hortalizas, yerbas
y flores que brindaban lo suficiente para el sustento nativo. Los indios de esta
provincia que vivían en tierras calientes cultivaban algodón, coca y tabaco, que
intercambiaban con los de tierras frías.
El territorio de la confederación de Bacatá era tierra fría, con algunas sierras,
aunque era más bien llana por la planicie aluvial del río Bogotá que se anegaba
en invierno. Generalmente era sano, poblado de robles, cedros, nogales y alisos,
buenos para madera. Había abundancia de árboles frutales, maíz, raíces, fríjoles
y “[...] alguna coca que traen y siembran en algunos valles calientes que alcanzan;
en los cuales asimismo se les da mucha diversidad de frutas que ellos tienen [...]”
(Relación de Popayán y del Nuevo Reino 1559-1560; en Patiño, 1983: 65). Venados
había en abundancia, especialmente en un vedado del señor principal de Bogotá,
pero existía veda estacional sobre su consumo. Las rozas y sementeras estaban a
la puerta de las moradas, por lo cual las poblaciones estaban separadas unas de
otras, aunque las que se extendían por la sabana de Bogotá casi estaban en forma
de pueblo, y “[...] las sementeras en este valle algunos años previenen se prestó los
indios con sembrar en la tierra caliente que alcanzan y en el entretanto que se coge
| 34 |
CUCUTA
SAN CRISTOBAL
A N
R. ZULIA
MPLO
R.
TO
R. PA
RBE
S
R. CUCUTILLA
LE
BR
IJA
PAMPLONA
MATANZA MUTISCUA LABATECA
R. SOGAMOSO SILOS
UBICACION DEL TERRITORIO A
CHIBCHA EN EL MAPA DE BUCARAMANGA ITA
G CHITAGA
COLOMBIA TONA CH
R.
CHITAREROS
MESA DE
LOS SANTOS 7°
BETULIA GUACA
ENA
YARIGUIES S.ANDRES
DAL
A
R. GUAC
AG
BÁ
R. M
JA
TEQUIAS R.
BO
R.
GUANES
OP
ON
R. F
ON
CE
R.
GU
MOGOTES
LACHES
AYA
SOCORRO
EZ
R. SUAR
BITO
GUIES
LANDAZURI SOATA
CORD. DE
CHIPATA
CH
MO
BELEN
ICA
BOLIVAR
CH
VELEZ 6°
R.
SOCHA
LA BELLEZA FLORESTA TASCO
PUENTE NACIONAL DUITAMA
SOGAMOSO PISBA
O
ER
MIN
SUTAMARCHAN MORCOTE
R.
TUNJA
CHIQUINQUIRA LAG. DE
SACHICA TOTA
LABRANZAGRANDE
MUZOS LAG. DE ZAQUE R.
TO
FUQUENE CAR
SUSA R. C ÍA
RAV
OS
UR
MUISCAS
UBATE
COLIMAS
LA PEÑA TECUAS ACHAGUAS
TAUSA
SUPATA TENZA CAMPOHERMOSO
ZIPAQUIRA CHOCONTA
5°
UBALA
PANCHES ZIPA
TÁ
Ríos Principales
GO
MADRID
SUBA
BO
R.
Poblaciones Actuales
BOGOTA
Lagunas
SOACHA COTAS
R.
UP
FOMEQUE
ÍA
FOSCA R. META
HU
PASCA
ME
TIBACUY
A
SUTAGAOS R. GU
AITIQ
Escala:
UÍA
0 15 30 45 60 Km.
Figura 1. Mapa con la localización de los grupos chibchas y vecinos hacia el siglo XVI.
Capítulo 2
Los primeros pobladores
del altiplano Cundiboyacense
2.1. El poblamiento temprano del noroeste de Suramérica
G
racias a las investigaciones adelantadas en el marco del programa “Medio
ambiente pleistocénico y el hombre prehistórico en Colombia”, coordinado
por el arqueólogo Gonzalo Correal U. del Instituto de Ciencias Naturales
de la Universidad Nacional de Colombia y por el palinólogo holandés Thomas van
der Hammen [q.e.p.d.], la historia de Colombia se amplió en más de 10.000 años de
antigüedad (Correal, 1979, 1981, 1990, 1993; Correal y Van der Hammen, 1977,
2003; Correal et al., 1972). Este trabajo pionero inspiró otras investigaciones, entre
ellas trabajos arqueológicos (Ardila, 1984; Groot, 1992, 2000; Orrantía, 1997; Pinto,
2003; Rivera, 1992) y estudios especializados sobre paleoecología (Van der Hammen,
1992), paleodieta (Cárdenas, 2002), paleontología (Ijzereef, 1978), paleopatología y
paleodemografía (Correal, 1985, 1996), tecnología lítica (Nieuwenhuis, 2002), y la
evolución de la morfología craneal (Rodríguez, J. V. 2007) y dental (Rodríguez y Vargas,
2010; Vargas, 2010). Igualmente, se posee una amplia información sobre el precerámico
en el valle del río Magdalena (Correal, 1976; López, 1991; Santos y Otero, 2003), el
suroccidente (Gnecco, 2000), la cordillera Occidental (Cardale et al., 1989; Salgado,
1989) y el valle medio del río Cauca (Aceituno, 2003). Esta información permite abor-
dar la discusión sobre las diferencias regionales en el uso de los paisajes y tecnologías
locales, el impacto de los cambios climáticos en el comportamiento de los cazadores
recolectores –especialmente en la obtención de recursos faunísticos y vegetales–, la salud
y la enfermedad, y los orígenes de la diversidad poblacional y su proceso evolutivo.
Las primeras bandas trashumantes de cazadores recolectores en su búsqueda
de recursos traspasaron el istmo de Panamá a finales del Pleistoceno cuando no
existía cobertura boscosa tropical, sino llanuras propicias para la pastura de grandes
herbívoros, con pequeños reductos boscosos. Desde allí pudieron remontarse hacia
el interior del país por el occidente (costa Pacífica, cordilleras Occidental, Central y
| 38 |
valle del río Cauca), centro (valle del río Magdalena, cordillera Oriental) y oriente
(Llanos Orientales), dada la atractiva diversidad de recursos de animales y plantas
de los valles interandinos y montañas. A los Andes Orientales pudieron haber as-
cendido por dos rutas: una por el norte (valles de los ríos Sogamoso-Chicamocha
y Opón), extendiéndose por los Santanderes y Boyacá, y otra por el valle del río
Bogotá, al sur, dispersándose por la región meridional del altiplano Cundiboyacense.
Este evento debió haber ocurrido durante el Pleniglacial Superior (26.000 a 14.000
años a. P.) si se confirman las fechas obtenidas por Liliana Cajiao en el cañón del
río Sogamoso, Santander (15.000 años, información personal), por Tito Miguel
Becerra en el sitio Tocogua, municipio de Duitama, Boyacá (19.000-21.000 años,
asociadas a puntas de proyectil de cuarzo lechoso, pedunculadas con muesca en
una esquina, y a restos de grandes aves similares al ñandú), y por Gonzalo Correal
y colaboradores en la vereda Pubenza, municipio de Tocaima, Cundinamarca,
cercanas a los 17.000 años (Correal, 1993; Correal et al., 2005; Correal y Van der
Hammen, 2003). Este último yacimiento corresponde a un antiguo pantano en el
que se conservaron polen y semillas, restos de tortugas, roedores, crustáceos, huesos
de megafauna (mastodonte) y artefactos fabricados por humanos.
Los recientes estudios contextuales de los yacimientos precerámicos mencio-
nados han roto con el tradicional paradigma arqueológico que se tenía sobre las
sociedades de cazadores recolectores de la sabana de Bogotá. La tradición nor-
teamericana de dividir los estadios de desarrollo cultural en Paleoindio (hasta 5000
a. C.), Arcaico (5000-3000 a. C.), Formativo (3000 a. C. a 300 d.C.) y Tardío
(300-1600 d. C.), con una supuesta “Big Game-Hunting Tradition” o tradición
de caza de megafauna (caballo americano, camélidos, mastodontes, perezosos
gigantes, armadillos gigantes y otros) con puntas de proyectil lanceoladas tipo
Clovis, Folsom y formas relacionadas (Willey, 1966), con diferente tipología craneal
(paleoindio y amerindio) (Stewart, 1973), no tiene aplicación en los contextos
andinos. A pesar de que el sitio de Tibitó, Tocancipá (Correal, 1981), fue un lugar
de matanza y tasajeo de megafauna (mastodonte, caballo americano) que podría
encajar en la tradición norteramericana de cacería de grandes presas, la mayoría
de sitios precerámicos andinos se incluye en tradiciones de grupos que eran más
vegetarianos que cazadores. Ello obedece a que las características ambientales del
trópico andino, con la ausencia de estaciones, la presencia de abundante y diversa
biomasa animal y vegetal domesticable, y la conexión de los altiplanos mediante
corredores con los cálidos valles interandinos en los que era posible hallar com-
plementos alimenticios y materias primas, permitieron desarrollar sociedades con
| 39 |
un patrón de subsistencia generalizado, para las que los vegetales jugaron un papel
muy importante desde el Holoceno temprano, al igual que el curí, con una clara
intervención de los bosques y un oportunismo ecológico.
En algunas regiones con condiciones ambientales especiales, como la cuenca
baja del río Bogotá, que comunica con el valle del río Magdalena, se logró con-
servar megafauna hasta mediados del Holoceno, como se ha reportado en el sitio
El Totumo, Pubenza, Cundinamarca, donde se han hallado restos de mastodontes
y megaterios fechados en 4.000-3.000 a. C., asociados a artefactos líticos de tipo
Abriense (Correal y Van der Hammen, 2003). Por otro lado, los autores plan-
tean que la existencia de una estatua de forma elefantoide con grandes colmillos
y trompa en San Agustín, Huila, datada hacia finales del I milenio a. C., podría
estar demostrando la sobrevivencia en la memoria de algunos pueblos del suroeste
de Colombia de tradiciones sobre la existencia de megafauna.
De acuerdo con los cambios ambientales, culturales y biológicos percibidos
en la sabana de Bogotá, podemos dividir la secuencia de las ocupaciones humanas
prehispánicas en varios períodos:
1. Precerámico Temprano (hasta mediados del III milenio a. C.), en que
prevalece la recolección y la caza. La gente es robusta, dolicocéfala, de dientes
grandes y rostro mesomorfo.
2. Precerámico Tardío (finales del III milenio a inicios del I milenio a. C.),
cuando surge la horticultura y la pesca como actividades de subsistencia importan-
tes. La población se ve afectada por un proceso de gracilización y de reducción del
aparato masticatorio, y por enfermedades infecciosas propiciadas por el crecimiento
demográfico y la sedentarización.
3. Formativo o Herrera (I milenio a. C. a siglo VIII d. C.), cuando surge la agri-
cultura del maíz y otros productos como el fríjol y la achira. La población se torna
más grácil y braquicéfala tipo mongoloide y se congrega en torno a pequeñas aldeas.
4. Tardío o Chibcha (siglos IX-XVI d. C.), cuyas características fueron similares
a las descritas por los conquistadores europeos.
Sin embargo, hay que acotar que este cuadro, a pesar de configurar una visión
evolucionista en sentido biológico, no es de tipo unilineal, ni gradual ni genera-
lizado. Esto obedece a que no existe coincidencia entre las secuencias biológicas
y culturales, pues el tipo paleoamericano (de cabeza alargada, angosta y alta, y
rostro mesomorfo) se conserva hasta finales del I milenio a. C. en cercanías de la
antigua laguna de La Herrera (Madrid) (Figura 13), y en Chita, Sierra Nevada
del Cocuy (Figura 14), hasta principios del I milenio d. C., quizás debido a la
| 40 |
Durante el cálido interestadial Guantiva, hacia los milenios XI-X a. C., surgieron
condiciones climáticas benignas que posibilitaron la ocupación del altiplano Cundi-
boyacense, como se evidencia por los hallazgos realizados en los niveles inferiores de
los abrigos rocosos de la región utilizados para guarecerse del frío, acampar, preparar
los alimentos y proveerse de vituallas y artefactos líticos, ubicados en El Abra, Sue-
va, Tequendama, y en Tibitó, un sitio de matanza y tasajeo de grandes herbívoros.
Durante este largo período más cálido, los cazadores recolectores pudieron
adaptarse a las condiciones de la sabana de Bogotá y sobrellevar el rigor del frío
subpáramo del estadial El Abra que sobrevino hacia el IX milenio a. C. La ve-
getación de áreas abiertas con praderas y pastizales propicia para los herbívoros
favoreció algunas regiones de la sabana, orientando la atención de las bandas de
cazadores recolectores en los alrededores de los abrigos rocosos (Tequendama, El
Abra), pero también en espacios abiertos (Checua, Galindo). Durante este período
se incrementa la densidad de ocupación, como lo señala la asociación de fogones
y restos de fauna hallados en estos yacimientos arqueológicos.
Tanto la cacería de herbívoros (caballo, mastodonte, venado) como la recolección
(moluscos, raíces) jugaron un papel importante en la dieta de los recolectores caza-
dores, como se puede colegir por la presencia de percutores para machacar vegetales
y por los restos de gasterópodos que abundaban en los riachuelos cercanos.
Con el advenimiento del Holoceno a principios del VIII milenio a. C. ocurren
grandes cambios climáticos. Las temperaturas ascienden 2-3°C en comparación
con las actuales (Van der Hammen, 1992: 109); los bosques invaden la sabana de
Bogotá y desaparecen las húmedas praderas donde antiguamente pastaban rebaños
de herbívoros, lo que contribuye a la reducción de la megafauna. Las bandas de
recolectores cazadores se ubican durante largas temporadas sobre terrazas elevadas
frente a las antiguas lagunas sabaneras donde podían avistar las manadas de aves y
roedores, recolectar moluscos y raíces, y adentrarse en los bosques donde abundaban
los animales. El campamento temporal Tibitó 1 (Tocancipá) pierde su significado
en calidad de estación de matanza y tasajeo, como lo demuestra la ausencia de restos
culturales en el horizonte 2; en las unidades estratigráficas de Tequendama, Sueva 1
y de El Abra correspondientes a este período se aprecia igualmente una reducción
del material cultural. Entretanto, Checua (Nemocón) y Galindo (Bojacá), situados
estratégicamente sobre colinas frente a antiguas lagunas y conectados a zonas boscosas,
observan una continuidad de ocupación durante varios milenios.
| 42 |
Esto no significa que se abandonen los abrigos rocosos como sitios temporales
para acampar, pues se aprecia hacia este período un incremento de los restos de
animales pequeños (curí, ratón, borugo, guatin, conejo, topo, tinajo, armadillo,
zorro), de gasterópodos de hábitos terrestres, la predominancia de la carne de ve-
nado y la presencia de fauna de regiones cálidas (jabalí y nutria), lo que demuestra
la gran variedad de posibilidades alimentarias de los antiguos pobladores y el papel
del intercambio de objetos exóticos provenientes del valle del Magdalena, recolec-
tando y cazando “por la misma altiplanicie y sus inmediatos alrededores” (Correal
y Van der Hammen, 1977: 169). La contemporaneidad en las ocupaciones de
los abrigos rocosos con yacimientos a campo abierto (Checua, Galindo I) plantea
asimismo que a partir del VII milenio a. C. los moradores realizaban incursiones
a lugares propicios para la obtención de recursos alimentarios complementaríos
y materia prima para la fabricación de artefactos líticos.
En el yacimiento al aire libre de Checua, municipio de Nemocón, Cundina-
marca, situado sobre la cima de una colina, cerca al río del mismo nombre, en la
primera zona de ocupación correspondiente al VII milenio a. C. se registraron
fogones y huellas de postes, aunque acompañados de una baja frecuencia de
elementos líticos y restos de fauna, señalando un poblamiento esporádico y esta-
cionario de pequeños grupos (Groot, 1992: 62).
Desde el V milenio a. C., aparecen huellas evidentes de una ocupación más densa
de los abrigos rocosos, proceso acompañado por asentamientos en espacios abiertos
en las riberas de ríos y lagunas, que se intesifican hacia finales del Precerámico Tardío
(II milenio a. C.), especialmente en el entorno de la antigua laguna de La Herrera
que se extendía por los municipios de Madrid, Mosquera y Funza. Igualmente, se
incrementa el papel de la recolección en la esfera económica de este período, como
lo indica la densidad de útiles en guijarros adaptados al procesamiento de vegetales,
al igual que la presencia de restos de animales pequeños y moluscos.
Los diagramas de polen correspondientes al período entre los milenios IV y
III a. C., acusan un notable enfriamiento y una fuerte sequía seguida de un clima
cálido, especialmente hacia el III milenio a. C. Estos bruscos cambios climáticos
incidieron en las estrategias económicas de los recolectores cazadores del altiplano,
pues los presionó a buscar nuevas fuentes de alimentos en áreas abiertas, en donde
podían establecerse durante temporadas más prolongadas, dada la diversidad de
opciones alimentarias (lacustres, fluviales, de bosques y sabanas), lo que condujo a
una menor trashumancia y a la instalación de viviendas a manera de chusques en
las riberas de los recursos hídricos. Durante el IV milenio a. C. las temperaturas
| 43 |
2 Los artefactos con bordes cóncavos han sido asociados con el trabajo de la madera; los triangulares, con el
procesamiento de pequeños mamíferos o pescado; y los raspadores, con el tasajeo de la piel (Correal y Van
der Hammen, 1977: 70).
| 45 |
L
os cambios climáticos en la sabana de Bogotá a finales del III milenio a. C.
prepararon la base para una mayor manipulación de plantas silvestres, que
a la postre condujo hacia finales del II milenio a. C. a la domesticación de
variedades locales, como los tubérculos de altura. La reducción de los pastizales
debido al incremento de la cobertura boscosa por la elevación de las temperaturas
produjo a su vez la disminución de los herbívoros, los cuales buscaron espacios
más adecuados hacia el borde de la sabana de Bogotá. En este entorno, el cono-
cimiento adquirido en el período anterior le permitió a los recolectores cazadores
hacer énfasis en los vegetales y adecuar la industria lítica para su procesamiento,
lo que incidió en una drástica modificación de su aparato masticatorio (reducción
del tamaño dental y de la mandíbula, tendencia hacia la reducción del tamaño
de la bóveda craneal).
Como lo señala acertadamente Gonzalo Correal (1990: 256), en Aguazuque
tenemos que “la recolección tuvo gran importancia como actividad de subsistencia
a juzgar por la presencia de artefactos como yunques, percutores, cantos rodados
con bordes desgastados y molinos planos; es quizás este incremento de la actividad
recolectora, el factor que al ampliar la visión del entorno vegetal, su desarrollo y
posible aprovechamiento, condujo a los grupos de la Sabana de Bogotá al desarrollo
de prácticas hortícolas, hacia el IV milenio a.P., hecho sugerido por la presencia de
restos vegetales calcinados correspondientes a plantas como la calabaza (Cucurbita
pepo) y la ibia (Oxalis tuberosa) cuyo registro se encuentra asociado a la capa 4/2
fechada en 3850±35 a.P.” En fin, es lo que se ha denominado el inicio de la “neo-
litización” en la sabana de Bogotá. Estos grupos habrían aprovechado las terrazas
coluviales y colinas cercanas a las antiguas lagunas para avistar a los animales en
los abrevaderos, preparar sus redes de pesca y enterrar a sus muertos (Figura 4).
| 52 |
15N 13C
Kolmogorov-Smirnov 0,892 1,213
Significado asintótico 0,404 0,105
Figura 4. Laguna de la Herrera. Al fondo vista desde una terraza coluvial con cementerio
precerámico en Malpaso (Vistahermosa), Mosquera.
E
l período comprendido entre los milenios V y III a. C. marcó cambios con-
siderables en el clima por la reducción de las precipitaciones, el descenso del
nivel de los ríos y lagos, y por el aumento de la temperatura en 1-2⁰C. Estos
períodos secos se repiten hacia principios del II milenio, y entre 750-350 y 200-100
a.C. (Van der Hammen, 1992: 110), por lo que las riberas de los ríos y pantanos
atraen a los antiguos pobladores de la sabana de Bogotá en búsqueda de recursos
acuáticos, como en el yacimiento de Aguazuque (Precerámico Tardío) o en Madrid
(Herrera Temprano). A principios del I milenio a.C el clima se torna ligeramente
más frío, con aumento de las precipitaciones, ampliándose las zonas pantanosas en
los lugares más bajos; señales de deforestación por actividades agrícolas se mani-
fiestan entre 1000 y 550 a. C. (Van der Hammen, 1992: 226). En algún momento
de este último período se aprecia la evacuación de parte de la antigua laguna de La
Herrera (municipios de Madrid, Mosquera, Funza) por el salto de Tequendama
–como lo describe el relato del mítico personaje de Bochica, quien rompe la roca
con su vara–, permitiendo los asentamientos de los primeros agroalfareros. Estos
pobladores regulan las aguas de lagunas y ríos para diferentes labores, entre ellas
rituales y agrícolas; inclusive debieron construir viviendas tipo palafito (Figura 7),
favoreciendo la ocupación de los bordes de lagunas, pantanos y llanuras aluviales,
como se ha planteado para el sitio Madrid 2-41 (Rodríguez y Cifuentes, 2005).
Durante el I milenio a. C. existen claras evidencias de manejo de plantas en
la Sabana de Bogotá, como la calabaza (Cucurbita pepo) y la ibia (Oxalis tuberosa)
en la capa 4 de Aguazuque; de aguacate (Persea americana), totumo (Crescenta
cujete L.), batata (Ipomea batata L.) y, especialmente, de maíz (Zea mays L.) en el
límite inferior de la capa 1 de Zipacón (Correal y Pinto, 1983). Por otro lado, los
estudios botánicos de S. M. Bukasov (1981) indican que la amplia variedad de
| 60 |
y finalmente desapareció. Era llamado por unos Bochica, por otros Neutereque-
teua, para unos terceros era Xué; fue quien, según la leyenda, les enseñó a hilar
y a tejer mantas de algodón, además de normas de conducta y otras tradiciones;
posteriormente, en su honor los caciques construyeron santuarios y tumbas. Luego
vino una mujer, llamada Chíe, Huitaca, Xubchasgagua o Bachué4, quien los habría
engendrado antes de convertirse en serpiente y desaparecer en el fondo de una
laguna (Castellanos, 1997: 1158; Simón, 1981, III: 375-376).
Igualmente, la tradición hace memoria de la época de inundación del valle de
Bogotá y la veneración de que fue objeto el arco iris Cuchaviva en agradecimiento
por haberse presentado el desagüe del antiguo lago. Con sentido geográfico cuenta
el cronista fray Pedro Simón que en alguna época la sabana se inundó por el cre-
cimiento de los ríos que la surcan (Bogotá, Sopó, Tibitó), especialmente por los
lados de Bosa, Fontibón y Bogotá, dado que, por un lado, todas las aguas de los
ríos que penetran a la sabana tienen una sola salida por el valle de Tequendama,
y, por otro, el carácter plano de la región configura corrientes sinuosas fácilmente
inundables en sus orillas. En época de sequía las aguas eran utilizadas para irrigar
las labranzas y sementeras, pero durante la inundación los ríos Sopó y Tibitó se
rebosaron por castigo del dios Chibchacum. Los indígenas le rogaron al dios
Bochica para que les socorriera, y ofrecieron sacrificios y ayunos en su honor. El
dios, apiadándose de ellos, un día soleado decidió ayudarles, golpeando con una
vara de oro la roca que impedía el paso de las aguas. Al fin “quedó la tierra libre
para poder sembrar y tener el sustento, y ellos obligados a adorar y hacer sacrificios
como lo hacen en apareciendo el arco […]” (Simón, 1981, III: 380).
Cuando una masa de agua queda atrapada por el obstáculo derruido de al-
guna montaña, al romperse súbitamente la barrera por la presión de las aguas,
el fondo de la laguna conserva la arcilla lacustre, y sobre ella actúan los procesos
pedogenéticos que dan origen a nuevos suelos, los que pueden, a la postre, ser
utilizados por los grupos humanos aledaños (para elaborar cerámica o montícu-
los rituales). Este fenómeno se puede apreciar en el yacimiento de Madrid 2-41,
cuyos suelos se formaron a partir de una arcilla blancuzca (horizonte CR2), que
posteriormente fue cubierta por cenizas volcánicas (horizonte A3b3p3) y suelos
de diferente origen (natural y antrópico) (Figura 6) (Rodríguez y Cifuentes, 2005:
107). Este evento natural debió haber ocurrido entre el 1000 y el 550 a. C. según
los estudios palinológicos (Van der Hammen, 1992: 226), y a partir de esta época
se ampliarían las posibilidades ecológicas para los cultivos (entre ellos del maíz),
4 Esta diversidad de nombres puede corresponder a diferentes versiones regionales del mismo mito.
| 63 |
Profundidad
Horizonte Características
(cm)
Pasto kikuyo. Raíces fuertes que penetran hasta los niveles de las arcillas
00 – 07 0
lacustres.
Textura franco arcillosa. Estructura de bloques subangulares, fuertes y finos.
07 – 20 A1 Color 7.5YR 2.5/2. Altos contenidos de carbonato de calcio. Límite claro y
plano. Suelo con gran actividad antrópica. Contiene ceniza volcánica.
Color 2.5Y 2/1. Textura franco arcillosa. Estructura de bloques subangulares
20 – 38 A2bp fuertes y finos. Límite gradual y ondulado. Fósforo total de 3.125 ppm, pH
de 8.6. Suelo muy trabajado. Contiene ceniza volcánica.
Textura franco arcillosa. Estructura migajosa. Color 10YR 2/3. Límite gradual.
Transición franja de desocupación. Fósforo total de 2,875 ppm; pH de 8,5.
38 – 50 ABbp1
Estuvo más tiempo expuesto a la intemperie y fue trabajado, aunque no tanto
como los superiores. Contiene ceniza volcánica.
Textura franco arcillosa. Estructura de bloques subangulares finos. Color 10YR
3/4. Límite gradual ondulado. Fósforo total de 2,185 ppm; pH de 8,5; CCC
50 – 75 Bb2p2
37,5; Ca 18,0; Mg 17,8; K 14,7; Na 3,5; SCa 48,0. La gente no lo habitó
durante mucho tiempo. Contiene ceniza volcánica.
Textura franco. Estructura migajosa. Color 10YR 2.5/3. Nódulos de material
cementado que pueden ser naturales o artificiales. Limite gradual ondulado.
75 – 106 A3b3p3
Fósforo total de 2,110 ppm; pH de 8,3. Posiblemente fue ocupado pero no
hay evidencias materiales. Cotiene ceniza volcánica.
Textura francoarcillolimosa. Estructura migajosa. Color 10YR 3.5/4. Más
claro, violeta. Gris, cenizas. Límite abrupto ondulado casi irregular. Fósforo
106 – 115 C
total de 904 ppm; pH de 8,4. Corresponde a la época del desecamiento del
lago (arcilla lacustre).
