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¿Qué es la espiritualidad?

La Espiritualidad de la Iglesia Católica trata de ser equilibrada entre doctrina y vivencia, entre
teoría y práctica, entre contemplación y apostolado.

1. ¿Qué es la espiritualidad?

Parte de la teología que estudia el dinamismo que produce el Espíritu en la vida del alma: cómo
nace, crece, se desarrolla, hasta alcanzar la santidad a la que Dios nos llama desde toda la
eternidad, y transmitirla a los demás con la palabra, el testimonio de vida y con el apostolado
eficaz.

Por tanto, se busca doctrina teológica y vivencia cristiana. Si sólo optara por la doctrina teológica
quitando la vivencia, tendríamos una espiritualidad racional, intelectualista y sin repercusión en la
propia vida. Y si sólo optara por la vivencia cristiana, sin dar la doctrina teológica, la espiritualidad
quedaría reducida a un subjetivismo arbitrario, sujeta a las modas cambiantes y expuesta al error.
Así pues, la verdadera espiritualidad cristiana debe integrar doctrina y vida, principios y
experiencia.

La Autenticidad Cristiana
Vivimos en tiempos duros, quien quiera permanecer fiel y vivir con autenticidad su fe cristiana ha de
estar dispuesto a jugarse todo por Cristo

¿Qué es la autenticidad cristiana?

La autenticidad es vivir (en pensamientos, palabras y obras) la verdad de nuestro propio ser; verdad que
encontramos en Dios, nuestro Creador y Redentor. La razón humana iluminada por la fe me descubre la
verdad objetiva de mi identidad: soy creatura redimida por Cristo; soy cristiano, llamado a vivir como
Cristo dentro de su Cuerpo místico que es la Iglesia y a ser apóstol; tengo una misión en la vida que
consiste en servir y amar a Dios a través del cumplimiento de su santa voluntad, manifestada
principalmente en la ley moral natural y en los criterios del Evangelio. La autenticidad, en resumidas
cuentas, exige conciencia de lo que debemos ser por voluntad de Dios y coherencia con lo que debemos
ser. Esta coherencia, lo sabemos muy bien, exige una lucha continua contra todo lo que nos aparta del
cumplimiento fiel de la voluntad de Dios.

Es importante aclarar que la autenticidad no es lo mismo que la espontaneidad. Lo verdaderamente


auténtico no consiste en el hecho de decir o hacer algo sin trabas ni represiones. Algunas escuelas
psicológicas y métodos pedagógicos promueven la idea de que para llegar a ser auténtico y realizarse en
la vida hay que liberarse sistemáticamente de todo impedimento o freno a la propia libertad (entendida
ésta, de manera equivocada, como capricho o autonomía absoluta). En cambio el Evangelio nos dice, y
nuestra experiencia lo confirma, que cumplir mi deber en contra quizá de lo que me dictan mis
sentimientos o las circunstancias no es signo de hipocresía o falsedad, sino, por el contrario, una señal
magnífica de coherencia.

Queridos amigos, yo les invito a dejarse cautivar por la autenticidad que brilla en la vida de Jesucristo y
en la fidelidad heroica de José Luis y de todos los mártires. Seamos auténticos, seamos hombres y
mujeres que, con toda verdad y sin engaños, cumplamos en todo la voluntad de Dios sobre nuestras vidas.
Que nuestro amor al querer de Dios sea tan fuerte que superemos el respeto humano, la doblez y el
disimulo en nuestro comportamiento. «Nadie puede servir a dos señores» (cf. Mt 6,24).

Jesucristo nos dejó páginas muy claras sobre este tema. Basta contemplar un Crucifijo para creer en ello.
Eran las palabras que tanto nos recordaba Juan Pablo II: ¡siempre fieles!, en cualquier circunstancia, ante
cualquier estado anímico, en la adversidad o en la bonanza, en el sufrimiento y en todo momento.
Siempre nos ayuda recordar, meditar y aplicar ese extraordinario discurso que nos dirigió en su primer
viaje apostólico a México y que pronunció en la misa de la Catedral metropolitana el 26 de enero de
1979. Ahí habló de los pasos de la fidelidad, que implican, coherencia y constancia. Nos decía: «no negar
en la oscuridad, lo que hemos visto en la luz».

