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Las encuestas de opinión indican que habrá una puja muy fuerte por obtener nuestros votos.
La estrategia de los candidatos y de los partidos se organizará, previsiblemente,
conforme a un doble eje: prometer y desprestigiar. Conforme a una probada práctica
de que en campaña se puede ofrecer cuanto sea necesario, porque después se
cumplirá cuanto resulte posible, todos se aprestan a difundir proyectos grandilocuentes
para abatir la pobreza y el desempleo, multiplicar el bienestar y generar abundancia, justicia
y seguridad. La política mexicana ha demostrado que se puede mentir sin
consecuencias, conforme al viejo adagio de que prometer no cuesta.
La otra vertiente de las campañas se orientará a destruir a los adversarios. Esta será la
parte más dañosa, porque en tanto que las promesas juegan con las ilusiones, los
ataques juegan con las pasiones. La mezcla es inflamable. Alentar la esperanza y
alimentar la venganza, a un tiempo, es una combinación explosiva.
Por ahora el juego de las adivinanzas se centra en quién resultará el candidato presidencial
triunfador. Lo que no llama tanto la atención es cómo quedará compuesto el Congreso. Las
posibilidades combinatorias son que el partido en la Presidencia (1) tenga mayoría en el
Congreso; (2) sólo tenga mayoría en la Cámara de Diputados; (3) sólo tenga
mayoría en el Senado, o (4) esté en minoría en ambas cámaras.
En el primero de los casos, el presidente podría intentar gobernar como en los mejores
tiempos del PRI: a sus anchas. Dudo que lo consiguiera, porque si bien la estructura
constitucional sigue obedeciendo a un patrón autoritario, en todos los partidos existen
tendencias y corrientes encontradas. La mayoría de un partido no implica, necesariamente,
la sumisión incondicional de sus integrantes. A este factor se añade que la sociedad funciona
de una manera más plural, aun cuando su cultura democrática todavía no se vea
plenamente reflejada en la organización constitucional.
Como se puede advertir, las condiciones de ejercicio del poder estarán condicionadas, sea
cual fuere la combinación de mayorías que se produzca como resultado de los próximos
comicios. Sorprende, por lo mismo, que ni los partidos ni los candidatos hayan reparado, al
menos públicamente, en ese problema, y que no tengan las respuestas que, en su momento,
cualquiera de ellos deberá ofrecer.
En las condiciones imperantes, las opciones para el próximo periodo se reducen a tres:
reformar las instituciones; resignarse a mantener paralizada la vida institucional,
con sus secuelas económicas y sociales; o emprender el camino de regreso hacia la
dureza política. No existe, teórica ni prácticamente, otra posibilidad diferente a esas tres.
La falta de una reforma institucional es una responsabilidad del actual gobierno, pero
también de los partidos. La incapacidad y el egoísmo entraron en sinergia, de manera
que nadie quiso cederle un triunfo al adversario, y menos aún compartir
parcialmente el poder. La retórica de la intransigencia hizo imposible una reforma que
resultaba indispensable para la subsistencia de una democracia bisoña.
Ahora la incógnita consiste en qué sucederá después de una campaña que se anuncia ríspida.
Cuando los contendientes pongan fin a sus respectivas campañas, ¿el vencedor y los
vencidos estarán en aptitud de sentarse a dialogar, para encontrar las soluciones
institucionales que esquivaron en la etapa previa? No se debe descartar esta opción,
por pocas que sean las probabilidades de que suceda. Esa negociación se convertiría en la
clave para temperar la exaltación anímica que previsiblemente estaremos viviendo después
de las elecciones.
En casos así, una de las salidas más frecuentadas consiste en apelar a la ciudadanía y
enfrentarla al Congreso. La acción plebiscitaria siempre está a la mano de quien cuenta con
un aparato de poder político y propagandístico, y se decide a utilizarlo como último
recurso.
Mandatario neutral
La prudencia no es la característica dominante de la política en nuestros días. En su
mayoría, los signos apuntan en dirección opuesta: una progresiva tensión anímica
que, a juzgar por el tiempo que habrá de transcurrir hasta las elecciones, se antoja excesiva y
prematura.
Aquí surge un problema de interpretación. De acuerdo con el artículo 407 del Código Penal,
se impondrá prisión de uno a nueve años al servidor público que "proporcione apoyo o
preste algún servicio a los partidos políticos o a sus candidatos, a través de sus
subordinados, usando del tiempo correspondiente a sus labores, de manera ilegal".
Ese precepto ha sido interpretado en el sentido de que un secretario de Estado, por ejemplo,
puede realizar trabajos de naturaleza partidista durante los días de descanso. La
interpretación es inobjetable. En el caso de los legisladores, cuyas actividades están sujetas al
calendario de sesiones de sus cámaras, federales o locales, es aplicable el mismo criterio.
Pero las cosas cambian, o pueden cambiar, en cuanto al Presidente. ¿Será que sólo se es
jefe de Estado de lunes a viernes? ¿Podría decirse que la jefatura del Estado
mexicano entra en receso los fines de semana? El jefe de Estado, como persona, tiene
derecho a descansar, pero su función es permanente; los jefes de Estado no tienen
horario ni jornadas, porque el Estado que encabezan es una entidad establecida de
manera perpetua.
Pero más allá de las consideraciones de derecho, también las hay de índole política. Si el
Presidente participara en el proceso electoral, generaría distorsiones que el sistema
constitucional no podría absorber con facilidad; si, por el contrario, la decisión presidencial
es la de conducirse de manera neutral, todavía no ha conseguido dar esa impresión.
En México, empero, sólo tenemos malas experiencias en materia de reelección; por eso la
revolución maderista postuló la no reelección de los presidentes (y de los gobernadores), y
a partir de 1933 la prohibición es radical. Implícitamente, lo que se quiso hacer fue
impedir que los presidentes tomaran partido en el momento de la sucesión presidencial. Este
objetivo se vio desvirtuado por el surgimiento del partido hegemónico.
No obstante, debe tenerse presente la experiencia de Plutarco Elías Calles. Una vez que él
dejó la Presidencia, en 1928, comenzó a difundirse la versión de que ostentaba el control
político del país. De ahí surgió la alusión al "jefe máximo de la Revolución", y se acuñó la
expresión "maximato". Es indudable que Calles condujo la política nacional, y que tomó las
decisiones que ungieron presidentes a Emilio Portes Gil, Pascual Ortiz Rubio y Abelardo
Rodríguez.
La lección es clara: Calles pudo forzar las decisiones, pero habría conducido al país a una
nueva guerra civil. Optó por el fortalecimiento de las instituciones y el fin de los
personalismos. Cuando el presidente Cárdenas lo expulsó del país, la fuerza de Calles seguía
siendo considerable; pero acató la decisión presidencial y vivió en California, sin volver a
inmiscuirse en la política nacional.
Muchos tendrían que aprender, hoy, de Calles. Uno de ellos, el propio Presidente de la
República. Es verdad que nunca ha mostrado excesivo aprecio por la historia del país,
y ha sido ligero en la descalificación genérica de una larga etapa de nuestra vida política
que, como todo nuestro pasado, registra errores y aciertos. Entres éstos, la fragua de
numerosas instituciones de las que, paradójicamente, el propio Presidente ha expresado en
diversas ocasiones sentirse orgulloso.
Las instituciones que hoy tenemos no las promovió el actual Presidente; más todavía, ni
siquiera ha impulsado su reforma, de la que muy necesitadas están. Con excepción de las
muy valiosas normas sobre transparencia, nada de lo que hoy hace funcionar la democracia
fue instituido después del año 2000. Por el contrario, el Presidente da la impresión de
actuar, en cuanto a su vocación partidista, con el mismo desenfado que lo hicieron los
anteriores presidentes.
Cuando Juan Jacobo Rousseau publicó su célebre obra El contrato social, dijo que los
ingleses suponían ser libres porque durante un instante ejercían el derecho de votar, pero
inmediatamente después pasaban a ser, otra vez, súbditos. A partir de la Constitución de
Estados Unidos, luego de las constituciones francesas y más tarde de las que fueron siendo
adoptadas en el resto del mundo, uno de los aspectos que preocuparon a los constituyentes
fue el de dotar a los ciudadanos de instrumentos para que su acción no se limitara a elegir
amos. La mayor parte de los sistemas constitucionales ha avanzado en esa dirección, con
pocas excepciones, entre las que figura nuestro caso.
Lo que no se entiende es que se descalifique el pasado sin que, para demostrar el cambio, se
demuestre que la corrupción ha cedido o que la democracia se ha consolidado. El poder
presidencial no ha variado un ápice, y su proceder autoritario se evidenció con el enojoso
caso del desafuero: primero forzando las razones y luego desconociendo las reglas. El
Congreso tampoco ha avanzado un milímetro en materia de controles políticos, y cuando
quiso ejercerlos en materia presupuestal, la respuesta fue políticamente dura y jurídicamente
dudosa. Se requiere un cierto desenfado para blasonar de demócrata en esas circunstancias.
En estas circunstancias, ¿vale lo que cuesta una democracia tan precaria? La fórmula
constitucional adoptada en 1996, que ofrece cuantiosos recursos a los partidos, era
comprensible en su origen en tanto que permitía que las fuerzas políticas de oposición se
enfrentaran a un poderoso sistema de partido hegemónico. Se hacía necesario dotar a los
contendientes de un mínimo de elementos que les permitieran competir con ciertas
posibilidades de triunfo. En este punto la decisión me parece inobjetable.
Con esos factores se compone lo que la Constitución llama "financiamiento público para el
sostenimiento de sus actividades ordinarias permanentes". Adicionalmente, hay un
"financiamiento público para el sostenimiento de sus actividades tendientes a la obtención
del voto durante los procesos electorales".
Sin recursos, los partidos políticos no habrían podido enfrentarse con éxito a un
sistema político esclerosado; pero ahora el exceso de esos recursos amenaza con
trasformar a los partidos en instancias para medrar. Esto explica que los partidos
hayan eludido la reforma electoral, pero también explica que los ciudadanos se alejen de los
partidos, alentando opciones regresivas.
Algunos dicen que ya no hay tiempo para una reforma, pero esto es sólo un
pretexto. Las normas constitucionales son siempre reformables. En todo caso, no nos
hagamos ilusiones: no hubo reforma ni la habrá, porque los partidos optaron por el dinero,
más que por los votos. Esta es una de las razones de que los candidatos gocen de mayores
simpatías en lo personal que los partidos bajo cuyo lema compiten. Lo malo es que así se
fortalece la vieja tradición personalista.
Tal vez esto le importe a algunos, porque también hay demócratas en los partidos. Ojalá
que, al menos, consigan que los candidatos se comprometan, sea cual fuere el resultado, a
promover las reformas a partir del año 2007.
Para nuestro pesar, vivimos una época en que los instintos dominan la voluntad. De
entre los muchos episodios que se suceden velozmente destaca, por vergonzoso, el
presuntamente protagonizado por el gobernador de Puebla, Mario Marín. Aunque la
vulgaridad ha menudeado en los últimos años de la vida mexicana, en Puebla se han
alcanzado nuevos límites. El instinto primitivo de los protagonistas convirtió la afectación de
derechos fundamentales de una periodista y de muchos menores, en una ocasión festiva.
La cuestión merece que recapitulemos acerca de la crisis que vivimos. Si fuera un hecho
aislado, habría motivos de preocupación, pero es más que eso: es la reiteración de que hay
quienes siguen ejerciendo el poder político al margen del derecho y de la ética; es un
ejemplo más del poder sin control.
Hace unos años, en tanto que era cuestionable la legitimidad de origen de numerosos
funcionarios elegidos, se les imponía la necesidad de actuar con una cierta prudencia para
tratar de legitimarse por la actuación. Al modificarse las pautas de la legitimidad, entre
quienes se saben seguros de su origen democrático hay los que se preocupan menos
por la honorabilidad de su actuación. La legitimidad electoral está comenzando a
ser usada como un parapeto para justificar nuevos excesos en el poder. Quien se
sabe apoyado por una pluralidad de ciudadanos, cuyo voto fue escrupulosamente
contado, supone que es dueño indiscutible del poder. El triunfo ya no es
cuestionado; sobre los gobernantes no pende la sospecha de la usurpación, tienen
una fuerza popular propia, cierta, avalada por instancias electorales autónomas y
jurisdiccionales; quienes así lo deseen, son libres incluso para delinquir.
Por eso hemos sido muchos los que insistimos, aunque hasta ahora fracasamos, en la
necesidad de una reforma del Estado. Mientras esa reforma no se produzca, los nuevos
autócratas contarán con la legitimidad que no tenían sus predecesores, pero la falta
de controles eficaces les permitirá hacer lo que presumiblemente hizo el gobernador de
Puebla.
¿Cuántos casos más habrá que ignoramos, porque no fueron grabados subrepticiamente? Un
signo de nuestra patología es que sólo nos podemos enterar de un hecho ilícito por
medio de otro hecho ilícito. Nuestra democracia provisional no dispone de mecanismos
para que las cosas ocurran de otra manera. El remedio estructural para estos tristes episodios
lo ofrece el Estado constitucional; por eso sorprende que los agentes políticos hayan eludido
la reforma del Estado. Desde luego, la democracia constitucional tampoco es infalible;
no hay sistema perfecto. Todo lo que un Estado constitucional bien construido
ofrece son instrumentos para inhibir y corregir algunas desviaciones del poder. Pero
eso, aunque modesto, es mejor que lo actual.
En cuanto a una opción local, ni siquiera se ha sugerido su posibilidad. El firme control del
gobernador la hace impensable.
Teóricamente cabría otra solución: que el gobernador decidiera separarse del cargo. Aquí
surgiría otro problema porque se ha interpretado, erróneamente, que los funcionarios con
licencia no pierden el fuero. Este equívoco, también a favor del gobernante, representa un
obstáculo más para la justicia. En estas circunstancias sólo la renuncia facilitaría que los
ciudadanos supiéramos la verdad: si el gobernador es inocente o culpable. Sin embargo, el
gobernador ya decidió que es inocente, y basta con que él así lo afirme. Un gobernador
puede absolverse a sí mismo porque así lo facilita el sistema constitucional. Mientras, la
sociedad continúa sin respuestas claras, sin procedimientos accesibles y eficaces, víctima de la
victoriosa sedición de los instintos.
El Estado postrado
A los legisladores que enarbolen la bandera de la dignidad
Pero se presentó un elemento distorsionador: en la década de los años 80, Estados Unidos y
Gran Bretaña fueron presididos por gobiernos conservadores, y la vieja doctrina del
"Estado pequeño" fue impulsada, por primera vez, mediante una acción
convergente del poder y de influyentes círculos académicos, financieros y
mediáticos. El desmantelamiento progresivo del Estado se facilitó cuando el muro
de Berlín cayó, con todas sus implicaciones. Si repasamos la historia institucional
mexicana veremos que también aquí padecimos la hipertrofia del Estado, y que por los
mismos años comenzamos a podar su frondosa burocracia. La "privatización" de
numerosas empresas públicas y la extinción de organismos descentralizados, fideicomisos y
otras agencias oficiales, generó ingresos al erario que permitieron paliar los efectos de
sucesivas crisis económicas, evitar la contratación de nuevos créditos, eludir los déficits
presupuestarios y cumplir con las reglas impuestas por los poderosos acreedores
internacionales. Todo esto es bien conocido.
El caso que se discutirá en el Senado ejemplifica esa situación de postración del Estado. Los
candidatos, muy particularmente dos de ellos, requieren el apoyo de una poderosa
empresa televisiva para mantener vivas sus esperanzas de triunfo, y una constelación
de intereses advierte que es oportuno flejar al próximo presidente si, como suponen, les es
ideológicamente incómodo. Pocas veces en la historia institucional de México se ha visto
una tan ostensible sujeción de los agentes políticos a los agentes económicos. Ya existían
algunos precedentes, como la exención tributaria con motivo de la venta del banco más
importante del país, y el Congreso había mostrado su debilidad estructural cuando accedió a
permitir que los bancos extranjeros asumieran el control del sistema financiero nacional.
Pero todo eso se procesó en sigilo, en la zona umbrosa de los entendimientos clandestinos.
En ambos extremos del juego los ciudadanos perdemos. Estas son las consecuencias
previsibles de una acción inspirada por motivaciones circunstanciales, con la que esta
Legislatura culminará lo que pudo haber sido un airoso ejercicio de la política. Lástima que
abandonen el escenario por el portalón de la utilería y, en la última escena del último acto,
pierdan el aplauso que por otras buenas razones habrían merecido.
En principio se puede decir que la universalidad de los derechos consignados por la norma
suprema son aplicables a todas las personas, sean gobernados o gobernantes. Sin embargo,
el problema es más complejo. Las constituciones incorporaran lo que ahora denominamos
derecho fundamentales a partir del Bill of Rights británico (1689) y de la Constitución de
Estados Unidos reformada en 1791 (hay otros precedentes, como la Carta Magna inglesa de
1215, pero sería excesivo mencionarlos aquí).
El propósito de esas normas consistía en reconocer y garantizar los derechos de los
individuos ante el poder. Este era su sentido original y explica la estructura actual de esos
derechos, en diferentes sistemas, entre ellos el nuestro.
Como se ve, los derechos fundamentales de los individuos son, a la vez, restricciones
para el ejercicio de la autoridad; son derechos de la sociedad ante el poder, no del
poder contra la sociedad.
Ahora bien, el Presidente ¿es titular de derechos fundamentales? La respuesta es, sin
discusión, afirmativa; pero hay que ver cuál es la extensión de sus derechos. Se puede
decir que en ciertos aspectos nosotros los ciudadanos tenemos derechos de que las
autoridades carecen, y viceversa. Por ejemplo, siempre que un particular prive de su libertad
a otro, cometerá un delito; en cambio, en ciertas circunstancias, cuando una autoridad priva
de su libertad a un particular, realiza un acto de justicia. No se puede aplicar, por tanto, el
mismo rasero al gobernante y al gobernado. Sería excesivo que el gobernante tuviera las
facultades coactivas que el orden jurídico le confiere, y además todas las libertades que ese
mismo orden nos reconoce a los gobernados.
Se conoce como abuso de derecho aquel que es ejercido sin posibilidad de control.
Por eso, en un Estado constitucional, el titular de un órgano del poder no puede utilizar
contra los gobernados los derechos que protegen a éstos frente al poder. El presidente es
el jefe del Estado, no el comandante de un partido; no es un ciudadano que pueda
inmiscuirse en la política con los mismos derechos que cualquier otro ciudadano,
precisamente porque dispone de un poder y de una inmunidad que ningún otro ciudadano
tiene. Decir que nadie puede silenciar a otro mexicano es, sin duda, de gran efecto. El
fondo, empero, es que hay una relación asimétrica entre quien se expresa a través
de los medios que el poder pone a su disposición, y los demás ciudadanos. El
Presidente no puede ser sancionado legalmente por sus excesos verbales, pero los
ciudadanos sí podemos exhortarlo a que se conduzca con mesura y a que ofrezca un
ejemplo de respetabilidad. Sus ofensas no lo son para un candidato o un partido; lo son
para quienes creemos en la libertad de los ciudadanos y en la responsabilidad de los
gobernantes.
Es verdad: nadie tiene el derecho de callar a un ciudadano, pero nadie, tampoco, puede
servirse del poder para abusar de sus derechos. El Presidente es un mandatario, los
mandantes somos nosotros.
Canonjías
Las listas de candidatos al Congreso que los partidos políticos han registrado ponen en
aprietos a los ciudadanos, porque entre sus primeros integrantes incluyen personajes
controvertidos, para muchos incluso indeseables. Esta circunstancia pone en cuestión la
forma como esas listas se integran, y las limitaciones que imponen a los electores.
Los sistemas de representación proporcional corren el riesgo de que los electores pierdan
contacto personal con sus representantes. Por eso en México se adoptó un sistema que
combina ambos mecanismos de representación, siguiendo parcialmente el modelo alemán,
cuya influencia ha sido importante también en otros estados constitucionales. Entre nosotros
existe una cierta relación de los electores con los elegidos en 300 distritos de mayoría, y en
las 32 entidades federativas por lo que hace a los senadores, a los que se añaden los
diputados y senadores elegidos mediante el sistema proporcional.
El sistema de listas desbloqueadas tiene las ventajas de que obliga a todos los candidatos a
hacer campaña, y evita la inclusión de personajes de relleno, los que figuran en los lugares
finales, que implican una burla para quienes prestan su nombre y para los electores. Este
sistema es de difícil operación por parte de los electores, pero eso también sucedió cuando
fue establecido, hace casi tres décadas, el que ahora tenemos. El hecho es que hemos
aprendido a votar con muchas boletas y estamos listos para dar un paso más, si con él
podemos superar la paradójica democracia oligárquica que hoy padecemos.
Fraude a la Constitución
La dualidad funcionario-candidato es una aportación del gobierno al derecho electoral. El
hecho de que una misma persona sea el principal funcionario de la casa presidencial y, a la
vez, candidato a un cargo de elección popular, es un fenómeno digno de ser examinado.
Conforme al artículo 55 de la Constitución, para ser senador se requiere "no ser secretario o
subsecretario de Estado, ni ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, a menos
que se separe definitivamente de sus funciones 90 días antes de la elección, en el caso de los
primeros y dos años, en el caso de los ministros". El precepto establece para estos tres tipos
de funcionarios la obligación de separarse del cargo antes de la postulación, pero de
ninguna manera implica una autorización para que los demás funcionarios permanezcan en
el cargo durante la elección. Esta interpretación representa un fraude a la Constitución.
Conforme al criterio adoptado por el Presidente de la República, que juró guardar y hacer
guardar la Constitución, el procurador general de la República, los directores de Pemex o
del Seguro Social, y una amplia gama de altos cargos que no son secretarios ni
subsecretarios, podrían ser candidatos al tiempo que funcionarios. Ese peculiar
entendimiento permitiría que incluso los consejeros o los magistrados electorales, y la misma
subprocuradura para delitos electorales, pudieran ser candidatos sin tener que renunciar a
sus cargos. Una interpretación de este género es jurídicamente absurda; pero es la que
sostiene nada menos que la Presidencia de la República.
También hay una supuesta omisión en el Código Penal. El artículo 407 tipifica como delito
que un servidor público destine, "de manera ilegal, fondos, bienes o servicios que tenga a su
disposición en virtud de su cargo al apoyo de un partido o de un candidato.". En este caso
se considera que el precepto no es aplicable al funcionario en cuestión, porque él no está
distrayendo recursos públicos para apoyar a un candidato: está usándolos directamente sin
ponerlos a disposición de un tercero. Esto no se encuentra expresamente previsto por el
código por una razón comprensible: cuando fue reformado en 1990, a nadie se le ocurrió
que alguna vez se daría la peculiar dualidad de funcionario-candidato.
