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Los sacerdotes-hechiceros
proporcionaban a los enamorados una
serie de conjuros para influir en la
persona deseada. En este caso sólo eran
palabras, las cuales componen un
frívolo testimonio, que puede resultar
revelador a la hora de valorar el grado
cultural de los aztecas. El conjuro fue
recogido por Patrick Johansson en su
libro «La palabra de los aztecas»:
En el cristalino cerro donde se
paran las voluntades, busco una mujer
y le canto amorosas canciones,
fatigado del cuidado que me dan sus
amores y así hago lo posible de mi
parte. Ya traigo en mi ayuda a mi
hermana la diosa Xochiquetzal (Venus),
que viene galanamente rodeada de una
culebra y ceñida por otra y trae sus
cabellos cogidos en su cinta. Este
amoroso cuidado me trae fatigado y
lloroso ayer y anteayer, y esto me tiene
afligido y solícito. Pienso yo que es
verdaderamente diosa, verdaderamente
es hermosísima y extremada, hela de
alcanzar no mañana ni otro día, sino
luego al momento; porque yo en
persona soy el que así lo ordeno y
mando. Yo el mancebo guerrero que
resplandezco como el Sol y tengo la
hermosura del alba; ¿por ventura soy
algún hombre de por ahí y nací en las
malvas? Yo vine y nací por el florido y
transparente sexo femenil...
Curiosamente, el sortilegio no
terminaba en este punto; sin embargo, el
texto fue censurado por el transcriptor,
al considerarlo muy procaz o, como lo
llamaríamos hoy día, «pornográfico».
Una valoración que no existía para los
aztecas, ya que consideraban lo carnal
como una práctica más, y no de las
primeras en el orden de sus deseos,
aunque ninguno la hiciera ascos si la
ocasión se le presentaba.
Conviene resaltar en este punto que
la violación de una joven virgen, como
de cualquier otra mujer, era severamente
castigada. Esto no quitaba para que,
como se suponía que la futura esposa iba
a sufrir al perder la virginidad, se
debiera acostar antes con los hermanos
o amigos más íntimos de su marido, para
no obligarle a «sufrir un instante que
podía castigar al matrimonio con un mal
principio«. Luego, como nadie creía que
ella pudiera quedarse embarazada
mientras era desflorada, los hijos que
pudieran venir se consideraban de la
pareja, sin el «cachondeo» que se
hubieran traído los mozos castellanos,
de la misma época, si lo mismo se lo
hubieran hecho a una pareja del pueblo.
Nunca ha de abandonarnos la idea
de que estamos describiendo otra
civilización, un universo cultural muy
distinto al nuestro. Tampoco se parecía
al existente en Europa entre los siglos
XIII y XVI. Sin embargo, en muchas
otras cosas resultaba bastante similar,
como iremos exponiendo más adelante.
Sin que importe pecar de
reiterativos, todos los que nos
proponemos estudiar a los aztecas,
hemos de reconocer que la tarea hubiera
sido imposible de no contar con la
extraordinaria documentación
acumulada por unos frailes
extraordinarios, auténticos misioneros,
hasta el punto de que predicaban desde
«el interior del alma de los indígenas»,
por eso aprendieron su idioma,
estudiaron su cultura y comprendieron su
idiosincrasia. Gracias a esto, lo que iba
en contra de las ordenanzas
inquisitoriales, supieron recoger toda la
información que les iban
proporcionando los aztecas; pero
sabiendo lo que era real de lo
imaginario. Es posible que se guiaran
más de la intuición que de unos recursos
técnicos, ya que no contaban con nada
parecido. Pero la calidad de sus
trabajos ha sido comprobada
posteriormente por los historiadores, en
especial por los actuales, que son los
que realmente se han tomado el trabajo
como una tarea más científica que
literaria.
Nuestras
intenciones
¡es mi canto!
Engasto esmeraldas...