2. Implicaciones de una vida cristiana auténtica.

a) La oración como un medio para descubrir lo que Dios quiere de mí.

La oración es un elemento imprescindible para cultivar la conciencia clara y habitual de lo que Dios,
fuente de toda autenticidad, quiere de mí en cada momento. Es más, la oración no sólo me ilumina sino
que me proporciona también la fuerza, los motivos, para amar ese querer divino y llevarlo a su
realización. ¡Cuánto nos estimula contemplar a Jesús absorto tantas veces en oración durante amplios
ratos! Ante las grandes decisiones, en las horas de oscuridad de su Pasión, en todo momento Cristo supo
descubrir en la oración la luz y la fuerza necesarias para perseverar en el cumplimiento de las «cosas de
su Padre» (cf. Lc 2,49). ¡Todo cambia con la oración! No podemos imaginar la fuerza transformadora que
tiene. Las penas las convierte en gozo, las tristezas en consuelo, la debilidad en fortaleza, la preocupación
en paz. Cristo se retiraba a orar. Ahí decidía, ahí suplicaba al Padre, desde ahí nos enseñó el camino, el
mejor camino de todos. Orar, orar, orar. No cabe duda que aquí está el camino para todo. No hay que
olvidar que, junto con el cultivo de la oración, también el sabio consejo del director espiritual puede
ayudarnos a conocernos y a discernir mejor las manifestaciones concretas de este querer de Dios.

b) Mantener una recta jerarquía de valores.

La voluntad de Dios debe ser la norma suprema, por encima de las pasiones y caprichos, de las modas y
costumbres del mundo, de las solicitudes del diablo. Es bueno lo que me ayuda a cumplir la voluntad de
Dios, y malo lo que me estorba. Los santos nos dan un maravilloso testimonio de lo que significa vivir
con coherencia esta recta jerarquía de valores. «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres»,
confesaron valientemente Pedro y los demás Apóstoles ante el Sanedrín (Hch 5,29). ¡Cuántas
oportunidades tenemos en nuestro trabajo y en general en nuestras relaciones sociales, para dar testimonio
valiente de esta verdad que en ocasiones puede implicar tomar decisiones difíciles o contra corriente! José
Luis tenía muy clara su jerarquía de valores: «Primero muerto, antes que traicionar a Cristo y a mi
patria», repetía a sus verdugos. Tenía bien puesto su corazón en la patria eterna, en las palabras que
Jesucristo nos dice en el Evangelio: «¡ven, siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu Señor!» (Mt 25,21).

Para vivir con coherencia según la norma suprema de la voluntad de Dios hemos de ser fieles a la voz del
Espíritu Santo en nuestra conciencia.

«La conciencia –nos recuerda el Concilio Vaticano II- es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre,
en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla» (Gaudium
et Spes, n. 16).

En ella resuena con fuerza la ley moral fundamental: hay que hacer el bien y evitar el mal (bonum est
faciendum, malum vitandum). Es ahí, en la conciencia, donde estamos a solas con el Amigo, que a fin de
cuentas sólo quiere nuestro bien, ¡nuestra felicidad verdadera!

Créanme, queridos amigos, que una de las cosas más terribles que nos pueden suceder es perder la
sensibilidad de conciencia, porque mientras ésta exista siempre habrá posibilidad de rescate, Dios nos
podrá dar la mano para sacarnos adelante. Hemos de cuidar, más que la propia salud del cuerpo, la salud
de nuestra conciencia; llamar siempre al bien, «bien» y al mal, «mal»; que nos preocupe más una
deformación de conciencia que una herida o un comentario molesto. El P. Marcial Maciel fundador de la
Legión de Cristo, al respecto nos da un consejo muy práctico: «Sea auténtico todos los días de su vida. No
se acueste un solo día con alguna rotura o deformación interior, como no sería capaz de dormir con un
brazo roto. Que le duela la fractura o torcedura y ponga remedio. No espere a que se pase el dolor de la
conciencia y se consolide la deformación. ¡Ahí sí que habría que temer!» (Carta del 1 de junio de 1979
dirigida a un legionario). ¡Qué reso-lución tan útil podríamos sacar para nuestras vidas: nunca acostarnos
sin hacer un breve examen de conciencia para ver cómo estamos respondiendo al querer concreto de Dios
en nuestra vida, para agradecerle lo bueno que hayamos hecho y rectificar cualquier indicio de engaño o
deformación!

