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22/1/2020 Abre la mente, pero que no se te caigan los sesos

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El Subjetivo

Abre la mente, pero que no se


te caigan los sesos
Miguel Ángel Quintana Paz 28 de febrero del 2019

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Dos dogmas prosperan entre nosotros desde hace tiempo.

El primero: que en internet, y sobre todo en redes sociales, atendemos


casi en exclusiva a aquellos que están de acuerdo con nosotros,
aquellos que por tanto nos reafirman una y otra vez en nuestras ideas
previas. Es el dogma de la “cámara de eco” o del “efecto burbuja”.
Puesto que solemos seguir en Twitter o en Facebook a personas que
nos gustan (y nos gustan sobre todo si dicen cosas parecidas a las que
cada uno pensamos), y puesto que además los algoritmos de esas redes
sociales nos proponen nuevos contactos o textos basados en esas
preferencias iniciales nuestras, el resultado sería que día tras días solo
reforzaríamos las concepciones con las que ya llegamos ante la pantalla.
Y así ignoraríamos por completo no solo que hay muchísima gente que
no piensa igual, sino también las razones que les llevan a discrepar. A la
manera de antiguos tiranos orientales, nuestra pantalla de ordenador
se habría convertido en un salón de pleitesías donde todos nuestros
vasallos compiten por darnos, zalameros, la razón.  

Fue el jurista Cass Sunstein quien primero nos acusó de este


comportamiento de reyezuelos y dio nombre a esas salas de adulación
(“cámaras de eco”), allá por 2001. En 2009 Johnson, Bichard y Zhang
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añadieron una etiqueta pintoresca para los grupos cerrados que así se
crearían
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esto (y nada menos que por Tim Berners-Lee, el padre de la world wide
web) con el Hotel California de la famosa canción: un lugar donde
puedes fácilmente entrar, peroAceptar
del que no es nada sencillo salir.
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Ahora bien, ¿es cierto este dogma? ¿Es verdad que el éxito de internet
nos ha rodeado solo de ideas afines y de personas similares a nosotros?

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¿Nos hemos encerrado en guetos o, peor aún, en un fantasmal Hotel


California, such a lovely place, such a lovely face?

La verdad es que no. Cada vez más estudios empíricos refutan esa
hipótesis, por muy popular que sea. De hecho, ocurre lo contrario: las
personas que navegamos por el mundo digital y usamos sus redes
sociales solemos conocer más personas distintas e ideas más diversas
que esa otra gente que se limita a interactuar con quienes les rodean en
el mundo real, o que solo consume, a la vieja usanza, periódicos
impresos, radio y televisión. El psicólogo Rolf Degen ha elaborado en
este enlace una nutrida recopilación de todas las investigaciones que
apuntan en esta línea. Y acaba de publicarse un artículo que reduce a un
1 % de estadounidenses y 5 % de italianos el porcentaje de ciudadanos
en riesgo de encerrarse en sus propias cámaras de eco. Además, las
perspectivas se presentan buenas: los jóvenes son menos propensos
que los mayores a caer en su propio cibergueto.

Nos topamos entonces con el segundo dogma que mentamos al inicio.


Es el dogma que defiende que a cuantas más ideas estemos abiertos
(por ejemplo, gracias a internet), mejor. Se trata, naturalmente, de una
vieja convicción ilustrada (“abre tu mente, no te quedes con tus
concepciones previas, enfréntate al mayor número de visiones distintas
posible”), reciclada en el lenguaje actual con expresiones como “sal de
tuprivacidad
Tu zona de confort”. Según
es importante esta
para mentalidad, estar expuesto a personas
nosotros
diversas y a sus razones discrepantes de las nuestras nos hará más
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¿Es al menos correcto este segundo dogma? Por desgracia parece que
tampoco. El año pasado un grupo delainvestigadores
Salir de página liderados por
Christopher Bail acometió un curioso experimento: ofreció a unos
ochocientos usuarios de Twitter la oportunidad de seguir cuentas que
expresaran opiniones políticas opuestas a las que ellos tenían en un
inicio. Así, los votantes progresistas empezaron a leer razonamientos
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conservadores y viceversa. Un mes más tarde, midieron el efecto que


esa experiencia había tenido sobre ellos.

El resultado redujo a añicos el dogma de que conocer las razones de


nuestro oponente nos hace más comprensivos hacia él: tanto los
tuiteros izquierdistas que habían empezado a leer cuentas derechistas,
como los tuiteros de derecha que habían hecho lo contrario, terminaron
ese mes más convencidos de sus ideas previas, más intolerantes ante las
de sus oponentes, más radicalizados en general. Saber los argumentos
de mis contrarios no ayuda a matizar los míos ni a moderarme, sino que
incluso puede alejarme aún más de su bando.

¿Qué conclusión cabe extraer de la caída de estos dos dogmas? Creo


que al menos una, y bien relevante. En efecto, parece que abrir
demasiado nuestras mentes no es la panacea que nos prometen los que
nos piden que seamos infinitamente flexibles ante las opiniones ajenas,
sin asentar en nosotros mismos convicciones firmes acerca de nada. Eso
no significa que tengamos que irnos al extremo opuesto y limitarnos a
leer o escuchar solo a quien nos dé la razón. Significa más bien que no le
faltaba razón al profesor Walter Kotschnig en el discurso que, allá por
1939, recién huido de la Alemania nazi, impartió ante el Smith College.
Subrayaba allí este intelectual judío que sin duda es deseable conocer
todo tipo de ideas, claro, pero que también conviene ir armados de
principios
Tu privacidad fuertes por la vida.
es importante para Cosas tan horrendas como el totalitarismo
nosotros
o el sectarismo no se combate solo con “apertura de mente”, sino
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proponen
para autorizarcomo solución
el uso de a todoen“diálogo”,
esta tecnología toda la web“tolerancia” y “no cerrarse
y app. Puede cambiar de opinión ay
cambiar
nuevassus opciones de consentimiento
perspectivas”. en cualquier
O como resumió momento.
Kotschnig en una frase que ha
acabado haciéndose célebre: abramos nuestra mente, sí, pero no tanto
que se nos caigan los sesos al suelo.
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Algo similar ha recordado recientemente Jordan Peterson en sus 12


reglas para vivir. Peterson aprovecha allí otra metáfora: igual que para
caminar es necesario elevar un pie en el aire, pero dejar el otro estable
en el suelo, así también para avanzar por la vida es preciso exponerse a
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visiones novedosas, pero sin olvidar que hemos de fijar firmes algunas
cosas en nuestra cabeza. Si no actuamos así, nos advierte Peterson
como psicólogo, si no echamos recias raíces en nada, podemos terminar
dispersos en una miríada de veleidades, incapaces de dar coherencia a
nada de lo que hagamos, ayunos de todo sentido que dé vigor a
nuestras vidas.  

En el fondo ya nos lo había advertido el gran Chesterton a inicios del


siglo XX: “Cuando abro mi mente es como cuando abro la boca: mi
objetivo es volver a cerrarlas con algo sólido dentro”. No confundamos
la apertura de mente con ese tipo de persona voluble, hoy tan
frecuente, capaz de aceptar cualquier idea con la excusa de su
maravillosa “tolerancia”. No tengamos miedo a la solidez. Vivamos más
bien como esos niños que exploran su vecindario repletos de ilusión,
que incluso alguna vez se permiten alguna imprudencia; pero solo
porque saben que, si las cosas se tuercen, podrán volver raudos al
abrigo de su casa, donde sus padres les protegerán entre las viejas
paredes y las antiguas certidumbres de siempre.

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