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© Mario Martín Merino, 2017

АПО ПАΝΤΟΣ ΚΑΚΟΔΑΙΜΟΝΟΣ


EL MUNDO ANTIGUO Y SUS DEMONIOS

Introducción
El término griego daimon ha sido empleado desde tiempos homéricos y muy frecuentemente en el Corpus
Hermeticum, así como en los escritos de Filón de Alejandría y en otras fuentes antiguas, con el significado de
“ser divino”. De hecho, en los textos más antiguos la distinción entre los términos daimon y theos no está
claramente definida. Hacia finales del periodo helenístico, la distinción entre ambos términos comenzará a ser
establecida con mayor claridad. En el caso del Nuevo Testamento, en el único pasaje en donde se encuentra el
uso del término daimon como “espíritu maléfico” es en Mateo 8:31. Algunas veces la palabra daimon aparece
junto a los adjetivos kakos o poneros, cuyo significado no es otro que “malvado” (Iambl., Myst. 3.31.15), pero
generalmente parece existir cierta distinción entre los términos daimon y theos, siendo el primero aplicado a
entes sobrenaturales de menor categoría, mientras que el segundo fue utilizado para referirse a las divinidades
más poderosas. Si se tiene en consideración la naturaleza de la mitología y teología griegas, esas divinidades no
pueden ser consideradas estrictamente benefactoras o maléficas.
El término daimonion, que es neutro, tiene una historia similar. En lengua griega clásica (Eur., Bacch. v.894)
tan solo hacía referencia a un ser sobrenatural, pero la tendencia a diferenciarlo de theos puede ser atribuida a
Socrates, que introdujo una nueva acepción, la de “ser extraño” (Xen., Mem. 1.1.1.). Sócrates concibió a su
daimonion como una especie de voz interna que le advertía cuando estaba a punto de hacer algo
contraproducente, y no puede ser concebido como un poder maléfico, al menos desde la tradición platónica. El
mismo Platón afirma que “un daimon es un nexo entre los hombres y los dioses” (Symp. 202e), y autores
posteriores como Plutarco (Dio. 2.3) y los primeros estoicos (Chrysipp., SVF 2.338) sintieron la necesidad de
añadir el adjetivo phaulos (malo) si querían hacer referencia a un ser o influencia maléfica.
Popularmente, esas adjetivaciones no parecieron ser necesarias. En el Nuevo Testamento, así como en textos
paganos, el termino daimonia se utilizaba para referirse a espíritus que penetraban en las personas y causaban
enfermedades, especialmente de tipo psicológico. Se creía que si un exorcista era capaz de expulsar al espíritu
del interior del enfermo, este se curaba automáticamente. Se pensaba que los daimonia vivían en lugares
abandonados. Si una población era destruida a consecuencia de un conflicto bélico y sus habitantes eran
asesinados o bien condenados a la esclavitud, los dioses locales eran degradados a la categoría de demonios y
eran condenados a permanecer entre las ruinas. De acuerdo con Lucas (II: 15, 18-19), estos pasaban a ser
liderados por Beelzebub, cuyo nombre deriva muy probablemente de Baal, deidad suprema de los filisteos. Su
nombre puede traducirse como “señor de las moscas” o “señor de la inmundicia”, pero desde el punto de vista
hebreo, se trataba del príncipe de los demonios, lo cual puede interpretarse como el dios principal de una cultura
y sus otros dioses pasaron a ser degradados. Otros pueblos como persas y babilonios consideraban que los
daimonia eran capaces de realizar milagros, pero existía cierta confusión a la hora de considerar que era
estrictamente un daimonion, ya que una simple aparición espectral también podía ser designada mediante ese
término (Ignacio de Antioquía, Cartas a los esmirniotas, 3.2.).
Otro término que en sus orígenes era neutro, es el de angelos (mensajero), que posteriormente será revestido de
connotaciones eminentemente positivas. Tan en Homero como posteriormente en Lucas (7:24), angelos se
refiere a un mensajero humano enviado por una persona, pero de acuerdo con una serie de tablillas áticas (:
105ff) en las cuales pueden leerse varias maldiciones, esos mensajeros son seres sobrenaturales de algún modo
vinculados con el inframundo, que los neoplatónicos asociaron con dioses y demonios. Porfirio (Marc. 21) habla
de “ángeles divinos y buenos demonios” cuando se refiere a poderes sobrenaturales benéficos.
