Sei sulla pagina 1di 284

Los chibchas:

hijos del sol, la luna y los Andes.


Orígenes de su diversidad
José V. Rodríguez C.

Bogotá, Agosto de 2011

SEDE BOGOTÁ
FACULTAD DE CIENCIAS HUMANAS
DEPARTAMENTO DE ANTROPOLOGÍA
Catalogación en la publicación Universidad Nacional de Colombia

Rodríguez Cuenca, José Vicente, 1952-


Los chibchas : hijos del sol, la luna y los Andes : orígenes de su diversidad / José
V. Rodríguez C. – Bogotá : Instituto de Desarrollo Urbano (IDU) : Universidad
Nacional de Colombia. Facultad de Ciencias Humanas. Departamento de Antropología,
2011
284 p.

Incluye referencias bibliográficas

ISBN : 978-958-719-937-6

1. Indígenas de los Andes Orientales (Colombia) - Vida social y costumbres


2. Chibchas (Familia indígena) - Vida social y costumbres 3. Arqueología indígena –
Colombia I. Tít.

CDD-21 986.101 / 2011

Los chibchas: hijos del sol, la luna y los Andes.


Orígenes de su diversidad

Primera edición:
Agosto de 2011
© José V. Rodríguez C.
© Instituto de Desarrollo Urbano (IDU)
© Universidad Nacional de Colombia
Facultad de Ciencias Humanas
Departamento de Antropología
www.humanas.unal.edu.co/antropología
ISBN: 978-958-719-937-6
Corrección de estilo:
Zdena Porras Jandová
Foto de Portada:
Jose Vicente Rodríguez
Diseño y diagramación:
Julián R. Hernández R.
gothsimagenes@yahoo.es
Impresión y encuadernación:
Julián Hernández, Taller Editorial
Bogotá, D. C.
Distribución:
Unibiblos – Ciudad Universitaria
Librería Torre de Enfermería
Tels: 57-1-368 14 37 – 368 42 40 Instituto de Desarrollo Urbano – IDU
Siglo del Hombre Editores
Cra 32 Nº. 25-46 María del Pilar Bahamon Falla
Tels: 57-1-337 77 00 – 368 73 82 Dirección General
www.siglodelhombre.com
Gabriel Amado Pardo
Impreso en Colombia – Printed in Colombia Subdirección General de Desarrollo
Urbano
Todos los derechos reservados.
Prohibida su reproducción parcial o total Rosa Elvia Argaez Prada
por cualquier medio sin permiso del editor Dirección Técnica de Proyectos
Al profesor Eliécer Silva Celis (1914-2007), pionero de las investigaciones en
arqueología funeraria, bioarqueología, arqueoastronomía y chamanismo prehispánico
chibchas. Fundador del Museo Arqueológico de Sogamoso (1942) y cofundador de la
Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, UPTC (1953). Hijo del sol y de
la luna; un Sugamuxi dedicado a la recuperación de la memoria del pueblo muisca.
Contenido
Presentación 13
Agradecimientos 15
Introducción 17

Capítulo 1
El territorio ancestral de los Andes Orientales 23
1.1 El espacio simbólico 23
1.2 El espacio biofísico 26
1.3 El espacio andino durante el Pleistoceno 28
1.3.1 Cambios climáticos durante el Holoceno 30
1.4 El espacio y el tiempo mítico de Bochica
en la sabana de Bogotá 30
1.5 El espacio sabanero a la llegada de los conquistadores 32

Capítulo 2
Los primeros pobladores del altiplano Cundiboyacense 37
2.1. El poblamiento temprano del noroeste de Suramérica 37
2.2. Cambios climáticos y opciones de recursos 41
2.3 La producción lítica 43
2.4 Los recursos alimentarios 45
2.5 Las adecuaciones de los espacios de vivienda 47

Capítulo 3
Los primeros horticultores (II milenio a. C.) 51
3.1 Aguazuque y la neolitización en la sabana de Bogotá 51
3.2 Los recursos vegetales cordilleranos 52
3.3 La evolución de los horticultores 54

Capítulo 4
Los primeros agroalfareros: pobladores de valles de antiguas lagunas
(I milenio a.C. a siglo VIII d. C.) 59
4.1 Cambios climáticos y surgimiento de los primeros agroalfareros 59
4.2 Los pobladores del entorno de la antigua laguna de La Herrera 63
|6|

4.3 Los pobladores de la llanura de inundación del río Bogotá 67


4.4 Los pobladores de Tunja 69
4.5 El valle de Sogamoso 70
4.6 El valle de Leiva 72
4.7 El valle de Duitama 74
4.8 Los orígenes de la población del Período Herrera 75

Capítulo 5
Los chibchas: hijos del sol, la luna y los Andes (siglos IX-XVI d. C.) 83
5.1 Paisajes andinos y adecuaciones prehispánicas 83
5.2 La transición entre los períodos Herrera y Muisca 88
5.3 La organización social 91
5.4 El intercambio y la conexión de los Andes con los valles interandinos 95

Capítulo 6
Los muiscas del altiplano Cundiboyacense 99
6.1 Las confederaciones muiscas 99
6.2 Los muiscas de Bogotá 102
6.3 Los muiscas de Tunja 104
6.4 Los muiscas de Sogamoso 106
6.5 Pueblos independientes 108

Capítulo 7
Los chibchas septentrionales 115
7.1 Las lenguas de los antiguos habitantes de la cordillera Oriental 115
7.2 Los chitareros 117
7.3 Los guanes 120
7.4 Los laches 122

Capítulo 8
Cosmovisión, rituales funerarios y chamanismo en los Andes Orientales 129
8.1 La tumba: reflejo del mundo de los muertos y de los vivos 129
8.2 Prácticas funerarias y chamanismo precerámico 130
8.2.1 Los abrigos rocosos de Tequendama 130
8.2.2 Checua 132
8.2.3 Aguazuque 133
8.3 Prácticas funerarias durante el Período Herrera 134
8.3.1 Madrid 2-41 134
8.4 Prácticas funerarias y chamanismo entre los chibchas 135
8.4.1 Cosmovisión y rituales muiscas 135
8.4.2 Los séké o mohanes: sacerdotes, brujos y médicos 136
8.4.3 Sobre la muerte y el más allá 139
8.4.4 Los sacrificios de los muiscas 139
8.4.5 Rituales funerarios 144
8.4.6 Los laches de la Sierra Nevada del Cocuy 154
|7|

8.4.7 Los guanes 154


8.4.8 Los chitareros 155
8.5 Tendencias temporales y espaciales en las prácticas
funerarias de los Andes Orientales 156

Capítulo 9
Orígenes y evolución de la diversidad poblacional de los Andes Orientales 169
9.1 Sobre los factores de la diversidad poblacional humana 169
9.2 Los orígenes de los primeros americanos (paleoamericanos) 171
9.3 Un estudio craneométrico 176
9.3.1 Análisis intragrupal 178
9.3.2 Variación intergrupal 179
9.3.3 Las poblaciones prehispánicas de Colombia en el ámbito mundial 183
9.4 Los estudios dentales 186
9.5 El ADN mitocondrial 193
9.6 El cromosoma Y 197
9.7 Síntesis de los orígenes poblacionales 198

Capítulo 10
Las condiciones de vida de la población prehispánica
de los Andes Orientales 205
10.1 Características físicas de los chibchas según los cronistas 205
10.2 Bioarqueología y condiciones de vida 210
10.3 Salud y cosmovisión indígena 214
10.3.1 El chamán como agente de salud 215
10.4 Los indicadores de salud 217
10.5 La salud de los cazadores recolectores 220
10.6 Horticultura y salud 222
10.7 La intensificación de la agricultura y la salud 229
10.8 Variación social de la salud 234
10.9 Variación ocupacional de la salud 235
10.10 ¿Vivían los chibchas mejor o peor que sus antepasados
recolectores cazadores? 237

Capítulo 11 243
Esplendor, ocaso y renacimiento 243
del Sol de los chibchas 243
11.1 El esplendor de los usachíes, hijos del Sol y de la Luna 243
11.2 El ocaso de los hijos del Sol 247
11.3 El renacimiento de los hijos del Sol 253

Bibliografía 257
|8|

Lista de Tablas
Tabla 1. Cambios socioculturales, climáticos y biológicos en los Andes
Orientales de Colombia. 35
Tabla 2. Datos de isótopos estables (nitrógeno y carbono) y frecuencia de caries
en grupos de la sabana de Bogotá. 55
Tabla 3. Prueba Kolmogorov-Smirnov entre grupos precerámicos. 55
Tabla 4. Estratigrafía del perfil norte del Corte 2 de Madrid 2-41. 64
Tabla 5. Dataciones radiocarbónicas del sitio arqueológico Madrid 2-41. 65
Tabla 6. Distribución de los tipos cerámicos por regiones y período. 76
Tabla 7. Pueblos e indios tributarios chibchas en el Nuevo Reino de Granada en
1538 (Tovar, 1987: 75). 92
Tabla 8. Clasificación de las lenguas chibchas según Constela (1993: 109). 116
Tabla 9. Patrones funerarios según los períodos culturales de los Andes orientales. 159
Tabla 10. Dimensiones craneales y dentales de Tequendama y Aguazuque
(Correal, 1990; Rodríguez, J. V., 2001). 178
Tabla 11. Áreas de las clases dentales y valores totales (TS) en grupos
colombianos (Rodríguez y Vargas, 2010). 188
Tabla 12. Variación de rasgos dentales de Colombia prehispánica y
contemporánea, y del mundo (Vargas, 2010). 192
Tabla 13. Frecuencias de haplogrupos mitocondriales en poblaciones de
Colombia (Casas, 2010; Melton et al., 2007; Silva, A., 2007: 53),
Norteamérica (Torroni et al., 1993) y Centro-Suramérica (Moraga et al.,
2005; Ribeiro dos Santos et al., 1996). 195
Tabla 14. Frecuencia de indicadores de dieta, salud y demografía en la sabana de
Bogotá. 226
|9|

Lista de Figuras
Figura 1. Mapa con la localización de los grupos chibchas y vecinos hacia el
siglo XVI. 36
Figura 2. Cráneos dolicocéfalos de Tequendama (arriba) y Checua (abajo). 49
Figura 3. Cráneos dolicocéfalos de Floresta, Boyacá, de 8000 años de
antigüedad (Museo Arqueológico de Sogamoso MAS). 49
Figura 5. Cráneos dolicocéfalos de Aguazuque. 57
Figura 4. Laguna de la Herrera. Al fondo vista desde una terraza coluvial con
cementerio precerámico en Malpaso (Vistahermosa), Mosquera. 57
Figura 6. Estratigrafía del perfil norte del Corte 2, Madrid 2-41.
En el horizonte CR2 se aprecia la arcilla blancuzca del fondo del antiguo
lago y carbón de un fogón (Rodríguez, J.V., y Cifuentes, 2005). 77
Figura 7. Huecos alineados, vestigio de posible vivienda tipo palafito
(Madrid 2-41, Corte 18). 77
Figura 8. Fragmentos cerámicos del Período Herrera, Templo del Sol,
Monquirá, Sogamoso (arriba); Madrid 2-41, Cundinamarca (abajo). 78
Figura 9. Copa esgrafiada, Madrid 2-41, Corte 0 (Rodríguez , J.V., y Cifuentes,
2005). 78
Figura 10. Fragmentos cerámicos excavados en el norte de Bogotá (La Francia),
correspondientes a los tipos Mosquera rojo inciso (izquierda) y Mosquera
roca triturada (derecha). 79
Figura 11. Vestigios líticos en el sitio de Goranchacha, UPTC, Tunja (Pradilla et
al., 1992) y corte de la planta excavada por Hernández de Alba (1937: 16). 79
Figura 12. Columnas alineadas (arriba) y falos líticos (abajo) en El Infiernito,
Villa de Leiva. 80
Figura 13. Cráneos dolicocéfalo (izquierda) y mesocéfalo (derecha) de Madrid . 81
Figura 14. Cráneos dolicocéfalo (izquierda) y robusto (derecha) del Cocuy. 81
Figura 15. Cráneos deformados de Madrid (izquierda) y Duitama (derecha) del
Período Herrera. 81
Figura 16. Sistema de canales y camellones de damero junto a Los Lagartos, Bogotá 98
Figura 17. Huellas de antiguos canales en la hacienda Las Mercedes. 112
| 10 |

Figura 18. Templo del Sol en Monquirá, Sogamoso. 112


Figura 19. Excavaciones adelantadas en 1945 en predios del Templo del Sol
(Eliécer Silva C.) 113
Figura 20. Hunza a la llegada de los españoles según el Equipo de Arqueología
de la UPTC (Pradilla et al., 1992). 113
Figura 21. Cráneos deformados de Tunja, Boyacá (colección UPTC). 114
Figura 22. Cráneos T-28B (izquierda) y T-88 (derecha) de Portalegre, Soacha. 114
Figura 23. Cañón del río Chicamocha cerca del parque del mismo nombre. 126
Figura 24. Vasijas halladas en un abrigo rocoso de La Purnia, Mesa de los
Santos, Santander, junto a decenas de esqueletos. 126
Figura 25. Cráneos deformados de la Cueva de los Indios, Mesa de los Santos,
Santander (Museo Horacio Rodríguez Plata, Socorro). 127
Figura 26. Cráneos deformados de Bolívar, Santander (izquierda), y Soatá,
Boyacá (derecha). 127
Figura 27. Cráneos sin deformar de Cheva T-05 (Cocuy), Boyacá (izquierda),
y La Purnia 014, Mesa de los Santos, Santander (derecha). 127
Figura 28. Distribución de los grupos sociales de Portalegre
según dos funciones canónicas discriminantes. 160
Figura 29. Entierros 12 y 13 de Tequendama (Correal y Van der Hammen,
1977: 132). 160
Figura 30. Entierros 10 y 11 de Checua, posiblemente correspondientes a una
pareja (Groot, 1992: 67). 161
Figura 31. Entierro colectivo de Aguazuque, Soacha, Cundinamarca (Correal,
1990: 145). 161
Figura 32. Entierro ritual boca abajo (arriba); huesos largos pintados (abajo),
Aguazuque. Soacha, Cundinamarca (Correal, 1990: 146). 162
Figura 33. Entierro 11 del corte 0, Madrid 2-41 (Rodríguez y Cifuentes, 2005). 162
Figura 34. Entierro boca abajo de individuo masculino deformado, Madrid
2-41 (Rodríguez y Cifuentes, 2005). 163
Figura 35. Yacimiento ritual de Madrid 2-41, Cundinamarca
(Rodríguez y Cifuentes, 2005). 164
Figura 36. Ofrenda ritual de pie humano sobre metate, Madrid 2-41,
Cundinamarca (Rodríguez y Cifuentes, 2005). 165
Figura 37. Ofrenda de cuerno de bóvido en estructura cónica, Madrid 2-41,
Cundinamarca (Rodríguez y Cifuentes, 2005). 165
Figura 38. Tumba 18 (arriba) de individuo incompleto; entierro infantil (abajo).
Madrid 2-41, Cundinamarca (Rodríguez y Cifuentes, 2005). 166
Figura 39. Tipos de entierros excavado en la UPTC, Tunja (Pradilla, 2001). 166
| 11 |

Figura 40. Huellas de postes de planta de vivienda (abajo) y entierro infantil


(arriba), Tibanica, Soacha. Obsérvese que el esqueleto infantil no está
desarticulado (señalado dentro del círculo) (Langebaek et al., 2009). 167
Figura 41. Distribución de las tumbas de Portalegre, Soacha (Botiva, 1988: 28-29). 168
Figura 42. Entierro No. 110, Portalegre, Soacha (señalada dentro del círculo)
(Botiva, 1988). 168
Figura 43. Análisis canónico discriminante craneométrico entre
grupos masculinos de Colombia. 201
Figura 44. Distribución de los grupos mundiales masculinos según
las funciones canónicas discriminantes craneométricas. 201
Figura 45. Distribución de los grupos mundiales femeninos según
las funciones canónicas discriminantes craneométricas. 202
Figura 46. Funciones canónicas discriminantes de variables odontométricas
de grupos mundiales. 202
Figura 47. Dendrograma de distancias según variables craneométricas,
epigenéticas, odontométricas y morfológicas dentales. 203
Figura 48. Dendrograma de correlaciones intergrupales craneométricas de
América, Asia y Australia. 204
Figura 49. Defectos del esmalte en momia de la Mesa de los Santos, Santander
(Casa de Bolívar, Bucaramanga). 239
Figura 50. Espondilolistesis en transición lumbosacra, Portalegre T-112. 239
Figura 51. Torus auditivo en individuo 6300246 de Sogamoso. 240
Figura 52. Cráneos deformados procedentes de Cácota, Santander,
afectados por traumas frontales. 240
Figura 53. Caries sicca en frontal por treponematosis de Aguazuque (Correal,
1990). 241
Figura 54. Tibias en sable de Madrid, Cundinamarca (arriba),
y Silos, Santander (abajo), afectadas por periostitis. 241
Figura 55. Vértebras afectadas por procesos infecciosos, con lesiones compatibles
con tuberculosis, Portalegre, Soacha (Rodríguez, J.V., 2006). 242
| 12 |
Presentación

U
na de las Operaciones Estratégicas para la ciudad, definida en el Plan de
Ordenamiento Territorial POT, corresponde al Eje de Integración Norte
(Centralidad Toberín - la Paz), la cual incluye el Plan de Ordenamiento
Zonal del Norte - POZ Norte, entendido este como la estrategia de planeación
urbana y medio ambiental para el desarrollo sostenible de la región, a través de una
planificación con equidad y productividad, adoptado mediante Decreto 043 de 2010.
Al ser esta una zona en la que se encuentran importantes vestigios producto
de la actividad humana que se desarrolló en la sabana, el Instituto de Desarrollo
Urbano ha considerado pertinente adelantar un plan de manejo arqueológico
preventivo, sobre el trazado de la malla vial arterial e intermedia, del Plan de
Ordenamiento Zonal del Norte, de conformidad con la Ley General de Cultura
1185 de 2008 y el Decreto 763 de 2009, con el fin de diagnosticar y valorar el
potencial arqueológico del área de influencia del proyecto y definir las acciones
de manejo del material que se pudiera encontrar.
A partir de los yacimientos encontrados, que dan cuenta de la presencia de sus
antiguos pobladores, el presente libro trata del proceso de desarrollo sociocultural
de los pueblos Chibchas de los Andes Orientales, su adaptación al ecosistema
andino, sus orígenes y condiciones de vida, historia que quedó plasmada en su
mitología y que a la luz de los recientes hallazgos de evidencias bioarqueológicas,
podemos verificar.
Por esta razón, con la publicación del presente texto, la Universidad Nacional
de Colombia y el Instituto de Desarrollo Urbano (IDU), buscan contribuir con el
conocimiento sobre los pueblos que antecedieron la llegada de los españoles con
el propósito de que la comunidad académica se enriquezca con ese saber ancestral
y tome lecciones para el futuro.

MARIA DEL PILAR BAHAMON FALLA


Directora General
Instituto de Desarrollo Urbano (IDU)
| 14 |
Agradecimientos

E
sta investigación sobre los orígenes y condiciones de vida de las poblaciones
chibchas de los Andes Orientales de Colombia ha sido posible gracias al
apoyo financiero y científico de Colciencias, de la División de Investigación
Sede Bogotá (DIB) de la Universidad Nacional de Colombia, y del Departamento
de Antropología de la misma entidad que me ofreció el tiempo y el apoyo logístico
necesarios para iniciar y continuar esta investigación en el transcurso de casi dos
décadas de vida docente. El Instituto de Desarrollo Urbano (IDU) del Distrito
Capital consideró pertinente contribuir con el conocimiento acerca de los antiguos
pobladores de la sabana de Bogotá, como parte del proceso de socialización de los
resultados del proyecto de Arqueología Preventiva sobre el trazado del POZ Norte
de Bogotá, por lo cual apoyó la publicación del presente texto.
Los resultados de las investigaciones se han podido materializar en este texto gra-
cias a la colaboración de varias personas que facilitaron la revisión de las colecciones
óseas de distintos museos del país y su contexto arqueológico. El Dr. Eliécer Silva Celis
[q.e.p.d.], a quien dedicamos esta obra, entonces director del Museo Arqueológico de
Sogamoso, nos ofreció largas y amenas conversaciones sobre su lucha por recuperar la
memoria del pueblo chibcha, la reconstrucción del templo del Sol, las excavaciones
arqueológicas adelantadas en la penumbra de la noche para escapar de las furtivas
miradas de los guaqueros y, en general, sobre su vida de investigador. La actual di-
rectora del Museo, la antropóloga Margarita Silva Montaña, quien ha puesto todo su
empeño por actualizar la obra museológica, nos brindó una cálida hospitalidad y una
amable colaboración para el estudio de las colecciones. El profesor Gonzalo Correal
Urrego, pionero de las investigaciones bioarqueológicas precerámicas de Colombia,
nos ofreció su asesoría científica en el estudio de los restos de cazadores recolectores
que reposan en el Instituto de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional de
Colombia; el actual coordinador del Instituto, el profesor Germán Peña, nos facilitó
la revisión de la colección de Aguazuque. En la Universidad Pedagógica y Tecnológica
| 16 |

de Colombia (UPTC) con sede en Tunja, la profesora Helena Pradilla apoyó la labor
de análisis de la colección de referencia y su contexto arqueológico. En la Universi-
dad Industrial de Santander (UIS) de Bucaramanga, el profesor Leonardo Moreno
nos abrió el incógnito y fascinante mundo de los chitareros, sus prácticas funerarias
y sus restos óseos. En la Casa de Bolívar de la Academia de Historia de Santander,
doña Martha Hélida Ardila Díaz nos abrió las puertas y acogió con mucho cariño
durante nuestra estadía por los pasillos, que algún día hace casi 200 años recorriera
el Libertador. En Socorro el Dr. Eduardo Rojas de la Casa de la Cultura “Horacio
Rodríguez Plata” facilitó el estudio de la colección de cráneos de la Mesa de Los
Santos, Santander. En el Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH)
los entonces investigadores Ana María Groot y Alvaro Botiva, así como su actual
director Dr. Diego Herrera, y Emilio Piazzini, subdirector técnico, nos brindaron su
colaboración en la revisión de las nuevas colecciones osteológicas prehispánicas. Al
INCIVA y a sus antiguos colaboradores Guillermo Barney M., Carlos A. Rodríguez
y Héctor Salgado, además de la nueva generación representada por Sonia Blanco y
Alexander Clavijo, con quienes compartí mis primeras incursiones bioarqueológicas
hace más de veinte años, les debo mi conocimiento sobre los antiguos pobladores
del Valle del Cauca, que resultaron emparentados con los chibchas.
La fundación de Investigaciones Arqueológicas Nacionales (FIAN) del Banco
de la República financió los estudios del yacimiento arqueológico de Madrid 2 - 41
y la publicación de una versión inicial de este texto (Rodríguez, 1999).
Los profesores Héctor Polanco, Benjamín Herazo, Clemencia Vargas y Ricardo
Parra de la Facultad de Odontología de la Universidad Nacional de Colombia, me
introdujeron en el apasionante mundo de los dientes, sus enfermedades, morfología y
tamaño, lo que me permitió rastrear las huellas de los chibchas en el tiempo y el espacio.
Los estudiantes de varias generaciones de cursos de bioarqueología con sus
inquietudes me motivaron para ampliar las pesquisas bioarqueológicas, excavando
contextos funerarios donde se podía indagar directamente sobre las relaciones
entre el mundo ritual y el material. Mis amigos chamanes José Juan Matapí y José
Dolores Malo, sabios conocedores de otras dimensiones del conocimiento, me
indujeron a prospectar el papel del chamanismo y la cosmovisión para entender
el intrincado y misterioso mundo prehispánico.
Finalmente el investigador Jorge A. Gamboa evaluó una versión inicial de este
texto, aportando valiosas sugerencias sobre la temática muisca histórica.
A todos, nuestros sinceros agradecimientos por su apoyo, críticas, sugerencias
y sabios senderos.
Introducción

E
l proceso de crecimiento de Bogotá ha exigido la incorporación de nuevas
tierras para la construcción de grandes proyectos urbanísticos. Esto tiene
lugar especialmente sobre terrenos que antiguamente fueron ocupados por
grupos humanos prehispánicos, desde los primeros cazadores recolectores que ha-
bitaron en el actual territorio capitalino hace más de 10.000 años, pasando por las
poblaciones del período Herrera que iniciaron el desarrollo agrícola de la región (I
milenio a. C. a 800 d. C.), hasta la sociedad muisca que acometió la intensificación
de la agricultura (800-1600 d. C.) en los tiempos anteriores a la llegada de los
conquistadores españoles en el siglo XVI. A raíz de la ejecución del Plan de Orde-
namiento Zonal (POZ) del Norte de Bogotá, el Instituto de Desarrollo Urbano
(IDU) consideró pertinente atender las exigencias de la normatividad existente
en la Ley General de Cultura respecto a la elaboración y aprobación de un Plan
de Manejo Arqueológico que recupere información representativa acerca de los
antiguos pobladores sobre el área de inclusión. Para ello vinculó a la Universidad
Nacional de Colombia mediante el Contrato Interadministrativo 018-2010. Como
producto de la prospección y excavaciones arqueológicas adelantadas por el equipo
de arqueología preventiva de la Universidad, se encontraron yacimientos que dan
cuenta de la presencia de los antiguos pobladores, como también del proceso de
ocupación hispánica del piedemonte sobre la carrera 7ª de la ciudad, en forma
de haciendas y quintas. Las basuras excavadas en este sector nos han permitido
abordar algunos aspectos de la cultura material y vida cotidiana de estos habitan-
tes que permiten complementar la información recabada de las fuentes escritas y
otras evidencias materiales, especialmente restos óseos humanos pertenecientes a
los antiguos ocupantes. Con el fin de divulgar y socializar estos datos recientes,
el IDU ha considerado importante aportarle a la sociedad colombiana un texto
que dé cuenta de la problemática acerca de los orígenes de las poblaciones chib-
chas, sus condiciones de vida, la cosmovisión y prácticas funerarias, el manejo del
| 18 |

medio ambiente frente a las constantes inundaciones del río Bogotá y el impacto
de la Conquista que condujo a su reducción demográfica y al surgimiento de los
mestizos, base del desarrollo cultural, político y económico de la región andina.
Por otro lado, a raíz de las recientes inundaciones que han afectado a los mu-
nicipios de Bogotá, Cajicá, Chía, Cota y Mosquera, evento que se ha repetido du-
rante varios momentos del desarrollo histórico de la sabana de Bogotá y que quedó
plasmasdo en el mito de Bochica, es importante conocer las respuestas adaptativas
que en su momento desarrollaron las poblaciones chibchas y que les permitieron
sobrevivir de manera exitosa. En los años 2010-2011 hemos visto en Colombia los
efectos de una gran catástrofe ecológica producida por las vastas inundaciones que
han anegado miles de hectáreas, causando pérdidas de vidas humanas y de bienes
materiales, y afectando los intereses de los propietarios de las tierras más costosas
que se hallan a lado y lado de los ríos. Estas inundaciones no son nuevas. Hace
7500 años, durante el hipsotermal –cuando las temperaturas se elevaron en cerca
de 2-3° C– el deshielo de los casquetes glaciares que cubrían los cerros Orientales
del Distrito Capital produjo el “diluvio universal” de la sabana de Bogotá, con-
formando un enorme lago cuyo relicto se conoce actualmente como la laguna de
La Herrera, que se extiende por Mosquera y Madrid. Este evento, sincrónico al
acontecido en tiempos bíblicos, quedó plasmado en la tradición oral y mitos de
los protochibchas. Hace cerca de 3000 años, debido a la presión de las aguas por
la parte más baja de la sabana (Fontibón, Soacha, Bosa), se rompieron con fuerza
las peñas de Tequendama, con lo que se desaguó parte de la enorme laguna. Este
evento permitió cultivar el maíz, que se convertiría en el pan de los muiscas, y
fue asociado por los habitantes de esa época con el personaje mítico de Bochica.
Para regular las aguas, los primeros cultivadores construyeron canales y came-
llones a lo largo de la llanura de inundación del río Bogotá, sistema hidráulico
que los muiscas continuaron utilizando y ampliaron considerablemente hasta la
llegada de los conquistadores. Estos últimos se asentaron en la parte más elevada
de la sabana de Bogotá, en el piedemonte de los cerros Orientales, para evitar
los cenegales donde se escondían los indígenas en las islas que sobresalían de la
superficie pantanosa; talaron, además, los bosques para criar ganado vacuno y
sembrar cereales del Viejo Mundo. Quinientos años después, la población bogo-
tana creció desmesuradamente, expandiéndose por las partes bajas, que hoy día
reclama el río. La solución está en la preservación de los humedales que sirven de
contención a las frecuentes inundaciones, y, por qué no, en reconstruir el antiguo
sistema hidráulico de los muiscas, ya sea perpendicularmente al río o en forma
de damero (ajedrez).
| 19 |

Este ejemplo nos demuestra que el estudio del pasado tiene aplicación en la
solución de problemas del presente, especialmente en lo referente a las lecciones de
las normas adaptativas de los chibchas: nutrición balanceada basada en productos
de alto contenido proteínico como la quinoa, amarantáceas, fríjol, maní y curí; el
empleo de abonos naturales, el policultivo (maíz, fríjol y ahuyama) y la rotación de
los suelos; la regulación del crecimiento demográfico que controla el consumo; todo
ello enmarcado en un pensamiento que propende por mantener la armonía con la
naturaleza y no por “explotarla” –en sentido literal de la palabra–, como pretende el
mundo occidental. Esta es la principal razón por la que estudiamos el pasado indígena.
Los muiscas del altiplano Cundiboyacense, los laches de la Sierra Nevada del
Cocuy, los chitareros de la provincia de Pamplona y los guanes de Santander, por
sus orígenes comunes compartieron una familia lingüística chibcha, una cosmo-
visión andina, un culto solar muy similar y una red de intercambio comercial que
permitió mantener lazos culturales y genéticos durante centenares de años antes
de la llegada de los conquistadores. Gracias a la conjunción de varios eventos am-
bientales e históricos, las sociedades chibchas de los Andes Orientales de Colombia
lograron posicionarse durante el período prehispánico de Colombia como las más
numerosas, las de mayor extensión territorial y las más desarrolladas en sentido
socioeconómico. Sus huellas se aprecian en los actuales departamentos de Santander
(Norte y Sur), Boyacá y Cundinamarca, importante centro económico del país,
donde se asentaron las primeras haciendas, las primeras industrias, donde se desa-
rrolló la Campaña de Boyacá de 1819 que condujo a consolidar la Independencia,
y, actualmente, la región más rica del país que produce casi el 40% del PIB total
de Colombia. En este territorio florecieron antes del siglo XVI culturas indígenas
que aportaron plantas útiles (tubérculos de altura, frutas, plantas medicinales),
técnicas de cultivo, fértiles tierras y mano de obra agrícola calificada y disciplinada
que posteriormente aprovecharon los encomenderos y hacendados de la Colonia.
Fue tal la importancia de la lengua chibcha en el país, que el conquistador, al verse
abocado, al igual que en Mesoamérica y los Andes Centrales, a un problema de
comunicación con fines de reducción, evangelización y aprovechamiento de los
recursos nativos, pensó en ella como una lengua general para todo el Nuevo Reino
de Granada, tal como ocurrió con el quechua, el azteca y el tupí. Sin embargo, el
proceso de hibridación biológica y la españolización de la sociedad condujeron a
que los chibchas no se extinguieran, sino que se mezclaran y dieran origen a los
mestizos andinos (cundinamarqueses, boyacenses, santandereanos), con un alto
componente genético materno indígena (con casi el 80% de haplogrupos miton-
| 20 |

driales indígenas A, B, C y D), herederos de la arepa de choclo, las mazamorras,


los mutes y los cocidos. Igualmente, de una fuerte disciplina laboral, apreciada
tanto en la industria como en el campo.
La producción material de los chibchas es muy vasta y se exhibe en los museos
de Bogotá (Museo Nacional), Tunja, Sogamoso (Museo arqueológico de la UPTC)
y Bucaramanga (Casa de Bolívar), así como en museos locales (Guane, Pamplona,
Socorro) que ofrecen exposiciones permanentes e itinerantes, nacionales e interna-
cionales, con gran diversidad de muestras de orfebrería, cerámica, textiles, líticos,
momias y restos óseos. Se puede decir que la imagen del desarrollo prehispánico
de Colombia se identifica en gran medida con lo chibcha.
Los estudios antropológicos e históricos de esta región se han dedicado básicamen-
te a escudriñar los aspectos culturales, la mitología, la organización social y política,
y el proceso de conquista y colonización, basados en las fuentes documentales de los
cronistas, y, en menor medida, en datos arqueológicos y estudios lingüísticos. Poca
atención se ha dedicado al problema de los orígenes de la población, del manejo
ecológico milenario y de su cosmovisión, cuyo estudio nos puede arrojar luces acerca
de las causas de su desarrollo económico y social, en fin, de su historia antigua o
prehistoria. Algunos autores consideran que los habitantes vinieron en diferentes
oleadas migratorias y que a cada cambio cultural corresponde un nuevo evento po-
blacional. Sin embargo, las investigaciones bioarqueológicas (historia natural) que
aportan evidencias materiales (restos óseos, momificados y dentales) para el estudio
de la variación biológica de los pobladores, señalan una nueva y más objetiva visión:
la microevolución de los ancestros chibchas en el transcurso de más de una decena
de milenios, confirmada por la historia no escrita pero transmitida de generación
en generación mediante los mitos de origen1. De esta manera, la comparación de
la historia mítica con la historia natural nos ofrece un nuevo cuadro de los chib-
chas, trazado en diferentes momentos históricos o escenas de su desarrollo, desde la
etapa de los recolectores cazadores (Precerámico, milenios X-II a. C.), los primeros
agroalfareros (I milenio a. C. a siglo VIII d. C.) y los chibchas (siglos IX-XVI d.

1 El mito y, en general, el pensamiento primitivo son considerados por Claude Lévi-Strauss como un
comportamiento lógico al igual que el de la sociedad occidental, sin que diste mucho del pensamiento
científico, pues opera mediante un sistema clasificatorio construido con base en la percepción sensorial. Por
esta razón, los mitos deben considerarse como una forma superior del conocimiento, por lo menos la más
fundamental. En este sentido, los mitos contienen imágenes de la realidad obtenidas de la experiencia cotidiana
y, por ende, la originalidad del pensamiento mitológico estriba en que desempeña un papel conceptual. Ver
Lévi-Strauss, 1989: 35; 1982: 124; 1988: 124.
| 21 |

C.), hasta la inserción biológica y cultural de los chibchas en los mestizos coloniales
y republicanos.
El objetivo de este texto es abordar este vacío investigativo sobre los orígenes de
la población prehispánica de los Andes Orientales de Colombia, en el tiempo y en
el espacio, mediante el método comparativo y a la luz de una visión integral (holís-
tica, multidimensional, multicausal), combinando las fuentes bioarqueológicas con
las medioambientales y documentales (etnohistóricas, etnográficas), analizando la
relación entre la historia natural (evolutiva) y mítica (tradición oral) de los chibchas.
Se incluye un capítulo adicional sobre prácticas funerarias con el fin de abordar la
problemática de la evolución de los rituales mortuorios, la diferenciación social y
el desarrollo del chamanismo, desde los cazadores recolectores hasta las sociedades
tardías, con el fin de ubicar las principales tendencias de su cambio sociocultural.
Como ejemplo de caso para interpretar desde la perspectiva de la arqueología fu-
neraria, se revisó el sitio de Portalegre (Soacha, Cundinamarca) mediante análisis
estadístico multivariado.
El presente texto complementa los ya publicados Los chibchas: Pobladores antiguos
de los Andes Orientales. Adaptaciones bioculturales (1999) y Los chibchas: Adaptación
y diversidad en los Andes Orientales de Colombia (2001), en los que se propuso brin-
dar al lector una visión integral de la problemática antropológica chibcha con base
en investigaciones sobre etnohistoria, arqueología y bioantropología de las áreas
culturales Chitarero, Lache, Guane y Muisca, con el apoyo de Colciencias. Aquí
el Dr. Eliécer Silva Celis jugó un papel muy importante al permitir el acceso a las
colecciones óseas del Museo Arqueológico de Sogamoso (MAS), y por su experiencia
sobre el mundo chibcha, pero, infortunadamente, por motivos de salud no alcanzó
a presentar su escrito. El presente texto incluye actualizaciones sobre el ámbito del
poblamiento temprano de Colombia y América en general, además de algunas
aportaciones bioarqueológicas y genéticas.
El pionero de las investigaciones bioarqueológicas del territorio chibcha es el
profesor Eliécer Silva Celis (1914-2007), quien conjugó sus vastos conocimientos
etnohistóricos con sus propios estudios arqueológicos y bioantropológicos (cra-
neometría, paleopatología) de las áreas étnicas Chitarero (Silos), Lache (Chiscas,
Chita) y Muisca (Villa de Leiva, Sogamoso, Tunja, Soacha), interpretados a la luz
comparativa de la antropología americana que se conocía en su época. Don Eliécer
Silva Celis dedicó, desde 1942 hasta su deceso, todas sus energías y tiempo a la
reconstrucción del Templo del Sol y el respectivo Museo Arqueológico de Soga-
moso; igualmente, a la recuperación de la información arqueoastronómica en El
| 22 |

Infiernito, Villa de Leiva. Su principal objetivo era divulgar la cultura muisca de


cara a la formación de una identidad cultural que respetara y valorara el ancestro
indígena, y a la consolidación de la espiritualidad de los colombianos. Su obra fruc-
tificó, hasta el punto de que a su muerte fue velado en este sagrado lugar, y en su
sepelio fue despedido por niños del Colegio Sugamuxi –que conocían y escuchaban
con atención los relatos sobre Bochica, Bachué y otros personajes–, acompañado
con sonidos de caracoles y fotutos, al estilo de los personajes indígenas, como un
verdadero Sugamuxi. Sus cenizas yacen en el Templo del Sol y su obra perdurará
en la memoria de las nuevas generaciones. A este ilustre investigador del territorio
chibcha hemos querido dedicarle el presente texto como homenaje a sus aporta-
ciones, dedicación, tezón y ejemplo para las futuras generaciones de investigadores.
Capítulo 1
El territorio ancestral
de los Andes Orientales
1.1 El espacio simbólico

E
l espacio y el tiempo tienen, además de dimensiones físicas, connotaciones
simbólicas construidas por la sociedades humanas como una forma de
asegurar unos recursos suficientes para mantener su vitalidad. Esta sim-
bología se ha venido desarrollando desde que la humanidad tuvo uso de razón,
y las evidencias arqueológicas se remontan por lo menos al Paleolítico Superior,
hace 40.000 años, cuando se fortalecen las manifestaciones rituales del Homo
sapiens sapiens reflejadas en los enterramientos de cuerpos dispuestos en posición
de descanso para el más allá, cubiertos de ocre que simboliza la sangre que les dio
vida, junto a adornos personales y restos de animales (Binford, 1972). Esos sitios
funerarios se convirtieron en espacios sagrados de identidad y arraigo territorial,
significativamente fuertes, junto a espacios no consagrados, sin estructura ni
consistencia. Dada la amplia diversidad de lugares para cazar, pescar, recolectar,
habitar, reunirse y enterrar a sus muertos, todo debía estar en orden y orientado
según puntos de referencia fijos y visibles cuando el sol iluminaba, ya fuesen cerros
tutelares, lagunas, desembocaduras de ríos, o rocas erguidas en la inmensidad de
las montañas, para lo cual se requería de un punto fijo, un centro, equivalente a
la creación del mundo (Eliade, 1992: 25-26).
Lo que se apreciaba con facilidad, el mundo de arriba se convirtió en el espacio
de la luz, el sol, astros y dioses; el espacio habitado por los humanos, animales
y plantas se estableció como el centro; el inframundo o mundo desconocido se
relacionó con la oscuridad, las cuevas y lo subterráneo. Ejemplo de esta percepción
del espacio se encuentra en la Amazonia, y en las sierras nevadas de Santa Marta
y del Cocuy, donde los indígenas conciben el mundo de manera tripartita: arriba
se encuentra la bóveda celeste con los astros dadores de vida y los espíritus con
distintos tipos de poderes que pueden ser empleados por los chamanes para prote-
| 24 |

ger en sus prácticas curativas, o para atacar a los agresores; en la tierra habitan los
humanos, las plantas y los animales terrestres, los bosques y los ríos; en el mundo
de abajo se hallan otros espíritus y animales subterráneos como las hormigas y
gusanos, además de ser el mundo de los muertos (Cabrera et al., 1999; Cayón,
2002; Falchetti, 2003; Reichel-Dolmatoff, 2005; Uribe, 1998). Esta estructura
se replica en las viviendas, tejidos y objetos de uso cotidiano; el cielo reposa sobre
pilares, de la misma forma que el techo de una casa se apoya en horcones, y las
vigas longitudinales se orientan como la Vía Láctea (Niño, 2007).
De esta manera las poblaciones de selva húmeda y serranas han domesticado la
naturaleza mediante un sistema simbólico, con el fin de favorecer la reproducción
de plantas y animales, como también de los mismos humanos, en lo que se conoce
como la humanización del espacio y el establecimiento de relaciones sociales con
el entorno (Cabrera et al., 1999; Correa, 2004; Descola, 2002). Esto significa que
los asentamientos se distribuyen según los ciclos reproductivos de los vegetales y
animales, y que se establecen procesos sociales para su apropiación.
Así como los indígenas de la selva tropical conciben y organizan el mundo se-
gún los ríos, bosques y cerros que los circundan, los grupos montanos aprendieron
durante milenios a reconocer su diversidad, sus atributos y fuentes de recursos, los
peligros que podían afectar tanto a los individuos como a la sociedad, y las fuentes
de energía para la comunicación con sus dioses. Los cerros tutelares, como puntos
geográficos visibles, se convirtieron en mojones delimitadores de los espacios inte-
rétnicos, y como lugares de sacrificios para ofrendar al astro solar, dador de luz y de
vida, tal como se practica en las sierras nevadas de Santa Marta y del Cocuy, visitadas
aún hoy día por grupos sabaneros para ofrendar después de varias jornadas a pie.
Los abrigos rocosos fueron utilizados para la socialización de los grupos nóma-
das de cazadores recolectores, para acampar durante las arduas jornadas de cacería,
para elaborar instrumentos líticos y para enterrar a los muertos, cubriéndolos con
el color rojo del ocre que recuerda la sangre de la vida y de la muerte; sus paredes
rocosas fueron empleadas para plasmar mensajes pictográficos (arte rupestre) du-
rante las ceremonias chamánicas. Las lagunas se constituyeron en puntos de rituales
grupales de iniciación y ablución, donde se consagraban los caciques y sacerdotes.
Allí donde no existían accidentes naturales para demarcar los espacios sagrados, se
construyeron observatorios astronómicos para reproducir el espacio sideral que se
observaba (Villa de Leiva), o templos dedicados al astro solar (Sogamoso, Chita)
para las procesiones religiosas de grupos vecinos, o simplemente se erigieron piedras
| 25 |

paradas o menhires (Cocuy), o se excavaron pozos redondos y cuadrados para ob-


servar las sombras durante el atardacer y el reflejo del agua al anochecer (Madrid).
Los cazadores recolectores de las cordilleras Oriental (Ardila, 1984; Correal,
1990; Nieuwenhuis, 2002), Occidental (Gnecco, 2000; Salgado, 1989) y Central
(Aceituno, 2003; López, 2004; Santos y Otero, 2003) desde finales del Pleistoceno
manejaron una territorialidad relacionada con la búsqueda focalizada de recursos,
los cuales conseguían durante períodos y espacios delimitados, interviniendo so-
bre las plantas y animales, no como sujetos sumisos de la naturaleza, sino como
actores dinámicos que aprovechaban las oportunidades de la selva tropical, bus-
cando alianzas intergrupales, intercambiando bienes exóticos (chert, animales,
posiblemente plumas) y manipulando las plantas hasta lograr su domesticación.
Con el tiempo, las comunidades sacralizaron sus espacios y los conectaron me-
diante una intrincada red social administrada por chamanes. Por ello los indígenas
del noroeste amazónico manejan la selva de manera ritual y mancomunada, dentro
de un espacio multiétnico regulado por relaciones sociales, con muchos sitios sagra-
dos interconectados entre sí que dibujan un mapa de geografía chamanística, pues
consideran que el daño a cualquier segmento de la selva amazónica afecta a todo el
territorio (Cayón, 2002: 120). Estos espacios son controlados por chamanes, cuyas
funciones y poderes varían según el conocimiento que posean, pero en esencia el
pensamiento chamánico es un marcador de territorio, dado que las clases de po-
deres de cada grupo étnico se integran en una inmensa red de manejo de la selva
tropical y de sus recursos. Sin embargo, la eficiencia de los chamanes se encuentra
en el trabajo mancomunado, pues “tienen la responsabilidad de manejar su propio
espacio sin transgredir los límites territoriales de las etnias vecinas ya que la unidad
macro-territorial es el mismo yuruparí primordial. Territorio es conocimiento y los
seres que dependen de él están bajo la fuerza del pensamiento” (Cayón, 2002: 124).
El universo es el macroterritorio de la etnia, delimitado por accidentes geográficos
(ríos), y el territorio no es más que el espacio propio de cada grupo étnico.
Para el caso de los uwa de la Sierra Nevada del Cocuy, las actividades sociales,
políticas y económicas se organizan en torno a un calendario cósmico a lo largo
del año, según el cual se celebran ceremonias con el fin de mantener el orden del
universo mediante la observación de normas de conducta que siguen la tradición
ancestral, y que integran la vida cotidiana. Los chamanes o karekas, que pueden
ser hombres o mujeres, aprenden sus oficios desde la infancia, conociendo los
mitos y las técnicas de curación de las diferentes enfermedades mediante ciertas
plantas medicinales; posteriormente, el aprendiz consume otoba (awa), que es una
| 26 |

sustancia iluminadora extraída del árbol otobo o awa-sira (Dialyanthera otoba) con
el fin de favorecer su comunicación con el mundo primordial (Falchetti, 2003:
41-45). También utilizan el yopo (akwa) y el tabaco mascado para fortalecer el
alma, fuerza espiritual del chamán en su comunicación con Sira, deidad máxima
del mundo de arriba. En estado de éxtasis, el chamán se puede transformar en
animales, sea en jaguar, asociado con el mundo de abajo, o en ave, relacionada con
el mundo de arriba, restableciendo la unidad entre humanos, animales y plantas.
Para los indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta una constante en su
cosmovisión indígena es la existencia de un mundo tripartito, dividido en un
mundo terrestre, un mundo subterráneo y un mundo celeste (donde habitan los
espíritus). Los líderes espirituales (mama) pueden acceder a otras dimensiones
mediante la meditación, con el fin de explorarlas, comunicarse con sus seres y
solicitar ayuda para los riesgos que deben enfrentar. Conciben el mundo como
una bóveda celeste, donde las montañas y los detalles arquitectónicos simbolizan
la estructura del cosmos (Preuss, 1993; Reichel-Dolmatoff, 1985; Vinalesa, 1952).
Todos los humanos, animales y plantas participan del mismo orden, sin que
exista división entre la naturaleza y la cultura. Igualmente, cada animal y planta
tiene un “dueño” o espíritu guardián; de ahí que los humanos deben solicitar su
respectiva autorización para poder obtener la fuerza que poseen mediante la caza
o recolección (Reichel-Dolmatoff, 2005: 43).
Estas tradiciones son milenarias y se desarrollaron desde que los primeros po-
bladores arribaron al territorio de Colombia, donde el conocimiento fue construido
mediante conceptos sociales que le dieron vida, fuerza y orden, garantizando la
supervivencia de la sociedad hasta la llegada de los conquistadores. Igualmente,
podemos concluir que la ocupación de estos espacios debe ser muy antigua, lo
suficiente como para dar tiempo a conocer todos sus secretos, sus ciclos, fuentes
de recursos, alimentos, materias primas y de sus riesgos, generando respuestas
adaptativas dinámicas. Por el contrario, una población recién llegada habría estado
desadaptada mientras conocía las propiedades de los recursos locales.

1.2 El espacio biofísico

El ecosistema es definido como el conjunto de organismos de un área, que inte-


ractúan con el ambiente físico (abiótico), donde el flujo de energía configura una
estructura trófica de “quién come a quién”, con una diversidad biótica y ciclos
| 27 |

materiales. Habitualmente se piensa que en determinados ecosistemas el objetivo


de las sociedades es incrementar la producción de energía útil para sí mismas,
antes que la energía utilizada para el mantenimiento del sistema. Sin embargo,
en los ecosistemas existen factores estacionales y cíclicos (inundaciones, sequías,
sismos, erupciones volcánicas, cambios climáticos bruscos) que desajustan la
relación entre las sociedades humanas y el ambiente, produciendo momentos de
presión ambiental (desbalance, desequilibrio, estrés) en los cuales las sociedades
deben aportar el máximo potencial de sus esfuerzos para reponer el equilibrio.
Habitualmente, esa relación entre sociedad y ambiente es siempre imperfecta, pues
el proceso adaptativo nunca podrá mantener un acoplamiento ideal con el medio
biofísico. Por esta razón, en los estudios ecológicos se pretende analizar la natura-
leza y la frecuencia de los factores que desequilibran el sistema, y los mecanismos
empleados por las sociedades para responder a tales desequilibrios (Morán, 1993).
Desde la perspectiva de la ecología humana, el estudio de la relación entre las
sociedades y el ambiente debe tener en cuenta, a su vez, “la relación entre indivi-
duo y sociedad, entre individuos y medio ambiente, entre procesos a nivel local,
regional, nacional e internacional. En su desarrollo deben ser incluidos no sólo
procesos materiales, sino también valores simbólicos, sistemas morales, formas de
racionalidad provenientes de la lingüística y la historia cultural” (Morán, 1993: 64).
En este sentido, es importante hacer un recorrido por la historia geológica de
formación de los Andes Orientales de Colombia (Figura 1). La formación de los
altiplanos de la cordillera Oriental está relacionada con la creación de la cordi-
llera misma, cuyo levantamiento se produjo a raíz del plegamiento producido
por el choque entre las placas continental y pacífica a finales del Plioceno (entre
5 y 2 millones de años atrás), cuando empieza la conformación de los depósitos
de la formación Tilatá (Guhl, 1975). El ecosistema de los Andes Orientales está
constituido en sus partes altas por montañas, sierras (Nevada del Cocuy), farallones
(Yareguíes, Medina) y páramos (Sumapaz, Siberia, Berlín); en las partes bajas se ha-
llan sabanas (Bogotá) y valles de los antiguos lagos, donde se asientan las principales
poblaciones (Tunja, Duitama, Sogamoso, Tenza, Leiva, Floresta y muchas más),
lagos (Guatavita, Fúquene, Tota) y valles fluviales (Bogotá, Chicamocha-Sogamoso,
Suárez) que recorren el territorio de sur a norte y viceversa. La cordillera se encuentra
bordeada de selvas húmedas y sabanas; al nororiente se extienden las sabanas de los
Llanos Orientales y del Orinoco; al sureste, la selva húmeda amazónica; al occidente
se dilata el valle del Magdalena; la parte media-norte de este último mantiene selva
| 28 |

húmeda (Carare), mientras que la sur está cubierta de vegetación xerofítica o bosque
seco tropical (Van der Hammen, 1992).
La distribución altitudinal de sus diferentes pisos térmicos ha generado una
variación en clima y vegetación. Así, hasta los 1000 msnm se extienden las tierras
bajas tropi­cales; entre los 1000 y los 2300-2500 m de altura se localiza la zona
altitudinal del bosque subandino; entre los 2300-2500 m y los 3200-3500 m se
encuentra la zona de bosque andino de encenillos, robles y otros géneros de árboles;
la zona de páramo se extiende hasta los 4000-4200 m; el cinturón de superpáramo
se distribuye desde los 4000-4200 m hacia arriba.
Los suelos de la parte plana son potencialmente aptos para la agricultura y la
ganadería intensivas, de uso estacional, con inundaciones irregulares o periódicas
que requieren para su explotación permanente de mecanismos de adecuación
(control de inundaciones, drenajes, desalinización, riegos) (Guhl, 1975: 23), que
han sido reportados también para tiempos prehispánicos (Bernal, 1990; Boada,
2006). El piso térmico del altiplano Cundiboya­cense o sabana de Bogotá, espe-
cialmente entre los 1000 y los 2500 msnm, fue el más densamente ocupado, y
ofreció en épocas prehispánicas un abundante espacio para el cultivo de plantas,
y los bosques circundantes posibi­litaron la recolección de frutas silvestres, plantas
medicinales y tintóreas, leñas y maderas, y la cacería de animales de monte. Las
lagunas y ríos constituyeron importantes fuentes de pescado que contribuyeron
a mejorar la disponibilidad de proteína animal en la ración alimentaria antigua.
Sin embargo, a pesar de esta potencialidad, fue muy importante el vacío
producido por la ausencia de grandes mamíferos domesticables, como el caballo,
el asno, el ganado vacuno y porcino, aptos para una disponibilidad permanente
de productos cárnicos y labores agrícolas y de transporte. Igualmente, hay que
resaltar que la ausencia de herramientas metálicas y de la rueda condujo a grandes
deficiencias tecnológicas que se manifestaron en el empeoramiento de las condi-
ciones de vida de las poblaciones agrícolas, pues tenían que roturar los campos
con artefactos líticos, pesados y con poco filo, y transportar todos los productos
por intrincados caminos a sus espaldas debido a la ausencia de animales de carga.

1.3 El espacio andino durante el Pleistoceno

Hace aproximadamente tres millones de años, a finales del Plioceno, concluyó el


principal levantamiento de la región, y la altiplanicie de Bogotá quedó cubier­ta
| 29 |

por un extenso lago que se ubicaba hacia los 2500 m de altura. Al mismo tiempo
el levantamiento del estrecho de Panamá produjo un intercambio de flora y fauna
entre Norte y Suramérica. Durante el Pleniglacial Inferior y Medio (55.000-28.000
años), la laguna se extendía por la parte central del altiplano, con variaciones al-
titudinales según la intensidad de las precipitaciones, ascendiendo hasta las rocas
circundantes de la montaña en algunas ocasiones, y en otras descendiendo hasta
replegarse por la zona más ancha en la región de Funza, conformando amplias
áreas pantanosas. Hacia finales de este período, el gran lago de la alti­planicie de
Bogotá se secó, como consecuencia del descenso gradual del nivel de sus aguas,
la erosión, el relleno y el desagüe producido por el río Bogotá al precipitarse por
el salto de Tequendama, aunado esto a la disminución de las lluvias anuales. La
formación de centenares de metros de depósitos lacustres, que oscilan entre los
200 y los 400 m de espesor, generó una de las tierras más fértiles del territorio
colombiano (Van der Hammen, 1992: 69).
Durante el Pleniglacial Superior (26.000 hasta cerca de 14.000 años a. P.), el
clima se torna considera­ble­mente frío, desciende el nivel de las aguas de las lagu-
nas y llega a dominar la vegetación de páramo. El límite altitudinal del bosque se
extiende muy bajo, hasta los 2000 m, y el de los glaciares, hasta los 3800 msnm,
conformando una vegetación de páramo seco, con precipitaciones de lluvias
menores que las actuales. Las temperaturas eran unos 6-8ºC más bajas que las
actuales, lo cual dificultó la ocupación humana del altiplano. Hace 18.000 años,
eran 8ºC más bajas a 3000 m de altitud, y 6ºC más bajas a 1500 m. Los cambios
climáticos, tanto en los Andes Septentrionales como en los valles interandinos
durante este período fueron vitales para la supervivencia de la megafauna, especial-
mente del extinto elefantoide mastodonte (Haplomastodon y Cuvieronius), cuyos
huesos, colmillos y molares han sido fechados entre 25.000 y 11.000 años a. P.
La existencia de una inmensa área abierta que unía el altiplano Oriental con los
valles interandinos, favoreció la abundancia y el libre movimiento de megafauna,
siendo una de las presas favoritas de poblaciones de cazadores recolectores. Entre
los 21.000 y los 14.000 años a. P., los glaciares se retiraron, produciendo un clima
seco y frío, con una amplia vegetación de páramo seco (Van der Hammen, 1963).
Durante el Tardiglacial (14.000 a 10.000 años a. P.), el clima se torna más
húmedo y cálido; las dos áreas de vegetación abierta y seca del altiplano y valles
interandinos se reducen y se separan por un bosque montano. La reducción del
hábitat de la megafauna conduce a su aislamiento y posterior reducción, fenómeno
agudizado por la actividad predadora de los cazadores recolectores. Durante estos
| 30 |

cuatro milenios, hay alternancia de climas fríos (estadiales) y cálidos (interestadia-


les); inicialmente se observa el interesta­dial de Susacá (circa 14.000-13.000 años a.
P.), seguido por un estadial frío; posteriormente sobreviene el interestadial calien­te
de Guantiva (12.000-11.000 años a. P.); finalmente acontece el estadial frío de
El Abra (11.000-10.000 años a. P.). Durante estos interglaciares, las condiciones
climáticas son favorables para las ocupaciones humanas.

1.3.1 Cambios climáticos durante el Holoceno

En los Andes, el Holoceno sobrevino hace cerca de 10.000 años, con un clima
muy similar al actual, aunque con algunas fluctuaciones menores de temperatura
y precipitación de lluvias. Alrededor de los 9000 años a. P., el bosque montano
alto llega a sobrepasar la cota de los 3000 msnm; hacia los 5500 años a. P. vuelve
a incrementarse el límite altitudinal del bosque, pero desciende poco antes de los
5000 años a. P.; entre los 5000 y los 3000 años a. P., el límite del bosque alcanza
su posición más alta. Durante el óptimo del Holoceno, hace 6000-4000 años, la
temperatura fue 1-2ºC más alta, y hace 3000 años llegó a ser algo más fría. Estos
cambios provocaron la deseca­ción de pequeños y poco profundos lagos del alti-
plano; el bosque invade la mayor parte de la región, aunque las zonas pantanosas
permanecen abiertas. El palinólogo Thomas van der Hammen (1992: 110) ha
establecido que a partir del I milenio a. C. se evidencia un descenso de las tem-
peraturas medias anuales; los pantanos tomaron el lugar de la antigua laguna y
el bosque descendió casi hasta el nivel existente actualmente. Los períodos secos
ubicados en 3000 a. C. (extinción de la megafauna), 1000-700 a. C. (finales
del Precerámico) y 1250 d. C. (inicios de los chibchas tardíos), coinciden con
significati­vos cambios culturales en la cordillera Oriental. Para la sabana de Bogotá
se destaca entre el 700 y el 300 a.C. una época de notable sequedad, detectada
por la reducción del lago (inicios del periodo Herrera).

1.4 El espacio y el tiempo mítico de Bochica


en la sabana de Bogotá

Según la tradición bíblica del diluvio universal, Noé salvó a varias poblaciones
animales en su arca cuando las aguas del Mediterráneo por el deshielo alpino
| 31 |

rompieron las barreras del estrecho del Bósforo, inundando gran parte del mar
Negro y sus poblaciones ribereñas, hace cerca de 7500 años durante el hipsitermal.
Durante este período, se alcanzan las temperaturas más altas del Holoceno, lo que
produce un masivo deshielo de las nieves acumuladas en las montañas alpinas. Por
la misma época y como fenómeno mundial, en la sabana de Bogotá tuvo lugar
una gran inundación por la parte más baja y ancha que se extiende entre Madrid,
Funza, Mosquera, Fontibón, Bosa y Soacha, la que se anega por la creciente de los
ríos que allí desembocan al Bogotá, como el Subachoque, el Frío y, más adelante,
el Checua y el Sopó, además de algunos cauces pequeños, que desaguan en la re-
gión del Tequendama a través de un estrecho rocoso que forma el famoso salto del
mismo nombre. En esta región se desarrolló el mito de Cuchaviva, Chibchacum
y Bochica que fue transmitido de generación en generación hasta la llegada de los
europeos, dándonos una idea de la profundidad temporal de la tradición chibcha
y de su permanencia en este territorio. Si los chibchas fuesen advenedizos, como
han planteado algunos autores, habrían conservado en su memoria mitos de otras
regiones de donde habrían provenido, de su éxodo y avatares durante su travesía,
al igual que los hebreos. Sin embargo, ante nuestros ojos tenemos una tradición
local muy profunda en el ámbito temporal que se remonta a varios milenios antes
de la llegada de los conquistadores.
Anota el cronista fray Pedro Simón (1981, III: 379-381) que la adoración al
arco del cielo llamado Cuchaviva se relaciona con el mito de la gran inundación, y
lo ubica en el contexto geográfico adecuado. Todas las aguas que descienden de los
cerros que rodean la altiplanicie, y que en tiempos inmemorables fueron abundantes,
desembocan en el río Bunza (Bogotá), y tienen una sola salida en el suroeste por la
región de Tequendama, donde rompen estruendosamente entre dos rocas, con tanta
fuerza, especialmente en invierno, que rebosan por la parte posterior, inundando
durante buena parte del año Bosa, Hontibón (Fontibón) y Bogotá (Funza). Cuenta
el mito que por algunas ofensas proferidas contra el dios Chibchacum, éste castigó
a los pobladores de la región haciendo crecer los ríos Sopó y Tibitó (Chocontá)
que aportan mayor cantidad de agua, anegando gran parte de la sabana, algo que
no ocurría anteriormente, pues el agua de ellos se empleaba en las labranzas y
sementeras sin necesidad de desagüe. Al no tener alimentos y ser muy grande la
población, las gentes empezaron a aguantar hambre, por lo que decidieron solicitar
la ayuda del dios Bochica. Éste, compadecido por las penurias de los chibchas y
agradecido por los sacrificios, clamores y ayunos ofrendados en su templo, decidió
ayudarles. Una tarde soleada hizo aparecer el arco iris acompañado de un fuerte
| 32 |

viento; se vio surgir al resplandeciente Bochica con forma humana y arrojar una
varita de oro contra las rocas de Tequendama, con lo cual se desaguó la región de
la inundación. Quedó así libre la tierra para “poder sembrar y tener sustento”, y
los indígenas obligados a continuar con su culto a Bochica como dios benefactor,
aunque temerosos por la amenaza de Chibchacum de que habrían muertes cuando
apareciera el arco iris. Por este hecho, Bochica lo castigó obligándolo a sostener
la tierra sobre sus hombros –antes apoyada sobre guayacanes–; cuando se cansa y
quiere cambiar de lado, puede hacer temblar la tierra.

1.5 El espacio sabanero a la llegada de los conquistadores

A la llegada de los españoles, la sabana de Bogotá estaba cubierta de lagunas,


pantanos e islas donde se refugiaban los indígenas de las huestes conquistadoras,
pues los caballos por su peso se hundían en el cieno y no los podían perseguir.
Cuenta fray Pedro Aguado:

Eranles favorables a estos míseros indios, para no ver de todo punto su ruina y
destrucción, unas lagunas o pantanos que cerca del pueblo de Bogotá había, en las
cuales se recogían al tiempo que los españoles iban a su alcance, y allí guarecían
las vidas los que escapaban, porque como aquellas lagunas fuesen de grandes
cenegales y tremedales, no entraban dentro los españoles con sus caballos, por
no ser sumidos en el cieno y puestos en notorio peligro. (1956, I: 273)

Además de ese ambiente anegadizo, había valles habitables, cerros, bosques y


sabanas con una gran diversidad climática y tierras adecuadas para la agricultura.
Al respecto, Fernández de Piedrahita describía así la región de Tunja:

Cíñenla dos colinas rasas, una a la parte de oriente, donde habitan los chibataes,
soracaes y otras naciones que se extienden hasta la cordillera que divide los llanos de
San Juan de lo que al presente se llama Nuevo Reino; la otra al occidente, llamada
la Loma de los Ahorcados [...] o cuesta de la Laguna, por el valle que tiene a las
espaldas... donde hay un gran lago y en que habitan las naciones de los tibaquiraes,
soras, cucaitas [...], furaquiras y otras que por el mismo rumbo confinaban con
las tierras de los caciques de Sáchica y Tinjacá, señores libres y de la provincia
[...] donde está fundada la Villa de Leiva. Al sur de las dos colinas, cinco leguas
| 33 |

distante, tenía su estado el cacique Turmequé, señor poderoso y sujeto al Tunja


[...]; y aunque todas aquellas tierras son ásperas y dobladas, por ser tan fértiles las
ocupaban muchas naciones, como son los boyacaes, icabucos, tibanaes, tenzas y
garagoas, y al norte era señor de los motabitas, sotairaes, tutas y otros muchos,
hasta confinar con el Tundama, señor absoluto y poderoso [...] A estos términos
y calidades se reducían el señorío y estados del Tunja [...]. (1973, I: 91-92).

La tierra de la provincia de Tunja era muy variable, pues tenía valles llanos,
templados y calientes, muchos de ellos fértiles por la calidad de sus suelos, aunque
predominaban los cerros y cuestas. El temple era más sano que enfermo, cuando
el clima era seco, pero cuando llovía o estaba cubierto de nubes, era aún más
sano, “de manera que el sol no pueda estar, y lo mismo es en los frutos, que se
dan mejor en los tiempos lluviosos y nublados que en los claros, que es cuando el
sol y hielos los dañan [...]” (Relación de Tunja de 1620; en Patiño, 1983: 339).
Estaba rodeada de importantes manantiales (Soya y Aguayo) y fuentes fluviales
(Chicamocha y Sogamoso) y lacustres (Tinjacá o Fúquene y Guáquira o Tota)
que proporcionaban variedad de peces (capitán, sardinatas, bagre), patos y agua
potable de buena calidad. Al norte (Zipaquirá, Nemocón, Tausa) existían varias
fuentes saladas que proporcionaban sal comestible. En sus tierras crecían árboles
que suministraban maderas, animales de monte, aves, frutas, hortalizas, yerbas
y flores que brindaban lo suficiente para el sustento nativo. Los indios de esta
provincia que vivían en tierras calientes cultivaban algodón, coca y tabaco, que
intercambiaban con los de tierras frías.
El territorio de la confederación de Bacatá era tierra fría, con algunas sierras,
aunque era más bien llana por la planicie aluvial del río Bogotá que se anegaba
en invierno. Generalmente era sano, poblado de robles, cedros, nogales y alisos,
buenos para madera. Había abundancia de árboles frutales, maíz, raíces, fríjoles
y “[...] alguna coca que traen y siembran en algunos valles calientes que alcanzan;
en los cuales asimismo se les da mucha diversidad de frutas que ellos tienen [...]”
(Relación de Popayán y del Nuevo Reino 1559-1560; en Patiño, 1983: 65). Venados
había en abundancia, especialmente en un vedado del señor principal de Bogotá,
pero existía veda estacional sobre su consumo. Las rozas y sementeras estaban a
la puerta de las moradas, por lo cual las poblaciones estaban separadas unas de
otras, aunque las que se extendían por la sabana de Bogotá casi estaban en forma
de pueblo, y “[...] las sementeras en este valle algunos años previenen se prestó los
indios con sembrar en la tierra caliente que alcanzan y en el entretanto que se coge
| 34 |

se sustentan con papas [...]” (Descripción de la ciudad de Tunja; en Patiño, 1983:


65). En los términos de la ciudad de Santafé de Bogotá había una gran diversi-
dad de fuentes de agua salada que se explotaban para obtener sal comestible. En
las fuentes lacustres y fluviales se obtenía un pescado sin escamas, como anguila
(capitán), y muchos cangrejos.
Al sur, hacia la frontera de los panches de Conchima, se hallaban fríos páramos
donde se cultivaba predominatemente papa, pues los hielos y fríos no permitían
el cultivo de otros productos.
De esta manera, se empleaban todos los pisos térmicos, siendo los cálidos
valles útiles para el cultivo de coca, algodón, tabaco, yuca, batata, fríjol, maíz de
tierra caliente y frutales, mientras que los más templados lo eran para sembrar
papa, arracacha, cubio, hibia, y frutales de los bosques subandinos. La sal que
se obtenía de diferentes fuentes saladas era intercambiada por oro, esmeraldas y
artículos exóticos, como plumas (guacamayas), pieles (jaguar), tinturas vegetales
(bija) y sustancias psicotrópicas (yopo, ambil). No en vano a los conquistadores
les llamó la atención en 1537 la parefernalia de un chamán del altiplano, atavia-
do con plumas de aves tropicales, pieles de felinos y recipientes para yopo de los
Llanos Orientales, caracoles marinos, adornos orfebres del valle del río Magdalena
y cuentas de collar de la Sierra Nevada de Santa Marta (Langebaek, 1996: 9). Es
decir, ya en el siglo XVI los indígenas de los Andes Orientales de Colombia estaban
globalizados mediante una red de intercambio que les conectaba con todo el país.
Tabla 1. Cambios socioculturales, climáticos y biológicos en los Andes Orientales de Colombia.

PERÍODO CRONOLOGÍA CLIMA ECONOMÍA Y CULTURA BIOTIPO SITIOS


Mestizo hipsi-bra-
República ss XIX-XXI d. C. Calentamiento global. Industria Múltiples
quicéfalo
Conquista y Pequeña Edad Mestizo braquicéfalo,
ss XVI-XIX d. C. Extractiva Edificaciones coloniales
Colonia de Hielo. español dolicocéfalo
Agricultura intensa, mayor den-
Bogotá, Tunja, Duitama,
Más cálido, menos sidad demográfica.
Chibcha Tardío ss XIII-XV d. C. Braquicéfalo Sogamoso, Los Santos, S.
húmedo. Muiscas, guanes, laches, chita-
N. Cocuy, Silos
reros.
Menos cálido y más Período de transición, Portalegre, Candelaria,
Chibcha Temprano ss IX-XII d. C. Braquicéfalo
húmedo. cerámica pintada Funza
Madrid 1, laguna de La
Agricultura más intensa, genera-
Herrera, Templo del Sol
lización del maíz.
Braquicéfalo (Sogamoso), Templo de
Herrera Tardío ss I-VIII d. C. Desarrollo de templos y observa-
Deformación craneal Goranchacha (Tunja), El
torios astronómicos líticos.
Infiernito (Villa de Leiva),
Cerámica incisa.
San Lorenzo (Duitama)
Inicios de la agricultura (maíz),
Calentamiento, dese-
construcción de camellones, ca-
Herrera Temprano I milenio a. C. cación de lagos, entre Dolico-mesocéfalo Madrid 0, Zipacón
nales, y estructuras líticas.
ellos, La Herrera.
Cerámica incisa.
Caza, recolección, pesca, horticul- Aguazuque,
Precerámico Tardío III-II milenio a. C. Más seco y cálido Dolicocéfalo
tura (raíces del altiplano). Vistahermosa
Hipsitermal, muy cá-
VI-III milenio a. C. Caza (venado, extinción de me- Chía, Galindo, Neusa
lido Dolicocéfalo
gafauna), recolección. Inicios de
Inicios del Holoceno y domesticación del curí. Checua, Tequendama,
Precerámico VIII-VII milenios a. C.
del deshielo Sueva, Nemocón, Floresta
Temprano IX milenio a. C. Estadial El Abra
Caza (venado, caballo, mastodon- Tibitó, El Abra.
X milenio a. C. Interestadial Guantiva
te, curí, otros), recolección.
Pubenza, Tocogua, Río
XVIII-XI milenios a. C. Estadial Fúquene
Sogamoso
| 35 |
| 36 |

75° 74° 73° 8°

CUCUTA

SAN CRISTOBAL

A N
R. ZULIA

MPLO
R.
TO

R. PA
RBE
S

R. CUCUTILLA
LE
BR
IJA

PAMPLONA
MATANZA MUTISCUA LABATECA

R. SOGAMOSO SILOS
UBICACION DEL TERRITORIO A
CHIBCHA EN EL MAPA DE BUCARAMANGA ITA
G CHITAGA
COLOMBIA TONA CH
R.
CHITAREROS
MESA DE
LOS SANTOS 7°

BETULIA GUACA
ENA

YARIGUIES S.ANDRES
DAL

A
R. GUAC
AG


R. M

JA
TEQUIAS R.
BO
R.

GUANES
OP
ON

R. F
ON
CE
R.
GU

MOGOTES
LACHES
AYA

SOCORRO
EZ
R. SUAR
BITO

GUIES

CHARALA BOAVITA EL COCUY


LOS YARE

LANDAZURI SOATA
CORD. DE

OIBA ONZAGA LA UVITA


R. HORTA
ENCINO
SATIVANORTE R. CASA
NARE
CHITA
SUAITA
JERICO
A

CHIPATA
CH
MO

BELEN
ICA

BOLIVAR
CH

VELEZ 6°
R.

SOCHA
LA BELLEZA FLORESTA TASCO
PUENTE NACIONAL DUITAMA

SOGAMOSO PISBA
O
ER
MIN

SUTAMARCHAN MORCOTE
R.

TUNJA
CHIQUINQUIRA LAG. DE
SACHICA TOTA
LABRANZAGRANDE
MUZOS LAG. DE ZAQUE R.
TO
FUQUENE CAR
SUSA R. C ÍA
RAV
OS
UR
MUISCAS
UBATE
COLIMAS
LA PEÑA TECUAS ACHAGUAS
TAUSA
SUPATA TENZA CAMPOHERMOSO
ZIPAQUIRA CHOCONTA

SUBACHOQUE GUATAVITA CONVENCIONES


ACHAGUAS Grupo Étnico
SOPO
FACATATIVA CHIA GUASCA Límite

UBALA
PANCHES ZIPA

Ríos Principales
GO

MADRID
SUBA
BO
R.

Poblaciones Actuales

BOGOTA
Lagunas
SOACHA COTAS
R.
UP

FOMEQUE
ÍA

500 m.s.n.m 3.000


1.000 4.000
SILVANIA 2.000

AGUA DE DIOS FUSAGASUGA


GUAYUPES
R.

FOSCA R. META
HU

PASCA
ME

TIBACUY
A

SUTAGAOS R. GU
AITIQ
Escala:
UÍA

0 15 30 45 60 Km.