El hecho de que un alto funcionario decida no hacer campaña, en los términos del código
electoral, no le quita que sea candidato. En este caso es un candidato sui géneris, porque a
diferencia de los demás, es un candidato con sueldo federal que asesora al Presidente y
prepara sus discursos, instruye a los secretarios de Estado y participa en las decisiones de
gobierno, amparado en una supuesta laguna constitucional. Y aun así se dice que el
gobierno no interviene en el proceso electoral.
En un estado de derecho se considera que hay fraude a la ley cuando se realizan actos
aparentemente conformes con la norma, pero que tienden a desnaturalizarla o
contravenirla. En el siglo II, un par de célebres juristas romanos definieron el fraude a la ley.
Paulo decía: "Obra en fraude de la ley el que, aplicando sus palabras, elude su sentido"; y
Ulpiano agregó: "Se comete fraude contra la ley cuando se hace lo que la ley no quiso,
aunque expresamente no prohibió".
Lo que más me sorprende, sin embargo, es el mutismo del IFE sobre tan manifiesta
irregularidad jurídica.
¿Quién gano?
Según una broma, muy descriptiva del antiguo régimen, cuando el presidente de la
República preguntaba "¿qué hora es?", se le respondía "la que usted quiera, señor
presidente". Hoy, precisamente hoy, la pregunta es ¿quién ganó el debate entre los
candidatos presidenciales? Y la respuesta es: quien los medios (electrónicos) quieran.
Hace poco más de 30 años un abogado y politólogo estadounidense, Kevin Phillips, acuñó
una voz que se va abriendo paso en español, portugués, francés y alemán: madiacracy,
traducida literalmente como mediacracia. Este autor había sido uno de los estrategas de la
campaña de Richard Nixon, y advirtió de manera muy directa el papel de los medios como
una forma de ejercicio del poder político. Un ejemplo fue el debate entre los candidatos
presidenciales Ronald Reagan, republicano, y Walter Mondale, demócrata, en 1984. Las
encuestas levantadas la misma noche del encuentro daban la victoria al demócrata sobre el
republicano por 43% contra 34%. Esto preocupó a los patrocinadores del que luego sería
uno de los más vigorosos impulsores del neoliberalismo, y cinco días más tarde, después de
una fuerte serie de mensajes televisivos, el 66% afirmaba que Reagan había triunfado, y sólo
un 17% reconocía como victorioso a Mondale.
Desde esa perspectiva, cuando se pregunta ¿quién ganó?, no se trata de saber cuál de los
candidatos fue el vencedor anoche. Esto es más o menos irrelevante, incluso para la
elección, pues a casi cuatro semanas de los comicios, y con los mecanismos propagandísticos
al alcance de la mano, casi da lo mismo a quién se atribuyan ahora los puntos más altos.
Después de todo, en esa contabilidad valdrán menos las palabras que la forma como fueron
dichas, y pesará más el atuendo, la capacidad telegénica y la agilidad argumentativa de los
protagonistas, que la mejor o la peor defensa de los intereses públicos y de las convicciones
democráticas que se hayan sostenido. Por eso la pregunta ¿quién ganó? nos la tenemos que
dirigir a nosotros mismos.
No tengo prevención alguna en contra de los medios, pero sí contra el ejercicio del poder
político sin control. La democracia constitucional provee los instrumentos para que los
gobernantes sean controlados; lamentablemente, nuestro sistema de controles figura entre
los más débiles de cuantos existen en los sistemas democráticos contemporáneos. Por su
parte, los medios de comunicación no deben ser objeto de controles políticos, aunque por
eso mismo tampoco deben actuar como un poder político encubierto e irresponsable.
En términos muy generales, en una sociedad la conducta de las personas puede estar
determinada por quien dispone de la facultad de imponer sus decisiones incluso por la
fuerza (poder), por quien lo hace aportando razones o inspirando con el ejemplo
(autoridad), y por quien cuenta con los instrumentos para orientar (influencia). Si
traducimos esas categorías a ejemplos, diremos que un policía tiene poder; un predicador,
autoridad, y un medio de comunicación, influencia.
Los sistemas constitucionales son construcciones abstractas que resultan más o menos
satisfactorias en cualquier condición, si están bien estructuradas; aun así, la operación
práctica por parte de los agentes políticos es clave para el éxito de las previsiones
normativas. Cuando el sistema constitucional no está bien balanceado o no ha sido puesto a
punto con las expectativas sociales, y los agentes políticos tampoco son idóneos para
desempeñar su función ejerciendo la autoridad, practicando la influencia y aplicando el
poder, la sociedad puede enfrentar situaciones imprevisibles.
En unos días más sabremos quién será el próximo presidente. La descalificación que los
adversarios se han infligido recíprocamente no impedirá que uno de ellos llegue al poder,
pero sí que alcance la autoridad. Quienquiera que gane el poder tendrá que iniciar de
inmediato una nueva acción política, esta vez para conquistar la autoridad que todos
dejaron en el camino.
Gobernabilidad
El sistema constitucional mexicano está construido en torno a una fuerte concentración del
poder presidencial. A diferencia de otros sistemas, el nuestro no está preparado para la
incertidumbre en cuanto a la titularidad de la Presidencia.
Una sociedad extenuada por los dicterios e intimidada por las disyuntivas planteadas
durante la campaña, se enfrenta ahora a un sorprendente desenlace: la solución es peor que
el problema. Hoy no tenemos candidato, pero tampoco tenemos presidente. Uno de los
sistemas presidenciales más arcaicos del constitucionalismo contemporáneo amenaza quedar
a la deriva. Por eso, instintivamente, muchos comienzan a preguntarse si corremos riesgos
en cuanto a la gobernabilidad.
El poder, como Jano, tiene dos rostros: el seductor y el intimidante. La cara oscura del
poder se deja ver de tarde en tarde, pero con sólo saber de su existencia la mayoría procura
esquivarla. Se prefiere, en cambio, la expresión amable que adquiere la forma de un
gobierno razonable, eficaz, oportuno, equitativo y previsor. En términos generales, la
gobernabilidad depende más de la adhesión al sistema constitucional y del acatamiento
espontáneo a los designios del poder, que del ejercicio de las atribuciones coactivas del
Estado. Estas son facultades de reserva a las que se apela cuando todo lo demás fracasó.
Hoy, cuando la esperada jornada electoral va quedando atrás dejando una oquedad en el
poder, reaparece la inquietante cuestión de la gobernabilidad en México. ¿Cuál será el
rostro que nos dejará ver el poder para que lo obedezcamos? El nuevo presidente, cuando
lo declaren así, ¿inspirará acatamiento entusiasta y espontáneo o se impondrá mediante
otros arbitrios? Esta punzante pregunta está en muchas partes, pero la respuesta todavía no
aparece en ninguna.
Hace unos días, en una extraña entrevista concedida a un periódico francés, el Presidente
manifestó que su sucesor apenas alcanzaría el 36% de la votación y que, por esa misma
razón, su legitimidad se vería mermada. Es muy probable que cuando el Presidente opinó
así, pensaba en un personaje que no era el candidato de su partido; hoy, quizá, preferiría
retirar esas palabras. Pero ahí están. Es suyo el cuestionamiento de la legitimidad de quien
triunfa con apenas el porcentaje que, certeramente, predijo. Este asunto es relevante,
porque la legitimidad guarda una relación cercana con la gobernabilidad. Sobre la base de
una legitimidad cuestionada por el propio Presidente de la República, la gobernabilidad se
torna frágil. El Presidente, además, atribuyó a esa merma de legitimidad la dificultad de
encontrar apoyo en el Congreso para las políticas del gobierno.
Desde hace años fuimos muchos los que pronosticamos lo que hoy, deplorablemente, se
está presentando. No es imposible, pero sí improbable, que la retórica de las hostilidades sea
sustituida en el corto plazo por una de buenas maneras políticas. Aún queda por delante la
contención jurisdiccional, que tampoco es apta para restañar heridas.
Las preocupaciones por la gobernabilidad aún no constituyen una prioridad para la clase
política; su interés dominante es más prosaico: ocupar el poder. Cuando opten por buscar la
armonía, la reforma institucional, aplazada por incapacidad e indolencia, ofrecerá una clave
para la gobernabilidad. Aunque el camino es estrecho y sinuoso, requiere de una andadura
rápida y firme. ¿Será posible?
Lo que hoy tenemos que preguntarnos es si ese arreglo constitucional sigue siendo eficaz. Lo
primero que se puede decir es que las causas que hacían converger la violencia y los
comicios, no existen en nuestro tiempo. Ni hay caudillos militares dispuestos a dirimir las
elecciones por la fuerza, ni hay un pueblo armado acostumbrado al enfrentamiento, ni
subsiste la irritante corrupción electoral que caracterizaba aquellos primeros años de la vida
constitucional mexicana. Por el contrario, la política es cosa de civiles, los actos de guerra no
forman parte de nuestra cotidianidad, contamos con un sistema electoral satisfactorio, hay
un pluralismo político que reclama espacios y oportunidades crecientes y el volumen de la
clase política excede la capacidad de absorción en plazos tan largos como los sexenales.
Ahora está por comenzar una nueva cuenta sexenal, en las peores condiciones posibles, y la
lógica de 1928 no guarda relación con la lógica de 2006. Hoy lo que resulta irritante para
muchos es ver reducidas las posibilidades de acceso al poder, porque quienes lo consiguen,
así sea con buenas razones, se quedan allí demasiado tiempo. Cuando un partido
hegemónico se perpetúa en el poder, la clase política tiene dos opciones: se somete o se
insubordina. En la experiencia mexicana lo primero se premiaba con cargos, distinciones o
sinecuras; lo segundo implicaba marginación política. Pero cuando ese tipo de partido ha
dejado de existir, cuando la competencia por el poder es intensa y abierta, y cuando son
muchos los que tienen preparación y ambición, los periodos muy amplios generan
frustración entre los perdedores.
Estamos ante un problema mayor, porque un sistema donde quien ocupa la presidencia lo
es todo, y quien la pierde queda reducido a nada, no suele ofrecer espacio para los términos
de avenimiento. Nuestro sistema estaba diseñado para ser administrado por la mano de un
jefe total; pero al cambiar la realidad política no se ajustó la estructura jurídica. Hay un
desfase que se acentúa por el largo tiempo que los vencidos tendrán que pasar en
descampado, antes de disputar otra elección.
Se plantea, como salida de emergencia, un gobierno de coalición. Sólo que una coalición es
imposible si el Congreso no ratifica formalmente al gabinete o, al menos, a quien lo
encabece. La coalición en un sistema presidencial arcaico carece de garantías políticas para
los coaligados, a menos que el presidente esté constitucionalmente obligado a solicitar el
voto de los representantes nacionales para integrar su gabinete. Si no hay cambios
sustanciales, iniciaremos otro largo y estéril recorrido sexenal atrapados entre la rutina de los
ganadores y la irritación de los perdedores.
La crisis procede, entre otras cosas, de la indiferencia de todos los agentes políticos ante las
reformas del poder. Desde hace largo tiempo era evidente que un sistema constitucional
moldeado para funcionar conforme a las limitadas posibilidades democráticas de un partido
hegemónico, no serviría para absorber las tensiones de una democracia altamente
competitiva. La prueba la tenemos a la vista.
Lo malo es que se sigue planteando, por tirios y troyanos, que la solución de la crisis la debe
ofrecer el mismo instrumental normativo que la generó. En otras palabras, se pide que la
causa de la crisis se convierta en la solución para la crisis. Esta tesis equívoca sólo contribuirá
a profundizar una situación que todavía puede ser peor.
No soy partidario de una nueva Constitución; empero, una posible salida para la crisis
consiste en un pacto constitucional que nos permita adoptar, con urgencia, reformas a la
estructura y al funcionamiento del poder. Lo que vivimos es la crisis de un modelo
constitucional presidencialista, que no da para más. Si el Tribunal Electoral recuenta o no los
votos, y si declara presidente a un candidato o a otro, o a ninguno, el resultado será el
mismo: más crisis. Esto es algo que todos sabemos, así no todos lo digan, y no está en
manos del tribunal evitarlo. Nadie podrá hacer responsable al tribunal de lo que pasará
después de su decisión, porque no fueron siete jueces mexicanos los que crearon las
deplorables condiciones políticas que padecemos.
Hay una presión excesiva y desproporcionada sobre el tribunal. Se exige que la buena
justicia resuelva lo que generó la mala política, y se espera que los jueces compongan en
semanas lo que estropearon los políticos en años. En este sentido, los magistrados pueden
resolver con tranquilidad, porque sea cual fuere su decisión, la crisis no pasará, pero su
ahondamiento tampoco será atribuible a ellos.
El pacto constitucional debe incluir los aspectos que han aflorado como los más vulnerables:
un sistema presidencial decrépito, un sistema representativo inoperante, un sistema electoral
incompleto y un sistema de partidos corrupto. Este conjunto de sistemas presenta
deficiencias que potencian recíprocamente sus efectos negativos.
México no puede dar un paso al vacío y convertirse en un país sujeto a la ley del más fuerte.
En este momento la disyuntiva consiste en que triunfe el poder establecido, o venza el
poder de la calle. Ambos extremos dejan subsistentes las causas de la crisis porque ninguno
corresponde a un compromiso de renovación institucional. Hablar actualmente de preservar
la salud de las instituciones es un eufemismo. Poco hay que conservar y sí mucho que
cambiar. Lo importante es actuar cuando todavía es posible avanzar hacia la democracia
constitucional y no hacia nuevas variantes de la atávica autocracia nacional.
Las posiciones irreductibles hacia las que ha derivado la crisis política enfrentan a los agentes
políticos y escinden a la sociedad. Ya no es únicamente una cuestión entre partidos y
candidatos; es cada vez más un asunto que estraga la convivencia entre los mexicanos.
Cualquier acuerdo para disponer de mayoría en el Congreso será insuficiente y precario si
no se basa en la Constitución.
Lejos de menguar, acrece la animosidad entre las partes en conflicto. Es impensable esperar
la rendición voluntaria de cualquiera de ellas, y es inviable que el vencedor, que alguno
habrá, gobierne sin entenderse con el derrotado. Sólo un pacto constitucional puede ofrecer
garantías para que unos triunfen sin arrogancia y otros cedan sin vergüenza, y para que la
sociedad tenga un referente compartido que la cohesione.
La caduquez de nuestro presidencialismo ha sido señalada desde largo tiempo atrás. Por esta
razón se propuso una reforma del Estado que, entre otros aspectos, diera una nueva
dimensión a la presidencia y al congreso, y estableciera una relación de mayor simetría entre
ambas instituciones. Sin embargo prevaleció la inercia, conforme con la consigna
conservadora según la cual "si nada pasa, que nada pase".
La apariencia sugería que todo siguiera igual. No se tuvo en cuenta que una función de los
analistas consiste en advertir con oportunidad el deterioro de las instituciones, antes de que
se haga ostensible a través de crisis.
La crisis actual tiene varios componentes: los desequilibrios en las relaciones sociales; el
desprestigio de algunas instituciones democráticas básicas, como los partidos; la
supervivencia de un presidencialismo arcaico, y algunos errores en el sistema electoral. Estos
factores se combinan, en proporciones variables, aunque queden ocultos por la estridencia
de lo cotidiano.
Al margen de los asuntos de coyuntura, el problema electoral está asociado a la disputa por
el poder en un régimen que sigue siendo personalista. Las causas aparentes evitan que
advirtamos la presencia de una crisis estructural. Mientras no la diagnostiquemos, estaremos
curando un infarto con bicarbonato. Por eso he sostenido que, resuelva como lo haga el
Tribunal Electoral, la crisis seguirá, a menos que demos pasos efectivos que lleven oxígeno al
sistema constitucional.
En otras circunstancias sería una tarea para el presidente, pero su capacidad de convocar a la
conciliación está limitada por haber prescindido de la neutralidad política. Otra instancia
serían los partidos, pero presentan dos problemas mayores: su descrédito público y las
divisiones internas. En cuanto a los gobernadores, no es deseable que se integre un consejo
de barones que auspicie el feudalismo de la política mexicana. Queda una opción
institucional: el Congreso, cuya legitimidad nadie ha cuestionado.
Estamos a pocas semanas de que se integre una nueva legislatura. Muchos de sus miembros
son experimentados y tienen establecida entre sí una interlocución práctica. En términos
generales la virulencia de la campaña presidencial no involucró de manera directa a los
futuros representantes de la nación porque muchos de ellos no se vieron obligados a hacer
campaña, y cuando la hicieron, dejaron las animosidades en sus respectivos distritos y
estados. Además, a lo largo del tiempo se ha desarrollado una cultura parlamentaria que
ahora puede fructificar, pues lo necesario es eso: parlamentar.
El Congreso tendrá la posibilidad de erigirse como una instancia de equilibrio político; la paz
del país dependerá de que sepa hacerlo con oportunidad.
¿Interpelar al presidente?
El desarrollo del informe presidencial ha sido objeto de pronunciamientos críticos desde
hace varios lustros. Se afirma, por ejemplo, que el presidente no cumple con la obligación
de atender las interpelaciones formuladas por los legisladores.
Existe la creencia infundada de que sólo en los sistemas parlamentarios es posible la censura
y la consiguiente remoción de los ministros. Esto era cierto décadas atrás, pero ahora
prevalece la regla opuesta: numerosos sistemas presidenciales admiten la censura del
congreso a los ministros. En América Latina, por ejemplo, catorce de los dieciocho sistemas
presidenciales han evolucionado hasta el punto de que los congresos pueden censurar a los
integrantes del gabinete por razones políticas. Sólo en Bolivia, Brasil, Chile y México no está
prevista alguna modalidad de censura. En los casos donde se aplica, esta institución de
control político ha auspiciado una relación más directa y constructiva entre gobiernos y
congresos, y ha contribuido a evitar que el presidente sea el blanco directo de los ataques
congresuales.
En esos sistemas las interpelaciones van dirigidas a los ministros, y cuando las impugnaciones
se convierten en certidumbre mayoritaria adversa al gobierno en su conjunto, o a algún
ministro en particular, los nudos de la política se disuelven prescindiendo de uno o de varios
miembros del gabinete, que así fungen como un factor para atenuar las presiones sobre el
presidente.
En un sistema presidencial la estabilidad institucional se fortalece en la misma proporción
que los ministros son responsables ante el congreso de las decisiones gubernamentales. No es
aceptable que el jefe de Estado transfiera a sus colaboradores la intangibilidad política
explicable en su caso personal, como tampoco lo es que la responsabilidad política que debe
ser exigible al gabinete se eleve hasta el presidente. Este es un dilema que el sistema
mexicano no ha resuelto, y representa uno de los aspectos del rezago institucional que
padecemos.
Casi todos los Estados democráticos de nuestro hemisferio han dado pasos decisivos para
actualizar los instrumentos de control político, en tanto que nosotros mantenemos un
modelo que desde hace décadas dejó de funcionar en buena parte de los sistemas
presidenciales.
No es la primera vez que este asunto se plantea en México. En 1912 varios diputados
expresaron: "queremos remover a los ministros para no tener que destituir al presidente".
Esta es una discusión pospuesta por casi un siglo, pero alguna vez tendremos que abordarla
con seriedad.
Vivimos los efectos de una dañosa retórica adversa a la Constitución. Por décadas la política
se apoyó en los aciertos sociales del Constituyente: el repartimiento de tierras, los derechos
laborales, las acciones educativa, sanitaria y asistencial, y otras prestaciones colectivas a
cargo del Estado, perfilaron a la Constitución como factor de equidad y de justicia. La
evolución del juicio de amparo la convirtió también en el sustento de la libertad y de la
seguridad jurídica. Sin embargo, la norma suprema tendió a ser utilizada para vertebrar el
discurso oficialista y como un sucedáneo de las libertades públicas. El nivel más elevado del
aprovechamiento político de la Constitución se alcanzó cuando un presidente la convirtió
en su programa de gobierno.
En ese punto comenzó a decrecer el aprecio colectivo por la norma suprema, porque las
objeciones al desempeño gubernamental adquirieron un tono crítico que alcanzó a la
Constitución misma. Los gobernantes advirtieron este proceso y fueron omitiendo el fraseo
constitucionalista; poco a poco las referencias al texto de Querétaro disminuyeron de lo
cotidiano a lo anual.
Las tesis conservadoras que controvirtieron la Constitución en los años 20, a veces son
reproducidas como argumentos progresistas. Es evidente que numerosas reformas
constitucionales fueron ajenas a una técnica jurídica aceptable, pero esto no basta para
impugnarlas. La estrategia de desacreditar a la Constitución en bloque implica riesgos para el
país. No se advierte que en el paquete van el Estado laico, la educación pública y los
derechos sociales, por ejemplo.
Es cierto que en materia de derechos fundamentales se requiere actualizar y adicionar la
norma suprema, pero en forma alguna derogar lo que está en vigor. Negar la necesidad de
los cambios hacia el futuro me parece tan conservador como desconocer lo que se ha
conseguido en el pasado.
Es comprensible que la idea de una nueva Constitución resulte seductora desde muchos
puntos de vista. De alguna forma confiere un tono épico a la actividad de los protagonistas,
porque tendrían como referente las constituciones históricas de 1857 y de 1917.
Por cuanto hace a la organización y al funcionamiento de los órganos del poder, el ciclo
constitucional está cumplido. Se hace indispensable construir un nuevo sistema de equilibrios
y auspiciar la centralidad política del Congreso. Esto no supone sustituir al sistema
presidencial; implica, sí, racionalizarlo, ponerlo a punto con una sociedad que ya no teme
los procesos electorales competidos ni la presencia de mayorías distintas en la Presidencia y
en el Congreso. No es necesario un sistema parlamentario, pero sí es indispensable contar
con ministros responsables ante el Congreso y, por ende, ante la nación. El ciclo de la
irresponsabilidad política debe concluir.
Peligros de la indecisión
Toda sociedad se rige por un conjunto de regularidades que aseguran a sus integrantes el
ejercicio de sus derechos en un ámbito de libertad y seguridad. En una colectividad
organizada cada uno de sus miembros ajusta su conducta, y espera que lo mismo hagan los
demás, a una serie de referentes comunes. Al faltar estos factores de cohesión aparece lo que
se conoce como anomia, porque ante la ausencia de normas compartidas los grupos y las
personas tienden a generar sus propios códigos de comportamiento.
Suele decirse que, en los últimos años, la política ha fracasado. Esto es verdad, y como
consecuencia se ha registrado un deterioro sensible del orden jurídico. Existen numerosos
indicadores que denotan una paulatina merma de respuestas jurídicas para los problemas
nacionales. Cuando el presidente de la República, por ejemplo, sugiere que las condiciones
de criminalidad en Estados Unidos son más graves que en México, pretende engañarnos. En
aquel país no hay secuestros, los responsables de combatir a los delincuentes no son
asesinados, y tampoco hay decapitados, para sólo señalar unas pocas diferencias. Restar
importancia a estos sucesos es una irresponsabilidad política e impide que el Estado
mexicano adopte las acciones necesarias para contrarrestarlos.
