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Gérard Lenclud
Laboratoire d'anthropologie sociale
TERRAIN 9 octubre 1987
Los términos de tradición y sociedad tradicional están asociados, no osamos decir que
tradicionalmente, al ejercicio de la etnología. Para muchos, comprendidos los etnólogos, esta
disciplina se consagra a la descripción y al análisis de los hechos más tradicionales y
privilegia, por razones sobre las cuales no hay lugar de extenderse aquí, la investigación de
las formas más tradicionales de la vida social. Brevemente, la tradición será el pan cotidiano
de los etnólogos, su estudio la marca distintiva de su actividad.
Ahora bien, ocurre a menudo que la frecuencia de empleo de ciertas palabras es inversamente
proporcional a la claridad de su contenido. Las usamos sin pensarlo. Esta situación no se
observa sólo en el lenguaje ordinario sino también en el interior de las ciencias sociales.
Podemos verificar que ciertos términos de uso corriente están, a imagen de las palabras de
orden político, muy poco definidos. Esto no es sin duda una casualidad ni necesariamente un
mal. El alcance heurístico de ciertas nociones, en particular sociológicas, depende en una
parte de su indefinición relativa. La integración, por ejemplo, que ocupa un sitio importante
en las teorías durkheinianas, está sin embargo entre las menos especificadas por razón de que
ella es, con todo rigor, indefinible; puede ser así porque esta indefinición, según la hipótesis
de los comentaristas, llena una función en la economía del pensamiento durkheiniano.
No es seguro, en cambio, que el empleo casi obligado del término tradicional en etnología
no presente algún inconveniente. En efecto, contribuye a la consolidación de un cuadro de
referencia intelectual, constituido por un sistema de oposiciones binarias (tradición/cambio,
sociedad tradicional/sociedad moderna) donde la pertinencia se revela muy problemática si
le damos a estas oposiciones un valor genérico. Las reflexiones que siguen encuentran su
punto de partida en esta constatación fuertemente banal que muchos etnólogos han hecho,
pero de la que pocos se han preocupado de sacar conclusiones.
Pongamos por tanto aparte el uso automático y, por decirlo todo, perezoso de los términos
tradición y sociedad tradicional e intentemos, a la luz de trabajos recientes, tornarlos en serio,
al pie de la letra en suma. ¿Qué es exactamente una tradición? ¿Qué podría ser un hecho
tradicional? ¿Siguiendo qué criterio es posible organizar el censo de tales hechos? ¿De qué
propiedades estarían provistos de las que consecuentemente estarían privados los hechos no
tradicionales? ¿Podemos definir de una manera que no sea negativa o positiva los universos
sociales y culturales tradicionales? ¿A qué conduce, en una palabra, el atributo de tradicional?
La noción de tradición
Otra cosa es el estatuto de la tradición, suponiendo que tenga uno, en el interior de culturas
cuyo tiempo y régimen de historicidad no se entienda bajo una forma lineal sino, por ejemplo,
cíclica. Aquí el acontecimiento no se concibe como único e inédito sino como idéntico a su
original. La experiencia del pasado se recrea en el presente; en lugar de un corte entre pasado
y presente, el pasado es continuamente reincorporado en el presente, el presente se ve como
una repetición (y no excepcionalmente como un tartamudeo).
Ahora bien, ¿es necesario recordar que nada permite afirmar que nuestra propia concepción
del tiempo y de la historia es más "objetivamente" exacta, adecuada a la realidad de las cosas,
verdadera en suma, que la concepción que se hacen o se harán esas sociedades que llamamos
tradicionales? ¿La historia inventa más que reproduce? ¿Reitera más que innova?. Es
cuestión de puntos de vista. Brevemente, esta representación del pasado y del presente, de
sus relaciones, de donde deriva el uso que hacemos de la noción de tradición, es, como otros,
un prejuicio cultural, una tradición.
Habiendo recordado esto, intentemos emplear una palabra de moda, desconstruir esta noción
de tradición tal como está enraizada en nuestro sentido común. Como podemos fácilmente
verificar consultando por ejemplo los diccionarios, su contenido es por lo menos compuesto.
Junta significados en los que cada uno, vamos a verlo, tomado aisladamente, es equívoco y
en los que la coherencia de conjunto es hipotética.
