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EL MONASTERIO: ESPÍRITU Y FORMA

ELENA BARLÉS BÁGUENA

El deseo de alejarse del mundo, de renunciar a las comodidades


cotidianas, a la propiedad particular y a los lazos afectivos ordinarios
con el fin de alcanzar la perfección espiritual constituye un fenóme-
no humano que se ha manifestado a lo largo de la historia en diver-
sas culturas tanto orientales como occidentales, y en el seno de dife-
rentes religiones, tales como el Budismo, el Islam, el Judaísmo y, por
supuesto, el Cristianismo. En el ámbito cristiano, la convicción, basa-
da en el mensaje evangélico, de que el abandono del mundo y de sus
bienes favorece una más profunda unión con Dios dio lugar a la tem-
prana aparición de los primeros monjes que, individualmente o en
comunidad, se instalaron en Egipto, Siria y Palestina desde finales
del siglo III o comienzos del siglo IV. A partir de entonces y a lo largo
de toda la Edad Media surgieron numerosos movimientos monásticos
que, compartiendo en lo esencial los mismos fines, plantearon a sus
seguidores diferentes fórmulas de dedicación a Dios y, por ende,
variadas actividades y hábitos cotidianos. Los distintos ideales de vida
y las concretas prácticas de estas órdenes monásticas tuvieron su ima-
gen viva, su perfecta plasmación material, en el marco arquitectóni-
co que sirvió de residencia a sus comunidades. El reto que precisa-
mente nos proponemos es examinar cómo el espíritu y las reglas o
costumbres de cada congregación monástica determinaron las carac-
terísticas materiales de los monasterios en los que habitaban sus
monjes, es decir, sus específicas dependencias, la singular disposición
o distribución de las mismas y las peculiares formas de sus alzados.
Con este fin, expondremos el caso de dos órdenes religiosas surgidas
en la Cristiandad Occidental durante la Edad Media, a finales del
siglo XI : El Cister y la Orden Cartujana. Ambas órdenes, además de
ofrecer modos de vida monástica diferentes, representan respectiva-
mente y a la perfección las dos tendencias o tradiciones que desde los

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orígenes se aprecian dentro del monacato cristiano: la de carácter


cenobítico y la de inspiración eremítica1 .

1. UNAS BREVES NOTAS SOBRE LOS ORÍGENES DEL MONACATO


CRISTIANO: LA TRADICIÓN CENOBÍTICA Y LA TRADICIÓN
EREMÍTICA

Como ya hemos señalado, en el Mediterráneo Oriental, hacia fina-


les del siglo III - comienzos del siglo IV, nacieron las primeras formas de
monacato cristiano2. Ya en estas tempranas manifestaciones se eviden-
ciaron dos variantes de vida ascética, cuyas esencias se convertirán en
fuentes de inspiración de los distintos movimientos monacales que sur-
girán en siglos sucesivos.

La primera variante fue la vida eremítica, cuya denominación deri-


va del término eremos, palabra griega que significa desierto, ámbito por
excelencia de la vida retirada. Fue ésta la forma de vida adoptada por
los llamados eremitas o anacoretas que se recluían individualmente en
los más solitarios lugares para dedicarse al cultivo de su espíritu. De
acuerdo con la tradición y dejando aparte posibles predecesores, su

1
Queremos expresar nu estro más profundo agradecimiento a los organizadores
de estas Jornadas de Canto Gregoriano por habernos brindado la oportunidad de par-
ticipar en las mismas. El tema que trataremos en este breve trabajo fue precisamente
sugerido por dichos organizadores y de acuerdo con sus orientaciones le daremos un
carácter divulgativo.
2
Sobre los orígenes del monacato cristiano, véase la siguiente selección biblio-
gráfica:
A NSON , P. R: Partir aux déserts. Vingt siècles d'eremistisme, Paris, 1967.
C OLOMBAS , G. M.: El monacato primitivo, Madrid, 1974-75, 2 vols.
M ASOLIER , Alejandro: Historia del monacato cristiano, Madrid, 1994 (segunda edición),
tomo I: Desde los orígenes hasta San Benito.
C HITTY , D. J.: The desert a City. An introduction lo the study of Egypcian and Palestina
Monasticism under the Christian Empire, Oxford, 1966.
K NOWLES , David: El monacato cristiano, Madrid, 1970.
LAWRENCE , C. H.: El monacato medieval. Formas de vida, religiosa en Europa Occidental
durante la Edad Media, Madrid, 1999.
M OURRE , Michel: Historie vivante des moines. Des Pères du désert a Cluny, Paris, 1965.
T URBESSI , Giuseppe: Ascetismo e monachesimo prebedettino, Roma, 1961.

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reconocido inspirador fue san Antonio (c. 251-356). Cristiano de len-


gua copta originario de la región de Alejandría, en el Alto Egipto, se
retiró a vivir en soledad durante 20 años a una fortaleza en ruinas al
borde del desierto en cuyas inmediaciones se instalaron fervientes dis-
cípulos que residían en pequeñas moradas individuales. Parecidos gru-
pos de eremitas también aparecieron en Siria y Palestina y otras regio-
nes del Próximo Oriente. Algunas de estas colonias o lauras, albergaban
a centenares de solitarios que vivían solos en cuevas o chozas. También,
en esta misma línea, pueden mencionarse las proezas espectaculares de
determinados anacoretas del mundo oriental, nacidos en los siglos IV y
V, que por su radicalidad suscitaban en el pueblo cristiano sentimientos
de veneración y de asombro. Nos referimos, por ejemplo, al caso de los
reclusos que pasaban toda su vida encerrados en una celda o a los esti-
litas que fijaban su morada durante largos periodos sobre una colum-
na. De todos ellos el más famoso fue el sirio san Simeón el Estilita
(†479) que personificó la más dramática forma de apartamiento del
mundo ya que vivió en la cima de una columna durante más de 30 años,
donde permaneció expuesto al sol y a la intemperie.

La otra forma o variante de vida ascética, que también apareció en


Oriente prácticamente a la par que la anterior, fue la cenobítica, esto es,
la vida ascética practicada en el seno de una comunidad organizada en
un ámbito arquitectónico que fue denominado coenobiom, término que
deriva de la palabra griega koinos que significa común. Esta vía fue sin
duda la más seguida a lo largo de la historia del monacato cristiano.
Efectivamente, la vida del solitario o eremita entraña notables dificulta-
des y riesgos ya que en la soledad es más fácil caer en la depresión o en
la desesperanza. En contrapartida, y dada la naturaleza social del hom-
bre, es mucho más seguro seguir la vida ascética en el seno de un gru-
po que, aunque apartado del mundo, vive en común, ocupándose de
las mismas tareas, dentro del marco de una regla o conjunto de normas
preestablecidas que guían cotidianamente la vida de todos los miem-
bros de la comunidad. Según la tradición, el creador del primer ceno-
bio cristiano, del primer monasterio plenamente organizado, fue san
Pacomio (c. 292-346), otro egipcio de lengua copta, antiguo soldado
romano, que estableció una comunidad monacal en el Alto Nilo, en la
región de la Tebas egipcia hacia el año 320, a la que siguieron otras
muchas, cuyos numerosos miembros, monjes y monjas, adoptaron las
normas prescritas por su fundador. Asimismo, hemos de destacar como
figura fundamental en estos orígenes a san Basilio de Cesarea (c. 329-

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379), quien, además de desarrollar un papel fundamental en la historia


de la Iglesia, fue autor de unas normas o consejos encaminados a la
organización de una comunidad cenobítica que dejaron profundas
huellas en la tradición monástica, en especial en Oriente donde llegó a
considerársele como el padre del monacato ortodoxo.

En fin, estas primeras fórmulas de vida monástica no sólo se fue-


ron propagando por todas las provincias orientales del Imperio, sino
que también sus ecos penetraron, a través de diferentes vías, en Europa
occidental donde (dejando aparte el tema de la existencia de algunos
brotes autóctonos) pronto tuvieron notables frutos. Durante los siglos
IV-VI se crearon en Occidente numerosas comunidades de monjes, entre
cuyos creadores pueden destacarse a san Martín de Tours (†397), san
Jerónimo (†420), san Juan Casiano (†435), san Agustín (354-430), etc.,
algunos de los cuales también redactaron reglas o normas que guiaron
en siglos sucesivos los pasos a infinidad de monjes o religiosos. Pero, sin
duda, la figura más relevante, auténtico patriarca de los monjes de
Occidente, fue san Benito de Nursia (480-547) cuya Regla se erigirá
como el modelo universal de observancia monástica de tipo cenobítico,
y como ideal de vida de numerosas órdenes o congregaciones religio-
sas. Entre ellas se encuentra la Orden Cisterciense, primer objeto de
nuestras reflexiones.

2. LA TRADICIÓN CENOBÍTICA: EL CISTER Y SU MONASTERIOS

Para comprender la Orden cisterciense y su arquitectura hemos de


hacer una breve historia del benedictismo3, que como es obvio comien-
za con la figura de Benito de Nursia.

3
Sobre el benedictismo véase la siguiente selección bibliográfica:
AA.VV.: San Benito, Padre de Occidente, Barcelona, 1980.
B RAUNFELS , W.: La arquitectura monacal en Occidente, Barcelona, 1975.
B ROOKE , C.: The Monastic World 100-1300, Londres, 1974.
C OUSIN , Patrice: Précis d'historire monastique, Paris, 1956.
DALY, L.: Benedictine Monasticism. Its formation and Developmeni through the 12th Century,
Nueva York, 1965.
D ECARREAUX , J.: Les Moines et la civilisation en Occident, Paris, 1962.

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San Benito nació hacia el año 480 en Nursia (Italia), en el seno de


una familia acomodada de profunda raigambre religiosa que le pro-
porcionó una completa y severa educación. Ya en plena juventud, cuan-
do estaba cursando estudios en Roma, surgió en él la necesidad de reti-
rarse del mundo y entregarse a la vida espiritual. Por esta razón, se
trasladó primero a Effide y, después, a un desértico lugar cerca de
Subiaco donde vivió durante varios años en reclusión en una gruta
como un ermitaño. Muy pronto la fama de santidad y especiales virtu-
des de Benito provocó que numerosas personas se congregaran en tor-
no a él para ponerse bajo su dirección espiritual. Fue entonces cuando
le vino a la mente la necesidad de organizar aquel grupo de seguidores
a los que reunió en pequeños monasterios de carácter cenobítico. Sin
embargo, las envidias suscitadas por su éxito, le obligaron a abandonar
Subiaco para trasladarse hacia el año 529 a Montecassino donde creó
un nuevo monasterio donde permaneció hasta su muerte en el año
547. Allí, en Montecasino, comenzó y terminó la redacción de su famo-
sa Regla, fruto de su experiencia monástica y de múltiples fuentes lite-
rarias y espirituales.

La Regla de san Benito4 constituye un código legislativo y espiri-


tual, relativamente breve (consta de un prólogo y 73 capítulos), en el
que establece hasta los últimos detalles el espíritu y la práctica cotidia-
na de un grupo de monjes que como una familia viven en común y bajo
un mismo techo, guiados por un superior o abad que es como el padre

E SCARPASSE , M.: L'architecture bénédictine en Europe, Paris, 1963.