Hasta ahora hemos podido absorber las tensiones de una multiplicidad de episodios que
incluso se han ido borrando de la memoria colectiva. A lo largo de la última década la
ciudad de México y varios estados han padecido conmociones de cierta magnitud que a
fuerza de repetirse han desensibilizado al ciudadano común. Por eso se explica que ante un
caso como el de Oaxaca, sólo después de semanas de convulsión el gobierno federal decida
conocerlo de cerca y aun así, para defender la presencia de un gobernador ficticio. Lo
excepcional se ha vuelto más o menos ordinario, y dejando que los acontecimientos del día
presente remitan los del anterior al olvido, se seguirá navegando en el océano de la
pasividad.
En los próximos meses, sin embargo, tendremos que hacer frente a un conflicto mayor. Esta
vez la pregunta será, ¿aplicaremos la misma regla ante la anunciada dualidad de
"presidentes"? Ignoro qué estrategia tenga cada una de las partes, pero sé que la normalidad
jurídica no se consolida cuando unos declaran y otros aceptan la caducidad del orden
constitucional. No he visto, todavía, cómo se van a construir las respuestas jurídicas y
políticas del Estado mexicano. Incluso en el Congreso se ha optado por ignorar esta
situación sin paralelo. Al parecer se infiere que si algo se hace para preservar la vigencia de
la Constitución podría generarse una reacción social incontenible. Esto significa que acatar la
Constitución desencadenaría el caos, lo cual es un síntoma de la anomia.
Las soluciones existen. La anomia no es una fatalidad inevitable. Siempre que las normas en
vigor resultan insuficientes para asegurar la convivencia social, es imprescindible introducir
ajustes inmediatos. Si el próximo presidente estuviera dispuesto a contar con un jefe de
gabinete, responsable ante el Congreso, haría más asequibles las soluciones institucionales
para la crisis actual, porque facilitaría la negociación política; los eventuales errores de ese
funcionario ocasionarían su remoción, pero dejarían a salvo al presidente. El presidente
actual no aceptó desempeñar un papel arbitral en el proceso político. Mantener el mismo
esquema por otros seis años acentuaría las presiones sobre el jefe del Estado. Una serie de
titubeos impidieron que esta solución fuera adoptada a tiempo para inhibir la acidez de la
campaña; pero si ahora se toman decisiones imaginativas, todavía podrían hacer viable el
ejercicio civilizado del poder.
Practicar de democracia
La tarea que le espera al próximo presidente es ciclópea, así sólo se aplique a superar
agravios. La reconciliación llevará tiempo, y tiempo hay, pero no para ser perdido.
Sin embargo hay un factor que no debe ser subestimado: la extraña actuación del gobierno
saliente. Hace unas semanas, cuando el conflicto de Oaxaca estaba en pleno crecimiento, el
secretario de gobernación declaró que era un asunto que sólo incumbía a las autoridades
locales; después de rectificada esa insostenible posición, el presidente previno que si no
había negociación se aplicaría la ley, como si conciliar fuera algo ajeno al derecho. Esta
contradictoria política gubernamental tiene un efecto negativo sobre las condiciones de
gobernabilidad de la próxima administración.
En México esas acciones no resultan necesarias ni posibles; empero, hay otras, susceptibles
de ser adoptadas sin lesionar más el tejido político, y que simbolizarían el propósito de
renovación democrática. El presidente electo ya formuló una agenda preliminar que si bien
no incluye todos los asuntos centrales para encauzar el proceso de gobernabilidad, al menos
deja ver que desea encontrar soluciones constitucionales para la crisis política.
La situación que vive el país evidencia hasta qué grado se exponen los presidentes al
desgaste político, cuando la totalidad de las decisiones les son imputables. Esto muestra lo
útil que sería disponer, en el futuro cercano, de la figura constitucional del gabinete y de un
secretario que lo coordine, bajo la conducción del presidente y con responsabilidad ante el
Congreso. Es necesario racionalizar el ejercicio del poder para que el sistema presidencial,
configurado hasta ahora conforme a los requerimientos de un partido hegemónico, sea
compatible con el pluralismo político vigente.
La presencia de un gabinete cuyo jefe debe ser ratificado por el Congreso, alienta
comportamientos cooperativos que ayudan a absorber tensiones políticas. De haber
contado con esta figura, la pasada campaña electoral habría sido menos ríspida y la
transición gubernamental en curso resultaría más manejable. Si desde ahora se perfilara la
figura formal de un gabinete, encabezado por un secretario sin cartera investido de
responsabilidad política, es probable que facilitaría la conducción del complejo proceso que
vivimos.
Debe tenerse presente que en política y en derecho la imaginación abre más puertas que la
coacción.
Lecciones de Oaxaca
La situación de Oaxaca representa una de las mayores derrotas de la política en las últimas
décadas. Se han equivocado el presidente y sus colaboradores, el gobernador, los partidos e
incluso el Congreso. Pero además de los errores existen problemas estructurales,
inadvertidos porque los oculta la violencia y las desconcertantes acciones y omisiones de los
dirigentes políticos.
Por una tendencia que viene de muy atrás, la política se limita a buscar soluciones
circunstanciales. La visión de Estado, que más allá de remediar las cuestiones en tránsito
procure identificar las causas profundas de los problemas, hace tiempo que no suele estar en
la mente de nuestros gobernantes.
La cuestión oaxaqueña se enredó mucho más de lo previsible entre otras cosas por la
impericia con que fue abordada desde sus primeras expresiones. La miopía se hizo ostensible
cuando el gobierno federal, hace apenas unas semanas, manifestó que el asunto no era de
relevancia nacional. En breve habrá otro equipo de gobierno y todavía no se sabe si
entenderá todo lo que hay atrás de los sucesos en Oaxaca.
Una cosa es clara: además de resolver los aspectos aparentes del problema, habrá que
atender las cuestiones latentes. ¿Cuáles son éstas?
Las lecciones de Oaxaca son varias: se exhibe la caduquez del sistema presidencial en su
configuración actual; se muestra que los programas de apaciguamiento social no significan
respuestas de largo plazo para superar la marginación que padecen millones de mexicanos;
se prueba que el resurgimiento del caciquismo es incompatible con una democracia en
ciernes; se ponen de manifiesto las carencias del sistema representativo, que incluye a los
partidos y al Congreso, que han quedado en situación de pasmo y, por último, se refleja
hasta qué punto faltan medios institucionales para advertir y encauzar con oportunidad los
factores de conflicto.
En otras palabras, Oaxaca nos ha puesto ante un hecho evidente: el sistema constitucional
mexicano sufre el síndrome de Dorian Grey: envejeció sin darse cuenta.
Veámoslo por partes. El sistema presidencial arcaico impide que el presidente cuente con
colaboradores responsables ante la representación nacional, por lo que tiende a rodearse de
quienes lo halagan y no están sujetos al escrutinio del Congreso. Las acciones y las omisiones
de los secretarios de Estado sólo son valoradas por el presidente, y las insuficiencias del
propio presidente no pueden ser compensadas por el conocimiento y la experiencia de sus
ministros.
En cuanto a los programas sociales, se aplican los de contención inmediata, más o menos
epidérmicos, para que la población en estado de necesidad pueda paliar algunas exigencias
cotidianas; pero las relaciones inicuas siguen su curso, auspiciando un nivel de concentración
de riqueza en la cúspide de la pirámide que excede, con mucho, la asimetría social de otros
países con una composición semejante a la de México.
Además, las nuevas reglas del juego político han emancipado a los gobernadores de la
sumisión ante el presidente. Pero al no haberse democratizado la estructura y el
funcionamiento del poder en los estados, ha resurgido un caciquismo atávico.
La última lección es que la inercia se ha impuesto y ocasiona que el Congreso y los partidos
se limiten a fungir como espectadores. El sistema representativo, en una fase incipiente de
desarrollo, aún no se asume como responsable de la gestión política nacional; el
paternalismo presidencial inhibe al Congreso.
Es verdad que el conflicto oaxaqueño hizo erupción durante el proceso electoral y tomó al
Congreso entre una legislatura que terminaba y otra que comenzaba; pero el caso es que, a
dos meses de haber quedado instalada, los integrantes de la nueva legislatura lucen
desorientados.
Todas las fallas institucionales, juntas, hacen que la inquietud social carezca de canales
democráticos para manifestarse. La protesta estentórea, en la vía pública, denota que el
Estado mexicano no dispone de medios para identificar la gestación de las inconformidades
y para canalizarlas de una manera satisfactoria.
Existen remedios para salir del problema en Oaxaca, pero sólo serán un paliativo que no
evitará otras expresiones ulteriores de frustración, porque los responsables de las decisiones
políticas no han advertido que, además de las tensiones coyunturales, hay deficiencias
estructurales cuya magnitud tiende a aumentar.
La hazaña electoral de 2000 no fue suficiente para justificar un recorrido que extenuó a la
sociedad. Uno de los efectos más nocivos de la política adoptada por el gobierno saliente
fue haber transferido sus errores al conjunto de las instituciones. Lejos de asumir la
responsabilidad que le incumbía por los ostensibles desaciertos, el Presidente optó por
negarlos o por atribuirlos a otros órganos del poder. El Congreso y los partidos, incluido el
suyo propio, fueron los destinatarios principales de las culpas que el Presidente asignó para
descargar su responsabilidad.
Esa conducta política ha permitido que el Presidente culmine su periodo con elevados
indicadores de aceptación. Es el espejismo producido por una intensa acción publicitaria que
encubre una vocación personalista ajena a la democracia que se pregona, y acorde con la
tradición política mexicana. Conforme a la propaganda oficial, difundida a través de los
medios electrónicos e impresos, los mexicanos debemos todo al Presidente. El Presidente
aceptó que su nombre apareciera en la propaganda que, en el mejor de los casos, debió ser
institucional. Pero no fue así. Si hay camas en los hospitales, tableros en las escuelas, casas
para los trabajadores, alimentos para las familias, es porque una persona que se llama
Vicente Fox lo hizo posible.
Hace algunos años Enrique González Pedrero publicó una obra bajo el elocuente título de El
país de un solo hombre. Es un estudio sobre la dictadura de Antonio López de Santa Anna.
Hoy podríamos hablar de la democracia de un solo hombre porque, en sus declaraciones y
en sus acciones, el Presidente estableció que él es la democracia. Por eso consideró
innecesaria la reforma del Estado; porque, según sus palabras, su arribo a la Presidencia era,
por sí sola, la llegada de la democracia.
No tiene importancia resaltar los yerros del Presidente que sale, pero sí es oportuno
advertirlos ante el presidente que entra. Muchos de esos desaciertos tienen por origen el
círculo que envuelve a los presidentes, y esto a su vez se explica por la enorme
concentración de poder que ejerce una sola persona. Las instituciones no pueden girar en
torno a individuos.
No todos los problemas del país se deben resolver con normas limitativas del poder. Lo
saludable será que los titulares del poder y la presencia de la sociedad sean suficientes para
propiciar la moderación en el ejercicio de las funciones públicas. Podría proponerse que el
Congreso legislara acerca de la institucionalidad de la propaganda oficial, para evitar el uso
personalista de los recursos públicos, pero esto nada más contribuiría a seguir utilizando las
leyes como un freno para el desenfreno. La ley no puede ser un paliativo ante el fracaso de
la civilización.
Maquiavelo enseñó, con razón, que cuando se ejercía el poder absoluto el dilema del
gobernante consistía en ser querido o temido. En cambio en un sistema democrático es tan
peligroso adorar como temer al gobernante, porque en ambos casos se renuncia a la
libertad. En un sistema democrático las relaciones con el gobernante no se desenvuelven en
la esfera del afecto sino de los derechos; en un sistema constitucional el dilema del
gobernante está en acatar o desacatar el orden normativo, y en atender o en ignorar las
demandas de justicia. El estado de derecho subsiste aunque haya ciudadanos que infrinjan las
normas establecidas, pero no donde quienes las violan ocupan el poder.
La protesta presidencial
No hay razones jurídicas para una crisis constitucional con motivo de la protesta que el
presidente electo deberá rendir la semana próxima. Tres preceptos constitucionales resultan
centrales en este caso. El artículo 83 establece: "El Presidente entrará a ejercer su encargo el 1
de diciembre"; el 85 dice: "Si al comenzar un periodo constitucional no se presentase el
presidente electo [será sustituido]", y el 87 indica: "El Presidente, al tomar posesión de su
cargo, prestará ante el Congreso. [la siguiente protesta]".
De acuerdo con esas disposiciones, el periodo comienza a las cero horas del 1 de diciembre.
Ahora bien, ¿ante quién deben presentarse el Presidente? También es claro: ante el
Congreso. La duda surge en cuanto al valor del juramento. Sobre este punto no hay criterio
jurisprudencial, y la doctrina mantiene dos interpretaciones: para unos la protesta es
constitutiva de la asunción de la Presidencia, para otros sólo tiene un contenido simbólico.
Se teme que el presidente electo no cumpla con lo dispuesto por el artículo 87 porque el
Congreso no se pueda reunir o porque, habiéndose reunido, el Presidente no consiga prestar
la protesta. Hay quienes sustentan que como consecuencia de cualquiera de ambos sucesos,
se plantearía la hipótesis del artículo 85, según la cual por no haberse formalizado la
presentación del presidente electo, sería el caso de designar un interino. Se incurre en un
error, porque la previsión del artículo 85 concierne a la ausencia del presidente electo, no a
que omita la protesta verbal. Faltar tiene una sanción prevista por la Constitución, pero
dejar de pronunciar el juramento no.
Las normas deben ser interpretadas de una manera tal que se permita su aplicación, no a la
inversa. Supongamos, por ejemplo, que se llegara a la conclusión de que un presidente,
imposibilitado por la fuerza para presentar la protesta en forma verbal, quedara privado del
cargo y que el Congreso, por mayoría absoluta, tuviera que designar a otra persona para el
cargo. Pues bien, los mismos hechos violentos podrían repetirse una y otra vez, para vedar
el acceso a la Presidencia a quien hubiera sido nombrado contra la voluntad de un grupo. Si
la Constitución fuera interpretada de esta manera, podríamos pasar un tiempo
indeterminable antes de tener Presidente.
Ante el panorama existente deben considerarse varios factores. En primer lugar, nadie está
obligado a lo imposible; es preferible no hacer uso de la fuerza, aunque esto implique
omitir, por hechos superiores a la voluntad del presidente electo, la prestación verbal del
juramento. En segundo término, quienes hayan impedido la rendición de la protesta no
podrán invocar el hecho para sancionar al Presidente, porque en derecho nadie se puede
beneficiar de su propia transgresión. En tercer lugar, si se considerara sancionable la omisión
presidencial, lo sería asimismo la acción de los legisladores que la hubieran ocasionado,
porque, en los términos del artículo 128 constitucional, los representantes de la nación
también deben "guardar la Constitución y la leyes que de ella emanen". Adoptar un criterio
punitivo, por cualquiera de las partes, no sería saludable para nuestra incipiente democracia,
porque sólo conduciría a descalificaciones sistemáticas recíprocas y a la consiguiente parálisis
institucional.
Se debe evitar que la tensión social aumente. Es necesario que el presidente electo asista al
Congreso, pero prevea la entrega de la protesta por escrito (el verbo prestar que utiliza la
Constitución quiere decir dar o comunicar); el Congreso podría tenerla por ofrecida en esos
términos, habida cuenta de las condiciones excepcionales que impidieran el uso de la
tribuna. Si alguien se inconformara y estuviera legitimado para promover una controversia,
que acuda ante la Corte para que dispongamos en lo sucesivo de un criterio jurídico
vinculante.
Estamos alcanzando un peligroso nivel de conflicto. Una gran parte de la sociedad se sabe
excluida del bienestar y otra parte se siente amenazada por la incertidumbre. El refugio en
los extremos implica un riesgo superlativo para todos. Durante seis años fracasó la política,
pero es necesario darle un nuevo margen de recuperación. De no hacerlo, quedaremos a
expensas de una lucha fragorosa en la que da igual quién triunfe, porque lo hará el más
fuerte. Y esto significaría volver a empezar.
El riesgo de vencer
A la memoria de don Jesús Blancornelas, mexicano excepcional
Los argumentos conservadores parecerían acertar en tanto que las reformas estructurales del
poder no forman parte de las exigencias sociales. Además, hasta ahora tampoco ha sido
necesario reformar para gobernar. Por eso el sistema constitucional enfrenta un doble
problema: por un lado las resistencias al cambio se han acentuado, porque la experiencia
confirma la validez de las tesis conservadoras; entre los vencedores prevalece la idea de que
las reformas sólo beneficiarían a los derrotados. Por otra parte, un amplio sector de la
oposición se muestra reacio a negociar. Este cuadro no podía ser más desfavorable para las
reformas, porque según esos puntos de vista los cambios resultan inútiles, contraproducentes
o imposibles. Con todo, la historia propia y ajena confirma que la rutina corrompe a las
instituciones y a la postre las destruye.
Cualquier estructura de poder político, incluso la más arcaica, puede resultar funcional si por
tal cosa se entiende la capacidad de ejercer la coacción. Por lo general los sistemas
constitucionales envejecidos se apoyan en un poder autoritario, porque carecen de los
instrumentos de capilaridad política que facilitan los consensos, pero el hecho de que la
fuerza triunfe no la hace sinónimo de éxito.
Las tesis simplistas suelen apoyarse en la evidencia empírica de que aun sin cambios los
gobiernos siguen mandando. Esta no es una contribución al saber, a la política ni al derecho;
es, sí, una posición que releva de pensar y de actuar. Fue esa la corriente que dominó los
anteriores seis años de la política mexicana; confío en que no prevalezca también a lo largo
de los que comienzan. El desempeño del poder basado en acuerdos es menos expeditivo
que las decisiones verticales, pero corresponde a lo que se conoce como democracia. Por
eso cuando se alega que sin una reforma estructural el sistema dejaría de ser gobernable, se
alude a la gobernabilidad democrática.
Los signos no son promisorios. Los partidarios del cambio son pocos en ambos espectros del
sistema político. Nos encontramos en una situación inédita en la historia mexicana. En el
poder, un pequeño grupo acepta el cambio; en la oposición, un pequeño sector lo exige.
Por lo demás, los bloques mayoritarios en ambos campamentos coinciden en no querer
cambiar y han adoptado la estrategia de evitar reformas institucionales.
Las reformas son valoradas según las ventajas o los pérdidas que se les atribuyan. Desde un
punto de vista conservador, la reforma supone incertidumbre y pérdida de posiciones, pero
ofrece estabilidad; desde un punto de vista progresista la reforma implica concesiones, pero
compensa con algún avance. Las ecuaciones jurídicas y políticas de cada parte determinan el
punto de las máximas ganancias y de los mínimos costes que hacen aceptable una reforma
institucional. Pero además del pragmatismo, en materia de reformas también cuentan las
convicciones democráticas o autocráticas de los agentes políticos.
El costo de evitar los cambios institucionales puede ser muy alto para los jugadores, pero es
aún mayor para los espectadores. Al fin de cuentas los jugadores protegen sus intereses, pero
nosotros, los que sólo vemos y en el mejor de los casos opinamos, quedamos a merced de
las intransigencias.
Existe la posibilidad de que los pocos reformadores sufran la irracionalidad del aislamiento.
El aparato del poder podrá seguir por mucho tiempo como está, porque no se encuentra
expuesto al colapso inminente; esto acentuará su rechazo al cambio. La oposición, a su vez,
podrá perpetuarse en el autismo, paralizada y paralizante, renunciado a ser motor de
cambios. Las posiciones maximalistas dominantes exponen a los contendientes al riesgo de
vencer. Pero el que triunfe poco habrá ganado, como no sea el mantenimiento de un
sistema institucional que sólo progresa en su rigidez.
Es deseable que, en contraste con su antecesor, este gobierno sí promueva los cambios
institucionales requeridos; las incógnitas consisten en saber si querrá y podrá. Ahora bien,
¿por qué todos insistimos en la responsabilidad presidencial, si por otra parte afirmamos la
necesidad de superar el paternalismo? Las exigencias suelen dirigirse al Presidente, conforme
a la antigua usanza. En realidad, ¿qué tanto dependemos de la voluntad presidencial?
¿Podemos seguir formulando nuestras demandas ante el Presidente sin desvirtuar con ello la
vocación democrática del país?
Según las apariencias, las presiones sobre el Presidente son muy elevadas. Resulta evidente
que hay una relación directa entre la magnitud de los intereses en juego y las resistencias al
cambio institucional. Quienes desean obtener ventaja en sus negociaciones políticas con el
gobierno, se ven beneficiados por la estructura vigente del poder, porque en un sistema
político competitivo y plural, la alta concentración de facultades hace al Presidente más
vulnerable de lo que parece.
Durante la etapa de partido hegemónico el presidente contaba, para hacer frente a las
presiones, con un vasto aparato de poder que respondía a su voz de mando. El Congreso, el
partido y sus sectores, y los gobiernos locales, actuaban con sincronía y disciplina,
arropando las decisiones mayores del presidente y poniéndolo a resguardo cuando era
sometido a las duras pruebas que siempre esperan al titular del Poder Ejecutivo.
En este sentido, los tiempos sí han cambiado. El Presidente sigue siendo depositario de una
importante cantidad de facultades, pero no dispone de un sistema político disciplinado que
lo apoye. Más aún, el Presidente se encuentra sujeto a un acoso sistemático que le exige
retazos de poder. A la inversa de la lógica anterior, ahora el Congreso, los partidos y los
gobernadores tienen su propia agenda de exigencias y actúan conforme a la regla
convencional de la negociación: dando y dando (o como decían los clásicos, do ut des,
porque esto no acaba de inventarse). A este intenso regateo se suma otro factor que
apareció en la fase final del partido hegemónico: la fuerza creciente de las corporaciones
nacionales y extranjeras.
Antes de las elecciones de 2000 se advirtió que las instituciones tenían un rendimiento
decreciente con relación a las expectativas sociales, y se sugirió impulsar una reforma
oportuna para facilitar el proceso electoral; pasados los comicios federales se insistió en la
necesidad de esa reforma, advirtiendo que el señor Fox podría no disponer de los
instrumentos suficientes de negociación, y que convenía facilitar el inicio de su gestión. Nada
se hizo.
Por lo menos desde 1998 ha habido una amplia gama de expresiones relacionadas con la
reforma del Estado, que corresponden a un abanico muy variado de posiciones políticas y
jurídicas. No siempre han sido planteadas ni estudiadas con igual profundidad, pero se han
ventilado con libertad en espacios académicos, informativos, partidistas e incluso
gubernamentales. Las propuestas están recogidas en numerosas publicaciones. Las opciones
para actuar son públicas; las consecuencias de la indecisión también están a la vista. Se han
confirmado todos los pronósticos acerca de lo que sucedería de no adoptarse una reforma,
y hasta ahora la experiencia más traumática ha sido la de 2006. ¿Qué podemos esperar para
el futuro?