Pero como no se le ocurrirá a nadie considerar como tradicional todo lo que nos viene del
pasado, la noción de tradición nos reenvía también a la idea de un cierto conjunto de hechos,
o si se prefiere, de un depósito cultural seleccionado. La tradición no transmitirá la integridad
del pasado, actuará a través de un filtrado. La tradición será el producto de este apartado. No
es ciertamente una casualidad que, a nuestros ojos de occidentales confrontados a otras
culturas, la religión aparezca como el campo por excelencia de la tradición. Cuando
evocamos la tradición de tal o cual pueblo, de tal o cual grupo social, no nos referimos a
ningún tipo de institución, de enunciado o de práctica. Dicho de otra forma, nosotros
asociamos a la noción de tradición la representación de un contenido que exprese un mensaje
importante, culturalmente significativo y dotado por esta razón de una fuerza actuante, de
una predisposición a la reproducción.
Así, esta noción de tradición, cuyo contenido nos parece ir totalmente de suyo, asocia en
realidad tres ideas muy diferentes y necesariamente coherentes entre ellas: la de conservación
en el tiempo, la de mensaje cultural, y la del modo particular de transmisión. Ahora bien,
cada uno de esos tres elementos de definición se presta a equívocos. Ninguno de ellos define
rigurosamente un atributo de tradicionalidad, esto es, una propiedad exclusiva de la que
estarían dotados los hechos llamados tradicionales.
Pasemos igualmente sobre esta constatación de sentido común, a saber, que no hay,
afortunada o desafortunadamente, tabla rasa en el orden de la cultura. Todo cambio, por
revolucionario que pueda parecer, se opera sobre un fondo de continuidad, toda permanencia
integra variaciones. La oposición canónica entre tradición y cambio presenta alguna analogía
con la famosa imagen de la botella mitad vacía y la botella mitad llena. Que una sea, vacía o
llena, a las tres cuartas partes y la otra a la cuarta, no cambia estrictamente nada del asunto.
Vayamos a lo esencial que es, por tanto, que todos los objetos culturales calificados de
tradicionales por los etnólogos sufren cambios. Todos han probado la experiencia que de una
recitación a la otra, por ejemplo, el texto de un mito o de un cuento varía, bien porque se han
omitido ciertos elementos, bien porque se incorporen otros; que de una ceremonia a la otra,
el ritual no se desarrolla de una manera idéntica. El cumplimiento de una tradición no es
jamás la copia idéntica de un modelo donde todo desmiente, por lo demás, que existe. Como
Lévi-Strauss ha demostrado, el principio de sustitución se dilata en el "pensamiento salvaje".
Viene a faltar tal ingrediente que reemplazamos sin dudar por otro: no se experimenta, por
tanto, el sentimiento de faltar a la tradición; no tiene la etiqueta inflexible, el protocolo
inmutable. Brevemente la tradición, asociada a conservación, manifiesta una singular
capacidad de variación, proporciona un asombroso margen de libertad a los que la sirven (o
la manipulan). Como dice Boyer, "la mayor parte de los etnólogos, incluso convencidos de
que tradición es igual a conservación, se guardan muy bien de afirmar que hay conservación
literal en los objetos culturales que llaman tradicionales" (Boyer, s.d.: 14). Ahora bien, como
puede suponerse, la empresa destinada a calcular una tasa de transformación (o de
conservación) es absurda, como está desprovista de sentido la fijación de un umbral que,
respetado, atestiguaría una permanencia y, sobrepasado, denotaría la presencia de cambio.
Las ciencias de la cultura no disponen de barómetros.
Una tal concepción de lo tradicional como mensaje cultural viene a decir que las prácticas y
los enunciados que observa y registra el etnólogo no son, hablando con propiedad, tradiciones
sino expresiones de la tradición. Un mito, un rito, un cuento, un objeto, constituirían menos
objetos tradicionales en tanto que tales que manifestaciones de representación, ideas y valores
que serían, ellas solas, la tradición. Ésta estaría escondida detrás de palabras y de gestos,
orientándolas en último término pero quedando siempre por descifrar. Para tomar un ejemplo
simple, lo que habría de tradicional en una casa tradicional sería menos su arquitectura exacta
o los materiales de los que está hecha que "la idea" que hubiera presidido su construcción, el
complejo sentido cristalizado en ella que ha sobrevivido idéntico a la transformación eventual
de sus elementos constitutivos. La tradición sería ese hueso duro, inmaterial e intangible,
alrededor del cual se ordenarían las variaciones.