Hacer de la voluntad de Dios la norma suprema de vida es, además, fuente de felicidad y de profunda paz,
porque el alma busca agradar a Dios en todo momento movida por el amor y no por el temor. Como bien
dice La imitación de Cristo: «La gloria del hombre bueno está en el testimonio de una buena conciencia.
Ten una conciencia recta y tendrás siempre alegría» (libro II, c. 6, n. 1-2).

Ayuda mucho repasar, sobre todo con el corazón, las palabras del salmo 118: «¡cuánto amo tu Voluntad,
Señor, pienso en ella, todo el día!». Es lo mismo que nos ocurre cuando amamos a una persona: la
queremos tanto y nos quiere tanto, que el gozo de nuestro corazón es hacer lo que a Él le agrada, verle
feliz y saber que nuestra gratitud a Él se manifiesta más que en palabras, en obras de fidelidad a su
Voluntad. Por eso decimos su santa voluntad y por eso le pedimos todos los días en el Padrenuestro que
se haga SU voluntad. No hay petición mejor en nuestra vida.

c) Huir de la mentira en la vida, y por lo mismo, buscar ser buenos y no sólo aparentarlo.

Hemos de procurar actuar siempre de cara a Dios y no sólo de cara a los demás. Un gran enemigo de la
autenticidad es la vanidad, el respeto humano, el miedo a lo que los demás puedan pensar o decir de
nosotros. A veces es necesario cuidar la propia imagen y tener en cuenta las posibles repercusiones de
nuestros actos ante los demás. Pero cuando esto me lleva a silenciar mi conciencia, a dejar de cumplir mi
deber y omitir el bien, entonces preferimos traicionar a Dios antes que quedar mal ante los hombres.

«El hombre siempre ha sentido la necesidad de la careta; para reír y para llorar. Hay muchos hombres y
mujeres que la llevan. No se guíe por apariencias, hermano. Mucha gente se acicala, sonríe, guiña el ojo
al espejo...; pero con la careta puesta. Quizá sólo cuando han apagado la luz, se atreven a quitársela por
breves instantes, pero la dejan sobre la mesilla, al alcance de la mano, para acomodársela como primera
medida del día». Lo que nos debe preocupar es la imagen que Dios tiene de nosotros, construir nuestra
vida minuto a minuto de cara a Él.

Ésta es la mejor imagen que podemos dar a los demás, la más auténtica, la que mejor «vende». «No eres
más santo porque te alaben, ni peor porque digan de ti cosas censurables. Eres sencillamente lo que eres,
y no puedes considerarte mayor de lo que Dios testifica de ti» (La imitación de Cristo, II, c. 6, n. 12).

A Dios nuestro Señor, estimados amigos, no le podemos engañar, ya que «todo está desnudo y patente a
sus ojos» (Heb 4,13). Él es quien nos ha creado y nos juzgará. No es la suya, sin embargo, la mirada
escrutadora del policía o del inquisidor, sino la de un Padre que nos ama, que se preocupa por nosotros y
que si a veces nos corrige es sólo por nuestro bien (cf. Heb 12,7; Job 5,17).

¡Cuánta paz y seguridad da al alma vivir esta realidad, actuar siempre de cara a Dios! No hay nada que
temer, no hay por qué esconderse al escuchar los pasos de Dios en el jardín, como Adán y Eva después
del pecado (cf. Gen 3,8). Se está a gusto con Él. Se dialoga con Él con franqueza y espontaneidad.

d) Volver a la Verdad: saber levantarse con humildad y reemprender el camino.

Todos podemos tener caídas y limitaciones, pero ello no nos hace incoherentes siempre y cuando
reconozcamos con humildad nuestra debilidad, pidamos perdón a Dios con sinceridad y volvamos al
camino recto. La confesión frecuente es el sacramento que nos vuelve a colocar en la verdad de Dios y,
junto con la Eucaristía, nos da la fuerza para vivir en ella.

