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Clive Staples Lewis

Clive Staples Lewis nació el 29 de noviembre de 1898 en Belfast (Irlanda del Norte). Sus padres
eran Flora Augusta Hamilton, hija de un pastor anglicano, y Albert James Lewis, abogado de
ascendencia galesa.

Lewis creció rodeado de libros, hecho que facilitó su interés por la literatura desde temprana
edad. Muy imaginativo, junto a su hermano Warren creó diferentes mundos fantásticos que más
tarde reflejaría en sus textos.

Combatió en la Primera Guerra Mundial al formar parte del ejército inglés y estudió lengua y
literatura griega y latina en la Universidad de Oxford. En esta misma universidad fue profesor de
inglés durante los años 1925 y 1955. Más tarde impartió clases de literatura medieval y
renacentista en Cambridge.

En Oxford entabló amistad con J. R. R. Tolkien, con quien creó el grupo Inklings, conjunto de
escritores y profesores que se reunían para charlar sobre asuntos literarios, históricos,
mitológicos, sociales y religiosos.

La religión fue asunto clave en la vida y obra de C. S. Lewis. En sus años mozos renegó del
cristianismo y se manifestó ateo buscando respuestas en asuntos esotéricos. Con el paso de los
años y en su madurez, influenciado por George MacDonald, Chesterton y el propio Tolkien,
recuperó su fe y se convirtió en uno de los principales apologistas cristianos de la época.

Su obra más conocida es Las Crónicas De Narnia, colección de siete libros de fantasía juvenil
escrita entre los años 1951 y 1956: El león, la bruja y el armario (1951), El príncipe Caspian (1951),
La travesía del viajero del alba (1952), La silla de plata (1953), El caballo y el muchacho (1954), El
sobrino del mago (1955), escrito en 1955, pero configurado como el inicio de la saga y La última
batalla (1956).

Al margen de estos volúmenes, la bibliografía de Lewis destaca por su Trilogía Espacial, compuesta
por las novelas de ciencia-ficción Más allá del planeta silencioso (1938), Perelandra (1943) y Esa
horrible fortaleza (1946).

C. S. Lewis, quien siempre defendió el pensamiento independiente y la búsqueda de la verdad,


también escribió la sátira Cartas del diablo a su sobrino (1942), libros sobre el cristianismo, como
Mero cristianismo (1952) o Los cuatro amores (1960), ensayos sociales, como La Abolición Del
Hombre (1943) o volúmenes sobre literatura, como Literatura inglesa en el siglo XVI (1954).

El león, la bruja y el armario

(Fragmento)

Había una vez cuatro niños cuyos nombres eran Pedro, Susana, Edmundo y Lucía. Esta historia
elata lo que les sucedió cuando, durante la guerra y a causa de los bombardeos, fueron enviados
lejos de Londres a la casa de un viejo profesor. Este vivía en medio del campo, a diez millas de la
estación más cercana y a dos millas del correo más próximo. El profesor no era casado, así es que
un ama de llaves, la señora Macready, y tres sirvientas atendían su casa.

El anciano profesor tenía un aspecto curioso, pues su cabello blanco no sólo le cubría la cabeza
sino también casi toda la cara. Los niños simpatizaron con él al instante, a pesar de que Lucía, la
menor, sintió miedo al verlo por primera vez, y Edmundo, algo mayor que ella, escondió su risa
tras un pañuelo y simuló sonarse sin interrupción. Después de ese primer día y en cuanto dieron
las buenas noches al profesor, los niños subieron a sus habitaciones en el segundo piso y se
reunieron en el dormitorio de las niñas para comentar todo lo ocurrido.

(...)

Los niños habían tomado desayuno con el profesor, y en ese momento se encontraban en una sala
del segundo piso que el anciano había destinado para ellos. Era una larga habitación de techo
bajo, con dos ventanas hacia un lado y dos hacia el otro.

—Deja de quejarte, Ed —dijo Susana—. Te apuesto diez a uno a que aclara en menos de una hora.
Por lo demás, estamos bastante cómodos y tenemos un montón de libros.

