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Catequesis del Papa Francisco sobre los falsos ídolos y la esperanza

“El hombre, imagen de Dios, se fabrica un dios a su propia imagen, y es incluso una imagen mal
hecha: no escucha, no actúa, y sobre todo no puede hablar. Pero, nosotros estamos más
contentos de ir en los ídolos que ir al Señor. Estamos muchas veces más contentos de las efímeras
esperanzas que te da esto que es falso, este ídolo, que la gran esperanza segura que nos da el
Señor”.

Queridos hermanos y hermanas

Se acerca el tiempo de Adviento y luego el de Navidad: un periodo del año litúrgico que despierta
en el pueblo de Dios la esperanza. Esperar es una necesidad primaria del hombre: esperar en el
futuro, creer en la vida, el llamado “pensamiento positivo”.

Pero es importante que tal esperanza sea colocada en lo que verdaderamente puede ayudar a
vivir y a dar sentido a nuestra existencia. Es por esto que la Sagrada Escritura nos pone en guardia
contra las falsas esperanzas: estas falsas esperanzas que el mundo nos presenta, encubriendo su
inutilidad y mostrando su insensatez.

Y lo hace de varios modos, pero sobre todo denunciando la falsedad de los ídolos en el cual el
hombre está tentado de poner su confianza, haciéndolo el objeto de su esperanza.

En particular los profetas y los sabios insisten en esto, tocando un punto central del camino de fe
del creyente. Porque la fe es confiar en Dios – quien tiene fe, confía en Dios – pero llega el
momento en el cual, enfrentándose a las dificultades de la vida, el hombre experimenta la
fragilidad de esta confianza y siente la necesidad de certezas distintas, de seguridades tangibles,
concretas.

Yo confío en Dios, pero la situación es un poco fea y yo necesito una certeza un poco más
concreta. ¡Y ahí está el peligro! Y entonces estamos tentados en buscar consolaciones incluso
efímeras, que parecen colmar el vacío de la soledad y mitigar el cansancio de creer.

Y pensamos de poderlas encontrar en la seguridad que puede dar – por ejemplo – el dinero, en las
alianzas con los potentes, o seguridades de la mundanidad, o en las falsas ideologías. A veces las
buscamos en un dios que pueda doblegarse a nuestros pedidos y mágicamente intervenir para
cambiar la realidad y hacerla como nosotros queremos; un ídolo, precisamente, que en cuanto tal
no puede hacer nada, impotente y mentiroso.

¡Pero a nosotros nos gustan los ídolos, nos gustan mucho! Una vez, en Buenos Aires, debía ir de
una iglesia a otra, a mil metros, más o menos. Y lo hice, caminando. Y había un parque por ahí, y
en el parque había pequeñas mesas, muchas, donde estaban sentados los videntes.

Y estaba lleno de gente, incluso hacían colas, había mucha gente; y tú le dabas la mano y él
comenzaba… Pero, el discurso era siempre el mismo: hay una mujer en tu vida, hay una sombra
que viene, pero todo saldrá bien… y luego, pagabas. Y ¿esto te da seguridad? Es la seguridad de
una – permítanme la palabra – de una estupidez.
Y este es un ídolo: he ido al vidente, a la vidente y me han leído las cartas – yo sé que ninguno de
ustedes hace esto – y he salido mejor. Me recuerda a esa película, “Milagro en Milán”, “que cara,
que nariz… 100 liras”. Te hacen pagar para que te alaben y ten una falsa esperanza.

Este es un ídolo, y nosotros estamos tan atentos: compramos falsas esperanzas. Y aquello que es
la esperanza de la gratuidad, aquella que nos ha traído Jesucristo, gratuitamente, ha dado su vida
por nosotros, en aquella no confiamos tanto…

Un salmo lleno de sabiduría nos describe de modo muy sugestivo la falsedad de estos ídolos que el
mundo ofrece a nuestra esperanza y a la cual los hombres de todo tiempo son tentados a
encomendarse. Es el Salmo 115, que recita así: «Los ídolos, en cambio, son plata y oro, obra de las
manos de los hombres.