75° 74° 73° 72°

Figura 1. Mapa con la localización de los grupos chibchas y vecinos hacia el siglo XVI.
Capítulo 2
Los primeros pobladores
del altiplano Cundiboyacense
2.1. El poblamiento temprano del noroeste de Suramérica

G
racias a las investigaciones adelantadas en el marco del programa “Medio
ambiente pleistocénico y el hombre prehistórico en Colombia”, coordinado
por el arqueólogo Gonzalo Correal U. del Instituto de Ciencias Naturales
de la Universidad Nacional de Colombia y por el palinólogo holandés Thomas van
der Hammen [q.e.p.d.], la historia de Colombia se amplió en más de 10.000 años de
antigüedad (Correal, 1979, 1981, 1990, 1993; Correal y Van der Hammen, 1977,
2003; Correal et al., 1972). Este trabajo pionero inspiró otras investigaciones, entre
ellas trabajos arqueológicos (Ardila, 1984; Groot, 1992, 2000; Orrantía, 1997; Pinto,
2003; Rivera, 1992) y estudios especializados sobre paleoecología (Van der Hammen,
1992), paleodieta (Cárdenas, 2002), paleontología (Ijzereef, 1978), paleopatología y
paleodemografía (Correal, 1985, 1996), tecnología lítica (Nieuwenhuis, 2002), y la
evolución de la morfología craneal (Rodríguez, J. V. 2007) y dental (Rodríguez y Vargas,
2010; Vargas, 2010). Igualmente, se posee una amplia información sobre el precerámico
en el valle del río Magdalena (Correal, 1976; López, 1991; Santos y Otero, 2003), el
suroccidente (Gnecco, 2000), la cordillera Occidental (Cardale et al., 1989; Salgado,
1989) y el valle medio del río Cauca (Aceituno, 2003). Esta información permite abor-
dar la discusión sobre las diferencias regionales en el uso de los paisajes y tecnologías
locales, el impacto de los cambios climáticos en el comportamiento de los cazadores
recolectores –especialmente en la obtención de recursos faunísticos y vegetales–, la salud
y la enfermedad, y los orígenes de la diversidad poblacional y su proceso evolutivo.
Las primeras bandas trashumantes de cazadores recolectores en su búsqueda
de recursos traspasaron el istmo de Panamá a finales del Pleistoceno cuando no
existía cobertura boscosa tropical, sino llanuras propicias para la pastura de grandes
herbívoros, con pequeños reductos boscosos. Desde allí pudieron remontarse hacia
el interior del país por el occidente (costa Pacífica, cordilleras Occidental, Central y
| 38 |

valle del río Cauca), centro (valle del río Magdalena, cordillera Oriental) y oriente
(Llanos Orientales), dada la atractiva diversidad de recursos de animales y plantas
de los valles interandinos y montañas. A los Andes Orientales pudieron haber as-
cendido por dos rutas: una por el norte (valles de los ríos Sogamoso-Chicamocha
y Opón), extendiéndose por los Santanderes y Boyacá, y otra por el valle del río
Bogotá, al sur, dispersándose por la región meridional del altiplano Cundiboyacense.
Este evento debió haber ocurrido durante el Pleniglacial Superior (26.000 a 14.000
años a. P.) si se confirman las fechas obtenidas por Liliana Cajiao en el cañón del
río Sogamoso, Santander (15.000 años, información personal), por Tito Miguel
Becerra en el sitio Tocogua, municipio de Duitama, Boyacá (19.000-21.000 años,
asociadas a puntas de proyectil de cuarzo lechoso, pedunculadas con muesca en
una esquina, y a restos de grandes aves similares al ñandú), y por Gonzalo Correal
y colaboradores en la vereda Pubenza, municipio de Tocaima, Cundinamarca,
cercanas a los 17.000 años (Correal, 1993; Correal et al., 2005; Correal y Van der
Hammen, 2003). Este último yacimiento corresponde a un antiguo pantano en el
que se conservaron polen y semillas, restos de tortugas, roedores, crustáceos, huesos
de megafauna (mastodonte) y artefactos fabricados por humanos.
Los recientes estudios contextuales de los yacimientos precerámicos mencio-
nados han roto con el tradicional paradigma arqueológico que se tenía sobre las
sociedades de cazadores recolectores de la sabana de Bogotá. La tradición nor-
teamericana de dividir los estadios de desarrollo cultural en Paleoindio (hasta 5000
a. C.), Arcaico (5000-3000 a. C.), Formativo (3000 a. C. a 300 d.C.) y Tardío
(300-1600 d. C.), con una supuesta “Big Game-Hunting Tradition” o tradición
de caza de megafauna (caballo americano, camélidos, mastodontes, perezosos
gigantes, armadillos gigantes y otros) con puntas de proyectil lanceoladas tipo
Clovis, Folsom y formas relacionadas (Willey, 1966), con diferente tipología craneal
(paleoindio y amerindio) (Stewart, 1973), no tiene aplicación en los contextos
andinos. A pesar de que el sitio de Tibitó, Tocancipá (Correal, 1981), fue un lugar
de matanza y tasajeo de megafauna (mastodonte, caballo americano) que podría
encajar en la tradición norteramericana de cacería de grandes presas, la mayoría
de sitios precerámicos andinos se incluye en tradiciones de grupos que eran más
vegetarianos que cazadores. Ello obedece a que las características ambientales del
trópico andino, con la ausencia de estaciones, la presencia de abundante y diversa
biomasa animal y vegetal domesticable, y la conexión de los altiplanos mediante
corredores con los cálidos valles interandinos en los que era posible hallar com-
plementos alimenticios y materias primas, permitieron desarrollar sociedades con
| 39 |

un patrón de subsistencia generalizado, para las que los vegetales jugaron un papel
muy importante desde el Holoceno temprano, al igual que el curí, con una clara
intervención de los bosques y un oportunismo ecológico.
En algunas regiones con condiciones ambientales especiales, como la cuenca
baja del río Bogotá, que comunica con el valle del río Magdalena, se logró con-
servar megafauna hasta mediados del Holoceno, como se ha reportado en el sitio
El Totumo, Pubenza, Cundinamarca, donde se han hallado restos de mastodontes
y megaterios fechados en 4.000-3.000 a. C., asociados a artefactos líticos de tipo
Abriense (Correal y Van der Hammen, 2003). Por otro lado, los autores plan-
tean que la existencia de una estatua de forma elefantoide con grandes colmillos
y trompa en San Agustín, Huila, datada hacia finales del I milenio a. C., podría
estar demostrando la sobrevivencia en la memoria de algunos pueblos del suroeste
de Colombia de tradiciones sobre la existencia de megafauna.
De acuerdo con los cambios ambientales, culturales y biológicos percibidos
en la sabana de Bogotá, podemos dividir la secuencia de las ocupaciones humanas
prehispánicas en varios períodos:
1. Precerámico Temprano (hasta mediados del III milenio a. C.), en que
prevalece la recolección y la caza. La gente es robusta, dolicocéfala, de dientes
grandes y rostro mesomorfo.
2. Precerámico Tardío (finales del III milenio a inicios del I milenio a. C.),
cuando surge la horticultura y la pesca como actividades de subsistencia importan-
tes. La población se ve afectada por un proceso de gracilización y de reducción del
aparato masticatorio, y por enfermedades infecciosas propiciadas por el crecimiento
demográfico y la sedentarización.
3. Formativo o Herrera (I milenio a. C. a siglo VIII d. C.), cuando surge la agri-
cultura del maíz y otros productos como el fríjol y la achira. La población se torna
más grácil y braquicéfala tipo mongoloide y se congrega en torno a pequeñas aldeas.
4. Tardío o Chibcha (siglos IX-XVI d. C.), cuyas características fueron similares
a las descritas por los conquistadores europeos.
Sin embargo, hay que acotar que este cuadro, a pesar de configurar una visión
evolucionista en sentido biológico, no es de tipo unilineal, ni gradual ni genera-
lizado. Esto obedece a que no existe coincidencia entre las secuencias biológicas
y culturales, pues el tipo paleoamericano (de cabeza alargada, angosta y alta, y
rostro mesomorfo) se conserva hasta finales del I milenio a. C. en cercanías de la
antigua laguna de La Herrera (Madrid) (Figura 13), y en Chita, Sierra Nevada
del Cocuy (Figura 14), hasta principios del I milenio d. C., quizás debido a la
| 40 |

presencia de variados recursos alimenticios que suplían las necesidades dietarias


básicas sin necesidad de recurrir a la agricultura, pero ya con acompañamiento de
cerámica del período Herrera, de significado más ritual que doméstico. En segundo
lugar, el nivel de desarrollo fue desigual en el ámbito continental, precisamente en
virtud de la diversidad de biomasa vegetal y animal de los sistemas cordilleranos;
el cambio cultural fue más lento (por ejemplo, el surgimiento de la alfarería) en la
sabana de Bogotá que en la costa Caribe y el valle medio del río Porce (Antioquia),
aunque a la postre el nivel de desarrollo sociocultural de los muiscas fuera más
jerarquizado y con una población más numerosa y de mayor extensión territorial.
Así, por ejemplo, en el valle medio del río Porce en la cordillera Central se
reporta una secuencia cultural bastante dinámica, con un temprano manejo de
vegetales y alfarería (Santos y Otero, 2003: 100-104). Los estudiosos de esta región
han dividido el Precerámico en dos fases. La primera se extiende entre el 7000 y el
5500 a.C., con ocupaciones estacionales de movilidad restringida, cuyo utillaje lí-
tico incluía cantos rodados con bordes desgastados, cantos con bordes desbastados,
placas de moler, hachas talladas con bordes pulidos, lascas y núcleos de cuarzo. La
segunda fase se ubica entre el 5500 y el 3500 a. C., y denota un mayor manejo del
bosque, con utillaje que incluía martillos, percutores, elementos con talla bipolar,
artefactos con bordes retocados, lascas laminares, puntas de proyectil y raspadores
plano-convexos. Durante esta fase se desarrolla la horticultura, evidenciada por la
mayor dispersión de plantas como manihot (yuca), amarantáceas, cucurbitáceas,
smiláceas, maíz, malanga, ñame nativo y batata. Entre el 3500 y el 2000 a. C.
se desarrolla la cerámica mediante el estilo conocido como Cancana (pequeños
cuencos de paredes muy delgadas y vasijas de boca muy estrecha). La similitud en
la forma de explotación de los recursos y en la propia tecnología lítica ha dado pie
para sugerir que los recolectores horticultores precerámicos tuvieron continuidad
genealógica en los alfareros del estilo Cancana (Castillo, 1998). Es decir, en esta
región el desarrollo, tanto de la horticultura como de la alfarería, antecedió en
casi 2500 años a su similar de la sabana de Bogotá.
Este desarrollo desigual debe estar asociado a las diferencias temporales y
espaciales en la capacidad de sustento de los ecosistemas. La sabana de Bogotá
solamente a partir del I milenio a. C., una vez se redujeron las áreas anegadas,
habría dispuesto de una mayor extensión de tierras fértiles y una mayor disponi-
bilidad de recursos agrícolas, con lagunas, sabanas, valles y lomas adecuadas para
los asentamientos humanos, condiciones que mejoraron notablemente a partir
de mediados del siglo XIII d. C.
| 41 |

2.2. Cambios climáticos y opciones de recursos

Durante el cálido interesta­dial Guantiva, hacia los milenios XI-X a. C., surgieron
condiciones climáticas benignas que posibilitaron la ocupación del altiplano Cundi-
boyacense, como se evidencia por los hallazgos realizados en los niveles inferiores de
los abrigos rocosos de la región utilizados para guarecerse del frío, acampar, preparar
los alimentos y proveerse de vituallas y artefactos líticos, ubicados en El Abra, Sue-
va, Tequendama, y en Tibitó, un sitio de matanza y tasajeo de grandes herbívoros.
Durante este largo período más cálido, los cazadores recolectores pudieron
adaptarse a las condiciones de la sabana de Bogotá y sobrellevar el rigor del frío
subpáramo del estadial El Abra que sobrevino hacia el IX milenio a. C. La ve-
getación de áreas abiertas con praderas y pastizales propicia para los herbívoros
favoreció algunas regiones de la sabana, orientando la atención de las bandas de
cazadores recolec­tores en los alrededores de los abrigos rocosos (Tequendama, El
Abra), pero también en espacios abiertos (Checua, Galindo). Durante este período
se incrementa la densidad de ocupación, como lo señala la asociación de fogones
y restos de fauna hallados en estos yaci­mientos arqueológicos.
Tanto la cacería de herbívoros (caballo, mastodon­te, venado) como la recolección
(moluscos, raíces) jugaron un papel importante en la dieta de los recolectores caza-
dores, como se puede colegir por la presencia de percuto­res para machacar vegetales
y por los restos de gasterópodos que abundaban en los riachuelos cercanos.
Con el advenimiento del Holoceno a principios del VIII milenio a. C. ocurren
grandes cambios climáticos. Las temperatu­ras ascienden 2-3°C en comparación
con las actuales (Van der Hammen, 1992: 109); los bosques invaden la sabana de
Bogotá y desapare­cen las húmedas praderas donde antiguamente pastaban rebaños
de herbívo­ros, lo que contribuye a la reducción de la megafauna. Las bandas de
recolectores cazadores se ubican durante largas temporadas sobre terrazas elevadas
frente a las antiguas lagunas sabaneras donde podían avistar las manadas de aves y
roedores, recolectar moluscos y raíces, y adentrarse en los bosques donde abundaban
los animales. El campamento temporal Tibitó 1 (Tocancipá) pierde su significado
en calidad de estación de matanza y tasajeo, como lo demuestra la ausencia de restos
culturales en el horizonte 2; en las unidades estratigráficas de Tequendama, Sueva 1
y de El Abra correspondien­tes a este período se aprecia igualmente una reducción
del material cultu­ral. Entretanto, Checua (Nemocón) y Galindo (Bojacá), situados
estratégicamente sobre colinas frente a antiguas lagunas y conectados a zonas boscosas,
observan una continuidad de ocupación durante varios milenios.
| 42 |

Esto no significa que se abandonen los abrigos rocosos como sitios temporales
para acampar, pues se aprecia hacia este período un incremento de los restos de
animales pequeños (curí, ratón, borugo, guatin, conejo, topo, tinajo, armadillo,
zorro), de gasterópodos de hábitos terrestres, la predominancia de la carne de ve-
nado y la presencia de fauna de regiones cálidas (jabalí y nutria), lo que demuestra
la gran variedad de posibilidades alimentarias de los antiguos pobladores y el papel
del intercambio de objetos exóticos provenientes del valle del Magdalena, recolec-
tando y cazando “por la misma altiplanicie y sus inmediatos alrededores” (Correal
y Van der Hammen, 1977: 169). La contemporaneidad en las ocupaciones de
los abrigos rocosos con yacimientos a campo abierto (Checua, Galindo I) plantea
asimismo que a partir del VII milenio a. C. los moradores realizaban incursiones
a lugares propicios para la obtención de recursos alimentarios complementa­ríos
y materia prima para la fabricación de artefactos líticos.
En el yacimiento al aire libre de Checua, municipio de Nemocón, Cundina-
marca, situado sobre la cima de una colina, cerca al río del mismo nombre, en la
primera zona de ocupación correspondiente al VII milenio a. C. se registraron
fogones y huellas de postes, aunque acompañados de una baja frecuencia de
elementos líticos y restos de fauna, señalando un poblamiento esporádico y esta-
cionario de pequeños grupos (Groot, 1992: 62).
Desde el V milenio a. C., apare­cen huellas evidentes de una ocupación más densa
de los abrigos rocosos, proceso acompañado por asentamientos en espacios abiertos
en las riberas de ríos y lagunas, que se intesifican hacia finales del Precerámico Tardío
(II milenio a. C.), especialmente en el entorno de la antigua laguna de La Herrera
que se extendía por los municipios de Madrid, Mosquera y Funza. Igualmente, se
incrementa el papel de la recolección en la esfera económica de este período, como
lo indica la densidad de útiles en guijarros adaptados al procesamiento de vegetales,
al igual que la presencia de restos de animales pequeños y moluscos.
Los diagramas de polen correspondientes al período entre los milenios IV y
III a. C., acusan un notable enfriamiento y una fuerte sequía seguida de un clima
cálido, especialmente hacia el III milenio a. C. Estos bruscos cambios climáticos
incidieron en las estrategias económicas de los recolectores cazadores del altipla­no,
pues los presionó a buscar nuevas fuentes de alimentos en áreas abiertas, en donde
podían establecerse durante tempora­das más prolongadas, dada la diversidad de
opciones alimentarias (lacustres, fluviales, de bosques y sabanas), lo que condujo a
una menor trashumancia y a la instalación de viviendas a manera de chusques en
las riberas de los recursos hídricos. Durante el IV milenio a. C. las temperaturas
| 43 |

medias anuales llegan a su máximo, y hacia finales (3000 a. C.) se presenta un


período de fuerte sequía, cambio reconocido en varias partes del mundo. Este cam-
bio climático coincide con el desarrollo de los concheros en los litorales costeros y
las ocupaciones ribereñas en el altiplano; los inicios de la cerámica; el incremento
de la recolección de moluscos; el desarrollo de la pesca; y el surgimiento de la
horticultura. Como bien lo subraya Correal (1990: 255), “durante más de dos
milenios, el sitio de Aguazuque presenció sucesivas ocupacio­nes de grupos, cuyos
patrones de asentamiento fueron diferentes a los de su anteceso­res los cazadores
y reco­lectores que ocuparon los abrigos rocosos del Abra, de Tequendama y otros
de la Sabana de Bogotá y sus alrede­dores”.
Para la costa Caribe, durante la etapa Formativa los asentamientos se ubican
en áreas con un amplio acceso a recursos alimentarios, cerca del litoral, de lagunas
y de pequeños ríos, y en zonas de bosques interrumpidos por sabanas (Reichel-
Dolmatoff, 1986). Según el citado autor, probablemente antes del 4000 a. C.
existían en esa región asentamientos comunales del tipo maloca, grandes casas
habitadas por varias familias nucleares. Así, los pobladores de Monsú, en el Canal
del Dique, a orillas de una gran laguna del bajo río Sinú, practicaban una economía
mixta, cultivando yuca y otras raíces, pescando en el mar y río, cazando en los
montes cercanos, recolectando semillas y frutos de palmas, recogiendo tortugas,
cangrejos y moluscos, y, en fin, aprovechando al máximo los recursos del mar,
ríos, lagunas y esteros, bosques ribereños y sabanas. Reichel-Dolmatoff plantea
una sucesión de cultivos de yuca y maíz, a juzgar por los restos culturales, en los
que inicialmente se hallan grandes budares raspadores de sílex, y posteriormente
aparecen metates en forma de artesa, manos de moler de diferentes formas y ta-
maño, pequeños platos planos de arcilla para tostar arepas y grandes tinajas para
la chicha, indicativos del cultivo del maíz, lo cual permite inferir una secuencia
raíces (yuca)/cereales (maíz) en el desarrollo agrícola de la región.

2.3 La producción lítica

La clasificación de los instrumentos líticos de los yacimientos precerámicos de


Colombia se ha aclarado de una manera extraordinaria gracias a los estudios de
las microhuellas de uso o traceología que se observan mediante microscopía elec-
trónica de barrido, lo que ha permitido revaluar la clasificación tipomorfológica
de los artefactos, la relación entre los tipos “abrienses” –desbastados burdamente
| 44 |

por percusión en material grueso– y “tequendamienses” –con retoque a presión


en material fino como el chert, que permitía obtener instrumentos muy cortan-
tes y punzantes–, los cambios diacrónicos en la forma y función, y su relación
con los cambios medioambientales y los sistemas de ocupación de los espacios
(Nieuwenhuis, 2002: 148).
Anteriormente se consideraba que los artefactos tequendamienses eran de ori-
gen pleistocénico, empleados en las labores de tasajeo por cazadores especializados
paleoindios, y que los abrienses eran producto del desmejoramiento de la técnica de
elaboración del mate­rial lítico, pues al disminuir el número y el tamaño de los animales
por la acción depredadora de los humanos durante el Holoceno, se podían utilizar
otros materiales en la preparación de las puntas de proyectil como el hueso, astas de
venado, o la madera endurecida, en cuya preparación se empleaban raspadores laterales
y cóncavos, incre­mentados en la composición del utillaje.2 No obstante, el análisis
microscópico de las huellas de uso ha planteado que los útiles abrienses corresponden
simplemente a artefactos expeditos adecuados para cualquier tipo de trabajo domés-
tico –siempre que tuvieran un borde útil–, que requirieron para su elaboración de un
tiempo mínimo, allí donde se disponía de suficiente materia prima y de tiempo para
su transformación, y tuvieron una corta vida de uso. Es decir, se caracterizan por su
carácter oportunista funcional. Por esta razón, en las regiones donde abunda la buena
materia prima como el chert del valle del Magdalena, se les puede encontrar junto
a artefactos más elaborados de tipo tequendamiense, que también son abundantes
en comparación con el altiplano Cundiboyacense. Finalmente, debido a su carácter
oportunista, los artefactos abrienses fueron empleados durante milenios hasta la llegada
de los españoles, y en todos los ecosistemas (Nieuwenhuis, 2002: 81).
Del estudio traceológico se desprenden otras conclusiones interesantes. Se des-
virtúa el carácter estacional de los abrigos –de hecho, los cambios estacionales en el
trópico no son tan drásticos como para generar desplazamientos a larga distancia–; se
determina que los cazadores recolectores no eran pasivos espectadores de los cambios
medioambientales, sino que eran más oportunistas ecológicos; se halla que el inter-
cambio apuntaba más bien a los bienes exóticos (entre ellos el mismo chert del valle
del Magdalena y animales exóticos), no esenciales para las necesidades domésticas,
y que también podrían haber servido para el mantenimiento de redes sociales de
intercambio; y se establece que los artefactos tequendamienses hallados en menor

2  Los artefactos con bordes cóncavos han sido asociados con el trabajo de la madera; los triangulares, con el
procesamiento de pequeños mamíferos o pescado; y los raspadores, con el tasajeo de la piel (Correal y Van
der Hammen, 1977: 70).
| 45 |

cuantía no eran especializados y podían ser utilizados en varias tareas domésticas,


entre ellas, como forma de intercambio (Nieuwenhuis, 2002: 152).
De estos datos se concluye que los recolectores cazadores de la sabana de Bogotá
eran muy flexibles en su modo de subsistencia, pues dependían de varias fuentes
de alimentos, entre ellos de los animales de caza, de la recolección de moluscos y
vegetales, y al final, de la pesca y horticultura. Es decir, eran pragmáticos oportu-
nistas ecológicos que aprovechaban todas las fuentes de recursos.

2.4 Los recursos alimentarios

La dieta de la mayoría de poblaciones humanas, excluyendo a los aleutiano-


esquimales, chukchi y otras poblaciones que habitan ambientes pobres en biomasa
vegetal, es mayoritariamente vegetariana. Inclusive los cazadores recolectores de selva
húmeda tropical dependen en buena parte de los productos vegetales, y le dedican
una importante porción de sus actividades productivas a su recolección. Para el caso
de los nukak, grupo indígena considerado el último relicto de cazadores nómadas
de selva húmeda tropical de Colombia, con mayor biomasa animal que la sabana
de Bogotá, los “eventos” o cualquier actividad de caza, captura, recolección o co-
secha de alimentos, se reparten de la siguiente manera: la recolección de vegetales
(especialmente de frutos de palmas) ocupa el 32,5%, la caza el 21,6%, la pesca el
18,2% , el 12,6% la horticultura, el 9,5% la recolección de miel y el 5,6% la reco-
lección de insectos (Cabrera et al., 1999: 242). Es decir, la recolección abarca casi
el 60% de sus eventos cotidianos, mientras que la caza, menos de la cuarta parte.
Por su parte, los tukano del Vaupés tienen un patrón de subsistencia basado
en la horticutura, caza, pesca y recolección, donde casi el 80% de la energía la
obtienen de la yuca brava –cuyo alto contenido de cianuro debe ser eliminado
mediante el rallado y exprimido– y el resto de la carne y pescado (9%), cultivos
y frutas (10%). Entretanto, el pescado suministra el 45% de la proteína, la yuca
brava el 21%, los cultivos y frutas el 15% y solamente el 12% es suministrado
por la carne. Esta última es obtenida de manera preferencial de pequeños roedores
como el agutí (Dasyprocta puntada) y la paca (Agouti paca), además del pecarí, el
venado y otros animales. Igualmente, consumen insectos, ranas, hormigas, termites,
orugas, y larvas de escarabajo o larvas de palma (Dufour, 1990: 51).
Los bosques andinos de la sabana de Bogotá y las riberas de los ríos, quebradas y
lagunas, prodigaron a los cazadores recolectores una amplia variedad de animales para
| 46 |

cazar y atrapar, desde la megafauna pleistocénica de gran tamaño como el mastodonte


(Haplomastodon, Cuvieronius hyodon) y el caballo americano (Equus amerhippus), que
se extinguieron durante el Holoceno, hasta el curí y el ratón, de pequeño tamaño
pero muy abundantes. Pero quizá el animal preferido fuera el venado (Odocoileus
viginianus, Mazama sp), muy apreciado hasta la llegada de los conquistadores y bien
entrada la República, tanto así que los primeros pobladores elaboraron instrumen-
tos con sus huesos y cuernos, y su piel fue apetecida por nativos y conquistadores
para la elaboración de calzado, aperos y taburetes; los muiscas limitaron su cacería
mediante cotos de caza para que los caciques tuviesen carne cecina en los depósitos
de armas para las eventualidades de la guerra. Sus restos, especialmente del venado
de cola blanca,ocupan casi el 80% del total de fragmentos óseos de los yacimientos
precerámicos, seguidos del curí (casi el 15%) y otros animales.
Los roedores,como el curí (Cavia porcellus), el conejo (Sylvilagus brasilensis)
y el ratón (Sigmodon bogotensis),estuvieron presentes en la ración alimentaria
permanente de las poblaciones prehispánicas. También se incluían el borugo
(Agouti sp.), zorro (Urocyon cinereoargentus), perro de monte (Potos flavus), run-
cho (Didelphis albiventris) y comadreja (Tayra barbara) de tierras más cálidas. En
el paquete de aves tenemos garzas sabaneras (Ardeidae, Ixobrychus exilis), patos
(Anatidae, Oxiura dominicana, Merganetta armata), águilas y halcones (Accipi-
tridae, Geranoaetus melanoleucos, Falconidae, Falco sparverius), perdices (familia
Phasianidae, Colinus cristatus), gallinetas acuáticas (Porphyriops melanops bogotensis,
Porphyrula martinica), palomas (Zenaida auriculata pentheria), búho (Asioflameus),
colibrí (Colibri coruscans), golondrinas (familia Hirundinidae, Notiochelidon mu-
rina), mirlas (familia Turdidae, Turdus fuscater), tráupidas (familia Tharaupidae,
Anisognathus igniventris lunulatus), gorriones (familia Fringillidae, Zonotrichia
capensis) y chisgas (Carduelis psartria, Carduelis spinescens). En la ración de re-
colección se incluyen caracoles (Pleckocheilus succinoides, Pleckocheilus coloratus,
Drymaeus gratus, Drymaeus laetus, Chimborasiensis), ranas (Hyla labialis labialis)
y pequeños dendrobátidos (Colostethus subpunctatus) en las zonas pantanosas y
húmedas (Correal, 1981: 25-27).
Un animal que jugó un papel importante en la dieta, tanto de las comunidades
precerámicas como de las agroalfareras, fue el curí (género Cavia), del que existen
actualmente tres especies: dos silvestres, Cavia anolaimae y Cavia guianae, y la
especie domesticada Cavia porcellus (Pinto et al., 2006). La distinción de estas tres
especies en el registro arqueológico es muy difícil, aunque los estudios taxonómicos
de María Pinto y colaboradores han establecido que se diferencian en el cráneo,
| 47 |

terceros molares, dentarios, escápula, fémur y cintura pélvica. La frecuencia de


los restos de la especie silvestre Cavia anolaimae varió con regularidad durante
todas las ocupaciones, desde el Precerámico hasta los períodos agroalfareros,
combinándose su consumo con la forma doméstica Cavia porcellus. La variedad
silvestre es mayoritaria, aunque la presencia de la doméstica se reporta en varios
yacimientos, como Tequendama 1 de 8970 a. C., Checua 1 de 5850 a. C. y Ne-
mocón 4 de 5580 a. C., lo que indica, a pesar de la dificultad de reconstruir el
proceso de domesticación mediante el registro arqueozoológico, que su presencia
es más antigua de lo que se pensaba (Pinto et al., 2006: 163).

2.5 Las adecuaciones de los espacios de vivienda

En varios yacimientos arqueológicos precerámicos se han encontrado “pisos de


piedra” o rellenos con cantos rodados que pretendían acondicionar la superficie
de habitación para nivelarla y evitar el encharcamiento, asegurando así una mayor
permanencia en el mismo sitio. Evidencias de tales adecuaciones, datadas entre el
6000 y el 3000 a.C., se hallan en el nivel inferior de La Mana, Chía (Ardila, 1984:
21); en la zona de ocupación IV de los abrigos rocosos de Tequendama (Correal y
Van der Hammen, 1977: 162); en un abrigo rocoso de Nemocón (Correal, 1979:
44); en el sitio a cielo abierto de Checua, Nemocón (Groot, 1992: 66); en el nivel
inferior de otro sitio a cielo abierto ubicado en Galindo, Bojacá (Pinto, 2003:
192); y en el abrigo rocoso del páramo de Neusa (Rivera, 1992: 45).
En la segunda zona de ocupación del yacimiento de Checua correspondiente
a los milenios VI y V a. C. se registra una adecuación del lugar para mejorar las
condiciones del asentamiento humano y poder permanecer en el mismo lugar du-
rante más tiempo. El terreno se preparaba mediante apisonamientos y relleno con
areniscas, se construían viviendas de forma circular de hasta de 7,5 m de diámetro,
y se realizaban enterramientos con una compleja disposición funeraria. Aunque la
ocupación de este sitio siguió siendo estacionaria, a juzgar por la baja frecuencia
de restos culturales (material lítico, fauna, artefactos en hueso), la permanencia
fue más prolongada que en el período anterior (Groot, 1992, 2000).
Para finalizar la discusión sobre el precerámico, cabe destacar que en 1943 el
arqueólogo Eliécer Silva Celis recuperó unos restos óseos en una cueva de la vereda
La Puerta, Floresta, Boyacá, cuyos cráneos (Figura 3), a juzgar por su dolicocefalia,
desgaste dental redondeado en dientes anteriores y el proceso de mineralización
| 48 |

evidente en los huesos, deben corresponder a la etapa precerámica. La datación


de un fragmento de cráneo (MAS 430098E) evidenció una fecha convencional
de 7950±40 a. P., calibrada de 7040 a 6680 a. C. (Beta-299693, Report Day
6/21/2011). A juzgar por el análisis de isótopos estables de 13C/12C con -21,9
‰, esta gente consumía una alta proporción de tubérculos de altura; por el con-
tenido de 15N/14N de +8,4 ‰, tenía una dieta con un contenido importante
de carne y grasas animales. Estos datos corresponden a los cazadores recolectores
más antiguos del departamento de Boyacá, y de los más antiguos de Colombia,
lo que corrobora la hipótesis de un poblamiento temprano por la llanura aluvial
del río Chicamocha.
Gracias a esta nueva información queda entonces superada la imagen estereo-
tipada copiada de Norteamérica del cazador especializado paleoindio de finales
del Pleistoceno y principios del Holoceno, a favor de la de un recolector cazador
del norte de Suramérica de amplio espectro, que manejaba el bosque, del cual
obtenía una extensa gama de tubérculos, frutales, materia prima para sus viviendas,
y animales de monte. Como afirma Jared Diamond (1998: 463) “las asombrosas
diferencias entre la historia a largo plazo de los pueblos de los distintos continentes,
no se han debido a diferencias innatas entre los propios pueblos, sino a diferencias
en sus respectivos medios”. La presencia de una gran variedad de recursos locales
de plantas y animales constituyó el punto de partida para su domesticación y la
trayectoria de sedentarización de las sociedades de los Andes Orientales, gracias
a la domesticación del curí desde principios del Holoceno, y, posteriormente, de
tubérculos de altura y frutas locales, proceso que debió ser rápido en esta zona
debido al relativo amplia extensión del altiplano Cundiboyacense.
| 49 |

Figura 2. Cráneos dolicocéfalos de Tequendama (arriba) y Checua (abajo).

Figura 3. Cráneos dolicocéfalos de Floresta, Boyacá, de 8000 años de antigüedad


(Museo Arqueológico de Sogamoso MAS).
Capítulo 3
Los primeros horticultores
(II milenio a. C.)
3.1 Aguazuque y la neolitización en la sabana de Bogotá

L
os cambios climáticos en la sabana de Bogotá a finales del III milenio a. C.
prepararon la base para una mayor manipulación de plantas silvestres, que
a la postre condujo hacia finales del II milenio a. C. a la domesticación de
variedades locales, como los tubérculos de altura. La reducción de los pastizales
debido al incremento de la cobertura boscosa por la elevación de las temperaturas
produjo a su vez la disminución de los herbívoros, los cuales buscaron espacios
más adecuados hacia el borde de la sabana de Bogotá. En este entorno, el cono-
cimiento adquirido en el período anterior le permitió a los recolectores cazadores
hacer énfasis en los vegetales y adecuar la industria lítica para su procesamiento,
lo que incidió en una drástica modificación de su aparato masticatorio (reducción
del tamaño dental y de la mandíbula, tendencia hacia la reducción del tamaño
de la bóveda craneal).
Como lo señala acertadamente Gonzalo Correal (1990: 256), en Aguazuque
tenemos que “la recolección tuvo gran importancia como actividad de subsistencia
a juzgar por la presencia de artefactos como yunques, percutores, cantos rodados
con bordes desgastados y molinos planos; es quizás este incremento de la actividad
recolectora, el factor que al ampliar la visión del entorno vegetal, su desarrollo y
posible aprovechamiento, condujo a los grupos de la Sabana de Bogotá al desarrollo
de prácticas hortícolas, hacia el IV milenio a.P., hecho sugerido por la presencia de
restos vegetales calcinados correspondientes a plantas como la calabaza (Cucurbita
pepo) y la ibia (Oxalis tuberosa) cuyo registro se encuentra asociado a la capa 4/2
fechada en 3850±35 a.P.” En fin, es lo que se ha denominado el inicio de la “neo-
litización” en la sabana de Bogotá. Estos grupos habrían aprovechado las terrazas
coluviales y colinas cercanas a las antiguas lagunas para avistar a los animales en
los abrevaderos, preparar sus redes de pesca y enterrar a sus muertos (Figura 4).
| 52 |

3.2 Los recursos vegetales cordilleranos

El empleo de plantas por cazadores recolectores de los Andes Orientales ha sido


objeto de una fuerte discusión, pues por un lado se ha considerado que este eco-
sistema tiene un bajo potencial en recursos vegetales (Cárdenas, 2002: 15), y, por
otro, las evidencias materiales de uso de plantas se ubican tardíamente hacia el II
milenio a. C. en Aguazuque (Correal, 1990) y Zipacón (Correal y Pinto, 1983).
Sin embargo, estudios de isótopos estables de carbono (13C) y nitrógeno (15N),
como también de elementos traza (estroncio), apuntan a demostrar que la dieta
alimentaria de los cazadores recolectores de esta región era predominantemente
vegetariana (plantas silvestres de tipo C3, como los tubérculos de altura). La ca-
cería habría ocupado un lugar secundario, incrementándose el uso de productos
cárnicos desde el Precerámico Temprano (Tequendama, Checua, Floresta) hasta
el Tardío (Aguazuque) y el periodo Muisca; el consumo de plantas C4 (maíz y
otras) se incrementó desde el I milenio a. C. (Cárdenas, 2002; Ijzereef, 1990, en
Correal, 1990: 305-307). El aumento de consumo de granos habría incrementado
a su vez la frecuencia de caries como enfermedad infecciosa asociada a la presencia
de carbohidratos (Tabla 2).
Partiendo de la premisa de la baja productividad vegetal del ecosistema de los
Andes Orientales, Felipe Cárdenas (2002: 68) plantea incorrectamente que los
pobladores tempranos “tal vez no tenían ese ecosistema como base prioritaria para
sus campamentos, sino que podrían haber establecido un patrón de movilidad entre
tierras bajas y altas que los traía hasta el altiplano en busca de algunos recursos, pero
que esencialmente permanecerían en climas más templados y cálidos la mayor parte
del tiempo, donde la oferta de plantas resultaría más diversa”.
Entretanto, los estudios genéticos botánicos indican otra alternativa explicativa,
pues ya un equipo ruso de los años 1930 con base en una amplia investigación pio-
nera de plantas útiles y cultivadas de Colombia y Centroamérica, había planteado la
posibilidad de un temprano manejo de ellas, lo que se demuestra por la existencia de
variedades silvestres de tubérculos comestibles (arracacha, papa criolla, cubios, hibias)
y la presencia de una gran diversidad de formas, señalando, además, la posibilidad
de que los Andes Orientales hayan sido un centro primario de domesticación de
plantas (Bukasov, 1981).
Otro tanto ocurría en los sistemas cordilleranos Central y Occidental donde
se han excavado evidencias materiales (cantos rodados con bordes desgastados o
azadas) y paleobotánicas (polen, fitolitos, almidones) que demuestran la gran di-
| 53 |

versidad de recursos vegetales aprovechados mediante desarrollo hortícola durante


el Holoceno temprano y medio (VIII-IV milenios a. C.), como el valle medio del
río Porce (Castillo, 1998), el valle medio del río Cauca (Aceituno, 2003; Cano,
2004; López, 2004) sobre la cordillera Central, el valle del río Calima sobre la
cordillera Occidental (Cardale et al., 1989; Salgado, 1998), y el valle de Popayán
en el Macizo cordillerano (Gnecco, 2000). En los yacimientos antioqueños, según
estudios paleobotánicos se han hallado restos de plantas comestibles como yuca
(Manihot), amarantáceas, cucurbitáceas, smiláceas y maíz (Zea mays), además de
cantos rodados con bordes desgastados, cantos con bordes desbastados, placas de
moler, hachas talladas con bordes pulidos, y martillos percutores, lo que indica
que la horticultura “debió desarrollarse desde los primeros milenios del Holoceno
en los valles de la cordillera Central, como complemento a las actividades de la
caza, pesca y recolección […]” (Santos y Otero, 2003: 100). En Risaralda en los
valles de los ríos Otún y Consota se han hallado restos de yacón, conocido tam-
bién como “manzana de tierra” (Polymniasonchifolia Poepp.) de la familia de las
asteráceas, en contextos precerámicos.3
Estas evidencias demuestran que en las cordilleras Central y Occidental hubo una
temprana manipulación de los bosques por recolectores cazadores, pues el forrajeo de
plantas implica un proceso de selección mediante la distribución de las semillas por
las áreas de captación de recursos, la apertura de claros, y el uso del fuego durante
las estaciones secas, lo que provoca la perturbación de la vegetación original, con el
respectivo crecimiento de herbáceas, frutales y otras plantas comestibles, en lo que
se conoce como la “domesticación del bosque” (Aceituno, 2003: 169).
La combinación de la recolección, pesca, caza y horticultura habría posibilitado
una conducta territorial flexible, con procesos demográficos de escisión (la separación
de familias del grupo ancestral cuando éste crece demasiado), y con un manejo sim-
bólico del espacio en que el control y señalización territorial ancestral se podrían estar
manifestando mediante enterramientos. La distribución de las azadas desde Panamá
hasta el valle de Popayán por las cordilleras Occidental y Central, y la temprana ma-
nipulación de plantas por recolectores cazadores, podrían plantear un origen común
(Aceituno, 2003: 174), teniendo en cuenta que el istmo de Panamá durante el máximo
glacial (hace 18.000-14.000 años) estuvo cubierto de sabanas con pequeños refugios
boscosos, lo que posibilitaba el tránsito desde Centroamérica hacia Suramérica.
El desarrollo de las prácticas hortícolas en la sabana de Bogotá se habría pro-
ducido durante el II milenio a. C. en Aguazuque, a juzgar por el utillaje lítico
3  Información personal de Carlos López, marzo de 2008.
| 54 |

(yunques, percutores, cantos rodados con bordes desgastados, molinos planos


y posibles pesas para palos cavadores) y restos de plantas calcinadas (calabaza,
ibia). Quizá para finales de ese periodo se habría introducido el cultivo de maíz
(Zea mays L.), batata (Ipomea batata L.) y aguacate (Persea americana), cuya
presencia se ha reportado en un abrigo rocoso de Zipacón hacia el 1320 a. C.
(Correal, 1990: 256).

3.3 La evolución de los horticultores

Además de las modificaciones introducidas en el utillaje, en el patrón de sub-


sistencia y en el comportamiento mismo de las sociedades horticultoras de la
sabana de Bogotá durante el II milenio a. C., éstas sufrieron profundos cambios
que darían paso a formas más gráciles en la morfología craneal, dental y corporal.
Durante este período se habrían presentado mutaciones que fueron seleccionadas
positivamente en el nuevo contexto cultural vegetariano, quizá porque la nueva
apariencia de la gente sería más atractiva y, por ende, habría sido seleccionada
sexualmente, generando más descendencia.
Por esta razón, consideramos que el Precerámico de los Andes Orientales se
puede dividir en dos grupos, según el contexto ambiental, arqueológico y bioan-
tropológico (Rodríguez y Vargas, 2010):
1. Precerámico Temprano (Checua, Floresta, Tequendama): dolicocéfalos de
dientes grandes (Figuras 2 y 3), tecnología lítica de cazadores recolectores.
2. Precerámico Tardío (Aguazuque, Vistahermosa): época de drásticos cambios
ambientales por la sequía de orden global que redujo el nivel de las aguas entre 3500
y 2000 a. C. (Van der Hammen, 1992: 110). Se modifica la anterior tecnología lítica
y surgen cantos discoidales horadados empleados como pesas para redes, percutores
para triturar o machacar, yunques, cantos rodados con bordes desgastados y molinos
planos, para una economía de amplio espectro, con mayor variedad de alimentos
como pescado y vegetales (posiblemente arracacha, cubios, hibias, papa) (Correal,
1990: 37-39, 247). Seguramente como consecuencia de los cambios ambientales
y tecnológicos se producen dientes pequeños en este último grupo. La significativa
reducción dental en casi todos los dientes del grupo Precerámico Tardío (Figura
5) debe estar relacionada con el incremento en el consumo de vegetales y pescado
en la dieta alimentaria de la población entre el II milenio y primera mitad del I
milenio a. C., cuadro no observado durante el Precerámico Temprano.
| 55 |

Tabla 2. Datos de isótopos estables (nitrógeno y carbono) y frecuencia de caries en


grupos de la sabana de Bogotá.

GRUPO N 15N 13C Caries


Precerámico Temprano 13 +8,1 -19,4 0,1
Precerámico Tardío 19 +8,8 -18,8 5,5
Formativo 3 +9,0 -12,6 12,3
Tardío (Muisca) 27 +10,5 -11,9 14,0

Tabla 3. Prueba Kolmogorov-Smirnov entre grupos precerámicos.

15N 13C
Kolmogorov-Smirnov 0,892 1,213
Significado asintótico 0,404 0,105

Como lo evidencian los análisis de isótopos estables del Precerámico Temprano,


con 15N en promedio de +8,1 y 13C de -19,4 (Checua, Tequendama, Floresta,
Potreroalto), y con 15N en promedio de +8,8 y 13C de -18,8 (Aguazuque) (Tabla
2), la principal característica alimentaria durante este período era la dependencia
de la recolección de plantas silvestres tipo C3 (tubérculos de altura), con alto con-
tenido de proteína animal (15N), lo cual indicaría una temprana manipulación de
plantas silvestres como etapa previa a la domesticación de las mismas (Cárdenas,
2002: 45, 57). Las diferencias entre ambos es significativa, al igual que de caries
(Tabla 3). En un individuo de Aguazuque datado en 775±35 años a. C. se reporta
un valor de -11,0 para 13C, lo que indica consumo de plantas C4 (maíz y otras
gramíneas) (Van der Hammen et al., 1990).
En todos los períodos se aprecia un incremento en el consumo de carne, re-
ducción en el consumo de plantas C3 (tubérculos de altura) y, en consecuencia,
aumento de plantas C4 (maíz y otros); también hay más prevalencia de caries por
la mayor proporción en la dieta alimentaria de vegetales ricos en almidones, con
diferencias significativas entre todos los grupos, particularmente entre los prece-
rámicos (especialmente para 13C). Posiblemente la domesticación del curí y la
incorporación del pescado incrementaron el consumo de proteína animal en los
grupos sedentarios. Como se ha planteado desde la perspectiva zooarqueológica,
desde Tequendama I (10.920 a. P.), Checua (7530 a. P.) y Nemocón 4 se tienen
evidencias de domesticación de curí (Cavia porcellus) (Pinto et al., 2006: 163). Los
muiscas, por su parte, tenían grandes pesquerías (capitán, capitancito) en los ríos
| 56 |

y lagunas de la sabana de Bogotá, a los que ofrendaban para que no se agotaran


sus recursos (Simón, 1981, III: 368).
Es decir que desde finales del III milenio a.C., y especialmente en el II milenio
a.C. (2500-1000 a. C.), se evidencia un cambio sustancial en el clima y en el patrón
de subsistencia de las poblaciones precerámicas del altiplano Cundiboyacense, lo
que debió ejercer una presión selectiva sobre el tamaño de los dientes, especial-
mente de los molares y premolares, tendiendo hacia su reducción. No obstante,
este proceso no fue general para toda la región, pues en Madrid 2-41, cerca de
la antigua laguna de La Herrera, se reporta un esqueleto (No. 11) fechado en
150±50 a. C. (Figura 13), con valores de 15N de +9,0 y 13C de -15,8, con dieta
vegetariana de tubérculos de altura, y molares más grandes que los de Aguazuque
(Rodríguez y Cifuentes, 2005).
En el campo social, la economía de mayor espectro (caza, recolección, pesca,
cultivos) tiene ventajas adaptativas, pues la reserva de vegetales facilita el sedenta-
rismo, permite procrear más hijos, posibilita una mayor socialización del núcleo
familiar ampliando el período de aprendizaje, con retraso en el crecimiento de las
crías, y permite establecer una mayor territorialidad en la captación de recursos, lo
que a su vez lleva a ampliar las relaciones sociales con otros grupos más extensos.
En fin, mayor capacidad de supervivencia. Este período, con su conocimiento
de plantas, sentó las bases para el desarrollo de la agricultura del maíz hacia el I
milenio a. C. y el surgimiento del Formativo (período Herrera).
| 57 |

Figura 4. Laguna de la Herrera. Al fondo vista desde una terraza coluvial con cementerio
precerámico en Malpaso (Vistahermosa), Mosquera.

Figura 5. Cráneos dolicocéfalos de Aguazuque.


Capítulo 4
Los primeros agroalfareros:
pobladores de valles de antiguas
lagunas(I milenio a.C. a siglo VIII d. C.)
4.1 Cambios climáticos y surgimiento de los primeros agroalfareros

E
l período comprendido entre los milenios V y III a. C. marcó cambios con-
siderables en el clima por la reducción de las precipitaciones, el descenso del
nivel de los ríos y lagos, y por el aumento de la temperatura en 1-2⁰C. Estos
períodos secos se repiten hacia principios del II milenio, y entre 750-350 y 200-100
a.C. (Van der Hammen, 1992: 110), por lo que las riberas de los ríos y pantanos
atraen a los antiguos pobladores de la sabana de Bogotá en búsqueda de recursos
acuáticos, como en el yacimiento de Aguazuque (Precerámico Tardío) o en Madrid
(Herrera Temprano). A principios del I milenio a.C el clima se torna ligeramente
más frío, con aumento de las precipitaciones, ampliándose las zonas pantanosas en
los lugares más bajos; señales de deforestación por actividades agrícolas se mani-
fiestan entre 1000 y 550 a. C. (Van der Hammen, 1992: 226). En algún momento
de este último período se aprecia la evacuación de parte de la antigua laguna de La
Herrera (municipios de Madrid, Mosquera, Funza) por el salto de Tequendama
–como lo describe el relato del mítico personaje de Bochica, quien rompe la roca
con su vara–, permitiendo los asentamientos de los primeros agroalfareros. Estos
pobladores regulan las aguas de lagunas y ríos para diferentes labores, entre ellas
rituales y agrícolas; inclusive debieron construir viviendas tipo palafito (Figura 7),
favoreciendo la ocupación de los bordes de lagunas, pantanos y llanuras aluviales,
como se ha planteado para el sitio Madrid 2-41 (Rodríguez y Cifuentes, 2005).
Durante el I milenio a. C. existen claras evidencias de manejo de plantas en
la Sabana de Bogotá, como la calabaza (Cucurbita pepo) y la ibia (Oxalis tuberosa)
en la capa 4 de Aguazuque; de aguacate (Persea americana), totumo (Crescenta
cujete L.), batata (Ipomea batata L.) y, especial­mente, de maíz (Zea mays L.) en el
límite inferior de la capa 1 de Zipacón (Correal y Pinto, 1983). Por otro lado, los
estudios botánicos de S. M. Bukasov (1981) indican que la amplia variedad de
| 60 |

especies y la existencia de formas silvestres de arracacha (Arracacia xanthorrhyz­a),


cubio (Tro­paeolum tuberosum) y papa (Solanum andigena, S. rybini y S. boyacen-
se), y quizá de ibia y ulluco (Melloca tuberosa), con­vierten a la cordillera Oriental
en centro primario de domestica­ción de plantas. Sobre la base de esta tradición
agrícola, el maíz –cuya forma doméstica parece tener procedencia alógena a juzgar
por la monotonía de las variedades colombianas– fue fácilmente introducido y
adaptado a las crecientes necesidades de una población más numerosa y seden-
taria. Además, este territorio se puede incluir dentro de los centros primarios de
domestica­ción de animales (curí).
Los conocimientos adquiridos sobre el entorno durante milenios permitieron
este proceso de domestica­ción, transformando la economía de apropiación en una
de producción de alimentos dentro del propio territorio de ocupación. Es bien
sabido que cuanto mayor sea el tiempo de ocupación de un ambiente estable por
parte de una población, mayor será su grado de adaptación a diversas presiones
ambientales. A su vez, una población migrante, recientemente instalada, tendrá
que aprender sobre las nuevas condiciones ambientales, y por consiguiente, tendrá
que aplicar muchas tecnologías desarrolladas a partir de las condiciones del área de
origen (Morán, 1993: 22). En nuestro caso apreciamos que la sociedad desarrolló
tecnologías autóctonas en la domesticación de plantas nativas que aplicó en la
introducción de nuevos productos agrícolas.
El clima menos caliente y más húmedo ejerció una nueva presión ecológica so-
bre los moradores del altiplano, brindando mejores condiciones para la agricultura
intensiva del maíz, el sedentarismo, el crecimiento demográfico y la organización
de aldeas. En el I milenio a. C. se observa una población social y económi­ca­mente
organizada que construye estructuras líticas en Tunja (Figura 11) (Hernández
de Alba, 1937) y Valle de Leiva (Figura 12) (Silva, 1981), y explota salinas en
Zipaquirá, Nemocón y Tausa para abaste­cer una población básicamente agrícola
y sedentarizada (Cardale, 1987).
Sin embargo, esta población era muy dispersa, como se ha podido establecer
mediante estudios regionales sistemáticos en los valles de Fúquene, Susa y Leiva
(Langebaek, 1995, 2001), contrariamente a lo que se había planteado anteriormente
(Cardale, 1987: 118). Se calcula un estimativo conservador de 3 a 6,2 personas
por km², y una aproximación más amplia de densidad demográfica de 7,7 a 10,8
individuos por km², lo que demuestra que efectivamente la densidad era muy
inferior a la considerada por Cardale, muy por debajo de la capacidad de carga del
bioma circundante, y por consiguiente los habitantes pudieron sostenerse con los
| 61 |

cultígenos producidos en las labranzas cercanas a sus asentamientos (Langebaek,


1995: 84). Otro estudio regional en la sabana de Bogotá refleja, igualmente, unos
asentamientos dispersos y de baja densidad demográfica de los sitios Herrera distri-
buidos a lo largo de los ríos Bogotá y Chicú, entre Cota y Suba (Boada, 2006: 139).
La mayoría de sitios Herrera reportados hasta el momento están por encima de
la cota de los 2550 msnm, pues debajo de ella las tierras se anegaban, por lo menos
en las temporadas de lluvias. Las amplias lagunas eran ricas en patos, curíes, peces
y crustáceos que conformaban la variada despensa proteínica de los pobladores
Herrera, lo que se aunaba a la salvajina de los montes circundantes, como el venado,
que seguramente se podía consumir libremente, dada la ausencia de presiones eco-
lógicas en virtud de la baja densidad poblacional. Los problemas gastrointestinales
con toda probabilidad fueron la principal causa de morbilidad, como sucede en las
poblaciones ribereñas (Sotomayor, 1992), además de los problemas osteoarticulares,
especialmente de la columna, causados por tener que soportar cargas muy pesadas
durante el transporte de agua, sal y otros productos alimenticios.
Los tipos cerámicos más frecuentes en los sitios tempranos de la sabana de
Bogotá son el Mosquera roca triturada (casi 80%), el Zipaquirá desgrasante tiestos
(12,5%), el Zipaquirá rojo sobre crema (3,6%), el Mosquera rojo inciso (2%)
y atípicos del valle del río Magdalena (Rodríguez y Cifuentes, 2005: 126). Para
el norte del altiplano, la cerámica temprana está representada principalmente
por el tipo con decoración incisa (Covarachía inciso-impreso, Tunja carmelita
ordinario/Cuarzo abundante), lo que incluye los materiales reportados por W.
Bray en la cueva La Antigua (Santander); E. Silva Celis en Jericó; A. Osborn en
La Sierra Nevada de Chita o Cocuy; V. Becerra en Duitama, Boyacá; P. Pérez en
el área adyacente al río Chicamocha (Sativasur, Soatá, Socotá, Jericó, Chita, Co-
varachía); N. Castillo, H. Pradilla y colaboradores en Tunja (Boyacá); L. Moreno
en Mutiscua (Norte de Santander); posiblemente el material reportado por Pérez
en el valle del río Sogamoso, en la vertiente oriental de la cordillera Oriental; y la
cerámica incisa registrada en Jericó y Socotá, según anota Pablo F. Pérez (2001).
Este período estaría comprendido entre el I milenio a. C. y el siglo VIII d. C.
Por otro lado, la tradición oral de los muiscas se remonta al período Herrera,
pues hace referencia a la aparición de un personaje veinte edades antes de la llegada
de los españoles (cada edad era de 70 años), es decir, hacia el siglo I d.C. Era de
cabello y barba larga, sin calzado, vestido de túnica. Entró por Pasca desde los
llanos, luego pasó a Bosa y desde allí cruzó a Fontibón, Bogotá, Serrezuela (Ma-
drid) y Zipacón, hasta llegar a la provincia de Guane; de allí regresó a Sogamoso
| 62 |

y finalmente desapareció. Era llamado por unos Bochica, por otros Neutereque-
teua, para unos terceros era Xué; fue quien, según la leyenda, les enseñó a hilar
y a tejer mantas de algodón, además de normas de conducta y otras tradiciones;
posteriormente, en su honor los caciques construyeron santuarios y tumbas. Luego
vino una mujer, llamada Chíe, Huitaca, Xubchasgagua o Bachué4, quien los habría
engendrado antes de convertirse en serpiente y desaparecer en el fondo de una
laguna (Castellanos, 1997: 1158; Simón, 1981, III: 375-376).
Igualmente, la tradición hace memoria de la época de inundación del valle de
Bogotá y la veneración de que fue objeto el arco iris Cuchaviva en agradecimiento
por haberse presentado el desagüe del antiguo lago. Con sentido geográfico cuenta
el cronista fray Pedro Simón que en alguna época la sabana se inundó por el cre-
cimiento de los ríos que la surcan (Bogotá, Sopó, Tibitó), especialmente por los
lados de Bosa, Fontibón y Bogotá, dado que, por un lado, todas las aguas de los
ríos que penetran a la sabana tienen una sola salida por el valle de Tequendama,
y, por otro, el carácter plano de la región configura corrientes sinuosas fácilmente
inundables en sus orillas. En época de sequía las aguas eran utilizadas para irrigar
las labranzas y sementeras, pero durante la inundación los ríos Sopó y Tibitó se
rebosaron por castigo del dios Chibchacum. Los indígenas le rogaron al dios
Bochica para que les socorriera, y ofrecieron sacrificios y ayunos en su honor. El
dios, apiadándose de ellos, un día soleado decidió ayudarles, golpeando con una
vara de oro la roca que impedía el paso de las aguas. Al fin “quedó la tierra libre
para poder sembrar y tener el sustento, y ellos obligados a adorar y hacer sacrificios
como lo hacen en apareciendo el arco […]” (Simón, 1981, III: 380).
Cuando una masa de agua queda atrapada por el obstáculo derruido de al-
guna montaña, al romperse súbitamente la barrera por la presión de las aguas,
el fondo de la laguna conserva la arcilla lacustre, y sobre ella actúan los procesos
pedogenéticos que dan origen a nuevos suelos, los que pueden, a la postre, ser
utilizados por los grupos humanos aledaños (para elaborar cerámica o montícu-
los rituales). Este fenómeno se puede apreciar en el yacimiento de Madrid 2-41,
cuyos suelos se formaron a partir de una arcilla blancuzca (horizonte CR2), que
posteriormente fue cubierta por cenizas volcánicas (horizonte A3b3p3) y suelos
de diferente origen (natural y antrópico) (Figura 6) (Rodríguez y Cifuentes, 2005:
107). Este evento natural debió haber ocurrido entre el 1000 y el 550 a. C. según
los estudios palinológicos (Van der Hammen, 1992: 226), y a partir de esta época
se ampliarían las posibilidades ecológicas para los cultivos (entre ellos del maíz),
4  Esta diversidad de nombres puede corresponder a diferentes versiones regionales del mismo mito.
| 63 |

la expansión de las poblaciones, y, según la tradición oral, el florecimiento de las


artes (entre ellas los tejidos de algodón), leyes, rituales y actividades económicas
(por ejemplo, el intercambio de sal), cuyo desarrollo fortaleció el surgimiento, un
milenio después, de la sociedad Muisca.

4.2 Los pobladores del entorno de la antigua


laguna de La Herrera

Desde que se inició su desecamiento, la laguna de La Herrera (Figuras 4, 6) ha


ofrecido una gran variedad de recursos de flora y fauna, tanto para recolectores
cazadores de su entorno (Correal, 1987, 1990), como para agroalfareros tempranos
(Broadbent, 1970: 171-223). La diversidad de recursos (aves, curí, peces, tortu-
gas, animales pequeños, crustáceos) que proveía la laguna y los ríos Subachoque
y Bogotá, y los animales de monte (venado y otros) de los cerros cercanos, hacen
suponer que durante milenios sus pobladores dependieron exitosamente de la
caza, recolección y pesca, y que la agricultura surgió muy posteriormente, pues los
recursos hídricos eran suficientes para proveer de proteína, y de alimentos ener-
géticos (raíces y juncos) y reguladores. No obstante, sus fértiles suelos de origen
lacustre y volcánico posibilitaron el surgimiento de las primeras manifestaciones
agrícolas y el desarrollo de los primeros asentamientos europeos.
En Madrid, Cundinamarca, se localizó un yacimiento polifuncional con
asentamientos de las dos fases de desarrollo del periodo Herrera (Rodríguez y
Cifuentes, 2005). El sitio temprano corresponde a un enterramiento colectivo
acompañado de huesos de animales (venado y otros), artefactos líticos (una
preforma de punta de proyectil entre otros) y cerámica típica de este período
(Mosquera roca triturada, Zipaquirá rojo sobre crema, Zipaquirá desgrasante
tiestos, Mosquera rojo inciso) (Figuras 8, 9), además de fragmentos decorados
de la región del valle del río Magdalena (Guamo). Los cuerpos yacen en posi-
ción lateral, flexionada; su morfología craneal corresponde a la de los cazadores
recolectores (dolicohipsicefalia); se obtuvo una fecha del entierro No. 11 de
150±50 a. C. (Unidad 0). La fase más tardía se caracteriza por enterramientos
individuales extendidos, y por un complejo observatorio astronómico excavado,
consistente en estructuras piramidales al oeste y cónicas al este, divididas por un
canal central y conectadas por otros canales transversales; el ajuar consiste en
cerámica típica del período Herrera, y en menor cuantía del período Muisca; se
| 64 |

hallaron instrumentos líticos y de hueso, restos de animales con huellas de corte,


una pieza orfebre, adornos de caracol marino, y cuernos de bóvidos y restos de
caballo, lo que plantea la importancia del sitio ritual hasta la época Colonial. La
morfología craneal de los entierros corresponde a la típica muiscoide (braquice-
falia), e inclusive se presenta deformación craneal intencional (Unidad 1) (Figura
15) (Rodríguez, J. V., 2007).

Tabla 4. Estratigrafía del perfil norte del Corte 2 de Madrid 2-41.

Profundidad
Horizonte Características
(cm)
Pasto kikuyo. Raíces fuertes que penetran hasta los niveles de las arcillas
00 – 07 0
lacustres.
Textura franco arcillosa. Estructura de bloques subangulares, fuertes y finos.
07 – 20 A1 Color 7.5YR 2.5/2. Altos contenidos de carbonato de calcio. Límite claro y
plano. Suelo con gran actividad antrópica. Contiene ceniza volcánica.
Color 2.5Y 2/1. Textura franco arcillosa. Estructura de bloques subangulares
20 – 38 A2bp fuertes y finos. Límite gradual y ondulado. Fósforo total de 3.125 ppm, pH
de 8.6. Suelo muy trabajado. Contiene ceniza volcánica.
Textura franco arcillosa. Estructura migajosa. Color 10YR 2/3. Límite gradual.
Transición franja de desocupación. Fósforo total de 2,875 ppm; pH de 8,5.
38 – 50 ABbp1
Estuvo más tiempo expuesto a la intemperie y fue trabajado, aunque no tanto
como los superiores. Contiene ceniza volcánica.
Textura franco arcillosa. Estructura de bloques subangulares finos. Color 10YR
3/4. Límite gradual ondulado. Fósforo total de 2,185 ppm; pH de 8,5; CCC
50 – 75 Bb2p2
37,5; Ca 18,0; Mg 17,8; K 14,7; Na 3,5; SCa 48,0. La gente no lo habitó
durante mucho tiempo. Contiene ceniza volcánica.
Textura franco. Estructura migajosa. Color 10YR 2.5/3. Nódulos de material
cementado que pueden ser naturales o artificiales. Limite gradual ondulado.
75 – 106 A3b3p3
Fósforo total de 2,110 ppm; pH de 8,3. Posiblemente fue ocupado pero no
hay evidencias materiales. Cotiene ceniza volcánica.
Textura francoarcillolimosa. Estructura migajosa. Color 10YR 3.5/4. Más
claro, violeta. Gris, cenizas. Límite abrupto ondulado casi irregular. Fósforo
106 – 115 C
total de 904 ppm; pH de 8,4. Corresponde a la época del desecamiento del
lago (arcilla lacustre).
Textura arcillosa. Sin estructura, apisonado. Color 10YR 4.5/6 más claro,
115 – 118 CR1 violeta. Carbón, manchas amarillas, grisáceas, negras. Límite abrupto irregular.
Fósforo total de 366 ppm; pH de 8,6 (arcilla lacustre).
Textura arcillosa. Estructura afectada por la quema, sin estructura por apiso-
118 – 120 CR2 namiento. Color 2.5Y 7.5/2. Fósforo total de 525 ppm; pH de 8,5. Contiene
restos de carbón que provienen de una quema sectorizada (arcilla lacustre).
| 65 |

Tabla 5. Dataciones radiocarbónicas del sitio arqueológico Madrid 2-41.

No. Beta Fecha


Analytic convencional
Fecha calibrada Período Muestra
Entierro 11, asociado
204120 150±50 a. C. - Herrera Temprano
a copa esgrafiada
259737 730±40 d. C. 680 a 890 d. C. Herrera Tardío Nicho 65-80 cm
Canal 120-130 cm,
259738 1590±40 d. C. 1440 a 1640 d. C. Colonial asociado a huesos de
bóvidos

En la estratigrafía de los suelos se identificaron varias ocupaciones. La reciente


corresponde al horizonte A1, y es seguida por un horizonte A2 de la última ocu-
pación prehispánica, de color pardo oscuro, con abundante materia orgánica y
ceniza volcánica (38 cm). Posteriormente se observa un horizonte AB de transición
de ceniza volcánica, con tonalidad entre parda gris y oscura, que continúa con un
suelo B compuesto por cenizas volcánicas de color pardo amarillento. El horizonte
A3 puede coincidir con la primera ocupación sobre el fondo del antiguo lago, pero
no se hallaron evidencias materiales de ello. En el fondo del antiguo lago en el
Corte 2 se ubicó un fogón elaborado cuando éste se secó; tiene una delimitación
semicircular en arcilla blanca, y encima del carbón se colocó un material arcilloso
amarillo, ambos transportados, pues el fondo original es de arcilla gris de tipo
pantanoso, sobresaturada de agua (Tabla 4, Figura 6). En esa época se presentaban
erupciones volcánicas que se depositaron sobre el material impermeable, el cual
se mantuvo sobresaturado de agua (tixotropía).
En el contacto entre la ceniza y el fondo lacustre (horizonte C) tenemos una
mezcla de los dos materiales, lo que puede significar que cuando el lago se secó,
se presentó un período relativamente largo de transición entre el ambiente lacus-
tre y el seco, que corresponde a la aparición de los primeros vestigios humanos
(fogones) en el área. En este perfil, además, se presenta un 16% de arcilla en el
primer horizonte muestreado (A2bp) que indica también una mezcla de ceniza
volcánica con otros materiales, probablemente aluviales. Hay que acotar que los
suelos se intoxicaron con la ceniza volcánica, produciendo una sobresaturación
de cationes de Mg y Na tan alta que se deterioró la fertilidad del suelo; esto hace
| 66 |

que los suelos tiendan a deflocularse (disgregarse) y que, por lo tanto, se destruye
la estructura (Tabla 4).
En la fase temprana del período Herrera hacia finales del I milenio a.C., los
grupos asentados en el entorno de la laguna de La Herrera se apropiaban de los
recursos de caza y recolección, como venado, curí, aves, gasterópodos, peces, y
plantas silvestres y cultivadas, a juzgar por los estudios de isótopos estables. Fí-
sicamente eran robustos, dolicocéfalos, con bajo índice de caries, afectados por
treponematosis –posiblemente sífilis–. Sus entierros eran colectivos en posición
de decúbito lateral derecho, con los miembros flexionados y cabeza hacia el este,
siguiendo la tradición de Tequendama (Correal Van der Hammen, 1977), Checua
(Groot, 1992, 2000), Galindo (Pinto, 2003), Chía (Ardila, 1984) y Aguazuque
(Correal, 1990); el ajuar funerario consistía en cerámica tipo Herrera, restos de
animales y líticos. Mantenían estrechos contactos con el valle del río Magdalena,
como se desprende de la presencia de animales, cerámica y materia prima lítica
procedente de esta región.
Posteriormente, en la fase tardía, hacia el I milenio d.C. (Tabla 5), los entierros
se practicaban de forma individual, con los cuerpos extendidos (Figura 34, 38).
Las características físicas oscilan entre la mesocefalia y la braquicefalia, con defor-
mación cefálica y similitud física con los grupos muiscas. En este grupo hay mayor
incidencia de caries, lo que sugiere un incremento en el consumo de plantas culti-
vadas, como se colige también por la presencia de metates y objetos de molienda;
durante esta época se reducen los contactos con el valle del río Magdalena. En el
nivel más bajo, las evidencias óseas corresponden a fragmentos de venado y curí,
y en la ocupación superior predomina el curí y disminuye el venado. En cuanto
a la cerámica, se presenta una continuidad con los tipos descritos para la sabana
de Bogotá en cuanto al período Herrera, aunque hay alguna presencia menor de
materiales del Muisca Temprano (Funza cuarzo fino).
Desde el punto de vista ritual, se manifiesta la importancia que tuvo el sitio
hasta la época colonial, pues en tiempos hispánicos individuos conocedores del
carácter sagrado del sitio realizaron ofrendas en el canal, consistentes en huesos
modificados de bóvidos, y colocaron sendos cuernos dentro de dos estructuras
cónicas –sin alterar su forma–, conjuntamente con cerámica vidriada, que con-
forman un triángulo con el entierro de un niño del corte 2 (Tabla 5).
Las estructuras de la Unidad 1 permiten inferir un espacio adecuado para
manifestaciones simbólicas, como las registradas en cercanías de Funza, donde
Gutiérrez y García (1985) identificaron formas geométricas elaboradas en los
| 67 |

pisos arcillosos, vistas en planta como triángulos cubiertos de tierras negras, y en


corte, similares a pirámides invertidas que contenían material cerámico y restos
óseos de animales; estas formas a su vez se encontraban asociadas a un canal, de
forma serpentina. Para las investigadoras, la forma esquematizada correspondía
al trazado de una serpiente que se extendía a lo largo de 36 metros, y la forma
triangular de las bases invertidas de la pirámide se asociaría a representaciones
que consideraron características estilísticas de figuras triangulares recurrentes en
la simbología muisca, tanto en los diseños de la cerámica como en los textiles.
La estructura, compuesta por un canal que separa una línea de formas cónicas
(al este) y varias piramidales y montículos cuadrados de arcilla blanca (al oeste)
(Figura 35), unidas por canales pequeños, puede estar reflejando la cosmovisión
tripartita de esta comunidad: las formas cónicas pueden semejar el inframundo –las
cuevas oscuras–, las piramidales los astros del firmamento y la luz del poder, y los
canales transversales la comunicación entre ellos que puede realizar el chamán,
donde la ofrenda del pie humano colocada sobre el canal podría tener la idea de
reforzar la capacidad de transitar por esos mundos. Los montículos alineados
de arcilla blanca podrían ser el equivalente a los bancos donde los sabedores se
sentaban durante sus rituales, comunicándolos con el fondo de la antigua laguna
(la arcilla blanca), viendo las estrellas reflejadas sobre el agua que se empozaba
en los respectivos huecos durante la noche. De día podían observar las sombras
proyectadas por el sol para realizar las respectivas mediciones solares.

4.3 Los pobladores de la llanura de inundación del río Bogotá

El río Bogotá en tiempos prehispánicos fue muy rico en recursos de peces (ca-
pitán, capitancito, guachupa), moluscos, curí, aves y plantas, que sirvieron de
alimento a cazadores recolectores y pescadores. Durante el período Herrera, los
fértiles suelos de la llanura de inundación del río en los municipios de Funza,
Cota, Suba y Bogotá, fueron adaptados para la agricultura mediante la cons-
trucción de camellones, cuyo diseño era de diferentes formas, ya sea triangular,
trapezoidal, rectangular o irregular, con longitudes que llegaban a alcanzar hasta
un kilómetro y con achuras de hasta 10 metros (Boada, 2006). Los camellones y
canales en tierra fría (Tiawanako, Bolivia y Tenochtitlan, México) cumplen varias
funciones, entre ellas la de regular las aguas durante las inundaciones y sequías, y
la de mantener la temperatura nocturna estable para evitar las heladas que pueden
| 68 |

afectar a las plantas, pues las aguas se calientan durante el día y retienen el calor
durante las noches, generando una cobertura protectora; finalmente, el cieno del
fondo de los canales, enriquecido con los desechos de las plantas descompuestas,
sirve para abonar la tierra de los camellones. Como resultado, la productividad
de las cosechas se incrementa casi en diez veces en comparación con los sistemas
tradicionales (Matos, 2000).
Sin embargo, este sistema requiere de mantenimiento para sostener la pro-
ductividad, como la rotación de los suelos, el uso del policultivo, la limpieza
permanente de los canales y la fertilización de los camellones. Esta labor exige de
coordinación política para poder administrar la mano de obra necesaria.
El proceso de colonización de la llanura del río Bogotá fue lento debido
a la presencia de masas de agua, especialmente en la parte suroeste más baja
(Cota, Suba, Chía, Funza, Fontibón, Bogotá). La gente del periodo Herrera
adaptó el paisaje inundable mediante la construcción de un pequeño sistema
de camellones, el cual se fue ampliando durante los periodos posteriores hasta
alcanzar los límites máximos en el periodo Muisca Tardío (800-1600 d. C.). Esta
estrategia tecnológica surgió de las unidades domésticas con el fin de evitar la
humedad, intensificar la productividad agrícola y reducir los riesgos climáticos
que produjeran escasez de alimentos. Inicialmente los asentamientos se habrían
establecido sobre la orilla occidental del río, distanciados entre sí dos kilómetros
en promedio, con un tamaño medio de 2,7 ha; cuando esta orilla se llenaba, se
alternaba con la opuesta. Los cultivos, según los estudios palinológicos, eran de
maíz y fríjol. A partir del período Muisca Temprano se aprecia un incremento
de la densidad poblacional, reduciéndose además la distancia entre los asenta-
mientos, los cuales empiezan a unirse unos con otros, proceso que se intensifica
significativamente durante el Muisca Tardío, hasta que se conforman núcleos
poblacionales grandes, alternados con caseríos más pequeños y viviendas dispersas
(Boada, 2006: 157-166).
En los reconocimientos y excavaciones arqueológicas efectuadas en el proyecto
de Arqueología Preventiva del Plan de Ordenamiento Zonal Norte de Bogotá
(Rodríguez et al., 2011), se identificaron dos sitios con materiales correspon-
dientes a grupos humanos anteriores a la etnia de los muiscas. Dichas evidencias
se encontraron sobre las lomas cercanas a la carrera 7ª de la hacienda La Francia
con fecha de radiocarbono convencional de 320 d. C. (Beta 299694), calibrada
de 340-540 d. C. (UE 2, nivel 20-30 cm), correspondiente al período Herrera. La
muestra cerámica analizada es bastante diagnóstica (Figura 10) y comparte estilos
| 69 |

con la registrada en otras regiones del altiplano como Zipaquirá y Chía, además
del valle del río Magdalena.

4.4 Los pobladores de Tunja

Esta región es un valle orientado en sentido norte-sur, rodeado por una serie de
colinas como la de los Ahorcados y San Lázaro hacia el oeste; está irrigado por los
ríos La Vega (Farfacá), que cruza cerca de la construcción lítica de Goranchacha,
y Chulo. La parte alta estaba dividida por tres barrancos (quebradas) que servían
de límites para la ciudad colonial; tenía dos fuentes de agua. La parte baja del
valle se inundaba, en lo que se conoce actualmente como el pantano (Figura 20).
La región de Tunja ha sido conocida por la densidad e importancia de los asen-
tamientos muiscas (cacicazgo del Zaque), especialmente en predios de la Normal
de Tunja, hoy día Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia (UPTC),
zona denominada el Cercado Grande de los Santuarios. No obstante, también
existen evidencias de ocupaciones correspondientes al período Herrera en la parte
baja, en lo que se conoce como Templo de Goranchacha y Pozo de Donato, lugares
excavados por Gregorio Hernández de Alba (1937). La construcción (Figura 11),
que el autor atribuyó al personaje mítico de Goranchacha, está compuesta por siete
columnas de piedra enterradas a 80 cm de profundidad sobre la arcilla amarilla,
que conforman un espacio circular de 380 cm de diámetro; en el interior de este
círculo se hallaron huellas de maderos que formaban un semicírculo interno, y
en el centro, la huella de un poste central más grande. Durante la excavación, el
investigador halló tiestos con decoración incisa y pintada, carbón, un fragmento
de mano de moler y, muy cerca de la columna norte, restos óseos de niño muy
fragmentados. Más al norte, a 25 metros de este sitio, Hernández de Alba halló un
círculo más grande de ocho columnas líticas, aunque deteriorado por actividades
agrícolas modernas, con grupos de a dos piedras alrededor de cada una, de 155
cm de altura, 82 cm de ancho y 27 cm de grosor. El autor sugiere que, por sus
características, esta construcción debió haber pertenecido a gente que vivió antes
de los muiscas, y que el mito de Goranchacha se debe remontar a “un tiempo
muy anterior al de la Conquista”, anterior al de los fabricantes del Templo del Sol
(Hernández de Alba, 1937: 15).
El mito de Goranchacha, referido por fray Pedro Simón (1981, III: 419-421),
es el de un personaje que fuera engendrado por una doncella de Guachetá, emba-
| 70 |

razada por los rayos del sol. Fue criado en la propia casa del cacique hasta los 24
años, edad en que salió para Ramiriquí, que era un pueblo más grande. Gobernó
con gran severidad, ahorcando a los que faltaban a sus leyes en el cerro de La
Horca. Dice el cronista que cerca de las postreras casas de Tunja, en las cuadras
de Porras, “hizo edificar un templo a su padre el sol, donde lo hacía venerar con
frecuentes sacrificios”, hacia donde organizaba procesiones cuyo recorrido duraba
tres días desde su cercado que se ubicaba en el convento de San Agustín. Para la
construcción solicitó siete columnas de piedra, de las cuales supuestamente solo
tres llegaron al sitio, dos se quedaron en el camino de Ramiriquí y otras dos en
Moniquirá, debido a la noticia de la llegada de los españoles a la costa Caribe.
Afligido por esta noticia, Goranchacha desapareció de la escena, y en su lugar
nombraron como cacique a Munchatocha, a quien hallaron los conquistadores
(Simón, 1981, III: 422).
Como se puede apreciar, hay contradicciones entre la monumentalidad indica-
da para un templo del Sol y las evidencias halladas por Hernández de Alba –apenas
380 cm de diámetro–, entre la filiación al período Herrera sugerida por el autor
y la carencia de pruebas fehacientes, y entre la antigüedad de la cerámica –que
no se describe con precisión– y la temporalidad propuesta por el cronista. No
hay dudas de que la construcción es una casa en forma de espiral de tipo ritual,
con la entrada desde el este, y de derecha a izquierda en forma de caracol, para
ingresar de espalda, con capacidad para muy pocas personas, posiblemente para
la realización de alguna ceremonia preparatoria antes de pasar a la construcción
mayor que se hallaba más al noroeste, infortunadamente destruida (Figura 20).
En la parte alta de la UPTC, la presencia de cerámica incisa es muy escasa;
por ejemplo, en el sector de Laboratorio-La Muela la proporción de fragmentos
es muy baja, pues alcanza tan sólo el 2% del total (255 fragmentos de un total
de 10.704); entre ellos, Tunja desgrasante calcita y Tunja rojo sobre gris o crema
(Pradilla et al., 1992: 96). Un reciente hallazgo en predios de la UPTC de entie-
rros de este período apoya la idea del uso de orfebrería en esta época temprana.5

4.5 El valle de Sogamoso

La sociedad Muisca en el siglo XVI estaba constituida por un conjunto de uni-


dades políticas centralizadas en Bogotá, Tunja, Duitama, Sogamoso, y otras
5  H. Pradilla, información personal, 2007.
| 71 |

independientes. El Sugamuxi era el supremo jefe religioso, quien se comunicaba


en una lengua especial con los otros sacerdotes, y oficiaba las diferentes ceremo-
nias revitalizadoras de la sociedad, y los rituales de enterramiento de los grandes
caciques. Juan de Castellanos (1997: 1157) narraba la esmerada dedicación de
los xeques (ogques) a sus oficios religiosos, quienes se preparaban desde muy
niños para esos menesteres, vivían en moradas especiales con gran recogimiento
y abstinencia, comiendo poco, pero mascando con frecuencia coca, sin casarse,
respetados y muy consultados por toda la comunidad sobre sus afecciones del
cuerpo y alma. A juzgar por dos fechas obtenidas alrededor del actual templo del
Sol (Rodríguez, 2001; Silva, 1981), su ocupación se habría iniciado durante el
periodo Herrera, cuando se habría desarrollado el culto al astro solar mediante la
dedicación de templos especiales. Infortunadamente, no existe una información
más detallada de las excavaciones de los años 1940 que permita diferenciar las
ocupaciones Herrera y Muisca, pero, a juzgar por las prácticas funerarias, éstas son
muy similares durante ambos periodos (tumbas de pozo oval, cuerpo en posición
sedente o lateral, tapa de laja).
Para los muiscas el sol era la criatura más lúcida, adorada por ser el dador de los
recursos y benefactor omnipotente; la luna era su mujer y compañera. Consideraban
que al morir una persona su cuerpo se descomponía, pero su alma bajaba al centro
de la tierra, donde cada uno tenía sus actividades según las había poseído en vida,
con casas, labranzas y una cotidianidad reposada, pues pensaban que la existencia
era permanente. También veneraban las montañas, lagunas, fuentes de agua y ríos,
cuevas y plantas. Su gran predicador fue Neuterequeteua, Bochica o Xue, quien les
enseñó las leyes, las artes e industria, y quien falleció después de un largo peregrinaje
por Sogamoso, dejando por heredero al Sugamuxi, supremo sacerdote.
Según la tradición muisca, en algún momento todo era oscuridad. Solamente
existían el sol y la luna, así que los caciques Sogamoso y Ramiriquí de Tunja, su
sobrino, decidieron hacer a los hombres de tierra amarilla y a las mujeres de una
hierba alta de tronco hueco. Para iluminar el cielo, mandó Sogamoso a Ramiriquí
para que alumbrara el mundo desde un cerro, lo que no fue suficiente, por lo que
él mismo se subió al cielo y se hizo luna, iluminando la noche, y los indígenas
obligados a adorarlos. Por esta razón, en recuerdo y memoria de este suceso ocu-
rrido en el mes de diciembre, los muiscas, especialmente de Sogamoso, celebraban
durante el solsticio de invierno la fiesta del huan, donde marchaban doce personas
vestidas de rojo, con guirnaldas y chasines, y en medio otra persona vestida de azul;
todos cantaban y bebían chicha por invitación del cacique (Simón, 1981, III: 410).
| 72 |

La majestuosidad de algunos templos muiscas era tal (Figura 18), que en el


pueblo de Iguaque, donde según la leyenda vivían las figuras míticas de Bachué
–llamada también Furachogua por sus buenas obras– y el muchacho con quien salió
de las mismas aguas, en una casa de adoración había una estatua maciza de oro
fino que representaba a un niño de aproximadamente tres años de edad, muchas
mantas de algodón fino, y muchos pedazos de barras, tejos y cintillas de oro fino
con figuras humanas y de animales. Al ver que un cura español con otros indígenas
de servicio iba a robar el tesoro, los lugareños lo evacuaron hacia la laguna, donde
lo escondieron a buen recaudo. Los intentos por encontrarlo desaguando la laguna
fueron infructuosos para los españoles (Simón, 1981, III: 368-371).

4.6 El valle de Leiva

El valle de Leiva se localiza en la parte noroeste del territorio muisca de Tunja,


Boyacá, con clima seco por la baja pluviosidad y alta luminosidad; está irrigado
por los ríos Leiva, Sáchica, Cane, Roble, y parcialmente por el Sutamarchán. En
época prehispánica ofrecía fértiles valles aptos para la agricultura; de acuerdo con el
estudio de suelos, las planicies aluviales de los ríos Sáchica-Leiva poseen las tierras
más adecuadas para labores agrícolas (Clase I), por ser suelos bien drenados, con un
alto grado de contenido de nutrientes y pocas limitaciones si se emplean sistemas
de irrigación (IGAC, 1999). Esta región posee la mayor duración de la luz solar,
y las noches más iluminadas, con una buena visibilidad de los astros, al igual que
el valle de Sogamoso; de ahí que estos dos lugares hayan sido elegidos como cen-
tros cósmicos de orientación astronómica (Figura 12), de rituales de fertilización
(mediante falos líticos) durante los ciclos agrícolas, y de la vida social y religiosa.
Actualmente, el proceso de desertización es alarmante, debido al intensivo uso de
sus suelos para la agricultura de gramíneas del Viejo Mundo (trigo, cebada), pinos
y eucaliptos, que contribuyen a su desecamiento, y a la explotación de minas de
arcilla para la elaboración de tejas y vasijas de barro.
Las investigaciones arqueológicas adelantadas en el sitio de El Infiernito por
Eliécer Silva Celis (1981, 1986) condujeron al descubrimiento de dos centros
con funciones astronómicas y rituales. El primero está conformado por hileras de
56 columnas líticas alineadas este-oeste, dispuestas con separaciones de 38 cm;
el segundo está integrado por gruesos monolitos tallados, igualmente orientados
este-oeste, separados cada 65 cm. Al pie de cada columna se hallaron ofrendas de
| 73 |

cuentas de collar de concha marina, lascas y fragmentos líticos. Según el autor, las
sombras proyectadas por las columnas servían de orientación para el seguimiento
del sol en el horizonte durante los solsticios y equinoccios, a manera de un com-
putador de acontecimientos cósmicos, similar a lo hallado en Stonehenge, Gran
Bretaña. Cerca a estas construcciones se han hallado tumbas megalíticas asociadas
a cerámica del período Herrera.
De tres fogones hallados frente a las columnas, al parecer realizados antigua-
mente con objetivos rituales (incluían restos de animales, ocre y maíz), se dataron
restos de carbón vegetal mediante radiocarbono, y se obtuvieron sendas fechas de
230±140, 540±195 y 930±95 a.C., correspondientes al período Herrera. Estas
dataciones condujeron al autor a pensar que el desarrollo cultural Muisca debió
haber sido antecedido por un tiempo prudencial, por lo que “no es imposible,
entonces, que los pasos iniciales y fundamentales con los que se inicia la civilización
chibcha se sitúen a mediados del segundo milenio antes de la era cristiana” (Silva,
1981: 14), y que la construcción de las monumentales obras talladas en piedra de
El Infiernito representen un esfuerzo extraordinario de los muiscas por adentrarse
en los dominios estelares, con el fin de intervenir y controlar los factores climáticos
que incidían en la productividad de las cosechas, en un medio ambiente de escasa
pluviosidad como el de Villa de Leiva.
A pesar de que los contextos fechados no contenían cerámica que permitiese
asociarla al período Herrera y establecer los estilos característicos de su época,
y que la datación se realizó en el Instituto de Asuntos Nucleares de Colombia,
entidad conocida por errores de procedimiento que pudieron falsear las fechas
(Becerra, 2001; Langebaek, 1995; Lleras, 1989), la intencionalidad de las ofrendas
y su asociación con las estructuras líticas podría indicar que las construcciones
megalíticas sí corresponden a este período, al igual que las de Goranchacha en
Tunja, Sutamarchán, Ramiriquí, Tibaná, Paz del Río y otros lugares. Al respecto
hay que señalar que un estudio arqueológico sistemático alrededor del Parque
Arqueológico de El Infiernito evidenció que la mayor concentración de material
cerámico del período Herrera se halla en el noreste y sur del actual Parque Ar-
queológico, incluida cerámica decorada supuestamente asociada a festividades,
aunque su presencia es muy escasa (Salge, 2007: 79).
Como plantearía G. Reichel-Dolmatoff (1986: 238), si aceptamos estas fechas,
“la edad de la construcción se remonta a la de la cerámica de tipo Formativo, lo
que desde luego no es sorprendente si tenemos en cuenta la gran antigüedad de
construcciones astronómicas en América”.
| 74 |

Un estudio regional sistemático en el valle de Leiva ha permitido abordar la


problemática de los cambios sociales en el tiempo, y plantear que durante el perío-
do Herrera la región estuvo habitada por grupos pequeños dispersos por los fértiles
valles de los ríos que la irrigan. Hacia finales del I milenio d. C., durante el período
Muisca Temprano, se observa un apreciable incremento de la población y de uso
de los suelos, a juzgar por el aumento de la densidad de tiestos, que pasa de 0,4
a 22,8 (incremento de 9.437%), y del área de ocupación, que crece de 21,7 ha a
34,8 ha (incremento de 160%); no obstante, el cambio más notorio se aprecia en la
transición del Muisca Temprano a Muisca Tardío –donde se observa también mayor
diferenciación jerárquica–; posteriormente, el tamaño de la población se reduce en
el período Colonial (Langebaek, 2001: 69-71). Sin embargo, el autor plantea que
desde la perspectiva agrícola, el valle de Leiva jugó un papel secundario con relación
a otros valles de los Andes Orientales, debido a las limitaciones en la pluviosidad.
Este mismo reconocimiento regional ha evidenciado que El Infiernito está inte-
grado desde la ocupación Herrera por dos concentraciones anulares, con su centro
ocupado con menor intensidad, a la manera de “plazas”. Una de ellas estaría ubicada
en el sector oriental y otra en el occidental, y esta última se destacaría por presen-
tar mayor densidad de fragmentos de jarras especializadas en el servicio de chicha.
Esta distribución de los materiales cerámicos estaría reflejando quizá una expresión
dual de esta sociedad, con una zona oriental asociada con la salida del sol, y otra
occidental relacionada con el poniente. Una posibilidad interpretativa es que ambos
sectores corresponderían a dos utas complementarias, ubicándose una en el sector
occidental y otra en el oriental (Langebaek, 2001: 230). Otra explicación es que las
dos concentraciones corresponden a dos períodos diferentes (Herrera y Muisca).