¡es mi canto!
También se entonaba:
Naturale
Día Dios Creado
1 Cocodrilo Divinidad Dios del Cie
2 Viento 3 Tonacatecuhtli Dios de la
Casa 4 Quetzalcóatl Tierra Coyot
Lagartija 5 Tepeyolohtli Viejo Dios d
Serpiente 6 Huehuecótoyl Agua Dios de
Cabeza de Chalchiuhtlicue la Luna Dios
muerto 7 Teccztécatl de la Lluvia
Venado 8 Tláloc Diosa del
Conejo 9 Mayahuel Pulque Dios
Agua 10 Xiuhtecuhtli del Fuego Di
Perro 11 Mictlantecuhtli de la Muerte
Mono 12 Xochipilli Príncipe Flor
Hierba 13 Petécatl Dios Medici
Caña 14 Texcatilpoca Gran Dios
Ocelote 15 Tlazoltéotl Madre Tierra
Águila 16 Xipe Dios Siembr
Zopilote 17 Itzpapálotl Diosa Estela
Movimiento Xólotl Dios Monstru
18 Cuchillo Tezcatlipoca Gran Dios Av
de Pedernal Chantico En la Casa
19 Lluvia Xochiquétzal Diosa de las
20 Flor Flores
El tiempo era
algo emocional
En México-Tenochtitlán las
cuestiones religiosas y civiles eran
dirigidas por el Jefe los Hombres y la
Mujer Serpiente. Al primero le
correspondía el gobierno de los
servicios de la ciudad, y al segundo el
cuidado de los templos, la organización
de los rituales y el trato con los
sacerdotes. Otra pareja de grandes
prelados se cuidaba de atender al
Huitzilopochtli, el Dios de la Guerra, y
a Tláloc, el Dios de la Lluvia.
A estos cuatro les seguía en la escala
del poder religioso un quinto, llamado el
Mexícatl-Teohuatzin, el cual vigilaba
todas las cuestiones religiosas de la
ciudad y de los demás pueblos, sobre
todo de los que acababan de ser
conquistados. De este mismo dependían
los dos sacerdotes que enseñaban en las
escuelas de los templos a los guerreros
y a los sacerdotes menores. También se
encargaban de los ritos dedicados a la
elaboración del gran pulque.
Por debajo de los anteriores se
encontraban los religiosos que estaban
dedicados a un solo dios o diosa, todos
los cuales debían vestir en las
ceremonias las mismas ropas que se
atribuían a la divinidad que ellos
representaban. En la zona más baja de
esta jerarquía se encontraban los
aspirantes a sacerdotes o sacerdotisas.
Muchos de estos últimos ya habían
conseguido la autorización para ejercer
como magos y hechiceros, pero en un
sentido menor.
Estamos describiendo la actividad
religiosa en un plano oficial. Si nos
adentramos en el terreno humano, la
cuestión adquiere las complicaciones
propias de quienes alimentan
ambiciones, como la de amasar
riquezas, o el deseo de traicionar las
normas establecidas. De ahí que en
secreto algunos de estos sacerdotes,
hasta los de más alto rango, cumplieran
las tareas de brujos, sobre todo a la hora
de practicar hechizos prohibidos o
recurrir a medicinas exclusivas de los
reyes o de los personajes más
importantes. Nos estamos refiriendo a la
práctica clandestina de curaciones o de
actos de adivinación.
Las plantas
medicinales
El sacerdote-médico estaba
convencido de que debía impresionar a
sus pacientes, por lo que se hacía
acompañar de una parafernalia de
elementos, lo que en el mundo teatral se
conoce con el nombre de «utilería»:
conchas, alas de águilas, madejas de
cabellos, plantas de tabaco y decenas de
elementos a cuál más llamativo.