Textura arcillosa. Sin estructura, apisonado. Color 10YR 4.5/6 más claro,
115 – 118 CR1 violeta. Carbón, manchas amarillas, grisáceas, negras. Límite abrupto irregular.
Fósforo total de 366 ppm; pH de 8,6 (arcilla lacustre).
Textura arcillosa. Estructura afectada por la quema, sin estructura por apiso-
118 – 120 CR2 namiento. Color 2.5Y 7.5/2. Fósforo total de 525 ppm; pH de 8,5. Contiene
restos de carbón que provienen de una quema sectorizada (arcilla lacustre).
| 65 |
que los suelos tiendan a deflocularse (disgregarse) y que, por lo tanto, se destruye
la estructura (Tabla 4).
En la fase temprana del período Herrera hacia finales del I milenio a.C., los
grupos asentados en el entorno de la laguna de La Herrera se apropiaban de los
recursos de caza y recolección, como venado, curí, aves, gasterópodos, peces, y
plantas silvestres y cultivadas, a juzgar por los estudios de isótopos estables. Fí-
sicamente eran robustos, dolicocéfalos, con bajo índice de caries, afectados por
treponematosis –posiblemente sífilis–. Sus entierros eran colectivos en posición
de decúbito lateral derecho, con los miembros flexionados y cabeza hacia el este,
siguiendo la tradición de Tequendama (Correal Van der Hammen, 1977), Checua
(Groot, 1992, 2000), Galindo (Pinto, 2003), Chía (Ardila, 1984) y Aguazuque
(Correal, 1990); el ajuar funerario consistía en cerámica tipo Herrera, restos de
animales y líticos. Mantenían estrechos contactos con el valle del río Magdalena,
como se desprende de la presencia de animales, cerámica y materia prima lítica
procedente de esta región.
Posteriormente, en la fase tardía, hacia el I milenio d.C. (Tabla 5), los entierros
se practicaban de forma individual, con los cuerpos extendidos (Figura 34, 38).
Las características físicas oscilan entre la mesocefalia y la braquicefalia, con defor-
mación cefálica y similitud física con los grupos muiscas. En este grupo hay mayor
incidencia de caries, lo que sugiere un incremento en el consumo de plantas culti-
vadas, como se colige también por la presencia de metates y objetos de molienda;
durante esta época se reducen los contactos con el valle del río Magdalena. En el
nivel más bajo, las evidencias óseas corresponden a fragmentos de venado y curí,
y en la ocupación superior predomina el curí y disminuye el venado. En cuanto
a la cerámica, se presenta una continuidad con los tipos descritos para la sabana
de Bogotá en cuanto al período Herrera, aunque hay alguna presencia menor de
materiales del Muisca Temprano (Funza cuarzo fino).
Desde el punto de vista ritual, se manifiesta la importancia que tuvo el sitio
hasta la época colonial, pues en tiempos hispánicos individuos conocedores del
carácter sagrado del sitio realizaron ofrendas en el canal, consistentes en huesos
modificados de bóvidos, y colocaron sendos cuernos dentro de dos estructuras
cónicas –sin alterar su forma–, conjuntamente con cerámica vidriada, que con-
forman un triángulo con el entierro de un niño del corte 2 (Tabla 5).
Las estructuras de la Unidad 1 permiten inferir un espacio adecuado para
manifestaciones simbólicas, como las registradas en cercanías de Funza, donde
Gutiérrez y García (1985) identificaron formas geométricas elaboradas en los
| 67 |
El río Bogotá en tiempos prehispánicos fue muy rico en recursos de peces (ca-
pitán, capitancito, guachupa), moluscos, curí, aves y plantas, que sirvieron de
alimento a cazadores recolectores y pescadores. Durante el período Herrera, los
fértiles suelos de la llanura de inundación del río en los municipios de Funza,
Cota, Suba y Bogotá, fueron adaptados para la agricultura mediante la cons-
trucción de camellones, cuyo diseño era de diferentes formas, ya sea triangular,
trapezoidal, rectangular o irregular, con longitudes que llegaban a alcanzar hasta
un kilómetro y con achuras de hasta 10 metros (Boada, 2006). Los camellones y
canales en tierra fría (Tiawanako, Bolivia y Tenochtitlan, México) cumplen varias
funciones, entre ellas la de regular las aguas durante las inundaciones y sequías, y
la de mantener la temperatura nocturna estable para evitar las heladas que pueden
| 68 |
afectar a las plantas, pues las aguas se calientan durante el día y retienen el calor
durante las noches, generando una cobertura protectora; finalmente, el cieno del
fondo de los canales, enriquecido con los desechos de las plantas descompuestas,
sirve para abonar la tierra de los camellones. Como resultado, la productividad
de las cosechas se incrementa casi en diez veces en comparación con los sistemas
tradicionales (Matos, 2000).
Sin embargo, este sistema requiere de mantenimiento para sostener la pro-
ductividad, como la rotación de los suelos, el uso del policultivo, la limpieza
permanente de los canales y la fertilización de los camellones. Esta labor exige de
coordinación política para poder administrar la mano de obra necesaria.
El proceso de colonización de la llanura del río Bogotá fue lento debido
a la presencia de masas de agua, especialmente en la parte suroeste más baja
(Cota, Suba, Chía, Funza, Fontibón, Bogotá). La gente del periodo Herrera
adaptó el paisaje inundable mediante la construcción de un pequeño sistema
de camellones, el cual se fue ampliando durante los periodos posteriores hasta
alcanzar los límites máximos en el periodo Muisca Tardío (800-1600 d. C.). Esta
estrategia tecnológica surgió de las unidades domésticas con el fin de evitar la
humedad, intensificar la productividad agrícola y reducir los riesgos climáticos
que produjeran escasez de alimentos. Inicialmente los asentamientos se habrían
establecido sobre la orilla occidental del río, distanciados entre sí dos kilómetros
en promedio, con un tamaño medio de 2,7 ha; cuando esta orilla se llenaba, se
alternaba con la opuesta. Los cultivos, según los estudios palinológicos, eran de
maíz y fríjol. A partir del período Muisca Temprano se aprecia un incremento
de la densidad poblacional, reduciéndose además la distancia entre los asenta-
mientos, los cuales empiezan a unirse unos con otros, proceso que se intensifica
significativamente durante el Muisca Tardío, hasta que se conforman núcleos
poblacionales grandes, alternados con caseríos más pequeños y viviendas dispersas
(Boada, 2006: 157-166).
En los reconocimientos y excavaciones arqueológicas efectuadas en el proyecto
de Arqueología Preventiva del Plan de Ordenamiento Zonal Norte de Bogotá
(Rodríguez et al., 2011), se identificaron dos sitios con materiales correspon-
dientes a grupos humanos anteriores a la etnia de los muiscas. Dichas evidencias
se encontraron sobre las lomas cercanas a la carrera 7ª de la hacienda La Francia
con fecha de radiocarbono convencional de 320 d. C. (Beta 299694), calibrada
de 340-540 d. C. (UE 2, nivel 20-30 cm), correspondiente al período Herrera. La
muestra cerámica analizada es bastante diagnóstica (Figura 10) y comparte estilos
| 69 |
con la registrada en otras regiones del altiplano como Zipaquirá y Chía, además
del valle del río Magdalena.
Esta región es un valle orientado en sentido norte-sur, rodeado por una serie de
colinas como la de los Ahorcados y San Lázaro hacia el oeste; está irrigado por los
ríos La Vega (Farfacá), que cruza cerca de la construcción lítica de Goranchacha,
y Chulo. La parte alta estaba dividida por tres barrancos (quebradas) que servían
de límites para la ciudad colonial; tenía dos fuentes de agua. La parte baja del
valle se inundaba, en lo que se conoce actualmente como el pantano (Figura 20).
La región de Tunja ha sido conocida por la densidad e importancia de los asen-
tamientos muiscas (cacicazgo del Zaque), especialmente en predios de la Normal
de Tunja, hoy día Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia (UPTC),
zona denominada el Cercado Grande de los Santuarios. No obstante, también
existen evidencias de ocupaciones correspondientes al período Herrera en la parte
baja, en lo que se conoce como Templo de Goranchacha y Pozo de Donato, lugares
excavados por Gregorio Hernández de Alba (1937). La construcción (Figura 11),
que el autor atribuyó al personaje mítico de Goranchacha, está compuesta por siete
columnas de piedra enterradas a 80 cm de profundidad sobre la arcilla amarilla,
que conforman un espacio circular de 380 cm de diámetro; en el interior de este
círculo se hallaron huellas de maderos que formaban un semicírculo interno, y
en el centro, la huella de un poste central más grande. Durante la excavación, el
investigador halló tiestos con decoración incisa y pintada, carbón, un fragmento
de mano de moler y, muy cerca de la columna norte, restos óseos de niño muy
fragmentados. Más al norte, a 25 metros de este sitio, Hernández de Alba halló un
círculo más grande de ocho columnas líticas, aunque deteriorado por actividades
agrícolas modernas, con grupos de a dos piedras alrededor de cada una, de 155
cm de altura, 82 cm de ancho y 27 cm de grosor. El autor sugiere que, por sus
características, esta construcción debió haber pertenecido a gente que vivió antes
de los muiscas, y que el mito de Goranchacha se debe remontar a “un tiempo
muy anterior al de la Conquista”, anterior al de los fabricantes del Templo del Sol
(Hernández de Alba, 1937: 15).
El mito de Goranchacha, referido por fray Pedro Simón (1981, III: 419-421),
es el de un personaje que fuera engendrado por una doncella de Guachetá, emba-
| 70 |
razada por los rayos del sol. Fue criado en la propia casa del cacique hasta los 24
años, edad en que salió para Ramiriquí, que era un pueblo más grande. Gobernó
con gran severidad, ahorcando a los que faltaban a sus leyes en el cerro de La
Horca. Dice el cronista que cerca de las postreras casas de Tunja, en las cuadras
de Porras, “hizo edificar un templo a su padre el sol, donde lo hacía venerar con
frecuentes sacrificios”, hacia donde organizaba procesiones cuyo recorrido duraba
tres días desde su cercado que se ubicaba en el convento de San Agustín. Para la
construcción solicitó siete columnas de piedra, de las cuales supuestamente solo
tres llegaron al sitio, dos se quedaron en el camino de Ramiriquí y otras dos en
Moniquirá, debido a la noticia de la llegada de los españoles a la costa Caribe.
Afligido por esta noticia, Goranchacha desapareció de la escena, y en su lugar
nombraron como cacique a Munchatocha, a quien hallaron los conquistadores
(Simón, 1981, III: 422).
Como se puede apreciar, hay contradicciones entre la monumentalidad indica-
da para un templo del Sol y las evidencias halladas por Hernández de Alba –apenas
380 cm de diámetro–, entre la filiación al período Herrera sugerida por el autor
y la carencia de pruebas fehacientes, y entre la antigüedad de la cerámica –que
no se describe con precisión– y la temporalidad propuesta por el cronista. No
hay dudas de que la construcción es una casa en forma de espiral de tipo ritual,
con la entrada desde el este, y de derecha a izquierda en forma de caracol, para
ingresar de espalda, con capacidad para muy pocas personas, posiblemente para
la realización de alguna ceremonia preparatoria antes de pasar a la construcción
mayor que se hallaba más al noroeste, infortunadamente destruida (Figura 20).
En la parte alta de la UPTC, la presencia de cerámica incisa es muy escasa;
por ejemplo, en el sector de Laboratorio-La Muela la proporción de fragmentos
es muy baja, pues alcanza tan sólo el 2% del total (255 fragmentos de un total
de 10.704); entre ellos, Tunja desgrasante calcita y Tunja rojo sobre gris o crema
(Pradilla et al., 1992: 96). Un reciente hallazgo en predios de la UPTC de entie-
rros de este período apoya la idea del uso de orfebrería en esta época temprana.5
cuentas de collar de concha marina, lascas y fragmentos líticos. Según el autor, las
sombras proyectadas por las columnas servían de orientación para el seguimiento
del sol en el horizonte durante los solsticios y equinoccios, a manera de un com-
putador de acontecimientos cósmicos, similar a lo hallado en Stonehenge, Gran
Bretaña. Cerca a estas construcciones se han hallado tumbas megalíticas asociadas
a cerámica del período Herrera.
De tres fogones hallados frente a las columnas, al parecer realizados antigua-
mente con objetivos rituales (incluían restos de animales, ocre y maíz), se dataron
restos de carbón vegetal mediante radiocarbono, y se obtuvieron sendas fechas de
230±140, 540±195 y 930±95 a.C., correspondientes al período Herrera. Estas
dataciones condujeron al autor a pensar que el desarrollo cultural Muisca debió
haber sido antecedido por un tiempo prudencial, por lo que “no es imposible,
entonces, que los pasos iniciales y fundamentales con los que se inicia la civilización
chibcha se sitúen a mediados del segundo milenio antes de la era cristiana” (Silva,
1981: 14), y que la construcción de las monumentales obras talladas en piedra de
El Infiernito representen un esfuerzo extraordinario de los muiscas por adentrarse
en los dominios estelares, con el fin de intervenir y controlar los factores climáticos
que incidían en la productividad de las cosechas, en un medio ambiente de escasa
pluviosidad como el de Villa de Leiva.
A pesar de que los contextos fechados no contenían cerámica que permitiese
asociarla al período Herrera y establecer los estilos característicos de su época,
y que la datación se realizó en el Instituto de Asuntos Nucleares de Colombia,
entidad conocida por errores de procedimiento que pudieron falsear las fechas
(Becerra, 2001; Langebaek, 1995; Lleras, 1989), la intencionalidad de las ofrendas
y su asociación con las estructuras líticas podría indicar que las construcciones
megalíticas sí corresponden a este período, al igual que las de Goranchacha en
Tunja, Sutamarchán, Ramiriquí, Tibaná, Paz del Río y otros lugares. Al respecto
hay que señalar que un estudio arqueológico sistemático alrededor del Parque
Arqueológico de El Infiernito evidenció que la mayor concentración de material
cerámico del período Herrera se halla en el noreste y sur del actual Parque Ar-
queológico, incluida cerámica decorada supuestamente asociada a festividades,
aunque su presencia es muy escasa (Salge, 2007: 79).
Como plantearía G. Reichel-Dolmatoff (1986: 238), si aceptamos estas fechas,
“la edad de la construcción se remonta a la de la cerámica de tipo Formativo, lo
que desde luego no es sorprendente si tenemos en cuenta la gran antigüedad de
construcciones astronómicas en América”.
| 74 |
En general, los asentamientos del Período Herrera son muy dispersos y poco den-
sos (de aquí la dificultad para encontrarlos). Se distribuyen por las partes altas de
los valles conformados por las antiguas lagunas del altiplano Cundiboyacense, y
cronológicamente se ubican entre el I milenio a. C. y el siglo VIII d. C. La fase
temprana de este período, correspondiente al I milenio a. C., retiene rasgos bio-
lógicos (dolico-hipsicefalia, robustez) (Figura 13) y culturales de los horticultores,
recolectores y cazadores (tipo Aguazuque). Sus enterramientos mantienen una
mayor cercanía con el mundo animal, y hay más evidencias de contactos con el
valle del río Magdalena. Los tipos cerámicos son similares en toda esta región,
con variantes regionales, pero la gran diferencia estriba en que el tipo Mosquera
rojo inciso, característico del suroccidente de la sabana de Bogotá, es originario
del valle del Magdalena (Paepe y Cardale, 1990).
En la fase tardía se aprecia una compleja cosmovisión reflejada en la cons-
trucción de sitios ceremoniales para observaciones astronómicas y la realización
de rituales al astro solar y de fertilidad, con templos y conjuntos líticos, pues al
aumentar la dependencia de las plantas se hizo necesario el conocimiento de los
ciclos reproductivos para la organización de la agricultura, las fiestas y la propia
sociedad (Silva, 1981). Se podría pensar, inclusive, que la población de este período
se comunicaba mediante una lengua macrochibcha. Por consiguiente, contraria-
mente a lo que se ha planteado sobre los orígenes de las poblaciones chibchas de
los Andes Orientales, el desarrollo cultural de esta región no posee signos ni de
ruptura temporal ni de migraciones masivas tardías de pueblos foráneos, como
se había insistido anteriormente (Lleras, 1995; Reichel-Dolmatoff, 1956), sino
un proceso microevolutivo y de complejización a partir de los horticultores tipo
| 76 |
Figura 8. Fragmentos cerámicos del Período Herrera, Templo del Sol, Monquirá,
Sogamoso (arriba); Madrid 2-41, Cundinamarca (abajo).
Figura 9. Copa esgrafiada, Madrid 2-41, Corte 0 (Rodríguez , J.V., y Cifuentes, 2005).
| 79 |
Figura 11. Vestigios líticos en el sitio de Goranchacha, UPTC, Tunja (Pradilla et al., 1992)
y corte de la planta excavada por Hernández de Alba (1937: 16).
| 80 |
Figura 15. Cráneos deformados de Madrid (izquierda) y Duitama (derecha) del Período
Herrera.
Capítulo 5
Los chibchas: hijos del sol, la luna
y los Andes (siglos IX-XVI d. C.)
5.1 Paisajes andinos y adecuaciones prehispánicas
H
acia el sur de la cordillera Oriental se localiza la sabana de Bogotá,
compuesta a su vez de diversos paisajes que tuvieron distintos patrones
de asentamiento. Por un lado, está el piedemonte de las montañas, de
origen coluvial, con planos inclinados, cuya adecuación para habitación y uso
agrícola requiere de aplanamientos de las laderas (terrazas para cultivos, platafor-
mas para viviendas, canales de riego). En su parte central, se extiende la terraza
fluviolacustre que se formó cuando se secó la antigua laguna, cuyo principal
problema es el encharcamiento en sus partes centrales, y como no recibe apor-
taciones de nutrientes por coluviación, su uso exige de la rotación de los suelos.
Por otro lado, tenemos la llanura de inundación de los ríos, especialmente del
río Bogotá, la que, debido a los constantes desbordamientos durante el invierno,
requiere de adecuaciones hidráulicas para el cultivo y control de las aguas. La
terraza fluviolacustre se considera un paisaje de planicie, con pendientes que varían
entre 1% y 3%, y comprende una amplia área no confinada, con diferencias de
altura de entre 1 y 10 metros (IGAC, 2002, I: 67). La planicie está conformada
por planos de inundación y terrazas, con depósitos variables de ceniza volcánica
y de sedimentos finos y medios que constituyen la base del material basal del
cual se han originado los suelos de este sector (IGAC, 2002, II: 314). Esta te-
rraza se formó cuando se secó la antigua laguna, cubriéndose de sedimentos en
descomposición en ambiente húmedo; posteriormente, evoluciona un suelo BC
en ambiente seco; luego, uno B también en ambiente seco, y de aquí se forman
los horizontes antrópicos A (Figura 6).
La vegetación predominante en la altiplanicie de la sabana de Bogotá era el
bosque seco montano bajo (bs-MB) que se extendía desde Soacha hasta Gachan-
cipá, con biotemperaturas medias entre 12 y 18°C y lluvias inferiores a 1000 mm
| 84 |
forraje y los tallos para construcción; las plagas que le pueden afectar son menores
en climas templados que en los cálidos, y menores que en tubérculos. Finalmente,
con el maíz se puede preparar chicha, tortillas, mazamorras, coladas, mutes, panes
y tamales. Sus granos tostados y la harina se pueden transportar fácilmente durante
varios días, lo que servía para alimentar a los viajeros. Su alto valor en hidratos de
carbono y la compensación de su bajo valor proteínico, especialmente de lisina,
mediante la inclusión en la dieta alimentaria de leguminosas (fríjol, habas) y qui-
noa (con elevados valores proteínicos), convirtieron este vegetal en el alimento
preferido por las poblaciones prehispánicas (Estrella, 1990: 85).
Existe un vacío de información en los Andes Orientales entre los siglos VI-VIII
d. C., al igual que en otras partes de Colombia, Mesoamérica, Andes Centrales y
posiblemente en el ámbito global, producto de drásticos cambios que generaron
frío y sequías mundiales severas, con el consecuente despoblamiento de varios
territorios. En la región maya se produjeron, según las evidencias arqueológicas,
sequías, pérdida de cosechas, hambrunas y desplazamientos poblacionales, en fin,
una gran catástrofe de la cual nunca se repondría esta región. En las mitologías
europeas entre el 536-545 d. C. se narran eventos de dragones, bolas de fuego y
lanzas ardientes que podrían asociarse al bombardeo de una tormenta solar que a
su vez despertó volcanes como El Chichón de Chiapas, México, cuyas erupciones
causaron enormes daños (Gill, 2008: 289).
Para el caso de Colombia, Th. Van der Hammen (1992: 110) reporta dos
períodos secos en los bajos ríos Magdalena, Cauca y San Jorge entre 450-550 y
1200-1300 d. C., que produjeron bajos niveles en estos ríos, relacionados con la
reducción de los lagos en los Andes. En el glacial Quelccaya de Perú se registran
estos mismos períodos de fuerte deshielo entre 570-610 y 1250-1300 d. C.
Este período coincide con la finalización del Formativo y el surgimiento de la
sociedad Muisca, al igual que la Quimbaya en la cordillera Central, Sonso en la
cordillera Occidental, Bolo-Quebrada Seca en el valle del río Cauca, Tardío en el
Tolima, y otras tantas, entre los siglos VI-VIII d. C., lo cual estuvo precedido por
profundos cambios ambientales que incluyeron erupciones volcánicas, sismos y
calentamiento del clima. La caída de un grueso horizonte de cenizas volcánicas
de casi un metro de espesor, como se ha registrado en el río Bolo, Palmira, Valle,
| 89 |
debió desplazar a los antiguos pobladores hacia las montañas para evitar la toxicidad
de las plantas y las aguas. Lo suelos estudiados de Madrid evidencian una fuerte
presencia de ceniza volcánica en casi todos los horizontes, que en algún momento
fue inclusive intoxicante (Figura 6). Pasados muchos años, especialmente en las
partes bajas, como las terrazas fluviolacustres de la sabana de Bogotá, y una vez
sepultadas las cenizas por depósitos eólicos y aluviales, la población pudo regresar
y aprovechar la fertilidad de los nuevos suelos, aptos para la agricultura intensiva.
Este fenómeno, que inicialmente fue causante de un período de presión am-
biental, a la postre se convirtió en una buena oportunidad ecológica, pues fertilizó
los suelos y, al disminuir las anteriores áreas anegadizas del altiplano Cundiboya
cense, amplió la extensión de los campos aptos para la agricultura y la ubicación de
viviendas, lo que favoreció la expansión territorial. En estas condiciones, se tala el
bosque para ensanchar los campos de cultivo y construir viviendas, ocasionando los
primeros indicios de erosión de los suelos del altiplano, especialmente por la región
de Villa de Leiva, Sutamarchán y Ráquira, aunque de extensiones limitadas, dados
los incipientes sistemas agrícolas usados en esa época (Van der Hammen, 1992: 54).
En este ámbito se desarrolla la población del período ubicado cronológica-
mente entre los siglos IX-XII d. C., denominado Muisca Temprano, conocido
por los tipos cerámicos Funza cuarzo fino, Tunjuelo laminar y Cuarzo abundante.
Básicamente, se conoce la fase final de su desarrollo por los cementerios excavados
en Tunjuelito (Enciso, 1996), Portalegre (Botiva, 1988) y Candelaria la Nueva
(Cifuentes y Moreno, 1987), donde no se aprecia una gran diferenciación social
en las prácticas funerarias (Boada, 2000: 47). También se han excavado grandes
cementerios que incluyen enterramientos tanto del período Herrera (muy pocos)
como del Muisca, en Tunja (Pradilla, 2001; Pradilla et al., 1992) y Sogamoso
(Buitrago y Rodríguez, 2001; Silva, 1945). Durante este período se amplían las
áreas de canales y camellones en las orillas del río Bogotá, lo que permite incre-
mentar la producción de maíz, fríjol y otros productos agrícolas (Boada, 2006:
148). Por su parte, la producción de sal aporta un elemento muy importante para
el intercambio comercial, con el que se podía incorporar a la esfera de consumo
productos de tierras calientes, como algodón, coca, tabaco y otros bienes exóticos.
Si bien es cierto que hay evidencias de pequeños poblados (Henderson y Ostler,
2005; Pradilla et al., 1992; Romano, 2003), el patrón de asentamiento continúa
siendo básicamente disperso, y la jerarquización social bastante flexible.
A partir del siglo XIII d. C. se aprecian todas las características que definirán
posteriormente y hasta la llegada de los españoles a lo que se conoce como sociedad
| 90 |
Muisca Tardía (siglos XIII-XVI d. C.), identificada por los tipos cerámicos Guatavita
desgrasante gris y Guatavita desgrasante tiestos. Durante este período se aprecia un
notable incremento del tamaño poblacional y de la jerarquización social; se cons-
truyen grandes cercados y se amplía la vasta red de caminos que conectaba con los
Llanos, con los valles de los ríos Opón, Chicamocha-Sogamoso y Magdalena, y con
el páramo de Sumapaz. Es probable que en su proceso de expansión los muiscas se
hayan enfrentado a otros grupos rivales también en expansión que habrían ascen-
dido por el valle del río Magdalena, y que lanza en ristre hayan desplazado hacia las
partes altas a los muiscas, como se deduce del relato de fray Pedro Simón (1981, III:
403) cuando afirmaba “que habiendo sido los moscas señores de aquellas tierras de
los muzos antes que ellos se las quitaron, pudieron tener y tuvieron muchas y muy
finas esmeraldas del cerro de Itoco, de donde ahora se sacan”.
El surgimiento de la sociedad muisca ha despertado serias controversias, pues
mientras que Eliécer Silva C. (1968, 1981) aducía que los chibchas ya existían
en el I milenio a. C., Gerardo Reichel-Dolmatoff (1956: 271) había anotado en
los años 1950 que éstos constituían “grupos recién venidos de las tierras bajas y
que solo durante los últimos siglos anteriores a la Conquista Española, lograron
una precaria unidad en un territorio recién ocupado”. Esta última idea ha sido
compartida por varios investigadores de esta región, quienes consideran que todos
los chibchas de la cordillera Oriental de Colombia arribaron hacia el siglo IX-X
d. C., desplazando o absorbiendo a los grupos del periodo Herrera (Langebaek,
1987: 25; Lleras, 1995). Empero, estas hipótesis se sustentan básicamente en
rasgos formales de la decoración de la cerámica (por su similitud con la cerámica
pintada del período Portacelli del medio río Ranchería, La Guajira), aunque
también en similitudes en la organización social, y en cambios en los patrones de
asentamiento, que bien pueden corresponder a paralelos o convergencias culturales
y ecológicas, fenómeno muy común en las sociedades prehispánicas. Estas últimas
no permanecieron aisladas, sino que incorporaron a sus técnicas de producción
alfarera, orfebre, lítica, textil y de construcción, elementos de otras culturas a tra-
vés del intercambio, bastante antiguo, como lo evidencia la presencia de caracol
marino (Strombus) proveniente del litoral Caribe en el sitio Zipacón (Correal y
Pinto, 1983). Esta interrelación entre lo interno, es decir, las normas generadas
por las sociedades a partir de una cosmovisión andina de mucha antigüedad que
se remonta a varios milenios, y los préstamos culturales obtenidos de las sociedades
vecinas con quienes intercambiaban productos exóticos, especialmente psicotró-
picos (coca, tabaco, yopo), condujo a una gran diversidad cultural en tiempos
| 91 |
6 La sociedad muisca (ser humano, gente) tenía diversas categorías de jefes: sihipkua (jefe, señor, amo,
príncipe, cacique), usaque (dignatario), zaque (jefe, dignatario de Hunza), zipa (jefe), sibintiba (capitán
mayor), tibaroge (capitán menor), gesha (jefe de guarnición fronteriza) y tiba denotaba soberanía, realeza,
vejez y dirección (Ghuisletti, 1954: 232, 341-392).
| 92 |
con la fertilidad de sus tierras. La causa por la que las casas estaban apartadas unas de
otras era que cada familia tenía las sementeras cerca de la puerta de sus bohíos. Además,
porque poseían sembrados en tierra caliente donde cultivaban productos propios de esas
regiones como la yuca y coca, mientras se producía la cosecha de papa (Tovar, 1987: 75).