Pero reducir la tradición a lo que se manifestaría, bajo formas muy variables, del espíritu
duradero de una cultura, de su filosofía en suma, plantea evidentemente un cierto número de
problemas. Primero, el que se transparenta en la actitud de los etnólogos sobre el terreno:
ellos no conceden el estatuto de tradicional a todos los actos y a todos los enunciados
observados y recogidos. Sólo algunos parecen reflejar la tradición. Ahora bien ¿por qué esta
última se encarna en ciertos gestos y no en otros, en ciertas palabras con la exclusión de
otras?. Suponiendo que el mensaje de la tradición sea socialmente compartido en el interior
de un grupo humano, lo que es un postulado implícito de numerosos trabajos etnológicos,
¿por qué no orienta la totalidad de los comportamientos de este grupo?, ¿por qué no sería
todo tradicional?. Como subraya justamente Boyer, no vendría a la cabeza de ningún
etnólogo considerar como "tradicional", por ejemplo, la lengua de una sociedad, lengua que
es sin embargo a la vez la matriz y la condición de posibilidad de toda mirada sobre el mundo.
El etnólogo efectúa, por tanto, una selección implícita que contradice la visión de la tradición
como reja interpretativa.
Pero una concepción como ésta de la tradición plantea otros problemas ampliamente
evocados por Boyer. Si admitimos que la tradición es, más o menos, una especie de
"teorización del mundo", debería poder ser objeto de una enunciación bajo la forma de un
conjunto de proposiciones coherentes entre ellas, a la manera de esos libros que se titulan
"Lo que yo creo", debidos a la pluma de escritores cuidadosamente escogidos por los editores.
Ciertos etnólogos han afirmado la posibilidad de una tal transcripción como testimonia la
tradición africanista de los tratados de cosmogonía indígena. Pero estas recogidas de la
tradición han sido generalmente efectuadas no sobre la base de la observación y el registro
de hechos y enunciados "tradicionales" sino a partir de verdaderos interrogatorios de
guardianes especializados del saber, de detentadores autorizados del conocimiento, de
dueños del discurso en suma. Ahora bien, éstos proceden a un empleo totalizante en los que
los efectos son todavía más acentuados por las intervenciones del etnólogo. Podemos
preguntamos en qué medida la tradición así referida emana de una elaboración social y
orienta verdaderamente los comportamientos ordinarios. ¿Quién sostendría, por ejemplo, que
aquí mismo el saber de los teólogos recubre la experiencia de la tradición compartida por los
feligreses que reiteran cada domingo los gestos comunes de la liturgia?. ¿Una tradición
ignorada por la mayoría es una tradición en este sentido? ¿y cuál puede ser su fuerza
actuante?.
Conviene interrogarse sobre el estatuto a todas luces extraño de esta tradición vista como
complejo de ideas corrientemente implícitas, jamás formuladas si no es por especialistas
reconocidos, sin embargo fielmente transmitidas y que obligan a un cuerpo social completo
a reiterar ciertas prácticas. ¿Podemos verdaderamente creer que repetir una tradición es
reproducir en actos un sistema de pensamiento?. Tomemos un ejemplo concreto: el de la
educación en la mesa. No hay ninguna duda de que detrás de la forma de disponer platos y
cubiertos, de usarlos y de comportarse en general, hay una cierta concepción simbólica del
orden de las cosas -¿por qué no fragmentos de cosmogonía?- sobre la cual los especialistas
podrían ilustramos. Nos darían elementos de significación que serían, solos, la tradición en
la acepción que hemos visto. Pero la inmensa mayoría de los convidados que se sientan a la
mesa ignoran esa tradición. Todo lo mas algunos de ellos tienen algunas ideas aisladas y sin
duda contradictorias. ¿Podemos hacer la hipótesis de que la tradición, el sistema completo de
ideas y de valores de los que cada convidado tiene algunas nociones, sea el verdadero agente
de la reproducción "tradicional" de estas maneras en la mesa? ¿Ponemos el tenedor a la
izquierda y el cuchillo a la derecha para repetir inconscientemente los principios abstractos
reguladores de la oposición izquierda/derecha en la cultura francesa?. Es más lógico pensar
que procedemos así diariamente por la sola referencia a esta disposición observable, y que
esta disposición repetida informa sólo de las ideas que podemos hacernos y del deber social
de conformidad. Dicho de otra forma, todo parece pasar como si la "tradición" no estuviera
en las ideas sino que residiera en las prácticas, como si fuera menos un sistema de pensar que
formas de hacer. Si éste no fuera el caso, el etnólogo se vería dotado de un indudable
privilegio, el ser el único en enunciar la tradición del otro, construyéndola inductivamente a
partir de observaciones. A falta de un detentador cualificado de la tradición, tendremos
siempre necesidad de un etnólogo para apropiarse de la tradición.