E VANS , J.: Monastic Life at Cluny, 910-1157, Zurich, 1973, 2 vols.
L INAJE C ONDE , A.: Los orígenes del monacato benedictino en la Península Ibérica, León,
1973, 3 vols.
B UTLER, dom Cuthbert: Le monachisme bénédictin. Études sur la vie et la Règle bénédicti-
ne, Paris, 1924.
K NOWLES , David: El monacato cristiano, Madrid, 1970.
L AWRENCE , C. H.: El monacato medieval. Formas de vida religiosa en Europa Occidental
durante la Edad Media, Madrid, 1999.
M ASOLIER , Alejandro: Historia del monacato cristiano, Madrid, 1994 (segunda edi-
ción), tomo II: De San Gregorio al siglo XVIII.
M OULIN , L.: La vie quotidienne des religieux au Moyen Age, Xe-XVe siècle, Paris, 1978.
S CHMITZ , Philibert: Histoire de l'Ordre de Saint Benoit, Maredsous, 1942-1956, 7 vols.
4
LINAJE CONDE, A.: La regla de San Benito, ordenada por materias, y su vida en el espa-
ñol corriente de hoy, Sepúlveda, 1989.

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de la comunidad, al que deben total obediencia. A lo largo de su texto,


san Benito no plantea un ideal de vida complejo, utópico o inalcanza-
ble. La Regla va dirigida no a personas perfectas capaces de las proezas
más increíbles sino a seres normales que, eso sí, buscan ferviente el cul-
tivo de lo espiritual y su unión con Dios y por ello renuncian a todos los
lazos afectivos, comodidades y bienes sensibles del mundo. Así, plantea
un modelo de vida equilibrada en distinta actividades cotidianas y una
vida austera, humilde, ciertamente disciplinada y exigente, pero sin
grandes extremos. En definitiva, la Regla de san Benito se caracteriza
por su sencillez, su discreción, su sentido común, su humanidad y su
carácter realista, y aquí precisamente radica la clave de su éxito.

De una manera muy breve y simplificada el planteamiento general


de la vida de una comunidad que sigue la Regla de san Benito es la
siguiente:

La comunidad benedictina está conformada por un grupo de


monjes, en principio no muy numeroso, que habita en un monasterio,
en una clausura, donde los religiosos pueden encontrar todo lo nece-
sario para su vida cotidiana y en el que teóricamente permanecerán
hasta su muerte por voto de estabilidad. Dicho monasterio debía
permanecer aislado del mundo exterior, libre de toda intromisión, y
precisamente por ello debía constituir una unidad autónoma y autosu-
ficiente económicamente. Su vida económica está basada primor-
dialmente en el cultivo de la tierra, que trabajan los mismos monjes ayu-
dados por laicos. Estas tierras así como la entidad arquitectónica que le
sirve de residencia son propiedad de la comunidad y no de los indivi-
duos concretos, ya que ningún monje podía tener propiedades de tipo
personal. En este sentido, la comunidad benedictina tenía que practi-
car de forma rigurosa la pobreza evangélica no sólo de forma indivi-
dual, sino también como corporación.

En cuanto a la práctica cotidiana de los monjes, san Benito descri-


bió un programa cuidadosamente ordenado y equilibrado que llenaba
todo el día y que consistía en la oración, el trabajo, la lectura o el estu-
dio y el descanso, cuyos horarios concretos variaban según el año litúr-
gico y las diversas estaciones del año.

La primera tarea de la vida monástica es la oración en común: el


canto del Oficio Divino en el oratorio que Benito denominaba Obra

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de Dios. El Opus Dei u Obra de Dios proporcionaba la estructura bási-


ca de todo el día y lo demás encajaba en ello. San Benito ofrece ins-
trucciones detalladas para la celebración de los Oficios Divinos que ya
entonces constituían un total de ocho que eran recitados en común y
se sucedían a lo largo del día en determinadas horas. La práctica del
culto de los monjes empezaba durante las horas de la noche, de dos a
tres de la madrugada según la estación, con el canto del oficio de vigi-
lias, luego llamados maitines. Los laudes se cantaban con la primera
luz y después se seguían a intervalos los oficios breves del día, cantados
a las horas de prima, tercia, sexta y nona, y al atardecer el oficio de vís-
peras. El día concluía con el oficio de completas, que se celebraban al
anochecer. En el curso de los siglos subsiguientes, el oficio se transfor-
mó enormemente, tanto en la música como en la letra, pero el esque-
ma básico quedó ya perfilado en la Regla y llegó a convertirse en el
marco universal del culto diario del monacato Occidental. Llama la
atención la poca atención que en la Regla se da a la Misa, pero hemos
de tener en cuenta que san Benito observaba la costumbre de la igle-
sia primitiva según la cual la celebración de la Misa quedaba reservada
a los domingos y las fiestas del Señor. Con el tiempo esto cambiará; la
celebración de la Misa en comunidad será diaria e incluso, al ordenar-
se la mayoría de los monjes, cada uno oficiará individualmente su Misa
particular.

Aparte de las horas de la plegaria en común, la Regla distribuía el


día en periodos de trabajo manual y periodos de lectura. Siguiendo la
tradición monástica de Oriente el trabajo manual tenía una función
ascética y económica, es decir, fomentaba la humildad de los monjes y
servía para proveer las necesidades de la comunidad. Todos los hom-
bres que fueran artesanos tenían que ejercer su oficio según la decisión
del superior. El resto de la comunidad iba a trabajar al campo o estaba
ocupado en tareas domésticas.

Por su parte, la finalidad de la lectura era la de adquirir alimento


para la meditación. Todos los años cada monje recibía un códice de la
biblioteca. Tenía que leerlo íntegramente sin omitir ninguna página.
La lectura era también fundamental para los niños oblatos, donados
por los padres a los monasterios, costumbre que constituía para las
familias un práctico método para situar a la numerosa prole, a la vez de
ser una fuente de renovación humana muy importante para los monas-
terios. Por ello, el monasterio contaba con una escuela para niños.

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En cuanto al descanso, lo cierto es que la Regla no exigía nada


intolerable. Permitía 8 horas de sueño en invierno y 6 horas, con una
siesta por la tarde, en verano. La Regla prescribía que la comunidad
durmiese vestida, preferentemente en un mismo lugar, eso sí, cada
monje en su camastro. En lo referente a las comidas, si bien no espe-
cialmente copiosas, eran adecuadas. Se hacían en común, en silencio,
mientras un miembro de la comunidad hacía lectura de un texto reli-
gioso. Estaba prohibido comer carne y sólo podían tomarla los enfer-
mos en caso de necesidad. Eso sí, se admitía el vino, una cierta conce-
sión humana por parte de san Benito.

En fin, todas estas actividades debían realizarse en un clima donde


tenía que regir la austeridad y pobreza, el silencio, la humildad y sobre
todo la caridad o amor mutuo, caridad que muy especialmente debía
expresarse en el trato con los huéspedes a los que había que recibir
como si fueran la figura de Cristo, y en el cuidado de los enfermos.

En fin, esta sencilla Regla, tras la muerte de Benito, fue introdu-


ciéndose poco a poco en el panorama de los monasterios del Orbe occi-
dental. Sin embargo su consolidación tuvo lugar en la Galia, durante los
siglos VIII y IX, bajo el impulso de los soberanos del Imperio Carolingio
quienes, al ser consciente de la importancia del desarrollo del monaca-
to en sus dominios, vieron que esta Regla era la que podía ofrecer la
mejor planificación de un monasterio y, por tanto, la que podía favore-
cer la continuidad y permanencia de las comunidades monásticas. Ya el
mismo Carlomagno (768-814) trabajó para cumplir su anhelo de ver
una observancia monástica única y uniforme bajo la Regla de san
Benito en todos sus territorios. Sin embargo, quedó para su hijo y suce-
sor, Luis el Piadoso, Ludovico Pío (814-840) el llevar este deseo a la rea-
lidad. Para ello, este emperador acudió a san Benito de Aniano (750-
821), auténtico p aladín de la observan cia estricta de la reg la
benedictina. Él fue el encargado de reunir por dos veces, en 816 y 817,
a la asamblea de superiores de los monasterios del Imperio, reuniones
que tuvieron como resultado que la Regla de san Benito se convirtiera
en la norma de observancia monástica de todas las abadías imperiales.
Sin embargo, hemos de señalar también que san Benito de Aniano y
estas asambleas realizaron ciertas interpretaciones de la Regla que se
apartaron significativamente del modelo original. La más relevante fue
la que tuvo como consecuencia el amplio número de adiciones efec-
tuadas al Oficio Divino prescrito por la Regla. A las horas canónicas del

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día, se añadieron el canto de salmos añadidos, la celebración de proce-


siones, misas de difuntos, etc. Además se celebraba diariamente Misa
comunitaria y se hizo creciente la práctica de que monjes oficiasen dia-
riamente Misas privadas. De esta manera, quedaba destruido el antiguo
equilibrio de actividades propuestas por san Benito de Nursia (la ora-
ción en común, el trabajo y la lectura y meditación personal) ya que la
plegaria y ceremonia religiosa en el ámbito de la iglesia se convirtió en
la ocupación casi exclusiva del monje.

San Benito de Aniano murió en el 821 y la organización a la que él


había dado vida no le sobrevivió mucho tiempo. La inestabilidad polí-
tica, y las invasiones venidas del exterior durante el siglo IX provocaron
la decadencia y la casi desaparición de la observancia monástica. Sin
embargo, a comienzos del siglo X un nuevo brote de benedictismo va a
surgir en tierras francesas a partir de un singular monasterio, la Abadía
de Cluny. Fundado en 910 por el Duque Guillermo de Aquitania en un
bello y retirado paraje sito en el valle del Grosne, el monasterio bene-
dictino de Cluny fue la cuna de un pujante movimiento monástico.
Gracias a una serie de circunstancias que sería muy largo de relatar,
pero entre las que no podemos menos que destacar la impresionante
labor y destacada personalidad de los que fueron sus abades (sobre
todo san Odón –926-944–, san Mayeul –965-994–, san Odilón –994-
1048– y san Hugo –1049-1109–), este monasterio logró dominar el
panorama monacal de Occidente durante dos siglos. En el cénit de su
apogeo, hacia finales del siglo XI - comienzos del XII, Cluny era la capi-
tal de un inmenso imperio monástico que se extendía por toda Europa,
donde se encontraban nada menos que 1.184 abadías en las que se
observaba la Regla de san Benito de Nursia, en la línea de interpreta-
ción de san Benito de Aniano, y donde se seguían las Costumbres de
Cluny, la madre a fin de cuentas de todas ellas. Pero el ideal monástico
de los monjes de Cluny y sus hijas parecía bastante alejado de aquella sen-
cilla Regla que en realidad era su raíz. Por una parte, la fama que poco a
poco fue alcanzando Cluny llevó a que cada vez más personalidades,
reyes, nobles, etc., hicieran numerosas y ricas donaciones a sus monaste-
rios. Las abadías cluniacenses se convirtieron en riquísimos señoríos feu-
dales, con extensas fincas rústicas donde trabajaban números siervos y
criados. Esa riqueza se manifestaba materialmente en la monumentali-
dad, esplendor y majestuosa suntuosidad de sus cenobios, notas de las
que fue claro exponente el mismo monasterio de Cluny tal y como se
encontraba hacia medidos del siglo XII. Por otra parte, y en cuanto a

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práctica cotidiana de los monjes, en Cluny se potenciaron aquellas ten-


dencias que ya se esbozaron con Benito de Aniano y que rompieron el
equilibrio de actividades del monje benedictino. La vida monástica en
Cluny estaba al servicio exclusivo de la ceremonia litúrgica. Cantos y
letanías llenaban por completo toda la jornada del monje de tal mane-
ra que la lectura y meditación y el trabajo (el auténtico trabajo físico, es
decir, el trabajo del campo, y no la copia de manuscritos tarea en la que,
eso sí, los cluniacenses fueron maestros) quedaron desatendidos casi
por completo.