Los efectos del anquilosamiento institucional se podrán acumular. El país avanza a un ritmo
económico inferior al de sus posibilidades reales y van quedando sin atención adecuada
numerosas necesidades sociales. En casi todos los ámbitos estamos actuando por debajo de
las expectativas más razonables. Los mermados reflejos del Estado hacen que los dirigentes
políticos sólo se ocupen de lo perentorio; pocos alzan la mirada mucho más allá del día que
corre. Este fenómeno puede envolver a la clase dirigente e impedirle tomar decisiones más
allá de la coyuntura.
Para lo sucesivo los pronósticos son peores de lo que fueron en el pasado. El país ya no está
expuesto a crisis temporales sino a quedar atrapado entre el pasmo institucional o las
soluciones voluntaristas, que casi siempre obedecen a la lógica de la fuerza. La opción
razonable, democrática, podrá desvanecerse en el curso de los próximos años si no arranca
el proceso de reformas y se ponen en movimiento la imaginación y el optimismo. Es
evidente que las fuerzas sociales no se cruzarán de brazos ante la decadencia progresiva del
país; poco a poco se atribuirá el deterioro a los efectos de una democracia evanescente, y se
preferirá reactivar el progreso material a expensas de la idea democrática del Estado.
No creo que este sea el proyecto de los dirigentes políticos, pero será el resultado de su
inacción. Esos dirigentes ya han dejado pasar muchas oportunidades en los dos lustros
anteriores, con los resultados que podemos constatar. Tal vez algunos celebrarán que las
opciones del país se estrechen a tal punto que se haga inevitable un nuevo giro hacia el
autoritarismo, pero serán más quienes lamentarán que esta generación haya perdido la
oportunidad de construir un país diferente.
Somos muchos los que dimos voces de alerta hace años y los que enviamos voces de alarma
ahora. Es paradójico que hayamos tenido el ánimo para recorrer un camino tan largo, desde
las primeras reformas electorales hace poco más de medio siglo, y estemos flaqueando en la
etapa culminante. En breve la disyuntiva se planteará entre la vieja tesis de orden y progreso
o la nueva búsqueda del progreso en libertad; pero no hay que descartar que en esa pugna
nos quedemos sin orden, libertad ni progreso.
En materia educativa, por ejemplo, el acceso a la enseñanza primaria es casi universal, pero
el ingreso a la educación superior sigue siendo limitado; otros aspectos se han extendido,
como la vivienda popular o la disposición de servicios de salud. Se contribuye así a una
suerte de positividad progresiva de los derechos fundamentales identificados como
programáticos.
Mucho tiempo ha transcurrido desde la reforma constitucional de 1978, y ahora que nos
encontramos ante un gobierno que plantea como uno de sus compromisos prioritarios la
creación de empleo, es oportuno preguntar por qué no se adopta el seguro para quienes se
encuentren en situación de desempleo, como una manera de hacer efectivo el enunciado
constitucional. Según la Constitución, toda persona tiene derecho al trabajo; esto significa
que la sociedad, a través del Estado, está obligada a prestar el apoyo mínimo requerido por
los desempleados. De no proceder así, la norma carece de sentido, incluso en su intención
programática.
Además de auspiciar la equidad en las relaciones sociales, un buen diseño del seguro de
desempleo permitiría la paulatina absorción del trabajo informal. La participación del
mercado informal en el producto nacional bruto crece a un ritmo sostenido. Sus efectos
negativos son bien conocidos, pero no podrán revertirse mediante la utilización de
instrumentos represivos; más bien, deberán considerarse mecanismos de inducción o, como
les llamó Norberto Bobbio, de naturaleza promocional.
A los dirigentes económicos, públicos o privados les desagrada la idea del seguro de
desempleo. La decadencia mundial del Estado de bienestar ha implicado el desprestigio de
ese tipo de prestaciones; pero los efectos de exclusión social que resultan de la ortodoxia
liberal están a la vista. En las condiciones que vive México, procede replantear las bondades
del derecho social. No es una receta novedosa, pero sí puede ser efectiva. De tarde en tarde
los dirigentes políticos deben rectificar; incluso sin dar virajes de 180 grados, pueden corregir
lo que implica situaciones sociales injustas.
El gobierno implantó ya un programa de empleo, que por cierto no vinculó con el artículo
123, ¿el Congreso no tiene algo adicional que proponer, con fundamento en la
Constitución?
Con el andar del tiempo el petróleo adquirió la naturaleza de tabú político. Las condiciones
en las que se produjo la expropiación y el discurso nacionalista que se estructuró en torno a
esa reivindicación le imprimieron una dimensión especial en el contexto de las instituciones
mexicanas. Cuando se habla de petróleo en México, las palabras tienen una resonancia
incomprensible en otras latitudes; entre nosotros se alude a una etapa histórica de heroísmo,
al mayor recurso natural de un pueblo pobre y a una institución constitucional. Todo esto
ha convertido al petróleo en un símbolo nacional.
Hace 67 años no eran previsibles todas las circunstancias, internas y externas, por las que
atraviesa la industria, entre ellas el alto costo de las tecnologías aplicables a la extracción y la
dura competencia internacional. Tampoco se anticipó la magnitud de su participación en la
vida económica del país. Hoy sabemos que el desarrollo de la industria implica modernizar
su gestión, pero privatizar el petróleo resulta improbable, a menos que el Estado acepte
pagar el precio de la inconformidad social.
Ahora bien, las opciones posibles no se agotan con la privatización. Hay otra que, por el
contrario, consiste en la socialización de los hidrocarburos. En este sentido existen
precedentes que vale la pena considerar. En 1982 la banca fue estatizada y a continuación el
artículo 28 constitucional dispuso que "el servicio público de banca y crédito no será objeto
de concesión a particulares". Sin contravenir esta norma, en 1983 fue promulgada la Ley del
Servicio Público de Banca y Crédito, conforme a la cual el capital de las sociedades
nacionales de crédito (los bancos) estaría representado por certificados de aportación
patrimonial. El 66% de esos certificados fue denominado como serie A, y quedó por
completo en manos del Estado; el 34% restante, serie B, podía ser suscrito por los gobiernos
de los estados, por los municipios, por los trabajadores bancarios y por particulares, con
restricciones en cuanto al monto adquirible y a la nacionalidad de los compradores. Sólo el
Estado, conforme a la Constitución, ejercía el derecho de voto en cuanto a las decisiones,
pero todos tenían derecho a las utilidades.
Hoy, a la disyuntiva entre mantener el estatus vigente del petróleo o privatizarlo debe
agregarse una solución que haga compatibles la propiedad estatal del petróleo y la inversión
social en los recursos petrolíferos. Una especie de sociedad nacional de hidrocarburos, regida
por el derecho público, que emitiera certificados de aportación patrimonial a los que
pudieran acceder los trabajadores y los ahorradores, con limitaciones que protejan el interés
de la nación, no contravendría el marco constitucional y en cambio haría partícipe de las
utilidades a un amplio sector social del país. El símbolo también se preservaría, porque el
petróleo seguiría siendo de la nación; no habría el riesgo de su apropiación por extranjeros
y el Estado continuaría dirigiendo la empresa en exclusiva.
Propuestas cruciales
Cuando se habla acerca de la necesidad de reformar la Constitución para iniciar el proceso
de reforma del Estado, parecería que se está planteando una exigencia desmesurada y sin
precedentes. Veamos, sin embargo, cuáles son los precedentes en materia de reformas de
relevancia política.
A los 10 años, otra reforma fue de gran trascendencia. El control ejercido por el partido
dominante había reducido la oposición en la Cámara de Diputados a un inverosímil 2% de
sus miembros. Mediante un original mecanismo se estableció la figura de los diputados de
partido. Como resultado, en la legislatura de 1965 alrededor de 20% de la Cámara era
opositora. En 1972 fue ampliado el acceso a los partidos de oposición.
Luego, la reforma política de 1977 representó uno de los mayores avances registrados en el
país. El estatus de los partidos fue incluido en la Constitución, se abrió la posibilidad de que
el Partido Comunista saliera de la clandestinidad, y se adoptó el sistema que combina la
representación mayoritaria y la proporcional. De esta forma se mitigó el problema de la
subrepresentación que afectaba a la oposición; la vida de los partidos opositores cobró
nuevo aliento y comenzó su ascenso en la captación de sufragios. También se fue haciendo
más apremiante la reforma electoral que garantizara la efectividad del sufragio.
Apenas tres años más tarde surgió la figura de los senadores de primera minoría, que abrió
las puertas del Senado a la oposición, se adoptó la autonomía del tribunal electoral y se
suprimió la autocalificación de las elecciones de diputados y senadores. Un año después, en
1994, la Constitución estableció un "organismo público autónomo con personalidad jurídica
y patrimonio propio" como responsable de la organización y supervisión de las elecciones, y
a partir de 1996 se instituyó el IFE, ya sin la participación de funcionarios gubernamentales;
fueron precisados los derechos de los partidos, y se atribuyó al Tribunal Electoral calificar la
elección presidencial. También fueron modificadas, una vez más, las reglas de asignación en
cuanto a la representación proporcional, y el Senado fue ampliado a 128 miembros,
compuesto por dos de mayoría y uno de primera minoría en cada estado, más 32 de
representación proporcional.
Una característica de esas reformas es que todas estuvieron concernidas con el sistema
electoral, el de partidos y el representativo. Esto supuso en avance indiscutible, pero
ninguna atendió al eje del poder: el gobierno. Otro aspecto significativo es que entre la
primera, en 1953, y la segunda, en 1963, trascurrieron 10 años. Después, todas las reformas
se produjeron en plazos de extensión decreciente. Las últimas se registraron en 1990, 1993,
1994 y 1996.
El criterio adoptado por la Corte, que distingue entre leyes generales o constitucionales y
leyes federales, no aparece en la Constitución ni en las leyes, ni siquiera en la jurisprudencia
misma; existe sólo en la doctrina y con enfoques muy contradictorios. Los propios
legisladores, al paso de los años, han incurrido en un uso irregular de esas categorías de
leyes.
Por ejemplo, hay leyes generales en materias que son de la competencia exclusiva de la
Federación (Ley General de Población), y en asuntos en que también incumben a las
entidades federativas (Ley General de Salud). Equívocos análogos se presentan en cuanto a
las llamadas leyes federales. La materia laboral es de exclusividad federal (Ley Federal del
Trabajo), pero en cuanto a defensoría, la Federación y las entidades pueden legislar en sus
respectivos ámbitos, por lo que también hay una Ley Federal de Defensoría Pública.
Además, hay otras leyes no calificadas como generales ni como federales como la Ley
Agraria o la Ley Aduanera, que regulan aspectos de competencia federal exclusiva, o
actividades que se regulan por igual en las jurisdicciones federal o local como a la que se
refiere la Ley de Asistencia Social.
La nueva tesis de la Corte plantea problemas para el ordenamiento jurídico nacional porque
a la difícil cuestión del conflicto de normas agrega el de la jerarquía entre iguales. Decía un
personaje de Orwell, en Animal Farm, que "todos somos iguales, pero hay unos más iguales
que otros". Así sucede con nuestro nuevo sistema de normas. Según la Constitución, todas
las leyes del Congreso y los tratados son "Ley Suprema de toda la Unión", pero ahora unas
normas son más supremas que otras, por lo que las leyes que no sean consideradas generales
y no se sujeten a los tratados serán inconstitucionales.
Por muchas razones este asunto merece especial atención. Por ejemplo, las leyes son
elaboradas, reformadas y derogadas por ambas cámaras del Congreso; en cambio, los
tratados, superiores en jerarquía, son aprobados tan sólo por el Senado, lo que rompe la
simetría legislativa entre ambas Cámaras.
Una saludable reforma constitucional, que entró en vigor el mismo día 13 de febrero en que
la Corte adoptó el nuevo criterio, faculta al Senado para confirmar las decisiones
derogatorias que proponga el presidente. La oportuna coincidencia mitiga, en este punto, lo
que de otra manera habría significado la unción del presidente como supremo legislador
nacional.
Quedan para el futuro otras cuestiones porque la Corte, o el legislador, tendrán que definir
qué debemos entender por leyes generales o constitucionales. Es un buen tema para la
reforma del Estado que permitirá retomar una brillante idea que tiempo atrás formuló el
eminente jurista Héctor Fix-Zamudio. Tal vez la involuntaria confusión culmine en una
afortunada innovación. Ojalá.
¿Transparencia?
Una de las pocas acciones positivas que dejó la anterior administración es la relacionada con
el acceso a la información. No se puede decir, sin embargo, que todo haya sido mérito
suyo: en buena medida el gobierno respondió a las presiones internacionales, en especial a
las procedentes de Estados Unidos. Esto se hizo evidente por la premura con que se planteó
la legislación en la materia, pues fueron adoptadas disposiciones para acceder a la
información pública sin que antes existiera la obligación de fortalecer los archivos públicos.
Esa omisión, que subsiste, afecta la magnitud de lo que se quiso hacer en materia de acceso a
la información. Es posible que no hayan quedado elementos documentales relacionados con
muchas decisiones políticas: Atenco, Chiapas, Cuba, la guerra de Irak, el canal 40, las
relaciones con los partidos, con los empresarios y con el clero, y muchos asuntos más que la
vorágine de los acontecimientos fue borrando de la memoria inmediata, pero que la historia
recogerá.
Empero, las lagunas subsisten. Sólo hay transparencia cuando se conservan constancias de las
decisiones gubernamentales, que en algún momento son accesibles. Sí, los órganos del poder
están obligados a informar acerca de los documentos que poseen, pero no están obligados
poseer documentación alguna, su responsabilidad es muy ambigua y la transparencia es muy
relativa. En otras palabras, si alguien dice "estoy obligado a informar de lo que tenga, pero
no estoy obligado a tener nada", hace de la transparencia una apariencia. Esta ha sido, en
buena medida, la realidad legal y política, hasta ahora.
Si hemos de tomar en serio las palabras de la ley y de la política, valdría la pena que los
textos inscritos en la norma suprema reflejaran una decisión solemne y no un discurso
circunstancial. En tanto que no exista el deber de documentar las acciones de gobierno, para
que los gobernados sepamos las motivaciones de los gobernantes, así sea muchos años
después, la transparencia seguirá siendo una especie de ilusión. De los acuerdos
presidenciales, y de los que tengan los secretarios con sus colaboradores, deberían quedar las
constancias documentales que nos permitan saber, dentro de algunos años, las razones del
poder.
De poco nos servirá conocer el costo del mobiliario o del vestuario oficial, o las
percepciones de los funcionarios, si seguimos desconociendo los aspectos cruciales que
tienen que ver con el bienestar (o malestar) de la sociedad. Hace poco el ex presidente
declaró que tuvo que retractarse del desafuero del Jefe de Gobierno del Distrito Federal. De
no ser por esa declaración, ¿existiría una prueba de la utilización política del ministerio
público? ¿Quedaron elementos documentales en alguna de las múltiples oficinas
involucradas en ese trámite?
La otra cuestión pendiente es determinar los efectos de que sepamos algo, porque si el
objetivo de la transparencia se agota con satisfacer la curiosidad informativa, se podrá
acentuar el cinismo que padecemos. En muchos aspectos somos una sociedad sin
consecuencias: antes nada pasaba, porque desconocíamos lo que ocurría; ahora nada pasa,
aunque sepamos lo que sucede.
La reforma comenzó
La Ley para la Reforma del Estado representa el compromiso de las fuerzas políticas
nacionales para modificar la estructura del poder y así adoptar una nueva relación entre
gobernados y gobernantes.
La ley implica que el eje de la reforma será el Congreso, no el presidente. Este es un giro
copernicano en la tradición política mexicana, pues denota que, ¡al fin!, estamos en camino
de superar el patrón cultural del paternalismo. Por primera vez en nuestra historia
constitucional la reforma de las instituciones no obedece a un impulso presidencial o
caudillista, ni es consecuencia de un ajuste revolucionario. A este hecho debe sumarse que,
con excepción de los actos constituyentes, en el país nunca se había convocado a un cambio
de la magnitud que ahora se prevé.
En cuanto a grandes reformas constitucionales, nuestras experiencias siempre estuvieron
centradas en temas específicos: electoral, municipal, federal, laboral, agrario, indígena, por
ejemplo. La mayor amplitud se registró en 1977, cuando al empalmar la reestructuración del
Congreso con un nuevo sistema electoral, hablamos de reforma política. Ahora el objetivo
es mucho mayor: se trata de la reforma del Estado. Esta expresión puede ser polémica, pero
nos permite englobar un proceso de cambio que incluye la organización y el
funcionamiento de los órganos del poder, y sus relaciones con la sociedad.
Desconozco si todos los legisladores están conscientes de lo que su acción significa para el
país y para ellos mismos. Tal vez todavía no se hagan una idea clara de la trascendencia de
su decisión, pero pronto advertirán que han abierto un cauce a la imaginación y a la
vocación innovadora de nuestra sociedad que ya no podrán enclaustrar otra vez. Que sea
para bien.
Laicismo en capilla
La lucha por el reconocimiento de los derechos fundamentales ha llevado siglos. Los
regímenes jurídicos relativos a la esclavitud, la tortura, las penas trascendentes y la privación
de la vida, por ejemplo, fueron suprimidos como consecuencia de movimientos
intelectuales, desvinculados de la acción eclesiástica, y algunas veces con cierto apoyo social.
La razón se ha abierto cauce con altibajos y dificultades, reafirmando la vocación secular de
la sociedad.
Ahora, la cuestión del aborto, que implica ampliar los derechos fundamentales de las
mujeres, está conduciendo a un debate donde los argumentos invocados y los protagonistas
involucrados pueden poner en peligro el laicismo. Las pugnas entre el poder político y el
poder espiritual, características de la Edad Media y de nuestro propio pasado decimonónico,
dejaron rescoldos que de cuando en cuando se reavivan. Entre nosotros, el reconocimiento
del orden constitucional laico supuso dos guerras civiles, una en el siglo XIX, otra en el XX.
Todo indicaba que esta era una disensión superada; empero, hay signos que no pueden ser
ignorados.
Lo que ahora se puede poner en riesgo es la paciente labor constructiva que había puesto fin
a tan airados tiempos. Sería insensato remover viejas pasiones para suscitar nuevos enconos.
Los conflictos con la Iglesia deben quedar en la historia. La polémica alentada por una parte
de la curia nacional y la participación de un emisario papal en un debate tan sensible como
el aborto son imprudencias que pueden volver a levantar rencillas estériles.
La preservación del Estado laico es una garantía para las libertades. Es comprensible que un
partido cuya formación estuvo inspirada por la encíclica Firmissimam constantiam (1937) sea
visto por algunos dignatarios eclesiásticos como parte de su feligresía, aunque diste de ser así
en numerosos casos. Pero antes de que esta percepción prospere, en perjuicio de las
instituciones y de la convivencia civilizada, es deseable que quienes así piensan rectifiquen y
pongan en práctica la lección evangélica que deja al Estado lo que es del Estado. Las
excomuniones de Hidalgo y de Morelos, y de quienes reconocieron la vigencia de la
Constitución de 1857, fueron inconducentes. Sería absurdo que en el futuro nos topáramos
con el pasado. Suele decirse de una persona en trance de pasar por una prueba que "está en
capilla". Esta es, también, la situación que por ahora presenta el laicismo en México.
Algunas escenas sólo fueron pintorescas. Por ejemplo, durante centurias la presencia de los
cometas fue interpretada como una advertencia de inminentes castigos colectivos, como la
peste, y en 1456 se hizo célebre la orden papal dictada para que, con repiques de campanas,
oraciones y exorcismos, se conjurara en toda Europa la maléfica presencia del cometa
Halley. Otros episodios, empero, se caracterizaron por su arbitrariedad y crueldad, y
numerosos científicos comparecieron ante la Inquisición para responder, con la vida o con la
libertad, por su decisión de cuestionar la verdad eclesiástica.
He aquí tres de los 80 "errores" que anatematiza: "Es bien que la Iglesia sea separada del
Estado y el Estado de la Iglesia" (55); "En esta nuestra edad ya no conviene que la religión
católica sea tenida como la única religión del Estado, con exclusión de cualesquiera otros
cultos" (77); "El pontífice romano puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, con
el liberalismo y con la civilización moderna" (80). Nada de esto podía aceptarse; pensarlo o
decirlo contravenía la doctrina.
Ahora hay amenazas de un giro que implica la aplicación renovada del Syllabus. Se ha
tomado como pretexto la reforma sobre el aborto, contra la que se promueve una reacción
sospechosa, por desproporcionada y contradictoria. En los términos del Código de Derecho
Canónico, "quien procura el aborto, si éste se produce, incurre en excomunión latae
sententiae" (canon 1398). Este precepto indica que la excomunión es automática e
inapelable en todos los casos de aborto, sin excepción. Si los impugnadores de la libertad
fueran congruentes con esa norma, tendrían que plantear la derogación completa del
artículo 148 del Código Penal en vigor, no sólo oponerse a su reforma.
Estado de excepción
Una de las mayores dificultades para gobernar un Estado democrático consiste en que el
discurso político no se aparte de los preceptos normativos. Por eso, ante la gravedad de los
hechos de violencia que sacuden al país, es importante revisar algunos términos de nuestra
Constitución. El artículo 129, por ejemplo, establece: "En tiempo de paz, ninguna autoridad
militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina
militar".
Los mexicanos sabemos que vivimos una difícil etapa histórica, y tenemos que preguntarnos
si la observancia de las normas constitucionales que nos rigen representa un obstáculo para
combatir a la delincuencia. En el caso de que hayamos llegado a un nivel en el que debamos
optar entre la vigencia de la norma o la defensa de nuestra integridad, querrá decir que
hemos descendido muchos peldaños en la escala de los valores éticos de una sociedad libre,
civilizada y democrática.
Como consecuencia de las acciones delictivas, el gobierno federal está expuesto a enormes
presiones. El desbordamiento criminal pone en riesgo la seguridad nacional; pero también
hará peligrar la vigencia del estado de derecho si, para combatir a quienes delinquen, el
Estado llega a adoptar medidas carentes de base jurídica.
Cuando no había reglas que protegieran a los gobernados, el poder autoritario tenía una
gran capacidad de respuesta; conforme los derechos de la sociedad se hicieron valer, la
discrecionalidad del poder se redujo, porque hay una relación inversa entre la libertad de
los gobernados y la libertad de los gobernantes.