No nos queda más que interrogarnos sobre la tercera definición de la tradición: la que pone
por delante no el contenido transmitido sino el medio de transmisión. En esta perspectiva,
recordémoslo, la tradición sería lo que en una sociedad se reproduce de generación en
generación por el solo medio de la memoria oral.
Es a partir de esta aproximación del hecho de la tradición, que la etnología desarrolla las
reflexiones más interesantes sobre los mecanismos sociales y psicológicos de la transmisión
cultural. Mecanismos sociales: los que se utilizan en la organización colectiva de la
inculcación de la tradición. Mecanismos psicológicos: los que son movilizados en el proceso
de interacción (del tipo escuchar/recitar, observar/repetir) y de memorización en las culturas
llamadas de tradición oral. Pensamos en todos los trabajos, especialmente en los de Goody,
que se han asomado sobre la ruptura inducida por la introducción de la escritura, en
sociedades calificadas de tradicionales precisamente por no tener escritura (o consideradas
como tales). Volveremos más tarde sobre la noción de sociedad tradicional.
Que la tradición sea vista como simple hecho de permanencia en el tiempo, como mensaje
cultural diluido en las prácticas o como medio específico de transmisión, guarda una gran
parte de su misterio. En efecto, ninguna de estas acepciones permite delimitar con razón entre
hechos tradicionales y otros que no lo son, ni de percibir dónde se situarían exactamente los
mecanismos de su perpetuación. Definida en estos términos, la tradición no revela ni su
naturaleza ni las fuentes de su autoridad social.
La tradición actualmente
Puede ser conveniente, como nos invitan los trabajos de Boyer y de Pouillon, razonar de otra
forma y abandonar los dos presupuestos que determinan los usos del vocablo tradición. Según
el primero, la tradición sería un dato prometido con antelación a la recogida y al
conocimiento. Existiría lista para ser registrada (o almacenada) en una verdad que no debe
nada o casi nada a los hombres del presente. Éstos la recibirían pasivamente, la conservarían
repitiéndola de forma estereotipada. En cuanto al segundo presupuesto, conduce a la
reflexión -siguiendo una forma propia a nuestro modo de pensar la historicidad-, a encerrar
la tradición sólo en el camino que lleva del pasado al presente. Su elaboración sería de sentido
único: se casaría con el movimiento del tiempo; su verdad sería de orden cronológico.
Gozaría, en suma, de todos los privilegios de la edad, siendo reconocida como más verdadera
y actuante cuanto más anciana.
Tomar el contrapié de estos prejuicios culturales no resuelve, seguro, todos los problemas
antropológicos que levanta la noción de tradición, pero presenta al menos el mérito de poner
de acuerdo el empleo conceptual y la actitud de los etnólogos sobre el terreno, lo que dicen
de ella y lo que hacen de ella; de ofrecer, en suma, algunos elementos para una etnografía
razonada de los fenómenos tradicionales.
¿En qué consiste entonces la tradición? No es el producto del pasado, una obra de otra época
que los contemporáneos recibirían pasivamente sino, según las palabras de Pouillon, un
"punto de vista" que los hombres del presente desarrollan sobre lo que les ha precedido, una
interpretación del pasado conducida en función de criterios rigurosamente contemporáneos.
"No se trata de plantar el presente sobre el pasado sino de encontrar en éste el bosquejo de
soluciones que creemos justas hoy día, no porque hayan sido pensadas ayer sino porque las
pensamos ahora" (Pouillon, 1975:160). En esta acepción, tradición no es (o no
necesariamente) lo que ha estado siempre, es lo que hacemos estar.