Pues bien, así estaba el mundo del monacato benedictino cuando


vio la luz la Orden Cisterciense. El Cister5 es fruto de un clima de gene-

5
Sobre la historia de la Orden Cisterciense véase la siguiente selección bibliográ-
fica:
B OUTON , Jean de la Croix: Histoire de l'Ordre de Citeaux, Westmalle, 1958-1968.
C ALI , F.: L'Ordre Cistercien, Paris, 1972.
E XPOSITION S AINT B ERNARD (dic. 1990), Saint Bernard el le monde Cistercien, París, 1990.
H ERRERA , L.: Historia de la Orden del Cister, Burgos, 1984-1995, 6 vols.
HAHN , J. B.: L'Ordre cistercien et son gouverment. Des originis au milieu XIII siècle (1098-
1265), Paris, 1982.
K INDER , T. N.: L'Europe Cistercienne, Grignan-Paris, 1998.
K NOWLES , D.: El Monacato cristiano, Madrid, 1969.
L AWRENCE , C. H.: El monacato medieval. Formas de vida religiosa en Europa Occidental
durante la Edad Media, Madrid, 1999.
L EKAI , Louis J.: Les moines blancs. Histoire de l'Ordre Cistercien, Paris, 1957.
M AHN , J.: L'Ordre Cistercien, París, 1951.
O URSEL , R.: L'Esprit de Citeaux, Grignan-Paris, 1978.
Sobre la arquitectura de la Orden Cisterciense véase la siguiente selección biblio-
gráfica:
AA.VV. (dirección científica I. B ANGO T ORVISO ): Monjes y Monasterios. El Cister en el
medievo de Castilla y León, Valladolid, 1998.
A LTISENT , A.: «Espacio y tiempo ordenados al encuentro con Dios», Vida Nueva, n.º
2127, 1998, 44-45.
A UBERT , M: L'Architecture cistercienne en France, Paris, 1947, 2 vols.
B ANGO T ORVISO , I. G.: El Monasterio Medieval, Madrid, 1990.
B RAUNFELS , Wolgang: La arquitectura monacal en Occidente, col. «Breve Biblioteca de
Reforma», serie «Iconología», n.º 3, Barcelona, 1975.

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EL MONASTERIO: ESPÍRITU Y FORMA

ral renovación de la Iglesia Católica que se hizo claramente perceptible


en la segunda mitad del siglo XI y que afectó hondamente al mundo del
monacato. Por aquella época, surgieron espíritus inquietos que comen-
zaron a proponer modos de vida monásticos mucho más puros y exi-
gentes y más acordes al espíritu evangélico, en especial en el punto rela-
tivo a la proverbial sencillez y pobreza cristiana, en buena medida como
reacción contra la riqueza corporativa y los compromisos mundanos de
las grandes abadías. Las fuentes en las que bebieron estos renovadores
surgieron del pasado, de la iglesia Primitiva, que ahora se tomaba como
ejemplo y modelo a seguir. Unos, como san Romualdo (952-1027), ini-
ciador de la Camaldula; san Esteban de Muret (†1124), fundador del
Orden de Grandmont; y san Bruno (1035-1101), padre de la Cartuja,
recogieron la tradición del eremitismo de los antiguos padres del
desierto, cuyas vidas pudieron leer en los primitivos clásicos de la litera-
tura monacal ahora revividos. Otros, como san Juan Gualberto (c. 995-
1073), fundador de Vallombrosa, o san Roberto de Molesme (1028-
1111), primer mentor del movimiento cisterciense, volvieron sus ojos
hacia la pureza y sencillez del texto original de aquella Regla redactada

C OLLOQUE DE F ONTFROIDE (marzo, 1990), L'Espace cistercien, Paris, 1994.


D ALLOZ , P.: L'Architecture selon Saint Bernard in De la Consideration, Paris, 1986.
D ESMOND , G.: Mystères et beaté des abbayes cisterciennes, Tolosa, 1996.
D IMIER , A.: Recueil de plans d'églises cisterciennes, Grignan-Paris, 1949, 2 vols.
D IMIER , A.: Les Moines batisseurs, arquitecture et vie monastique, Paris, 1964.
D IMIER , A.: Recueil de plans d'églises cisterciennes. Supplément, Grignan-Paris, 1967,
2 vols.
D IMIER , A.: L'art cistercien hors de France, Grignan-Paris, 1971.
D IMIER , A.: L'art cistercien en France, Grignan-Paris, 1974.
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K INDER , T. N.: «L'Abbaye cistercienne», Saint Bernard et le Monde Cistercien, Paris,
1990.
L EROUX -D HUYS , J. F.: Las abadías cistercienses. Historia y arquitectura, Colonia, 1999.
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T OBIN , S.: Les Cisterciens, moines et monastères d'Europe, Paris, Cerf, 1995.
YÁÑEZ N EIRA , D.: «Vida y actividad en un monasterio», Estudios Bercianos, n.º 13, 1990,
pp. 5-19.

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en el siglo VI por Benito de Nursia, cuyo contenido más esencial pare-


cía haberse olvidado en la práctica cotidiana de algunas abadías de su
época.

Los albores del Cister tuvieron lugar cuando un grupo de monjes


de la Abadía francesa de Molesmes decidieron abandonar su monaste-
rio guiados por un monje idealista y de inquieta personalidad, llama-
do Roberto, con la intención de vivir de una manera más pura y rigu-
rosa la Regla de san Benito. Con estas miras se instalaron en un remoto
y aislado terreno cerca de Dijon, descrito por las fuentes como
«inmundo cenagal», conocido con el nombre de Citeaux, donde en
1098 se produjo la fundación de un monasterio, que el tiempo convir-
tió en la casa madre de una de las órdenes más destacadas de la Iglesia
Católica. Pronto surgieron nuevas vocaciones que quisieron sumarse a
la iniciativa emprendida por esta fundación, circunstancia que llevó a
que los monjes se plantearan la necesidad de preservar por escrito los
principios fundamentales que inspiraron la vida de aquella primera
comunidad. Por ello Esteban de Harding (†1134), tercer abad de
Citeaux y figura esencial en el desarrollo de la Orden, redactó la Carta
de Caridad que es documento constitucional del Cister que fue apro-
bado por el papa Calixto II en 1119. Por entonces ya había 10 nuevos
monasterios, destacando las llamadas cuatro primogénitas, La Ferté,
Pontigny, Claraval y Morimond que fueron fundadas entre los años
1113 y 1115. No obstante, uno de los acontecimientos más decisivos
para la trayectoria ulterior de la nueva institución fue el ingreso en
Citeaux en el año 1112 del carismático y apasionado san Bernardo de
Claraval (1090-1153), noble borgoñés al que puede atribuirse la orga-
nización definitiva de la congregación, su consolidación y su rápida
expansión. Para darnos una idea de su importante labor, señalaremos
que a su muerte, había nada menos que 351 monasterios cistercienses.
A finales del siglo XIII, época del apogeo de la Orden, el Cister se había
implantado en 700 abadías, convirtiéndose en la más importante rama
del benedictismo. Con posteridad su expansión fue ostensiblemente
menor ya que en total llegó a contar con 754 monasterios que, en su
inmensa mayoría, fueron hijas de Citeaux y de las llamadas cuatro pri-
mogénitas.

Los principios básicos del Cister en teoría no eran originales ya


que, como se ha dicho, su primordial intención era retornar al espíritu
primitivo, volver al cumplimiento estricto de la Regla de san Benito.

40
El. MONASTERIO: ESPÍRITU Y FORMA

Esta vuelta a la letra implicaba, según la interpretación de la nueva


orden, una serie de exigencias que no se cumplían en los monasterios
benedictinos contemporáneos a su creación. La primera exigencia fue
la renuncia a todo aquello que pudiera involucrar a los monjes en los
negocios del mundo exterior con el fin de mantener la máxima clausu-
ra y aislamiento. Así y con este objetivo, al menos en las primeras gene-
raciones de cistercienses, se renunció a la protección de los poderosos,
y también se suprimió la costumbre de admitir niños oblatos ya que en
ocasiones eran fuentes de intromisiones y conflictos. La segunda fue la
vuelta a la austeridad, a la simplicidad, que debía manifestarse en todos
los aspectos de la vida del monje; en el vestido, la comida, los edificios
y los muebles. Fue significativo, por ejemplo, que los cistercienses adop-
taron un hábito de lana de oveja sin teñir, en contraste con el hábito
negro y ropa interior de lino de los cluniacenses. La tercera exigencia
fue la restitución del equilibrio entre oración, lectura y trabajo manual
del monje que se había perdido en la práctica anterior del benedictis-
mo. Por ello, los cistercienses prescindieron de muchas de las ceremo-
nias cluniacienses en el coro y de muchos de sus añadidos litúrgicos,
quedándose con lo esencial. Asimismo volvieron a reivindicar el traba-
jo manual, que no sólo debía de consistir en la copia de manuscritos o
en la práctica de oficios artesanos, sino también en el cultivo en el cam-
po, practicado como ejercicio ascético y como medio de subsistencia.
Ahora bien, como el número de horas dedicadas a la oración comuni-
taria eran muy numerosas (no pudieron sustraerse, por ejemplo, de la
celebración de los Oficios de difuntos y la celebración de las Misas), y
dado que también debía de existir un tiempo para la oración privada y
la lectura, decidieron integrar en la comunidad monástica a los herma-
nos conversos, generalmente de origen humilde, cuya misión funda-
mental era la ejecución de las tareas domésticas y artesanales y del tra-
bajo productivo como el cultivo del campo y cuidado del ganado,
esenciales para el mantenimiento de la comunidad. Dichos hermanos
laicos ya existieron en Cluny, pero los cistercienses acentuaron su carác-
ter religioso, tendencia que también se dio en otras órdenes religiosas
que surgieron contemporáneamente.

Conocido pues en su esencia cuál era el espíritu y modo de vida del


Cister, ya podemos pasar a comentar cómo fueron sus monasterios. Los
edificios construidos por la primera generación de cistercienses
(mucho más rigurosos y radicales que sus posteriores sucesores), fue-
ron modestos, de aspecto provisional y reducidas dimensiones, realiza-

41
ELENA BARLÉS BÁGUENA

dos con materiales perecederos (con excepción de la iglesia o capilla),


y articulados sin ningún plan rector. Sin embargo, con el curso del tiem-
po y ya en tiempos de san Bernardo comenzaron a levantarse conjuntos
monásticos más amplios, racionalmente organizados y fieles a un esque-
ma común y extremadamente funcional, que si bien destacaban por su
severidad, desnudez y desornamentación, estaban ejecutados con per-
fección y calidad de materiales. Para acometer su ejecución los cister-
cienses no partieron de la nada, sino que contaron con una larga expe-
riencia anterior. Cuando nuestros monjes empezaron a edificar sus
abadías, los benedictinos llevaban siglos levantando cenobios. Antes de
la aparición del Cister ya se había producido la exigencia de crear un
marco arquitectónico que no sólo proporcionase digna y suficiente resi-
dencia a la comunidad benedictina, sino que también permitiese y favo-
reciese el fluido y puntual desarrollo de todas las actividades cotidianas
que le eran propias y que tan claramente se exponían en su Regla. Es
cierto que en la Regla de san Benito no se daban pautas explícitas o
directas de cómo debía estructurarse un monasterio; sin embargo, de
su contenido se deducía la necesidad de construir y de ubicar de mane-
ras concretas una serie de edificaciones que eran imprescindibles en la
vida de la comunidad y, sobre todo, se desprendían unas actitudes que
inevitablemente determinaban la disposición de las partes del cenobio
y sus formas. En definitiva, antes de que san Roberto se instalara en
Citeaux, ya se había meditado sobre la necesidad de hacer concor-
dantes la función y el espíritu con la forma arquitectónica, se habían
estudiado los recursos que podía ofrecer el contexto artístico y arqui-
tectónico para dar respuesta a dicha necesidad, se había considerado
en cada caso cómo se podían aprovechar o contrarrestar, en vías de
garantizar la adecuación forma-función, las características climáticas y
orográfica de los lugares donde instalaban los monasterios y, es más,
fruto de estas reflexiones, ya se habían levantado imponentes conjun-
tos monásticos.