El término angelos era tan neutro que permitió diferentes interpretaciones dependiendo de quién lo enviase,
pudiendo ser un “angel” o un “demonio”. Esta cuestión se consideró tan compleja que algunos autores como
Jámblico (Myst. 2.3) se preguntaron cómo era posible distinguir entre dioses, arcángeles, ángeles y demonios
de simples almas, siendo estas últimas propensas a mostrarse como lo que no eran.
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Se afirma que el propio Jámblico desenmascaró a una falsa manifestación de Apolo conjurada por un mago
egipcio, tratándose realmente del espíritu de un gladiador (Dodds, 1973:210). Fueron frecuentes casos similares
al mencionado, y tan solo los más avezados estudiosos de los sobrenatural eran capaces de distinguir entre una
genuina manifestación divina de un simple espectro con ínfulas de grandeza.
I. Sobre la naturaleza de los demonios y los comienzos de la creencia en los espíritus
La creencia en demonios parece que tuvo su origen en Mesopotamia. Tenemos un buen número de fuentes
sobre la demonología babilónica (Grunebaum & Caillois, 1966), que organizó a esos entes sobrenaturales en
ejércitos y jerarquías. Se creía que las enfermedades eran producidas a consecuencia de posesiones
demoniacas, pero que podían ser curadas gracias a exorcismos. Existían diversos modos de protegerse de esos
espíritus maléficos, que también se han atestiguado en Egipto (Dodds, 1973:174).
Esos malos espíritus, llamados daimones, alastores o Erinias, están bien documentados por Esquilo en su
célebre Orestía (Dodds, 1973:55-56). Se pensaba que esos espíritus eran generados debido a asesinatos o
maldiciones, existiendo una estrecha vinculación entre la creencia en el destino y los demonios. Los demonios
eran capaces de ver el futuro debido a que su existencia es anterior a la de los seres humanos. Plutarco asocia
a los demonios con los oráculos, lo cual es un reflejo de creencias muy antiguas que los primeros filósofos
intentaron analizar desde una perspectiva racional (Sobre los oráculos, 39-40; Sobre los oráculos de la Pitia
6; 10)
Un amplio repertorio de patologías fueron consideradas como obra de espíritus maléficos (ibíd.). Fenómenos
anómalos como la xenoglosia, provocaron una profunda impresión en la Antigüedad. Lucano (Pharsalia
5.86–224) y Séneca (Agamemnon, vv. 867–908) describieron un episodio de supuesta posesión demoniaca o
éxtasis místico del siguiente modo:
“Una joven comenzó a hablar con voz profunda y cavernosa, como si de un hombre se tratase. Sus gestos y su
expresión cambiaron repentinamente y comenzó a hablar de cosas desconocidas para su persona, en
ocasiones en una lengua desconocida. Tan pronto como vuelve a su estado natural, parece ignorar todo lo
sucedido. Sin duda había sido tomada por un poder sobrenatural”.
Para los antiguos, el mundo estaba poblado por una miríada de espíritus de todo tipo, siendo posible
comunicarse con ellos. Pensaban que únicamente los “muertos inquietos”, es decir, aquellos que habían
muerto a destiempo o a consecuencia de actos violentos, así como aquellos que no habían recibido un
enterramiento apropiado, permanecían ligados al mundo de los vivos (Dodds, 1973: 206). Estos fueron los
espíritus que magos y nigromantes utilizaron para sus rituales, ya que se pensaba que estaban consumidos por
la ira y buscaban incansablemente satisfacer sus ansias de venganza.
II. Sobre los demonios y los espíritus de los muertos
La creencia de los antiguos en los demonios estaba estrechamente ligada a su actitud respecto a la muerte
(Dodds, 1973: 209.1). Los muertos eran divididos en diversas clases, y se creía que su existencia era sombría
y penosa, lo cual provocó que en determinadas ocasiones se procediese a alimentarlos con una mezcla de
aceite de oliva, miel y agua que era derramada sobre las tumbas o incluso a través de conductos que iban
directamente hacia el interior del sepulcro mientras los vivos celebraban una comida en su honor en las
inmediaciones.
Pero, ¿cómo podía estar al mismo tiempo el espíritu de un difunto en el Hades y en su tumba? Aparentemente,
los antiguos creían que únicamente la sombra de los muertos era conducida al Hades, mientras que sus restos,
que permanecían en la tumba, conservaban cierto soplo de vida que permanecía latente durante un tiempo. De
esta creencia surge el concepto de los “muertos agradecidos”, tal y como manifestó el poeta helenístico
Leónidas de Tarento que vio en un epitafio (Anth. Pal. 7. 657. 11-12) que decía lo siguiente: “Existen diversos
modos mediante los cuales los muertos, incluso tras su marcha, pueden devolverte sus favores”. En un
epigrama anónimo (Anth. Pal. 7. 330) se puede leer como un hombre que había ordenado construir una tumba
para él y su mujer, proclama que lo hizo “para permanecer con su esposa incluso tras la muerte”.