Es tan fácil autojustificarse, maquillar la propia imagen ante los demás y ante uno mismo con una larga
letanía de excusas y lenitivos («no era mi intención, no hay que exagerar, somos humanos, los demás
también lo hacen, en estas circunstancias sí se puede…»). La condición imprescindible para superarse en
la vida, para ser un hombre auténtico es la honestidad con uno mismo, la sinceridad que Jesucristo
«camino, verdad y vida» nos propone en el Evangelio. Hacer la verdad en el amor (cf. Ef 4,15). «Si
decimos: “No tenemos pecado”, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros
pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia» (1Jn 1,8-9). El
placer más grande de Dios es perdonarnos. Pero el perdón sin amor, es decir, sin arrepentimiento,
corrompe. De igual manera la autenticidad sin sinceridad es una farsa. Pidámosle a Dios que nos conceda
la gracia de ser muy honestos y humildes para que nunca permita que nos separemos de Él ni
desconfiemos de su amor.

Queridos amigos, ustedes saben mejor que yo que vivimos en tiempos duros. Quien quiera permanecer
fiel y vivir con autenticidad su fe cristiana ha de estar dispuesto a jugarse todo por Cristo. Hoy parece más
claro quizá que en tiempos pasados aquella realidad del martirio que vivieron los primeros cristianos en
propia carne. La vocación cristiana es una vocación al testimonio, a ser signo de contradicción, una
llamada al martirio de la fidelidad diaria. Los mártires, como José Luis Sánchez del Río, nos dan ejemplo
de ello.

En María, la Virgen del sí, la mujer auténtica y coherente por antonomasia, fiel a la palabra dada a Dios y
a los hombres, podemos encontrar una síntesis maravillosa de lo que he intentado decirles y un sostén
seguro en nuestra lucha diaria por ser hombres y mujeres coherentes, auténticos cristianos. A Ella le pido
que nos alcance de Dios, junto con la intercesión también del futuro beato José Luis Sánchez del Río, la
gracia de la perseverancia final en la fe y en el amor a Dios.

EL PERFUME DE LA SANTIDAD
El apostolado es un medio importantísimo para la propia santificación. Solamente cuando somos capaces
de entregar a los demás lo que profesamos con los labios y el corazón, podemos decir que estamos
realmente identificados con Cristo.
El apostolado es ser apóstol, predicar el evangelio y confirmarlo con el testimonio de la caridad, como
nos ha ordenado Jesucristo después de su resurrección: “Id al mundo entero y predicad el Evangelio”
(Marcos 16, 15).
1. ¿Qué es el apostolado?
Es llevar el mensaje de Cristo a nuestro alrededor. El apostolado es dar razón de nuestra fe, como nos dice
san Pablo. Es entregar a los demás lo vivido y contemplado en la oración. Es el derramamiento al exterior
de mi vida espiritual e interior, para que también se beneficien los demás de la acción de la gracia en mí.
El apostolado es poner a las personas delante de Jesús para que Él les ilumine, les cure, les consuele,
como hicieron aquellos con el paralítico (ver Mc 2, 1-5). Ellos pusieron al paralítico delante de Jesús y
Jesús hizo el resto.
Los que llevaban al paralítico tuvieron que sortear muchas dificultades. Así también nos pasará a nosotros
en el apostolado. Pero hay que vencerlas, hasta poder llevar a los hombres frente a Jesús. Ellos vencieron
la barrera con su decisión, con su ingenio, con su interés: metieron al paralítico por el techo.
2. ¿Quién debe hacer apostolado?
Todo cristiano, por ser bautizado, está llamado a hacer apostolado. Desde el bautismo estamos llamados a
ser santos y a santificar a los demás. Y, ¿cómo voy a santificar a los demás, si no hago apostolado?
3. ¿Para qué hacer apostolado?
Para que todos lleguen al conocimiento de Dios, de su santa Ley y puedan alcanzar la salvación eterna y
así crear la civilización del amor en nuestro mundo.
Lo importante es que Cristo sea anunciado, conocido y amado. En el apostolado no se va a cosechar
triunfos personales, ni a ser la figura principal: Cristo es la única figura. No podemos ser como aquellos
que “se preocupan más de hacer un buen papel ante el auditorio ingenuo que de trabajar por su salvación”
(Benedicto XV, “Humanum genus).
Nos dice san Ambrosio: “no te engrías si has servido bien, porque has cumplido lo que tenías que hacer.
El sol efectúa su tarea, la luna obedece; los ángeles desempeñan su cometido. El instrumento escogido
por el Señor para los gentiles dice: yo no merezco el nombre de Apóstol, porque he perseguido a la
Iglesia de Dios”(1 Cor 15, 9).
4. ¿Dónde hacer apostolado?
En todas partes y en todos los campos: familiar, profesional, social, político, medios de comunicación
social etc. El papa en su encíclica Redemptoris missio nos habla largamente de todos los campos donde
hay que llevar la misión del Redentor, habla de los nuevos areópagos modernos: los medios de
comunicación social.
5. ¿Cómo hacer apostolado?