La primera gran institución para la defensa del Estado, en condiciones excepcionales, fue la
dictadura romana. Se trataba de una magistratura republicana, temporal y sujeta a controles,
para hacer frente a situaciones que representaban un peligro inminente y grave. Esta
institución desapareció cuando se instauró el imperio y el poder total se atribuyó de manera
permanente al emperador.
Desde hace décadas los gobiernos mexicanos han sido reacios a la idea de establecer un
estado de excepción. Esto era comprensible en una etapa de hegemonía política, en la que
el Congreso carecía del peso político que hoy tiene, y cuando las decisiones presidenciales
prevalecían incluso sobre la Constitución. Hoy el panorama es otro. La delincuencia
organizada amenaza al Estado completo, no sólo al gobierno, y para que la respuesta sea
del Estado y no sólo del gobierno, o del gobierno solo, el Congreso también debe
pronunciarse. Su participación significaría un apoyo mayoritario para un gobierno
minoritario.
Sería una paradoja mostrar valor ante los hechos delictivos y temor ante las palabras del
derecho. Para enfrentar una crisis de seguridad el Estado cuenta con los instrumentos
constitucionales adecuados. En las condiciones actuales las diferencias de partido se deben
poner por un lado. La seguridad nacional corresponde a una política de Estado, entendida
como el conjunto de decisiones que cuentan con el respaldo de todas las fuerzas políticas.
No es asunto de generosidad, es cuestión de patriotismo.
El Estado y la televisión
Cuando fueron aprobadas las reformas a la Ley Federal de Radio y Televisión, muchos
opinamos que el poder político se había doblegado ante el poder privado. Este fenómeno
implica que un grupo de particulares tome decisiones de gobierno en función de su riqueza
y de su posición estratégica, sin responsabilidad ante el Congreso ni ante la sociedad.
Los efectos de esas reformas son múltiples. La premura con que se adoptaron en ambas
cámaras, y la actitud complaciente del entonces presidente, que contra la razón y el derecho
no formuló observaciones alegando desconocer el expediente, hicieron ver a muchos
legisladores, dirigentes políticos y funcionarios como gestores de intereses privados.
Lo que decida la Corte sobre esta materia se reflejará en la tendencia para asimilar el poder
político al poder mediático. De confirmarse esa orientación, asistiremos a un giro en el
funcionamiento de las instituciones. Hace apenas unas semanas una parte del Estado todavía
pudo resistir el embate de la Iglesia; la pregunta es si también podrá hacerlo ante la
televisión. Lo contrastante es que la Iglesia no depende del Estado, pero la televisión sí.
La transferencia del poder a las televisoras privadas obedece a un proceso de alto costo para
la nación. La acción mediática para desprestigiar a la política culminó con la erosión de las
instituciones, porque la sociedad acabó creyendo que toda la corrupción nacional comienza
y termina en el Estado. La privatización de los medios de comunicación fue un primer
objetivo de esa estrategia: resultaba imperioso dejar al poder público a merced del poder
privado. Más adelante se tomaron otras medidas, como la supresión del tiempo oficial en
los medios electrónicos concesionados.
No se debe incurrir en la ingenuidad de pensar que la televisión es sólo de los
concesionarios. En las decisiones de los grandes corporativos mediáticos también intervienen
algunas decenas (no pasan de eso) de grandes anunciantes, que participan en la definición
de las políticas mediáticas. Por eso, entregar la conducción política del país a las televisoras
tiene múltiples implicaciones para las instituciones públicas.
Conforme a las disposiciones constitucionales, los órganos del poder se controlan de manera
recíproca, para evitar desbordamientos. En la base está el poder ciudadano y, según la
misma estructura constitucional, entre el pueblo y los órganos constituidos se sitúan los
partidos políticos, como vectores que trasladan los mensajes de abajo hacia arriba, y
viceversa.
En estas circunstancias, los grandes electores de nuestro sistema son los concesionarios y los
principales anunciantes. Estamos pasando de un sistema de partido hegemónico a otro de
dominación empresarial en el que los medios son el instrumento. Los griegos tenían un
nombre para este fenómeno: plutocracia.
En 1988, España dio un gran paso para emancipar la política del dinero. Una ley, de un solo
artículo, estableció: "No podrán contratarse espacios de publicidad electoral en las emisoras
de televisión privada objeto de concesión". Con algunas variantes, la misma medida se
aplica en Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, El Salvador, Nicaragua, Panamá, República
Dominicana y Uruguay. En este punto no es posible eludir decisiones que protejan la esfera
de lo público. Durante la vigencia del actual código electoral se han destinado más de 30
mil millones de pesos a los partidos; tres cuartas partes han estado destinados a los medios
electrónicos, en especial a la televisión. Esto es lo que, en términos coloquiales, se llama un
"negocio redondo". Consiste en desprestigiar a los partidos para forzarlos a gastar más en
recuperar su imagen.
En un país con tal cantidad de carencias sociales, ¿es razonable que destinemos recursos
públicos al mayor enriquecimiento de las televisoras?
Eso tiene que ver con un Estado laico, porque buena parte de los razonamientos del
presidente de la CNDH se basan, sin mencionarlo, en el Catecismo de la Iglesia Católica,
adoptado por Juan Pablo II en 1992, y preparado por el entonces cardenal Joseph
Ratzinger. Para procurar apoyo, por ejemplo, cita y subraya las palabras pronunciadas por
un diputado (menciona la fecha del discurso, pero no ofrece la identidad del legislador),
conforme a las cuales "en tanto que el progenitor se vea incapaz de dar a sus hijos tales
beneficios (alimentación, educación, salud), debe abstenerse de procrear" (el énfasis es del
presidente de la Comisión). Aquí es donde comienza el argumento confesional que recoge,
casi en su literalidad, la idea catequista de la sexualidad: sólo se justifica para procrear.
Es respetable que quienes adecuan su vida a los preceptos del Catecismo admitan que "el
placer sexual es moralmente desordenado cuando es buscado por sí mismo, separado de las
finalidades de la procreación" (2351), pero resulta excesivo pretender que la infracción de
ese comando moral sea un acto inconstitucional. Para el titular de la CNDH no existe el
derecho a la sexualidad, sólo a la procreación. En su esfuerzo por acreditar que como parte
de ese derecho la mujer queda sujeta a la voluntad de quien la embaraza, llega incluso a lo
chusco: "uno solo, por más que quiera, no puede procrear". Concluye recomendando que el
derecho a la procreación "debe privilegiarse constitucionalmente lo más posible".
Puedo entender que un funcionario sea presionado por los jerarcas a quienes obedece en el
orden íntimo de su confesión, pero esto no justifica que transforme sus homilías en
directivas institucionales. Un funcionario que se vea en la disyuntiva de conducirse conforme
a los dictámenes de su fe o de aceptar los imperativos de neutralidad y tolerancia que
implica una función republicana debe recordar la distinción weberiana entre la ética de la
responsabilidad y la ética de la convicción, y recapacitar acerca de su papel en un Estado
laico.
Autonomía vital
La autonomía vital consiste en la libertad que tiene toda persona adulta para conocer y
decidir acerca de las implicaciones de un tratamiento médico, y para determinar el tiempo
que está dispuesta a soportar un padecimiento irremediable, con dolores extremos y que,
desde su perspectiva, afecte su dignidad personal. Esta autonomía comprende, por tanto,
dos grandes decisiones: la supresión de un tratamiento, conocida como eutanasia pasiva, y
la terminación voluntaria, aun asistida, de la vida, a la que se denomina eutanasia activa.
Cada uno de estos supuestos implica la ponderación legal, ética y científica de las
circunstancias en que es aceptable el ejercicio de los derechos asociados a la autonomía vital.
En cuanto a la eutanasia pasiva, hay dos posibilidades: que la decida el paciente o que lo
haga un tercero. Con timidez, nuestra legislación apenas prevé esta materia. La Ley General
de Salud establece que los beneficiarios del sistema de protección social de salud pueden
otorgar o negar su consentimiento para recibir tratamientos. En este caso se hace necesario
que el paciente esté consciente. La decisión de terceros para suspender un tratamiento está
prevista sólo cuando el paciente presente muerte cerebral.
En cuanto a la eutanasia activa, en México no hemos dado siquiera el primer paso. Todos
los códigos penales siguen imponiendo sanciones de prisión a quienes auxilien a otro a
privarse de la vida, incluso cuando se invoquen razones humanitarias y medie una "petición
expresa, libre, reiterada, seria e inequívoca" de la víctima.
Esta cuestión entraña problemas éticos que la ley puede resolver y que no implican una
cuestión religiosa. Por las mismas razones que no es posible aplicar a un católico medidas
que acepta un judío, un musulmán o un ateo, las respetables convicciones de algunos
católicos tampoco pueden ser impuestas a quienes no lo son. Subrayo "de algunos católicos",
porque en materia de ensañamiento terapéutico ni siquiera en la alta jerarquía eclesiástica
existe unanimidad. Hace pocos meses, por ejemplo, el cardenal de Milán se expresó a favor
de la eutanasia, y un suceso más reciente escindió a los miembros de la Conferencia
Episcopal española.
La legislación sobre esta materia es más o menos reciente. Los primeros casos corresponden
a la última década del siglo XX. Su expansión, por ende, será un proceso propio de la nueva
centuria. La eutanasia pasiva está reconocida en varios países, entre ellos España, Estados
Unidos e Israel; la eutanasia activa es posible en Australia, Bélgica, Colombia, Estados
Unidos (Oregón), Holanda, Japón, Suiza y Uruguay. Se discute en Alemania, Francia, Gran
Bretaña y ahora también en México.
De todas las materias políticas, la electoral es la que mayor atención ha captado en las
últimas décadas. El debate sobre cuestiones electorales tiene un nivel muy profesional gracias
a la experiencia de los partidos y de numerosos funcionarios especializados, a los que se
suma el interés por estos temas en los centros académicos y en los medios de comunicación.
Podría considerarse que resta poco por agregar a la agenda que ya se integró, y que sólo
falta que los agentes políticos se pongan de acuerdo para seleccionar, de entre el vasto
catálogo de opciones, cuáles serán las medidas llamadas a innovar nuestro panorama
electoral.
Sin embargo, hay un aspecto que todavía no ha recibido atención: la utilización del sistema
electoral como un instrumento para promover la equidad y el desarrollo cultural en el país.
Las primeras medidas aplicadas para abrir espacios a las mujeres son insuficientes. El artículo
175 del código electoral establece que los partidos deben promover y garantizar “la
igualdad de oportunidades y la equidad entre mujeres y hombres en la vida política del país,
a través de postulaciones a cargos de elección popular en el Congreso de la Unión”. Los
verbos “promover” y “garantizar” se han interpretado en un sentido coloquial, porque no
existen criterios rigurosos para definir el alcance de esa “promoción”, ni mecanismos de
garantía que hagan efectivo ese derecho de las mujeres. En la práctica, los partidos han
desvirtuado el contenido de esta norma.
Es necesario ser cautelosos con las medidas de discriminación positiva, porque su abuso
propicia la fragmentación del interés colectivo y en cierta forma condiciona el ejercicio de
las libertades públicas. Empero, en sociedades como la nuestra, que presentan acentuados
rezagos en cuanto a las condiciones de vida de la mujer, se hace indispensable auspiciar
instituciones de discriminación positiva, por el tiempo que lleve cambiar los patrones
culturales adversos a la mujer.
Hay otro asunto que tampoco hemos atendido en el sistema electoral: el de los indígenas.
En un país donde más de 8% de la población es indígena, la representación política de sus
intereses es insignificante. En este caso no considero recomendable incluir un criterio étnico
en la legislación, pero sí es posible, en cambio, incorporar un elemento cultural: las lenguas
indígenas. A través de la defensa de las lenguas vernáculas será viable proteger los intereses
de una extensa población todavía marginada.
La ley puede fijar qué porcentaje de los candidatos al Congreso debe hablar una lengua
original mexicana. De esta manera se alcanzarían dos objetivos: abrir a los indígenas un
espacio en el sistema representativo nacional y estimular el uso de nuestras lenguas
vernáculas. Es un hecho que muchos mexicanos están dejando de usar sus lenguas de origen
porque les resultan disfuncionales o porque el medio los inhibe; hay que invertir esta
tendencia.
Si entre los partidos existe un verdadero talante democrático y se quiere cumplir con lo
dispuesto por la Constitución en cuanto a la naturaleza pluricultural de la nación, es
imperioso otorgar representación política a los pueblos indígenas del país. No todos los
indígenas están familiarizados con las lenguas tradicionales y muchos no indígenas sí las
cultivan. No importa. Si la ley favoreciera el uso de las 62 lenguas mexicanas que
sobreviven, y que son factores de identidad, se daría un gran paso en la defensa de nuestra
cultura y de nuestros pueblos originarios.
En México ya hemos perdido muchas lenguas, primero por el acoso y luego por la omisión.
Una cédula real de 1770, por ejemplo, ordenó que “se extingan los diferentes idiomas que
se usan en (nuestros) dominios y sólo se hable el castellano, como está mandado por
repetidas leyes, reales cédulas y órdenes expedidas en el asunto”. Parece oportuno que, al
acercarse el segundo centenario de la Independencia, el Congreso derogue los efectos de
esta disposición colonial.
La reforma conservadora
Numerosas opiniones relacionadas con la iniciativa de reforma fiscal nos han ofrecido
análisis que subrayan las limitaciones económicas de la propuesta. Tal vez la iniciativa sea
apenas el primer paso de un proceso gradual para transformar el régimen hacendístico
nacional; pero con independencia de la estrategia económica, legislativa y política, que sólo
sus autores conocen, hay aspectos de orden jurídico que no se han considerado.
Las medidas planteadas atienden al flujo de caja a disposición del gobierno. Una reforma
seria obligaría a adoptar criterios concernidos con la distribución de la riqueza y con el
ejercicio democrático en la definición del gasto. Pero quizá no se pueda pedir tanto cuando
los conservadores se vuelven reformadores.
No es lo mismo ser de despacho que del despacho. Es “de despacho” el que despacha, o
sea, quien atiende a alguien, quien resuelve un asunto o quien porta un encargo; es “del
despacho” quien forma parte de una organización. En el primer caso, la persona en cuestión
se llama despachador. Ser “de Estado” es otra cosa, porque el Estado no es una organización
cualquiera; es la expresión política y jurídica de una sociedad.
Salvadas unas pocas personas, tenemos un ministerio sin ministros. Silentes, ausentes, limitan
su actuación al acatamiento de instrucciones, sin que se pueda saber si tienen iniciativa
propia, y rinden parte de novedades a una sola persona, no a la nación; realizan en privado
las funciones públicas. La disciplina vertical, que impone sigilo, hace que los secretarios
resulten ajenos al quehacer del país; son figuras no identificables que han instaurado el
anonimato público. El gobierno, en un sistema de presidencialismo hipertrofiado, se vuelve
un territorio de mutismo. En tanto que los secretarios dependen de una voluntad y no
tienen responsabilidad alguna ante la sociedad a través del Congreso, bien pueden
acomodar sus acciones para intentar satisfacer a una sola persona, con olvido de los 100
millones restantes.
Es así como funciona nuestro sistema presidencial, más allá de que lo desee quien ocupe la
Presidencia. Los presidentes no han advertido que en un sistema donde los secretarios
carecen de compromiso con la sociedad acaban por tampoco tenerlo con su jefe. El trabajo
público realizado sin responsabilidad pública resulta una contradicción. El ejercicio críptico
del poder es una antinomia de la democracia. Este fenómeno afecta a los gobernados, pero
a la postre también al titular del gobierno. Cuando los cargos públicos son apenas un
empleo que sirve para colmar aspiraciones de influencia personal, la estructura del poder se
vuelve frágil y vulnerable; queda a merced de la incompetencia, de la corrupción o de la
indiferencia, según la idiosincrasia de los protagonistas.
El Presidente en la tribuna
La inminencia del informe presidencial obliga a valorar su significado. La vida de un
Congreso puede ser tan efervescente como se quiera, mientras sirva al debate político. Las
acciones que impongan límites a la deliberación libre alteran el sentido de la democracia.
Un presidente que, por primera vez, escuche a los partidos dará una buena señal, siempre
que no se enzarce en una discusión que obstaculice acuerdos posteriores. Los mexicanos
necesitamos una invitación a la reconciliación. El gobierno tiene derecho a expresar sus
razones en la tribuna parlamentaria; pero si el Presidente controvierte, en lugar de hacerlo
sus ministros, dificultará la función arbitral que le incumbe como jefe de Estado. Será
plausible que escuche y resultará negativo que polemice. Oyendo, contribuirá a la
distensión; replicando, ensanchará las grietas existentes.
El artículo 53 del Reglamento del Congreso establece que los secretarios están en libertad de
asistir a las sesiones y, “si se discute un asunto de su dependencia, tomar parte en el debate”;
el artículo 130 faculta a los secretarios para “contestar entre los debates las interrogaciones
de que fueren objeto”. Con este fundamento, la réplica en nombre del gobierno podría
estar a cargo de los secretarios o de un vocero designado por el Presidente para este efecto.
Es verdad que se trata de una sesión de apertura del Congreso y que la nueva modalidad del
informe puede exceder en algunos aspectos lo dispuesto por el vetusto reglamento de 1934;
pero un reglamento no puede ser invocado como obstáculo para la democracia. Muchos
hemos criticado al gobierno por su pasividad en cuanto a los cambios institucionales; ahora
muestra disposición para avanzar, y así hay que reconocerlo. Si se requiere que el Congreso
adecue su reglamento y aun su ley, debe aprovechar esta circunstancia, favorable a la
reforma del Estado.
Los problemas desatendidos o no entendidos pueden preludiar una crisis sistémica. Son
muchos los factores negativos que se han sumado a lo largo de años. En el campo a la
miseria sólo se le aplican paliativos; se carece de créditos, de maquinaria y de apoyo técnico
suficiente, lo que se traduce en una baja productividad; con la apertura en la importación de
maíz y frijol son previsibles tensiones adicionales.
La contaminación del aire, del suelo y del agua no tiene visos de solución; continúa la
depredación de los bosques y aumenta la desertificación de las tierras de labranza. Los
recursos naturales se agotan; hay caída de las reservas petrolíferas y aumento de las
importaciones de productos refinados; las fallas en los servicios de energía eléctrica son
crecientes.
En los transportes es previsible la insuficiencia del aeropuerto del Distrito Federal, y están a
la vista el deterioro financiero de las dos grandes aerolíneas, la caduquez de los servicios
ferroviarios y la vulnerabilidad de un transporte camionero acechado por delincuentes y
afectado por carreteras en mal estado. La población campesina está sujeta a tarifas altas y a
servicios malos e inseguros.
El puente roto
La frustrada ceremonia del informe presidencial tiene profundas implicaciones políticas y
constitucionales. Las consideraciones de que se puso fin “al día del presidente” sólo aluden
al aspecto festivo de la ocasión, pero el asunto es de fondo.
El informe presidencial fue, durante décadas, una oportunidad para que los mexicanos
conociéramos algunas razones del poder. Hubo ocasiones en que el informe ofrecía las
aclaraciones que el sistema había aplazado. En ese momento conocíamos los argumentos
oficiales acerca de las decisiones económicas y políticas, de nuestras relaciones con el mundo
e incluso los proyectos sobre el pausado desarrollo democrático. El informe tenía un aspecto
republicano porque los presidentes descorrían al menos algunos velos del poder.
Esa primera etapa fue quedando sin contenido en la medida en que los presidentes se
aficionaron al uso inmoderado de las cámaras y de los micrófonos. El primer día de
septiembre no podían decir algo que no hubieran repetido durante los 365 días previos.
Fueron ellos los que prescindieron de las ventajas de la investidura y se dejaron ver como
personajes mundanos, no siempre afortunados en el uso de la palabra. Los presidentes han
suplido a los ministros, cada vez más ausentes y menos competentes. Convertidos en
titulares de un monopolio verbal, los jefes del Estado asumieron un papel polémico que no
les correspondía. Por eso les llegó el momento de ser increpados.
Esa segunda etapa fue de menor duración. La parábola del traje del emperador, de
Andersen, resultó aplicable al discurso de los presidentes mexicanos. Así como “el
emperador está desnudo”, pudo decirse “el presidente está mudo”. La mudez política
consiste en hablar sin decir. Los informes comenzaron como solemnidad y terminaron como
gesticulación. La palabra presidencial en el Congreso dejó de ser importante por diversas
razones: o no informaba lo que teníamos derecho a saber, o no decía la verdad de los
hechos, o la decía sólo a medias, o la decía completa, pero sin responsabilidad para nadie.
Un informe sin consecuencias se hizo prescindible. Por eso hace un par de semanas se llegó
al punto de suprimirlo de la política real para convertirlo en un episodio autista. Se
evidenció, una vez más, que la rigidez de nuestro sistema presidencial no ofrece al Congreso
y al gobierno los medios para un entendimiento constructivo. Se creía que la crisis del
presidencialismo arcaico era una falacia académica; ahora está a la vista de todos.
¿Qué le falla al sistema presidencial mexicano? Habrá quienes opinen que es un asunto de
personas. Sí, las personas influyen, pero no son todo. Este es un problema de instituciones.
El centro de la cuestión es que una democracia no puede funcionar si quienes ejercen el
poder lo hacen sin responsabilidad política. La responsabilidad política no es privativa de los
sistemas parlamentarios; es común a todos los sistemas democráticos, incluidos los
presidenciales.
En el siglo XVIII, Rousseau dijo que los británicos se creían libres porque disponían de un
fugaz momento para elegir a sus amos. Esto dejó de ser cierto en la democracia inglesa y, en
general, en todas las democracias que fueron construyendo sistemas de responsabilidad
política para los gobernantes. Sin embargo, en muchos aspectos en México vivimos como
los ingleses del siglo tras antepasado. En materia de responsabilidad política tenemos ¡tres
siglos de retraso! Aquí todos somos libres: los electores para elegir, y los gobernantes para
gobernar; si éstos lo hacen bien o mal, da igual.
La reforma del Estado ha comenzado con buenos augurios. El primer tema de la agenda
elaborada por el Congreso ya quedó despejado. El camino todavía es largo y sinuoso, pero
recorrerlo parece posible. Cuando sean abordados los capítulos relativos a la justicia y al
régimen de gobierno, deberá tenerse presente la cuestión de la seguridad. Los mecanismos
para combatir a la delincuencia son controversiales. Se trata de instrumentos que sirven para
tutelar a la sociedad, pero también pueden ser usados en su contra. La sociedad exige
garantías ante los órganos del poder, de los que en todo momento pueden provenir
excesos.
Por múltiples motivos los índices delictivos han ido en ascenso sin que el Estado cuente con
los medios adecuados para hacerles frente. Se pide que la sociedad sea más participativa en
el combate a la delincuencia, aunque en contraste no se le facilita que también intervenga en
mayor medida en los procesos de gobierno. El superávit delictivo y el déficit democrático
tienen una relación directa.