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Es posible que los griegos de época clásica heredasen dos conceptos diferentes sobre la vida ultraterrena y que
de algún modo tratasen de conjugar ambos. Durante el siglo V a.C. aparecerá un nuevo concepto, el de psyche
(alma), que tras la muerte asciende al Cielo, tal y como puede atestiguarse en el epitafio dedicado a los
atenienses caídos en el transcurso de la batalla de Potidea en el 431 a.C., que dice: “El Cielo ha recibido sus
almas, la tierra sus cuerpos” (Peek, 1955: I.8-9). La concepción que tenían los griegos de aquella época sobre
el Cielo es la de aither, es decir, el de “aire superior”, distinto al aer, que es el que respiramos. El primero se
consideraba que era parte esencial del alma humana, y por lo tanto, divina. Los soldados que habían muerto en
defensa de su polis, eran honrados como si fueran miembros de todas y cada una de las familias que la
conformaban, ya que en cierto modo, se concebía la polis como una gran familia que debía rendir honores
colectivos a aquellos que habían sacrificado sus vidas en beneficio de la comunidad. En general los antiguos
creían en una multitud informe de espíritus de diverso tipo de los cuales había que ocuparse al menos una vez
al año. En el caso de Atenas tenía lugar en primavera, durante las Antesterías.
La necromancia puede definirse como el arte de predecir el futuro mediante la comunicación con los
muertos (Cumont, 1949: 97ff; Dodds, 1973: 207), existiendo diversas formas de hacerlo, tal y como muestran
textos antiguos de autores como Homero o Heliodoro. La necromancia es considerada como una práctica
propia de hechiceras como Erichto, debido a su relación con los muertos, así como con los demonios, ya que
su fin último es el conocimiento de hechos futuros, siendo indudablemente, una forma de adivinación.
Las prácticas necrománticas datan de tiempos inmemoriales. En Samuel 28: 6ff es posible leer como el rey
Saúl, disfrazado, consulta a la “bruja de Endor” pese a que había manifestado su intención de “no relacionarse
con aquellos que se sirviesen del poder de fantasmas y espíritus” debido a que había prohibido cualquier tipo
de mancia en su reino. A petición de su visitante, la “bruja” invocó al espíritu de Samuel y supo quién era su
cliente, que aunque había visto manifestarse al fantasma, no había oído su voz. La profecía del espíritu se hizo
realidad al día siguiente, dando con ello por finalizado el primer Libro de Samuel. Manasés, uno de los
últimos soberanos de Judea, practicó la adivinación y la invocación de espíritus (Reyes, II, 21:6), lo cual es sin
duda una alusión a la necromancia, dejando claro que a ojos del Señor se trataba de algo abominable que
acabaría sumiendo Jerusalén y el reino de Judea en la mayor de las desgracias. El Libro II de Reyes concluye
poco después de lo mencionado. De acuerdo con el Antiguo Testamento, la necromancia debió de tratarse de
una práctica adivinatoria relativamente frecuente en otras culturas de Próximo Oriente, mientras que los
israelitas lo consideraron como algo sacrílego.
En el Libro XI de la Odisea (11.12–224), el propio Ulises, tras haber sido instruido por Circe, ejerce como
necromante en una ceremonia efectuada con gran dignidad, pareciendo que no existía ningún estigma respecto
a tales prácticas, pero es significativo que en la Eneida, Virgilio se viese compelido a sustituir tales actos por
el descenso de Eneas al inframundo.
Su consulta a la Sibila de Cumas y los ritos que esta le indica llevar a cabo, contienen indudables elementos
mágicos, pero la Sibila actúa como una suerte de profetisa estática, muy similar a la Pítia délfica, mientras que
al mismo tiempo guía a Eneas a través de los infiernos. Más que una consulta, la visita de Eneas es una
revelación de toda una filosofía de vida en muchos aspectos comparable a los misterios eleusinos (Luck, 1985:
147ff).