Dejando aparte el tema de los posibles precedentes de antiguos


monasterios que hoy podemos conocer a través de descripciones, fuen-
tes literarias y excavaciones arqueológicas, lo que parece claro es que la
cristalización del esquema básico, de la organización racional, funcio-
nal y orgánica del monasterio benedictino tuvo lugar en época carolin-
gia. Dicho esquema aparece perfectamente plasmado en un documen-
to extraordinario que es el plano ideal de un monasterio carolingio que
milagrosamente ha llegado hasta nuestros días y que se conserva en la

42
EL MONASTERIO: ESPÍRITU Y FORMA

biblioteca del monasterio de San Gal6. Realizado hacia el año 820 por
Haito, abad de Reichenau, fue enviado por éste a su amigo el abad de
San Gal. En este plano ideal están previstas y perfectamente ordenadas
con criterios funcionales todas las todas las dependencias necesarias
para el desarrollo de la vida monacal benedictina, agrupadas en distin-
tas áreas, racionalmente dispuestas: el área dedicada a la vida económi-
ca del monasterio, donde vivían los artesanos y criados del monasterio;
el área dedicada a los huéspedes y a las escuelas; el área dedicada a novi-
cios y enfermos, incluido el camposanto; y por fin el área fundamental,
núcleo mismo del monasterio, que es la auténtica clausura donde
vivían los monjes. Este último ámbito, principal aportación y marca de
sello de la arquitectura monástica occidental, era el claustro, constituido
por cuatro galerías o pandas que rodeaban un patio central abierto,
que era el distribuidor, además de vía comunicación (protegida de las
inclemencias del tiempo) de toda la serie de dependencias de uso
común de los monjes como la iglesia con su sacristía (en el lado norte),
el dormitorio y calefactorio (en el lado este), el refectorio (en el lado
sur) y la bodega o almacén (en el lado oeste). El plano ideal de San Gal
nunca llegó a construirse. Sin embargo, su legado fue recogido por los
cluniacenses quienes lo desarrollaron, matizaron o perfeccionaron, tal
y como puede apreciarse en las distintas fases constructivas de su mis-
ma casa madre de Cluny, conocidas con los nombres de Cluny I, II y III,
que han sido objeto de profundos estudios7. En fin, esta herencia fue la
que percibió el Cister para realizar sus residencias, tradición que apro-
vechará enormemente, adecuándola a su particular espíritu y a sus

6
Sobre el plano de San Gal véase:
H ORN , Walter y B ORN , Ernest: The Plan of St. Gall. A Study of the Architecture and eco-
nomy of, and Life, in a Paradigmatic Carolingian Monastery, Berkeley-Los Ángeles-Londres,
1979, 3 vols.
H ECHT , Konrad: Der St. Galler Klosterplan, Sigmaringen, 1983.
J ACOBSEN , Werncr: Der Klosterplan von St. Gallen und die Karolingische Architektur:
Entwicklung und Wandel von form und Bedeutung im fränkische Kirchenbau zwischen 751 und
840, Berlin, 1992.
Lamentablemente el antiguo monasterio de Cluny fue destruido y sólo quedan
algunos restos. Hoy, sin embargo, podemos hacernos una idea de sus características gra-
cias a los estudios y reconstrucciones en maquetas y planos realizados por el arquitecto
norteamericano Kenneth J. Conant (sobre el tema véase C ONANT , Kenneth John: Cluny:
Les eglises et la Maison du chef d'Ordre, Mâcon, 1968).

43
ELENA BARLÉS BÁGUENA

necesidades y llevándola a su máximo desarrollo. De hecho, sus ceno-


bios son considerados como la culminación del esquema de monasterio
benedictino medieval. Pero veamos, por fin, sus características.

Las abadías cistercienses solían ubicarse en parajes que propicia-


sen la soledad y el aislamiento, en bosques, valles solitarios y paisajes
montañosos, donde, eso sí, era imprescindible la presencia del agua,
fundamental para la subsistencia de la comunidad. Todo el conjunto
monástico estaba separado del exterior por un muro, estructura que
simbolizaba y garantizaba en la práctica la clausura, elemento esencial
de la vida del benedictino y por ende del cisterciense. El punto de
comunicación entre el interior y el exterior era la portería, al cargo del
portero que tenía allí su celda, que podía tener anexa una capilla para
forasteros.

En el interior del recinto monástico se encontraban todas las


dependencias indispensables para la vida de la comunidad, de tal mane-
ra que en ningún momento el monje tuviera la necesidad de salir de él,
ya que el monasterio debía constituir su hábitat natural en el que debía
encontrarse como un pez en el agua. Curiosamente, san Benito que,
como hemos dicho, dio tan pocas pautas específicas en el tema de la
arquitectura del monasterio sí que precisó esta cuestión: «El monaste-
rio se construirá de tal manera que todo lo necesario, es decir, el agua,
el molino, el huerto, esté en el interior del monasterio y allí se ejerzan
los diferentes oficios» (Regla de san Benito, C. 66.6). Era pues el monas-
terio un microcosmos, una ciudad en miniatura en la que todo estaba
previsto y en la que a cada función se le asignaba una dependencia o
ámbito concreto.

Dentro del monasterio, el núcleo fundamental era el claustro con sus


dependencias en torno a él. La planta de esta parte del conjunto, denomi-
nada «cuadro monástico», en todas las abadías cistercienses respondía
a un esquema común, que a veces podía variar en algunos detalles a
causa de la particulares condiciones del terreno, de las condiciones cli-
máticas o de los individualismos locales. El claustro, de planta cuadra-
da, de acuerdo a la tradición, estaba constituido por cuatro pórticos,
pandas o galerías abiertas hacia un patio o jardín. Estas pandas eran,
por una parte, vías de comunicación ya que facilitan al máximo, de
manera rápida y directa, el paso de los monjes a las distintas estancias
que se disponían en su entorno. A la par, eran también estancias ya que,
en determinados momentos, eran lugares destinados a la lectura o la

44
EL MONASTERIO: ESPÍRITU Y FORMA

meditación y a la celebración de determinados rituales litúrgicos o


domésticos. En el centro de su patio o jardín se alzaba el pozo o pila
para recoger el agua de la lluvia. Allí acudían a veces los monjes para
lavar su ropa sacando agua del pozo y poniéndola a secar en la hierba
del patio. Dada la específica función que tenía el claustro, solía situarse
al sur de la iglesia, ya que se prefería la exposición al sol; no obstante,
en zonas muy cálidas, siempre que era posible y con el fin de refrescar
el claustro, éste se ubicaba de tal forma que la iglesia proyectase su som-
bra sobre él.

La distribución de las dependencias en torno al claustro estaba


regida por criterios sociológicos y funcionales. Así, por una parte, las
estancias que se disponían en las pandas norte, sur y este eran de uso
exclusivo de los monjes, mientras que las ubicadas en la panda oeste
estaban destinadas a los hermanos. Estas últimas no daban directamen-
te a la galería occidental sino que quedaban aisladas del claustro por un
pasillo o corredor, que a veces no tenía cubierta, denominado «callejón
de conversos». La presencia de este pasillo, que dejaba fuera de la
estricta clausura a las dependencias de los hermanos, obedecía a una
doble motivación. Por una parte, permitía que los ruidos producidos
por la actividad de los hermanos laicos no llegasen hasta el claustro; por
otra, era una manera de separar los dos grupos sociales claramente dife-
renciados que conformaban la comunidad, es decir, los monjes, cultos
y de noble estirpe, y los hermanos, analfabetos en su mayoría y de ori-
gen campesino. Asimismo, la ubicación y disposición tanto de las
dependencias de uso de los monjes como la de los hermanos estaba
perfectamente pensada teniendo en cuenta razones de índole práctica.
Cada estancia estaba donde tenía que estar para garantizar el adecuado
desarrollo de la observancia monástica.

En la panda norte, se ubicaba la iglesia. Casa de Dios y ámbito en el


monje realizaba la principal de sus ocupaciones, constituía el edificio
más grande y cuidado de toda la abadía. La iglesia cisterciense deriva de
la tradicional planta basilical en forma de cruz latina y como las iglesias
primitivas estaba orientada al Este. De cabecera plana o semicircular, su
transepto presentaba una serie de capillas para las misas privadas de los
monjes sacerdotes. En dicho transepto se abrían varias puertas; la de la
sacristía, la que conducía al cementerio y la puerta del dormitorio
de los monjes que estaba en la parte superior de la llamada escalera de
maitines que permitía que los religiosos pudiesen acudir pronta y pun-
tualmente a la celebración de los oficios de la noche. El cuerpo de la

45
ELENA BARLÉS BÁGUENA

iglesia solían tener tres naves, una central más ancha y dos laterales más
estrechas, y estaba dividido por una clausura alta que delimitaba y sepa-
raba el coro de los monjes y de los conversos, donde estaban las res-
pectivas sillerías. Los conversos accedían a su coro por una puerta que
daba al callejón, antes mencionado, reservado para ellos.

Junto a iglesia se situaba la sacristía y el armarium que era un


pequeño nicho donde se guardaba los libros del monasterio. Con el
tiempo, cuando el número de libros se hizo considerable, fue necesario
habilitar espacios más amplios y apropiados para biblioteca.

En la panda este se disponía el denominado «pabellón de los mon-


jes». En él se encontraba la sala capitular, tipo de dependencia que no
se hallaba en el plano de San Gal y que apareció en el curso del siglo XI
en Cluny. Allí los monjes se reunían, presididos por su abad, general-
mente después de prima. En ella se trataban los asuntos importantes de
la comunidad, se hacía la preceptiva lectura de un capítulo de la Regla,
se efectuaba la confesión pública de las culpas cometidas y se recibían
los castigos pertinentes (entre los que se encontraba la pena de prisión
dentro del propio monasterio). Era, asimismo, el lugar donde se toma-
ba el hábito y se efectuaban las solemnes profesiones, y se admitían a los
novicios. En fin, la arquitectura de la sala capitular reflejaba la dignidad
de su función y, de hecho, era la dependencia más cuidada después de
la iglesia.

En la misma panda, inmediatamente después de la escalera que


conducía desde dicha galería al dormitorio ubicado en la planta supe-
rior del pabellón de monjes, se disponían el locutorio, que era el lugar
donde se informaba diariamente a los monjes de las tareas que debía
de realizar. A continuación se ubicaban un pasillo que permitía el acce-
so a otras zonas fuera del claustro, y la sala de monjes. Al igual que los
cluniacienses, una de las principales tareas de los monjes cistercienses
fue la copia de libros. La labor de transcribir, anotar e ilustrar sobre per-
gamino todo el saber escrito recibido en herencia se realizaba en la sala
de monjes, contigua a la cual estaba la sala de los novicios donde éstos
aprendía esta obligación. Anexa a la sala de monjes aunque ya en la
panda del sur estaba el calefactorio donde se encontraba la chimenea.
Allí los religiosos preparaban la tinta y calentaban sus manos para pro-
seguir con su encomiable labor de transcripción. También en este cal-
deado espacio podían hacerse las periódicas sangrías que se realizaba
por razones médicas y ascéticas ya que por entonces esta práctica era

46
EL MONASTERIO: ESPÍRITU Y FORMA

considerada como un eficaz medio para mantener la buena salud y


atemperar el apetito sexual.