Otros cálculos apuntan a mostrar que la población chibcha del Nuevo Reino
de Granada podría alcanzar alrededor de 620.000 habitantes si nos atenemos a
la Relación de 1560, en la que se calculaban 124.008 tributarios (Tabla 7); si a
cada tributario le computamos cinco personas por familia (se afirmaba que en
cada bohío habitaban de cuatro a seis personas), obtendríamos la cifra señalada.
La provincia más numerosa sería Tunja, que incluía a Sogamoso, Duitama, los
pueblos de la Sierra Nevada del Cocuy (Guacamayas, Chiscas, Amonga, La Miel,
Cuscaneva, Panqueva, Ancachacha, Cocuy, Cochavita, Chita, Soaca, Ura, Cheva,
Chusbita, Chequisa) y algunos grupos indígenas de los Llanos (1400 tributarios),
para un total de 263.235 habitantes, lo que la hacía la más grandes del distrito
y la más abundante en mantenimientos. La provincia de Santa Fe tendría, antes
de la pestilencia, cerca de 183.000 habitantes; la de Vélez (Agatá, Chipatá, Oiba,
Charalá, Moniquirá y otros pueblos), aproximadamente 73.000; la de Pamplona
(Silos, Bochalema, Arcabusazo, Cácota, Chinácota, Chitagá, Tona, Labateca,
Cúcuta, Valegrá, Táchira y otros) llegaría a los 100.000 (Tabla 7).
Como la sabana de Bogotá era anegadiza debido a las inundaciones que produ-
cían sus ríos, que para aquella época eran muy grandes (Bogotá, Teusacá, Neusa,
Frío, Juan Amarillo y otros), y debido a la existencia de los relictos de la antigua
laguna pleistocénica que inundaban buena parte de los valles, especialmente al sur
(Funza, Madrid, Mosquera, Fontibón, Bosa, Soacha), las poblaciones se asentaban
en la partes elevadas, en los piedemontes, en terrazas coluviales y fluviolacustres
altas, y en las islas que se formaban entre los pantanos, como los poblados de Dui-
tama, Sogamoso, Paipa, Chía y Funza, que estaban rodeados de enormes lagunas,
como las que se han formado a raíz de los aguaceros producidos por el fenómeno
de La Niña entre 2010 y 2011. En estas islas se podían ocultar fácilmente de la
persecución de los conquistadores debido a que sus entradas estaban cubiertas de
juncos, chusques, barito y otra vegetación de pantanos.
Las casas eran construidas en material perecedero, de vara en tierra, con vigas de
madera, paredes de bahareque (guadua aplanada y entretejida o algo similar, recu-
bierta con un material de barro y fibras) y techo de paja a dos aguas, lo que exigía
de un adecuado y constante mantenimiento. Si las vigas eran de guayacán, la casa
podía durar unos quince años o más, pero el techo había que empajarlo cada cuatro
| 94 |
o cinco años, tal como relatan Alonso Ruiz Lanchero y colaboradores en la Relación
de Trinidad de los Muzos, de 1582 (Patiño, 1983: 246). Había casas chicas y otras
grandes según la calidad del morador o señor de la casa, y las de los caciques mayores
eran como alcázares, es decir, con cercados7, patios y muchos aposentos en su inte-
rior para vivienda y pertrechos, con las paredes pintadas con mucho primor, donde
se albergaba toda una corte, es decir el cacique mayor con sus súbditos y familias.
Si bien es cierto que tanto la organización social como el clima son muy
diferentes entre los muzos de tierras cálidas (vecinos de Furatena) y los muiscas
de tierras templadas, existe alguna similitud en la manera como emplazaban los
asentamientos. Se describe en la Relación de Trinidad de los Muzos que los indíge-
nas no vivían en pueblos ni en casas permanentes, sino en barrios y parcialidades,
debido a que se casaban fuera de sus propios apellidos, de manera que allí donde
labraban su sementera allí misma construían su casa. Es decir, el marido primero
seleccionaba un terreno adecuado y fértil para sembrar, con buen arcabuco (bosque)
vecino de donde obtener materias primas y fuentes de agua, y luego instalaba la
casa, con su mujer que provenía de otra parcialidad. La causa por la que se prac-
ticaba este sistema de parentesco exogámico era la consolidación de una red de
amistad entre parcialidades, de manera que se consideraban “hermanos de armas”
con los del otro repartimiento con los que se casaban. Sin embargo, al morir el
marido, la mujer recogía a sus hijos y se devolvía a su sitio materno, tomando el
apellido de la madre. Igualmente eran los familiares por línea materna los que
vengaban la muerte de cualquier persona, pues tenían el mismo apellido, es decir,
lo heredaban de la madre (matrilineales) (Patiño, 1983: 225).
Entre los muzos la manera como una persona llegaba al poder de una parcia-
lidad, haciéndose señor o cacique, no era por herencia de mando, sino por un cri-
terio de selección muy simple: quien fuese valiente y brioso, capaz de sembrar una
mayor cantidad de maíz, con el cual preparaba chicha para convidar a sus vecinos
a grandes fiestas, era obedecido y reconocido como jefe. Para el caso muisca, esta
situación se podía presentar en las parcialidades, pero no en las capitanías ni en la
provincia mayor, donde el mando se transmitía por línea materna al sobrino hijo
de hermana, pero de determinados pueblos. Por esta razón, cuando murió Bogotá
durante los enfrentamientos con los conquistadores, Saxipa, uno de sus sobrinos
7 Los cercados eran de forma cuadrada, las paredes elaboradas de cañas entretejidas de dos brazas y media
de altura (aproximadamente 420 cm), aunque los maderos que sostenían las gavias alcanzaban entre 8-10
varas (aproximadamente 700 cm); la longitud del cercado podía alcanzar los 400 metros por lado y lado.
Tenían calzadas o carreras que se orientaban hacia determinados sitios rituales (Simón, III: 187-188; Pradilla
et al., 1992: 38).
| 95 |
y capitán general, quizo gobernar alzándose con todo el oro y riquezas de su tío
cuyo paradero conocía muy bien, yéndose con muchos guerreros hacia las sierras
del lado de los panches. Sin embargo, los súbditos de Bogotá no lo reconocieron,
ya que tenía que ser el sobrino de Chía, “porque ninguno puede ser Bogotá, sin
que sea primero Chía” (Fernández de Oviedo, 1956, III: 122).
Como padre y madre primigenios tenían al sol y a la luna, a quienes les ren-
dían tributo, no como a dioses sino como a progenitores, a quienes invocaban
con sus tambores, trompetas y flautas para evitar los eclipses y hacer regresar la
luz, y también para repeler las tormentas y el mal tiempo.
mitades, con que muchas veces venía a hacer el número de la deuda crecidísimo
sobre lo que valía lo que la habían contraído”.
Las redes de intercambio jugaron un papel importante en la consolidación
de los lazos comerciales, sociales, políticos, religiosos y militares, tanto al interior
de las confederaciones muiscas (Bacatá, Hunza, Duitama, Sugamuxi), como con
comunidades vecinas chibchas, tanto de la cordillera Oriental (Cocuy, Santande-
res) como del valle del río Magdalena, que pertenecían a otros grupos lingüísticos
(Karib). Este intercambio buscaba la ubicación de excedentes económicos, la
obtención de productos exóticos para resaltar la posición social, la participación
en ceremonias religiosas y el fortalecimiento de los lazos de amistad.
Además del sistema de mercados, existió el intercambio de ofrendas en sitios
sagrados para los chibchas y otros grupos vecinos. De esta manera, en el templo del
Sol de Sogamoso, Boyacá, se han hallado piezas orfebres de fabricación Quimbaya,
tumas de la Sierra Nevada de Santa Marta, conchas marinas y adornos líticos del
Cocuy (Silva, 2005: 327); en Madrid, Cundinamarca, en un sitio ritual del período
Herrera, se excavaron fragmentos cerámicos decorados provenientes del valle del
río Magdalena (Rodríguez y Cifuentes, 2005); en Facatativá, hacia el suroeste de
la sabana de Bogotá, Haury y Cubillos (1953) reportaron cerámica del valle del
Magdalena, y a su inversa, en Tocaima se hallaron vestigios provenientes de la
sabana de Bogotá (Mendoza y Quiazúa, 1992).
Esta situación obedecía a que las fronteras entre los distintos grupos étnicos
eran fluidas y dinámicas, puesto que todos necesitaban de productos que sola-
mente se daban en otros pisos térmicos. De esta manera, a pesar de la profusión
de descripciones sobre las diferencias entre muiscas y panches, existían tierras de
nadie en Subachoque donde se cultivaban temporalmente productos de tierras
cálidas que requerían de asentamientos transitorios para su cuidado; una vez reco-
lectadas las cosechas, se abandonaban las tierras (Bermúdez, 1992). Al interior de
las confederaciones muiscas existían igualmente fronteras fluidas, por ejemplo en
el alto valle de Tenza entre Tunja y Bogotá, donde mientras que las descripciones
etnohistóricas las refieren como tierras del Zaque (Tunja), la cerámica reportada
en excavaciones arqueológicas es de estilo sureño (Zipa), tanto en contextos fu-
nerarios como domésticos, aunque el patrón funerario es de tipo septentrional
(pozos simples ovales con tapa de laja) (Lleras, 1989: 106). Otro caso interesante
se refiere al hallazgo de un esqueleto femenino (T-110) (Figura 42) con caracte-
rísticas físicas panchoides en un cementerio muisca del siglo XIII d. C., enterrado
de manera diferente al resto de tumbas (Botiva, 1989).
| 97 |
Figura 16. Sistema de canales y camellones de damero junto a Los Lagartos, Bogotá
(Fotografía aérea del IGAC 1956, Vuelo C - 778, Foto 869; en Boada, 2006: 93).
Capítulo 6
Los muiscas del altiplano
Cundiboyacense
6.1 Las confederaciones muiscas
S
obre las poblaciones que ocupaban el altiplano Cundiboyacense en el
siglo XVI (Figura 1) existe mucha mayor cantidad de información escrita
recabada por los cronistas de Indias e historiadores, que arqueológica8 y
bioantropológica9. Así, por ejemplo, los cronistas señalaron que los muiscas habían
alcanzado un alto nivel de jerarquización social, de tal manera que los caciques de
las principales confederaciones (Bogotá, Tunja, Sogamoso, Duitama) supeditaban
unidades políticas menores; poseían cercados que rodeaban sus aposentos, con
varias viviendas para sus allegados, vituallas y armas; tenían varias mujeres; reci-
bían tributo; heredaban por línea materna el cacicazgo; organizaban la sociedad,
la guerra y las celebraciones festivas con grandes cantidades de comida y chicha;
usaban mantas pintadas vedadas al común del pueblo, y disfrutaban de cotos de
caza de venado; finalmente, eran enterrados en sitios ocultos con grandes pompas,
y sus cuerpos momificados y cubiertos con muchas ofrendas orfebres. Los caciques
no eran iguales, pues según su linaje detentaban diferentes títulos equivalentes a
los nobiliarios españoles: el cacique de Bogotá ostentaba un título equivalente a
rey; el de Suba, a virrey; Guatavita y Ubaque equivalían a duques; Tibacuy, por
su parte, a conde (Simón, 1981, III: 391).
La economía de los muiscas se sustentaba en la explotación de varios pisos tér-
micos para la producción e intercambio de diversos cultígenos (maíz, papa, cubios,
ibias, chuguas, arracacha y batata, según el clima), con una productividad alta en
virtud de las tierras tan fértiles y climatológicamente privilegiadas. Lo producido
en los cultivos era complementado mediante el intercambio con grupos vecinos
de diferentes pisos térmicos, la domesticación de curí y quizá de patos; la cacería
8 Ver síntesis en Boada, 2006: 35-58.
9 Ver síntesis en Rodríguez, J.V., 2001.
| 100 |
[...] las parcialidades de los indios, son capitanías en los pueblos; en algunos hay
tres y cuatro y más capitanes, según la cantidad de gente; empero cacique no hay
más de uno en general en cada pueblo; este es el señor principal y a quien todos
los capitanes y demás indios reconocen y están sujetos [...] el dominio que los
caciques solían tener antiguamente sobre los indios, era muy grande; pero ya se ha
reducido a tan pequeño que ahora es ninguno [...] en lo que acuden a reconocer
a sus caciques, es en hacerles sus sementeras y cogérselas [...]. (Patiño, 1983: 361)
Era tal la sujeción de los indígenas por parte del cacique, “[...] que ninguno
podía poner su manta pintada ni comer carne de venado ni matalle y si lo hacía
era castigado gravísimamente, ni podía tener ni poseer oro ni traelle sin licencia
de su cacique y señor [...]”, refiriéndose al vedado de venados que poseían los
grandes señores para su despensa (Patiño, 1983: 65).
| 102 |
Sin embargo, los datos históricos y arqueológicos permiten reconstruir una socie-
dad no muy jerarquizada que no se ajusta al modelo de unidades políticas centralizadas
en manos de un poder único, que subordina a su vez a otros jefes. Al contrario, la
jerarquía política encaja en el modelo denominado “modular” o “celular”, en el que
el control territorial no es muy estricto ni continuo (Gamboa, 2010: 59). Esto se
confirma por el hecho de que las fronteras eran muy fluidas y dinámicas, conectadas
mediante un amplio sistema de intercambio de productos de tierras templadas (arra-
cacha, papa, otros tubérculos) y cálidas (algodón, coca, tabaco, animales exóticos);
además, por el hecho de que los asentamientos se ubicaban en valles separados por
montañas y zonas anegadizas que impedían altas concentraciones poblacionales.
Igualmente, las investigaciones arqueológicas no evidencian la presencia de
grandes aldeas o centros urbanos,10 como lo habían advertido Haury y Cubillos
en 1953, quienes recorrieron toda la sabana de Bogotá en los años 1940 cuando
ésta no estaba tan urbanizada.
La frontera entre los muiscas de Tunja y Bogotá se hallaba entre Turmequé, primer
pueblo de Tunja, y Chocontá, el postrero de Bogotá (Aguado, 1956, I:280). El
Zipa, cacique de Bogotá, era el jefe principal de esa tierra, y era respetado y obede-
cido por todos los demás caciques que le tenían como señor; también le respetaban
algunos panches de la ciudad de Tocaima y algunos indios de los Llanos que le
traían cada año sus tributos (Tovar, 1987: 77). El Zipa Sachanmachica inició las
guerras de expansión, y sometió a Fusagasugá y a su aliado Tibacuy, estableciendo
allí guarniciones de guechas para salvaguardar su territorio. Su sucesor Nemeque-
ne continuó la expansión hacia las regiones de Ubaque y Guatavita –este último
subordinaba Tocancipá, Suesca y Chocontá–, extendiendo sus dominios hacia
el norte hasta el pueblo de Chocontá. Posteriormente, dominó a los caciques de
Ubaté, Susa, Simijaca y Saboyá, incluyendo a Tausa, sujeta a Ubaté (Falchetti y
Plazas, 1973: 41). Hacia el sur (Sumapaz) había unos páramos muy fríos donde
la gente se mantenía solamente de turmas (papa) y raíces debido a los continuos
10 Exceptuando el Cercado Grande de los Santuarios de Tunja (Figura 20) (Pradilla et al., 1992); Monquirá,
Sogamoso, en torno al templo del Sol (Silva, 2005) (Figura 18); posiblemente la zona de la hacienda las
Mercedes en Suba (Boada, 2006) (Figura 17) y Soacha (a juzgar por los enormes cementerios excavados desde
los años 1940) (Langebaek et al., 2009; Reichel-Dolmatoff, 1943; Silva, 1943) (Figura 41).
| 103 |
Fusagasugá, y todos los de aquellos valles que caen a las espaldas de la ciudad de
Santa Fe, se habían rebelado contra Guatavita, su señor, negándoles la obediencia
y tributos, y tomando las armas contra él para su defensa [...] para cuyo remedio
despachó sus mensajes a Bogotá, su teniente y capitán general, ordenándole [...]
juntase sus gentes, y con el más poderoso ejército que pudiese entrase a castigar
los rebeldes [...] En cuya conformidad, el teniente Bogotá juntó más de treinta
mil indios, y con este ejército pasó la cordillera, entró en el valle y tierra de los
rebeldes [...] alcanzó la victoria, sujetó los contrarios, trajóselos a obediencia,
cobró los tributos de su señor, y rico y victorioso volvióse a su casa. (1985: 31-34)
El Zaque (usaque), cacique de Hunza, extendía sus dominios absolutos sobre los valles
cercanos a Tunja, donde existían al menos diez cercados, dos mercados y varios sitios
rituales, como el Pozo de Donato, los Cojines del Diablo, las Moyas y La Cuca (Figura
20) (Pradilla et al., 1992: 21). Hacia el occidente abarcaba los valles de Cucaita y Sora;
| 105 |
hacia el sur, los valles de Tenza, Garagoa y Somondoco. Como ya hemos dicho, la
frontera con el Bogotá estaba en una zona más allá de Turmequé. No obstante, exis-
tían varios pueblos independientes, como Villa de Leiva, y otros que ocasionalmente
se supeditaban al dominio del Zaque, pero dependiendo de su poderío y lejanía del
centro del poder político podían asumir posiciones evidentemente independientes.
Tundama (Duitama), por ejemplo, sobresalió por su lucha de independencia ante
vecinos y españoles. Al respecto comentaba Pedro Simón (1981, IV: 105):
(Falchetti y Plazas, 1973: 62; Ramírez y Sotomayor, 1989: 186; Tovar, 1987: 22).
Hacia el norte se pudo extender hasta Jericó, aunque en esta región no está clara
la delimitación entre muiscas y laches (Pérez, P.F., 1997).
Cuando llegaron los españoles a Sogamoso a finales de agosto o principios
de septiembre de 1537, se maravillaron con un templo construido sobre recios
maderos de guayacán provenientes de los llanos Orientales (Figura 18). El piso y
las paredes estaban recubiertos en espartillo, el techo estaba trenzado en paja, y
las entradas eran muy pequeñas y orientadas hacia los cuatro puntos cardinales,
repitiendo la visión cósmica del mundo muisca. En su interior, los españoles
encontraron momias dispuestas sobre andamios, con adornos de oro y otros ob-
jetos. Al dejar las antorchas sobre el piso elaborado con tejido de esparto, con el
fin de liberar las manos para saquear mayor cantidad de tesoros, los dos soldados
que penetraron a hurtadillas aprovechando la oscuridad de la noche provocaron
el fuego que reduciría a cenizas una de las construcciones más veneradas por los
muiscas. Se dice que su incendio continuó durante más de un año por la presencia
de gruesos maderos y la cantidad de paja y espartillo que contenía.
Los cronistas se maravillaron con este templo por su “extraña grandeza y
ornato, que decían los indios ser dedicado al dios Remichinchagagua, a quien
veneraban mucho con sus ciegas supersticiones e idolatrías” (Aguado, 1956, I:
294). En la sierra nevada del Cocuy, provincia de los laches, existió otro templo
del Sol en un valle al lado de la cordillera. En cierta colina alta del templo tenían
puestos unos platos o patenas de oro que resplandecían cuando les daba el sol,
haciéndolos visibles desde muy lejos. En su interior tenían adornos orfebres, cara-
coles marinos y cuentas de piedra, al igual que ricos enterramientos de personajes
principales (Aguado, 1956, I: 338).
Casi 470 años después fallecería un venerable personaje, arqueólogo, docente e
investigador de la cultura muisca, don Eliécer Silva Celis, quien desde 1942 hasta
su deceso dedicaría todas sus energías y tiempo a la reconstrucción del Templo del
Sol (Figuras 18, 19). Ávido lector de las crónicas de Indias y ferviente creyente en
el espíritu religioso de los muiscas, el profesor Silva dedicó su vida a la ubicación
de los vestigios del Templo del Sol para recuperar su memoria para la posteridad.
En esa época, la principal fuente de documentación para el inicio de las investiga-
ciones arqueológicas eran los cronistas, por lo que con base en la acuciosa lectura
de Aguado, Castellanos, Oviedo, Piedrahita, Simón, Zamora y otros, además de
alguna información etnográfica recabada por algunos curiosos del siglo XIX, se
trataba de reconstruir la geografía de los relatos, la forma y tamaño de los bohíos y
| 108 |
recintos rituales, los objetos depositados como ofrenda, las acciones allí realizadas
y los vestigios que se podían hallar mediante excavaciones arqueológicas.
Don Eliécer Silva revisó con detalle el informe presentado en marzo de 1924
por una comisión integrada por Gerardo Arrubla y el general Cuervo Márquez,
quienes habían sido enviados por el Ministerio de Instrucción Pública para ana-
lizar los hallazgos del señor Izquierdo en su terreno de Sogamoso, consistentes
en huellas de columnas de madera, piezas de oro y otros objetos. Durante tres
días de excavaciones se sacaron a la luz huellas de 80 cm de diámetro de madera
procedente de los llanos de Casanare, y reportes, según ellos fidedignos, sobre la
presencia de huesos humanos cerca de estos postes. Cierto señor Peñuela agregaba,
además, que la supuesta forma del techo era como la de las pagodas nepalesas y
japonesas (Montaña, 1994).
El profesor Silva abordó con visión crítica el informe, planteando al Centro
Histórico de Sogamoso que lo que describían los autores no eran las huellas del
templo, sino de parte del cercado, pues la planta hallada no era circular sino rectan-
gular. Agregó que la forma del techado o cubierta no se podía deducir con los datos
encontrados, además de que no correspondía con los relatos sobre la arquitectura
muisca. Acotó también que la presencia de huesos humanos bajo los troncos no
constituía prueba de la presencia del templo, pues según la tradición muisca los
sacrificios se realizaban igualmente durante las construcciones de los cercados
y bohíos. Según los datos obtenidos del informe del Ministerio, el investigador
Silva, apoyándose en la información de los cronistas, concluía que los materiales
recolectados había que analizarlos en laboratorio para una mayor precisión, que
la información recabada en predios del señor Izquierdo no era compatible con
una quema como la descrita por los cronistas para el templo, y que más bien en
terrenos aledaños se apreciaban huellas de un gran incendio, como cenizas y car-
bones en gran cantidad (Silva, 2005: 180).
diferente [...] Si lo tenían de ventaja los bogotaes que se entendía un poco más
su lengua, pues se hablaba en toda la sabana que ahora llamamos Bogotá [...] en
saliendo de la sabana y sus pueblos a cualquier parte, comienzan mil diferencias
[...] y cuanto más se van desviando de ella, mayores van siendo las diferencias
hasta venirse a no entender unos a otros. (1981, IV: 158)
11 Los lingüístas señalan la presencia de una alternancia fonética ch-rr entre el sur (ch) y el norte (rr). Por
ejemplo, mujer ha sido transcrita como fucha en el sur y fura en el norte (González M.E., 2006:41).
| 111 |
lo bajo de los llanos, porque ”[...] desde donde el pueblo (San Juan) está puesto,
para arriba está toda la serranía que cuelga y depende de la cordillera, donde toda
la más de esta gente Guayupes están poblados, la cual es tierra no muy escombra-
da ni rasa, porque partes tiene y cría en sí grandes montañas, y a partes sabanas
[...]” (Aguado, 1956, I: 587). La zona de transición o efecto de borde entre dos
ecosistemas, denominada ecotono, constituía un ambiente bastante propicio para
el hábitat, por cuanto las poblaciones se beneficiaban de los aportes de ambos
biomas, pero representaba al mismo tiempo una franja de permanente conflicto
por las disputas territoriales.
| 112 |
Figura 19. Excavaciones adelantadas en 1945 en predios del Templo del Sol (Eliécer Silva C.)
Figura 20. Hunza a la llegada de los españoles según el Equipo de Arqueología de la UPTC
(Pradilla et al., 1992).
| 114 |
A
l llegar los españoles al altiplano Cundiboyacense encontraron que había
una gran diversidad de lenguas entre los propios muiscas, tanto así que los
habitantes de Bogotá y Tunja se diferenciaban porque “no tenían lengua
común en sus tierras sino que cada pueblo hablaba con su idioma diferente […]”
(Simón, 1981, III: 158). La ventaja de los bogotaes era que tenían una lengua
más unificada que se hablaba en toda la sabana de Bogotá; pero al salir de ella
empezaban las diferencias, y a medida que aumentaba la distancia, mayores eran las
distinciones lingüísticas. Los propios curas se quejaban de que no podían aprender
la lengua moxca dado que en un mismo valle solía haber dos o tres lenguas, de
manera que si aprendían la lengua de Bogotá, no se podían entender con la gente
del rincón de Suesca ni de Nemocón. Y si se dirigían hacia los extremos de la
cordillera, por ejemplo hacia Chita, Cuitiva y Toquilla, se diferenciaban aún más
“de la lengua general de Tunja”. Por esta razón, los diccionarios muiscas elaborados
en su momento por el padre Lugo, Acosta Ortegón, Uricoechea y otros presentan
diferencias que pueden obedecer a que su fuente proviene de “lenguas distintas”12
del propio muisca (Ortiz, 1965: 46).
Por otro lado, se agrega el problema de la inexistencia de una tradición escrita
por parte de los antiguos habitantes que hubiera podido dejar un léxico para estudios
comparativos, especialmente de la lengua que hablaban los jeques o sacerdotes, que
era diferente de la popular. Finalmente, la extinción de numerosas lenguas que se
hablaban en la cordillera Oriental debido a la reducción demográfica de la población
nativa, al sometimiento a las nuevas costumbres culturales impuestas por los con-
12 La variante lingüística de la zona sur (Santa Fe) fue la que se declaró como lengua general muisca
(González M. E., 2006: 42).
| 116 |
Grupo chibcha
1. Chibcha o muisca o moska (sabana de Bogotá, Boyacá y Sarare)
2. Duit (Tundama)
3. Sínsiga (Chita, Chisgas)
4. Tunebo, con varios dialectos (Casanare)
5. Dobokubí (serranía de Perijá)
6. Varios dialectos extinguidos, como morkote, lache, subaske, guane, chitarero,
guasika, tunja y tumeka.