No obstante, la necromancia fue atacada por algunos como Platón, que tanto en su República como en las
Leyes rechazó la idea de que dioses o demonios pudiesen ser conjurados mediante hechizos y rituales,
prescribiendo graves castigos contra todo aquel que osase dedicarse a la práctica de la necromancia. Platón
consideró que se trataba de un fraude que únicamente podía acarrear consecuencias negativas (Leyes, 909B;
933 A-E). En tiempos de Cicerón, algunos neopitagóricos parecieron sentir cierta atracción por la
necromancia, pero generalmente fue considerada una forma de adivinación digna de todo reproche. Los
propios muertos no deseaban ser molestados, de acuerdo con lo manifestado por Lucano (Pharsalia 6.413–
830) y Heliodoro (Aethiopica 6.14–15). Además, conviene tener en consideración que los necromantes eran,
por necesidad, ladrones de cadáveres, lo cual estaba castigado penalmente al implicar la profanación de
tumbas (Dodds, 1973: 207).
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En Los Persas (vv. 607–699), Esquilo muestra una gran ceremonia necromántica muy diferente a la narrada
por Homero en la Odisea, en donde quizá refleja la concepción que tenían los griegos respecto a lo que estos
entendían que eran los rituales persas. Tras la derrota de Salamina, la viuda del Gran Rey Darío, acompañada
por la nobleza aqueménida, representada en la obra de Esquilo por el coro, invoca al fantasma del soberano
para conocer las causas del desastre y que decisiones debían tomar los persas a partir de ese momento. La
necromancia también fue practicada en la corte persa, probablemente como un ritual de carácter religioso,
pero el Imperio aqueménida no era Grecia, y los griegos consideraban a todos los sacerdotes persas poco más
que hechiceros dedicados a prácticas deleznables.
Tanto Séneca como Lucano mostraron interés en las prácticas mágicas, y especialmente en la necromancia
(Suet., Nero 34.4.) Pese a que de acuerdo con sus propios textos y otras fuentes es posible deducir que
probablemente ninguno de esos autores mencionados hubiese visto a un necromante en acción, ambos ponen
de relieve el carácter siniestro, impactante y desagradable que implicaban esas ceremonias, sobre los cuales
incide Lucano con mayor énfasis. Lucano introduce ciertos detalles pseudo-científicos sobre la reanimación
de cadáveres al afirmar que Erichto fue capaz de revivir a un soldado que había muerto en combate dándole
un brebaje de sangre hervida y otras sustancias.
Plutarco (Escrito de consolación a Apolonio, 14) menciona la existencia de un oráculo de los muertos
(psychomanteion) en las proximidades de Cumas, en el sur de Italia, afirmando que sus ceremonias
recordaban a las efectuadas en el templo de Asclepio en Epidauro. Todo aquel que deseara comunicarse con
los muertos debía pasar una noche en el santuario para tener un sueño o visión. Pese a que esta ceremonia
carece de todo carácter truculento, en cierto modo está relacionada con las prácticas necrománticas (Dodds,
1973: 207).
En las Etiópicas (Aethiopica, 6.14–15), obra de Heliodoro de Emesa, se recoge una escena necromántica en la
cual se pueden percibir todos los elementos asociados a ellas, además de otros completamente inéditos como
los siguientes: una hechicera egipcia realiza el ritual sobre el cuerpo de su propio hijo, que la reprende por
ello; uno de los testigos involuntarios de tal hecho es un sacerdote, que de acuerdo con su fe, nunca debe
exponerse ante tales actos. La hechicera entra en cólera y trata de matar a los intrusos, pero en su lugar acaba
suicidándose.
En las ceremonias necrománticas los muertos son invocados por los hechiceros, pero no fueron pocos los
casos de posesiones espontáneas de personas que asistían a las mismas, hecho que es comentado por autores
tanto paganos como hebreos y cristianos (Dodds, 1973: 157). La cuestión más controvertida a juicio de todos
ellos fue determinar si realmente esas posesiones eran producidas por los espíritus de los muertos o por
demonios.
Obviamente tal cuestión es harto difícil de dilucidar, especialmente debido a que esos supuestos espíritus
tenían tendencia a ocultar su verdadera identidad o incluso a mentir hasta que no fuesen confrontados por un
exorcista que les obligase a revelar su verdadero nombre e intenciones (Dodds, 1973: 208-209).
III. El culto heroico
Los héroes conformaban una categoría especial entre los muertos. Algunos héroes eran la encarnación de
antiguos reyes que habían sido considerados poderosos incluso tras su muerte debido a los actos que llevaron
a cabo en el transcurso de su vida terrena. Otros como Aquiles o Ulises, pese a haber gobernado pequeños
reinos, fueron reverenciados como héroes por sus hazañas. No obstante, estas distinciones podían desdibujarse
fácilmente. El hecho es que existió un destacado número de tumbas dedicadas a diversos héroes (heroa)
diseminadas por toda Grecia y áreas de Asia Menor como la Tróade. Algunas de ellas se erigieron como
auténticos lugares de culto hasta época clásica, pero muchas de ellas acabaron en el olvido, llegándose a
ignorar la localización de las mismas hasta su redescubrimiento gracias a la arqueología, como por ejemplo las
tumbas reales de Micenas.
