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Autores

Tafeasqneños
Contemporáneos

María Teresa Priego

TI€M POS OSCUROS


Autores
Tabasqueños
Contemporáneos

María Teresa Priego

Nació en Villahermosa, Tabasco


en 1959. Hizo estudios de
Licenciatura en Letras
Hispánicas en la Universidad de
Monterrey. Ha publicado en
diversos suplementos culturales
y ha obtenido el primer lugar
en dos certámenes de cuento,
así como una mención en el
Concurso Latinoamericano de
Cuento organizado por la
revista Fem en 1986.
Actualmente cursa, en la
Universidad de París, un
doctorado en estudios de la
mujer. Tiene una novela en
preparación.
Autores
Tabasqueños
Contemporáneos
María Teresa Priego

Tiempos oscuros

Este libro no sale


de la Biblioteca
Fondo Tabasco

Gobierno del Estado de Tabasco


Villahermosa 1988
CATALOGACIÓN EN PUBLICACIÓN

863.4
P754 Priego Tapia, María Teresa, 1959-
T54 Tiempos oscuros / María Teresa Priego
Tapia.—Villahermosa, Tab.: Gob. del Edo. de
Tab. Instituto de Cultura de Tabasco, 1988.
144 p. (Autores TabasqueñoS Contempo­
ráneos; No. 11)

I. Cuentos mexicanos.— Tabasco. I. Ser


II. T.

(Catalogación en Publicación: ICT. Dirección de Bi­


bliotecas)

r.T

r 3

Primera edición, 1988

Derechos reservados
conforme a la Ley c 1988

Gobierno del Estado de Tabasco


Instituto de Cultura de Tabasco
Cajle Sánchez Magallanes, Fraccionamiento
Portal dél Agua, lote 1, CP 86000
Villahermosa, Tabasco
México

Diseño de la colección: Carlos Gayou


Ilustración de la portada: Alicia Wiechers

ISBN 968-889-137-1
Impreso en México
Printed in México
CONTENIDO

Perfil de sombras 9

Tan dipitidoo la niña 37

Sobre todo nunca tener 11 años 65

Marietta no seas coqueta 81

Balú 85

Creció entre las algas la puta de Susana 99

Tiempos oscuros 111

149570
PERFIL DE SOMBRAS

Fue en principio uno de tantos intercambios en esta­


ciones de autobuses. Yo tendría por entonces doce años
y regresaba muy triste de casa de las tías. Los últimos
días del verano me arrojaban a la tortura obligada del
inicio de cursos. No más asueto. No más mirar cómo
se anegaba el pueblo en esas mañanas de aguaceros im­
placables. No más quinta de arcos ni polvillo calienti-
to con historias de la trágica viudez de la tía Martha
y la soltería involuntaria de José, quien nunca encon­
tró un muchacho digno con quien desposarse y que
ahora quiza se arrepintiera un poco sin decirlo, cuan­
do escucha a su hermana orando, después de las bue­
nas noches, por la salvación de un marido muerto ha­
cía cosa de cincuenta años. La familia opinaba que las
tías eran inentendibles y muy buenas. Para no enre­
darme no invertía especiales esfuerzos en comprender
y a la mejor por eso asimilaba muy hondo y muy cer­
ca ese hueco repleto de fotografías de un hombre a ca­
ballo con bigotes infinitos y el otro, evidentemente más
profundo, donde no había cuadros que colgar ni bi­
gote frente al cual persignarse.
Las tías lloraban al despedirse y yo también. Su­
fría por dejarlas y por la amenaza de un futuro inme­
diato sumergida en inscripciones y colegiaturas y libros
a forrar y actividades manuales y saludos a la bandera
e interminables lecciones a aprender atada a mesa-
bancos incómodos con la vista extraviada en la pizarra.
Fu estaba en la estación de autobuses. No era una
niña como yo, pero era joven. Tan joven y lejana y
sucia y deprimente y pobre. Era abandonada, solita­
ria, era una mano mugrosa jalando de una camisa que
se retiraba molesta y diciendo palabras así, como mo­

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rales, dejándola a mitad del camino sin voltear siquie­
ra el rostro para que ella confundida pasara a aferrar­
se de la siguiente camisa con resultados similares.
Ignoro la naturaleza del impulso que me llevó a cami­
narle por enfrente. Esperanza, tal vez, y sería por lo
mismo que Fu me detuvo de un manotazo junto a ella.
Vienen de un estado de ánimo los encuentros, de
una necesidad a la que pudorosos llamamos azar. La
singularidad de sus ojos, el hallazgo mutuo, su recuer­
do, son un tesoro melancólico del que nunca he podi­
do desprenderme. Después de una llamada anónima
la detuvieron y volvieron a encerrarla.
Volví a diario a la estación. Sin boleto, sin la me­
nor intención de desplazarme, al menos no en auto­
bús. Como la primera vez compraba dos almuerzos y
cocas bien heladas. El mío lo comenzaba observando
a los viajeros y colocaba el otro paquete bien visible
en la silla opuesta. Fu aparecía puntual entre los pasi­
llos de la estación repleta, caminando importante y es­
perada. Retiraba solemne la bolsita de papel y ocupa­
ba su sitio, siempre el mismo, de cara a mí, eri la
esquina de una larga hilera de bancas blancas. Comía­
mos mirándonos fijamente. Acostumbrada a hablar
como estaba, rodeada de ruido y movimientos; apren­
der a concentrarme en los ojos de Fu resultó una em­
presa difícil. Me costaba trabajo prescindir de las pa­
labras, carecer del recurso de la voz. Tuvimos el tiempo
suficiente para iniciarme en el misterio de los ojos que
se citan, que saben abrirse justo donde indagan. Ten­
go la piel llena de imágenes narradas en las tardes de
la estación de autobuses. Y me parece de repente to-
pezar una mirada o vivir un hecho ya previsto en nues­
tras largas conversaciones. Más poderosa que en mi re­
cuerdo, la presencia de Fu parece haberse instalado en
mi conciencia. Fu tenía los ojos de un negro rotundo.
Y el pelo. Nunca se peinaba. Yo no quise sugerirlo por
temor a ofenderla aunque siempre traigo un cepillo en

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la bolsa, de esos de cerdas duras que era exacto lo que
andaba encesitando entre otras cosas, y por esas otras
cosas me callé lo del pelo.
Un día, antes de la hora de mi visita, recogieron
a mi amiga y la encerraron. Me pregunto si mi presen­
cia hubiera cambiado algo. No sé descifrar en una des­
pedida la importancia real de un acto de adiós. A ve­
ces pienso que para Fu mi ausencia fue mejor. ¿Qué
hubiera sentido ella, tan orgullosa, tan libre, de saber­
me mirándola partir custodiada y contra su voluntad?
Y nuestro salón improvisado, nuestro espacio invadi­
do por señores muy serios de batas blancas. Para con­
solarme pensaba que no sería terrible dormir en una
cama después de tantas semanas de mosaico escupido
y bañarse a veces y jalar con respuesta las batas blan­
cas, pero no me servía. No me despedí, no la miré por
última vez para hacerla saberse mi amiga, no le di el
apoyo de mi dolor a distancia y quizá a ella, con orgu­
llo y todo, mi ausencia le haya convertido en doble­
mente penoso el regreso a casa.
Yo no hice esa llamada anónima y Fu lo sabe. ¿Lo
sabrá? Yo nunca hubiera hecho esa llamada. Después
del almuerzo fumábamos un rato. Ella prefería levan­
tarle la piel al cigarro y mascar el tabaco, operación
de cinco minutos y a veces hasta diez, expulsándolo
luego en una especie de soplido despectivo y ensaliva­
do acompañado del ruidito Ffffuuuu, que me dio una
manera de nombrarla y una clara idea de las cosas que
no le gustaban. Fu no acostumbraba abrir la boca ni
reírse, ni sentirse feliz por motivo alguno, pero llegué
a saber, sin temor a equivocarme, que cuanto no des­
pertara ese sonido rápido, fuga oral, silbido mutilado
y brevísimo, le era bueno o por lo menos tolerable.
Para cuando Fu no vino más yo estaba convencida
de lo involuntario de su ausencia. Más tarde lo supe
con detalle, una de estas almas piadosas horrorizadas
por su aspecto. En las estaciones hay teléfonos públi-

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eos y es un peligro dejar por la calle a las enfermas.
Me senté en el mismo sitio. Me comí los dos almuer­
zos e hice tulipanes de papel encerado con aspecto de
rosas. Tulipanes condenados a quedarse en un sitio va­
cío que cualquiera aclararía con un gesto brusco de la
mano tan pronto como me decidiera a digerir la noti­
cia y a largarme. Vacié el refresco de Fu despacito en
una planta descubriendo cómo ese abono inesperado
significaba No más. Me preocupé mucho por Ja bote­
lla, por dejarla bien limpia, por devolverla, por pare­
cer indiferente a las explicaciones de un vendedor de
jugos, después de todo, tan ajeno. Antes de irme re­
corrí la estación sin esperanza y en la misma forma ob­
sesiva con que antes me había aplicado en desenvolver
el almuerzo, en masticarlo. Lo mastiqué lentamente sa­
biendo que aquel pedazo de pan y el salami marcaban
el margen de espera. Lo mastiqué aún más lento para
que mi estómago se ensanchara o se alargara y cupie­
ran su almuerzo y el mío. Como si hubiera tenido mu­
cha hambre y por eso eran dos. Corrí por la estación
sin Fu y me senté con las piernas estiradas sobre la si­
lla vacía frente a mí, en un alarde de no sorpresa.
No volví a tener una amiga por mucho tiempo. Cla­
ro, conocí personas, algunas muy simpáticas o muy lin­
das o hasta buenas, pero no era lo mismo. Había como
una especie de tacto interior haciendo falta, un hilito
sutil, que de darse, hubiera debido dibujar con otras
líneas la casa y la escuela y el amor y jugar y no ocurría.
Sucedió que me desesperara un poco, ahora tam­
bién me desespero nada más que entonces con más suer­
te porque llegó María Inés.
Marinés llegó simultáneamente a la cuadra y a mí,
o la sitiamos en un abrazo de bienvenida la calle y yo
para ponerlo en sus palabras. Esa mañana ocupaba el
tiempo en la forma habitual espiando a los paseantes
y al acecho del malabarista del barrio, quien encarga­
do de repartir los panes repetía su número a la misma

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hora cada día, sin el más mínimo reconocimiento por
parte de los vecinos inmunes por el hábito. Por coti­
diana, nadie respetaba su proeza y yo lo sentía como
resentido en el fondo al verlo pasar silbando, medio
asido al manubrio decorado con cintas de colores y con
un canasto monumental sobre la cabeza sostenido en
una vulnerable rosquita de trapo. Marinés, al conocerlo
más tarde, opinó que él iba más contento. Nunca qui­
se creerlo, de alguna manera ese estado de ánimo hu­
biera despojado el paseo de su intencionalidad. La idea
de aquel señor saliendo cada día mitad transporte y mi­
tad cirquero, con el deseo de ser admirado, de hacer
reír a los niños, de mostrar a las señoras cómo no es
igual panadería y boisita que pedales y equilibrio, me
parecía bastante más satisfactoria. Esa mañana, pues,
estaba sentada en la banqueta, probablemente pensan­
do que Fu le hubiera aplaudido muy circunspecta y sin
el menor titubeo. Y llegó María Inés, se bajó inquisiti­
va de la parte trasera de un camión de mudanzas. To­
maba posesión de la cuadra con la naturalidad con la
que siempre se apoderó de los espacios; neófita y ya
dueña del terreno que pisaba. Mi amiga, que era en­
tonces sólo una niña simpática a mitad de la acera, ana­
lizó sus dominios con detalle. Yo observaba de reojo
—capturada y tímida— el vestido rosa y el sombrero
de paja con un moño del mismo color (el que después,
sustituido el negro por el rosa, nos acompañaría a tan­
tos funerales) y debo haberle parecido una parte del
escenario; un arbotante, un bote sobre la acera o, en
el mejor de los casos, una rama petrificada. Un rato
después el sombrerito me buscaba de frente, hacién­
dome ruborizar en mi manía de espiar sin ser obvia,
y María Inés se acercó a mi de plano y me preguntó
con una seriedad profesional si al llover mucho se inun­
daba la calle.
Marinés hablaba como dejando salir globos de su
boca y era su risa una banda de pueblo tocando por

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la tarde, transformando en plaza el día iluminado y
redondo, el día todo fuentes y bancas donde sentar­
nos. Nuestros días, un poco kermesse y juegos y mu­
chas caricias levantadas como kioskos a mitad de una
ternura arbolada. Creíamos en lo imposible, vivíamos
e imaginábamos y nadie hubiera podido convencernos
de que existía un abismo entre ambas.
A mi amiga le apasionaban los lugares públicos.
Asistía con frecuencia a los mercados, las iglesias, los
parques, los mítines y las salidas de las escuelas. Nun­
ca molestaba a nadie, se limitaba a observar con una
discreción-digamos insistente, y si una persona llama­
ba su atención le imitaba (vivirlo decía ella) de regreso
a casa. A mí me entraba la risa, aunque la cosa pare­
cía más bien seria. La vi muchas veces morirse de tris­
teza en velatorios o rebozar de alegría en ceremonias
de bautizo o matrimonio de completos extraños. Pe­
regrinaba en los cementerios repartiendo equitativa­
mente coronas y ramos de flores entre los difuntos ol­
vidados y los acostumbrados a la abundancia. La
señora Ramírez, decía Marines, había sido infeliz en
los brazos de un marido hipócrita y avaro y para sa­
berlo bastaba leer su epitafio y era un hecho que Igna­
cio, el niño enterrado bajo un violín de piedra, había
detestado siempre los instrumentos musicales. Esta pa­
sión por los asuntos ajenos tenía motivos para María
Inés muy claros: Alegrarse o llorar por uno mismo es
demasiado mezquino, ni qué decir tratándose de fa­
miliares o amigos, igualmente personal y obligado. El
sentimiento puro era sin duda el provocado por la fe­
licidad o desdicha de personas con las cuales la identi­
ficación no respondía a móviles domésticos y por lo
tanto triviales. Lo que uno debía sentir era el deceso
(usaba con frecuencia esta palabra, hábito heredado
de su recurrencia al obituario), el decreto irreversible
sin confusiones simpáticas, antipáticas o empáticas o
en el peor de los casos con estas condiciones otorga­

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das por el momento y no en el lazo contaminante de
la experiencia previa. Me sonaba muy lógico, pero la
verdad es que, sin poder evitarlo, mis alegrías o lágri­
mas nunca tuvieron caminos tan nobles y se han visto
limitadas a cuestiones muy propias o lo que Marinés
clasificaría de sopor de vecindario.
Quise mucho a Marinés. Era un placer su cabeza
en mis rodillas y acariciarle el pelo mientras veíamos
la tele, escuchábamos discos o me describía esas per­
sonas fantásticas que conoceríamos en el futuro. La
vida, lo más generoso que ofrece la vida, nos estaba
esperando a la vuelta de un deseo: el nuestro.
Hay una diferencia fundamental entre hoy y mi
época junto a Marinés. Ahora la felicidad es un mo­
mento escurridizo y complejo, entonces era un hecho
vital, el más elemental de los derechos. No lo atribuyo
a la ingenuidad. Eramos promesa una de la otra y re­
servábamos el miedo para el cine de suspenso. Nos
creíamos, en nombre de la vida, dispuestas a correr to­
dos los riesgos. El talento para existir surgía como una
fuente de risa del corazón de María Inés y yo me pega­
ba a su ilusión y a su cuerpo deseosa de un contagio,
y en los años que contienen nuestra amistad hubo mo­
mentos, y ésto sí lo atribuyo a la ingenuidad, en los
que casi me sentí partícipe de ese universo luminoso
donde habitan los seres como ella.
Soñábamos con autos enormes e infranqueables
para recorrer la ciudad cuando fuéramos mayores y ga­
náramos lo suficiente. Creo que gran parte de nues­
tros sueños se iniciaban con el asunto del coche. La
vida peatonal nos parecía limitada y despreciable. No
lográbamos explicarnos a los millones de personas en
el mundo que dejan escapar la existencia entera indi­
ferentes al delicioso cosquilleo de un volante. La feli­
cidad parecía, ser amigas dentro de ese espacio techa-
dito y alfombrado donde la lluvia provocaría una fiesta
de botones: parabrisas, vidrios arriba, enciende los

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cuartos, el desempañador, apriétale para un cigarro y
no le bajes a la música para que la ciudad no nos lle­
gue. Allí dentro, Marines y yo, así de encerradas y mo­
viéndonos. Así de amigas.
Me pregunto qué le di a Fu, a ella, al novio de las
cuatro acostadas. Yo sé muy bien que no pinto cara­
coles cuando hablo, que de mi sonrisa no caen facha­
das antigüas ni puertas labradas y estoy muy sola, por
eso y porque tengo miedo. Me gusta el silencio y soy
leal. ¿Les habré dado eso? ¿silencio y lealtad?. Tengo
un rostro común, de estos con los que una persona me­
dio distraída se presenta varias veces. En momentos
me da por sentirme invisible. En el fondo, me digo,
estaré como los demás, llena de riquezas, sólo que para
llegar al fondo y a los demás se precisa de un coraje
que no tengo. Mis amores se han nutrido del valor de
los otros. Fu, por ejemplo, sabía irme bajando despa­
cito ese puente levadizo que era su mirada y me deja­
ba atravesar y saludarla y me entregaba un castillo de
tiempo con pasadizos secretos y salones anormes y en­
filaba sin ningún remordimiento caballeros de nostal­
gias bien hondas. Yo me dejaba llevar y terminábamos
mirando sus pies como quien mira un cuadro que re­
presenta el tema de los pies y admirábamos sus manos
como admirando la caricia posible de dos manos de
jacte. Fu hacía flores de papel encerado para los niños
que pasaban y en ocasiones para mí, pero lo valioso, en
realidad sin función ni destinatario, era la envoltura
ya inútil no hecha rollo y al cesto. Lo bonito era una
flor casi fragante por venir de la nada.
A Marinés le hablé mucho de Fu, sobre todo de la
tarde de los santos que fue la penúltima vez. A Fu no
pude hablarle de Marinés porque no la conocía, aun­
que creo que tratamos sin saberlo el tema de alguien
muy semejante a quien las dos deseábamos encontrar
y ella, no sé, no sé si lo habrá hallado.
Marinés dijo que Fu terna poderes y por ello, la tar­

