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REBELIÓN Y DESPERTAR POPULAR EN EL CHILE NEOLIBERAL

Introducción
Para quienes aspiran a superar el orden neoliberal el levantamiento social que estalla
en octubre es el hecho político más determinante producido por el pueblo chileno
desde las protestas de las jornadas de protesta de los ochenta y el plebiscito, por
cuanto pone en cuestión el orden social transicional imperante y convoca a las y los
luchadores sociales a participar de un nuevo ciclo de luchas. Caracterizar
colectivamente el actual escenario resulta urgente para incidir en su resolución y
proyección.

I. Elementos para un análisis de coyuntura

I.I Contexto del fin de un periodo


En Chile los hechos del 18 de octubre y semanas siguientes precipitaron la larvada
crisis del sistema político generado en la llamada transición a la democracia. Esta es
una de las claves para el análisis de la coyuntura actual y los escenarios que abre. Sin
ánimo de profundizar en la génesis del actual sistema, cabe recordar que este se
desarrolló a partir de un sistema de pactos que se remontan a los años 1987 y
siguientes, entre las representaciones políticas de la burguesía -regresiva y
democrática- y las redes de poder fáctico capitalista y militar. El triunfo del NO
estableció el marco de correlación de fuerzas donde la oposición democrática contaba
con una mayoría electoral relativa y legitimidad social nacional e internacional, y los
partidarios del régimen aportaban el modelo económico y el marco institucional para
la nueva democracia, sobre la base de la exclusión de la izquierda insurreccional y la
desmovilización del pueblo. Dichos pactos produjeron un sistema institucional
centrado en el binominalismo electoral, el duopolio político, y los mecanismos contra-
mayoritarios, y en forma más opaca los enclaves autoritarios y vetos de los poderes
fácticos.
Asentado en el agotamiento, aniquilamiento, frustración y dispersión de las franjas
sociales que combatieron la dictadura, el orden que emerge se asienta tanto de la

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promesa de prosperidad mediante el crecimiento económico que genera la expansión
capitalista neoliberal como la estabilidad política producida mediante consensos
cupulares, captura clientelar electoral, y control mediático-cultural de la población. Su
fulgurante éxito, caracterizado por la eficacia de los primeros gobiernos de la
Concertación en administrar el estado y liquidar los remanentes de resistencia
insurreccional, se mide también por su solvencia para dar salida a crisis económicas
(externas), político-militares (pinochetismo) y sociales (surgimiento de nuevos
movimientos sociales, principalmente estudiantil y mapuche). Como contrapartida de
ese éxito de gobernanza neoliberal la creciente desigualdad y alienación política de las
mayorías comienza a horadar con más fuerza al sistema político, crecientes oleadas
cíclicas de protesta y crecientes indicadores de descomposición institucional
(corrupción) y social (violencia, narcotráfico). Clave en ese proceso es la formación de
nuevas capas medias precarizadas que acceden a la educación superior y sus
expectativas de mayor movilidad y bienestar, para ver ambas frustradas por el peso
del endeudamiento y la estrechez del mercado laboral por un aparte y la rigidez de los
circuitos de reproducción de la elite endogámica por otra. De tal manera, al
descontento de ciertas franjas sociales con el modelo se suma al descontento de otras
por la incapacidad de este de realizar su promesa de crecimiento ilimitado y
movilidad social consumista, lo que sugiere que el carácter anti-neoliberal
mayoritario de la rebelión no debe confundirse a priori con un carácter anti-
capitalista.
Estos fenómenos, que han venido prefigurando las condiciones del estallido, fueron
reconocidos en diversos estudios académicos y análisis políticos, sin embargo, la
inercia de una clase política, moldeada por su pacto de gobernanza neoliberal y que
crecientemente se ha aislado en enclaves y circuitos elitarios tendientes a su propia
reproducción, hizo imposible enfrentar estos problemas con otra solución que
management político y la apuesta al chorreo. Pero al mismo tiempo se han reducido
las tasas de ganancia, inversión y crecimiento de la matriz productiva neo-
extractivista, y se incrementan los conflictos socio-ambientales y las barreras
regulatorias que atrasan y complejizan la aprobación y operación de grandes
proyectos de inversión. La economía chilena, enormemente dependiente de las