Asimismo, personajes históricos como Alejandro Magno fueron objeto de veneración, y de un modo similar,
el culto a los emperadores romanos fue una forma de culto heroico. Incluso tras su muerte algunos filósofos
fueron reverenciados por sus discípulos, como lo hicieron Platón y Epicuro.
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Los héroes pertenecían al conjunto de la comunidad que estos protegían, pero su poder no se extendía más allá
de los límites de un determinado lugar. Aunque generalmente se creía que estas figuras heroicas velaban por
el bienestar de sus comunidades, en ocasiones podían transformarse en fantasmas o incluso demonios,
llegando a causar enfermedades como la epilepsia u otro tipo de afecciones mentales.
IV. Sobre fantasmas y fenómenos relacionados con estos
Los relatos sobre lugares encantados fueron tan populares en la Antigüedad como lo son hoy en día y la
creencia en que los espíritus de los muertos permanecen en donde fallecieron o en donde están enterrados sus
restos, son muy anteriores a los tiempos de Platón (Phd. 81C-D):
“Se conocen historias sobre almas que debido a su miedo ante lo invisible, es decir, al Hades, vagan entre las
tumbas como apariciones fantasmales que algunos afirman haber visto, siendo producto de almas impuras
que tras abandonar su cuerpo mortal permanecen junto a sus restos. A diferencia de las almas de los justos,
las de los cobardes permanecerán deambulando como modo de purgar los males que cometieron en vida
hasta que sean de nuevo llamadas a ocupar un nuevo cuerpo.”
Esta creencia pervivió durante toda la Antigüedad y fue aceptada sin reservas por los primeros cristianos.
Aunque no es fácil diferenciar entre fantasmas, héroes y demonios, todos ellos tienen algo en común. Aunque
los fantasmas eran considerados en su mayoría como manifestaciones maléficas, del mismo modo que los
héroes estuvieron vinculados a sus lugares de enterramiento o en donde fallecieron. Diversas manifestaciones
fantasmales griegas reciben nombres como los de Gorgo, Empusa, Lamia o Mormo, que parecen poner de
relieve su carácter diabólico. Por ejemplo, Efialtes fue empleado para designar a un demonio que causaba
horribles pesadillas.
Los vampiros constituyeron una categoría propia dentro de las manifestaciones fantasmales, pero su
definición no aparece claramente establecida en las antiguas fuentes literarias griegas. Parece ser que la figura
de Lamia tenia ciertas características vampíricas, siendo su presencia común en el folclore griego.
Herodoto afirmó que Periandro mantuvo relaciones sexuales con su mujer tras haber asesinado a esta
accidentalmente, historia que es narrada posteriormente por Nicolás de Damasco (FgrH 90F58) que puede
hacer referencia a un episodio de necrofilia.
Durante el reinado de Adriano, Flegón de Trales menciona en su obra De las cosas maravillosas, a un ser
vampírico que posteriormente inspiraría a Goethe para la composición de La novia de Corinto.
Pese a que no existen evidencias precristianas sobre el fenómeno conocido como poltergeist (Dodds, 1973:
158), tampoco las tenemos sobre otros fenómenos anómalos como las “almas en pena” que son condenadas a
vagar como modo de expiar los crímenes que cometieron en vida y que solo pueden ser libradas de tal estado
mediante la oración. Esta idea no es del todo desconocida si se tiene en cuenta la concepción platónica de
fantasma, de hecho la creencia cristiana parece derivarse de ella.
La mayor compilación de relatos sobre fantasmas elaborada en la Antigüedad que ha llegado hasta nuestros
días se encuentra en los Diálogos del Papa Gregorio el Grande (590-604). Todos los hechos contenidos en la
mencionada obra tuvieron como protagonistas a contemporáneos de Gregorio, muchos de los cuales eran
conocidos suyos. De acuerdo con esos relatos, los fantasmas solían mencionar sus sufrimientos en el
Purgatorio o bien mostraban agradecimiento por las oraciones que les habían permitido abandonarlo
definitivamente.