La sociedad parece estar atrapada: aumenta los poderes coactivos del Estado, con el peligro
de nuevos desbordamientos, o permanece a merced de la acechanza delictiva. Los órganos
del poder requieren de facultades que la sociedad no está dispuesta a concederles, porque
existen razones para desconfiar. Esta explicable actitud nos mantiene en una precaria
situación de inseguridad que puede quebrar las resistencias sociales. Si la presión criminal se
hace intolerable y el discurso oficial llega a ser convincente, se abriría una puerta a la
restauración del poder autoritario. La delincuencia podría convertirse en el pretexto para
que el autoritarismo resurgiera, incluso con la simpatía social, si se ofrecen resultados
satisfactorios en un plazo breve. Hay otra opción: que el poder se haga más controlable
para que puedan confiársele mayores atribuciones en el combate a la delincuencia.
Al hacer más controlable el funcionamiento del poder, menos vertical la toma de decisiones,
y más profesional y neutral la organización administrativa, la democracia y la seguridad
serían compatibles. Hasta este momento hemos optado por la democracia. La sociedad
mexicana ha hecho un sacrificio valioso; pero las tensiones entre las estructuras autoritarias y
las democráticas coexisten en un equilibrio precario.
Para evitar nuevas formas de hipertrofia del poder es conveniente ensanchar los derechos
fundamentales, que incluyan orientación jurídica, procedimientos simplificados, y patrocinio
jurídico accesible, oportuno y confiable, para que la sociedad controle al poder y para que
el poder controle a la delincuencia. La sociedad debe contar con elementos de defensa ante
las acciones de la delincuencia y ante los temores de un poder arbitrario. El problema de la
violencia y de la inseguridad no es policiaco, es político.
Los sucesos de 1968, cuando sólo habían transcurrido tres años desde la incorporación de los
diputados de partido, y otros factores sociales y políticos, generaron una fuerte presión en
cuanto a la necesidad de abrir los cauces del sistema representativo. Fue esto lo que se
consiguió mediante las reformas sucesivas de 1977 y de 1986.
Empero, se hizo ostensible el rezago del Senado, preservado como una especie de válvula
de seguridad para el sistema dominante. El Senado comenzó a representar un escollo para el
fortalecimiento del sistema representativo. Después de la fundación del Partido Nacional
Revolucionario, en 1929, tuvieron que transcurrir casi 60 años para que la oposición
alcanzara un lugar en el Senado, en 1988. Esta situación obligó a adoptar dos reformas (en
1993 y 1996), conforme a las cuales fue transformado el viejo esquema que le daba al
Senado una relación con el sistema federal, para convertirlo en un órgano del sistema
representativo de la nación.
Por ejemplo, las dos cámaras aprueban las normas de tributación, pero sólo competen a una
las bases de erogación, y las leyes adoptadas por ambas tienen una jerarquía inferior a los
tratados que ratifica sólo el Senado. Estos problemas son el resultado de una construcción
institucional realizada por agregación casuista, sin advertir los efectos contraproducentes que
se generarían.
Existen instrumentos constitucionales que hacen posible la cooperación entre las fuerzas
representadas en los congresos, como el gobierno de gabinete. Este sistema ayuda a superar
las tensiones en el interior de los partidos, porque se basa en mecanismos que alienten la
cooperación entre todas las corrientes y las organizaciones políticas. Lo que hoy ocasiona
dificultades para la gobernabilidad no es el tamaño del Congreso. Más aún, su reducción,
preservando la estructura y el funcionamiento actual de los órganos del poder, ocasionaría
serios perjuicios para la convivencia interior en los partidos políticos y desencadenaría luchas
por el control de las maquinarias de dominación partidista, que harían todavía más
compleja la vida política del país.
La concentración del poder tuvo consecuencias adversas para las funciones de mediación
política, porque la corrupción, los abusos de la autoridad, la ineficiencia administrativa, la
apropiación patrimonial de los cargos y la consiguiente confusión entre lo público y lo
privado se convirtieron en factores negativos que exacerbaron los problemas de la sociedad.
Las expectativas no satisfechas y las demandas de democratización condujeron a un proceso
de tenue desconcentración del poder.
Este cambio se inició con la reforma de 1977, al introducir medidas que modificaban la
integración del Congreso y que apuntaban en el sentido de compartir el poder. También se
facultó a las cámaras para integrar comisiones de investigación relacionadas con el
funcionamiento de los organismos descentralizados y de las empresas de participación
estatal. En 1988 se dio otro paso positivo al establecer los principios constitucionales de la
política exterior, con lo que se redujo la discrecionalidad presidencial en la conducción de
las relaciones del país con el extranjero.
El gran poder conferido al Presidente desde 1917 y ensanchado de manera reiterada hasta
1976 comenzó a revertirse con la reforma política de 1977 y con las sucesivas modificaciones
en materia electoral, educativa y agraria. Además, como decisión política, el Estado se fue
retrayendo de su participación en la vida económica. El problema que tenemos ahora es que
se ha reducido la capacidad de decisión del Presidente, sin que por otra parte se haya
robustecido la del Congreso.
La lejana Revolución
Dos factores han dañado con el prestigio de la Revolución: la demagogia y el
conservadurismo. La utilización política de la Revolución para justificar la prolongada
ausencia de procedimientos democráticos en el país favoreció el éxito del proyecto
restaurador. Antes de que la Revolución dejara de ser invocada como un gran
acontecimiento que transformó la vida social e institucional del país, comenzó a
experimentarse hartazgo ante un discurso que transitó de lo artificioso a lo artificial.
Además, la rigidez de la Constitución en cuanto a la estructura del poder presidencial
acentuó el rechazo hacia la Revolución.
Al comenzar el siglo XX, México tenía la décima parte de la población actual; más o menos
80% carecía de servicios y de vivienda, y trabajaba en condiciones de explotación. Los
mexicanos, en mayoría, vivían en pocilgas, no sabían leer y carecían de derechos colectivos.
Los revolucionarios quisieron poner fin a esa situación, y tomaron la decisión de convertir a
los pobres en el eje de la Constitución. Eso es lo que hay que celebrar, al menos si se tiene la
convicción de que los pobres lo merecían entonces, como lo merecen ahora.
Hoy tenemos que contestar una pregunta directa y dura: ¿qué ha cambiado a casi un siglo
de la Revolución, y a 90 años de la Constitución? Las respuestas posibles son contradictorias.
La magnitud de la pobreza es menor, pero la concentración de la riqueza es mayor; la
democracia electoral funciona, pero subsiste el verticalismo en el ejercicio del poder
gubernamental; la organización judicial es vigorosa, pero el acceso a la justicia continúa muy
limitado; le educación ha prosperado, pero la cultura política y jurídica sigue siendo
deficiente; existe el derecho al trabajo, pero falta el trabajo mismo; a los campesinos se les
dio la tierra nacional, y luego se les ha exiliado para buscar sustento en tierra ajena; el
Estado ya no es opresor, pero tampoco protege a los gobernados frente a la acción
delictiva; no hay temor ante el presente, pero no hay ilusión frente al futuro. La suma sigue
dando cero.
El instrumento por excelencia para fijar esas políticas es el Plan Nacional de Desarrollo, al
que según la Constitución se sujetan los programas de la administración pública. El plan
equivale a lo que en otros sistemas se denomina programa de gobierno. La elasticidad de las
normas sociales permite que ese plan adopte medidas que favorezcan o afecten las acciones
relevantes para el bienestar colectivo. En cuanto al plan, el artículo 25 constitucional
dispone que el Congreso tiene “la intervención que señale la ley”. Una nueva ley de
planeación podría facultar al Congreso para participar en la formulación de las políticas
públicas. El Congreso nos ha dado gratas sorpresas; no descartemos una más.
Los senadores corrigieron los aspectos más agresivos de la reforma aprobada por los
diputados. La adición al artículo 16 decía: “En los casos de delincuencia organizada, el
Ministerio Público de la Federación, autorizado en cada caso por el procurador general de
la República, tendrá acceso directo a la documentación fiscal, financiera, fiduciaria, bursátil,
electoral y aquélla que por ley tenga carácter reservado, cuando se encuentre relacionada
con la investigación del delito.”
Ese texto fue suprimido, pero subsistieron otros aspectos que amplían las facultades
represivas del poder. Se está haciendo algo parecido a la introducción en el Código Penal,
en 1941, del delito de “disolución social”. Las circunstancias de la Segunda Guerra Mundial,
facilitaron al poder político dictar una medida, vigente hasta 1969, conforme a la cual era
delincuente quien difundiera “ideas, programas o normas de acción de cualquier gobierno
extranjero, que afecten el reposo público o la soberanía del Estado mexicano”. Entre otros,
Miguel Aroche Parra, Valentín Campa, Filomeno Mata y David Alfaro Siqueiros, fueron
víctimas de la penalización de la disidencia política.
Costó mucho desterrar las prácticas que facilitaban el uso político del Ministerio Público. Sin
embargo, hace unas semanas apareció un libro revelador, que tiene como autores a un ex
canciller y a un ex vocero presidencial. En sus páginas aparecen numeroso episodios, no
desmentidos por el anterior Presidente de la República, conforme a los cuales se acredita el
empleo político del Ministerio Público. Ahora se pretende fortalecer ese poder sin control.
La Constitución prevé, en su artículo 29, que en casos excepcionales es posible suspender las
garantías individuales, con la aprobación del Congreso y por tiempo limitado. Esta
institución, también conocida como “estado de sitio”, confiere poderes extraordinarios al
gobierno. Existe en todos los sistemas constitucionales, pero es objeto de control por parte
de los congresos e incluso de los órganos jurisdiccionales, para evitar en lo posible su
ejercicio arbitrario. Las reformas en proceso de aprobación abren una nueva modalidad: la
suspensión de garantías en la propia Constitución, con un poder de policía no sujeto al
escrutinio del Congreso ni de la Judicatura. En otras palabras, a partir de que la reforma sea
aprobada, en México tendremos una especie de estado de sitio permanente.
México está a punto de padecer una regresión constitucional. Hay tiempo y existen
mecanismos institucionales para evitarla. Los legisladores no han podido substraerse a la
presión gubernamental para disponer de mayores instrumentos de control policial sobre la
sociedad; pero bien podrían aumentar, a su vez, los medios de control político sobre el
gobierno. Además, por haber matizado las propuestas gubernamentales, subsiste el riesgo de
que se les haga responsables de un posible fracaso en la lucha contra la delincuencia. Con la
agudeza que han mostrado en otros casos, todavía podrían transformar la regresión, en un
avance.
La tristeza de Jano
En la mitología romana, Jano era el dios del cambio, por eso tenía dos rostros que miraban
hacia levante y poniente; indicaban el principio y el final, el antecedente y el consecuente, o
mejor aún, una continuidad distinta. Por eso desde los romanos se le dedica el primer mes
de cada año: para denotar un nuevo inicio.
Si hacemos el tradicional ejercicio de lo que dejamos atrás y lo vemos por delante, podemos
decir que venimos de un año irregular, con pocos fracasos porque también fueron escasas las
ilusiones, y que necesitamos el aliento del optimismo. En 2007 no hubo vencedores ni
derrotados, porque todos perdimos un poco. El sacudimiento nacional de 2006 dejó una
estela de encono que hacía necesaria una gran estrategia de conciliación cívica. Hubo
indicios de una acción de convergencia e incluso el presidente electo habló de procurar una
coalición. Al asumir el cargo, empero, mantuvo la vieja tradición presidencial de que quien
gana toma todo.
El 2007 fue como tenía que ser: un año magro. Se consideró como un gran mérito haber
pospuesto la crisis, así haya sido al costo de también diferir el progreso. Lo bueno y lo malo
quedaron para mañana, y nos conformamos con sobrevivir. La intensa propaganda
gubernamental hizo lo suyo: edulcorar la realidad, como consuelo provisional, como
sucedáneo de un programa de gobierno.
Así entramos a 2008. No hay indicios que permitan augurar un auténtico cambio. El
sortilegio de Jano parece distante. Entre los protagonistas del poder político tampoco están
presentes las condiciones para una reconciliación. Por el contrario, este año precede al de
una nueva guerra electoral, que desde muchos aspectos puede ser decisiva como
preparativo para 2012. La lógica del sistema presidencial arcaico no facilita mitigar la
intensidad de las pugnas por venir. Esa lógica se basa en contender con toda la fuerza
disponible para reducir al adversario a su mínima expresión.
Una visión opuesta de la política la concibe como un medio de cohesión social. Esta era la
acepción clásica: la política como el conjunto de acciones que hacía posible la vida de la
polis, del Estado antiguo. La política, por ende, era lo opuesto de la guerra; era el medio
que permitía evitar la violencia y asegurar la convivencia. A tal extremo se llegó en el
mundo clásico que, para conjurar la guerra, la política inventó los juegos olímpicos; así, en
lugar de que lucharan los ejércitos, combatían los deportistas.
Los efectos prácticos son los mismos en ambos casos. La eutanasia pasiva consiste en la
supresión del tratamiento médico y en la administración de fármacos para el dolor, en los
casos de enfermedades terminales, a petición expresa y libre del paciente o de sus
representantes, cuando el afectado no está en posibilidad de manifestar sus deseos.
Los artículos segundo y 43 de la nueva ley prohíben la realización de “conductas que tengan
como consecuencia el acortamiento intencional de la vida”, y el suministro de
medicamentos o de tratamientos que produzcan de “manera intencional” la muerte del
paciente, a lo que se denomina eutanasia activa.
La ley dispone asimismo el derecho a la objeción de conciencia del personal de salud, para
no intervenir en la supresión de un tratamiento, por razones religiosas o con motivo de
convicciones personales. Esta es una norma que denota el respeto debido a las posiciones
éticas o religiosas, propio de un Estado laico, donde todas las formas de pensar están
tuteladas por el orden constitucional.
En el Senado están pendientes dos iniciativas relacionadas con la eutanasia pasiva. Es urgente
que se tome la decisión de avanzar. Además, en algunos estados del país existen propuestas
diversas relacionadas con la regulación de la eutanasia pasiva, sobre todo a través del
reconocimiento del derecho a dictar disposiciones anticipadas. El proceso legislativo en
marcha es el promisorio indicio de que al fin nos incorporaremos a una tendencia mundial,
iniciada en Estados Unidos hace casi 40 años.
No se debe omitir, sin embargo, que todavía está pendiente el debate de fondo. La
eutanasia activa, esto es, el auxilio que se presta a quien lo solicita para que termine con su
vida, cuando sus condiciones de salud hacen insostenible e inútil la prolongación de su
dolor, es un asunto que deberá plantearse con responsabilidad y seriedad. Son muchas las
personas que, por no contar con el apoyo humanitario requerido, ponen fin a sus días
colgándose, arrojándose al vacío o al paso de vehículos, asfixiándose con bolsas de plástico,
ahogándose, o utilizando armas de fuego o sustancias químicas.
Esas formas traumáticas de finalizar la vida ocasionan un dolor adicional a la víctima y
afectan en lo más profundo a sus familiares y amistades cercanas. Es un sacrificio adicional
para quienes no pueden ser auxiliados en un trance de suprema dificultad.
En un Estado constitucional, las iglesias tienen derecho a dictar las normas morales aplicables
a sus feligreses, pero no lo tienen para imponerlas a quienes piensan de manera diferente. En
tanto que algunas tesis de cuño eclesiástico sean impuestas de manera coactiva, no habrá un
Estado secular consolidado y la reforma seguirá inconclusa. ¿Por qué no culminarla en 2009,
con motivo del sesquicentenario de su inicio? A 150 años, todavía tenemos cuestiones
pendientes.
Hay otros elementos, como el ejercicio eficaz del poder, la distribución de la riqueza y el
acceso a la justicia. Si en este caso nos conformamos con las notas más comunes para
aplicarlas a la situación de México, podemos decir, en términos generales, que tenemos
elecciones libres, que la titularidad del poder es temporal y que disfrutamos de garantías
razonables para nuestros derechos. Hasta aquí el balance es positivo. Falta, sin embargo, un
elemento importante: el ejercicio responsable del poder.
Los ministros son sujetos responsables y, en esa medida, tienen una enorme capacidad
política de actuación, porque mientras están en funciones se entiende que el jefe de
gobierno y la mayoría congresual les ofrecen apoyo. Los gobiernos son más fuertes cuando
disfrutan de una base mayoritaria, natural o negociada, que sustenta su labor. Donde esto
existe, no suele producirse el bloqueo sistemático entre las fuerzas políticas, y las políticas
públicas ofrecen resultados positivos para los gobernados.
Hoy, entre nosotros, se habla de transparencia como sinónimo de democracia. Son dos
cuestiones distintas: podemos conocer el costo de las fiestas de los funcionarios, del
mobiliario que utilizan, de los arreglos de sus oficinas, de los viáticos asignados, y cosas por
el estilo. Aun así, casi todo cuanto sabemos carece de consecuencias, porque en el fondo
obedece a una estrategia diversiva. En lugar de conocer lo importante, se entretiene a la
sociedad con el anecdotario del poder.
Los presidentes no tienen que explicar las razones por las que pierden su confianza en un
colaborador. La remoción de funcionarios es un derecho que todos los sistemas asignan a los
titulares del gobierno. En una democracia la cuestión de fondo consiste en determinar si sólo
el presidente puede conocer y valorar el desempeño de los servidores públicos del máximo
nivel político.
En México, el éxito o el fracaso de los secretarios ha sido un asunto que sólo los presidentes
juzgan. Nuestros representantes no tienen una voz que sea escuchada, ni los secretarios
tienen responsabilidad pública alguna. Sólo responden en privado. Este sigue siendo un
déficit de nuestra democracia.
La trata de pobres
La emigración forzada involucra a casi medio millón de mexicanos por año. Para quienes
tienen el deber de procurarles empleo en nuestro país, esa salida de personas es un alivio,
porque significa menor presión en el mercado de trabajo; para quienes conducen la
economía, las remesas de los emigrantes ayudan a atenuar el desequilibrio comercial; pero
para quienes ven partir a sus hijos, a sus padres o a sus cónyuges, es un drama, y para la
nación que despide a una parte de su población, es una vergüenza.
Las remesas de nuestros exiliados económicos se reciben con alegría. Sin esos recursos, es
probable que la paridad cambiaria y el consumo de productos de origen externo tendrían
otro perfil. Los pobres que exportamos contribuyen a hacer posible el éxito del TLC.
Veamos algunas cifras del Centro de Estudios de las Finanzas Públicas de la Cámara de
Diputados: entre 2000 y 2006, el saldo de la cuenta corriente arrojó un déficit acumulado
de 72 mil 385 millones de dólares; en ese mismo periodo las remesas de nuestros emigrantes
sumaron 98 mil 376 millones de dólares. En otras palabras, sin el producto de esos exiliados
económicos, el déficit habría sido superior a 170 mil millones de dólares. Esta cifra equivale
al total de nuestras exportaciones en 2004.
Es posible adicionar un párrafo del artículo primero constitucional para que establezca los
derechos de los emigrantes a la repatriación, a la cultura nacional y a la protección de sus
derechos fundamentales conforme a la legislación mexicana y a los tratados internacionales.
Además, con objeto de subrayar el compromiso del Estado mexicano con los derechos
fundamentales, de lo que se debe dar ejemplo con relación a los inmigrantes
centroamericanos, convendría incluir en la Constitución una referencia expresa a los
siguientes instrumentos internacionales: Declaración Universal de Derechos Humanos;
Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre; Convención Americana
sobre Derechos Humanos; Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y
Culturales; Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y su Protocolo Facultativo;
Convención Internacional sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación
Racial; Convención sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra la
Mujer; Convención sobre los Derechos del Niño; Convención contra la Tortura y otros
Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, y Convención Internacional sobre la
Protección de los Derechos de todos los Trabajadores Migratorios y de sus Familiares.
Como complemento de esas medidas se podría crear el Instituto para la Defensa Jurídica de
los Mexicanos en el Extranjero, para promover su acceso a los órganos de justicia en Estados
Unidos y patrocinar sus acciones en materia civil, familiar, laboral y administrativa, como
complemento de la protección consular, que se orienta a asuntos migratorios y penales.
En tercer lugar, porque existen suficientes elementos de juicio para inferir que la crisis de la
industria petrolera es artificial.
Los gobernados tenemos derecho a hacer una nueva lectura de nuestra Constitución. El
artículo 27 dice, refiriéndose al petróleo y a los carburos de hidrógeno, que “la nación
llevará a cabo la explotación de esos productos, en los términos que señale la ley
reglamentaria respectiva”. En cuanto a la energía eléctrica, el mismo precepto agrega:
“Corresponde exclusivamente a la nación generar, conducir, transformar, distribuir y
abastecer energía eléctrica que tenga por objeto la prestación de servicio público”. Y por lo
que hace a los combustibles nucleares para la generación de energía, también dice que su
aprovechamiento incumbe a la nación.
Para la formación de ese Consejo Nacional de Energía se cuenta con bases en el artículo 27
constitucional. Bastaría, por ende, con una ley del Congreso. Este consejo podría estar
integrado por miembros designados por el gobierno y por las cámaras. Podría contar,
asimismo, con la presencia de observadores que expresaran la opinión de los usuarios, y de
asesores científicos y técnicos. En cuanto a sus facultades, podrían consistir en conocer el
estado y el desempeño de las empresas y organismos que realizan las funciones mencionadas
en el artículo 27; recibir información relacionada con los programas de inversión y de
desarrollo tecnológico, y analizar las propuestas de cambios en la estructura y en el
funcionamiento de las instituciones involucradas.
Este consejo sustituiría, con éxito, a la precaria Secretaría de Energía y daría sentido a las
disposiciones constitucionales en vigor: que los energéticos sean de la nación.
Rescate político
Un viejo dogma político, que hunde sus raíces en el siglo XIX, establecía que todas las
decisiones adoptadas por los presidentes debían regirse por “el principio de autoridad”. En
este caso se entendía por “autoridad” todo aquello que contribuyera a preservar la imagen
intocable del presidente y el carácter irrefutable de sus determinaciones. A la sombra de ese
supuesto principio cobró cuerpo el presidencialismo mexicano, si bien esta proclividad
autoritaria la compartimos con todas las naciones de nuestro hemisferio y se sintetiza en el
título de una novela de Augusto Roa Bastos: Yo, el supremo.
En los sistemas democráticos los gobernantes sensibles procuran el equilibrio, para que
rectificar no parezca debilidad, o perseverar no devenga en intransigencia. Este es un dilema
que suele presentarse cuando está involucrado un asunto crítico.
Hay muchos casos resbaladizos donde es posible pasar de la prudencia a la cobardía, del
valor a la temeridad, de la franqueza al cinismo, de la discreción a la hipocresía, de la
firmeza a la tozudez, o del entendimiento a la complicidad, por ejemplo. Quien tiene por
oficio decidir se enfrenta a esas disyuntivas de continuo. Para resolverlas no hay una regla de
tres; las variables son muchas y la capacidad de mantenerse dentro del umbral de lo
conveniente y de lo debido es parte del arte de gobernar. Quien domina ese arte es un
maestro; quien lo ignora, un aprendiz.