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oscilaciones del mercado mundial, comienza a resentir el escalamiento de la disputa
entre sus dos principales socios, agregando una tensión geopolítica a los
alineamientos de la élite económica.
Finaliza un largo periodo marcado por el éxito del pacto interburgués de la transición
y su progresivo agotamiento, derivado este en buena medida de las propias
contradicciones generadas por las transformaciones sociales y culturales acumuladas
desde su origen. Dicho de otro modo, la rebelión abierta en octubre es la crisis de la
democracia anti-popular. Lo es no sólo por el contenido más o menos anti-neoliberal
de las reivindicaciones, sino por la existencia misma de una sociedad movilizada y
deliberante que crea nuevos lazos de identidad social, el (re)nacimiento del pueblo
chileno. En una perspectiva histórica de aún más larga duración, estos
acontecimientos prefiguran la posibilidad de conclusión del ciclo dictatorial y su
prolongación transicional. Ahora bien, la crisis es una situación de conflicto que no
puede ser procesada por la institucionalidad y los procedimientos existentes, un
estado de cosas que evoluciona constantemente en la disputa por constituir un nuevo
equilibrio, una situación abierta que camina a ser resuelta dependiendo de qué
actores, estrategias e intereses vayan prevaleciendo. Por ahora es evidente que el
bloque en el poder deberá operar cambios para tratar de reproducir por arriba los
términos de su dominación, situación que el movimiento social deberá tomar en
consideración si desea avanzar hacia una reconfiguración de la sociedad en sus
propios términos.

I.II El carácter del estallido


La ofensiva por pacificar las escuelas y sentar las bases de una nueva oleada
mercantilizadora y segregadora llevó en particular de la mano de la ministra de
educación y el alcalde de Santiago, a someter a los estudiantes secundarios de los
liceos públicos a un asedio institucional, mediático y policial sin precedentes desde la
dictadura, quienes desesperadamente buscaron resistir desde dentro y luego desde
fuera de los establecimientos. Aula Segura fue en ese sentido un anuncio de la
determinación de las fracciones neoconservadoras y neoliberales locales,
influenciadas por una nueva correlación mdel conservadurismo mundial, de extender

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la lógica belicista (propia del conflicto mapuche por ejemplo) a nuevas esferas
sociales. Así, gatillado por el escalamiento de la confrontación entre el gobierno y los
estudiantes secundarios, el momento inicial del estallido social se caracterizó por la
evasión y violencia contra el sistema de transporte. Sin embargo dicha chispa juvenil
pronto alimentó una voluntad colectiva masiva y canalizó el descontento acumulado
frente a la injusticia, abusos, saqueos, desiguladades y engaños por la alegría
secuestrada durante 30 años por el neoliberalismo y su casta dirigente. Una marea
imparable de protestas, lucha callejera, deliberación y creación colectiva se tomó la
calle, y el país regurgitó toda la violencia estructural, normalizada y silenciosa del
sistema, mostrandole a la sociedad su propio rostro, a la vez luminoso y desfigurado.
El estallido escala a rebelión a medida que el gobierno llama a los militares a la calle y
renuncia a dar una respuesta política a las demandas urgentes que emergen: cambio
al sistema previsional de AFP; mejora del sistema de salud; freno a las alzas del
transporte; fin a las condiciones abusivas de las concesiones y el TAG; termino del
sobre-endeudamiento usurero causado por el retail, bancos y supermercados;
condonación a la deuda educacional CAE; solución a la crisis de la vivienda y la
segregación; anular la desposesión del agua; y detener la destrucción ambiental; a
todo lo cual progresivamente se suma la demanda nuevas bases para la democracia
vía asamblea constituyente. La masificación y radicalización de un movimiento social
sin centro/jerarquía deslegitima esa primera embestida represiva, a lo cual el
gobierno responde con una espuria agenda social, que queda inmediatamente
sepultada por el rechazo social a la declaración de guerra de Piñera. La indignación
por las reiteradas violaciones a los derechos humanos llevan a la salida de Chadwick y
a la demanda social de renuncia en contra del presidente, quien avala una acción
policial criminal y sin cuartel. Aunque escandaliza a la clase política y es desestimada
por analistas políticos de distinto signo por el precedente que abriría, el grito de
renuncia (o destitución) de Piñera es una legítima aspiración de la calle que tiene
tanto sentido político y ético como por ejemplo el fin de las AFP. Evidentemente un
hecho así no asegura ningún cambio sustantivo ni del modelo ni del balance general
del poder, es decir, no resuelve los problemas de proyección política de la calle ante la
contraofensiva del poder en sus versiones represivas y transformistas. Pero esos