El término griego phasma es normalmente traducido como “aparición” o “espectro” (Hdt. 4.15). Estas
apariciones espectrales han sido recogidas a lo largo de la Historia adoptando diversas formas. En sus
Historias Verdaderas, Luciano de Samósata muestra como uno de sus personajes afirma haber visto a Hécate
al atardecer; Filóstrato recoge en su obra Heroico como algunos afirmaron haber visto los espectros de
Protesilao y sus compañeros, e incluso algún otro asegura haber visto gigantes vagando por los Campos
Flégreos.
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La naturaleza de esas apariciones fue objeto de debate entre los neoplatónicos. Según Dodds, estos
consideraron que la materialización de sustancias inmateriales era sin duda una cuestión de difícil resolución
(1973: 205). Entre las posibles causas que podían generar tal fenómeno cabe mencionar la reflexión de Proclo
(Platón, Rep.1.39.1ff):
“Lo que percibimos no es la divinidad misma, sino una emanación de la misma, parte mortal y parte divina, y
pese que no somos capaces de verla con los ojos físicos, si podemos hacerlo con los de nuestro cuerpo astral
de acuerdo con el principio de “como es percibido así es realmente”.
Algunos demonios poseen una naturaleza muy semejante a la de los propios dioses, y fueron denominados por
judaísmo y cristianismo “ángeles”. Pueden estar asociados a planetas o estrellas, y del mismo modo que esos
cuerpos celestes, con plantas y minerales. De esta manera la conexión entre las estrellas y los organismos
terrestres u otros elementos relacionados con doctrinas astrológicas pueden ser relacionadas con la
demonología. Se pensaba que los demonios de menor jerarquía eran más malévolos que los de categorías
superiores, y preferían habitar en lugares oscuros y calurosos, de ahí su tendencia a poseer los cuerpos
humanos.
La magia negra es esencialmente una técnica para invocar a uno de esos seres demoniacos de menor rango,
apelando a sus ansias vengativas en contra de una victima determinada. En la Antigüedad estas prácticas
podían entrañar grandes peligros para los propios practicantes, que debían tomar todo tipo de precauciones. A
diferencia de los estudiosos de estos fenómenos y entidades, los nigromantes no buscaban atraer la atención de
los dioses, sino la de los demonios de menor jerarquía, muchos de los cuales habían sido originariamente
divinidades caídas en el olvido que habían gozado de gran predicamento en el pasado (Leipoldt & Morenz,
1953:187). No fueron pocos los que intentaron invocar a los espíritus de Orfeo (PGM VII.451) o del mismo
Homero, tal y como afirmó Apión de Alejandría.
V. De filósofos y demonios
La demonología fue una de las cuestiones incluidas en la concepción de la escuela filosófica platónica,
especialmente con Xenócrates, sucesor de Espeusipo, que a su vez había ocupado el lugar de Platón como
director de la escuela. Existen pocas dudas de que la influencia de Sócrates y su concepción de daimonion
tuvo bastante que ver con este interés sobre el estudio de los demonios, pero considerados como una especie
de “voz interior” en lugar de una manifestación sobrenatural. En el Fedro, Platón pone en boca de Sócrates las
siguientes palabras: “Parece que puedo escuchar una voz” (242B), pero esa voz nunca le dio consejos, sino
que evitó que cometiese errores, actuando según F.H.W. Myers como una especie de inhibición a diferencia
de esas magníficas revelaciones que habían experimentado grandes líderes como Moisés o Jesús de Nazaret
(Luck, 1985: 215)
El platonismo tardío interpretó el daimonion de Sócrates como una suerte de ángel guardián o guía espiritual,
que a juicio de Hermias (Dodds, 1973: 192.5) era una personalidad sobrenatural que controlaba todos los
aspectos de nuestras vidas, incluyendo funciones involuntarias como los sueños. Los detractores de Sócrates
le acusaron de rendir culto a una falsa deidad, derivándose de este hecho la acusación de impiedad que
formularon contra él. Desconocemos que pensó Platón sobre esta cuestión. En el Fedro (107D–E) y en la
República (617D, 620D–E) habla sobre unos demonios guardianes que acompañan al hombre a lo largo de su
vida, conociendo sus más íntimos detalles, y tras su muerte actuarán como sus aliados o como sus acusadores
antes de ser juzgado (Dillon, 1977: 320). Esos demonios guardianes son mencionados posteriormente por
Apuleyo (De Genio Socr. 154).
Aristóteles, que en algunos aspectos siguió siendo un platónico, ha sido llamado el “padre de la demonología
científica” (Luck, 1985:216). Su teoría sobre los dioses subordinados de las esferas celestes parece anticipar la
demonología de Plutarco y Apuleyo, e incluso la de Jámblico. Del mismo modo que en otras áreas del saber,
quizá Aristóteles lo único que hizo fue formular algunas ideas que ya habían sido formuladas con anterioridad
por Platón en su escuela.