En el piso superior que sobremontaba las dependencias descritas


de la panda este, se situaba el dormitorio, de larga planta rectangular.
Como se ha comentado, la Regla prescribía que, si era posible, los mon-
jes compartieran un mismo dormitorio, teniendo cada uno cama indi-
vidual. Estas camas se alineaban a lo largo de los muros, dispuestas per-
pendicularmente. Allí dormía vestidos y ceñidos con cintos o cuerdas,
de manera que estuviesen preparados continuamente para acudir sin
demora a la celebración el Oficio Divino. Dicha dependencia era nece-
sariamente de grandes dimensiones ya que las comunidades de monjes
cistercienses podían ser muy numerosas. En la actualidad, nos sorpren-
de el escaso sentido de la intimidad que debían tener estos monjes. Sin
embargo, hemos de considerar que en realidad el hecho de disponer
de un jergón propio constituía un enorme privilegio ya que en la Edad
Media dormir bajo la misma manta era el sino común de todas las fami-
lias, siervos y señores, e incluso en los hospitales los enfermos llegaban
a compartir un mismo lecho.

Junto al dormitorio se encontraban las letrinas, pero no así los


baños. Llama la atención que en una arquitectura como la cisterciense
que tan rígidamente se asigna a cada función una dependencia con-
creta, no existiera ninguna sala para baños. La causa de este hecho es
bastante sencilla: entre las prácticas habituales no se encontraba la de
bañarse cotidianamente, actividad que por tradición benedictina, tenía
cierta connotación pecaminosa. Afortunadamente estaba el mandatum
o lavatorio de los pies de los monjes que tenía lugar todos los sábados
por la noche desde Pascua hasta el 14 de septiembre, acto, que además
de su significación litúrgica, debía de tener una obvia función práctica.
Además, los monjes se lavaban las manos y la cara antes de entrar en el
refectorio en un fuente, sita delante de la entrada de esta dependencia,
generalmente ubicada en el interior de un pabellón poligonal en la que
los arquitectos realizaron exquisitos ejercicios de sensibilidad.

En la panda sur se ubicaba el refectorio de planta rectangular y


grandes dimensiones. Allí la comunidad comía en mesas dispuestas en
forma de U, en completo silencio, mientras un monje procedía a la lec-
tura de las escrituras desde el púlpito que estaba en el muro occidental,
al cual se subía por una escalera abierta en el espesor del muro. La
comida era un auténtico oficio religioso que llegó a vincularse con la

47
ELENA BARLÉS BÁGUENA

significación de la Última Cena y por esta razón los refectorios eran


objeto, como la iglesia y la sala capitular, de una tratamiento más digno
y espectacular. También es destacable su disposición perpendicular a la
panda, en eje norte-sur, una novedad introducida por los cistercienses
en el esquema tradicional benedictino, que permitía ubicar en la pan-
da sur la cocina que por razones funcionales debía conectar tanto con
el refectorio de los monjes como con el refectorio de los conversos que
se situaba en la panda occidental.

En la panda oeste, se hallaban las dependencias los conversos. En la


historia de la arquitectura monástica benedictina, fueron los cistercien-
ses los que dieron una solución más acertada a la integración en el
monasterio de las habitaciones de los hermanos. Aisladas del claustro
por el «callejón de conversos» que se conectaba con el locutorio de con-
versos (lugar donde se les encomendaba las labores cotidianas), esta-
ban constituidas por dos amplios edificios, generalmente alineados y
separados por un pasillo que permitía la entrada al claustro desde el
exterior. La función específica de estos dos edificios constituye un tema
controvertido. Tradicionalmente, ambas construcciones eran conside-
rados como un gran pabellón, gemelo al «pabellón de monjes», en cuya
planta inferior se situaban la bodega y el refectorio de conversos, sepa-
rados por un pasaje, mientras que en la superior se extendía el amplio
dormitorio de hermanos (véase el plano ideal que incluimos en el
artículo). En la actualidad, los especialistas en la materia conciben esta
parte del conjunto de forma diferente. Según su interpretación estaría
conformada por dos edificios rectangulares: El primero, que cerraba el
claustro por su parte occidente, era la cilla, generalmente de dos plan-
tas, donde se emplazaba la bodega (en la planta baja) y el almacén de
productos variados (en la planta superior). El segundo que solía estar
alineado con el anterior (aunque a veces tenía disposición perpendicu-
lar) era el denominado domus conversorum, que tenía el comedor de her-
manos en su planta baja (con acceso a la cocina) y el dormitorio en su
planta superior.

En fin, fuera del cuadro monástico, otras dependencias del monaste-


rio cisterciense fueron las que a continuación mencionaremos. Los cis-
tercienses tomaron a la letra aquellos puntos de la Regla en los que se
insistía en el especial trato y consideración que se debía a los enfermos,
habilitando un espacio específico para ellos. Así, en toda abadía se
encontraba la enfermería, con varias salas, que solía situarse al este con el

48
EL MONASTERIO: ESPÍRITU Y FORMA

fin de que los vientos dominantes del oeste arrastrasen los efluvios de
esta zona lejos del cuadro monástico. La Regla también preveía un
lugar, independiente y separado de las estancias destinada a la comuni-
dad, para la formación y vivienda de los novicios. Estas constituían el lla-
mado noviciado y en ocasiones se articulaban en torno a un claustro. Las
comunidades cistercienses también desarrollaron una importante labor
de caridad o beneficencia emanada del espíritu de la Regla. No solo
repartían en su portería limosn as para los pobres sino que ta mbién
ofrecían hospitalidad a visitantes y peregrinos, ricos y pobres, en el
ámbito de la hospedería, ubicada, como es lógico, en las cercanías de la
entrada del conjunto. Aunque en principio el abad estaba obligado a
pasar la noche con los monjes en el dormitorio común o en una peque-
ña estancia próxima a éste, pronto se separó de la comunidad y se cons-
truyó unas dependencias privadas. No obstante el desarrollo de estas
estancias independientes del abad se produjo sobre todo en la edad
Moderna. Por fin en el interior del recinto monástico se hallaba el
huerto y múltiples y diferentes dependencias de variada ubicación que
constituían el marco de las tareas domésticas del cenobio o de las actividades
económicas de la comunidad (tahona, molinos, graneros, fragua, talleres
diversos, etc.).

3. LA TRADICIÓN EREMÍTICA: LA ORDEN CARTUJA Y SUS MONAS-


TERIOS

Como el Cister, la Orden Cartujana 8 es fruto del espíritu renova-


dor que removió las bases del monacato en la segunda mitad del siglo
XI. Curiosamente, su fundador, san Bruno, conoció y trató a san
Roberto de Molesme. Nacido en Alemania hacia los años 1027-1030,

8
En comparac ión con lo s trabajos realizad os sobre historia y arquitectura de la
Orden Cisterciense, las obras dedicadas al estudio de la Orden Cartujan a son nu mé-
ricamente escasas.
Sobre el desarrollo histórico de la Orden Cartujana véase la siguiente selección
bibliográfica:
D OREAU , Victor Marie: Les Ephémérides de l'Ordre des Chartreux d'après les documents,
Montreuil, 1897-1900, 4 vols.
L E C OUTEULX , Carolo: Annales Ordinis cartusiensis ab anno 1084 ad annum 1429, auc-
tore D. Carolo Le Couteulx, cartusianno, nun prinum a monachis eiusdem Ordinis in lucem edi-
tae, Monstrolii, 1887-1891, 8 vols.

49
ELENA BARLÉS BÁGUENA

Bruno de Hartenfausts tuvo una extensa y completa formación en


diversos campos del saber que recibió en su Colonia natal y en las villas
francesas de París, Tours, y Reims, ciudad ésta última donde accedió a
importantes cargos eclesiásticos y docentes (canciller y maestrescuela
de la Catedral) en los que muy pronto alcanzó fama y prestigio. No obs-
tante, la intensa actividad que estos cargos comportaban estaba muy
lejos de las aspiraciones más íntimas de san Bruno quien siempre había
manifestado un gran atracción por la vida eremítica, es decir, por una
vida solitaria de total y absoluta dedicación a la oración y la contempla-
ción a la manera de los antiguos anacoretas del desierto. Por ello, entra-
do en su madurez, decidió dar un cambio de rumbo a su vida. Primero,

L APORTE , Maurice: Aux sources de la vie cartusienne, Grande Chartreuse, 1960-1965, 6


vols.
LE VASSEUR , Leone: Ephemerides Ordinis Cartusiensis auctore D. Leones Le Vasseur, car-
tusiano, nunc prinum a mariachis eisdem Ordinis in lucem editae, Monstrolii, 1890-1893, 5
vols.
M OLIN , Nicolás: Historia cartusiana ad origene Ordinis, Tornaci, 1903, 3 vols.
Sobre la arquitectura de la Orden Cartujana véase la siguiente selección bibliográ-
fica:
A NIEL , Jean Pierre: Les Maisons de Chartreux, des origenes a la Chartreuse de Pavia,
«Bibliotèque de la Société Française d'Archeologie», n.º 16, Genève, 1983.
B ARLÉS B ÁGUENA , Elena: «Aproximación a la bibliografía general sobre arquitectura
monástica de la Orden Cartujana», Artigrama, n.º 4, Zaragoza, 1988, pp. 259-275.
BARLÉS, Elena: Las cartujas construidas de nueva planta durante los siglos XVII y XVIII en
la provincia cartujana de Cataluña: Ara Christi (Valencia), La Inmaculada Concepción
(Zaragoza), Nuestra Señora de las Fuentes (Huesca) y Jesús Nazareno de Valldemosa (Mallorca),
t e s i s d o c t o r a l d i r i g i d a p o r l a D r a . M a r í a I s a b e l Á l v a r o Z a mo r a , D e p a r t a m e n t o d e
Historia del Arte de la Universidad de Zaragoza, Septiembre de 1993, 13 vols, en espe-
cial los volúmenes 1 y 2, titulados «La Orden Cartujana y su arquitectura».
B ARLÉS , Elena: «Una aproximación a la Orden Cartujana y su arquitectura monásti-
ca», en AA.VV. (coordinadora: Dra. María del Carmen Lacarra): Los monasterios arago-
neses, Zaragoza, 1999, pp. 125-155.
B RAUNFELS , Wolgang: La arquitectura monacal en Occidente, col. «Breve Biblioteca de
Reforma», serie «Iconología», n.º 3, Barcelona, 1975.
DEVAUX, Augustin: L'architecture dans l'Ordre des Chartreux, col. «Analecta
Cartusiana», n.º 146, Selignac, 1998, 2 vols.
LEONCINI, Giovanni: La Certosa di Firenze, nei suoi rapporti con l' archittecttura certosina,
col. «Analecta Cartusiana», n.º 71, Salzburgo, 1980.
ZADNIKAR , Marijaán: Srednjesveska arhitektura kartuzijanov in slovenske kartuzije, Izdala,
Sovenska Akademija Znosti in Umetnosti, Zalozila, Drzavna zalozba Slovenique,
Ljubljana, 1972 (Resumen en francés, pp. 375-395).