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de que platico, la penúltima, ya presentía que no vol­
veríamos a vernos. A saber. . . Estaba tan triste Fu,
más triste que de costumbre. Quizá porque llovía. Ten­
dría la lluvia para ella como para mí ese dejo nostálgi­
co de edad perdida, de infancia mojada entre las llu­
vias de marzo y las de agosto, las lluvias de otoño y
otra vez vuelta a llover con motivo del invierno. Es
como tener para siempre marcado el humor con res­
pecto a la lluvia y me sucede en otras ciudades de atra­
vesar una calle y recuperar un viejo estado de ánimo
al sentir cómo se humedece la ropa con el agua que
cae. Hay algo de reconfortante en la tristeza de la lluvia.
Era de una añoranza contundente aquella tarde y
por eso nosotras, tan poco dadas a mirar lo que éra­
mos, o sea lo que significábamos, nos entregamos dó­
cilmente a acariciarnos de lejos, como pájaros. Ami­
gos porque vuelan juntos, porque comparten un
alambrado o el borde humedecido de una cerca.
Fu, Marinés, como pájaros, ¿dónde están? las tres
mirando la lluvia desde ventanas separadas. Triste Fu
y También yo, Marinés feliz, en cambio, doblando ho­
jas de papel periódico para salir a ocupar los charcos
cuando escampe. Ella sólo puede vivir en ciudades don­
de se inunden las calles y sus barcos de papel, con per­
sonajes de Salgari, navegan el marecito de las aveni­
das Carranza o Colón entre gritos eufóricos y olas de
tráfico.
La penúltima vez Fu comenzó a acariciarse despa­
cito la punta de los dedos extendidos sobre los panta­
lones ocuros, subiendo la mano hasta los hombros, has­
ta la cara, rozando la piel apenas, describiéndose en
una peregrinación de yemas a la busca de la palabra
afecta. Me decía: te quiero, con sus gestos, “ te quiere
ésta que soy yo” . De debajo de la blusa extrajo atenta
la imagen de un santo bordado en tela, lo besó de un
beso muy largo y me lo extendió inclinando la cabeza,
un poco como asintiendo. San Martín de Porres y a

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sus pies comiendo un ratón y un gato. San Martín, mo-
renito como Fu, atrapado como ella en su marco uni­
color del que escapan sus ojos en relieve. Ojos de hip-
notista y vidente, de amoroso conservador de
encuentros inusitados.
Yo le regalé un milagro, un corazón plateado que
mi tía me había comprado cuando niña en las fiestas
de san Jorge y que debía haber colgado de su manto
azul para que me tuviera en cuenta. Aquél era un san
Jorge, especial decía mi tía, doblemente milagroso por
montar un caballo blanco. Cuando llegué un santo tan
reputado estaba ya repleto de milagros. No quise de­
jar el mío, preferí atármelo con una cadena al cuello
y quedarme convencida de que la protección de san Jor­
ge me seguía a la altura del pecho y esto resultaba mu­
cho más eficiente que cargarle el manto de urgentes pe­
ticiones en una iglesia a la que nunca he regresado.
Fu tenía una cajita pequeña hecha de conchas donde
sólo guardaba sus objetos preferidos, acomodó allí, en­
tre tornillos, piedras de colores, muñequitos de papel,
personajes de Twinky Wondery canicas de interiores
luminosos, una foto que le ofrecí también aquel día
y en la que posaba junto a un pastel por mi cumplea­
ños. Creo que le gustó mucho, o fue por lo menos la
única vez que reconocí en sus labios un movimiento
hacia los lados, pariente directo de la sonrisa. Me mi­
raba y luego a la foto y luego a mí, como si en ese mo­
mento acabara de ser descubierto el principio fotográ­
fico, como si por obra de algún santo (san Martín habrá
pensado) yo hubiera sido trasladada a la foto y a su
cajita, o sea al papel y a su mundo. A ese terreno de
tesoros admirados antes de ir a dormir, de lo indiscu­
tiblemente suyo porque puede verse y tocarse a vo­
luntad.
La sombra es el eco de un perfil en la penumbra.
La oscura resonancia de una voz de longitudes simé­
tricas, de pequeñas redondeces duplicadas a la luz de

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una llama. Marinés dibujando en el techo sus manos
de ceremonia, de magia, de sueño, sus manos de vein­
te, de cuarenta dedos, sus manos infinitas reflejadas
por una hilera de velas encendidas por la cera y por
la noche y por Piazzola, bailando melancólica y sen­
sual; o será por momentos lo mismo sensualmente me­
lancólica. Bailando descubierta ante los ojos de un
amante que aún no existe y yo la miro en su lugar sin
que importemos en realidad ni él ni yo, su futuro y su
espejo. Sus cabellos ocupan el techo y echando la ca­
beza hacia atras surgen los senos, sus brazos se extien­
den, giran, se recogen. María Inés, viaja al fondo de
sí misma enamorada de su cuerpo y porque Piazzola
es una música bailada a dos, hallada a dos, me narra
una historia; la historia de su sexo es un modo de en­
contrar el movimiento.
Nunca creí que mi amistad con Marinés pudiera no
ser eterna. Vivíamos en un mundo repleto de eterni­
dad. En el cine, en las novelas, en las bodas y hasta
en los comerciales de la tele los hechos juraban repe­
tirse “ hasta la muerte” , “ eternamente” , “ para siem­
pre” . El valor de los afectos parecía residir en su posi­
bilidad de prolongarse en el tiempo y la presencia
entonces del objeto amado se suponía un hecho inne­
gable. Si manos oscuras y traidoras me habían arreba­
tado de los ojos de Fu, la dulzura de Marinés era un
regalo “ para siempre” . Digna reflexión de lectora de
fotonovelas de las que fuimos asiduas consumidoras.
Si odiábamos los amaneramientos de las revistas fe­
meninas de modas, experimentábamos un respeto pro­
fundo por los amores de Susy, Chicas y la obra maes­
tra del género, Rutas de pasión. Los personajes
pensaban en un pequeño círculo de puntos suspensi­
vos en la parte superior de la foto. —Te amaré siem­
pre, Fabián— decía el personaje femenino con expre­
sión ausente, mientras en realidad reflexionaba: —¿cuál
será su reacción al saber que Danilo es mi amante?

19
Debo telefonearle al jockey club—.
Fue en el correo sentimental de Rutas de pasión
donde descubrimos las categorías posibles en una vida
de mujer: “ Señorita, católica, esbelta, bien educa­
da” . . . “ Viuda, buena posición, sin hijos” . . . “ Ma­
dre soltera, llena de ternura, buenas costumbres” . . .
“ Divorciada, dulce, trabajadora” . . . y “ Damita, ca­
riñosa, hogareña” . Nos maravillaba el término “ Da-
mita” , tan recurrido, con el cual se autodenominaban
las solicitantes no viudas, ni divorciadas, ni madres,
ni tampoco, y estaban forzadas a aclararlo, “ señori­
tas” . Marinés y yo desfallecíamos a las alturas de la
escuela secundaria por ser iniciadas en esta última ca­
tegoría.
Un día, en una historieta con el formato de Lágri­
mas y Risas (Textos luis, dibujos: Luis) el papá de Ma­
rinés nos informó que cambiaba de trabajo. Cambia­
ba de ciudad también y en el último cuadrito el
personaje Marinés y el personaje Yo, se despedían en­
tre efusivas promesas junto a una especie de tranvía
cargado de baúles y tapetes. La historieta se titulaba:
Algún día seremos damitas..
La mañana en que partieron mi amiga y su fami­
lia, a mí, que les decía adiós desde la acera, se me fue
para siempre la cuadra de las manos. La cuadra y los
barcos de papel y la voz de don Luis leyéndonos cuen­
tos por la noche y todos reunidos en el salón escenifi­
cando: “ Como si fuéramos una persona que no
somos” .
Porque nos conocíamos muy bien no lloramos. Don
Luis y Laura me besaron muy tierno en las mejillas,
también los niños. Mi amiga se limitó a mirarme mu­
cho. No hay nada mas valioso que ese mirar mucho
que aprendí de Fu hace años y que yo me apuré a en­
señarle a Marinés. Ella entendió que lo mejor de mí
se me escurría por los ojos.
Nos escribíamos. Estábamos a punto de terminar

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la escuela preparatoria, lo que nos tenía regularmente
emocionadas y conocíamos muchachos. Hubiera sido
bello estar juntas con tantos acontecimientos diferen­
tes ocupando los días. Pasaban cosas importantes que
yo le contaba con detalle y otras que habrá quizá des­
cubierto insípidas. Igual las escribía. Primero, porque
teníamos ambas una reconocida vocación por el goce
de naderías y nuestra amistad había estado saturada
y en mucho construida de ellas, y segundo porque con
tanta distancia de por medio mi única manera de no
perderla era extender desde el limitado espacio de las
cartas esos tentáculos de cotidianidad, de amor, que
le irían dibujando mi tono de hablar y de andar y mi
cara, para no disiparme entre las facciones de sus nue­
vas amigas; alumnas de una escuela donde yo no asis­
tía y que ganarían a fuerza de estar, y circunstancias,
esa confianza que me era tan preciada.
Al principio sus cartas llegaban casi a diario: su es­
cuela era interesante, saludos de Luis, la casa tiene un
jardín con girasoles enormes que pueden mirarse des­
de el cuarto. Hay un compañero de clase que se llama
Alberto, te recuerdo, te quiero. . . y con el tiempo esas
interminables semanas sin correo. ¿Me habrá olvida­
do Marinés? Qué tontería. Ahora sé que uno no olvi­
da. Guarda. Desvía su atención a pasos y manos más
inmediatas. El silencio corta de raíz las posibilidades
a futuro. No es signo de olvido. Se borró lo que hu­
biéramos sido Marinés y yo juntas dentro de veinte
años, la posibilidad de crecer leyéndonos, de caminar
hombro a hombro por medio de ese recurso incompleto
de cartearnos. Tengo a Marinés, la de antes de las car­
tas, la que no puede extinguirse, ni olvidarme, ni par­
tir, porque no depende de ella su memoria. Porque la
del sombrerito de paja en velatorios, la de Piazzola,
la Marinés de la cuadra vivió un tiempo que es nues­
tro y volverá tan adolescente y tan dulce, cercana como
entonces cada vez que yo quiera, cuando hable de pá­

21
jaros leyendo la suerte, de discos de los beatles, de un
viejo sueño de carro con cristales cerrados donde esta­
lla la música y sentimos que así de sencilla, así de na­
tural, es la intimidad.
Unos meses después de que a mi amiga se le ago­
taron los sobres conocí a la salida de la prepa al novio
de las cuatro acostadas. Me sentía muy sola y dada mi
edad y las costumbres, consideraba pertinente la idea
de enamorarme. Además él tenía los ojos verdes, era
moreno y se llamaba Francisco. Menciono lo del hom­
bre y sus colores porque fueron en mi elección argu­
mentos definitivos. En una de nuestras múltiples eta­
pas románticas Marinés y yo nos hicimos leer la suerte
con el señor de los pájaros que se sentaba en la esqui­
na de la calle Abasólo. No apreciábamos el trabajo de
las lectoras de cartas o café. Demasiada intervención
humana. Recibir el porvenir por el pico de un pájaro
nos parecía el método ideal y aunque considerábamos
las supersticiones un vicio oscuro; las coleccionábamos.
El domingo asistimos muy serias y con la firme de­
cisión de saber con quién íbamos a casarnos. La in­
quietud surgió cuando Laura, la esposa del papá de
Marinés (que era muy joven y quizá por ello nuestra
amiga), nos dejó mirar su álbum de bodas donde esta­
ba lindísima con un vestido blanco y azul marino igua-
lito al que usaba Ingrid Bergman en Casablanca la ma­
ñana en que se encuentra a Ricky entre los puestos de
manteles bordados. Conocíamos de memoria la pelí­
cula y Marinés juraba que en el lugar de Hilsa hubiese
raptado a Ricky sin ningún remordimiento y termina­
da la guerra se habrían entregado a los más apasiona­
dos y patrióticos besos en La belle Aurore. Ella quería
casarse con un vestido así, como de andar por la calle
y un sombrero ancho y un novio vestido de marinero,
con botones dorados y gorra blanca con la insignia de
la escuela naval. Yo soñaba con un traje antigüo de
encajes.

22
Los argumentos de las películas transformaban la
imagen del hombre ideal, lo que a la hora de fantasear
se convertía en un verdadero problema. Maldecíamos
a Vivien Leigh por haberse enamorado de Leslie Ho­
ward conociendo a Clark Gable, y hablábamos enfu­
recidas de Betty Davis incapaz de amar al mismo Ho­
ward, tan rubito e indefenso. No deseábamos confiar
a los sueños el carácter del tan esperado prometido por
temor a dolorosas desilusiones futuras, así que decidi­
mos confiar nuestra suerte a las adivinaciones de los
pájaros.
Reconocida la importancia de la incógnita nos ves­
timos con cuidado y pulimos con líquido limpia-vajillas
las monedas que usaríamos para pagar el servicio, de­
jándolas relucientes y limpísimas como reluciente es­
perábamos sería nuestro futuro revelado vía ave esa
tarde. Cuando el pájaro mostró el papelito verde en­
tre su pico, mis manos temblaban como en las cere­
monias de entrega de notas al fin de año. Marinés abrió
el suyo muy rápido y su respuesta no tenía nada que
ver con lo que ansiábamos saber. Le daban consejos
de salud, advertencias contra enfermedades imprevis­
tas y descuidos traidores (desde entonces Marinés tomó
la costumbre de exclamar en tono melodramático que
una enfermedad exótica la fulminaría antes de cono­
cer las delicias conyugales). Mi hojita, en cambio, ci­
taba con letras negras un porvenir paradisiaco en los
brazos de un hombre moreno, de ojos verdes y cuyo
nombre comenzaba con F. Escondí la hojita en el fon­
do del armario y cuando conocí muchachos la tuve bien
presente. Así, Paco y yo nos hicimos novios porque
un pájaro y la tradición y la salida de la escuela, las
pupilas insuales y la F.
No fue un romance muy afortunado, o a la mejor
simplemente no fue un romance. Entendernos parecía
de una complejidad invencible. El disfrutaba de las ocu­
paciones más aburridas, no coleccionaba nada, mira­

23
ba revistas de mujeres desnudas, se preocupaba en ex­
ceso de sus músculos y además tenía las manos bruscas.
El noviazgo me recordaba esos bailes que se ven en las
películas donde es necesario conocer de antemano los
pasos y los participantes se sumergen en exigentes co­
reografías entre polvos, pelucas y trajes incómodos.
Todo lo que decíamos debía sonar importante y más
que nada decente. Nada de hablar fuerte, de contar in­
timidades, dejarte besar cuando quisieras. Nada de
nada, digo yo.
Cuando Francisco me abrazaba yo me acordaba de
las velas. No quiero decir que me las recordara. No,
yo, por mi cuenta, porque no era así, me acordaba de
ellas. Pensaba en ese enamorado fiel al que se prome­
tía Marinés cuando bailaba en sus manos velludas y
generosas haciendo brotar jardines de la falda y de los
senos y corriendo la ropa como un telón para revelar
murmullos secretos, complicidad, amistad, ternura y
dejar que de nuevo el telón cayera para salir a la calle
más humanos, más felices, más próximos o más algo
que con Francisco y conmigo no pasaba.
Nos veíamos tres veces por semana y Francisco me
narraba los partidos de fútbol. Yo escuchaba medio
ausente las proezas del América. Las descripciones in­
terminables de las partes menos relevantes de los ca­
rros y sus ideales de mascuUnidad. Me aburría, me abu­
rría mortalmente. Lejos de los soñados placeres
transgresores la categoría de damita me situaba en un
espacio de visitas monótonas, frente a un extraño que
adoraba que me hiciera la tonta, escuchando leccio-
nés sobre temas que yo no conocía ni me interesaban
y condenada a llenarme de moños los cabellos, el ves­
tido y la actitud. Como tener novio era importante du­
ramos juntos un año, hasta que para mi alivio y tam­
bién a la salida de la escuela me dijo que ya no
andábamos.
Respiré hondo cuando se fue. Yo había continua­