13 Para el grupo Muisca existen varios diccionarios que permiten un adecuado abordaje de la problemática
lingüística (Guisletti, 1954); sin embargo, para los grupos Guane, Chitarero y Lache las evidencias son muy escasas.
| 117 |
Sin embargo, Adolfo Constela (1993: 107) plantea que hay que distinguir entre
las relaciones probadas con certeza (Tabla 8) y las probables. La familia lingüística
chibcha se extiende desde Honduras hasta Colombia con relaciones probadas,
aunque se ha propuesto la inclusión de algunos probables grupos desde Florida,
Estados Unidos, hasta el cono sur. Las lenguas con relaciones probadas son barí,
chimila, kogui (kaggaba), wiwa (malayo), ika (arhuaco), kankuamo (atanquero),
tunebo, muisca, kuna, dorasque, guaimí, bocotá, boruca, térraba-téribe, bribri,
cabécar, guatuso, rama y paya, en lo que se ha denominado el microfilo paya-
chibcha. Las relaciones macrochibchas con chocó, paez, guambiano, cuaiquer,
andaquí, kamsá, cofán, katío, nutabe, betoi, colorado, yanomama y guarao no se
han confirmado y continúan en el nivel de probabilidad.
Los estudios glotocronológicos, que presentan las mismas dificultades que el reloj
molecular, es decir, adolecen de una precisión cronológica, muestran que la fragmenta-
ción del protochibchense, la lengua ancestral de los chibchas, con la separación entre el
paya (Honduras) y las lenguas chibchenses meridionales, se inició hacia el IV milenio
a. C. A finales del III milenio a. C. ya se habría presentado la división de las lenguas
chibchenses: vótica, ístmica (entre Panamá y noroeste de Colombia) y magdalénica
(Colombia). Este desarrollo lingüístico parece que no estuvo acompañado de migraciones
a gran escala ni de invasiones, aunque no se descarta “que las poblaciones chibchenses
establecidas al este del Magdalena hayan resultado de inmigraciones a los territorios que
ocupaban en el momento de la llegada de los europeos” (Constela, 1995: 47).
De esta manera, los probables grupos chibchas de la cordillera Oriental son los
yukpa (Perijá), los chitareros (provincia de Pamplona), los laches (Sierra Nevada del
Cocuy) y los guanes (Mesa de Los Santos); los muiscas corresponderían a grupos
chibchas, sin ninguna duda.
Los rescates de que estos indios usan es el algodón y la bixa, que es una semilla de
unos árboles granados, de la cual hacen un betún que parece almagre o bermellón
con que se pintan los cuerpos y las mantas que traen vestidos. Los mantenimien-
tos son maíz, panizo, yuca, batatas, raíces de apio, frisoles, curíes, que son unos
animales como muy grandes ratones, venados y conejos. Las frutas son: curas,
guayabas, piñas, caimitos, uvas silvestres como las de España, guamas que es una
fruta larga, casi canafístola, palmitos y miel de abejas criadas en los árboles. Las
aves son: paujiles que son unas aves negras del tamaño de las pavas de España;
hay también pavas de la tierra, que son poco menores que los paujiles, papagayos,
guacamayas de la suerte de papagayos, etc. (1956, II: 466)
[...] los naturales de este valle no tenían cacique, ni en toda la provincia de los
indios que los españoles llamaban chitareros lo tiene. La orden de gobierno que
entre sí tienen es que en cada pueblo obedecen al indio más rico y más valiente,
y éste tienen por capitán en sus guerras. (1956, I: 81)
Tiene de circunferencia más de diez o doce leguas que comienzan desde una
singla o cordillera que corre norte-sur hacia la parte del este, la cual corta el río
Sogamoso, grande y furioso, para pasar al Río Grande de la Magdalena, recibiendo
primero cerca de esta tierra de los guanes el río de Suárez, caudaloso, y otro que
llaman Chalala, no tanto. Llegan sus términos por la parte del norte al Río del
Oro [...]. (1981, IV: 21)
tuvieron mucha influencia los vecinos de Pamplona y los indios de Ortún Velasco,
pacificador de las sierras nevadas de los chitareros. La región de Betulia, a juzgar
por la forma de las tumbas de pozo con cámara lateral y el tipo de cráneos ha-
llados, podría incluirse, con algunas reservas, en la zona de influencia guane. En
general, los accidentes naturales que antiguamente separaban grupos étnicos hoy
día demarcan los actuales departamentos de Boyacá y Santander. Así, los guanes
limitaban en este orden: con los chitareros al norte, al oeste con los yareguíes, al
noreste con los tequias, y al oriente y sur con los muiscas. Las encomiendas que se
establecieron en la provincia de Guane fueron las de Moncora (Guane), Coratá,
Macaregua, Choaguete-Bobora, Guanentá, Lubigará, Butaregua, Chalalá, Jerirá
y Sube (Guerrero y Martínez, 1996: 20).
Los guanes se diferenciaban socialmente a través de sistemas jerarquizados.
Estaban encabezados por un cacique y varios capitanes, cuyos nombres han so-
brevivido como toponímicos en veredas y municipios. En estos personajes recaía
la organización social, política y militar. Guanentá fue conocido como un cacique
de gran poder a quien se supeditaban otros indios principales, pero parece que su
dominio se extendía solamente sobre la Mesa de los Santos (Martínez, G. A., 1995).
Además de las adaptaciones bioculturales introducidas por los humanos,
parece que existió un factor de competencia y de defensa de los dominios en la
escogencia de las zonas altas, por ser paisajes más apacibles que los inferiores de
la cingla (Figura 23) (Castellanos, 1996: 1242). La misma Mesa de Géridas era
llana, adecuada para el cultivo de trigo, cebada, legumbres y frutales, apta para
la ganadería, bien irrigada por cristalinas aguas, de buen temple para la salud
humana. Las antiguas acequias construidas por los indígenas fueron utilizadas
posteriormente por los españoles para irrigar sus cultivos de plantas importadas.
La vivienda se ubicaba teniendo en cuenta el dominio estratégico del paisaje,
el acceso a los recursos hídricos que servían como ejes de los sistemas de comuni-
cación y delimitación territorial, y el control de varios pisos térmicos para allegar
diversos productos agrícolas. No en vano se ha planteado que la concentración
de sitios con arte rupestre y zonas de enterramiento en áreas cercanas a fuentes de
agua, como en el caso de La Purnia, corresponde a líneas de demarcación territorial
(Pinto et al., 1994). Por otro lado, se ha señalado la ausencia de grandes aldeas y
el reducido tamaño de los cementerios, lo que desmentiría la idea de que la pro-
vincia de Guane hubiese sido un manantial de naturales (Martínez, G. A., 1995).
Los guanes sembraban maíz, papas, yucas (jatrofa), habas (icaraota), ají, coca
(hayo), fríjol, maní, tomate, tabaco, aguacate, piña, guanábana, pitahayas y cacao.
| 122 |
Entre los laches [...] tenían por ley que si la mujer paría cinco varones continua-
dos sin parir hija, pudiesen hacer hembra a uno de los hijos a las doce lunas de
edad; eso es, en cuanto a criarlo e imponerlo en costumbres de mujer; y como
lo criaban de aquella manera salían tan perfectas hembras en el talle y ademanes
del cuerpo, que cualquiera que los viese, no los diferencian de las otras mujeres,
y a éstos llaman Cusmos, y ejercitaban los oficios de mujeres con robusticidad de
hombre; por lo cual en llegado a la edad suficiente los casaban como a mujeres,
y preferíanles los Laches a las verdaderas, de que seguía de que la abominación
de la sodomía fuese permitida en esta nación del Reino y solamente [...] Tal era
el melindre con el que se ponían la manta y los que demostraban en los visajes al
tiempo de hablar con otros hombres. (Fernández de Piedrahita, 1973: 53)
Figura 23. Cañón del río Chicamocha cerca del parque del mismo nombre.
Figura 24. Vasijas halladas en un abrigo rocoso de La Purnia, Mesa de los Santos,
Santander, junto a decenas de esqueletos.
| 127 |
Figura 25. Cráneos deformados de la Cueva de los Indios, Mesa de los Santos, Santander
(Museo Horacio Rodríguez Plata, Socorro).
Figura 27. Cráneos sin deformar de Cheva T-05 (Cocuy), Boyacá (izquierda),
y La Purnia 014, Mesa de los Santos, Santander (derecha).
| 128 |
Capítulo 8
Cosmovisión, rituales
funerarios y chamanismo
en los Andes Orientales
8.1 La tumba: reflejo del mundo de los muertos y de los vivos
L
as prácticas funerarias constituyen una inagotable fuente de información
sobre varios aspectos de las poblaciones del pasado, como las creencias
(cosmovisión, concepción del mundo, de la vida y de la muerte), la sociedad
(organización y posición social), la cultura material (estilos de los artefactos elabo-
rados de distintos materiales, adornos personales), la gente (edad, sexo, estatura,
enfermedades, demografía, parentesco biológico) y el medio ambiente (recursos
alimentarios, contexto ambiental y su incidencia sobre los humanos). La creencia
de las sociedades prehispánicas de que lo que muere es el cuerpo mientras que el
alma o espíritu va a descansar a lugares agradables, el mundo de los muertos, es lo
que permite hallar diferentes artefactos líticos y de hueso, además de ocre, como
parte del ajuar funerario en las poblaciones precerámicas; o vasijas de cerámica,
habitualmente de tipo ritual, en las que se elaboraban sustancias psicotrópicas (hayo
o coca, yagé, yopo, borrachero) que permitían una comunicación más rápida con
el otro mundo, o domésticas, en las que colocaban la chicha y las comidas (bollos
de maíz, yuca y otras raíces) con que se iban a alimentar en ese otro mundo.
Dentro del pensamiento dual de los indígenas, en el que la vida se opone y
necesita de la muerte, el orden al caos, la luz a la oscuridad, el cielo al inframundo
y lo masculino a lo femenino, la muerte se concibe como algo consustancial con la
vida, y aunque es temida por el misterio que la rodea, se acepta como una nueva
forma de vida en otro mundo al que llega el espíritu una vez consumido el cuerpo,
según la manera de muerte, para continuar sirviendo a las deidades de acuerdo con
los oficios desempeñados en vida. El fallecimiento de la mujer durante el parto
y del varón al filo del pedernal –en la guerra o en sacrificios– eran considerados
como las muertes más dignas. Durante ese proceso, el espíritu debía nutrirse, por
lo que en la tumba junto al cadáver se colocaba chicha, alimentos y objetos que el
| 130 |
occiso había utilizado durante su vida, según su oficio: armas líticas si había sido
cazador, metates y manos de moler usados en el procesamiento del maíz y raíces,
morteros y otros objetos usados por los chamanes, volantes de huso si había sido
tejedora (Becerra, 1994; Rodríguez, J.V., 2005).
La tumba, a la vez que se considera como la casa de los muertos, el inframundo,
permite al mismo tiempo el retorno al útero dador de vida; el ocre de color rojo
con el que se recubrían los cuerpos de los muertos en algunos grupos precerámicos
y agroalfareros, refleja la dualidad de la sangre que se derrama cuando se nace (la
alegría) y cuando se muere (el duelo). De tumbas de pozo simple (ovales), posición
fetal y tratamiento del cuerpo solamente con ocre en los yacimientos precerámicos y
primeros agroalfareros, se aprecia un cambio de la cosmovisión que se refleja en nuevas
formas (pozo, cámara, lascas como tapa), posición (sedente, extendida, boca abajo),
orientación (hacia el movimiento del sol buscando su luz o energía) y tratamiento
del cuerpo (cubrimiento con ceniza o cremación). Finalmente, los muiscas, hijos del
sol, el dios supremo, el dador de vida, de luz, de energía y de calor, proveedor de los
ciclos climáticos y de los productos alimenticios, veneran al astro orientando sus casas,
templos, conjuntos líticos y tumbas hacia él. Los chamanes, temidos por sus poderes,
eran enterrados boca abajo –el quinto punto cardinal– para que sus energías se queda-
ran en la tierra y no perturbaran el mundo de los vivos (Figuras 32, 34) (Ruz, 1991).
y los demás constituían elementos aislados del esqueleto poscraneal, como también
restos calcinados. La mayoría de enterramientos se hallaba en la zona de ocupación
VIII (entierros 1, 2, 3, 7, 9, 10, 11, 16, 17, 18, 20), con una fecha de 3855±50 a.
C. para el entierro 7; los esqueletos 12 y 13 (Figura 29) tienen fechas respectivas de
5285±60 y 4070±45 años a. C. (Correal y Van der Hammen, 1977: 125-152).
Las tumbas son en su mayoría de pozo simple, con planta de forma oval alargada
(9 en total), o circular (3, correspondientes a esqueletos infantiles). La posición varía
entre de decúbito lateral (4), dorsal (4) y cuclillas (2, infantiles), con los miembros
flexionados. La orientación de los cuerpos es igualmente variable, hacia el norte,
occidente y oriente, sin un patrón definido. En cuanto el sexo, tres individuos son
femeninos, cuatro masculinos y cinco infantiles. El ajuar consiste en artefactos
líticos, instrumentos de huesos y cuernos de animales, ocre y caracoles. El entierro
1 de Tequendama II, femenino maduro, tenía como ajuar un caracol. El entierro 14
(7500-5500 a.C.) consiste en cinco falanges incineradas con fractura longitudinal.
Aunque la muestra es muy pequeña, se pueden realizar algunas observaciones
que no se deben tomar como generalizaciones. El abrigo se utilizó como vivienda
temporal y taller durante varios milenios, y allí mismo se enterraron los miembros
de las bandas de cazadores recolectores que buscaban refugio, y que morían en este
lugar pues, a juzgar por la articulación de los cuerpos, los deudos tuvieron tiempo
para acomodarlos antes de que los fenómenos cadavéricos los pusiera en estado de
rigidez. Los individuos adultos de ambos sexos enterrados en posición dorsal poseen
mayor número de elementos de ajuar (líticos, huesos, ocre, cuerno); los enterrados en
posición lateral solamente poseen líticos; los niños se hallan todos en posición sedente,
como si retornaran a la situación fetal. El uso del color rojo del ocre podría estar se-
ñalando una temprana asociación de este color con el duelo, tal como lo practicaron
varios milenios después los muiscas, y quizá una visión hacia la muerte como parte
de la vida, en la que los difuntos se dirigen hacia otro mundo donde requerirán de
instrumentos de piedra y hueso para realizar sus labores cotidianas.
Los autores han asociado la presencia de dientes y huesos largos dispersos y
aislados en varias partes del refugio como “práctica de endocanibalismo ritual
funerario”, partiendo de analogías etnográficas de algunos pueblos de los Llanos,
quienes durante algunas festividades se bebían las cenizas de los antepasados con
el fin de incorporar las virtudes y esencia vital del muerto en el mundo de los vivos
(Correal y Van der Hammen, 1977: 125). Aunque no se descarta esta posibilidad,
no obstante, hay que acotar que no se reportan huellas de corte en los huesos que
indiquen una intencionalidad en la manipulación de los cuerpos para su consumo,
| 132 |
8.2.2 Checua
8.2.3 Aguazuque
Los indígenas del Nuevo Reino de Granada creían que antes de que existiese
cualquier cosa, todo era oscuridad en el universo, y la luz estaba “metida en una
cosa grande” llamada Chiminigagua, de donde salió posteriormente. Para los
españoles, este nombre equivalía a un Dios Señor Omnipotente creador de todas
las cosas, y siempre bueno. Con la luz empezó a amanecer y comenzaron a criarse
cosas; lo primero que Chiminigagua creó fueron unas grandes aves negras, a las
que mandó por todo el mundo para producir luz con sus picos. Como el sol era la
| 136 |
criatura más hermosa, a él se debía adorar, como también a la luna, su mujer –de
ahí que los ídolos muiscas fueran de ambos sexos. Tan pronto como amaneció en
una hondonada de la laguna de Iguaque, lugar de páramos y densa neblina, surgió
Bachué o Furachogua, mujer buena (del vocablo fura, mujer, y chogua, cosa buena),
quien sacó consigo a un niño de cerca de tres años de edad, con quien vivió en una
casa que construyó en la parte llana de Iguaque hasta que el muchacho cumplió
la edad para casarse con ella. De esta pareja surgieron rápidamente los humanos,
pues de cada parto nacían cuatro o seis hijos; después de muchos años, ya ancianos,
Bachué y su esposo se despidieron de los humanos, no sin antes darles una plática
sobre los preceptos y leyes, especialmente sobre el culto a los dioses. Finalmente se
convirtieron en grandes serpientes que se sumergieron en las profundidades de la
laguna. De aquí surgió la costumbre de venerar las aguas y realizarles sacrificios,
especialmente en el río Bogotá (Bosa), en un sitio montañoso llamado Tabaco,
donde tenían sus pesquerías (Simón, 1981, III: 367-368).
Por esta razón, los muiscas se consideraban hijos del sol, a quien veneraban
como a su dios principal y a quien en sus templos ofrendaban sacrificios de cria-
turas humanas, oro, esmeraldas, mantas y otras cosas; la luna, como era su esposa
y compañera, también era objeto de veneración.
Por otro lado, siendo la base económica de los chibchas la agricultura, cuya
fertilidad dependía de la tierra y del agua, estos elementos fundamentales para
la supervivencia fueron ritualizados. La tierra se convirtió en la gran madre crea-
dora, y la lluvia en el elemento fertilizador, la semilla que traía vida a las plantas,
siendo representada en los menhires y falos inseminadores hallados en diversas
partes de los Andes Orientales. En tiempos de sequía, los muiscas se trepaban a
una montaña especial destinada para los rituales de lluvia, y quemaban moque y
trementina, esparciendo las cenizas por el aire, pidiendo se congelaran las nubes
para que lloviera y no aguantasen hambre. Sin embargo, la mayor y más costosa
ofrenda era la sangre humana, con la que se alimentaba al sol con el fin de que éste
fuese condescendiente con la gente, que era ofrecida en los puntos más elevados
para facilitar la comunicación con el astro principal.
Los sacerdotes de la religión de los muiscas eran los séké (Ghisletti; 1954: 327),
término que por su difícil pronunciación los españoles convirtieron en jeque. Estos
| 137 |
ministros eran muy reverenciados, y cuidaban y vivían en los santuarios con sus
ídolos, los cuales estaban elaborados en madera, arcilla blanca, cera, textil u oro,
dispuestos en pareja, hombre y mujer, adornados con mantas. Organizaban las
ceremonias del pueblo y sus ofrendas, que consistían en figuras de serpientes, ranas,
lagartijas, mosquitos, hormigas, gusanos, casquetes, brazaletes, diademas, vasos de
diferentes composturas, tigres, monos, raposas y aves. La herencia del cargo, al igual
que entre los caciques, pasaba al sobrino hijo de hermana (Aguado, 1956, I: 254).
Cuando alcanzaba la edad mediana, el futuro séké era sacado de su casa y confinado
en otra apartada, llamada cuca, especie de academia donde aprendía el arte con un
anciano que le hacía ayunar todos los días con mazamorra sin sal ni ají; una que otra
vez podía consumir un pajarillo llamado chismea, o alguna sardinata de los arroyos.
También le enseñaban las ceremonias y observancias de los sacrificios durante doce
años, después de los cuales le horadaban la nariz y orejas para colocarle zarcillos y
narigueras (caracuríes) de oro. A la ceremonia de iniciación le acompañaban muchos
indígenas hasta una quebrada limpia, donde se lavaba todo el cuerpo y se vestía con
finas mantas nuevas. Posteriormente se acercaba hasta la casa del cacique, quien le
investía como sacerdote, entregándole el poporo y la mochila de la coca (hayo) y
algunas mantas finas y pintadas, y la licencia para ejercer el oficio de séké en toda su
tierra, pues cada pueblo tenía su propio séké. Finalmente hacían fiestas con bebida,
bailes y sacrificios para que empezara a ejercitarse (Simón, 1981, III: 383).
Además de los templos, existían lugares sagrados como lagunas (entre ellas, Gua-
tavita), arroyos, peñas, cerros y otras partes de singular atractivo, que llegaban a ser
dignas de veneración cuando alguien recibía de ellos señales a su paso, como zumbido
en los oídos, temblor en las manos, ráfagas de viento, o truenos y rayos. Cuando al-
gún poblador quería sus servicios, el séké mascaba tabaco y ordenaba a quien quería
presentar las ofrendas ayunar durante varios días determinados. Una vez finalizado
el ayuno, mandaba elaborar figuras en oro, cobre, hilo o barro, de águila o serpien-
te, mono o papagayo, u otras dualidades. Cuando se acercaban al lugar de ofrenda,
ceremonia que se realizaba de noche, el jeque se detenía a veinte pasos, se desnudaba
completamente, y observaba si escuchaba alguna señal; luego con sigilo recorría los
veinte pasos y llegando al lugar del santuario, levantaba con ambas manos la figurilla
envuelta en algodón; decía algunas palabras manifestando la necesidad del que ofrecía,
solicitando remedio para ella; luego se ponía de rodillas y arrojaba la ofrenda al agua,
o la colocaba en alguna cueva o la envolvía dentro de la tierra; sin dar la espalda, se
regresaba hasta donde había dejado su manta, y luego se iba a su casa. Al otro día, el
que ofrecía pagaba por el trabajo dos mantas y algún oro; cuando volvía a su casa se
| 138 |
Los días pasados, hallándome en el valle de Sogamoso en una doctrina que está a
nuestro cargo, llamada Tota, saliendo de decir misa, encontré, cerca de la puerta de
la iglesia, un viejo llamado Paraico, medio bufón y atruhanado. Y teniendo noticia
era mohán, le hice desvolver la poca ropa que traía y le hallé en una mochila los
instrumentos del oficio, que eran un calabacito de polvos de ciertas hojas que llaman
yopa, y de ellas otras sin moler y un pedacito de espejo de los nuestros encajado en
un palito, una escobilla, un hueso de venado al sesgo por la mitad y muy pintado,
hecho a modo de cuchara, con el cual, cuando hacen sus mohanerías, toman de
aquellos polvos y los echan en las narices, que por ser fuertes, hacen salir luego
una reuma que les cuelga hasta la boca, la cual miran en el espejillo, y si corre de-
recha, es buena señal, y por el contrario si torcida, para lo que pretenden adivinar.
Y así, para que esté el labio de arriba más desocupado, lo traen todos muy rapado
y limpio de barbas los que la tienen. Límpianse aquello después con la escobilla
y la ceniza que también se han echado en la cabeza, y péinanse el cabello. Con
estas señas exteriores hemos venido a hallar muchos en aquel valle, que tienen
estos instrumentos. Hallamos también en la casa de uno un pellejo de zorro con
su cabeza, lleno de paja, con que bailan puesto a las espaldas asido con las manos
por los pies, que ellos llaman el Fo, mohanería endiablada. (Simón, 1981, VI: 118)
| 139 |
Así, por ejemplo, en la cosmovisión mexica los dioses crean a los humanos y
les proporcionan alimentos, lluvias y riquezas en un estado de armonía, pero para
la conservación del equilibrio en el orden de la sociedad y para que ésta surja pu-
jante y establezca su poderío y su sacralidad sobre todo el mundo conocido, debe
alimentar a los dioses con la sangre y corazones de guerreros, doncellas, niños y
ancianos (González, Y., 1994: 110).
El sacrificio humano, sobre todo cuando se presenta de forma violenta, libera
energía que se transmite de la víctima a todos los seres, animales y plantas, asegu-
rando su reproducción y el alimento de los propios humanos. Si eventualmente
acontece un desequilibrio –crisis o desajuste ambiental–, se debe acudir a los sa-
crificios para mantener el orden. El chamán o sacerdote en las sociedades agrícolas
que dependen de la fertilidad de los suelos, de la productividad de las plantas, y de
la evitación de las sequías, inundaciones y plagas, debe conocer el calendario climá-
tico para regular los ciclos de roturación, siembra, recolección y almacenamiento
de productos, reconociendo los momentos propicios para solicitar la fertilidad de
los campos. Para tal efecto, ofrenda objetos rituales a los falos inseminadores del
campo, sea en forma de piedrecillas, ramitas o semillas de árboles propiciadores
de las lluvias, o arena de los ríos circundantes para que ofrezcan buena agua, todo
envuelto en hojas de mazorca, el principal producto alimentario. Si los problemas
son graves, debe ofrendar lo más preciado para la vida humana que es la vida mis-
ma. Mediante la selección de las víctimas –el chivo expiatorio–, el espacio ritual
y el momento oportuno, se pretende aligerar las tensiones internas, los rencores,
rivalidades y desajustes. Esta función de transferencia de energía, regulación y es-
tabilización de la sociedad es quizás la parte más destacable del sacrificio humano
(González, Y., 1994: 33). Sin embargo, una misma víctima podía servir para:
| 141 |
[…] expiar y sobrevivir en el más allá; para hacer morir y renacer a una deidad y
a lo que encarnaba, así como a su propio “señor”, su sacrificante; para alimentar
y vivificar a una deidad; para sostener la bóveda celeste; para fecundar la tierra;
para aplacar los dioses, darles las gracias, reconocer su superioridad y poner de
manifiesto la dependencia del hombre. (Graulich, 2003: 19)
Para comprender mejor el papel del sacrificio humano en una sociedad de-
terminada, hay que abordar los roles de las víctimas (sacrificados), los oferentes
(sacrificantes, caciques, guerreros), los organizadores (sacrificadores, sacerdotes), los
espacios (montañas, viviendas sagradas) y los momentos (habitualmente durante
los desajustes del orden cósmico, la expiación de ofensas, en tiempos de guerra o
en la consagración de espacios sagrados). Las víctimas eran generalmente enemi-
gos presos en las guerras, niños de comunidades foráneas, niñas hijas de señores
principales, personas deformes, delincuentes condenados a muerte, hechiceros o
sacerdotes que fracasaban en sus predicciones, y, a la llegada de los españoles, los
amigos de los castellanos, pues fueron considerados traidores a la causa libertadora
nativa, así fueran paisanos; en fin, el segmento de la sociedad que se podía eliminar
libremente, y por quien nadie reclamaría.
Dentro de las víctimas, los niños ocupaban un lugar importante, ya que eran
considerados puros, prístinos, y por eso eran los mejores intermediarios con los
astros, a diferencia de los jóvenes y adultos que tenían que ser purificados para
el sacrificio. Por esta razón, la inmolación de infantes a las deidades encargadas
de suministrar los recursos básicos para la supervivencia de la gente, en este caso
el sol, cumplía la función de regenerar la tierra y su fertilidad, asegurando así el
nacimiento de nuevas plantas y nuevas vidas humanas (Díaz Barriga, 2009: 242).