La primera acción era reconocer con
los dedos el cuerpo semidesnudo del
paciente, pues se debía localizar el lugar
exacto de la «saeta encantada», es decir,
de la piedra o diminuta flecha que había
penetrado en el cuerpo sin que nadie la
pudiese ver, pero cuyos efectos habían
desencadenado la enfermedad. Uno de
los primeros nombres que se dieron a
los sacerdotes-médicos fue el de tetla-
acuicilique o «los que extraen las
piedras».
Cualquier mal físico o mental nunca
podía ser considerado una acción
natural, ya que había sido causado por la
voluntad de los dioses. Quizá hubiese
llegado desde las cimas de las
montañas, o de las profundidades
cenagosas de los pantanos (hoy sabemos
que así se propagan, en muchas
ocasiones, la malaria, las fiebres
terciarias y otras grandes epidemias
tropicales).
Cuando Tláloc, el Dios de las
Lluvias, se enojaba podía extender
enfermedades tan graves como la lepra,
las ulceras en cualquier parte del
cuerpo, hasta en los pies (el peor de los
daños para quienes organizaban su vida
alrededor de la facilidad para caminar)
y los tumores. Se decía que quienes
caían en el incesto terminarían por sufrir
el tlazolmiquiztli, que era la «muerte de
amor». El remedio ideal para sanar de
este mal consistía en invocar la
protección de Tlazot-teteo, el Genio del
Deseo, y darse una serie de baños de
vapor.
Si el origen de la enfermedad no
podía encontrarse, luego de «haber
extraído la roca» por medio de los
masajes, el sacerdote-médico
suministraba al paciente el oloiuhqui.
Éste era un narcótico de la familia de la
belladona, mediante el cual se conseguía
dormir al paciente, pero dejándole tan
sometido mentalmente que, al ser
preguntado con habilidad, llegaba a
descubrir cómo había sufrido el mal
luego de contar lo realizado en los
últimos días. Actualmente, algunos
médicos utilizan la hipnosis para
obtener resultados parecidos.
En el momento que el sacerdote-
médico disponía de esa información,
utilizaba algunas de las plantas
medicinales o los productos
conseguidos de las mismas.
Lógicamente, muchas de ellas eran
eficaces, mientras que otras hemos de
considerarlas simples «placebos» (algo
que se sabe ineficaz, pero que el
enfermo toma convencido de que puede
ser curado), y existían otras que no
servían para nada. Lo mismo ocurre con
la farmacopea de hoy en día.
Todas las
enfermedades
podían ser
curadas
El comportamiento de los
conquistadores españoles en México y
América Central fue muy distinto,
debido a unas circunstancias sociales.
Mientras en el primer país los templos
siempre estuvieron ocupados, en el otro
conjunto de naciones los templos habían
quedado ocultos en la selva al haber
sido abandonados voluntariamente por
el pueblo, debido a unas circunstancias
más económicas que religiosas.
La mayoría de los templos
mexicanos fueron destruidos, lo mismo
que la totalidad de sus ídolos y de sus
libros o papeles. No obstante, los restos
quedaron bajo la tierra, con lo que
transformaron casi toda la nación en un
inmenso depósito arqueológico, que
gracias a los modernos sistemas de
investigación están permitiendo la
reconstrucción de una de las historias
más fabulosas del mundo. La podemos
conocer gracias a que los aztecas, como
algunos otros pueblos que vivieron en la
misma época, conocían la escritura
pictográfica.
Puede decirse que todo lo
registraban en los papeles, hasta la más
pequeña transacción comercial, lo que
ha supuesto poder encontrar infinidad de
datos muy interesantes. Un hecho que ha
sorprendido a los investigadores es que
los aztecas habían creado una rica
literatura, escribían poesías de gran
calidad, acompañaban su existencia con
adagios o una especie de refranes y
poseían conocimientos científicos y
matemáticos bastante estimables. Un
gran muestrario de éstos ha aparecido en
anteriores capítulos de nuestra obra.
Por fortuna no
todo se perdió