50
EL MONASTERIO: ESPÍRITU Y FORMA

marchó a la abadía de Molesme (momento en el que conoció a san


Roberto), permaneciendo en retiro en Séche-Fontaine, localidad perte-
neciente a dicho monasterio. Sin embargo, no encontrando allí la radi-
cal soledad que él anhelaba, decidió buscar, junto con seis compañeros
con los que compartían idénticas aspiraciones, otro lugar más aislado y
recóndito para poder desarrollar su verdadera vocación. Ese lugar fue
Chartreuse, un inhóspito valle, entre montañas, de difícil acceso, sito a
24 kilómetros de Grenoble, que le fue proporcionado por san Hugo, el
Obispo de la ciudad. Fue en este emplazamiento donde, a partir del
año 1084, se inició un modo de vida monástica en cierta medida nuevo
y original que fue el germen y principio de la Orden Cartujana.

San Bruno no dejó ninguna regla o normativa escrita y por ello


durante un tiempo su ideal de vida, que quedó fielmente preservado en
la práctica cotidiana de los monjes de Chartreuse, fue trasmitido oral-
mente. Sin embargo, el temprano crecimiento que experimentó la
Orden obligó a sus responsables a plantearse la necesidad de elaborar
una definición escrita del modo de vida instaurado por san Bruno que
sirviera de punto de referencia fundamental para las nuevas comuni-
dades que iban apareciendo, deseosas de seguir los pasos de la primera
fundación. Tal labor recayó en Guigo, 5º prior de Chartreuse, quien
redactó en el año 1127 las llamadas Costumbres,9 primer texto legislativo
de la Orden, que fue aprobado oficialmente en 1133 por el Papa
Inocencio II. Este texto, raíz y base de los sucesivos Estatutos que con el
tiempo se fueron elaborando, estaba compuesto por 80 capítulos don-
de se recogían con fidelidad y lenguaje claro y sentencioso los princi-
pios, el espíritu y las actividades cotidianas de una comunidad cartuja-
na, propuestos por el fundador. A juzgar por las Costumbres, la fórmula
de vida monástica ideada por san Bruno y recogida y estructurada por
Guigo provenía de muy variadas fuentes: desde las Santas Escrituras y
las doctrinas de los antiguos Padres orientales y occidentales (Basilio,
Pacomio, Antonio, Nilo Sinaíta, Orígenes, Crisóstomo, Casiano,
Jerónimo, Agustín, Gregorio Magno, Isidoro, Cesáreo de Arlés, etc.),
hasta distintas legislaciones monásticas redactadas en muy diferentes

9
Una magnífica traducción al castellano del texto de las Costumbres puede encon-
trarse en: Por un C ARTUJO : Maestro Bruno padre de monjes, col. «Biblioteca de Autores
Cristianos», n.º 413, Madrid, 1980.

51
ELENA BARLÉS BÁGUENA

fechas (Regla de san Benito —que tuvo un notable peso—, Código y


Concordia de Benito de Aniano, Pedro Damián y Costumbres caman-
dulenses, Costumbres de Cluny, de san Rufo, Exordios del Cister, etc.).
No obstante, no podemos negar la originalidad o singularidad del
modelo de vida cartujano que, a pesar de la dureza y exigencia de sus
planteamientos, logró atraer a gran cantidad de seguidores que, eso sí,
fueron significativamente menos numerosos que los que tuvo la Orden
Cisterciense. A finales del siglo XII se habían fundado un total de 37
casas; durante el siglo XIII se crearon 35 nuevas cartujas; en el siglo XIV,
el más fecundo del Orden, vieron la luz un total de 92 monasterios,
mientras que a partir del siglo XV (en el que fundaron 47 cartujas) el
número de casas fundadas fue descendiendo paulatinamente. Hasta el
momento presente el total de fundaciones realizadas por la Orden
asciende aproximadamente a unas 285.

Pero veamos muy brevemente en qué consiste la esencia del modo


de vida monástico propuesto por san Bruno. Es justo reconocer que la
Cartujana, en comparación con otras congregaciones religiosas, es la
orden que ha sabido mantener con mayor fidelidad y pureza el espíri-
tu y la práctica de sus principios y, de hecho, en su seno no se produ-
jeron ni escisiones ni radicales reformas como en otros movimientos
monásticos o conventuales. Obviamente la Orden Cartujana fue expe-
rimentando ciertos cambios a lo largo de su historia (los más significa-
tivos se aprecian en la economía global de los monasterios), pero estos
nunca fueron radicales, ni llevaron consigo una extraordinaria separa-
ción de las pautas primigenias, sobre todo, de las que se refieren a la
vida cotidiana del cartujo.

Así pues, toda comunidad cartujana, desde la primera instalada en


Chartreuse hasta la que reciente ha sido fundada en Brasil, está com-
puesta por dos grupos de monjes, los llamados padres y los llamados
hermanos conversos o legos. Los padres son monjes que se dedican
exclusivamente a la contemplación, al continuo dialogo con Dios, a la
lectura espiritual, al rezo vocal del Oficio Divino y a la ejecución de
algún trabajo manual no productivo, que durante mucho tiempo con-
sistió en la copia de manuscritos. No realizan, pues, una labor predica-
ción o beneficencia, no mantienen escuelas ni hospitales, no tienen
como principal objetivo la santificación a través del trabajo, sino que,
convencidos del bien que con ello pueden hacer a sus semejantes, se
entregan por completo a la contemplación y adoración de Dios. Su

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EL MONASTERIO: ESPÍRITU Y FORMA

especial particularidad además es que, a diferencia de los monjes cis-


tercienes que oran, leen, trabajan, comen y duermen juntos, cada uno
de los padres cartujos realizan cotidianamente las actividades citadas de
manera individual, en absoluta soledad, silencio y aislamiento, en el
ámbito de la celda, que consistía en una casa con su huerto o jardín.
Toda su vida se desarrolla en un clima de simplicidad y pobreza, acor-
de con los principios evangélicos, notas se reflejan en su austero hábi-
to, en las frugales comidas (son muy frecuentes los ayunos y no comen
carne), en el ámbito arquitectónico o desnuda celda donde habita el
monje o incluso, en su propia liturgia que se caracteriza por su marca-
da sobriedad y sencillez. Es cierto que las comunidades cartujanas, con
el paso del tiempo llegaron a ser poseedoras de extensos patrimonios y
de espléndidos monasterios, pero esta riqueza jamás trascendió a la vida
cotidiana del cartujo que continuó viviendo dentro de las misma pautas
de soledad y pobreza como los antiguos anacoretas. Ahora bien, siendo
consciente san Bruno de las dificultades que entrañaba perseverar en
esta vocación eremítica, quiso que los monjes pudieran contar un apo-
yo humano y espiritual en el grupo, aspecto en el que se encuentra otra
de las singularidades de la Cartuja y uno de sus nexos con otros movi-
mientos monásticos de carácter cenobítico. Dicho con otras palabras,
quiso el fundador que además de las actividades que cada monje reali-
zaba en soledad, los padres también llevasen a cabo en específicos
momentos del día o en determinados días a la semana prácticas propias
de la vida cenobítica, comunes a otras órdenes religiosas como la cis-
terciense. Estas son, por ejemplo, la celebración cotidiana, en común,
en el ámbito de la iglesia, de distintas partes del Oficio Divino, como los
maitines, las vísperas, y de la misa conventual o, ya en algunos días con-
cretos (por ejemplo domingos y días de festividad religiosa), la comida
en común, las reuniones en la sala capitular y el paseo. Por su puesto,
los monjes cuentan también con la tutela o dirección de un superior o
prior que obviamente en la primera cartuja fue san Bruno.

El segundo grupo que compone la familia o comunidad cartujana


es el de los hermanos o legos. Como el Cister y otras órdenes religiosas sur-
gidas en la misma época, la cartujana también incorporó como figura
fundamental al converso. La presencia de este segundo grupo tuvo su
origen en una razón de orden práctico. San Bruno quiso que su comu-
nidad constituyera una unidad orgánica independiente, con autono-
mía económica. Para poder alcanzar este objetivo y dado que los mon-
jes ermitaños debían dedicarse exclusivamente a la contemplación, era

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ELENA BARLÉS BÁGUENA

imprescindible que dentro de la comunidad se integrasen otros reli-


giosos que se ocupasen de los trabajos productivos y de las necesarias
relaciones con el exterior, fundamentales para la subsistencia de todo
el conjunto. De allí la importancia de los hermanos que son aquellas
personas que sintiendo como los padres una vocación contemplativa
(de hecho realizan prácticas de esta naturaleza) deciden entregar par-
te de su tiempo al trabajo que permitía la independencia de la comu-
nidad. Aunque su régimen de vida es menos severo que el de los padres,
sus actividades se desarrollan en las mismas pautas de pobreza y sobrie-
dad y también realizan prácticas en comunidad como las antes citadas.
Generalmente los hermanos pertenecían a un estrato social más bajo
que el de los padres; sin embargo, también es cierto que a lo largo de
la historia personajes de alta cuna o elevada cultura decidieron por
humildad ingresar como conversos en los muros de las cartujas.

Explicadas las notas básicas del modo de vida cartujano, pasemos a


señalar cómo esta particular formula de vida monástica se materializó
en sus monasterios.

Durante el siglo XII y buena parte del siglo XIII , los conjuntos
monásticos de la Orden Cartujana se caracterizaron por su ubicación en
lugares inhóspitos, por la humildad y sencillez de sus alzados, por la irre-
gularidad de sus plantas y por la ausencia de un esquema fijo en la dis-
tribución de sus dependencias, notas que fueron el resultado de la rigu-
rosa aplicación de los radicales principios de soledad y pobreza
propuestos por su fundador que tuvieron plena vigencia en el periodo
señalado. Otro de los rasgos más singulares de estos primeros conjuntos
fue la existencia de dos monasterios independientes separados entre sí
por una cierta distancia, denominados casa alta y casa baja, donde
vivían respectivamente los padres y los hermanos. La causa de esta divi-
sión se encontraba nuevamente en motivos de tipo práctico. Siguiendo
la tradición de Chartreuse, los lugares donde se solían instalar los padres
eran tan poco accesibles y tan inadecuados para la agricultura, que los
hermanos, para poder procurar los medios de subsistencia necesarios,
tenían que emplazarse (y por tanto residir) en terrenos más bajos, más
idóneos y de condiciones climáticas más benignas para la explotación
agropecuaria y más accesibles y de fácil conexión con los pueblos veci-
nos. Sin embargo, ya en la segunda mitad del siglo XIII y sobre todo en
el XIV, cuando las fundaciones comenzaron a ubicarse en lugares más
llanos y con clima más favorables, cuando los cartujos contaron con

54
EL MONASTERIO: ESPÍRITU Y FORMA

otros medios de subsistencia al margen de la agricultura (donación de


benefactores, rentas de su cada vez más rico patrimonio, etc.), cuando
se pudo invertir en la construcción de sus monasterios y en el acondi-
cionamiento de terrenos unas mayores cuantías económicas y cuando se
admitió que el número de miembros por comunidad fuese más elevado
que en los orígenes (en las Costumbres se estipulaba 12-13 padres y 16
hermanos), comenzaron edificarse conjuntos más amplios y monumen-
tales, más regulares (rasgo que se potenciará en el siglo XV), en los que
se integraron en un mismo recinto los ámbitos de residencia de los dos
grupos que conformaban la comunidad cartujana. En definitiva, en el
siglo XIV el monasterio de la Orden Cartujana alcanzó su forma clásica
que permanecerá en sus elementos esenciales a lo largo de los siglos y
que analizaremos a continuación.

