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Introducción al problema del hombre

Sesión 5

La violencia en la perspectiva de Carl Schmitt y Hannah Arendt

Una buena parte de las reflexiones contemporáneas sobre el ser humano han girado en torno a

la violencia, principalmente intentando explicar por qué y cómo surge. Esta tendencia se

explica por los grandes conflictos armados por los que las sociedades occidentales tuvieron

que atravesar a los largo de la primera mitad del siglo XX, desde las dos Guerras Mundiales

hasta la Revolución Rusa, el ascenso del fascismo y la Revolución China.

Muchos autores sitúan la discusión en torno a un motivo político: los nuevos regímenes

liberales pro democráticos en contra de los regímenes absolutistas totalitarios. El

nacionalsocialismo es uno de los episodios que más llaman la atención de los investigadores,

ya que supuso un gran movimiento masivo en favor de un régimen abiertamente violento y

totalitario.

El hombre moderno es un consumidor de violencia, lo decida o no. Esto significa que todo

ciudadano se expone a la violencia al hacer uso del espacio público, ya sea de forma

simbólica, gráfica o real. La violencia es un fenómeno tan complejo que no tiene una sola

forma, es una entidad diversa que puede encontrar su expresión en la relación con otro, en el

influjo de las multitudes o en la médula de una estructura política. Posee una fuerza semántica

sin igual que la hace omnipresente en el complejo andamiaje de la vida social y que, por ello,

la vuelve un vocablo polisémico y reticente a las definiciones.

Richard Jacob Bernstein (2013) ve en la polisemia del vocablo “violencia” un buen pretexto

para escrutar en los argumentos de aquellos pensadores que ya son considerados teóricos

clásicos de la violencia como Carl Schmitt, Walter Benjamin, Hannah Arendt, Frantz Fanon y

Jan Assman. En su libro ​Violencia. Pensar sin barandillas propone una lectura cruzada de las
tesis e intenciones de estas figuras de la vida intelectual del siglo XX para descubrir el hilo de

Ariadna que conduce, si no a una definición, por lo menos sí a una batería conceptual común

que permitirá comenzar a pensarla de forma más orgánica en, y para, un mundo asediado por

la violencia. En este espacio la intención es acercarnos a dos de esos enfoques: el de Carl

Schmitt y el de Hannah Arendt.

En el caso de Carl Schmitt (1888-1985), fue un filósofo y politólogo alemán antiliberal que

sostuvo una posición realista respecto a la naturaleza y función de la ley. Su visión

conservadora de la historia social de la ley le llevó a ser identificado como uno de los

principales militantes del partido Nazi durante su época de expansión. El realismo de Schmitt

se sustenta el principio antiliberal de que la comunidad política se constituye de grupos de

individuos con intereses u orígenes comunes, contrario al liberalismo que sostiene que la

comunidad se constituye de personas con intereses diversos representados por un poder

común. Sus ideas le llevaron a ser identificado como uno de los principales defensores del

totalitarismo e ideólogo del nacionalsocialismo en la alemania Nazi.

Schmith, en su particular posición antiliberal, resuelve el problema de lo político en la

oposición entre amigos y enemigos: definir una comunidad por los rasgos comunes entre los

individuos que la conforman abre también la brecha para que aparezca la idea del enemigo

como aquel o aquellos que no tiene rasgos comunes con la comunidad. El reconocimiento del

otro como enemigo conlleva siempre la posibilidad de que esa oposición termine de forma

violenta. En el momento en que es necesario tomar una decisión en la política es más

determinante la capacidad de decidir que la de seguir una norma (sea ésta jurídica o moral)

Por ejemplo, una decisión como “la solución final” por la que opta el nazismo para con sus
enemigos (los judíos) trasciende por la determinación política de la decisión en sí misma y no

por su respeto a las convenciones de humanidad1.

Continuando con Schmitt, en ese crudo realismo político, que para Bernstein revela la

posición teórica de un ​pre-nazi,​ se esconde la aporía entre política y moral.

Las posiciones de Hannah Arendt y Walter Benjamín son analizadas con mayor amplitud por

Bernstein. Hannah Arendt y Walter Benjamin fueron dos intelectuales alemanes, como

Schmitt, pero ambos de origen judío y que sufrieron la persecución de la policía Nazi,

llevando a la primera a exiliarse en Francia y después en Nueva York, y al segundo a

suicidarse en la frontera entre España y Francia mientras huía de la gestapo en 1940. Para

Arendt, Benjamín fue un hombre que comprendió que toda violencia revolucionaría (la

violencia mítica) tiene como meta la desarticulación de un orden jurídico (el derrocamiento de

un Estado). La filósofa alemana adopta una posición contraria a la de Benjamín respecto a la

violencia mítica, pues encuentra paradójico el lazo entre revolución y violencia. Pero Arendt

también observa que Benjamín, en su distinción entre violencia mítica y violencia divina,

encuentra en la segunda la oportunidad de hablar de una “violencia jurídica”, que se produce

en el seno de la ley misma y que la perpetúa en la forma de la no violencia. La ley de Dios se

convierte en una pauta de acción para el ciudadano, por ejemplo en el imperativo “no

matarás”, convirtiéndose así en el fundamento normativo de la renuncia a la violencia (Jan

Assmann se refiere a este a este fenómeno como una “advertencia simbólica” de Dios que

evita el desbordamiento de la violencia). Es así que para Arendt la ley se convierte en el

bastión de la no-violencia: una sociedad de leyes empodera a sus ciudadanos para tomar

1
Es el mismo mecanismo que arrojó para Bernstein su lectura crítica del trabajo del egiptólogo Jan Assmann al
describir en su obra la relación entre el monoteísmo, la acción revolucionaria y la existencia de “un solo Dios y
una religión verdadera” (distinción mosaica): la guerra de los fieles contra los infieles, que bien podríamos
inferir se constituye en la memoria cultural de un pueblo a través de sus leyes o de sus excesos de violencia hacia
el enemigo.
acciones conjuntas que se construyen en el diálogo y excluyen el trato violento, a no ser por

excepción. En todo caso, el problema para las sociedades democráticas es definir la forma en

que esas “excepciones” pueden ejercerse: ¿existen normas que establezcan la forma en cómo

debe ser ejercida de forma legitima la violencia?, ¿cuáles son los mecanismos que las

democracias occidentales deberían adoptar para decidir de forma concensuada y no autoritaria

cuándo sí es conveniente usar la violencia y cuándo no?, ¿se puede contener por la vía del

consenso el desbordamiento de la violencia en todas expresiones?

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