De aquí se desprende que el itinerario a seguir para aclarar su génesis no toma el camino que
va del pasado hacia el presente, sino el camino por el cual todo grupo humano constituye su
tradición: del presente hacia el pasado. En todas las sociedades, comprendida la nuestra, la
tradición es una "retroproyección", fórmula que Pouillon explicita en estos términos:
"Nosotros escogemos aquello por lo que nos declararnos determinados, nos presentamos
como los continuadores de aquellos a los que hemos hecho nuestros predecesores"
(1975:160). La tradición constituye una "filiación invertida": en vez de que los padres
engendren a los hijos, los padres nacen de los hijos. No es el pasado el que produce el presente
sino el presente el que da forma al pasado. La tradición es un proceso de reconocimiento de
la paternidad.
Puede ser que podamos objetar que el pasado tiene que haber existido, y de una cierta manera
persiste para que el presente pueda agarrarse a él; que su invención no puede ser
absolutamente libre. Sin duda, pero tal como dice Pouillon, "el pasado no impone más que
los límites en el interior de los cuales nuestras interpretaciones dependen solamente de
nuestro presente" (1975:160). Por otra parte, estos límites son singularmente ligeros. El
margen de maniobra que ofrece el pasado no conoce prácticamente hitos, como saben bien
los historiadores. Una palabra es a veces suficiente para recrear todo un universo, presentando
a los ojos de los contemporáneos las garantías de "autenticidad" suficientes para erigirla es
tradición, establecerla como referencia.
Esta aproximación del hecho de la tradición evalúa, por tanto, como falso problema la
cuestión apuntada más arriba del cambio y de la conservación, de las tasas relativas de
transformación y de preservación. No es ciertamente inútil saber un poco más sobre los
materiales en que el presente se ampara para constituirlos en tradición, pero aunque
pudiéramos verificar que éstos traicionan la verdad del pasado, la tradición no sería menos
tradición. Su fuerza no se mide por la exactitud en el ejercicio de la reconstrucción
histórica. Ella dice "verdad" incluso cuando dice falso, porque se trata menos de corresponder
a hechos reales, de reflejar lo que fue, que de enunciar las proposiciones mantenidas, en suma,
consensuadamente verdades. Su verdad no es, por retomar una distinción clásica, del tipo
correspondencia (adaequatio) sino del tipo coherencia. Es de una cierta forma de la tradición,
como del testimonio una retórica de lo que se atestigua haber sido.
Existe en París una tintorería cuya puerta tiene esta única mención: "Parfait, alumno de
Pouyanne". Podemos razonablemente hacer la hipótesis de que pocos clientes saben
exactamente quién era Pouyanne, en qué consistía su arte particular, y las condiciones exactas
en las cuáles le comunicó los secretos a Parfait. Pero en pocas palabras se ha sugerido lo
esencial de una tradición: un origen prestigioso y un poco lejano, un saber misterio, una
herencia exclusiva, una diferencia proclamada, una autoridad afirmada. Así se formula una
tradición.
Admitamos provisionalmente lo que hemos criticado más arriba, a saber, que la tradición
sería la conservación de un contenido cultural. Parece casi evidente que si las sociedades son
tradicionales en este sentido, éstas serían las nuestras, las que se hunden bajo el peso de
archivos y de libros, han inventado los museos y la profesión de anticuario y conferimos a la
historia, definida como la restitución del pasado, el estatus privilegiado que sabemos. Las
sociedades modernas deberían ser las más tradicionales.
No sería por tanto la tradición la que haría las sociedades tradicionales, sino el grado de
sumisión a lo que ella enuncia. Las sociedades tradicionales serían sociedades de
conformidad. Tomemos esta proposición en serio aunque exista la reflexión de que medir el
grado de tradicionalidad de una sociedad es una empresa tan difícil como la que consiste en
evaluar un coeficiente de cambio o una tasa de preservación. No es inútil recordar, como ha
hecho Pouillon (1977:204), que hace ya muchos decenios un etnólogo, Hocart, negaba en un
artículo significativamente titulado "Are Savages Custom-bound?", fechado en 1927, que
nuestras sociedades fueran menos sumisas a la tradición que esas sociedades que llamamos
tradicionales. De una comparación entre el europeo y el melanesio, concluía que el europeo
se dobla, más que el melanesio, bajo el peso de la tradición. Su argumento era el siguiente:
la educación empieza más temprano en nuestros países, su olvido llega por tanto más pronto
igualmente; en consecuencia, los comportamientos del europeo le aparecen como más libres,
menos aprendidos que en Melanesia. Cuanto menos es consciente el hombre, más obedece a
la tradición.