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riesgos corren para cualquier acción social, lo que cuenta es si el movimiento social
avanza o retrocede en sus condiciones de constitución como fuerza social
transformadora.
El gobierno de la clase empresarial y propietaria muestra una temprana
determinación por deslegitimar, contener y disciplinar este fuerte movimiento social.
En esa confrontación, la combinación de continua movilización social e incapacidad
gubernamental erosionan a un nivel crítico el consenso neoliberal antipopular del
pacto de la transición, y la clase política por momentos pierde su marco de consenso.
El recurso a la militarización mediante estado de emergencia militar no logra quebrar
el movimiento, y los débiles intentos posteriores de cooptación y neutralización vía
agenda social resultan ineficaces frente al profundo desgaste de la propia figura
presidencial. Por el contrario, el movimiento desborda todos los cauces políticos e
institucionales, al punto en que la ocupación de las fuerzas armadas no logra aplacar
las movilizaciones sociales y es reemplazada por un uso militar de carabineros. No
sólo la figura del gobierno sino que la propia institución presidencial del muy
presidencialista régimen es puesta en entredicho, al punto que los asesores más
lúcidos ya teorizan cómo distribuir mejor el poder entre las instituciones para reducir
los riesgos del sistema político.
Toda la acción social que se desata desde entonces se vuelve violencia política, incluso
aquella anómica y delictual. Los enfrentamientos violentos, los saqueos y la
destrucción son en los hechos parte del movimiento, aunque no toda acción en ese
sentido contribuya a empoderar el movimiento social, y en ciertos casos genere
flancos importantes explotados -o provocados- por sus adversarios. Por medio de la
desobediencia civil masiva y el enfrentamiento directo y simbólico contra el poder
estatal y la dominación empresarial, un pueblo chileno con nuevas y diversas
identidades y formas de organización despierta a su propia historia y se rebela contra
las cadenas sociales, económicas y políticas que reducen la vida social a un ciclo de
servidumbre mercantil angustiante. La amplitud social de las nuevas capas medias
que servía para capturar grupos sociales a la hegemonía del sueño de la
modernización capitalista se enciende ahora como motor del descontento y
desencanto. De un momento a otro caen las máscaras del poder y la sociedad se

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vuelve fuente primordial de toda legitimidad e idea de bien común. El proceso de
individuación extrema y la fragmentación identitaria de la sociedad neoliberal
retrocede ante la congregación espontánea de las personas que se reconocen como
sujetos colectivos y construyen un sentido común.
Durante la movilización no tan sólo “todo lo sólido se desvanece en el aire”, sino todo
lo antes etéreo -sueños, conocimiento subalterno, prácticas alternativas- ahora
comienza a cobrar visos de realidad que lucha por tomar cuerpo y prefigurar los
embriones de nueva sociedad sobre los cuales se refunda Chile. La acción directa de
masas se vuelve el componente central de la movilización, donde el pueblo movilizado
de manera más bien espontánea trata de sortear o remover aquellos obstáculos a su
alcance que dificultan su vida, ya sea mediante la evasión, el desbloqueo de peajes, las
tomas de terreno o la liberación de aguas. El espacio público es a tal punto
reapropiado y resignificado que por momentos la sociedad se debate entre una
dualidad de poder social en las calles. Inesperadamente, la coyuntura contiene visos
de “revolución” social. El movimiento social logra constituir y hegemonizar en amplias
fracciones de la sociedad una nueva subjetividad anti-neoliberal y popular,
incorporando a la lucha un amplio espectro de identidades sociales, fracciones de
clases y generaciones lideradas por la juventud. Mediante la multiplicidad de las
movilizaciones y momentos deliberativos de base, una fuerza social impugnadora
logra arrastrar a una situación de huelga política a amplios sectores sociales incluidos
sindicatos, trabajadores y movimientos.
Este levantamiento resulta difícil de comparar con los ciclos de protesta generados
desde fines de la década de los 60s, tanto por el débil rol actual de los partidos y
organizaciones sindicales como el contexto nacional. Como sea, esta verdadera
situación de masas licúa la legitimidad y el soporte ideológico del régimen. Más
notoria aún es la emergencia de valores y visiones de mundo subalternos que
disputan la hegemonía, y en algunos casos se imponen, en una verdadera revolución
cultural en curso. Pero aunque se trastocan provisoriamente ciertas relaciones de
poder en la sociedad, no se completa aún una “revolución” política. El movimiento del
pueblo chileno sobrepasó y aplanó de facto todas las conducciones existentes, incluso
en la izquierda, pero no alcanzó a constituir una dirección política autónoma y