Cronológicamente la infancia cubría los primeros 12 a 13 años de edad del
individuo, luego de los cuales este ingresaba al sistema productivo de la sociedad.
Mientras tanto, jugando se aprendían los oficios domésticos y se apoyaba a los
padres en menesteres ligeros como el acarreo del agua, la limpieza de las casas y
otros oficios menores. Al morir, los niños despertaban sentimientos especiales, ya
que todos ellos, sin importar su rango, fueron objeto de enterramientos particu-
lares, tanto por la forma de la tumba (habitualmente de pozo simple, rectangular
u oval), como por el ajuar (casi siempre compuesto de adornos personales, como
collares y dijes), aunque algunos fueron momificados y deformadas sus cabezas
como signo de estatus heredado (Silva, 2005: 338).
| 142 |
Sin embargo, las niñas hijas de los señores principales de cada pueblo eran
consideradas las más puras, pues con su inmolación debajo del poste principal de
las casas de los caciques fertilizaban la nueva vivienda (Figura 40), augurando un
buen futuro para sus moradores, como lo describió fray Pedro Simón, el cronista
que quizá tuvo la oportunidad de acceder al libro quinto suprimido del texto de
fray Pedro Aguado (I: 255) sobre la espiritualidad de los muiscas:
Cuando se hacía de nuevo la casa y cercado del cacique, en los hoyos que hacían
para poner aquellos palos gruesos que usaban en medio del bohío y a las puertas
del cercado, hacían entrar, acabado el hoyo, una niña bien compuesta en cada
uno, hijas de los más principales del pueblo que estimaban en mucho se quisiesen
servir de ellos para aquello el cacique, y estando las niñas dentro de los hoyos,
soltaban los palos sobre ellas y las iban macizando con tierra, porque decían
consistía la fortaleza y buen suceso de la casa y sus moradores en estar fundada
sobre carne y sangre humana. Después de acabada, convidaba el cacique a todo
el pueblo para una gran borrachera que duraba muchos días [...]. Usaban todos
los indios estas fiestas siempre que estrenaban casas nuevas, pero cada cual con
gastos según su posible [...]. (Simon, 1981, III: 394-395)
podrían ser los padres del infante fallecido por causas naturales, sin importar su
sexo. Para su dilucidación tendríamos que estimar de manera adecuada el sexo de
los restos infantiles hallados en los pisos de viviendas, y diferenciar el rango de las
mismas, ya sea por su tamaño, o por su contenido.
Las ceremonias sacrificiales masivas eran organizadas por los sacerdotes, y el
principal destinatario era el sol, a quien ofrendaban de manera especial, no en
templos, pues consideraban que el espacio era muy pequeño, sino en las altas
cumbres que miraban al oriente, a donde llevaban en una gran procesión a los
niños capturados durante las guerras con los enemigos, a quienes confinaban
durante un tiempo en ciertas casas y los alimentaban especialmente. Salían con
los primeros rayos del sol y, al llegar al lugar del sacrificio, tendían al muchacho
en el suelo sobre una manta rica y allí lo degollaban con unos cuchillos de caña.
Recogían la sangre en una totuma y con ella untaban las peñas iluminadas. El
cuerpo del difunto algunas veces era colocado en cuevas o sepulturas, y en otras
oportunidades quedaba insepulto en la cumbre, para que lo consumiera el sol. Si
así ocurría, se consideraba que había sido comido por el sol, lo que era interpretado
como una buena señal (Simón, 1981, III: 384). Estas ceremonias se organizaban
en los tiempos secos para aplacar la furia del astro solar mediante alimento para
que no retuviera las lluvias (Aguado, 1956, I: 255).
Las ofrendas y sacrificios que hacían los caciques eran diferentes, pues coloca-
ban a las víctimas en la parte alta de unos maderos a manera de gavias de navíos,
que se hallaban en las entradas y esquinas de las casas. Desde abajo flechaban a
las víctimas, y los jeques recogían en totumas la sangre que se escurría por los
maderos; todo lo tenían cubierto de bija. Luego bajaban el cuerpo y con la sangre,
a la que le tenían mucho aprecio, desfilaban danzando por una carrera que tenían
muy limpia y de tal anchura que cabían dos carretas; ésta salía desde el cercado
del cacique hasta un cerro alto, donde apartándose los jeques del resto de la gente,
tiraban las piedras iluminadas por el sol, enterrando la sangre y el cuerpo (Simón,
1981, III: 385). Con estos cuerpos-trofeo los jefes pretendían consolidar su poder,
e infundir respeto entre sus vasallos y miedo entre sus enemigos. Entre mayor era
el cercado y el número de sacrificados, mayor la grandeza del cacique.
Quizás uno los mejores relatos sobre la ritualidad de los muiscas, sus ofrendas,
procesiones, templos, número de participantes, atuendos y sacrificios se encuentra
en El proceso contra el cacique de Ubaque en 1563, ocurrido en el poblado donde
residía el jeque Popón, el más reconocido y venerado de la región (Casilimas, 2001;
Londoño, 2001; Simón, 1981, IV: 339). Entre la medianoche y la madrugada
| 144 |
Se dice que esta riqueza era poca comparada con la de los caciques principa-
les, como posiblemente sucedió con el de Tunja, cuya riqueza se arrojó según la
leyenda al pozo de Donato. Los miembros de baja jerarquía eran enterrados en los
campos envueltos solamente con una manta, sobre cuya sepultura plantaban un
árbol para deslumbrar el sitio. En el norte del altiplano, como en Samacá (Boa-
da, 1987), Tunja (Pradilla et al., 1992; Pradilla, 2001) (Figura 39) y Sogamoso
(Silva, 1945, 2005), los cuerpos se colocaban en posición fetal sedente dentro de
tumbas de forma oval con tapa, sea de laja o de armagasa de ceniza y arcilla. En
cambio, la mayoría de enterramientos excavados en el sur de la sabana de Bogotá
se caracterizan por ser de fosas rectangulares, con el cadáver en decúbito dorsal y
miembros extendidos (Botiva, 1988; Correal, 1974; Langebaek et al., 2009). El
cementerio de Usme, excavado recientemente, llama la atención sin embargo por
la complejidad de sus entierros, dado que presenta varias combinaciones en cuanto
a forma de las tumbas, orientación, posición y tipo de ajuar, lo que no encaja en
el patrón sureño de las prácticas funerarias (Becerra, 2010).
La práctica ritual más llamativa fue la momificación de los cuerpos de los perso-
najes principales, quizá porque ocupaban un lugar central en eventos importantes
de la vida religiosa, política, militar y hasta cotidiana de los chibchas. Los yukpa
de la Serranía de Perijá, los chitareros de Santander, los guanes de la Mesa de los
Santos, los laches de la Sierra Nevada del Cocuy y los muiscas de Boyacá-Cundi-
namarca, practicaban la momificación; los restos se hallan en diferentes museos
de la región andina donde son objeto de admiración y espanto. A los primeros
conquistadores les llamó la atención la presencia de cuerpos momificados que los
indígenas de Bogotá portaban en andas durante los enfrentamientos contra ellos,
pertenecientes a ancestros que se habían destacado por su valentía. Ello lo hacían
con el fin de acrecentar los ánimos de los vivos e instarlos a no desertar del campo
de batalla, así como los muertos no pueden huir, pues sería una gran vergüenza
abandonar esos memorables huesos (Fernández de Oviedo, 1959, III: 126-127).
Las momias de estos personajes eran custodiadas en templos especiales, donde
eran colocadas sobre estantes junto a los adornos personales del difunto (plumas,
poporo, mochila para el hayo, calabazos, agujas de hueso, cofia de pelo humano o
de algodón, mantas pintadas). El proceso de momificación incluía la evacuación de
las tripas e intestinos y su reemplazo con resinas, como la mocoba, que se extraía
de unos higuillos de leche pegajosa. Posteriormente, el cuerpo era secado mediante
ahumamiento sobre barbacoas. La cavidad abdominal era rellenada con objetos
preciosos como esmeraldas y tejuelos de oro, según el caudal de cada uno, al igual
| 146 |
que los ojos, nariz y boca. Finalmente el cuerpo era envuelto con varias vueltas
de mantas muy liadas entre sí (Epítome, 1544, en Tovar, 1995; Simón, 1981, III:
139, 406). Algunos personajes, posiblemente los caciques y su parentela, eran
inhumados en cuevas junto a “las mujeres y esclavos que más le querían, porque
ésta era la mayor demostración y fineza de amor que había entre ellos; pero dábanle
primero a los vivos un zumo de cierta yerba con que privados de sentidos, no
conocían la gravedad del hecho a que se ponían” (Simón, 1981, III: 407). Otros
personajes, quizás guerreros que se habían destacado, eran custodiados para ser
exhibidos durante las confrontaciones bélicas. En cuanto a los sacerdotes, eran
reverenciados en los templos dedicados al sol como el de Sogamoso (Figura 18).
Con la momificación, la gente pretendía preservar las cualidades espirituales y
orgánicas de los personajes destacados por su valentía (guerreros), o por su cargo
religioso (sacerdotes) o político (caciques), pensando que el alma sin cuerpo no
se puede retener. Estas momias podrían ser imágenes de los personajes muertos,
entidades vivas que empleaban los mismos espacios y recursos que los vivos, cuyas
cualidades se quería aprovechar. Como se ha afirmado para las momias Chincho-
rro de Chile, las más antiguas del mundo, “la inmortalización se obtenía a través
de la momificación, así el cuerpo y el espíritu sobrevivían; en consecuencia, la
momificación artificial proporcionó un lugar donde el alma podía habitar, por lo
tanto se consideraba a las momias como entidades vivas” (Arriaza, 2003: 61-62).
En esta provincia de Tunja no se enterraba a los indios con sus objetos, sino que
se los colocaba sobre la sepultura, cubriéndolos con un poco de tierra. De este
modo, los españoles hallaron en una sepultura de una casa antigua y despoblada,
que debió pertenecer a algún señor principal, una mochila alargada de palma,
cosida la boca con un hilo macizo de oro, llena de tejuelos de oro, que venían
a pesar todos dos mil libras de oro fino (Aguado, 1956, I: 290; Simón, 1981,
III: 256). Se afirma que los señores principales eran enterrados con sus criados y
criadas vivos, además de sus comidas y bebidas, armas, vestidos y telas para hacer
otros si se rompian aquellos con que los enterraban.
En los entierros se vestían mantas coloradas y se teñían los cabellos con bija,
pues el rojo era el color del luto; durante las exequias bebían chicha según la ca-
pacidad de producción de maíz del difunto. Cuando el difunto era un cacique,
| 147 |
hasta la sepultura solamente asistían los sacerdotes, la cual habían abierto con
anticipación en lugar secreto desde el mismo momento en que el muerto había
sido elegido como heredero. Unas eran abiertas en bosques y espesuras, otras en
sierras elevadas; en algunas oportunidades las cubrían con las aguas de ríos o lagu-
nas. Las tumbas eran muy profundas, y en la parte del fondo colocaban al cacique
sentado en un dúho, ornamentado con mantas y ricas joyas de oro, con armas,
brazaletes, petos, morriones, con la mochila terciada sobre los hombros con el
poporo y el hayo, y múcuras de chicha. Una vez cubierta la sepultura, colocaban
encima a tres o cuatro mujeres vivas de las más queridas, cubriéndolas con más
tierra; posteriormente iban los criados que mejor le servían, también vivos; final-
mente iba la última capa de tierra. Para que sus mujeres y siervos no sintieran la
muerte, los embriagaban con tabaco y hojas de borrachero que le agregaban a la
chicha que les ofrecían. Si la persona moría por herida de serpiente, le colocaban
encima cruces para señalar el sitio (Castellanos, 1997: 1163-1164).
En las excavaciones adelantadas en predios del Cercado Grande de los
Santuarios de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Tunja (UPTC) por
el equipo de Helena Pradilla y colaboradores, la mayoría de las tumbas son de
pozo circular u oval, de 65-80 cm de diámetro, con una cavidad que suele tener
hasta 60 cm de profundidad, de forma cónica o cilíndrica (Figura 39). Tam-
bién se hallan pequeñas fosas (semicámaras) y nichos. Encima de las tumbas se
observa una tapa hecha de laja de arenisca, o de arcilla endurecida. La posición
predominante es la sedente, con el cuerpo sentado con los miembros flexionados
contra el pecho, de manera que los pies y la cadera tocan al mismo tiempo el piso.
Los enterramientos extendidos son más comunes durante el período Herrera.
El tipo de entierro es directo, o en urnas (neonatos) asociadas a tumbas feme-
ninas. El ajuar consiste de collares (lidita, cuarzo, huesos de animales, conchas
marinas, oro), vasijas (múcuras, cuencos, copas), huesos de animales (venado,
curí, caracoles, aves), líticos (manos, metates, torteros) y esmeraldas. En cuanto
a los recipientes, se hallan múcuras o vasijas de cuello largo, con aplicaciones de
figurinas antropomorfas sobre el cuello y de animales sobre el cuerpo (especial-
mente ranas); también hay en menor proporción vasijas domésticas, sin ninguna
decoración, y cubiertas de carbón. El enterramiento femenino N49/63 estaba
asociado a una alcarraza con decoración incisa en el asa. No existen diferencias
por sexo –aunque las tumbas con estructuras dobles suelen ser de mujeres aso-
ciadas a niños–, y a los niños se les recubre solamente con ocre. Respecto a la
temporalidad de los enterramientos, la autora menciona la existencia de tumbas
| 148 |
dentro del horizonte enterrado antiguo, y otras más recientes encima del mismo
(Pradilla, 2001; Pradilla et al., 1992).
En El Venado, municipio de Samacá, Boyacá, Ana M. Boada (2007) excavó
34 tumbas, de las cuales cinco corresponden al período Herrera Tardío, quince
al Muisca Temprano y quince al Muisca Tardío. Los recintos del primer período
fueron construidos dentro del área residencial, y son de pozo de forma oval o
circular; los cuerpos estaban dispuestos en posición sedente, especialmente en
los pozos circulares, y fetal horizontal –lado derecho, izquierdo o dorsa– en los
ovales. El ajuar hallado es muy escaso y consiste en copas, cuencos, jarras, ollas,
fragmentos de vasijas con carbón en su interior, metates, cuentas de piedra verde,
conchas, caracoles marinos y algunas cuentas de oro. Algunos de los cuerpos tenían
una cobertura de ceniza u ocre salpicado (Boada, 2007: 108).
Formas similares se han reportado en la vereda San Lorenzo Bajo (Chucua),
municipio de Duitama, en tumbas de pozo oval con cuerpos en posición sedente,
con una laja elaborada de armagasa de ceniza como tapa, y cuencos decorados
con incisiones en calidad de ajuar. Todos los cráneos presentaban deformación
frontoccipital (Figura 15), y la fecha para el sitio es de principios de nuestra era,
es decir corresponden al período Herrera (Rodríguez, C., 1997).
Las tumbas del período Muisca Temprano presentan características similares
a las del período anterior. Entre tanto, las del período Tardío se diferencian en la
medida en que algunas presentan forma de pozo oval o circular, con una cámara
donde yace el cuerpo junto al ajuar funerario. La orientación de la cabeza es ha-
cia el sureste, occidente y sur. Algunos cuerpos evidencian huellas de emplasto
de ceniza. El ajuar consiste de vasijas y cuentas de collar con cuentas marinas.
Al parecer, hay una tendencia hacia un mayor reconocimiento del estatus de la
mujer, a juzgar por la mayor cantidad de objetos en el ajuar, señalando quizá una
mayor participación de este género en la esfera económica (Boada, 2007: 194).
Según el tipo de muerte se consideraba la suerte del difunto, pues tenían por dichoso
al que moría de algún rayo o por otro accidente o muerte repentina, porque según
la tradición había pasado sin dolores esta vida. Ponían cruces sobre las tumbas de los
muertos por picaduras de serpientes ponzoñosas. Si la que moría era la mujer principal
del cacique, puesto que era ella la que mandaba y gobernaba en la casa, podía dejar
| 149 |
medidas de restricción para que su marido no se juntase con ninguna otra mujer,
incluso por el término de cinco años como lo establecía la norma. Para reducir el
período de continencia, el marido prodigaba a su mujer principal con buenos tratos
y regalos durante el tiempo de casados y en los últimos pasos de su vida.
Eran varios los modos con que enterraba a los difuntos, porque a los caciques
se les momificaba, se les lloraba por seis días en sus casas, y luego se les enterraba
en cuevas preparadas de antemano, envolviéndolos en mantas finas, poniéndoles
a la redonda muchos bollos de maíz, múcuras con chicha, sus armas, y en la mano
un pedazo o tiradera hecha de oro, para recordar la que arrojó Bochica desde el
arco del cielo para dar paso a las aguas de este valle. En los ojos, nariz, orejas,
boca y ombligo les ponían algunas esmeraldas y tejuelos de oro, según los bienes
de cada uno, y por el cuello les colocaban cuentas de collar. Junto al cuerpo en
la cueva disponían a las mujeres y siervos del cacique que más le querían, lo cual
era demostración de amor; a estos acompañantes les daban el zumo de cierta
yerba, con que los privaban para que no sintieran la muerte. Durante el sepelio
los dolientes lloraban, cantaban, tocaban fotutos, bebían chicha, comían bollos
de maíz y mascaban coca (Simón, 1981, III: 406-407).
El cronista Juan de Castellanos (1997: 1162) recogió una interesante tradición
sobre el entierro de Nemequene, muerto durante los enfrentamientos sostenidos
con el Tunja, antes de la llegada de los españoles. Se afirma que la sepultura se abría
desde el momento en que el cacique era consagrado como heredero del zipazgo,
y la ubicación de esta solamente la conocían los xeques. Algunas se excavaban
en las espesuras de los bosques, otras en las elevadas sierras, y unas terceras en
sitios cubiertos posteriormente con las aguas de algún río o laguna. Las tumbas
eran profundas, y se colocaba en la parte inferior al zipa sentado sobre un dúho,
ornamentado con mantas, joyas y armas, terciada la mochila del poporo y el hayo
(coca); también se ponían vasijas con chicha y otros mantenimientos. Una vez
cubierto el cadáver con tierra, colocaban encima los cuerpos de las mujeres más
allegadas (que podían ser tres, cuatro o más), enterradas supuestamente vivas,
dormidas por los xeques con tabaco y borrachero. Se cubría con tierra, y en la
parte superior de la tumba se ubicaban otros cuerpos, esta vez de los siervos más
cercanos, enterrados también vivos, completando el relleno de la tumba.
La mayoría de tumbas excavadas en la sabana de Bogotá son de pozo de forma
rectangular, con los cuerpos extendidos en posición de decúbito dorsal; algunas poseen
tapas de laja (Correal, 1974). En el sitio Portalegre de Soacha, Cundinamarca, Álvaro
Botiva (1988) excavó un total de 130 tumbas y cuatro plantas de vivienda. La mayoría
| 150 |
de tumbas son de pozo rectangular simple, poco profundas (Figuras 41, 42); el 10%
estaban cubiertas de lajas. Los cuerpos se hallaban en posición de decúbito dorsal ex-
tendido, orientados predominantemente hacia el sur y este, lo que ha sido interpretado
como reflejo de la división de este asentamiento en dos grupos sociales (Boada, 2000:
28). El ajuar estaba compuesto por mocasines, cuencos, copas, jarras, ollas globulares
de dos asas, cuentas de collar de concha marina y algunos artefactos líticos (volantes
de huso, manos de moler, metates y un hacha). Los ganchos de lanzadera y las agujas
de hueso parecen estar asociados a los hombres, mientras que los volantes de huso lo
estarían a las mujeres. Dos esqueletos (Nos. 7 y 108) se hallaban en tumbas de pozo
circular con los cuerpos flexionados, quizá por haber tenido una manera de muerte
particular. Llama la atención la tumba colectiva No. 28, pues está integrada por una
mujer mayor, un neonato y dos individuos masculinos adultos muy robustos; uno
de ellos (28B, el más corpulento) fue recubierto con una sustancia resinosa (Figura
22a), señalando la particularidad de su enterramiento. Por su parte, el individuo No.
88 (Figura 22b), el de mayor edad de todo el asentamiento, adulto mayor, se hallaba
en toda la mitad de una planta de vivienda.
Aprovechando que este cementerio es grande y dispone de buenos datos de
la excavación, se analizó desde la perspectiva de la arqueología funeraria. Para
tal efecto, se conformó una base de datos con 125 tumbas de las 130 excavadas
en 1987 por Álvaro Botiva (1988: 28, 29), tomando como base los informes de
campo, los datos bioantropológicos (Rodríguez, J. V., 1994) y la sistematización
de Ana María Boada (2000). Ésta se procesó mediante el programa estadístico
SPSS versión 18, con el fin de obtener los estadísticos descriptivos (frecuencias),
pruebas no paramétricas (Kruskal-Wallis y Kolmogorov-Smirnov) para afirmar
la correspondencia entre distribuciones de las distintas variables, y el análisis de
correlación de Pearson (varía entre 0 y 1, p<0,01 como nivel de significancia) para
evaluar la relación entre los diferentes componentes de la arqueología funeraria en
lo que atañe a la tumba (tamaño, forma, lajas), cuerpo (sexo, edad, deformación,
orientación, posición, articulación, número de individuos, enterramientos dentro
de planta de vivienda) y ajuar (ocre, mocasín, canastero, copa, olla de dos asas,
cuenco, jarra, cántaro, vasija, aguja de hueso, cuentas de hueso, huesos animales,
gancho de lanzadera, punzón, volante de huso, artefacto de molienda, cuentas
para collar, cuentas de concha, orfebrería).
Estas pruebas orientan sobre las diferencias, pero no las explican, por cuanto el
comportamiento funerario es muy complejo y depende de la variación de distintos
componentes (cosmovisión, estatus social, sexo, edad, filiación étnica, manera de
| 151 |
8.4.5.3. Sogamoso
En la Sierra Nevada del Cocuy los laches tenían un templo del Sol donde había muy
ricos enterramientos y de mucho oro (Aguado, 1956, I: 338). Eliécer Silva (2005:
333-344) describe varias prácticas funerarias: 1) inhumación en cuevas o grutas
naturales (Jericó, Chita, Chiscas); 2) inhumaciones individuales en fosas ovales o
elípticas, o simplemente depositados en el suelo y cubiertos con tierras revueltas
o basurales (Jericó); 3) momificación (Chiscas, Jericó); 4) cremación (Chiscas).
En el norte de Boyacá, Pablo F. Pérez (1997, 1999, 2001) ha registrado varios
yacimientos que incluyen menhires, pictografías, tumbas y sitios de vivienda en los
municipios de Jericó, Socotá y Chita. Varias estructuras en piedra corresponden en
concepto del autor a cimientos de viviendas de aproximadamente 2 m de diámetro.
En tanto que los laches explotaban el sistema económico de microverticalidad a
través de la división del año en cuatro estaciones, correspondientes a cuatro zonas
altitudinales de ceremonias, residencia y obtención de recursos agrícolas, los men-
hires corresponderían a sitios ceremoniales y vías de peregrinación de encuentro
de diversos grupos durante las estaciones (Osborn, 1995).
Los entierros entre los guanes eran similares a los de los pobladores de la sabana, con sus
comidas, bebidas, mujeres, siervos y pertenencias, salvo que las bocas de los sepulcros
estaban a un lado en la barranca y no por la parte de arriba, a modo de silos, según lo
lograron establecer algunos españoles durante la Conquista (Simón, 1981, IV: 48).
| 155 |
recoger los alimentos con la boca. Lo mismo debía cumplir la mujer en caso de
que muriese el marido. Tras un año, el viudo o la viuda realizaba ceremonias,
regocijos y borracheras, al igual que cuando se casó, dando fin al luto y austera
vida (Aguado, 1956, II: 359).
La manera de entierro era en pozos abiertos según el tamaño del difunto; si
era varón, le colocaban todas sus armas, y si era mujer, las piedras de moler, cu-
briendo todo con tierra. Era prohibido saquear las tumbas, por lo cual si alguien
era pillado en esta acción, era muerto por los ofendidos con sus propias manos,
sin que nadie más se lo estorbara.
La región de Mutiscua es rica en enterramientos. Allí se han establecido varios
tipos de entierros (Moreno, 1992: 132-133). El primero corresponde a tumbas de
pozo con cámara lateral única o múltiple, localizadas en pequeñas planaditas de valles
o quebradas. A esta categoría pertenecen los enterramientos hallados en la loma de la
Cruz, en Pamplona, Cúcano y Tapaguá en Mutiscua, y Galilo, cerca de Bucaramanga.
El segundo también es de pozo con cámara lateral, con enterramiento de un individuo,
adulto o infantil, ubicado en cercanía a viviendas dispersas. El tercero corresponde a
enterramientos individuales o colectivos en tumbas de pozo con cámara lateral above-
dada, que contienen por lo general un nicho. El cuarto está conformado por entierros
secundarios colectivos o individuales depositados en urnas ubicadas en cámara lateral
de planta oval. El quinto se distingue porque los enterramientos están emplazados en
cuevas o abrigos rocosos que sirvieron de osario para deposiciones colectivas. De este
tipo se ha localizado una gran variedad en La Chorrera, y Valegrá en el municipio de
Mutiscua, Silos y Pamplona, en las prominencias montañosas que avistan hacia el norte.
Los de la parte plana se han encontrado en la zona de Cariongo, cerca a Pamplona,
caracterizándose por ser de pozo, diferente del de las lomas.
posición fetal, como si con la muerte se quisiera retornar a la forma como surge
la vida humana; es decir, se considera que no se muere, sino que se disfruta de
una vida en el más allá. La tapa de las tumbas, ya sea de laja, arcilla o argamasa de
ceniza, podría señalizar el temor por la salida de los muertos de su tumba, cuyo
deambular podría afectar el sueño de los vivos, de ahí la intención de retenerlos
bajo objetos pesados, y no por la simple y desleznable tierra.
Durante otro período de transición entre los siglos V y VIII d. C. se observan
cambios climáticos sustanciales relacionados quizá con erupciones volcánicas en la
cordillera Central, que generaron a su vez tiempos de crisis, afluencia de profetas
y la popularización de la religión plasmada en centros ceremoniales permanentes,
tradición que fue continuada y fortalecida en el periodo Muisca (800-1600 d.
C.) por los ogques o jeques, sacerdotes que custodiaban los templos dedicados
al astro solar. A pesar del fortalecimiento del poder sacerdotal, cuya sucesión fue
institucionalizada, continuaron persistiendo chamanes en la periferia del área
muisca que preservaron prácticas antiguas. Durante este período se observaron
diferencias significativas en las prácticas funerarias del norte (Tunja, Sogamoso) y
del sur (Bogotá, Soacha), tanto por la forma de la tumba, posición y orientación
de los cuerpos, como en el ajuar. Igualmente se aprecia un proceso de acentuada
jerarquización social, según los cronistas, con enterramientos suntuosos para los
caciques (momificación, ajuares exóticos, entierros en sitios especiales), aunque
no se ha evidenciado en los cementerios excavados hasta el momento, que parecen
corresponder a los estratos más bajos. Sin embargo, en un abrigo rocoso de La
Purnia, Mesa de los Santos, Santander, cerca de una concentración de arte rupestre,
se halló una momia con deformación cefálica junto a mantas pintadas, un telar,
objetos suntuosos y varios individuos alrededor, extendidos y sin deformar. Este
personaje sí podría corresponder a los descritos por los cronistas como perteneciente
a la alta jerarquía, los que, por ser escasos, son muy difíciles de hallar.