4.7 El valle de Duitama

Este valle se ubica en el antiguo pantano de Duitama, al oriente de Boyacá, el cual


durante el invierno se inundaba conformando un ancho lago, de tal profundidad
que cubría a una persona de pie; allí afloraban algunas islas descubiertas de agua
pero cubiertas de juncos, donde se refugiaron los indígenas cuando entraron los
españoles en el siglo XVI (Aguado, 1956, I: 298). El valle está surcado por los ríos
Chicamocha, Surba y Chiticuy, y está rodeado por varias formaciones montañosas
como la cuchilla de Laguna Seca, los páramos de Pan de Azúcar y La Rusia, y las
lomas de Los Patíes, Buenavista y El Cordón (IGAC, 1999).
| 75 |

El estudio arqueológico regional de este valle ha evidenciado la presencia de


sitios de baja densidad poblacional sobre las laderas de las lomas, correspondientes
al Período Herrera, con cerámica tipo Duitama desgrasante calcita, Duitama calcita
arenoso, Duitama desgrasante tiestos, Duitama cuarzo abundante, Duitama cuarzo
fino y Duitama desgrasante gris, similar a la reportada en la sabana de Bogotá
y la región de Tunja, con la diferencia de que no se encuentra el tipo Mosquera
rojo inciso, típico del suroccidente del altiplano (Tabla 6) (Becerra, 2001: 153).

4.8 Los orígenes de la población del Período Herrera

En general, los asentamientos del Período Herrera son muy dispersos y poco den-
sos (de aquí la dificultad para encontrarlos). Se distribuyen por las partes altas de
los valles conformados por las antiguas lagunas del altiplano Cundiboyacense, y
cronológicamente se ubican entre el I milenio a. C. y el siglo VIII d. C. La fase
temprana de este período, correspondiente al I milenio a. C., retiene rasgos bio-
lógicos (dolico-hipsicefalia, robustez) (Figura 13) y culturales de los horticultores,
recolectores y cazadores (tipo Aguazuque). Sus enterramientos mantienen una
mayor cercanía con el mundo animal, y hay más evidencias de contactos con el
valle del río Magdalena. Los tipos cerámicos son similares en toda esta región,
con variantes regionales, pero la gran diferencia estriba en que el tipo Mosquera
rojo inciso, característico del suroccidente de la sabana de Bogotá, es originario
del valle del Magdalena (Paepe y Cardale, 1990).
En la fase tardía se aprecia una compleja cosmovisión reflejada en la cons-
trucción de sitios ceremoniales para observaciones astronómicas y la realización
de rituales al astro solar y de fertilidad, con templos y conjuntos líticos, pues al
aumentar la dependencia de las plantas se hizo necesario el conocimiento de los
ciclos reproductivos para la organización de la agricultura, las fiestas y la propia
sociedad (Silva, 1981). Se podría pensar, inclusive, que la población de este período
se comunicaba mediante una lengua macrochibcha. Por consiguiente, contraria-
mente a lo que se ha planteado sobre los orígenes de las poblaciones chibchas de
los Andes Orientales, el desarrollo cultural de esta región no posee signos ni de
ruptura temporal ni de migraciones masivas tardías de pueblos foráneos, como
se había insistido anteriormente (Lleras, 1995; Reichel-Dolmatoff, 1956), sino
un proceso microevolutivo y de complejización a partir de los horticultores tipo
| 76 |

Aguazuque, dando lugar al conocimiento del comportamiento de las plantas y


animales que condujo a su domesticación.

Tabla 6. Distribución de los tipos cerámicos por regiones y período*.

Cerámica Cerámica Cerámica


Período Cronología
Región sur Región media Región norte
Colonial Vidriada Vidriada Vidriada
Ss XVI d. C.-
Moderno Porcelana Porcelana Porcelana
Guatavita desgrasante Guatavita desgrasante gris Micáceo
Ss XIII-XVI gris Guatavita desgrasante tiestos Villanueva
Chibcha Tardío
d. C. Guatavita desgrasante Valle de Tenza gris Oiba rojo sobre
tiestos Suta naranja pulida naranja
Carmelito burdo
Chibcha Ss IX-XIII Tunjuelo laminar Micácea fina
Arenoso burdo
Temprano d. C. Funza cuarzo fino Micácea roja
Ocre sobre crema
Arenoso fino
Ss I-VIII Desgrasante calcita
Herrera Tardío Funza cuarzo fino
d. C. Cuarzo fino
Desgrasante gris
Mosquera roca tritu-
rada
Zipaquirá rojo sobre Covarachía inciso
I milenio
Herrera crema Desgrasante calcita impreso
a. C.
Temprano Zipaquirá desgrasante Desgrasante tiestos Chicamocha inci-
tiestos so impreso
Mosquera rojo inciso
Atípicos
*Becerra, 2001; Boada, 2006; Cardale, 1987; Langebaek, 2001; Pérez, 2001; Rodríguez y Cifuentes, 2005.
| 77 |

Figura 6. Estratigrafía del perfil norte del Corte 2, Madrid 2-41.


En el horizonte CR2 se aprecia la arcilla blancuzca del fondo del antiguo lago
y carbón de un fogón (Rodríguez, J.V., y Cifuentes, 2005).

Figura 7. Huecos alineados, vestigio de posible vivienda tipo palafito


(Madrid 2-41, Corte 18).
| 78 |

Figura 8. Fragmentos cerámicos del Período Herrera, Templo del Sol, Monquirá,
Sogamoso (arriba); Madrid 2-41, Cundinamarca (abajo).

Figura 9. Copa esgrafiada, Madrid 2-41, Corte 0 (Rodríguez , J.V., y Cifuentes, 2005).
| 79 |

Figura 10. Fragmentos cerámicos excavados en el norte de Bogotá (La Francia),


correspondientes a los tipos Mosquera rojo inciso (izquierda)
y Mosquera roca triturada (derecha).

Figura 11. Vestigios líticos en el sitio de Goranchacha, UPTC, Tunja (Pradilla et al., 1992)
y corte de la planta excavada por Hernández de Alba (1937: 16).
| 80 |

Figura 12. Columnas alineadas (arriba) y falos líticos (abajo)


en El Infiernito, Villa de Leiva.
| 81 |

Figura 13. Cráneos dolicocéfalo (izquierda) y mesocéfalo (derecha) de Madrid 2-41.

Figura 14. Cráneos dolicocéfalo (izquierda) y robusto (derecha) del Cocuy.

Figura 15. Cráneos deformados de Madrid (izquierda) y Duitama (derecha) del Período
Herrera.
Capítulo 5
Los chibchas: hijos del sol, la luna
y los Andes (siglos IX-XVI d. C.)
5.1 Paisajes andinos y adecuaciones prehispánicas

H
acia el sur de la cordillera Oriental se localiza la sabana de Bogotá,
compuesta a su vez de diversos paisajes que tuvieron distintos patrones
de asentamiento. Por un lado, está el piedemonte de las montañas, de
origen coluvial, con planos inclinados, cuya adecuación para habitación y uso
agrícola requiere de aplanamientos de las laderas (terrazas para cultivos, platafor-
mas para viviendas, canales de riego). En su parte central, se extiende la terraza
fluviolacustre que se formó cuando se secó la antigua laguna, cuyo principal
problema es el encharcamiento en sus partes centrales, y como no recibe apor-
taciones de nutrientes por coluviación, su uso exige de la rotación de los suelos.
Por otro lado, tenemos la llanura de inundación de los ríos, especialmente del
río Bogotá, la que, debido a los constantes desbordamientos durante el invierno,
requiere de adecuaciones hidráulicas para el cultivo y control de las aguas. La
terraza fluviolacustre se considera un paisaje de planicie, con pendientes que varían
entre 1% y 3%, y comprende una amplia área no confinada, con diferencias de
altura de entre 1 y 10 metros (IGAC, 2002, I: 67). La planicie está conformada
por planos de inundación y terrazas, con depósitos variables de ceniza volcánica
y de sedimentos finos y medios que constituyen la base del material basal del
cual se han originado los suelos de este sector (IGAC, 2002, II: 314). Esta te-
rraza se formó cuando se secó la antigua laguna, cubriéndose de sedimentos en
descomposición en ambiente húmedo; posteriormente, evoluciona un suelo BC
en ambiente seco; luego, uno B también en ambiente seco, y de aquí se forman
los horizontes antrópicos A (Figura 6).
La vegetación predominante en la altiplanicie de la sabana de Bogotá era el
bosque seco montano bajo (bs-MB) que se extendía desde Soacha hasta Gachan-
cipá, con biotemperaturas medias entre 12 y 18°C y lluvias inferiores a 1000 mm
| 84 |

al año (IGAC, 2002, I: 96). Este bosque ha desaparecido y ha sido reemplazado


por cultivos agrícolas y ganadería semintensiva.
La morfología del suroeste de la sabana de Bogotá se caracteriza por la pre-
sencia de terrazas de planicie fluviolacustre, de ligeramente planas a ligeramente
onduladas, con sectores plano- cóncavos –cubetas– afectados ocasionalmente
por encharcamientos de corta duración. Los meandros de los ríos, a su vez,
poseen suelos compuestos formados por acumulación de materiales, lavados y
abandonados por cambios de cauce. También hay planicies aluviales cercanas a
los cerros que limitan con los meandros (ríos Checua, Bojacá, Balsillas, Bogotá,
Teusacá y la laguna La Herrera).
En la hacienda Las Mercedes, Suba, en la llanura de inundación del río Bogotá,
se han localizado altas densidades de materiales cerámicos, con baja frecuencia de
tipos del periodo Herrera, valores medios del Muisca Temprano y muy altos del
Muisca Tardío, además de artefactos líticos de molienda (Boada, 2006; Rodríguez,
J.V. et al., 2010). Este sitio se ubica en una terraza alta fluviolacustre (TAFL) que
presenta un talud hacia el río Bogotá. La terraza se formó a partir de arcillas gruesas
de origen lacustre que quedaron descubiertas una vez se secó la antigua laguna a
mediados del Holoceno. Sobre ella se estructuró un suelo que desembocó en una
pedogénesis de tres horizontes A, con excelentes propiedades para la agricultura.
El horizonte A3 (38-55 cm) está compactado por su uso intensivo en época pre-
hispánica, con tenores elevados de fósforo total (3250 ppm); el A2 (18-38 cm)
presenta igualmente una alta actividad humana, a juzgar por el contenido de fósforo
total (3660 ppm) (Rodríguez, J.V. et al., 2010). No obstante, debido al carácter
impermeable de la arcilla, en el centro de la terraza se forman encharcamientos, lo
que limita su uso agrícola; el talud, por su inclinación, resulta más apropiado para
la ocupación, pues el agua se escurre, manteniendo más seca la tierra (Figura 17).
La población de este sitio habitó cerca del cauce para aprovechar los recursos
del río Bogotá (pescado, agua, materias primas), pero se asentaba lo suficiente-
mente lejos como para evitar el encharcamiento de sus viviendas. Por esta razón,
los coluvios y los taludes eran, en términos geomorfológicos, los sitios ideales para
habitación. Las Mercedes es un claro ejemplo de una antigua área fluviolacustre,
cuyo suelo se desarrolló sobre la arcilla lacustre que anteriormente cubría la sabana
de Bogotá; estas arcillas, por su carácter impermeable, no permiten un adecuado
drenaje. Estas terrazas no son totalmente planas, y se aprecian depresiones en las
que las arcillas son más profundas y los horizontes A son más gruesos, permitiendo
| 85 |

el cultivo de raíces profundas. Adicionalmente, puede tener parches donde las


arcillas son más superficiales y se presentan problemas de drenaje.
Para este sitio de las Mercedes se ha planteado que las viviendas eran aisladas
y los caseríos dispersos, asociados a camellones de cultivos (Figura 17). Hay que
acotar que en las referencias etnohistóricas se describe que cada indio tenía sus
rozas y sementeras a la puerta de su morada, y por esta razón las poblaciones
estaban algo apartadas unas de otras, aunque las del valle de Bogotá eran casi en
forma de pueblo (Fernández de Oviedo, 1959, III: 125).
Un aspecto a tener en cuenta que brinda una importante información no sola-
mente sobre la evolución de la organización social y económica de los pobladores
chibchas del altiplano, sino también sobre el grado de adaptación de los paisajes
andinos, son los sistemas agrícolas. Al respecto se han reportado al menos tres
sistemas agrícolas intensivos. El primero consiste en obras hidráulicas a lo largo de
las áreas anegadizas de los ríos, el cual ha sido registrado entre Funza, Cota, Suba,
Fontibón y Bogotá, con una cobertura de más de 15.000 hectáreas de la llanura
de inundación del río Bogotá (Boada, 2006: 88). Entre ellos tenemos los came-
llones ajedrezados o de damero (Figura 16), consistentes en varias franjas cortas
y paralelas de tierra separadas por canales que unen otros conjuntos de franjas de
tierra, orientadas ya sea perpendicularmente o en diagonal. También los hay de
forma irregular y lineal que se irradian hacia la terraza fluviolacustre colindante,
y paralelos al curso natural del río en las curvas cerradas de los meandros.
La construcción de este sistema hidráulico (Figura 16) se habría iniciado en el
periodo Herrera durante el I milenio a. C., y, a juzgar por los estudios palinológi-
cos, se cultivaban solanáceas (posiblemente papa), quenopodiáceas (posiblemente
quinoa), maíz y fríjol. Durante el período Muisca Temprano (siglos IX-XIII d.
C.) se amplía considerablemente el sistema de canales en casi un 500%, y durante
el período subsiguiente se amplía en otro 50% con relación al período anterior.
Este sistema de cultivo requiere de la rotación de las tierras y la fertilización de
los suelos con el cieno recogido durante la limpieza del fondo de los canales, con
el fin de incrementar la productividad agrícola. Igualmente, exige al comienzo de
una alta inversión de mano de obra que se puede concentrar mediante el sistema
de minga, lo que implica a su vez contar con cierto excedente agrícola para poder
alimentar a los comuneros con chicha y platillos de comida (Boada, 2006: 133).
El segundo sistema de cultivo consiste en terrazas escalonadas sobre las laderas
de las montañas, las cuales retienen la humedad y fertilidad de los suelos, evitando
así la erosión que puede generar la agricultura intensiva. Se ha reportado en Pueblo
| 86 |

Viejo (Facatativá), Tocancipá, Sopó, Chocontá, y especialmente cerca de Tunja


(Haury y Cubillos, 1953: 83). En esta última región las terrazas se ubican en los
2650 msnm y se extienden varios centenares de metros hacia arriba, dependiendo
de las condiciones locales, llegando inclusive hasta los 3000 msnm. Su construcción
inicial exigía de la remoción del horizonte (aproximadamente los primeros 50 cm)
hacia abajo, produciendo un amontonamiento escalonado de tierra permeable
cerca de los límites más bajos de la terraza, y en la parte alta el raspado exponía la
arcilla impermeable. Con este sistema se concentra la humedad y se posibilita la
coluviación que deposita permanentemente nutrientes sobre las terrazas. Los ha-
llazgos de pequeños basureros y de pequeñas plataformas para viviendas en medio
de las terrazas separadas entre sí, apuntan a evidenciar que el sistema de terrazas
no exigía de un sistema social con un rígido control o “fuerte dirección” (Haury
y Cubillos, 1953: 86). Al igual que en el sistema anterior, al inicio se requiere de
una gran concentración de mano de obra que se puede aunar mediante la minga
de comuneros, pero luego el mantenimiento lo puede realizar la familia nuclear
o extensa encargada de la tenencia de una parcela.
Un tercer tipo de adaptación de los suelos consiste en surcos o pliegues de
terreno, cortos y paralelos que siguen la dirección de la pendiente, con longitud
en promedio de 18 metros y anchura de 1,5 metros, posiblemente para cultivo
de maíz y papa, reportado en la Salina, Boyacá, margen izquierda del río Cravo
Sur, municipio de Mongua (Silva, 2005: 204). Este último sistema es de menor
escala, y una sola familia nuclear lo podía construir y hacerle mantenimiento.
Hacia el norte tenemos un paisaje montañoso y escabroso modelado por los
cañones de los ríos Chicamocha-Sogamoso, donde destaca una meseta denominada
Mesa de los Santos, Santander, conocida como la región de ocupación del grupo
étnico Guane, rica en arte rupestre y enterramientos de momias en cuevas. Esta
región tiene tres paisajes bien diferenciados (Pinto et al., 1994: 20). El primero
es ondulado y está conformado por cañadas poco profundas, abundantes en ve-
getación de arbustos y matorrales, y con agua suficiente para irrigar los cultivos.
El segundo paisaje, al occidente de la mesa, es una región de depresión, muy po-
blada, pero con escasez de lluvias. La tercera zona, que corresponde a los taludes
que descienden abruptamente sobre los ríos Chicamocha, Suárez y Sogamoso, no
es apta para la agricultura por sus pendientes y escasez de lluvias, pero tiene gran
cantidad de sitios de arte rupestre y enterramientos (Tabacal, La Purnia, La Peña,
El Pozo –Bárcenas–, Peña Blanca, Salazar, Borboso y Las Tapias). El cañón del
Chicamocha es ardiente y seco por la baja pluviosidad, con grandes áreas estériles
| 87 |

y erosionadas, alternadas con pequeños valles fértiles, cultivados actualmente


con tomate, tabaco y pimentón. Los valles de los ríos Poima, Oiba y Oibita son
más húmedos y están cubiertos de bosques de pomarrosos, guarumos y acacias.
Hacia el sur, las regiones de Barbosa, Vélez y Puente Nacional se caracterizan por
paisajes más andinos.
A pesar de localizarse en tierras escabrosas y pedregosas, a la llegada de los
españoles el clima era agradable, sin frío ni calor, con buenos vientos; los fértiles
suelos producían abundantes y virtuosas plantas que producían frutos olorosos
durante todo el año; las labranzas por doquier eran irrigadas mediante acequias
que conducían aguas claras desde lo alto de la montaña, en un circuito de más de
doce leguas (Castellanos, 1997: 1241). Esta adaptación del paisaje explicaría el
hecho de que los guanes hubiesen escogido las zonas altas y secas –hoy día poco
aptas para el cultivo y los asentamientos humanos como consecuencia de la tala
de los bosques, el cultivo intensivo del tabaco y el incremento de la densidad
demográfica–, y no las húmedas y fértiles regiones de los valles intercordilleranos.
Más al norte se localizan las montañas de Norte de Santander, con fríos y
escarpados páramos, donde habitaron los chitareros, quienes, al igual que sus
vecinos chibchas, explotaban la microverticalidad, desde los productos de clima
cálido hasta los propios páramos. Mientras que la papa se producía en las tierras
altas de Arcabuzaso, Cácota, Mogotocoro y Bixa, la yuca se cultivaba en climas
cálidos. Entre tanto, el maíz constituía el centro de la actividad económica, con
productos diversificados según la localización térmica. El nombre chitarero lo
adquirieron de la misma palabra nativa que denota al calabazo lleno de chicha
de maíz y yuca, asido a la cintura, con el que andaban los aborígenes: “[...] y por
salir con tanta cantidad de ellos, los españoles llamaron a los naturales de estas
provincias chitareros” (Aguado, 1956, I: 463). El nombre de Silos, Santander, se
adquirió por la presencia de sitios de almacenamiento de granos de maíz.
Hay que resaltar que el desarrollo agrícola de los Andes Orientales se vio dina-
mizado por la producción de maíz (Zea mays L.), que reúne una serie de ventajas
respecto a otros cultígenos, especialmente por la existencia de una gran diversidad
de variedades (amarillo, blanco, negro, morado, canguil, carapali, chulpi, tumba-
que, morocho) que pueden producir hasta dos o tres cosechas en tierras cálidas.
Por otro lado, el maíz permite una mayor producción de energía por unidad de
superficie que los tubérculos y otros cereales, con menos cuidados agrícolas. La
lenta maduración del grano permite consumirlo tierno y mantenerlo en la planta
a manera de almacenamiento, además de que se pueden utilizar las hojas para
| 88 |

forraje y los tallos para construcción; las plagas que le pueden afectar son menores
en climas templados que en los cálidos, y menores que en tubérculos. Finalmente,
con el maíz se puede preparar chicha, tortillas, mazamorras, coladas, mutes, panes
y tamales. Sus granos tostados y la harina se pueden transportar fácilmente durante
varios días, lo que servía para alimentar a los viajeros. Su alto valor en hidratos de
carbono y la compensación de su bajo valor proteínico, especialmente de lisina,
mediante la inclusión en la dieta alimentaria de leguminosas (fríjol, habas) y qui-
noa (con elevados valores proteínicos), convirtieron este vegetal en el alimento
preferido por las poblaciones prehispánicas (Estrella, 1990: 85).

5.2 La transición entre los períodos Herrera y Muisca

Existe un vacío de información en los Andes Orientales entre los siglos VI-VIII
d. C., al igual que en otras partes de Colombia, Mesoamérica, Andes Centrales y
posiblemente en el ámbito global, producto de drásticos cambios que generaron
frío y sequías mundiales severas, con el consecuente despoblamiento de varios
territorios. En la región maya se produjeron, según las evidencias arqueológicas,
sequías, pérdida de cosechas, hambrunas y desplazamientos poblacionales, en fin,
una gran catástrofe de la cual nunca se repondría esta región. En las mitologías
europeas entre el 536-545 d. C. se narran eventos de dragones, bolas de fuego y
lanzas ardientes que podrían asociarse al bombardeo de una tormenta solar que a
su vez despertó volcanes como El Chichón de Chiapas, México, cuyas erupciones
causaron enormes daños (Gill, 2008: 289).
Para el caso de Colombia, Th. Van der Hammen (1992: 110) reporta dos
períodos secos en los bajos ríos Magdalena, Cauca y San Jorge entre 450-550 y
1200-1300 d. C., que produjeron bajos niveles en estos ríos, relacionados con la
reducción de los lagos en los Andes. En el glacial Quelccaya de Perú se registran
estos mismos períodos de fuerte deshielo entre 570-610 y 1250-1300 d. C.
Este período coincide con la finalización del Formativo y el surgimiento de la
sociedad Muisca, al igual que la Quimbaya en la cordillera Central, Sonso en la
cordillera Occidental, Bolo-Quebrada Seca en el valle del río Cauca, Tardío en el
Tolima, y otras tantas, entre los siglos VI-VIII d. C., lo cual estuvo precedido por
profundos cambios ambientales que incluyeron erupciones volcánicas, sismos y
calentamiento del clima. La caída de un grueso horizonte de cenizas volcánicas
de casi un metro de espesor, como se ha registrado en el río Bolo, Palmira, Valle,
| 89 |

debió desplazar a los antiguos pobladores hacia las montañas para evitar la toxicidad
de las plantas y las aguas. Lo suelos estudiados de Madrid evidencian una fuerte
presencia de ceniza volcánica en casi todos los horizontes, que en algún momento
fue inclusive intoxicante (Figura 6). Pasados muchos años, especialmente en las
partes bajas, como las terrazas fluviolacustres de la sabana de Bogotá, y una vez
sepultadas las cenizas por depósitos eólicos y aluviales, la población pudo regresar
y aprovechar la fertilidad de los nuevos suelos, aptos para la agricultura intensiva.
Este fenómeno, que inicialmente fue causante de un período de presión am-
biental, a la postre se convirtió en una buena oportunidad ecológica, pues fertilizó
los suelos y, al disminuir las anteriores áreas anega­dizas del altiplano Cundiboya­
cense, amplió la extensión de los campos aptos para la agricultura y la ubicación de
viviendas, lo que favoreció la expansión territorial. En estas condiciones, se tala el
bosque para ensanchar los campos de cultivo y construir viviendas, ocasionando los
primeros indicios de erosión de los suelos del altiplano, especialmente por la región
de Villa de Leiva, Sutamarchán y Ráquira, aunque de extensiones limitadas, dados
los incipientes sistemas agrícolas usados en esa época (Van der Hammen, 1992: 54).
En este ámbito se desarrolla la población del período ubicado cronológica-
mente entre los siglos IX-XII d. C., denominado Muisca Temprano, conocido
por los tipos cerámicos Funza cuarzo fino, Tunjuelo laminar y Cuarzo abundante.
Básicamente, se conoce la fase final de su desarrollo por los cementerios excavados
en Tunjuelito (Enciso, 1996), Portalegre (Botiva, 1988) y Candelaria la Nueva
(Cifuentes y Moreno, 1987), donde no se aprecia una gran diferenciación social
en las prácticas funerarias (Boada, 2000: 47). También se han excavado grandes
cementerios que incluyen enterramientos tanto del período Herrera (muy pocos)
como del Muisca, en Tunja (Pradilla, 2001; Pradilla et al., 1992) y Sogamoso
(Buitrago y Rodríguez, 2001; Silva, 1945). Durante este período se amplían las
áreas de canales y camellones en las orillas del río Bogotá, lo que permite incre-
mentar la producción de maíz, fríjol y otros productos agrícolas (Boada, 2006:
148). Por su parte, la producción de sal aporta un elemento muy importante para
el intercambio comercial, con el que se podía incorporar a la esfera de consumo
productos de tierras calientes, como algodón, coca, tabaco y otros bienes exóticos.
Si bien es cierto que hay evidencias de pequeños poblados (Henderson y Ostler,
2005; Pradilla et al., 1992; Romano, 2003), el patrón de asentamiento continúa
siendo básicamente disperso, y la jerarquización social bastante flexible.
A partir del siglo XIII d. C. se aprecian todas las características que definirán
posteriormente y hasta la llegada de los españoles a lo que se conoce como sociedad
| 90 |

Muisca Tardía (siglos XIII-XVI d. C.), identificada por los tipos cerámicos Guatavita
desgrasante gris y Guatavita desgrasante tiestos. Durante este período se aprecia un
notable incremento del tamaño poblacional y de la jerarquización social; se cons-
truyen grandes cercados y se amplía la vasta red de caminos que conectaba con los
Llanos, con los valles de los ríos Opón, Chicamocha-Sogamoso y Magdalena, y con
el páramo de Sumapaz. Es probable que en su proceso de expansión los muiscas se
hayan enfrentado a otros grupos rivales también en expansión que habrían ascen-
dido por el valle del río Magdalena, y que lanza en ristre hayan desplazado hacia las
partes altas a los muiscas, como se deduce del relato de fray Pedro Simón (1981, III:
403) cuando afirmaba “que habiendo sido los moscas señores de aquellas tierras de
los muzos antes que ellos se las quitaron, pudieron tener y tuvieron muchas y muy
finas esmeraldas del cerro de Itoco, de donde ahora se sacan”.
El surgimiento de la sociedad muisca ha desper­tado serias controversias, pues
mientras que Eliécer Silva C. (1968, 1981) aducía que los chibchas ya existían
en el I milenio a. C., Gerardo Reichel-Dolma­toff (1956: 271) había anotado en
los años 1950 que éstos constituían “grupos recién venidos de las tierras bajas y
que solo durante los últimos siglos anterio­res a la Conquista Españo­la, lograron
una precaria unidad en un terri­torio recién ocupado”. Esta última idea ha sido
compartida por varios investigadores de esta región, quienes consideran que todos
los chibchas de la cordillera Oriental de Colombia arribaron hacia el siglo IX-X
d. C., desplazando o absorbiendo a los grupos del periodo Herrera (Langebaek,
1987: 25; Lleras, 1995). Empero, estas hipótesis se sustentan básicamente en
rasgos formales de la decoración de la cerámica (por su similitud con la cerámica
pintada del período Portacelli del medio río Ranchería, La Guajira), aunque
también en similitudes en la organi­zación social, y en cambios en los patrones de
asentamiento, que bien pueden corres­ponder a paralelos o convergen­cias cultura­les
y ecológicas, fenómeno muy común en las sociedades prehispánicas. Estas últimas
no permane­cieron aisladas, sino que incorporaron a sus técnicas de produc­ción
alfarera, orfebre, lítica, textil y de cons­trucción, elemen­tos de otras culturas a tra-
vés del intercam­bio, bastante antiguo, como lo evidencia la presencia de caracol
marino (Strom­bus) proveniente del litoral Caribe en el sitio Zipacón (Correal y
Pinto, 1983). Esta interrelación entre lo interno, es decir, las normas generadas
por las sociedades a partir de una cosmovisión andina de mucha antigüedad que
se remonta a varios milenios, y los préstamos cultura­les obtenidos de las sociedades
vecinas con quienes intercambiaban productos exóticos, especialmente psicotró-
picos (coca, tabaco, yopo), condujo a una gran diversi­dad cultural en tiempos
| 91 |

prehispánicos de los actuales departamentos de Santander (Norte y Sur), Boyacá


y Cundinamarca, que caracte­rizó a los Andes Orientales de Colombia.
A juzgar por los datos arqueoló­gicos, et­nohistó­ri­cos y bioantropológicos, se colige
que el desarro­llo histórico del altiplano Cundi­bo­yacense estuvo marcado por los pro-
fundos cambios ambientales acontecidos durante el I milenio d. C., y por la relación
entre las pautas genera­das por las mismas sociedades y los préstamos culturales que
condujeron a una gran diversidad intergrupal, aunque mante­niendo cierta homogenei­
dad intragrupal delimitadora de las fronteras con grupos lingüís­ticos no afines.

5.3 La organización social

Cuando arribaron los españoles al altiplano Cundiboyacense se dieron cuenta de que


éste estaba conformado por numerosos valles apartados unos de otros, y que en cada
valle había un señor que lo gobernaba y que le daba su nombre; varios valles estaban
supeditados a un cacique, y todo el conjunto lo estaba a un gran señor, como Tunja
o Bogotá. Este último era muy poderoso y era el mayor y universal señor de todos los
otros caciques de la tierra y valle de Bogotá, que tenía un área de 3-4 leguas de ancho
por 12 leguas de longitud (Fernández de Oviedo, 1959, III: 107). También había
mujeres cacicas como Fura, muy estimada y respetada, quien gobernaba en Furate-
na, vecindario de los muzos, donde en un peñol (tena, marido) existía un santuario
muisca en que se ofrendaba oro (Relación de la región de los indios muzos y colimas;
en Patiño, 1983: 237). El cacique6 se denominaba sihipkua y los capitanes o auxiliares
del cacique o señor principal se llamaban tyba; los tyba tenían mucha infuencia sobre
su parentela, y habitualmente cuidaban de los santuarios de los antepasados.
El cacicazgo muisca era muy flexible y se le considera “una entidad política
autónoma, compuesta por una o varias capitanías, ya sean simples o compuestas, y
gobernada por un jefe llamado sihipkua” (Gamboa, 2010: 89). Estos cacicazgos tenían
múltiples conflictos entre sí por la movilidad de la gente, las tierras de cultivo, los
cotos de caza y los tributos personales, lo que generaba enfrentamientos que a veces
desembocaban en la aplicación de la guerra de tierra arrasada contra los perdedores.
El cacique organizaba las fiestas, las guerras, la construcción de santuarios, la reali-

6  La sociedad muisca (ser humano, gente) tenía diversas categorías de jefes: sihipkua (jefe, señor, amo,
príncipe, cacique), usaque (dignatario), zaque (jefe, dignatario de Hunza), zipa (jefe), sibintiba (capitán
mayor), tibaroge (capitán menor), gesha (jefe de guarnición fronteriza) y tiba denotaba soberanía, realeza,
vejez y dirección (Ghuisletti, 1954: 232, 341-392).
| 92 |

zación de las labores comunitarias para el mantenimiento de canales y caminos, el


intercambio de bienes en los mercados comunales y la aplicación de justicia según
las normas tradicionales. Podía tener varias mujeres, poseer cotos de venado para la
cacería y vestir mantas especiales; además, era objeto de tratamientos especiales duran-
te su enterramiento, como la momificación, la disposición en sitios reservados y los
ajuares exóticos. Las comunidades, a su vez, le hacían mantenimiento a las labranzas
y cercados del cacique, y le ofrecían mantas, oro, sal, hayo (coca), animales, plumas
y otros objetos preciosos, en lo que se conoce como tamsa (Gamboa, 2010: 129).
El tamaño y poder de las poblaciones variaba, pues mientras que a un día de jornada
del altiplano los españoles encontraron 500 casas en un valle, adelante a cuatro días
hallaron 2000 casas. Si en cada casa habitaban cinco personas, en el primer valle podían
residir cerca de 2500 personas y en el segundo aproximadamente 10.000 habitantes.
La población total podría ser de 250.000-500.000 personas en Bogotá, si tenemos
en cuenta que, según el cronista, podía poner entre 50.000 y 100.000 hombres en el
campo de batalla, y de 200.000-250.000 en Tunja, cuyos combatientes estarían entre
40.000 y 50.000. Estas cifras pueden ser muy exageradas debido a que los conquista-
dores quisieron resaltar su valor militar al enfrentarse mediante un pequeño puñado
de hombres a grandes ejércitos de nativos. Es decir que en total la población muisca
supeditada a estos dos grandes señores podría llegar a los 450.000-750.000 habitantes,
dispersos por valles, y algunos nucleados en torno a los cercados de Tunja, Bogotá, Dui-
tama, Sogamoso, Somondoco, Guatavita, Pasca y otros pequeños poblados. Duitama
o Tundama, el más belicoso, animoso y mejor armado de todos gracias a sus luengas
lanzas y que pertenecía a la provincia de Tunja, podía reunir hasta 10.000 combatientes.

Tabla 7. Pueblos e indios tributarios chibchas en el Nuevo Reino de Granada en


1538 (Tovar, 1987: 75).

Provincia Vecinos Pueblos Indios tributarios Tasa de mantas


Santafé 55 57 36.552 9.772
Tunja 73 110 52.647 33.726
Vélez 38 74 14.679 4.147
Pamplona 57 110 20.130 527
Total 223 351 124.008 48.172

En 1538 había 60 repartimientos en Tunja y 55 repartimientos en Bogotá que fueron


asignados a vecinos encomenderos; según los cronistas, había señores de 10.000, 20.000
y hasta 30.000 vasallos, y cada pueblo tenía 10, 20, 30, 100 o más casas, de acuerdo
| 93 |

con la fertilidad de sus tierras. La causa por la que las casas estaban apartadas unas de
otras era que cada familia tenía las sementeras cerca de la puerta de sus bohíos. Además,
porque poseían sembrados en tierra caliente donde cultivaban productos propios de esas
regiones como la yuca y coca, mientras se producía la cosecha de papa (Tovar, 1987: 75).
Otros cálculos apuntan a mostrar que la población chibcha del Nuevo Reino
de Granada podría alcanzar alrededor de 620.000 habitantes si nos atenemos a
la Relación de 1560, en la que se calculaban 124.008 tributarios (Tabla 7); si a
cada tributario le computamos cinco personas por familia (se afirmaba que en
cada bohío habitaban de cuatro a seis personas), obtendríamos la cifra señalada.
La provincia más numerosa sería Tunja, que incluía a Sogamoso, Duitama, los
pueblos de la Sierra Nevada del Cocuy (Guacamayas, Chiscas, Amonga, La Miel,
Cuscaneva, Panqueva, Ancachacha, Cocuy, Cochavita, Chita, Soaca, Ura, Cheva,
Chusbita, Chequisa) y algunos grupos indígenas de los Llanos (1400 tributarios),
para un total de 263.235 habitantes, lo que la hacía la más grandes del distrito
y la más abundante en mantenimientos. La provincia de Santa Fe tendría, antes
de la pestilencia, cerca de 183.000 habitantes; la de Vélez (Agatá, Chipatá, Oiba,
Charalá, Moniquirá y otros pueblos), aproximadamente 73.000; la de Pamplona
(Silos, Bochalema, Arcabusazo, Cácota, Chinácota, Chitagá, Tona, Labateca,
Cúcuta, Valegrá, Táchira y otros) llegaría a los 100.000 (Tabla 7).
Como la sabana de Bogotá era anegadiza debido a las inundaciones que produ-
cían sus ríos, que para aquella época eran muy grandes (Bogotá, Teusacá, Neusa,
Frío, Juan Amarillo y otros), y debido a la existencia de los relictos de la antigua
laguna pleistocénica que inundaban buena parte de los valles, especialmente al sur
(Funza, Madrid, Mosquera, Fontibón, Bosa, Soacha), las poblaciones se asentaban
en la partes elevadas, en los piedemontes, en terrazas coluviales y fluviolacustres
altas, y en las islas que se formaban entre los pantanos, como los poblados de Dui-
tama, Sogamoso, Paipa, Chía y Funza, que estaban rodeados de enormes lagunas,
como las que se han formado a raíz de los aguaceros producidos por el fenómeno
de La Niña entre 2010 y 2011. En estas islas se podían ocultar fácilmente de la
persecución de los conquistadores debido a que sus entradas estaban cubiertas de
juncos, chusques, barito y otra vegetación de pantanos.
Las casas eran construidas en material perecedero, de vara en tierra, con vigas de
madera, paredes de bahareque (guadua aplanada y entretejida o algo similar, recu-
bierta con un material de barro y fibras) y techo de paja a dos aguas, lo que exigía
de un adecuado y constante mantenimiento. Si las vigas eran de guayacán, la casa
podía durar unos quince años o más, pero el techo había que empajarlo cada cuatro
| 94 |

o cinco años, tal como relatan Alonso Ruiz Lanchero y colaboradores en la Relación
de Trinidad de los Muzos, de 1582 (Patiño, 1983: 246). Había casas chicas y otras
grandes según la calidad del morador o señor de la casa, y las de los caciques mayores
eran como alcázares, es decir, con cercados7, patios y muchos aposentos en su inte-
rior para vivienda y pertrechos, con las paredes pintadas con mucho primor, donde
se albergaba toda una corte, es decir el cacique mayor con sus súbditos y familias.
Si bien es cierto que tanto la organización social como el clima son muy
diferentes entre los muzos de tierras cálidas (vecinos de Furatena) y los muiscas
de tierras templadas, existe alguna similitud en la manera como emplazaban los
asentamientos. Se describe en la Relación de Trinidad de los Muzos que los indíge-
nas no vivían en pueblos ni en casas permanentes, sino en barrios y parcialidades,
debido a que se casaban fuera de sus propios apellidos, de manera que allí donde
labraban su sementera allí misma construían su casa. Es decir, el marido primero
seleccionaba un terreno adecuado y fértil para sembrar, con buen arcabuco (bosque)
vecino de donde obtener materias primas y fuentes de agua, y luego instalaba la
casa, con su mujer que provenía de otra parcialidad. La causa por la que se prac-
ticaba este sistema de parentesco exogámico era la consolidación de una red de
amistad entre parcialidades, de manera que se consideraban “hermanos de armas”
con los del otro repartimiento con los que se casaban. Sin embargo, al morir el
marido, la mujer recogía a sus hijos y se devolvía a su sitio materno, tomando el
apellido de la madre. Igualmente eran los familiares por línea materna los que
vengaban la muerte de cualquier persona, pues tenían el mismo apellido, es decir,
lo heredaban de la madre (matrilineales) (Patiño, 1983: 225).
Entre los muzos la manera como una persona llegaba al poder de una parcia-
lidad, haciéndose señor o cacique, no era por herencia de mando, sino por un cri-
terio de selección muy simple: quien fuese valiente y brioso, capaz de sembrar una
mayor cantidad de maíz, con el cual preparaba chicha para convidar a sus vecinos
a grandes fiestas, era obedecido y reconocido como jefe. Para el caso muisca, esta
situación se podía presentar en las parcialidades, pero no en las capitanías ni en la
provincia mayor, donde el mando se transmitía por línea materna al sobrino hijo
de hermana, pero de determinados pueblos. Por esta razón, cuando murió Bogotá
durante los enfrentamientos con los conquistadores, Saxipa, uno de sus sobrinos

7  Los cercados eran de forma cuadrada, las paredes elaboradas de cañas entretejidas de dos brazas y media
de altura (aproximadamente 420 cm), aunque los maderos que sostenían las gavias alcanzaban entre 8-10
varas (aproximadamente 700 cm); la longitud del cercado podía alcanzar los 400 metros por lado y lado.
Tenían calzadas o carreras que se orientaban hacia determinados sitios rituales (Simón, III: 187-188; Pradilla
et al., 1992: 38).
| 95 |

y capitán general, quizo gobernar alzándose con todo el oro y riquezas de su tío
cuyo paradero conocía muy bien, yéndose con muchos guerreros hacia las sierras
del lado de los panches. Sin embargo, los súbditos de Bogotá no lo reconocieron,
ya que tenía que ser el sobrino de Chía, “porque ninguno puede ser Bogotá, sin
que sea primero Chía” (Fernández de Oviedo, 1956, III: 122).
Como padre y madre primigenios tenían al sol y a la luna, a quienes les ren-
dían tributo, no como a dioses sino como a progenitores, a quienes invocaban
con sus tambores, trompetas y flautas para evitar los eclipses y hacer regresar la
luz, y también para repeler las tormentas y el mal tiempo.

5.4 El intercambio y la conexión de los Andes


con los valles interandinos

A pesar de las diferencias interétnicas, los chibchas realizaban intercambios con


grupos vecinos, especialmente del valle del río Magdalena, donde tenían dos
grandes mercados o ferias. Uno era al sur, en cercanías de Neiva, tierra de los
yaporoges o poinas, que ocupaban ambas riberas entre los ríos Coello y Lache;
estos se dedicaban a la minería fluvial aprovechando la presencia de grandes vetas
de oro, que fundían y labraban para elaborar preciosas piezas orfebres; con ellos,
los chibchas intercambiaban orfebrería por mantas finas, sal y esmeraldas. Esta
región era la principal fuente del oro que usaban los chibchas del altiplano y que
transportaban los indígenas de Pasca (Simón, 1981, III: 403). El otro mercado
se ubicaba al norte en territorio del cacique Sorocotá en la provincia de Vélez,
a donde acudían los indígenas bogotaes, tunjas, sogamosos, guanes, chipataes,
agataes, saboyaes y otros más con los frutos de sus tierras para intercambiar por
el oro que extraían los agataes y sus vecinos que ocupaban la vertiente del río
Magdalena (Simón, 1981, III: 404).
Los muiscas eran tan buenos comerciantes, especialmente con la sal que pro-
ducían en enormes cantidades y con la que obtenían algodón, tabaco, oro y otros
productos exóticos de tierras cálidas, cuyo intercambio llegaba hasta recónditos
territorios como Barrancabermeja (La Tora), Mariquita y el sur del Nuevo Reino
de Granada, que sus vecinos muzos les llamaban nipas, es decir “mercaderes”.
Afirmaba el cronista fray Pedro Simón (1981, III: 403) que “eran grandes logreros,
pues si para el tiempo que fiaban sus mercancías no se les acudía con la paga, era
ley que cuantas lunas pasasen del tiempo señalado, fuese creciendo la deuda por
| 96 |

mitades, con que muchas veces venía a hacer el número de la deuda crecidísimo
sobre lo que valía lo que la habían contraído”.
Las redes de intercambio jugaron un papel importante en la consolidación
de los lazos comerciales, sociales, políticos, religiosos y militares, tanto al interior
de las confederaciones muiscas (Bacatá, Hunza, Duitama, Sugamuxi), como con
comunidades vecinas chibchas, tanto de la cordillera Oriental (Cocuy, Santande-
res) como del valle del río Magdalena, que pertenecían a otros grupos lingüísticos
(Karib). Este intercambio buscaba la ubicación de excedentes económicos, la
obtención de productos exóticos para resaltar la posición social, la participación
en ceremonias religiosas y el fortalecimiento de los lazos de amistad.
Además del sistema de mercados, existió el intercambio de ofrendas en sitios
sagrados para los chibchas y otros grupos vecinos. De esta manera, en el templo del
Sol de Sogamoso, Boyacá, se han hallado piezas orfebres de fabricación Quimbaya,
tumas de la Sierra Nevada de Santa Marta, conchas marinas y adornos líticos del
Cocuy (Silva, 2005: 327); en Madrid, Cundinamarca, en un sitio ritual del período
Herrera, se excavaron fragmentos cerámicos decorados provenientes del valle del
río Magdalena (Rodríguez y Cifuentes, 2005); en Facatativá, hacia el suroeste de
la sabana de Bogotá, Haury y Cubillos (1953) reportaron cerámica del valle del
Magdalena, y a su inversa, en Tocaima se hallaron vestigios provenientes de la
sabana de Bogotá (Mendoza y Quiazúa, 1992).
Esta situación obedecía a que las fronteras entre los distintos grupos étnicos
eran fluidas y dinámicas, puesto que todos necesitaban de productos que sola-
mente se daban en otros pisos térmicos. De esta manera, a pesar de la profusión
de descripciones sobre las diferencias entre muiscas y panches, existían tierras de
nadie en Subachoque donde se cultivaban temporalmente productos de tierras
cálidas que requerían de asentamientos transitorios para su cuidado; una vez reco-
lectadas las cosechas, se abandonaban las tierras (Bermúdez, 1992). Al interior de
las confederaciones muiscas existían igualmente fronteras fluidas, por ejemplo en
el alto valle de Tenza entre Tunja y Bogotá, donde mientras que las descripciones
etnohistóricas las refieren como tierras del Zaque (Tunja), la cerámica reportada
en excavaciones arqueológicas es de estilo sureño (Zipa), tanto en contextos fu-
nerarios como domésticos, aunque el patrón funerario es de tipo septentrional
(pozos simples ovales con tapa de laja) (Lleras, 1989: 106). Otro caso interesante
se refiere al hallazgo de un esqueleto femenino (T-110) (Figura 42) con caracte-
rísticas físicas panchoides en un cementerio muisca del siglo XIII d. C., enterrado
de manera diferente al resto de tumbas (Botiva, 1989).
| 97 |

Estas evidencias documentales y arqueológicas señalan que las poblaciones


prehispánicas no vivían aisladas, ni en el ámbito cultural ni en el biológico, pues
intercambiaban bienes exóticos y mujeres, dentro de una pauta de exogamia ma-
trimonial. Esta imagen dista de la versión de los cronistas europeos sobre el estado
de guerra permanente en que supuestamente vivían las comunidades indígenas, y el
presunto papel civilizador de las tropas conquistadoras al reconciliar bárbaras tribus.
| 98 |

Figura 16. Sistema de canales y camellones de damero junto a Los Lagartos, Bogotá
(Fotografía aérea del IGAC 1956, Vuelo C - 778, Foto 869; en Boada, 2006: 93).
Capítulo 6
Los muiscas del altiplano
Cundiboyacense
6.1 Las confederaciones muiscas

S
obre las poblaciones que ocupaban el altiplano Cundiboyacense en el
siglo XVI (Figura 1) existe mucha mayor cantidad de información escrita
recabada por los cronistas de Indias e historiadores, que arqueológica8 y
bioantropológica9. Así, por ejemplo, los cronistas señalaron que los muiscas habían
alcanzado un alto nivel de jerarquización social, de tal manera que los caciques de
las principales confederaciones (Bogotá, Tunja, Sogamoso, Duitama) supeditaban
unidades políticas menores; poseían cercados que rodeaban sus aposentos, con
varias viviendas para sus allegados, vituallas y armas; tenían varias mujeres; reci-
bían tributo; heredaban por línea materna el cacicazgo; organizaban la sociedad,
la guerra y las celebraciones festivas con grandes cantidades de comida y chicha;
usaban mantas pintadas vedadas al común del pueblo, y disfrutaban de cotos de
caza de venado; finalmente, eran enterrados en sitios ocultos con grandes pompas,
y sus cuerpos momificados y cubiertos con muchas ofrendas orfebres. Los caciques
no eran iguales, pues según su linaje detentaban diferentes títulos equivalentes a
los nobiliarios españoles: el cacique de Bogotá ostentaba un título equivalente a
rey; el de Suba, a virrey; Guatavita y Ubaque equivalían a duques; Tibacuy, por
su parte, a conde (Simón, 1981, III: 391).
La economía de los muiscas se sustentaba en la explotación de varios pisos tér-
micos para la producción e intercambio de diversos cultígenos (maíz, papa, cubios,
ibias, chuguas, arracacha y batata, según el clima), con una productivi­dad alta en
virtud de las tierras tan fértiles y climatológi­camente privilegiadas. Lo producido
en los cultivos era complementado mediante el intercam­bio con grupos vecinos
de diferentes pisos térmicos, la domesticación de curí y quizá de patos; la cacería
8  Ver síntesis en Boada, 2006: 35-58.
9  Ver síntesis en Rodríguez, J.V., 2001.
| 100 |

y mantenimiento en corrales de venado y otros animales de monte; y la pesca y


la recolección de crustáceos e insectos.
La vivienda era de madera con techo de paja a dos aguas, y variaba en tamaño;
algunas casas eran chicas, y otras grandes y mayores, según la jerarquía del jefe de
casa, pues los caciques tenían cercados como alcázares con muchos aposentos y
patios en su interior, adornados de pinturas (Fernández de Oviedo, 1979, 125).
Los matrimonios se realizaban, por lo general, entre miembros de diferentes
bandos, aunque “no existía ninguna desaprobación en contra de matrimonios entre
personas de la misma parte” (Broadbent, 1964: 33-34). Respecto a la organización
social y política de los muiscas se ha planteado que los grupos domésticos estaban
constituidos por familias nucleares; un conjunto de hermanos residía con sus esposas
e hijos en unidades domésticas próximas encabezadas por un hermano mayor; los
miembros de la misma unidad de filiación de la generación anterior, el denomi-
nado “hermano de la madre”, de quienes aquellos reciben sus derechos, formaban
parte del grupo local, de acuerdo con la regla de residencia avunculocal (Correa,
2004). Los matrimonios eran poligínicos, pudiendo el novio tener tantas mujeres
cuanta disponibilidad económica y social poseía, teniendo en cuenta que la alianza
se realizaba entre grupos sociales y no entre individuos. Los asentamientos eran
tanto nucleados en pequeñas aldeas, como dispersos en casas aisladas integradas
por grupos nucleares. No se ha confirmado la existencia del “Valle de los Alcázares”
ni de palacios, como lo describieran los cronistas del siglo XVI.
El lugar de residencia de la familia era avunculocal (residencia en la comunidad
del hermano de la madre), es decir, la residencia de los miembros de una misma
línea vista en generaciones consecutivas se alterna, en donde una vez casada la
hija, ella retornaría al grupo doméstico al que pertenece su propia madre, mientras
que los hijos varones permanecen con el padre (Correa, 1998: 15). Este sistema
genera una mayor movilidad de las mujeres, ya que proceden de diversos pueblos
y nunca son originarias de la localidad del cónyuge, esperándose, por consiguien-
te, una disminución de la variación intergrupal y un incremento de la variación
intragrupal para el sexo femenino, tal como se aprecia en sistemas matrilineales.
La unidad de la organización social muisca estaba constituida por las capita-
nías o parcialidades, grupos exógamos matrilineales a nivel intralocal, endógamos
en sentido interlocal, cuyo poder lo heredaba el sobrino, hijo de la hermana del
cacique, pues se tenía la certeza de que el hijo de la hermana era del mismo linaje
(Simón, 1981, III: 195). En realidad, lo que se pretendía era garantizar el control
del poder político en el seno de determinados linajes, que se mantenía mediante
| 101 |

el intercambio de mujeres. Así, el cacique de Bogotá era sucedido en primer lugar


por el sobrino residente en Chía; el sucesor de Tunja provenía de Ramiriquí; el
de Sogamoso era de Tobasía, Firavitoba o Coasa; el cacique de Cáqueza procedía
de Fustoque o Chuquene; y de esta manera se establecían grupos locales alterna-
tivos para la sucesión en los cacicazgos. En tanto que grupo doméstico, la unidad
del linaje descansaba en la relación entre el hermano de la madre, las hijas de su
hermana y los hijos de ésta; en cuanto grupo de descendencia local, la unidad de
linaje reposaba en un conjunto de jefes de grupos domésticos relacionados por
consanguinidad común que estaban regidos por un “hermano mayor” (Correa,
1998: 10). Las unidades análogas estaban articuladas entre sí, pues su existencia
exigía de contrapartida para su propia reproducción en la filiación, matrimonio,
residencia y sucesión.
Según su jerarquía y magnitud se dividían en capitanías menores (uta) y mayo-
res (sybyn). Un grupo de capitanías constituía una unidad mayor denominada por
los españoles pueblo o cacicazgo. Los caciques estaban igualmente jerarquizados e
influidos militar y políticamente, sometiéndose a confederaciones o reinos: Baca-
tá, al sur del altiplano; Hunza, al centro; Duitama y Sugamuxi al norte. Algunos
pueblos mantenían su carácter independiente, como Moniquirá, Ráquira, Suta y
Sorocotá. Por otro lado, los centros religiosos de Guatavita y Sogamoso ejercían
un gran poder político en el mundo muisca.
Así, en la Relación de Tunja de 1610 se señala:

[...] las parcialidades de los indios, son capitanías en los pueblos; en algunos hay
tres y cuatro y más capitanes, según la cantidad de gente; empero cacique no hay
más de uno en general en cada pueblo; este es el señor principal y a quien todos
los capitanes y demás indios reconocen y están sujetos [...] el dominio que los
caciques solían tener antiguamente sobre los indios, era muy grande; pero ya se ha
reducido a tan pequeño que ahora es ninguno [...] en lo que acuden a reconocer
a sus caciques, es en hacerles sus sementeras y cogérselas [...]. (Patiño, 1983: 361)

Era tal la sujeción de los indígenas por parte del cacique, “[...] que ninguno
podía poner su manta pintada ni comer carne de venado ni matalle y si lo hacía
era castigado gravísimamente, ni podía tener ni poseer oro ni traelle sin licencia
de su cacique y señor [...]”, refiriéndose al vedado de venados que poseían los
grandes señores para su despensa (Patiño, 1983: 65).
| 102 |

Sin embargo, los datos históricos y arqueológicos permiten reconstruir una socie-
dad no muy jerarquizada que no se ajusta al modelo de unidades políticas centralizadas
en manos de un poder único, que subordina a su vez a otros jefes. Al contrario, la
jerarquía política encaja en el modelo denominado “modular” o “celular”, en el que
el control territorial no es muy estricto ni continuo (Gamboa, 2010: 59). Esto se
confirma por el hecho de que las fronteras eran muy fluidas y dinámicas, conectadas
mediante un amplio sistema de intercambio de productos de tierras templadas (arra-
cacha, papa, otros tubérculos) y cálidas (algodón, coca, tabaco, animales exóticos);
además, por el hecho de que los asentamientos se ubicaban en valles separados por
montañas y zonas anegadizas que impedían altas concentraciones poblacionales.
Igualmente, las investigaciones arqueológicas no evidencian la presencia de
grandes aldeas o centros urbanos,10 como lo habían advertido Haury y Cubillos
en 1953, quienes recorrieron toda la sabana de Bogotá en los años 1940 cuando
ésta no estaba tan urbanizada.

6.2 Los muiscas de Bogotá

La frontera entre los muiscas de Tunja y Bogotá se hallaba entre Turmequé, primer
pueblo de Tunja, y Chocontá, el postrero de Bogotá (Aguado, 1956, I:280). El
Zipa, cacique de Bogotá, era el jefe principal de esa tierra, y era respetado y obede-
cido por todos los demás caciques que le tenían como señor; también le respetaban
algunos panches de la ciudad de Tocaima y algunos indios de los Llanos que le
traían cada año sus tributos (Tovar, 1987: 77). El Zipa Sachanmachica inició las
guerras de expansión, y sometió a Fusagasugá y a su aliado Tibacuy, estableciendo
allí guarniciones de guechas para salvaguardar su territorio. Su sucesor Nemeque-
ne continuó la expansión hacia las regiones de Ubaque y Guatavita –este último
subordinaba Tocancipá, Suesca y Chocontá–, extendiendo sus dominios hacia
el norte hasta el pueblo de Chocontá. Posteriormente, dominó a los caciques de
Ubaté, Susa, Simijaca y Saboyá, incluyendo a Tausa, sujeta a Ubaté (Falchetti y
Plazas, 1973: 41). Hacia el sur (Sumapaz) había unos páramos muy fríos donde
la gente se mantenía solamente de turmas (papa) y raíces debido a los continuos

10  Exceptuando el Cercado Grande de los Santuarios de Tunja (Figura 20) (Pradilla et al., 1992); Monquirá,
Sogamoso, en torno al templo del Sol (Silva, 2005) (Figura 18); posiblemente la zona de la hacienda las
Mercedes en Suba (Boada, 2006) (Figura 17) y Soacha (a juzgar por los enormes cementerios excavados desde
los años 1940) (Langebaek et al., 2009; Reichel-Dolmatoff, 1943; Silva, 1943) (Figura 41).
| 103 |

hielos; desviándose hacia la derecha hacia el poniente, el capitán Céspedes en-


contró las tierras de los panches de Conchima cuando iba en busca de nuevos
descubrimientos en las fronteras de Bogotá.
De esta manera, a la llegada de los españoles los dominios del Zipa (sihipkua)
cubrían los territorios de Saboyá al norte, frontera con los muzos; al nordeste
hasta Chocontá; al sur hasta Tibacuy, Fusagasugá y Pasca, límite con panches y
sutagaos; al sureste hasta los páramos de Atravesado y Chingaza y los farallones
de Medina, que delimitaban la frontera natural con los guayupes (Falchetti y
Plazas, 1973: 42). En el Interrogatorio sobre el pleyto entre Gonzalo Suárez y Pero
Vázquez por los indios de Ycabuco [ca. 1550], junto al repartimiento de Bogotá se
mencionan Boza, Hontibón, Cota, Machetá, Suesca, Chía, Chocontá, Guasca,
Sopó, Guatavita, Ubaté y Symyjaca (Tovar, 1993, III: 173).
Algunos hallazgos realizados en la región del alto río Guatiquía, en la vía hacia
los Llanos, señalan la afinidad del material cerámico local (Guatavita desgrasante
gris y desgrasante tiestos) con la tradición alfarera muisca, por lo que se plantea la
posibilidad de que la región estuviera ocupada por un grupo dependiente de los
caciques muiscas, o de que se tratara de un territorio independiente políticamente,
pero ligado culturalmente al mundo muisca (Escobar, 1986: 120).
Antes de la expansión del señor de Bogotá, el cacique de Guatavita era respetado
y reverenciado, pues le tenían “como a mayor señor y de mayor linaje, sangre y
prendas” (Simón, 1981, III: 324), por poseer el centro religioso más importante del
mundo muisca, localizado en la laguna de Guatavita. Al Guatavita se supeditaban
los poblados del valle de Gachetá; estos límites no eran fijos y dependían de la
situación política entre el Guatavita, el Zipa y el Zaque (Pérez, P.F., 1990; Sáenz,
1986). Lo cierto es que Guatavita disponía de una gran variedad de productos por
su acceso a diferentes microclimas, entre ellos sal, coca, algodón y oro, motivo de
intercambio con sus vecinos por intermedio de comerciantes especializados, entre
los que se destacaban los de Guasca. En alguna época anterior a la conquista, el
poder religioso de Guatavita primaba sobre el poderío militar del Bogotá, pues
mientras el último lograba juntar más de 30.000 hombres de guerra, el primero
solamente alcanzaba 2000, aunque contaba con el apoyo del Ramiriquí. Por esta
razón, debido a su supremacía numérica el Bogotá terminó conquistando y ava-
sallando al Guatavita. Juan Rodríguez Freyle narraba en 1636:

[…] Bogotá era teniente y capitán general de Guatavita en lo tocante a la guerra;


pues sucedió que los indios de Ubaque, Chipaque, Pasca, Fosca, Chiguachí, Une,
| 104 |

Fusagasugá, y todos los de aquellos valles que caen a las espaldas de la ciudad de
Santa Fe, se habían rebelado contra Guatavita, su señor, negándoles la obediencia
y tributos, y tomando las armas contra él para su defensa [...] para cuyo remedio
despachó sus mensajes a Bogotá, su teniente y capitán general, ordenándole [...]
juntase sus gentes, y con el más poderoso ejército que pudiese entrase a castigar
los rebeldes [...] En cuya conformidad, el teniente Bogotá juntó más de treinta
mil indios, y con este ejército pasó la cordillera, entró en el valle y tierra de los
rebeldes [...] alcanzó la victoria, sujetó los contrarios, trajóselos a obediencia,
cobró los tributos de su señor, y rico y victorioso volvióse a su casa. (1985: 31-34)

El Bogotá se enalteció con esta victoria, y al calor de la fiesta de celebración


del éxito militar y henchido por el clamor de sus súbditos decidió supeditar al
Guatavita. Este, advertido de las intenciones de su adversario, organizó un ejército
de dos mil guerreros; también solicitó ayuda al Ramiriquí de Tunja. El Bogotá
para ese entonces había juntado 40.000 hombres –cifra muy exagerada para la
época– con los que doblegó fácilmente al Guatavita y a sus aliados, haciendo en
ellos una gran matanza y atrayéndolos a su obediencia. Con la victoria a sus espal-
das, narra Rodríguez Freyle (1985: 43), el Bogotá partió del campo de Guatavita
con más de 50.000 indios de pelea a enfrentar los ataques de panches por el sur
y la entrada de los españoles por la provincia de Vélez.
El Zipazgo estaba dividido en varias unidades medias de poderío similar, que
Saguanmachica, Nemequene, Tisquesusa y, finalmente, Saquesazipa, sucesivamente
integraron en un dominio que se extendía desde Chocontá hasta Fusagasugá, con-
virtiendo al señor de Bogotá en un jefe muy poderoso –máxime cuando existían
profundas diferencias entre el Tunja, el Duitama y el Sogamoso, lo que les impedía
conformar una sola unidad política. La aparición de las huestes españolas impidió
este proceso de integración político-militar que pudiese haber finalizado con la
extensión de los dominios del Zipa (Londoño, 1988: 26-27).

6.3 Los muiscas de Tunja

El Zaque (usaque), cacique de Hunza, extendía sus dominios absolutos sobre los valles
cercanos a Tunja, donde existían al menos diez cercados, dos mercados y varios sitios
rituales, como el Pozo de Donato, los Cojines del Diablo, las Moyas y La Cuca (Figura
20) (Pradilla et al., 1992: 21). Hacia el occidente abarcaba los valles de Cucaita y Sora;
| 105 |

hacia el sur, los valles de Tenza, Garagoa y Somondoco. Como ya hemos dicho, la
frontera con el Bogotá estaba en una zona más allá de Turmequé. No obstante, exis-
tían varios pueblos independientes, como Villa de Leiva, y otros que ocasionalmente
se supeditaban al dominio del Zaque, pero dependiendo de su poderío y lejanía del
centro del poder político podían asumir posiciones evidentemente independientes.
Tundama (Duitama), por ejemplo, sobresalió por su lucha de independencia ante
vecinos y españoles. Al respecto comentaba Pedro Simón (1981, IV: 105):

Fue siempre el cacique Tundama o Duitama, tan valeroso, que en él parece se


había encerrado toda la dificultad de la conquista y pacificación de los indios de la
provincia de Tunja. Pues estuvo con muchas rebeldías hasta muchos días después
que los demás estaban ya pacíficos. Y así fue necesario tomar de propósito para
que él lo estuviera, el conquistarlo [...] aunque siempre con determinación, por
ser tan belicoso, de defenderse y no reconocer a nadie vasallaje.

De aquí, se deduce que si el indómito Tundama no se doblegó ante los es-


pañoles, mucho menos lo hizo ante sus vecinos muiscas, menos poderosos. Sin
embargo, se encontraba en la zona de influencia de la provincia de Tunja, quizá
mediante el sometimiento a la supremacía numérica y bélica del Zaque. Junto al
repartimiento de Duitama en el Interrogatorio sobre el pleyto entre Gonzalo Suárez y
Pero Vázquez por los indios de Ycabuco (Tovar, 1993, III: 174) se mencionan Hon-
zaga, Turmequé, Sachica, Saquençipa, Subta, Monquirá, Sora, Cuqueyta, Toca,
Guacheta, Lenguasaque, Garagoa, Ubeyta, Chiramyta, Tibasosa, Totaguaquira
(pueden ser Tota y Guáquira), Vaganique, Boza, Machetá y Chocontá. A Duitama
se supeditaban Cerinza, Chitagoto, Paipa, Soatá, Onzaga, Susacón y otros pueblos
(Falchetti y Plazas, 1973; Ramírez y Sotomayor, 1989: 187). La lengua duit que
allí se hablaba era un dialecto chibcha bastante diferenciado (Ortiz, 1965: 47).
Soatá, ubicado en un valle sobre el río Chicamocha, era considerado uno de los
repartimientos más importantes, no solamente de la provincia de Tunja, sino de
todo el mundo chibcha, pues era un poblado fuerte, por ser la puerta de entrada
al territorio muisca; allí se sembraba coca en abundancia, de vital trascendencia
en el comercio prehispánico. Sus tierras resultaron de gran fertilidad, muy buenas
para la cría de ganado y la siembra de maíz (Tovar, 1993, III: 181). Es probable,
entonces, que su acceso fuese disputado por varios grupos étnicos.
Hacia el sureste de Tunja, entre el altiplano y el llano en los valles de los ríos
Lengupá, Tunjita y Upía, se hallaba el territorio de Tegua, que mantenía relacio-
| 106 |

nes comerciales con Guatavita, Somondoco, Garagoa, Úmbita y Tota en el alto


Upía, a quienes proveía de algodón, maní, maíz, miel, cera negra, yopo, totumas,
guacamayas, papagayos y panes de sal. Incluía los pueblos de Campohermoso,
Santa María, Los Cedros, Macanal, Recetor (Boyacá) y Chámeza (Casanare). Sus
yacimientos arqueológicos consisten en múltiples terrazas para viviendas, ente-
rramientos, sitios con iconografía rupestre entre 700 y 1800 msnm, y zonas de
explotación de sal en Vijua, donde predomina la cerámica Valle de Tenza gris que
corresponde a la etnia muisca (Huertas, 2005; Pérez y Huertas, 2005).

6.4 Los muiscas de Sogamoso

La mayoría de templos muiscas eran simplemente bohíos, con barbacoas y poyos a


la redonda, donde se colocaban figuras orfebres, de madera y pintadas sobre mantas
de algodón, otras de barro blanco o de cera, de ambos sexos, con cabellos largos o
cortos. También tenían figuras humanas de barro, huecas, por cuya cabeza colo-
caban ofrendas orfebres que representaban serpientes, ranas, lagartijas, mosquitos,
hormigas, gusanos, leopardos, monos, raposas, aves y otros animales. Luego cubrían
la cabeza de la figura con un bonete redondo o de cuatro picos, ya sea de plumas
o de barro. En el suelo tenían una vasija donde también colocaban ofrendas. Una
vez llenas ambas vasijas, el jeque las enterraba fuera del templo (Simón, 1981, III:
378-379). Dentro de las ofrendas a sus diferentes dioses (el sol, Chibchacum, Bo-
chica, Bachué o amparo de todas las legumbres, Cuchaviva o arco iris, Nencatacoa
o dios de las borracheras, pintores y tejedores, Chaquen, quien tenía a su cargo la
premiación de los más valientes) se encontraba oro, esmeraldas, caracoles marinos
y cuentas de piedra traídas desde la Sierra Nevada de Santa Marta, lo que señala la
importancia del intercambio de bienes rituales entre los grupos andinos.
El nivel de independencia de Sogamoso, supremo agorero y cabeza de los jeques,
señalado por su gran importancia religiosa entre los muiscas por encontrarse allí el
denominado Templo del Sol, principal centro religioso muisca, sigue en discusión.
De acuerdo con el cronista Juan de Castellanos (1997: 1161), el Tunja recibió ayuda
del Sogamoso en su lucha contra el Bogotá con más de 12.000 hombres de guerra
valientes, para enfrentar a Nemequene; de esta manera, figuraría como aliado y no
como sujeto al Tunja (Londoño, 1992:9). A Sogamoso se sujetaban Betéitiva (que
a veces tributaba al Tundama), Bombazá, Busbanzá, Coasá, Cosquetivá, Cravo,
Labranzagrande, Firavitoba, Gámeza, Gómeza, Pisba, Soacá, Tota y otros pueblos
| 107 |

(Falchetti y Plazas, 1973: 62; Ramírez y Sotomayor, 1989: 186; Tovar, 1987: 22).
Hacia el norte se pudo extender hasta Jericó, aunque en esta región no está clara
la delimitación entre muiscas y laches (Pérez, P.F., 1997).
Cuando llegaron los españoles a Sogamoso a finales de agosto o principios
de septiembre de 1537, se maravillaron con un templo construido sobre recios
maderos de guayacán provenientes de los llanos Orientales (Figura 18). El piso y
las paredes estaban recubiertos en espartillo, el techo estaba trenzado en paja, y
las entradas eran muy pequeñas y orientadas hacia los cuatro puntos cardinales,
repitiendo la visión cósmica del mundo muisca. En su interior, los españoles
encontraron momias dispuestas sobre andamios, con adornos de oro y otros ob-
jetos. Al dejar las antorchas sobre el piso elaborado con tejido de esparto, con el
fin de liberar las manos para saquear mayor cantidad de tesoros, los dos soldados
que penetraron a hurtadillas aprovechando la oscuridad de la noche provocaron
el fuego que reduciría a cenizas una de las construcciones más veneradas por los
muiscas. Se dice que su incendio continuó durante más de un año por la presencia
de gruesos maderos y la cantidad de paja y espartillo que contenía.
Los cronistas se maravillaron con este templo por su “extraña grandeza y
ornato, que decían los indios ser dedicado al dios Remichinchagagua, a quien
veneraban mucho con sus ciegas supersticiones e idolatrías” (Aguado, 1956, I:
294). En la sierra nevada del Cocuy, provincia de los laches, existió otro templo
del Sol en un valle al lado de la cordillera. En cierta colina alta del templo tenían
puestos unos platos o patenas de oro que resplandecían cuando les daba el sol,
haciéndolos visibles desde muy lejos. En su interior tenían adornos orfebres, cara-
coles marinos y cuentas de piedra, al igual que ricos enterramientos de personajes
principales (Aguado, 1956, I: 338).
Casi 470 años después fallecería un venerable personaje, arqueólogo, docente e
investigador de la cultura muisca, don Eliécer Silva Celis, quien desde 1942 hasta
su deceso dedicaría todas sus energías y tiempo a la reconstrucción del Templo del
Sol (Figuras 18, 19). Ávido lector de las crónicas de Indias y ferviente creyente en
el espíritu religioso de los muiscas, el profesor Silva dedicó su vida a la ubicación
de los vestigios del Templo del Sol para recuperar su memoria para la posteridad.
En esa época, la principal fuente de documentación para el inicio de las investiga-
ciones arqueológicas eran los cronistas, por lo que con base en la acuciosa lectura
de Aguado, Castellanos, Oviedo, Piedrahita, Simón, Zamora y otros, además de
alguna información etnográfica recabada por algunos curiosos del siglo XIX, se
trataba de reconstruir la geografía de los relatos, la forma y tamaño de los bohíos y
| 108 |

recintos rituales, los objetos depositados como ofrenda, las acciones allí realizadas
y los vestigios que se podían hallar mediante excavaciones arqueológicas.
Don Eliécer Silva revisó con detalle el informe presentado en marzo de 1924
por una comisión integrada por Gerardo Arrubla y el general Cuervo Márquez,
quienes habían sido enviados por el Ministerio de Instrucción Pública para ana-
lizar los hallazgos del señor Izquierdo en su terreno de Sogamoso, consistentes
en huellas de columnas de madera, piezas de oro y otros objetos. Durante tres
días de excavaciones se sacaron a la luz huellas de 80 cm de diámetro de madera
procedente de los llanos de Casanare, y reportes, según ellos fidedignos, sobre la
presencia de huesos humanos cerca de estos postes. Cierto señor Peñuela agregaba,
además, que la supuesta forma del techo era como la de las pagodas nepalesas y
japonesas (Montaña, 1994).
El profesor Silva abordó con visión crítica el informe, planteando al Centro
Histórico de Sogamoso que lo que describían los autores no eran las huellas del
templo, sino de parte del cercado, pues la planta hallada no era circular sino rectan-
gular. Agregó que la forma del techado o cubierta no se podía deducir con los datos
encontrados, además de que no correspondía con los relatos sobre la arquitectura
muisca. Acotó también que la presencia de huesos humanos bajo los troncos no
constituía prueba de la presencia del templo, pues según la tradición muisca los
sacrificios se realizaban igualmente durante las construcciones de los cercados
y bohíos. Según los datos obtenidos del informe del Ministerio, el investigador
Silva, apoyándose en la información de los cronistas, concluía que los materiales
recolectados había que analizarlos en laboratorio para una mayor precisión, que
la información recabada en predios del señor Izquierdo no era compatible con
una quema como la descrita por los cronistas para el templo, y que más bien en
terrenos aledaños se apreciaban huellas de un gran incendio, como cenizas y car-
bones en gran cantidad (Silva, 2005: 180).

6.5 Pueblos independientes

En las Relaciones Geográficas algunos pueblos laches (Guacamayas, Panqueva, Cocuy,


Cochavita, Chiscas, Chita, Ura, Cheva, Chusbita) fueron incluidos dentro de la Pro-
vincia de Tunja con el fin de tasar el número de tributarios, lo que señala las buenas
relaciones entre las provincias de Tunja, Sogamoso y Cocuy, pues los españoles no
| 109 |

fusionarían enemigos ni poblaciones culturalmente disímiles (Tovar, 1987: 87-88).


Los cronistas también resaltaron estas buenas relaciones (Simón, 1981, III: 434).
Otros pueblos como Saquencipa (localizado en la jurisdicción de Villa de
Leiva), Sáchica y Tinjacá eran señores libres (Tovar, 1970). Falchetti y Plazas
(1973: 45) añaden los caciques de Moniquirá, Ráquira, Sutamarchán y Chiqui-
za. Por su parte, Londoño (1987) agrega Samacá, Sora, Gachantivá y Sorocotá.
Chiquinquirá, considerado también independiente, gozaba de una privilegiada
posición estratégica por la cobertura de climas cálidos, templados y fríos, lo que
le brindaba el acceso a una gran variedad de productos. Habría que definir el
carácter independiente de estos caciques. Lo cierto es que antes de la llegada de
los españoles el territorio muisca era un mosaico de cacicazgos de regular tamaño
integrados por Tundama (Duitama), Sogamoso, Hunza (Tunja), Saquenzipa,
Monquirá, Ubaté, Guatavita, Guasca, Bacatá (Bogotá), Ubaque y Fusagasugá.
Aquí riñen los datos etnohistóricos con los arqueológicos (Londoño, 1992: 12).
Todo el territorio se encontraba fragmentado en unidades de tamaño medio,
con poderío local, de intereses rentistas que trataban de beneficiar a sus propias
localidades y se apegaban a aliados estratégicos en la medida que se agudizaban las
contradicciones entre los grupos enemigos. Al incrementarse el poderío económico,
político, militar y demográfico de algunas regiones como Bogotá, las localidades
menores se fueron integrando con las mayores. Así, la elaboración de un mapa de
distribución de las comunidades chibchas de los Andes orientales hacia la llegada
de los españoles, debe tener en cuenta la flexibilidad cronológica, espacial y cul-
tural de sus fronteras. Para nuestro caso, hemos simplificado el mapa aproximado
de distribución, teniendo en cuenta las propuestas de Falchetti y Plazas (1973),
Ramírez y Sotomayor (1989), Londoño (1988, 1992) y recientes resultados ar-
queológicos y etnohistóricos (Moreno y Pabón, 1992; Pérez, P.F., 1997; Ramírez
y Sotomayor, 1989)(Figura 1).
Por esta razón, se colige que el proceso de surgimiento y consolidación de la
sociedad muisca no fue homogéneo, por la gran diversidad de poderes locales.
Las dos confederaciones más fuertes, Bacatá y Hunza, eran muy diferentes, como
bien lo explica fray Pedro Simón en sus Noticias Historiales:

[...] no solamente eran diferentes en los ánimos, trayendo sangrientas guerras


entre los dos [...] sino también en las len­guas, porque aunque convenía en algunos
vocablos, eran tan pocos que se enten­dían muy poco los unos de los otros [...] no
tenían lengua común en sus tierras sino que cada pueblo hablaba con su idioma
| 110 |

diferen­te [...] Si lo tenían de ventaja los bogotaes que se entendía un poco más
su lengua, pues se hablaba en toda la sabana que ahora llamamos Bogo­tá [...] en
saliendo de la sabana y sus pueblos a cualquier parte, comienzan mil diferencias
[...] y cuanto más se van desviando de ella, mayores van siendo las diferencias
hasta venirse a no entender unos a otros. (1981, IV: 158)

Los estudiosos de las lenguas chibchas en el siglo XVI advirtieron la diversidad


de dialectos que se hablaban en el altiplano Cundiboyacense, lo que dificultaba
su aprendizaje.11 El lingüista Sergio E. Ortiz (1965: 46) cita una réplica de fray
Diego Malo de Molina al arzobispo fray Luis Zapata de Cárdenas:

Es imposible que verdaderamente la sepan por ser diferentes lenguas, y en un


valle suele haber dos o tres lenguas, y en otros valles lo mismo, de manera que si
algún clérigo sabe en alguna manera parte de la lengua Bogotá, no saben la del
rincón de Suesca, ni Nemocón.

Empero, en la Relación de Popayán y del Nuevo Reino, de 1559-1560, se afirma


que a pesar de haber guerras entre los caciques de Tunja y Bogotá, e incluso guarni-
ciones para vigilar la frontera común, “[...] son los señores y caciques desta ciudad
y los naturales, de la misma suerte y trato y manera de vivir y ritos y ceremonias
que los de Santa Fe, sin haber diferencia ninguna [...]” (Patiño, 1983: 72). Pero se
subrayan las diferencias climáticas entre ambas provincias. La de Tunja, por ejem-
plo, tenía más valles calientes donde se daba algodón con el que hilaban y tejían
mantas. También era más numerosa en todos los mantenimientos y en naturales.
De esta manera, desde la perspectiva ecológica las sociedades chibchas descritas
se especializaron en la explotación del sistema andino, ocupando desde las partes
altas del ecosistema del bosque subandino (1000 a 2300-2500 msnm), hasta el
ecosistema andino propiamente dicho (2300-2500 a 3200-3500 msnm). En de-
terminadas temporadas explotaban también las cotas bajas del sistema subandino a
su alcance (por debajo de los 1000 msnm), las cuales compartían con sus vecinos.
Estos últimos empleaban una táctica similar, pues, además de explotar ambientes
de tierras cálidas, aprovechaban los recursos de climas más templados. Algo se-
mejante ocurre hoy con los uwa (Osborn, 1995), y sucedía con los guayupes. El
territorio de estos últimos participaba tanto de los altos de la cordillera como de

11  Los lingüístas señalan la presencia de una alternancia fonética ch-rr entre el sur (ch) y el norte (rr). Por
ejemplo, mujer ha sido transcrita como fucha en el sur y fura en el norte (González M.E., 2006:41).
| 111 |

lo bajo de los llanos, porque ”[...] desde donde el pueblo (San Juan) está puesto,
para arriba está toda la serranía que cuelga y depende de la cordillera, donde toda
la más de esta gente Guayupes están poblados, la cual es tierra no muy escombra-
da ni rasa, porque partes tiene y cría en sí grandes montañas, y a partes sabanas
[...]” (Aguado, 1956, I: 587). La zona de transición o efecto de borde entre dos
ecosistemas, denominada ecotono, constituía un ambiente bastante propicio para
el hábitat, por cuanto las poblaciones se beneficiaban de los aportes de ambos
biomas, pero representaba al mismo tiempo una franja de permanente conflicto
por las disputas territoriales.
| 112 |

Figura 17. Huellas de antiguos canales en la hacienda Las Mercedes.

Figura 18. Templo del Sol en Monquirá, Sogamoso.


| 113 |

Figura 19. Excavaciones adelantadas en 1945 en predios del Templo del Sol (Eliécer Silva C.)

Figura 20. Hunza a la llegada de los españoles según el Equipo de Arqueología de la UPTC
(Pradilla et al., 1992).
| 114 |

Figura 21. Cráneos deformados de Tunja, Boyacá (colección UPTC).