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VI. Espíritus guardianes


En el periodo helenístico, la creencia en una especie de ángel guardián, en definitiva, un “buen demonio”
(agathodaimon) estaba bastante extendida. Otros creían en la existencia de un espíritu maléfico (kakodaimon),
pero en una de sus obras teatrales, Menandro (frag.714), lo considera una pobre excusa para justificar los
errores cometidos por uno mismo.
“Cada ser humano tiene asignado en el momento de nacer un espíritu guardían que le guiará en el transcurso
de su vida; es bueno, y no alberga en su seno ningún mal. Todos y cada uno de ellos son buenos. Aquellos que
no lo son debido a sus errores y su falta de entendimiento (…) hacen a ese espíritu responsable de sus
desgracias, cuando los auténticos causantes son ellos mismos”.
VII. Paganos, cristianos y escépticos sobre la existencia de los demonios
A consecuencia de la influencia de Xenócrates, Plutarco desarrolló una compleja demonología, que en
algunos aspectos, es muy similar a la de Apuleyo, representando una especie de koiné platónica. Según
Plutarco (De Genio Socr. 589B), los demonios son seres espirituales cuyos pensamientos son tan intensos que
producen vibraciones en el aire que pueden ser captadas por otros demonios, así como por personas
excepcionalmente sensibles que son capaces de captarlos. De esto modo se explicarían algunos fenómenos
como la videncia o el don de la profecía.
En su obra Sobre los oráculos, Plutarco tiende a asignar a los demonios algunas prerrogativas
tradicionalmente asignadas a los dioses. A diferencia de estos últimos, los demonios envejecen y mueren, lo
cual explicaría por qué ciertos oráculos entraron en declive y acabaron por desaparecer. En la obra
anteriormente mencionada, Plutarco recoge la historia de la muerte de Pan, que es dada a conocer por un
capitán de navío egipcio llamado Tamus cuando una voz de dice que debe hacer pública la noticia cuando
llegue a un determinado lugar (419B).
De acuerdo con lo manifestado por Eusebio de Cesarea en su Preparación evangélica (4.5), los teólogos
paganos, muchos de ellos adscritos al neoplatonismo, habían clasificado a los entes espirituales en cuatro
categorías: dioses, demonios, héroes y almas. La esfera sublunar era consideraba la región en donde habitaban
los demonios, Generalmente los dioses controlaban a los demonios, pero gracias a ciertos conjuros y prácticas
mágicas, era posible que algunos demonios fuesen utilizados para amenazar a los propios dioses y presentarse
ante los mortales como tales.
Los demonios podían mostrarse físicamente, pero usualmente lo hacían por medio de signos. En su Vida de
Apolonio de Tiana (6.27) Filóstrato de Atenas narra como el fantasma de un sátiro etíope perseguía
incansablemente a las mujeres de una localidad. Para capturarle, Apolonio dispuso una trampa consistente en
una tinaja llena de vino, y pese a que no se manifestó de forma perceptible, se pudo ver como el vino
desaparecía del recipiente.
Durante varios siglos, los cristianos continuaron creyendo en el relativo poder que aún seguían manteniendo
algunos antiguos dioses. Pese a no ser tan poderosos como antaño y ser considerados como manifestaciones
diabólicas, existía cierto temor hacia estos, ya que si se producían las circunstancias adecuadas, podían
someter a los creyentes a su voluntad. En todos aquellos lugares en donde existe una creencia relacionada con
demonios o con posesiones por parte de estas entidades, también está presente la técnica del exorcismo. En la
Antigüedad, egipcios, judíos (F. Josephus, Antigüedades judías, 8.5.2.) y griegos (Philostr., Vida de Apolonio
de Tiana, 3.38, 4.30) llevaron a cabo exorcismo de diverso tipo, que los cristianos consideraron como algo útil
(Thraede, 1969: 44ff).
No obstante, no todo el mundo estaba de acuerdo con estas creencias. Luciano de Samósata mostró su
escepticismo en su obra El aficionado a las mentiras (pars. 29ff) cuenta como un filósofo pitagórico llamado
Arignoto, aficionado a la lectura de libros de magia egipcia, afirmaba ser capaz de invocar a un demonio al
cual hablaba en egipcio. En otro fragmento de la misma obra (par. 17), recoge el testimonio de un testigo que
vio como un exorcista sirio era capaz de expulsar los demonios del cuerpo de los locos.