Tabla 9. Patrones funerarios según los períodos culturales de los Andes orientales.
Figura 29. Entierros 12 y 13 de Tequendama (Correal y Van der Hammen, 1977: 132).
| 161 |
Figura 31. Entierro colectivo de Aguazuque, Soacha, Cundinamarca (Correal, 1990: 145).
| 162 |
Figura 32. Entierro ritual boca abajo (arriba); huesos largos pintados (abajo), Aguazuque.
Soacha, Cundinamarca (Correal, 1990: 146).
Figura 33. Entierro 11 del corte 0, Madrid 2-41 (Rodríguez y Cifuentes, 2005).
Figura 34. Entierro boca abajo de individuo masculino deformado, Madrid 2-41 (Rodríguez y Cifuentes, 2005).
| 163 |
| 164 |
Figura 36. Ofrenda ritual de pie humano sobre metate, Madrid 2-41, Cundinamarca
(Rodríguez y Cifuentes, 2005).
Figura 38. Tumba 18 (arriba) de individuo incompleto; entierro infantil (abajo). Madrid
2-41, Cundinamarca (Rodríguez y Cifuentes, 2005).
Figura 40. Huellas de postes de planta de vivienda (abajo) y entierro infantil (arriba),
Tibanica, Soacha. Obsérvese que el esqueleto infantil no está desarticulado (señalado
dentro del círculo) (Langebaek et al., 2009).
| 168 |
Figura 41. Distribución de las tumbas de Portalegre, Soacha (Botiva, 1988: 28-29).
Capítulo 9
Orígenes y evolución
de la diversidad poblacional
de los Andes Orientales
9.1 Sobre los factores de la diversidad poblacional humana
L
os orígenes de la diversidad poblacional del Homo sapiens sapiens han sido
explicados mediante diferentes modelos teóricos, en los cuales se discute el
papel de los mecanismos genéticos de la evolución (mutación, selección na-
tural, deriva genética, flujo genético), como también la participación de los procesos
culturales (exogamia, endogamia). Al respecto, existen tres propuestas denominadas
cladogénesis, etnogénesis y difusionismo (Cavalli - Sforza, 1997)(Moore, 1995).
La cladogénesis (clados = ramificación) supone que la divergencia o ramifi-
cación de las sociedades humanas es el mecanismo habitual mediante el cual se
forman nuevas lenguas, nuevos grupos humanos y nuevas culturas. En tanto que
la lengua, la cultura y los genes evolucionan de modo paralelo y constante en el
tiempo, dos poblaciones procedentes de la misma sociedad progenitora deberán
parecerse a ella y entre sí. Es decir, la cladogénesis afirma que las poblaciones hu-
manas están organizadas en unidades discontinuas que presentan un mosaico de
lenguas, rasgos genéticos y tipos culturales, pero que tienen un ancestro único. El
desarrollo de las poblaciones polinésicas sería un ejemplo de ello, pues son seme-
jantes lingüísticamente y desde el punto de vista genético, lo que confirmaría las
relaciones históricas reveladas por los estudios arqueológicos. Los contradictores
de este modelo afirman que este ejemplo es excepcional, pues el poblamiento de
Polinesia es muy reciente.
Para la etnogénesis todo grupo étnico, en lugar de tener un ancestro único, posee
orígenes múltiples. El modo de vida continental provoca la formación de comuni-
dades mixtas desde el punto de vista genético, cultural y lingüístico, demostrando
cierta estabilidad en su desarrollo, evolucionando lentamente en el ámbito cultural
y biológico, aunque pueden sufrir recomposiciones radicales que les permiten rees-
tructurar totalmente sus instituciones económicas, políticas, sociales y su propia
| 170 |
(defectos del esmalte, hiperostosis porótica). Por otro lado, en virtud de la plasticidad
somática se producen formas corporales más gráciles, con dientes más pequeños y un
marcado proceso de braquicefalización por la reducción de la presión muscular sobre
el neurocráneo, que en el ámbito americano se presentó predominantemente entre los
milenios II-I a. C., aunque algunas formas dolicocéfalas persistieron durante el I mi-
lenio d. C., por ejemplo en la Sierra Nevada del Cocuy, en Palmira, Valle (estadio del
Deportivo Cali) y en Madrid, Cundinamarca, como también en baja California, México
(Pericú) y en botocudos de Brasil (González, R., et al. 2003; Rodríguez, J. V., 2007).
La braquicefalización (redondeamiento de la cabeza) se ha asociado a diferentes fenó-
menos, tales como el pedomorfismo, la hibridación poblacional, el balance energético del
neurocráneo y la encefalización (al reducirse el tamaño del esqueleto facial se incrementa
la proporción del neuracráneo), el incremento de la estatura, la heterosis, la deprivación
alimentaria, las incursiones nómadas, el abandono de la cuna, los factores climáticos y
la reducción de la presión muscular masticatoria (especialmente de los maseteros) como
consecuencia del mejoramiento en las técnicas de procesamiento de los alimentos (Beals
et al., 1983; Hanihara, 1993; Pucciarelli, 2004). Al parecer, los cambios climáticos
globales acontecidos durante el Holoceno en América, la adopción de la agricultura, la
sedentarización y, en general, el nuevo modo de vida adquirido, condujeron a la graci-
lización (pedomorfismo) reflejada en la reducción longitudinal del neurocráneo y del
tamaño del aparato masticatorio (mandíbula, dientes). Como el sustrato predominante
en los indígenas era el mongoloide del noreste asiático, el ensanchamiento de la cabeza
y del rostro produjo el proceso global denominado mongolización (rostro aplanado y
ancho, pómulos prominentes), que en las poblaciones circunárticas se relaciona con la
adaptación al riguroso frío polar. Sin embargo, en el ámbito dental las modificaciones
se presentaron ante todo en el tamaño de esta estructura, pues la morfología continuó
siendo predominantemente mongoloide (incisivos en pala, apiñamiento, protostilido,
cresta distal del trigonido, pliegue acodado). En consecuencia, podemos afirmar que
varios fenómenos biológicos, ambientales y culturales han participado en el surgimiento
de la variabilidad biológica de las poblaciones humanas.
El interés por los orígenes de los primeros americanos ha suscitado serias controver-
sias desde que el Nuevo Mundo fuera descubierto en el siglo XVI. Las posiciones
al respecto han variado históricamente desde quienes vieron en los pueblos indí-
| 172 |
genas una de las tribus de Israel, hasta las tesis contemporáneas que postulan una
migración siberiana o varias migraciones desde distintas regiones, como Australia,
Melanesia, Polinesia y Europa. El esclarecimiento de este tema es importante, pues
arroja luces sobre los mecanismos evolutivos y culturales que influyeron en el surgi-
miento de una gran variedad de pueblos indígenas, como los aleutiano-esquimales
de Norteamérica y los fueguinos del extremo continental de Suramérica, que se
parecen en el tipo físico y modo de vida adaptado al rigor del frío circunártico; las
poblaciones andinas desde Venezuela hasta la Puna, que comparten rasgos adaptados
a la hipoxia de altura (nariz angosta, tronco trapezoidal alto); y los grupos sabaneros
del suroeste de Estados Unidos, la Guajira, y llanos y desiertos de Perú-Chile, que
se asemejan en el rostro y en la misma forma de la cabeza.
Respecto a los orígenes de los primeros americanos las hipótesis oscilan entre
el difusionismo (migracionismo) y el evolucionismo. Los defensores de la primera
opción interpretan la marcada similitud de la forma craneal (dolico-hipsicefalia) de pa-
leoamericanos y aborígenes australianos como una relación de ancestro-descendencia,
por lo cual han tratado de establecer las rutas de migración de uno a otro continente,
sea por el cono sur, como lo plantearan a principios del siglo XX algunos franceses
(Rivet, 1957; Rochereau, 1938; Verneau, 1924), o mediante dos migraciones, una
proveniente del sureste de Asia a finales del Pleistoceno, que habría dado origen a
los paleoamericanos, y otra desde el noreste durante el Holoceno, que daría inicio
a los amerindios mongoloides (braquicéfalos) (Neves et al., 2007). Igualmente, se
han propuesto varias migraciones de origen europeo, malayo, australo-melanesio
y polinesio (Rivet, 1957). Esta hipótesis es la más difundida por la simpleza de su
explicación, ya que cada nueva variante biológica o cultural tendría su origen, en
diferentes migraciones, con lo que se descarta el papel realizado por los procesos
evolutivos en el surgimiento de nuevas formas.
Los evolucionistas, si bien aceptan que una variante protomorfa (mesomorfa, ge-
neralizada) muy antigua penetró inicialmente a partir del noreste de Asia, consideran
que esta fue modificada por procesos evolutivos locales, producto de presiones selectivas
causadas en tiempos antiguos por la adaptación a diferentes ecosistemas americanos,
y en tiempos más recientes por la adopción de la agricultura, además de los efectos
producidos por el aislamiento en determinados nichos y por las migraciones posteriores
por los valles interandinos (Rodríguez, J. V., 2007). Es decir, esta hipótesis acepta que
el surgimiento de la variación biológica tiene su origen en los procesos evolutivos, de
manera que las nuevas variantes son producto de los efectos mutacionales fijados por
la selección natural dentro de un proceso de adaptación a las nuevas condiciones cli-
| 173 |
máticas y culturales. Este proceso puede ocasionar formas similares por convergencia
evolutiva, de tal manera que poblaciones que ocupan ecosistemas extremos, como las
circunárticas, desarrollan características afines por la adaptación al frío polar. Lo mismo
se puede plantear para los ecosistemas de montaña, sabana y costeros.
En lo que sí están de acuerdo los estudiosos de la problemática del poblamiento
temprano de América es que existen dos grandes complejos morfológicos craneales.
El primero es el de los paleoamericanos –grupo más antiguo–, de cráneo alargado,
alto y angosto (dolico-hipsicefalia), rostro mesomorfo y robusto, y dientes grandes,
rasgos que se aproximan más a la población antigua del sureste del lago Baikal y
sureste de Asia.14 El segundo es el de los amerindios, que corresponde a los indígenas
contemporáneos, que son de cráneo redondo, y rostro ancho y aplanado de tipo
mongoloide. La explicación sobre la existencia de estos dos complejos se ha dado
a la luz de las dos hipótesis ya mencionadas (migracionismo y evolucionismo). Sin
embargo, como ampliaremos más adelante, ambos complejos son homogéneos
según el ADN mitocondrial, pues poseen los mismos haplogrupos A, B, C y D en
forma predominante; igualmente, son mongoloides según la morfología dental, ya
que todos se caracterizan por la forma de los incisivos en pala, y otros rasgos del
Complejo Dental Mongoloide, como el pliegue acodado, la rotación de los incisivos
laterales, el protostílido y la cresta distal del metaconido (Tami).
Para el caso de Colombia, hay que anotar que desde los años 50 del siglo XX se
consideraba que la sociedad muisca se había desarrollado tardíamente entre 1000
y 1500 d. C., (Angulo, 1963), y que se había originado a partir de las migraciones
masivas que se habían sucedido en una etapa anterior a la llegada de los españoles
(Reichel-Dolmatoff, 1956). Sin embargo, el profesor Eliécer Silva Celis se proyec-
taba como un asiduo defensor de la gran antigüedad de la sociedad chibcha de los
Andes Orientales, apoyándose, por un lado, en el mito sobre Bochica, que pese
a estar incompleto, representaba a su parecer un núcleo histórico que conservaba
recuerdos de sucesos acaecidos en un pasado remoto (de cerca de dos milenios
de antigüedad), y, por otro lado, en el profundo conocimiento que los chibchas
tenían sobre su medio ambiente y sus recursos (explotación minera de esmeraldas,
sal y carbón mineral, entre otros), y en que el nivel de desarrollo sociopolítico que
estos habían alcanzado no podía haber sido obtenido en un período muy breve.
Silva Celis se basaba en los cálculos de los cronistas, según los cuales la obra
civilizadora de Bochica, consistente en la enseñanza del arte de los tejidos y la
14 Existieron relictos de forma paleoamericana tanto en la sabana de Bogotá (Madrid) como en la Sierra
Nevada del Cocuy (Chita), entre los siglos II a. C. y IV d. C.
| 174 |
alfarería, además de otras prácticas, se había presentado veinte edades atrás (cada
edad con 70 años), es decir, 1400 años antes (hacia el siglo II d.C.) según fray
Pedro Simón (1981, III: 374), o en el I d.C. de acuerdo con lo narrado por Var-
gas Machuca. Posteriormente, apoyado en una fecha de 310±50 d.C. obtenida
de maíz carbonizado de un depósito profundo en cercanías del Templo del Sol,
Silva Celis corroboraba sus afirmaciones, por lo que ubicaba los albores de los
muiscas entre el 500 a.C. y el 500 d.C., es decir, en el período Herrera (Silva,
1968: 196). Concluía sobre esta problemática que “el ascenso de los Chibchas o
Muiscas desde el umbral de los sencillos cazadores-recolectores, que los precedie-
ron en la altiplanicie colombiana, hasta el elevado nivel en que los encontraron
los españoles, constituye uno de los más fascinantes capítulos de la historia de
América precolombina” (Silva, 1968: 210).
Durante varios lustros persistió la idea sobre el origen tardío de los chibchas
a partir de migraciones provenientes de tierras bajas (Langebaek, 1987; Lleras,
1995; Reichel-Dolmatoff,1956); inclusive, para algunos valles como el de Leiva
se ha llegado a plantear que la gran diferencia entre la cerámica de los períodos
Herrera y Muisca sería el producto de un cambio abrupto por diferentes oleadas
colonizadoras (Boada et al., 1988). Sin embargo, los estudios bioantropológicos
han desvirtuado esas tesis y apoyado la idea de Silva Celis sobre un origen endógeno
a partir de cazadores recolectores y plantadores que conocieron las propiedades
de los recursos vegetales del altiplano y se asentaron permanentemente en esta
región mediante un proceso microevolutivo. La datación de un enterramiento
de alrededores del Templo del Sol en 190±40 d.C. (Rodríguez, J. V., 2001: 260)
estaría señalando que el uso ritual de este espacio se remonta al período Herrera,
y que tuvo continuidad durante el período Muisca hasta la llegada de los espa-
ñoles, tal como se manifiesta en el hecho de que se halla cerámica tanto de uno
como de otro período, practicado por una misma población en diferentes épocas.
Excavaciones arqueológicas realizadas en Madrid, Cundinamarca, confirman esta
hipótesis (Rodríguez y Cifuentes, 2005).
En general, los orígenes de la población temprana de Colombia se relacionan
con la problemática de los orígenes de los primeros americanos, que ha susci-
tado diversas posiciones, que se pueden agrupar en torno a cuatro problemas:
1. El tiempo, 2. El espacio, 3. El tronco ancestral, y 4. Los procesos biológicos
que le acompañaron.
Respecto al tiempo de entrada de los primeros pobladores, las posiciones se han
dividido entre los que apoyan una cronología superior a los 12.000 años de anti-
| 175 |
güedad (Pre Clovis), y aquellos más conservadores que se basan en fechas cercanas a
este margen (Clovis) (Politis et al., 2009). Para el valle de México se han propuesto
fechas hasta de 35.000 años para Chimalhuacán, y cercanas a 12.000 para Peñón
III, Tlapacoya y Metro-Balderas (Pompa y Serrano, 2001), aunque dataciones re-
cientes las han reducido considerablemente hasta 11.000 años (Politis et al., 2009).
En cuanto al espacio o lugar de procedencia, se ha discutido sobre un origen
predominante del noreste asiático (Hrdlička, 1923), y la posibilidad de admitir
influencias de Australia y Melanesia (Neves, 1989; Neves y Pucciarelli, 1991; Ne-
ves et al., 2007; Pucciarelli, 2004), y de la propia Europa (Begley y Murr, 1999).
Igualmente, se debate sobre si el paso por la región de Beringia y la penetración al
continente americano se hizo por el corredor interglacial (Laurentia y Cordillera)
o por la vía costera (Gruhn, 1989).
En lo pertinente al tronco ancestral, se ha planteado que los primeros pobla-
dores (paleoamericanos) no se caracterizan por rasgos muy mongoloides, lo que
podría interpretarse como indicio de un origen diferente respecto de las poblaciones
asiáticas, posiblemente australoide (Neves et al., 2007), inclusive polinesio (Begley
y Murr, 1999), o simplemente que la primera oleada migratoria se presentó en un
tiempo muy profundo cuando las poblaciones de Siberia Central (cercanas al lago
Baikal) no se habían diferenciado morfológicamente (protomorfas) (Rodríguez,
J. V., 2001) o se habían mezclado entre mongoloides y caucasoides (hibridación)
(Kozintsev et al., 1999). Mientras que los aleutianos-esquimales y los grupos
Na-Dene son 100% mongoloides (rostro aplanado, pómulos sobresalientes), las
poblaciones de Centro-Suramérica lo son en cerca de un 85%, y los paleoameri-
canos en apenas un 65% (Rodríguez, J. V., 1987).
Con relación a los mecanismos evolutivos que incidieron en los orígenes de
la variación poblacional americana, cabe resaltar que no se excluye la influencia
de los procesos adaptativos a condiciones geográficas específicas, lo que habría
conducido a una reestructuración morfométrica, especialmente del esqueleto
facial (Powell y Neves, 1999; Pucciarelli, 2004: 242). En este sentido tenemos
grupos muy mongoloides con rostro bastante ancho y aplanado (circunárticos);
otros menos mongoloides (noreste de Norteamérica, Centro-Suramérica), in-
clusive con tenues rasgos australoides (paleoamericanos); o caucasoides (sioux
de Estados Unidos, guanes de Colombia). Por su parte, Neves y colaboradores
han venido planteando desde hace dos décadas que los paleoamericanos se de-
rivaron de una población del sureste asiático generalizada que no fue ancestral
a los indígenas americanos contemporáneos, o contribuyó muy poco con su
| 176 |
más amplia, con mayor peso específico en el componente facial, y con muestras
de mayor tamaño.
Anchura frontal máxima 109,0 7,6 104,4 4,0 112,4 7,1 105,9 3,3
Altura mastoidea 25,7 4,4 19,5 0,7 26,9 4,1 22,1 3,0
Anchura mastoidea 13,3 1,1 11,0 2,8 12,4 2,1 11,1 3,3
Anchura bicondilar 122,1 4,7 110,0 7,1 116,9 3,6 110,7 4,7
Anchura bigoniaca 93,5 8,5 88,0 1,4 89,8 7,4 86,1 5,3
Longitud mandibular 78,3 3,6 78,5 5,0 71,0 4,9
Altura mentoniana 37,5 4,8 34,8 3,8 32,7 3,1
Altura cuerpo mandibular 30,3 5,2 29,4 2,7 26,7 3,8
Grosor cuerpo mandibular 12,3 2,2 10,2 1,3 9,7 2,1
Anchura mínima rama 36,4 2,2 33,0 2,9 34,6 2,5 32,2 2,4
Altura rama ascendente 64,8 3,3 64,5 3,4 58,1 4,2
Altura proyección de rama 64,8 3,3 62,9 4,9 54,6 6,8
Ángulo rama ascendente 118,0 9,2 119,6 6,2 123,8 8,0
Área molares superiores 372 322
Área molares inferiores 382 326,8
Área premolares superiores 146,5 125,7
Área total 1335 1176
Tabla 11. Áreas de las clases dentales y valores totales (TS) en grupos colombianos
(Rodríguez y Vargas, 2010).
GRUPO CRONOLOGÍA No. AUM ALM AUP ALP AUC ALC AUI ALI TS
5000-3500
Tequendama 28 372,0 382,0 146,5 122,2 66,4 60,0 117,0 68,9 1335,0
a. C.
3500-750
Aguazuque 42 322,0 326,8 125,7 105,8 69,6 53,0 106,0 67,1 1176,0
a. C.
750 a. C.-
Herrera 16 336,6 366,0 121,0 113,1 67,2 51,8 110,0 72,8 1238,5
800 d. C.
Muisca Soga- 300-1600
206 342,8 363,4 129,0 114,1 68,7 56,1 114,0 68,2 1256,3
moso d. C.
Muisca 800-1600
120 344,7 356,6 129,5 114,8 68,8 54,0 112,0 66,8 1247,2
Bogotá d. C.
Muisca 800-1600
50 340,0 358,1 130,7 112,5 68,0 51,8 113,0 66,9 1241,0
Tunja d. C.
Los 800-1600
54 344,4 367,4 137,3 115,3 64,0 54,9 108,0 67,2 1258,5
Santos d. C.
350-1600
Cocuy 24 334,8 362,0 147,3 118,8 72,2 53,2 116,0 68,1 1272,4
d. C.
800-1600
Silos 10 346,1 361,9 142,2 126,4 66,4 56,6 117,0 66,8 1283,4
d. C.
Valle 500 a. C.-
94 355,3 366,7 136,3 120,4 71,3 56,7 114,0 71,5 1292,2
Temprano 500 d. C.
800-1600
Valle Tardío 23 310,0 367,0 114,0 104,6 63,1 51,0 106,0 67,0 1182,7
d. C.
Valle del 800-1600
15 350,5 354,0 136,3 111,0 67,0 51,5 109,0 69,6 1248,9
Magdalena d. C.
Mestizo 1985 d. C. 38 324,1 331,6 127,0 114,3 67,9 55,2 106,0 71,4 1197,5
GRUPO/
WIN SHO CAR HYP C4M2 DWR DTC PRO C6M1 C7M1
RASGO
Amur 50 100 27,6 86,3 11,8 78,4 20,8 7,7 51,2 5,7
NE Siberia 35 97,6 17,9 80,6 3,6 79,1 7,3 32,9 50 5,3
Esquimal 24 98,1 17,5 79,8 3,8 65,7 16 16,5 39,9 12,9
Aleutiano 25 97,5 6,3 68,4 10,7 70,4 16 25,9 43,3 8,4
Na Dene 38 98,8 24,8 91,8 4,2 57,6 7,5 33,6 40,6 8,6
Indígena
50 99,9 35,6 91,7 8,1 73,3 7,5 41,9 49,2 10,2
norteamericano
Indígena
50 99,8 41,9 92,6 9 74,5 5,6 29,8 55,8 9,6
suramericano
Muisca 70,1 100 44,9 79,3 24,1 67,3 13,3 42,9 38,9 17,7
Herrera 100 100 42,9 50 44,4 60 16,2 37,5 25 25
Chibchas
84,7 100 55,8 76,2 47,3 70 16,2 48 37 31,6
septent.
Valle
59,6 100 30,9 89,4 42,5 33,9 17,7 82,3 13,8 32,8
Cauca
Valle
100 100 40 100 25 20 16,2 80 16,7 0
Magdalena
Precerámico 83,3 100 43,6 56,5 60 80 16,2 61,9 31,2 33,4
Chibcha
70 98,1 47 95 20 92,9 20 8,4 13,9 12,1
contemp.
Mestizo
41,1 26 67,2 98,3 12,4 0,8 1,6 5,1 10,7
Bogotá
África norte 7,4 19,5 54,7 95,7 66,4 24,7 3,3 32,5 7,7 9,4
África
6,6 28,1 51,2 99 24,1 30,1 1,3 21 16,6 38,5
subsahariana
África sur 4 11 13,9 38,9 42,7 32,7 19 0 16,1 42,9
Europa W 7 7,6 22,1 75 92,6 9,7 4,1 0 3,7 4,2
Jomon 20 60,5 5 73,9 37,6 27,6 4,3 4,2 42,9 9,2
Ainu 20 22,6 8 65 60,2 17,5 5,9 5,2 17,9 2,1
China 25 92,6 17,5 95,3 15,6 41,3 14 7,5 32,7 4,7
Melanesia 16 5,4 10,3 90 61,4 38,5 7,7 4,2 38,9 8,4
Australia 7 6,5 3,2 96,3 44,2 41,1 4,8 4,4 52,3 5,6
Polinesia 20 29,7 15,9 90 44,4 24,7 10,6 8,5 52 6
origen a los primeros agroalfareros, sin participación foránea posterior. Estos comparten un
tronco ancestral común con los grupos del Valle del Cauca y del Magdalena, especialmente
con los primeros, a juzgar por las pequeñas distancias. Posteriormente, los pobladores del
Valle del Magdalena desarrollaron características diferentes, como consecuencia de sus
propios eventos biológicos (migraciones, deriva genética, flujo génico).
Con la llegada de los españoles, se produjo un proceso de mestizaje entre los grupos
ancestrales indígenas, los españoles y los africanos, reduciéndose la influencia del Com-
plejo Dental Mongoloide, especialmente de los incisivos rotados y en forma de pala. Los
mestizos se asemejan entre sí (Bogotá, Tunja, Guatavita, Cartagena) y presentan distancias
pequeñas con los afrodescendientes. Estos últimos (Guapi, Providencia, Tumaco) están
más próximos entre sí, y en el ámbito mundial presentan mayor afinidad con las muestras
de África subsahariana (Bravo et al., 2003; Delgado, 2007; Irish, 1997), especialmente
Tumaco y Providencia, quizás por haber permanecido con menor mezcla poblacional.
Al analizar todas las muestras prehispánicas de Colombia mediante los rasgos
craneométricos, epigenéticos, odontométricos y morfológicos dentales (Figura 47),
apreciamos que los muiscas de Tunja y Sogamoso son muy cercanos entre sí, y un poco
menos con los muiscas de Bogotá. Estos a su vez se aproximan a los chibchas septen-
trionales (Sierra Nevada del Cocuy, Los Santos y Silos), al Valle del Cauca Temprano
(500 a. C. a 500 d. C.) y a los grupos precerámicos Temprano (Tequendama) y Tardío
(Aguazuque). Entre tanto, las distancias son mayores con los grupos de los valles inte-
randinos tardíos (Valle del Cauca y del Magdalena), además del Herrera. La posición
de este último puede estar afectada por el pequeño tamaño de la muestra y por su alto
grado de heterogeneidad, ya que incluye tanto muestras dolicocéfalas (Madrid, Chita)
como deformadas (Chucua, Duitama). Esta distribución señala que los grupos andinos
comparten un tronco ancestral común con los precerámicos y tempranos del Valle del
Cauca, distanciándose de los tardíos del Valle del Cauca y del Magdalena, que fueron
influenciados por migraciones tardías de grupos de lengua Caribe.
una elevada tasa de mutación y gran polimorfismo (mayor que el ADN nuclear),
y que se conserva muy bien en material arqueológico (no se degrada fácilmente),
por lo que contamos con numerosos estudios de todas las poblaciones mundiales
(Wallace et al., 1985), incluyendo varios grupos amerindios (Fernández, 1999;
Keyeux et al., 2002; Lalueza et al., 1997; Melton et al., 2007; Ribeiro dos Santos,
1996; Torroni et al., 1993), lo que permite hacer estudios comparativos.