Figura 22. Cráneos T-28B (izquierda) y T-88 (derecha) de Portalegre, Soacha.


Capítulo 7
Los chibchas septentrionales
7.1 Las lenguas de los antiguos habitantes
de la cordillera Oriental

A
l llegar los españoles al altiplano Cundiboyacense encontraron que había
una gran diversidad de lenguas entre los propios muiscas, tanto así que los
habitantes de Bogotá y Tunja se diferenciaban porque “no tenían lengua
común en sus tierras sino que cada pueblo hablaba con su idioma diferente […]”
(Simón, 1981, III: 158). La ventaja de los bogotaes era que tenían una lengua
más unificada que se hablaba en toda la sabana de Bogotá; pero al salir de ella
empezaban las diferencias, y a medida que aumentaba la distancia, mayores eran las
distinciones lingüísticas. Los propios curas se quejaban de que no podían aprender
la lengua moxca dado que en un mismo valle solía haber dos o tres lenguas, de
manera que si aprendían la lengua de Bogotá, no se podían entender con la gente
del rincón de Suesca ni de Nemocón. Y si se dirigían hacia los extremos de la
cordillera, por ejemplo hacia Chita, Cuitiva y Toquilla, se diferenciaban aún más
“de la lengua general de Tunja”. Por esta razón, los diccionarios muiscas elaborados
en su momento por el padre Lugo, Acosta Ortegón, Uricoechea y otros presentan
diferencias que pueden obedecer a que su fuente proviene de “lenguas distintas”12
del propio muisca (Ortiz, 1965: 46).
Por otro lado, se agrega el problema de la inexistencia de una tradición escrita
por parte de los antiguos habitantes que hubiera podido dejar un léxico para estudios
comparativos, especialmente de la lengua que hablaban los jeques o sacerdotes, que
era diferente de la popular. Finalmente, la extinción de numerosas lenguas que se
hablaban en la cordillera Oriental debido a la reducción demográfica de la población
nativa, al sometimiento a las nuevas costumbres culturales impuestas por los con-
12  La variante lingüística de la zona sur (Santa Fe) fue la que se declaró como lengua general muisca
(González M. E., 2006: 42).
| 116 |

quistadores, y a la prohibición en el siglo XVIII de hablar en lenguas aborígenes, ha


impedido contar con buena fuente de información para la reconstrucción lingüística.
Una amplia síntesis de las clasificaciones de la familia lingüística chibcha la
presentó Sergio Elías Ortiz (1965: 34-37), quien incluyó seis grupos13:

Grupo chibcha
1. Chibcha o muisca o moska (sabana de Bogotá, Boyacá y Sarare)
2. Duit (Tundama)
3. Sínsiga (Chita, Chisgas)
4. Tunebo, con varios dialectos (Casanare)
5. Dobokubí (serranía de Perijá)
6. Varios dialectos extinguidos, como morkote, lache, subaske, guane, chitarero,
guasika, tunja y tumeka.

Tabla 8. Clasificación de las lenguas chibchas según Constela (1993: 109).

Familia Rama Lengua Región


Muisca Altiplano Cundiboya-
Duit-muisca
Duit cense
Tunebo Tunebo Cocuy
Kogui (kaggaba)
Ika (arhuaco) Sierra Nevada de Santa
Aruaca
Wiwa (malayo) Marta
Kankuamo
Cuna Cuna Colombia-Panamá
Dorasque Panamá
Dorasque-chánguena
Chibcha Chánguena Panamá
Guaimí Panamá
Guaimí-bocotá
Bocotá Panamá
Boruca Boruca Costa Rica
Bribri Costa Rica
Viceíta
Cabécar Costa Rica
Guatuso Guatuso Costa Rica
Rama Rama Nicaragua
Misquito Misquito Nicaragua
Paya Paya Honduras

13  Para el grupo Muisca existen varios diccionarios que permiten un adecuado abordaje de la problemática
lingüística (Guisletti, 1954); sin embargo, para los grupos Guane, Chitarero y Lache las evidencias son muy escasas.
| 117 |

Sin embargo, Adolfo Constela (1993: 107) plantea que hay que distinguir entre
las relaciones probadas con certeza (Tabla 8) y las probables. La familia lingüística
chibcha se extiende desde Honduras hasta Colombia con relaciones probadas,
aunque se ha propuesto la inclusión de algunos probables grupos desde Florida,
Estados Unidos, hasta el cono sur. Las lenguas con relaciones probadas son barí,
chimila, kogui (kaggaba), wiwa (malayo), ika (arhuaco), kankuamo (atanquero),
tunebo, muisca, kuna, dorasque, guaimí, bocotá, boruca, térraba-téribe, bribri,
cabécar, guatuso, rama y paya, en lo que se ha denominado el microfilo paya-
chibcha. Las relaciones macrochibchas con chocó, paez, guambiano, cuaiquer,
andaquí, kamsá, cofán, katío, nutabe, betoi, colorado, yanomama y guarao no se
han confirmado y continúan en el nivel de probabilidad.
Los estudios glotocronológicos, que presentan las mismas dificultades que el reloj
molecular, es decir, adolecen de una precisión cronológica, muestran que la fragmenta-
ción del protochibchense, la lengua ancestral de los chibchas, con la separación entre el
paya (Honduras) y las lenguas chibchenses meridionales, se inició hacia el IV milenio
a. C. A finales del III milenio a. C. ya se habría presentado la división de las lenguas
chibchenses: vótica, ístmica (entre Panamá y noroeste de Colombia) y magdalénica
(Colombia). Este desarrollo lingüístico parece que no estuvo acompañado de migraciones
a gran escala ni de invasiones, aunque no se descarta “que las poblaciones chibchenses
establecidas al este del Magdalena hayan resultado de inmigraciones a los territorios que
ocupaban en el momento de la llegada de los europeos” (Constela, 1995: 47).
De esta manera, los probables grupos chibchas de la cordillera Oriental son los
yukpa (Perijá), los chitareros (provincia de Pamplona), los laches (Sierra Nevada del
Cocuy) y los guanes (Mesa de Los Santos); los muiscas corresponderían a grupos
chibchas, sin ninguna duda.

7.2 Los chitareros

Los chitareros, conjunto de comunidades independientes, ocupaban la cuenca


alta del río Zulia, al oriente de la provin­cia de Guane, en las regiones llamadas
en la actualidad provincia de Soto, en Pamplona, Norte de Santander. Tanto
sus relaciones comerciales y culturales como su delimi­tación geográ­fica se están
definiendo principalmente con base en documentación escrita (López, 2007;
Moreno, 1992; Moreno y Pabón, 1992; Pabón, 1992), y en menor medida en
datos arqueológicos que permitan precisar sus delimitaciones cronológicas y es-
| 118 |

tilísticas (Calle y Rodríguez, 1961; Moreno, 1992; Rochereau, 1938). Según el


historiador Silvano Pabón (1992), estos pobladores se extendían desde las cuencas
altas de los ríos Guaca y Servitá, cubriendo una amplia franja hasta el río Suratá,
y abarcando las tierras del complejo minero colonial de Vetas y las Montuosas
Alta y Baja. Este territorio incluía los pueblos de indios de San Andrés, Guaca,
Tona, Charta, California, Matanza, Suratá y San José de Miranda (antiguo Tequia
y Carcasí, posibles fronteras étnicas). Hacia el norte cubría las cuencas de los ríos
Cucutilla, La Plata, y Pamplonita, y los valles de Zulia y Cúcuta, extendiéndose
hasta San Cristobal y el Estado de Táchira en Venezuela. La frontera étnica norte
y nororiental está poco definida. Hacia el oriente, los chitareros se asentaron en
los valles del Chitagá, Silos, Labateca y Toledo, ampliando sus dominios hasta Ve-
nezuela por los valles del Táchira, San Cristóbal y el Torbes, hasta las estribaciones
de la Cordillera de Mérida. Por este sector, tuvieron como vecinos a los tunebos o
tames, comunidades del piedemonte andino que se extendía desde el río Tunebo,
hacia los ríos Valegrá, bajo Chitagá y Ulagá (Pabón, 1992: 8).
El río Guaca dudosamente se ha registrado como la divisoria entre chitareros y
laches, mientras que Moreno y Pabón (1992: 5) señalan al río Listará o a la serranía
existente entre los dos como posible límite étnico. Igualmente hay dudas sobre los
límites con los guanes, que se han señalado desde la parte baja del río Suratá hasta
el páramo de Santa Bárbara en la cabecera del río Umpalá. Por otro lado, Leonardo
Moreno (1992: 46) afirma que los pueblos de Arboledas, Chopo, Guaca, Labateca,
Servitá, Silos y Carcasí no pueden incluirse con certeza dentro del mismo grupo étnico.
Los cronistas delimitaron la provincia de los chitareros en términos muy gene-
rales. Para Fernández de Piedrahita (1973, II: 446), “los umbrales de la Provincia de
los chitareros corre entre los de Tunja y Mérida por cuarenta leguas de longitud”.
Esta Provincia de los chitareros “es de toda serranía y algunas muy altas como las
que llaman los Páramos de Pamplona” (Aguado, 1956, I: 446). Por otro lado, Si-
món (1981, IV: 256) afirma que “toda comarca del término de esta ciudad en su
circunferencia, que goza de tierras muy frías, muy calientes y otras bien templadas,
es doblada y acomodada para toda suerte de frutos de Castilla y de la tierra”.
Los asentamientos eran dispersos, apartados unos de otros. Algunos se ubicaban
en los valles que declinan más a calientes que a fríos, y que permiten establecer un
dominio visual sobre el paisaje; otros estaban en clima templado sobre las riberas
de los ríos, posiblemente más nucleados, como Chinácota, Ima y Bochagá, entre
otros (Moreno y Pabón, 1992: 12). La vivienda se ubicaba en distintos pisos tér-
micos, cerca a fuentes de agua y en posiciones estratégicas. En el valle de Rábicha,
| 119 |

Mutiscua, se han encontrado aterrazamientos (tambos) para vivienda en zona de


laderas, con 3-5 viviendas asociadas a fuentes de agua (Moreno, 1992). Las casas
de los principales seguían el principio de los cercados muiscas, con palos y cañas
de carrizo y ramas de otros árboles, todo muy tupido y tejido. Al respecto fray
Pedro Simón anotaba:

La vivienda consistía en bohíos en forma rectangular y cuadrada cubriéndola con


paja, porque ignoraban el arte de la teja, las paredes se formaban de maderos
gruesos, encañadas con las partes de dentro y fuera y organizados con mezcla que
hacían de barro y paja. La mitad de las paredes desde el piso les hacían incrusta-
ciones de piedra. (1981, II: 320)

Los habitantes del valle de Santiago (Pamplona), región de forma triangular


por la delimitación por lomas y quebradas, tenían el poblado en medio de un
valle, con clima más cálido que frío. Vivían en torno a pequeños barriezuelos de
8-10 bohíos, con un máximo de 20 viviendas, sin que existiese principal ni señor
que los rigiera. La tierra era muy fértil, y sembraban maíz, yuca, batata, ahuyama,
algodón y legumbres; los ríos eran ricos en pescado (Aguado, 1956, II: 357).
En cuanto a la alimentación y rescates (comercio), Pedro Aguado los describe
de la siguiente manera:

Los rescates de que estos indios usan es el algodón y la bixa, que es una semilla de
unos árboles granados, de la cual hacen un betún que parece almagre o bermellón
con que se pintan los cuerpos y las mantas que traen vestidos. Los mantenimien-
tos son maíz, panizo, yuca, batatas, raíces de apio, frisoles, curíes, que son unos
animales como muy grandes ratones, venados y conejos. Las frutas son: curas,
guayabas, piñas, caimitos, uvas silvestres como las de España, guamas que es una
fruta larga, casi canafístola, palmitos y miel de abejas criadas en los árboles. Las
aves son: paujiles que son unas aves negras del tamaño de las pavas de España;
hay también pavas de la tierra, que son poco menores que los paujiles, papagayos,
guacamayas de la suerte de papagayos, etc. (1956, II: 466)

La base de su organización política la constituían las denominadas parciali-


dades, pequeños grupos de descendientes comunes, independientes entre sí, que
mantenían relaciones pacíficas, aunque con enfrentamientos bélicos esporádicos
(Langebaek, 1996: 81). El cronista Aguado comentaba que:
| 120 |

[...] los naturales de este valle no tenían cacique, ni en toda la provincia de los
indios que los españoles llamaban chitareros lo tiene. La orden de gobierno que
entre sí tienen es que en cada pueblo obedecen al indio más rico y más valiente,
y éste tienen por capitán en sus guerras. (1956, I: 81)

Como señalamos anteriormente, sobre los denominados chitareros se dispone


de muy poca información, y las investigaciones arqueológicas son muy incipientes.

7.3 Los guanes

A la llegada de los conquistadores españoles a la región santandereana, la mesa alta


bien espaciosa denominada de Gérida estaba habitada por una pobla­ción cuyo
señor se llamaba Guanentá. Este último nombre dio origen a la designación de
la provincia de Guane, conquistada en 1540 por el capitán Martín Galeano. El
territorio de los guanes se extendía por la cuenca media y baja del río Suárez, y
según Simón tenía la siguiente extensión y delimitación:

Tiene de circunferencia más de diez o doce leguas que comienzan desde una
singla o cordillera que corre norte-sur hacia la parte del este, la cual corta el río
Sogamoso, grande y furioso, para pasar al Río Grande de la Magdalena, recibiendo
primero cerca de esta tierra de los guanes el río de Suárez, caudaloso, y otro que
llaman Chalala, no tanto. Llegan sus términos por la parte del norte al Río del
Oro [...]. (1981, IV: 21)

Los límites de la provincia de Guane se pueden establecer de la siguiente ma-


nera: al norte limitaba con el territorio de los chitareros por la Mesa de Los Santos
y Ruitoque, pasando por el río Chicamocha (Sube) hasta el curso medio del río
del Oro; por el occidente y noroeste limitaba con la región de los yareguíes, cuya
división eran las cotas altas de la cuenca del río Suárez, en la cordillera de Los Co-
bardes o de Los Yareguíes; al oriente limitaba con las tierras de los muiscas por las
cotas bajas de la cordillera Oriental, siguiendo los cursos de los ríos Pienta-Fonce,
Mogoticos y Chicamocha (Figura 23); por el sur se separaba de la región muisca
por el río Oibita, la quebrada Macaligua y el río Pienta (Guerrero y Martínez,
1996: 19-20). Por otro lado, en el poblamiento del siglo XVI sobre esta provincia
| 121 |

tuvieron mucha influencia los vecinos de Pamplona y los indios de Ortún Velasco,
pacificador de las sierras nevadas de los chitareros. La región de Betulia, a juzgar
por la forma de las tumbas de pozo con cámara lateral y el tipo de cráneos ha-
llados, podría incluirse, con algunas reservas, en la zona de influencia guane. En
general, los accidentes naturales que antiguamente separaban grupos étnicos hoy
día demarcan los actuales departamentos de Boyacá y Santander. Así, los guanes
limitaban en este orden: con los chitareros al norte, al oeste con los yareguíes, al
noreste con los tequias, y al oriente y sur con los muiscas. Las encomiendas que se
establecieron en la provincia de Guane fueron las de Moncora (Guane), Coratá,
Macaregua, Choaguete-Bobora, Guanentá, Lubigará, Butaregua, Chalalá, Jerirá
y Sube (Guerrero y Martínez, 1996: 20).
Los guanes se diferenciaban socialmente a través de sistemas jerarquizados.
Estaban encabezados por un cacique y varios capitanes, cuyos nombres han so-
brevivido como toponímicos en veredas y municipios. En estos personajes recaía
la organización social, política y militar. Guanentá fue conocido como un cacique
de gran poder a quien se supeditaban otros indios principales, pero parece que su
dominio se extendía solamente sobre la Mesa de los Santos (Martínez, G. A., 1995).
Además de las adaptaciones bioculturales introducidas por los humanos,
parece que existió un factor de competencia y de defensa de los dominios en la
escogencia de las zonas altas, por ser paisajes más apacibles que los inferiores de
la cingla (Figura 23) (Castellanos, 1996: 1242). La misma Mesa de Géridas era
llana, adecuada para el cultivo de trigo, cebada, legumbres y frutales, apta para
la ganadería, bien irrigada por cristalinas aguas, de buen temple para la salud
humana. Las antiguas acequias construidas por los indígenas fueron utilizadas
posteriormente por los españoles para irrigar sus cultivos de plantas importadas.
La vivienda se ubicaba teniendo en cuenta el dominio estratégico del paisaje,
el acceso a los recursos hídricos que servían como ejes de los sistemas de comuni-
cación y delimitación territorial, y el control de varios pisos térmicos para allegar
diversos productos agrícolas. No en vano se ha planteado que la concentración
de sitios con arte rupestre y zonas de enterramiento en áreas cercanas a fuentes de
agua, como en el caso de La Purnia, corresponde a líneas de demarcación territorial
(Pinto et al., 1994). Por otro lado, se ha señalado la ausencia de grandes aldeas y
el reducido tamaño de los cementerios, lo que desmentiría la idea de que la pro-
vincia de Guane hubiese sido un manantial de naturales (Martínez, G. A., 1995).
Los guanes sembraban maíz, papas, yucas (jatrofa), habas (icaraota), ají, coca
(hayo), fríjol, maní, tomate, tabaco, aguacate, piña, guanábana, pitahayas y cacao.
| 122 |

Con el maíz elabora­ban chicha, bollos envueltos en hojas (bijao), mazamorras


(zuque) y tortillas cocinadas o tostadas. Las hojas de coca eran muy apetecidas,
pues las mascaban con frecuencia combinadas con polvo de cal que guardaban
en pequeños calabacillos, cuyos restos se han encontrado en algunos yacimientos
arqueológicos (Cifuentes, 1990).
Las investigaciones arqueológicas que permitan constatar la extensión territorial
de la población guane son muy fragmenta­rias, carecen de fechas tardías que faciliten
relacionar la etnia arqueológica con la histórica, y se concentran particularmente
en la Mesa de Los Santos y en el Cañón del Chicamocha.
No sobra decir que las fronteras naturales de la provincia de Guane permitían
un perfec­to aislamiento geográfico y, por ende, genético: al oeste, la Cordillera
de los Cobardes; al sur y este, las estribaciones de la Cordillera Oriental; al norte,
el Cañón de los ríos Chicamocha (Figura 23) y Suárez y la Mesa de los Santos.
El idioma de los guanes, a pesar de ser chibcha, tenía notables diferen­cias
lingüísticas, como ha anotado Otero D’Costa (Rodríguez, H., 1978). De acuerdo
con la Relación de Popayán y del Nuevo Reino, de 1559-1560, los naturales de esa
provincia eran diferentes en lengua y nación de los de la provincia de Vélez, los
que, a su vez, eran del mismo trato, ritos y costumbres que los de Tunja (Patiño,
1983: 79). Con los muiscas inter­cambia­ban sal, tejidos y otros productos en sitios
de trueque ubicados en Puente Nacional, a donde acudían los comerciantes de
ambas provincias para realizar sus transacciones. Con los vecinos del norte, los
chitare­ros, también realizaban intercambio comer­cial; con los yareguíes, locali-
zados entre los ríos Sogamoso y Opón, diferentes en trajes, costumbres y lengua,
intercambiaban sal por oro. Por cuanto esta labor de intercambio la efectuaba
personal masculino especializado, sin generar contactos masivos, las posibilidades
de intercambio genético entre los guanes y las poblaciones circunvecinas eran muy
reducidas, limitadas además por las barreras geográficas, lingüísticas y culturales.

7.4 Los laches

Los cronistas mencionan a los laches, ubicados en la parte septen­trional de la


provincia de Tunja, desde el río Chicamocha hacia la parte norte de Soatá, colin-
dando con la provincia de Pamplona, en la hoy llamada provincia de Gutiérrez
en el Departa­mento de Boyacá, y en la parte sur de la actual provin­cia de García
Rovira (Rodríguez, H., 1978). De acuerdo con los cronistas, los conquistadores
| 123 |

encontraron los principales núcleos laches en la comarca alta y fría comprendida


en su mayor parte por las estribaciones occidentales de la Cordillera Oriental, en la
zona denominada Nevado de Chita o Guicán, en la cuenca alta del río Chicamocha.
Esta tierra fría estaba irrigada por los ríos Chitano y Nevado, afluentes del
Chicamocha, que separaban la comarca de los laches de los dominios septen-
trionales de los muiscas. Por el norte y nordeste, los laches se confundían con
los tunebos o tames, y guardaban amistad con varios grupos llaneros, como los
achaguas, ipuyes y caquetíos. Por el norte, el territorio llegaba hasta poco antes
del valle de Tequia, nombre antiguo de la localidad santandereana de San José
de Miranda, ocupado por un grupo étnico diferente (Aguado, 1956, I: 333). Las
poblaciones del Valle de los Cercados o de Tequia, donde los señores principales
tenían sus casas cercadas de palos y cañas, alcarrizos y otras ramas, todo muy tejido
y tupido, eran diferentes en lengua y traje de los laches (Aguado, 1956, I: 333),
y son considerados chitareros (Moreno y Pabón, 1992: 4). Tequia y Pamplona
fueron consideradas provincias aptas para el mantenimiento de españoles, como
lo dispuso el capitán Suárez cuando remitió a Gerónimo Aguaya a poblarlas con
ochenta hombres (Tovar, 1993, III: 170).
Por el noroeste, los límites son imprecisos, pero se señala el río Manco como
su límite natural. Por el sur y suroeste confinaban con las tierras del Tundama,
siendo parte de la trayectoria del río Chicamocha la divisoria natural entre ellos;
el valle del mismo río dividía el territorio lache del muisca. Al occidente de dicho
valle se localizan las poblaciones muiscas de Soatá, Susacón y Sátiva (Falchetti y
Plazas, 1973: 49). Sin embargo, algunos cráneos procedentes de cuevas de Soatá
(probablemente según el profesor Eliécer Silva Celis) y que reposan en el Museo
Arqueológico de Sogamoso, denotan rasgos guanoides, como la deformación
frontoccipital oblicua, y la cabeza pequeña y poco dimórfica sexualmente. Otro
problema surge con la vinculación de Boavita, al este del cañón, pues el dicciona-
rio geográfico lo incluye dentro del dominio de Soatá, de probable supeditación
muisca. Por otro lado, Jericó constituye una zona limítrofe entre muiscas al sur
y laches al norte (información personal del arqueólogo Pablo Pérez). Quizás en
alguna época antes de la conquista española este valle del Chicamocha fue poblado
por varios grupos étnicos, entre ellos por guanes, tequias, laches y muiscas.
La casas tenían las paredes toscamente elaboradas de piedra y las cubiertas y
techos eran de paja. En el Cocuy se hallaba la residencia del cacique principal
llamado Acaima, que según los cronistas tenía cerca de 800 casas de morada, del
cual dependían los cacicazgos de Ura (actuales veredas de Puebloviejo de Ura, El
| 124 |

Chilcal y parte de la vereda El Moral en los municipios de Jericó y Chita), Cheva


(veredas de Tintoba, Cocubal, La Ovejera y La Estancia, cerca al río Chitano,
municipio de Jericó), Ogamora (veredas Bácota, Tapias y El Juncal), Chusvita
(veredas Sagra, El Tambor, Fabita, Chusvita y Guáquira) y Chita (Pérez, P.F.,
1997: 14). También había caciques en Panqueba, El Espino, Chiscas, Güicán,
Guacamayas y Jericó. La Casa del Sol quedaba detrás del pueblo del Cocuy. E.
Silva (1945) señala que las pocas diferencias que entre laches y tunebos notaron
los españoles “pueden indicar la posibilidad que entre lache y tunebo exista más
que un parentesco lingüístico”. Los uwa, tunebos y laches, según varios autores,
eran una misma comunidad (Pérez, P.F., 1997: 173).
Paul Rivet en su estudio lingüístico de 1924 (Falchetti y Plazas, 1973: 50)
incluye a Chita, Labranzagrande, Morcote, Paya, Pisba, Támara, Ten, Güicán,
Chiscas, Guacamayas y otras, dentro de los grupos de habla tunebos. Por otro lado,
se ha señalado la gran importancia que para la mitología de los tunebos actuales
tiene la Sierra Nevada del Cocuy (Osborn, 1985, 1990, 1995). Es decir que los
tunebos se autodenominan uwa, y para ellos los laches que ocupaban el occidente
de la Sierra Nevada del Cocuy a la llegada de los españoles también fueron uwa,
y por consiguiente miembros de la misma comunidad. De esta manera, las es-
tribaciones orientales de la cordillera estuvieron habitadas por grupos chibchas
afines, cuya pertenencia étnica no podemos precisar. Por ejemplo, el profesor
Eliécer Silva Celis (información personal) afirma que la cerámica proveniente de
Labranzagrande es de tipo muisca.
A pesar del señalamien­to de permanentes confrontacio­nes bélicas entre la-
ches y muiscas, el cronista Pedro Simón menciona que los indígenas de los valles
de Sáchica y Sogamoso frecuentaban la Casa del Sol locali­zada en la provin­cia
de los laches, “[...] a donde acudían con ordinarias y ricas ofrendas todos estos
indios de estas dos provincias de tierras frías como adora­torio común, y tanto o
más frecuentado que el de Sogamoso y tenido en la misma o mayor veneración”
(Simón, 1981, II: 305).
Además, lo que resaltan los cronistas no era la frecuencia de los enfrentamien­
tos bélicos entre laches y muiscas, sino la belicosidad de los primeros: “[...] esta
gente Lache habían dado en el reino de atrás muestra de gente más bellicosa y
briosa que los Moxcas […]”(Aguado, 1956, I: 265).
De esta información se colige que al menos en ciertas temporadas religio­sas,
las relaciones entre estos vecinos eran amistosas, lo que favorecía el flujo génico
intergrupal, disminu­yendo la variación genética entre laches y muiscas. La lengua
| 125 |

sínsiga que se hablaba en Chita era un chibcha muy diferenciado y se trata de un


dialecto del subgrupo tunebo de la familia lingüística chibcha (Ortiz, 1965: 47).
Las exploraciones arqueológicas adelantadas en el territorio de los laches por
Eliécer Silva Celis en la década del 40, por Ann Osborn en la del 80 y por Pablo
Fernando Pérez en la del 90, han permitido ahondar en la discusión sobre las
características culturales de este grupo; pero, por cuanto no existen fechas de ra-
diocarbono cercanas cronológicamente a la época de la llegada de los españoles,
es difícil asociar estos hallazgos arqueológicos con la etnia lache.
Dentro de las costumbres culturales de los laches resalta la práctica de convertir
al quinto varón de la familia en niña y que criaban como tal. Lucas Fernández de
Piedrahita describe esta rara práctica cultural:

Entre los laches [...] tenían por ley que si la mujer paría cinco varones continua-
dos sin parir hija, pudiesen hacer hembra a uno de los hijos a las doce lunas de
edad; eso es, en cuanto a criarlo e imponerlo en costumbres de mujer; y como
lo criaban de aquella manera salían tan perfectas hembras en el talle y ademanes
del cuerpo, que cualquiera que los viese, no los diferencian de las otras mujeres,
y a éstos llaman Cusmos, y ejercitaban los oficios de mujeres con robusticidad de
hombre; por lo cual en llegado a la edad suficiente los casaban como a mujeres,
y preferíanles los Laches a las verdaderas, de que seguía de que la abominación
de la sodomía fuese permitida en esta nación del Reino y solamente [...] Tal era
el melindre con el que se ponían la manta y los que demostraban en los visajes al
tiempo de hablar con otros hombres. (Fernández de Piedrahita, 1973: 53)

A pesar de la diversidad de ambientes que ocupaban los pueblos chibchas, desde


las sierras nevadas en el Cocuy; regiones de páramo como las de Silos, Santander;
mesetas rodeadas de profundos abismos como la de Los Santos; y amplias sabanas
como la de Bogotá, compartían una familia lingüística común, al igual que lazos
culturales y una cosmovisión que se remonta a un ancestro antiguo común: el
sol como deidad originaria y la luna como su consorte de donde habrían surgido
todos los descendientes chibchas.
| 126 |

Figura 23. Cañón del río Chicamocha cerca del parque del mismo nombre.

Figura 24. Vasijas halladas en un abrigo rocoso de La Purnia, Mesa de los Santos,
Santander, junto a decenas de esqueletos.
| 127 |

Figura 25. Cráneos deformados de la Cueva de los Indios, Mesa de los Santos, Santander
(Museo Horacio Rodríguez Plata, Socorro).

Figura 26. Cráneos deformados de Bolívar, Santander (izquierda),


y Soatá, Boyacá (derecha).

Figura 27. Cráneos sin deformar de Cheva T-05 (Cocuy), Boyacá (izquierda),
y La Purnia 014, Mesa de los Santos, Santander (derecha).
| 128 |
Capítulo 8
Cosmovisión, rituales
funerarios y chamanismo
en los Andes Orientales
8.1 La tumba: reflejo del mundo de los muertos y de los vivos

L
as prácticas funerarias constituyen una inagotable fuente de información
sobre varios aspectos de las poblaciones del pasado, como las creencias
(cosmovisión, concepción del mundo, de la vida y de la muerte), la sociedad
(organización y posición social), la cultura material (estilos de los artefactos elabo-
rados de distintos materiales, adornos personales), la gente (edad, sexo, estatura,
enfermedades, demografía, parentesco biológico) y el medio ambiente (recursos
alimentarios, contexto ambiental y su incidencia sobre los humanos). La creencia
de las sociedades prehispánicas de que lo que muere es el cuerpo mientras que el
alma o espíritu va a descansar a lugares agradables, el mundo de los muertos, es lo
que permite hallar diferentes artefactos líticos y de hueso, además de ocre, como
parte del ajuar funerario en las poblaciones precerámicas; o vasijas de cerámica,
habitualmente de tipo ritual, en las que se elaboraban sustancias psicotrópicas (hayo
o coca, yagé, yopo, borrachero) que permitían una comunicación más rápida con
el otro mundo, o domésticas, en las que colocaban la chicha y las comidas (bollos
de maíz, yuca y otras raíces) con que se iban a alimentar en ese otro mundo.
Dentro del pensamiento dual de los indígenas, en el que la vida se opone y
necesita de la muerte, el orden al caos, la luz a la oscuridad, el cielo al inframundo
y lo masculino a lo femenino, la muerte se concibe como algo consustancial con la
vida, y aunque es temida por el misterio que la rodea, se acepta como una nueva
forma de vida en otro mundo al que llega el espíritu una vez consumido el cuerpo,
según la manera de muerte, para continuar sirviendo a las deidades de acuerdo con
los oficios desempeñados en vida. El fallecimiento de la mujer durante el parto
y del varón al filo del pedernal –en la guerra o en sacrificios– eran considerados
como las muertes más dignas. Durante ese proceso, el espíritu debía nutrirse, por
lo que en la tumba junto al cadáver se colocaba chicha, alimentos y objetos que el
| 130 |

occiso había utilizado durante su vida, según su oficio: armas líticas si había sido
cazador, metates y manos de moler usados en el procesamiento del maíz y raíces,
morteros y otros objetos usados por los chamanes, volantes de huso si había sido
tejedora (Becerra, 1994; Rodríguez, J.V., 2005).
La tumba, a la vez que se considera como la casa de los muertos, el inframundo,
permite al mismo tiempo el retorno al útero dador de vida; el ocre de color rojo
con el que se recubrían los cuerpos de los muertos en algunos grupos precerámicos
y agroalfareros, refleja la dualidad de la sangre que se derrama cuando se nace (la
alegría) y cuando se muere (el duelo). De tumbas de pozo simple (ovales), posición
fetal y tratamiento del cuerpo solamente con ocre en los yacimientos precerámicos y
primeros agroalfareros, se aprecia un cambio de la cosmovisión que se refleja en nuevas
formas (pozo, cámara, lascas como tapa), posición (sedente, extendida, boca abajo),
orientación (hacia el movimiento del sol buscando su luz o energía) y tratamiento
del cuerpo (cubrimiento con ceniza o cremación). Finalmente, los muiscas, hijos del
sol, el dios supremo, el dador de vida, de luz, de energía y de calor, proveedor de los
ciclos climáticos y de los productos alimenticios, veneran al astro orientando sus casas,
templos, conjuntos líticos y tumbas hacia él. Los chamanes, temidos por sus poderes,
eran enterrados boca abajo –el quinto punto cardinal– para que sus energías se queda-
ran en la tierra y no perturbaran el mundo de los vivos (Figuras 32, 34) (Ruz, 1991).

8.2 Prácticas funerarias y chamanismo precerámico

El registro mortuorio más antiguo de Colombia se excavó en Sueva, Junín,


Cundinamarca, y está datado en 8140 a. C. El entierro es de tipo primario, con
el cuerpo en posición flexionada y la cabeza hacia el oeste, y posee como ajuar
funerario ocre, fragmentos de mineral de hierro, restos de fauna (venado) y lascas
triangulares alrededor de la cabeza (Correal, 2001).

8.2.1 Los abrigos rocosos de Tequendama

En la hacienda Tequendama, municipio de Soacha, Cundinamarca, en la vía que


comunica la sabana de Bogotá con el valle del Magdalena, a 2570 msnm, Gonzalo
Correal y Thomas van der Hammen excavaron un abrigo rocoso que contenía 21 en-
terramientos en el corte Tequendama I, de los cuales nueve contaban con huesos largos
| 131 |

y los demás constituían elementos aislados del esqueleto poscraneal, como también
restos calcinados. La mayoría de enterramientos se hallaba en la zona de ocupación
VIII (entierros 1, 2, 3, 7, 9, 10, 11, 16, 17, 18, 20), con una fecha de 3855±50 a.
C. para el entierro 7; los esqueletos 12 y 13 (Figura 29) tienen fechas respectivas de
5285±60 y 4070±45 años a. C. (Correal y Van der Hammen, 1977: 125-152).
Las tumbas son en su mayoría de pozo simple, con planta de forma oval alargada
(9 en total), o circular (3, correspondientes a esqueletos infantiles). La posición varía
entre de decúbito lateral (4), dorsal (4) y cuclillas (2, infantiles), con los miembros
flexionados. La orientación de los cuerpos es igualmente variable, hacia el norte,
occidente y oriente, sin un patrón definido. En cuanto el sexo, tres individuos son
femeninos, cuatro masculinos y cinco infantiles. El ajuar consiste en artefactos
líticos, instrumentos de huesos y cuernos de animales, ocre y caracoles. El entierro
1 de Tequendama II, femenino maduro, tenía como ajuar un caracol. El entierro 14
(7500-5500 a.C.) consiste en cinco falanges incineradas con fractura longitudinal.
Aunque la muestra es muy pequeña, se pueden realizar algunas observaciones
que no se deben tomar como generalizaciones. El abrigo se utilizó como vivienda
temporal y taller durante varios milenios, y allí mismo se enterraron los miembros
de las bandas de cazadores recolectores que buscaban refugio, y que morían en este
lugar pues, a juzgar por la articulación de los cuerpos, los deudos tuvieron tiempo
para acomodarlos antes de que los fenómenos cadavéricos los pusiera en estado de
rigidez. Los individuos adultos de ambos sexos enterrados en posición dorsal poseen
mayor número de elementos de ajuar (líticos, huesos, ocre, cuerno); los enterrados en
posición lateral solamente poseen líticos; los niños se hallan todos en posición sedente,
como si retornaran a la situación fetal. El uso del color rojo del ocre podría estar se-
ñalando una temprana asociación de este color con el duelo, tal como lo practicaron
varios milenios después los muiscas, y quizá una visión hacia la muerte como parte
de la vida, en la que los difuntos se dirigen hacia otro mundo donde requerirán de
instrumentos de piedra y hueso para realizar sus labores cotidianas.
Los autores han asociado la presencia de dientes y huesos largos dispersos y
aislados en varias partes del refugio como “práctica de endocanibalismo ritual
funerario”, partiendo de analogías etnográficas de algunos pueblos de los Llanos,
quienes durante algunas festividades se bebían las cenizas de los antepasados con
el fin de incorporar las virtudes y esencia vital del muerto en el mundo de los vivos
(Correal y Van der Hammen, 1977: 125). Aunque no se descarta esta posibilidad,
no obstante, hay que acotar que no se reportan huellas de corte en los huesos que
indiquen una intencionalidad en la manipulación de los cuerpos para su consumo,
| 132 |

y, por consiguiente, la presencia de cuerpos desarticulados puede corresponder más


bien a ofrendas de ancestros destacados con el fin de resaltar la filiación étnica.
Igualmente, hay que pensar en la posibilidad de que al excavar el pozo para otras
tumbas, los entierros anteriores se hayan podido trastocar.

8.2.2 Checua

En la finca Extremadura, Checua, Nemocón, Cundinamarca, Ana María Groot


(1992, 2000) excavó durante dos temporadas un yacimiento precerámico al aire
libre, situado sobre la cima de una colina, cerca al río Checua, con una secuencia
cronológica extendida entre aproximadamente 8500 y 3000 años antes del presente.
El sitio consiste en entierros y huellas de vivienda a campo abierto. En la primera zona
de ocupación correspondiente al VII milenio a. C. se registraron fogones y huellas
de postes, aunque acompañados de una baja frecuencia de elementos líticos y restos
de fauna, señalando un poblamiento esporádico y estacionario de pequeños grupos.
Las características físicas de los pobladores son similares a las de Tequendama
por su dolico-hipsicefalia. La vivienda se colige por la distribución espacial de los
huecos y por el apisonamiento del suelo, para ubicar posiblemente cañas o chus-
ques que se enterraban unos 10-15 cm de profundidad, con una ligera inclinación
hacia el interior de la estructura (Groot, 1992: 77).
Los 12 entierros descubiertos en este lugar se hallaron en posición de decúbito
lateral, orientados indistintamente hacia diversos puntos cardinales, con los miem-
bros flexionados, mayoritariamente sobre el lado derecho, aunque el esqueleto 12
(masculino adulto) se localizó sobre el lado izquierdo. Como ajuar se reportan
artefactos líticos y de hueso.
El esqueleto T-12 se dató mediante radiocarbono, y se obtuvo una fecha con-
vencional (Beta 278827) de 3820±40 a. C. y calibrada de 4720-4520 a. C., con
una proporción de 13C/12C de -19,7%, es decir que tenía un alto consumo de
tubérculos de altura.
Destaca la asociación de los esqueletos 10 y 11 (Figura 30), pues el primero
(masculino adulto), en posición flexionada sobre el lado derecho, reposa entre
las piernas del No. 11 (femenino adulto), al que le faltan la tibia, el peroné y el
pie izquierdos; asociados a estos dos entierros se hallaron restos de fogones. El
esqueleto 8 tenía una piedra sobre el cráneo. El esqueleto 7 (femenino adulto) se
halló trastocado, posiblemente por haber sido enterrado en posición ventral con
| 133 |

los miembros flexionados. Un niño (esqueleto 5) yacía sobre el cráneo fracturado


intencionalmente del esqueleto 6 (femenino adulto). Estas evidencias del registro
arqueológico de Checua demuestran la gran variabilidad de las prácticas funerarias
de la época precerámica, en las que no se sigue un patrón estándar ni en la posición
ni en la orientación.
Llama la atención el grado de interpretación simbólica del mundo fúnebre al-
canzado por los pobladores, reflejado en los enterramientos Nos. 10 y 11, correspon-
dientes a una mujer de aproximadamente unos 30 años de edad, con los miembros
superiores flexionados, y las piernas abiertas y dobladas, y entre ellas el esqueleto de
un hombre de aproximadamente 40-45 años de edad, que reposa sobre el muslo
derecho de la mujer, a la que le falta la pierna izquierda (Figura 30).

8.2.3 Aguazuque

En Aguazuque, Soacha, Cundinamarca, Gonzalo Correal excavó un complejo


funerario colectivo dispuesto en círculo, consistente en 23 individuos (Figura
31). En la unidad estratigráfica 4/1, de donde se obtuvo una fecha de 2080±35
a.C., se localizó un enterramiento ritual consistente de un cráneo completo con
sus vértebras cervicales articuladas, en posición bocabajo, recubierto con pintura
roja, el color de la muerte desde el Paleolítico Superior; al lado derecho, un fron-
tal, y junto a la región basal, dos parietales y un occipital humanos. Los bordes
de los huesos, por las suturas, fueron cuidadosamente biselados y decorados con
incisiones perpendiculares a estos, rellenas de pintura blanca (Figura 32). Sobre
las superficies se dibujaron figuras en pintura blanca nacarada (volutas, círculos,
líneas paralelas, puntos blancos aplicados sobre negro). Debajo del cráneo se
hallaron huesos largos correspondientes a brazos, antebrazos, muslos y piernas,
cortados en las epífisis; también presentan decoración con pintura blanca. Uno de
los parietales tenía una concentración de ocre rojo, quizás por haber sido empleado
como recipiente para este pigmento (Correal, 1990: 142).
El cráneo perteneció a un individuo masculino adulto, muy robusto; no mani-
fiesta lesiones traumáticas. Consideramos que este entierro, único por sus rasgos en
la región Andina, perteneció a una persona de características chamánicas, temida
en vida, por lo que se le enterró boca abajo para que sus energías se proyectaran
hacia el interior de la tierra, el quinto punto cardinal; los objetos rituales colocados
| 134 |

a su lado, consistentes en huesos humanos decorados, combinan colores blancos,


negros y rojos que pueden significar la vida y la muerte.
En general, este sitio descuella por sus particularidades, ya que se trata de un
enterramiento colectivo realizado indudablemente por un sepulturero y sus segui-
dores en el transcurso de varios centenares de años, siguiendo unas mismas prácticas
rituales de colocar los cuerpos de los difuntos en el mismo lugar, de manera orde-
nada, la misma posición y el mismo tratamiento mortuorio. Esto acontecía en un
momento de drásticos cambios ambientales (incremento de las temperaturas medias
anuales y disminución de la pluviosidad), culturales (desarrollo de la horticultura,
proceso de sedentarización) y biológicos (proceso de gracilización, crecimiento
demográfico, desarrollo de enfermedades infecciosas como la treponematosis) entre
finales del III milenio y principios del I milenio a. C.

8.3 Prácticas funerarias durante el Período Herrera


8.3.1 Madrid 2-41

Este yacimiento arqueológico consiste en un montículo funerario y un conjunto


ceremonial. El primero consistía en un enterramiento colectivo de 11 individuos
dispersos exceptuando el No. 11 (Figura 33) que se encontraba en posición de
decúbito lateral derecho con la cabeza hacia el este; padecía de treponematosis y
su fecha es de 150±50 a.C. El ajuar consistía en fragmentos cerámicos del período
Herrera y restos de animales. La dolicocefalia, el grado de robustez y el desgaste
dental los aproxima a los grupos precerámicos tempranos (Tequendama, Sueva,
Floresta, Checua, Chía) y tardíos (Aguazuque, Vistahermosa) de la Sabana de
Bogotá (Rodríguez y Cifuentes, 2005).
El segundo es un conjunto ceremonial consistente en un canal y estructuras
piramidales al oeste y cónicas al este orientadas entre 22-25º NW (Figura 35),
con tres entierros individuales (uno de ellos con deformación cefálica), un pie
humano articulado sobre un metate (Figura 36) y una posible planta de vivienda
de tipo palafítico sobre el borde de la antigua laguna; aquí se localizó cerámica
de tipo Herrera y cuernos de bóvidos hispánicos como ofrenda (Figura 37), lo
que señala la importancia del sitio hasta la época colonial. Su cronología estaría
tentativamente entre el I milenio d.C. y la Colonia.
Durante la segunda fase de ocupación, cuando la sociedad había desarrollado
formas más complejas e individuales, dada la tradición del sitio, se construyó un
| 135 |

conjunto ritual y de observación astronómica, integrado por un canal que se ex-


tiende por más de 30 metros de sur a norte, y que manifesta una dualidad: formas
redondas al este, y cuadradas al oeste. Más tarde fue ampliado hasta alcanzar el
horizonte AB, con una anchura de 90-100 cm. En su interior se localizó abundante
cerámica, material lítico, gran cantidad de restos de animales –entre ellos, algunos
de procedencia española–, pequeños instrumentos líticos pulidos, huesos humanos
dispersos, y un conjunto funerario dentro de un nicho circular compuesto por un
metate cuadrangular y sobre su superficie los huesos de un pie humano (Figura
36), un fragmento de vasija globular y huesos de animales.
En este yacimiento se excavaron varias tumbas más. Una de fosa semicircular
con pozo semirectangular, donde yacía el esqueleto de una niña en posición de
decúbito dorsal extendido, la cabeza en sentido nordeste; la tumba tenía además
dos nichos circulares, uno a la cabeza y otro a los pies, que contenían material
cerámico y lítico (Figura 38b).
Otra tumba de la misma forma incluía un individuo adulto deformado, con la
cara boca abajo, mirando hacia el quinto punto cardinal (Figura 34). A juzgar por
esta peculiar manera de enterramiento, debió ser una persona a quien tanto en vida
como en la muerte se le temía, por lo que se prefirió inhumarlo de tal manera que
sus energías quedaran orientadas hacia el fondo de la tierra y no pudiera perturbar
la paz de los vivos. Además, pudo poseer rango heredado, como se colige por la
deformación cefálica. La cabeza presenta deformación frontoccipital erecta, mal
controlada, planteando quizás que no conocían muy bien la técnica de deformación.
La tercera tumba incluía a un individuo masculino adulto sin tronco ni pelvis,
con los miembros inferiores flexionados sobre el cuerpo (Figura 38a).

8.4 Prácticas funerarias y chamanismo entre los chibchas


8.4.1 Cosmovisión y rituales muiscas

Los indígenas del Nuevo Reino de Granada creían que antes de que existiese
cualquier cosa, todo era oscuridad en el universo, y la luz estaba “metida en una
cosa grande” llamada Chiminigagua, de donde salió posteriormente. Para los
españoles, este nombre equivalía a un Dios Señor Omnipotente creador de todas
las cosas, y siempre bueno. Con la luz empezó a amanecer y comenzaron a criarse
cosas; lo primero que Chiminigagua creó fueron unas grandes aves negras, a las
que mandó por todo el mundo para producir luz con sus picos. Como el sol era la
| 136 |

criatura más hermosa, a él se debía adorar, como también a la luna, su mujer –de
ahí que los ídolos muiscas fueran de ambos sexos. Tan pronto como amaneció en
una hondonada de la laguna de Iguaque, lugar de páramos y densa neblina, surgió
Bachué o Furachogua, mujer buena (del vocablo fura, mujer, y chogua, cosa buena),
quien sacó consigo a un niño de cerca de tres años de edad, con quien vivió en una
casa que construyó en la parte llana de Iguaque hasta que el muchacho cumplió
la edad para casarse con ella. De esta pareja surgieron rápidamente los humanos,
pues de cada parto nacían cuatro o seis hijos; después de muchos años, ya ancianos,
Bachué y su esposo se despidieron de los humanos, no sin antes darles una plática
sobre los preceptos y leyes, especialmente sobre el culto a los dioses. Finalmente se
convirtieron en grandes serpientes que se sumergieron en las profundidades de la
laguna. De aquí surgió la costumbre de venerar las aguas y realizarles sacrificios,
especialmente en el río Bogotá (Bosa), en un sitio montañoso llamado Tabaco,
donde tenían sus pesquerías (Simón, 1981, III: 367-368).
Por esta razón, los muiscas se consideraban hijos del sol, a quien veneraban
como a su dios principal y a quien en sus templos ofrendaban sacrificios de cria-
turas humanas, oro, esmeraldas, mantas y otras cosas; la luna, como era su esposa
y compañera, también era objeto de veneración.
Por otro lado, siendo la base económica de los chibchas la agricultura, cuya
fertilidad dependía de la tierra y del agua, estos elementos fundamentales para
la supervivencia fueron ritualizados. La tierra se convirtió en la gran madre crea-
dora, y la lluvia en el elemento fertilizador, la semilla que traía vida a las plantas,
siendo representada en los menhires y falos inseminadores hallados en diversas
partes de los Andes Orientales. En tiempos de sequía, los muiscas se trepaban a
una montaña especial destinada para los rituales de lluvia, y quemaban moque y
trementina, esparciendo las cenizas por el aire, pidiendo se congelaran las nubes
para que lloviera y no aguantasen hambre. Sin embargo, la mayor y más costosa
ofrenda era la sangre humana, con la que se alimentaba al sol con el fin de que éste
fuese condescendiente con la gente, que era ofrecida en los puntos más elevados
para facilitar la comunicación con el astro principal.

8.4.2 Los séké o mohanes: sacerdotes, brujos y médicos

Los sacerdotes de la religión de los muiscas eran los séké (Ghisletti; 1954: 327),
término que por su difícil pronunciación los españoles convirtieron en jeque. Estos
| 137 |

ministros eran muy reverenciados, y cuidaban y vivían en los santuarios con sus
ídolos, los cuales estaban elaborados en madera, arcilla blanca, cera, textil u oro,
dispuestos en pareja, hombre y mujer, adornados con mantas. Organizaban las
ceremonias del pueblo y sus ofrendas, que consistían en figuras de serpientes, ranas,
lagartijas, mosquitos, hormigas, gusanos, casquetes, brazaletes, diademas, vasos de
diferentes composturas, tigres, monos, raposas y aves. La herencia del cargo, al igual
que entre los caciques, pasaba al sobrino hijo de hermana (Aguado, 1956, I: 254).
Cuando alcanzaba la edad mediana, el futuro séké era sacado de su casa y confinado
en otra apartada, llamada cuca, especie de academia donde aprendía el arte con un
anciano que le hacía ayunar todos los días con mazamorra sin sal ni ají; una que otra
vez podía consumir un pajarillo llamado chismea, o alguna sardinata de los arroyos.
También le enseñaban las ceremonias y observancias de los sacrificios durante doce
años, después de los cuales le horadaban la nariz y orejas para colocarle zarcillos y
narigueras (caracuríes) de oro. A la ceremonia de iniciación le acompañaban muchos
indígenas hasta una quebrada limpia, donde se lavaba todo el cuerpo y se vestía con
finas mantas nuevas. Posteriormente se acercaba hasta la casa del cacique, quien le
investía como sacerdote, entregándole el poporo y la mochila de la coca (hayo) y
algunas mantas finas y pintadas, y la licencia para ejercer el oficio de séké en toda su
tierra, pues cada pueblo tenía su propio séké. Finalmente hacían fiestas con bebida,
bailes y sacrificios para que empezara a ejercitarse (Simón, 1981, III: 383).
Además de los templos, existían lugares sagrados como lagunas (entre ellas, Gua-
tavita), arroyos, peñas, cerros y otras partes de singular atractivo, que llegaban a ser
dignas de veneración cuando alguien recibía de ellos señales a su paso, como zumbido
en los oídos, temblor en las manos, ráfagas de viento, o truenos y rayos. Cuando al-
gún poblador quería sus servicios, el séké mascaba tabaco y ordenaba a quien quería
presentar las ofrendas ayunar durante varios días determinados. Una vez finalizado
el ayuno, mandaba elaborar figuras en oro, cobre, hilo o barro, de águila o serpien-
te, mono o papagayo, u otras dualidades. Cuando se acercaban al lugar de ofrenda,
ceremonia que se realizaba de noche, el jeque se detenía a veinte pasos, se desnudaba
completamente, y observaba si escuchaba alguna señal; luego con sigilo recorría los
veinte pasos y llegando al lugar del santuario, levantaba con ambas manos la figurilla
envuelta en algodón; decía algunas palabras manifestando la necesidad del que ofrecía,
solicitando remedio para ella; luego se ponía de rodillas y arrojaba la ofrenda al agua,
o la colocaba en alguna cueva o la envolvía dentro de la tierra; sin dar la espalda, se
regresaba hasta donde había dejado su manta, y luego se iba a su casa. Al otro día, el
que ofrecía pagaba por el trabajo dos mantas y algún oro; cuando volvía a su casa se
| 138 |

lavaba y se cambiaba la vestimenta que había utilizado durante el ayuno, y convidaba


a sus parientes a celebrar con chicha (Simón, 1981, III: 386).
El mambeo de hojas de hayo (coca) con polvo o cal de ciertos caracoles en
poporo (calabazuelo que contiene un palillo con el que se extrae el polvo y al
untarse con la saliva se pega en el borde superior) era parte del proceso de medi-
tación de los jeques, pues les ayudaba a mantenerse en permanente vigilia y con
gran vigor durante sus ceremonias sagradas, soportando durante largas horas la
sed y el hambre. Durante este proceso hablaban y dormían poco, aprovechando
la noche para meditar mascando hayo, el cual además les ayudaba a preservar la
dentadura, ya que a pesar de la edad la conservaban (Castellanos, 1997: 1157).
Los séké también se encargaban del entierro de los caciques, al que solamente
ellos acudían, y si alguna persona osaba asomarse, era amarrada contra un palo y
flechada, premiando a quien acertase al corazón o en los ojos.
Además de sacerdotes que oficiaban en templos, existían mohanes en las comunidades
alejadas de los grandes centros religiosos. Fray Pedro Simón ofrece una de las mejores des-
cripciones del poder y prácticas de los mohanes en la región de Tota, Sogamoso, Boyacá:

Los días pasados, hallándome en el valle de Sogamoso en una doctrina que está a
nuestro cargo, llamada Tota, saliendo de decir misa, encontré, cerca de la puerta de
la iglesia, un viejo llamado Paraico, medio bufón y atruhanado. Y teniendo noticia
era mohán, le hice desvolver la poca ropa que traía y le hallé en una mochila los
instrumentos del oficio, que eran un calabacito de polvos de ciertas hojas que llaman
yopa, y de ellas otras sin moler y un pedacito de espejo de los nuestros encajado en
un palito, una escobilla, un hueso de venado al sesgo por la mitad y muy pintado,
hecho a modo de cuchara, con el cual, cuando hacen sus mohanerías, toman de
aquellos polvos y los echan en las narices, que por ser fuertes, hacen salir luego
una reuma que les cuelga hasta la boca, la cual miran en el espejillo, y si corre de-
recha, es buena señal, y por el contrario si torcida, para lo que pretenden adivinar.
Y así, para que esté el labio de arriba más desocupado, lo traen todos muy rapado
y limpio de barbas los que la tienen. Límpianse aquello después con la escobilla
y la ceniza que también se han echado en la cabeza, y péinanse el cabello. Con
estas señas exteriores hemos venido a hallar muchos en aquel valle, que tienen
estos instrumentos. Hallamos también en la casa de uno un pellejo de zorro con
su cabeza, lleno de paja, con que bailan puesto a las espaldas asido con las manos
por los pies, que ellos llaman el Fo, mohanería endiablada. (Simón, 1981, VI: 118)
| 139 |

8.4.3 Sobre la muerte y el más allá

Para las comunidades prehispánicas la muerte era concebida como un proceso


más dentro de un ciclo vital constante, en el que la persona que muere adquiere
una nueva condición en el lugar predestinado para su descanso. En este sentido,
la muerte se considera germen de vida, por lo que mediante el culto a la muerte
se rinde, a su vez, culto a la vida. Es decir, la muerte no es la negación de la vida,
sino la continuación de los ciclos vitales de nacimiento, desarrollo y muerte,
los cuales son acompañados mediante rituales especiales que contribuyen a la
cohesión del grupo social. Este tipo de creencias llevaron a que el cronista fray
Pedro Simón supusiera que los muiscas habían sido evangelizados en tiempos
anteriores a la llegada de los españoles.
Los muiscas pensaban que el mundo era inacabable, pues solamente moría el
cuerpo y las almas eran inmortales, resucitando y viviendo después de la misma
manera que lo habían hecho en este mundo. Cuando las almas salían del cuerpo,
bajaban al centro de la tierra por unos caminos y barrancas de tierra amarilla y
negra, pasando primero un gran río en balsas de telaraña –por eso no osaban
matar a las arañas. Allí cada quien tenía el lugar predestinado, y al igual que
aquí, poseían casas y labranzas a donde iban a descansar, tanto los buenos como
los malos, pues no hacían diferencia en esa calidad (Castellanos, 1997: 1156).
Estas creencias se manifestaron en las prácticas funerarias, por lo que colocaban
múcuras con chicha, comida, metates y manos de moler usados en la molienda
del maíz, volantes de huso para hilar y otros artefactos empleados en vida por
el difunto, para que pudiera alimentarse durante el recorrido al inframundo
y tuviera instrumentos con que trabajar. La tumba (el pozo) por lo visto era
una representación de la cueva del inframundo; el entramado de las parihuelas
o ataúd fungía como la barca de telaraña; a la entrada del pozo se colocaba
la tierra amarilla y en el fondo la tierra negra por donde el difunto tenía que
transitar al centro de la tierra. Tales manifestaciones funerarias se han apreciado
en los cementerios de Portalegre, Soacha (Botiva, 1988), Candelaria la Nueva
(Cifuentes y Moreno, 1987), de la hacienda El Carmen, Usme (Becerra, 2010)
y de Tibanica, Soacha (Langebaek et al., 2009).
| 140 |

8.4.4 Los sacrificios de los muiscas

El sacrificio humano es definido como:

[…] la inmolación, la destrucción, por diversos medios, de la vida de un ser humano,


a fin de establecer un intercambio de energía con lo sobrenatural para influir en
el mundo natural y el sobrenatural y reproducirlos; esto se realiza por medio de la
aportación de la energía necesaria para que exista un equilibrio adecuado en el cos-
mos, lo que incluye a la sociedad; de aquí que una de las funciones más importantes
del sacrificio, como la de todo ritual, sea la de regular. (González, Y., 1994: 28)

Así, por ejemplo, en la cosmovisión mexica los dioses crean a los humanos y
les proporcionan alimentos, lluvias y riquezas en un estado de armonía, pero para
la conservación del equilibrio en el orden de la sociedad y para que ésta surja pu-
jante y establezca su poderío y su sacralidad sobre todo el mundo conocido, debe
alimentar a los dioses con la sangre y corazones de guerreros, doncellas, niños y
ancianos (González, Y., 1994: 110).
El sacrificio humano, sobre todo cuando se presenta de forma violenta, libera
energía que se transmite de la víctima a todos los seres, animales y plantas, asegu-
rando su reproducción y el alimento de los propios humanos. Si eventualmente
acontece un desequilibrio –crisis o desajuste ambiental–, se debe acudir a los sa-
crificios para mantener el orden. El chamán o sacerdote en las sociedades agrícolas
que dependen de la fertilidad de los suelos, de la productividad de las plantas, y de
la evitación de las sequías, inundaciones y plagas, debe conocer el calendario climá-
tico para regular los ciclos de roturación, siembra, recolección y almacenamiento
de productos, reconociendo los momentos propicios para solicitar la fertilidad de
los campos. Para tal efecto, ofrenda objetos rituales a los falos inseminadores del
campo, sea en forma de piedrecillas, ramitas o semillas de árboles propiciadores
de las lluvias, o arena de los ríos circundantes para que ofrezcan buena agua, todo
envuelto en hojas de mazorca, el principal producto alimentario. Si los problemas
son graves, debe ofrendar lo más preciado para la vida humana que es la vida mis-
ma. Mediante la selección de las víctimas –el chivo expiatorio–, el espacio ritual
y el momento oportuno, se pretende aligerar las tensiones internas, los rencores,
rivalidades y desajustes. Esta función de transferencia de energía, regulación y es-
tabilización de la sociedad es quizás la parte más destacable del sacrificio humano
(González, Y., 1994: 33). Sin embargo, una misma víctima podía servir para:
| 141 |

[…] expiar y sobrevivir en el más allá; para hacer morir y renacer a una deidad y
a lo que encarnaba, así como a su propio “señor”, su sacrificante; para alimentar
y vivificar a una deidad; para sostener la bóveda celeste; para fecundar la tierra;
para aplacar los dioses, darles las gracias, reconocer su superioridad y poner de
manifiesto la dependencia del hombre. (Graulich, 2003: 19)

Para comprender mejor el papel del sacrificio humano en una sociedad de-
terminada, hay que abordar los roles de las víctimas (sacrificados), los oferentes
(sacrificantes, caciques, guerreros), los organizadores (sacrificadores, sacerdotes), los
espacios (montañas, viviendas sagradas) y los momentos (habitualmente durante
los desajustes del orden cósmico, la expiación de ofensas, en tiempos de guerra o
en la consagración de espacios sagrados). Las víctimas eran generalmente enemi-
gos presos en las guerras, niños de comunidades foráneas, niñas hijas de señores
principales, personas deformes, delincuentes condenados a muerte, hechiceros o
sacerdotes que fracasaban en sus predicciones, y, a la llegada de los españoles, los
amigos de los castellanos, pues fueron considerados traidores a la causa libertadora
nativa, así fueran paisanos; en fin, el segmento de la sociedad que se podía eliminar
libremente, y por quien nadie reclamaría.
Dentro de las víctimas, los niños ocupaban un lugar importante, ya que eran
considerados puros, prístinos, y por eso eran los mejores intermediarios con los
astros, a diferencia de los jóvenes y adultos que tenían que ser purificados para
el sacrificio. Por esta razón, la inmolación de infantes a las deidades encargadas
de suministrar los recursos básicos para la supervivencia de la gente, en este caso
el sol, cumplía la función de regenerar la tierra y su fertilidad, asegurando así el
nacimiento de nuevas plantas y nuevas vidas humanas (Díaz Barriga, 2009: 242).
Cronológicamente la infancia cubría los primeros 12 a 13 años de edad del
individuo, luego de los cuales este ingresaba al sistema productivo de la sociedad.
Mientras tanto, jugando se aprendían los oficios domésticos y se apoyaba a los
padres en menesteres ligeros como el acarreo del agua, la limpieza de las casas y
otros oficios menores. Al morir, los niños despertaban sentimientos especiales, ya
que todos ellos, sin importar su rango, fueron objeto de enterramientos particu-
lares, tanto por la forma de la tumba (habitualmente de pozo simple, rectangular
u oval), como por el ajuar (casi siempre compuesto de adornos personales, como
collares y dijes), aunque algunos fueron momificados y deformadas sus cabezas
como signo de estatus heredado (Silva, 2005: 338).
| 142 |

Sin embargo, las niñas hijas de los señores principales de cada pueblo eran
consideradas las más puras, pues con su inmolación debajo del poste principal de
las casas de los caciques fertilizaban la nueva vivienda (Figura 40), augurando un
buen futuro para sus moradores, como lo describió fray Pedro Simón, el cronista
que quizá tuvo la oportunidad de acceder al libro quinto suprimido del texto de
fray Pedro Aguado (I: 255) sobre la espiritualidad de los muiscas:

Cuando se hacía de nuevo la casa y cercado del cacique, en los hoyos que hacían
para poner aquellos palos gruesos que usaban en medio del bohío y a las puertas
del cercado, hacían entrar, acabado el hoyo, una niña bien compuesta en cada
uno, hijas de los más principales del pueblo que estimaban en mucho se quisie­sen
servir de ellos para aquello el cacique, y estando las niñas dentro de los hoyos,
soltaban los palos sobre ellas y las iban macizando con tierra, porque decían
consistía la fortaleza y buen suceso de la casa y sus moradores en estar fundada
sobre carne y sangre humana. Después de acabada, convidaba el cacique a todo
el pueblo para una gran borrachera que duraba muchos días [...]. Usaban todos
los indios estas fiestas siempre que estrenaban casas nuevas, pero cada cual con
gastos según su posible [...]. (Simon, 1981, III: 394-395)

Evidencias materiales de estas ofrendas se encontraron a 140 cm de profun-


didad debajo del poste central de una vivienda excavada por Eliécer Silva C.
(2005: 180) en Monquirá, Sogamoso, cerca del templo del Sol, donde se hallaron
restos humanos muy desmenuzados pertenecientes a un infante. Para el autor
esta ofrenda demuestra la naturaleza esencialmente matriarcal de las instituciones
y creencias chibchas, y la consagración de la vivienda mediante su cimentación
con sangre humana.
Otras evidencias se han excavado en Tibanica, Soacha, Cundinamarca (Lan-
gebaek et al., 2009), donde se han hallado restos infantiles bajo pisos de vivienda,
aunque articulados, sin señal de habérseles arrojado el poste sobre la cabeza (Figura
40). Estas diferencias apuntan a distinguir entre ofrendas humanas, por ejemplo
cuando se muere un niño y se le entierra debajo de la casa para consagrarla apro-
vechando la pureza infantil, y el sacrificio, en el que se mata a un infante inten-
cionalmente para enterrarlo en el hueco del poste central de la vivienda. Si bien
es cierto que el objetivo es el mismo, la cimentación de la vivienda, los medios
son diferentes, al igual que los actores y su estatus social, ya que en el segundo
caso, el oficiante es el cacique y las víctimas las niñas importantes, y en el primero,
| 143 |

podrían ser los padres del infante fallecido por causas naturales, sin importar su
sexo. Para su dilucidación tendríamos que estimar de manera adecuada el sexo de
los restos infantiles hallados en los pisos de viviendas, y diferenciar el rango de las
mismas, ya sea por su tamaño, o por su contenido.
Las ceremonias sacrificiales masivas eran organizadas por los sacerdotes, y el
principal destinatario era el sol, a quien ofrendaban de manera especial, no en
templos, pues consideraban que el espacio era muy pequeño, sino en las altas
cumbres que miraban al oriente, a donde llevaban en una gran procesión a los
niños capturados durante las guerras con los enemigos, a quienes confinaban
durante un tiempo en ciertas casas y los alimentaban especialmente. Salían con
los primeros rayos del sol y, al llegar al lugar del sacrificio, tendían al muchacho
en el suelo sobre una manta rica y allí lo degollaban con unos cuchillos de caña.
Recogían la sangre en una totuma y con ella untaban las peñas iluminadas. El
cuerpo del difunto algunas veces era colocado en cuevas o sepulturas, y en otras
oportunidades quedaba insepulto en la cumbre, para que lo consumiera el sol. Si
así ocurría, se consideraba que había sido comido por el sol, lo que era interpretado
como una buena señal (Simón, 1981, III: 384). Estas ceremonias se organizaban
en los tiempos secos para aplacar la furia del astro solar mediante alimento para
que no retuviera las lluvias (Aguado, 1956, I: 255).
Las ofrendas y sacrificios que hacían los caciques eran diferentes, pues coloca-
ban a las víctimas en la parte alta de unos maderos a manera de gavias de navíos,
que se hallaban en las entradas y esquinas de las casas. Desde abajo flechaban a
las víctimas, y los jeques recogían en totumas la sangre que se escurría por los
maderos; todo lo tenían cubierto de bija. Luego bajaban el cuerpo y con la sangre,
a la que le tenían mucho aprecio, desfilaban danzando por una carrera que tenían
muy limpia y de tal anchura que cabían dos carretas; ésta salía desde el cercado
del cacique hasta un cerro alto, donde apartándose los jeques del resto de la gente,
tiraban las piedras iluminadas por el sol, enterrando la sangre y el cuerpo (Simón,
1981, III: 385). Con estos cuerpos-trofeo los jefes pretendían consolidar su poder,
e infundir respeto entre sus vasallos y miedo entre sus enemigos. Entre mayor era
el cercado y el número de sacrificados, mayor la grandeza del cacique.
Quizás uno los mejores relatos sobre la ritualidad de los muiscas, sus ofrendas,
procesiones, templos, número de participantes, atuendos y sacrificios se encuentra
en El proceso contra el cacique de Ubaque en 1563, ocurrido en el poblado donde
residía el jeque Popón, el más reconocido y venerado de la región (Casilimas, 2001;
Londoño, 2001; Simón, 1981, IV: 339). Entre la medianoche y la madrugada
| 144 |

de un día del mes de diciembre de 1563 el cacique de Ubaque convidó a los de


Bogotá, Sogamoso y Guatavita para realizar un festejo, pues ya estaba viejo, había
de morir, y deseaba hacer sus honras fúnebres en vida; además, quería pedir a sus
dioses que muriesen todos los muiscas, pues lo prefería a sufrir los maltratos de
los españoles y el tener que servir a estos.
Frente a la puerta del cercado del cacique de Ubaque –bohío del coyme– había
una avenida muy larga de unos 10-12 pasos de anchura por donde desfilaban los
indígenas, en número de 5000-6000, cantando, tocando flautas, pitos, cascabeles,
caracoles y otros fotutos, bailando, bebiendo chicha y portando pendones, vestidos
de diversas formas, usando máscaras de diversos materiales (totuma, tejidos de
palma, redecilla, latón, plomo, cuero), con forma de felinos y otras representacio-
nes. Durante estas ceremonias acostumbraban sacrificar muchachos de 15-16 años
adquiridos de grupos panches (valle del río Magdalena), chitareros (Santander),
del Cocuy y de los Llanos, a quienes supuestamente extraían el corazón estando
vivos. También ofrendaban esmeraldas, coronas de plumas, mantas coloradas y
piezas orfebres (Casilimas, 2001; Londoño, 2001).
El viento que llegaba de este valle a Bogotá era muy característico y le había dado
el nombre a esta provincia; el viento también representaba a Bochica. La lengua
que usaban durante las ceremonias era la de “cantares de Sogamoso”, de uso exclu-
sivamente ritual, y desconocida para los seculares. Como psicotrópico empleaban
el yopo (yopa), que les producía vómitos y diarrea, por lo que se confinaban en un
bohío especial llamado cococa, cuca u opaguen. Durante estas ceremonias “los dichos
indios invocan y llaman a los demonios para que les digan lo que hacen los indios
muertos y si han menester algo e qué es lo que por allá pasa” (El proceso, 2001: 59).

8.4.5 Rituales funerarios

En cuanto a las prácticas fúnebres, los cronistas incluyen prolijas descripciones,


pues los conquistadores fueron los primeros saqueadores del país, y su avidez de
oro les condujo a excavar cuanta tumba localizaban. Fray Pedro Simón (1981,
III: 327) relata que a los muertos se les enterraba con sus “[...] comidas y bebidas,
armas, vestidos y telas con que hacer otros en rompiéndose aquellos con que los
enterraban”. El oro del difunto no se enterraba con el cuerpo, sino arriba, más
hacia la superficie, conque lo cubrían con sólo una cuarta de tierra encima, como
se estilaba en la provincia de Tunja.
| 145 |

Se dice que esta riqueza era poca comparada con la de los caciques principa-
les, como posiblemente sucedió con el de Tunja, cuya riqueza se arrojó según la
leyenda al pozo de Donato. Los miembros de baja jerarquía eran enterrados en los
campos envueltos solamente con una manta, sobre cuya sepultura plantaban un
árbol para deslum­brar el sitio. En el norte del altiplano, como en Samacá (Boa-
da, 1987), Tunja (Pradilla et al., 1992; Pradilla, 2001) (Figura 39) y Sogamoso
(Silva, 1945, 2005), los cuerpos se colocaban en posición fetal sedente dentro de
tumbas de forma oval con tapa, sea de laja o de armagasa de ceniza y arcilla. En
cambio, la mayoría de enterramientos excavados en el sur de la sabana de Bogotá
se caracterizan por ser de fosas rectangulares, con el cadáver en decúbito dorsal y
miembros extendidos (Botiva, 1988; Correal, 1974; Langebaek et al., 2009). El
cementerio de Usme, excavado recientemente, llama la atención sin embargo por
la complejidad de sus entierros, dado que presenta varias combinaciones en cuanto
a forma de las tumbas, orientación, posición y tipo de ajuar, lo que no encaja en
el patrón sureño de las prácticas funerarias (Becerra, 2010).
La práctica ritual más llamativa fue la momificación de los cuerpos de los perso-
najes principales, quizá porque ocupaban un lugar central en eventos importantes
de la vida religiosa, política, militar y hasta cotidiana de los chibchas. Los yukpa
de la Serranía de Perijá, los chitareros de Santander, los guanes de la Mesa de los
Santos, los laches de la Sierra Nevada del Cocuy y los muiscas de Boyacá-Cundi-
namarca, practicaban la momificación; los restos se hallan en diferentes museos
de la región andina donde son objeto de admiración y espanto. A los primeros
conquistadores les llamó la atención la presencia de cuerpos momificados que los
indígenas de Bogotá portaban en andas durante los enfrentamientos contra ellos,
pertenecientes a ancestros que se habían destacado por su valentía. Ello lo hacían
con el fin de acrecentar los ánimos de los vivos e instarlos a no desertar del campo
de batalla, así como los muertos no pueden huir, pues sería una gran vergüenza
abandonar esos memorables huesos (Fernández de Oviedo, 1959, III: 126-127).
Las momias de estos personajes eran custodiadas en templos especiales, donde
eran colocadas sobre estantes junto a los adornos personales del difunto (plumas,
poporo, mochila para el hayo, calabazos, agujas de hueso, cofia de pelo humano o
de algodón, mantas pintadas). El proceso de momificación incluía la evacuación de
las tripas e intestinos y su reemplazo con resinas, como la mocoba, que se extraía
de unos higuillos de leche pegajosa. Posteriormente, el cuerpo era secado mediante
ahumamiento sobre barbacoas. La cavidad abdominal era rellenada con objetos
preciosos como esmeraldas y tejuelos de oro, según el caudal de cada uno, al igual
| 146 |

que los ojos, nariz y boca. Finalmente el cuerpo era envuelto con varias vueltas
de mantas muy liadas entre sí (Epítome, 1544, en Tovar, 1995; Simón, 1981, III:
139, 406). Algunos personajes, posiblemente los caciques y su parentela, eran
inhumados en cuevas junto a “las mujeres y esclavos que más le querían, porque
ésta era la mayor demostración y fineza de amor que había entre ellos; pero dábanle
primero a los vivos un zumo de cierta yerba con que privados de sentidos, no
conocían la gravedad del hecho a que se ponían” (Simón, 1981, III: 407). Otros
personajes, quizás guerreros que se habían destacado, eran custodiados para ser
exhibidos durante las confrontaciones bélicas. En cuanto a los sacerdotes, eran
reverenciados en los templos dedicados al sol como el de Sogamoso (Figura 18).
Con la momificación, la gente pretendía preservar las cualidades espirituales y
orgánicas de los personajes destacados por su valentía (guerreros), o por su cargo
religioso (sacerdotes) o político (caciques), pensando que el alma sin cuerpo no
se puede retener. Estas momias podrían ser imágenes de los personajes muertos,
entidades vivas que empleaban los mismos espacios y recursos que los vivos, cuyas
cualidades se quería aprovechar. Como se ha afirmado para las momias Chincho-
rro de Chile, las más antiguas del mundo, “la inmortalización se obtenía a través
de la momificación, así el cuerpo y el espíritu sobrevivían; en consecuencia, la
momificación artificial proporcionó un lugar donde el alma podía habitar, por lo
tanto se consideraba a las momias como entidades vivas” (Arriaza, 2003: 61-62).

8.4.5.1. Los muiscas de Tunja

En esta provincia de Tunja no se enterraba a los indios con sus objetos, sino que
se los colocaba sobre la sepultura, cubriéndolos con un poco de tierra. De este
modo, los españoles hallaron en una sepultura de una casa antigua y despoblada,
que debió pertenecer a algún señor principal, una mochila alargada de palma,
cosida la boca con un hilo macizo de oro, llena de tejuelos de oro, que venían
a pesar todos dos mil libras de oro fino (Aguado, 1956, I: 290; Simón, 1981,
III: 256). Se afirma que los señores principales eran enterrados con sus criados y
criadas vivos, además de sus comidas y bebidas, armas, vestidos y telas para hacer
otros si se rompian aquellos con que los enterraban.
En los entierros se vestían mantas coloradas y se teñían los cabellos con bija,
pues el rojo era el color del luto; durante las exequias bebían chicha según la ca-
pacidad de producción de maíz del difunto. Cuando el difunto era un cacique,
| 147 |

hasta la sepultura solamente asistían los sacerdotes, la cual habían abierto con
anticipación en lugar secreto desde el mismo momento en que el muerto había
sido elegido como heredero. Unas eran abiertas en bosques y espesuras, otras en
sierras elevadas; en algunas oportunidades las cubrían con las aguas de ríos o lagu-
nas. Las tumbas eran muy profundas, y en la parte del fondo colocaban al cacique
sentado en un dúho, ornamentado con mantas y ricas joyas de oro, con armas,
brazaletes, petos, morriones, con la mochila terciada sobre los hombros con el
poporo y el hayo, y múcuras de chicha. Una vez cubierta la sepultura, colocaban
encima a tres o cuatro mujeres vivas de las más queridas, cubriéndolas con más
tierra; posteriormente iban los criados que mejor le servían, también vivos; final-
mente iba la última capa de tierra. Para que sus mujeres y siervos no sintieran la
muerte, los embriagaban con tabaco y hojas de borrachero que le agregaban a la
chicha que les ofrecían. Si la persona moría por herida de serpiente, le colocaban
encima cruces para señalar el sitio (Castellanos, 1997: 1163-1164).
En las excavaciones adelantadas en predios del Cercado Grande de los
Santuarios de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Tunja (UPTC) por
el equipo de Helena Pradilla y colaboradores, la mayoría de las tumbas son de
pozo circular u oval, de 65-80 cm de diámetro, con una cavidad que suele tener
hasta 60 cm de profundidad, de forma cónica o cilíndrica (Figura 39). Tam-
bién se hallan pequeñas fosas (semicámaras) y nichos. Encima de las tumbas se
observa una tapa hecha de laja de arenisca, o de arcilla endurecida. La posición
predominante es la sedente, con el cuerpo sentado con los miembros flexionados
contra el pecho, de manera que los pies y la cadera tocan al mismo tiempo el piso.
Los enterramientos extendidos son más comunes durante el período Herrera.
El tipo de entierro es directo, o en urnas (neonatos) asociadas a tumbas feme-
ninas. El ajuar consiste de collares (lidita, cuarzo, huesos de animales, conchas
marinas, oro), vasijas (múcuras, cuencos, copas), huesos de animales (venado,
curí, caracoles, aves), líticos (manos, metates, torteros) y esmeraldas. En cuanto
a los recipientes, se hallan múcuras o vasijas de cuello largo, con aplicaciones de
figurinas antropomorfas sobre el cuello y de animales sobre el cuerpo (especial-
mente ranas); también hay en menor proporción vasijas domésticas, sin ninguna
decoración, y cubiertas de carbón. El enterramiento femenino N49/63 estaba
asociado a una alcarraza con decoración incisa en el asa. No existen diferencias
por sexo –aunque las tumbas con estructuras dobles suelen ser de mujeres aso-
ciadas a niños–, y a los niños se les recubre solamente con ocre. Respecto a la
temporalidad de los enterramientos, la autora menciona la existencia de tumbas
| 148 |

dentro del horizonte enterrado antiguo, y otras más recientes encima del mismo
(Pradilla, 2001; Pradilla et al., 1992).
En El Venado, municipio de Samacá, Boyacá, Ana M. Boada (2007) excavó
34 tumbas, de las cuales cinco corresponden al período Herrera Tardío, quince
al Muisca Temprano y quince al Muisca Tardío. Los recintos del primer período
fueron construidos dentro del área residencial, y son de pozo de forma oval o
circular; los cuerpos estaban dispuestos en posición sedente, especialmente en
los pozos circulares, y fetal horizontal –lado derecho, izquierdo o dorsa– en los
ovales. El ajuar hallado es muy escaso y consiste en copas, cuencos, jarras, ollas,
fragmentos de vasijas con carbón en su interior, metates, cuentas de piedra verde,
conchas, caracoles marinos y algunas cuentas de oro. Algunos de los cuerpos tenían
una cobertura de ceniza u ocre salpicado (Boada, 2007: 108).
Formas similares se han reportado en la vereda San Lorenzo Bajo (Chucua),
municipio de Duitama, en tumbas de pozo oval con cuerpos en posición sedente,
con una laja elaborada de armagasa de ceniza como tapa, y cuencos decorados
con incisiones en calidad de ajuar. Todos los cráneos presentaban deformación
frontoccipital (Figura 15), y la fecha para el sitio es de principios de nuestra era,
es decir corresponden al período Herrera (Rodríguez, C., 1997).
Las tumbas del período Muisca Temprano presentan características similares
a las del período anterior. Entre tanto, las del período Tardío se diferencian en la
medida en que algunas presentan forma de pozo oval o circular, con una cámara
donde yace el cuerpo junto al ajuar funerario. La orientación de la cabeza es ha-
cia el sureste, occidente y sur. Algunos cuerpos evidencian huellas de emplasto
de ceniza. El ajuar consiste de vasijas y cuentas de collar con cuentas marinas.
Al parecer, hay una tendencia hacia un mayor reconocimiento del estatus de la
mujer, a juzgar por la mayor cantidad de objetos en el ajuar, señalando quizá una
mayor participación de este género en la esfera económica (Boada, 2007: 194).