Con humildad, pues somos instrumentos. Sin humildad, no se puede ser apóstol. Esta humildad se
manifiesta de muy diversas formas: rectitud de intención, rechazar los deseos de vanidad y vanagloria, no
querer ser la figura principal y, sobre todo, tener muy presente que es Dios quien pone siempre el
incremento.
Con ilusión y alegría, pues transmitimos la Buena Nueva. Con respeto a la libertad de las personas. Con
voluntad y espíritu de abnegación. Sin desanimarnos. Las gentes que deseamos llevar a Dios no tienen a
veces deseos de moverse, surgen imprevistos, barreras en el camino hacia Jesús. No nos olvidemos: si
amamos a Jesucristo, si tenemos fe en Él, espíritu de iniciativa y constancia, todo lo podemos.
Dice Pablo VI: “Paradójicamente, el mundo, que a pesar de los innumerables signos de rechazo de Dios,
lo busca sin embargo por caminos insospechados y siente dolorosamente su necesidad, el mundo exige a
los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos mismos conocen y tratan familiarmente, como
si estuvieran viendo al invisible. El mundo exige y espera de nosotros sencillez de vida, espíritu de
oración, caridad para con todos, especialmente para los pequeños y los pobres, ovbediencia y humildad,
despego de sí mismos y renuncia. Sin esta marca de santidad, nuestra palabra difícilmente abrirá brecha
en el corazón de los hombres de este tiempo. Corre el riesgo de hacerse vana e infecunda” (Evangelii
nuntiandi 76).
En el apostolado hay que enseñar todas las verdades de la fe, incluso las más exigentes, sin callar o
desvirtuar nada. San Pablo habló de todo: de la humildad, de la abnegación, de la castidad, del
desprendimiento de las cosas terrenas, de la obediencia. Y no temió dejar bien claro que es necesario
elegir entre el servicio de Dios y el servicio de Belial, porque no es posible servir a los dos. Que todos,
después de la muerte, habrán de someterse a un juicio tremendo. Que nadie puede mercadear con Dios.
Que de Dios nadie se burla. Que sólo se puede espera la vida eterna si se observan las leyes divinas.
Jamás el apóstol debe omitir estos temas, por el simple hecho de ser duros.
Quien predica a Cristo tendrá que acostumbrarse en ocasiones a ser impopular, a ir contra corriente, si
verdaderamente busca la salvación de las almas y la extensión del reino de Cristo. ¿Desde cuándo un
médico da medicinas inútiles a sus pacientes, por el simple hecho de que las útiles les van a saber
desagradables al paladar?
Y todo esto con prudencia, con oportunidad, haciendo amable y atrayente la doctrina del Señor. Porque
tampoco se atrae a los demás a la fe siendo intempestivos, sino con cariño humano, con bondad y con
paciencia.
6. ¿Qué me enseña el apostolado?
Enseña a luchar y sufrir por Cristo y la salvación de los hombres, nuestros hermanos. Enseña a ver cuánto
es dura la resistencia y oposición a la gracia por parte del egoísmo del hombre y también a apreciar la
obra maravillosa del Espíritu Santo en el alma de cada hombre. Enseña a comprender un poco más la cruz
del Salvador y a identificarse con su amor maravilloso, gratuito y generoso. Enseña a desprendernos de
nosotros mismos, a tener que superarnos, hacer a un lado nuestros puntos de vista y manera de ser, a limar
nuestros defectos, para encontrarnos realmente con los demás. Acelera los progresos en la vida cristiana.