El monasterio cartujano suele emplazarse en lugares aislados y con


presencia de agua y se encuentra sistemáticamente rodeado por un cer-
ca o muralla que marca y delimita el recinto sagrado de clausura que,
por la propia naturaleza de la Orden, era mucho más estricta y riguro-
sa que en el caso cisterciense. El único punto de conexión entre el exte-
rior y el interior era la portería donde se ubicaba la celda del hermano
portero que controlaba férreamente el acceso a la cartuja. Ya en el inte-
rior del recinto se hallaban todas las dependencias necesarias para el
desarrollo de la vida de la comunidad, cuyo número de miembros siem-
pre fue menor que el que tuvieron los monasterios cistercienses. El tipo
de estas estancias así como su agrupación y su singular distribución res-
pondían fielmente a las dos peculiaridades del modo de vida de las
comunidades de la Orden, es decir, la convivencia en el seno de la fami-
lia de dos grupos de monjes, los padres y los hermanos con sus respec-
tivas y singulares dedicaciones, y la dualidad vida eremítica/vida ceno-
bítica (vida de soledad/vida en común) de sus miembros.

En efecto, en una cartuja en su forma clásica pueden distinguirse


dos ámbitos perfectamente diferenciados: el ámbito, llamado de obedien-
cias, que está constituido por el conjunto de dependencias destinadas a
la residencia y al desarrollo de actividades agropecuarias, artesanales o
domésticas de los hermanos; y el ámbito estrictamente conventual que está
conformado por las habitaciones de los padres y los edificios de uso reli-
gioso y común.

Como se ha dicho, el ámbito de obediencias es el destinado a los her-


manos. Allí se encontraban las pequeñas habitaciones que les servían

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ELENA BARLÉS BÁGUENA

de vivienda y un rosario de diversas estancias cuya naturaleza y cuantía


dependía de las particulares necesidades de la fundación y de su espe-
cífico tipo de economía. Estas eran, entre otras, los establos, graneros,
bodegas, almacenes, talleres varios, horno, panadería, sastrería, carpin-
tería, botica etc. Asimismo en este ámbito se encontraba la hospedería
que los hermanos tenían a su cargo. Las hospederías cartujanas nunca
fueron tan concurridas como las de los monasterios cistercienses ya que
aunque los cartujos practicaban la hospitalidad ésta siempre fue más
restrictiva. A esta dependencia o, en su caso a la portería, podía vincu-
larse una capilla de seglares. En algunas cartujas también se levantaban
dependencias dedicadas a los criados del monasterio como el comedor
y cocina de criados (conocidos como «el infierno», únicos lugares de la
cartuja donde se guisaba y comía carne) y otras habitaciones. La dispo-
sición de toda esta serie de estancias fueron diferentes según los casos
ya que la Orden no estableció ninguna tradición fija. A veces se articu-
laban en torno a claustros; otras constituían fábricas independientes.
En ocasiones se encontraban directamente comunicadas con el ámbito
estrictamente conventual y en otras no.

Obviamente el ámbito estrictamente conventual constituía la parte


nuclear de la cartuja. Sus dependencias y distribución son fruto de la
necesidad de proporcionar un marco adecuado a la conjugación vida
de soledad /vida en común que es propia del monje cartujo. Así por
una parte, la vocación eremítica de los padres exigía la existencia de
una serie de dependencias que permitiesen no sólo su habitación sino
también su aislamiento individual o su soledad cotidiana; por otra, tam-
bién eran imprescindibles una serie de estancias que sirviesen de esce-
nario a todas las actividades y ceremonias que realizaban en común
como los monjes benedictinos. La respuesta a estas necesidades parece
ser que ya se dio en la casa alta de la primitiva Chartreuse, donde
encontramos configurada la esencia del esquema de este ámbito del
monasterio cartujano. Tal y como acreditan los más prestigiosos estu-
diosos de la materia, en la primitiva Chartreuse existían dos claustros:
uno de considerables dimensiones, denominado habitualmente gran
claustro, constituido por cuatro galerías y un amplio patio interior, en
torno la cual se distribuían las habitaciones individuales de los padres o
celdas (ámbito de la vida eremítica); y un segundo claustro de menor
tamaño, conocido como claustrillo o pequeño claustro, de clara tradición
benedictina, también con sus cuatro pandas y patio interior, alrededor
del cual se disponían las dependencias de uso común (ámbito de la vida

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EL MONASTERIO: ESPÍRITU Y FORMA

cenobítica). Ambos claustros se encontraban conectados de tal manera


que el cartujo podía desplazarse, siempre bajo techo, desde su celda,
sita en el gran claustro, hasta cualquier otra estancia del claustrillo. En
fin, dejando aparte posibles precedentes, puede decirse que los prime-
ros cartujos, aun partiendo de una tradición anterior (la organización
de dependencias entorno a claustros ya se había creado con anteriori-
dad), definieron un nuevo esquema de monasterio. La conjugación
gran claustro/claustrillo constituyó la principal aportación de la
Cartuja a la arquitectura monástica occidental. De hecho ésta será su
marca de sello personal, que estará presente en todas las casas de la
Orden desde las más antiguas hasta las construidas en la actualidad.

Pero analicemos con mayor detenimiento las dependencias de este


ámbito estrictamente conventual. La entidad arquitectónica que centra-
lizaba la vida eremítica de los padres era el gran claustro con sus celdas. Las
celdas eran casas compuestas por varias habitaciones y un pequeño huer-
to o jardín que, desde un principio y de manera constante en la historia
de la Orden, tuvieron un tamaño considerable. Las razones de esta
característica son lógicas: por una parte, la celda necesariamente tenía
que albergar múltiples funciones tales como dormitorio, comedor, ora-
torio, sala de lectura, lugar de trabajo; por otra, no podía tener unas
dimensiones exiguas y agobiantes ya que ello podía provocar que el
monje no se sintiese a gusto y que tuviese el impulso de salir de ella,
hecho que estaba terminantemente prohibido. Se dice en las Costumbres
(cap. XXXI, nº 1): «El que habita la celda debe evitar con diligente soli-
citud no tener o admitir ocasiones de salida, excepto las que están esta-
blecidas para todos; más bien tenga la celda por necesaria para su salud y
su vida, como el agua para los peces o el aprisco para las ovejas. Y cuanto
más tiempo esté en ella, tanto más a gusto la habitará. Pero si se acostum-
bra a salir frecuentemente y por causas leves, pronto se le hará horroro-
sa». En definitiva, así como el monje cisterciense tenía que sentirse como
«el pez en el agua» en el ámbito del monasterio, de igualmente debía de
encontrarse el cartujo en el ámbito de la celda. En cuanto su número esta-
ba perfectamente definido. Durante los siglos XII y XIII se construyeron
sólo 12 celdas correspondientes a los 12 monjes, incluido el prior, que
permitían las Costumbres; en 1324 se autorizó que en monasterios resi-
dieran 20 padres y en 1334, 24, cifra que se ampliará con el paso en cen-
turias sucesivas, aunque siempre con claras limitaciones. La celda del
prior, padre que nunca mostró ningún signo externo que lo diferencia-
ra de sus compañeros, no presentó, en los primeros tiempos de la

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ELENA BARLÉS BÁGUENA

Orden, ningún rasgo distintivo; siempre estuvo ubicada en el gran claus-


tro y solo con el paso del tiempo dicha celda destacará por su mayores
dimensiones. En cuanto a las galerías del gran claustro, señalaremos que
tenían únicamente una función de paso. Por ellas transitaban los cartu-
jos, resguardados de la intemperie, cuando tenían que ir a las activida-
des que realizaban en común y, asimismo, iban los hermanos para intro-
ducir por un ventanuco la comida al interior de cada celda. En el patio
interior se situaba el Campo Santo o cementerio.

El corazón de la vida cenobítica de la cartuja era el claustrillo, siempre


unido o integrado con el gran claustro mediante pasillos u otros sistemas
de comunicación. De todas las dependencias que se ubicaban en su
entorno destacaba la iglesia (con su sacristía anexa) que por su impor-
tancia era el edificio más cuidado y monumental de todo el conjunto.
Salvo raros y excepcionales casos, la iglesia cartujana presentaba nave
única, ya que únicamente acogía a una comunidad de monjes cuyo
número siempre era muy limitado. Dicha nave se encontraba subdividi-
da, mediante muro de escasa altura, en dos partes de las cuales la más
cercana al presbiterio se destinaba al coro de los padres, mientras que la
de los pies del templo quedaba reservada al coro de los hermanos.
También, daban sistemáticamente a las galerías del claustrillo, la sala
capitular de padres y el refectorio (subdivido como la iglesia en dos
ámbitos que servían respectivamente de comedor de padres y comedor
de hermanos), dependencias que tenían idénticas funciones a las
comentadas en el caso cisterciense. Asimismo, vinculada al refectorio y,
por razones prácticas siempre conectada con él se encontraba la cocina,
al igual que en los monasterios de los monjes blancos. Otras dependen-
cias que se ubicaban en torno al claustrillo o en su inmediaciones eran
la biblioteca, pequeñas capillas para la celebración cotidiana de la misa
particular de los padres que proliferaron en el siglo XIV, y la sala capitu-
lar de hermanos. A ellas pueden añadirse la prisión, ya presente desde
la segunda mitad del siglo XIII, donde eran encerrados los monjes incen-
diarios, homicidas, etc. y, en algunos casos, la rasura que era la depen-
dencia específica donde se procedía al rasurado de la cabeza de los mon-
jes y se realizaban los periódicos sangrados, como medida profiláctica.
En fin, aunque puede apreciarse evidentes similitudes entre el claustri-
llo cartujano con sus dependencias y lo que hemos denominado como
«cuadro monástico» del monasterio cisterciense; también se advierten
profundas diferencias. En primer lugar, vemos que en las cartujas no
existen algunas de las típicas estancias de los monjes del Cister. Claro

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EL MONASTERIO: ESPÍRITU Y FORMA

ejemplo son el dormitorio común y la sala de monjes que no tenían sen-


tido en un monasterio de los hijos de san Bruno ya que los padres car-
tujos duermen y realizan trabajos no productivos en las celdas individua-
les. Lo mismo ocurre con el dormitorio de hermanos y la cilla ya que en
el caso cartujano las dependencias que presentaban idénticas funciones
se encontraban en el ámbito de obediencias y por tanto fuera del entor-
no del claustro. En segundo lugar, las galerías del claustrillo cartujano
presentan como principal función ser vía de comunicación entre las dis-
tintas estancias ya que raras veces el cartujo permanecía en ellas; por el
contrario en el caso cisterciense, como se ha dicho, las galerías cobijaban
el desarrollo de muy diferentes actividades comunes del monjes.

Por último y para concluir el tema de los tipos de ámbitos y depen-


dencias que se integran en una cartuja, hemos de resaltar que en los
monasterios medievales cartujanos no existieron como entidades espe-
cíficas o independientes hospitales o enfermerías, y noviciados. En
cuanto a los hospitales hemos de señalar que los hijos de san Bruno por
su vocación eremítica no contemplaban entre sus dedicaciones el cui-
dado enfermos procedentes del exterior, con lo cual no se necesitaba
una dependencia destinada a este efecto. Tampoco era imprescindible
una estancia para tratar las dolencias de los miembros de la propia
comunidad ya que cuando un cartujo contraía una enfermedad era
cuidado en su propia celda o habitación. En cuanto al noviciado, los
cartujos (que por cierto, como los cistercienses, tampoco aceptaron
niños donados por su padres) realizaban el preceptivo y largo periodo
de instrucción o formación en la celda.

