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Bordaberry, Juan María

1972

Presidente de la Asamblea General, señores Legisladores, es el día de hoy un día


luminoso para la democracia uruguaya, no por los hombres que en su virtud asumimos
altas investiduras, sino porque la declaración constitucional que con reverencia
republicana hemos formulado ante vosotros, culmina el proceso de culmina el proceso de
la elección, de gobernantes en el cual el pueblo ha ejercitado auténticamente en el papel
protagónico que sólo las grandes democracias le reconocen efectivamente. Otros
hombres en otros lugares, a lo largo y a los ancho de la república, y ustedes mismos en
este venerable recinto, cumpliendo en cada caso con la sencilla ritualidad de nuestras
costumbres, han ido asumiendo a su vez cada uno la responsabilidad que en mayor o
menor grado se les ha conferido, y con ello se ha ido confirmando la vigencia de nuestra
democracia representativa, la que se añeja orgullosamente en el devenir histórico, y se
vivifica con su ejercicio sin claudicaciones. Quizás el tiempo y la insustituible perspectiva
que él ofrecerá a las generaciones futuras, quité algo de validez a mi profunda convicción
de que nunca como en la hora actual nuestra comunidad necesitaba la afirmación y la
confianza en las formas constitucionales que tradicionalmente han regulado las relaciones
de nuestra sociedad. Pero ciertamente esa convicción ha de guiar nuestros pasos.
Nuestra democracia se inserta hoy en un mundo nuevo y distinto, con cambios materiales
de tal magnitud que generaciones bien cercanas no hubieran imaginado. Así, la
revolución tecnológica, el desarrollo de la ciencia, los nuevos sistemas productivos con su
creciente potencial, que la humanidad no puede seguir dejando contrastar con las
necesidades apremiantes de otros pueblos. Así también, los medios de comunicación,
que no sólo acercan físicamente a los hombres, sino que, además y fundamentalmente,
los hermanan en la convicción de su condición igualitaria, haciéndoles sentir como propias
sus desventuras y alegrías, y aproximando civilizaciones que por siglos habían parecido
irreconciliablemente diferentes. La respuesta de la democracia uruguaya al desafío de ese
mundo nuevo no puede ser estática, porque ello implicaría imperdonable resignación a
ser objeto de la historia, en lugar de sujetos activos de la misma. A ese mundo al cual
indisolublemente pertenecemos, con la sencillez de nuestra dimensión geográfica y con la
altivez de nuestra independencia, le decimos que vemos con emocionado beneplácito y
tranquilizadora esperanza los esfuerzos que realizan las grandes potencias hacia un
entendimiento, renovando aquí la tradicional actitud de esta República, de apoyo a los
instrumentos de paz, que aseguren la vigencia del Derecho y el imperio de la Justicia. Esa
misma rápida y fascinante evolución material del mundo de nuestros días, ha ido
formando un nuevo concepto de libertad que transciende de los elementos clásicos de la
libertad individual, porque el hombre, al acceder a mejores niveles de vida, libera su
espíritu a interrogantes existenciales, cuya insatisfacción genera tensiones capases
incluso de alterar la paz de las sociedades. En esta circunstancia tan peculiar de nuestros
días, así como en el hecho de que el avance material de la humanidad no haya llegado
con igual rapidez a todos los hombres, veo las causas del disconformismo de la juventud
en todo el mundo, en una relación generosa que los gobernantes no debemos
contradecir, sino encauzar con responsabilidad generacional. Invito, pues, a la juventud
uruguaya acompañarnos en nuestros esfuerzos para seguir construyendo una sociedad
más justa, donde el progreso material llegue cada vez a más hombres y donde todos
colmemos aquella zona a la que la riqueza material no puede llegar jamás, porque
pertenece al espíritu, con la convicción de integrar una sociedad asentada en el amor y
con el orgullo de tener un lugar en su construcción y en su mantenimiento. Y por cierto
que nuestra Patria tiene lo necesario para que podamos labrar en ella la felicidad de
todos. Habremos de adoptar las medidas económicas destinadas a incentivar cada vez
más su desarrollo, y en especial, convencidos de que la sola producción de riqueza no
constituye un objetivo en sí, cuidaremos de que ese desarrollo se traduzca
permanentemente en un mayor ingreso y en una cada vez más justa distribución del
mismo. Para lograrlos, afirmamos nuestra creencia en que una armoniosa relación entre
el trabajo y el capital sigue siendo un instrumento válido para alcanzar rápidamente las