8.4.5.2. Los muiscas de Bogotá

Según el tipo de muerte se consideraba la suerte del difunto, pues tenían por dichoso
al que moría de algún rayo o por otro accidente o muerte repentina, porque según
la tradición había pasado sin dolores esta vida. Ponían cruces sobre las tumbas de los
muertos por picaduras de serpientes ponzoñosas. Si la que moría era la mujer principal
del cacique, puesto que era ella la que mandaba y gobernaba en la casa, podía dejar
| 149 |

medidas de restricción para que su marido no se juntase con ninguna otra mujer,
incluso por el término de cinco años como lo establecía la norma. Para reducir el
período de continencia, el marido prodigaba a su mujer principal con buenos tratos
y regalos durante el tiempo de casados y en los últimos pasos de su vida.
Eran varios los modos con que enterraba a los difuntos, porque a los caciques
se les momificaba, se les lloraba por seis días en sus casas, y luego se les enterraba
en cuevas preparadas de antemano, envolviéndolos en mantas finas, poniéndoles
a la redonda muchos bollos de maíz, múcuras con chicha, sus armas, y en la mano
un pedazo o tiradera hecha de oro, para recordar la que arrojó Bochica desde el
arco del cielo para dar paso a las aguas de este valle. En los ojos, nariz, orejas,
boca y ombligo les ponían algunas esmeraldas y tejuelos de oro, según los bienes
de cada uno, y por el cuello les colocaban cuentas de collar. Junto al cuerpo en
la cueva disponían a las mujeres y siervos del cacique que más le querían, lo cual
era demostración de amor; a estos acompañantes les daban el zumo de cierta
yerba, con que los privaban para que no sintieran la muerte. Durante el sepelio
los dolientes lloraban, cantaban, tocaban fotutos, bebían chicha, comían bollos
de maíz y mascaban coca (Simón, 1981, III: 406-407).
El cronista Juan de Castellanos (1997: 1162) recogió una interesante tradición
sobre el entierro de Nemequene, muerto durante los enfrentamientos sostenidos
con el Tunja, antes de la llegada de los españoles. Se afirma que la sepultura se abría
desde el momento en que el cacique era consagrado como heredero del zipazgo,
y la ubicación de esta solamente la conocían los xeques. Algunas se excavaban
en las espesuras de los bosques, otras en las elevadas sierras, y unas terceras en
sitios cubiertos posteriormente con las aguas de algún río o laguna. Las tumbas
eran profundas, y se colocaba en la parte inferior al zipa sentado sobre un dúho,
ornamentado con mantas, joyas y armas, terciada la mochila del poporo y el hayo
(coca); también se ponían vasijas con chicha y otros mantenimientos. Una vez
cubierto el cadáver con tierra, colocaban encima los cuerpos de las mujeres más
allegadas (que podían ser tres, cuatro o más), enterradas supuestamente vivas,
dormidas por los xeques con tabaco y borrachero. Se cubría con tierra, y en la
parte superior de la tumba se ubicaban otros cuerpos, esta vez de los siervos más
cercanos, enterrados también vivos, completando el relleno de la tumba.
La mayoría de tumbas excavadas en la sabana de Bogotá son de pozo de forma
rectangular, con los cuerpos extendidos en posición de decúbito dorsal; algunas poseen
tapas de laja (Correal, 1974). En el sitio Portalegre de Soacha, Cundinamarca, Álvaro
Botiva (1988) excavó un total de 130 tumbas y cuatro plantas de vivienda. La mayoría
| 150 |

de tumbas son de pozo rectangular simple, poco profundas (Figuras 41, 42); el 10%
estaban cubiertas de lajas. Los cuerpos se hallaban en posición de decúbito dorsal ex-
tendido, orientados predominantemente hacia el sur y este, lo que ha sido interpretado
como reflejo de la división de este asentamiento en dos grupos sociales (Boada, 2000:
28). El ajuar estaba compuesto por mocasines, cuencos, copas, jarras, ollas globulares
de dos asas, cuentas de collar de concha marina y algunos artefactos líticos (volantes
de huso, manos de moler, metates y un hacha). Los ganchos de lanzadera y las agujas
de hueso parecen estar asociados a los hombres, mientras que los volantes de huso lo
estarían a las mujeres. Dos esqueletos (Nos. 7 y 108) se hallaban en tumbas de pozo
circular con los cuerpos flexionados, quizá por haber tenido una manera de muerte
particular. Llama la atención la tumba colectiva No. 28, pues está integrada por una
mujer mayor, un neonato y dos individuos masculinos adultos muy robustos; uno
de ellos (28B, el más corpulento) fue recubierto con una sustancia resinosa (Figura
22a), señalando la particularidad de su enterramiento. Por su parte, el individuo No.
88 (Figura 22b), el de mayor edad de todo el asentamiento, adulto mayor, se hallaba
en toda la mitad de una planta de vivienda.
Aprovechando que este cementerio es grande y dispone de buenos datos de
la excavación, se analizó desde la perspectiva de la arqueología funeraria. Para
tal efecto, se conformó una base de datos con 125 tumbas de las 130 excavadas
en 1987 por Álvaro Botiva (1988: 28, 29), tomando como base los informes de
campo, los datos bioantropológicos (Rodríguez, J. V., 1994) y la sistematización
de Ana María Boada (2000). Ésta se procesó mediante el programa estadístico
SPSS versión 18, con el fin de obtener los estadísticos descriptivos (frecuencias),
pruebas no paramétricas (Kruskal-Wallis y Kolmogorov-Smirnov) para afirmar
la correspondencia entre distribuciones de las distintas variables, y el análisis de
correlación de Pearson (varía entre 0 y 1, p<0,01 como nivel de significancia) para
evaluar la relación entre los diferentes componentes de la arqueología funeraria en
lo que atañe a la tumba (tamaño, forma, lajas), cuerpo (sexo, edad, deformación,
orientación, posición, articulación, número de individuos, enterramientos dentro
de planta de vivienda) y ajuar (ocre, mocasín, canastero, copa, olla de dos asas,
cuenco, jarra, cántaro, vasija, aguja de hueso, cuentas de hueso, huesos animales,
gancho de lanzadera, punzón, volante de huso, artefacto de molienda, cuentas
para collar, cuentas de concha, orfebrería).
Estas pruebas orientan sobre las diferencias, pero no las explican, por cuanto el
comportamiento funerario es muy complejo y depende de la variación de distintos
componentes (cosmovisión, estatus social, sexo, edad, filiación étnica, manera de
| 151 |

muerte), por lo que se hace necesario aplicar el análisis estadístico multifactorial,


que tiene la ventaja de permitir la ordenación de los datos para establecer qué tipo
de estructura emerge, sin que sea necesario proponer hipótesis y modelos previos
(Shennan, 1992: 245). El análisis de conglomerados jerárquicos permite clasificar
las diferentes tumbas según la totalidad de variables (taxonomía numérica según
medidas de similaridad), mediante el método de vinculación intergrupos, el inter-
valo de distancias euclídeas al cuadrado y la estandarización mediante puntaciones
Z, por estar en diferentes escalas (Shennan, 1992: 200). El análisis discriminante,
por su parte, es un procedimiento de disección (división) que ubica los casos en
cierto número de grupos, y construye un conjunto de variables (funciones canóni-
cas discriminantes) a partir de las variables originales que maximizan las diferencias
entre los distintos grupos (Shennan, 1992: 285). Se parte del principio de que los
miembros de un grupo tienen entre sí similitudes que no comparten con los no
miembros (para el caso nuestro, estos grupos corresponderían a divisiones sociales
de la población objeto de estudio). El análisis discriminante permite establecer
cuál es el grupo que más difiere y qué variables son las más discriminantes.
A diferencia del modelo procesualista (Binford, 1972) aplicado a Portalegre
(Boada, 2000: 32) que parte del principio de que existe un isomorfismo entre
la complejidad del comportamiento mortuorio y la complejidad de la sociedad,
basándose en la medición de la inversión de energía, donde a mayor estatus debe
corresponder un mayor tamaño de la tumba, mayor número y categoría de los
objetos, y mayor presencia de artefactos foráneos, el análisis multifactorial no
opera con supuestos, sino que deduce la disimilitud o proximidad de los grupos
y el nivel de importancia de las variables a partir de nuevas funciones.
Este cementerio está integrado primordialmente por individuos adultos (72%),
mayoritariamente femeninos (48%), con tumbas de pozo simple de forma rectangu-
lar (97,6%), cuerpos en posición de decúbito dorsal con los miembros extendidos
(94,4%), y orientación hacia el sur (49,6%) y este (40%). La población se distribuye
en varios rangos, entre los que el más frecuente es el rango bajo (37,6%), aunque
el medio (21,6%) y el alto (18,4%) tienen una significativa presencia; los niños
(21,6%) ocupan un estatus especial, lo que demuestra el singular cuidado que hacia
ellos tenía la población. Menos del 10% de las tumbas tenían ajuar, y ninguna tumba
sobresale por características especiales (por su tamaño y ajuar), lo que señala que en
general este grupo no tenía una gran acumulación de bienes exóticos y no gozaba
de un estatus elevado dentro del conjunto de la sociedad muisca, contrariamente a
lo que refirieron los cronistas del siglo XVI acerca de la existencia de caciques con
| 152 |

bienes suntuosos (orfebrería, piedras preciosas, caracoles marinos, momificación,


tumbas de grandes dimensiones con mucha gente enterrada junto al cacique).
Mediante el análisis de conglomerados jerárquicos se establecieron cinco gran-
des enjambres, entre los que el rango alto está constituido por las tumbas No. 7,
8, 21, 25, 27, 27A, 28B, 29, 31, 32, 35, 45, 50, 57, 58, 68, 83, 96, 115 y 124.
Según el análisis discriminante, estos grupos se diferencian según la presencia de
ajuar, la edad (adultos), el sexo (el 65,2% son mujeres), la deformación cefálica
y el número de individuos enterrados conjuntamente; estos factores están corre-
lacionados significativamente con el volumen de la tumba (p<0,01) (Figura 28).
Elementos tales como el ocre, canasteros, copas, cuencos, jarras, cántaros, agujas
de hueso, huesos de animales, ganchos de lanzadera y artefactos de molienda, son
exclusividad de este rango. Entre tanto, el rango bajo se caracteriza por no poseer
ajuar. Llama la atención que los mocasines constituyen un elemento relativamen-
te popular, pues se hallan en los estratos infantil (7,4%), bajo (10,6%), medio
(11,1%), y particularmente en el alto (26,1%). Lo mismo sucede con las cuentas
de concha, por lo que no se les puede considerar bienes exóticos.
El cuerpo de la tumba No. 108 (Figura 41) ocupa un lugar singular (denomi-
nado grupo especial) debido a que se halla en el interior de una planta de vivienda,
desarticulado y en un pozo de forma oval, por lo que se le puede considerar un
ancestro de importancia para ser colocado como ofrenda. En general, los individuos
enterrados dentro de las viviendas son niños o varones adultos, habitualmente sin
ajuar funerario, orientados ya sea hacia el este o el oeste, y en menor medida hacia
el sur y norte. En el caso de los varones, podría tratarse del dueño de la vivienda,
cuyo deceso y posterior inhumación pondría fin al uso habitacional, señalizándose
el sitio mediante lajas sobre la tumba. En el caso de los niños, sería una manera
de ofrendar (no sacrificar) la casa con la energía renovadora y pura de los niños.
Vale la pena destacar que el tamaño de la tumba medido mediante el volumen
depende significativamente de la edad, el sexo, el grupo social, la orientación y la
presencia de lajas sobre ella, por lo que no puede ser un indicativo de inversión de
energía, como suelen postular los procesualistas. Entre más grande sea la persona,
mayor será el tamaño de la tumba, sin importar su rango social, y para poder
colocar las lajas hay que abrir aún más los pozos.
El ocre, cuyo uso fue muy popular en los rituales mortuorios de los grupos de caza-
dores recolectores y horticultores de la sabana de Bogotá (Correal, 1990), tiene escasa
presencia en Portalegre (2,4%), y se relaciona con el número de individuos, el grupo
social (en este caso alto), la deformación cefálica y la presencia de cántaros en el ajuar.
| 153 |

La idea de que la orientación de los cuerpos, con prevalencia de la sur (49,6%) y


la este (40%), podría corresponder a dos segmentos o mitades de la sociedad (Boada,
2000: 31), no tiene sustento en el análisis estadístico, pues no existen diferencias
estadísticamente significativas en la distribución de ninguna de las variables –excep-
tuando la orientación. Aquí se podría pensar en diferencias asociadas a la manera
de muerte u otro elemento de la cosmovisión. Llama la atención que los pocos
individuos orientados hacia el oeste son primordialmente masculinos, mientras
que los orientados hacia el norte, igualmente pocos, no poseen ajuar funerario.
Un análisis estadístico de los cementerios excavados en Las Delicias (cerca al
río Tunjuelito), Portalegre (Soacha) y Candelaria la Nueva (por la vía al Llano),
evidencia que no se aprecia una notoria inversión de energía, ni en la tumba ni
en el ajuar funerario, a pesar de la variabilidad entre individuos. La diferenciación
social estuvo basada en la dimensión de edad, sexo y rango heredado. No se apoya
la tesis de una fuerte jerarquización sociopolítica, ni la idea de control de recur-
sos escasos o acumulación de riqueza como fuente de poder (Boada, 2000: 42).
Por el contrario, los hallazgos indican que algunos caciques muiscas basaban su
preeminencia en logros personales y en fuentes diferentes al control de recursos.

8.4.5.3. Sogamoso

Los enterramientos en alrededores del Templo del Sol en Monquirá, Sogamoso,


Boyacá, son muy similares a los de Tunja y Samacá, y difieren significativamente
de los de la sabana de Bogotá, pues las tumbas son de forma oval o circular, con
los cuerpos flexionados, en posición sedente o de lado, con los miembros reco-
gidos contra el pecho. La diferencia con las primeras estriba en que la mayoría
presenta una laja de piedra de forma cuadrangular como tapa de la tumba. En
seis cementerios, Eliécer Silva C. (1945) excavó en los años 1940 un total de 692
tumbas, en las que solamente un individuo presentó posición extendida irregular.
El primer cementerio, localizado en la margen derecha de la quebrada Ombachita
(Morcá), contenía 75 tumbas, de las que el 55,4% presenta forma de pozo oval y
el resto de pozo de corte cilíndrico. En el segundo, con 236 tumbas, se observan
las formas de pozo circular (50%), oval (22%), de corte poco definido (18%) y de
corte cilíndrico (8,9%). El tercer cementerio, con 160 tumbas, presenta la misma
tendencia, con un 48% de tumbas de corte cilíndrico. Se destaca la denominada
necrópolis No. 4, que es la más pequeña de las seis estudiadas. Aquí se presenta
| 154 |

un ajuar exclusivo consistente en estatuillas de piedra o cerámica antropomorfas


y zoomorfas, cabezas antropomorfas, pintaderas (sellos de rodillos), instrumentos
musicales (fotutos de caracol) y adornos personales (pectorales, narigueras). La
calidad y cantidad de objetos, incluidos los foráneos, indican el lugar destacado
que ocupaba esta necrópolis (Silva, 2005: 171). En el quinto cementerio, ubicado
a siete cuadras de Sogamoso, con 118 tumbas, predominan las posiciones sedente
y lateral (derecha o izquierda), y solamente un individuo presentaba posición ex-
tendida. En el sexto cementerio, con 181 enterramientos, igualmente predomina
la posición sedente y la forma de pozo oval.

8.4.6 Los laches de la Sierra Nevada del Cocuy

En la Sierra Nevada del Cocuy los laches tenían un templo del Sol donde había muy
ricos enterramientos y de mucho oro (Aguado, 1956, I: 338). Eliécer Silva (2005:
333-344) describe varias prácticas funerarias: 1) inhumación en cuevas o grutas
naturales (Jericó, Chita, Chiscas); 2) inhumaciones individuales en fosas ovales o
elípticas, o simplemente depositados en el suelo y cubiertos con tierras revueltas
o basurales (Jericó); 3) momificación (Chiscas, Jericó); 4) cremación (Chiscas).
En el norte de Boyacá, Pablo F. Pérez (1997, 1999, 2001) ha registrado varios
yacimientos que incluyen menhires, pictografías, tumbas y sitios de vivienda en los
municipios de Jericó, Socotá y Chita. Varias estructuras en piedra corresponden en
concepto del autor a cimientos de viviendas de aproximadamente 2 m de diámetro.
En tanto que los laches explotaban el sistema económico de microverticalidad a
través de la división del año en cuatro estaciones, correspondientes a cuatro zonas
altitudinales de ceremonias, residencia y obtención de recursos agrícolas, los men-
hires corresponderían a sitios ceremoniales y vías de peregrinación de encuentro
de diversos grupos durante las estaciones (Osborn, 1995).

8.4.7 Los guanes

Los entierros entre los guanes eran similares a los de los pobladores de la sabana, con sus
comidas, bebidas, mujeres, siervos y pertenencias, salvo que las bocas de los sepulcros
estaban a un lado en la barranca y no por la parte de arriba, a modo de silos, según lo
lograron establecer algunos españoles durante la Conquista (Simón, 1981, IV: 48).
| 155 |

Las excavaciones adelantadas en la década del 40 por Justus Wolfrand Schot-


telius (1955) en la Cueva de los Indios, municipio de los Santos, plantearon la
existencia de dos períodos. El primero de ellos se caracterizaría por la cremación
y sepultura secundaria en vasijas funerarias; el autor cree que hubo una época en
que los cuerpos eran enterrados enteros, sin momificación o con una momificación
deficiente, con variaciones en el tipo de cráneo y en la tecnología de la cerámica y
de las telas. El período más reciente está representado por los entierros de cuerpos
momificados en posición extendida. En el relato de los descubridores de la cueva,
los hermanos Bárcenas, que ofrece serias dudas, se afirma que el descubrimiento se
hizo cuando su perro, echado adelante, regresó con un trapo en el hocico. Siguiendo
sus huellas, se llegó a un sitio donde había ”momias, por montones”, envueltas en
grandes mantas, atadas con nudos en la cabeza y en los pies, una momia encima de
la otra, colocadas en posición tendida, “como pescado en lata”. Junto con las momias
vieron los hermanos Bárcenas mucha cerámica, armas, y utensilios de ocupaciones
femeninas, como husos; y, según su relato, “un telar” (Schottelius, 1955: 2).
En los municipios de Villanueva, Jordán, Curití, Oiba, Guapota, Pinchote, El
Encino y Charalá se han excavado tumbas poco profundas de pozo con cámara
lateral, donde se obtuvo como ajuar vasijas tipo Harina de avena, rojo sobre fondo
amarillo, y rojo sobre fondo rojo-naranja, con fecha del siglo XIV d. C. En la finca
San Lorenzo del municipio de Oiba se hallaron cinco tumbas de características
similares a las anteriores, añadiendo los tipos cerámicos poroso y micáceo, y una
vasija de origen muisca, tipo Valle de Tenza gris, con fecha siglo XII d. C. En la
finca El Choro del municipio de Villanueva se excavaron varias tumbas de pozo
con cámara lateral, incluida una en forma de botella. En general, el patrón de
enterramiento es de tumbas de pozo con cámara lateral, localizadas en cimas de
lomas, en inmediaciones de viviendas. También se presentan casos de cremaciones
(Guapota) y momificaciones (Oiba) (Sutherland, 1972, en Cadavid, 1989).

8.4.8 Los chitareros

Los chitareros del valle de Santiago (Pamplona) consideraban que si un padre


azotaba a su hijo, habría de morirse. Si la mujer moría y el marido quedaba
vivo, este debía evitar bañarse y limpiarse durante diez lunas o meses –que con-
taban mediante nudos en una cabuya gruesa–, y había de comer solamente de
manos de otra persona; si no tenía quién le ayudase en esto, se agachaba para
| 156 |

recoger los alimentos con la boca. Lo mismo debía cumplir la mujer en caso de
que muriese el marido. Tras un año, el viudo o la viuda realizaba ceremonias,
regocijos y borracheras, al igual que cuando se casó, dando fin al luto y austera
vida (Aguado, 1956, II: 359).
La manera de entierro era en pozos abiertos según el tamaño del difunto; si
era varón, le colocaban todas sus armas, y si era mujer, las piedras de moler, cu-
briendo todo con tierra. Era prohibido saquear las tumbas, por lo cual si alguien
era pillado en esta acción, era muerto por los ofendidos con sus propias manos,
sin que nadie más se lo estorbara.
La región de Mutiscua es rica en enterramientos. Allí se han establecido varios
tipos de entierros (Moreno, 1992: 132-133). El primero corresponde a tumbas de
pozo con cámara lateral única o múltiple, localizadas en pequeñas planaditas de valles
o quebradas. A esta categoría pertenecen los enterramientos hallados en la loma de la
Cruz, en Pamplona, Cúcano y Tapaguá en Mutiscua, y Galilo, cerca de Bucaramanga.
El segundo también es de pozo con cámara lateral, con enterramiento de un individuo,
adulto o infantil, ubicado en cercanía a viviendas dispersas. El tercero corresponde a
enterramientos individuales o colectivos en tumbas de pozo con cámara lateral above-
dada, que contienen por lo general un nicho. El cuarto está conformado por entierros
secundarios colectivos o individuales depositados en urnas ubicadas en cámara lateral
de planta oval. El quinto se distingue porque los enterramientos están emplazados en
cuevas o abrigos rocosos que sirvieron de osario para deposiciones colectivas. De este
tipo se ha localizado una gran variedad en La Chorrera, y Valegrá en el municipio de
Mutiscua, Silos y Pamplona, en las prominencias montañosas que avistan hacia el norte.
Los de la parte plana se han encontrado en la zona de Cariongo, cerca a Pamplona,
caracterizándose por ser de pozo, diferente del de las lomas.

8.5 Tendencias temporales y espaciales en las prácticas


funerarias de los Andes Orientales

Como se colige de la descripción de las prácticas funerarias de los Andes Orien-


tales, existe un proceso de diferenciación temporal y espacial que debe estar
relacionado con cambios en la cosmovisión, en la manera como se concebía la
vida y la muerte, y en diferentes orígenes y condiciones ambientales. Durante el
Precerámico Temprano (VIII-III milenios a. C.) los enterramientos se realizan,
tanto en abrigos rocosos (Tequendama, Gachalá, Sueva, Nemocón, Chía), como
| 157 |

en colinas estructurales frente a antiguas lagunas (Checua), predominando las


tumbas de pozo simple oval, la posición del cuerpo flexionada, el recubrimiento
del cuerpo con ocre, y el ajuar consistente en artefactos líticos y restos de animales,
especialmente de venado –el animal totémico por excelencia de estos cazadores
recolectores, pues brindaba buena parte de la ración de proteína animal. La exis-
tencia durante tantos milenios de un mismo patrón mortuorio está señalando la
presencia de sepultureros que seguían una misma norma aprendida de generación
en generación, quienes se encargaban de los procedimientos funerarios de la comu-
nidad, bajo una cosmovisión muy similar, concibiendo la muerte como un retorno
a la posición fetal del nacimiento, y al ocre y al color rojo como señales del luto.
Durante el Precerámico Tardío (II milenio a. C.) se evidencian cambios
sustanciales en el patrón de subsistencia, que ahora se apoya en la horticultura
de tubérculos de altura y en la pesca, como también de la tecnología lítica, que
incluye artefactos de molienda y pesas para las redes. El crecimiento demográfi-
co y la sedentarización condujeron a un mayor contacto entre estos grupos con
economía de amplio espectro, que fueron afectados por enfermedades infecciosas
que debieron causar preocupación y temor en sus portadores por las consecuen-
cias físicas y psicológicas de las mismas. Los enterramientos se realizan cerca de
los sitios de vivienda, asignándose un espacio reservado para estos rituales, que
eran organizados por chamanes, temidos y a su vez protegidos por la sociedad. La
manipulación de cadáveres contaminados por las enfermedades infecciosas como
la treponematosis debió afectar a los propios sepultureros.
Durante el I milenio a. C. se aprecia una transición que no fue ni homogénea
ni sincrónica, ya que algunos grupos cercanos a la laguna de La Herrera (de donde
toma su nombre este período) conservan sus prácticas funerarias heredadas de sus
antepasados cazadores-recolectores, pescadores y horticultores, y la cerámica forá-
nea se convierte en un bien exótico, apreciado, por lo que empieza a formar parte
fundamental del ajuar. Hacia la primera mitad del I milenio d. C. se fortalece el
conocimiento astral, pues las sociedades empiezan a depender en mayor medida
de los cambios estacionales para orientarse en el proceso de siembra y recolección
de las cosechas, de ahí el desarrollo de observatorios astronómicos, algunos exca-
vados (Madrid), otros señalizados por columnas líticas (Villa de Leyva). El gran
astro solar es reverenciado por su capacidad de fertilizar los campos, y se señalan
lugares apropiados para su culto; igualmente, en los campos se colocan falos
líticos como símbolo de vitalidad. Durante este período se excavan tumbas más
profundas, de forma oval, el cuerpo en posición sedente, recordando el útero y la
| 158 |

posición fetal, como si con la muerte se quisiera retornar a la forma como surge
la vida humana; es decir, se considera que no se muere, sino que se disfruta de
una vida en el más allá. La tapa de las tumbas, ya sea de laja, arcilla o argamasa de
ceniza, podría señalizar el temor por la salida de los muertos de su tumba, cuyo
deambular podría afectar el sueño de los vivos, de ahí la intención de retenerlos
bajo objetos pesados, y no por la simple y desleznable tierra.
Durante otro período de transición entre los siglos V y VIII d. C. se observan
cambios climáticos sustanciales relacionados quizá con erupciones volcánicas en la
cordillera Central, que generaron a su vez tiempos de crisis, afluencia de profetas
y la popularización de la religión plasmada en centros ceremoniales permanentes,
tradición que fue continuada y fortalecida en el periodo Muisca (800-1600 d.
C.) por los ogques o jeques, sacerdotes que custodiaban los templos dedicados
al astro solar. A pesar del fortalecimiento del poder sacerdotal, cuya sucesión fue
institucionalizada, continuaron persistiendo chamanes en la periferia del área
muisca que preservaron prácticas antiguas. Durante este período se observaron
diferencias significativas en las prácticas funerarias del norte (Tunja, Sogamoso) y
del sur (Bogotá, Soacha), tanto por la forma de la tumba, posición y orientación
de los cuerpos, como en el ajuar. Igualmente se aprecia un proceso de acentuada
jerarquización social, según los cronistas, con enterramientos suntuosos para los
caciques (momificación, ajuares exóticos, entierros en sitios especiales), aunque
no se ha evidenciado en los cementerios excavados hasta el momento, que parecen
corresponder a los estratos más bajos. Sin embargo, en un abrigo rocoso de La
Purnia, Mesa de los Santos, Santander, cerca de una concentración de arte rupestre,
se halló una momia con deformación cefálica junto a mantas pintadas, un telar,
objetos suntuosos y varios individuos alrededor, extendidos y sin deformar. Este
personaje sí podría corresponder a los descritos por los cronistas como perteneciente
a la alta jerarquía, los que, por ser escasos, son muy difíciles de hallar.
Tabla 9. Patrones funerarios según los períodos culturales de los Andes orientales.

TIPO Y FORMA DE POSICIÓN


PERÍODO CRONOLOGÍA AJUAR JERARQUIZACIÓN
LAS TUMBAS ENTIERROS
Restos de animales
Precerámico Colectivos Lateral
IX-IV milenio a.C. Líticos Ausente
Temprano Oval, circular flexionado
Ocre
Restos de animales
Precerámico Líticos Colectivos Lateral
Tardío III-II milenio a.C. Ocre Ausente
Oval, circular flexionado
(Horticultores) Restos humanos
Restos de plantas
Restos de animales Colectivos Lateral
I milenio a. C.-
Herrera Temprano Líticos Montículos funerarios flexionado Incipiente
VII d.C. Cerámica incisa colectivos
Lateral
Cerámica Individuales flexionado
Herrera Tardío VIII-IX d.C. Orfebrería Presente
Oval, circular Sedente
Ocre Extendido
Cerámica
Muisca Temprano norte IX-XIII d.C. Orfebrería Oval, circular Flexionado Presente
Líticos pulidos
Cerámica
Muisca temprano sur IX-XIII d. C. Orfebrería Rectangular Extendido Presente
Líticos pulidos
Individuales
Cerámica (Tunja)
Muisca Oval y circular con cá- Sedente
XIII-XVI d. C. Orfebrería flexionado Muy jerarquizada
Tardío norte mara lateral pequeña al Lateral
Líticos pulidos (Sogamoso)
norte;
Cerámica
Muisca Tardío sur XIII-XVI d.C. Orfebrería Rectangular Extendido Muy jerarquizada
Líticos pulidos
| 159 |
| 160 |

Figura 28. Distribución de los grupos sociales de Portalegre


según dos funciones canónicas discriminantes.

Figura 29. Entierros 12 y 13 de Tequendama (Correal y Van der Hammen, 1977: 132).
| 161 |

Figura 30. Entierros 10 y 11 de Checua, posiblemente correspondientes a una pareja


(Groot, 1992: 67).

Figura 31. Entierro colectivo de Aguazuque, Soacha, Cundinamarca (Correal, 1990: 145).
| 162 |

Figura 32. Entierro ritual boca abajo (arriba); huesos largos pintados (abajo), Aguazuque.
Soacha, Cundinamarca (Correal, 1990: 146).

Figura 33. Entierro 11 del corte 0, Madrid 2-41 (Rodríguez y Cifuentes, 2005).
Figura 34. Entierro boca abajo de individuo masculino deformado, Madrid 2-41 (Rodríguez y Cifuentes, 2005).
| 163 |
| 164 |

Figura 35. Yacimiento ritual de Madrid 2-41, Cundinamarca


(Rodríguez y Cifuentes, 2005).
| 165 |

Figura 36. Ofrenda ritual de pie humano sobre metate, Madrid 2-41, Cundinamarca
(Rodríguez y Cifuentes, 2005).

Figura 37. Ofrenda de cuerno de bóvido en estructura cónica, Madrid 2-41,


Cundinamarca (Rodríguez y Cifuentes, 2005).
| 166 |

Figura 38. Tumba 18 (arriba) de individuo incompleto; entierro infantil (abajo). Madrid
2-41, Cundinamarca (Rodríguez y Cifuentes, 2005).

Figura 39. Tipos de entierros excavado en la UPTC, Tunja (Pradilla, 2001).


| 167 |

Figura 40. Huellas de postes de planta de vivienda (abajo) y entierro infantil (arriba),
Tibanica, Soacha. Obsérvese que el esqueleto infantil no está desarticulado (señalado
dentro del círculo) (Langebaek et al., 2009).
| 168 |

Figura 42. Entierro No. 110,


Portalegre, Soacha (señalada
dentro del círculo) (Botiva,
1988).

Figura 41. Distribución de las tumbas de Portalegre, Soacha (Botiva, 1988: 28-29).
Capítulo 9
Orígenes y evolución
de la diversidad poblacional
de los Andes Orientales
9.1 Sobre los factores de la diversidad poblacional humana

L
os orígenes de la diversidad poblacional del Homo sapiens sapiens han sido
explicados mediante diferentes modelos teóricos, en los cuales se discute el
papel de los mecanismos genéticos de la evolución (mutación, selección na-
tural, deriva genética, flujo genético), como también la participación de los procesos
culturales (exogamia, endogamia). Al respecto, existen tres propuestas denominadas
cladogénesis, etnogénesis y difusionismo (Cavalli - Sforza, 1997)(Moore, 1995).
La cladogénesis (clados = ramificación) supone que la divergencia o ramifi-
cación de las sociedades humanas es el mecanismo habitual mediante el cual se
forman nuevas lenguas, nuevos grupos humanos y nuevas culturas. En tanto que
la lengua, la cultura y los genes evolucionan de modo paralelo y constante en el
tiempo, dos poblaciones procedentes de la misma sociedad progenitora deberán
parecerse a ella y entre sí. Es decir, la cladogénesis afirma que las poblaciones hu-
manas están organizadas en unidades discontinuas que presentan un mosaico de
lenguas, rasgos genéticos y tipos culturales, pero que tienen un ancestro único. El
desarrollo de las poblaciones polinésicas sería un ejemplo de ello, pues son seme-
jantes lingüísticamente y desde el punto de vista genético, lo que confirmaría las
relaciones históricas reveladas por los estudios arqueológicos. Los contradictores
de este modelo afirman que este ejemplo es excepcional, pues el poblamiento de
Polinesia es muy reciente.
Para la etnogénesis todo grupo étnico, en lugar de tener un ancestro único, posee
orígenes múltiples. El modo de vida continental provoca la formación de comuni-
dades mixtas desde el punto de vista genético, cultural y lingüístico, demostrando
cierta estabilidad en su desarrollo, evolucionando lentamente en el ámbito cultural
y biológico, aunque pueden sufrir recomposiciones radicales que les permiten rees-
tructurar totalmente sus instituciones económicas, políticas, sociales y su propia
| 170 |

lengua. El mapa genético de las poblaciones humanas, por consiguiente, mantendrá


vínculos bastante laxos con la difusión lingüística y cultural. Como ejemplo se
señala la formación de las poblaciones muskogies a partir de vestigios de natchez,
shawnies, alabamas, biloxis y timucuas, que eran grupos distintos según su lengua
y organización social. Igualmente, se mencionan los buriatos de Siberia, y los mon-
goles y hunos de Asia. Por su parte, Colin Renfrew plantea que la invención de la
agricultura posiblemente supeditó las poblaciones humanas a lugares determinados,
poniendo fin a los procesos de etnogénesis (Moore, 1995, 719).
Según el difusionismo, las técnicas, herramientas o genes entre distintas comu-
nidades se difundieron mediante préstamos, aunque los movimientos migratorios
no son en absoluto indispensables para su propagación. Para los difusionistas, las
poblaciones humanas son permeables, y sus límites son frecuentemente franqueados
por genes, rasgos lingüísticos e ideas culturales. La noción de difusión se ha impuesto
también en genética en lo que se conoce como “teoría de la ola”, desarrollada ante
todo por Ronald A. Fisher, y parte de la idea de que un gen adaptativo con cre-
ciente tasa de incremento en el grupo humano alcanza con el tiempo rápidamente
las poblaciones vecinas, mediante cruce o por flujo génico. Este tipo de cruce es
conocido en el ámbito de la demografía como “regla de las esposas de guerra”. El
intercambio sería no solamente genético sino también lingüístico y cultural. Como
ejemplo, se plantea que las poblaciones europeas de agricultores y conductores de
carro que hablaban una lengua protoindoeuropea atravesaron Europa hace 9000-
4000 años, dejando a su paso su lengua, técnicas y su organización social y política.
En la dilucidación de los orígenes de la diversidad de las poblaciones humanas
los investigadores se enfrentan a la dificultad de poder distinguir los efectos de los
cambios rápidos, de aquellos otros que derivan de procesos lentos, pues al cabo de
varias generaciones las lenguas nativas o mixtas pueden presentar rasgos parecidos
a las lenguas de evolución lenta. Por su parte, en genética es difícil diferenciar si un
gen debe su presencia en una determinada población a una súbita migración, o a un
flujo genético de un amplio período de evolución (Moore, 1995: 722).
Hay que destacar que la adopción de la agricultura constituyó un nuevo medio
cultural que generó numerosos cambios en las poblaciones que la incorporaron, debido a
que el énfasis en el consumo de productos vegetales, especialmente de cereales, condujo
a un nuevo modo de vida caracterizado por la sedentarización, la nucleación en aldeas y
la diferenciación social. En este ámbito surgen algunas enfermedades infecciosas como
la tuberculosis, la treponematosis y la caries, entre otras, al igual que enfermedades
de privación debidas a la estratificación social y al énfasis en los productos vegetales
| 171 |

(defectos del esmalte, hiperostosis porótica). Por otro lado, en virtud de la plasticidad
somática se producen formas corporales más gráciles, con dientes más pequeños y un
marcado proceso de braquicefalización por la reducción de la presión muscular sobre
el neurocráneo, que en el ámbito americano se presentó predominantemente entre los
milenios II-I a. C., aunque algunas formas dolicocéfalas persistieron durante el I mi-
lenio d. C., por ejemplo en la Sierra Nevada del Cocuy, en Palmira, Valle (estadio del
Deportivo Cali) y en Madrid, Cundinamarca, como también en baja California, México
(Pericú) y en botocudos de Brasil (González, R., et al. 2003; Rodríguez, J. V., 2007).
La braquicefalización (redondeamiento de la cabeza) se ha asociado a diferentes fenó-
menos, tales como el pedomorfismo, la hibridación poblacional, el balance energético del
neurocráneo y la encefalización (al reducirse el tamaño del esqueleto facial se incrementa
la proporción del neuracráneo), el incremento de la estatura, la heterosis, la deprivación
alimentaria, las incursiones nómadas, el abandono de la cuna, los factores climáticos y
la reducción de la presión muscular masticatoria (especialmente de los maseteros) como
consecuencia del mejoramiento en las técnicas de procesamiento de los alimentos (Beals
et al., 1983; Hanihara, 1993; Pucciarelli, 2004). Al parecer, los cambios climáticos
globales acontecidos durante el Holoceno en América, la adopción de la agricultura, la
sedentarización y, en general, el nuevo modo de vida adquirido, condujeron a la graci-
lización (pedomorfismo) reflejada en la reducción longitudinal del neurocráneo y del
tamaño del aparato masticatorio (mandíbula, dientes). Como el sustrato predominante
en los indígenas era el mongoloide del noreste asiático, el ensanchamiento de la cabeza
y del rostro produjo el proceso global denominado mongolización (rostro aplanado y
ancho, pómulos prominentes), que en las poblaciones circunárticas se relaciona con la
adaptación al riguroso frío polar. Sin embargo, en el ámbito dental las modificaciones
se presentaron ante todo en el tamaño de esta estructura, pues la morfología continuó
siendo predominantemente mongoloide (incisivos en pala, apiñamiento, protostilido,
cresta distal del trigonido, pliegue acodado). En consecuencia, podemos afirmar que
varios fenómenos biológicos, ambientales y culturales han participado en el surgimiento
de la variabilidad biológica de las poblaciones humanas.

9.2 Los orígenes de los primeros americanos (paleoamericanos)

El interés por los orígenes de los primeros americanos ha suscitado serias controver-
sias desde que el Nuevo Mundo fuera descubierto en el siglo XVI. Las posiciones
al respecto han variado históricamente desde quienes vieron en los pueblos indí-
| 172 |

genas una de las tribus de Israel, hasta las tesis contemporáneas que postulan una
migración siberiana o varias migraciones desde distintas regiones, como Australia,
Melanesia, Polinesia y Europa. El esclarecimiento de este tema es importante, pues
arroja luces sobre los mecanismos evolutivos y culturales que influyeron en el surgi-
miento de una gran variedad de pueblos indígenas, como los aleutiano-esquimales
de Norteamérica y los fueguinos del extremo continental de Suramérica, que se
parecen en el tipo físico y modo de vida adaptado al rigor del frío circunártico; las
poblaciones andinas desde Venezuela hasta la Puna, que comparten rasgos adaptados
a la hipoxia de altura (nariz angosta, tronco trapezoidal alto); y los grupos sabaneros
del suroeste de Estados Unidos, la Guajira, y llanos y desiertos de Perú-Chile, que
se asemejan en el rostro y en la misma forma de la cabeza.
Respecto a los orígenes de los primeros americanos las hipótesis oscilan entre
el difusionismo (migracionismo) y el evolucionismo. Los defensores de la primera
opción interpretan la marcada similitud de la forma craneal (dolico-hipsicefalia) de pa-
leoamericanos y aborígenes australianos como una relación de ancestro-descendencia,
por lo cual han tratado de establecer las rutas de migración de uno a otro continente,
sea por el cono sur, como lo plantearan a principios del siglo XX algunos franceses
(Rivet, 1957; Rochereau, 1938; Verneau, 1924), o mediante dos migraciones, una
proveniente del sureste de Asia a finales del Pleistoceno, que habría dado origen a
los paleoamericanos, y otra desde el noreste durante el Holoceno, que daría inicio
a los amerindios mongoloides (braquicéfalos) (Neves et al., 2007). Igualmente, se
han propuesto varias migraciones de origen europeo, malayo, australo-melanesio
y polinesio (Rivet, 1957). Esta hipótesis es la más difundida por la simpleza de su
explicación, ya que cada nueva variante biológica o cultural tendría su origen, en
diferentes migraciones, con lo que se descarta el papel realizado por los procesos
evolutivos en el surgimiento de nuevas formas.
Los evolucionistas, si bien aceptan que una variante protomorfa (mesomorfa, ge-
neralizada) muy antigua penetró inicialmente a partir del noreste de Asia, consideran
que esta fue modificada por procesos evolutivos locales, producto de presiones selectivas
causadas en tiempos antiguos por la adaptación a diferentes ecosistemas americanos,
y en tiempos más recientes por la adopción de la agricultura, además de los efectos
producidos por el aislamiento en determinados nichos y por las migraciones posteriores
por los valles interandinos (Rodríguez, J. V., 2007). Es decir, esta hipótesis acepta que
el surgimiento de la variación biológica tiene su origen en los procesos evolutivos, de
manera que las nuevas variantes son producto de los efectos mutacionales fijados por
la selección natural dentro de un proceso de adaptación a las nuevas condiciones cli-
| 173 |

máticas y culturales. Este proceso puede ocasionar formas similares por convergencia
evolutiva, de tal manera que poblaciones que ocupan ecosistemas extremos, como las
circunárticas, desarrollan características afines por la adaptación al frío polar. Lo mismo
se puede plantear para los ecosistemas de montaña, sabana y costeros.
En lo que sí están de acuerdo los estudiosos de la problemática del poblamiento
temprano de América es que existen dos grandes complejos morfológicos craneales.
El primero es el de los paleoamericanos –grupo más antiguo–, de cráneo alargado,
alto y angosto (dolico-hipsicefalia), rostro mesomorfo y robusto, y dientes grandes,
rasgos que se aproximan más a la población antigua del sureste del lago Baikal y
sureste de Asia.14 El segundo es el de los amerindios, que corresponde a los indígenas
contemporáneos, que son de cráneo redondo, y rostro ancho y aplanado de tipo
mongoloide. La explicación sobre la existencia de estos dos complejos se ha dado
a la luz de las dos hipótesis ya mencionadas (migracionismo y evolucionismo). Sin
embargo, como ampliaremos más adelante, ambos complejos son homogéneos
según el ADN mitocondrial, pues poseen los mismos haplogrupos A, B, C y D en
forma predominante; igualmente, son mongoloides según la morfología dental, ya
que todos se caracterizan por la forma de los incisivos en pala, y otros rasgos del
Complejo Dental Mongoloide, como el pliegue acodado, la rotación de los incisivos
laterales, el protostílido y la cresta distal del metaconido (Tami).
Para el caso de Colombia, hay que anotar que desde los años 50 del siglo XX se
consideraba que la sociedad muisca se había desarrollado tardíamente entre 1000
y 1500 d. C., (Angulo, 1963), y que se había originado a partir de las migraciones
masivas que se habían sucedido en una etapa anterior a la llegada de los españoles
(Reichel-Dolmatoff, 1956). Sin embargo, el profesor Eliécer Silva Celis se proyec-
taba como un asiduo defensor de la gran antigüedad de la sociedad chibcha de los
Andes Orientales, apoyándose, por un lado, en el mito sobre Bochica, que pese
a estar incompleto, representaba a su parecer un núcleo histórico que conservaba
recuerdos de sucesos acaecidos en un pasado remoto (de cerca de dos milenios
de antigüedad), y, por otro lado, en el profundo conocimiento que los chibchas
tenían sobre su medio ambiente y sus recursos (explotación minera de esmeraldas,
sal y carbón mineral, entre otros), y en que el nivel de desarrollo sociopolítico que
estos habían alcanzado no podía haber sido obtenido en un período muy breve.
Silva Celis se basaba en los cálculos de los cronistas, según los cuales la obra
civilizadora de Bochica, consistente en la enseñanza del arte de los tejidos y la

14  Existieron relictos de forma paleoamericana tanto en la sabana de Bogotá (Madrid) como en la Sierra
Nevada del Cocuy (Chita), entre los siglos II a. C. y IV d. C.
| 174 |

alfarería, además de otras prácticas, se había presentado veinte edades atrás (cada
edad con 70 años), es decir, 1400 años antes (hacia el siglo II d.C.) según fray
Pedro Simón (1981, III: 374), o en el I d.C. de acuerdo con lo narrado por Var-
gas Machuca. Posteriormente, apoyado en una fecha de 310±50 d.C. obtenida
de maíz carbonizado de un depósito profundo en cercanías del Templo del Sol,
Silva Celis corroboraba sus afirmaciones, por lo que ubicaba los albores de los
muiscas entre el 500 a.C. y el 500 d.C., es decir, en el período Herrera (Silva,
1968: 196). Concluía sobre esta problemática que “el ascenso de los Chibchas o
Muiscas desde el umbral de los sencillos cazadores-recolectores, que los precedie-
ron en la altiplanicie colombiana, hasta el elevado nivel en que los encontraron
los españoles, constituye uno de los más fascinantes capítulos de la historia de
América precolombina” (Silva, 1968: 210).
Durante varios lustros persistió la idea sobre el origen tardío de los chibchas
a partir de migraciones provenientes de tierras bajas (Langebaek, 1987; Lleras,
1995; Reichel-Dolmatoff,1956); inclusive, para algunos valles como el de Leiva
se ha llegado a plantear que la gran diferencia entre la cerámica de los períodos
Herrera y Muisca sería el producto de un cambio abrupto por diferentes oleadas
colonizadoras (Boada et al., 1988). Sin embargo, los estudios bioantropológicos
han desvirtuado esas tesis y apoyado la idea de Silva Celis sobre un origen endógeno
a partir de cazadores recolectores y plantadores que conocieron las propiedades
de los recursos vegetales del altiplano y se asentaron permanentemente en esta
región mediante un proceso microevolutivo. La datación de un enterramiento
de alrededores del Templo del Sol en 190±40 d.C. (Rodríguez, J. V., 2001: 260)
estaría señalando que el uso ritual de este espacio se remonta al período Herrera,
y que tuvo continuidad durante el período Muisca hasta la llegada de los espa-
ñoles, tal como se manifiesta en el hecho de que se halla cerámica tanto de uno
como de otro período, practicado por una misma población en diferentes épocas.
Excavaciones arqueológicas realizadas en Madrid, Cundinamarca, confirman esta
hipótesis (Rodríguez y Cifuentes, 2005).
En general, los orígenes de la población temprana de Colombia se relacionan
con la problemática de los orígenes de los primeros americanos, que ha susci-
tado diversas posiciones, que se pueden agrupar en torno a cuatro problemas:
1. El tiempo, 2. El espacio, 3. El tronco ancestral, y 4. Los procesos biológicos
que le acompañaron.
Respecto al tiempo de entrada de los primeros pobladores, las posiciones se han
dividido entre los que apoyan una cronología superior a los 12.000 años de anti-
| 175 |

güedad (Pre Clovis), y aquellos más conservadores que se basan en fechas cercanas a
este margen (Clovis) (Politis et al., 2009). Para el valle de México se han propuesto
fechas hasta de 35.000 años para Chimalhuacán, y cercanas a 12.000 para Peñón
III, Tlapacoya y Metro-Balderas (Pompa y Serrano, 2001), aunque dataciones re-
cientes las han reducido considerablemente hasta 11.000 años (Politis et al., 2009).
En cuanto al espacio o lugar de procedencia, se ha discutido sobre un origen
predominante del noreste asiático (Hrdlička, 1923), y la posibilidad de admitir
influencias de Australia y Melanesia (Neves, 1989; Neves y Pucciarelli, 1991; Ne-
ves et al., 2007; Pucciarelli, 2004), y de la propia Europa (Begley y Murr, 1999).
Igualmente, se debate sobre si el paso por la región de Beringia y la penetración al
continente americano se hizo por el corredor interglacial (Laurentia y Cordillera)
o por la vía costera (Gruhn, 1989).
En lo pertinente al tronco ancestral, se ha planteado que los primeros pobla-
dores (paleoamericanos) no se caracterizan por rasgos muy mongoloides, lo que
podría interpretarse como indicio de un origen diferente respecto de las poblaciones
asiáticas, posiblemente australoide (Neves et al., 2007), inclusive polinesio (Begley
y Murr, 1999), o simplemente que la primera oleada migratoria se presentó en un
tiempo muy profundo cuando las poblaciones de Siberia Central (cercanas al lago
Baikal) no se habían diferenciado morfológicamente (protomorfas) (Rodríguez,
J. V., 2001) o se habían mezclado entre mongoloides y caucasoides (hibridación)
(Kozintsev et al., 1999). Mientras que los aleutianos-esquimales y los grupos
Na-Dene son 100% mongoloides (rostro aplanado, pómulos sobresalientes), las
poblaciones de Centro-Suramérica lo son en cerca de un 85%, y los paleoameri-
canos en apenas un 65% (Rodríguez, J. V., 1987).
Con relación a los mecanismos evolutivos que incidieron en los orígenes de
la variación poblacional americana, cabe resaltar que no se excluye la influencia
de los procesos adaptativos a condiciones geográficas específicas, lo que habría
conducido a una reestructuración morfométrica, especialmente del esqueleto
facial (Powell y Neves, 1999; Pucciarelli, 2004: 242). En este sentido tenemos
grupos muy mongoloides con rostro bastante ancho y aplanado (circunárticos);
otros menos mongoloides (noreste de Norteamérica, Centro-Suramérica), in-
clusive con tenues rasgos australoides (paleoamericanos); o caucasoides (sioux
de Estados Unidos, guanes de Colombia). Por su parte, Neves y colaboradores
han venido planteando desde hace dos décadas que los paleoamericanos se de-
rivaron de una población del sureste asiático generalizada que no fue ancestral
a los indígenas americanos contemporáneos, o contribuyó muy poco con su
| 176 |

morfología, y que el proceso de reestructuración in situ jugó un papel muy


limitado (Neves, 1989).

9.3 Un estudio craneométrico

Los estudios craneométricos aportan información acerca de las principales diferen-


cias o similitudes del rostro (órbitas, nariz, maxilar, mandíbula, arco cigomático)
y bóveda craneal de los grupos humanos, midiendo alturas, anchuras, longitudes
y ángulos de proyección. Mediante análisis estadístico multivariado se establece el
grado de semejanza y de dispersión de los grupos comparados, cuya proximidad
se puede interpretar a la luz de cercanía biológica o de convergencia adaptativa.
Los principales estudios del área macrochibcha de Colombia han aportado va-
liosa información a la discusión sobre los orígenes de la población prehispánica,
controversia que ha girado en torno al difusionismo y al microevolucionismo, al
igual que alrededor de la discusión sobre el poblamiento temprano de América.
El análisis estadístico multifactorial de varios grupos de Colombia en com-
paración con otras regiones de América, Asia, Australia, Melanesia y Polinesia,
ha permitido plantear una variación geográfico-morfológica distribuida en tres
grandes conglomerados: 1. Paleoamericano-Centro-Suramérica, que correspon-
dería a la primera oleada migratoria procedente de la región Pribaikal en Siberia,
de tipo mesomorfo (combinación de rasgos mongoloides y australo-caucasoides),
ocurrida en un período cercano a los 20.000 años, cuando surgió en Siberia la
variante dental sinodonte (dientes en pala). 2. Norteamérica (praderas y bosques),
con rasgos cercanos a los polinesios, quizá por convergencia adaptativa. 3. La
variante circunártica, que incluye la Great North-West Coast (GNWC) de Nor-
teamérica, y Tierra del Fuego en Suramérica (Ona, Yamana, Alacaluf ), además de
los aleutianos-esquimales, morfológicamente próxima a las poblaciones del NE de
Asia (Chukchi, Yakut, Buriat, Evenk), que habría surgido mediante un proceso
adaptativo a regiones circunárticas.
La estimación del sexo y la edad de las muestras analizadas directamente por
el autor (Rodríguez, J. V., 2001, 2007) se estableció según Buikstra y Ubelaker
(1994), tratando, en lo posible, de observar totalmente el esqueleto de cada indi-
viduo. Las dimensiones craneométricas fueron obtenidas según la técnica de R.
Martin (Rodríguez, J. V., 2001), que presenta algunas diferencias en cuanto a la
altura facial superior (medida según Martin de nasion a alveolare, y no a prosthion)
| 177 |

y al ángulo nasomalar medido entre frontomalarorbital a diferencia de frontomalar


anterior de W. W. Howells (1973, 1989).
Las medidas empleadas abarcan todas las dimensiones de la bóveda craneal
y esqueleto facial (diámetros, cuerdas o longitudes, anchuras, alturas, subtensas
o alturas de coordinación y ángulos). Se excluyeron los radios (medidos desde
el agujero acústico externo), pues presentan una alta correlación con las demás
medidas, por lo que se constituyen en lastre estadístico (Rodríguez, J. V., 2001).
La técnica de medición se ha venido calibrando desde hace más de veinte años
para evitar los errores intra-interobservador.
Desde la perspectiva metodológica, son varios los problemas en el estudio
craneométrico del poblamiento americano, entre ellos los asociados al tamaño de
las muestras, la excesiva preferencia por la bóveda craneal y la falta de una mayor
cobertura geográfica en los procedimientos comparativos. Por ejemplo, si se compa-
ran los paleoamericanos con europeos y australianos usando variables básicamente
de la bóveda craneal, indudablemente aparecerán altas correspondencias por efecto
de la dolicocefalia; pero si se añaden muestras del centro de Siberia y un mayor
número de variables faciales, los resultados serán diferentes, pues el análisis esta-
dístico descartará las dos primeras regiones. Así, Powell y Neves (1999) emplean
15 variables, de ellas 9 (60%) de la bóveda craneal. Cuando se acude a las faciales
para evitar el sesgo de la deformación craneal, el conjunto de rasgos se reduce a
unos pocos, como han procedido Rothhammer y colaboradores (1984, 1990) y
Cocilovo y Guidón (2000), quienes utilizan tan solo 7 rasgos faciales. Por esta
razón, dado que la mayor similitud entre australo-melanesios y paleoamericanos es
de tipo neurocraneal, al tener este componente un peso específico mayor, siempre
tenderá a conectarlos morfológicamente en los dendrogramas de correlaciones,
aun si se aplican las medidas craneofuncionales (González, R., et al., 2001, 2003,
2008). Estas últimas tienen el sesgo de mostrar solamente los perfiles faciales y
neurocraneales, sin profundizar en el conjunto facial y en las medidas de proyección,
que son más discriminantes. Respecto a los rasgos de proyección facial (ángulos
frontonasal, nasomalar) y nasal (ángulos simótico, dacrial), ya desde inicios del
siglo XX se había planteado su gran utilidad para diferenciar grupos poblacionales
según el grado de aplanamiento (Woo y Morant, 1934) y para medir el grado de
mongolización de grupos americanos (Rodríguez, J. V., 1987).
Por estas razones, en el presente análisis se trató de incluir el mayor número
de muestras que cubrieran toda América y regiones vecinas de Siberia, Australia,
Melanesia y Polinesia, analizando el comportamiento de una batería de rasgos
| 178 |

más amplia, con mayor peso específico en el componente facial, y con muestras
de mayor tamaño.

Tabla 10. Dimensiones craneales y dentales de Tequendama y Aguazuque (Correal,


1990; Rodríguez, J. V., 2001).

GRUPO TEQUENDAMA AGUAZUQUE


SEXO
VARIABLE M F M F

Anchura frontal máxima 109,0 7,6 104,4 4,0 112,4 7,1 105,9 3,3
Altura mastoidea 25,7 4,4 19,5 0,7 26,9 4,1 22,1 3,0
Anchura mastoidea 13,3 1,1 11,0 2,8 12,4 2,1 11,1 3,3
Anchura bicondilar 122,1 4,7 110,0 7,1 116,9 3,6 110,7 4,7
Anchura bigoniaca 93,5 8,5 88,0 1,4 89,8 7,4 86,1 5,3
Longitud mandibular 78,3 3,6 78,5 5,0 71,0 4,9
Altura mentoniana 37,5 4,8 34,8 3,8 32,7 3,1
Altura cuerpo mandibular 30,3 5,2 29,4 2,7 26,7 3,8
Grosor cuerpo mandibular 12,3 2,2 10,2 1,3 9,7 2,1
Anchura mínima rama 36,4 2,2 33,0 2,9 34,6 2,5 32,2 2,4
Altura rama ascendente 64,8 3,3 64,5 3,4 58,1 4,2
Altura proyección de rama 64,8 3,3 62,9 4,9 54,6 6,8
Ángulo rama ascendente 118,0 9,2 119,6 6,2 123,8 8,0
Área molares superiores 372 322
Área molares inferiores 382 326,8
Área premolares superiores 146,5 125,7
Área total 1335 1176

9.3.1 Análisis intragrupal

Las muestras se analizaron independientemente por sexo, teniendo en cuenta


solamente los individuos adultos. Con los datos se estructuró una base bajo el
programa SPSS versión 18, con variables numéricas y categóricas, y se la sometió
a: análisis de estadísticos descriptivos; correlaciones bifactoriales para observar las
relaciones entre las variables; pruebas para muestras independientes (Kolmogorov-
Smirnov, Kruskal-Wallis) para evaluar las diferencias entre sexos y grupos; análisis
| 179 |

discriminante para evaluar la pertenencia espacial y temporal; análisis factorial


para identificar aquellos factores que expliquen la mayoría de varianza observada;
y de conglomerados jerárquicos (distancia euclídea al cuadrado, método de Ward,
estandarización mediante puntuaciones Z) para observar la clasificación de los
distintos grupos ilustrados mediante dendrogramas. Las variables se estandarizaron
previamente según las puntuaciones Z (Pietrusewsky, 2000; Shennan, 1992).
Según la prueba Kolmogorov-Smirnov, prácticamente todas las variables
participan en la diferenciación por sexo, exceptuando las subtensas (FRS, OCS,
MLS) y ángulos (NMA, ZMA), la profundidad de la fosa canina (FC) y la
anchura simótica. Mediante la prueba Mann-Whitney se excluyen también el
ángulo NFA, las cuerdas frontal (FRC), parietal (PAC) y occipital (OCC), la
anchura del foramen magno y la altura orbital. Las anchuras faciales (bicigo-
mática, biorbital, fmo, fmt, zma), orbital y nasal, y las craneales frontal mínima
y biauricular son las más adecuadas para esta diferenciación; igualmente, la
proyección glabelar y supraorbitaria. De las alturas, sobresale la del proceso
mastoideo, al igual que su anchura, y la nasoalveolar. De las longitudes, son
discriminantes las del foramen magno, basioprosthion, malar y maxiloalveolar.
Entre tanto, los ángulos y las subtensas, como la altura nasal y orbital no son
apropiados para diferenciar entre sexos.
Aplicando un análisis discriminante se produce una sola función canónica
discriminante con significado asintótico menor de 0,05 y que permite clasificar
correctamente el 94,7% de los individuos masculinos y el 100% de los femeninos,
siendo un modelo de pronóstico muy acertado. La función incluye en orden de
tamaño las longitudes de la base del esqueleto facial y malar, las anchuras faciales
frontal mínima, fmo, fmt, bicigomática, biorbitales nasal, cigomaxilar y orbitaria,
la proyección supraorbitaria y la altura nasal.

9.3.2 Variación intergrupal

Al comparar todos los grupos colombianos masculinos, encontramos que las


anchuras (biauricular, biorbital, bicigomática, transversa máxima, fmo, orbitaria,
frontales máxima y mínima, dacrial, fmt, nasal, biastérica, interorbitaria, cigo-
maxilar, maxiloalveolar) son las variables más apropiadas para diferenciarlos en el
primer componente; de las alturas, la orbitaria. Las longitudes, cuerdas, alturas
y subtensas se ubican en el segundo y tercer componente. Los ángulos faciales se
| 180 |

agrupan en el cuarto componente. La altura y la anchura del proceso mastoides


no son muy discriminadoras entre grupos.
Para abordar la problemática intergrupal (regional), se procedió a aplicar un
análisis de taxonomía numérica mediante conglomerados jerárquicos, utilizando
la distancia euclídea al cuadrado y construyendo los dendrogramas mediante el
método de aglomeración de Ward. Se usaron 43 variables, entre ellas 19 que dan
cuenta de las dimensiones en longitud, anchura, altura y proyección de la bóveda
craneal (GOL, XCB, BNL, BBH, MFB, XFB, BAU, ASB, FRC, FRS, GLS, SOS,
PAC, OCC, OCS, FOL, FOB, MDH, MDHd) y 24 del rostro (BPL, ZYB, NAH,
FTB, OFB, OFS, ZMB, SSS, XML, MLS, WMH, MXL, MXB, OMF, OBH,
NLB, NLH, NFA, EKB, IOB, DKB, SIS, NMA, ZMA).
También se aplicó un análisis factorial para establecer qué conjunto de variables
explica mejor la variación y cuáles son los grupos más disímiles. Los cinco primeros
componentes explican el 71,1% de la variación total. En el primer componente se
ubican básicamente las anchuras, en el segundo y tercero las longitudes y alturas,
y en el cuarto los ángulos faciales.
Para obtener una visión más regional, se compararon grandes agrupaciones,
entre ellas chibchas del norte (Silos, Los Santos, Cocuy), muiscas del norte (Tunja,
Sogamoso) y del sur (Bogotá), Precerámico (Tequendama, Checua, Floresta, Agua-
zuque), Formativo (Herrera, Valle del Cauca Temprano), Centro (Quindío, Valle
del Cauca Tardío), SW (Huila, Nariño) y NE (Caribe, Guajira, Perijá), que fueron
sometidas a un análisis discriminante para establecer la posibilidad de construcción
de modelos diagnósticos según el conjunto de características observadas (Figura 43).
Se aprecia que los muiscas y otros chibchas se agrupan en un conjunto mayor con
los precerámicos y Centro; entre tanto, la agrupación NE se distancia de todas las
demás; un poco menos lo hacen el Formativo del Valle del Cauca y el conjunto SW.
Esto significa que la diferenciación espacial es más importante que la temporal, pues
el Precerámico se agrupa con los grupos tardíos de los propios Andes Orientales,
por lo que estos últimos deben compartir un ancestro común (Figura 45).
Los dendrogramas construidos a partir del análisis de conglomerados jerár-
quicos con los componentes principales obtenidos del procedimiento factorial,
ilustran sobre las relaciones entre los distintos grupos colombianos, tanto mascu-
linos como femeninos. Con alguna variación, las Figuras 47 y 48 muestran una
gran cercanía entre los grupos de los Andes Orientales, tardíos y precerámicos,
y, en menor medida, con los del Valle del Cauca (Temprano y Tardío) y Huila,
señalando que en alguna época debieron compartir un tronco ancestral común.
| 181 |

El grupo Herrera (Formativo) ubicado temporalmente entre finales del I


milenio a.C. y principios del I milenio d.C. asume una posición indefinida, pues
en el dendrograma masculino se aglomera con los chibchas, mientras que en el
femenino con los del Valle del Cauca, aunque se aproxima más –por poseer las
menores distancias– a los precerámicos (especialmente Aguazuque), andinos
(particularmente Muisca de Tunja) y del Valle (Temprano y Tardío). Su posición
incierta obedece a que la muestra es muy pequeña y presenta una amplia variabi-
lidad, especialmente en lo referente a la bóveda craneal, donde el índice cefálico
oscila entre la dolicocefalia de algunos individuos de Madrid 2-41, Cundinamarca
(72,4 en el entierro 11 del Corte 0) y la braquicefalia con deformación cefálica
intencional –frontoccipital tabular oblicua– (96,3 del individuo de la cuadrícula
F6/7 de la Unidad 1). Igualmente, el índice cefálico de la muestra de Cheva,
Jericó, Boyacá, oscila entre 75,4 y 82,2. Entretanto, las muestras de Chucua
(San Lorenzo Abajo), Duitama, y Tunja (UPTC), Boyacá, son completamente
braquicéfalas debido a la deformación cefálica intencional de tipo tabular oblicua.
Esto señala que la población del período Formativo se encontraba en un proceso
de recomposición morfológica de su estructura craneal bajo fuerzas selectivas, en
las que, de características dolicocéfalas de los cazadores recolectores, retenidas en
algunos espacios como la antigua laguna de La Herrera, evolucionó a formas bra-
quicéfalas de las poblaciones agroalfareras tardías. La hipótesis de la hibridación
por la aportación de migraciones de otras regiones no tiene sustento, ya que, por
un lado, el esqueleto facial configura las típicas características morfológicas que
predominan en los muiscas, y, por otro, el contexto cultural está relacionado con
las tradiciones cerámicas del Período Herrera.
Como hemos venido argumentando desde hace dos décadas (Rodríguez, J. V.,
1987, 2001, 2007), los análisis craneométricos apoyan la hipótesis de continuidad
biológica entre los paleomericanos y los agroalfareros tempranos y tardíos, por lo
menos en los Andes Orientales, pues, por un lado, se evidencia la conformación de
un conglomerado poblacional de tipo andino (chibchoide) diferente a sus vecinos
de tierras bajas –lo que señala la gran profundidad temporal en su estructuración–,
y, por otro, se aprecia que los paleoamericanos se aproximan más a los andinos
tempranos y tardíos que a los de los valles interandinos y costa Caribe. Además,
la población del período Formativo (Herrera) refleja el proceso de microevolución
entre los horticultores (dolicocéfalos) y agroalfareros (braquicéfalos). Con la nueva
información, se establece además un parentesco también con la población del Valle
del Cauca, especialmente con la de la etapa temprana.
| 182 |

De esta manera, se podrían plantear unas rutas de poblamiento del territorio


colombiano. Los primeros pobladores habrían penetrado por el istmo de Panamá
cuando las condiciones climáticas configuraban un ambiente de sabanas con relictos
boscosos que facilitaban el desplazamiento de grupos humanos, es decir, hacia finales
del Pleistoceno y principios del Holoceno. Del istmo de Panamá se habrían exten-
dido hacia el sur por la costa Caribe, con una rama desplazándose hacia la península
de la Guajira y otra hacia el interior del país, por lo que sabaneros (Orinoquia de
Venezuela y Colombia) y andinos comparten un tronco ancestral remoto común.
Posteriormente, habrían ascendido por el valle del río Magdalena, habiendo tomado
el curso de los ríos Opón y Sogamoso-Chicamocha hacia los Andes Orientales,
y por el sur por el valle del río Bogotá, lo que explicaría la diferenciación entre el
norte y el sur –siendo el norte más heterogéneo que el sur–, compartiendo lazos
sanguíneos después, lo que explicaría también la conservación de un componente
andino (chibchoide) relativamente homogéneo a nivel intrarregional, aunque
heterogéneo en el ámbito interregional. Algunos grupos, como los ancestros del
grupo étnico guane de la Mesa de Los Santos, Santander, se habrían aislado entre la
cordillera de Los Cobardes o Yareguíes, el cañón del Chicamocha y las estribaciones
NW de la cordillera Oriental, desarrollando rasgos muy específicos, diferentes de
los de los muiscas, pero que a la postre fueron atractivos para sus vecinos, abriendo
la posibilidad de su penetración genética mediante los intercambios matrimoniales
con los muiscas septentrionales, especialmente de la provincia de Tunja, donde se
han evidenciado rasgos guanoides (Rodríguez, J. V., 2007).
Finalmente, del tronco andino se habrían desprendido algunos grupos que tras-
pasaron la cordillera Central y ascendieron por el valle del río Cauca, extendiéndose
hacia el sur de esta región, lo que explicaría la gran similitud entre andinos y valle-
caucanos. Con el tiempo, grupos de procedencia karib habrían influido en el valle
del río Cauca, especialmente en las regiones cordilleranas (Rodríguez, J. V., 2005).
Así, las migraciones tempranas desde Centroamérica (paleoamericanas) y las
tardías hacia la cordillera Central (de origen karib), la escisión de linajes hacia la
Orinoquia, Andes y valles interandinos con la consecuente adaptación milenaria
a esos ecosistemas, y el aislamiento de algunos grupos (en la Mesa de Los Santos,
Santander) en entornos geográficos montañosos, constituyeron los principales
mecanismos evolutivos del proceso de conformación de la variabilidad poblacional
prehispánica de Colombia.
Como se sabe por las fuentes etnohistóricas, las redes de intercambio jugaron
un papel importante en la consolidación de los lazos comerciales, sociales, políti-
| 183 |

cos, religiosos, militares y biológicos, tanto dentro de las confederaciones muiscas


(Bacatá, Hunza, Duitama, Sugamuxi), como con comunidades vecinas chibchas y
de otros grupos lingüísticos. Sin embargo, el proceso de surgimiento y consolidación
de la sociedad muisca no fue homogéneo, a causa de la gran diversidad de poderes
locales. Las dos confederaciones más fuertes, Bacatá y Hunza, eran muy diferentes
(Simón, 1981, IV: 158).
Por su parte, la etnia guane desarrolló rasgos muy particulares en cuanto a
su aspecto físico (Figuras 25, 26, 27), y, como lo destacara el cronista Juan de
Castellanos (1997: 1242), se diferenciaba por su hermosura, compostura, gracia,
donaire y piel más clara. Por su lado, los laches de la Sierra Nevada del Cocuy, a
pesar de ser de la misma filiación lingüística chibcha (Ortiz, 1965) y de poseer un
Templo del Sol a donde acudían en romería los indígenas de Sáchica y Sogamoso,
también se diferenciaban de los muiscas, pues, como apuntaba Pedro Aguado
(1956, I: 332-333), eran diferentes cultural y somáticamente.
Algo similar se ha propuesto para Chile, donde los análisis craneométricos
y epigenéticos (rasgos no métricos) de grupos arcaicos del norte de ese país de-
muestran que la variación poblacional es el resultado de fuerzas evolutivas que
operaron durante cientos de años, transformando el genoma ancestral por efecto
del aislamiento geográfico, la deriva y las migraciones (Cocilovo et al., 2004: 688).

9.3.3 Las poblaciones prehispánicas de Colombia en el ámbito mundial

Una vez abordada la problemática del poblamiento regional de Colombia, pode-


mos pasar a un nivel de análisis más complejo, como es la posición taxonómica
de los grupos locales en el ámbito suramericano y del Nuevo Mundo en general.
El análisis intergrupal de conglomerados jerárquicos, empleando 84 muestras
masculinas de América, Asia (Siberia, Japón, Mongolia), Australia, Melanesia
y Polinesia, con las variables obtenidas de los componentes principales (cinco
craneales: GOL, XCB, BNL, BBH, MFB; 11 faciales: BPL, ZYB, NAH, OMF,
OBH, NLB, NLH, NFA, FMA, ZMA, SIA) mediante distancias euclídeas al
cuadrado y el método de correlaciones intergrupales, evidencia la conformación
de dos grandes conglomerados: América y su raíz ancestral, Siberia, por un lado,
Australia-Melanesia y Zhoukoudian-Teshik Tash, muy distante, por otro. El
primero se subdivide a su vez en cinco enjambres. El análisis factorial construye
cinco componentes principales que representan el 76,6% del total de la variación,
| 184 |

El primer componente incluye básicamente medidas lineales (longitudes, alturas,


anchuras) que son la mayoría del total de 16 variables; el segundo vincula el diá-
metro anteroposterior máximo, y la anchura bicigomática y frontal mínima; y el
tercero, cuarto y quinto incluyen las dimensiones angulares.
Según las funciones discriminantes obtenidas que clasifican correctamente el
88,2% de los grupos masculinos de América, Asia, Pacífico y Australia-Melanesia,
los americanos se integran en un gran conglomerado, aunque Patagonia, Circunár-
tico y Norteamérica (Arcaico, Tardío) se aproximan a Siberia, especialmente por la
función 1 (anchuras nasal, orbitaria, bicigomática, longitud basioprosthion) que
representa básicamente las dimensiones transversales faciales; es decir, comparten
rasgos mongoloides lineales (Figura 44). Al conglomerado Pacífico (Polinesia,
Ainu) se integran por la función 2 (ángulos nasomalar, cigomaxilar, nasofacial),
pero se separan por la función 1, señalando que poseen rostros menos aplanados
que los mongoloides, perfilados como las poblaciones del Pacífico, apuntando
quizás a convergencia adaptativa en ambientes tropicales. Los grupos de valles inte-
randinos se distancian del resto americano por la función 2, aunque se aproximan
a los del Caribe. Zhoukoudian, Australia-Melanesia y el Paleoamericano Norte
constituyen los grupos más disímiles por ambas funciones.
Por las distancias Mahalanobis, el grupo Paleoamericano del Sur se aproxima a
los grupos de Amazonia (Botocudo, F=0,6), Arcaico (Sur y Norte) (F=1,5), Pacífico
(F=1,5), Formativo (F=2,7), Andes Norte y Orinoquia (F=3,5); de Australia-Mela-
nesia se distancia un poco más (F=4,3), al igual que de Siberia (F=4,5). Circunártico,
Patagonia y Siberia están muy próximos entre sí; Orinoquia y Caribe se aproximan
entre sí, y, en menor medida, a valles interandinos. En los últimos pasos, las anchuras
bicigomática, orbital y el ángulo nasofacial incrementan las diferencias entre grupos.
Este análisis discriminante señala de una manera evidente la afinidad biológica
entre paleoamericanos y arcaicos, descartando la supuesta discontinuidad; relaciona
las poblaciones centro-suramericanas, especialmente la Botocudo (Amazonas), con
las más antiguas, planteando que esta región presenta en el ámbito continental un
poblamiento más antiguo con relación a Norteamérica, y la existencia de relictos.
También indica que la convergencia adaptativa a un medio ambiente de frío rigu-
roso explicaría la afinidad fenotípica entre Patagonia, Circunártico y Siberia, y a
ambientes tropicales la similitud entre Paleoamericanos y Amazonia con Pacífico
y Australia-Melanesia. Zhoukoudian (Paleolítico Superior de China, circa 26.000
años), a pesar de la discusión existente sobre su protomorfia, no representa una
forma primitiva de los primeros pobladores asiáticos.
| 185 |

En consecuencia, de acuerdo con los resultados del análisis discriminante, la


participación de un tronco ancestral común (Paleoamericano-Centro-Suramérica),
la proximidad geográfica (Andes, Orinoquia, Caribe) y la afinidad cronológica
(Paleoamericano-Arcaico), además de procesos adaptativos a diferentes ecosistemas
(circunárticos, andinos, sabanas) y estocásticos (el aislamiento en determinados
ecosistemas) explicarían el proceso de diferenciación de las poblaciones americanas.
En el análisis discriminante, que clasifica correctamente el 81,5% de los gru-
pos femeninos, los resultados son similares, aunque existen algunas diferencias
(Figura 45). Los Paleoamericanos del sur se aproximan a Arcaico norte, Amazonia,
Pacífico, Formativo, Arcaico sur y Andes norte. El grupo Formativo observa las
menores distancias con todos los americanos, Siberia y Pacífico, pero se distancia
significativamente de Zhoukoudian, Teshik Tash y Australia-Melanesia. El grupo
amazónico Botocudo parece representar una forma arcaica, pues se aproxima a todos
los demás. Mientras que Norteamérica (tardío) se aproxima a Arcaico y Paleoame-
ricano norte, los grupos andinos observan una gran similitud con Paleoamericano,
Arcaico y Formativo sur. Zhoukoudian y Australia-Melanesia son los grupos más
disímiles. El ángulo nasomalar y la longitud basioprosthion son las variables que
incrementan las diferencias en los últimos pasos discriminantes. En fin, a grandes
rasgos se repiten las conclusiones obtenidas para los grupos masculinos.
Desde la perspectiva lingüística, se ha propuesto la existencia de tres grandes gru-
pos lingüísticos que corresponderían a tres oleadas migratorias principales: Amerindia,
Na-Dene y Aleutiano-Esquimal, con mayor a menor antigüedad (Greenberg, 1987).
Suramérica se caracteriza por la mayor diversidad lingüística. La familia Chibcha
consta de tres grupos chibchenses (vótico, ístmico, magdalénico), y tiene una amplia
extensión y heterogeneidad (andinos, selváticos, valles interandinos, Sierra Nevada
de Santa Marta) desde Centroamérica hasta Suramérica, y una gran antigüedad,
remontándose la dispersión del protochibchense hacia los milenios IV-III a.C. según
la glotocronología (Constela, 1995), aunque el análisis craneométrico apuntaría a
fechas más antiguas, a juzgar por la afinidad entre los grupos precerámicos y tardíos.
En síntesis, los paleoamericanos (con características físicas representadas en
Colombia en las muestras de Tequendama, Checua, Floresta y Aguazuque) mor-
fológicamente son más cercanos a las poblaciones centro-suramericanas, especial-
mente a las arcaicas y a algunos grupos aislados (Pericú en California y Botocudo
en la Amazonia), y también a las de Siberia occidental (ket, janti, mansi), que a
las poblaciones del Pacífico y Australia-Melanesia. Esta afinidad estaría reflejan-
do la relación ancestro-descendiente o una convergencia adaptativa con grupos
| 186 |

protomorfos de Siberia, y la rápida expansión de los paleoamericanos por la región


desprovista de casquetes glaciales de América, desde el paralelo 55° norte hasta el
cono sur, habiéndose retenido sus rasgos en algunos grupos como Botocudo de
Brasil y Pericú de California hasta tiempos modernos. Por otro lado, la amplia
heterogeneidad en la bóveda craneal (dolicocefalia y braquicefalia) en las mues-
tras del Formativo (período Herrera) y su proximidad con los paleoamericanos
(tipo individuo 11 de Madrid 2-41) estaría evidenciando un proceso de reaco-
modamiento in situ acontecido en el paso de los horticultores (tipo Aguazuque)
a agroalfareros tempranos (Herrera).
Las migraciones desde Siberia –al parecer por un solo evento mayor– a Centro-
Suramérica, la reestructuración genética por la adaptación a distintos ecosistemas
(entre otras, la convergencia adaptativa a ambientes circunárticos de la GNWC o
Na-Dene y Patagonia), la deriva genética de pequeñas poblaciones aisladas (como
podría ser el caso del grupo guane), el aislamiento con retención de rasgos arcaicos
(Pericú de Baja California y Botocudo de la Amazonia), y los desplazamientos
migracionales muy tardíos por los valles interandinos de Colombia (posiblemente
karib), constituyeron los principales mecanismos evolutivos que moldearon la
estructura genética de las poblaciones amerindias.
Desde la perspectiva metodológica, se aprecia el alto valor discriminante, tanto a
nivel intragrupal (sexual) como intergrupal, de las dimensiones transversales (anchu-
ras), especialmente faciales (fmo, fmt, bicigomática, cigomaxilar, orbital, nasal), como
también de la bóveda craneal no afectada por la deformación cefálica intencional
(frontal mínima, biauricular). En cuanto a longitudes, las de la base de la bóveda
craneal (nasiobasion) y esqueleto facial (basioprosthion) son las más apropiadas. Los
ángulos faciales (nasomalar y cigomaxilar) y nasales (nasofacial, simótico) tienen valor
intergrupal, especialmente en la diferenciación de mongoloides (de rostro aplanado)
y australoides (rostro prógnato y más perfilado, con la nariz muy aplanada y corta).
En síntesis, se descartan las hipótesis sobre el origen australo-melanesio de los
paleoamericanos, y la ausencia de reestructuración genética y de microevolución
en los orígenes de la diversidad poblacional de los indígenas americanos.

9.4 Los estudios dentales

Las dimensiones dentales se han empleado en diversos estudios de la antropología


dental para observar el pasado y presente de las poblaciones humanas y sus ten-
| 187 |

dencias evolutivas, entre ellas la posición filogenética de los diferentes homínidos,


especialmente en la discusión sobre la continuidad o desaparición del neandertal
según la tasa de reducción del tamaño de los dientes (Brace, 1984, 1986; Brace
et al., 1991; Kieser, 1990; Zoubov y Jaldeeva, 1989). También se ha usado para
analizar las relaciones biológicas entre diferentes poblaciones prehispánicas e indí-
genas contemporáneas, sus tendencias evolutivas y el impacto de los cambios en los
patrones de subsistencia en el tamaño de los dientes; igualmente, para estudiar el
dimorfismo poblacional y sexual en los procesos de identificación humana (Harris
y Nweeia, 1980; Rodríguez y Vargas, 2010; Vargas, 2010).
Estas aplicaciones se apoyan en la ventaja que tienen los dientes al conservarse
muy bien en el registro fósil de los homínidos, y porque las dimensiones dentales
están influenciadas genéticamente, con poca incidencia del medio ambiente; por
consiguiente, determinados diámetros son característicos de ciertas poblaciones,
lo que permite su diferenciación.
Un estudio comparativo del tamaño de los dientes de varios grupos prehis-
pánicos que incluye las áreas de molares (AUM, ALM), premolares (AUP, ALP),
caninos (AUC, ALC), incisivos (AUI, ALI) y del tamaño total (TS) entre grupos
precerámicos tempranos (Tequendama, Checua, Floresta) y tardíos (Aguazuque,
Vistahermosa), evidencia una drástica reducción del tamaño de los molares
(16,2%), premolares (16,1%), caninos (3,1%), incisivos (7,3%) y total (11,9%)
hacia el II milenio a. C. (Rodríguez y Vargas, 2010) (Tabla 11). Esta reducción es
muy abrupta, ya que se ha planteado que la reducción en Homo sapiens es de 1%
por cada 1000 años (Brace et al., 1991), y de 4,4% en 2400 años para Oaxaca
(Christensen, 1999: 306), pero en el caso de los Andes Orientales apreciamos que
casi en 1500 años alcanza 11,9% en total, cifra muy elevada para los estándares
internacionales, lo que señala que durante este período se registraron grandes
transformaciones biológicas (Rodríguez y Vargas, 2010).
Además de la disminución del tamaño dental, también se evidencia una
tendencia hacia la braquicefalización y la reducción del aparato masticatorio,
especialmente de la mandíbula (anchuras bicondilar, bigoniaca, mínima de la
rama ascendente, altura mentoniana y de la rama ascendente, grosor del cuerpo
mandibular) (Tabla 10). La rama ascendente se angosta y el ángulo se amplía para
la inserción de un músculo masetero de menor tamaño. El cuerpo mandibular
se angosta, y se reduce la altura mentoniana. En la bóveda craneal, la frente se
amplía por la reducción de la presión lateral de los músculos temporales. Las
apófisis mastoideas se angostan y se alargan, especialmente en el grupo masculino
| 188 |

(Rodríguez, J. V., 2007). Finalmente, surge la caries como enfermedad que se


intensificará posteriormente en las poblaciones agrícolas (Polanco et al., 1992a).