24
do viviendo y haciéndolo todo sola a excepción de las
tres veces por semana, así que me encontré ante la di­
cha de unas horas repentinamente libres y que con en­
tusiasmo ocupé en permanecer en mi cuarto imaginan­
do historias, recortando personajes del periódico,
leyendo, o viendo televisión piernas arriba en el sofá
de la sala. Como Francisco consideraba un cuadro re­
pugnante una mujer respetable con un cigarro en la
boca, aprendí a fumar puro, y en su memoria las se­
manas que siguieron a su partida la casa despidió un
penetrante olor a vainilla.
Ahora salgo mucho a pasear en coche, especialmen­
te cuando me siento sola. Conozco bien la ciudad; tan
desmesurada y maligna a veces y otras tan acogedora,
dándoseme desprendida y noble con sus miles de fo­
cos describiéndola. Los focos son fronteras y contor­
nos, mapas amarillos que puede alcanzar, recorrer y
volver a mirar a mis espaldas cuando son ya otras las
caravanas de luces que persigo. Similares y tan distin­
tamente habitadas. Un hombre estando solo bajo cada
luz, haciéndose diferente de los demás por su modo
de enfrentarlo, de evitarlo, de renegar de. Hasta po­
dríamos vivir como si la soledad no existiera de lo nues­
tro aire y nuestra piel que llega a sernos. A mí de re­
pente me duele desacostumbradamente. Con esto
quiero decir que me aparece más obvia y no tengo más
remedio que ofrecerle la cara. En las vacías horas a
lado de Francisco entendí que esta soledad la insulto,
la escupo, la odio, pero no la malbarato.
Cuando salgo en coche durante el día toco cons­
tantemente el claxon. Confieso que la mayoría de las
veces sin necesidad, y los conductores voltean a mirar
con rabia, sorpresa o prisa esa cuarta parte de mí que
se presenta ruidosamente y a distancia. Yo no me in­
muto. Los miro apenas con la ceja en un arco como
si reconvenirles hubiera sido una acción molesta, pero
obligada. Pienso mucho en Fu, en cómo le hubiera gus­

25
tado esto de los carros. La imagino fulminando tripu­
lantes con su sonido característico y sin jamás perder
la talla. Entonces no había carros, no para mí, y nues­
tra amistad parecía circunscrita a ese punto accidental
que representaba la estación y aunque después del se­
gundo día nuestros encuentros habían perdido la sor­
presa de lo no previsto manteníamos por mutuo res­
peto la regla de la pretendida casualidad que nos dejaba
tan libres de evitarla.
Teníamos nuestro sabor de almuerzo particular,
nuestra banca y una manera concreta de tocarnos. Te­
níamos mucho tiempo creía yo. Y Fu? ¿No habría en
ese empecinamiento por el encuentro fortuito, en esa
forma de pararse rápido y desaparecer antes de fijar
la despedida siquiera un gesto de condescendencia de
su parte? ¿No entendería muy bien? ella, que callaba
siempre y supongo pensaba mucho que la violación de
aquellos límites implicaba una promesa y como tal el
despertar en mí de una expectativa que cualquier día
por obra de una llamada ajena al deseo y al afecto y
a ambas se me caería en pedazos entre las manos. Sa­
bía quizá que vacacionaba y coincidíamos, respiraba
y coincidíamos. Hasta que razones ineludibles recupe­
raron su cuerpo fugitivo. Lo regresaron al encierro para
arrancarle furiosamente el aire robado por la calle. La
despojaron de su ropa usada de domingo y de los ros­
tros impresos en la tela arrugada. Uniforme, distinti­
vo. Uniforme de asueto, de paso libre sustituido en el
orden detallado de los uniformes por cualquier otro.
¿Gris, azul, marrón? Que por algún motivo, será pena,
rabia o miedo, no conocí. No conozco.
Cuando Marinés y yo andábamos ya siempre jun­
tas, llegaron las vacaciones y la invité a pasarlas con­
migo a casa de las tías. Durante semanas había pade­
cido anticipadamente la separación. La idea del verano
que hasta entonces había significado liberación y cau­
sa de felicidad (a excepción de cuando fui alumna de

26
la señorita Ana Luisa), pintaba de pronto desespera­
da y borrascosa con la imagen de mi amiga y su fami­
lia en la playa y yo lejísimos, sentada ante la mesa de
madera del comedor de la quinta que ni siquiera el afec­
to constante de las tías me haría parecer más tolera­
ble. Marinés había llegado a ser la mitad de mi sonrisa
y la palabra vacaciones la incluía de manera indis­
pensable.
Después de especulaciones y titubeos me decidí a
enviar a las tías una amorosa cartita solicitando el per­
miso para invitar a mi amiga. Expliqué cómo Marinés
venía de otra ciudad y nunca había visto una feria. Yo
le había contado que las del pueblo eran las más lin­
das. Marinés no estaba enterada de mis planes, ade­
más, y como es natural, conocía al dedillo los detalles
de las ferias, pero sus supuestos deseos y la ignorancia
acerca de una cuestión tan fundamental conmovieron
a las tías, quienes contestaron que sí, faltaba más. Ten­
dría una compañera para ir a tomar helados al mirador.
Marinés se puso contenta de venir conmigo y me
aseguró, que de no haberla invitado, ella me hubiera
pedido que fuera a la playa. Como yo dudaba un poco
entre si era sincera o nada más cortés, me enseñó su
diario de una semana antes donde había apuntado con
su letra chaparrita y gordita: —ojalá quiera venir con
nosotros, tengo miedo de pedírselo y que diga no—.
Nos dimos un abrazo fuertísimo porque tuvimos mie­
do de lo mismo y corrimos con ocho días de anticipa­
ción a arreglar las maletas.
Don Luis, Laura y los niñqs fueron a despedirnos
a la estación. Salíamos en el autobús de las cinco y aun­
que el viaje duraba sólo dos horas, Laura nos preparó
unas bolsitas con pasteles y dulces y una nota de des­
pedida firmada por todos. Los hermanitos de Mari­
nés, deseosos de participar en la ceremonia de parti­
da, habían confeccionado unos gorros piramidales de
papel rojo que se ataban bajo la barbilla con unas agu­

27
jetas no muy blancas y que nos hacían parecer enanas,
aspecto que nos vimos obligadas a sobrellevar por lo
menos mientras el autobús abandonaba la estación y
perdían nuestra ventanilla de vista.
Hemos de llegar a la Quinta para que el tiempo se
disuelva y Marinés pueda mirar con sus ojos novedo­
sos la imagen encuestre del tío Oscar presidiendo las
veladas. Amo, dueño de casa desde su vidrio conve­
xo, desde su pesado marco de madera labrada. Tan se­
ñor de su tiempo el tío Oscar y trasplantado a una época
de bigotes que descienden, cristales planos y molduras
sintéticas. Tan convencido de sí sobre la imagen, due­
ño del futuro en una foto e ignorante de una historia
que esta noche sin falta conocerá Marinés.
Creció en el pueblo la Tía Martha. Observando y
siendo observada. En la certeza de haber sido conce­
bida para cuidar de un hombre. Bordando ella misma
su traje de novia, su ropa de cama. Confiaba en el amor
y el hogar y las grandes verdades. Feliz al fin de con-
cretizár la tan esperada posesión que le daba un ape­
llido y un para quién, una razón de ser alguien. Y la
cruel irrupción de lo no previsto cuando el tío Oscar
se muere, como sucedía entonces, de cualquier cosa,
derrumbando definiciones y recetas y ella se queda,
conservando el apellido y la casa y veinticinco años de­
seosos, necesitados, sometidos en un afán de coheren­
cia al ejercicio de la viudez. La soledad mitigada por
la memoria que se hace enorme, monumental. Cum­
plió porque la amó, la eligió un hombre y el hecho con­
cede a su aislamiento un valor de reliquia piadosa, de
meritoria y admirada jubilación.
Había algo de tan triaste en esa historia. Un sabor
de sacrificio innecesario, de decencia no muy útil cuan­
do la tía José, que nunca se había casado, miraba tí­
mida y respetuosa a su hermana, la que sí se logró, la
que tiene para conversar rutilantes anécdotas que re­
miten a traje blanco y lecho compartido. La distancia

28
circular de un medio siglo. El tiempo corre afuera y
no en la Quinta, y no en ellas que suspiran como ayer
una fiesta de compromiso, como mañana un emocio­
nante viaje de bodas en el más elegante de los barcos.
A las tías les gustó mucho Marinés, tal vez porque
adoraba las memorias y estaba dispuesta a dejarse ma­
tar a fuerza de palabras, de sentimientos ajenos. Ella,
por estas razones y la bebida de cacao junto a la ven­
tana y una manera abusiva de llover y mangos verdes
y hamaca, andaba especialmente optimista y hasta par­
ticipaba muy dispuesta en el rosario de las tardes que
era requisito indispensable en la estancia con las tías.
Para eso de las seis, después del rosario, nos ponía­
mos bonitas y nos íbamos a oír discos al mirador.
Marinés tuvo en el pueblo un enamorado que nos
divertía horrores. Hablaba el tal Andrés como quien
pronuncia un discurso y traía la camisa abierta hasta
las rodillas mostrando orgulloso un pecho despiada­
damente lampiño. Es claro que cuando él estaba en­
frente nos portábamos amables y mi amiga hasta ha­
cía el esfuerzo, en su honor, de mirar soñadoramente
la caída del río. Semejante estado de trance conmovía
a Andrés profundamente y lo premiaba con helados,
incursiones verbales y abundantes discos de amor en
la Rockola.
A ese punto de nuestra experiencia estábamos con­
vencidas de que los hombres eran inentendibles, sobre
todo porque pretendían y hasta exigían que nosotras
lo fuéramos. Teníamos sin embargo, la esperanza de
que tanta puesta en escena se disipara con la edad y
que Andrés y los demás de camisas innecesariamente
abiertas llegaran a convertirse en hombres maduros y
dulces y entrecanos y guapos como el papá de Marinés.
Don Luis era un tipo muy inteligente. Pero más que
eso: era un hombre, y con esto quiero decir era huma­
no y generoso y tierno y honesto y bueno. Era uno de
estos creyentes que no pertenecen a ninguna religión.

29
Y Decía palabras bonitas don Luis, como aquello de
la ignorancia. La ignorancia, según el, no consistía en
el desconocimiento de datos y fechas, sino en el no ver,
o no desear ver que un objeto o un hecho cualquiera
pueden apreciarse desde millones de ángulos distintos.
Nos explicaba que la vida valía la pena a veces por ha­
cer el amor o leer una buena página de un libro y otras
por embarrar los dedos en las Wafles el desayuno y
él los embarraba constantemente. No sólo en las Wa­
fles. Y tocaba el piano don Luis y cantaba pimpón con
tonos operísticos.
Considerábamos a Laura muy afortunada y en el
fondo la envidiábamos un poco. Ella no era la mamá
de Marinés, pero si de los niños y aunque este era un
tema en general no abordado, mi amiga, quien la vio
llegar cuando tenía ya seis años, la llamó siempre por
su nombre y tuvo que aprender a vencer unos celos te­
rribles (decía ella) provocados por el compartir a un
papá que durante años había sido de su exclusiva per­
tenencia.
Viví unos celos similares cuando en cuarto año de
primaria nuestra maestra, la señorita Ana Luisa, anun­
ció su matrimonio. Recuerdo mi sitio junto a la venta­
na en la primera fila de lado izquierdo, muy pendiente
de la lección y de ella. A la mejor no notó y por ello
llegué a ser su preferida. Me encantaba caerle bien. Era
una sensación tan acogedora la de su rostro paciente
buscándome por arriba del escritorio y las cabezas de
las niñas. La verdad, su atención me hacía sentir im­
portante, pero nunca abusé, al contrario, para conser­
var esa mirada, para que su expresión continuara bus­
cándome así, me dediqué como nunca a las planas de
ortografía y a la Historia y a las Ciencias Naturales
y hasta al Punto de Cruz. Ella, en premio, al pasar al
lado de mi mesa-banco me acariciaba la cabeza o me
hacía un comentario. Me encargaba de borrar el piza­
rrón, de sacar punta a los lápices en su escritorio, de

30
cuidar al grupo cuando se ausentaba unos minutos y
de entregar a las niñas sus cantimploras antes de ir al
recreo.
No me apasionaba jugar en los descansos y ade­
más prefería quedarme en el salón con el pretexto de
adelantar las tareas o revisar mis apuntes para compa-
ñar, aunque fuera de lejos, a la señorita Ana Luisa.
La acompañaba de cerca generalmente, porque termi­
naba llamándome a su escritorio y pidiendo ayuda para
acomodar los libros, revisar los cuadernos o pasar ca­
lificaciones. Ahora estoy segura de que se daba cuen­
ta. No hacía preguntas. Más bien ponía cara de creer
en mi empeño de trabajar planas justo en los recreos
y me llamaba junto a ella con gesto de quien no se atre­
vería a molestar de no ser mi cooperación tan necesaria.
La señorita Ana Luis me regaló un álbum del pan
Bimbo llamado Flora y Fauna y me ayudó a llenarlo
con las figuritas de los paquetes que consumían en casa.
Al tocar la campana del recreo se vaciaba el salón y
yo me acercaba a su escritorio. Sacaba el resistol y em­
pezábamos frenéticos a desenvolver sobrecitos. Diario
contábamos, primero las páginas y luego, más avan­
zado el proceso, los espacios que nos faltaban por com­
pletar. En cosa de dos meses el flamante álbum estaba
repleto y mi maestra, con su letra bonita, palmer, como
de alumna de antes, puso en la primera plana mi nom­
bre y una dedicatoria que he guardado durante siglos
y donde queda muy claro cómo los animales —en es­
pecial delfines y gatos— piensan y se comunican con
mayor exactitud que los humanos.
Conforme se acercaba el fin de cursos, mi desespe­
ración iba en aumento. A menos que reprobara el año
estaba condenada a perder de vista en el aula a la se­
ñorita Ana Luisa. Reprobar era imposible dado mi em­
peño ofrecido a mi maestra durante meses como prue­
ba de amor. La arpía, que tiranizaba a las alumnas del
quinto año, era mi futuro y me producía escalofríos.

31
Por la noche soñaba que la señorita Ana Luisa era
arrancada de mi lado en circunstancias mounstrosas.
En su lugar, la seño Graciela, propietaria absoluta del
quinto, me pendía del techo colgando de una oreja.
La idea de ver a mi heroína por lo menos en los re­
creos me ayudó a sobrevivir los exámenes. Hasta que
un día, después del oral de matemáticas, la señorita
Ana Luisa sin el menor pudor (sin consultar mi opi­
nión) anunció su matrimonio y su partida definitiva.
Me abandonaba, así, dicho en público, sin mostrar el
menor interés por la de veces que yo, desde mi banca
o desde mi cama, le había salvado la vida. Había re­
corrido por ella distancias enormes, enfrentado los más
espeluznantes peligros. Realizado verdaderas hazañas
nada más para lograr una mirada, una sonrisa afec­
tuosa. Una forma de verme que hiciera patente que
nuestro lazo existía. Que yo era más que una alumna,
más que la envidiada consentida. Era una amiga, pen­
sé yo, y ella se enamoraba sin avisarme y llegaba al ex­
tremo de renunciar a la escuela. De obligarme a renun­
ciar a ella.
La señorita Ana Luisa asistió con su esposo a la
entrega de premios. Ese año fui Legión de Honor. No
estuve contenta. Más bien me sentía algo estúpida pa­
rada en el estrado junto al resto de las niñas aplicadas
del cuarto año en uniforme de gala y con una medalla
que no significaba más que muchas tareas, muchos bor­
dados, muchos mapas entregados a tiempo. Mi maes­
tra me felicitó y tuve que conocer a su esposo. No le
di la mano. Que acto vil odiarlo y tener la desfachatez
de ofrecerle la mano. Dije gracias y me retiré muy dig­
na con mis zapatos de charol lustroso, mi diploma y
una medalla que a falta de para quién terminó poco
gloriosa en el cesto. Me esperaban los pelliscos solte­
rones de la señora Graciela.
Mis sueños habían sufrido un cambio de argumen­
to. No eran más las desgracias naturales las que aleja­

32
ban a la señorita Ana Luisa. Tampoco ella mantenía
esa expresión tierna que me había hecho quererla tan­
to. A mitad de la clase un cíclope horrendo se asoma­
ba por la ventana y se apoderaba de ella que daba gri­
tos asustada. Cuando las niñas salíamos al patio seguía
una escena tipo King Kong y las niñas luchando por
salvarla (más yo que las otras, claro) nada más para
darnos cuenta que la situación se hallaba considera­
blemente transformada y la señorita Ana Luisa se afe­
rraba feliz al pulgar del enorme villano con la cara des­
compuesta en una carcajada burlona y me parecía
entonces diabólica que me hizo varias veces despertar
sudando.
María Inés padeció estos sueños cuando estaba ce­
losa. Y se arrepentía. Después amanecía culpable y por­
tándose doblemente considerada con Laura. Sabía bien
(he allí lo peor) que no había delito cometido en su con­
tra. Estando despierta entendía esas sensaciones sua-
vecitas que Laura había llegado a depositar en la vida
de don Luis y que ella, hija-vampirito no hubiera sido
capaz de darle. Pero, ¿cómo controlar los sueños? Esa
manada de experiencias desbocadas, de sentimientos
puestos en colores, distorsionados. Esos datos dolo­
rosos de uno mismo que acometen sin autorización el
desarrollo de la noche dándole giros inesperados, mez­
quinos, crueles. Marinés decía que lo más horrible de
los sueños es que llevan el sello propio, la manufactu­
ra evidente y uno tiene que aceptarse descabellada y
mala a fuerza de pruebas recurrentes. Saberse envene­
nada por deseos inconfesables cuya expresión no hu­
biera sido tolerada por la alerta censura de la vigilia.
Siempre estuve segura de que Fu soñaba en blanco
y negro y sus personajes mimos, magos, ilusionistas,
se movían muy lento en una dimensión acrónica y des­
nuda. En enormes explanadas vacías que comenzaban
a existir cuando se deslizaba en ellas el primer cuerpo.
Actores de caras y guantes blancos, de mallas entalla­

33
das y zapatillas de ballet. Seres flotantes, desligados,
infinitamente poderosos porque sabían crear la vida
con un mínimo desplazamiento, una forma de tensar
o aflojar los músculos. Los personajes de Fu, en sue­
ños, extraían palomas invisibles en sombreros de copa
imaginarios y mujeres vestidas de odalisca y genios y
delgadísimos encantadores de serpientes.
¿Por qué nunca visité a Fu? ¿por qué sabiendo su
dirección nunca quise reencontrala?. ¿Soñará conmi­
go? Tal vez irrumpo en su sueño y soy el público en
un acto de magia. Soy el aplauso que premia al mimo
cuando reconstruye nuestra banca y la estación. Hace
tanto que no creo en el olvido. Marinés dijo que no
visité a Fu por los mismos motivos que los cuentos de
hadas debieran terminarse con la llegada del príncipe.
Sin beso, sin despertar. Una hazaña para mirar los ojos
dormidos de la novia y dejarla así, escondida en el bos­
que, con los labios perdidos en murmullos que nadie
tiene derecho a arrebatar. Quizá Marinés estaba en lo
cierto, o quizá no fui porque soy cobarde. No quise
verme obligada a sobreponer a Fu, la mía, la primera,
esa otra Fu atrapada y más triste. . . Elegí quedarme
con la Fu que doblegaba la estación con su paso deci­
dido e importante cuando sabía que yo, en la hilera
de sillas, la esperaba.
Uno tras otro y a distancia coloco tres candelabros.
Tres manos, tres Figuras, tres sombras y Piazzola, como
ha pasado alguna vez venciendo en sus acordes deses­
perados la nostalgia. Superándola. Llevándola a ex­
tremos en donde se transforma, de tan insoportable,
en algo natural como un juego. Reconfortante. Una
ficción de pies y manos y cintura desprendiéndose del
ritmo lento, delicado.
Una sombra Marinés, sombra Fu, sombra yo mis­
ma. Un velo que caiga por el tiempo que no pasa, que
no existe. Un velo por el adiós, por la espera y otros:
velo-ternura, velo-memoria, velo-amor, velo-sueño.