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articuladora, quedando preso de las limitaciones gremiales y partidarias de Unidad
Social, de la incapacidad de la izquierda, y de la explosión de una pluralidad social
irreductible. Ese desafío sigue abierto, entendiendo que los tiempos de constitución de
un sujeto histórico se miden en generaciones, y que es fundamental defender sin
vacilaciones lo avanzado, que representa un salto inédito en las condiciones para la
recomposición política de un actor popular. Así, pese a toda su potencia, esta fuerza no
desarrolla aún capacidades plenas de articulación y direccionalidad política,
quedando limitada tanto por su pluralidad social irreductible como por los límites
gremiales, sociales y partidarios de sus fracciones más organizadas. Lo que se asemeja
a una ocupación movimental de la fortaleza neoliberal lograda por la rebelión
callejera no resuelve la disputa de poder ni la construcción un nuevo orden. También,
y aunque no era plenamente perceptible al comienzo, desde un inicio operan
activamente contra y en el campo popular organismos policiales y militares, asesores
políticos, medios de comunicación, liderazgos empresariales, y sectores
ultraconservadores, con la finalidad de exacerbar la violencia y la confrontación social
a fin de deslegitimar la movilización y justificar una escalada represiva.
A riesgo de esquematizar en exceso, se puede reducir el conflicto a una secuencia de
grandes maniobras que se articulan a partir de un incidente gatillador que provoca
una defensa militarizada del orden dominante, la cual no logra contener una oleada de
resistencia social masiva en las calles. El gobierno es forzado a un repliegue de
posiciones, que ocupa tácticamente para hacer concesiones (cambio de gabinete y
agenda social). Esto no aplaca al movimiento social que ahora avanza a cobrar la
responsabilidad política del presidente por las violaciones a los derechos humanos,
ante lo cual se genera un empantanamiento político por la divergencia radical de
posiciones, que va rápidamente polarizando la sociedad. Con un presidente incapaz de
conducir una nueva salida de los militares a la calle, el régimen se acerca a un vacío de
gobierno, el cual es finalmente usado para forzar una negociación entre los partidos
parlamentarios. El éxito de esta operación política, que culmina en la forma del
acuerdo de paz, atesta un primer golpe en el campo del movimiento, desatando el
quiebre de la formación política del frente amplio y su rechazo por amplias fracciones
movilizadas. Las fuerzas del orden lanzan con una maniobra de tenazas una

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contraofensiva represiva y desmovilizadora, con la agenda de seguridad y anuncios
económico y reajustes sectoriales. Un movimiento que se va centrando en los
derechos humanos respaldado por informes internacionales recibe un nuevo aire con
la ofensiva cultural feminista que rompe el cerco punitivo y consolida globalmente la
legitimidad rupturista del movimiento social chileno. La ofensiva legal
criminalizadora es detenida en el parlamento, no sin antes cobrar nueva fractura en el
FA. La persistencia en la estrategia represiva de desgaste y concesiones económicas
permite al gobierno avanzar lentamente posiciones, a lo que se une el agotamiento de
la cantidad y masividad de movilizaciones.
A más de dos meses de protesta social el levantamiento parece estar entrando en un
estado de latencia, con acciones mucho más esporádicas cuyo epicentro es la plaza de
la dignidad en Santiago. Este repliegue relativo indica también que por el momento el
sujeto en construcción ya alcanzó su máxima cualificación política posible, en torno a
la amplitud de luchas estructurales económicas y constitucionales, culturales y
generacionales, lo que determina las condiciones y posibilidades de avance para las
luchas venideras. De cualquier modo, los efectos de la rebelión social son
irreversibles: se activaron las múltiples líneas de fractura de la sociedad chilena entre
clases, élites y masas, y la sociedad se reposiciona totalmente en torno al conflicto,
creando una polaridad social tan fuerte como la del plebiscito de 1988. El movimiento
del 18/10 es el momento cero -big bang- de la recomposición del régimen de
dominación cuyos actores tantean otros marcos y mecanismos de legitimidad de las
instituciones, mientras el renacido actor popular busca a su vez determinar desde
abajo el proceso y rehúsa ceder su condición de sujeto histórico para instalar su
propia voluntad general. La profundidad de la grieta que se terminó de abrir definirá
el horizonte histórico de las confrontaciones políticas por venir. Dado el contexto
mundial, más que nunca las posibilidades de resolución que se asoman prefiguran que
a mediano plazo un fracaso en la constitución de las fuerzas sociales transformadoras
puede dar pie a una deriva autoritaria y conservadora. La paradoja del momento es
que ante tal nivel de incertidumbre y riesgos la búsqueda de respuestas fáciles e
inmediatas es ilusoria e irresponsable, pero cada avance logrado desde el 18-10 es un

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triunfo logrado con gran sacrificio que tenemos la responsabilidad de ayudar a
consolidar y proyectar hacia una victoria histórica de este movimiento.

I.III La reconfiguración de los campos de la política chilena y el acuerdo por la paz