Tienen boca, pero no hablan, tienen ojos, pero no ven; tienen orejas, pero no oyen, tienen nariz,
pero no huelen. Tienen manos, pero no palpan, tienen pies, pero no caminan; ni un solo sonido
sale de su garganta. Como ellos serán los que los fabrican, los que ponen en ellos su confianza»
(vv. 4-8).

El salmista nos presenta, incluso de modo un poco irónico, la realidad absolutamente efímera de
estos ídolos. Y debemos entender que no se trata solo de representaciones hechas de metal o de
otro material, sino también de aquellas construidas con nuestra mente, cuando confiamos en
realidades limitadas que transformamos en absolutas, o cuando reducimos a Dios a nuestros
esquemas y a nuestras ideas de divinidad; un dios que se nos asemeja, comprensible, predecible,
justamente como los ídolos del cual habla el salmo.

El hombre, imagen de Dios, se fabrica un dios a su propia imagen, y es incluso una imagen mal
hecha: no escucha, no actúa, y sobre todo no puede hablar. Pero, nosotros estamos más
contentos de ir en los ídolos que ir al Señor. Estamos muchas veces más contentos de las efímeras
esperanzas que te da esto que es falso, este ídolo, que la gran esperanza segura que nos da el
Señor.

A la esperanza en un Señor de la vida que con su Palabra ha creado el mundo y conduce nuestras
existencias, se contrapone la confianza en imágenes mudas.

Las ideologías con sus pretensiones de absoluto, las riquezas – y este es un gran ídolo –, el poder y
el suceso, la vanidad, con sus ilusiones de eternidad y de omnipotencia, los valores como la belleza
física y la salud, cuando se convierten en ídolos a los cuales sacrificar cada cosa, son todas
realidades que confunden la mente y el corazón, y en vez de favorecer la vida la conducen a la
muerte.

Y es muy feo escuchar y hace tanto mal al alma aquello que una vez, hace años, he escuchado, en
otra diócesis: una mujer, una buena mujer, muy bella, era muy bonita y se vanagloriaba de su
belleza, comentaba, como si fuera natural: “He debido abortar, para mí, mi figura es muy
importante”. Estos son los ídolos, y te llevan por el camino equivocado y no te dan la felicidad.

El mensaje del salmo es muy claro: si se pone la esperanza en los ídolos, se termina siendo como
ellos: imágenes vacías con manos que no tocan, pies que no caminan, bocas que no pueden
hablar.
No se tiene nada más que decir, se es incapaz de ayudar, cambiar las cosas, incapaces de sonreír,
donarse, incapaces de amar. Y también nosotros, hombres de Iglesia, corremos este riesgo cuando
nos “mundanizamos”. Es necesario permanecer en el mundo pero defenderse de las ilusiones del
mundo, que son estos ídolos que yo he mencionado.

Como prosigue el Salmo, se necesita confiar y esperar en Dios, y Dios donará bendición: «Pueblo
de Israel, confía en el Señor […] Familia de Aarón, confía en el Señor […] Confíen en el Señor todos
los que lo temen […] Que el Señor se acuerde de nosotros y nos bendiga» (vv. 9.10.11.12).

Siempre el Señor se recuerda, también en los momentos difíciles; pero Él se recuerda de nosotros.
Y esta es nuestra esperanza. Y la esperanza no defrauda. Jamás. Jamás. Los ídolos defraudan
siempre: son fantasías, no son realidades.

Esta es la estupenda realidad de la esperanza: confiando en el Señor nos hacemos como Él, su
bendición nos transforma, nos transforma en sus hijos, que comparten su vida.

La esperanza en Dios nos hace entrar, por así decir, en el rayo de acción de su recuerdo, de su
memoria que nos bendice y nos salva. Y entonces puede surgir el aleluya, la alabanza al Dios vivo y
verdadero, que por nosotros ha nacido de María, ha muerto en la cruz y ha resucitado en la gloria.
Y en este Dios nosotros tenemos esperanza, y este Dios – que no es un ídolo – no defrauda jamás.
Gracias.

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