El análisis de ADNmt de 17 muestras de La Purnia (Mesa de los Santos),
posiblemente guanes (Casas, 2010), reporta 35% de haplogrupo A, 41% de B,
0,0% de C, 24% de D y 0,0% de otros tipos. En ellos se encontraron 9 haplotipos
caracterizados por 11 sitios pólimórficos comparados con la CRS; el A contiene 5
haplotipos, el B tres y el D uno solo. Mientras que los haplotipos 2, 6 y 9n son los
más frecuentes en América, el No. 3 se halla en Bella Coola y mayas; el No. 4 en
Huétar, muiscas, China, Mongolia y Australia; el No. 7 en población de Yungai; el
No. 1 en poblaciones mongoles; el No. 5 en China y Siberia; el No. 8 no se halló
en ninguna otra parte. En esta muestra se observó un alto índice de diversidad
(nucleótica y haplotípica) y diferencias con otras poblaciones actuales, lo que apoya
la hipótesis de una alta exogamia y flujo génico con los vecinos muiscas (Casas,
2010: 101). Esta práctica se conservó en tiempos coloniales y republicanos tem-
pranos, tal como lo atestiguan estudios de archivos parroquiales de parcialidades
indígenas de Guane, Butaregua, Coratá, Macaregua, Mocora, Ubigará, Choaguete
y Guanentá de 1734-1810, sobre matrimonios de indígenas con otras parcialidades
guanes, donde el 61,5% de los varones y el 65,1% de las mujeres habían preferido
los matrimonios con personas de otras parcialidades, inclusive de otros grupos ét-
nicos (11,6% en varones y 23,7% en mujeres), entre ellos muiscas (Lucena, 1974:
191). En 33 individuos campesinos de Butaregua, Santander (Keyeux et al., 2002)
se halló una distribución similar, con una alta frecuencia de haplogrupo A (64%),
valor medio de D (24%), baja de A (12%) y ausencia de C.
El estudio de una muestra (11 individuos, de los cuales solo 6 se pudieron amplifi-
car) procedente del yacimiento Madrid 2-41, ubicada cronológicamente en el período
Herrera, señala que todos los individuos son homogéneos en la secuencia de su HVS-I
(todos los 6 individuos son del haplogrupo B), y no presentan mutaciones, lo que
indica que pertenecieron al mismo linaje materno durante el período que ocuparon
las inmediaciones de la antigua laguna de La Herrera entre finales del I milenio a. C.
y mediados del I milenio d. C. El análisis filogenético de todas las muestras arqueo-
lógicas de Colombia demuestra que éstas se agrupan según el haplogrupo (A, B, C,
D), sin importar su correspondencia cronológica, siendo un indicativo de continuidad
| 195 |
biológica de las poblaciones que ocuparon los Andes Orientales, sin que se descarte
la posibilidad de influencia genética posterior (Silva, A., 2007).
9.6 El cromosoma Y
16 Esta premisa ha sido muy discutida, pues no tiene en cuenta la incidencia de los factores estocásticos
durante el poblamiento inicial de América.
| 199 |
0 5 10 15 20 25
Arikara 9
Ponka 10
Siouan 11
Cheyenne 8
Piegan 7
Cañaveral 15
Captiva Isla 16
S
e puede afirmar que cuatro factores contribuyeron a que las condiciones de
vida de las poblaciones americanas prehispánicas fueran superiores a las del
Viejo Mundo: 1. La existencia de una cosmovisión que concebía el mundo
de manera práctica e integral, que no separaba el universo de los humanos del de las
plantas, animales y astros, por lo que la sociedad y el depositario del conocimiento,
el chamán, debían integrarse de manera armónica con la naturaleza para sostener
su vitalidad. 2. Las prácticas ritualizadas y los mitos que permitían mantener las
tradiciones culturales como elemento esencial de la reproducción del conocimiento,
y, al mismo tiempo, de regulación del crecimiento demográfico. 3. La existencia de la
institución del chamanismo que desarrolló un conocimiento milenario encaminado
a sostener de manera saludable la sociedad y a sus integrantes. 4. Finalmente, algo
importante fue la existencia de un bioma rico tanto en animales como en vegetales
que proveyó de fuentes suficientes de alimentos, materia prima y plantas medicinales.
La reconstrucción de las condiciones de vida de las poblaciones prehispánicas
se apoya en los datos etnohistóricos, en la información etnográfica y arqueológica,
y ante todo en las evidencias bioantropológicas deducidas del análisis de los restos
óseos, dentales y momificados.
del XVII ya se entendían las lenguas chibchas y se tenían varios relatos sobre los
indígenas del altiplano que algunos religiosos cultos, quienes vivían en la Nueva
Granada y la conocían desde hacía muchos años, tuvieron la oportunidad de leer,
lo que les permitió tener una visión más amplia de las problemáticas indígenas,
y sus mitos y leyendas, aunque siempre manteniendo la perspectiva medieval
católica (Castellanos, 1996; Simón, 1981). Estas crónicas se han complementado
con descripciones tomadas de Visitas, Relaciones Geográficas y del Archivo de
Indias que a manera de inventario han permitido ahondar en algunos aspectos
concernientes a la organización económica, social, política y vida cotidiana de
los indígenas (Correa, 2004; Friede, 1975; Gamboa, 2010; Hernández, 1978;
Langebaek, 1987; Patiño, 1983; Restrepo, 1972; Tovar, 1995; Villate, 2001).
La mayoría de cronistas españoles daban por sentada la creencia generalizada
según la cual los aborígenes americanos no presentaban mucha variabilidad, y,
por tanto, como consideraba fray Pedro Simón (1981, V: 51), “[…] quien ve un
indio ve a todos los de este Nuevo Mundo, con bien poca o ninguna diferencia
de costumbres y habilidades […]”.
La descripción que los cronistas dieron sobre los chibchas apunta a mostrar al-
gunas diferencias entre los distintos grupos de la cordillera Oriental, especialmente
con los guanes de la Mesa de Los Santos, Santander, diferencias que se acentuaban
con sus vecinos panches y con otros grupos caribes. La caracterización somática
de las poblaciones nativas es muy escasa y se limita a algunas observaciones sobre
la carencia de pilosidad facial, canicie, calvicie, deformación cefálica, grado de
corpulencia de sus guerreros, adornos, vestimentas y otras prácticas culturales. La
forma del rostro, proporciones corporales y principales enfermedades han que-
dado ocultas para la posteridad, especialmente en lo que respecta a las diferencias
somáticas entre las distintas comunidades de esta región.
Sin lugar a dudas, las descripciones surgidas durante los primeros encuentros
con los nativos caribeños deberían extenderse al resto de poblaciones. Al estar
conformadas las tropas españolas únicamente por hombres, los cronistas acom-
pañantes casi siempre resaltaban la condición de las apetecidas mujeres nativas y
su afición a los conquistadores, emitiendo por consiguiente un concepto bastante
halagüeño de ellas. A su vez, excluyendo las pintorescas referencias respecto a algu-
nos “gandules” y “pequeños gigantes”, quienes opusieron una valerosa resistencia
a las huestes españolas, la descripción de los varones aborígenes, sus potenciales
enemigos, por lo general, no son positivas. Así, todos serían, al parecer del propio
cronista Simón (1981, V: 463-464):
| 208 |
[…] gente membruda y bien dispuesta, en especial las mujeres de bellos rostros
y buen parecer, gallardas y bien preciadas, aunque los hombres algo bajos y mo-
renos, de gran verdad en sus contratos. Usan de cabellos largos si no es cuando
van a la guerra, que se los cortan. Tráenlos más largos las mujeres, pues a las más
les llegan hasta los pies. Adornan bien su rostro con varias joyas de oro, en ore-
jas, pecho y narices. Usan de sus alcoholes, conque realzan su hermosura y son
aficionadísimas a los españoles.
Son los indios tan bien dispuestos, de buenas caras y más blancos que colorados.
Vístense de mantas, del mucho y buen algodón que crían, una ceñida y otra como
por capa anudada, con las dos puntas encima el hombro izquierdo. Las mujeres
son de muy buen parecer, blancas y bien dispuestas y más amorosas de lo que era
menester, en especial con los españoles, atinosas para todo y tan fácil en aprender
nuestra lengua castellana, que en dos o tres meses suelen salir tan ladinas y hablarla
con tanta propiedad como un hijo de un mercader de Toledo […] era la (gente)
más lucida de todos aquellos valles. De que hicieron demostración con sus bríos,
en especial las mujeres, que eran de mucha hermosura y aseo en su vestir, gracia
y donaire en su hablar. (Simón, 1981, IV: 22-23)
Los panches del valle del río Magdalena eran muy distintos en cuanto a cos-
tumbres y aspecto físico, y se diferenciaban en todo de los muiscas por cuanto eran
más altos y fornidos, inclusive del porte de los españoles; generalmente lampiños,
aunque algunos pocos tenían barba; las cabezas de los muiscas eran redondas,
mientras que los panches las deformaban con tablillas en la frente y colodrillo; por
su parte, los colimas y muzos del noroeste de la región muisca eran considerados
descogotados. Del mismo modo, los cronistas destacaban dentro de los muiscas
la presencia de mozos gallardos llamados guechas, bien dispuestos, membrudos
gandules de “terrible estatura y fortaleza”, quienes con su brío y fuerzas, armados
solamente de un nudoso bastón, enfrentaban a los intrusos de los grupos bélicos
vecinos, especialmente a los terribles y corajudos panches, como también a los
españoles. Algunos de estos últimos fueron alcanzados por los dolorosos golpes
de los gandules muiscas, trompicando cuesta abajo, “[…] rodando unos sobre
| 210 |
otros, con la facilidad que se derriban los bolos con la bola […] dando vueltas ya
de pies ya de cabeza […]” (Simón, 1981, IV: 83-84).
Los guechas eran los más fornidos y valientes entre los muiscas, y por ello eran
seleccionados para salvaguardar las fronteras, especialmente las que colindaban
con los belicosos panches, con quienes sostenían encendidas enemistades. Por tal
razón, el Bogotá establecía en Fosca, Tibacuy y Ciénaga, al sur de su territorio, a
estos temidos guerreros:
momificado con el fin de destacarlo dentro del resto de la población como símbolo
prestigio, como se ha observado en la Mesa de los Santos, Santander (Figura 49).
Gracias a la existencia de esta sólida institución del chamanismo, las sociedades
del Nuevo Mundo pudieron regular el consumo de peces y animales, reproducir
las plantas útiles de la selva tropical y controlar el crecimiento demográfico para
no agotar los recursos, conocer las principales enfermedades americanas y su
tratamiento terapéutico y desarrollar actividades rituales para reforzar las tradi-
ciones culturales, base de su vitalidad o supervivencia. Todo ello en el marco de
una cosmovisión caracterizada como un sistema práctico de concebir y controlar
el mundo para mejorarlo –diferente a la filosofía y a la religión–, y a un estilo
cognitivo que “buscan la radical aptitud y eficacia en la vida y en lo concreto, por
encima del conocimiento universal y abstracto” (Fericgla, 2006: 51). Por ello,
los conquistadores encontraron poblaciones sanas en sentido biológico y social.
17 Tomando como indicadores de salud los cambios de la estatura, la hipoplasia del esmalte, los defectos
dentales, la hiperostosis porótica y criba orbitaria como indicadores de anemia, las enfermedades infecciosas
reflejadas en periostitis, la enfermedad articular degenerativa (EAD) y los traumas.
18 Esperanza de vida al nacer, mortalidad infantil, probabilidad de muerte por cohortes de edad.
19 Tamaño dental, pérdida antemortem de dientes, desgaste dental, caries, hipoplasia del esmalte, hiperostosis
porótica, reacciones periósticas, osteomielitis, señales de enfermedades infecciosas específicas, como TBC, lepra
y treponematosis, estatura y patrón de crecimiento, traumas, enfermedad articular degenerativa, osteoporosis
y grado de robustez de los huesos (Cohen y Crane-Kramer, 2007: 8).
| 220 |
de experimentación con plantas, que este proceso fue muy desigual por toda América,
y que hubo un incremento de los indicadores de privación (hiperostosis porótica,
criba orbitaria, defectos del esmalte) y de enfermedades infecciosas como la caries y
la TBC. La estatura no parece haberse modificado sustancialmente, mientras que la
treponematosis se redujo en algunas partes, como en Colombia.
La salud de los primeros pobladores del continente americano ha suscitado varias con-
troversias, relacionadas ante todo con las características de los hallazgos, dado que en
su mayoría corresponden a casos aislados, con alta fragmentación y fechas inciertas, lo
cual se debe en gran parte a la movilidad y pequeño tamaño de los grupos de cazadores
recolectores, que dejaron pocas evidencias de su presencia temprana en este continente.
Mientras que en Norteamérica se posee información sobre más de 1000 individuos
datados entre 5000 y 10.000 años de antigüedad (Doran, 2007), en el valle de México
los hallazgos son en su mayoría individuales (Peñón, Chimalhuapan, Balderas, Tlapa-
coya, Texcal, Chicoloapan) (Jiménez et al., 2002). En Brasil la muestra de Lagoa Santa,
compuesta básicamente por cráneos, descubierta en el siglo XIX, no cuenta con buen
contexto arqueológico y sus restos están dispersos en varias colecciones alrededor del
mundo (Neves y Weselowski, 2002). Argentina pose una pequeña colección de restos
precerámicos provenientes de Arroyo Seco (Politis et al., 2009: 151). Entre tanto, en
Perú (Pechenkina et al., 2007: 98), Colombia (Correal, 1996) y Chile (Arriaza, 2003),
a diferencia de Centroamérica, existen numerosas muestras con más de un centenar
de individuos que permiten cubrir la evolución durante todo el Holoceno, y rastrear
los cambios en la dieta y salud de los primeros pobladores en relación con las transfor-
maciones de los patrones de subsistencia en el ámbito andino y costero.
La salud de los paleoamericanos dependió inicialmente tanto de factores bio-
lógicos (inmunorresistencia ancestral) y ecológicos (la presencia de vectores de
patógenos locales), como también de su comportamiento social (tamaño y com-
posición de los grupos, cambios en los patrones de subsistencia). Al colonizarse el
Nuevo Mundo a finales del Pleistoceno, se produjo inicialmente un cuello de botella
que redujo la diversidad genética procedente del noreste de Asia, perdiéndose la
inmunorresistencia a los patógenos (virus, bacterias) que producen la gripa, viruela,
sarampión, fiebre tifoidea y otras enfermedades inexistentes en América a la llega-
da de los europeos. Esta reducción se refleja en la presencia de pocos haplogupos
| 221 |
Enfermedades Paleo
Paleodieta Lesiones dentales
infecciosas demografía
13C (tubérculos)
antemortem (%)
Periapicales (%)
Treponematosis
Hipoplasia (%)
Pérdida dientes
Niños de 0-10
Esperanza de
Tuberculosis
vida al nacer
15N (carne)
Caries (%)
Período
años (%)
Abscesos
(‰)
(‰)
(%)
Precerámico
Temprano +8,1 -19,4 Ausente Ausente 0,1 16 - 0 25,8 23,8
VIII-III milenio a. C.
Precerámico Tardío
+8,8 -18,8 Ausente 14,3 5,5 16,9 - 16,7 31,8 11,3
II milenio a. C.
Herrera Temprano
+9,0 -12,6 Ausente 5,6 10,8 30,7 2,5 7,7 25,5 22,2
I milenio a. C.
Herrera Tardío
- - Ausente - 21,8 13,7 6,2 - - -
I milenio d. C.
Muisca Temprano 7,3-
- - Presente -
11,9 7,5 6,3 - -
Siglos IX-XII d. C. 38,1
Muisca Tardío 12,0- 17,3- 4,0-
+10,5 -11,9 Presente Presente 5,0 24,0 25,8
Siglos XIII-XVI d. C. 40,2 27,4 49,5
Engativá M
por la ingesta de azúcares industriales
(viruela, sarampión, catarro, tifo…)
las enfermedades de origen europeo
25,4 29,5
Siglo XVI
Incremento de las enfermedades
Sobredependencia del consumo
Decrecimiento en el consumo
Engativá F
Impacto microbiano de
23,1 24,5
Siglo XVI
Fontibón M
17,6 34,7
de carne
dentales
de maíz
Siglo XVII
Fontibón F
16,4 36,5
Siglo XVII
Tunebia M
21,7 28,1
Siglo XVII
Guane M
17,0 38,5
Siglo XVIII
son de sexo masculino, 26,9% femeninos y 32,8% subadultos; es decir, el 67,2% son
adultos (Gómez, J., 2011: 73-74). Este cuadro demográfico nos está indicando que
durante la etapa temprana, especialmente en los habitantes de abrigos rocosos como
Tequendama (65% son varones), predominaban los varones adultos, cuadro típico de
los cazadores recolectores que daban preeminencia al nacimiento de los niños, seleccio-
nándolos mediante algún mecanismo cultural de control demográfico. Esto contrasta
con el perfil demográfico de los agricultores, en el que, por ejemplo en Portalegre,
Soacha, yacimiento datado entre los siglos XIII y XIV d. C., predominan las mujeres
(48%); los subadultos ocupan el 28% del total del grupo, más que en el Precerámico
Temprano (18,8%) y menos que en el Tardío (34,3%), pero hay mayor presencia de
juveniles (6,4%) y de adultos jóvenes (23,2%) que son muy escasos entre los cazadores
recolectores. Sin embargo, la esperanza de vida al nacer de los cazadores recolectores y
horticultores era superior que la de los agricultores, debido a una mayor fecundidad y,
por ende, a un mayor número de infantes y de jóvenes en estos últimos.
Los análisis de isótopos estables tendientes a la reconstrucción de la paleodieta se-
ñalan que los horticultores consumían menor cantidad de plantas C3 (13C de -18,8)
y mayor proporción de proteína animal (15N de +8,8) que los cazadores recolectores
(Tabla 14). Ello obedece a que la oferta de productos de los horticultores es mayor,
pues incluye vegetales de cultivo itinerante, además de la caza, recolección y pesca,
actividad esta última que suministra una ración más constante de proteína. Esta
tendencia se incrementa con el tiempo, lo que demuestra la efectividad adaptativa
de los agricultores en la búsqueda de recursos para una población más numerosa.
La estatura ha sido un indicador muy utilizado para evaluar las diferencias
en la calidad de vida entre poblaciones que comparten un mismo ancestro. Sin
embargo, para el caso objeto de análisis no se aprecia ninguna variación temporal,
pues la talla en mujeres (150,4 cm) y en varones (159,5 cm) del Precerámico no se
diferencia significativamente de las deducidas para agricultores, aunque las mujeres
agricultoras eran ligeramente más bajas (149 cm) (Gómez, J., 2011).
Respecto a las enfermedades de privación, particularmente las producidas por
anemia ferropénica que se asocia a parasitosis, se evidencia un incremento de la
criba orbitaria severa y la hiperostosis porótica también severa, de valores nulos en
el Temprano a 1,9% y 4,3%, respectivamente, en el Tardío. Este indicador, aunado
al de los defectos del esmalte (hipoplasia) que igualmente se incrementa (de 5,1%
a 10,1%), refleja los efectos de la sedentarización que aumenta la posibilidad de
contagio por parásitos de tipo gastrointestinal, debido al contacto con las excretas.
| 228 |
Tienen dieta dos meses al año, como cuaresma, en los cuales no pueden tocar a
mujer ni comer sal; y hay como una especie de monasterios donde muchas mozas
y mozos se encierran algunos años. Castigan severamente los pecados públicos,
hurtar, matar y sodomía, pues no consienten putos [...].
en cambio, una mayor diferenciación sexual, pues las mujeres eran el sector más
afectado por un bajo consumo de proteína, con mayores frecuencias de criba
orbitaria, defectos del esmalte y menor esperanza de vida.
Figura 49. Defectos del esmalte en momia de la Mesa de los Santos, Santander
(Casa de Bolívar, Bucaramanga).
Figura 53. Caries sicca en frontal por treponematosis de Aguazuque (Correal, 1990).
Figura 55. Vértebras afectadas por procesos infecciosos, con lesiones compatibles con
tuberculosis, Portalegre, Soacha (Rodríguez, J.V., 2006).
Capítulo 11
Esplendor, ocaso y renacimiento
del Sol de los chibchas
Cesen cristianos, cesen las matanzas
Que sangrientos estáis hasta los codos.
Dejad algunos que hagan labranzas
De que comáis y comamos todos.
Juan de Castellanos
C
uando en 1536 el licenciado Gonzalo Jiménez de Quesada zarpó de Santa
Marta con 900 soldados y un centenar de caballos en busca de gloria y
riqueza en tierra firme, ascendiendo por las orillas del río Grande de la
Magdalena, no se imaginaba las sorpresas que iba a recibir sobre nuevos pueblos y
costumbres, muy diferentes a las caribeñas. En La Tora, hoy Barrancabermeja, se
dio cuenta de que no podía continuar por las orillas del río Magdalena, por lo que
envió una comisión en busca de una ruta apropiada, la cual fue encontrada por el
valle del río Opón, donde se hallaba el camino de la sal en panes que provenía de
tierras ricas. Después de trece meses de penurias, graves calenturas y llagas causadas
por los duros caminos del valle del Opón, que dejaron tan solo 166 hombres y 60
caballos sobrevivientes, al avistar en enero de 1537 las fértiles y apacibles tierras
de los muexcas (deformado quedó muiscas) del valle de Chipatá (Santander), se
alegró del paisaje andino de clima agradable, con su gente laboriosa vestida con
vistosas mantas de algodón, cultivadora de numerosas labranzas, constructora de
cercados para viviendas con humeantes chimeneas y depósitos de alimentos. Su
alma y cuerpo volvieron a la vida en tan fértil tierra, que recibió el nombre de
Nuevo Reino de Granada, en honor a su terruño español.
| 244 |
Los chamanes de los recolectores cazadores dieron paso a los sacerdotes (ogques,
jeques) de las sociedades agrícolas, que custodiaban templos dedicados al astro solar,
mambeaban hayo (coca) en poporos como cualquier mama de la Sierra Nevada
de Santa Marta, aprovechaban el brillo del oro para asegurar la energía cósmica y
las cumbres elevadas para realizar sacrificios que asegurasen el desenfado del sol
procreador de todas las cosas, y la supervivencia de la sociedad.
En fin, en el transcurso de más de diez milenios los chibchas y sus ancestros
(protochibchas) modificaron los paisajes de los Andes Orientales, domesticaron
| 246 |
El epítome de esta obra americana se cierra con la llegada de los conquistadores españoles,
y junto con ellos de las enfermedades, las hambrunas, la muerte, la desolación y los tra-
bajos pesados. El bienestar nativo se eclipsó por 500 años, llevándose consigo a millares
de indefensos aborígenes –desde el punto de vista inmunológico– frente a la viruela, el
sarampión, la tosferina, etc., y acabando con tradiciones agrícolas milenarias, sustentadas
en la laboriosidad e ingenio aborigen, que fueron suplantadas por cultígenos poco adap-
tados a nuestro suelo, convirtiendo la “comida de indios” en alimentos poco deseables.
El pueblo guane fue el más afectado por la esclavitud minera debido a su proximi-
dad a las minas de oro, siendo prácticamente exterminado por su desplazamiento. El
afán de los españoles por explotar las minas de este metal precioso en la provincia de
Río de Oro, Santander, condujo a la esclavización hacia 1571 de guanes, chitareros y
algunos laches. Los guanes eran concentrados en cercanías del río de Oro provenien-
tes de Butaregua, Camacota, Carahota, Chanchón, Chima, Chimitá, Chuagüete,
Guanentá, Lubiragá y otras parcialidades. Cada cacique tenía que transferir cuadrillas
de indios al distrito minero del río del Oro y hacia las empresas agropecuarias que se
establecieron una vez fueron aplastadas las insurreciones de los caciques Chanchón,
Butaregua y Macaregua. Una tercera parte de los indios tributarios iban acompañados
de sus mujeres e hijos para reasentarse en rancherías del distrito minero; el resto se
quedaba produciendo alimentos para los mineros. Los indígenas de las cuadrillas
iban atados con cabuyas para que no escapasen, especialmente para las Jornadas de
Pore, de donde muy pocos regresaron (Guerrero y Martínez, 1996: 27).
La captación de las madres indígenas para las labores domésticas, el empleo
de los varones en las labranzas, minas y en el transporte de mercancías por agua
| 248 |
[…]no tan solamente tiene los tributos que quiere y como quiere, mas, en perjuicio
de los miserables indios, en la parte que quiere trae sus ganados y toma y elige
lo mejor de sus tierras para poner en ellas sus granjerías, y muchas veces quita al
padre la hija y al marido la mujer para su servicio (y) diciendo que son para amas
de sus hijos y hacer edificios donde los consumen y matan sin escrúpulo alguno
en aquello que no pueden hacer, por estar esto ya introducido en esta costumbre
generalmente. (Friede, 1975, VI: 267-268)
Los malos tratos iniciales durante la conquista arrasaron gran cantidad de pobla-
ciones indígenas que fueron arrancadas de sus tierras de origen para transportar los
alimentos y vituallas que las huestes españolas utilizaron en las incursiones a nuevos
territorios en busca del Dorado. Desde 1504 hasta 1542, cuando se prohibió, los in-
dígenas eran tratados como esclavos, y se les compraba y vendía como tales; a partir de
allí se les liberó, asignándoseles a encomenderos, y conminándoseles a pagar tributos
mediante tasación. No obstante, “[...] los encomenderos procuraban sacar más de lo
que los indios de su voluntad les querían dar, con mañas que para ello tenían con los
caciques y principales [...]” (Aguado, 1956, I: 400). Así, Hernán Pérez de Quesada
sacó en 1540, según comentaba fray Pedro Aguado, millares de indígenas del Nuevo
Reino de Granada en su incursión hacia los Llanos Orientales en busca del Dorado,
donde sufrieron penosas calamidades entre escarpadas montañas y fragosos ríos, que
los exterminaron casi completamente (Aguado, 1956, I: 379-386).