En un inicio este conflicto eclosionó como una polaridad radical sin mediaciones entre
las categorías de “rebelión revolucionaria” del orden neoliberal y su “restauración
violenta”. Fue la incapacidad de las fuerzas del orden por anular la protesta, y de la
calle por botar al gobierno o imponer sus condiciones, la que abre espacio a un campo
de “reforma transformista” que busca ocupar la propia legitimidad de la movilización
para construir un nuevo pacto de gobernabilidad. Estas categorías son aún bastante
líquidas, pero hay elementos para ir observando cómo se constituyen estos campos y
cómo la política institucional se va reestructurando en torno a ellas. Todo el campo
político se reordena ahora en torno al 18, ya sea a favor o en contra.
El campo de la restauración puede definirse por la búsqueda de la mantención del
poder en la trenza político-empresarial mediante el recurso a un orden disciplinador.
Acá coexisten diversas estrategias reaccionarias y autoritarias en juego, la golpista o
auto-golpista, la populista mediante el ascenso social y electoral de facciones
neofascistas, o la profundización de un estado policial hiper-vigilante. Este campo se
expresó con la temprana defensa militarizada del orden neoliberal. Al frente ha estado
el propio presidente, que ha apostado desde el primer momento a agudizar el
conflicto vinculando su propia sobrevivencia política con la de todo el orden político,
económico y social que favorece las clases propietarias. Junto al gobierno se articulan
algunos actores empresariales duros (como Von Appen, Ibañez), medios de
comunicación, carabineros, partidos políticos de extrema derecha, iglesias
evangélicas, y buena parte de la familia militar. Aunque las FFAA parecen estar en este
campo, las condiciones de su apoyo al gobierno no son nítidas. Pese al rol que ha
jugado, el presidente representa más bien un centro político que apuesta al uso
represivo y policiaco máximo de la institucionalidad, mientras un ala más radical
promueve derechamente las autodefensas armadas y la sublevación militar. El
carácter político de esta alianza es el disciplinamiento -preferentemente violento- y
fragmentación de las masas sociales, y abarca desde el pinochetismo y neo-fascismo

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de fracciones propietarias hasta el de sectores populares serviles a estas, también
incluyendo fracciones democratacristianas, pasando por las tecnocracias neoliberales.
El campo de la rebelión revolucionaria ha sido por excelencia “la calle” y sus múltiples
expresiones sociales. Esta ha actuado como una fuerza social autónoma, masiva y
multiforme que ocupa el espacio público para impugnar duramente a la clase política
y al gran empresariado y se va radicalizando a medida que por respuesta recibe
represión. En ese sentido no es únicamente rebelión, sino un rechazo que contiene
una potencia de cambio rápido y profundo de las relaciones políticas donde grupos
subalternos pasan a adquirir un protagonismo determinante, es decir, una potencia
revolucionaria. Se trata de un campo heterogéneo muy volátil, cuyo eje son las
diversas capas medias asalariadas y autónomas, junto a sectores populares urbanos y
rurales empobrecidos. Lo constituyen movimientos sociales, ciudadanía agrupados en
espacios auto-convocados, comunidades afectadas por el modelo
neoliberal/extractivista, organizaciones sindicales, y militancias políticas de izquierda
tanto dentro como fuera del FA y el PC. Unidad Social se constituye como la
articulación política-social mejor lograda, aglutinando más de un centenar de
agrupaciones sindicales, sociales y ambientales. Sin embargo, presa de las tensiones
partidarias y gremiales no se constituye en una conducción efectiva del campo de la
calle, sino en una expresión más organizada y visible de su pluralidad y dispersión. El
sindicalismo público se moviliza por un reajuste salarial pero se divide ante la oferta
del gobierno, que es luego rechazada en el parlamento. Las propias vacilaciones de
Unidad Social expresan con claridad que aunque allí conviven expresiones sociales
auténticas, predominan prácticas y visiones más bien tradicionales de la política de la
transición, sin que puedan constituirse e imponerse las expresiones más rupturistas
que anidan en movimientos feministas, educacionales y estudiantiles, ambientalistas,
barriales y poblacionales. Por su carácter difuso este campo también contiene -en los
hechos- bandas delictuales oportunistas, agentes policiales y provocadores
derechistas. Un problema de este campo es que no ha logrado articular una estrategia
política de avance que pueda articular momentos de calle y reforma institucional,
dejando ese campo más bien en manos del oportunismo de la clase política en el
poder.

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Así, en el campo de la reforma transformista surge entre ambas posturas, articulado
por RN, Evopoli, la ex-Concertación, e incluso sectores del FA y del PC, que apuestan a
la renovación del pacto interburgués ampliado ahora hacia actores sociales
estructurados mediante un “pacto social”, y orientado hacia un mayor equilibrio los
intereses del gran capital transnacional y local, el resto del empresariado chileno, y el
mundo del trabajo. Algunos empresarios liberales (Luksic, Larraín Matte) que aspiran
a construir una nueva legitimidad para sus negocios han comenzado a explorar un
apoyo a este campo. Aunque el desplazamiento de Chadwick y Larraín por Blumel y
Briones sugirió una apuesta por una estrategia aperturista por parte del gobierno, el
momento del conflicto que expresa con mayor claridad la articulación de un campo
reformista donde se reúne burguesía oficialista y opositora es la firma del “acuerdo
por la paz y la nueva constitución”. Aunque el acuerdo por la paz tiene costos
evidentes para el liderazgo de Piñera y las posiciones del núcleo pinochetista
neoliberal “duro”, el mayor impacto lo genera en el campo del movimiento social
movilizado, ya que le arrebata la iniciativa política y cristaliza un itinerario de
reformas liquidando la hasta entonces abierta posibilidad de una “victoria” popular.
En este contexto, la noción de victoria se diferencia de logros o triunfos parciales por
cuanto hubiese supuesto el descabezamiento simbólico de la representación del
poder, mientras que una victoria “revolucionaria” se entendería por la capacidad de
determinación popular de un nuevo escenario que proyectara el poder social de la
calle a un nuevo momento de disputa con condiciones más propicias a la participación
social.
Este acuerdo es a la vez una operación y una opción política. Es una operación política,
en cuanto se fragua en vísperas del aniversario del asesinato de Catrillanca, cuando la
derecha logra instalar la expectativa de caos social, desatando primero una campaña
del terror en los grupos de ingreso medio-alto ante la acción de piquetes, saqueos y
revueltas poblacionales, y luego instalando entre la clase política una campaña contra
la violencia social. Sobrepasado por la situación, Piñera intenta invocar a los militares,
quienes habrían rechazado ser convocados sin garantías de inmunidad. Al mismo
tiempo se propaga fuertemente el rumor de una inminente intervención militar.
Mientras el movimiento social se despliega ajeno a la maniobra, un sector de la