Tabla 11. Áreas de las clases dentales y valores totales (TS) en grupos colombianos
(Rodríguez y Vargas, 2010).

GRUPO CRONOLOGÍA No. AUM ALM AUP ALP AUC ALC AUI ALI TS
5000-3500
Tequendama 28 372,0 382,0 146,5 122,2 66,4 60,0 117,0 68,9 1335,0
a. C.
3500-750
Aguazuque 42 322,0 326,8 125,7 105,8 69,6 53,0 106,0 67,1 1176,0
a. C.
750 a. C.-
Herrera 16 336,6 366,0 121,0 113,1 67,2 51,8 110,0 72,8 1238,5
800 d. C.
Muisca Soga- 300-1600
206 342,8 363,4 129,0 114,1 68,7 56,1 114,0 68,2 1256,3
moso d. C.
Muisca 800-1600
120 344,7 356,6 129,5 114,8 68,8 54,0 112,0 66,8 1247,2
Bogotá d. C.
Muisca 800-1600
50 340,0 358,1 130,7 112,5 68,0 51,8 113,0 66,9 1241,0
Tunja d. C.
Los 800-1600
54 344,4 367,4 137,3 115,3 64,0 54,9 108,0 67,2 1258,5
Santos d. C.
350-1600
Cocuy 24 334,8 362,0 147,3 118,8 72,2 53,2 116,0 68,1 1272,4
d. C.
800-1600
Silos 10 346,1 361,9 142,2 126,4 66,4 56,6 117,0 66,8 1283,4
d. C.
Valle 500 a. C.-
94 355,3 366,7 136,3 120,4 71,3 56,7 114,0 71,5 1292,2
Temprano 500 d. C.
800-1600
Valle Tardío 23 310,0 367,0 114,0 104,6 63,1 51,0 106,0 67,0 1182,7
d. C.
Valle del 800-1600
15 350,5 354,0 136,3 111,0 67,0 51,5 109,0 69,6 1248,9
Magdalena d. C.
Mestizo 1985 d. C. 38 324,1 331,6 127,0 114,3 67,9 55,2 106,0 71,4 1197,5

Un cuadro similar se ha reportado en Oaxaca, México, donde en muestras que


abarcan una época desde el Formativo Temprano (1200 a. C.) hasta el Posclásico
(1200 d. C.) se observa una reducción del TS (tamaño dental total) de 1320 mm²
a 1262 mm², equivalente a 4,4% en casi 2400 años, más marcada en los dientes
posteriores que en los anteriores, como consecuencia según el autor de un proceso
de adaptación a un nuevo modo de vida, con intensificación de la dependencia
de la agricultura (Christiensen, 1999: 308). En los Andes Septentrionales de
Venezuela la denominada “revolución Neolítica” se ubica precisamente en el II
| 189 |

milenio a. C. (Sanoja y Vargas, 2003). En el Viejo Mundo, esta época coincide


con el ocaso generalizado de las culturas de la Edad del Bronce, al parecer por
grandes cataclismos geológicos (Schoch, 2002).
En Colombia prehispánica las mayores áreas de los molares superiores e infe-
riores se observan en Tequendama, mientras que las menores en Valle del Cauca
Tardío y Aguazuque. Los premolares superiores más grandes se ubican en Cocuy y
Tequendama, los inferiores en Silos y Tequendama; entre tanto, los más pequeños
están de nuevo en Valle del Cauca Tardío y Aguazuque (Tabla 11). Los caninos
superiores de mayor tamaño se hallan en Cocuy, Valle del Cauca Temprano y Agua-
zuque, y los más pequeños en Valle del Cauca Tardío, Los Santos y Tequendama.
Los caninos inferiores de mayores dimensiones se aprecian en Tequendama, y los
más pequeños en las poblaciones tardías. Los incisivos superiores más amplios se
destacan en Tequendama, los de menor tamaño en Aguazuque y entre los mestizos.
Los incisivos inferiores más grandes se observan en Herrera, Valle del Cauca Tem-
prano y en mestizos. Es decir, en sentido espacial, los valles interandinos poseen
los molares y premolares más grandes, pero los caninos e incisivos más pequeños,
exceptuando los superiores (Vargas, 2010).
En el ámbito morfológico se observa un incremento de la rotación de los
incisivos centrales entre Tequendama (66,7%) y Aguazuque (100%), como
también del apiñamiento. Este fenómeno ha sido asociado por diferentes
autores con el “probable efecto mutacional” (Brace, 1984), la “selección ne-
gativa” (Zoubov y Jaldeeva, 1989: 205) o la “presión selectiva” por el cambio
de modo de vida debido a la intensificación de la agricultura (Christiensen,
1999: 307). A raíz de los drásticos cambios ambientales entre 2500 y 1000 años
a. C., la población de la sabana de Bogotá se vio obligada a depender más de
los tubérculos de altura y del pescado como fuente de proteína, lo que incidió
en el tamaño del arco alveolar, generando apiñamiento, situación en la que
la ventaja selectiva la tendrían los dientes pequeños; para el caso de la caries,
los dientes con una superficie oclusal más simplificada serían más efectivos
(Zoubov y Jaldeeva, 1989: 205).
La comparación del tamaño dental de las muestras prehispánicas de Colombia con
otras de América, Asia y Australia-Melanesia mediante la técnica estadística multifac-
torial de conglomerados jerárquicos (distancias euclídeas al cuadrado, según el método
de Ward, distancias reescaladas), evidencia la conformación de tres grandes enjambres
de poblaciones: 1. Macrodonte, que vincula los grupos con los dientes más grandes
del mundo (Australia, Melanesia, Nueva Guinea y África antigua); 2. Mesodontes,
| 190 |

donde se incluye la gran mayoría de poblaciones americanas, tanto prehispánicas como


contemporáneas, además de Java y África contemporánea; 3. Microdontes, que asocia
a China, Ainu, Perú y mestizo bogotano. Respecto a Colombia, se evidencia una gran
afinidad entre los grupos Chibcha septentrional (Cocuy, Los Santos, Silos), Muisca
y Valle del Cauca, y en menor medida con el Valle del Magdalena, lo que concuerda
con los estudios craneométricos (Rodríguez, J. V., 2001, 2007). Por el tamaño dental,
Tequendama se aproxima a Indian Knoll, una muestra arcaica de Kentucky, Estados
Unidos, y al grupo esquimal (Perzigian, 1976). Este cuadro de diferencias por el tamaño
dental según el análisis discriminante distingue de manera contundente a Australia
y Melanesia de los grupos americanos prehispánicos, incluidos los precerámicos, lo
que separa ambas líneas evolutivas (Figura 46).
El análisis de rasgos dentales como la rotación de los incisivos (WIN), los
incisivos en pala (SHO), la cúspide de carabelli (CAR), el hipocono (HYP), la
cúspide 4 (C4M2) en molares superiores, el pliegue acodado (DWR), la cresta
distal del trigonido (DTC), el protostílido (PRO), la cúspide 6 (C6M1) y la
cúspide 7 (C7M1) en molares inferiores de varios grupos de América, Asia,
África y Europa, conforma dos funciones canónicas discriminantes de las cuales
la primera incluye los rasgos mongoloides más diferenciadores (SHO, WIN), la
segunda los rasgos caucasoides (C4M2 con valores negativos, C6M1 y DWR),
la tercera el pliegue acodado (DWR) y C7M1, la cuarta la cúspide C4M2 (Ta-
bla 12). Las frecuencias de incisivos en pala y rotación más bajas se ubican en
autralo-melanesios, europeos, africanos, polinesios y mestizos; las frecuencias
más altas de cúspide 7 en M1 se hallan en africanos, precerámicos y valles inter-
nadinos. Las funciones canónicas discriminantes separan estos grandes grupos
en tres conglomerados: 1. Indígenas prehispánicos de Colombia; 2. Indígenas
de Norteamérica, Suramérica, contemporáneos; 3. Circunártico y noreste de
Asia; 4. Sureste de Asia y Oceanía; 5. Europa, mestizos y afrodescendientes
colombianos, y África.
Según las distancias Mahalanobis, los grupos Chibchas están más próximos
al grupo Precerámico y a los indígenas de Suramérica, y un poco más distantes
de los indígenas contemporáneos y prehispánicos de los valles interandinos. Las
distancias de los indígenas son más pequeñas con el noreste de Asia y mucho
más distantes con el sureste de Asia, lo que confirma lo propuesto mediante
procedimientos craneométricos y odontométricos. Entre tanto, los mestizos de
Bogotá se aproximan más a los afrodescendientes y a europeos según la variación
morfológica dental (Tabla 12).
| 191 |

Estos análisis no comparten la hipótesis sobre una relación filogenética


de los paleoamericanos con las poblaciones del sureste de Asia (González et
al., 2008; Neves et al., 2003, 2006, 2007; Powell y Neves, 1999), y, por ende
del patrón sundadonte (Haydenblit, 1996; Pucciarelli, 2004: 240). Tampoco
se corrobora la presunción de las diferencias entre los paleoamericanos y los
indígenas tardíos (Powell, 1993), pues para el caso de Colombia, con mues-
tras más grandes que las reportadas, se relacionan biológicamente. Todos los
indígenas, tanto antiguos como recientes, corresponden al patrón mongoloide
(Hanihara, 1968) o sinodonte (Turner, 1984), y la variación morfológica de
América se puede distribuir según la propuesta tripartita, pues la afinidad den-
tal y, por ende, la proximidad temporal, con relación al noreste de Siberia, es
en su orden Esquimal-Aleutiano, Na-Dene y el resto de América (Greenberg,
1987; Greenberg et al., 1986; Powell, 1993; Turner, 1984): 1. Paleoamericana,
próxima al noreste de Asia –y no al sureste–, siendo el tronco ancestral de todos
los amerindios desde el paralelo 55°N hacia el sur y de parte de Norteamérica
(Plains); 2. Na-Dene de la GNWC; 3. Aleutiano-Esquimales, muy afín al no-
reste de Asia, los más tardíos en arribar.
Durante el poblamiento inicial se habría presentado un efecto genético de
cuello de botella que habría acentuado los rasgos del Complejo Dental Mongo-
loide en los indígenas americanos, por lo que rasgos tales como la rotación de los
incisivos superiores centrales, la pala, doble pala, tubérculo dental, cresta distal del
trigonido y el protostílido, se habrían acentuado en la población paleoamericana
con relación a la ancestral. Una vez asentada la población paleoamericana por todo
el continente, se habría visto afectada por procesos locales que la reestructuraron
y moldearon, dando lugar a una gran diversidad de grupos según los ecosistemas
ocupados y sus relaciones etnogenéticas, pero siempre en el ámbito del Complejo
Dental Mongoloide (Pompa y Padilla, 1990). Dentro de las tendencias evolutivas
se aprecia la braquicefalización que acentuó los rasgos craneales mongoloides (Ro-
dríguez, J. V., 2007), la reducción del tamaño de los dientes durante el II milenio
a.C. como efecto de los cambios en los patrones de subsistencia, y la gracilización
del aparato masticatorio. Este proceso incidió en el aumento de la frecuencia de
la cúspide 7 del primer molar inferior.
| 192 |

Tabla 12. Variación de rasgos dentales de Colombia prehispánica y contemporánea, y


del mundo (Vargas, 2010).

GRUPO/
WIN SHO CAR HYP C4M2 DWR DTC PRO C6M1 C7M1
RASGO
Amur 50 100 27,6 86,3 11,8 78,4 20,8 7,7 51,2 5,7
NE Siberia 35 97,6 17,9 80,6 3,6 79,1 7,3 32,9 50 5,3
Esquimal 24 98,1 17,5 79,8 3,8 65,7 16 16,5 39,9 12,9
Aleutiano 25 97,5 6,3 68,4 10,7 70,4 16 25,9 43,3 8,4
Na Dene 38 98,8 24,8 91,8 4,2 57,6 7,5 33,6 40,6 8,6
Indígena
50 99,9 35,6 91,7 8,1 73,3 7,5 41,9 49,2 10,2
norteamericano
Indígena
50 99,8 41,9 92,6 9 74,5 5,6 29,8 55,8 9,6
suramericano
Muisca 70,1 100 44,9 79,3 24,1 67,3 13,3 42,9 38,9 17,7
Herrera 100 100 42,9 50 44,4 60 16,2 37,5 25 25
Chibchas
84,7 100 55,8 76,2 47,3 70 16,2 48 37 31,6
septent.
Valle
59,6 100 30,9 89,4 42,5 33,9 17,7 82,3 13,8 32,8
Cauca
Valle
100 100 40 100 25 20 16,2 80 16,7 0
Magdalena
Precerámico 83,3 100 43,6 56,5 60 80 16,2 61,9 31,2 33,4
Chibcha
70 98,1 47 95 20 92,9 20 8,4 13,9 12,1
contemp.
Mestizo
41,1 26 67,2 98,3 12,4 0,8 1,6 5,1 10,7
Bogotá
África norte 7,4 19,5 54,7 95,7 66,4 24,7 3,3 32,5 7,7 9,4
África
6,6 28,1 51,2 99 24,1 30,1 1,3 21 16,6 38,5
subsahariana
África sur 4 11 13,9 38,9 42,7 32,7 19 0 16,1 42,9
Europa W 7 7,6 22,1 75 92,6 9,7 4,1 0 3,7 4,2
Jomon 20 60,5 5 73,9 37,6 27,6 4,3 4,2 42,9 9,2
Ainu 20 22,6 8 65 60,2 17,5 5,9 5,2 17,9 2,1
China 25 92,6 17,5 95,3 15,6 41,3 14 7,5 32,7 4,7
Melanesia 16 5,4 10,3 90 61,4 38,5 7,7 4,2 38,9 8,4
Australia 7 6,5 3,2 96,3 44,2 41,1 4,8 4,4 52,3 5,6
Polinesia 20 29,7 15,9 90 44,4 24,7 10,6 8,5 52 6

Al penetrar la población en el territorio colombiano, se produjeron procesos etnoge-


néticos similares a los acontecidos en el resto del continente americano (deriva genética,
flujo génico). En el territorio de la cordillera Oriental los grupos de horticultores dieron
| 193 |

origen a los primeros agroalfareros, sin participación foránea posterior. Estos comparten un
tronco ancestral común con los grupos del Valle del Cauca y del Magdalena, especialmente
con los primeros, a juzgar por las pequeñas distancias. Posteriormente, los pobladores del
Valle del Magdalena desarrollaron características diferentes, como consecuencia de sus
propios eventos biológicos (migraciones, deriva genética, flujo génico).
Con la llegada de los españoles, se produjo un proceso de mestizaje entre los grupos
ancestrales indígenas, los españoles y los africanos, reduciéndose la influencia del Com-
plejo Dental Mongoloide, especialmente de los incisivos rotados y en forma de pala. Los
mestizos se asemejan entre sí (Bogotá, Tunja, Guatavita, Cartagena) y presentan distancias
pequeñas con los afrodescendientes. Estos últimos (Guapi, Providencia, Tumaco) están
más próximos entre sí, y en el ámbito mundial presentan mayor afinidad con las muestras
de África subsahariana (Bravo et al., 2003; Delgado, 2007; Irish, 1997), especialmente
Tumaco y Providencia, quizás por haber permanecido con menor mezcla poblacional.
Al analizar todas las muestras prehispánicas de Colombia mediante los rasgos
craneométricos, epigenéticos, odontométricos y morfológicos dentales (Figura 47),
apreciamos que los muiscas de Tunja y Sogamoso son muy cercanos entre sí, y un poco
menos con los muiscas de Bogotá. Estos a su vez se aproximan a los chibchas septen-
trionales (Sierra Nevada del Cocuy, Los Santos y Silos), al Valle del Cauca Temprano
(500 a. C. a 500 d. C.) y a los grupos precerámicos Temprano (Tequendama) y Tardío
(Aguazuque). Entre tanto, las distancias son mayores con los grupos de los valles inte-
randinos tardíos (Valle del Cauca y del Magdalena), además del Herrera. La posición
de este último puede estar afectada por el pequeño tamaño de la muestra y por su alto
grado de heterogeneidad, ya que incluye tanto muestras dolicocéfalas (Madrid, Chita)
como deformadas (Chucua, Duitama). Esta distribución señala que los grupos andinos
comparten un tronco ancestral común con los precerámicos y tempranos del Valle del
Cauca, distanciándose de los tardíos del Valle del Cauca y del Magdalena, que fueron
influenciados por migraciones tardías de grupos de lengua Caribe.

9.5 El ADN mitocondrial

El ADN mitocondrial es un pequeño genoma circular que se conserva en el


interior de las mitocondrias de las células, se hereda exclusivamente por línea
materna, presenta 16.569 pares de bases (pb), y posee una región control D-loop
con dos segmentos que tienen tasas de mutación más altas que las codificantes,
conocidas como HVS I y HVS II. Dentro de sus atributos se encuentra que posee
| 194 |

una elevada tasa de mutación y gran polimorfismo (mayor que el ADN nuclear),
y que se conserva muy bien en material arqueológico (no se degrada fácilmente),
por lo que contamos con numerosos estudios de todas las poblaciones mundiales
(Wallace et al., 1985), incluyendo varios grupos amerindios (Fernández, 1999;
Keyeux et al., 2002; Lalueza et al., 1997; Melton et al., 2007; Ribeiro dos Santos,
1996; Torroni et al., 1993), lo que permite hacer estudios comparativos.
El análisis de ADNmt de 17 muestras de La Purnia (Mesa de los Santos),
posiblemente guanes (Casas, 2010), reporta 35% de haplogrupo A, 41% de B,
0,0% de C, 24% de D y 0,0% de otros tipos. En ellos se encontraron 9 haplotipos
caracterizados por 11 sitios pólimórficos comparados con la CRS; el A contiene 5
haplotipos, el B tres y el D uno solo. Mientras que los haplotipos 2, 6 y 9n son los
más frecuentes en América, el No. 3 se halla en Bella Coola y mayas; el No. 4 en
Huétar, muiscas, China, Mongolia y Australia; el No. 7 en población de Yungai; el
No. 1 en poblaciones mongoles; el No. 5 en China y Siberia; el No. 8 no se halló
en ninguna otra parte. En esta muestra se observó un alto índice de diversidad
(nucleótica y haplotípica) y diferencias con otras poblaciones actuales, lo que apoya
la hipótesis de una alta exogamia y flujo génico con los vecinos muiscas (Casas,
2010: 101). Esta práctica se conservó en tiempos coloniales y republicanos tem-
pranos, tal como lo atestiguan estudios de archivos parroquiales de parcialidades
indígenas de Guane, Butaregua, Coratá, Macaregua, Mocora, Ubigará, Choaguete
y Guanentá de 1734-1810, sobre matrimonios de indígenas con otras parcialidades
guanes, donde el 61,5% de los varones y el 65,1% de las mujeres habían preferido
los matrimonios con personas de otras parcialidades, inclusive de otros grupos ét-
nicos (11,6% en varones y 23,7% en mujeres), entre ellos muiscas (Lucena, 1974:
191). En 33 individuos campesinos de Butaregua, Santander (Keyeux et al., 2002)
se halló una distribución similar, con una alta frecuencia de haplogrupo A (64%),
valor medio de D (24%), baja de A (12%) y ausencia de C.
El estudio de una muestra (11 individuos, de los cuales solo 6 se pudieron amplifi-
car) procedente del yacimiento Madrid 2-41, ubicada cronológicamente en el período
Herrera, señala que todos los individuos son homogéneos en la secuencia de su HVS-I
(todos los 6 individuos son del haplogrupo B), y no presentan mutaciones, lo que
indica que pertenecieron al mismo linaje materno durante el período que ocuparon
las inmediaciones de la antigua laguna de La Herrera entre finales del I milenio a. C.
y mediados del I milenio d. C. El análisis filogenético de todas las muestras arqueo-
lógicas de Colombia demuestra que éstas se agrupan según el haplogrupo (A, B, C,
D), sin importar su correspondencia cronológica, siendo un indicativo de continuidad
| 195 |

biológica de las poblaciones que ocuparon los Andes Orientales, sin que se descarte
la posibilidad de influencia genética posterior (Silva, A., 2007).

Tabla 13. Frecuencias de haplogrupos mitocondriales en poblaciones de Colombia


(Casas, 2010; Melton et al., 2007; Silva, A., 2007: 53), Norteamérica (Torroni et al.,
1993) y Centro-Suramérica (Moraga et al., 2005; Ribeiro dos Santos et al., 1996).

Muestra /Haplogrupo mtDNA n A B C D Otros


Chukchi, Siberia 66 68,2 0 10,6 12,1 9,1
Dogrib (Na Dene) NA 154 90,9 0 2 0 0
Haida NA 41 90 0 7 0 2
Cheyenne NA 39 49 13 18 0 21
Pima NA 91 6 44 40 0 1
Maya CA 91 49 21 13 5 3
Kuna CA 79 77 23 0 0 0
Embera CA 21 73 22 0 0 5
Rep. Dominicana 500-1300 d.C. 24 0 0 78,9 21,1 0
Caribe 39 3 0 68 29 0
Taíno Cuba 19 0 0 79 21 0
Ciboney Cuba 15 7 0 60 33 0
Precerámico Col 5 0 80 20 0 0
Formativo Col 12 0 66,7 16,7 8,3 0
Chibcha prehispánico Col 27 51,8 25,9 11,1 7,4 3,7
Mesa de los Santos Col 17 35 41 0 24 0
Sierra Nevada Cocuy Col 5 60 40 0 0 0
Contempor Col 49 47,9 27,1 10,4 14,6 0
Wayuú, Col 46 37 26 35 0 2
Kogui, SNSM Col 48 65 0 35 0 0
Ijka SNSM Col 40 90 2,5 7,5 0 0
Arsario SNSM Col 50 68 0 32 0 0
Ticuna, Col 82 15 10 36 390 0
Aymara SA 205 5 72 11 12 0
Cayapa SA 120 29 40 9 22 0
Perú 550-400 a. C. SA 57 8,6 65,7 22,9 2,9 0
Perú 1000 d.C. SA 36 19,4 22,2 5,6 30,6 22,2
Xavante SA 25 16 84 0 0 0
Brasil 4000-500 a. P. SA 26 16,7 0 0 72,2 11,1
Chile <5.000 a.P SA 60 0 0 38,3 60 1,7
Chile 6.000-500 a.P. SA 68 26,2 34,4 14,8 3,3 21,3
Mapuche SA 208 5 20 33 39 3
Fueguino SA 45 0 00 42 56 0
| 196 |

La distribución de los haplogrupos mitocondriales en poblaciones colombianas


muestra que el haplogrupo A, ausente en las muestras Precerámica y Herrera (Tabla
13), se incrementa con el tiempo, según se reporta en la muestra de la Sierra Nevada
del Cocuy de posible origen étnico Lache (Uricoechea, 2010), mientras que el B,
predominante en los dos primeros grupos, por el contrario, decrece; los haplogrupos
C y D se mantienen con frecuencias estables en el tiempo (Silva, A., 2007). Estas
diferencias se pueden interpretar bajo dos perspectivas: 1. El tamaño de las muestras
es tan pequeño que genera sesgos estadísticos, especialmente de los grupos Prece-
rámico y Herrera, que son muy escasos en comparación con el Agroalfarero; 2. La
posibilidad de ingreso de poblaciones tardías portadoras del haplogrupo A.
Llama la atención que la distribución de frecuencias de haplogrupos mitocon-
driales de las poblaciones agroalfareras y contemporánea mestiza sean muy similares,
aunque se puede explicar por el hecho de que el proceso de mestizaje de la población
colombiana vinculó mujeres indígenas y conquistadores españoles, en lo que podría-
mos denominar la ancestralidad “madre América y padre España”, con aportación
femenina indígena y masculina (cromosoma Y) hispánica.15
Por otro lado, a pesar del pequeño tamaño de las muestras, se reportan dos indi-
viduos (uno del período Herrera y otro del Agroalfarero) con un haplogrupo desco-
nocido diferente a los tradicionalmente conocidos como A, B, C y D, denominado
X, y que ha sido hallado en muestras arcaicas de Norteamérica. Esta diferencia se
ha explicado con la posibilidad de que las poblaciones antiguas tuviesen una mayor
diversidad mitocondrial que la estimada, o que hayan surgido procesos mutacionales
que hayan dado origen a nuevas formas (Moraga et al., 2005).
En el continente americano se aprecia un predominio del haplogrupo A en
Norteamérica, en la Sierra Nevada de Santa Marta (SNSM) y en Puerto Rico
(Díaz, M., et al., 2010), mientras que el haplogrupo D predomina en la Amazonia
y en la Patagonia. Por su parte, el haplogrupo B predomina en la región Andina,
incluyendo las muestras más antiguas de Colombia. A su vez, el haplogrupo C
predomina en Cuba prehispánica con posible origen suramericano (Lalueza et al.,
2003). Esta distribución podría estar señalando que las primeras poblaciones –los
paleoamericanos y sus descendientes de Centro-Suramérica– serían portadoras
de los haplogrupos B, C y D en su mayoría, con poca presencia de A, mientras
que las migraciones más tardías aportarían predominantemente el haplogrupo A,
aunque en la Sierra Nevada de Santa Marta podría ser el producto de procesos de
aislamiento genético muy antiguo.
15  En la costa colombiana incluiría el componente masculino africano. Ver Rodríguez, J. V., 2004: 39-66.
| 197 |

Estos estudios señalan de manera contundente el origen genético siberiano


de la población aborigen americana, cuyos inicios se remontarían, según el reloj
molecular, a algún momento entre 34.000 y 16.000 años atrás (Schurr et al., 1990;
Starikovskaya et al., 1998).

9.6 El cromosoma Y

El cromosoma Y se transmite por línea paterna y su polimorfismo se emplea para ana-


lizar los orígenes de los linajes masculinos. Los estudios iniciales (Santos et al., 1999)
indicaban que el haplotipo predominante en América y Asia era el 31, asociado a varios
marcadores; seguía por frecuencia el haplotipo 10, que se hallaba en un 30% de los
casos, el cual se ubicaba exclusivamente en los indígenas de Norteamérica (observado
también en mongoles); luego estaba el haplotipo 20, hallado en Norteamérica y en
algunos grupos de la región del centro de Siberia (Ket, Altai, Mongolia). Como los
haplotipos 1, 10, 20 y 32 estaban ausentes en China y Japón, se propuso una ruta mi-
gratoria de los primeros americanos por el noreste asiático, mediante un origen único
de tipo mongoloide, con un proceso de diferenciación una vez atravesada la región
de Beringia. Para los autores, los primeros migrantes pudieron portar el haplotipo 10
protocaucasoide. La mutación del locus DYS199 que produjo el haplotipo 31 pudo
ocurrir durante el Pleistoceno en las poblaciones de Beringia.
Posteriormente, Lell y colaboradores (2002: 196-206) con base en un estudio
más amplio propusieron que los amerindios provenían de dos grandes migraciones de
origen siberiano. La primera habría partido de Siberia central, atravesando Chukotka,
portando el haplotipo M45a, el cual habría dado origen en Beringia al haplotipo
M3 que cruzó hacia el Nuevo Mundo, hace aproximadamente 20.000-30.000 años.
Esta conclusión se obtiene de que la línea M45a de cromosoma Y, precursora de la
línea americana M3, y los haplogrupos mitocondriales C y D, tienen las frecuencias
más altas en el sur de Siberia central, y el haplogrupo A se halla en Chukotka. Otra
migración procedente de Siberia meridional (Amur y mar de Okhotsk) traería el
haplotipo RPS4Y-T y el subhaplogrupo M45a, asociado a la variante M173, hace
aproximadamente 7000-9500 años; esta habría contribuido con el pool genético de
los Na Dene y amerindios de Norte y Centroamérica. Los autores concluyen que
tanto los varones como las mujeres arribaron al Nuevo Mundo en al menos dos
oleadas migratorias coherentes, la primera con origen en el sur de Siberia central y
la segunda más tardía del sureste de Siberia (Lell et al., 2002: 204).
| 198 |

En el año 2002 se estandarizó la nomenclatura del cromosoma Y (YCC 2002),


de manera que los haplogrupos quedaron designados por letras desde la A hasta la
R. La ampliación de las muestras por parte de Zegura y colaboradores (2004) esta-
bleció que en amerindios predomina el haplogrupo Q (76,4%), y que el haplogrupo
específico amerindio es el Q-M3; el R solo se halla en un 13,4%, y al parecer es
posterior a la Conquista por hibridación con europeos (R-P25); luego se observa
el C (5,8%), que se concentra en Na-Dene (GNWC de Estados Unidos), siendo
el C-P39 específico de estas poblaciones. Los haplogrupos E, F, G, I y J son muy
escasos, y están presentes por hibridación posterior, con un promedio de 17±5%
de mezcla. Mientras que en Asia se han encontrado 30 haplogrupos, en América
se han descubierto solamente 17, lo que indica menor variabilidad. Este estudio
concluye que el origen amerindio obedece a una sola migración mayor (single
polymorphic founding population) desde las montañas de Altai en Siberia en un
tiempo de divergencia aproximado de 10.100 a 17.200 años (Zegura et al., 2004).
Hay que señalar que otros estudios han detectado el hasta hace poco desconocido
haplogrupo M, común en el este de Asia, en dos individuos del Holoceno medio de
Norteamérica, lo que evidenciaría que la diversidad genética ancestral era mayor y
que se redujo por procesos posteriores, como el cuello de botella que disminuyó la
variabilidad original (Malhi et al., 2007).
En fin, los estudios genéticos demuestran de manera fehaciente un antiguo origen
amerindio por una población fundadora desde el centro de Siberia, mediante una sola
gran migración ocurrida entre 10.000 y 30.000 años atrás, según el denominado “reloj
molecular” que parte de la premisa de que la tasa de mutación es constante en el tiempo.16

9.7 Síntesis de los orígenes poblacionales

1. Los indígenas americanos presentan diferencias significativas con los australo-


melanesios, malayos, africanos y europeos, y en menor medida con los siberianos
(Figura 48). Esto significa que son específicos y se han distanciado de estas poblacio-
nes en virtud de varios procesos biológicos, ambientales y culturales, pero comparten
un tronco ancestral común con poblaciones antiguas de Siberia central (río Lena).
2. La comparación de más de 100 grupos mundiales evidencia la presencia de
convergencia adaptativa, ya que los indígenas norteamericanos se asemejan más a las

16  Esta premisa ha sido muy discutida, pues no tiene en cuenta la incidencia de los factores estocásticos
durante el poblamiento inicial de América.
| 199 |

poblaciones de Polinesia; las del Circunártico a Siberia Oriental (Chukchi, Yakut,


Evenk); las de Centro-Suramérica-Caribe a Siberia Occidental (Janti, Ket, Mansi);
los Paleoamericanos, a los grupos arcaicos del río Lena en Siberia, y a los Ainu.
Australia-Melanesia es un grupo particular, al igual que el del Paleolítico (Figura 48).
3. Los paleoamericanos por la bóveda craneal son muy similares a los autralo-
melanesios y polinesios, pero el esqueleto facial es muy diferente, pues es meso-
morfo, con menor prognatismo y menor anchura nasal.
4. Todos los indígenas americanos pertenecen al Complejo Dental Mongo-
loide (elevadas frecuencias de incisivos en pala), con dientes más pequeños que
los australo-melanesios. Su proceso de reducción dental se presentó hacia el II
milenio a. C. como consecuencia de cambios en el patrón de subsistencia, con
mayor énfasis en el consumo de plantas.
5. La protomorfia de los paleoamericanos es compatible con un origen muy
antiguo de hace aproximadamente 20.000 años, cuando surgió el Complejo
Dental Mongoloide.
6. Tras la penetración a América por Beringia, incidió el efecto de cuello de
botella y, posteriormente, el de fundadores. Este proceso acepta la restructuración
genética in situ.
7. Existió un proceso microevolutivo entre los paleoamericanos, las poblacio-
nes precerámicas tardías y primeros horticultores de Centro-Suramérica. Es decir,
comparten un tronco ancestral común.
8. Se observa un proceso adaptativo a los distintos ecosistemas (circunártico,
andino, sabanas, selvas). La adaptación mediante un proceso de mutaciones y
selección natural fijó nuevas variantes somáticas, especialmente a finales del Pre-
cerámico Tardío (II milenio a. C.).
9. Los cambios tecnológicos durante el Formativo propiciaron un proceso de
gracilización, braquicefalización y reducción del tamaño del aparato masticatorio
(especialmente de dientes y mandíbula), sin cambiar la morfología dental mongo-
loide. Aquí la microevolución y no las migraciones sería el proceso que dio origen
a nuevas formas corporales.
10. Las migraciones tardías (karib, arawak) introdujeron nuevas variantes en
los valles interandinos (Cauca, Magdalena) y en las sabanas de la Orinoquia.
11. El aislamiento temprano de algunos grupos produjo otro tipo de variación
(guane en la Mesa de Los Santos), cuya morfología se extendió posteriormente a algunas
regiones mediante cruce genético. Significa que otro mecanismo evolutivo, como la
deriva genética, jugó un papel importante en la formación arcaica de variantes locales.
| 200 |

12. Existen relictos de rasgos paleoamericanos (Pericú, California; Botocudo,


Brasil; posiblemente en la Serranía de Perijá) debido a que la microevolución fue
diferencial en el tiempo y en el espacio; de ahí que algunos grupos que presenta-
ban buenas fuentes de recursos de caza, pesca y recolección retuvieran los rasgos
paleoamericanos (Madrid, Cundinamarca; Chita en el Cocuy).
13. Es posible que la deformación cefálica intencional hubiera surgido como
una forma de adaptación cultural de algunos relictos de robustos cazadores reco-
lectores que quisieron imitar a los exitosos agricultores, ya braquicéfalos y gráciles,
sedentarios y demográficamente numerosos.
14. Las muestras de los Andes Orientales comparten un patrón morfo-métrico
muiscoide con los grupos antiguos de esta región por poseer un ancestro común. Se
diferencian del patrón caribe de los valles interandinos de períodos tardíos. También
del patrón orinoco de la península de La Guajira y Llanos Orientales. Estos tres
conglomerados biológicos están señalando tres procesos etnogenéticos diferentes.
| 201 |

Figura 43. Análisis canónico discriminante craneométrico entre


grupos masculinos de Colombia.

Figura 44. Distribución de los grupos mundiales masculinos según


las funciones canónicas discriminantes craneométricas.
| 202 |

Figura 45. Distribución de los grupos mundiales femeninos según


las funciones canónicas discriminantes craneométricas.

Figura 46. Funciones canónicas discriminantes de variables odontométricas


de grupos mundiales.
| 203 |

Figura 47. Dendrograma de distancias según variables craneométricas, epigenéticas,


odontométricas y morfológicas dentales.
| 204 |

0 5 10 15 20 25

Arikara 9
Ponka 10
Siouan 11
Cheyenne 8
Piegan 7
Cañaveral 15
Captiva Isla 16

Norteamérica, Siberia Oriental, Patagonia, Polinesia


Huron 6
Belleglade 17
Lousiana 19
Otamid 62
Moriori 68
Guam 70
Evenk 73
Baikal 77
Aleut 2
Kitoi 74
Río Angará 75
Esquimal 1
Chukchi 71
Yakut 72
Haida 3
Río Negro 55
Atapasco 5
Tlingit 4
Paraná 54
Río Chubut 56
Fueguino 57
Sacramento 61
Janti 81
Ket 83
Mansi 82
Siboney 27
Siberia Occidental
Cocuy 35
Suriname 29
La pica 30
Taino 28
V Magdalena 40
Tlatelolco 24
Guanajuato 26
Perijá 31
Guajira 32
Old Zuñi 21
Coahuila 25
Arcaido Low 49
Hort Andino 44
Hort Low 46
Atacama 47
Chancay 48
S. Cruz 13
S. Barbara 14
Los Santos 34
Centro- Suramérica
S. Damián 43
Arcaico Andi 45
Chicama 41
Morro Uhle 51
Morro 1 50
Muisca 33
Silos 36
Paucarcancha 42
Herrera 37
Valle Tempra 38
Valle Tardío 39
S. Francisco 12
Arkansas 18
SW USA 23
Tew a 22
Texas 20
Aguazuque 64
Tequendama 65
Lagoa Sa 63
I . Knoll 59
Paleoamericano, Ainu
Pickw ick 60
Sambaquis 53
Botocudo 52
Pericu 78
Río Lena 76
Ainu 69
Australia 66
Tolai 67
Australia - Melanesia
Kennew ick 58
Zhoukoudian 79
Teshik Tash 80

Figura 48. Dendrograma de correlaciones intergrupales craneométricas de América,


Asia y Australia.
Capítulo 10
Las condiciones de vida
de la población prehispánica
de los Andes Orientales

S
e puede afirmar que cuatro factores contribuyeron a que las condiciones de
vida de las poblaciones americanas prehispánicas fueran superiores a las del
Viejo Mundo: 1. La existencia de una cosmovisión que concebía el mundo
de manera práctica e integral, que no separaba el universo de los humanos del de las
plantas, animales y astros, por lo que la sociedad y el depositario del conocimiento,
el chamán, debían integrarse de manera armónica con la naturaleza para sostener
su vitalidad. 2. Las prácticas ritualizadas y los mitos que permitían mantener las
tradiciones culturales como elemento esencial de la reproducción del conocimiento,
y, al mismo tiempo, de regulación del crecimiento demográfico. 3. La existencia de la
institución del chamanismo que desarrolló un conocimiento milenario encaminado
a sostener de manera saludable la sociedad y a sus integrantes. 4. Finalmente, algo
importante fue la existencia de un bioma rico tanto en animales como en vegetales
que proveyó de fuentes suficientes de alimentos, materia prima y plantas medicinales.
La reconstrucción de las condiciones de vida de las poblaciones prehispánicas
se apoya en los datos etnohistóricos, en la información etnográfica y arqueológica,
y ante todo en las evidencias bioantropológicas deducidas del análisis de los restos
óseos, dentales y momificados.

10.1 Características físicas de los chibchas según los cronistas

La descripción del aspecto físico de las poblaciones chibchas aporta al esclarecimien-


to de la calidad de vida de los grupos que se acoplaron al medio andino durante
milenios de años, su grado de adaptación y la efectividad de las estrategias que
desarrollaron para enfrentar las diferentes condiciones ambientales y culturales.
También ayuda a evaluar el grado de similitud o diferencias somáticas entre los
diversos grupos, y, por ende, su posible filiación etnogenética. Finalmente, sirve
| 206 |

para refutar o corroborar las versiones de algunos viajeros y médicos republicanos


que consideraron a los indígenas biológicamente subdesarrollados por su baja
estatura, enfermizos por su dieta hipercalórica e hipoproteínica, y débiles y mise-
rables, razón que habría sido, según ellos, la principal causa de su fácil conquista.
A principios del siglo XIX el médico Julio Manrique aducía que los muiscas
eran microcéfalos y de baja estatura, lo que:

[…] demuestra la extremada timidez de nuestros indígenas, y si a esto le agregamos los


datos antropológicos que nos suminis­tran los esqueletos estudiados, tenemos que no es
difícil juzgar a los chibchas como un pueblo de gentes débiles, de constitución física muy
endeble y de mentalidad muy escasamen­te desarrolla­da […]. (Manrique, 1937: 72).

Según la posición del mencionado autor y del pensamiento popular, la supuesta


debilidad física y mental, y la falta de un espíritu batallador que opusiera resis-
tencia al conquistador, condujeron a la extinción del indígena y a la importa­ción
de esclavos africanos, supuestamente más fuertes y más resistentes para el trabajo
pesado de minerías y plantaciones (Rodríguez, J. V., 1988).
Otros llegaron a afirmar que la calidad de vida de los chibchas era muy preca-
ria, por ser la dieta nativa básicamente vegetariana, rutinaria, altamente calórica y
con bajo contenido en proteínas de origen animal y calcio, baja en hierro y grasas
animales, además, con sobredependencia del maíz y sus derivados que generan
problemas nutricionales por la mala absorción de la niacina y del triptófano, lo
que produce pelagra (Zubiria, 1986).
Para evaluar estas hipótesis se puede acudir a las descripciones de los cronistas
sobre los diferentes pueblos que visitaron en el siglo XVI, sus hábitos alimentarios
y sus costumbres culinarias. Sin embargo, estas crónicas tempranas están carga-
das de apreciaciones subjetivas, dado que los españoles no entendían las lenguas
aborígenes, no conocían los vegetales andinos, especialmente los tubérculos de
altura, ni tampoco entendían las prácticas culturales enmarcadas en una cosmo-
visión muy diferente a la del caballero medieval que buscaba conquistar tierras,
oro y mujeres. Algunos de estos cronistas ni siquiera visitaron el Nuevo Reino
de Granada y solamente se limitaron a recibir los informes de los soldados y es-
cribientes para después convertirlos en narraciones que se remitían a la Corona
española (Fernández de Oviedo, 1959). Otros obtuvieron informes avanzados de
correligionarios que habían llegado con anterioridad, complementándolos con
sus propias apreciaciones (Aguado, 1956). Para finales del siglo XVI y principios
| 207 |

del XVII ya se entendían las lenguas chibchas y se tenían varios relatos sobre los
indígenas del altiplano que algunos religiosos cultos, quienes vivían en la Nueva
Granada y la conocían desde hacía muchos años, tuvieron la oportunidad de leer,
lo que les permitió tener una visión más amplia de las problemáticas indígenas,
y sus mitos y leyendas, aunque siempre manteniendo la perspectiva medieval
católica (Castellanos, 1996; Simón, 1981). Estas crónicas se han complementado
con descripciones tomadas de Visitas, Relaciones Geográficas y del Archivo de
Indias que a manera de inventario han permitido ahondar en algunos aspectos
concernientes a la organización económica, social, política y vida cotidiana de
los indígenas (Correa, 2004; Friede, 1975; Gamboa, 2010; Hernández, 1978;
Langebaek, 1987; Patiño, 1983; Restrepo, 1972; Tovar, 1995; Villate, 2001).
La mayoría de cronistas españoles daban por sentada la creencia generalizada
según la cual los aborígenes americanos no presenta­ban mucha variabilidad, y,
por tanto, como consideraba fray Pedro Simón (1981, V: 51), “[…] quien ve un
indio ve a todos los de este Nuevo Mundo, con bien poca o ninguna diferencia
de costumbres y habilidades […]”.
La descripción que los cronistas dieron sobre los chibchas apunta a mostrar al-
gunas diferencias entre los distintos grupos de la cordillera Oriental, especialmente
con los guanes de la Mesa de Los Santos, Santander, diferencias que se acentuaban
con sus vecinos panches y con otros grupos caribes. La caracteriza­ción somáti­ca
de las poblaciones nativas es muy escasa y se limita a algunas observaciones sobre
la carencia de pilosidad facial, canicie, calvicie, defor­mación cefáli­ca, grado de
corpulencia de sus guerreros, adornos, vestimentas y otras prácticas culturales. La
forma del rostro, proporciones corpo­rales y principales enfermedades han que-
dado ocultas para la posteridad, especialmente en lo que respecta a las dife­rencias
somáticas entre las distintas comunidades de esta región.
Sin lugar a dudas, las descripciones surgidas durante los prime­ros encuentros
con los nativos caribeños deberían extenderse al resto de poblaciones. Al estar
conformadas las tropas españo­las únicamente por hombres, los cronistas acom-
pañantes casi siempre resaltaban la condición de las apetecidas mujeres nativas y
su afición a los conquistadores, emitiendo por consi­guiente un concepto bastante
halagüeño de ellas. A su vez, excluyendo las pintorescas referencias respecto a algu-
nos “gandu­les” y “peque­ños gigantes”, quienes opusieron una valerosa resis­tencia
a las huestes españolas, la descripción de los varones aborígenes, sus potenciales
enemigos, por lo general, no son positivas. Así, todos serían, al parecer del propio
cronista Simón (1981, V: 463-464):
| 208 |

[…] gente membruda y bien dispuesta, en especial las mujeres de bellos rostros
y buen parecer, gallardas y bien preciadas, aunque los hombres algo bajos y mo-
renos, de gran verdad en sus contratos. Usan de cabellos largos si no es cuando
van a la guerra, que se los cortan. Tráenlos más largos las mujeres, pues a las más
les llegan hasta los pies. Adornan bien su rostro con varias joyas de oro, en ore-
jas, pecho y narices. Usan de sus alcoholes, conque realzan su hermosura y son
aficionadísimas a los españoles.

Pero, como veremos más adelante, tanto la descripción etnohistórica como la


osteológica evidencian una amplia variabi­li­dad somática, de prácticas deformatorias
de la cabeza, y de pintura y adornos faciales, que acentuaban la diferenciación, par-
ticularmente con los vecinos de los valles interandinos y de las provincias de “tierra
caliente”, y aun dentro del propio territorio de las confederaciones muiscas.
Uno de los pueblos más desconocidos, quizá por el paisaje montañoso de difícil
acceso en que habitó, fue el de los chitareros, del que se dispone de muy poca infor-
mación. Pedro Aguado (1956, I: 425) los describe como “[…] gentes de mediano
cuerpo, bien agestados y de color como los demás indios”. Los guanes eran muy dife-
rentes, de piel más clara, nariz aguileña, mayor estatura y más gráciles. Sus vecinos
laches de la Sierra Nevada del Cocuy son igualmente poco conocidos, aunque se sabe
que, a pesar de ser de la misma filiación lingüística chibcha, se diferenciaban de los
muiscas en traje, lengua, costumbres y en que eran más altos y fornidos. Respecto
a los muiscas, los más conocidos, las descripciones son variables, pues mientras el
autor del Epítome y los españoles Fernández de Oviedo y Herrera afirman que no
eran tan morenos aunque sí más altos que otros pobladores de las Indias, Aguado
(1956, I: 53) planteaba que la gente “[…] es más serranilla y pequeña de cuerpo que
las demás del Reino”. Pedro Simón, a pesar de incluir una amplia descrip­ción del
mundo muisca a duras penas y en forma sucinta se refiere a ellos como “hombres y
mujeres de buen cuerpo y parecer, y en común todos de buenos ingenios para letras
y lo demás” (Simón, 1981, III: 53).
En lo que sí estaban de acuerdo los cronistas era sobre la gran diferencia en
cuanto a las características físicas, lengua y costumbres de los guanes respecto a sus
vecinos, especialmente sus mujeres que eran apetecidas por las huestes españolas,
compuestas solamente de hombres sedientos de oro, aventuras, pillaje y muchas
ganas de sobrevivir en estas indómitas y desconocidas tierras. Por ello, dadas las
especiales características de las mujeres guanes, consignaron el mayor número
de descripciones con elogios y hasta versiones exageradas sobre su “blancura”
| 209 |

semejante a la de las damas de Castilla. Al respecto, Juan de Castellanos destaca


su hermosura, compostura, gracia, donaire y blancura:

Eran a las demás aventajadas en la disposición y hermosura, aire, donaire y atavío


[…] Tienen disposición y gallardía y es gente blanca, limpia, curiosa, los rostros
aguileños y facciones de linda y agraciada compostura; y las que sirven a los es-
pañoles es de maravillar cuan brevemente toman el idioma castellano, tan bien
articulados los vocablos como si les vinieran por herencia; primor que yo jamás
he visto, en las otras naciones de las Indias. (Castellanos, 1997: 1242)

Por su parte, Simón describe a los mismos guanes de la siguiente manera:

Son los indios tan bien dispuestos, de buenas caras y más blancos que colorados.
Vístense de mantas, del mucho y buen algodón que crían, una ceñida y otra como
por capa anudada, con las dos puntas encima el hombro izquierdo. Las mujeres
son de muy buen parecer, blancas y bien dispuestas y más amorosas de lo que era
menester, en especial con los españoles, atinosas para todo y tan fácil en aprender
nuestra lengua castellana, que en dos o tres meses suelen salir tan ladinas y hablarla
con tanta propiedad como un hijo de un mercader de Toledo […] era la (gente)
más lucida de todos aquellos valles. De que hicieron demostración con sus bríos,
en especial las mujeres, que eran de mucha hermosura y aseo en su vestir, gracia
y donaire en su hablar. (Simón, 1981, IV: 22-23)

Los panches del valle del río Magdalena eran muy distintos en cuanto a cos-
tumbres y aspecto físico, y se diferenciaban en todo de los muiscas por cuanto eran
más altos y fornidos, inclusive del porte de los españoles; generalmente lampiños,
aunque algunos pocos tenían barba; las cabezas de los muiscas eran redondas,
mientras que los panches las deformaban con tablillas en la frente y colodrillo; por
su parte, los colimas y muzos del noroeste de la región muisca eran considerados
descogotados. Del mismo modo, los cronistas destacaban dentro de los muiscas
la presencia de mozos gallardos llamados guechas, bien dispuestos, membru­dos
gandules de “terrible estatura y fortaleza”, quienes con su brío y fuer­zas, armados
solamente de un nudoso bastón, enfrentaban a los intrusos de los grupos bélicos
vecinos, especialmente a los terri­bles y corajudos panches, como también a los
españoles. Algunos de estos últimos fueron alcanzados por los dolorosos golpes
de los gandules muiscas, trompicando cuesta abajo, “[…] rodan­do unos sobre
| 210 |

otros, con la facilidad que se derriban los bolos con la bola […] dando vueltas ya
de pies ya de cabeza […]” (Simón, 1981, IV: 83-84).
Los guechas eran los más fornidos y valientes entre los muiscas, y por ello eran
seleccionados para salvaguardar las fronteras, especialmente las que colindaban
con los belicosos panches, con quienes sostenían encendidas enemistades. Por tal
razón, el Bogotá establecía en Fosca, Tibacuy y Ciénaga, al sur de su territorio, a
estos temidos guerreros:

[…] hombres de grandes cuerpos, valientes, sueltos, determina­dos y vigilantes, a


quienes les pagaban sueldos, plazas aventaja­das por mejores soldados. Estos andaban
siempre trasquilado el cabello, horadadas las narices y labios, y a la redonda de todo
el circuito de las orejas atravesados por otros agujeros que tenían muchos canutillos
de finísimo oro, y los agujeros de los labios y narices eran también para poner de
los mismos, pero aquí no se lo ponían hasta que iban matando indios panches, de
manera que cuantos indios mataban, tantos canutillos de fino oro se colgaban en
las narices y labios. Estos indios guechas son buscados y allegados de todo el reino
de Bogotá, porque donde quiera que sabía de todos los pueblos de sus vasallos había
alguno de las prendas y portes que hemos dicho tenían, los hacía venir a su presencia,
instruyéndolos en lo que habían de hacer, los enviaba a estos presidios, donde se
mostraba cada uno quien era, y según sus obras era cada uno honrado del rey que
solía pagarles muchas veces con hacerlos caciques de algunos pueblos donde faltaba
el legítimo heredero […] Andaban estos guechas, que quiere decir en su lengua
valiente, sin cabellos, motilones, por el gran inconveniente que es traerlos largos
cuando en las guerras llegan a las manos, porque asiéndolos de ellos con ellas, con
facilidad son rendidos los que los llevan largos […]. (Simón, 1981, III: 213-214)

De estas descripciones se desprende que los chibchas se diferenciaban en lengua,


trajes, costumbres, facciones del rostro, color de la piel y en estatura y, por consi-
guiente, no constituían una sola unidad somática, aunque entre ellos y sus vecinos
caribes eran más las diferencias.

10.2 Bioarqueología y condiciones de vida

La bioarquelogía es el estudio del comportamiento de las sociedades del pasado a partir


de sus restos óseos, dentales y momificados. Con base en estas evidencias materiales
| 211 |

provenientes de sitios arqueológicos contextualizados en el tiempo y en el espacio, se


pueden evaluar hipótesis y proponer inferencias sobre la dieta y nutrición, la salud
y la enfermedad, la demografía, las actividades físicas, y, en general, sobre los estilos
y condiciones de vida de las poblaciones del pasado (Larsen, 2000: 2). A su vez, el
estudio de las condiciones de vida se ha aplicado para evaluar hipótesis sobre el papel
del medio ambiente en el deterioro de la calidad de vida de poblaciones antiguas,
por ejemplo, en el caso del supuesto colapso de la sociedad maya (Wright, 1997);
para estudiar el impacto de la agricultura y la sedentarización sobre las poblaciones
horticultoras (Alfonso et al., 2007; Cohen y Armelagos, 1985; Danforth et al., 2007;
Hutchinson et al., 2007; Pechenkina et al., 2007); como indicador del cambio social
y de estatus entre diferentes grupos sociales prehispánicos (Márquez y Hernández,
2006; Márquez y Storey, 2007); finalmente, para apreciar el impacto de la coloniza-
ción europea de los pueblos indígenas de América (Larsen, 2001; Ubelaker, 1994).
La calidad de vida de las poblaciones del pasado es un buen indicador para medir
su grado de adaptación a los continuos cambios ambientales y sociales, teniendo
en cuenta que la adaptación nunca es perfecta, pues el medio ambiente siempre es
cambiante a causa de fenómenos estacionales, anuales o cíclicos (Morán, 1993: 19).
Los autores que han abordado la problemática de la calidad de vida de las
sociedades del pasado, de una u otra manera tienen en cuenta la relación entre los
grupos humanos, el medio social, el medio ambiente y las condiciones de vida. Las
perspectivas, si bien se diferencian en terminología, apuntan en la misma dirección:
el medio ambiente aporta los recursos (alimentos, materia prima) y las limitaciones
climáticas (inundaciones, sequías, vectores de enfermedades); la sociedad puede
amortiguar las presiones ambientales mediante prácticas de reciprocidad e inter-
cambio comercial (para obtener recursos de diferentes pisos térmicos), o convertirse
a su vez en fuente de presión mediante discriminaciones sociales; los diferentes
organismos según su historia genética pueden manifestar inmunorresistencia o
sensibilidad a determinadas enfermedades. Estas posiciones se han planteado des-
de la ecología humana (Morán, 1993; Rodríguez, J. V., 2006), y las perspectivas
biocultural (Goodman, 1993) y biosocial (Márquez y Hernández, 2006), con base
en el concepto de estrés (presión ambiental, desequilibrio, desajuste ecológico)
(Goodman y Martin, 2002) o desde la perspectiva histórica (McKeown, 1990).
El modelo biocultural retoma el concepto de estrés de la fisiología, y lo adapta a
los estudios antropológicos de la salud y condiciones de vida, y a la reconstrucción
de la adaptación y comportamiento de las sociedades antiguas y contemporáneas,
interpretándolo como un “desajuste fisiológico resultado del empobrecimiento de las
| 212 |

circunstancias ambientales” (Larsen, 2000:6). En este sentido, el estrés es el producto


de tres factores claves: 1. La presión del ambiente (que provee los recursos necesarios
para la supervivencia de las sociedades, pero también las limitaciones o factores es-
tresantes); 2. los sistemas culturales (que pueden amortiguar los efectos ambientales
mediante filtros que permiten obtener más recursos, o generar más presión mediante
discriminaciones de grupos sociales); 3. la resistencia de los huéspedes (inmunorre-
sistencia a determinadas enfermedades). El estrés continuo debilita al organismo,
haciéndole perder su capacidad de trabajo, de supervivencia y de reproducción, y lo
puede conducir hasta el colapso (falla total del sistema, muerte) si no se activan los
mecanismos sociales reguladores. La medición del grado de estrés se realiza mediante
el estudio de indicadores múltiples, tanto del tejido óseo (hiperostosis, periostitis,
procesos líticos, traumas) como del dental (defectos del esmalte, desgaste, caries,
enfermedad periodontal); igualmente, mediante las consecuencias demográficas del
estrés (mortalidad infantil, esperanza de vida, probabilidad de muerte).
El enfoque biosocial se apoya en los conceptos de “modo de vida” –las condi-
ciones materiales de existencia de los diferentes grupos humanos– y de “estilo de
vida” –la manera como los grupos plasman su situación objetiva de acuerdo con
su tradición cultural. Los elementos que se tienen en cuenta para el análisis son la
organización social (por medio de la cual organizan los procesos para la apropiación
de los recursos, como la economía, la política, la tecnología, la cultura y la ideolo-
gía), aspectos demográficos (tamaño, tasa de crecimiento, estructura por edades,
distribución geográfica), el medio ambiente (clima, altitud, recursos naturales,
vectores de parásitos) y el genoma; estos cuatro componentes “marcan los límites
más amplios para el análisis de la determinación de la salud” (Márquez, 2006: 33).
Si bien las perspectivas biocultural y biosocial incluyen la dimensión ambiental
en el estudio de la salud, su énfasis principal es sobre los aspectos sociales y biológi-
cos. La ecología humana, en cambio, se diferencia en que caracteriza el ecosistema
específico en que habita cada sociedad, “en términos de biomasa vegetal y animal,
en condiciones de productividad de los suelos y clima” (Morán, 1993: 25). Tiene
en cuenta, además, la cosmovisión de los pueblos y sus conocimientos sobre la
salud, pues a diferencia del mundo occidental, las comunidades indígenas tienen
una visión integral, en la que se considera la enfermedad como un desajuste con
el medio ambiente y la propia sociedad (Descola, 2002; Reichel-Dolmatoff, 1977;
Rodríguez, 2006) Por consiguiente, requiere de un enfoque multidisciplinario
que integre las relaciones entre los humanos, el medio ambiente y las prácticas
culturales, mediadas por la cosmovisión de cada grupo étnico.
| 213 |

En los análisis de la relación entre medio ambiente, sociedad y biología desde la


perspectiva de la ecología humana o ecología antropológica, el concepto de adapta-
ción es muy importante. La adaptación es un proceso en el que la interacción del
tiempo y el ambiente es necesaria para que las poblaciones se ajusten a los cambios
ambientales. Los estímulos ambientales, como las fluctuaciones climáticas diarias,
estacionales o cíclicas, afectan la cultura, la estructura social, el comportamiento
humano, los patrones de subsistencia y otros atributos, generando desequilibrio –
estrés–, que a su vez produce una reacción de la población, favorable o desfavorable,
según su grado de adaptación (Morán, 1993: 18-21). En el primer caso, se elimina
el estrés retornando a la homeostasis; en el segundo, se pueden producir fallas en
el sistema –desadaptación–, como la desnutrición y la salud deficiente, o muerte
del organismo. La respuesta del individuo a las enfermedades dependerá tanto de
la resistencia del organismo como del grado de virulencia del parásito. Mediante
una nutrición adecuada de acuerdo al sexo, edad, estado reproductivo y fisiológico
o actividad desempeñada, las poblaciones han respondido exitosamente a la presión
del estrés, particularmente a las enfermedades infecciosas (Little, 1995: 149-167).
El grado de adaptación de una población se mide, entonces, según su nivel
nutricional, su estado de salud-enfermedad y la efectividad de los mecanismos con-
troladores del crecimiento demográfico en los períodos de fluctuaciones ambientales.
Por cuanto la disponibilidad de los alimentos se ve limitada por factores ecológicos,
demográficos y sociales, la necesidad de disponer de ellos ha frenado la intrusión en
distintos espacios ambientales, impidiendo el desmesurado crecimiento poblacional,
y ha impuesto a su vez tabúes y otras formas de control social que eviten su agota-
miento (Harris y Ross, 1991). En esencia, el tamaño de las poblaciones humanas
prehistóricas lo ha determinado el tamaño de las poblaciones animales, que a su vez
estuvo condicionado por la cantidad de alimentos vegetales que brindaba el bioma
(unidad ambiental), como también por la intensidad de la actividad depredadora
del propio humano. La capacidad límite o de sustentación de un ambiente dado
con respecto a una población determinada se establece por el nivel más allá del cual
no tendrá lugar ningún aumento importante de la misma (Campbell, 1985: 183).
Cuando una población se acerca a la capacidad sustentadora límite al punto de
generar deficiencias proteínicas y calóricas, o cuando empieza a crecer y a consumir
desbordando los recursos ambientales, “comiéndose el bosque”, se destapan los meca-
nismos reguladores, conduciendo entre otros a procesos de fisión-fusión (la separación
de algunos miembros de la aldea ancestral y su unión con otros grupos para conformar
nuevos asentamientos) y a conflictos bélicos por los recursos circundantes como medio
| 214 |

eficaz de control demográfico. Las frecuentes guerras favorecen la crianza de niños


en detrimento de las niñas, que son eliminadas mediante la práctica del infanticidio
(Harris y Ross, 1991: 77-78). De esta manera, la evaluación individual y poblacional
de la adaptación se establece según varios criterios de salud-enfermedad: la nutrición,
la salud, el perfil demográfico, el crecimiento y desarrollo, los mecanismos sociales de
regulación, el manejo del medio ambiente, la función afectiva y la habilidad intelectual
(Cohen y Crane-Kramer, 2007; Márquez, 2006; Steckel et al, 2002).

10.3 Salud y cosmovisión indígena

En la cosmovisión indígena, la enfermedad es interpretada no tanto como una


condición biológica (clínica), sino como la perturbación del equilibrio ecológico,
ya sea por la caza incontrolada de animales en los tiempos de su reproducción, el
consumo de ciertos peces prohibidos, los amoríos inoportunos con ciertas mujeres,
la recolección excesiva de determinadas plantas, o por haberse olvidado de las prác-
ticas rituales propiciadoras de la fertilidad. La institución encargada de auscultar los
males –desequilibrio, desorden, desajuste– del cosmos, la naturaleza, la sociedad y del
individuo en particular es el chamanismo y sus portadores los chamanes, sabedores,
conocedores del poder mágico y de capacidad de mediación entre los humanos y
las fuerzas ocultas; son los protagonistas del diagnóstico, con el fin de restablecer la
salud mediante contactos reconciliadores con las fuerzas sobrenaturales, dueñas de
los animales y plantas, y dadoras de la energía universal (Reichel-Dolmatoff, 1977).
En este sentido, el chamán construye bienestar en general; por tanto, debe
regular la cantidad de veneno empleado en la pesca, el número y clase de anima-
les que se pueden atrapar, la cantidad de plantas que se pueden recolectar, y el
crecimiento mismo de la población humana. También controla otras actividades
domésticas, como la construcción de la maloca, la elaboración de canoas y la aper-
tura de trochas. Es decir, el chamán cumple el papel social de regulador ecológico
para evitar el desequilibrio energético, y, por ende, las enfermedades causadas
por tres tipos de agentes patógenos: a) la venganza de los animales de presa; b) la
antipatía de otras personas; c) la malevolencia de espíritus tales como los dueños
de los animales y otros (Reichel-Dolmatoff, 1977: 369).
Desde esta perspectiva, la visión sobre la salud-enfermedad y muerte en las
sociedades indígenas es ecológica pues establece un vínculo estrecho con el medio
ambiente, de tal manera que la salud física de las poblaciones es una expresión del
| 215 |

equilibrio ecológico. Durante milenios, las poblaciones indígenas construyeron un


conjunto de ideas sobre el cuerpo y sus relaciones con el medio ambiente circun-
dante y los otros integrantes del grupo social, entendiendo el medio ambiente no
solamente como el mundo natural, sino también como las múltiples realidades no
tangibles con las cuales interactúan los individuos, como los otros mundos coexis-
tentes en la realidad cotidiana, dominio de los espíritus y de los propios antepasados.
Por esta razón, la enfermedad se puede producir no solamente por la perturbación
de la relación con la realidad cotidiana, sino también con las otras entidades. Este
mundo mítico es precisamente el que provee los conocimientos para superar los
estados de crisis, pues son los antepasados o los héroes míticos del grupo quienes,
al inicio de la creación, enseñaron a los humanos cómo cuidar su salud. De ahí
que el chamán, como depositario del conocimiento, emplee sus saberes en las
sesiones de curación para resolver los problemas de salud, y el mito como fuente
de conocimientos para curar enfermedades específicas, como referente valorativo
para la creación de un espacio de curación, y como canal para comunicarse con los
espíritus ayudantes o para desplazarse hacia su mundo en busca de ayuda.

10.3.1 El chamán como agente de salud

Durante varios milenios los aborígenes americanos desarrollaron un profundo


conocimiento acerca de las propiedades de las plantas, el comportamiento de los
animales, las fuerzas de la naturaleza, el ciclo de los astros, y las fuerzas sobrena-
turales. Este conocimiento fue transmitido de generación en generación por sabe-
dores o chamanes, quienes eran escogidos por sus dotes especiales de ver la esencia
de las cosas, de atravesar las diferentes capas del mundo, de apreciar el aura de la
gente, de manejar la muerte y de poseer espíritus aliados en quienes apoyarse para
sus curaciones. Cada pueblo tenía un chamán mayor y varios aprendices del arte,
encargados de custodiar el territorio de los ancestros, de observar los ciclos climáti-
cos con el fin de organizar las labores agrícolas, de seguir el desplazamiento de los
cardúmenes de peces para mejorar la pesca y de las manadas de animales de monte
con el propósito de asegurar la cacería, y, a su vez, la reproducción de ellos (Cayón,
2002: 264; Eliade, 2001: 23; Reichel-Dolmatoff, 1977: 372; Vitebsky, 2006: 8-11).
A su llegada, los conquistadores encontraron que en el Nuevo Mundo los pue-
blos indígenas concebían una vida en otro mundo, donde existían fuerzas espiri-
tuales que eran las dueñas de la vida, los humanos, los animales y las plantas. Para
| 216 |

comunicarse con ellas, obtener el conocimiento necesario para la supervivencia del


grupo e interceder ante los eventos de enfermedad, mal clima o acciones enemigas,
tenían sabedores, sacerdotes y chamanes –llamados por los europeos brujos que se
comunicaban con el demonio–; eran entrenados en este oficio desde muy pequeños,
seleccionados por sus capacidades o por herencia; hombres o mujeres, siendo estas
últimas muy temidas; sometidos a rigurosos ayunos y abstinencia sexual; confinados
en sus cúes, templos y altares ceremoniales, o dedicados a la vida cotidiana; usaban
tabaco, yopo, yajé, coca y otras plantas para inducir el vuelo chamánico, chupar el
mal y soplarlo lejos de los enfermos; se apoyaban en una parafernalia consistente en
instrumentos musicales, máscaras, bancos (dúhos), vestimenta ceremonial, piedras de
diferentes colores, cuarzos para observar las alteraciones cromáticas, resinas, figuras
antropomorfas y zoomorfas, y plumas de vistosas aves.
El yajé es el psicotrópico más difundido en el noroeste de Suramérica y es
considerado un medio “para liberar el alma de su confinamiento corporal para
que viaje libremente fuera del cuerpo y regrese a él a voluntad. El alma, así libe-
rada, lleva a su poseedor de las realidades de la vida cotidiana a un reino maravi-
lloso que considera real, en el que él permite comunicarse con sus antepasados”
(Schultes y Hofmann, 2000: 124). Para reforzar el trance, el chamán se apoya en
una parafernalia que incluye un vestuario de pieles de felinos, pintura corporal,
instrumentos musicales (tambores en Siberia, maracas y flautas en la Amazonia,
fotutos en los Andes, y sonajeros) para llamar a los espíritus, además de peque-
ñas piedras especiales (tumas) que pueden ser recipientes de espíritus, plantas y
animales cuyas propiedades ayudan al chamán a concentrar energías. Durante las
danzas emplea máscaras que son representaciones de seres híbridos, por ejemplo
el hombre-murciélago en la Sierra Nevada de Santa Marta, que denotan precisa-
mente el poder de transformación de los chamanes (Reichel-Dolmatoff, 2005: 26).
No obstante, el chamán no se desvincula de la sociedad, pues siembra para su
subsistencia y las plantas medicinales para curar a los enfermos; caza animales de monte
para consumir después de los períodos de abstinencia; atiende a la gente según sus
necesidades, convive e interactúa con ella y con sus poderes a través del yajé, yopo u
otros psicotrópicos (Pinzón et al., 1993: 194). Durante su formación realiza intensos
ayunos, y en los rituales de curación sus esfuerzos son muy grandes para evacuar el
mal de los enfermos, de manera que termina agotado (Figura 49). De aquí que su
salud pueda ser más precaria que la de una persona corriente y que desarrolle defectos
del esmalte (figura 49) y otras lesiones de privación, a pesar de que su alto estatus
lleve a que su cabeza sea sometida a deformación y su cuerpo después de fallecido sea
| 217 |

momificado con el fin de destacarlo dentro del resto de la población como símbolo
prestigio, como se ha observado en la Mesa de los Santos, Santander (Figura 49).
Gracias a la existencia de esta sólida institución del chamanismo, las sociedades
del Nuevo Mundo pudieron regular el consumo de peces y animales, reproducir
las plantas útiles de la selva tropical y controlar el crecimiento demográfico para
no agotar los recursos, conocer las principales enfermedades americanas y su
tratamiento terapéutico y desarrollar actividades rituales para reforzar las tradi-
ciones culturales, base de su vitalidad o supervivencia. Todo ello en el marco de
una cosmovisión caracterizada como un sistema práctico de concebir y controlar
el mundo para mejorarlo –diferente a la filosofía y a la religión–, y a un estilo
cognitivo que “buscan la radical aptitud y eficacia en la vida y en lo concreto, por
encima del conocimiento universal y abstracto” (Fericgla, 2006: 51). Por ello,
los conquistadores encontraron poblaciones sanas en sentido biológico y social.

10.4 Los indicadores de salud

A pesar de los chamanes y su terapéutica, en el Nuevo Mundo existieron en-


fermedades y epidemias cuyo diagnóstico hay que realizar con base en la evi-
dencia material, en este caso, el cuerpo, es decir en los restos óseos, dentales y
momificados de las poblaciones del pasado. En la reconstrucción de este perfil
paleopatológico es importante tener en cuenta tres aspectos metodológicos. En
primer lugar, entender que la enfermedad es un proceso que requiere compren-
der el contexto de la población objeto de estudio. En segundo lugar, la cultura
juega un papel importante como variable medioambiental que puede afectar
el proceso de la enfermedad (tecnología, la organización social y la ideología),
inhibiendo o acentuando su desarrollo. En tercer lugar, el enfoque paleoepide-
miológico en el tiempo y en el espacio, contrariamente a los estudios de caso,
es el que brinda una visión más amplia, y para tal efecto se emplean múltiples
indicadores de salud cuya validez se ha venido discutiendo desde hace más de
dos décadas (Armelagos y Brown, 2002: 593-602).
Infortunadamente, para los Andes Orientales no se han adelantado estudios
integrales de tipo paleoepidemiológico, exceptuando la comparación entre los
períodos precerámicos temprano y tardío que ha permitido apreciar el impacto de
los cambios en los patrones de subsistencia en la salud de los horticultores (Gó-
mez, 2011); el análisis de la morbilidad bucodental de algunas muestras, pero sin
| 218 |

que se dé cuenta de las principales tendencias temporales (Polanco et al., 1990a,


1990b, 1991, 1992a, 1992b); las lesiones de la columna vertebral producidas por
el modo de vida en Portalegre, Soacha (Rojas et al., 2008); y las marcas óseas de
actividad (MOA) en una muestra de Tibanica, Soacha (Rojas, 2010).
En el ámbito mundial se ha avanzado considerablemente en los estudios com-
parativos, gracias al desarrollo del proyecto “Historia de la salud y la nutrición en el
hemisferio occidental”, cuyo enfoque teórico se basa en la perspectiva epidemioló-
gica y ecológica que toma en cuenta la cultura, y en la necesidad metodológica de
unificar los criterios de observación y comparación de las distintas poblaciones en
el tiempo y en el espacio. Los ocho indicadores de estrés propuestos para evaluar
de manera estandarizada son (Márquez y Jaén, 1997; Steckel et al., 2002):

1. Patrones demográficos (mortalidad, fecundidad, esperanza de vida, super


vivencia)
2. Desarrollo y crecimiento
3. Características físicas (estatura, robustez)
4. Indicadores dentales de privación (líneas de hipoplasia del esmalte, caries
dentales, abscesos, pérdida de dientes)
5. Indicadores óseos de privación (hiperostosis porótica y criba orbitaria por
deficiencia de hierro)
6. Enfermedades infecciosas (tuberculosis, periostitis)
7. Traumatismos
8. Enfermedad articular degenerativa (EAD) (osteofitosis, osteoartritis).

En general, las discusiones metodológicas sobre las diferentes variables a


observar, tanto de los huesos largos (traumas, periostitis, procesos líticos), como
del cráneo (hiperostosis porótica) y de los dientes (defectos del esmalte, desgaste,
abscesos, cálculo dental), tratan de ofrecer una visión general sobre la nutrición
y salud. Igualmente sobre los indicadores demográficos (mortalidad infantil, es-
peranza de vida, probabilidad de muerte) de las poblaciones antiguas de manera
estandarizada mediante el índice de salud. No obstante, se ha discutido sobre las
limitaciones de los restos óseos para inferir la salud de las poblaciones antiguas,
por cuanto las personas que perecen y cuyos restos analizamos, no siempre son las
más débiles, en lo que se conoce como la “paradoja osteológica” (Wood et al., 1992).
Dentro de los análisis especializados se incluyen isótopos estables (carbono,
nitrógeno), elementos traza (estroncio, oxígeno, zinc) y fitolitos (microfósiles), para
| 219 |

estudiar la paleodieta; dataciones radiocarbónicas de contextos funerarios ya excavados;


estudios paleodemográficos (tabla de vida); estudios imagenológicos para fortalecer los
análisis paleopatológicos óseos y dentales; y estudios de genética molecular (ADNmt,
cromosoma Y). Por su lado, las excavaciones arqueológicas sistemáticas y regionales
brindan un contexto de la variación funeraria, y de los paisajes y suelos de los yaci-
mientos estratificados, mediante estudios de suelos, polen, fitolitos y macrorrestos.
Los atributos de este sistema son categorías de lesiones óseas y dentales que
tienen el mismo peso específico, y para cada individuo el índice oscila entre 0
(cercano a la muerte) y 100 % (muy sano). El índice asume el valor por los años
vividos por el individuo (Márquez, 2006; Steckel et al., 2002: 68-71). Este ín-
dice17 permite comparar la calidad de la salud en el ámbito mundial, pues en todos
los casos un valor de 100 corresponde a una persona muy sana, mientras que los
valores inferiores, a los más insalubres (Cohen y Crane-Kramer, 2007; Steckel et
al., 2002, 2006). De esta manera se obtuvo un rango entre 91,8 y 53,5, donde los
mayores índices se hallaron en poblaciones costeras y andinas de Suramérica y Nor-
teamérica, los más bajos entre esclavos africanos de plantaciones y en la región maya.
Sin embargo, este índice presenta varios problemas, entre ellos que varias muestras
están integradas solamente por cráneos sin esqueleto poscraneal, lo que impide la
comparación de varios indicadores (estatura, EAD, procesos infecciosos), además
de que no se incluyó ni la caries ni los problemas infecciosos como la tuberculosis
que en el mundo andino tuvo un impacto significativo, más que la treponematosis
(Arriaza et al, 1995; Buikstra y williams, 1991; Roberts y Buikstra, 2003). Tampoco
se incluyeron los indicadores paleodemográficos, hubo pocas representaciones de
Suramérica y no se analizaron los cambios en larga perspectiva. 18
Posteriormente, se amplió la batería de los indicadores de salud19 y se incluyeron
muestras de cazadores recolectores, y para algunas regiones de Suramérica se indagó
por los cambios a largo plazo, como en el Perú. Los datos sobre Norteamérica (Geor-
gia, Florida, Carolina, Centro-Sur de Estados Unidos), Mesoamérica, Suramérica
(Perú, Chile) y Colombia, señalan que la agricultura surgió tras varios miles de años

17  Tomando como indicadores de salud los cambios de la estatura, la hipoplasia del esmalte, los defectos
dentales, la hiperostosis porótica y criba orbitaria como indicadores de anemia, las enfermedades infecciosas
reflejadas en periostitis, la enfermedad articular degenerativa (EAD) y los traumas.
18  Esperanza de vida al nacer, mortalidad infantil, probabilidad de muerte por cohortes de edad.
19  Tamaño dental, pérdida antemortem de dientes, desgaste dental, caries, hipoplasia del esmalte, hiperostosis
porótica, reacciones periósticas, osteomielitis, señales de enfermedades infecciosas específicas, como TBC, lepra
y treponematosis, estatura y patrón de crecimiento, traumas, enfermedad articular degenerativa, osteoporosis
y grado de robustez de los huesos (Cohen y Crane-Kramer, 2007: 8).
| 220 |

de experimentación con plantas, que este proceso fue muy desigual por toda América,
y que hubo un incremento de los indicadores de privación (hiperostosis porótica,
criba orbitaria, defectos del esmalte) y de enfermedades infecciosas como la caries y
la TBC. La estatura no parece haberse modificado sustancialmente, mientras que la
treponematosis se redujo en algunas partes, como en Colombia.