34
Siete verdades de lino sobre el suelo y la danza circu­
lar. El encuentro de tres formas sincronizadas con mo­
tivo de la llama y movimiento, permanentemente jun­
tas como ahora contra toda cronología y lógica y lugar
porque no hay escapatoria Marinés. . . Fu. . . ahora
que las evoco, que le hago poseedora en un acto de de­
seo y soledad y velas encendidas del íntimo, mágico,
efluvio de sus sombras.

35
TAN DIPITIDOO LA NIÑA

Mi más distante recuerdo de Clarita se remonta a su


uniforme limpísimo de la escuela primaria. Mi ami­
ga, entonces, formaba parte de la impecable cofradía
del Dipitidoo y las restiradas de cabello a muerte que
comprometían con tanta pena la espontaneidad de las
expresiones faciales. Era la época de los álbums del pan
Bimbo, las casas de muñecas, los domingos obligados
en el mar y las aborrecibles planas de caligrafía que
constituyeron sin duda, junto al bordado y la clase de
baile, el Atila que torturó nuestra infancia.
Seríamos felices? No lo recuerdo, Pero lo que sí es
seguro creíamos en la felicidad y en nuestro incuestio­
nable derecho a poseerla. Creíamos también en Dios,
en las almas salvadas a fuerza de penurias sin nom­
bre, en el libro negro donde quedaban inscritos los
actos malvados con tinta imborrable y en su contrapar­
tida (nuestra meta constante), el álbum de las letras do­
radas y los gestos nobles que debidamente trabajado
podía librarnos en algún momento decisivo, inclinan­
do la balanza hacia sí, de las crueldades del bello ángel
caído en desgracia, inventor de la ambición, de la en­
vidia, de la intriga y demás motores ruines que asola­
ban una sociedad que más vaha, y esto lo teníamos muy
claro, comenzara a dejarse entender y a gustarnos.
El momento cumbre del día era el toque de salida
del colegio. Nuestros minutos de libertad condicional
entre la puesta de patitas en la calle por parte de las
monjas y la hora en que nuestras madres nos recogían
haciendo sonar la bocina como unas desaforadas en
el natural pésimo humor producto del calor y el tráfi­
co. Todas las niñas de mi generación fuimos víctimas
de la humillante costumbre del dipitidoo y supongo que

37
la diferencia escencial entre unas y otras consistía en
el estado de la cola de caballo a la una de la tarde.
Con el alivio del deber cumplido convertíamos la
puerta de la escuela en un mercado destinado a los co­
mercios más diversos preponderando la avidez por los
personajes del Twinky Wonder y las figuritas del pan
Bimbo. El trueque del preciado material se realizaba
en su versión más ágil con la comunicación directa de
las partes interesadas, compañeras comprometidas a
reservarse la primacía sobre las recientes adquisicio­
nes. Otras veces un contacto era necesario y entonces
la compañera en cuestión llegaba junto a ti y susurra­
ba frases como: —tiene unas que te hacen falta. . . trae
nuevas. . . quiere cambiar. . .— y uno medía de lejos
a la propietaria de las piezas codiciadas que ostentosa
se paseaba con un grueso paquete de imágenes en la
mano. Había que prepararse a tranzar. El ritual con­
sistía en una breve abordada del tema y la toma poste­
rior de posiciones: ambas, sentadas en el suelo, con el
uniforme ya hecho un asco a estas alturas, sostenien­
do en la mano el paquete respectivo. Las estampas pa­
saban a las velocidades de los billetes en las manos de
las cajeras de banco mientras el cliente entonaba la in­
dispensable letam'a: —repetida, repetida— hasta lograr
dos o tres afortunados: —no la tengo—. Idéntico ejer­
cicio se desarrollaba con el altero opuesto. En el caso
de finalizar el trueque con una participante en desven­
taja funcionaba el crédito o, con la intermediaria como
testigo, el sistema de favores alternos. Por una figuri­
ta casi agotada hubo quien fuera capaz de comprome­
ter su almuerzo de una semana.
Antes de lanzarnos a la calle y los placeres paga­
nos del mercadeo rezábamos tres padres nuestros. Re­
zábamos en la mañana para iniciar el curso con la men­
te fresca y la venia del señor. Rezábamos en las filas
del recreo pidiéndole bendijera nuestros inocentes jue­
gos. Rezábamos de regreso del recreo para agradecer­

38
le las bondades de media hora de disipación y supli­
carle la fuerza necesaria en las horas posteriores
dedicadas a la lectura y las matemáticas. Eramos un
libro de oraciones ambulante. Canturreábamos las fra­
ses con la misma tonada que las tablas de multiplicar
y no teníamos ni la más mínima idea de cuánto está­
bamos diciendo. Supongo que nos lo habrán explicado
y yo no entendí, o habré entendido y el significado de
las palabras no hizo más que ahondar el misterio.
Nuestro aprendizaje de la religión fue eminentemen­
te burocrático. Se sabía que había Dios y Diablo y un
sinnúmero de trucos, recursos y manejos para mante­
nerse a salvo por vías distintas a la tan ejemplificada
santidad. Como si el juicio final fuese una metáfora
del fisco o visceversa. Al costo de diez comulgadas se
coronaba a la virgen el diez de mayo. Dos padres nues­
tros borraban el castigo de las niñas glotonas. Podía
mentirse a discreción siempre y cuando se estuviera dis­
puesta a rezar un rosario (suceptible a regateo). Faltar
a la vigilia, no comulgar, o la inasistencia a misa, se
resolvían fácilmente con algún acto de calculada ge­
nerosidad hacia la oveja en desgracia. La mezquindad
y el egoísmo podían ser conductas hasta aceptables si
se lograba acumular el número suficiente de indulgen­
cias y en este orden de ideas uno llegaba a convencerse
de que era una maravilla la existencia de los pobres ya
que agilizaban considerablemente la expurgación del
pecado. A esta especie redentora que llamábamos los
pobres se le daba limosna, latas de conservas, veintes
y vestidos viejos. Desde su anonimato los imaginába­
mos sucios y piojosos bendiciéndonos y rezando por
nuestra felicidad eterna con lágrimas de agradecimiento.
Las mujeres que cocinaban y limpiaban en nuestras ca­
sas no eran pobres, eran las sirvientas y traían el cabe­
llo reluciente de jabón Fab. Heredaban los vestidos de
la familia y las mirábamos cenar de pie en la cocina
y trabajar sus quince horas. Como no cabía la posibi­

39
lidad de deslizarles un veinte sobre la palma extendida
no lograban la dignidad de nuestra simpatía cristiana.
Los judíos eran nuestros enemigos porque habían
asesinado a Jesús. También los Masones, los Mormo­
nes, los Atalayas, los Comunistas, los Aleluyas y los
Testigos de Jehová. Todos vivían en el error. Conver­
tir a un hereje a la religión verdadera era el acto máxi­
mo de un buen católico, sólo comparable a la ofrenda
de su vida. En mis sueños más ambiciosos colocaba
la hostia en la lengua de un testigo de Jehová y con
los ojos arrasados en llanto imaginaba mis toneladas
de indulgencias. Yo era poseedora de la verdad y la
luz y en un gesto magnifico lo había iluminado.
Entre nuestra angustia por el bien, los deberes de
cruzado y las planas de ortografía no pienso que ha­
yamos llegado nunca a sentirnos irresponsables (expe­
riencia que difícilmente creo sea vivida por un niño),
y cuando los adultos nos miraban condescendientes y
envidiosos mientras hacíamos la tarea rígida ante el es­
critorio, deben de haber sin duda subestimado lo titá­
nico de la empresa. Éramos vasallos agradecidos ante
amos creadores, escupidores, bostezadores de normas.
Imposibilitados para elegir, sujetos a una intermina­
ble lista de decisiones, deseos y sueños ajenos que uno
tenía que acatar “ por su bien” . Cualquier signo de re­
belión contra estos supuestos firmes cimientos del fu­
turo cuyas ventajas ya notaríamos a la larga, podía ser
sobrado motivo para una paliza de inmediato. La con­
signa era obedecer; la docilidad la mayor de las virtu­
des. En nuestra desesperación por hacernos amar obe­
decíamos. Para evitar una actitud de rechazo éramos
capaces de mordernos el alma. Nos la mordíamos con
verdadera fruición. La rebeldía no era sólo la desdi­
cha en los ojos de la madre, era la furia del padre, el
dolor que iba a matar al abuelo, el murmullo del ve­
cindario, la ruina de la familia entera. La maldición
caía cual rayo sobre la cabeza estirada de la niña: era

40
una rebelde. Era rara. La rara quedaba ipso fació ex­
cluida de todos los grupos, se le arrebataba de golpe
su calidad de hija, de niña, de compañera, de alumna.
¿Quién hubiera podido soportarlo? Es evidente que te­
níamos miedo. Temíamos la voz del padre, las furias
de la mamá, los llamados de la directora, el juicio del
barrio, los robos de los gitanos come-niños, las esca­
leras a mitad de camino, la sal que cae, los espejos que
se rompen y sobre todo teníamos horror del diablo.
Yo por modo propio incluí a la mujer araña en mi gale­
ría de amenazas particulares. Es cierto que era compli­
cado ser niña entonces y por ello no estoy tan conven­
cida de que fuéramos felices.
Cada año veíamos llegar la feria. El arribo de las
familias nómadas era un acontecimiento en ese sopor
de pueblo sumergido en la inercia. Como las parejas
fugadas y los divorcios, la estación de feria provocaba
un delicioso clima de escándalo que transformaba tem­
poralmente nuestra prodigiosa monotonía. De esos nó­
madas, como de aquellos que integraban los circos, se
hacían las especulaciones más descabelladas: vivían
unos arriba de otros, se colocaban en fila india para
sacarse los piojos y comérselos, dormían juntos y des­
nudos y se casaban entre primos. La feria tenía la
finalidad de divertir, a no ser por la casa de los espan­
tos y la mujer araña, creadas supongo por algún He-
rodes torturado en su infancia y dispuesto a vengarse
en las almitas crédulas que atascaban las ferias de un
extremo a otro del país. La casa de los espantos la re­
solví de manera más o menos sencilla explicándome que
ningún espíritu estaba para ser contratado en un lugar
de diversiones (corriendo además el alto riesgo de ser
reconocido por sus parientes vivos), que los rostros eran
imitaciones burdas del dolor y que los muñecos (por­
que eran muñecos) tenían un aire envarado y uno po­
día imaginarse el mecanismo que hacía su movimien­
to posible, lo que redujo el espectáculo y por lo tanto

41
el motivo de preocupación a la tranquilizadora cate­
goría de artificio.
El asunto de la mujer araña, en cambio, no se me
dio tan simple. Diré que en realidad nunca se me dio
y eso aclara la de pesadillas que por años me hicieron
despertar angustiadísima constatando extremidades.
Aquel repugnante cuerpo de araña con cabeza de mu­
jer fue el gran misterio irresoluto y lo será, no porque
no haya terminado comprendiendo lo elemental del tru­
co (cuando armada del valor de ser adulta me intro­
duje una vez más a la carpa, a la función de la tarde
por supuesto) sino porque lo descubrí cuando ya era
innecesario, y llevo tan hondo la huella de la araña que
aún ahora en partes de mí que se niegan a crecer me
pregunto cómo pude salvarme.
La mujer se llamaba distinto cada año y colgaba
con aire patético a mitad del escenario (la variedad no
hacía sino reforzar la amenaza) donde era interrogada
por un maestro de ceremonias amarillista y polvorien­
to, quien aseguraba a la cautivada audiencia que Lupe
o Rosa o Eulalia había sido desde su nacimiento una
creatura perfectamente normal hasta que un día, oídos
necios, por desobedecer a su mamá se convirtió en
araña. ¿En araña? En araña se convirtió. El público
tenía derecho a hacer preguntas y aquí fue donde el
destino y una mujer desconocida pendiendo del techo
me asestaron el golpe mortal. El problema, me decía
a mí misma tratando de mantenerme tan lógica como
fuera posible, era averiguar qué tipo de desobedien­
cia, o mejor aún, cuál concretísimo desacato había
transformado una forma de niña en algo tan asquero­
so y remoto de su origen. En posesión de semejante
sabiduría, el secreto estaba en jamás y por ningún mo­
tivo acribillar la autoridad desde ese ángulo. Llegué a
la feria confiada en el método que habría de liberarme
por la eficaz limpia de una pregunta cuidadosamente
elaborada. Sesión de preguntas: —¿Y, qué comes?—

42
. . . —¿Y, no vas a la escuela?—. . . —¿Y, cómo te
bañas?—. . . Lo que es tener la conciencia tranquila
pensaba yo mirando envidiosa las caritas sonrientes que
perdían el tiempo en interrogatorios inocuos. Todos
tenían cara de recién confesados. Por fin intervengo
y me quedo con el alma en un hilo esperando la res­
puesta. . . y ella a la mejor cansada o de mal humor
o ignorante de la paz en juego me contesta con voz ca­
vernosa; —“ Por todas las desobediencias. . . una ni­
ñez llenita de desobediencias. . . echada a la desobe­
diencia. . .” — La Desobediencia, el absoluto no
calculado, el error acumulativo y aplastante. La me­
tamorfosis inevitable.
Como tocar el espacio angelino de la no desobe­
diencia era punto menos que imposible, fui tomando
a fuerza de asustarme un obsesivo aprecio por mi cuer­
po que algún oscuro poder justiciero habría de arre­
batarme probablemente durante el sueño, o quizá y me
avergonzaba muchísimo de imaginarlo en pleno salón
y durante las clases. Mi figura de pronto reventán­
dose para dejar salir el vientre redondo y las patas cur­
vas y peludas, exactamente ocho patas que termina­
rían por convencer a la maestra de que un mesa-banco
no era lugar para mí y me marginaría (qué situación
tan humillante) al marco de una ventana o a alguna
esquina sucia del techo. Eso, claro, si era afortunada
y no me echaban de la escuela por repugnante, sin la
menor consideración, condenándome a tejer escena­
rios y respuestas y miedos en una carpa mugrosa, dur­
miendo en promiscuos carromotos y paseando mi des­
gracia de feria en feria.
Mi amiga Clarita no sintió el menor temor hacia
la mujer araña. Al menos así decía. Temblaría por mo­
tivos diferentes, razones que ignoro pero que funcio­
naban, sin duda, con mayor eficiencia porque su con­
ducta era intachable. Era la más aplicada del salón,
o sea, siempre, siempre, hizo sus tareas, llegó a tiem­

43
po, cero platicada durante las lecciones, lápices de pun­
ta afilada, libros forraditos, escolta los lunes en el sa­
ludo a la bandera, dudosa complicidad con la mestra
basada en la delación principalmente y para nada pa­
labrotas. Fue el modelo. El ejemplo a esgrimir ante
las balas perdidas de la generación Dipitidoo durante las
peroratas familiares y académicas. No importaba lo que
hiciéramos sólo podíamos ser inferiores y ante tama­
ña perfección infantil yo, que era ya por esas fechas
una mentirosa consumada, bajaba los ojos indigna y
preguntándome si en mi vejez no sería llamada por los
altos poderes eclesiásticos para fungir como testigo en
el proceso de canonización de Santa Clara. No exagero
si digo que la idealidad de Clarita nos pesaba como
una culpa que estuvo a punto de arruinar la escasa
libertad de nuestra infancia.
Y ¿la güera? Hablando de balas perdidas. La güera
era la amenaza pública número uno. La Rebelde. La
Salvaje. La antiClara. Lo que daría por poder incluir
en mis memorias de infancia, como vivencia propia,
alguno de los inauditos tejemanejes en que vivía inmer­
sa esa niña bandolera. Fui una mocosa complaciente
y dócil, entregada a la servidumbre. Para treparse a
los árboles, fumar en los baños y poner tachuelas en
la silla de las monjas se necesitaba de un coraje bien
por encima de mis posibilidades. Nunca confesé mi ad­
miración por la güera. Nunca tomé su defensa en los
juicios crueles que se llevaban a efecto a sus espaldas.
Nunca (a pesar de haberlo deseado como loca) me atre­
ví a dejar el corrillo de las niñas de bien y atravesar
el jardín hasta las canchas para acompañarla mientras
jugaba a la pelota, siempre sola. Su experiencia esco­
lar fue una fila rigurosa de ceros en conducta. No era
aplicada sino inteligente y haciendo caso omiso de la
ley del hielo que tan generosamente le dedicábamos ha­
cía circular hojitas de papel en forma de acordeón du­
rante los exámenes con las respuestas más complejas.