He aquí que conduce a evocar una idea frecuentemente presente detrás de las
representaciones que nos hacemos de la diferencia entre "ellos" y "nosotros", entre las
sociedades llamadas tradicionales y las sociedades llamadas modernas. Las primeras estarían
gobernadas por el principio del tradicionalismo. En otros términos, ciertas sociedades, al
contrario de otras, no solamente quieren conservar sino que se someten a los decretos del
pasado. Se conducen así, sea en función de un verdadero "proyecto" de sociedad, de una carta
cultural inscrita en su ser colectivo (hipótesis presente en ciertos textos de Lévi-Strauss), sea
que obedezcan a una disposición psicológica de tipo conservador (hipótesis cognitivista). "El
tradicionalismo sería la causa de la tradición" (Boyer, s.d.:14). Siguiendo al filosofo Eric
Weil, Boyer ha propuesto la crítica de esta visión de las cosas sobre la base estricta de datos
etnográficos. "El tradicionalismo -escribe- consiste en formarse una cierta representación
de elementos culturales, en juzgar que algunos de ellos son una herencia del pasado y a
preferirlos justamente por esta razón. Dicho de otra forma, el tradicionalismo supone una
representación consciente de lo que está reputado que constituye la herencia cultural y, por
otra parte, una comparación con otras elecciones posibles. Por tanto, hay aquí un genero
de representaciones que no encontramos en una sociedad tradicional y es precisamente esto
lo que la hace tradicional" (Boyer, s.d:15). Es en nuestras propias sociedades donde nos
apegamos a efectuar un apartado en el pasado, a definir las "buenas" herencias culturales, a
hacer una elección deliberada de los que es tradicional y de lo que no sabría serlo, a
manifestar la voluntad de mantenerse y, llegado el caso, a constreñir al conjunto del cuerpo
social a conformarse.
Sin duda, no es posible descartar tan categóricamente como lo hace Boyer la idea de que en
el interior de las sociedades tradicionales, el pensamiento colectivo lo sea en la medida de
elecciones pasadas más o menos conscientes. Evocando la cuestión de relación entre mitos y
reglas de acción, Lévi-Strauss (1983) ha hecho la demostración de que esta manera de pensar
lo social podría prestarse, en ciertos casos, a una especie de control experimental. No vemos
porqué las sociedades modernas han de tener el monopolio de proyectos de sociedad. Es un
hecho, no obstante, que pocos etnógrafos han cruzado sobre sus terrenos, si no es en
sociedades en que la historia -la nuestra por ejemplo- ha situado en el cruce de los caminos
a los Bonald o a los SaintVincent de Lérins. Hay pocos conservadores declarados en las
sociedades sin Estado que sentirán la necesidad de recordar a todos que "la verdad, aunque
olvidada de los hombres, no es nunca nueva, que está desde el principio ( ... ) que el error
es siempre una novedad en el mundo, que no tiene antepasados ni posteridad" (Bonald),
pocos integristas en las sociedades politeístas que prueban la necesidad de afirmar que "hay
que velar cuidadosamente por guardar lo que ha sido creído en todas partes, siempre y por
todos" (Saint-Vincent de Lérins), pocos letrados en las sociedades de tradición oral
defendiendo ariscarnente la letra de la tradición oral. No es seguro que esto vaya
absolutamente de suyo en las sociedades tradicionales; es cierto, por el contrario, que esto no
va de ningún modo de suyo en las nuestras.
Parece bastante lógico admitir que todas las sociedades se forman sus tradiciones
desarrollando puntos de vista sobre el pasado, que todas elevan la tradición a la altura de un
argumento y que en todas el criterio de la "auténtica" tradición no es su solo contenido, bien
hipotéticamente, bien conservado en el Estado, o bien la autoridad social de los que han
recibido la misión (o se han dado ellos mismos la misión) de velar por ella, esto es, de usarla.