El Presidente tiene ante sí una difícil opción con motivo del cuestionamiento al que están
sujetos algunos de sus colaboradores, el más importante: el secretario de Gobernación.
Nuestra Constitución no exige, como en buena parte de los sistemas presidenciales, incluido
el estadounidense, que los miembros del gabinete sea ratificados por el Congreso; tampoco
permite, como sucede en varios de esos mismos sistemas, que el Congreso censure a los
ministros, así sea sin consecuencias vinculantes a su remoción. El nuestro es un sistema
arcaico, donde la voluntad presidencial es omnímoda.
Una situación así es disfuncional sobre todo cuando coexisten, pero no conviven, un
gobierno minoritario y un congreso plural. Para superar esas circunstancias lo habitual es
que, incluso sin regulación constitucional, se establezcan mecanismos de cooperación entre
el gobierno y el Congreso que auspicien compromisos gubernamentales y legislativos
recíprocos.
Se perfila un rescate político, al parecer sin calcular el costo institucional. Para redimir a un
funcionario que confunde los límites entre lo público y lo privado, y entre lo legal y lo
ético, parece haber un arreglo confidencial. Si así fuera, porque desde la perspectiva del
poder se salvaría el supuesto principio de autoridad, y desde la de la oposición se tendría la
hipotética ventaja de mantener en el cargo a un secretario devaluado, se estarían
desvirtuando los objetivos de una democracia constitucional.
Moral constitucional
En 1715, un ministro inglés rechazó la posibilidad de que el Parlamento ejerciera controles
políticos sobre el gabinete, aduciendo que “sería un mal precedente”; transcurrieron algunas
décadas y en 1782 el Parlamento censuró al primer ministro North, quien abandonó el
cargo; al año siguiente el censurado fue Pitt, pero decidió mantenerse en el puesto. Ahora
estos asuntos se discuten desde otra perspectiva. “Quien un día quebranta la moral, otro día
violará la ley”, dijo el constitucionalista Dicey en el siglo XIX. A partir de esta premisa, los
británicos consideran que la moral constitucional es tan relevante como las normas mismas,
y los ministros ya no esperan siquiera a ser censurados: se van en cuanto se cuestiona su
idoneidad ética.
El último esfuerzo serio en contra de la corrupción se hizo en 1982, con la reforma al título
IV de la Constitución y la promulgación de la Ley de Responsabilidades de los Servidores
Públicos. Entre otras cosas, el artículo 47 obligaba a los representantes de elección popular y
a los funcionarios y empleados administrativos a “excusarse de intervenir en cualquier forma
en la atención, tramitación o resolución de asuntos en los que tenga interés personal,
familiar o de negocios”.
Ahora hay otra ley que repite el mismo precepto, pero los datos de la realidad indican que
cayó en desuso; en el Congreso no ha prosperado un solo caso de juicio político. Esto
significa que en el cuarto de siglo que tiene en vigor el actual título IV, todos los
funcionarios, todos los gobernadores y todos los legisladores, sin excepción, han sido
intachables. Como tamaña conclusión es inverosímil, podemos aceptar que ese tipo de
normas resulta inviable en sistemas hegemónicos; pero, ¿cómo explicar que tampoco
funcione en un sistema plural? ¿Será que vivimos un espejismo democrático?
Advirtiendo la limitación que este precepto implicaba, en el curso de los debates de 1982 los
activos diputados del PAN hicieron una contrapropuesta que la mayoría rechazó: el derecho
de acción popular para denunciar las conductas irregulares de los representantes y de los
funcionarios, y la inmediata integración de una comisión investigadora en la Cámara de
Diputados. Los tiempos han cambiado y las convicciones se han invertido.
Hoy se tiende a aceptar que los gobernados son impotentes ante la corrupción y los
gobernantes son intocables cuando se corrompen. Este es un residuo del autoritarismo. La
democracia implica libertad de los gobernados y responsabilidad de los gobernantes.
Bastante daño hacen quienes desprestigian la política, como para dejarles hacer lo mismo
con la democracia. Si no podemos impedir que desvirtúen sus funciones, al menos evitemos
que devalúen nuestras convicciones.
En la antesala de que la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) discuta el tema del
aborto, Diego Valadés Ríos, doctor en derecho constitucional, manifestó que “declarar la
inconstitucionalidad de las reformas al Código Penal para el Distrito Federal (con las que se
despenalizó esa acción) significa volver a condenar a millares de mexicanas a practicar los
abortos en condiciones que ponen en peligro su salud, y eso sí es violatorio de la
Constitución”.
En entrevista con La Jornada luego de presentar en las instalaciones del Instituto Nacional
de Ciencias Penales su libro titulado Derechos humanos, aborto y eutanasia, el jurista se
pronunció a favor de que este polémico asunto sea resuelto por los ministros “mediante
criterios propios de un Estado secular, y sin que haya ninguna preocupación de naturaleza
subjetivo-religiosa que altere la objetividad de sus juicios”.
Dijo que el tema de este debate debe centrarse en el hecho de que “está de por medio el
cumplimiento de un derecho fundamental a la salud establecido en el artículo cuarto
constitucional, amén de todo el sistema constitucional mexicano, que es tutelar de
libertades”.
“Todos los que tengan una objeción religiosa, ética, personal, en cuanto a la práctica o la
participación en un aborto están eximidos de hacerlo, no está nadie obligado”, señaló.
En el orden científico “los más eminentes médicos, genetistas y biólogos han establecido que
el desarrollo del sistema nervioso de un ser humano comienza semanas más tarde de lo que
incluso se prevé en el caso mexicano (12 semanas); numerosas leyes de plazos prevén incluso
un mayor número de semanas dentro de los cuales no se considera penalizada la expulsión
del producto; en algunos países está considerada esa posibilidad hasta en 16 semanas”.
“Esto es algo que ya existe en varias partes del mundo; lo lamentable es que en el nuestro
sólo existe en el Distrito Federal y sólo puede ser aplicada en las disposiciones que establece
la jurisdicción local”, indicó.
Valadés, ex procurador de Justicia del Distrito Federal, aludió a los graves problemas del
constituyente contemporáneo, entre ellos no ocuparse de la pobreza, ni de los demás
problemas sociales, ni de recuperar la soberanía financiera.
Durante los tres días del seminario, dijo, se habló mucho de dar cumplimiento a los
preceptos establecidos en la Carta Magna, aunque la realidad es que se crean normas que
son violadas de inmediato. Puso como ejemplo la modificación al artículo 21 constitucional
que entró en vigor el año pasado y que a la letra dice: “Las instituciones de seguridad
pública serán de carácter civil”.
Sin embargo, recalcó, “sabemos que los 50 mil miembros del Ejército hacen
fundamentalmente tareas de seguridad pública. Para qué entonces hablamos del estado de
derecho y la aplicación a rajatabla de la ley, cuando se crean normas que la autoridad no
está dispuesta a cumplir”.
Diego Valadés expuso asimismo que “el constituyente contemporáneo todavía no se ocupa
de la pobreza. La pobreza no forma parte del capitulado de las constituciones, hay
excepciones, pero no es el caso de México. Explicó que en el artículo 123 constitucional se
consagra el derecho al trabajo, pero no se habla del seguro de desempleo.
Se jactan, añadió, de que México es el primer país que estableció en su Constitución los
derechos sociales, pero no se pensó en sistemas de apoyo a los mexicanos en el extranjero,
ni para la defensa de sus derechos e identidad.
Asimismo, aludió a que no se piensa que con ciertas normas se puede recuperar el sistema
financiero, donde la inversión extranjera en los bancos es de 80 por ciento, mientras que el
promedio en otras naciones es de 20 por ciento.
“Uno de los pilares del Estado moderno fue la secularización del poder político, pero no
sólo en México sino en el mundo, hay una regresión, con la pretensión de establecer la
confesionalidad en la organización del poder político”.
Por lo que se refiere a la crisis financiera global, comentó que desde hace muchos años se
sabía de los riesgos, los denunció hace 27 años el premio Nobel de Economía, James Tobin,
cuando advirtió que había flujos financieros no regulados y la mayor parte de los capit ales
del mundo no tributaban, se sustraían de la captación fiscal para así generar mayor riqueza y
también mayor pobreza.
Este tipo de problemas existían y existen, y se debe a que se hicieron las reformas al 130 sin
haber adoptado cambios que eran necesarios en el 24 y el 40. De manera que no considero
que la reforma haya sido excesiva, sino que no fue suficiente, faltaron elementos
complementarios para garantizar la secularidad real
Antes de preocuparse por la gloria mediática debe trabajar por la democracia: experto de la
Uia
“No creo que un acto que puede tener muchas virtudes desde el punto de vista del valor
personal de quien lo protagoniza, se justifique a la luz de las necesidades de la convivencia
política de una sociedad tan compleja como la mexicana”, recalcó en entrevista, luego de
participar en el seminario Garantías sociales, organizado por el Senado y la UNAM. Recalcó
que, jurídicamente, Calderón no está obligado a dar un mensaje desde el Congreso, ya que
su deber, según el texto constitucional, es sólo asistir a la sesión inaugural del periodo de
sesiones y presentar su Informe de gobierno.
A su juicio, el Ejecutivo no tiene que insistir en debatir con los grupos parlamentarios, ya
que “debe preservar su capacidad de convocatoria” y no confrontarse con los legisladores.
Incluso –sostuvo–, si finalmente no pudiera dirigirse a los ciudadanos desde la tribuna de San
Lázaro, no pondría en duda su legitimidad. “El hecho mismo de que el Congreso esté
recibiendo y procesando iniciativas del Presidente de la República contradice la posición de
que es ilegítimo, porque entonces son ilegítimos todos”.
Insistió: “un Estado es una unidad y, o todos son legítimos o todos son ilegítimos”.
El especialista en derecho constitucional Miguel Angel Eraña, de la Universidad
Iberoamericana (Uia), consideró que antes de preocuparse por lograr un día de “gloria
mediática” en el Congreso, Calderón debe trabajar para que todos los mexicanos tengan la
certeza de que “su compromiso con la democracia no está naciendo ahora”, sobre todo en
momentos en que es considerado persona non grata para ciertos grupos políticos y para un
sector de la sociedad. A nadie conviene que “en el debate nacional se siga privilegiando un
diálogo esquizoide entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo, pues en los hechos sólo
confirma la grave crisis de comunicación”.
Los legisladores que aprobaron las leyes quieren quedar bien con la curia, afirma
Señaló que ante esta ofensiva conservadora, el Gobierno del Distrito Federal debe dar una
muestra de respaldo a las mujeres rechazadas en esos estados y acogerlas en clínicas de
solidaridad nacional.
Nadie en su sano juicio está pensando en encarcelar por 50 años a las mujeres que
interrumpan el embarazo, y digo 50 años porque se darían todos los agravantes legales
(ventaja, premeditación y traición), añadió al censurar las reformas aprobadas en esas 17
entidades gobernadas por PAN y PRI.
Ante este retroceso convocó a la defensa del Estado laico y a lograr tres reformas
constitucionales. La primera de ellas al artículo cuarto, para que se considere el derecho a la
libertad sexual y reproductiva.
La segunda, al artículo 24, para que al lado de la libertad religiosa se incorpore el derecho a
la libertad filosófica, y finalmente al artículo 40 para que donde se define que México es
una república federal, democrática y representativa, también diga laica.
La ley antiaborto en esos 17 estados se ha dado sin discusión, a pesar de que en entidades
como Jalisco se trata de propuestas radicales, y de que en varios de esos estados se ha
determinado que ni siquiera la agresión sexual, la malformación o el riesgo para la madre
sean causa que permitan la práctica del aborto, señaló.
La seriedad de esta controversia no radica sólo en las diferentes ideologías partidistas, sino
en que el país sufre las consecuencias del aborto clandestino. La Comisión Nacional de
Bioética estima que se practican anualmente un millón de abortos clandestinos en México,
apuntó.
El jurista recibió ayer sus acreditaciones como nuevo miembro del Colegio Nacional
El régimen presidencial en México ya envejeció, es arcaico, lo cual genera una pugna por el
poder, aseguró el nuevo miembro del Colegio Nacional, Diego Valadés, y agregó que
debido a ello, el presidencialismo debe retomar herramientas de los sistemas parlamentarios.
En entrevista tras recibir la medalla y diploma que lo acreditan como nuevo integrante del
Colegio Nacional, el ex director del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM
argumentó que la crisis electoral que se vivió el año pasado no se debió a la cercanía en el
resultado entre los contendientes, sino al "sistema presidencial arcaico que genera una pugna
por el poder que desborda las reglas de cualquier sistema democrático razonablemente
estructurado".
Valadés se pronunció por una reforma constitucional desde las instituciones que incorpore
elementos del parlamentarismo, el cual "permite que se estabilicen los sistemas presidenciales
y ese debe ser nuestro objetivo".
Subrayó que para las modificaciones a la Carta Magna no se requiere de un nuevo Congreso
Constituyente, sino que éstas deben presentarse desde lo previsto y vigente en la propia
Constitución, debido a que convocar a un constituyente "complicaría la situación política del
país, porque nos enfrascaría en un nuevo proceso electoral. Es conveniente que lo haga el
actual Congreso y conforme a las normas que establece la propia Constitución".
Dijo que el objetivo es establecer una nueva relación entre el Ejecutivo y el Legislativo, "en
la que exista una responsabilidad política entre los integrantes del gobierno (representantes
del Ejecutivo federal) ante el Congreso".
En su discurso de ingreso al Colegio Nacional, Valadés indicó que las Constituciones de 1857
y de 1917 "significaron un ejemplo para sus contemporáneos" debido a que la primera
secularizó el poder político, mientras que la segunda el social. Por ello, consideró que ahora
el objetivo es consolidar el poder democrático.
Refirió que la reforma debe basarse en tres binomios: a los gobernantes toca el máximo de
eficiencia y el mínimo de discrecionalidad; a los gobernados el máximo de libertad y el
mínimo de inseguridad; y a las relaciones sociales, el máximo de justicia y equidad, y el
mínimo de conflicto.
Valadés estuvo acompañado por la secretaria de Educación Pública, Josefina Vázquez Mota;
el presidente en turno del Colegio Nacional, Leopoldo García Colín; el director del IPN,
Enrique Villa Rivera; el ex procurador de la República, Jorge Carpizo; los ministros de la
Corte, José Ramón Cosío Díaz y Fernando Franco González Salas; el ex rector de la UNAM,
José Sarukhan, y el ex diputado Manuel Camacho Solís, entre otras personalidades.
En su turno, Lorenzo Córdova, también del IIJ, aseguró que el voto nulo representa el
rechazo de la sociedad a una clase política que no la representa.
Indicó que el efecto de los sufragios anulados es que se sumarán al conteo total durante los
comicios, lo que hará más difícil que algunos partidos alcancen el 2 por ciento que exige la
ley para mantener su registro. Sin embargo, resaltó que se trata de un voto minusválido al
no lograr efectos jurídicos, pues las curules se distribuirán de todas formas.
La consulta ciudadana no tiene una función vinculante y únicamente se aplica para conocer
la percepción de una sociedad; entonces, no sólo es un instrumento válido, sino que puede
ser necesario para orientar la toma de decisiones gubernamentales, afirmó el jurista Diego
Valadés.
Agregó que quien toma las decisiones debe ser una autoridad con legitimidad, porque “si le
falta ésta, por más legales, razonables, controlables y eficaces que sean sus decisiones, se
presenta un déficit de gobernabilidad”.
Asimismo, advirtió que el contexto en que se deben tomar esas decisiones debe incluir
libertad, equidad y estabilidad institucional.
“En todos los sistemas democráticos no basta con la libertad, también se requiere equidad,
porque es indispensable tutelar los derechos de las minorías y garantizar el ejercicio de la
responsabilidad pública para mejorar las condiciones de los que están en una situación más
débil en el orden del reparto de la riqueza”.
Para que haya gobernabilidad constitucional, añadió, los objetivos de quienes toman las
decisiones deben garantizar a la población el ejercicio de la dignidad, así como sus derechos
civiles, políticos, culturales y económico-sociales.
El especialista en derecho constitucional advirtió que la acción del ombudsman nacional fue
tramitada más por razones personales y de creencia, que por la defensa de los derechos
humanos. "Me llaman la atención los argumentos, en los que se combinan razones de
carácter jurídico con motivaciones de carácter confesional; es muy clara la presencia de un
criterio religioso, respetable como todos los criterios religiosos, pero no admisible cuando se
trata de argumentar en contra de una norma que ha sido aprobada conforme a la
Constitución".
Valadés -quien con otros destacados investigadores asesora a la Asamblea Legislativa del
Distrito Federal para defender ante la Corte la aprobación de las modificaciones al Código
Penal y la Ley de Salud locales-, consideró que dicha acción está más apegada a los
conceptos contenidos en el catecismo que en la propia Constitución, por lo que, señaló, el
documento de Soberanes es "carente" de argumentos constitucionales en varios aspectos,
como en la consideración de que el ejercicio de la sexualidad sólo es válido para la
procreación.
Sobre la tesis del ombudsman de que la decisión de abortar tiene que ser consultada con la
pareja, Valadés indicó que esta aseveración también carece de sustento constitucional, sobre
todo porque en muchos casos se trata de mujeres abandonadas o madres solteras.
"La Constitución en ningún momento establece que existan derechos individuales que se
tengan que ejercer pidiéndole permiso al cónyuge, pareja o compañero temporal. Hay
muchos aspectos que se han manejado que no corresponden a una argumentación
constitucional, sino a una convicción religiosa", refirió.
"De la PGR me preocupa bastante menos porque finalmente es una fiscalía del Estado, pero
el hecho de que una institución tan importante para la vida pública de México como la
CNDH sustente una tesis que claramente afecta los derechos de las mujeres, sí es
preocupante".
Por otra parte, el equipo de constitucionalistas que apoya a la ALDF en ese proceso, entregó
ayer a los diputados locales el proyecto de Contestación a la demanda de la CNDH, el cual
en 65 cuartillas aporta los elementos legales para echar por tierra los dos principales
conceptos de invalidez argumentados por la CNDH: el derecho constitucional de proteger la
vida del producto de la concepción, y la contravención de tratados internacionales firmados
por México y que establecen el derecho a la vida desde la concepción y antes del
nacimiento.
Durante la reunión, en la que participaron entre otros Alejandro Madrazo, Pedro Morales,
Jorge Carpizo, Eduardo Andrade y otros especialistas, se precisó que la CNDH "hace una
concepción confesional" del derecho a la vida, y propusieron "poner en evidencia" los
errores en que incurrió el organismo.
Respecto al segundo concepto, el texto indica que los tratados internacionales "son
obligatorios sòlo en la medida y en los tèrminos en que han sido aceptados por los Estados;
resulta claro que la extensión del derecho a la vida , a la etapa previa al nacimiento y
posterior a la concepción no fue una obligación aceptada por el Estado mexicano y, en
consecuencia, no es vinculante dentro de nuestro orden jurìdico".
Valadés, por el derecho a la eutanasia
La eutanasia es un tema que se inscribe en el contexto de los derechos humanos, el Estado
tiene obligación de proveer esas garantías a los enfermos, aseguró Diego Valadés, miembro
del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México
(UNAM).
Consideró un gran avance que en el Distrito Federal se haya aprobado a finales del año
pasado la Ley de Voluntad Anticipada –que permite a una persona con una enfermedad
terminal suspender el tratamiento médico que la mantiene con vida–, y que en el Senado se
analice una iniciativa similar para extender ese derecho a todas las entidades del país.
En entrevista, pidió “ir más allá”, es decir, pasar de la eutanasia pasiva a la activa para
extender el derecho al buen morir a todos aquellos que padezcan una enfermedad “que
merme su dignidad” como el Alzheimer o la paraplejia.
Advierte que los sectores conservadores del país se opondrían a esta práctica, aunque aclara
que en un Estado democrático el laicismo debe imponerse por encima de cualquier idea.
“Aplicar la propuesta de la curia llevaría al país a un retroceso de 150 años, los mismos que
tiene de haberse iniciado el periodo de las leyes de Reforma. No digo que el Estado facilite
los medios para la eutanasia asistida, pero no encuentro ninguna razón para que le imponga
a las personas la decisión de vivir contra su voluntad”.
Coautor junto con Jorge Carpizo de la obra Derechos humanos: aborto y eutanasia,
presentada la semana pasada, Valadés señala que al no contar en México con una legislación
que garantice la eutanasia activa “el Estado impone cierto tipo de tortura, a quien padece
una enfermedad terminal”.
Aseguró que en el país se advierte un "déficit" de las instituciones políticas que "no han
sabido hacer ver a la Iglesia católica que su responsabilidad consiste en el acatamiento pleno
del Estado laico".
Advirtió que si la Iglesia católica y sus jerarcas quieren entrar en procesos electorales
"tendrán que pagar las consecuencias de formar parte de la política, y se convertirán en un
elemento más, no de solución y de conciliación, sino de contención".
Valadés, experto en derecho constitucional y catedrático del IIJ, señaló que la política es un
terreno de lucha y de "adversarios, pero si la Iglesia católica lo que quiere es tener
adversarios, seguramente los va a tener, y muchos, porque no podemos olvidar que en
México hemos tenido dos guerras civiles por cuestiones religiosas".
Destacó que pese a que alrededor de 90 por ciento de la población del país se declara
practicante del catolicismo, "un porcentaje muy elevado no ve bien que la Iglesia se
inmiscuya en asuntos políticos".
Acerca del control antidopaje a menores en escuelas de educación básica, consideró que si
bien es necesario apoyar al Ejecutivo federal en la lucha contra el narcotráfico, "no me
parece una medida acertada y prudente, pues habría que buscar otros mecanismos que
incluyan la participación de padres de familia, defensores de derechos humanos, maestros y
sociedad en su conjunto, porque si bien se parte de una buena idea, como evitar el consumo
de drogas, las imposiciones autoritarias de criterios no analizados es perniciosa, y generan
que una buena idea tenga malos planteamientos".
En cuanto al llamado Plan México, aseguró que en Estados Unidos es común que antes de
suscribir un acuerdo bilateral con otro país, en particular si se tratan temas de seguridad, la
administración federal informe a los integrantes del Congreso, en especial a los senadores,
para que estén al tanto de los términos y compromisos que se podrían incluir.
El jurista destacó que quien acompaña al Presidente como cónyuge dispone de información
privilegiada y coloca a los demás aspirantes en condiciones de desigualdad. En ese sentido,
se rompería el principio de neutralidad política al que el Ejecutivo está obligado de forma
constitucional.