10.5 La salud de los cazadores recolectores

La salud de los primeros pobladores del continente americano ha suscitado varias con-
troversias, relacionadas ante todo con las características de los hallazgos, dado que en
su mayoría corresponden a casos aislados, con alta fragmentación y fechas inciertas, lo
cual se debe en gran parte a la movilidad y pequeño tamaño de los grupos de cazadores
recolectores, que dejaron pocas evidencias de su presencia temprana en este continente.
Mientras que en Norteamérica se posee información sobre más de 1000 individuos
datados entre 5000 y 10.000 años de antigüedad (Doran, 2007), en el valle de México
los hallazgos son en su mayoría individuales (Peñón, Chimalhuapan, Balderas, Tlapa-
coya, Texcal, Chicoloapan) (Jiménez et al., 2002). En Brasil la muestra de Lagoa Santa,
compuesta básicamente por cráneos, descubierta en el siglo XIX, no cuenta con buen
contexto arqueológico y sus restos están dispersos en varias colecciones alrededor del
mundo (Neves y Weselowski, 2002). Argentina pose una pequeña colección de restos
precerámicos provenientes de Arroyo Seco (Politis et al., 2009: 151). Entre tanto, en
Perú (Pechenkina et al., 2007: 98), Colombia (Correal, 1996) y Chile (Arriaza, 2003),
a diferencia de Centroamérica, existen numerosas muestras con más de un centenar
de individuos que permiten cubrir la evolución durante todo el Holoceno, y rastrear
los cambios en la dieta y salud de los primeros pobladores en relación con las transfor-
maciones de los patrones de subsistencia en el ámbito andino y costero.
La salud de los paleoamericanos dependió inicialmente tanto de factores bio-
lógicos (inmunorresistencia ancestral) y ecológicos (la presencia de vectores de
patógenos locales), como también de su comportamiento social (tamaño y com-
posición de los grupos, cambios en los patrones de subsistencia). Al colonizarse el
Nuevo Mundo a finales del Pleistoceno, se produjo inicialmente un cuello de botella
que redujo la diversidad genética procedente del noreste de Asia, perdiéndose la
inmunorresistencia a los patógenos (virus, bacterias) que producen la gripa, viruela,
sarampión, fiebre tifoidea y otras enfermedades inexistentes en América a la llega-
da de los europeos. Esta reducción se refleja en la presencia de pocos haplogupos
| 221 |

mitocondriales predominantes (A, B, C, D) (Melton et al., 2007), un solo tipo de


cromosoma Y (Q3) (Santos et al., 1999), grupo sanguíneo O+ predominante, una
morfología facial mongoloide atenuada (mesomorfa) y rasgos dentales que encajan
en el patrón mongoloide (incisivos en pala predominantes), que caracterizan a los
amerindios y los diferencian de otras poblaciones mundiales (Turner, 1984).
Con la expansión continental y el asentamiento en diferentes ecosistemas, los
cazadores recolectores se enfrentaron a nuevas condiciones y, por consiguiente, a
patógenos locales, especialmente a parásitos intestinales en las tierras bajas, como
también a deficiencias climáticas como la hipoxia de altura, el frío circunpolar,
las altas temperaturas sabaneras y la humedad de los bosques tropicales. Por su
lado, los cambios climáticos acontecidos durante el Holoceno condujeron al in-
cremento de la cobertura boscosa, y a la reducción de los pastizales –y por ende,
a la desaparición de la megafauna–, lo que favoreció el desarrollo de plantas útiles
para el consumo humano, especialmente tubérculos, bayas y frutos.
En Suramérica, donde la biomasa es mucho más rica que en Norteamérica,
desde inicios del Holoceno, a raíz de los drásticos cambios climáticos que reduje-
ron el hábitat de los animales de caza y alteraron las condiciones de las costas, las
poblaciones empezaron a experimentar con diferentes plantas, particularmente con
tubérculos de altura (arracacha, chugua, ibia, cubio, miso, jícama, achira, papa) y
tierras bajas (yuca, batata, ñame, zangu), leguminosas (maní, fríjol, haba, chocho,
porotón), cucurbitáceas (calabaza, ahuyama, cidra), hortalizas (ají o chile), frutas
(aguacate, ciruelas) y, finalmente, granos (quinoa, maíz).
Estos cambios fueron diferentes según los distintos ecosistemas costeros, an-
dinos o sabaneros. Así, en Perú la población creció e incrementó su complejidad
social dos mil años antes de que surgiera la agricultura intensiva del maíz, haciendo
uso de once plantas cultivadas durante el Precerámico Medio (4000-2500 a. C.)
(calabaza, begonia, achira, jícama, yuca, quinoa, maní, fríjol, ciruela) (Pechenkina
et al., 2007: 93). En Chile, entre tanto, durante el Arcaico (7000-1800 a. C.) la
población costera Chinchorro dependió básicamente de la caza marina, recolección
y pesca, teniendo un complejo sistema funerario; solamente durante el Formativo
(1800 a. C. - 450 d. C.) surgen la alfarería y la agricultura (quinoa, fríjoles, yuca,
ají, maíz, batata, calabaza) como elementos característicos de este período (Alfon-
so et al., 2007: 114). Mientras que en la costa Caribe colombiana la alfarería, el
sedentarismo y la producción de alimentos –posiblemente el cultivo de yuca– se
desarrollaron tempranamente hacia finales del IV milenio a. C. (Oyuela, 2003), y
en la cordillera Central hay evidencias de una temprana manipulación de plantas
| 222 |

desde principios del Holoceno (Aceituno, 2003), en la sabana de Bogotá estos


cambios se produjeron varios milenios después, hacia el II milenio a. C.
El modo de vida recolector cazador, y el reducido tamaño de los grupos y su
gran movilidad, produjeron un ámbito propicio para el desarrollo de enfermedades
articulares (EAD) que afectaron principalmente los pies, las rodillas, los brazos y
la columna vertebral (Correal, 1996: 145-161). El tipo de dieta abrasiva condujo
a un fuerte desgaste dental que llegaba a exponer la cavidad pulpar, produciendo
pérdida antemortem de piezas dentales, por el desgaste y no por caries, ya que
las evidencias de esta última son muy raras (Polanco et al., 1992a, 1992b). Las
enfermedades infecciosas no alcanzaron a afectar a estos grupos, pues para ello se
requiere de un número mínimo de individuos que habitualmente debe sobrepasar
la cifra de 250-300 para que se pueda fijar (Burnet y White, 1982).
La esperanza de vida de estos grupos era elevada en virtud del reducido número
de hijos que tenían, ya fuese por el control intencional de las mujeres para no liarse
con una mayor carga para transportar fuera de lo requerido para cocinar, o por efec-
tos fisiológicos. Las mujeres en la mayoría de grupos cazadores-recolectores dan a luz
cada tres o cuatro años, constante biológica que parece ser una respuesta a la exigencia
física de movilidad permanente que implica cargar las crías y los utensilios básicos del
hogar. Por otro lado, la caza exige el recorrido de grandes distancias siguien­do la pista
de la presa y el silencio y la cautela conco­mitante a la fase final del apresamiento de la
misma. Estos esfuerzos físicos podrían debilitar el organismo femenino si tuviera que
llevar a cuestas a sus crías además de los alimentos. Por tal razón, se ha encontrado un
espaciamiento óptimo entre parto y parto que permita dar a luz cuando el hijo anterior
sea independiente en su desplazamiento y alimentación. La lactancia prolongada en ca-
zadores recolectores parece ser un mecanismo fisiológico que evita la ovulación y reduce
las posibilidades de otro embarazo, al produ­cir la amenorrea. La prolactina que regula
la actividad mamaria es segregada durante la lactancia y, a su vez, inhibe la produc­ción
de hormonas gonadotróficas que regulan el ciclo ovulatorio (Harris y Ross, 1991).

10.6 Horticultura y salud

En Colombia, hacia el II milenio a. C., según el registro arqueológico, tenemos


evidencias de manejo de plantas en Aguazuque (cantos rodados con bordes des-
gastados, macrorrestos de tubérculos de altura), acompañadas de crecimiento del
tamaño poblacional y de las enfermedades infecciosas como la treponematosis
| 223 |

(Correal, 1990); en cuanto a la salud oral, observamos un incremento de los de-


fectos del esmalte, caries (Polanco et al., 1992), y un acentuado decrecimiento en
el tamaño de los dientes y de la mandíbula (Rodríguez y Vargas, 2010). Con la
domesticación del curí se produjo un mayor contacto con estos roedores que pueden
ser portadores de enfermedades infecciosas como la TBC (Idrovo, 1997: 50-53).
Estos cambios en los patrones de subsistencia, en los estilos de vida, en la salud y
en las características demográficas de las poblaciones que adoptaron la horticultura, y
que posteriormente intensificaron la agricultura del maíz, han generado discusiones
acerca de la calidad de vida. Si a mediados de los años 80 del siglo XX se consideraba
que los cazadores recolectores en general disfrutaban de mejores condiciones de
salud que los subsecuentes horticultores y agricultores, en los que se observaba un
incremento en las lesiones periósticas, caries dental, y decrecimiento en el grado
de robustez y en la estatura (Larsen, 2000), en los años 2000 se ha planteado que
en algunas regiones costeras esos cambios no fueron tan dramáticos, como en el
norte de Chile (Alfonso et al., 2007: 129), o que no hubo una afectación severa,
como en Alabama, Tennessee y Mississippi (Danforth et al., 2007: 79).
En lo que sí están de acuerdo los investigadores de la salud antigua y sus tendencias
temporales, es que los inicios del sedentarismo y la intensificación en el consumo
de vegetales produjeron profundos cambios en la salud de las primeras poblaciones
hortícolas, con tendencias variables según la región (costa, interior, montaña) y la
cronología, aunque en todos los casos se comparte el incremento en las enfermedades
infecciosas (especialmente de la treponematosis y tuberculosis, que dejan su impronta
en el hueso). Igualmente, que los indicadores demográficos pueden estar midiendo
la fecundidad (mayor número de hijos nacidos), más que la mortalidad, en virtud
de que los grupos cazadores recolectores por su movilidad tenían menos hijos, y, por
ende, mayor esperanza de vida al nacer (Buikstra et al, 1987). Al contrario, los grupos
agrícolas sedentarios y con mayor producción alimentaria podían tener más hijos,
con la consecuente reducción de la esperanza de vida y mayor mortalidad infantil.
Finalmente, mientras que los grupos costeros padecían de parasitosis intestinal, que
produce anemia, y, por consiguiente, mayor frecuencia de hiperostosis porótica y
criba orbitaria, en el interior las enfermedades infecciosas, incluidas las bucodentales
(por el mayor consumo de carbohidratos), eran más frecuentes.
En Norteamérica, la región centro-sur de Estados Unidos (Tennessee, Mississippi
y Alabama) ha sido objeto de amplios estudios regionales para los períodos Arcaico
(5000-1500 a. C.), Woodland (1500 a.C. a 1000 d. C.) y Mississippi (1000-1500 d.
C.). Durante el Arcaico Medio y Tardío las poblaciones dependieron del consumo de
| 224 |

nueces, bayas, mejillones y ciervos. Las primeras evidencias de semillas semidomesti-


cadas aparecen durante el Arcaico Tardío y Terminal de Tennessee, pero en Alabama
y Mississippi lo hacen solamente durante el Woodland Temprano. Los cultígenos
incluían gramíneas suculentas, cuyo uso se intensifica en la medida en que la población
se sedentariza, decreciendo el de las plantas silvestres; en la fauna se acude al consumo
de ciervos, ardillas y conejos. En el Mississippi Temprano, el maíz tiene preponderancia
sobre otros vegetales; los montículos se hacen más frecuentes como manifestación de
la diferenciación social, y el surgimiento de élites se aprecia también en las prácticas
funerarias, las viviendas, los alimentos consumidos y la posesión de objetos exóticos.
A pesar de que la transición hacia la agricultura es evidente en el registro político y
económico, respecto a la salud el único cambio perceptible es el esperado incremento
de la patología oral como consecuencia de la intensificación en el consumo de car-
bohidratos; los otros indicadores de privación, como la detención del crecimiento
y la anemia no muestran la misma tendencia. Las enfermedades infecciosas, como
la periostitis y especialmente la tuberculosis, aumentan en frecuencia. En el este de
Tennessee, el tamaño dental decrece considerablemente. De esta manera, la adopción
de la agricultura en Alabama, Tennessee y Mississippi no afectó significativamente la
salud de sus pobladores, excluyendo una variedad de enfermedades infecciosas nuevas
que surgieron (Danforth et al., 2007: 77).
En Suramérica, la costa peruana fue escenario del surgimiento de sociedades
jerarquizadas muy tempranas, y fue centro primario de domesticación de plan-
tas y animales. Durante 2000 años la población creció y se jerarquizó antes de
depender de la agricultura intensiva del maíz, y la construcción de obras monu-
mentales y la expansión demográfica tuvieron lugar hace 4000-5000 años. Los
antiguos pescadores padecían de enfermedades parasitarias por la presencia de
Diphyllobothrium, como se ha comprobado en estudios de coprolitos en el sitio
Los Gavilanes (2900-2750 a.C.); con el desarrollo de los sistemas de irrigación y
la contaminación del agua potable, la población se vio afectada por otro tipo de
parásitos como Enterobius vermicularis, Ascaris lumbricoides y Trichuris trichiura,
este último procedente de vectores animales, con el consecuente incremento de
anemia ferropénica. Los estudios de elementos traza señalan que hacia el Prece-
rámico Medio (4000-2500 a.C.) la población dependía de los recursos marinos;
la exostosis auditiva registrada en algunos individuos del sitio Paloma evidencia
la inmersión en aguas profundas y frías. En este último sitio se han identificado
11 tipos de plantas, entre ellas calabaza (como vasija y flotador), begonia, achira,
jícama, yuca, quinoa, cucurbitáceas, maní, ciruela, y fríjol hacia el final de este
| 225 |

período. La introducción del fríjol aportó a la dieta un alimento rico en hierro,


compensando el impacto de la anemia. De esta manera el indicador de anemia se
redujo de 36% en el nivel de ocupación temprana a solamente 12% en el nivel
tardío. Durante el Precerámico Tardío (2500-1500 a. C.) el registro arqueológico
muestra incremento de la densidad poblacional, el surgimiento de la jerarquía social
y una forma más centralizada del poder en el Perú central; la dependencia de los
recursos marinos continúa inclusive hasta el siguiente Período Inicial (1450-950
a. C.), añadiéndose dentro del conjunto de plantas el maíz y la papa. No se tiene
certeza del momento exacto en que el maíz asume su papel como producto básico
de la alimentación indígena (Pechenkina et al., 2007: 92-93).
En el valle de Azapa del desierto de Atacama, norte de Chile, los pobladores
Chinchorro del Período Arcaico (7000-1100 a. C.) eran cazadores, recolectores y
pescadores, practicaban la momificación de los cuerpos, y padecían con frecuencia
de periostitis (39%), exostosis auditiva (36% de los hombres y 4,3% de las mujeres),
traumas óseos (16%), espondilólisis (18%), enfermedad articular degenerativa (47%
de los adultos femeninos y 33% de los varones adultos) y anemia (criba orbitaria,
hiperostosis porótica) debido a la presencia de parásitos en los alimentos marinos;
la frecuencia de caries es muy baja (4,9%) (Arriaza, 2003). Al inicio del Formativo
(1950 a. C. a 450 d. C.), algunos grupos costeros se desplazan al interior, fundan
aldeas, y adoptan la agricultura y la alfarería, cultivando quinoa, maíz, fríjol, batata,
yuca, ají y calabaza, entre otros productos. La sociedad se jerarquiza y se segmenta
según diferentes especialistas (cazadores, pescadores, agricultores, textileros). Se evi-
dencia un desmejoramiento de las condiciones de vida de los primeros agricultores
del Formativo, expresada en un descenso de la esperanza de vida al nacer –que se
podría relacionar con un incremento de la fecundidad–, y en un incremento de
los defectos del esmalte, cuyo pico se alcanza entre los 4-5 años de edad en la zona
costera, y entre 0-6 años en el interior del país. En consecuencia, mientras que para
el interior se registra un desmejoramiento de la calidad de vida con la adopción de
la agricultura, en la costa no se aprecia tal tendencia (Alfonso et al., 2007: 129).
Para el caso de la sabana de Bogotá, los cambios climáticos acontecidos hacia
finales del III milenio a. C. y durante todo el II milenio a. C., produjeron un
mayor acercamiento de los cazadores recolectores hacia el manejo de tubérculos
de altura, que desembocó en la adopción del maíz como cultígeno básico a prin-
cipios del I milenio a. C. Este cambio en el patrón de subsistencia propició, a su
vez, la sedentarización, el incremento del tamaño poblacional y el desarrollo de
enfermedades infectocontagiosas, como la sífilis venérea (Figuras 53, 54; Tabla 14).
| 226 |

Tabla 14. Frecuencia de indicadores de dieta, salud y demografía20


en la sabana de Bogotá.

Enfermedades Paleo
Paleodieta Lesiones dentales
infecciosas demografía

13C (tubérculos)

antemortem (%)

Periapicales (%)
Treponematosis

Hipoplasia (%)
Pérdida dientes

Niños de 0-10
Esperanza de
Tuberculosis

vida al nacer
15N (carne)

Caries (%)
Período

años (%)
Abscesos
(‰)

(‰)

(%)
Precerámico
Temprano +8,1 -19,4 Ausente Ausente 0,1 16 - 0 25,8 23,8
VIII-III milenio a. C.
Precerámico Tardío
+8,8 -18,8 Ausente 14,3 5,5 16,9 - 16,7 31,8 11,3
II milenio a. C.
Herrera Temprano
+9,0 -12,6 Ausente 5,6 10,8 30,7 2,5 7,7 25,5 22,2
I milenio a. C.
Herrera Tardío
- - Ausente - 21,8 13,7 6,2 - - -
I milenio d. C.
Muisca Temprano 7,3-
- - Presente -
11,9 7,5 6,3 - -
Siglos IX-XII d. C. 38,1
Muisca Tardío 12,0- 17,3- 4,0-
+10,5 -11,9 Presente Presente 5,0 24,0 25,8
Siglos XIII-XVI d. C. 40,2 27,4 49,5
Engativá M
por la ingesta de azúcares industriales
(viruela, sarampión, catarro, tifo…)
las enfermedades de origen europeo

25,4 29,5
Siglo XVI
Incremento de las enfermedades
Sobredependencia del consumo
Decrecimiento en el consumo

Engativá F
Impacto microbiano de

23,1 24,5
Siglo XVI
Fontibón M
17,6 34,7
de carne

dentales
de maíz

Siglo XVII
Fontibón F
16,4 36,5
Siglo XVII
Tunebia M
21,7 28,1
Siglo XVII
Guane M
17,0 38,5
Siglo XVIII

De 105 individuos correspondientes al Precerámico de la sabana de Bogotá, 67


pertenecen al Temprano (Checua, Tequendama) y 48 al Tardío (Aguazuque, Vistaher-
mosa). De ellos, en el Temprano 47,9% son masculinos, 29,2% femeninos, 18,8%
subadultos y 4,1% indeterminados; en total, 77,1% son adultos. Para el Tardío, 40,3%
20  Los datos demográficos adolecen de varios problemas que hay que tener en cuenta. Por un lado, la
información prehispánica se basa en el conteo de muertos (restos óseos). Por otro lado, las fuentes históricas
tienen su sesgo por cuanto durante la Colonia los indígenas se escondían para evitar el censo.
| 227 |

son de sexo masculino, 26,9% femeninos y 32,8% subadultos; es decir, el 67,2% son
adultos (Gómez, J., 2011: 73-74). Este cuadro demográfico nos está indicando que
durante la etapa temprana, especialmente en los habitantes de abrigos rocosos como
Tequendama (65% son varones), predominaban los varones adultos, cuadro típico de
los cazadores recolectores que daban preeminencia al nacimiento de los niños, seleccio-
nándolos mediante algún mecanismo cultural de control demográfico. Esto contrasta
con el perfil demográfico de los agricultores, en el que, por ejemplo en Portalegre,
Soacha, yacimiento datado entre los siglos XIII y XIV d. C., predominan las mujeres
(48%); los subadultos ocupan el 28% del total del grupo, más que en el Precerámico
Temprano (18,8%) y menos que en el Tardío (34,3%), pero hay mayor presencia de
juveniles (6,4%) y de adultos jóvenes (23,2%) que son muy escasos entre los cazadores
recolectores. Sin embargo, la esperanza de vida al nacer de los cazadores recolectores y
horticultores era superior que la de los agricultores, debido a una mayor fecundidad y,
por ende, a un mayor número de infantes y de jóvenes en estos últimos.
Los análisis de isótopos estables tendientes a la reconstrucción de la paleodieta se-
ñalan que los horticultores consumían menor cantidad de plantas C3 (13C de -18,8)
y mayor proporción de proteína animal (15N de +8,8) que los cazadores recolectores
(Tabla 14). Ello obedece a que la oferta de productos de los horticultores es mayor,
pues incluye vegetales de cultivo itinerante, además de la caza, recolección y pesca,
actividad esta última que suministra una ración más constante de proteína. Esta
tendencia se incrementa con el tiempo, lo que demuestra la efectividad adaptativa
de los agricultores en la búsqueda de recursos para una población más numerosa.
La estatura ha sido un indicador muy utilizado para evaluar las diferencias
en la calidad de vida entre poblaciones que comparten un mismo ancestro. Sin
embargo, para el caso objeto de análisis no se aprecia ninguna variación temporal,
pues la talla en mujeres (150,4 cm) y en varones (159,5 cm) del Precerámico no se
diferencia significativamente de las deducidas para agricultores, aunque las mujeres
agricultoras eran ligeramente más bajas (149 cm) (Gómez, J., 2011).
Respecto a las enfermedades de privación, particularmente las producidas por
anemia ferropénica que se asocia a parasitosis, se evidencia un incremento de la
criba orbitaria severa y la hiperostosis porótica también severa, de valores nulos en
el Temprano a 1,9% y 4,3%, respectivamente, en el Tardío. Este indicador, aunado
al de los defectos del esmalte (hipoplasia) que igualmente se incrementa (de 5,1%
a 10,1%), refleja los efectos de la sedentarización que aumenta la posibilidad de
contagio por parásitos de tipo gastrointestinal, debido al contacto con las excretas.
| 228 |

Las lesiones dentales representaron el mayor padecimiento de los cazadores recolecto-


res, pues el tipo de dieta abrasiva (al consumir carne y raíces preparadas sobre brasas) y el
uso de la boca para tensionar la cuerda de los arcos, además de los adornos como el labret
(palillo que atravesaba la boca de lado a lado), prácticamente destruían los dientes. De esta
manera, el desgaste dental era muy intenso, hasta el punto de exponer la cavidad pulpar,
lo que permitía la proliferación de infecciones que desembocaban en abscesos periapica-
les, que a la postre hacían perder los dientes. La pérdida antemortem de piezas dentales
era muy grande, aunque afectaba en mayor medida a los horticultores (46,7%) que a los
cazadores recolectores tempranos (16%); la frecuencia de abscesos era muy similar (65,2%
en tempranos y 59,1% en tardíos), aunque la enfermedad periodontal sí era muy severa
en los tempranos (65,4%) en comparación con los tardíos (32,6%) (Gómez, J., 2011).
Finalmente, el cuadro de las enfermedades infecciosas evidencia un apreciable
incremento en los horticultores como consecuencia de la aparición de la trepone-
matosis, que en este caso se deduce por el desarrollo de la periostitis en tibia (Figura
54) y de caries sicca en cráneo (Figuras 53). La periostitis como enfermedad es poco
común y por lo general representa una reacción a cambios patológicos en el hueso
subyacente. El periostio reacciona a diferentes lesiones mediante la formación de
hueso nuevo; esta reacción no siempre constituye una expresión de un proceso
inflamatorio. La acumulación de tejido nuevo tiende a ser irregular y no vincula
todo el hueso. La periostitis primaria con frecuencia se produce por traumas o en-
fermedades infecciosas (treponematosis, osteomielitis) (Ortner y Putschar, 1985).
Los huesos afectados de la extremidad inferior encajan en la categoría de huesos
largos con cambios superficiales. Las estrías, los hoyuelos, los nudos y las placas
reflejan la enfermedad ósea de carácter inflamatorio, perióstica en naturaleza, en
contraste con las lesiones osteomielíticas, que se caracterizan por los canales de dre-
naje (cloacas) y la formación perióstica. La expansión de la fíbula y el engrosamiento
cortical de la tibia, como también la inflamación y reparación intramedular, reflejan
la formación de hueso perióstico nuevo (Rothschild y Rothschild, 1995,1996, 2000).
La treponematosis causa cuatro tipos de enfermedades: la sífilis venérea, la sífilis
endémica (característica de la región del Mediterráneo), el yaws o frambesia y la pinta
(afecta solamente la piel). La lesión sifilítica produce ocasionalmente la conocida
forma de tibia en sable, y está invariablemente asociada con manifestaciones de reac-
ción perióstica en la superficie. El remodelado es tan completo que hace imposible el
reconocimiento de cualquier evidencia de reacción perióstica. El yaws tardío observa
dactilitis destructiva de falanges aisladas. Los huesos largos, especialmente la tibia y
los huesos del antebrazo, presentan periostosis gomatosa y osteomielitis, muy similar
| 229 |

a la sífilis terciaria. Otra lesión frecuente es el encorvamiento de la tibia que produce


la llamada pierna en bumerang, similar a la tibia en sable de la sífilis congénita, que
produce un engrosamiento y concavidad de la cortical posterior, acompañado de
adelgazamiento de la cortical anterior, tal como se presenta en las deformaciones
raquíticas. La fíbula rara vez se ve afectada por las deformaciones, y ocasionalmente
se encorvan también el radio y la ulna (Ortner y Putschar, 1985: 180).
Según los diagramas de Steinbock, la diferencia entre la sífilis y el yaws reside en
que en la primera, las áreas más afectadas son la tibia y la bóveda craneal; en menor
medida el fémur y otros huesos largos. El yaws afecta con mayor incidencia la tibia,
la fíbula y el tercio distal del fémur (excluyendo las epífisis) (Powell, M. L., 1991).
Lesiones compatibles con treponematosis se han reportado en todas las re-
giones de América prehispánica (Rothschild y Rothschild, 1995, 1996, 2000),
como también en horticultores (Correal, 1996) y en el Herrera Temprano de la
sabana de Bogotá (Rodríguez, J. V., y Cifuentes, 2005: 111). No se han hallado
evidencias de su presencia en cazadores recolectores.
En lo que respecta a la sabana de Bogotá, se puede observar que el 11,1%
de los cráneos y el 21,1% de las tibias de Aguazuque están afectados con rasgos
compatibles con treponematosis severa, algo que no se aprecia durante el Prece-
rámico Temprano (Gómez, J., 2011).
En fin, con el advenimiento de la horticultura se diversifica el patrón de subsistencia
gracias al cual la población incorpora mayor cantidad de productos tanto animales
como vegetales en su dieta alimentaria, permitiendo una mayor densidad y crecimiento
poblacional, con la consecuente proliferación de enfermedades infectocontagiosas como
la treponematosis, entre ellas la sífilis venérea por el contacto estrecho entre la gente.
A pesar de ello, la población sobrepasa este momento de presión ambiental gracias al
desarrollo del chamanismo, cuyos representantes serán los encargados de los rituales
mortuorios, y, por lo visto, de reducir los padecimientos de la sociedad, siendo respe-
tados y reverenciados, como se aprecia en el enterramiento del individuo No. 458-23,
adulto masculino de Aguazuque (Figura 32) (Correal, 1990: 146-148, 159).

10.7 La intensificación de la agricultura y la salud

La adopción e intensificación de la agricultura –del maíz para el caso de América– ha


sido interpretada como un proceso que afectó considerablemente las condiciones de
vida de las sociedades que se sedentarizaron y tuvieron un acelerado incremento po-
| 230 |

blacional, alterando sus patrones alimentarios, la salud, la estructura demográfica y su


organización social. Esta problemática ha sido foco de atención de los bioarqueólogos,
especialmente desde que se realizó en 1982 un seminario sobre la paleopatología y los
orígenes de la agricultura en el que se retomó la vieja idea de Gordon Childe sobre
el supuesto “enriquecimiento y ampliación de la dieta alimenticia, la ampliación del
control sobre la naturaleza, especialmente por el mejoramiento de las herramientas”
con el desarrollo del Neolítico, pero esta vez abordando el cuerpo humano como
evidencia material (Cohen y Armelagos, 1985: 1). En los reportes de varias regiones
americanas se propusieron distintas hipótesis. Entre estas están las que insisten en que
la agricultura fue necesaria como estrategia económica ante la alta densidad poblacional
o ante la reducción de los recursos de animales de monte, sirviendo de compensación al
crecimiento poblacional antes que a un progreso tecnológico. Se suponía que los caza-
dores, en tanto que consumían más carne que los agricultores, disfrutaban de mejores
condiciones nutricionales. Por otro lado, como los agricultores están más expuestos al
riesgo parasitario y a las inclemencias del clima, padecen de mayores problemas de salud.
Sin embargo, también se oyeron voces que argumentaban otras posiciones, pro-
poniendo que, al contrario, los cazadores enfrentaban un medio más hostil, y por
consiguiente estaban más expuestos a episodios de hambre, lo que habría incidido
en una menor tasa de reproducción (Cohen y Armelagos, 1985: 1-3).
Un aspecto que se ha discutido desde Norteamérica –donde la diversidad de
biomasa vegetal es menor que en el sur– es la falta de proteína y la presencia de fitatos
en el maíz que impiden su absorción, generando deficiencias nutricionales en las so-
ciedades sobredependientes de este cereal, y produciendo anemia ferropénica, pérdida
de sangre, hemorragias y diarrea crónica (Larsen, 2000: 29). Allí mismo la presencia
de isótopos estables tipo C4 se relaciona exclusivamente con el maíz (Katzenberg,
1992; Keegan, 1989). No obstante, la disponibilidad de recursos alimentarios, tanto
cárnicos (animales de monte, curí domesticado, pescado, aves, gusanos, moluscos)
como vegetales (quinoa, maíz, amarantáceas, tubérculos, leguminosas, hortalizas,
verduras, frutas) es mucho más amplia en Centro-Suramérica, por lo que una mayor
presencia de plantas C3 (tubérculos, raíces, rizomas) o C4 (maíz y otros) no es sinó-
nimo de sobredependencia, dieta hipercalórica y subdesarrollo biológico. Además,
el maíz se cultivaba con fríjol y ahuyama, con lo que se subsanaban las deficiencias
de hierro; se descascaraba con lejía de ceniza, o se remojaba en cal, lo que absorbía
minerales; finalmente, se preparaba junto con otros alimentos, entre ellos carne.
El análisis de los principales indicadores de salud (hiperostosis porótica, criba
orbitaria, defectos del esmalte, caries), demografía (esperanza de vida, mortalidad
| 231 |

infantil, fecundidad) y paleodieta (elementos traza, isótopos estables) de grupos


que adoptaron la agricultura, señala diferentes tendencias, tanto negativas (Alfonso
et al., 2007; Cohen y Armelagos, 1985; Pechenkina et al., 2007), como positivas
(Benfer, 1990; Buikstra et al., 1987), e inciertas, según el ecosistema estudiado
(Danforth et al., 2007; Hutchinson et al., 2007). Para la sabana de Bogotá se aprecia
un incremento de las enfermedades infecciosas (treponematosis, caries, TBC) y
parasitarias (criba orbitaria, hiperostosis porótica), y un descenso de la esperanza
de vida y aumento de la mortalidad infantil, en un ambiente de intensificación
en el consumo de cereales (plantas C4) y crecimiento demográfico.
Desde la perspectiva demográfica, hay que acotar que las mujeres de las pobla-
ciones agríco­las dan a luz con mayor frecuencia, dadas las condiciones de sedenta-
rismo y la posibili­dad de almace­namien­to de los alimentos. Además, la reducción
de proteína animal en la dieta alimentaria de estas sociedades reduce el efecto
inhibidor del ciclo ovulatorio producido por el amamantamiento prolongado. El
intervalo entre un nacimiento y otro en poblaciones con una dieta rica en car­bohi­
dratos no se extiende más allá de los 18 meses. Por añadidura, la leche materna
es deficiente en hierro, llega al máximo entre los tres y seis meses, y su utilización
por un tiempo superior a este período puede conducir a estados de anemia si no
es complementada con otros alimentos. Igualmente, si las madres no están bien
alimentadas y deben laborar arduamen­te en faenas agrícolas, la frecuencia y calidad
de la lactancia puede disminuir. Finalmente, cabe subrayar que estudios llevados a
cabo en poblaciones prehispánicas indican que la mayoría de lesiones del esmalte
dental, como la hipoplasia, y que están asocia­das a estrés fisiológico, se forman entre
los 2 y los 4 años cuando sobreviene el destete (Ubelaker, 1992).
Los Andes Orientales de Colombia son buen ejemplo de la amplia y nutritiva
variedad de recursos alimentarios y del manejo milenario de plantas que condujo
a la domesticación de algunas raíces, mucho antes de la adopción del maíz hacia
el I milenio a. C. La dieta de los recolectores cazadores de esta región hasta el II
milenio a. C. fue básicamente vegetariana, casi en un 80%, especialmente de raíces
de altura, sin que ello hubiera disminuido la calidad de su salud (Cárdenas, 2002).
Al contrario, con el surgimiento de la agricultura se incrementa el consumo de
proteína animal, quizá por la inclusión de animales domésticos (curí) y de pescado
(Tabla 14). A pesar de estas tendencias, se observa un incremento de algunas enfer-
medades infecciosas como la TBC (Boada, 1988; Rodríguez, 2006) (Figura 55), que
posiblemente fue la mayor causa de morbi-mortalidad infantil en las poblaciones
chibchas; también de caries y pérdida de dientes. Igualmente, se aprecia un notable
| 232 |

incremento del tamaño poblacional, particularmente en el período Muisca Tardío, es


decir, desde el siglo XIII d. C. (Boada, 2006; Langebaek, 1995). Este cuadro estaría
señalando que gracias al conocimiento sobre el comportamiento de los vegetales
los horticultores pudieron adoptar el maíz como alimento calórico básico; una vez
desarrollada la agricultura de cereales y a la par la domesticación de animales, se
habrían generado condiciones adecuadas para la sedentarización y el crecimiento
poblacional, sin menoscabo de la calidad dietaria, antes mejorándola con mayor
consumo de proteína. Sin embargo, se creó un nuevo medio bacteriano propicio
para las enfermedades infecciosas y bucodentales cuyos principales vectores fueron
los animales domésticos para el caso de la TBC –posiblemente el curí.
Hacia el III-II milenio a. C. se produjeron drásticos cambios en el patrón de
subsistencia, vinculándose mayor cantidad de vegetales en la dieta, lo que incidió a
su vez en la estructura demográfica y en la salud. Surgen enfermedades infecciosas,
como la treponematosis, posiblemente sífilis venérea, que afectaban también a
los niños. El mayor consumo de carbohidratos coadyuva a la aparición de caries.
Las primeras poblaciones agrícolas se vieron afectadas por una mayor ocurrencia
de caries, en comparación con cazadores recolectores, y con los propios agroalfareros
tardíos. La pérdida de piezas dentales obedece más a procesos infecciosos relacionados
con la caries que al desgaste; en algunos individuos puede alcanzar el 68,8%, y de
caries el 28,6%, aunque en promedio de 12,3% y 38,5%, respectivamente (Polanco
et al., 1990, 1991, 1992; Rodríguez, J. V., 2006) (Tabla 14). En El Venado, Samacá,
las frecuencias de caries, pérdidas antemortem y lesiones periapicales alcanzan la cifra
de 21,8%, 13,7% y 6,2%, respectivamente, en el período Herrera Tardío, valores
superiores a los reportados para el Herrera Temprano (Boada, 2007: 112) (Tabla
14). Al parecer, durante este período el maíz se convirtió en el principal proveedor
de calorías, sintiéndose la gente atraída por la versatilidad culinaria de este grano,
útil para preparar mazamorras, mutes, arepas, bollos y hervidos.
Para el período Muisca Temprano las cifras para caries, pérdida de dientes y
lesiones periapicales varían entre indicadores elevados en El Venado (38,1%, 11,9%
y 7,5%, respectivamente), contra un registro de apenas 7,3% de caries en Funza.
Ya para el período Muisca Tardío las frecuencias descienden a 14,3%, 17,3% y
4,0%; en Portalegre, la frecuencia de caries es de 14% (Tabla 14).
Una vez estabilizada la agricultura e incorporados nuevos productos que per-
mitían no sobredepender del maíz, como la quinoa, fríjol, cucurbitáceas y otras,
decreció la caries. A su vez, el crecimiento demográfico por la posibilidad de
generar excedentes agrícolas propició la propagación de enfermedades infecciosas
| 233 |

como la tuberculosis, que se convirtió en la principal causa de mortalidad infantil.


La esperanza de vida al nacer decrece con relación a los cazadores recolectores, al
igual que la mortalidad infantil para los primeros 10 años de edad.
Los indicadores de privación, como los defectos del esmalte, criba orbitaria
e hiperostosis porótica, que son muy bajos, indican que la parasitosis tuvo poca
ocurrencia en la población durante todos los períodos de su desarrollo.
Empero, los muiscas tenían varias prácticas culturales que limitaban el creci-
miento demográfico descontrolado, como la abstinencia sexual después del parto,
pues “era ley inviolable no llegar el marido a la mujer hasta muchos días después
de haber parido” (Simón, 1981, III: 399). También acudían a esta práctica durante
varios meses al año como parte de la cuaresma. Refiriéndose al muisca, Fran­cisco
López de Gómara (1985: 120) escribía:

Tienen dieta dos meses al año, como cuaresma, en los cuales no pueden tocar a
mujer ni comer sal; y hay como una especie de monasterios donde muchas mozas
y mozos se encierran algunos años. Castigan severamente los pecados públicos,
hurtar, matar y sodo­mía, pues no consienten putos [...].

Otra enfermedad infecciosa de transmisión venérea eran las bubas (trepone-


matosis), que afectaban particularmente a los inclinados a tener muchas mujeres,
y que producían tullimientos y dolores. Sin embargo, las curaban con plantas
medicinales, entre ellas la zarzaparrilla, y también reposando en tierra caliente
donde había aguas termales como las de la provincia de Tocaima (Gaspar de Puerto
Alegre, 1571, en Tovar, 1987: 149).
La conquista española trajo consigo la disminución de la población nativa por causa
de las enfermedades, afectando la esperanza de vida al nacer y la mortalidad infantil,
especialmente de la población femenina (Tabla 14), como se puede colegir por los
indicadores demográficos de Engativá y Fontibón de los siglos XVI-XVII (González,
D. P., 2008), de la región de Tunebia en el siglo XVII (Pradilla, 1988) y de la provincia
de Guane en 1734 (Lucena, 1974). Esto obedecía a que por la tradición católica se
prohibían los sacrificios infantiles, por lo que nacían muchos niños que constituían
entre el 28-38% de la cohorte entre 0-10 años de edad del total de la población, por
lo que la esperanza de vida al nacer (16,4 a 25,4 años) está midiendo la fecundidad
del grupo y no la mortalidad. La población infantil indígena era a su vez la más sus-
ceptible a las epidemias de enfermedades infecciosas traídas por los españoles, como la
ocurrida en el año de 1559 cuando surgió una pestilencia de viruela y sarampión tan
| 234 |

impactante que murieron muchos indígenas, especialmente de la provincia de Vélez,


la que se repitió en 1570 (Relación de 1560, Tovar, 1987: 86, 159).

10.8 Variación social de la salud

Los estudios arqueológicos apuntan a mostrar las principales tendencias de cambio


sociopolítico durante los diferentes períodos, y sus implicaciones para la salud de
las gentes. En el Herrera Temprano a finales del I milenio a. C., las características
funerarias son muy similares a las del Precerámico Tardío, con la diferencia de que en
el ajuar la cerámica importada del valle del Magdalena juega un papel importante; en
cuanto a salud, los dos períodos se diferencian por el incremento de caries. La dife-
renciación social es de tipo horizontal y se centra en la obtención de bienes exóticos,
como la cerámica (Rodríguez, J. V., y Cifuentes, 2005:118). Para el Herrera Tardío
a principios del I milenio d. C., el estatus es adscrito como norma social establecida,
y se fortalece mediante la organización de fiestas y el prestigio de bienes esotéricos
(Boada, 2007: 224); durante este período continúa el incremento de la ocurrencia
de caries, tendencia que se mantiene hasta el Muisca Temprano (finales del I milenio
d. C. al siglo XIII d. C.), y que declina en el Muisca Tardío (siglos XIII-XVI d. C.).
Durante este último período se observan cambios significativos en la jerarqui-
zación social, siendo más marcadas las diferencias sociales. La élite se distingue por
el control de recursos, la siembra y cosecha de las parcelas de los caciques por sus
súbditos, la obtención de presentes (tributos) como sal y artículos manufacturados,
los servicios personales, la construcción del cercado del cacique y los preparativos
de las fiestas y guerras (Groot, 2008: 120). Igualmente, los caciques tienen como
privilegio el control de los cotos de caza del venado, el uso de mantas pintadas,
el acceso a materiales exóticos provenientes de los Llanos Orientales, los adornos
orfebres, las reverencias proferidas por la servidumbre, la momificación de sus
cuerpos al morir y el entierro en sitios secretos (Simón, 1981).
A pesar de esta jerarquización, no se observa una marcada diferenciación en
cuanto a la salud en relación con el rango, aunque no se ha llevado a cabo un
estudio integral, que permita contextualizar las condiciones de salud en el ámbi-
to del cambio social y ambiental. A juzgar por la presencia de momias afectadas
por tuberculosis (Correal y Flórez, 1992; Romero, 1998) y defectos del esmalte,
se puede plantear que no existía una alta jerarquización social en el consumo de
alimentos, y que todo el mundo padecía de las mismas enfermedades. Existía,
| 235 |

en cambio, una mayor diferenciación sexual, pues las mujeres eran el sector más
afectado por un bajo consumo de proteína, con mayores frecuencias de criba
orbitaria, defectos del esmalte y menor esperanza de vida.

10.9 Variación ocupacional de la salud

Las poblaciones chibchas realizaban distintas labores que se diferenciaban según


el sexo, edad, posición social y ubicación ecológica. En los oficios domésticos,
las mujeres hilaban continuamente, molían el maíz, lo mascaban para elaborar la
chicha, hacían arepas, cargaban el agua, barrían, y atendían las casas y la granjería
(intercambio) (Zamora, 1980, I: 286).
En las labores agrícolas había que atender el sistema de canales de riego, y la
siembra y recolección de la cosecha. Esta red requería de constante mantenimiento
para sostener la productividad, como la rotación de los suelos, el empleo del poli-
cultivo, la limpieza permanente de los canales y la fertilización de los camellones.
Tal actividad exige de cierto grado de centralización del poder para administrar la
mano de obra necesaria, y el esfuerzo de varias decenas de personas que tienen que
enterrarse en el lodo frío para su limpieza con cestos de fibra, lo que debió haber
afectado las extremidades y columna de los participantes. Igualmente, sembraban
en tierra caliente, a donde bajaban en temporadas para cultivar frutos propios de
esa altitud, y regresarse una vez recogida la cosecha a las partes altas donde vivían
(Relación de Popayán y del Nuevo Reino 1559-1560, en Patiño, 1983: 65).
En la producción de sal, las mujeres recogían el agua salada para hervirla en
vasijas de barro llamadas gachas o moyas, y permanecían dos días y medio y tres
noches revolviendo permanentemente el aguasal hasta que quedaba reducida a
un pan que llegaba a pesar entre 2 y 3 arrobas. En una semana se hacía solamen-
te una hornada y cada india cocía cuatro panes de sal. Los hombres salían a los
arcabucos cercanos para acarrear leña para los hornos (Groot, 2008: 93-95). Una
vez cocida, algunos hombres se encargaban de transportar esos pesados panes de
sal hasta Tocaima (distante 14 leguas de Bogotá) o Ibagué, y si allí no les daban
lo que pedían, seguían hasta las minas de Mariquita para canjearlos (Relación de
Popayán y del Nuevo Reino 1559-1560; en Patiño, 1983: 65). Lo mismo se hacía
con las mantas de algodón que fabricaban en grandes cantidades, y a cambio
traían oro. Con la llegada de los españoles, los indígenas sufrieron mucho con este
excesivo trabajo, siendo una de las causas de su reducción, pues tenían que llegar
| 236 |

inclusive hasta la Gobernación de Popayán. El suizo Ernst Röthlisberger (1993:


199) comentaba a finales del siglo XIX que la carga de leña podía tener unos 20
pies de largo y dos metros de diámetro, la cual soportaban los indígenas durante
horas enteras sin dar señales de cansancio, y que un bogotano hizo pesar el haz
que transportaba una indiecita de 14 años, lo que arrojó la cifra de 175 libras.
La realización de ejercicios de fuerza sobre la columna vertebral puede ocasionar
la fractura del arco neural y una posterior degeneración de la articulación en la
transición lumbosacra; la separación completa a nivel del istmo situado entre el
arco neural y el cuerpo se denomina espondilólisis, y el deslizamiento de este último
hacia adelante, espondilolistesis (Figura 50) (Etxeberria et al., 1997; Rodríguez,
J. V., 2006). En su máxima expresión, la espondilolistesis puede provocar una
compresión en cola de caballo, así como de las raíces nerviosas, ya que la degene-
ración del disco vertebral es completa y la inestabilidad del conjunto posibilita
una movilidad exagerada de la articulación. Tales defectos se han localizado en
Portalegre, Soacha, en los individuos T-18 (mujer, 40-45 años), T-112 (mujer,
50-55 años) (Figura 50) y T-25 (hombre, 25-30 años); en la colección Eliécer
Silva Celis del Museo Arqueológico de Sogamoso, el individuo Sog.mon.760028
(hombre maduro) presenta fractura del arco neural de L5, con claros signos de
adaptación por pseudoartrosis a nivel del istmo entre las apófisis articulares. En
T-18 se aprecia discopatía crónica en L5-S1, con cambios artrósicos degenerativos.
El análisis de la columna vertebral de 83 individuos de Portalegre, Soacha (si-
glo XIII d. C.) concluye que el 83% de los individuos y el 32% de los segmentos
vertebrales están afectados por problemas osteoarticulares (osteofitosis, labiación
del contorno de los cuerpos vertebrales, cambios en la superficie articular y ebur-
nación), sin diferencias por sexo, planteando que la población se incorporaba tem-
pranamente a exigentes labores físicas, posiblemente desde cerca de los 15 años de
edad, y que ambos sexos soportaban por igual los rigores del ejercicio físico (Rojas
et al., 2008). A conclusiones similares se ha llegado mediante el análisis de 60
individuos de Tibanica, Soacha, donde se amplía el estudio a todos los segmentos
del cuerpo, siendo las extremidades inferiores las más afectadas, posiblemente por
andar descalzos por caminos destapados y por las montañas de los alrededores, en
búsqueda de leña y animales de monte (Rojas, 2010).
La inmersión en profundas y frías aguas del mar, lagunas y ríos puede producir
una anomalía de compensación en el oído denominada torus auditivo consistente en
la formación de una protuberacia ósea que tapona el oído externo; habitualmente
se relaciona con pescadores de perlas y de mamíferos marinos. Un caso con estas
| 237 |

características fue hallado en el individuo No. 6300246 del Museo Arqueológico


de Sogamoso (Figura 51), por sumergirse en alguna laguna de agua fría, posible-
mente la de Tota, que es la más cercana.

10.10 ¿Vivían los chibchas mejor o peor que sus antepasados


recolectores cazadores?

De acuerdo con el cuadro paleopatológico y paleodemográfico de los chibchas se


puede concluir que la salud de los indígenas era buena, y que se criaban sanos, aunque
no llegaban a viejos, pues la esperanza de vida al nacer estaba entre los 20 y los 30
años de edad. Sufrían de enfermedades causadas por el transporte de cargas pesadas
sobre sus hombros por largos y tortuosos trechos. El procesamiento de los alimentos
en manos y metates de piedra prácticamente conducía a que se “comieran los dien-
tes” por las partículas silíceas de esos instrumentos, que se adhieren a la superficie
oclusal, además que afectaba sus manos y rodillas por la posición en cuclillas. El
hacinamiento producido por el rigor del clima, especialmente durante la época de
lluvias, propiciaba la diseminación de enfermedades contagiosas como la tubercu-
losis, quizá la principal causa de morbimortalidad infantil. A pesar de los achaques,
calenturas y dolencias por diferentes enfermedades, los chibchas tenían numerosas
plantas medicinales y chamanes que conocían sus propiedades con que “sanan los
pobres, sin llamar médico, ni haber menester boticas”, y con que curaban hasta las
bubas y preservaban del cáncer, algo inimaginable para los europeos (Zamora, 1980,
I: 137). No obstante, no tuvieron cura para las viruelas traídas por los conquistadores,
que les produjeron innumerables muertes, cubriéndolos de horrorosas costras que
se caían con toda la carne (Zamora, 1980, I: 152). El único remedio fue el bautizo
ante el Dios blanco que les debía proteger ante esta nueva realidad.
Comparativamente con sus antepasados recolectores cazadores, los chibchas
obtuvieron mayores logros, si el éxito adaptativo de una población se mide por
el éxito reproductivo (Morán, 1993: 18); por el mejoramiento de la tecnología
de apropiación de los alimentos, con diversificación de las fuentes nutricionales
mediante la agricultura, pesca e intercambio comercial; y por el desarrollo de
estrategias económicas para obtener productos de varios pisos térmicos. Indu-
dablemente que la sedentarización y el incremento poblacional ocasionaron un
aumento de la parasitosis y de las enfermedades infecciosas como la TBC, y una
mayor mortalidad infantil.
| 238 |

En consecuencia, la intensificación de la agricultura demandó mayor carga


laboral, con más enfermedades osteoarticulares de la columna vertebral; pero a
cambio se obtuvo una mayor y más variable fuente nutricional, lo que permitió
alimentar más bocas, que a su vez produjeron mayor impacto de las enfermedades
infecciosas y mayores conflictos bélicos por la competencia política.
Los permanentes conflictos intertribales condicionaron importantes aspectos de
la cultura y organización social prehis­pánica, como la construcción de empalizadas a
manera de fortale­zas, la adecuación de depósitos de armas y víveres, la contra­tación
de guerreros especiales a manera de mercenarios (guechas), el fortalecimiento de un
poder central militar y político, la conser­vación de los cuerpos de los grandes seño­res
para incenti­var el valor de los guerreros y los sacrifi­cios humanos antes y después de
los combates. Los muiscas mantenían permanentes conflictos bélicos internos entre las
distintas confederaciones de Bacatá, Hunza, Sugamuxi y Duitama, y guerras externas
con sus vecinos caribes que los circundaban por el oeste y el sur, especialmente con
los panches, colimas y muzos que los habían desplazado de territorios ancestrales
a punta de lanza. A juzgar por lo que dicen los cronistas, los muiscas justificaban
las confrontaciones bélicas ante sus dioses, invocando sus favores con cantos al sol
y la luna; practicaban la guerra de tierra arrasada con los vencidos, quemando sus
poblados, ultrajando a los jefes, exterminando a los varones, apresando a los niños
para sacrificarlos al sol –pues el sol consumía esa sangre– y cautivando a las mujeres,
como lo señala Fernández de Oviedo (1959: 126), expresando una gran crueldad
según el pensar de los europeos.
No todo era pacífico entre los chibchas, pues varias de estas comunidades se
enfrentaban entre sí durante las borracheras, golpeándose en la cabeza fuertemente
con sus propias armas, generando traumas craneoencefálicos (Berrizbeitia, 1992)
(Figura 52). Estas peleas han sido consideradas mecanismo de catarsis para evitar
grandes conflictos entre sí, tal como se ha reportado para muiscas, quimbayas, co-
limas, panches, patangoras, muzos y otros grupos prehispánicos, y recientemente
entre los yanomama del Brasil (Harris, 1986). Así, por ejemplo, entre los patan-
goras se describe que “después que se emborrachan como gente privada de juicio,
se jactan de las ofensas que los unos contra los otros han hecho, así de homicidios
como de adulterios, y luego toman las armas en las manos, y como gente sin juicio
ni razón se matan los unos a los otros…” (Aguado, 1956, II: 84). Entre los muzos,
cuando esto sucedía, las mujeres corrían a halagarlos y a esconderles las armas para
que no se mataran, pues inclusive hasta en los bailes no soltaban los arcos y flechas.
| 239 |

Figura 49. Defectos del esmalte en momia de la Mesa de los Santos, Santander
(Casa de Bolívar, Bucaramanga).

Figura 50. Espondilolistesis en transición lumbosacra, Portalegre T-112.


| 240 |

Figura 51. Torus auditivo en individuo 6300246 de Sogamoso.

Figura 52. Cráneos deformados procedentes de Cácota, Santander,


afectados por traumas frontales.
| 241 |

Figura 53. Caries sicca en frontal por treponematosis de Aguazuque (Correal, 1990).

Figura 54. Tibias en sable de Madrid, Cundinamarca (arriba),


y Silos, Santander (abajo), afectadas por periostitis.
| 242 |

Figura 55. Vértebras afectadas por procesos infecciosos, con lesiones compatibles con
tuberculosis, Portalegre, Soacha (Rodríguez, J.V., 2006).
Capítulo 11
Esplendor, ocaso y renacimiento
del Sol de los chibchas
Cesen cristianos, cesen las matanzas
Que sangrientos estáis hasta los codos.
Dejad algunos que hagan labranzas
De que comáis y comamos todos.
Juan de Castellanos

11.1 El esplendor de los usachíes, hijos del Sol y de la Luna

C
uando en 1536 el licenciado Gonzalo Jiménez de Quesada zarpó de Santa
Marta con 900 soldados y un centenar de caballos en busca de gloria y
riqueza en tierra firme, ascendiendo por las orillas del río Grande de la
Magdalena, no se imaginaba las sorpresas que iba a recibir sobre nuevos pueblos y
costumbres, muy diferentes a las caribeñas. En La Tora, hoy Barrancabermeja, se
dio cuenta de que no podía continuar por las orillas del río Magdalena, por lo que
envió una comisión en busca de una ruta apropiada, la cual fue encontrada por el
valle del río Opón, donde se hallaba el camino de la sal en panes que provenía de
tierras ricas. Después de trece meses de penurias, graves calenturas y llagas causadas
por los duros caminos del valle del Opón, que dejaron tan solo 166 hombres y 60
caballos sobrevivientes, al avistar en enero de 1537 las fértiles y apacibles tierras
de los muexcas (deformado quedó muiscas) del valle de Chipatá (Santander), se
alegró del paisaje andino de clima agradable, con su gente laboriosa vestida con
vistosas mantas de algodón, cultivadora de numerosas labranzas, constructora de
cercados para viviendas con humeantes chimeneas y depósitos de alimentos. Su
alma y cuerpo volvieron a la vida en tan fértil tierra, que recibió el nombre de
Nuevo Reino de Granada, en honor a su terruño español.
| 244 |

Estos habitantes de tierras desconocidas pensaban de manera diferente a los


europeos, pues consideraban que el Sol y la Luna se juntaban como marido y mujer
dando origen a todas las cosas. Veneraban al astro solar en santuarios dedicados
para tal efecto en Sogamoso y en la Sierra Nevada del Cocuy, y a la luna en Chía,
o también en los adoratorios que tenían en sus propias casas. Tenían ídolos de oro
o de madera en cuyos huecos vientres depositaban esmeraldas. El oro para ellos
tenía un significado más ritual que material, pues su brillo con los destellos del sol
en las cúpulas de los templos era sinónimo de vida, renovación, buenas cosechas
e hijos saludables para criar. Los sacerdotes (xeques, ogques, jeques) destinados
a conservar el culto ocupaban un lugar importante en la jerarquía de mando, y
eran muy respetados por las autoridades políticas locales (sihipkuas, zipa, zaque,
usaques, capitanes); su preparación exigía de un riguroso entrenamiento desde
la infancia, a base de ayunos y abstinencias. Los propios españoles recibieron el
nombre de usachíes, hijos del Sol (Sue) y de la Luna (Sia) (Ghisletti, 1954), pues
los indígenas consideraban que hombre y caballo eran una misma deidad, que
además había sido enviada para castigarlos por sus faltas.
A la luna la veneraban como mujer y compañera del sol; igualmente, a las
montañas, lagunas, fuentes de agua, ríos, cuevas y a plantas donde realizaban sus
ofrendas. Todas estas prácticas se las había enseñado el predicador Neuterequeteua,
llamado también Bochica o Xue.
Más de diez milenios antes –a finales del Pleistoceno–, los primeros conquis-
tadores del territorio colombiano reunidos en grupos de recolectores cazadores se
remontaron por el valle del río Magdalena en busca de animales de caza, plantas
y peces. Ya sea por el valle del río Sogamoso-Chicamocha o por el propio Opón
ascendieron por el norte al altiplano Cundiboyacense; otros lo harían por el sur
por el valle del río Bogotá, donde convergieron con los anteriores. Ambos grupos
hallaron nuevas perspectivas de vida, y a partir de este momento se iniciaron las
diferencias somáticas, culturales y lingüísticas entre los chibchas septentrionales
y meridionales. Para inicios del Holoceno, el curí, que abundaba por la sabana de
Bogotá, ya se encontraba en pleno proceso de domesticación, y los numerosos tu-
bérculos de altura del altiplano constituían una buena parte de la ración alimentaria.
Entre los milenios III y II a. C. surgen condiciones ambientales más cálidas y
secas que propician la propagación de plantas, mismas que fueron aprovechadas
por los primeros horticultores de tubérculos de altura (entre ellos la arracacha),
quienes innovaron artefactos de molienda para su procesamiento. Estos cambios
ambientales y culturales incidieron en el aspecto físico de los pobladores del altipla-
| 245 |

no, conduciendo a su gracilización, que se plasmó en la reducción del tamaño del


aparato masticatorio (especialmente de dientes y mandíbula), con una velocidad
tal que no se ha reportado semejante en el ámbito mundial. Es lo que se conoce
como el inicio de la neolitización, es decir, la domesticación de plantas y animales,
la sedentarización, la nucleación en aldeas y el inicio de la estratificación social.
Durante este período los chamanes juegan un papel importante en la celebración
de los rituales del ciclo vital, especialmente de las ceremonias de enterramiento;
ellos eran los que preparaban y enterraban los cuerpos de la comunidad durante
los rituales funerarios, pero al mismo tiempo eran temidos por sus poderes.
Hacia el I milenio a. C. la población del periodo Herrera, ya de tipo agrícola y
alfarero, adopta el maíz como principal producto vegetal en virtud de la gran pro-
ductividad de este grano, acomoda los suelos mediante canales y camellones para
asegurar el proceso de irrigación y para regular las aguas durante las inundaciones,
explota las minas de sal, y erige sistemas de observación del cosmos con el fin de
regular los ciclos agrícolas. Algunos observatorios fueron excavados representando
los diferentes mundos del universo (Madrid, Cundinamarca); en otras partes se ta-
llaron monolitos y se colocaron de manera alineada con los solsticios y equinoccios
para registrar los acontecimientos cósmicos, tan requeridos en los sistemas agrícolas
(Infiernito, Villa de Leyva, Boyacá). Como bien lo señaló el sabio Eliécer Silva Celis:

La erección de estos centros astronómico-religiosos como también la de otros


monumentos de piedra tallada de igual función que, como torres, altares, temple-
tes, portales, etc., existieron igualmente en el “Infiernito” y alrededores pero que
fueron destruidos también antes de la conquista, representan la sistematización y
la expresión objetiva de los conocimientos astronómicos que los sabios sacerdotes
chibchas habían acumulado durante milenios de pacientes observaciones, cálculos
y deducciones de varios eventos y fenómenos celestiales. (Silva, 2005: 292-293).

Los chamanes de los recolectores cazadores dieron paso a los sacerdotes (ogques,
jeques) de las sociedades agrícolas, que custodiaban templos dedicados al astro solar,
mambeaban hayo (coca) en poporos como cualquier mama de la Sierra Nevada
de Santa Marta, aprovechaban el brillo del oro para asegurar la energía cósmica y
las cumbres elevadas para realizar sacrificios que asegurasen el desenfado del sol
procreador de todas las cosas, y la supervivencia de la sociedad.
En fin, en el transcurso de más de diez milenios los chibchas y sus ancestros
(protochibchas) modificaron los paisajes de los Andes Orientales, domesticaron
| 246 |

plantas y animales, elevaron terrenos para los cultivos, construyeron canales de


riego, descubrieron y explotaron las minas de sal y esmeraldas, y erigieron templos
dedicados al astro solar, su máxima divinidad. Si el éxito adaptativo de una pobla-
ción se mide por el éxito reproductivo, entonces los chibchas lograron adaptarse
de manera dinámica al entorno, asegurando la supervivencia durante milenios. La
clave de este resultado estriba en la cosmovisión andina que contribuyó a organizar
la naturaleza y la sociedad, cuyo conocimiento reposaba en los mohanes, quienes a
su vez se encargaban de los rituales encaminados a asegurar la bondad de los dioses.
Sin embargo, estas sociedades andinas no fueron ajenas a los embates de los
desajustes climáticos (sequías, inundaciones, sismos, erupciones volcánicas), espe-
cialmente durante el I milenio a. C. cuando, según la mitología, Bochica con su
varita dorada dio paso por las peñas de Tequendama a las aguas acumuladas en la
sabana de Bogotá por las inundaciones del río del mismo nombre. Otro evento dra-
mático sucedió entre los siglos V-VII d. C. cuando posiblemente grandes erupciones
volcánicas provenientes de la cordillera Central depositaron enormes cantidades de
ceniza, generando un masivo desplazamiento hacia partes más altas donde las aguas
de escorrentía las pudiesen lavar. Una vez cubiertas estas cenizas por acumulaciones
coluviales, eólicas, fluviales y lacustres, los suelos alcanzaron una mayor fertilidad
y, por ende, una mayor productividad agrícola, pudiendo sustentar una mayor
población. Hacia mediados del siglo XIII d. C. sucedió otro evento natural de me-
nor escala que acompañó el renacimiento de las sociedades muisca, guane, lache,
chitarero y otras que conocieron los conquistadores españoles cuando arribaron
en 1537 al altiplano Cundiboyacense, que manejaban una eficiente nutrición en
cuanto a proteínas (carne, pescado, quinoa, amarantáceas, fríjol, maní), alimentos
reguladores (frutas y verduras) y energéticos (maíz, tubérculos de altura y yuca).
Las mayores deficiencias del entorno chibcha de los Andes Orientales fueron
la carencia de animales de carga para transportar los productos y humanos, de
utensilios metálicos para explotar de manera más efectiva la tierra, de la rueda
que revolucionara los sistemas de transporte en el Viejo Mundo, y de manejo
de la piedra para asegurar la construcción de grandes obras arquitectónicas. Por
estas razones, la gente tenía que transportar todos sus productos sobre sus espal-
das atravesando largos y tortuosos caminos, llevando hasta 2-3 arrobas de peso.
Bajo estas condiciones padecían de enfermedad articular degenerativa (EAD),
especialmente de los pies y la columna vertebral, y traumatismos en la región
lumbar (espondilólisis). No estaban exentos de enfermedades infecciosas como la
tuberculosis, que quizás era la que producía el mayor índice de morbimortalidad
| 247 |

infantil, como también de la treponematosis (sífilis venérea, yaws). La caries, el


desgaste dental producido por los metates y manos de moler de piedra, el cálculo
dental y los abscesos periapicales, fueron enfermedades habituales que padecían
todos los adultos sin distinción de estatus social. Los prolongados ayunos, las
vigilias y grandes esfuerzos físicos realizados por los chamanes y sacerdotes du-
rante su período de preparación, surtieron efecto en su salud, afectándolos por
las enfermedades de privación (anemia ferropénica) y haciéndolos susceptibles a
las infecciosas (tuberculosis). Por esta razón, es posible encontrar cuerpos momi-
ficados afectados por defectos del esmalte y tuberculosis de la columna vertebral.

11.2 El ocaso de los hijos del Sol

El epítome de esta obra americana se cierra con la llegada de los conquistadores españoles,
y junto con ellos de las enfermeda­des, las hambrunas, la muerte, la desolación y los tra-
bajos pesa­dos. El bienes­tar nativo se eclipsó por 500 años, lleván­dose consigo a millares
de indefensos aborígenes –desde el punto de vista inmunoló­gico– frente a la viruela, el
saram­pión, la tosferina, etc., y acabando con tradiciones agríco­las milenarias, sustentadas
en la laboriosidad e ingenio aborigen, que fueron suplantadas por cultí­genos poco adap-
tados a nuestro suelo, convirtiendo la “comida de indios” en alimentos poco deseables.
El pueblo guane fue el más afectado por la esclavitud minera debido a su proximi-
dad a las minas de oro, siendo prácticamente exterminado por su desplazamiento. El
afán de los españoles por explotar las minas de este metal precioso en la provincia de
Río de Oro, Santander, condujo a la esclavización hacia 1571 de guanes, chitareros y
algunos laches. Los guanes eran concentrados en cercanías del río de Oro provenien-
tes de Butaregua, Camacota, Carahota, Chanchón, Chima, Chimitá, Chuagüete,
Guanentá, Lubiragá y otras parcialidades. Cada cacique tenía que transferir cuadrillas
de indios al distrito minero del río del Oro y hacia las empresas agropecuarias que se
establecieron una vez fueron aplastadas las insurreciones de los caciques Chanchón,
Butaregua y Macaregua. Una tercera parte de los indios tributarios iban acompañados
de sus mujeres e hijos para reasentarse en rancherías del distrito minero; el resto se
quedaba produciendo alimentos para los mineros. Los indígenas de las cuadrillas
iban atados con cabuyas para que no escapasen, especialmente para las Jornadas de
Pore, de donde muy pocos regresaron (Guerrero y Martínez, 1996: 27).
La captación de las madres indígenas para las labores domésticas, el empleo
de los varones en las labranzas, minas y en el transporte de mercancías por agua
| 248 |

y tierra “como bestias de carga”, además de la introducción de la ganadería que


reemplazó las antiguas labranzas nativas, produjeron la desestabilización de las
unidades domésticas, impidiendo la reproducción y provocando la casi extinción
de los guanes. A mediados del siglo XVIII los pocos sobrevivientes guanes fueron
reducidos al pueblo de Guane, y para principios del siglo XIX solo quedaban 1824
indígenas en Butaregua, Coratá, Chuagüete, Guanentá y Moncora; muchos de
los sobrevivientes fueron llevados a la filas de la Guerra de Independencia, donde
pagaron con su vida (Ardila, I., 1986: 106-118).
El núcleo familiar, base de la economía doméstica indígena, se resintió con la sepa-
ración de las mujeres de sus hogares para que prestaran su servicio doméstico en casa
de los encomenderos, donde solían morir por los trabajos pesados. En 1573, Juan de
Avendaño se quejaba ante el Consejo, pues consideraba injusto que el encomendero:

[…]no tan solamente tiene los tributos que quiere y como quiere, mas, en perjuicio
de los miserables indios, en la parte que quiere trae sus ganados y toma y elige
lo mejor de sus tierras para poner en ellas sus granjerías, y muchas veces quita al
padre la hija y al marido la mujer para su servicio (y) diciendo que son para amas
de sus hijos y hacer edificios donde los consumen y matan sin escrúpulo alguno
en aquello que no pueden hacer, por estar esto ya introducido en esta costumbre
generalmente. (Friede, 1975, VI: 267-268)

Los malos tratos iniciales durante la conquista arrasaron gran cantidad de pobla-
ciones indígenas que fueron arrancadas de sus tierras de origen para transportar los
alimentos y vituallas que las huestes españolas utilizaron en las incursiones a nuevos
territorios en busca del Dorado. Desde 1504 hasta 1542, cuando se prohibió, los in-
dígenas eran tratados como esclavos, y se les compraba y vendía como tales; a partir de
allí se les liberó, asignándoseles a encomenderos, y conminándoseles a pagar tributos
mediante tasación. No obstante, “[...] los encomenderos procuraban sacar más de lo
que los indios de su voluntad les querían dar, con mañas que para ello tenían con los
caciques y principales [...]” (Aguado, 1956, I: 400). Así, Hernán Pérez de Quesada
sacó en 1540, según comentaba fray Pedro Aguado, millares de indígenas del Nuevo
Reino de Granada en su incursión hacia los Llanos Orientales en busca del Dorado,
donde sufrieron penosas calamidades entre escarpadas montañas y fragosos ríos, que
los exterminaron casi completamente (Aguado, 1956, I: 379-386).
Otro factor que influyó considerablemente en la reducción demográfica de los
indígenas fue el impacto micro­biano, que produjo grandes desastres epidemiológicos
| 249 |

desatados por la gripe, viruela, sarampión, difteria, rubéola y otras enfermedades


no conocidas por sus organismos, ante las que presen­taban una gran deficiencia
inmunológica. La mayoría de investiga­ciones médicas e históricas sobre las causas
de la reducción demográfica de las comunidades indígenas, han concluido que las
hambrunas desatadas por la quema y destrucción de los cultivos como parte de la
guerra de tierra arrasada introducida por los españoles para doblegar la resistencia
nativa y el choque microbiano consti­tuyeron los principales factores de reducción del
tamaño pobla­cional (Sotomayor, 1992). Las epidemias desatadas inmedia­tamente
después de la llegada de los españoles fueron tan devas­tadoras y desmoralizantes,
que, además del efecto físico, produjeron un impacto psicoló­gico tan profundo y
terrorífico, que los indíge­nas en su confu­sión ante la impotencia de sus dioses y
médicos nativos en curarles, y al ver la inmunidad de los españo­les, preferían dejarse
morir por las enfermedades y el hambre, antes que conti­nuar en estado de postración.
Otros se refugiaron en la Iglesia Católica buscando el favor divino de los españo­les,
ante el signo de desagrado. Mientras que el dios cristiano favorecía a los blancos, la
ira divina caía con toda su fuerza sobre los indígenas con una crueldad implaca­ble
que intrigaba incluso a los propios misioneros cristianos (McNeill, 1984: 206).
En 1558 la viruela llegó al interior del Nuevo Reino de Granada, con motivo
de la cual perecieron millares de indígenas. A Tunja arribó en 1559 la pestilencia de
viruela y sarampión, de la que murieron muchos de sus habitantes. Esta pestilencia
reapareció en 1588, y prácticamente cada año desde 1617 hasta 1693, aunque la
epidemia general ocurrió entre 1617 y 1621, así como en 1623; la constante fue
registrada entre 1692 y 1695. En 1651 fue tal la mortandad que todos los días
amanecía gente muerta en las iglesias de los conventos (Porras, 2006: 180). En la
Relación del Nuevo Reino se señalaba de una manera patética este cuadro, cuando
murieron muchos indios, especialmente en el distrito de Vélez por la viruela, “[…]
y ahora un año murieron muchos de un sarampión, y siempre se advierte que van
en disminución” (Patiño, 1983: 111). La sequía de 1568-1569 agudizó las enfer-
medades, que llegaron con “destemplanza en la cabeza”; tres décadas después de
haber desaparecido la viruela se inició el tabardillo o calentura pútrida entre los
habitantes de la sabana de Bogotá. La fiebre maligna llamada la “peste de Santos
Gil” arrasó durante dos años a Santafé, Tunja y Pamplona (Restrepo, 1997: 63).
El franciscano Motoli­nía, refiriéndose a las diez plagas enviadas por dios como
castigo de la tierra mejicana, comentaba que los indígenas morían como “chinches
a montones”; los que lograban sobrevivir se morían de hambre, pues no había
quien les curase ni les cocinase (Todorov, 1989: 147).
| 250 |

Fuera de reducir numéricamente a los nativos, las enfermedades afecta­ron


profundamente las estructuras de poder al eliminar a sus gober­nantes y romper los
eslabones de mando que constituían el centro nervioso de las sociedades estatales, las
más adecuadas militarmente para la expulsión de los conquis­tadores, lo que generó
una aguda crisis interna. La muerte de Moctezuma y Cuit­láhuac en México, y de
Atahualpa y Huayna Capac en el Perú, facilitó la conquista de esos vastos territorios
por parte de un reducido puñado de aventureros españoles. Pedro Pizarro confesaba
sincera­mente que “si este Huayna Capac hubiera estado vivo cuando los españoles
entramos a su tierra, nos habría resultado imposible vencerlo, porque era muy amado
por todos sus vasallos” (Crosby, 1991: 63). Evidentemente, la conquista de México
y Perú no se hubiera producido si la viruela no hubiera estallado en el momento
que lo hizo. Las pugnas internas entre los poderes nativos dieron el punto final al
proceso de conquista y posterior colonización del territorio americano.
En 1546 llegó al territorio de la Nueva Granada una gran pestilencia que azotó
especialmente la región andina, según relata Herrera en las Décadas; se calcula que en
el siglo XVI21 desaparece cerca del 90% de la población nativa de la Nueva Granada
(Melguizo, 1992: 31-36). Durante el levantamiento de la población nativa del valle del
Magdalena en 1557, y especialmente en 1559, según la Relación de Popayán y el Nuevo
Reino de 1559-1560, se desató una pestilencia de viruela y sarampión que acabó con
muchos indígenas: “[...] dicen haber sido mucha la cantidad de los muertos, que ha
de ser provecho a los vivos [...]” (Patiño, 1983: 73). Para incentivar a los españoles en
el cuidado de los indígenas enfermos, la Audiencia mandó por edicto público que los
que quedasen vivos debían servir durante ciertos años a los españoles que les hubiesen
curado y salvado la vida. Durante la epidemia de 1558 se dice que murieron de viruela
más de 15.000 indígenas del Nuevo Reino, sin que los españoles hubiesen sido afectados.
En 1588 una negra proveniente de Guinea trajo la viruela, cuya epidemia se
inició en la ciudad de Mariquita, extendiéndose por el Nuevo Reino de Granada
y produ­ciendo la extinción de la tercera parte de la gente, cuyos cadáveres fueron
enterrados en fosas comunes que contenían hasta 100 o 200 cuerpos. Hacia 1590,
en inmediaciones del río Coello, Tolima, en las huestes del Capitán Bocanegra se
desató otra epidemia de viruela que acabó con toda la gente de servicio. En 1617
se extendió una epidemia de sarampión que arrasó con casi la quinta parte de los
naturales del Nuevo Reino, sin que muriera ningún español. Era tal la indefensión

21  La reducción de la población nativa obedeció, no solamente al impacto de las enfermedades y epidemias
de origen europeo, sino también por el proceso de mestizaje que se inició tempranamente debido a la escasez
de mujeres españolas.
| 251 |

de los indígenas, que solicitaban el bautismo de la Iglesia Católica al ver que ni


sus curanderos ni sus dioses podían aliviarles (Simón, 1981, I: 512, VI: 370).
Es probable que la gripe haya tenido una altísima incidencia en la morbimortalidad
de la población aborigen como producto del contacto con los europeos, tal como sucede
actualmente con los nukak de la Amazonia, entre quienes el 67,5% de las muertes
obedecen a la gripe (Cabrera et al., 1999: 349). El temor a las consecuencias de la gripe
es muy grande, pues su medicina tradicional no posee curativos contra ella y genera
graves problemas socioculturales; es la primera causa de su descenso demográfico.
Paralelamente al choque microbiano, la política de guerra de tierra arrasada
llevada a cabo por los españoles para doblegar la resistencia de algunas bravías
regiones indígenas, contribuyó al aniquilamiento de la población autóctona. Los
propios españoles reconocían que los indígenas que se sublevaran no se iban a es-
capar de sus “carniceras y crueles manos”, como le sucedió a la población nativa de
cercanías de Mérida, donde “[...] desbaratados y muertos los indios, los españoles
se alojaron en sus propias casas, donde estuvieron seis días talando las comidas y
árboles [...]” (Aguado, 1956, I: 473). Esta situación se refleja patéticamente en el
caso de los pijaos o pinaos, indios bizarros y valentones que las huestes españolas
no pudie­ron conquistar en el transcurso de muchos años, hasta que en el siglo XVII
tuvieron que invertir grandes sumas de dinero y de soldados para su pacificación.
Los excesivos tributos remataron el duro cuadro de explotación y enfermedades
que redujeron considerablemente la población nativa. Desde 1537-1538, cuando
se produjo la conquista y poblamiento del Nuevo Reino, hasta 1564, cuando se
prohibió, los indígenas estaban obligados a tributar en oro, mantas, esmeraldas,
leña, madera para bohíos, trigo, maíz, y otros aprovechamientos para las casas de
los encomenderos, además de servicios personales; estos últimos fueron conmu-
tados por tributos reales, “[...] cesando desde en adelante la obligación que en los
indios se imponía de cargar y traer a cuestas, a imitación de acémilas y bestias a
casas de sus encomenderos, las cosas dichas” (Aguado, 1956, I: 429).
De esta manera, la esclavización en los distritos mineros, estancias y boga de río,
el hambre y las enfermedades, la expropiación de sus tierras, el resquebraja­miento
de las instituciones religiosas, fami­liares, políticas y militares nativas, y el descalabro
psicológico ante la indefen­sión de sus curanderos y dioses, condujo a que hacia finales
del siglo XVII gran parte de la población indígena se hubiera extin­guido. Solamente
sobrevi­vieron los individuos cuyos organismos desarro­llaron inmunidad genética a las
enfermedades europeas y resisten­cia física y moral al hambre, a la miseria y a la humi­
llación, es decir, los mestizos que heredaron tal inmunorresistencia de los españoles.
| 252 |

El despoblamiento y el empobrecimiento de las tierras nativas, antes ricas y pródigas,


ya eran angus­tiosos en el propio siglo XVI, unos años después de la conquista.
Sin embargo, a pesar del descalabro demográfico, los chibchas continuaron
practicando sus rituales, en los mismos lugares consagrados por sus ancestros, co-
nocidos inclusive desde tiempos del período Herrera, como se pudo registrar en el
sitio de Madrid 2-41 (Figura 35), donde se ofrendaron objetos hispánicos, como
cuernos de bóvidos (Figura 37), dados y restos de caballo, en pleno siglo XVI,
como parte del proceso de incorporación de nuevos rasgos culturales (Rodríguez,
J. V., y Cifuentes, 2005: 113).
Los frailes advertían sobre el poder de los mohanes, considerados:

[…] la pestilencia contra nuestra santa fe católica y los que atajan la corriente de la
conversión de estos naturales, porque todo cuanto los sacerdotes enseñan de día, ellos
contradicen y desenseñan de noche en lugares ocultos y retirados, donde de ordinario
hablan con el demonio. Para lo cual tienen sus instrumentos, bien como para el oficio
que los usan, aunque con diferencia en diferentes provincias. (Simón, 1981, VI: 118)

Tan grande era el temor a este poder religioso que se oponía a la conquista,
que su extirpación constituyó una estrategia muy importante en el proceso de
adopción de la nueva lengua, religión e identidad hispánicas por parte de los curas
doctrineros. Así, con el fin de poder convertir a los indígenas del Nuevo Reino de
Granada a la nueva religión de los conquistadores, se dispuso en 1575 la prohibición
de santuarios, ceremonias, ídolos y el uso de mantas con decoración de representa-
ciones “diabólicas”, como los tunjos:

Y porque una de las cosas principales y de más importancia que hay para la conversión
de los naturales a nuestra Santa Fe es desarraigarles de sus entendimientos los ritos
y ceremonias e idolatrías en que están ciegos y engañados del demonio, se ordena y
manda que los dichos indios no puedan tener ni tengan santuarios ni ofrecimientos,
ni ídolos, y para que cesen, se les manda a los encomenderos y encarga a religiosos
y sacerdotes, los quemen y no les permitan tenerlos, y si pareciere que es cosa grave
y que se seguirá escándalo de hacerlo ellos por sus personas, avisen a la justicia para
que en todo caso se ejecute […] Y porque del todo se extirpe la idolatría, ordena-
ron y mandaron que los indios no traigan mantas pintadas con figuras de tunjo o
demonios, y se les aperciba que de hoy demás, no las pinten con malas figuras ni en
las demoras se reciban, ni en las tiendas no se vendan. (Friede, 1975, VI: 459-460)
| 253 |

A pesar de estas prohibiciones, algunos pueblos continuaron celebrando secretamen-


te sus rituales aún a finales del siglo XVIII, como sucedió en Cuchuyata, río Chucurí,
Santander, donde los guanes realizaban “ritos y prácticas orgiásticas” en torno a un
ídolo de barro rojo, “al calor de borracheras y pecados carnales” (Silva, 2005: 308).