Por tanto, la única cuestión etnológicamente pertinente no es interrogarse sobre el medio de
oponer globalmente a las sociedades entre ellas, desde el punto de vista de sus relaciones con
la tradición, sino de preguntarse qué diferencia introduce la escritura como medio de
conservación y de comunicación, en la forma en que las sociedades se construyen sus
tradiciones y las utilizan. Precisemos de todas maneras que una tal cuestión deja de lado el
problema de la naturaleza misma del hecho de la escritura (¿dónde comienza? ¿no estaba ya
presente en las sociedades orales?) y de la posibilidad de separar radicalmente entre
sociedades con escritura y sociedades sin escritura.
¿Qué diferencia hay por tanto entre lo "tradicional" de las sociedades de tradición oral y lo
"tradicional" de las sociedades de tradición escrita? Apoyándose especialmente en los
trabajos de Goody, Pouillon (1977) aporta algunos elementos de respuesta a esta pregunta
que van al encuentro de lo que tendemos a pensar espontáneamente.
Tomemos, con alguna segunda intención dado nuestro sujeto, el ejemplo de la ortografía.
Sabemos la vivacidad de las reacciones que provoca, en Francia, cualquier sugerencia de
reformarla en tanto que, dicho sea de paso, España, Portugal, Holanda, Alemania y la Unión
Soviética han procedido a una puesta en orden de su propio sistema ortográfico. Entre los
numerosos argumentos desarrollados contra su racionalización y su simplificación, hay éste:
no sabremos tocar en una expresión gráfica que asegura, a través de los siglos, la perennidad
de la cultura francesa permitiendo al hombre moderno penetrar a su aire en las obras maestras
de su pasado. La ortografía conservaría los valores del pasado; sería una tradición en el
sentido del mensaje cultural. Ahora bien, nadie ignora que la ortografía, en tanto que código
obligatorio (y objeto de culto), no remonta más que al siglo XIX, con el desarrollo de la
enseñanza primaria. La definición misma de la palabra, llamando a la regla, es rigurosamente
moderna: data de la toma a su cargo de la ortografía por el Estado, cuando, nacionalizada, se
hizo oficial y obligatoria. En los siglos XVII y XVIII nos inquietábamos poco. Los autores,
los impresores e incluso los redactores de diccionarios tenían sus modos particulares. Voltaire
hizo su propia reforma a su exclusivo beneficio. ¿Qué significa la expresión "saber la
ortografía" cuando muchas grafías coexisten?. A mediados del siglo XIX todavía los usuarios
se apuntaban a dos corrientes; había dos ortografías presentes, singularmente móviles la una
y la otra, la "antigua" (pero ¿con relación a qué?) y la "nueva” que siguen, dicen los
historiadores, los dos tercios de los académicos. Brevemente, la falta de ortografia no aparece
más que cuando la norma sucede al uso o, más exactamente, cuando no podemos hablar de
un uso diferente de la norma. Con la codificación de la ortografía nace la cuestión de su
cambio, de su reforma que, aunque aparezca muy moderada, es en la práctica asimilada a una
"innovación radical".
Ocurre, de una cierta forma, en la cultura en general como en la ortografía. Para querer
cambiar, si no necesariamente cambiar de facto (pero esto es otro problema), hay que
disponer de una referencia tan segura como sea posible a aquello con relación a lo cual
intentamos cambiar. Una sociedad cuantos más medios tenga para reproducir exactamente el
pasado, más apta es para perpetrar el cambio. A la inversa, cuando una sociedad tiene menos
instrumentos y la inquietud de la conservación literal del pasado, menos capacidad tiene si
no de cambiar al menos de proyectar el cambio. Todo como que hace falta haber sabido para
poder olvidar o como que no hay transgresión sin prohibición, la tradicionalidad es una
condición del cambio. A falta de tradición debidamente registrada, nos atenemos a... la
tradición.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
ARIES, P., 1973. L´enfant et la vie familiale sous l´Ancien Régime, Paris, Seuil.
BESLAIS, E., 1965. Rapport général sur les miodatités d'une simplification éventualle de
I'orthographe française, Paris, Didier.
BOYER, P., 1984. "La tradition comme genre énonciatif", Poétique, 58, 233-251.
1977. "Plus ça change, plus c'est la méme chose", Nouvelle Revue de Psychanalyse, 15,
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