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derecha (en teoría con la venia de las Fuerzas Armadas y algunos grandes
empresarios) toma la iniciativa junto a operadores ex-concertacionistas, y apoyado
por el ministro del interior promueven entonces una negociación urgente que pone en
su centro una “salida” o "salvación” a la crisis que se centra en la elaboración de una
nueva constitución política para evitar un golpe, el caos o la guerra civil. Sólo en
cuanto se fraguó a partir de una maniobra desde arriba por dicotomizar el escenario
entre caos y orden se puede denominar al acuerdo una “trampa”, en la que caen
algunos sectores del FA. Porque en lo medular estrictamente es una negociación,
donde un compromiso por la “paz” social se cambia por la promesa de un espacio
institucional de construcción de una “nueva constitución” como espacio para definir el
Chile post-rebelión.
Su efecto político más evidente es que cerca del nocaut el gobierno de Piñera gana un
nuevo aire, para conducir ahora una agenda que no es en nada suya excepto en su
carácter anti-movimental. Las fuerzas del orden recuperan la iniciativa y la despliegan
desatando una contraofensiva pacificadora en curso. Los partidarios de la política
concertacionista defienden las propiedades renovadoras y re-legitimadoras del
acuerdo. Derecha retrógrada y derecha liberal, operando como tenazas con dos
tácticas simultáneas -reprimir y envolver las demandas sociales- se envalentonan al
percibir la vacilación del adversario, lo que finalmente amenaza con comprometer
cualquier cambio sustantivo con o sin acuerdo. Para compensar los problemas de
legitimidad y contenido del acuerdo, los partidos se vuelcan a la agenda social pero sin
la fuerza social y sin alteran el carácter subsidiario y focalizado de las políticas
públicas. Prácticamente sólo la brutal continuidad de las violaciones a los derechos
humanos posibilita una ventana de convergencia entre fuerzas políticas opositoras y
movimiento social ahora enfrentados por el pacto constitucional.
El acuerdo es también una opción política, que además de la derecha y la ex-
concertación incluye activamente al sector hegemónico del Frente Amplio (y
pasivamente al del Partido Comunista), por encauzar las energías sociales hacia una
agenda reformista, reduciendo por el momento el riesgo de una regresión autoritaria
pero comprometiendo las posibilidades de una salida por abajo más progresiva, al
postergar para un momento posterior de elección voluntaria y “en frío” la definición

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del mecanismo de convención. Profusamente agitada por la izquierda, sin un poder
popular que la determine la consigna de la asamblea constituyente se vuelve un
instrumento usado en forma oportunista por las fracciones políticas para reducir la
incertidumbre sin abandonar el poder, el momento constituyente usado como
estrategia de reproducción del poder. Esto ha generado una relativa mayoría
“reformista” en el parlamento, que impide el mero reacomodo inercial del sistema
político y el retorno a las correlaciones de fuerza anteriores, y posiblemente abren
oportunidades políticas futuras. Pero lo primordial es que las ondas de choque del
acuerdo dividen, confunden, desmoralizan y polarizan tanto al movimiento social
como al FA y la izquierda. En el campo del pueblo movilizado la polarización entre
“pragmáticos” y “radicales” debilita enormemente el impulso al ejercicio del poder
social para obtener en caliente demandas y reformas urgentes mediante medidas que
impliquen de hecho iniciar el desarme del modelo. El Frente Amplio inicia un proceso
acelerado de fraccionamiento y desgajamientos, quedando -por ahora- reducido al eje
político RD-Comunes. Habiendo sufrido una sangría de partidos, líderes, identidades,
lotes y militantes por distintas razones, el destino político de estas fracciones muy
heterogéneas no es claro, y la opción de formar un nuevo frente entre el actual FA y el
polo PC se asoma tan obvia cuanto incierta, en la medida que las causas políticas y
orgánicas que llevaron el FA a este tipo de configuración y crisis no hayan sido
enfrentadas y resueltas y un proyecto más consistente pueda emerger. Por otra parte,
una vez rechazado el acuerdo por el grueso del movimiento social, el PC lanza una
política de acumulación basada en la agitación izquierdista (aunque sin anular el
acuerdo mismo) y se aboca a tratar de ganar mayor perfil político como representante
de las fuerzas movilizadas y a la par hacer crecer su partido y su coalición hacia ex-
fuerzas del FA como Partido Igualdad y Partido Humanista, eludiendo así enfrentar su
responsabilidad por su rol político en la coalición y gobierno de la nueva mayoría y sin
abandonar si intención de volver a pactar con estos.
Así entendido el conflicto no se centró realmente en la juridicidad de la reforma a la
constitución política o las demandas sociales tecnificadas, sino en quien imponía sus
términos en estas materias, en un contexto de vacío de poder que iba dejando la
incapacidad de gobernar de Piñera unida a la bancarrota de legitimidad del