44
Con su cabello rizado y corto, sus espaldas anchas, sus
piernas musculosas nos parecía un marimacho la güe­
ra. Fue ella quien durante un curso de canto (mientras
la monja torturaba el acordeón y las niñas cantába­
mos La Guadalupaná) me hizo llegar una novela de
Salgar i y las obras completas de Mark Twain. A ese
sinónimo de mugre y desacato no era cuestión de invi­
tarlo a comer a la casa. Me hubiera gustado. Ella me
dio su dirección y me susurró al oído: —vienes cuan­
do quieras—. Fui una vez en que con el pretexto de
una colecta para los niños damnificados por el ciclón
logré escapar a la vigilancia familiar. La güera me pre­
sentó y su mamá me acarició una mejilla sin pregun­
tarme de quién era hija. Toda la tarde esperé esa pre­
gunta. Ni siquiera se enteró de mi apellido, ni si iba
en la misma escuela de paga o si mi papá era emplea­
do o propietario. Qué costumbres tan extrañas pensé
yo. Aparte del temperamento diabólico de la güera, su
clan ya estaba de antemano desprestigiado. Su madre
se había negado a participar del Comité de Padres de
familia y las lenguas viperinas de la escuela afirmaban
que la señora trabajaba. —Han de ser unos pobres—,
comentaba Clarita con su dejecito de desprecio y su
progenitora alzaba los brazos al cielo exclamando:
—criaturas inocentes, ¿para qué tienen hijos esas mu­
jeres?— Imaginando que de hacer pública mi amistad
con la güera pudiera ser víctima de la malediciencia es­
colar me quedé bien callada y le propuse (escuincla re­
pugnante) mantener el contacto por correspondencia.
Aceptó encantada porque le gustaba escribir. Era de
lo más sin problemas. Además la güera hablaba inglés.
Ya estábamos en posición de entender que por los
mismos métodos del “ mi mamá me mima” podíamos
conquistar verdades mucho más novedosas y exitan-
tes. Las monjas no dejaron escapar la ocasión y nos
vimos invadidas de obritas para nenas de unas edicio­
nes romanas llamadas Paulinas (yo creía que en honor

45
de alguna religiosa escritora pero más bien parece un
derivado de nombre papal) cuya dirección, he podido
comprobar, se halla en las entrañas mismas del Vati­
cano. Por suerte la gloria ha inmortalizado a algunos
nórdicos y franceses herejes y sus cuentos también lle­
garon a nuestras manos. Clarita nos miraba desde sus
displicentes alturas con la biblia bajo el brazo en su
versión ilustrada. Ella leía testimonios y no fantasías
ociosas que nos calentaban la cabeza de imposibles por­
que —¿a ver?, ¿qué buena acción había hecho la niña
esa de los zapatos rojos?, y con este calorón ¿de dón­
de te vas a tirar en trineo?—. Ella conocía millones de
vidas de santos. Nos contaban muy seguido en la es­
cuela. Me impresionó mucho la de una mujer qué,
desesperada porque sus ojos al parecer muy bonitos
—hacían temblar a los hombres a su paso— se los ha­
bía arrancado y parece ser que tan loable arrebato le
había merecido el ser canonizada. Con voz tembloro­
sa por la emoción nuestra maestra de Biología había
narrado la epopeya de una niña (igualmente canoni­
zada) que jugando a la pelota rompió el jarrón prefe­
rido de su mamá. Decidió echarle la culpa al gato. Se
columpiaba en el jardín cuando llegaron sus padres y
sus buenos instintos vencieron la repugnante idea de
mentir. Se tiró a los pies de su madre exigiendo un cas­
tigo. La madre conmovida se limitó a arrodillarla sobre
granos de maíz durante unas horas. En las bancas las
alumnas nos retorcíamos de admiración. Ni por asomo
se nos hubiera ocurrido aquello de —tiene usted dere­
cho al silencio y todo lo que diga a partir de ahora pue­
de ser usado en su contra—. El ideal era la confesión,
el lavado público de los trapos sucios, el desgarramien­
to, el castigo merecido y la consecuente redención. La
intimidad era una aspiración de bandidos, las madres
se paseaban en nuestro cuarto, revisaban nuestros ca­
jones, la mochila, los cuadernos, nos invadían la ima­
ginación y las ideas. Adultos omniscientes. —¿Qué

46
hiciste de las cuatro a las cinco?— (Había estado en­
cerrada en el baño espiándome con un espejo). —Leí—
. . .—Mentirosa, ya sé lo que hiciste, pero quiero que
seas tú misma quien lo diga.— Demasiado grave para
confesarlo. . . Mantenerse en su sitio. . . —leí—. —No
hay nada oculto bajo el sol. . . ¿lo oíste?. . . todo se
sabe. . . todo. . . Cruzaba yo los dedos atrás de la es­
palda para que no se enterara que el día de los damni­
ficados estaba donde la güera y que la muy roñosa me
había contagiado de esa curiosidad de mirarse en el es­
pejo. Me aterrorizaba que no hubiera nada oculto bajo
el sol, pero mentir era por lo menos una manera de
ganar tiempo.
La güera continuó haciendo función de biblioteca.
Me pasó a Amiscis, Dickens, Defoe y el prohibidísi­
mo diario de Ana Frank que me bebí bajo las sábanas
con una lamparita de mano. Los libros circularon en
el grupo (menos el diario) y causaron las delicias de
mis compañeras de curso. La mirada inquisitiva de Cla­
rita evolucionaba de la condescendencia a la más abier­
ta lástima. Ella conocía de cabo a rabo Mujeres, Va­
nidades y Claudia, y leía con especial atención el correo
sentimental de las revistas de su madre. Se ocupó siem­
pre de distracciones importantes o por lo menos de las
cuestiones que interesaban a las mujeres mayores. Ga­
naba de inmediato la confianza de los adultos, se movía
en las reuniones de señoras como una antigüa inicia­
da, jugaba canasta, hacía pasteles y nosotras, entre­
gadas a la trivialidad como estábamos, la mirábamos
repartir servilletas o pasar las barajas presas de la más
potente y pecaminosa de las envidias.
La envidiábamos cuando se paseaba plena de ma­
durez por el patio a la hora del recreo, cuando habla­
ba con tono doctoral de los conflictos amorosos, los
olanes de la moda o las complicadas estrategias para
embrujar a los hombres. Esta conciencia del mundo
adulto sumada al hecho de ser un año mayor que el

47
resto y estar por lo tanto expuesta antes a los presti­
giados trastornos fisiológicos la convirtieron en lide­
resa indiscutible de nuestro grupo. Clarita fue la pri­
mera que supo cómo se hacían los niños cuando las
demás no comprendíamos ni por dónde salían. Fue la
primera en aburrirse de la matatena, La pájara pinta,
El teléfono descompuesto y ni más ni menos que la
orgullosa inauguradora del corpiño. Al paso del tiem­
po, y para total reafirmación de su ascendiente, Clari­
ta nos pidió una mañana que la acompañáramos al
baño y ya allí extrajo de su portafolio ante nuestros
ojos pre-menárquicos, una toallita blanca de algodón,
símbolo mismo de la femineidad tangible y evidente
a la que tan urgidamente aspirábamos.
Yo no tenía una idea muy clara con respecto a la
menstruación y la imagen de un trapo con resortes apri­
sionándome el casi nulo pecho me parecía insoporta­
ble, pero lo que sí entendía era como esas molestias
de mecanismos ignotos constituían el requisito indis­
pensable para entrar al universo de las grandes presi­
dido por Clarita. Las que sabían, las que dominaban
los temas prohibidos, las que ocupaban con sus risas
y susurros el entero patio del recreo.
En circunstancias semejantes mi primera menstrua­
ción fue todo un acontecimiento. Hubiera deseado pa­
decer un cólico espeluznante que me hiciera rodar por
tierra dando de gritos para coronar al precio del dolor
mi reciente éxito. Como en los corrillos de la escuela
menstruar significaba ser mujer, me creí inmediata­
mente investida de siglos de sabiduría femenina y me
levanté varias veces en el transcurso de la noche para
no perder de vista mi rostro y mis gestos que suponía
en plena metamorfosis. Aún el vello púbico adquirió
durante esas horas un sentido casi divino. Me suponía
la propietaria de una fábrica productora de bebés y el
orgullo me oprimía el pecho. Entre las dos posibilida­
des: papá y mamá, o sea colaborador de segunda y la

48
otra parte tan lucida, se me había elegido a mí sin to­
marme ninguna molestia para ello como la directamen­
te hacedora de la vida. En el hecho de menstruar y re­
producirme había hallado el secreto y la solución de
mi existencia.
Acudí a la farmacia a primera hora y me pasee ner­
viosa ante la puerta cerrada. Una vez abierta, di tiem­
po a la reunión de varios clientes e hice entonces mi
gloriosa aparición pidiendo a la dependiente (con la os­
tentación del nuevo rico que paga una cuenta) una caja
de Kotex lo suficientemente fuerte como para que to­
dos los asistentes se enteraran de que esa persona jun­
to al mostrador respiraba ya en el espacio de una edad
de respeto. Al día siguiente di el golpe de gracia en la
escuela anunciándole al fhaestro de Educación Física
que no podía hacer los ejercicios —porque estoy in­
dispuesta—, retirándome honradísima a la banca entre
los murmullos de aprobación y mirada de franca envi­
dia por parte de las nenas de fisiología rezagada. Con
el pasaporte de la visita mensual y la respuesta a un
interrogatorio substancioso y breve (se me preguntó por
dónde se hacía el amor, dije que por el ano, nadie se
atrevió a contradecirme) me convertí a partir de en­
tonces en miembro indiscutible del círculo de van­
guardia.
Clarita presidía nuestras reuniones. Nos veíamos
en su casa por las tardes y nos llenábamos de pasteles
y discos románticos. Hablábamos de la escuela y de
los muchachos, de las vacaciones y de los muchachos,
de las fiestas y de los muchachos. Me encantaban las
clases de Español, las canciones de Abba, el hermano
mayor de mi amiga, las lecturas pornográficas y además
me desmayaba literalmente de ganas de ser besada.
A pesar de no existir nada oculto bajo el sol, mi
agudo interés por la pornografía fue ciertamente una
pasión secreta, y aunque la Pubertad había diluido en
apariencia mis fantasmas de mujer araña, con frecuen­

49
cia un dolorcito sospechoso interrumpía mis lecturas,
una especie de explosión interior que me obligaba a mi­
rarme las manos y a comprobar el estado de mi vien­
tre lampiño y plano. Con todos los pesares, nada me
hubiera impedido gozar de los placeres culpables de es­
piar escondida en la azotea o en el baño las negras aven­
turas de la princesa Volkanoff.
La promiscuidad de las azoteas en el centro de la
ciudad fue la circunstancia que me arrojó del sonrojo
virginal a las tortuosas vías de la más depravada porno-
adicción. Invertía mis horas ociosas en espiar a los ve­
cinos desde el techo. En una azotea cercana, en el cuar­
to de servicio vivía Alfonso, empleado de farmacia y
mi involuntario proveedor. Durante sus ausencias, que
duraban todo el día, me deslizaba por sobre los teja­
dos hasta la puerta abierta de su habitación y la revi­
saba minuciosamente y sin la menor conciencia de la
propiedad privada. No fue su cuarto el único que pa­
deció la invasión de mis afanes inquisitoriales, pero fue
allí donde mi lograda educación católica halló bajo el
colchón la dosis de sexualidad malsana y brutal que
le era necesaria.
Tragedias y bellezas aparte es difícil encontrar en
una vida experiencias que conduzcan a estados de áni­
mo tan enriquecedoramente febriles como la descubier­
ta de la pornografía en el momento adecuado, es decir,
cuando la ignorancia, la culpa, el horror y el sentimien­
to de indignidad se mezclan al deseo de transgredir,
al deseo de enfangar, al deseo. Violaciones donde las
mujeres se divertían como locas, golpes, insultos, pría-
pos, sádicos, ninfómanas, ninfómanas y más ninfóma-
nas. El papel barato de la revista despedía ese olorcito
sólo comparable a las historietas de Kalimán, y la va­
lerosa energía que el hombre increíble empleaba en lu­
char contra mounstruos bicéfalos la desplegaban las
heroínas en recorrer la escala social presas de su se­
xualidad compulsiva. De las sábanas satinadas de un

50
industrial millonario rodaba la bella Annette carco­
miéndose la moral y el cutis hasta terminar en una acera
de barrio proletario gonorreica y sifilítica haciendo el
amor con un setter irlandés que pasaba por allí de ma­
nera inexplicable. Pero la más refulgente, la Ninfómana
invencible, era el personaje de las historietas en serie:
La princesa Volkanoff. Belleza pelirroja y exótica es­
capaba por las noches oculta bajo una capa y por la
puerta de servicio del palacio para someter al bajo mun­
do en sus pasiones sin freno. En “ Orgía erótica con
el vodka wiborbva de Rusia” la princesa se cuela dis­
frazada en una taberna de cosacos. Decenas de hom­
bres todos enormes y de cabellos rojos bebían vodka
como lo que eran y gritaban obscenidades. Un poco
nerviosa por el ambiente pesado la tímida princesa se
desnuda sobre la barra pasando después al ejercicio de
su sabida ninfomanía sin dejar cosaco con cabeza. Fi­
nalizado el trabajo y temerosa, como es normal, de
arruinar su reputación por la vía de las murmuracio­
nes, al abandonar a taberna (de madera) le prende fue­
go con una antorcha aparecida bajo su capa en la mis­
ma forma misteriosa del setter irlandés.
¿Sería porno-dependiente la güera? Es natural que
ante vidas tan digamos agitadas, encontrara un poco
insípidas las plácidas preocupaciones de las adolescentes
de Luisa May Alcott, bebedoras de jugo y limonada
y expertas (hasta el punto de parecer elegantes) en com­
binar el paragüas remendado con los guantes y las za­
patillas de barata. Por no hablar de los ardores tuber­
culosos de María. Con semejantes modelos femeninos
y un entorno de mujeres adultas más o menos frustra­
das no es de extrañar que uno sintiera el impulso de
aplaudir fascinada las aventuras casi piratas, y es cier­
to un poco retorcidas, de la princesa Volkanoff.
Jamás en las reuniones con mis amigas hubiera
mencionado mis escapadas hacia el arsenal que se ocul­
taba bajo el colchón del empleado de farmacia. Las

51
miraba con sus trenzas bien arregladas y sus gestos in­
genuos y me daba por sentirme una hipócrita vampire­
sa invitada por error a una kermesse de beneficiencia.
En aquellos meses borrascosos todavía me confesaba.
Ni pío de las nobles ninfómanas. En el reclinatorio
había repetido los mismos pecados los últimos ocho
años. No rezaba las penitencias, pero comulgaba con
los ojos en el suelo y las manos juntitas para evitarme
el desdoro y las sospechas. Mi primer beso me arreba­
tó para siempre de los caminos del señor. Una expe­
riencia vomitiva. El galán no conforme con embarrar­
me de manera bien incómoda contra una puerta, llegó
al extremo de abrirme los labios e introducir su len­
gua. Jamás un beso hollywoodiano había mostrado
vileza semejante: la invasión de una lengua. Creí con­
veniente esta vez aprovisionar mi monótona lista de
pecados. No fue el apocalipsis ni la dureza del casti­
go lo que me alejó de la iglesia, sino la total impudi­
cia sacerdotal. —¡La lengua!—. . . —si padre, la len­
gua— (ya decía yo que eso no era natural) —Y ¿qué
más?—. . . —nada padre, salí corriendo—. . . —estás
mientiendo hija—. . . —pero no padre le juro—. . .
—Cuéntamelo todo hija—. . . —pero ya le dije, me
besó y movía la lengua. . . —y ¿las manos?, ¿dónde
tenía las manos?. . . A ver, a ver, ¿las manos? Ni la
menor idea, pero en algún lado debe de haber puesto
este cochino las manos. . . —ni idea padre—. . .E l sa­
cerdote enfurecido comenzó a hacer sugerencias, mo­
nologa, tartamudea, me amenaza con los hijos ilegíti­
mos, maldice la lujuria. Una penitencia leonina. El
verdadero fin del mundo. Insiste en que el beso fue el
comienzo, sólo el comienzo, debo confesar el resto. . .
me puse de pie, escupí en el piso y salí huyendo, esta
vez para siempre.
Callé la humillación de ese beso con lengua. Al cul­
pable no volvía a dirigirle la palabra y sus cartas ter­
minaron sin ser abiertas en el fondo de un cesto de