—Por mi parte, yo me voy a explorar la casa —dijo Pedro.

La idea les pareció excelente y así fue como comenzaron las aventuras. La casa era uno de aquellos
edificios llenos de lugares inesperados, que nunca se conocen por completo. Las primeras
habitaciones que recorrieron estaban totalmente vacías, tal como los niños esperaban. Pero
pronto llegaron a una sala muy larga con las paredes repletas de cuadros, en la que encontraron
una armadura. Después pasaron a otra completamente cubierta por un tapiz verde y en la que
había un arpa arrinconada. Tres peldaños más abajo y cinco hacia arriba los llevaron hasta un
pequeño zaguán. Desde ahí entraron en una serie de habitaciones que desembocaban unas en
otras. Todas tenían estanterías repletas de libros, la mayoría muy antiguos y algunos tan grandes
como la Biblia de una iglesia. Más adelante entraron en un cuarto casi vacío. Sólo había un gran
ropero con espejos en las puertas. Allí no encontraron nada más, excepto una botella azul en la
repisa de la ventana.

—¡Nada por aquí! —exclamó Pedro, y todos los niños se precipitaron hacia la puerta para
continuar la excursión. Todos menos Lucía, que se quedó atrás. ¿Qué habría dentro del armario?
Valía la pena averiguarlo, aunque, seguramente, estaría cerrado con llave. Para su sorpresa, la
puerta se abrió sin dificultad. Dos bolitas de naftalina rodaron por el suelo.

La niña miró hacia el interior. Había numerosos abrigos colgados, la mayoría de piel. Nada le
gustaba tanto a Lucía como el tacto y el olor de las pieles. Se introdujo en el enorme ropero y
caminó entre los abrigos, mientras frotaba su rostro contra ellos. Había dejado la puerta abierta,
por supuesto, pues comprendía que sería una verdadera locura encerrarse en el armario.

Avanzó algo más y descubrió una segunda hilera de abrigos. Estaba bastante oscuro ahí dentro, así
es que mantuvo los brazos estirados para no chocar con el fondo del ropero. Dio un paso más,
luego otros dos, tres... Esperaba siempre tocar la madera del ropero con la punta de los dedos,
pero no llegaba nunca hasta el fondo.

—¡Este debe ser un guardarropa gigantesco! —murmuró Lucía, mientras caminaba más y más
adentro y empujaba los pliegues de los abrigos para abrirse paso. De pronto sintió que algo crujía
bajo sus pies. "¿Habrá más naftalina?", se preguntó.

Se inclinó para tocar el suelo. Pero en lugar de sentir el contacto firme y liso de la madera, tocó
algo suave, pulverizado y extremadamente frío. "Esto sí que es raro", pensó, y dio otros dos pasos
hacia adelante.

El príncipe Caspian
(Fragmento)

Había una vez cuatro niños que se llamaban Pedro, Susana, Edmundo y Lucía, cuyas
extraordinarias aventuras se relataron en otro libro titulado El León, La Bruja y El Ropero. Un día
abrieron la puerta de un ropero mágico y se encontraron en un mundo muy diferente al nuestro, y
en ese mundo diferente llegaron a ser Reyes y Reinas de un país llamado Narnia.

Mientras estuvieron en Narnia, les pareció reinar por años y años; mas cuando volvieron a
traspasar la puerta del ropero y retornaron a Inglaterra, parecía que no había pasado ni un
instante. En todo caso, nadie se dio cuenta de su ausencia, y ellos no se lo contaron a nadie, salvo
a un anciano muy sabio.

Todo eso había sucedido un año atrás, y ahora los cuatro se hallaban sentados en un banco en una
estación de ferrocarril, rodeados de una pila de baúles y cajas con juguetes.

Era el regreso al colegio. Habían viajado juntos hasta esa estación, en la que empalmaban diversas
líneas. En pocos minutos iba a pasar un tren que llevaría a las niñas hacia un colegio, y media hora
después otro tren trasladaría a los niños a otro colegio. Esa primera etapa del viaje que realizaron
juntos les pareció todavía parte de las vacaciones; pero ahora, cuando se acercaba el momento de
separarse y tomar distintos caminos, se convencieron de que realmente las vacaciones habían
terminado y de que muy pronto comenzaría otra vez el período escolar. Estaban muy tristes y a
ninguno se le ocurría qué decir. Lucía iba al internado por primera vez en su vida.