Otro factor que influyó considerablemente en la reducción demográfica de los
indígenas fue el impacto microbiano, que produjo grandes desastres epidemiológicos
| 249 |
21 La reducción de la población nativa obedeció, no solamente al impacto de las enfermedades y epidemias
de origen europeo, sino también por el proceso de mestizaje que se inició tempranamente debido a la escasez
de mujeres españolas.
| 251 |
[…] la pestilencia contra nuestra santa fe católica y los que atajan la corriente de la
conversión de estos naturales, porque todo cuanto los sacerdotes enseñan de día, ellos
contradicen y desenseñan de noche en lugares ocultos y retirados, donde de ordinario
hablan con el demonio. Para lo cual tienen sus instrumentos, bien como para el oficio
que los usan, aunque con diferencia en diferentes provincias. (Simón, 1981, VI: 118)
Tan grande era el temor a este poder religioso que se oponía a la conquista,
que su extirpación constituyó una estrategia muy importante en el proceso de
adopción de la nueva lengua, religión e identidad hispánicas por parte de los curas
doctrineros. Así, con el fin de poder convertir a los indígenas del Nuevo Reino de
Granada a la nueva religión de los conquistadores, se dispuso en 1575 la prohibición
de santuarios, ceremonias, ídolos y el uso de mantas con decoración de representa-
ciones “diabólicas”, como los tunjos:
Y porque una de las cosas principales y de más importancia que hay para la conversión
de los naturales a nuestra Santa Fe es desarraigarles de sus entendimientos los ritos
y ceremonias e idolatrías en que están ciegos y engañados del demonio, se ordena y
manda que los dichos indios no puedan tener ni tengan santuarios ni ofrecimientos,
ni ídolos, y para que cesen, se les manda a los encomenderos y encarga a religiosos
y sacerdotes, los quemen y no les permitan tenerlos, y si pareciere que es cosa grave
y que se seguirá escándalo de hacerlo ellos por sus personas, avisen a la justicia para
que en todo caso se ejecute […] Y porque del todo se extirpe la idolatría, ordena-
ron y mandaron que los indios no traigan mantas pintadas con figuras de tunjo o
demonios, y se les aperciba que de hoy demás, no las pinten con malas figuras ni en
las demoras se reciban, ni en las tiendas no se vendan. (Friede, 1975, VI: 459-460)
| 253 |
Si bien es cierto que los europeos conquistaron las nuevas tierras imponiendo una
nueva lengua y un nuevo sistema social y político, América conquistó a todo el
mundo gracias al proceso de globalización que surtió hasta el más lejano de los
rincones con sus plantas útiles y cultivadas, entre ellas el maíz, el tomate, los ajíes,
los fríjoles, el tabaco y las plantas medicinales.
Más que el oro, la plata y las esmeraldas que se llevaron los conquistadores y
que despilfarraron en sus guerras, el maíz representó la mayor aportación ameri-
cana a la especie humana, pues actualmente se le cultiva en la mayoría de países
de Europa, África y Asia. Las tortillas (arepas), las palomitas de maíz que se con-
sumen en los cinemas, la polenta italiana, la mamaliga turca, búlgara o rumana, la
maicena de la repostería, los plásticos biodegradables, y los aceites y concentrados
para animales, todos ellos tienen como base este ingrediente. Su alto rendimiento
por unidad de terreno –en promedio el doble que el del trigo–, su adaptación a
climas secos difíciles para el arroz y en áreas demasiado húmedas para el trigo,
le brindan una gran ventaja respecto a estos cereales del Viejo Mundo. El maíz
tiene el beneficio adicional de producir alimento con rapidez –la mayoría de sus
millares de variedades pueden ser cosechada en menos de 120 días–, proporcio-
nando carbohidratos, azúcares y grasas en una temporada corta de crecimiento;
es el grano que transforma con mayor eficacia la luz solar (Crosby, 1991: 172).
Los seres humanos, los animales y la industria consumen más de 200 millones
de toneladas al año, lo que lo convierte en el cereal más difundido del planeta.
Otra maravilla americana es la quinoa (Quenopodium quinoa), considerada el
alimento más nutritivo, de fácil producción por su adaptabilidad a distintos suelos,
barato y fácilmente asimilable por el organismo, y del cual se pueden elaborar gran
variedad de platillos. Esta planta es oriunda de la región andina, y su centro de
domesticación parece ubicarse en los Andes Centrales. Crece en alturas superiores
a los 3000 msnm, no exige terrenos especiales y se desarrolla inclusive en suelos
abandonados. En estado silvestre se localiza en zonas comprendidas entre los 2600
| 254 |
y 3700 msnm. Por su parecido con el arroz, los primeros españoles la denominaban
“arrocillo americano” o “trigo de los incas” (Estrella, 1990: 93).
El fríjol (Phaseolus vulgaris), conocido como la “carne de los pobres” por sus
cualidades nutricionales muy apreciadas, es la mayor aportación en leguminosas.
Existe una gran variedad: amarillos, blancos, negros, colorados, jaspeados, grandes,
pequeños, judiguelgos, matahambres y chatos. Contiene un alto valor de hierro
(hasta 10,9 mg en la variedad caraota), proteínas (hasta 24,4 g en la variedad
mungo), calcio (hasta 243 mg en el fríjol blanco), tiamina, riboflavina y niacina.
Tiene una alta concentración de lisina, y brinda un buen aporte de carbohidratos,
minerales y vitaminas del complejo B (ICBF, 1988).
La papa (Solanum tuberosum) salvó a Europa de la hambruna producida por la
“pequeña edad de hielo”. Durante la época inicial de la Colonia, la papa se consideró
“comida de indios” y por tanto fue despreciada por los españoles; su producción
estaba relegada al consumo de la población nativa. Sin embargo, una vez se fueron
conociendo sus propiedades alimenticias y su facilidad para crecer en climas fríos
europeos, a partir del siglo XVI fue adquiriendo prestigio, especialmente después
de su trasplante a Europa; a partir del siglo XVIII, y especialmente desde mediados
del siglo XIX, se constituyó en la base alimentaria de la revolución industrial. En el
Viejo Mundo, por su parecido con la trufa, se le denominó de distintas maneras:
tartufoli por italianos; kartoffel por alemanes y rusos; patata por españoles, locución
deformada por los ingleses a potatoes; pomme de terre, o sea manzana de tierra, por
franceses; krumpir o pera de tierra por serbios. En el siglo XVII Irlanda, amenazada
por el hambre y la pobreza, adoptó la papa a pesar de la desaprobación europea. En
su texto de 1664 titulado La prosperidad de Inglaterra aumentada por el cultivo de
las patatas, John Foster recomendaba a los campesinos británicos que siguiesen el
ejemplo de los irlandeses (Blond, 1989).
El “glotón de América”, Gonzalo Fernández de Oviedo, quedó maravillado en
el siglo XVI por la variedad, aromas y dulzura de las frutas americanas que actual-
mente se exportan como productos exóticos. Dentro de las frutas más conocidas
tenemos: la guayaba (Psidium guajava), la guanábana (Annona muricata), el anón
(Annona squamosa), la ilama (Annona diversifolia), la soncoya (Annona purpurea), la
chirimoya (Annona cherimolia), la papaya (Carica papaya), el zapote (Matisia cordata),
el lulo (Solanum quitoense), el aguacate (Persea americana), la piña (Ananas sativus o
A. comosus), la badea (Passiflora quadrangularis), la curuba (Passiflora mollisima), la
granadilla (Passiflora ligularis), la guatilla (Sechium edule), las guamas (Inga spp.), las
cerecitas (Prunus serotina o P. salicifolia), la mora (Rubus glaucus), el balú o chachafruto
| 255 |
a orillas del río Bogotá y las terrazas trazadas vigorosamente por el piedemonte de
los cerros hace más de dos mil años por los laboriosos chibchas.
Quizá la mayor huella de los ancestros chibchas se halla en el cuerpo del
mestizo, el mismo que sobrevivió tanto a las enfermedades europeas como a las
americanas, llámese bogotano, tunjano, bumangués, cucuteño u otro: casi el
80% del ADN mitocondrial, el que se transmite por línea materna, es de origen
indígena (haplogrupos A, B, C y D) en Cundinamarca, Boyacá y Santanderes.
Podemos afirmar con toda certeza que los habitantes de esta región son hijos de
una madre chibcha y un padre español conquistado con encantos, paciencia y
cocina; es decir, los chibchas no se extinguieron, están en nosotros, en las arepas,
mazamorras, hervidos, sancochos, nacos, natillas, buñuelos y medicamentos, en
el suelo que pisamos, el aire que respiramos, la ropa que vestimos y el oro con
que nos adornamos. Los africanos, europeos y asiáticos también se deleitan con
los preparados de papa, maíz, fríjol, pimentones, frutas y otras plantas americanas
que contribuyeron a mejorar su culinaria. Posiblemente los rusos saborean papa
descendiente de alguna de las variedades que S. M. Bukasov transplantó en ese
país en los años 1930 desde Colombia.
En fin, el sol de los chibchas seguirá brillando por los rincones del mundo de
manera resplandeciente y majestuosa como la varita dorada de Bochica, cuando
hace más de dos mil años rompió las peñas de Tequendama para darle paso a las
aguas que inundaban la sabana de Bogotá, hoy día el asiento de millones de nuevos
hijos del sol, astro que por su mermada actividad cíclica ha provocado entre 2010
y 2011 el fenómeno climático de La Niña que ha vuelto a inundar Mosquera,
Funza, Chía, Cajicá, Soacha, Bosa y Fontibón.
Como escribiera la lírica pluma de doña Lilia Montaña (1970: 25-26), la Luna
del Sugamuxi Eliécer Silva Celis:
Después, durante las plácidas noches de verano, cuando afuera Chía baña el
paisaje con su luz de plata y el frío viento de la serranía se adentra sigiloso
por las hendijas de la puerta, el indio más anciano relata en voz baja, casi
a hurtadillas, las enseñanzas que escuchó de sus mayores y las más hermosas
leyendas y mitos que forman parte de sus creencias, recomendando a todos los
presentes que los transmitan a sus descendientes en lugares distantes y ocultos
en donde no sean deformados por gentes extrañas a su raza y religión.
Bibliografía
Aceituno, F. J. 2003. “De la arqueología temprana de los bosques premontanos de la
Cordillera Central colombiana”. En: Construyendo el pasado: Cincuenta años de arqueo-
logía en Antioquia. S. Botero, ed. Medellín: Universidad de Antioquia. pp. 157-183.
Aguado, P. [1581] 1956. Recopilación historial. Bogotá: Biblioteca de la Presidencia de
la República. 4 vols.
Alfonso, M. P., V. G. Standen y M. V. Castro. 2007. “The Adoption of Agriculture among
Northern Chile Populations in Azapa Valley, 9000-1000 BP”. En: Ancient Health:
Skeletal Indicators of Agricultural and Economic Intensification. M. N. Cohen y G.
Crane-Kramer, eds. Gainsville: University Press of Florida. pp. 113-129.
Angulo V., C. 1963. “Cultural Development in Colombia”. En: Aboriginal Cultural Deve-
lopment in Latin America: An Interpretative Review. B. Meggers y C. Evans, eds. Smith-
sonian Miscellaneous Collections v. 146, no. 1. Washington: Smithsonian Institution.
Araújo, A., M. Gonçalves y L. F. Ferreira. 2006. “Migrações pré-históricas e paleoparasito-
logia”. En: Nossa origen: O povoamente das Américas visões multidisciplinares. H. P. Silva
y C. Rodrigues, orgs. Rio de Janeiro: Vieira&Lent. pp. 161-170.
Ardila, G. 1984. Chía: Un sitio precerámico en la Sabana de Bogotá. Bogotá: FIAN, Banco
de la República.
Ardila, I. 1986. El pueblo de los Guanes: Raíz gloriosa de Santander. Bogotá: Instituto Co-
lombiano de Cultura.
Armelagos, G. J. y P. J. Brown. 2002. “The Body as Evidence; The Body of Evidence”.
En: The Backbone of History: Health and Nutrition in the Western Hemisphere. R. H.
Steckel y J. C. Rose, eds. Cambridge: Cambridge University Press. pp. 593-602.
Arriaza, B. 2003. Cultura Chinchorro: Las momias más antiguas del mundo. Santiago de
Chile: Editorial Universitaria.
Arriaza B. T., W. Salo, A. C. Aufderheide y T. A. Holcomb. 1995. “Pre-Columbian Tu-
berculosis in Northern Chile: Molecular and Skeletal Evidence”. American Journal of
Physical Anthropology 98: 37-45.
| 258 |
Ghisletti, L. V. 1954. Los mwiskas una gran civilización precolombina. Bogotá: Biblioteca
de Autores Colombianos volumen I.
Gutiérrez, S. de, y L. García. 1985. Arqueología de rescate, Funza III. En: Proyectos de inves-
tigación realizados entre 1972-1984 (Resúmenes). Bogotá: FIAN, Banco de la República.
Hammer, M. F. y S. Zegura. 1996. “The Role of the Y Chromosome in Human Evolu-
tionary Studies”. Evolutionary Anthropology 5(4): 116-134.
Hanihara, K. 1968. “Mongoloid Dental Complex in the Permanent Dentition”. Proc. VIIIth
Int. Congr. Anthrop. Ethnol. Sci., vol. 1. Tokyo: Science Council of Japan. pp. 298-300.
Hanihara, T. 1993. “Population Prehistory of East Asia and the Pacific as viewed from
Craniofacial Morphology: The Basic Populations in East Asia, VII”. Am. J. Physical
Anthrop. 91(2): 173-187.
Harris, E. F. y M. T. Nweeia. 1980. “Tooth Size of Ticuna Indians, Colombia, with
Phenetic Comparisons to Other Amerindians”. Am. J. Physical Anthrop. 53: 81-91.
Harris, M. 1986. Caníbales y reyes: Los orígenes de la cultura. Barcelona: Biblioteca Salvat.
Harris, M. y E. B. Ross. 1991. Muerte, sexo y fecundidad: La regulación demográfica en las
sociedades preindustriales y en desarrollo. Madrid: Alianza.
Haury, E. W. y J. Cubillos. 1953. “Investigaciones arqueológicas en la Sabana de Bogotá,
Colombia (cultura chibcha)”. Social Science Bulletin [University of Arizona] 22: 1-102.
Haydenblit, R. 1996. “Dental variation Among Four Prehispanic Mexican Populations”.
Am. J. Physical Anthrop. 100: 225-246.
Henderson, H. 2008. “Alimentando la casa, bailando el asentamiento: Explorando la
construcción del liderazgo político en las sociedades muisca”. En: Los muiscas en los
siglos XVI y XVII: Miradas desde la arqueología, la antropología y la historia. J. A. Gam-
boa, comp. Estudios interdisciplinarios sobre la conquista y la colonia de América 4.
Bogotá: Universidad de los Andes. pp. 40-63.
Henderson, H. y N. Ostler. 2005. “Muisca Settlement Organization and Chiefly Autho-
rity at Suta, Valle de Leyva, Colombia: A Critical Appraisal of Native Concepts of
House for Studies of Complex Societies”. J. Anthropological Archaeology 24: 148-178.
Hernández, G. 1978. De los chibchas a la Colonia y a la República: Del clan a la encomienda
y al latifundio en Colombia. Bogotá-Caracas: Ed. Internacionales.
Hernández de Alba, G. 1937. “El Templo de Goranchacha”. Revista de Indias 7: 10-18.
Howells, W. W. 1973. Cranial Variation in Man: A Study by Multivariante Analysis of Pat-
terns of Difference Among Recent Human Population. Cambridge: Harvard University.
Howells, W.W. 1989. Craniometric Analysis in the Dispersion of Modern Homo. Papers of
the Peabody Museum of Archaeology and Ethnology. Cambridge: Harvard University.
| 267 |
Hrdlička, A. 1923. Origin and Antiquity of the American Indian. Smithsonian Institution
Annual Report. Washington: Smithsonian Institution.
Huertas, P. G. 2005. “El país de los teguas”. Repertorio Boyacense 342: 125-156.
Hutchinson, D. L., L. Norr y M. E. Teaford. 2007. “Outer Coast Foregers and Innner
Coast Farmers in Late Prehistoric North Carolina”. En: Ancient Health Skeletal Indi-
cators of Agriculture and Economic Intensification. M. N. Cohen y G. M. M. Crane-
Kramer, eds. Gainesville: University Press of Florida. pp. 52-64
ICBF. 1988. Recomendaciones de consumo diario de calorías y nutrientes para la población
colombiana. Bogotá: Ministerio de Salud.
Idrovo, A. J. 1997. “Tuberculosis prehispánica en muiscas de la sabana de Bogotá”. Re-
vista de la Facultad de Medicina [Universidad Nacional de Colombia] 45(1): 50-53.
IGAC. 1999. Estudio general de suelos y zonificación de tierras del Departamento de Boyacá.
Bogotá: IGAC.
IGAC. 2002. Estudio general de suelos y zonificación de tierras del Departamento de Cun-
dinamarca. Bogotá: IGAC. 3 vols.
Ijzereef, G. 1978. “Faunal Remains from the El Abra Rock Shelters (Colombia)”. Palaeo-
geography, Palaeoclimatology, Palaeocology 25: 163-177.
Irish, J. D. 1997. “Characteristics High- and Low-Frequency Dental Traits in Sub-Saharian
African Populations”. Am. J. Physical Anthrop. 102: 455-467.
Jiménez, J. C. et al. 2002. El hombre temprano en México. México: Museo Nacional de
Antropología.
Katzenberg, M. A. 1992. “Advances in Stable Isotope Analysis of Prehistoric Bones”. En:
Skeletal Biology of Past Peoples: Research Methods. New York: Wiley-Liss. pp. 105-119.
Keegan, W. F. 1989. “Stable Isotope Analysis of Prehistoric Diet”. En: Reconstruction of
Life from the Skeleton. New York: Alan R. Liss. pp. 223-236.
Keyeux, G., C. Rodas, N. Galvez y D. Carter. 2002. “Possible Migration Routes into
South America Deduced from Mithocondrial DNA Studies in Colombian Amerindian
Populations”. Human Biology 74(2): 211-33.
Kieser, J. A. 1990. Human Adult Odontometrics. Cambridge: Cambridge University Press.
Kozintsev, A. G., A. V. Gromov y V. G. Moiseyev. 1999. “Collateral Relatives of Ameri-
can Indians Among the Bronze Age Populations of Siberia?” Amer. J. Phys. Anthrop.
109(2): 193-204.
Lalueza, C., A. Pérez, E. Prats, L. Comudella y D. Turbon. 1997. “Lack of Founding
American Mitocondrial DNA Lineages in Extinct Aborigenes from Tierra del Fuego-
Patagonia”. Human Molecular Genetics 6: 41-46.
| 268 |
Manrique, J. 1937. “Datos para la antropología colombiana”. Revista del Rosario 32: 9-76.
Márquez, L. 2006. “La investigación sobre la salud y nutrición en poblaciones antiguas de
México”. En: Salud y sociedad en el México prehispánico y colonial. L. Márquez y O. P.
Hernández, eds. México: Conaculta/INAH. pp. 27-57.
Márquez, L. y O. P. Hernández, eds. 2006. Salud y sociedad en el México prehispánico y
colonial. México: Conaculta/INAH.
Márquez, L. y M. T. Jaén. 1997. “Una propuesta metodológica para el estudio de la salud
y la nutrición de poblaciones antiguas”. Estudios de Antropología Biológica 8: 47-63.
Márquez, L. y R. Storey. 2007. “From Early Village to Regional Center en Mesoamerica”.
En: Ancient Health: Skeletal Indicators of Agricultural and Economic Intensification. M. N.
Cohen y G. M. M. Crane-Kramer, eds. Gainesville: University Press of Florida. pp. 80-91.
Martínez, G., A. 1995. “Breve y preliminar historia del pueblo Guane”. En: Memoria del
pueblo Guane. Bucaramanga: Museo de Arte Moderno de Bucaramanga/Fondo Mixto
para la Promoción de la Cultura y las Artes de Santander. pp. 5-13.
Martínez R., A., A. Acevedo y A. Martínez G. 1994. Floridablanca: Historia de su po-
blamiento y erección parroquial. Bucaramanga: Alcaldía Municipal de Floridablanca/
Casa de la Cultura Piedra del Sol.
Matos, E. 2000. “Teotihuacan y tenochtitlan: Agricultura y guerra. En: El vuelo de la
serpiente: Desarrollo sostenible en la América prehispánica. R. A. Restrepo, ed. Bogotá:
Siglo del Hombre. pp. 20-65.
McKeown, T. 1990. Los orígenes de las enfermedades humanas. Barcelona: Crítica.
McNeill, W. H. 1984. Plagas y pueblos. Madrid: Siglo XXI.
Melguizo, M. 1992. “Las grandes epidemias del Descubrimiento y la Conquista de
América”. Revista Universidad de Antioquia 61(229): 31-36.
Melton, P. E., I. Briceño, A. Gómez, E. J. Devor, J. E. Bernal y M. H. Crawford. 2007.
“Biological Relationship between Central and South American Chibchan Speaking
Populations: Evidence from mtDNA”. Amer. J. Physical Anthrop. 132: 753-770.
Mendoza S. y N. Quiazúa. 1992. “Exploraciones arqueológicas en el municipio de
Tocaima”. Trabajo de Grado, Carrera de Antropología, Universidad Nacional de
Colombia, Bogotá. Inédito.
Montaña, L. 1992. La fiesta del Huan. Tunja: Universidad Pedagógica y Tecnológica de
Colombia.
Montaña, L. 1994. “El doctor Eliécer Silva Celis: Su vida y sus trascendentales aportes
al desarrollo de la ciencia de la antropología en Colombia”. Repertorio Boyacense 330:
9-92. Publicado también en Estudios sobre la cultura Chibcha. Tunja: Academia de
Historia de Boyacá, 2005.
| 271 |
Preuss, K. Th. 1993. Visita a los indígenas Kagaba de la Sierra Nevada de Santa Marta:
Observaciones, recopilación de textos y estudios lingüísticos. Bogotá: Instituto Colombiano
de Antropología.
Pucciarelli, H. M. 2004. “Migraciones y variación craneofacial humana en América”.
Complutum 15: 225-247.
Puerto Alegre, Gaspar. [1571] 1987. Relación del Nuevo Reino de Granada. En: No hay
caciques ni señores. H. Tovar, transcrip. Barcelona: Sendai Ediciones.
Ramírez, M. C. y M. L. Sotomayor. 1989. “Subregionalización del altiplano cundiboya-
cense: Reflexiones metodológicas”. Revista Colombiana de Antropología 26: 173-201.
Reichel-Dolmatoff, G. 1943. “Apuntes arqueológicos de Soacha”. Revista Instituto Etno-
lógico 1: 15-25.
Reichel-Dolmatoff, G. 1977. “Cosmología como análisis ecológico: Una perspectiva desde
la selva pluvial”. En: Estudios antropológicos. Por G. Reichel-Dolmatoff y A. Dussan
de Reichel-Dolmatoff. Biblioteca Básica Colombiana. Bogotá: Instituto Colombiano
de Cultura. pp. 355-375.
Reichel-Dolmatoff, G. 1985. Los Kogi: Una tribu de la Sierra Nevada de Santa Marta,
Colombia. Bogotá: Procultura.
Reichel-Dolmatoff, G. 1986. Arqueología de Colombia: Un texto introductorio. Bogotá:
Litografía Arco/Fundación Segunda Expedición Botánica.
Reichel-Dolmatoff, G. 2005. Orfebrería y chamanismo. Bogotá: Banco de la República/
Villegas Editores.
Reichel-Dolmatoff, G. y A. Dussan de Reichel-Dolmatoff. 1956. “Momil: Excavaciones en
el Sinú”. Revista Instituto Colombiano Antropología 5: 111-333.
Restrepo, E. 1997. “Enfermedades y medicinas: Tres conceptos terapéuticos en el Nuevo
Reino de Granada 1550-1680”. En: El medicamento en la historia de Colombia. Bogotá:
Schering-Plough. pp. 54-81.
Restrepo, V. 1972. Los chibchas antes de la conquista española. Bogotá: Biblioteca Banco
Popular.
Ribeiro dos Santos, A. K., S. E. Santos, A. L. Machado, V. Guapindaia y M. Zago. 1996.
“Heterogeneity of Mitochondrial DNA Haplotypes in Pre-Columbian Natives of the
Amazon Region”. Am. J. Physical Anthrop. 101: 29-37.
Rivera, S. 1991. Neusa: 9.000 años de presencia humana en el páramo. Bogotá: FIAN,
Banco de la República.
Rivet, P. 1957. Les origenes de l´homme Américain. Paris: Gallimard.
| 276 |
Ruz, A. 1991. Costumbres funerarias de los antiguos mayas. México: Universidad Nacional
Autónoma de México.
Sáenz, J. 1986. “Investigaciones arqueológicas en el bajo Valle de Tenza”. FIAN, Banco
de la República. Informe inédito.
Salgado, H. 1989. Medio ambiente y asentamientos humanos prehispánicos en el Calima
Medio. Cali: Instituto Vallecaucano de Investigaciones Científicas.
Salge, M. 2007. Festejos muiscas en El Infiernito, Valle de Leyva: La consolidación del poder
social. Bogotá: CESO, Universidad de los Andes.
Sánchez, C. 2007. “Secuenciación de ADN mitocondrial a partir de fragmentos óseos
prehispánicos hallados en el sector de Candelaria la Nueva en Bogotá”. Tesis de Maes-
tría, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá.
Sanoja, M. y I. Vargas. 2003. “La región geohistórica del noroeste de Venezuela y el pobla-
miento antiguo de la cuenca del lago Maracaibo”. Boletín de Antropología Universidad
de Antioquia 17(34): 185-208.
Santos, F. R., A. Pandya, C. Tyler-Smith, S. Pena, M. Schanfield, W.R. Leonard, L. Osi-
pova, M.H. Crawford y R. Mitchell. 1999. “The Central Siberian Origin for Native
American Y Chromosomes”. Amer. J. Human Genetics 64: 619-628.
Santos, G. y H. Otero. 2003. “Arqueología de Antioquia: Balance y síntesis regional”.
En: Construyendo el pasado: Cincuenta años de arqueología en Antioquia, S. Botero, ed.
Medellín: Universidad de Antioquia; pp. 71-123.
Schoch, R. 2002. “El final de la Edad del Bronce”. Revista de Arqueología del siglo XXI
254: 18-23.
Schottelius, J. W. 1955. Arqueología de la Mesa de los Santos. Bogotá: Presidencia de la
República, Dirección de Información y Propaganda. También en: Hojas de Cultura
Popular Colombiana 60: 1-8.
Schultes, R. E. y A. Hofmann. 2000. Plantas de los dioses: Orígenes del uso de los alucinó-
genos. México: Fondo de Cultura Económica.
Schurr, T. G., S. W. Ballinger, Y-Y Gan, J. A. Hodge, D. A. Merriwether, D. N. Lawrence,
W. C. Knowler, K. M. Weiss y D. C. Wallace. 1990. “Amerindian Mitochondrial DNA
Have Rare Asian Mutations at High Frequencies, Suggesting they Derived from Four
Primary Maternal Lineages”. Am. J. Human Genetics 46: 613-623.
Shennan, S. 1992. Arqueología cuantitativa. Barcelona: Crítica.
Silva, A. 2007. “Análisis de DNA mitocondrial de una muestra de restos óseos ances-
trales del período Herrera”. Tesis de Maestría en Biología, Universidad Nacional de
Colombia, Bogotá.
| 279 |