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neoliberalismo y sus sistema político. El único problema constitucional sustantivo del
pueblo ha sido avanzar en su constitución en tanto sujeto político legítimo capaz de
empujar por todos los medios reformas sociales, económicas, culturales,
institucionales y políticas, y alcanzar así su capacidad de auto-gobernarse. El nudo del
conflicto entonces fue la naciente determinación del pueblo de sacudirse de las
cadenas económicas y políticas, es decir, y aunque suene cliché, emanciparse del yugo
neoliberal. Así pensado, el último plato picante del cocinero Jaime Guzmán no fue
realmente su constitución contra-mayoritaria, que tanto obsesionó a los actores
políticos de la transición, sino la matriz política clasista y socialmente excluyente que
impuso y que moldeó también a la Concertación y sus derivados, es decir, dotar de una
coraza constitucional a las pulsiones oligárquicas e institucionalizar la continua
deconstrucción de un sujeto popular autónomo. El corazón del modelo es el consenso
en torno a restringir la política a una asamblea de la clase dominante, que por sobre
todo subordina y de-constituye al pueblo, privándolo de agencia y autonomía.
Ahora bien, respecto los términos mismos del acuerdo, es importante visibilizar que
luego de la primera cocción el acuerdo se siguió cocinando: por la comisión técnica
que debía definir los cruciales mecanismos de cuotas y elección de constituyentes y
fracasó en ello; por las disputas partidarias por reconocer o no la hoja en blanco; y por
los añadidos parlamentarios que limitan las atribuciones de la Convención
Constituyente y le otorgan desde ya rango constitucional a los tratados
internacionales. Ante la expectativa de una sociedad movilizada y opinante, la clase
política terminó por apoyar la versión más progresiva que permitía el marco del
acuerdo, aprobando en el parlamento la paridad y las cuotas para pueblos originarios
e independientes. Así, pese a lo inédito del proceso constitucional y las innegables
oportunidades que abre, el carácter del acuerdo sigue estando determinado por su
carácter derivado y tutelado, donde se han venido reduciendo al mínimo sus
atribuciones y soberanía refundacional, y en los obstáculos electorales a la
participación de “independientes”, que deben competir con los partidos políticos y
reunir firmas por cada candidatura a nivel de distrito. Finalmente hay que reconocer
que motivado por la necesidad de supervivencia del sistema político y sus actores, el
itinerario constitucional parece ir cobrando mayor realidad, con un plebiscito de

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entrada el 26 de Abril y una elección de delegados junto a las elecciones de octubre de
alcaldes y gobernadores, lo más allá del origen y carácter del acuerdo construye de
hecho un escenario electoral frente al cual las fuerzas transformadoras deben
posicionarse.