11.3 El renacimiento de los hijos del Sol

Si bien es cierto que los europeos conquistaron las nuevas tierras imponiendo una
nueva lengua y un nuevo sistema social y político, América conquistó a todo el
mundo gracias al proceso de globalización que surtió hasta el más lejano de los
rincones con sus plantas útiles y cultivadas, entre ellas el maíz, el tomate, los ajíes,
los fríjoles, el tabaco y las plantas medicinales.
Más que el oro, la plata y las esmeraldas que se llevaron los conquistadores y
que despilfarraron en sus guerras, el maíz representó la mayor aportación ameri-
cana a la especie humana, pues actual­mente se le cultiva en la mayoría de países
de Europa, África y Asia. Las tortillas (arepas), las palomitas de maíz que se con-
sumen en los cinemas, la polenta italiana, la mamaliga turca, búlgara o rumana, la
maicena de la repostería, los plásticos biodegradables, y los aceites y concentrados
para animales, todos ellos tienen como base este ingrediente. Su alto rendimiento
por unidad de terreno –en promedio el doble que el del trigo–, su adaptación a
climas secos difíciles para el arroz y en áreas demasiado húmedas para el trigo,
le brindan una gran ventaja respecto a estos cereales del Viejo Mundo. El maíz
tiene el beneficio adicional de producir alimento con rapidez –la mayoría de sus
millares de variedades pueden ser cosechada en menos de 120 días–, proporcio-
nando carbohi­dratos, azúcares y grasas en una temporada corta de crecimien­to;
es el grano que transforma con mayor eficacia la luz solar (Crosby, 1991: 172).
Los seres humanos, los animales y la industria consumen más de 200 millones
de toneladas al año, lo que lo convierte en el cereal más difundido del planeta.
Otra maravilla americana es la quinoa (Quenopodium quinoa), considerada el
alimento más nutritivo, de fácil producción por su adaptabilidad a distintos suelos,
barato y fácilmente asimilable por el organismo, y del cual se pueden elaborar gran
variedad de platillos. Esta planta es oriunda de la región andina, y su centro de
domesticación parece ubicarse en los Andes Centrales. Crece en alturas superiores
a los 3000 msnm, no exige terrenos especiales y se desa­rrolla inclusive en suelos
abandonados. En estado silvestre se localiza en zonas comprendidas entre los 2600
| 254 |

y 3700 msnm. Por su parecido con el arroz, los primeros españoles la denominaban
“arrocillo americano” o “trigo de los incas” (Estrella, 1990: 93).
El fríjol (Phaseolus vulgaris), conocido como la “carne de los pobres” por sus
cualidades nutricionales muy apreciadas, es la mayor aportación en leguminosas.
Existe una gran variedad: amarillos, blancos, negros, colorados, jaspeados, grandes,
pequeños, judiguelgos, matahambres y chatos. Contiene un alto valor de hierro
(hasta 10,9 mg en la variedad caraota), proteí­nas (hasta 24,4 g en la variedad
mungo), calcio (hasta 243 mg en el fríjol blanco), tiamina, riboflavina y niacina.
Tiene una alta concentración de lisina, y brinda un buen aporte de carbohidratos,
minerales y vitaminas del complejo B (ICBF, 1988).
La papa (Solanum tuberosum) salvó a Europa de la hambruna producida por la
“pequeña edad de hielo”. Durante la época inicial de la Colonia, la papa se consideró
“comida de indios” y por tanto fue despreciada por los españoles; su producción
estaba relegada al consumo de la población nativa. Sin embargo, una vez se fueron
conociendo sus propiedades alimenti­cias y su facilidad para crecer en climas fríos
europeos, a partir del siglo XVI fue adquiriendo prestigio, especialmente después
de su trasplante a Europa; a partir del siglo XVIII, y especialmente desde mediados
del siglo XIX, se constituyó en la base alimentaria de la revolución industrial. En el
Viejo Mundo, por su parecido con la trufa, se le denominó de distintas maneras:
tartufoli por italianos; kartoffel por alemanes y rusos; patata por españoles, locución
deformada por los ingleses a potatoes; pomme de terre, o sea manzana de tierra, por
franceses; krumpir o pera de tierra por serbios. En el siglo XVII Irlanda, amenazada
por el hambre y la pobreza, adoptó la papa a pesar de la desaprobación europea. En
su texto de 1664 titulado La prosperidad de Inglaterra aumentada por el cultivo de
las patatas, John Foster recomendaba a los campesinos británicos que siguiesen el
ejemplo de los irlandeses (Blond, 1989).
El “glotón de América”, Gonzalo Fernández de Oviedo, quedó maravillado en
el siglo XVI por la variedad, aromas y dulzura de las frutas americanas que actual-
mente se exportan como productos exóticos. Dentro de las frutas más conocidas
tenemos: la guayaba (Psidium guajava), la guanábana (Annona muricata), el anón
(Annona squamosa), la ilama (Annona diversifolia), la soncoya (Annona purpurea), la
chirimoya (Annona cherimolia), la papaya (Carica papaya), el zapote (Matisia cordata),
el lulo (Solanum quitoense), el aguacate (Persea americana), la piña (Ananas sativus o
A. comosus), la badea (Passiflora quadrangularis), la curuba (Passiflora mollisima), la
granadilla (Passiflora ligula­ris), la guatilla (Sechium edule), las guamas (Inga spp.), las
cerecitas (Prunus serotina o P. salicifolia), la mora (Rubus glaucus), el balú o chachafruto
| 255 |

(Erythrina edulis), el cachipay y chontaduro (Guilielma gasipaes), las chupas (Gusta-


via sp.), la pitahaya (Hylocereus undatus, Acanthocereus pitajaya), el tomate de árbol
(Cyphomandra betacea), y los nísperos (Manikara zapotilla). Las chupas resaltan por su
alto contenido de vitamina A (32.600 U.I.) y valores significativos de fósforo, calcio y
niacina; la guayaba es apreciada por su gran contenido de ácido ascórbico (240 mg).
Las plantas medicinales maravillaron igualmente a los europeos, pues varias
de ellas curaban las enfermedades para las que la medicina del Viejo Mundo era
muy rudimentaria. Fray Alonso de Zamora describió a finales del siglo XVII las
propiedades de numerosas de ellas y otras de uso industrial que hoy día continúan
llenando nuestras boticas: añil (para teñir de azul), algodón (abundante en tierra
caliente, servía para la elaboración de tejidos resistentes y frescos), borraja, cardo santo
(para el dolor de muela y llagas), chulco (purifica la sangre y preserva del cáncer),
curibana (expele frialdades), hierba de leche fresca (para purgarse), hierba de bubas,
lechuguilla (para las hemorroides), palitaria (para el dolor de pulmones), pimpinela
(purifica las llagas), quinoa (quita el frío y calenturas), raíz de la montaña (para la
disentería), sueldaconsuelda (reprime los flujos de sangre), viravira (para los riñones),
y zarzaparrilla (purifica la sangre y sirve para las bubas) (Zamora, 1980, I: 134-150).
En cuanto a los animales, tenemos el curí (cuy, cobaya, Cavia porcellus), que es
el animal más antiguo domesticado en América y quizá en el mundo. Se le suele
consumir con el cuero, pelándolo solamente como si fuera lechón, guisado, asado
con papa y ají. También tenía uso ceremonial como ofrenda al sol y a la luna, para
aplacar la ira de los dioses; igualmente servía para diagnosticar enfermedades frotando
el cuerpo del enfermo con el curí, o para chupar los males (Estrella, 1990: 322-323).
El desmesurado crecimiento demográfico exige productos alimenticios de alto
valor nutricional, con bajo coste de producción en cuanto a insumos agrícolas (pes-
ticidas, abonos, maquinaria), y, ante todo, de producción limpia (ecológica). Como
alternativa, se ofrece el rescate de técnicas agrícolas ecológicas –el policul­tivo, los
abonos naturales y la rotación de tierras–; la recuperación de alimentos nativos de
alto valor nutricional –la quinoa, el amaranto, las leguminosas, el maní, las guascas
y la propia coca–; el rescate del curí como fuente económica y productiva de pro-
teínas; las costum­bres de mesa –los cuchu­cos, ajiacos, mazamorras, sancochos y la
diversidad de bocados, la elaboración de panes con harinas de quinoa, maíz, yuca y
otras raíces–; los asenta­mientos disper­sos y poco densos, y el control del tamaño de
la familia y de la pobla­ción en general a través de medios anticon­ceptivos natura­les
–mediante hierbas y la lactancia prolon­gada, pero complementando la dieta de la
cría con productos proteíni­cos. Y, por qué no, recuperar los camellones y canales
| 256 |

a orillas del río Bogotá y las terrazas trazadas vigorosamente por el piedemonte de
los cerros hace más de dos mil años por los laboriosos chibchas.
Quizá la mayor huella de los ancestros chibchas se halla en el cuerpo del
mestizo, el mismo que sobrevivió tanto a las enfermedades europeas como a las
americanas, llámese bogotano, tunjano, bumangués, cucuteño u otro: casi el
80% del ADN mitocondrial, el que se transmite por línea materna, es de origen
indígena (haplogrupos A, B, C y D) en Cundinamarca, Boyacá y Santanderes.
Podemos afirmar con toda certeza que los habitantes de esta región son hijos de
una madre chibcha y un padre español conquistado con encantos, paciencia y
cocina; es decir, los chibchas no se extinguieron, están en nosotros, en las arepas,
mazamorras, hervidos, sancochos, nacos, natillas, buñuelos y medicamentos, en
el suelo que pisamos, el aire que respiramos, la ropa que vestimos y el oro con
que nos adornamos. Los africanos, europeos y asiáticos también se deleitan con
los preparados de papa, maíz, fríjol, pimentones, frutas y otras plantas americanas
que contribuyeron a mejorar su culinaria. Posiblemente los rusos saborean papa
descendiente de alguna de las variedades que S. M. Bukasov transplantó en ese
país en los años 1930 desde Colombia.
En fin, el sol de los chibchas seguirá brillando por los rincones del mundo de
manera resplandeciente y majestuosa como la varita dorada de Bochica, cuando
hace más de dos mil años rompió las peñas de Tequendama para darle paso a las
aguas que inundaban la sabana de Bogotá, hoy día el asiento de millones de nuevos
hijos del sol, astro que por su mermada actividad cíclica ha provocado entre 2010
y 2011 el fenómeno climático de La Niña que ha vuelto a inundar Mosquera,
Funza, Chía, Cajicá, Soacha, Bosa y Fontibón.
Como escribiera la lírica pluma de doña Lilia Montaña (1970: 25-26), la Luna
del Sugamuxi Eliécer Silva Celis:

Después, durante las plácidas noches de verano, cuando afuera Chía baña el
paisaje con su luz de plata y el frío viento de la serranía se adentra sigiloso
por las hendijas de la puerta, el indio más anciano relata en voz baja, casi
a hurtadillas, las enseñanzas que escuchó de sus mayores y las más hermosas
leyendas y mitos que forman parte de sus creencias, recomendando a todos los
presentes que los transmitan a sus descendientes en lugares distantes y ocultos
en donde no sean deformados por gentes extrañas a su raza y religión.
Bibliografía
Aceituno, F. J. 2003. “De la arqueología temprana de los bosques premontanos de la
Cordillera Central colombiana”. En: Construyendo el pasado: Cincuenta años de arqueo-
logía en Antioquia. S. Botero, ed. Medellín: Universidad de Antioquia. pp. 157-183.
Aguado, P. [1581] 1956. Recopilación historial. Bogotá: Biblioteca de la Presidencia de
la República. 4 vols.
Alfonso, M. P., V. G. Standen y M. V. Castro. 2007. “The Adoption of Agriculture among
Northern Chile Populations in Azapa Valley, 9000-1000 BP”. En: Ancient Health:
Skeletal Indicators of Agricultural and Economic Intensification. M. N. Cohen y G.
Crane-Kramer, eds. Gainsville: University Press of Florida. pp. 113-129.
Angulo V., C. 1963. “Cultural Development in Colombia”. En: Aboriginal Cultural Deve-
lopment in Latin America: An Interpretative Review. B. Meggers y C. Evans, eds. Smith-
sonian Miscellaneous Collections v. 146, no. 1. Washington: Smithsonian Institution.
Araújo, A., M. Gonçalves y L. F. Ferreira. 2006. “Migrações pré-históricas e paleoparasito-
logia”. En: Nossa origen: O povoamente das Américas visões multidisciplinares. H. P. Silva
y C. Rodrigues, orgs. Rio de Janeiro: Vieira&Lent. pp. 161-170.
Ardila, G. 1984. Chía: Un sitio precerámico en la Sabana de Bogotá. Bogotá: FIAN, Banco
de la República.
Ardila, I. 1986. El pueblo de los Guanes: Raíz gloriosa de Santander. Bogotá: Instituto Co-
lombiano de Cultura.
Armelagos, G. J. y P. J. Brown. 2002. “The Body as Evidence; The Body of Evidence”.
En: The Backbone of History: Health and Nutrition in the Western Hemisphere. R. H.
Steckel y J. C. Rose, eds. Cambridge: Cambridge University Press. pp. 593-602.
Arriaza, B. 2003. Cultura Chinchorro: Las momias más antiguas del mundo. Santiago de
Chile: Editorial Universitaria.
Arriaza B. T., W. Salo, A. C. Aufderheide y T. A. Holcomb. 1995. “Pre-Columbian Tu-
berculosis in Northern Chile: Molecular and Skeletal Evidence”. American Journal of
Physical Anthropology 98: 37-45.
| 258 |

Bailliet, G., F. Rothhammer, F. R. Carnese, C. M. Bravi y N. O. Bianchi. 1994. “Founder


Mitocondrial Haplotypes in Amerindian Populations”. Am. J. Human Genetics 54:
27-33.
Beals, K. L., C. L. Smith y S. M. Dodd. 1983. “Climate and the Evolution of Brachy-
cefalization”. Am. J. Physical Anthrop. 62(4): 425-437.
Becerra, J. V., ed. 1994. “La muerte en la Colombia prehispánica”. Inédito.
Becerra, J. V. 2001. “Sociedades tempranas en el altiplano Cundiboyacense: Síntesis
investigativa. En: Los chibchas: Adaptación y diversidad en los Andes Orientales de Co-
lombia. J. V. Rodríguez, ed. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia/ Colciencias.
pp. 111-164.
Becerra, J. V. 2010. Arte y alfarería muisca: Ancestros prehispánicos de Bogotá. Bogotá:
Diseño Editorial.
Bednarick, R. G. 1989. “On the Pleistocene Settlement of South America”. Antiquity,
63: 101-110.
Begley, S. y A. Murr. 1999 “The First Americans”. Newsweek, april 26, pp. 50-57.
Bermúdez, A. 1992. “Etnohistoria de Subachoque, siglos XVI-XVII”. Revista Colombiana
de Antropología 29: 81-117.
Bernal, F. 1990. “Investigaciones arqueológicas en el antiguo cacicazgo de Bogotá (Funza,
Cundinamar­ca)”. Boletín de Arqueología 5(3): 31-51.
Berrizbeitia, E. L. 1992. “Marcas culturales en cráneos Yukpa”. En: Prehistorias sudameri-
canas: Nuevas perspectivas. B. Meggers, ed. Santiago de Chile: Editorial Universitaria.
pp. 105-110.
Binford, L. 1972. “Mortuary Practices: Their Study and their Potential. En: An Archaeology
Perspective. L. Binford, ed. New York: Seminar Press. pp. 208-243.
Blond G. y G. 1989. Historia pintoresca de la alimentación. Barcelona: Cultura Histórica.
Boada, A. M. 1988. “Las patologías óseas en la población de Marín”. Boletín de Arqueo-
logía 3(1): 3-24.
Boada, A. M. 2000. “Variabilidad mortuoria y organización social prehispánica en el sur
de la sabana de Bogotá”. En: Sociedades complejas en la Sabana de Bogotá siglos VIII al
XVI d. C. B. Enciso y M. Therrien, comps. Bogotá: ICANH. pp. 21-58.
Boada, A. M. 2006. Patrones de asentamiento regional y sistemas de agricultura intensiva
en Cota y Suba, Sabana de Bogotá (Colombia). Bogotá: FIAN, Banco de la República.
Boada, A. M. 2007. The Evolution of Social Hierarchy in a Muisca Chiefdom of the Northern
Andes of Colombia. University of Pittsburgh Memoirs in Latin American Archaeology
No. 17. Pittsburgh: University of Pittsburgh Department of Anthropology.
| 259 |

Botiva, A. 1988. “Pérdida y rescate del patrimonio arqueológico nacional”. Revista de


Estudiantes Arqueología [Universidad Nacional de Colombia] 5: 3-36.
Botiva, A. 1989. “La altiplanicie Cundiboyacense”. En: Colombia prehis­pánica: Regiones
arqueológicas. Bogotá: Instituto Colombiano de Antropología. pp. 77-115.
Brace, C. L. 1984. “Rates of Hominid Dental Reduction in the Late and Post-Pleistocene”.
Am. J. Physical Anthrop. 63 (2).
Brace, C. L. 1986. “Modern Human Origins: Narrow Focus or Broad Spectrum?” Am.
J. Physical Anthrop. 69: 180.
Brace, C. L., S. L. Smith y K. D. Hunt. 1991. “What Big Teeth You Had Grandma!”
En: Advances in Dental Anthropology. M. A. Kelley y C. S. Larsen, eds. New York:
Wiley-Liss. pp. 33-57.
Bravo, G. E., Y. A. Buitrago, I. M. Zarante. 2003. “Análisis morfológico dental de dos
poblaciones afrocolombianas comparadas con otras poblaciones del mundo”. Univ.
Odontológica [Pontifica Universidad Javeriana] 23(52): 21-32.
Broadbent, S. M. 1964. Los chibchas: Organización socio-política. Serie Latinoamer. No.
5. Bogotá: Facultad de Sociología, Universidad Nacional de Colombia.
Broadbent, S. 1969. La arqueología del territorio chibcha: II. Hallazgos aislados y monu-
mentos de piedra. Antropología No. 4. Bogotá: Universidad de los Andes.
Broadbent, S. 1970. “Reconocimiento arqueológico de la laguna de La Herrera”. Revista
Colombiana de Antropología 15: 171-213.
Buikstra, J. E, et al. 1987. “Diet, Demography, and the Develop­ment of Horticulture”.
En: Emergent Horticultu­ral Economies of the Eastern Woodlands. W. F. Keegan, ed.
Center for Archaeological Investigations Ocassional Paper 7. Carbondale: Southern
Illinois University. pp. 67-85.
Buikstra, J. E. y S. Williams. 1991. “Tuberculosis in the Americas: Current Perspectives”.
En: Human Paleopathology: Current Syntheses and Future. Washington: Smithsonian
Institution Press. pp. 161-172.
Buikstra, J. y D. H. Ubelaker. 1994. Standards for Data Collection from Human Skeletal
Remains. Archaeological Survey Report No. 44. Fayetteville [Arkansas]: Arkansas
Archaeological Survey Press.
Buitrago, L. M. y O. Rodríguez. 2001. “Estudio bioantropológico de la Colección Eliécer
Silva Celis, Museo Arqueológico de Sogamoso, Boyacá”. En: Los chibchas: Adaptación
y diversidad en los Andes Orientales de Colombia. J. V. Rodríguez, ed. Bogotá: Univer-
sidad Nacional de Colombia/ Colciencias. pp. 217-236.
Bukasov, S. M. 1981. Las plantas cultivadas en México, Guatemala y Colombia. Turrialba
[Costa Rica]: Centro Agronómico Tropi­cal de Investigación y Enseñanza.
| 260 |

Burnet, M. y D. White. 1982. Historia de las enfermedades infecciosas. Madrid: Alianza


Editorial.
Cabrera, G., C. Franky y D. Mahecha. 1999. Los nukak: Nómadas de la Amazonia colom-
biana. Bogotá: Ed. Universidad Nacional.
Cadavid, G. 1989. “La montaña santandereana”. En: Colombia prehis­pánica: Regiones
arqueológicas. Bogotá: Instituto Colombiano de Antropología. pp. 69-75.
Calle, J. y L. R. Rodríguez. 1961. Arqueología de Mutiscua. Cúcuta: Imprenta Departa-
mental.
Campbell, B. 1985. Ecología humana. Biblioteca Científica Salvat No. 15. Barcelona:
Salvat.
Cano, M. C. 2004. “Los primeros habitantes de las cuencas medias de los ríos Otún y
Consota”. En: Ecorregión del Eje Cafetero. Vol. 1. de Cambios ambientales en perspectiva
histórica. Pereira: Universidad Tecnológica de Pereira. pp. 68-91.
Cardale, M. 1981. Las salinas de Zipaquirá: Su explotación indígena. Bogotá: FIAN, Banco
de la República.
Cardale, M. 1987. “En busca de los primeros agricultores del altiplano cundiboyacense”.
Maguaré 5: 99-125.
Cardale, M., W. Bray y L. Herrera. 1989. “Reconstruyendo el pasado en Calima: Resul-
tados recientes”. Boletín del Museo del Oro 24: 3-33.
Cárdenas, F. 2002. Datos sobre la alimentación prehispánica en la sabana de Bogotá, Co-
lombia. Informes Arqueológicos del Instituto Colombiano de Antropología e Historia
No. 3. Bogotá: ICANH.
Casas, L. A. 2010. “Análisis de DNA mitocondrial y cromosoma Y en una muestra de
restos óseos ancestrales provenientes de la comunidad guane de Santander, Colombia”.
Tesis de Magíster en Genética Humana, Facultad de Medicina, Universidad Nacional
de Colombia, Bogotá. Inédito.
Casilimas, C. I. 2001. “Juntas, borracheras y obsequias en el cercado de Ubaque: A
propósito del proceso seguido al cacique de Ubaque por idólatra”. Boletín del Museo
del Oro 49: 13-48.
Castellanos, J. de. 1997. Elegías de varones ilustres de Indias. Bogotá: Gerardo Rivas Moreno.
Castillo, N. 1998. Los antiguos pobladores del Valle Medio del río Porce. Medellín: Empresas
Públicas de Medellín/Universidad de Antioquia.
Cavalli-Sforza, L. L. 1997. Genes, pueblos y lenguas. Barcelona: Crítica.
Cayón, L. 2002. En las aguas de Yuruparí: Cosmología y chamanismo Makuna. Estudios
Antropológicos No. 5. Bogotá: Universidad de los Andes.
| 261 |

Chakraborty, R y Weiss K. 1991. “Genetic Variation of the Mitocon­drial DNA Genome


in American Indians is at Mutation-Drift Equili­brium”. Amer. J. Physical Anthrop.
86: 497-506.
Christensen, A. F. 1999. “La microevolución odontométrica en Oaxaca”. Estudios de
Antropología Biológica 9: 295-311.
Cieza de León, Pedro. 1985. La crónica del Perú (capítulos XXIV-XXXII). Víctor Manuel
Patiño, ed. En: “Ojeada sobre los pueblos indígenas de la fosa central del Cauca y
su zona de influencia en la época de la conquista”. Cespedesia [Cali] 51-52: 13-37.
Cifuentes, A. 1990. “Reseña de un sitio arqueológico en la Mesa de los Santos, Santander”.
Boletín de Arqueología 4(2): 33-40.
Cifuentes, A. y L. Moreno. 1987. Proyecto de rescate arqueológico de la avenida Villavicencio
(Barrio Candelaria la Nueva). Instituto Colombiano de Antropología. Informe Inédito.
Cocilovo, J. A. y R. A. Guidón. 2000. “La variación geográfica y el proceso de microdife-
renciación de las poblaciones aborígenes de Patagonia Austral y de Tierra del Fuego”.
Revista Chilena de Antropología 15: 9-20.
Cocilovo, J. A., H. M. Varela, O. Espoueys y V. G. Standen. 2001. “El proceso microevo-
lutivo de la población nativa antigua de Arica”. Chungará: Revista de Antropología
Chilena 33: 13-20.
Cohen, M. N. y G. J. Armelagos, eds. 1985. Paleopathology at the Origins of Agriculture.
New York: Academic Press.
Cohen, M. N. y G. M. M. Crane-Kramer. 2007. Ancient Health: Skeletal Indicators of
Agricultural and Economic Intensification. Gainsville: University Press of Florida.
Constela U., A. 1993. “La familia Chibcha”. En: Estado actual de la clasificación de las
lenguas indígenas de Colombia. M. L. Rodríguez, comp. Bogotá: Instituto Caro y
Cuervo. pp. 75-125.
Constela U., A. 1995. “Sobre el estudio diacrónico de las lenguas chibchenses y su con-
tribución al conocimiento del pasado de sus hablantes”. Boletín del Museo del Oro
38-39: 13-55.
Correa, F. 1998. “Clasificación social entre los hablantes de la lengua chibcha”. Maguaré
13: 5-26.
Correa, F. 2004. El sol del poder: Simbología y política entre los muiscas del norte de los
Andes. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia.
Correal, G. 1974. “Las Acacias: Un cementerio muisca en la Sabana de Bogotá. Carac-
terísticas culturales y aspectos de antropolo­gía física”. Ethnia, 4: 3-16.
Correal, G. 1976. “Investigaciones arqueológicas en la costa Atlántica y valle del Mag-
dalena”. Caldasia 11(55).
| 262 |

Correal, G. 1979. Investigaciones arqueológicas en abrigos rocosos de Nemocón y Sueva.


Bogotá: FIAN, Banco de la República.
Correal, G. 1981. Evidencias culturales y megafauna pleistocénica en Colombia. Bogotá:
FIAN, Banco de la República.
Correal, G. 1985. “Algunas enfermedades precolombinas: Apuntes sobre paleopatología”.
Revista Universidad Nacional 1(1): 14- 27.
Correal, G. 1987. “Excavaciones arqueológicas en Mosquera”. Arqueo­logía: Revista de
Estudiantes de Antropología [Universidad Nacional] 3: 13-17.
Correal, G. 1990. Aguazuque: Evidencias de cazadores, recolecto­res y plantadores en la alti-
planicie de la Cordillera Orien­tal. Bogotá: FIAN, Banco de la República.
Correal, G. 1993. “Nuevas evidencias culturales pleistocénicas y megafauna en Colombia”.
Boletín de Arqueología 8(1): 3-12.
Correal, G. 1996. “Apuntes sobre paleopatología precolombina”. En: Bioantropología de
la Sabana de Bogotá, siglos VIII al XVI d. C. B. Enciso, M. Therrien, comps. Bogotá:
Instituto Colombiano de Antropología/Colcultura. pp. 145-161.
Correal, G. 2001. “Patrones mortuorios en cazadores recolectores del Pleistoceno y Ho-
loceno en Colombia”. Chungará: Revista de Antropología Chilena 33(1).
Correal, G., I. Flórez. 1992. “Estudio de las momias guanes de la Mesa de los Santos,
(Santander, Colombia)”. Revista Academia Colombiana de Ciencias 70: 283-289.
Correal, G., J. Gutiérrez, K. J. Calderón y D. C. Villada. 2005. “Evidencias arqueológicas
y megafauna extinta en un salado del tardiglacial superior”. Boletín de Arqueología 20.
Correal, G. y M. Pinto. 1983. Investigaciones arqueológicas en el Municipio de Zipacón,
Cundinamarca. Bogotá: FIAN, Banco de la Repú­blica.
Correal, G. y Th. Van der Hammen. 1977. Investigaciones arqueológi­cas en los abrigos
rocosos del Tequendama: 12.000 años de historia del hombre y su medio ambiente en la
Altiplanicie de Bogotá. Bogotá: Biblioteca Banco Popular.
Correal, G. y Th. Van der Hammen. 2003. “Supervivencia de mastodonte, megaterio y
presencia del hombre en el valle del Magdalena (Colombia) entre 6000 y 5000 A.P.”
Revista Academia Colombiana de Ciencias 27(103): 159-164.
Correal, G., Th. Van der Hammen y W. R. Hurt. 1972. “Preceramic Sequences in the
El Abra Rock-shelters, Colombia”. Science 175: 1106-1108.
Crosby, A. W. 1991. El intercambio y transoceánico: Consecuencias biológicas y culturales a
partir de 1492. México: Universidad Nacional Autónoma de México.
Danforth, M. E., K. P. Jacobi, G. D. Wrobel y S. Glassman. 2007. “Health and the
Transition to Horticulture in the South-Central United States”. En: Ancient Health:
| 263 |

Skeletal Indicators of Agricultural and Economic Intensification. M. N. Cohen y G. M.


M. Crane-Kramer, eds. Gainesville: University Press of Florida. pp. 65-79.
Delgado, M. E. 2007. “Variación dental no-métrica y el tráfico de esclavos por el Atlántico:
la ascendencia biológica y los orígenes geográficos de una población afro-colombiana”.
Rev. Española Antrop. Física 27: 13-32.
Descola, P. 2002. “La antropología y la cuestión de la naturaleza”. En: Repensando la natura-
leza: Encuentros y desencuentros disciplinarios en torno a lo ambiental. G. Palacio y A. Ulloa,
eds. Bogotá, Universidad Nacional de Colombia/Colciencias/ICANH. pp. 155-171.
Diamond, J. 1998. Armas, gérmenes y acero: La sociedad humana y sus destinos. Madrid:
Editorial Debate.
Díaz Barriga, A. 2009. Niños para los dioses y el tiempo: El sacrificio de infantes en el mundo
mesoamericano. México: Libros de la Araucaria.
Díaz, M. y J. C. Martínez. 2010. “Estudios sobre ADN mitocondrial sugieren un linaje
predominante en la cordillera Oriental de Colombia y un vínculo suramericano para
los arcaicos de Puerto Rico”. Universitas Médica 51(3): 241-272.
Doran, G. H. 2007. “A Brief Contiental View from Windover”. En: Ancient Health:
Skeletal Indicators of Agricultural and Economic Intensification. M. N. Cohen y G. M.
M. Crane-Kramer, eds. Gainesville: University Press of Florida. pp. 3-51.
Dufour, D. L. 1990. “Uso de la selva tropical por los indígenas Tukano del Vaupés”. En:
La selva humanizada: Ecología alterna­tiva en el trópico húmedo colombiano. F. Correa,
ed. Bogotá: ICANH/ECOE Eds. pp. 43-58.
El proceso contra el cacique de Ubaque en 1563. [1563-1564] 2001. C. I. Casilimas y E.
Londoño, transcrip. Boletín del Museo del Oro 49: 49-101.
Eliade, M. 1992. Lo sagrado y lo profano. Barcelona: Editorial Labor.
Eliade, M. 2001. El chamanismo y las técnicas arcaicas del éxtasis. Madrid: Fondo de
Cultura Económica.
Enciso, B. 1996. “Fauna asociada a tres asentamientos muiscas del sur de la Sabana de Bogotá,
siglos VIII-XIV d. C.” En: Bioantropología de la Sabana de Bogotá, siglos VIII al XVI d. C.
B. Enciso y M. Therrien, cops. Bogotá: Instituto Colombiano de Antropología. pp. 41-58.
Estrella, E. 1990. El pan de América: Etnohistoria de los alimentos aborígenes en el Ecuador.
3a ed. Quito: Abya-Yala.
Etxeberria, F., M. Campo y J. V. Rodríguez. 1997. “Espondilolisis y espondilolistesis:
Inestabilidad de la transición lumbosacra, a propósito de dos casos en la población de
Soacha (Colombia)”. IV Congreso Nacional de Paleopatología, San Fernando, Cádiz,
España, octubre 2-5 de 1997.
| 264 |

Falchetti, A. M. 2003. La búsqueda del equilibrio: Los Uwa y la defensa de su territorio


sagrado en tiempos coloniales. Biblioteca de Historia Nacional, vol. CLX. Bogotá:
Academia Colombiana de Historia.
Falchetti, A. M. y C. Plazas. 1973. “El territorio de los muiscas a la llegada de los espa-
ñoles”. Cuadernos de Antropología 1: 39-65.
Fericgla, J. M. 2006. Los chamanismos a revisión: De la vía del éxtasis a Internet. Barcelona:
Editorial Kairós.
Fernández, C. 1999. “La arqueología molecular aplicada a la solución de problemas prehis-
tóricos: Análisis de ADN mitocondrial en momias y restos óseos prehispánicos”. Tesis de
Grado, Carrera de Antropología, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá. Inédito.
Fernández de Oviedo, G. 1959. Historia general y natural de la Indias. Biblioteca de
Autores Españoles. Madrid: Real Academia de Historia. 5 vols.
Fernández de Oviedo, G. 1979. Sumario de la natural historia de las Indias. México:
Fondo de Cultura Económica.
Fernández de Piedrahita, L. [1688] 1973. Noticia historial de las conquistas del Nuevo Reino
de Granada, vol. 1. Bogotá: Instituto Colombiano de Cultura Hispánica.
Friede, J. 1974. Los chibchas bajo la dominación española. Bogotá: La Carreta.
Friede, J. 1975. Fuentes documentales para la historia del Nuevo Reino de Granada desde la
instalación de la Real Audiencia en Santafé. Bogotá: Banco Popular.
Gamboa, J. A. 2010. El cacicazgo muisca en los años posteriores a la Conquista: Del sihipkua
al cacique colonial, 1537-1575. Bogotá: ICANH.
Gill, R. B. 2008. Las grandes sequías mayas: Agua, vida y muerte. México: Fondo de Cul-
tura Económica.
Gnecco, C. 2000. Ocupaciones tempranas de bosques tropicales de montaña. Popayán:
Universidad del Cauca.
Gómez, A. J. 1997. “El medicamento indígena”. En: El medicamento en la historia de
Colombia. Bogotá: Schering-Plough. pp. 12-53.
Gómez, J. 2011. “Salud, estrés y adaptación en poblaciones precerámicas de la Sabana de Bogo-
tá”. Tesis de Maestría en Antropología, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá. Inédito.
González, D. P. 2008. “Organización social y política muisca: Pueblos de Fontibón y Enga-
tivá (1550-1650)”. En: Los muiscas en los siglos XVI y XVII: Miradas desde la arqueología,
la antropología y la historia. J. A. Gamboa, comp. Estudios interdisciplinarios sobre la
conquista y la colonia de América 4. Bogotá: Universidad de los Andes. pp. 233-256.
González, M.E. 2006. Aproximación al sistema fonético-fonológico de la lengua muisca. Bogotá:
Instituto Caro y Cuervo, Biblioteca “Ezequiel Uricoechea” 18.
| 265 |

González, R., S. L. Dahinten, M. A. Luis, M. Hernández y H. M. Pucciarelli. 2001. “Cra-


niometric Variation and the Settlement of the Americas: Testing Hipothesis by Means
of R-Matrix and Matrix Correlation Analyses”. Am. J. Physical Anthrop. 116: 154-165.
González, R., A. González, M. Hernández, H. M. Pucciarelli, M. Sardi, A. Rosales y S.
Van der Molen. 2003. “Craniometric evidence for Palaeoamerican survival in Baja
California”. Nature 425: 62-65.
González, R., M. C. Bortolini, F. R. Santos y S. Bonatto. 2008. “The Peopling of America:
Craniofacial Shape Variation on a Continental Scale and its Interpretation from an
Interdisciplinary View”. Am. J. Physical Anthrop. 137: 175-187.
González, Y. 1994. El sacrificio humano entre los mexicas. México: Fondo de Cultura
Económica.
Goodman, A. H. 1993. “On the Interpretation of Health from Skele­tal Remains”. Current
Anthropology 34(3): 281-288.
Goodman, A. H. y D. L. Martin. 2002. “Reconstructing Health Profiles from Skeletal
Remains”. En: The Backbone of History: Health and Nutrition in the Western Hemisphere.
R. H. Steckel y J. C. Rose, eds. Cambridge: Cambridge University Press. pp. 11-60.
Graulich, M. 2003. “El sacrificio humano en Mesoamérica”. Arqueología Mexicana 11(63):
16-23.
Greenberg, J. H. 1987. Languages in the Americas. Standford: Stanford University Press.
Greenberg, J. H, C G. Turner II y S. L. Zegura. 1986. “The Settle­ment of the Americas: A Com-
parison of the Linguistic, Den­tal, and Genetic Evidence”. Current Anthropology 17:477-497.
Groot, A. M. 1992. Checua: Una secuencia cultural entre 8500 y 3000 años antes del presente.
Bogotá: FIAN, Banco de la República.
Groot, A. M. 2000. “Vida, subsistencia y muerte: Pobladores tempranos del valle medio
y alto del río Checua, municipio de Nemocón”. Informe de Investigación. FIAN,
Banco de la República.
Groot, A. M. 2008. Sal y poder en el altiplano de Bogotá, 1537-1640. Bogotá: Universidad
Nacional de Colombia.
Gruhn, R. 1989. “The Pacific Coast Route of Initial Entry: An Overview”. En: Method and
Theory for Investigating the Peopling of the Americas. R. Bonnichsen y D.G. Steele, eds.
Cornvallis [Oregon]: Oregon State University. Pp.249-256.
Guerrero, A. A. y A. Martínez. 1996. La provincia de Guanentá: Orígenes de sus poblamien-
tos urbanos. Colección de Historia Regional. Bucaramanga: Universidad Industrial de
Santander.
Guhl, E. 1975. Colombia: Bosquejo de su geografía tropical. Biblioteca Básica Colombiana
5 y 11. Bogotá: Instituto Colombiano de Cultura.
| 266 |

Ghisletti, L. V. 1954. Los mwiskas una gran civilización precolombina. Bogotá: Biblioteca
de Autores Colombianos volumen I.
Gutiérrez, S. de, y L. García. 1985. Arqueología de rescate, Funza III. En: Proyectos de inves-
tigación realizados entre 1972-1984 (Resúmenes). Bogotá: FIAN, Banco de la República.
Hammer, M. F. y S. Zegura. 1996. “The Role of the Y Chromosome in Human Evolu-
tionary Studies”. Evolutionary Anthropology 5(4): 116-134.
Hanihara, K. 1968. “Mongoloid Dental Complex in the Permanent Dentition”. Proc. VIIIth
Int. Congr. Anthrop. Ethnol. Sci., vol. 1. Tokyo: Science Council of Japan. pp. 298-300.
Hanihara, T. 1993. “Population Prehistory of East Asia and the Pacific as viewed from
Craniofacial Morphology: The Basic Populations in East Asia, VII”. Am. J. Physical
Anthrop. 91(2): 173-187.
Harris, E. F. y M. T. Nweeia. 1980. “Tooth Size of Ticuna Indians, Colombia, with
Phenetic Comparisons to Other Amerindians”. Am. J. Physical Anthrop. 53: 81-91.
Harris, M. 1986. Caníbales y reyes: Los orígenes de la cultura. Barcelona: Biblioteca Salvat.
Harris, M. y E. B. Ross. 1991. Muerte, sexo y fecundidad: La regulación demográfica en las
sociedades preindustriales y en desarrollo. Madrid: Alianza.
Haury, E. W. y J. Cubillos. 1953. “Investigaciones arqueológicas en la Sabana de Bogotá,
Colombia (cultura chibcha)”. Social Science Bulletin [University of Arizona] 22: 1-102.
Haydenblit, R. 1996. “Dental variation Among Four Prehispanic Mexican Populations”.
Am. J. Physical Anthrop. 100: 225-246.
Henderson, H. 2008. “Alimentando la casa, bailando el asentamiento: Explorando la
construcción del liderazgo político en las sociedades muisca”. En: Los muiscas en los
siglos XVI y XVII: Miradas desde la arqueología, la antropología y la historia. J. A. Gam-
boa, comp. Estudios interdisciplinarios sobre la conquista y la colonia de América 4.
Bogotá: Universidad de los Andes. pp. 40-63.
Henderson, H. y N. Ostler. 2005. “Muisca Settlement Organization and Chiefly Autho-
rity at Suta, Valle de Leyva, Colombia: A Critical Appraisal of Native Concepts of
House for Studies of Complex Societies”. J. Anthropological Archaeology 24: 148-178.
Hernández, G. 1978. De los chibchas a la Colonia y a la Repúbli­ca: Del clan a la encomienda
y al latifundio en Colombia. Bogotá-Caracas: Ed. Interna­cionales.
Hernández de Alba, G. 1937. “El Templo de Goranchacha”. Revista de Indias 7: 10-18.
Howells, W. W. 1973. Cranial Variation in Man: A Study by Multivariante Analysis of Pat-
terns of Difference Among Recent Human Population. Cambridge: Harvard University.
Howells, W.W. 1989. Craniometric Analysis in the Dispersion of Modern Homo. Papers of
the Peabody Museum of Archaeology and Ethnology. Cambridge: Harvard University.
| 267 |

Hrdlička, A. 1923. Origin and Antiquity of the American Indian. Smithsonian Institution
Annual Report. Washington: Smithsonian Institution.
Huertas, P. G. 2005. “El país de los teguas”. Repertorio Boyacense 342: 125-156.
Hutchinson, D. L., L. Norr y M. E. Teaford. 2007. “Outer Coast Foregers and Innner
Coast Farmers in Late Prehistoric North Carolina”. En: Ancient Health Skeletal Indi-
cators of Agriculture and Economic Intensification. M. N. Cohen y G. M. M. Crane-
Kramer, eds. Gainesville: University Press of Florida. pp. 52-64
ICBF. 1988. Recomendaciones de consumo diario de calorías y nutrientes para la población
colombiana. Bogotá: Ministerio de Salud.
Idrovo, A. J. 1997. “Tuberculosis prehispánica en muiscas de la sabana de Bogotá”. Re-
vista de la Facultad de Medicina [Universidad Nacional de Colombia] 45(1): 50-53.
IGAC. 1999. Estudio general de suelos y zonificación de tierras del Departamento de Boyacá.
Bogotá: IGAC.
IGAC. 2002. Estudio general de suelos y zonificación de tierras del Departamento de Cun-
dinamarca. Bogotá: IGAC. 3 vols.
Ijzereef, G. 1978. “Faunal Remains from the El Abra Rock Shelters (Colombia)”. Palaeo-
geography, Palaeoclimatology, Palaeocology 25: 163-177.
Irish, J. D. 1997. “Characteristics High- and Low-Frequency Dental Traits in Sub-Saharian
African Populations”. Am. J. Physical Anthrop. 102: 455-467.
Jiménez, J. C. et al. 2002. El hombre temprano en México. México: Museo Nacional de
Antropología.
Katzenberg, M. A. 1992. “Advances in Stable Isotope Analysis of Prehistoric Bones”. En:
Skeletal Biology of Past Peoples: Research Methods. New York: Wiley-Liss. pp. 105-119.
Keegan, W. F. 1989. “Stable Isotope Analysis of Prehistoric Diet”. En: Reconstruction of
Life from the Skeleton. New York: Alan R. Liss. pp. 223-236.
Keyeux, G., C. Rodas, N. Galvez y D. Carter. 2002. “Possible Migration Routes into
South America Deduced from Mithocondrial DNA Studies in Colombian Amerindian
Populations”. Human Biology 74(2): 211-33.
Kieser, J. A. 1990. Human Adult Odontometrics. Cambridge: Cambridge University Press.
Kozintsev, A. G., A. V. Gromov y V. G. Moiseyev. 1999. “Collateral Relatives of Ameri-
can Indians Among the Bronze Age Populations of Siberia?” Amer. J. Phys. Anthrop.
109(2): 193-204.
Lalueza, C., A. Pérez, E. Prats, L. Comudella y D. Turbon. 1997. “Lack of Founding
American Mitocondrial DNA Lineages in Extinct Aborigenes from Tierra del Fuego-
Patagonia”. Human Molecular Genetics 6: 41-46.
| 268 |

Lalueza, C., M. T. P. Gilbert, A. J. Martínez, F. Calafell y J. Bertranpetit. 2003. “Mito-


condrial DNA from Pre-Columbian Ciboneys from Cuba and the Prehistoric Colo-
nization of the Caribbean”. Am. J. Physical Anthrop. 121: 97-108.
Langebaek, C. H. 1987. Mercados, poblamiento e integración étnica entre los muiscas del
siglo XVI. Bogotá: Banco de la República.
Langebaek, C. H. 1995. Arqueología regional en el territorio muisca: Estudio de los valles
de Fúquene y Susa. Universty of Pittsburgh Memoirs in Latin American Archaeology
No. 9. Pittsburgh: University of Pittsburg Department of Anthropology.
Langebaek, C. H. 1996. Noticias de caciques muy mayores. Bogotá: Ediciones Uniandes/
Universidad de Antioquia.
Langebaek, C. H. 2001. Arqueología regional en el Valle de Leiva: Procesos de ocupación
humana en una región de los Andes orientales de Colombia. Informes Arqueológicos del
Instituto Colombianos de Antropología e Historia No. 2. Bogotá: ICANH.
Langebaek, C. H. 2006. “De las palabras, las cosas y los recursos: El Infiernito, la arqueo-
logía, los documentos y la etnología en el estudio de la sociedad muisca”. En: Contra
la tiranía tipológica en arqueología: Una visión desde Suramérica. C. Gnecco y C. H.
Langebaek, eds. Bogotá: CESO Universidad de los Andes. pp.215-256.
Langebaek, C. H., M. Bernal, C. Rojas y T. Santa. 2009. Informe sobre el estudio de prácticas
mortuorias en Tibanica: Primeros pasos para una interpretación. Bogotá: Universidad
de los Andes.
Larsen, C. S. 2000. Bioarchaeology: Interpreting Behavior from the Human Skeleton. Cam-
bridge: Cambridge University Press.
Larsen, C. S., ed. 2001. Bioarchaeology of Spanish Florida: The Impact of Colonialism.
Gainesville: Florida Museum of Natural History.
Larsen, C. S., D. Hutchinson, M. J. Schoeninger y L. Norr. 2007. “Health and Lifestyle in
Georgia and Florida: Agriculture Origins and Intensification in Regional Perspective”.
En: Ancient Health. Skeletal Indicators of Agricultural and Economic Intensification. M.
N. Cohen y G. M. M. Crane-Kramer, eds. Gainesville: University Press of Florida.
pp. 20-51.
Lell, J. T., R. I. Sukernik, Y. B. Starikovskaya, B. Su, L. Jin, T. G. Schurrr, P. A. Underhill
y D. C. Wallace. 2002. “The Dual Origin and Siberian Affinities of Native American
Y Chromosomes”. Am. J. Human Genetics 70: 192-206.
Lévi-Strauss, C. 1982. El pensamiento salvaje. México: Fondo de Cultura Económica.
Lévi-Strauss, C. 1988. Tristes trópicos. Barcelona: Paidós.
Lévi-Strauss, C. 1989. Mito y significado. México: Alianza Editorial.
| 269 |

Little, M. 1995. “Adaptation, Adaptability, and Multidisciplinary Research”. En: Biological


Anthropology: The State of the Science. N. Boaz y L. Wolfe, eds. Oregon: International
Institute for Human Evolutionary Research. pp. 149-167.
Lleras, R. 1989. Arqueología del Alto Valle de Tenza. Bogotá: FIAN, Banco de la República.
Lleras, R. 1995. “Diferentes oleadas de poblamiento en la prehistoria tardía de los Andes
Orientales”. Boletín del Museo del Oro 38-39: 3-11.
Lleras, R. y Vargas A. 1990. “Palogordo: La prehistoria de Santander en los Andes Orien-
tales”. Boletín del Museo del Oro 26: 65-129.
Londoño, E. 1987. “Relación de una conquista prehispánica muisca y nuevas noticias
sobre el Zaque de Tunja”. III Congreso de Antropología en Colombia, Popayán..
Londoño, E. 1988. “La conquista del cacicazgo de Bogotá”. Boletín Cultural y Bibliográfico
25(16): 23-33.
Londoño, E. 1992. “Guerras y fronteras: Los límites territoriales del dominio prehispánico
de Tunja”. Boletín del Museo del Oro 32-33: 3-19.
López, C. E. 1991. “Apuntes sobre los trabajos arqueológicos recientes en el valle del
río Magdalena”. En: Memorias del Seminario Pasado y Presente del Río Grande de la
Magdalena. Ibagué: Fundación del río Magdalena. pp. 11-119.
López, C. E. 2004. “Entorno natural y generación de paisajes culturales en el piedemonte
de la cordillera Central andina en escala de larga duración”. En: Ecorregión del Eje
Cafetero. Vol. 1 de Cambios ambientales en perspectiva histórica. Pereira: Universidad
Tecnológica de Pereira. pp. 54-67.
López, L. F. 2007. “Etnohistoria y ocupaciones en la vertiente occidental de la Serranía
de Perijá”. En: La alta montaña de la Serranía de Perijá. Vol. 5 de Colombia, diversidad
biótica. J. O. Rangel, ed. Bogotá: Instituto de Ciencias Naturales. pp. 275-328.
López de Gomara, F. 1985. Hispania Victrix. Vol. 1 de Historia General de las Indias.
Biblioteca de Historia, vol. 12. Barcelona: Ediciones Orbis.
Lorenz, J. G. y Smith D. G. 1996. „Distribution of Four Founding mtDNA Haplogroups
Among Native North Americans”. Am. J. Physical Aanthropology 101(3): 307-323.
Lucena, S. M. 1974. “Apuntes para etnohistoria Guane: La exogamia”. Revista Colombiana
de Antropología 16: 89-193.
MacNeish, R. 1979. “Earliest Man in the New World and its Implications for Soviet-
American Archaeology”. Artic Anthro­pology 16(1)­: 2-15.
Malhi, R. S., B. M. Kemp, J. A. Eshleman, J. Cybulski, D. G. Smith, S. Cousin y H.
Harry. 2007. “Haplogroup M discovered in prehistoric North America”. Journal of
Archaeological Science 34(4): 642-648.
| 270 |

Manrique, J. 1937. “Datos para la antropología colombiana”. Revista del Rosario 32: 9-76.
Márquez, L. 2006. “La investigación sobre la salud y nutrición en poblaciones antiguas de
México”. En: Salud y sociedad en el México prehispánico y colonial. L. Márquez y O. P.
Hernández, eds. México: Conaculta/INAH. pp. 27-57.
Márquez, L. y O. P. Hernández, eds. 2006. Salud y sociedad en el México prehispánico y
colonial. México: Conaculta/INAH.
Márquez, L. y M. T. Jaén. 1997. “Una propuesta metodológica para el estudio de la salud
y la nutrición de poblaciones antiguas”. Estudios de Antropología Biológica 8: 47-63.
Márquez, L. y R. Storey. 2007. “From Early Village to Regional Center en Mesoamerica”.
En: Ancient Health: Skeletal Indicators of Agricultural and Economic Intensification. M. N.
Cohen y G. M. M. Crane-Kramer, eds. Gainesville: University Press of Florida. pp. 80-91.
Martínez, G., A. 1995. “Breve y preliminar historia del pueblo Guane”. En: Memoria del
pueblo Guane. Bucaramanga: Museo de Arte Moderno de Bucaramanga/Fondo Mixto
para la Promoción de la Cultura y las Artes de Santander. pp. 5-13.
Martínez R., A., A. Acevedo y A. Martínez G. 1994. Floridablanca: Historia de su po-
blamiento y erección parroquial. Bucaramanga: Alcaldía Municipal de Floridablanca/
Casa de la Cultura Piedra del Sol.
Matos, E. 2000. “Teotihuacan y tenochtitlan: Agricultura y guerra. En: El vuelo de la
serpiente: Desarrollo sostenible en la América prehispánica. R. A. Restrepo, ed. Bogotá:
Siglo del Hombre. pp. 20-65.
McKeown, T. 1990. Los orígenes de las enfermedades humanas. Barcelona: Crítica.
McNeill, W. H. 1984. Plagas y pueblos. Madrid: Siglo XXI.
Melguizo, M. 1992. “Las grandes epidemias del Descubrimiento y la Conquista de
América”. Revista Universidad de Antioquia 61(­229): 31-36.
Melton, P. E., I. Briceño, A. Gómez, E. J. Devor, J. E. Bernal y M. H. Crawford. 2007.
“Biological Relationship between Central and South American Chibchan Speaking
Populations: Evidence from mtDNA”. Amer. J. Physical Anthrop. 132: 753-770.
Mendoza S. y N. Quiazúa. 1992. “Exploraciones arqueológicas en el municipio de
Tocaima”. Trabajo de Grado, Carrera de Antropología, Universidad Nacional de
Colombia, Bogotá. Inédito.
Montaña, L. 1992. La fiesta del Huan. Tunja: Universidad Pedagógica y Tecnológica de
Colombia.
Montaña, L. 1994. “El doctor Eliécer Silva Celis: Su vida y sus trascendentales aportes
al desarrollo de la ciencia de la antropología en Colombia”. Repertorio Boyacense 330:
9-92. Publicado también en Estudios sobre la cultura Chibcha. Tunja: Academia de
Historia de Boyacá, 2005.
| 271 |

Moore, J. H. 1995. “¿Cómo explicar la diversidad humana?” Mundo Científico 160:


717-723.
Moraga, M., C. M. Santoro, V. G. Standen, P. Carvallo y F. Rothhammer. 2005. “Mi-
croevolution in Prehistoric Andean Populations: Chronological mtDNA Variation
in the Desert Valleys of Northern Chile”. Amer. J. Physical Anthrop. 127(2): 170-81.
Morales, J. y Cadavid, G. 1984. Investigaciones etnohistóricas y arqueológicas en el área
Guane. Bogotá: FIAN, Banco de la República.
Morán, E. F. 1993. La ecología humana de los pueblos de la Amazonia. México: Fondo de
Cultura Económica.
Moreno, L. 1992. “Pautas de asentamiento prehispánicas en el momento de la conquista
española en Santander”. Informe de investigación inédito. Universidad Industrial de
Santander, Bucaramanga.
Moreno, L. y S. Pabón. 1992. “Aproximación etnohistórica de la etnia chitarera: Pobla-
dores de sierras nevadas”. Inédito.
Neves, W. A. 1989. “Extra-continental Biological Relationships of early South American
Human Remains: A multivariate analysis”. Ciencia e Cultura [Revista da Sociedade
Brasileira para o Progresso da Ciencia] 41(6): 556-575.
Neves, W. A. y J. A. Cocilovo. 1989. “Componentes craneofuncionales y microdiferencia-
ción de las poblaciones prehistóricas del litoral centro-sur de Brasil”. Ciencia e Cultura
[Revista da Sociedade Brasileira para o Progresso da Ciencia] 41(11): 1071-1085.
Neves, W. A., M. Hubbe y L. Beethoven. 2007. “Early Holocene Human Skeletal Re-
mains from Sumidoro Cave, Lagoa Santa, Brazil: History of Discoveries, Geological
and Chronological Context, and Comparative Cranial Morphology”. J. Human
Evolution 52: 16-30.
Neves, W. A. y H. M. Pucciarelli. 1991. “Morphological Affinities of the first Americans:
An Exploratory Analysis Based on early South American Human Remains”. J. Human
Evolution 21: 261-273.
Neves, W. A. y V. Weselowski. 2002. “Economy, Nutrition, and Disease in Prehistoric
Coastal Brazil: A Case Study from the State of Santa Catarina”. En: The Backbone of
History: Health and Nutrition in the Western Hemisphere. R. H. Steckel y J. C. Rose,
eds. Cambridge: Cambridge University Press. pp. 376-402.
Nieuwenhuis. C. J. 2002. Traces on Tropical Tools: A Functional Study of Chert Artefacts
from Preceramic Sites in Colombia. Archaeological Studies Leiden University No. 9.
Niño, J C. 2007. Ooyoriyasa: Cosmología e interpretación onírica entre los ette del norte de
Colombia. Bogotá: Universidad de los Andes.
| 272 |

Orrantía, J. C. 1997. “Potreoalto: Informe preliminar sobre un sitio temprano en la


Sabana de Bogotá”. Revista de Antropología y Arqueología 9(1-2): 181-184.
Ortiz, S. E. 1965. Lenguas y dialectos indígenas en Colombia. Tomo III, vol. 1 de Historia
extensa de Colombia. Bogotá: Ediciones Lerner.
Ortner, D. J. y W. G. J. Putschar. 1985. Identification of Patho­logical Conditions in Hu-
man Skeletal Remains. Smithsonian Contributions to Anthropology 28. Washington:
Smiths­onian Institution Press.
Osborn, A. 1985. El vuelo de las tijeretas. Bogotá: FIAN, Banco de la República.
Osborn, A. 1990. “Comer y ser comido: Los animales en la tradición oral U’wa (Tune-
bo)”. Boletín del Museo del Oro 26: 13-41.
Osborn, A. 1995. Las cuatro estaciones: Mitología y estructura social entre los U’wa. Colec-
ción Bibliográfica. Bogotá: Banco de la República.
Oyuela, A. 2003. Sedentism, Food Production and Pottery Origins in the Tropics: The Case
of San Jacinto 1, Colombia. Pittsburg: University of Pittsburg.
Pabón, S. 1992. “Los chitareros: Pobladores prehispánicos de sierras nevadas”. Tesis de Gra-
do, Carrera de Historia, Universidad Industrial de Santander, Bucaramanga. Inédito.
Paepe de P. y M. Cardale 1990. “Resultados de un estudio petrológico de cerámicas del
período Herrera, provenientes de la Sabana de Bogotá y sus implicaciones arqueoló-
gicas”. Boletín del Museo del Oro 27: 98-119.
Patiño, V. M., ed. 1983. “Relaciones Geográficas de la Nueva Granada (siglos XVI a
XIX)”. Cespedesia [Cali] 45-46, supl. 4.
Pechenkina, E. y M. Delgado. 2007. “Dimensions of Health and Social Structure in
the Early Intermediate Period Cemetery at Villa El Salvador, Peru”. Amer. J. Physical
Anthrop. 131: 218-235.
Pechenkina, E., J. A. Vradenburg, R. A.Benfer y J. F. Farnum. 2007. “Skeletal Biology of
the Central Peruvian Coast”. En: Ancient Health: Skeletal Indicators of Agricultural and
Economic Intensification. M. N. Cohen y G. M. M. Crane-Kramer, eds. Gainesville:
University Press of Florida. pp. 92-112.
Pérez, M. A. y A. Martínez. 1995. Bucaramanga para niños: Historia de una ciudad no
fundada. Bucaramanga: Gobernación de Santander.
Pérez, P. F. 1990. “El cacicazgo de Guatavita”. Boletín del Museo del Oro 26: 3-11.
Pérez, P. F. 1997. “Inventario y levantamiento arqueológico de estructuras en piedra en
la Cordillera Oriental colombiana, Departamento de Boyacá”. Instituto Colombiano
de Cultura, Fondo de Becas de Investigación. Inédito.
| 273 |

Pérez, P. F. 1999. Arqueología en el suroccidente de la Sierra Nevada del Cocuy o Chita


(Departamento de Boyacá). Bogotá: FIAN, Banco de la República.
Pérez, P. F. 2001. “Procesos de interacción en el área septentrional del altiplano Cundi-
boyacense y oriente de Santander”. En: Los chibchas: Adaptación y diversidad en los
Andes Orientales de Colombia. J. V. Rodríguez, ed. Bogotá: Universidad Nacional de
Colombia/Colciencias. pp. 49-110.
Pérez, P. F. y P. G. Huertas. 2005. “Inspección arqueológica en territorio Tegua”. Repertorio
Boyacense 342: 157-187.
Pérez de Barradas, J. 1951. Los muiscas antes de la Conquista. Vol. 1. Madrid: Inst. Ber-
nardino de Sahagún/Consejo Sup. Inv. Cient.
Pérez de Barradas, J. 1955. Les indiens de l’Eldorado : Etude historique et ethnographique
des Muiscas de Colombie. París: Payot.
Perzigian, A. J. 1976. “The Dentition of the Indian Knoll Skeletal Population: Odonto-
metric and Cusp Number”. Am. J. physical Anthrop. 44: 113-122.
Pietrusewsky, M. 2000. “Metric Analysis of Skeletal Remains: Methods and Applications”.
En: Biological Anthropology of the Human Skeleton. A. A. Katzenberg y S. R. Saunders,
eds. New York: Wiley-Liss. pp. 375-415.
Pinto, H., A. Acevedo y O. A. Pinto. 1994. Arte rupestre guane en la Mesa de los Santos.
Bucaramanga: Alcaldía Municipal de Floridablanca/Casa de la Cultura Piedra del Sol.
Pinto, M. 2003. Galindo, un sitio a cielo abierto de cazadores-recolectores en la Sabana de
Bogotá (Colombia). Bogotá: FIAN, Banco de la República.
Pinto, M., H. Zúñiga y O. M. Torres. 2006. Estudio sistemático del género Cavia Pallas,
1766 (Rodentia. Caviidae) en Colombia: Revisión del registro arqueológico colombiano.
Colección Jorge Alvarez Lleras 21. Bogotá: Academia Colombiana de Ciencias Exactas
Físicas y Naturales.
Pinzón, C. E., R. Suárez y G. Garay. 1993. “A la búsqueda de nuevas dimensiones de
los procesos de conocimiento de la salud y la enfermedad”. Revista Colombiana de
Antropología 30: 183-236.
Polanco, H., B. Herazo y G. Correal. 1992a. “Morbilidad oral en cráneos prehispánicos de
Aguazuque (Colombia)”. Revista Academia Colombiana de Ciencias Exactas 18(70): 291-300.
Polanco, H., B. Herazo y A. M. Groot. 1992b. “Morbilidad oral en cráneos prehispánicos
de Checua, Nemocón”. Revista Nuovodent 500.
Polanco, H., B. Herazo y J. V. Rodríguez. 1990a. “Morbilidad oral en esquele­tos de una
comunidad indígena prehispánica: Soacha, Cundina­marca, I parte”. Revista Federación
Odontológica Colom­biana 43(173)­: 11-22.
| 274 |

Polanco, H., B. Herazo y J. V. Rodríguez. 1990b. “Morbilidad oral en esquele­tos de una


comunidad indígena prehispánica: Soacha, Cundina­marca, II parte. Revista Universitas
Odontológica [Ponti­ficia Universidad Javeriana] 18: 123-128.
Polanco, H., B. Herazo y J. V. Rodríguez. 1991. “Morbilidad oral en una comunidad de
cráneos prehispáni­cos, Tunja, Boyacá”. Revista Federación Odontológica Colombiana
44(174): 41-45.
Politis, G., L. Prates y S. I. Pérez. 2009. El poblamiento de América: Arqueología y bioantro-
pología de los primeros americanos. Buenos Aires: Eudeba.
Pompa y Padilla, J. A. 1990. Antropología dental: Aplicación en poblaciones prehispánicas.
Serie Antropología Física. México: INAH.
Pompa y Padilla, J. A., y E. Serrano. 2001. “Los más antiguos americanos”. Arqueología
Mexicana 9(52): 36-41.
Pope, G. G. 1992. “Craniofacial Evidence for the Origin of Modern Humans in China”.
Yearbook Phys. Anthrop. 35: 243- 298.
Porras, E. 2006. Corónica colonial de Tunja y su provincia. Tunja: Academia Boyacense
de Historia.
Powell, J. F. 1993. “Dental Evidence for the Peopling of the New World: Some Methodo-
logical Consideration”. Human Biology 65(5): 799-819.
Powell, J. F. y W. A. Neves. 1999. “Craniofacial Morphology of the First Americans: Pattern
and Process in the Peopling of the New World. Yearbook Phys. Anthrop. 42: 153-158.
Powell, J., W. A. Neves, E. Ozolins y H. M. Pucciarelli. 1999. “Afinidades biológicas ex-
tracontinentales de los dos esqueletos más antiguos de América: Implicaciones para el
poblamiento del Nuevo Mundo”. Antropología Física Latinoamericana [México] 2: 7-22.
Powell, M. L. 1991. “Endemic Treponematosis and Tuberculosis in the Prehistoric
Southeastern United States: Biological Costs of Chronic Endemic Disease”. En: Human
Paleopathology: Current Syntheses and Future Options. D. Ortner y A. C. Aufderheide,
eds. Washington: Smithsonian Institution Press. pp. 173-180.
Pradilla, H. 1988. “Un caso de encomienda Tuneba, 1635-1664”. Repertorio Boyacense
72(321): 22-51.
Pradilla, H. 2001. “Descripción y variabilidad en las prácticas funerarias del Cercado
Grande de los Santuarios, Tunja, Boyacá”. En: Los chibchas: Adaptación y diversidad en
los Andes Orientales de Colombia. J. V. Rodríguez, ed. Bogotá: Universidad Nacional
de Colombia/Colciencias. pp. 165-206.
Pradilla, H., G. Villate y F. Ortiz. 1992. “Arqueología del Cercado Grande de los San-
tuarios”. Boletín del Museo del Oro 32-33:21-147.
| 275 |

Preuss, K. Th. 1993. Visita a los indígenas Kagaba de la Sierra Nevada de Santa Marta:
Observaciones, recopilación de textos y estudios lingüísticos. Bogotá: Instituto Colombiano
de Antropología.
Pucciarelli, H. M. 2004. “Migraciones y variación craneofacial humana en América”.
Complutum 15: 225-247.
Puerto Alegre, Gaspar. [1571] 1987. Relación del Nuevo Reino de Granada. En: No hay
caciques ni señores. H. Tovar, transcrip. Barcelona: Sendai Ediciones.
Ramírez, M. C. y M. L. Sotomayor. 1989. “Subregionalización del altiplano cundiboya-
cense: Reflexiones metodológicas”. Revista Colombiana de Antropología 26: 173-201.
Reichel-Dolmatoff, G. 1943. “Apuntes arqueológicos de Soacha”. Revista Instituto Etno-
lógico 1: 15-25.
Reichel-Dolmatoff, G. 1977. “Cosmología como análisis ecológico: Una perspectiva desde
la selva pluvial”. En: Estudios antropológicos. Por G. Reichel-Dolmatoff y A. Dussan
de Reichel-Dolmatoff. Biblioteca Básica Colombiana. Bogotá: Instituto Colombiano
de Cultura. pp. 355-375.
Reichel-Dolmatoff, G. 1985. Los Kogi: Una tribu de la Sierra Nevada de Santa Marta,
Colombia. Bogotá: Procultura.
Reichel-Dolmatoff, G. 1986. Arqueología de Colombia: Un texto introductorio. Bogotá:
Litografía Arco/Fundación Segunda Expedición Botánica.
Reichel-Dolmatoff, G. 2005. Orfebrería y chamanismo. Bogotá: Banco de la República/
Villegas Editores.
Reichel-Dolmatoff, G. y A. Dussan de Reichel-Dolmatoff. 1956. “Momil: Excavaciones en
el Sinú”. Revista Instituto Colombiano Antropología 5: 111-333.
Restrepo, E. 1997. “Enfermedades y medicinas: Tres conceptos terapéuticos en el Nuevo
Reino de Granada 1550-1680”. En: El medicamento en la historia de Colombia. Bogotá:
Schering-Plough. pp. 54-81.
Restrepo, V. 1972. Los chibchas antes de la conquista española. Bogotá: Biblioteca Banco
Popular.
Ribeiro dos Santos, A. K., S. E. Santos, A. L. Machado, V. Guapindaia y M. Zago. 1996.
“Heterogeneity of Mitochondrial DNA Haplotypes in Pre-Columbian Natives of the
Amazon Region”. Am. J. Physical Anthrop. 101: 29-37.
Rivera, S. 1991. Neusa: 9.000 años de presencia humana en el páramo. Bogotá: FIAN,
Banco de la República.
Rivet, P. 1957. Les origenes de l´homme Américain. Paris: Gallimard.
| 276 |

Roberts, C. A. y J. E. Buikstra. 2003. The Bioarchaeology of Tuberculosis: A Global View


on a Reemerging Disease. Gainsville: University Press of Florida.
Rochereau, H. 1938. “Contribución a la antropología colombiana: El origen de los indios tune-
bos”. Revista de la Academia Colombiana de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales 2(6): 279-282.
Rodríguez, C. 1999. “Programa de monitoreo y rescate arqueológico sitio San Lorenzo
Bajo, Duitama: Gasoducto ramales a Boyacá y Santander”. Bogotá: Consorcio Montecz
Conequipos. Informe inédito.
Rodríguez Freyle, J. 1985. El carnero. Bogotá: Círculo de Lectores.
Rodríguez, H. 1978. “Los guanes”. En: Temas históricos [Medellín] 6: 1-39.
Rodríguez, J. V. 1987. “Algunos aspectos metodológicos bioantropológicos relacionados
con el poblamiento de América”. Maguaré 5: 9-40.
Rodríguez, J. V. 1988. “Acerca de la supuesta debilidad mental y física de los muiscas
como posible causa de su conquista y posterior extinción”. Arqueología [Revista de
Estudiantes de Antropología, U. Nal. de Colombia] 5: 42-46.
Rodríguez, J. V. 1992. “Características físicas de la población prehispánica de la Cordillera
Oriental: Implicaciones etnoge­néti­cas”. Maguaré 8: 7-45.
Roderíguez, J. V. 1999. Los chibchas: pobladores antiguos de los Andes Orientales de Colom-
bia. Adaptaciones bioculturales. Bogotá: Fundación de Investigaciones Arqueológicas
Nacionales Banco de la República.
Rodríguez, J. V. 2001. “Craneometría de la población prehispánica de los Andes Orientales
de Colombia: Diversidad, adaptación y etnogénesis. Implicaciones para el poblamiento
americano”. En: Los chibchas: Adaptación y diversidad en los Andes Orientales de Co-
lombia. J. V. Rodríguez, ed. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia/Colciencias.
pp. 250-310.
Rodríguez, J. V. 2004. La antropología forense en la identificación humana. Bogotá: Uni-
versidad Nacional de Colombia.
Rodríguez, J. V. 2005. Pueblos, rituales y condiciones de vida prehispánicas en el Valle del
Cauca. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia.
Rodríguez, J. V. 2006. Las enfermedades en las condiciones de vida de la población prehis-
pánica de Colombia. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia.
Rodríguez, J. V. 2007. “La diversidad poblacional de Colombia en el tiempo y el espacio:
Estudio craneométrico”. Revista de la Academia Colombiana de Ciencias Exactas, Físicas
y Naturales 31(120): 321-346.
Rodríguez, J. V. y A. Cifuentes. 2005. “Un yacimiento formativo ritual en el entorno
de la antigua laguna de La Herrera, Madrid, Cundinamarca”. Maguaré 19: 103-131.
| 277 |

Rodríguez, J. V., A. Cifuentes, F. Aldana y M. Hernández. 2010. Prospección arqueológica


sobre el trazado del poliducto Mansilla-Tocancipá. Bogotá: ITANSUCA Proyectos de
Ingeniería.
Rodríguez, J. V., A. Cifuentes, M. Hernández y F. Aldana. 2011. “Arqueología preventiva
sobre el trazado del POZ Norte de Bogotá”. Bogotá: IDU/Universidad Nacional de
Colombia. Inédito.
Rodríguez, J. V. y C. Vargas. 2010. “Evolución y tamaño dental en poblaciones humanas
de Colombia”. Revista Academia Colombiana de Ciencias 34(133): 423-439.
Rojas, C. A. 2010. “Marcadores óseos de estrés y respuestas adaptativas: Análisis biocul-
tural de los restos óseos del complejo funerario muisca de Tibanica (Soacha)”. Tesis
de Maestría, Universidad de los Andes, Bogotá.
Rojas, C. M., Y. Ardagna y O. Dutour. 2008. “Paleoepidemiology of Vertebral Dege-
nerative Disease in a Pre-Columbian Muisca Series from Colombia”. Am. J. Physical
Anthrop. 135: 416-430.
Romano, F. 2003. “San Carlos: Documentando trayectorias evolutivas de la organización
social de unidades domésticas en un cacicazgo de la sabana de Bogotá (Funza)”. Boletín
de Arqueología 18: 3-51.
Romero, W. M. 1998. “Mal de Pott en momia de la colección del museo arqueológico
Marqués de San Jorge” Maguaré 13:99-115
Rothhammer, F., J. A. Cocilovo y S. Quevedo. 1984. “El poblamiento temprano de
Sudamérica”. Chungará: Revista de Antropología Chilena 13: 99-108.
Rothhammer, F. y C. Silva. 1990. “Craniometrical Variation among South American
Prehistoric Populations: Climatic, Altitudinal, Chronological, and Geographic Con-
tributions”. Amer. J. Physical Anthrop. 82: 9-17.
Röthlisberger, E. 1993. El Dorado. Biblioteca V Centenario, Viajeros por Colombia.
Bogotá: Colcultura.
Rothschild, B. M., C. Rothschild. 1995. Treponemal Disease reviseted: Skeletal Discri-
minators for Yaws, Bejel, and Venereal Syphilis. Clinical Infectious Diseases 20:1402-8.
Rothschild, B. M. y C. Rothschild. 1996. “Treponemal Disease in the New World”.
Current Anthropology 37: 555-561.
Rothschild, C. y B. M. Rothschild. 2000. “Occurrence and transitions among the trepo-
nematoses in North America”. Chungará: Revista de Antropología Chilena 32(2):1-11.
Ruiz, L. A., J. Patiño de Haro y J. Delgado. [1582]. 1983. “Relación de la región de los
indios muzos y colimas, ordenada hacer por el gobernador Juan Suárez Céspedes”. V.
M. Patiño, transcrip. Cespedesia 45-46, supl. 4: 221-247.
| 278 |

Ruz, A. 1991. Costumbres funerarias de los antiguos mayas. México: Universidad Nacional
Autónoma de México.
Sáenz, J. 1986. “Investigaciones arqueológicas en el bajo Valle de Tenza”. FIAN, Banco
de la República. Informe inédito.
Salgado, H. 1989. Medio ambiente y asentamientos humanos prehispánicos en el Calima
Medio. Cali: Instituto Vallecaucano de Investigaciones Científicas.
Salge, M. 2007. Festejos muiscas en El Infiernito, Valle de Leyva: La consolidación del poder
social. Bogotá: CESO, Universidad de los Andes.
Sánchez, C. 2007. “Secuenciación de ADN mitocondrial a partir de fragmentos óseos
prehispánicos hallados en el sector de Candelaria la Nueva en Bogotá”. Tesis de Maes-
tría, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá.
Sanoja, M. y I. Vargas. 2003. “La región geohistórica del noroeste de Venezuela y el pobla-
miento antiguo de la cuenca del lago Maracaibo”. Boletín de Antropología Universidad
de Antioquia 17(34): 185-208.
Santos, F. R., A. Pandya, C. Tyler-Smith, S. Pena, M. Schanfield, W.R. Leonard, L. Osi-
pova, M.H. Crawford y R. Mitchell. 1999. “The Central Siberian Origin for Native
American Y Chromosomes”. Amer. J. Human Genetics 64: 619-628.
Santos, G. y H. Otero. 2003. “Arqueología de Antioquia: Balance y síntesis regional”.
En: Construyendo el pasado: Cincuenta años de arqueología en Antioquia, S. Botero, ed.
Medellín: Universidad de Antioquia; pp. 71-123.
Schoch, R. 2002. “El final de la Edad del Bronce”. Revista de Arqueología del siglo XXI
254: 18-23.
Schottelius, J. W. 1955. Arqueología de la Mesa de los Santos. Bogotá: Presidencia de la
República, Dirección de Información y Propaganda. También en: Hojas de Cultura
Popular Colombiana 60: 1-8.
Schultes, R. E. y A. Hofmann. 2000. Plantas de los dioses: Orígenes del uso de los alucinó-
genos. México: Fondo de Cultura Económica.
Schurr, T. G., S. W. Ballinger, Y-Y Gan, J. A. Hodge, D. A. Merriwether, D. N. Lawrence,
W. C. Knowler, K. M. Weiss y D. C. Wallace. 1990. “Amerindian Mitochondrial DNA
Have Rare Asian Mutations at High Frequencies, Suggesting they Derived from Four
Primary Maternal Lineages”. Am. J. Human Genetics 46: 613-623.
Shennan, S. 1992. Arqueología cuantitativa. Barcelona: Crítica.
Silva, A. 2007. “Análisis de DNA mitocondrial de una muestra de restos óseos ances-
trales del período Herrera”. Tesis de Maestría en Biología, Universidad Nacional de
Colombia, Bogotá.
| 279 |

Silva C., E. 1943. “Arqueología chibcha: Investigaciones en Soacha, Panamá”. Instituto


Etnológico Nacional. Inédito.
Silva C., E. 1945. “Sobre antropología chibcha”. Boletín Arqueoló­gico [Bogotá] 1(6):
531-552.
Silva C., E. 1946. “Cráneos de Chiscas”. Boletín Arqueológico [Bogotá] 2(2): 46-60.
Silva C., E. 1947. “Sobre arqueología y antropología chibcha”. Revista Universidad Na-
cional 8: 233-253.
Silva C., E. 1968. Arqueología y prehistoria de Colombia. Tunja: Universidad Pedagógica
y Tecnológica de Colombia.
Silva C., E. 1981. “Investigaciones arqueológicas en Villa de Leiva”. Boletín del Museo
del Oro 4: 1-18.
Silva C., E. 1986. “Las ruinas de los observatorios astronómicos precolombinos muiscas”.
En: Villa de Leiva: Huella de los siglos. Bogotá: Croydon. pp. 49-57.
Silva C., E. 1987. “Culto a la fecundidad: Los falos muiscas de Villa de Leiva”. Maguaré
5: 167-182.
Silva C., E. 2005. Estudios sobre la cultura chibcha. Tunja: Academia Boyacense de Historia.
Simón, P. [1625]1981. Noticias historiales de las conquistas de Tierra Firme en las Indias
Occidentales. Bogotá: Biblioteca Banco Popular.
Sotomayor, H. A. 1992. Arqueomedicina de Colombia prehispánica. Bogotá: Cafam/
Comisión V Centenario.
Starikovskaya, Y. B., I. Sukernik, T. G. Schurr, A. M. Kogelnik y D. C. Wallace. 1998. “mtDNA
Diversity in Chukchi and Siberian Eskimos: Implications for the Genetic History of Ancient
Beringia and the Peopling of the New World”. Am. J. Human Genetics 63: 1473-1491.
Steckel, R. H., C. S. Larsen, P. W. Sciulli y P. L. Walker. 2006. “The Global History of
Health Project Data Collection Codebook”. Ohio State University. Inédito.
Steckel, R. H., P. W. Sciulli y J. C. Rose. 2002. “A Health Index from Skeletal Remains”.
En: The Backbone of History: Health and Nutrition in the Western Hemisphere. R. H.
Steckel y J. C. Rose, eds. Cambridge: Cambridge University Press. pp. 61-93.
Stewart, T. D. 1973. The People of America. London: Weidenfeld & Nicolson.
Todorov, S. 1989. La conquista de América: El problema del otro. México: Siglo XXI
Editores.
Torroni, A., T. G. Schurr, M. F. Cabell, M. D. Brown, J. V. Neel, M. Larsen, D. G. Smith,
C. M. Vullo y D. C. Wallace. 1993. “Asian Affinities and Continental Radiation of
the Four Founding Native American mtDNA”. Am. J. Human Genetics 53: 563-590.
| 280 |

Torroni, A., T. G. Schurr, C-C Yang, E. J. Szathmary, R. C. Williams, M. S. Schan-


field, G. A. Troup, W. C. Knowler, D. N. Lawrence, K. M. Weiss y D. C. Wallace.
1992. “Native American Mitochondrial DNA Analysis Indicate that the Amerind
and Na-Dene Populations were Founded by two Independent Migrations. Genetics
130: 153-162.
Tovar, H. 1970. La formación social chibcha. Bogotá: Cooperativa de Profesores de la
Universidad Nacional de Colombia.
Tovar, H. 1987. No hay caciques ni señores: Relaciones y visitas a los naturales de América,
siglo XVI. Barcelona: Sendai Ediciones.
Tovar, H. 1993. Relaciones y visitas a los Andes, s. XVI. Colección de Historia de la Biblio-
teca Nacional. Bogotá: Colcultura.
Turner, C. G. 1984. “Advances in the Dental Search for Native American Origins”. Acta
Anthropogenetica 8(1,2): 23-78.
Turner, C. G. 1985. “Dental Evidence for the Peopling of the Americas”. Nat. Geogr.
Soc. Res. Rep. 19: 573-596.
Turner, C. G. 1992. “Microevolution of East Asian and European Populations: A Dental
Perspective”. En: The Evolution and Dispersal of Modern Humans in Asia. T. Akazawa,
K. Aoki y T. Kimura, eds. Tokyo: Hokusen-Sha Pub. Co. pp. 415-438.
Turner, C. G. 1993. “Southwest Indian Teeth”. National Geographic Research & Explo-
ration 9(1): 32-53.
Ubelaker, D. H. 1992. “Enamel Hypoplasia in Ancient Ecuador”. Journal of Paleopathology
[Monographic Publication] 2: 207-217.
Ubelaker, D. H. 1994. “The Biological Impact of European Contact in Ecuador”. En: In
the Wake of Contact: Biological Responses to Conquest. New York: Wiley-Liss. pp 147-160.
Uribe, C. A. 1998. “De la vitalidad de nuestros hermanos mayores de la nevada”. Revista
de Antropología y Arqueología [Universidad de los Andes] 10(2): 9-92.
Uricoechea, D. A. 2010. “Análisis de ADN mitocondrial en una muestra de restos hu-
manos prehispánicos encontrados en Jericó, Boyacá, Colombia”. Tesis de Grado en
Biología, Universidad El Bosque, Bogotá.
Van der Hammen, T. 1963. “Historia de clima y vegetación del Pleistoceno Superior y
del Holoceno de la Sabana de Bogotá”. Boletín Geológico 11(1-3): 189-266.
Van der Hammen, T. 1992. Historia, ecología y vegetación. Bogotá: Corporación Arara-
cuara/Fondo FEN/Fondo Promoción de la Cultura.
Van der Hammen, T., G. Correal, y G. J. Van Klinken. 1990. “Isótopos estables y dieta
del hombre prehistórico en la Sabana de Bogotá”. Boletín de Arqueología 5(2): 3-10.
| 281 |

Vargas, M. C. 2010. “Morfología y odontometría dental de poblaciones de Colombia”.


Tesis Doctoral, Facultad de Odontología, Universidad de Buenos Aires, Argentina.
Verneau, R. 1924. “Cranes d´indienes de la Colombie : L´élement Papoua en Amérique”.
L´Anthropologie 34(5): 354-386.
Villamarín, J. 1972. “Encomenderos and Indians in the Formation of Colonial Society
in the Sabana de Bogotá, Colombia, 1537 to 1740”. Doctoral Dissertation, Brandeis
University. Ann Arbor: University Microfilm International.
Villate, G. 2001. Tunja prehispánica. Tunja: Universidad Pedagógica y Tecnológica de Co-
lombia/Colciencias.
Vinalesa, José de. 1952. Indios arhuacos de la Sierra Nevada de Santa Marta. Bogotá:
Editorial Iqueima.
Vitebsky, P. 2006. Los chamanes: El viaje del alma; Fuerzas y poderes mágicos; Éxtasis y
curación. Köln: Taschen.
Wachtel, N. 1976. Los vencidos: Los indios del Perú frente a la conquista española (1530-
1570). Madrid: Alianza Editorial.
Wallace, D. C., K. Garrison y W. C. Knowler. 1985. “Dramatic Founder Effects in Ame-
rindian Mithocondrial DNA”. Amer. J. Physical Anthrop. 68: 149-155.
Willey, G. R. 1966. An Introduction to American Archaeology. North and Middle America.
Vol. 1. New Jersey: Prentice Hall.
Woo, T. L. y G. M. Morant. 1934. “A biometric study of the “flatness” of the facial
skeleton in man”. Biometrika 26(1-2): 196-250.
Wood, J. W., G. R. Milner, H. C. Harpending y K. M. Weiss. 1992. “The Osteological
Paradox: Problems of Inferring Prehistoric Health from Skeletal Samples”. Current
Anthropology 33(4): ­343-7.
Wright, L. E. 1997. “Bioarqueología y el colapso maya: Nuevas perspectivas desde la región
del Río de la Pasión, México”. Estudios de Antropología Biológica 8: 13-30.
Wright, L. E. 2006. Diet, Health, and Status among the Pasion Maya: A Reappraisal of the
Collapse. Vanderbilt Institute of Mesoamerican Archaeology 2. Nashville: Vanderbilt
University Press.
Zamora, A. [1701]1980. Historia de la Provincia de San Antonino del Nuevo Reyno de
Granada. Bogotá: Instituto Colombiano de Cultura Hispánica.
Zegura, S. L., T. M. Karafet, L. A. Zhivotovsky y M. F. Hammer. 2004. “High-Resolution
SNPs and Microsatellite Haplotypes Point to a Single, Recent Entry of Native Ame-
rican Y Chromosomes into the Americas”. Molecular Biology and Evolution 21(1):
164-175.
Zoubov, A. A. y N. I. Jaldeeva. 1989. La odontología en la antropología contemporánea.
Moscú: Nauka (en ruso).
Zubiría, R. 1986. La medicina en la cultura muisca. Bogotá: Universidad Nacional de
Colombia.
Este libro se realizó en Julián Hernández Taller de Diseño
en agosto de 2011
y se compuso con fuentes de la familia Gramond.
Primera edición: 400 ejemplares
Impreso en Bogotá.

Potrebbero piacerti anche