52
basura. La adolescencia se había encargado de profun­
dizar el abismo que existía entre el mundo de los mu­
chachos y el nuestro. Los contactos se limitaban a
conversaciones muy cortas a la salida de la escuela, co­
queteadas a distancia y bailadas en las fiestas. Las que
tenían hermanos mayores podían disfrutar de algunos
momentos de convivencia mixta antes que ese mismo
hermano, celoso de la buena reputación, las enviara
a guardarse en sus recámaras.
Invertíamos una cantidad extraordinaria de horas
en adivinar las inclinaciones y los posibles gustos de
los hombres, e intuíamos, bien ingenuas, cómo esos
artículos que éramos se acercaban al momento de cir­
cular en el mercado. Nuestro vocabulario se enrique­
ció con expresiones ahora necesarias: —Está jugando
con ella—. . . —es una coqueta. . .— o en el peor de
los casos: —fulanita es de lo más fácil—. . . Debo
decir que ser fácil en un pueblo de cinco habitantes or­
gullosos de sus prejuicios era una operación extrema­
damente sencilla. Pasada la pubertad, los más leves
encuentros con un representante del sexo opuesto des­
pertaban murmullos y sospechas. Hablar a solas, aun­
que fuera a mitad de la calle, ir al cine aunque fuese
en grupo o pasearse en bicicleta, eran actos saturados
de implicaciones sexuales.
Un tácito acuerdo puso en marcha la coalición de
madres de familia, asociación civil, sin registro y de fi­
nes no lucrativos que no tardó en mostrar una red
de espionaje y delación más eficiente que la Gestapo.
Con el slogan: yo también tengo una hija (tuve o ten­
dré), cualquier mujer adulta más o menos conocida
estaba en el derecho y la obligación de interpretar con­
ductas y remitir su informe ante la madre de la adoles­
cente hallada en falta. Difícil de que hubiera algo oculto
bajo el sol.
Enmedio del constante estado de sitio la naturali­
dad estaba fuera de cuestión, y entre moños, maqui­

53
llajes y olanes fingíamos religiosamente. Los mucha­
chos se esforzaban hasta el ridículo en ser viriles y
nosotras, nosotras descubríamos que la Conquista de
lo femenino exigía sin falta reconocernos rivales: Ri­
valizamos. Comenzábamos a existir a partir de la ad­
miración del universo masculino, y conquistar el mayor
número posible de sus miembros era un reto del cual
dependían la dignidad y la auto-estima. Si en algún mo­
mento nos entristeció que Lulú Gómez recibiera malas
notas al fin de mes ahora estábamos bien contentas de
observarla con su rostro cubierto de acné calentando
la silla en los bailes. Y si fuimos empáticas con las cal­
cetas remendadas de Anita García nos regocijábamos
de pronto a la salida de las fiestas comentando la vul­
garidad de su vestido hecho en casa y la pésima cali­
dad de sus zapatos. La mezquinidad había dado gol-
pecitos en la puerta y la recibimos con honores. No
había opción. La vida de todas maneras nos ha hecho
pagar bien caro aunque de maneras distintas, nuestro
daltonismo espiritual.
Los bailes eran el índice de nuestra vida cotidiana
y bastaba asistir a uno de ellos para entender la exacta
situación de los personajes y el tema de los capítulos.
Hasta la muerte nuestro futuro parecía detallado en
esa comparsa nocturna presidida por las madres de fa­
milia sentadas en círculo alrededor de la pista y sin per­
der detalle. Unas, radiantes de orgullo, como la madre
de Alicia, a quien ni la deshidratación hubiera hecho
perder una tanda, y otras rojas de humillación como
la madre de Lulú Gómez, tan poco agraciada como su
hija y obstinada en asistir en espera de un milagro a
cuanto baile y tardeada.
Si las salsas eran fatigantes, ni hablar de las bala­
das. Los muchachos (y su virilidad estaba en juego)
consumían la noche en el intento de arrastrarte hasta
el centro de la pista, lo más lejos posible de las mira­
das maternas. Logrado el primer objetivo, el siguiente

54
paso consistía en lo que se conocía en jerga masculina
como meter segunda, y tercera de preferencia. Las
manos del galán, en principio, a los costados de la cin­
tura comenzaban a deslizarse por la espalda en el in­
tento de juntarse, lo que reducía considerablemente la
distancia de los cuerpos. No me explico cómo no de­
sarrollamos los bíceps con nuestro método de contra­
ataque. Colocábamos las manos en los hombros y el
ante-brazo contra su pecho de manera que, iniciada la
presión hacia adentro, estábamos en condiciones de res­
ponder empujando con los codos. Era en los codos
quizá donde nos crecía la decencia. Terminada la tan­
da nos retirábamos con los brazos adoloridos y orgu-
llosas de haber demostrado una vez más que no cabía­
mos en la abyecta categoría de las fáciles. El problema
residía en la obligación de probarlo constantemente.
La reputación de la güera ya no andaba por los sue­
los sino bajo tierra. Salía en moto con los muchachos,
se jalaba con ellos jugando tochito y contaban que se
había besado con más de cinco. Yo suspiraba y me res­
tregaba los labios manchados por el beso con lengua.
Si llegaba a saberse estaba perdida. Ningún muchacho
con buenas intenciones se me iba a declarar sabiendo
que sin ser novia había permitido a un depravado be­
sarme contra una puerta. Ahora que la vida me había
proporcionado tamaña experiencia renunciaba por fin
a la pornografía. Cruda realidad.
Coleccionábamos discursos de amor y la más ha­
lagadora de las frases era —Se te va a declarar— (dicha
al oído y en tono grave como responsabilizando a la
destinataria de la confidencia del futuro físico y men­
tal del aspirante). Teníamos nuestro carnet (idea de G a­
rita) y en él registrábamos, para conservarlas hasta el
fin de nuestros días (así de importante nos parecían en­
tonces), las declaraciones apasionadas con sus detalles
más relevantes: fecha, lugar, posición de ambos (está­
bamos sentados en la sala, de pie en la puerta del cole­

55
gio, tomando helado, a la salida de la fiesta). Sin ex­
cepción, y por más agradable que nos pareciera el
candidato, estábamos obligadas a decir que no. La re­
nuncia era una actitud muy cotizada en nuestra época
y el número de candidatos rechazados aumentaba a
ojos vista los bonos de las adolescentes de mi genera­
ción inmersas en un cruel estira y afloja necesario para
ser estimada y perseguible. En el lapso entre el mucho
gusto y la declaración (¿quieres ser mi novia?, siem­
pre idéntica) era obligatorio arruinar al aspirante ex­
trayéndole la mesada a cuenta de serenatas, cajitas de
música, horrendos monos de peluche y demás haza­
ñas que determinaban el valor de la otra cara de la
moneda.
En caso de no estar dispuesta a aceptar la zona de
encuentro entre los sexos como un territorio minado
y a moverte en consecuencia, te quemabas. Ignoro el
momento de puesta en circulación del término de ma­
nufactura claramente masculina y cuyos orígenes no
sé si remontar a la inquisición, el martirio de Cuahu-
témoc o un simple método agrícola bastante más cer­
cano a nuestra experiencia. Lo quemado produce ce­
nizas y dada nuestra edad era un poco ridículo pensar
que por la vía de un paso en falso yaceríamos en el fon­
do del fogón el medio siglo que nos restaba de vida.
Pero lo creíamos, quemarse era el anatema, la exco­
munión, y existíamos atormentadas por el fantasma de
la incineración social que nos hubiera arrebatado de un
manotazo el paradisiaco futuro al que tiene derecho
“ una mujer que se respete” . La quemada era la mujer
araña incapaz de tejer una tela. Supongo que a todas
las que nos castigábamos sin darnos cuenta exigiendo
de las otras la conservación de ese honor que era un
viacrucis nos hubiera gustado no respetarnos, pero en
una vida tan pequeña y desprovista de objetivos sal­
var la reputación era por lo menos una ocupación bien
concreta y nos proporcionaba la ilusión de un proyec­
to a futuro.
56
Clarita, por supuesto, nunca se quemó, e imagino
que tampoco las demás, o por lo menos hasta ahora
no hemos tenido que sufrir las atroces consecuencias.
Pasados los quince años y las cursilísimas fiestas de pre­
sentación en sociedad estuvimos en edad permitida para
establecer un noviazgo. Lo establecimos. Un cuarto de
salón se casó durante la prepa (con todas las venias),
algunas desaparecieron dos o tres días en amable com­
pañía y fueron traídas de regreso por un padre burla­
do y energúmeno que las arrastró al registro civil por
los cabellos. Otras organizaron veloz pedida de mano,
repartición apresurada de invitaciones y gran fiesta con
la presencia del pueblo entero y el temor de la familia
de asistir a un parto prematuro en plena nave de la igle­
sia. En el único caso de violación conocido, el padre
de la agredida exigió la inmediata reparación del honor
y en ceremonia entre íntimos se juraron amor eterno
un enfermo mental y su víctima. Eramos un pueblo res­
petable y moral.
Clarita se regodeaba en la miseria de las casadas
a fuerza. Estaba entregada con verdadero furor a la
religión y las obras de caridad, de sus generosas manos
llovieron limosnas (en monedas de a veinte) para los
más desarrapados, acariciaba la cabeza de los niños po­
bres sin miedo a contagiarse los piojos y amaba al pró­
jimo. Me corrijo, vivía el éxtasis de la adoración del
prójimo, bastante en abstracto es claro y no excenta
de la cargada dosis de desprecio y subestimación in­
dispensable de las almas piadosas.
La humillante expulsión de Roxana y Maribel de
la escuela preparatoria fue el golpe maestro en la lucha
de Clarita contra las perversiones humanas. Juraba
haber sido testigo de una escena repugnante en las ca­
binas del baño: Maribel besaba a Roxana (en los la­
bios). En principio era difícil entender cómo pudo pre­
senciar tan infame acto a través de una puerta que ella

57
misma declaraba cerrada. Subestimamos su empeño.
Sospechosa ya de los bajos instintos de Maribel (quien
imitaba cantantes masculinos en las fiestas escolares),
se propuso vigilar de cerca sus pasos. Las vio encerrarse
en el baño y para discernir con justeza entre la depra­
vación y una fumada clandestina (pecado menor) pidió
prestada la escalera del jardinero y montó en ella en
la cabina contigüa, realidad innegable: se besaban.
Ante los ojos morbosos de la escuela entera los padres
de ambas fueron citados a la dirección y puestos de
patitas en la calle junto a sus hijas, acompañados por
las veces de docenas de nenitas de alma pura que vo­
ceaban —lesbianas. . . Lesbianas—.
Al finalizar la preparatoria y bien concientes en el
pueblo del brusco cambio con que amenazaban los
tiempos se decidió que debíamos estudiar una profe­
sión. La universidad nos colocaba en el centro de ac­
ceso a los futuros diplomados y nos permitía archivar
datos, fechas y anécdotas a tratar con fines amenizan­
tes en futuras veladas coyungales. También se preevían
en el intento de educarnos los casos de divorcio (si el
marido quiere matarte por ejemplo o si estrangula a
los niños) y viudez. Compañeras como Rosita o Clau­
dia (cuyos padres opinaban “ más vale bruta que puta” )
se quedaron en el pueblo y abrieron zapaterías, bouti­
ques o cocinas económicas.
Nos dispersamos. Abandonar las cuadras que iban
de la parroquia al palacio municipal y del palacio mu­
nicipal a la escuela de baile fue para nuestra experien­
cia acostumbrada a nutrirse del humor del vecindario
una hazaña temeraria. Sin espejo, sin eco, nos extra­
viamos en avenidas ajenas con el corazón repletito de
mentiras, el puño incapaz de levantarse y las mejillas
bien puestas. Nos abofetearon como era de esperarse
y tal vez ante el pánico de saberse vulnerables y solas,
algunas, Clara entre ellas, eligieron restablecer a dis­
tancia el decorado tranquilizador que separaba el cam­

58
bio de la parrquia al palacio municipal y a la escuela
de baile.
Durante las vacaciones nos visitábamos y yo tenía
esa extraña sensación de tomar el café en un tiempo
suspendido en el aire. Volvían a importar los divor­
cios, las fugas, las infidelidades. Se usaban términos
como “ mancillar” y “ deshonra” , y los apellidos de
antes ocupaban el sofá y los tapetes de la sala. Volver
significaba negar la transformación como en las letras
del tango. Sin embargo seguí frecuentando a Clarita
y debo haber experimentado en ese retorno a las vie­
jas costumbres un infecto sentimiento de pertenencia.
Yo tampoco deseaba renunciar. ¿O encontraría en esas
reuniones la mesura de mi cambio? Nos veíamos pues,
esporádicamente, un poco por compromiso, por co­
bardía. . . por tradición.
Al paso de los años la inclinación de Clarita a so­
ñarse extraordinaria se convirtió en abierta megaloma­
nía e inspirada por el espíritu santo como estaba em­
peñó su madurez en el consumo y expedición de recetas.
Me impresionaba su manera de manejar el castellano
como si no fuese su lengua materna. Lo hablaba con
frialdad y desapego como cuando lidiamos un idioma
a mitad dominado y en el cual las palabras responden
sólo a un orden gramático exigido por la necesidad in­
mediata, mero instrumento que denota, sin historia y
desprovisto por tanto de todo afecto. Es posible que
el dipitidoo, en su consistencia gelatinosa se haya co­
lado por los poros del cráneo afectando en mi amiga
el centro del lenguaje. ¿Quién era Clara a fin de cuen­
tas? Incapaz de pasarte una mano por el pelo, de de­
cirte un te necesito, un mi amiga. Por obra de ese Di­
pitidoo maldito, hablar dejó de ser una vivencia y se
hizo un hábito recomendable en el contacto social.
La habrán dañado también los ejercicios del libro
Mágico. Era tan aburrido ese libro. Sobre las hojas
grandes y gruesas aparecían las lecciones y debíamos

59
copiarlas con cuidado en las páginas amarillas trans­
parentes. Un trabajo de calca y pensaría Clarita que
allí residía el secreto, calcar con exactitud cada letra,
cada párrafo hasta acumular volúmenes enteros de lec­
ciones copiadas y considerar que a fin de cuentas eso
era la experiencia.
Tan pronto hubo aprobado su examen en la uni­
versidad, habiendo leído El Principito, Juan Salvador
Gaviota y las obras completas de Og Mandino, Clari­
ta se casó con Roberto. Fue una boda simpática y un
algo pretenciosa a la que asistí como testigo sin dema­
siadas ganas. No me gustaba el novio. Un tipo muy
pulcro Roberto, de mucho futuro, de esos prospectos
que se miden en hectáreas. Demasiado bien peinado,
demasiado algo que provocaba entre desconfianza y
náuseas.
En las primeras vacaciones Clarita fue mi visita obli­
gada. El viejo tiempo suspendido en el capítulo “ estu­
diante casadera” había evolucionado para suspender­
se en un aire de dignidad bien distinta: “ En el pleno
ejercicio de sus funciones la señora de tal.” Me reci­
bió tan calurosa como pudo y realizamos el impres­
cindible recorrido de corredores y habitaciones con las
concomitantes interjecciones y gestos de asombro de
mi parte. El tour se dio por terminado con mis hipó­
critas aspavientos ante el abre-latas eléctrico y el hor­
no de microondas. De regreso a la sala Clarita me sir­
vió pastelitos y café, lo qe me permitió recuperar la
energía y hasta tuve la fineza de elogiar las tacitas de
porcelana.
Su luna de miel fue un fracaso y la decepcionada
Clarita no alcanzaba a entender el sentido de atrave­
sar el país y gastar una millonada para que después de
tantos proyectos el asunto se reduzca a una semana
de violaciones consecutivas con brevísimas apariciones
en la playa. Ocupación de bestias la sexualidad. Y me
decía “ el acto sexual” , “ las relaciones maritales” , “ el

60
coito” . Juro que dijo “ coito” (ergo sum) y sentí con
horror que me picaba una pierna y el brazo y el cuello
y me rascaba discretamente pero era una tortura esta
picazón por todos lados y supe que como sucede en
mis crisis de angustia el cuerpo se me estaba llenando
de ronchas. Yo estaba muda y pegada al asiento, la
veía por primera vez y sólo fui capaz de alinear inco­
herencias (Me destrozaba la piel con las uñas) ¿Nos
mutiló el libro mágico? ¿Acaso la necesidad no se des­
prende de las manoseadas palabras de Don Mechor
Ocampo? La ternura, la ternura es una epístola eter­
namente inédita y sin pecado concebida la Virgen y hay
una maldición, el inconsciente y poderoso deseo de
mantenerse virgen en espacios más profundos. La mal­
dición son los tejidos que no se rasgan, los hímenes
adheridos a la piel y ¿si nos amputaron la entrega?,
y pensaba en una frase especialmente cursi que repe­
tían las religiosas cuando éramos niñas: “ Hay aves que
cruzan el pantano y no se manchan. . .” y mira qué
desgracia Clarita si nuestros plumajes vinieran a re­
sultarnos de esos, —oye pero que tienes— pregunta ob­
servando el recorrido furioso de mis manos. . . —no
es nada, una intoxicación, exceso de mariscos—. In­
voqué febrilmente la bendición de la princesa Volkanof.
Ahora se decía que quizá el amor no era Roberto
tomándole la mano y frunciendo el entrecejo, o tal
vez la ternura tomara formas ajenas a ese beso fugaz
entre la puesta del saco y la perilla de la puerta y eran
sin embargo hasta hacía poco conductas que sostenían
los sustantivos. Imposible aceptar a estas alturas (no­
sotras las que consumimos ávidas las más antiguas men­
tiras) que el matrimonio era un rellano y no el final
de la escalera, que uno sube a veces de frente (cuando
no baja) y otras de costado y de espaldas. Es cierto que
fuimos víctimas de un largo engaño. ¿Es cierto?, ¿y
la güera? La güera marginada, jugando a la pelota sola
en las canchas del colegio. . . Su mamá no me preguntó