I.IV Escenario internacional y balance del progresismo latinoamericano


Entender la coyuntura exige incorporar elementos de la situación mundial y la
correlación global de fuerzas, y observar aquellos procesos políticos del continente
que tienen una influencia más directa en la formación social chilena. En estricto rigor,
este ejercicio demandaría al menos una referencia al estado del capitalismo global,
análisis que se omite aquí por diversas razones.
El ascenso de Trump marca el intento de revertir la pérdida de hegemonía
estadounidense, que se expresa principalmente en el abandono del multilateralismo
institucional como forma de gobernanza mundial y su remplazo por la intervención
directa en todos los frentes. Esta estrategia privilegia un eje de disputa interior, hacia
la consolidación de una hegemonía social y política neoconservadora en la sociedad
americana, y otro eje exterior, de contención del ascenso Chino y sus aliados
circunstanciales (Rusia, Irán, Corea del Norte). Ambos ejes redundan en cierto punto
en la ofensiva por la recuperación de influencia en sus espacios periféricos, entre ellos
Latinoamérica, tanto por cuestiones político-económicas como socio-demográficas.
Esto se explica por las casi dos décadas de guerra estadounidense en Afganistán, Iraq,
Libia y Siria, lanzadas para someter regiones y alimentar con nuevos recursos
estratégicos un nuevo siglo de hegemonía norteamericana que generaron indiscutidas
repercusiones globales. Por una parte, revalidaron la apuesta unilateral de la potencia
del norte, mientras que por otra, permitieron en algunas regiones un mayor espacio
geopolítico para la emergencia y ascenso al poder de proyectos políticos que se
plantearon mayores niveles de autonomía relativa. Este fue el caso de América Latina,
en particular con la apuesta de Hugo Chávez por crear un bloque bolivariano y lograr
mayor incidencia global del cártel de países petroleros, y la de Lula por insertar a
Brasil como potencia global emergente con poder de veto junto a Rusia, India, China, y
Sudáfrica. En la óptica norteamericana, actualmente Colombia y Venezuela son los

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laboratorios de intervención que orientan sus políticas hacia el resto del continente.
En el caso de Chile, país con escasa capacidad de determinación del curso de los
acontecimientos a nivel global, el denominado estallido activó la conflagración entre
los crecientes intereses chinos que han alcanzado ya una enorme penetración en la
economía y en ciertos grupos económicos, y la alianza diplomática, económica y
militar pro-norteamericana. Tanto la economía como la política chilena son
enormemente vulnerables a dichas tensiones y a las oscilaciones globales que
generan, situación que introduce con fuerza la variable del replanteamiento de la
posición de Chile en el mundo. En todo caso, es enormemente decidor que aparte de
colaboraciones reservadas, el país del norte no se haya manifestado mayormente
respecto de la situación chilena, expresión de la confianza en los niveles de control del
poder y estabilidad de la clase dominante local.
Esta nuevo rumbo de la política exterior estadounidense coincide con el agotamiento
de las experiencias del progresismo latinoamericano, que finaliza la década
desplazado del poder mediante operaciones institucionales de mayor o menor
violencia en Brasil, Paraguay, y Bolivia, y mediante elecciones en Ecuador y Uruguay,
lo que configura un escenario de avance neoconservador pro-norteamericano.
Mientras la revolución cubana resiste con dificultad la erosión de sus apoyos
continentales (y encuentra cierto respaldo en Rusia, España y el Vaticano), los
regímenes de Venezuela y Nicaragua se mantienen bajo un asedio constante de las
operaciones políticas y diplomáticas norteamericanas, y con niveles posiblemente
irreversibles de corrupción política y desfiguración de sus proyectos de cambio social.
Solo Argentina mediante el triunfo electoral de una fórmula de restauración
neopopulista cuya eficacia es una incógnita, y México por medio del triunfo de AMLO
que se inscribe más cerca de la tradición nacionalista mexicana que latinoamericana
emancipadora, parecen estar en condiciones de ser contrapesos relativos a la debacle
del progresismo. En el caso de Brasil, no cabe duda de que se gesta una confrontación
mayor entre el poder conservador capitaneado por Bolsonaro y los remanentes de
progresismo liderados por Lula, pero la descomposición política del PT no permite
advertir qué nuevo proyecto progresivo pueda estar en juego más allá de detener el
neo-fascismo.

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Toda lucha revolucionaria de los pueblos es digna de respeto, independientemente de
sus resultados, y la crítica descarnada de las experiencias de la izquierda no debe
confundirse ni un ápice con la negación de los avances que dichos procesos
significaron en la mejora de las condiciones e vida de amplias franjas de la población,
ni en el carácter oportunista y profundamente reaccionario de gran parte de las
oposiciones autodenominadas “democráticas” que se digitaron desde las elites y las
oficinas imperiales del norte. Por el contrario, hay que valorar las luchas sociales y
políticas sobre las cuales estos procesos se asentaron, y el aporte en ideario que varios
de estos diseminaron. Actualmente, y por fuera de esta corriente, las rebeliones
sociales en Ecuador, Chile y Colombia sugieren que existen energías acumuladas que
pueden apalancar nuevos procesos de disputa anti-neoliberal. Ello demanda la
urgente revisión crítica de los proyectos neo-populistas y sus gobiernos, a la par de un
mayor análisis de la experiencia del Podemos español que ahora llega al gobierno
como parte menor de una coalición con el PSOE, diluyendo para ello los últimos
vestigios de potencial social transformador. Se trata de una cuestión fundamental para
diferenciar el carácter singular de los proyectos que surjan en este nuevo ciclo de
luchas, orientados a superar los límites de estas experiencias, que también involucra
repensar la red de alianzas continentales y globales a priorizar desde la política y el
estado.

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