Durante el año Jubilar de la Misericordia, creo que se entendió mal lo que significa la misericordia, y se ha malinterpretando al Papa Francisco. Él habla de misericordia, pero también de conversión y arrepentimiento. ¡La gente no junta esas dos cosas! Muchos creen que Dios es bueno y ya está: «¡Genial, Dios me quiere, todo está bien!». Sin embargo, Jesús espera la respuesta de nuestra conversión, espera que la gente se arrepienta de sus pecados y cambie sus vidas, porque el pecado no nos trae la felicidad. Jesús, cuando pronuncia la parábola del hijo pródigo, menciona que el hijo se arrepiente de sus pecados y vuelve a casa de su padre. A la mujer adúltera le pide: «Vete y no peques más»; y al paralítico de la piscina de Betesda le recomienda: «No peques más, no sea que te ocurra algo peor». Jesús tiene una impresionante misericordia y compasión hacia nosotros, pero espera que cada uno de nosotros nos convirtamos y cambiemos de vida. Hay que insistir en el amor de Dios, en la oferta de amistad y de salvación para todos, pero no debemos ocultar las implicaciones de la misericordia: dejar que Dios sane nuestro corazón, abandonar nuestros pecados, conformarnos a su imagen, prepararnos para el Cielo. Y esto es uno de los tantos males que ha infiltrado el secularismo dentro de la Iglesia. La falta de conciencia respecto al pecado. De ahí que los confesionarios muchas veces están vacíos. El emérito Papa Benedicto XVI nos recuerda en su libro “Creación y Pecado” lo siguiente; “Sobre el tema del pecado después del Sínodo de los Obispos dedicado al tema de la familia, mientras deliberábamos en un pequeño grupo acerca de los temas que podrían ser tratados en el próximo, recayó nuestra atención en las palabras de Jesús con las que Marcos al comienzo de su evangelio resume el mensaje de Aquél: «El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios está cerca. Convertíos y creed en el Evangelio». Uno de los obispos, reflexionando sobre ellas, dijo que tenía la impresión de que este resumen del mensaje de Jesús, en realidad, hacía ya mucho tiempo que lo habíamos dividido en dos partes. Hablamos mucho y a gusto de evangelización, de la buena nueva, para hacer atrayente a los hombres el cristianismo. Pero casi nadie -opinaba el obispo - se atreve ya a expresar el mensaje profético:¡Convertíos! El tema del pecado se ha convertido en uno de los temas silenciados de nuestro tiempo. La predicación religiosa intenta, a ser posible, eludirlo. El cine y el teatro utilizan la palabra irónicamente o como forma de entretenimiento. La Sociología y la Psicología intentan desenmascararlo como ilusión o complejo. El Derecho mismo intenta cada vez más arreglarse sin el concepto de culpa. Prefiere servirse de la figura sociológica que incluye en la estadística los conceptos de bien y mal y distingue, en lugar de ellos, entre el comportamiento desviado y el normal. De donde se deduce que las proporciones estadísticas también pueden invertirse: pues si lo que ahora es considerado desviado puede alguna vez llegar a convertirse en norma, entonces quizá merezca la pena esforzarse por hacer normal la desviación. Con esta vuelta a lo cuantitativo se ha perdido, por lo tanto, toda noción de moralidad. No es necesario hablar de pecado desde el principio cuando se presenta el mensaje cristiano, pero en algún momento tendremos que hacerlo. Porque si no fuera así, nos estaríamos creando una falsa imagen de Jesús. Y lo peor de todo, estaríamos entorpeciendo la gran obra del Señor; liberarnos de las ataduras y esclavitudes que anidan en lo profundo de nuestro ser y que son la raíz de todo mal. Un alumno me dijo una vez tras una charla mirando la realidad de nuestra sociedad y el alejamiento tan grande de Dios: « Jesús hoy no diría eso, seguramente cambiaría su posición ». Le respondí; “No creo, porque Jesús nos dice que “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán jamás”. Muchas veces, sin querer, “abaratamos” el Evangelio. Le vamos quitando sus exigencias y con ello desvirtuamos totalmente el mensaje cristiano y debemos ser claros; el pecado es una realidad interior presente en el corazón de todos los hombres y mujeres de este mundo. Mientras que no nos convenzamos que lo que está enfermo es el corazón humano y que tenemos la necesidad de “renacer de nuevo”, dejando de lado el “viejo hombre” y dar paso al “nuevo hombre”, el mundo no va a cambiar. Diác. Víctor Hugo Méndez