Solo nos resta comentar una breves notas sobre las pautas que los
cartujos siguieron a la hora de distribuir los ámbitos, claustros y depen-
dencias de sus monasterios. Lo que más llama la atención es que estos
monjes, al contrario que los cistercienses, no se acomodaron a un
esquema único y común y, de hecho, las fórmulas de disposición res-
pectiva de los citados ámbitos, claustros y dependencias son extraordi-
nariamente variadas. Uno de los principales factores que explican este
singular fenómeno es la falta de una tradición establecida en este pun-
to desde los primeros tiempos de la Orden. El hecho de que durante el
siglo XII y buena parte del XIII los cartujos cumplieran estrictamente los
principios de soledad y pobreza enunciados por el fundador determinó
que los monasterios se fundaran en lugares inhóspitos y de irregular
orografía (estrechos valles, zonas de montaña) y que no se invirtieran

59
ELENA BARLÉS BÁGUENA

grandes cuantías en el acondicionamiento del terreno. En estas cir-


cunstancias los cartujos tenía que distribuir sus conjuntos monásticos
de la manera más funcionalmente posible, pero siempre determinados
por las particulares condiciones del lugar, con lo cual las formas de dis-
posición en cada caso era muy diferentes. Con el curso del tiempo y ya
en el siglo XIV aunque los hijos de san Bruno construyeron monasterios
en emplazamientos extensos y llanos y a pesar de que ya podían tener
una mayor disponibilidad económica, esta ausencia de una tradición y
las dificultades que ya de por sí tenía la racional articulación en cual-
quier terreno de los amplios ámbitos y entidades que componen una
cartuja (recordemos por ejemplo las dimensiones del gran claustro)
coadyuvaron a que se siguiera manifestando una gran flexibilidad en la
planificación de los monasterios y, por tanto, que no se constituyera un
modelo único y rígido. No obstante, a pesar de lo dicho, en los monas-
terios cartujanos se perciben unas tendencias básicas de distribución,
fruto siempre de necesidades prácticas. Así por ejemplo, el ámbito de
obediencias, por razones funcionales, solía ubicarse cerca de la entrada
del monasterio; el gran claustro era frecuente encontrarlo detrás de la
cabecera de la iglesia, en la zona más alejada de la puerta del conjunto
y de la zona de obediencias con el fin de garantizar el silencio, el aisla-
miento y la tranquilidad de las celdas; el claustrillo solía estar en una
zona intermedia entre el gran claustro y las obediencias, encontrándo-
se concretamente la cocina en una ubicación de fácil conexión con las
dependencias que usaban los hermanos; asimismo, era frecuente que
en torno de dicho claustro se dispusiesen (de acuerdo con la tradición
benedictina), al norte la iglesia, al este la sala capitular y al sur el refec-
torio, en disposición paralela al templo.

4. A MODO DE CONCLUSIÓN

Hemos comentado dos órdenes monásticas que, a pesar de sus evi-


dentes semejanzas y afinidades, ofrecen unos planteamiento de vida
ascética, un espíritu y unas prácticas cotidianas diferentes. Hemos expli-
cado cómo ambas órdenes, partiendo de la tradición anterior, reflexio-
naron profundamente sobre cómo debían ser sus monasterios, cómo
debía ser el marco arquitectónico idóneo que garantizara el óptimo
desarrollo de su particular observancia monástica. Hemos comprobado
que, fruto de su singular idiosincrasia, estas órdenes generaron duran-
te la Edad Media monasterios que, si bien ofrecen elementos comunes,
presentan evidentes diferencias en sus específicos tipos de dependen-

60
EL MONASTERIO: ESPÍRITU Y FORMA

cias y en los sistemas de distribución de las mismas. Podríamos haber


comentado también cómo los alzados de los monasterios de ambas con-
gregaciones estuvieron marcados por su personal espíritu. Asimismo,
podríamos haber rastreado los contenidos simbólicos que subyacen en
sus plantas. Igualmente, podríamos haber analizado cómo sus conjun-
tos monásticos fueron evolucionando durante la Edad Moderna a cau-
sa de la adopción de nuevos recursos o soluciones arquitectónicas que
les brindaba el contexto artístico del momento y, sobre todo, como con-
secuencia de los cambios producidos en su propio modo de vida, pro-
ductos, a su vez, de la paulatina transformación de la sociedad, de las
nuevas directrices emanadas de la propia Iglesia Católica o de la nece-
sidad de acomodarse a las nuevas circunstancias históricas. Estos y otros
temas, sin duda apasionantes, serán objeto de comentario en futuros
trabajos. Por ahora, nos conformamos con desear que estas breves y
humildes líneas sirvan para llamar la atención sobre un hecho que es
evidente: sólo es posible interpretar correctamente un conjunto monás-
tico o conventual conociendo los planteamientos ideológicos y la vida
cotidiana de aquellas personas que lo habitaron. Podremos admirar la
especial belleza de un monasterio, sencillo o monumental, sobrio u
ornamentado, podremos imbuirnos de la paz que emanan sus amplios
o reducidos claustros, pero solo encontraremos su razón de ser, el sen-
tido de sus estructuras y de sus formas, el porqué de las sensaciones que
nos produce, penetrando en el particular espíritu que inspiró a sus
creadores.

61
ELENA BARLÉS BÁGUENA

San Antonio

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EL MONASTERIO: ESPÍRITU Y FORMA

San Pacomio

63
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San Benito

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EL MONASTERIO: ESPÍRITU Y FORMA

San Bernardo

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ELENA BARLÉS BÁGUENA

San Bruno

66
EL MONASTERIO: ESPÍRITU Y FORMA

Monjes cistercienses. ¿Cuáles son los instrumentos para obrar bien?


Ante todo amar a Dios. En cuanto al taller donde los pondremos en práctica
con diligencia, es la clausura del monasterio. (Regla, c. 4.1/78).

Monjes cistercienses. «Nada prevalecerá sobre el servicio de Dios (Opus Dei).


A la hora del Oficio divino, tan pronto se oiga la señal, se dejará todo
lo que se tiene entre manos y se acudirá a toda prisa». (Regla c. 43).

67
ELENA BARLÉS BÁGUENA

Monjes cistercienses. «Si las condiciones de los lugares o la pobreza exigen que se
ocupen ellos mismos de las cosechas, los monjes no deben entristecerse, porque es
entonces cuando de verdad son monjes...» (Regla, c. 48. 7/8).

Padres cartujos. «Ya sabéis


como, en el Antiguo y sobre todo
en el Nuevo Testamento,
casi todos los más profundos y
sublimes misterios fueron
revelados a los siervos de Dios,
no entre el tumulto de las
muchedumbres, sino estando
a solas...»
(Costumbres, c. LXXX, 4).

68
EL MONASTERIO: ESPÍRITU Y FORMA

Padres cartujos. «La aplicación


de la lectura, el fervor de la
oración, la profundidad de la
meditación, el arrobamiento en la
contemplación y el bautismo de
las lágrimas por nada pueden ser
favorecidos como por la soledad»
(Costumbres, C.LXXX, 11).

Hermano cartujo. «Para recibir a los laicos al estado de converso se hace casi lo mismo
que con los clérigos. Pues igualmente se les propone lo que hay de duro y austero».
(Costumbres, C.LXXIII, 1).

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ELENA BARLÉS BÁGUENA

Vista del bosque de Citeaux


(Francia).

Vista de Chartreuse (Francia).

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EL MONASTERIO: ESPÍRITU Y FORMA

Vista y planta de la iglesia abacial de Cluny III. Grabado de P. F. Giffart.

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ELENA BARLÉS BÁGUENA

Abadía Cisterciense.
Programa funcional de las construcciones del cuadro monástico y su organi-
zación espacial (la planta tipo). Publicado en: LEROUX-DHUYS, J. F.: Las
abadías Cistercienses. Historia y arquitectura, Colonia, Köneman, 1999, p. 53
(Primera edición: París, éditions Mengès, 1998).
Leyenda del Plano:
1. Santuario y altar principal 2. Capillas del transepto y altares secundario. 3.
Sacristía. 4. Escalera de maitines. 5. Puerta de los muertos. 6. Clausura alta. 7.
Coro de los monjes. 8. Banco de los impedidos y enfermos. 9. Puerta del
claustro (para los monjes). 11. Puerta del callejón de conversos. 12. Nártex.
13. El patio del claustro con el pozo y el lavabo. 14. El armarium. 15. Galería
de la collatio. 16. Sala capitular. 17. Escalera de día hacia 18 y 19. 18.
Dormitorio de los monjes. 19. Letrinas. 20. Locutorio de los monjes. 21. Paso
de los monjes. 22. Sala de los monjes (scriptorium). 23. Sala de los novicios.
24. Calefactorio con su chimenea. 25. Refectorio de los monjes. 26. Púlpito
del lector. 27. Torno. 28. Cocina. 29. Despensas. 30. Locutorio de los conver-
sos. 32. Pasaje de los conversos. 33. Bodega. 34. Escalera de los conversos
hacia 35 y 36. 35. Dormitorio de los conversos. 36. Letrinas.

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EL MONASTERIO: ESPÍRITU Y FORMA

Vista de la Abadía cisterciense de Claraval. 1709.

Abadía cisterciense de Fontenay


(Francia). Iglesia.

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ELENA BARLÉS BÁGUENA

Abadía cisterciense de Fontenay


(Francia). Claustro.

Abadía cisterciense de Santes


Creus (España). Lavadero.

74
EL MONASTERIO: ESPÍRITU Y FORMA

Abadía cisterciense de Le Thoronet (Francia). Sala capitular.

Abadía, cisterciense de Alcobaça


(Portugal). Refectorio.

75
ELENA BARLÉS BÁGUENA

Cartuja de Valdecristo (España). Plano de la cartuja según Simón Aznar.

76
EL MONASTERIO: ESPÍRITU Y FORMA

Cartuja de Miraflores (España). Planta general


Leyenda del plano.
A. Puerta principal, B. Vestíbulo. C. Patio. D. Atrio de la Iglesia E. Iglesia. F.
Sepulcro de los Reyes. G. Sacristía. H. 4 capillas. I. Deslunado. J. Puerta de la
clausura. K. Corredor (encima hospedería). L. Patio con varias dependen-
cias. LL Cocina. M. Patio interior. N. Claustro pequeños. O. Refectorio de
padres y hermanos. Q. Sala capitular. R. Celda prioral. S. Gran claustro. T.
Celdas. U. Fuente. V. Cruz del cementerio. X. Huerta. Y. Balsa para riego y
distribución de aguas. Z. Claustro de Hermanos - obediencias. a. Celdas o
habitaciones de hermanos. b. Patio. c. Bodegas y graneros. d. Carpintería. e.
celda d P. Procurador. f. Calle entre monasterio y Dehesa. g. Corrales ganado
y habitaciones criados. h. Puerta de la Dehesa. g. Dehesa cerrada. j.
Locutorio. l. Habitaciones criados. m. Hospedería. n. Corral. o. Patio. p.
Establos. q. Huerta Exterior.

77
ELENA BARLÉS BÁGUENA

Vista de la Cartuja de Vauvert


(Francia).

Grande Chartreuse (Francia).

78
EL MONASTERIO: ESPÍRITU Y FORMA

Cartuja de Miraflores (España). Interior de una celda.

Cartuja de Miraflores (España). Iglesia.

79
ELENA BARLÉS BÁGUENA

Cartuja de Valbonne (Francia). Claustrillo.

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