61
si iba a la misma escuela de paga. . . Se vomitaba
sobre el dogma la pinche güera. . . ¿Se habrá sal­
vado?. . . Se paraba en el corredor de la escuela, se
llenaba la boca de saliva y escupía contra el viento.
Pasaron siglos antes de que volviera a escuchar a
Clarita. Me reproché en ocasiones haberla dejado sola.
Pero pensaba (para justificarme) que es difícil acompa­
ñar realmente a una mujer Prima Donna de sí misma.
Mi huida, el rechazo de mi huida ocultaba un miedo
supersticioso al contagio. Quise romper. La araña es
una mujer atrapada en su tela. Con sus ocho patas y
sus vientres peludos las arañas cuelgan del techo y di­
cen coito y relaciones maritales. Temía no haber deso­
bedecido lo suficiente y en una vuelta de la vida des­
cubrirme atrapada.
El teléfono sonó en la oficina. —Te habla una tal
Clarita—. . . ¿Clarita?. . . Roberto se largó, pide el
divorcio. . ., primero muerta, la niña está con ella,
quiere hablar conmigo. —Vengo el fin de semana—
. . . La secretaria tenía por suerte el botiquín lleno de
aspirinas. ¿A dónde puede largarse un tipo como Ro­
berto?. . . ¿Con los Jesuítas?. . . Estoy loca, jamás con
los jesuítas, alguna orden religiosa de oropel. . . Bien
papista.
No hay nada oculto bajo el sol. Roberto no ingre­
só a ninguna orden religiosa. Clarita conocía los hechos
de buena fuente, se fugó a una isla de las Antillas con
una bailarina striptisera. No, no trabajaba en la ópera
ni en ningún grupo de danza contemporánea, se des­
nudaba en un cabaretucho por las zonas del centro.
Sucio y lleno de ratas. Cien pesos la entrada. Una in­
dia patarajada. Las mejillas (blanquísimas) de Clarita
se llenaban de lágrimas. Ella sería la legítima hasta la
muerte, no era cosa de abdicar en favor de una prosti­
tuta. Dejarla a ella con una hija, sus padres no esta­
ban enterados, nadie va a saberlo, Roberto anda de
viaje. En el club de bridge sólo aceptan mujeres casa-

62
das. Las propiedades están a nombre de los dos. Lo va
a dejar en la calle por abandono de hogar, pero ¿qué
va a pensar el abogado? Por una corriente de la vida
galante (no dijo puta Clarita, tan mesurada). No era
corista del Play boy ni del Molino rojo. Una nacional
de cabaret de a cien pesos la entrada (como película
de Marlene Dietrich). Pasé un sábado y domingo cu­
bierta de ronchas.
La hija de Clara nos acompañaba por la tarde. Mo­
nísima. Tan educada que sin haberme visto nunca
llegó al extremo de llamarme “ tía” . Soportó en su si­
lla inmóvil y envarada largas sesiones “ entre adultas”
que deben haberla asesinado de aburrimiento y en las
que no se le permitió la menor intervención. Tomó un
pastel cada vez, sólo uno, con la punta de los dedos.
Clara la alababa compulsivamente y la niña sonreía mo­
desta y sabedora de su virtud y yo pensaba en la com­
plejidad de despertarse cada día con el compromiso de
merecer halagos semejantes. . . Tan en su sitio. Tan
Dipitidoo la niña. Con el cabello embarrado sin mise­
ricordia en una técnica bien conocida que terminaría
arruinándole los músculos faciales y el centro del len­
guaje. Preparaba la nena su primera comunión, exce­
lente alumna de Colegio de religiosas, letra palmer,
reina del Punto de Cruz y cuando intenté dirigirme a
la niña invariablemente contestó la madre. Quizá la
niña estaba jugando en el patio y Clara me presentaba
una muñeca tamaño natural con un disco rayado en
el “ muchas gracias” y el “ sí tía” . Estaría la niña tre­
pada arriba de un árbol leyendo las aventuras de Sal­
gan. Habría en el colegio una nueva versión de la güe­
ra haciendo circular literatura subversiva.
Mi amiga dice: —Clara Elizondo—, para llamar a
su hija, Elizondo es el apellido de Roberto. Roberto
es un tipo pulcro y religioso que fue a instalar un ne­
gocio de importación a las Antillas. Lo importante en
una niña es el recato, siempre hay ciclones y tragedia

63
aprovisionando de damnificados para solaz de las
almas nobles. La venganza es un banquete divino. La
venganza es un género literario, la venganza es un
plato que se sirve frío: La niña de pie, derechita y
Clara peinando sus cabellos con furia. Hacia atrás. Pa­
sando el cepillo como el puñal de un siciliano que ha
vivido acechando su venganza. Para disfrutar del plato
tiene el futuro entero de la hija. Y entonces porque sentí
una tristeza muy honda, muy vieja, se me ocurrió la
pregunta. . . Ni un sólo cabello suelto. . . Le arregló el
vestido. . . Le ordenó bolear esa misma noche los za­
patos. . . Le peinó el deseo con advertencias, la ilusión
con órdenes, con amenazas las ganas. Le pregunté si
ya había descubierto el secreto: —la mujer araña, Cla­
rita, ¿la has visto?—. . . Mirada indiferente de la niña.
—Es un truco de espejos— en la feria y afuera. Los
espejos se mueven en el espacio inmutable del palacio
municipal a la parroquia y a los cursos de baile. La
araña de la feria es un emisario de la coalición de
madres. La coalición fabrica espejos. . . Clara Dipiti-
doo, Clara niña es un complot, y esta noche harás un
sueño, vas a debatirte en una tela inmensa y sabrás que
el adversario vive en tu casa, tiene tu nombre y amo­
rosa, dulce, protectoramente, te embarra los cabellos
en venganza. . . Clara Elizondo detesta las ferias y yo
no he abierto la boca. —Oye— dice mi amiga —te
acuerdas de la güera—. . .—Sí— se acaba de pegar un
balazo en la cabeza. . .

64
SOBRE TODO NUNCA CUMPLIR 11 AÑOS

Me escondí en la azotea con Mauricio y nos dedica­


mos a besarnos en la boca muy fuerte, como los no­
vios, y hasta nos lastimamos de tanto que apretába­
mos sus labios y mis labios. Y luego, como no temamos
ganas de jugar, hicimos el acto del sexo treinta y seis
veces y en ninguna me puse embarazada y después me
dijo que cuando pasara el tiempo y me hiciera yo ma­
yor, como Dalia, nos íbamos a casar y a hacer una fies­
ta y que no íbamos a invitar a nadie porque en este
pueblo las personas son chismosas y antipáticas y nos
vamos a ir a Austria de luna de miel y luego a vivir,
y como allá está lejísimos, sí vamos a tener amigos y
unos hijos y él me va a comprar un perro San Bernar­
do de esos que les cuelga un barrilito y que venden en
todas las tiendas de perros en Rusia y en Austria y me
va a regalar un anillo de compromiso de una piedra
que es exótica y nadie ha visto de esas piedras porque
sólo se encuentran en un pueblito de Africa bien mis­
terioso, y también me va a comprar un vestido largo
que se envuelve hasta la cabeza para andar en el de­
sierto porque si no queremos quedarnos en Austria él
tiene un trabajo en la legión extranjera, pues yo viajo
para allá y si no te tapas todo se te llena el cabello de
arena y luego no te la puedes quitar aunque te bañes
y es una arena chiquitita, no como en la playa, y es
difícil la vida en el desierto y además es peligrosa, pero
la gente sale junta en caravanas y aprende a montar
en camello, allá los camellos son muy importantes
como aquí los carros pero no cuestan tan caro porque
hay muchos y corren bien rápido para cuando te em­
piezan a perseguir los malos. Mauricio se sale con los
otros del fuerte y a esos enemigos los espantan y les

65
dicen que se vayan a su casa y no estén molestando por­
que ellos viven allí tranquilos y juegan fútbol y fuman
y se acuestan a platicar sobre la arena en la sombra
de las matas de coco y se los toman con mucho hielo
porque hace un calorón.
Y luego mi mamá se pone como un león y me dice
que me baje a la casa y deje de estar tirando babas en
el tejado como una sin oficio y da unos gritos que se
oyen de seguro en toda la cuadra y dice que se va a
matar. Un día salta por la ventana y las tripas de fue­
ra bien despanzurrada y si se tira por la ventana de la
cocina los sesos de mi mamá van a salpicar el cristal
del salón de belleza de las hermanas Pinzón y yo voy
a ver todo porque no voy a la escuela y a la mejor ate­
rriza en la parada de camiones si se tira por la puerta
del balcón y se van a enterar todos los vecinos y se va
a armar la escandalera.
Hoy mi hermano y yo nos peleamos y casi nos sa­
camos el mole, y como soy más fuerte le dije que iba
a matarlo y luego lo cocino en la olla express y se lo
doy de comer a los gatos o a unos niños que son pobres.
Mi mamá nos cacheteó porque la estamos acabando
y no merecemos naditita, ni el aire que respiramos. Si
fuera a la escuela las niñas se reirían de mi porque son
unas estúpidas y creen que cuando se te pone gordo
el cachete tienes dolor de muelas, pero a mi no me duele
ni un solo diente y no quiero que mi mamá se enoje
y grite y salte para afuera y se vaya a la otra vida.
A la mejor mi mamá tiene razón y es una mierda
como vivimos nosotros y ya ni al cielo me quiero ir por­
que dice el negro pepo que puro cuento y que donde
sea cierto y si Dios es bueno que a él lo libre del paraí­
so porque hay puro sotanr ‘o y monjas bigotonas que
dan pellizcos como en la escuela y te aburres en el cie­
lo con tanta rezada de rosario y comulgadas y te qui­
tan todo tu dinero para las colectas de los huérfanos
y cantas ave marías con un acordeón y luego, como

66
estás allí revuelto, se van a querer hacer amigos tuyos
los santos y esa gente nada más puro sufridero, por eso
son santos y a unos se los comieron los leones, y les
pegaban con un látigo y unos castigos bien feos y has­
ta el que iba a matar al hijo se fue al cielo y a Pepo
le entra risa y dice que si me hago angelito tengo que
traer las uñas limpias y el vestido tieso de almidón. En
la escuela platican con Dios y el señor está en todos
lados y nos quiere, pero a nosotros nos abandonó mi
papá y no me van a hacer creer que si él nos botó como
a los calcetines sucios el tal Dios nos va a venir a
recoger.
Mi mamá es de un infeliz. Somos cinco hijos, unos
buenos para nada, no tenemos ni un quinto y en la casa
no hay un hombre de respeto. Cuando mis hermanas
y yo seamos más grandes vamos a estar en peligro, los
muchachos nos van a seguir nada más para burlarse
de nosotras, los casados van a decir que somos unas fá­
ciles y a la mejor nos quieren hasta violar. Lo más feo
de que te violen es que pasa de repente y si ya tienes
la regla y es de noche te quedas embarazada. En lugar
de cinco hijos vamos a ser seis y eso si no nos llegan
a violar a todas. Si te violan te duele cuando haces pipí
y el hijo sale loco o tarado y ningún cura va a querer
darle el bautizo porque ya te hiciste perdida y a ver
quien te cree, dice mi mamá que tú no le diste lugar
a ese señor. En nuestra ciudad ya ha pasado y las mu­
jeres tienen que matarse porque como son unos chis­
mosos la gente empieza a hablar horrible y se les arruina
la reputación y a ellas les entra una pena y el niño va
al asilo de huérfanos hasta que cuando crece se pone
loco y lo amarran. También esa violada se va a traba­
jar con las mujeres de la carretera que cobran y el hijo
es un borracho y se mete cemento en la nariz y les pega
fuerte a la mamá y a sus amigas y ellas se aguantan
porque están enlodadas y ya saben que no valen nada.
Mi hermano Francisco se pone a preocuparse y cuan­

67
do sea grande va a estudiar para levantador de pesas
y para boxeador y les va a partir la cara a todos, sólo
que nosotras vamos a ser grandes antes que él y a la
mejor cuando nos vaya a defender ya dimos a luz una
bola de hijos tarados.
Mis hermanas van a la escuela de religiosas donde
es de paga. Dice Pepo que para que aprendan a ba­
ñarse en camisón, pero la verdad que nos revisaban las
uñas y las orejas pero nunca nos preguntaron cómo
nos bañábamos. Te enseñan la cocina y el bordado y
a la mejor con eso del bordado piensa mi mamá que
nos hacemos como se dice una reputación y un fulano
carga con nosotras si nos ponemos listas y no le ense­
ñamos las mañas, porque los hombres son unos vivos
pero nada más les gustan las mañas de ellos y uno se
tiene que hacer la tonta. Te aguantas por los hijos y
si se emborracha le sacas el dinero de la cartera y los
escondes y luego los hijos son unos malagradecidos y
las queridas les quitan el dinero a los papás y cuando
mi mamá llegaba a la cartera ya alguna mal viviente
se había ido a comprar zapatos con lo de la renta de
nosotros y la dueña nos amenazaba de tirarnos a la calle
y lo peor fue que mi mamá se quedo plantada por una
piruja y ahora hace vestidos y sus amigas la vienen a
humillar y dicen —ay, hazme una falda— para ver si
tiene los ojos hinchados o está envidiosa, y le quieren
sacar la plática de mi papá y le cuentan chismes: que
si está más gordo, muy sonriente, dicen que anda con
la piruja mi papá. Esa mujer le calentó la cabeza y hasta
le dio un brebaje parece y ya había conocido una bola
de hombres y con todos dormía en la noche. Yo no
he visto a esa señora la piruja, pero no creo que mi
papá nos iba a dejar por una que ni conoce y de cos­
tumbres tan feas.
Las pirujas andan pintarrajeadas, se embarran a
los maridos de las otras aunque tengan hijos y ense­
ñan las piernas cuando se sientan. Se echan carcaja­

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das las pirujas y dicen el chorro de groserías. A mí las
groserías no me asustan, me sé un montón y no las digo
en voz alta porque me tira los dientes mi mamá pero
las pienso, como: coño y carajo y chingatumadre. Una
vez en la escuela me peleé, bueno, una niña de las gran­
des que me grita piojosa y que me da un coraje, por­
que en mi casa nos bañamos diario y nos restregamos
y nunca hemos salido a pasear con bichos en la cabeza
y yo le dije mentira y mentira y me puse a llorar. En
el parque el negro Pepo hecho la furia porque yo llo­
rando y dice que me voy a hacer una maricona uñitas
largas. Pero yo me como las uñas. Entonces que esta­
ba verde Pepo y la próxima vez le sacas brillo a esa
mugrosa y que le dé un puñetazo y la muerda y que
le diga chingatumadre. Yo le digo que bueno a Pepo,
en el parque. Le voy a decir a la niña esa chingatuma­
dre y se lo digo y que me oye la monja y que me pesca
del pelo la bruja y que si lo repito me lava la boca y
yo lo repetí porque no voy a ser uñitas largas sino bo­
lero, como Pepo, y cogió el jabón Palmolive la her­
mana que así se llaman y es una bigotona y me enja­
bonó la boca y sabe a rayos y las niñas se burlaban
y entonces yo le di una mordida que casi le arranco
los dedos a la monja y le dije bien fuerte: coño carajo
y chingatumadre y le escupí todo el jabón en la blusa
blanca de cuellito que ha de estar llena de almidón y
le hablaron a mi mamá. Decía mi mamá por favor y
esto no es vida y ¿qué hace ella con cinco hijos y a
medio año de clases? y con los libros comprados y tanto
gasto y los uniformes, pero las peludas me odian por­
que soy una lépera y una rebelde y voy a podrir a las
demás y me botaron de la escuela. De las clases extra­
ñaba nada más las estrellitas que te ponen en la frente
y como Pepo se puso contento porque el año que en­
tra voy a la escuela pública me regaló un paquete com­
pleto de estrellitas doradas. Lo guardó en el cajón de
bolear y en las mañanas, menos los sábados y los do­

69
mingos, me pega una con saliva en la frente y me dice
que yo soy la más bonita y la más aplicada.
Mi mamá no me ve bonita porque tengo malos mo­
dos y la nariz para abajo, pero Pepo sí. Ha visto mi­
llones de mujeres y él sabe que desde niñas ya se nota,
por ejemplo, yo tengo los ojos como tapatíos y la cin­
tura chiquita. No me voy a hacer una vanidosa por­
que hay que tener un oficio dice Pepo, que no vaya yo
a creer que uno se gana la vida dando pestañazos y voy
a estudiar para licenciada y me van a pasar aventuras
y cuando me vuelva famosísima como una actriz de
cine o una bailarina que la gente va a ver al teatro voy
a venir de vacaciones y voy a comprar el parque para
Pepo y un carro de helados para que coman los clien­
tes mientras les da la boleada y cuando la gente me re­
conozca van a venir a espiar si tengo los ojos hincha­
dos porque nos dejó mi papá y yo voy a ser feliz y tan
elegante que mi papá se va a arrepentir y como se arre­
piente lo perdono y esos chismosos se tragan la lengua
y yo soy esa bailarina famosa y las niñas de la escuela
son una gordas y me piden el autógrafo. Y Mauricio
baja en el parque con su helicóptero, pero ya el par­
que es de nosotros y me besa en el cuello y me dice
mi vida y mi amor y corazón como en las novelas de
la tele y les da una envidia a las monjas y a las niñas
de la escuela casadas con unos igual de gordos que ellas.
Mauricio es el más guapo de los hombres y tiene los
ojos claritos, se me hace que azules, es que les cambia
el color porque es de Francia y vino a buscarme por­
que adivinó que yo estaba triste y enamorada de él y
me lo imaginaba cuando leía los cuentos de Susy. En
Susy las muchachas se enamoran y lloran y son felices
al final. Mauricio y yo somos felices todo el tiempo
y a él le han pasado una de aventuras y me las cuenta
y no es presumido pero es un héroe de su país y tiene
guardadas las medallas y no las usa porque la gente
se confunde y le dice General, pero él es de la legión