metas que todos anhelamos. Será nuestra obligación velar porque el uno pueda
desarrollarse en paz y porque el otro se aplique a la obtención del legítimo lucro que sea
compatible con el interés general, fuera de toda actitud especulativa con la que, entonces
sí, seremos implacables. Dios ha bendecido nuestra tierra con dones tales, que sólo
requieren el trabajo honesto de sus hijos y la armonía géneros entre ellos, para generar la
riqueza suficiente, no sólo para el bienestar material de este pueblo, sino para ayudar a
otros que no los han recibido en igual medida. No es, pues, sacrificio lo que pido hoy a los
uruguayos sino sólo trabajo, comprensión y espíritu de solidaridad social. Pero también
digo que si las circunstancia requirieran el esfuerzo sacrificado, asumo hoy solemnemente
ante mis compatriotas el compromiso de ofrendar en primer lugar el mío. No parece
conciliarse esta visión de las posibilidades de evolución pacífica de nuestro país con la
violencia desatada por grupos antisociales que actúan desde una oscuridad por cierto
indigna de un país que se ha enorgullecido siempre de ofrecer la plenitud de su libertad
para dirimir las diferencias entre sus hijos. Siento el deber de utilizar la trascendencia y
solemnidad de esta instancia y la jerarquía de esta tribuna para rendir el homenaje del
reconocimiento imperecedero a los hombres caídos en la defensa de esta nación libre
que, desde el fondo de la historia, con el dolor o la alegría de cada día han constituido
otras generaciones de uruguayos, cumpliendo a su vez con el deber de su hora. Su
ejemplo me recordará, en toda mi conducta de gobernante, que el precio de la libertad es
un eterna y sacrifica vigilia. Pero el ejercicio de la violencia, so pretexto de construir una
sociedad más justa, revela además mi espíritu porque importa una negativa a las ciertas
posibilidades de lograrlo en paz y más aún, porque supone la aceptación de que, sin ella,
pueda haber causa justa. Y más lo rechaza nuestra orgullosa condición de uruguayos,
porque implica negar nuestra historia, nuestros logros y la visión, la inteligencia y le
esfuerzo de las generaciones que nos precedieron. Ellas sintieron desde temprana hora,
en el concierto de las jóvenes naciones americanas, la irrefrenable vocación por la justicia
social y así como heredamos lo que en su búsqueda construyeron, recibimos también la
misma vocación, indisolublemente incorporada a nuestra formación espiritual. En su
nombre y por su imperio, permítaseme invocar el que será, conjuntamente con la justicia
distributiva ya mencionada, uno de mis grandes afanes: el de afrontar con decisión el
problema que se refiere a la igualdad de los hombres en la hora del sufrimiento físico y
aun del tránsito supremo. La respuesta de mi generación no puede ser otra que la de los
Estados modernos: la socialización de la medicina, para lograr la cual, llamaremos a los
hombres más capases para ello, a quienes daremos todo el respaldo de nuestro gobierno.
La excepcionalidad de la agresión que sufre nuestro país exige un Estado ágil en
componer sus decisiones y eficaz en hacerla cumplir, para lo cual debe estar munido de
los instrumentos legales que el momento requiere ineludiblemente. La tarea de seguir
construyendo nuestro justiciero reclama además la colaboración de las actividades
políticas que en esos puntos básicos tienen identidad de opinión. Es por ello que en la
búsqueda de ese objetivo ha abierto las puertas del gobierno invitando a esas fuerzas sin
condicionamientos ni limitaciones, a luchar juntos en la hermosa tarea común. Ningún
paso en tal sentido podría ser refrenado por altivez mal entendida puesto que se trata
nada menos que de evitar que el gobierno elegido democráticamente, pueda ser
paradojalmente estrangulado por la misma democracia. No obstante estar en mis más
sinceros y profundos deseos una integración plena en el nuevo gobierno lo que ratifico
hoy públicamente, la obtención del compromiso de la otra colectividad histórica, de apoyar
las medidas legislativas que propongamos en tales sentidos, abre a la ciudadanía una
esperanza cierta de progreso y al Poder Ejecutivo, la de una fértil relación de poderes. No
es un lugar común el decir que me esperan horas difíciles, sino el reconocimiento de la
inmensa responsabilidad que el pueblo me ha conferido dispensándome el más alto honor
que pueda dispensar a un conciudadano. Ello acicatea mi espíritu para la noble tarea pero
encima de todo, nada más reconfortante y alentador que sentir compañero de dificultades,
luchas y victorias al pueblo uruguayo.

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