"Si no se pone fin a estas especulaciones y a los temores, ahora fundados a partir del
testimonio que nos ha ofrecido el licenciado (Alfonso) Durazo, es posible considerar que el
deterioro de la vida institucional del país crezca de una manera que sea peligrosa para la
estabilidad política y económica", alertó.
Valadés reiteró la declaración de hace unos meses de que si Sahagún desea participar en la
contienda, el presidente Fox tendría que apartarse del cargo seis meses antes de las
elecciones.
La polémica que se ha suscitado tiene dos vertientes que no conviene confundir. Se formulan
objeciones religiosas y jurídicas. En cuanto a las primeras, todas las iglesias están en su
derecho de fijar para sus feligreses las pautas de conducta que estimen procedentes; la
decisión de acatarlas es un acto de libertad de los creyentes. Los jerarcas eclesiásticos pueden
tomar la posición que corresponda a sus credos y ritos; lo que no deben es descalificar, de
manera injuriosa, a quienes piensen de una manera distinta a la suya. Por fortuna ya sólo les
queda el recurso del insulto, porque durante siglos también tuvieron el de la hoguera; pero
aun las expresiones soeces deberían ser omitidas por parte de quienes hablan en nombre de
una fe respetable, como todas.
El otro aspecto de la polémica es el jurídico. Hay quienes consideran que las reformas
adoptadas por la Asamblea Legislativa del Distrito Federal contravienen el artículo cuarto de
la Constitución, que dice: El varón y la mujer son iguales ante la ley. Ésta protegerá la
organización y el desarrollo de la familia. Este precepto podría interpretarse de una manera
restrictiva en el sentido de que la familia sólo se integra por una mujer y un hombre. Un
criterio así, sin embargo, excluiría del concepto de familia los casos de madres y de padres
solteros.
El mismo precepto dispone que toda persona tiene derecho a decidir de manera libre,
responsable e informada sobre el número y espaciamiento de sus hijos. La Constitución no
reserva el ejercicio de este derecho a las parejas, sino lo extiende a toda persona, lo cual
implica libertad para la mujer en cuanto a decidir acerca de su embarazo, como ya fue
aceptado por la Corte, y para las parejas en cuanto a adoptar. En las parejas homosexuales
suele haber quienes procrean, de manera natural o mediante inseminación artificial, y es
seguro que en el futuro haya cónyuges del mismo sexo que tengan interés en la adopción
legal. Otras parejas en las que ninguno de sus integrantes tenga hijos propios también
estarán en posibilidad de adoptar. Si la ley estableciera alguna limitación aplicable a una
modalidad del matrimonio, violaría lo dispuesto por el artículo primero constitucional que
prohíbe cualquier forma de discriminación que atente contra la dignidad humana y tenga
por objeto menoscabar los derechos y libertades de las personas.
Una vez más, como sucedió en materia de aborto y de eutanasia pasiva, la Asamblea
Legislativa del Distrito Federal se ha puesto a la vanguardia y está ampliando los derechos y
libertades en el país. Empero, es previsible que, así como 18 congresos y gobiernos estatales
reaccionaron reformando las constituciones locales para imprimirles un giro confesional, la
curia mexicana pronto emita otra consigna para que las constituciones estatales digan: El
matrimonio es la unión indisoluble de un hombre con una mujer. La lucha será larga y tensa,
pero se impondrán la razón, la tolerancia y la libertad.
En México tenemos una sociedad moderna regida por un estado arcaico. Las consecuencias
de esta contradicción se paga con pobreza, injusticia y violencia.
A lo largo de las dos últimas dos décadas se ha insistido sin éxito en la Reforma del Estado.
El "diferimiento" sistemático tuvo la ventaja relativa de facilitar a los gobernantes el ejercicio
concentrado en el poder, pero implicó la desventaja de acumular tensiones que hoy privan
al sistema mexicano de medios para discutir y adoptar políticas de Estado, para generar
liderazgos democráticos, y para satisfacer las demandas sociales de bienestar, seguridad y
desarrollo económico, perpetuar esta situación es alimentar el escepticismo colectivo y
consolidar la medianía generalizada que impera.
Ambas deficiencias pueden ser enmendadas por el Congreso, por lo que respeta al primer
problema es posible convertir la iniciativa en el punto de partida de un acuerdo, mostrando
así el talante democrático de los legisladores y de los partidos.
Las primeras se traducen, entre otros aspectos, en los medios que garantizan la emisión libre,
autónoma, secreta, informada, periódica y eficaz del sufragio. En este caso la libertad
significa la ausencia de coacción física para emitir el voto y la autonomía se traduce en la
ausencia de coacción psicológica para condicionar las preferencias electorales de los
ciudadanos.
Este último aspecto está inconcluso. A su vez las responsabilidades políticas son las que
identifican a los sistemas democráticos contemporáneos. La irresponsabilidad política de los
gobernantes denota un ejercicio patrimonial del poder; las libertades democráticas de un
sistema electoral pueden ser aprovechadas en esas circunstancias para conferir legitimidad a
los gobernantes autoritarios.
Si practicamos la comparación entre los 36 países de América, esos instrumentos faltan solo
en Cuba y en México.
La iniciativa presidencial pasa por alto esas circunstancias, de aprobarse en sus términos,
México seguiría ocupando un llamativo lugar entre los sistemas constitucionales más
rezagados del planeta en esta materia.
En cuanto al equilibrio entre los órganos del poder, resulta relevante la propuesta sobre la
reducción del tamaño del congreso, al examinarla deben valorarse dos cuestiones: los costos
de transacción referidos a la concertación de acuerdos, y los costos de representación
referidos al número y a la calidad de quienes resulten elegidos.
Las restricciones para la representación van en detrimento del número de corrientes políticas
que participan en la toma de decisiones.
La máxima posibilidad de alcanzar acuerdos en una organización o en una comunidad se
logra cuando al decisión la toma uno, y la mínima cuando la toman todos.
Puede aducirse empero que los acuerdos también contribuyen al bienestar de los
gobernados, pero esto es cierto sólo cuando los gobernantes son responsables de sus
decisiones ante los órganos de representación, y cuando la representación es democrática.
Por otra parte, la función de los órganos representativos en la actualidad no es sólo alcanzar
acuerdos; la función más relevante de los sistemas representativos contemporáneos es
ejercer controles políticos y el poder está mejor controlado cuando el órgano facultado
parece menester, es lo más plural posible.
También debe tenerse presente que en ningún congreso o parlamento las decisiones se
discuten en sesiones plenarias; cada grupo parlamentario debate internamente sus opciones
y asume luego posiciones colectivas.
Otra forma de reforzar el predominio del Presidente consiste en asociar la segunda vuelta de
la elección presidencial con la configuración del Congreso.
Se pretende que los umbrales de control político sean análogos a los que estuvieron
presentes en el período de la hegemonía de un partido. Así como en 1933, se suprimió la
reelección de legisladores para evitar la implosión del partido dominante en gestación,
ahora se buscan los instrumentos de sujeción congresual a través de la mecánica electoral y
propagandística por el mecanismo propuesto se propiciaría que los dos candidatos
presidenciales que disputaran la segunda vuelta contribuyeran en forma decisiva a la
integración del Congreso con lo cual se construiría el predominio bipartidista en el sistema
representativo.
Las imágenes y los temas sobresalientes en una campaña sexenal estarían representados por
las dos figuras que contendieran por la titularidad del poder más concentrado: la
presidencia.
Esta lucha difuminaría la presunta evaluación del comportamiento de los diputados y de los
senadores que aspiraran a la reelección.
La primera vuelta presidencial atomizaría el voto en múltiples partidos; y la segunda, la
concentraría sólo en dos.
Hay una interacción directa entre la reducción del Congreso y al disminución de los
partidos que el Presidente promueve. Se robustecerían los liderazgos hegemónicos en los
partidos que intervinieran en la segunda vuelta para la elección presidencial y se rezagarían
los partidos ausentes de ese proceso.
Si a esto se sumara la elevación del porcentaje requerido para conservar el registro de los
partidos, se tendría el estrechamiento de las opciones para los electores; aquí habría que
hacer consideraciones de sociología, más que de política y de derecho, porque además de
comprimir la participación política de las corrientes existentes en cada partido, los militantes
y los simpatizantes de los partidos que desaparecieran, tampoco encontrarían cabida fácil en
las organizaciones que subsistieran y tendrían muy pocos estímulos para fundar otras nuevas.
No es sensato que cuestiones como ésta sean objeto de propuestas a la ligera; suponer que
nadie advertiría las trampas que encierra, y exponer al país a la regresión autoritaria, no
abona a favor de la iniciativa presidencial.
En este contexto, el veto parcial que se propone, se inscribe en el rubro de ampliación de las
facultades presidenciales con un significativo impacto negativo en lo concerniente a la
organización institucional. Este veto parcial facultaría al Presidente a publicar las partes no
observadas.
Una posibilidad aún más inquietante, consiste en que no habría límites para que el
Presidente vetara las obligaciones y promulgara sólo las facultades gubernamentales.
Imagínense, por ejemplo, que el Presidente hubiera vetado, en todo o en parte, el artículo
50 de la Ley de Adquisiciones, Arrendamientos y Servicios del Sector Público, que de entre
otras cosas, establece limitaciones para que participen familiares de las personas que ocupan
cargos públicos o que dispongan de información privilegiada.
Para entender el sentido y el alcance de una reforma constitucional, hay que contestar al
menos las siguientes preguntas:
La experiencia --por otra parte-- indica que cuando hay receptividad, los legisladores hacen
suyas las propuestas ciudadanas.
Ahora se plantea darle derecho de Iniciativa a la Corte. En los estados ya tienen esta facultad
los Tribunales Superiores, y así sucede también en varios sistemas constitucionales
extranjeros.
Hace más de los candidatos de los partidos, podría haberlo con el apoyo subrepticio de
organizaciones delictivas, de gobiernos extranjeros o de caciques convertido en grandes
electores, por ejemplo.
En lo que respecta a los gobernados.- La reducción del Congreso y los obstáculos para los
partidos con menor votación, representaría una limitación para el sistema representativo y
auspiciaría una mayor concentración del poder.
A pesar de la adversidad, incluso Irak cuenta hoy con un sistema constitucional mejor
equilibrado que el mexicano.
La idea de que es conveniente debilitar a un órgano del Estado para vigorizar otro, parte de
una perspectiva errónea en cuanto a la unidad del poder político.
No existen los poderes acotados, se puede limitar al conjunto de los órganos del poder para
que se extienda el ámbito de libertades y de potestades de los gobernados. Pero no es
posible ampliar las facultades de un órgano a expensas de otro sin generar deformaciones en
el funcionamiento de las instituciones.
Quiero hacer una precisión, para concluir. En esta intervención me he referido a los
problemas del equilibrio del poder en el ámbito federal.
Sin embargo, en el actual proceso de discusión, se está pasando por alto que ese equilibrio
no concierne sólo a la forma como se relacionen entre sí el Gobierno y el Congreso de la
Unión.
La democracia mexicana está a medio camino, pero nadie se llame a engaño, sus adversarios
son muchos, y son poderosos.
Hoy los márgenes de esa reforma se han contraído, porque los intereses adversos se han
ensanchado. Una buena muestra es la Iniciativa Presidencial de diciembre pasado.
Jaime II de Inglaterra; Luis XVI de Francia, y Nicolás II de Rusia aceptaron las reformas
cuando ya era demasiado tarde.
Porfirio Díaz, olvidó en 1910, lo que había ofrecido en 1908, así les fue.
Hay indicios de que nuestros dirigentes políticos, están entendiendo el calendario histórico
de México.
Ambas deficiencias pueden ser enmendadas por el Congreso. Por lo que respecta al primer
problema, es posible convertir la iniciativa en el punto de partida de un acuerdo, mostrando
así el talante democrático de los legisladores y de los partidos; en cuanto a la segunda
cuestión, también es viable reorientar los objetivos de la reforma hacia metas democráticas y
republicanas.
La cuestión política de nuestro tiempo tiene como ejes las libertades públicas y las
responsabilidades políticas. Las primeras se traducen, entre otros aspectos, en los medios que
garantizan la emisión libre, autónoma, secreta, informada, periódica y eficaz del sufragio. En
este caso la libertad significa la ausencia de coacción física para emitir el voto y la autonomía
se traduce en la ausencia de coacción sicológica para condicionar las preferencias electorales
de los ciudadanos. Este último aspecto está inconcluso.
A su vez, las responsabilidades políticas son las que identifican a los sistemas democráticos
contemporáneos. La irresponsabilidad política de los gobernantes denota un ejercicio
patrimonial del poder. Las libertades democráticas de un sistema electoral pueden ser
aprovechadas, en estas condiciones, para conferir legitimidad a los gobernantes autoritarios.
El fenómeno de la irresponsabilidad política de los gobernantes, otrora muy extendido, es
excepcional en el constitucionalismo actual. En una relación de tres grupos de países, que
corresponde a los 20 más poblados, a los 20 más extendidos y a los 20 más ricos del orbe,
sólo nueve carecen de instrumentos de responsabilidad política: Arabia Saudita, Bangladesh,
China, Etiopía, Indonesia, Libia, Mongolia, Sudán y México. Si practicamos la comparación
entre los 35 países de América, esos instrumentos faltan sólo en Cuba y en México.
La iniciativa presidencial pasa por alto esas circunstancias. De aprobarse en sus términos,
México seguiría ocupando un llamativo lugar entre los sistemas constitucionales más
rezagados del planeta, en esta materia.
En cuanto al equilibrio entre los órganos del poder, resulta relevante la propuesta sobre la
reducción del tamaño del Congreso. Al examinarla deben valorarse dos cuestiones: los
costos de transacción, referidos a la concertación de acuerdos, y los costos de
representación, referidos al número y a la calidad de quienes resulten elegidos. Las
restricciones para la representación van en detrimento del número de corrientes políticas
que participan en la toma de decisiones.
También debe tenerse presente que en ningún congreso o parlamento las decisiones se
discuten en sesiones plenarias. Cada grupo parlamentario debate internamente sus opciones
y asume luego posiciones colectivas. La negociación posterior se produce en comités
integrados por los representantes de esos grupos. La afirmación presidencial de que el menor
número de legisladores facilita los acuerdos sólo será convincente para quienes desconozcan
los procedimientos parlamentarios.
Otra forma de reforzar el predominio del presidente consiste en asociar la segunda vuelta de
la elección presidencial con la configuración del Congreso. Se pretende que los umbrales de
control político sean análogos a los que estuvieron presentes en el periodo de la hegemonía
de partido. Así como en 1933 se suprimió la relección de legisladores para evitar la
implosión del partido dominante en gestación, ahora se buscan los instrumentos de sujeción
congresual a través de la mecánica electoral y propagandística.
Con el mecanismo propuesto se propiciaría que los dos candidatos presidenciales que
disputaran la segunda vuelta contribuyeran en forma decisiva a la integración del Congreso,
con lo cual se construiría el predominio bipartidista en el sistema representativo. Se
argumenta que con la reelección los legisladores se someterían al escrutinio de los electores,
pero se omite que si bien hay electores que dividen su voto, los estudios de sociología
electoral demuestran que los candidatos presidenciales tienen una poderosa influencia sobre
la ciudadanía, sobre todo cuando consiguen que las opciones se polaricen entre dos
contrincantes.
La imagen y el tema sobresalientes en una campaña sexenal estarían centrados en las dos
figuras que contendieran por la titularidad del poder más concentrado: la Presidencia. Esta
lucha difuminaría la presunta evaluación del comportamiento de los diputados y de los
senadores que aspiraran a la reelección.
Hay una interacción directa entre la reducción del Congreso y la disminución de los partidos
que el Presidente promueve. Se robustecerían los liderazgos hegemónicos en los partidos
que intervinieran en la segunda vuelta para la elección presidencial y se rezagarían los
partidos ausentes de ese proceso. Si a esto se sumara la elevación del porcentaje requerido
para conservar el registro de los partidos, se tendría un estrechamiento de las opciones para
los electores. Aquí habría que hacer consideraciones de sociología más que de política y de
derecho, porque además de comprimir la participación política de las corrientes existentes
en cada partido, los militantes y los simpatizantes de los partidos que desaparecieran
tampoco encontrarían cabida fácil en las organizaciones que subsistieran, y tendrían muy
pocos estímulos para fundar otras nuevas.
¿Cómo se escogió la cifra mágica propuesta? ¿Por qué se estimó que es mejor reducir en 100
el número de diputados y no en 75 o en 150? ¿Se hizo algún estudio, que se mantiene en
secreto, o no se hizo ninguno? Ambas cosas serían desconcertantes. No es sensato que
cuestiones como ésta sean objeto de propuestas hechas a la ligera. Suponer que nadie
advertiría las trampas que encierra, y exponer el país a una regresión autoritaria, no abona a
favor de la iniciativa presidencial.
En términos generales las constituciones contienen normas que confieren facultades, normas
que imponen deberes y normas de organización de las instituciones. En este contexto el veto
parcial que se propone se inscribiría en el rubro de ampliación de las facultades
presidenciales, con un significativo impacto en lo concerniente a la organización
institucional. Ese veto parcial facultaría al Presidente a publicar las partes no observadas.
Empero, no se define qué se puede vetar en una ley: ¿un título, un capítulo, un artículo, una
fracción? También se dejaría pendiente a la polémica interpretativa qué ocurriría con la
cláusula derogatoria que contuviera la ley vetada parcialmente; la previsión anterior
análoga a la observada, ¿seguiría vigente?
Una posibilidad aún más inquietante consiste en que no habría límites para que el Presidente
vetara las obligaciones y promulgara sólo las facultades gubernamentales. Imagínese, por
ejemplo, que hubiera vetado, en todo o en parte, el artículo 50 de la Ley de Adquisiciones,
Arrendamientos y Servicios del Sector Público.1
Para entender el sentido y el alcance de una reforma constitucional hay que contestar al
menos las siguientes preguntas:
En cuanto a los gobernados: ¿ampliarán sus derechos? ¿Habrá más garantías para sus
derechos? ¿Mejorarán su bienestar?
La experiencia indica que cuando hay receptividad, los legisladores hacen suyas las
propuestas ciudadanas. Recuérdense, por ejemplo, las importantes reformas en materia de
transparencia impulsadas por el Grupo Oaxaca en 2001. En cambio la propuesta de
reformas presentada por la Suprema Corte de Justicia de la Nación en ese mismo año sigue
sin recibir atención. Ahora se plantea darle derecho de iniciativa a la Corte. En los estados
ya tienen esa facultad los tribunales superiores, y así sucede también en otros sistemas
constitucionales. Aunque es una reforma aceptable, su importancia con relación a las
necesidades de actualización institucional es minúscula.
Las candidaturas independientes aparentan ampliar los derechos de los ciudadanos, pero en
realidad encubrirían las elevadas posibilidades de manipulación electoral, los recursos
oscuros en las elecciones, la creciente intervención de los grupos con poder financiero, el
desprestigio de los partidos políticos y la menor capacidad del Congreso en el control
político sobre el gobierno. Además de los candidatos de los partidos, podría haberlos con el
apoyo subrepticio de organizaciones delictivas, de gobiernos extranjeros o de caciques
convertidos en grandes electores, por ejemplo.
Como se puede apreciar, la iniciativa en apariencia favorece a los gobernados pero oculta
muchos mecanismos propiciatorios de un autoritarismo reforzado. En su larga exposición de
motivos y en las normas propuestas, el Presidente no hizo una sola alusión a la
responsabilidad política de los gobernantes. La intangibilidad de los titulares del poder
corresponde a la tradición del absolutismo europeo, o sea, es una pervivencia del poder
arcaico. Lejos de enmendar este anacronismo ajeno a una república moderna, la iniciativa
tiende a vigorizarlo.
La idea de que es conveniente debilitar a un órgano del Estado para vigorizar otro parte de
una perspectiva errónea en cuanto a la unidad del poder político. No existen los poderes
acotados; se puede limitar al conjunto de los órganos del poder para que se extienda el
ámbito de libertades y de potestades de los gobernados, pero no es posible ampliar las
facultades de un órgano a expensas de otro sin generar deformaciones en el funcionamiento
de las instituciones. El éxito de un sistema consiste en equilibrar las atribuciones de cada
órgano.
Quiero hacer una precisión final. En esta intervención me he referido a los problemas del
equilibrio del poder en el ámbito federal. Sin embargo, en el actual proceso de discusión se
está pasando por alto que ese equilibrio no concierne sólo a la forma en que se relacionen
entre sí el gobierno y el Congreso de la Unión. La ausencia de un partido hegemónico
nacional ha trasladado un enorme poder de decisión a los gobernadores, quienes ya no
ocultan su control sobre los aparatos políticos en sus respectivas entidades. El neocaciquismo
es una realidad en ascenso. La renovación institucional que se promueva debe tener alcance
nacional, no sólo federal; de otra manera se estará fomentando que la concentración del
poder en los estados siga creciendo y que se convierta en una amenaza impune para las
libertades públicas en el país, como ya se ha visto en algunos estados. El solo hecho de que
este problema no sea debatido es bastante sintomático.
La democracia mexicana está a medio camino, pero que nadie se llame a engaño: sus
adversarios son muchos y son poderosos. Hace 10 años se tuvo la oportunidad de construir
una nueva constitucionalidad mediante una auténtica reforma del Estado; desde entonces
han sido muchas las oportunidades perdidas. Hoy, los márgenes de esa reforma se han
contraído porque los intereses adversos se han ensanchado. Una buena muestra es la
iniciativa presidencial de diciembre pasado. Si las respuestas se siguen difiriendo, o si son
tímidas y confusas, se podría llevar a la Constitución a los límites de su vigencia y se
propiciaría una nueva corriente que exija su sustitución. El reformismo sólo es viable cuando
es oportuno. Jacobo II de Inglaterra, Luis XVI de Francia y Nicolás II de Rusia aceptaron las
reformas cuando ya era demasiado tarde. Porfirio Díaz olvidó en 1910 lo que había ofrecido
en 1908. Así les fue. Ojalá que nuestros dirigentes políticos quieran entender el calendario.
1A manera de ilustración del caso, véanse algunas fracciones del referido precepto:
II. Las que desempeñen un empleo, cargo o comisión en el servicio público, o bien las
sociedades de las que dichas personas formen parte, sin la autorización previa y específica de
la Secretaría de la Función Pública;
XI. Las que hayan utilizado información privilegiada, proporcionada indebidamente por
servidores públicos o sus familiares por parentesco consanguíneo y, por afinidad hasta el
cuarto grado, o civil;
XII. Las que contraten servicios de asesoría, consultoría y apoyo de cualquier tipo de
personas en materia de contrataciones gubernamentales, si se comprueba que todo o parte
de las contraprestaciones pagadas al prestador del servicio, a su vez, son recibidas por
servidores públicos por sí o por interpósita persona, con independencia de que quienes las
reciban tengan o no relación con la contratación.