Era una estación de pueblo, vacía y somnolienta y, fuera de ellos, no había nadie más en el andén.
De pronto Lucía lanzó un agudo grito, como si una avispa la hubiera picado. —¿Qué pasa, Lu...? —
preguntó Edmundo. Se interrumpió repentinamente e hizo un ruido como "¡au!".

—¿Qué cosa...? —empezó Pedro, y de pronto también él interrumpió lo que iba a decir y, en
cambio, exclamó—: ¡Susana, suéltame! ¿Qué haces? ¿Adónde me arrastras?

—No te he tocado —dijo Susana—. Alguien me empuja a mí. ¡Oh... oh... oh..., basta!

Cada uno advirtió que los rostros de los demás estaban muy pálidos.
—Yo sentí lo mismo —dijo Edmundo, sin aliento—. Como si me arrastraran. Un tirón espantoso...
¡Ay, empieza otra vez!

—A mí también —dijo Lucía—. ¡Oh, no puedo soportar más!

—Rápido —gritó Edmundo—. Tómense todos de las manos y no se separen. Esto es magia, yo la
siento. ¡Apúrense!

—Sí —dijo Susana—. Tomémonos de las manos. ¡Oh, cómo quisiera que todo esto terminara... oh!

En ese mismo momento el equipaje, el banco, el andén y la estación desaparecieron. Los cuatro
niños, tomados de la mano y jadeantes, se encontraron en un lugar emboscado, tan emboscado
que las ramas los envolvían y casi no quedaba espacio para moverse. Se frotaron los ojos y
respiraron profundamente.

—Oh, Pedro —exclamó Lucía—. ¿Crees que habremos vuelto a Narnia?

—Este podría ser cualquier lugar —dijo Pedro—. Con todos estos árboles no puedo ver a un metro
de distancia. Tratemos de salir al campo abierto..., si es que existe un campo abierto.

Con alguna dificultad, y con algunas picaduras de ortigas y rasmilladuras de espinas, se abrieron
paso con gran esfuerzo hasta salir de la espesura. Entonces recibieron otra sorpresa. Allí estaba
mucho más claro; a pocos pasos se encontraron en el límite del bosque y, más abajo, vieron una
arenosa playa. A escasos metros, un mar muy tranquilo bañaba la arena con olas tan pequeñas
que casi no hacían ruido. No se veía tierra alrededor ni nubes en el cielo. El sol estaba
aproximadamente donde debe estar a las diez de la mañana, y el mar era de un azul
deslumbrante. Todos se quedaron quietos aspirando el aroma del mar.

La travesía del viajero del alba

(Fragmento)

Había un niño llamado Eustaquio Clarence Scrubb y casi merecía ese nombre. Sus padres lo
llamaban Eustaquio Clarence y sus profesores, Scrubb. No puedo decirles qué nombre le daban sus
amigos, porque no tenía ninguno. El no trataba a sus padres de “papá” y de “mamá”, sino de
Haroldo y Alberta. Estos eran muy modernos y de ideas avanzadas. Eran vegetarianos, no
fumaban, jamás tomaban bebidas alcohólicas y usaban un tipo especial de ropa interior. En su
casa había pocos muebles; en las camas, muy poca ropa, y las ventanas estaban siempre abiertas.

A Eustaquio Clarence le gustaban los animales, especialmente los escarabajos, pero siempre que
estuvieran muertos y clavados con un alfiler en una cartulina. Le gustaban los libros si eran
informativos y con ilustraciones de elevadores de granos o de niños gordos de otros países
haciendo ejercicios en escuelas modelos.