© Mario Martín Merino, 2017

Huelga decir que estos testimonios recogidos por Luciano eran poco más que habladurías, pero el mero hecho
de que la Iglesia aceptase como algo real la presencia de demonios y las posesiones por parte de estos, así
como la eficacia que se atribuía a los exorcismos, muestra como la superstición y el miedo sustituyó en buena
parte a las prácticas médicas allí donde estas no eran capaces de aportar ninguna solución.
VIII. El poder de los amuletos
Los amuletos no solo eran llevados como modo de protegerse del mal, sino también para atraer la buena
fortuna. Los amuletos o talismanes más antiguos estuvieron confeccionados en piedra o metal, pero era
también posible escribir ciertos hechizos de protección en fragmentos de papiro que eran enrollados o
doblados para ser llevados a modo de colgante.
En sus comienzos, los amuletos no serían más que simples tiras de cuero dispuestas en ciertas partes del
cuerpo. Posteriormente se comenzarían a añadir piedras semipreciosas y otros detalles elaborados por
artesanos. Una piedra preciosa o un ostentoso colgante, además de ser percibidos como símbolo de estatus,
podía tener ciertas cualidades mágicas. Los perfumes y esencias jugaron un papel similar, ya que se creía que
los demonios eran muy sensibles a los olores.
Se pensaba que determinadas piedras preciosas o semipreciosas tenían propiedades especiales, cuyas
características fueron recogidas en una colección de textos conocida con la denominación de Lithika.
La amatista se supone que protegía de las consecuencias del exceso de alcohol, y otras gemas, además de
proteger, eran capaces de facilitar la comunicación con entidades sobrenaturales. Desafortunadamente, se
desconocen los procedimientos que se llevarían a cabo para tal fin.
Los papiros mágicos ofrecen valiosa información sobre la elaboración y diseño de diversos amuletos. En una
sección del conocido como Papiro de París (PGM IV.256ff) da instrucciones precisas para la confección de un
amuleto (phylakterion):
“En una fina lámina de plata (leptis) se debe grabar con un punzón de bronce el nombre sagrado que
contiene cien letras. Una vez terminado, se debe llevar en el cuello con una tira de cuero de asno”.
Resulta significativo como en un momento histórico en el cual la mayor parte de utensilios de todo tipo eran
confeccionados en hierro, se prescribe la utilización de un punzón de bronce, hecho que puede ser interpretado
como una reminiscencia de épocas pasadas, cuando el bronce era el material por excelencia.
Debido a su naturaleza eminentemente protectora, los amuletos parecen englobarse dentro de la llamada
magia blanca, siendo complicado imaginar que en la Antigüedad alguien llevase en el cuello una maldición.
No obstante, algunos ejemplos de esto último se han encontrado en algunos amuletos greco-egipcios, cuyo
objetivo último era causar el mayor daño posible a los demás.
Una vez que el amuleto era confeccionado, se pasaba a su consagración en un ritual mágico (apotelesma,
kathierosis, telete), aunque en algunas ocasiones no era necesario, ya que la simple adición en el mismo de
unos símbolos o palabras era más que suficiente. Es curioso como para los iletrados e ignorantes, el mero
hecho de saber escribir era considerado un tipo de magia por si mismo.
Muchos individuos llevarían esos amuletos constantemente, mientras que otros lo harían cuando lo
necesitaran. Una historia referida a Pericles cuenta como estando enfermo, un amigo le visitó para conocer su
estado de salud. Pericles señalo a los amuletos que habían dispuesto en torno suyo, dando a entender que la
situación era complicada.
Durante las carreras de bigas y cuadrigas, así como en otros espectáculos públicos, los espectadores no
dudaban en maldecir a los aurigas y a sus caballos para favorecer a sus favoritos. Por su parte, los aurigas
llevaban amuletos para evitar la influencia de esas maldiciones, y del mismo modo, sus caballos.
© Mario Martín Merino, 2017

Conclusión
Se podría afirmar que en la Antigüedad, la demonología existió como una ciencia sin relación alguna con las
prácticas mágicas, que tuvo evidentes aplicaciones prácticas más allá de las meras especulaciones. Sin duda
debió existir cierta fascinación por clasificar a toda esa miríada de seres sobrenaturales que de acuerdo con las
creencias del momento histórico, estaban muy presentes en prácticamente todas las esferas de la vida humana.
Autores como Plutarco, pese a no ser ni magos ni exorcistas, dedicaron buena parte de sus escritos a
comprender la naturaleza de tales entidades con el fin último de comprender aquellas fuerzas que influían en
el desarrollo de la vida humana.
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© Mario Martín Merino, 2017

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