7. ¿Qué implica el apostolado?

Militancia. Militancia es todo lo contrario a apatía, pereza, indiferencia, mediocridad, despreocupación,


egoísmo. Militancia significa moverme, salir de la cueva de mis cosas para dar algo a los demás.
Militancia significa entrega, generosidad, sin temor a desgastarme, con la seguridad de enriquecerme más,
cuanto más me doy. Militancia significa luchar, pues la vida no es un lago tranquilo, sino un río; el que no
nada se lo lleva la corriente y no alcanza la ribera. Militancia es conciencia de aprovechar el tiempo para
el Reino, para Dios y para el prójimo; el santo no pierde tiempo en futilidades, no se concede
comodidades, ni descanso más allá de lo necesario; va eliminando todo lo superfluo.
Es el amor quien me impulsa a la militancia. Si no hay amor, no hay militancia, no me moveré, no haré
nada por Dios, por Cristo, por la Iglesia, por los demás.
La militancia brota cuando tengo conciencia de la fuerza del mal en el mundo y quiero tratar de detenerla,
de luchar contra ella, para contrarrestar esa fuerza del mal con la fuerza del bien, proveniente del mensaje
de Cristo.
Esta militancia me hará estar al día en todos los problemas del mundo y de la Iglesia, estudiarlos,
analizarlos, para después tratar de poner soluciones. Me hará conseguir la preparación más adecuada,
pues la gracia de Dios no suple nuestras negligencias, sí nuestras deficiencias, provenientes de nuestras
limitaciones humanas.
La militancia en el apostolado me exige programación, para que el apostolado sea eficaz, y no se den
golpes al aire. Esta programación supone tener unos objetivos claros, poner los medios adecuados y hacer
un calendario. Naturalmente una buena programación requiere también una revisión periódica, con
balance y actualización de los medios y del calendario. La evangelización no se debe improvisar; las
cosas de Dios son serias y hay que programarlas para llevarlas a cabo con eficacia.
Esta militancia abarca la vida espiritual, la vida profesional, la vida familar y la vida apostólica.
8. Campos concretos de apostolado
La catequesis, las misiones, la familia, la gente carenciada, la adolescencia y la juventud, los medios de
comunicación social, etc.
CONCLUSIÓN
El apóstol se hace y se fortalece en la unión con Cristo. Siempre se cumplen sus palabras: “Sin Mí no
podéis hacer nada”. Con Él todo lo podemos; nuestra vida es capaz de iluminar y arrastrar a los demás,
incluso en los ambientes más difíciles, o en medio de grandes tribulaciones. La historia de la Iglesia, de
todas las épocas, ha sido un vivo ejemplo. Los primeros cristianos lograron que la fe penetrara en poco
tiempo en las familias, en el senado, en la milicia, en el palacio imperial: “Somos de ayer y llenamos ya el
orbe y todo lo vuestro, ciudades y caserones, fortalezas y municipios y burgos, campamentos y tribus, y la
milicia, la corte y el senado y el foro” (Tertuliano). No tenían apenas medios y cambiaron un mundo
pagano, al que se le veían pocos resortes para su conversión.
En un mundo que se presenta en muchos aspectos como pagano “se impone a todos los cristianos la
dulcísima obligación de trabajar para que el mensaje divino de la revelación sea conocido y aceptado por
todos los hombres de cualquier lugar de la tierra” (Concilio Vaticano II, “Apostolicam Actuositatem).
Evidentemente, la primera obligación será, de ordinario, orientar nuestro apostolado hacia las personas
que Dios ha puesto a nuestro lado, a los que están más cerca, a los que tratamos con frecuencia. Pero esto
no basta: hay que salir del círculo de nuestros conocidos, pues hay muchos que me esperan, incluso más
allá de nuestras fronteras.

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