A Eustaquio Clarence no le gustaban sus primos, los cuatro Pevensie —Pedro, Susana, Edmundo y
Lucía—. Sin embargo, se alegró mucho cuando supo que Edmundo y Lucía se iban a quedar
durante un tiempo en su casa. En el fondo le gustaba mandar y abusar de los más débiles; y
aunque era un tipo insignificante, ni siquiera capaz de enfrentar en una pelea a Lucía, ni mucho
menos a Edmundo, conocía muchas maneras de hacer pasar un mal rato a cualquiera,
especialmente si estás en tu propia casa y ellos son sólo visitas.

Edmundo y Lucía no querían por ningún motivo quedarse con sus tíos Haroldo y Alberta. Pero
realmente no lo pudieron evitar. Ese verano su padre fue contratado para dictar conferencias en
Norteamérica durante dieciséis semanas y su madre lo acompañó, pues desde hacía diez años no
había tenido verdaderas vacaciones.

Pedro estudiaba sin descanso para un examen y aprovecharía sus vacaciones para prepararse con
clases particulares del anciano profesor Kirke, en cuya casa los cuatro niños tuvieron fantásticas
aventuras mucho tiempo atrás, en los años de la guerra. Si el profesor hubiera vivido aún en
aquella casa, los habría recibido a todos. Pero, por diversas razones, se había empobrecido desde
aquellos lejanos días y ahora habitaba una casita de campo con un solo dormitorio para alojados.

Llevar a los otros tres niños a Norteamérica resultaba demasiado caro, así es que sólo fue Susana.
Los adultos la consideraban la belleza de la familia, aunque no una buena estudiante (a pesar de
que en otros aspectos era bastante madura para su edad). Por eso, mamá dijo que “ella iba a
aprovechar mucho más un viaje a Norteamérica que sus hermanos menores”. Edmundo y Lucía
trataron de no envidiar la suerte de Susana, pero era demasiado espantoso tener que pasar las
vacaciones en casa de sus tíos.

—Y para mí es muchísimo peor —alegaba Edmundo—, porque tú, al menos, tendrás una
habitación para ti sola; en cambio yo tengo que compartirla con ese requete apestoso de
Eustaquio. La historia comienza una tarde en que Edmundo y Lucía aprovechaban unos pocos
minutos a solas. Por supuesto, hablaban de Narnia; ese era el nombre de su propio y secreto país.
Yo supongo que la mayoría de nosotros tiene un país secreto, pero en nuestro caso es sólo un país
imaginario. Edmundo y Lucía eran más afortunados que otras personas: su país secreto era real. Ya
lo habían visitado dos veces; no en un juego ni en sueños, sino en la realidad. Por supuesto habían
llegado allí por magia, que es el único camino para ir a Narnia. Y una promesa, o casi una promesa
que se les hizo en Narnia mismo, les aseguraba que algún día regresarían. Te podrás imaginar que
hablaban mucho de todo eso, cuando tenían la oportunidad.

Estaban en la habitación de Lucía, sentados al borde de su cama y observaban el cuadro que


colgaba en la pared frente a ellos. Era el único de la casa que les gustaba. A tía Alberta no le
gustaba nada (por eso el cuadro había sido relegado a la pequeña pieza del fondo, en el segundo
piso), pero no podía deshacerse de él porque se lo había regalado para su matrimonio una persona
a quien no quería ofender.

Representaba un barco... un barco que navegaba casi en línea recta hacia uno... La proa era
dorada y tallada en forma de una cabeza de dragón con su gran boca abierta; tenía sólo un mástil y
una gran vela cuadrada, de un vivísimo color púrpura. Los costados del barco, lo que se podía
distinguir de ellos al final de las alas doradas del dragón, eran verdes. El barco acababa de
encumbrar sobre la cresta de una imponente ola azul que, al reventar, casi se te venía encima,
llena de brillos y burbujas. Obviamente, el barco avanzaba muy veloz impulsado por un alegre
viento, inclinándose levemente a babor. (A propósito, si van a leer esta historia y si aún no lo
saben, métanse bien en la cabeza que en un barco, mirando hacia adelante, el lado izquierdo es
babor y el derecho, estribor.) Toda la luz del sol bañaba ese lado de la nave, y allí el agua se
llenaba de verdes y morados. A estribor, el agua era de un azul más oscuro debido a la sombra del
barco.

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