70
extranjera, no es un General, esos son viejos y él tiene
como veinte años o a la mejor treinta, pero ya le sale
la barba y la barba me pica cuando me besa. Me va
a llevar en un barco a hacer viajes a las islas y me subo
al tejado con el mapa. El conoce Japón que queda le-
jísimos y conoce Inglaterra y Brasil, conoce toditito el
mundo que es muy grande y se puede pasear en barco
porque hay mares por dondequiera y no tenemos mie­
do, el sabe nadar y se hunde el barco y me salva, me
lleva abrazada bien fuerte y yo miro los peces y una
vez vi, o se me hace que vi, un caballito de mar y él
lo pesca con una mano y me lo regala y nos lo lleva­
mos a la isla y allí Mauricio le hace un mar nada más
para que nade el caballito y le traemos una novia y hay
dos caballitos y dos nosotros y dos pájaros y dos co­
codrilos y dos elefantes y dos ranas como en el Arca
de Noé.
Mi mamá quiere celebrar mi cumpleaños para que
empiece a hacerme grande, yo pero ni de loca. Ponen
velitas en el pastel y pides un deseo, segurito no se cum­
ple y cuando soplas eres mayor y cada año mayor y
los invitados aplauden para que no llores porque te ha­
ces una vieja y si las niñas sufren pues las viejas ni se
diga. Si apagas las velitas del pastel creces y luego has­
ta te tienes que casar y tener hijos para jalarles las ore­
jas y darles de cachetadas y el marido te bota o te pone
el cuerno o te saca el mole o todo junto y te haces una
ballena y una habladora y qo puedes andar en la calle
hasta tarde y luego que a la mejor y me violan y me
vuelvo putísima y ya nadie me va a querer.
Tengo como diez años. Ya hace tiempo la verdad,
pero no voy a tener más aunque la gente que conozco
se jale de los pelos. Se los jalan por mi culpa mis tías,
las vecinas y mi mamá casi se los arranca. Pero como
dice Pepo, la vida de bolero es hacer lo que a uno le
de la gana y si pasan los meses ni se nota. Bueno, un
poco en que me aprietan los vestidos y los zapatos pero

71
ni que fuera importante y un día ya no crezco y los
demás no van a ver ningún cambio. Los hombres se
enamoran de las mujeres que tienen pechos como las
grandes, pero Mauricio no es un interesado y cuando
tengamos hijos me voy a inyectar y me van a crecer
y para esas fechas vamos a estar en otro país donde
no pasan desgracias.
Mi mamá dice que me estoy volviendo idiota y a
veces me pongo medio triste. Es un insulto muy feo,
como si uno no sirviera para nada, pero si yo fuera
una porquería para tirar a la basura Mauricio no esta­
ría enamorado, ni Pepo sería mi mejor amigo. Ellos
no andan haciéndose amigos de cualquiera, hay que
ser como quien dice especial. A mí se me ocurren his­
torias y hago reír y luego está también lo de los ojos
tapados, que como quiera cuenta aunque uno no pre­
suma porque hay que hacerse un oficio en la vida. A
Paco los niños le gritan idiota cuando pasa por la ca­
lle y hasta las mamás —mira allí va ese idiota de
Paco—, él no los odia porque es muy bueno, sobre todo
conmigo. Si fuéramos los dos idiotas pues seríamos mas
parecidos, como los hermanos, pero no es verdad, Paco
camina como dobladito y babea, ni siquiera puede me­
cerse en un sillón y yo alcanzo unas velocidades, me
empujo con los pies y luego los levanto y no me pongo
a babear, ni cuando duermo. A mí me entra un coraje
de que le echen en cara su problema que ha de ser de
la columna y el otro de tener muy grande, como hin­
chada la lengua. Anda apoyándose en las paredes. Yo
sé correr. Hacemos un equipo y tengo el encargo de
encumbrar los papagayos. Es un trabajal aunque no
lo crean. Hay que saber cortar y embarrar el resistol
y alzar una hojita para ver de dónde sopla el viento y
el hilo que no sea corto, pero que no vaya a ser muy
largo porque se te enredan los pies y ya que lo levanta
el viento te pones a correr como una loca por el par­
que sin dar muchas vueltas. Paco aplaude como pue­

72
de sentado sobre una banca. Al papagayo más bonito
le puse su nombre y sucedió la desgracia. Se quedó ato­
rado de un poste de la luz, que ni sirven para nada por­
que la luz se va a cada rato yjos ponen en el parque
para molestar a los niños y que se atoren los papaga­
yos y se mueran los pajaritos, esos negros que los ma­
tan por feos. Estaba lindo el papagayo, todo azul y
parecía como una nube, un cachito de nube que no su­
bió sino vino para abajo con su hilo colgando a ver
si la rescataba un niño. No se pudo y Paco, el de ver­
dad, se tiró al llanto y no entendió explicaciones y quizá
no le debí poner su nombre porque debe haber pensa­
do que lo dejé a él, como una desconsiderada, colgan­
do del alambre de la luz tengo una muñeca grandota
de cartón que mueve los labios, se llama Loulita y es
adoptada. Adoptada quiere decir que no nació ni de
una mamá ni de un papá, sino de dos desconocidos
que la vieron horrible y la regalaron. Le hago los mis­
mos vestidos de cartulina de colores que a las demás
muñecas y la consiento mucho para que no se sienta
mal y le vaya a dar un complejo. A la gente no le gus­
tan ni los adoptados ni los negros. Les entra vómito de
los diferentes a ellos, dice Pepo, y por eso las mujeres
se hacen vestidos igualitos copiados de los figurines y
pagan los dinerales en el salón de belleza de las her­
manas Pinzón para peinarse unos chongos. Todas de
chongo y luego van al cine y no dejan ver a los de atrás
y traen el pelo guácala de tieso y lleno de spray y salen
del salón con esos pelos y se creen más bonitas que las
otras que se quedan allí con los tubos estirados en la
cabeza. En ese salón puras víboras bien envidiosas y
como meten la cabeza en el mismo secador pues se les
contagian las malas ideas y los rencores, y cómo van
a poder pensar bien si está hirviendo el aparato ese y
van cada semana, y con los años se les hace caliente
la cabeza y se ponen el mismo chongo y piensan las
mismas mierdas. Al único de color diferente, pero de

73
veras diferente que conozco, es al negro Pepo que sa­
lió de la isla de Cuba y vive aquí del trabajo de bolea­
das. Un día oí como testigo que un señor Don Balta­
sar, que tiene una tienda de juguetes y confetti le dijo
que él no se boleaba con un sucio negro y yo puedo
jurar, porque a Pepo lo conozco de toda la vida, que
si tiene las manos manchadas es nada más por dar
grasa.
Pepo no es un busca pleitos y no se mete a destri­
par un viejo. Se quedó como el que ve llover y cuando
Don Baltasar se largó con sus zapatos embarrados me
cantó la canción del Viejo San Juan, después La bar­
ca de oro y entre candilejas que la quiso y allí se pone
triste, pero bien triste y es que Pepo se divorció por­
que su mujer era una ambiciosa y este es un defecto
de esas mujeres que no tienen qué hacer y se creen las
muy bonitas y lo dejó plantado por un compadre su
mujer, un compadre que había hecho su casa de mate­
rial y ya iba a abrir una carpintería y como a esas mu­
jeres les brillan los ojos cuando brillan los centavos le
dio un portazo en la nariz y le dijo fracasado. Que ven­
ga a ver a Pepo esa bruja, el rey del parque y todos
quieren sacar brillo como él y deja los zapatos nueve-
citos y se sabe la bola de canciones y les da grasa a los
paleteros y nos regalan las paletas, y una vez se partió
la madre este Pepo porque un fulano quiso burlar a
Paco y lo tiro al suelo y que el que joda a Paco se las
ve conmigo y a ver quién va a joder a Paco y yo acom­
pañé a Pepo a su casa y hasta le dije que me dejara
cargar el cajón de las boleadas y me sentía bien orgu-
llosa. Cantamos Que te ha dado esa mujer y me contó
que el nuevo marido de su esposa le había puesto una
paliza rete fea por andar de piruja y le tiró varios dien­
tes, y yo pues ni pío para no enojarlo pero canté la de
Rosita Alvirez, para mis adentros.
Pepo era honrado, pero cuando le conté las ganas
que traía de tener a Loulita y lo cara que costaba y lo

74
alto que la guardaban en el aparador, pues me dijo que
se me iban a adelantar los reyes magos. Y se me ade­
lantaron. El nombre se lo puso el mismo porque se
acordó de una gringa muy bonita que llegó de bailari­
na de chou a un cabaret de su ciudad y la gringa se
puso de nombre Lola y se murió de una enfermedad
del vicio y el nombre nunca lo supo pronunciar. Lou-
lita llegó a mi casa y yo dije la verdad: me la regaló
Pepo y mi mamá se estaba pintando las uñas y ni me
peló y nada más me dijo que ando dando lástimas y
ya no estoy en edad y me voy a hacer marimacho con
el negro ese.
Loulita es adoptada y tiene rizos como Shirley Tem­
ple, que fue ídolo de mi mamá. Yo no tengo ídolos y
aunqué juego debajo de la estatua de don Benito Juá­
rez no me importa ni lo más mínimo.
En la noche no podemos salir ni subir al tejado.
Loulita y yo nos sentamos en el sofá junto al balcón
para mirar pasar a la gente mayor que tiene la gran
suerte y sale hasta tarde. Nos quedamos bien a desho­
ras y oímos los grillos y los carros en la avenida. Una
vez espiamos a Mariza que se daba de besos con el no­
vio. Por eso que andaba de fácil le gritoneó mi mamá
y ya no lo deja venir porque no se quiere casar con ella
ese muchacho. Dice Mariza que a la mejor sí se casa­
ban y él le trajo serenata y mi mamá gritando que quién
sabe a cuántas les lleva serenata y hasta la misma no­
che, y los hombres nada más a ver qué sacan y se ve
que Mariza es una ofrecida como la hermana de mi
papá que ya ni la cuenta de los malos pasos que ha dado
y ya hasta ha de haber perdido la virginidad. Mi her­
mana dice que la virginidad la tiene igualita y mi mamá
no le cree nada porque los hombres te la quitan y ni
cuenta te das y la va a llevar a un doctor que es espe­
cialista para un examen y que le rece Mariza a la Gu-
dalupana porque si le falta algo la tira a la calle. Po-
brecita Mariza, siempre está llorando y no se va a casar

75
y va a ser secretaria que es bien aburrido y ese tipo le
va a contar a todos que le dio de besos y nadie la va
a pelar, y si se entera su jefe pues cuando le dicte una
carta de taquigrafía la va a querer violar.
Mi mamá lo vio en una película cuando era joven
y luego en otra ya grande y de casada. Un señor lleva­
ba a su hija y a la vecina a la escuela y que la hija se
enferma y lleva nada más a la vecina y que le pega y
la viola y la amenaza que si hablas te mato y no dijo
nada esa niña ni al final de la película y en otra una
que era modelo y un fulano viola dos veces a su her­
mana y que lo mata, horrible que lo mata pero esos
nosotras no lo vamos a hacer porque te mandan a la
cárcel y te pudres. Mi mamá nos contó las películas,
a ella le dieron miedo y entonces nos platicó bien todo
para que no confiáramos y nosotras ya nos imaginá­
bamos como era el acto del sexo y se hace por el mis­
mo lugar.
Luego mi mamá tuvo un novio que era un de lo
peor y le decía amenazas y que se fugaran, pero ella
no porque mi abuelo lo iba a matar y ella perdía la re­
putación y todo y la perseguía en la calle ese novio y
casi se mete de monja pero se encontró a mi papá y
mejor se hubiera ido al convento, si casados por las
leyes y en la iglesia la dejó con cinco hijos y le aguantó
ella sus cochinadas, en la noche se te vienen encima
y hacen ruidos como enfermos y yo no le contesto a
mi mamá pero hay mujeres ambiciosas como la de
Pepo, que lo notó y él no está enfermo ni hace ruido
y Mauricio no es una mierda como todos que dice mi
mamá y si hacía ruidos pues para qué te casas y si no
te casas pues te violan o te haces quedada, pues mejor
te tiras por la ventana como grita mi mamá cuando
se enoja y te destripas en la banqueta de las Pinzón.
Yo no me voy a tirar ni nada. Me hago bolero como
el negro Pepo y me visto de chamaco y tengo diez años
y cuando venga Mauricio en un barco grande de la le­

76
gión extranjera es el único que me va a reconocer y me
va a limpiar la cara y me trae un vestido y nos casa­
mos y vamos a ese país que se llama Austria y oímos
una música que es de violines como la que le gustaba
a mi abuelita Virginia que se murió de un coágulo. No
volvió a asomar la cabeza por la puerta de su cuarto
en el patio. Como un gato que tuvimos, como un pe­
rro que atropellaron a mitad de la calle. Como el ne­
gro Pepo. Se murió y la enterramos y fui la única que
no lloré ni dije que era muy buena. Yo conocía sus se­
cretos y estábamos en complicidad. Mi abuelita tenía
poderes, hablaba con las brujas en las noches de luna
llena. Mi mamá y mis hermanas se iban a reír si lo es­
cuchaban. Yo en el entierro no lloré ni nunca me reí
de las historias de mi abuelita Virginia. Las brujas bo­
rran los malos sueños de las niñas y les conceden de­
seos. Cuando mi papá se fue a mi abuelita Virginia se
le había declarado el coágulo y yo tenía un deseo para
pedir, pero las brujas no vinieron. Me porté buena y
dejé abierta la ventana y si venían iba a pedir que mi
papá se acordara de nosotros y volviera.
Mi papá se largó, como dice mi mamá, un domin­
go por la noche cuando estaba bien oscuro. Me des­
pertaron sus gritos y él, que ya estaba hasta la madre
y que se iba. A la mejor yo tenía la culpa porque ha­
bía sido respondona y grosera, entonces no sabíamos
que le había calentado la cabeza esa piruja y bajé las
escaleras corriendo para darle un beso y que dejaran
de gritar y se quedara. Se largó. Como yo estaba en­
frente mi mamá le dice que por lo menos cargue con­
mingo, que nos vayamos a la calle los dos de donde
veníamos. Yo no vengo de la calle, nada más me gusta
mucho, vengo del hospital como los demás y mi papá
que él no puede conmigo. Como que le estorbaba yo
a mi mamá ¿no?, como si fuera hija de unos descono­
cidos que me vieron horrible y me regalaron.
Mauricio pues se tarda en venir a buscarme y Pepo

77
me avisó, ahora sí se lo estaba llevando la chingada.
Se murió a la mejor de que su mujer fue una ambicio­
sa que lo abandonó por el compadre ese de la carpin­
tería. No tiene ni caso hablar. Dice Don Baltasar que
lo aventaron a una fosa que es común, hay un cerro
de cadáveres arriba del pobre negro Pepo y a él no le
gustaba sentirse amontonado. Lo malo es que ya no
va regresar a dejar los zapatos lustrosos y a silbar la
canción del viejo San Juan.
Loulita es adoptada y nadie la cuida más que yo
y no se le hace complejo. Mi papá es marino y anda
de viaje todo el tiempo y por eso no lo vemos, anda
de viaje en la china comunista mi papá y no dejan re­
zarle a dios ni escribir cartas. Yo invento cartas bien
largas y se las leo a Loulita porque está chica y le cues­
ta entender. Cuando fue mi último cumpleaños mi papá
encendió once velitas en el pastel de chocolate. Pepo
se embarró la cara y eran del mismo color. —Huye
negro— dijo mi papá —eres el adorno del pastel—. Y
nos reíamos como unos locos y mis hermanas canta­
ban porque mi abuelita estaba de lo más sana y todos
juntos y ni modo de que con un papá los viejos casa­
dos nos violaran. Yo me aburro en las fiestas de cum­
pleaños, no quiero pasteles para hacerme gorda y veli­
tas para hacerme vieja. Encumbro papagayos con Paco
y en el parque el negro Pepo me canta Muñequita de
Squire. Ya le dije, si enciendo once velitas, negro Pepo
te mueres de una gravedad y te botan a la fosa que es
común. Mauricio viene al parque y le enseño a Pepo
y se hacen amiguísimos y nos vamos a casar y llega mi
papá a la boda y también la piruja pero yo no me eno­
jo y mi mamá hasta la saluda y comadre y todo y mi
papá y Pepo y Mauricio y yo, y si nos cae bien la piru­
ja nos vamos a viajar y yo le digo a mi mamá mira
que Mauricio es mi marido y ni voy a la escuela ni me
hago secretaria y le regalo una bola de billetes a mi
mamá y compra el salón de belleza de las hermanas

78
Pinzón y se vuelve millonada y mi hermano es un bo­
xeador más famoso que Mantequilla Nápoles y que el
Ratón Macías y mis hermanas se casan con unos prín­
cipes de otros países y se vienen todos a vivir con mi
mamá, y Pepo dueño del parque, tiramos la estatua
de Don Benito y ponemos la del negro, bien elegante
y con su cajón de boleadas y Mauricio me dice a ti na­
die te viola y hacemos el acto del sexo como cien veces
y como estamos casados pues no pierdo la virginidad
y está contento porque yo no me hago gorda ni me pon­
go tubos en la cabeza y se enamora más cuando ve que
para nada que me pongo un chongo ni pienso pura
mierda y como soy valiente como un buen bolero me
regala un anillo de la piedra la más exótica y me lleva
en un caballo que vuela a vivir con él a la legión ex­
tranjera.

79
MARIETTA NO SEAS COQUETA

Angustiada la vecinita pasea en el patio su cuerpo en­


cinta. Apenas brotaban los pechos y menstruó. Ape­
nas se supo abierta para los días de sangre que ya se
supo abierta para los días de duelo.
Su amor, el otro, el que le dijo mira (en algún
hotel de paso cómplice y sórdido). Mira que estos son
tus senos. Aquél, el caballero, el salvador, juega billar
escondido en un bar sin dirección, camina parques y
calles sin cabinas telefónicas.
Se sienta en un banco la vecinita y espera la llega­
da de un poema. ¿La princesa está triste, qué tendrá
la princesa?, y quiere pensar que en el país entero una
gran huelga de correos impide el encuentro de miles
de parejas. Por voluntad espera una carta la niña y un
hijo por accidente y se aferra a los dos (la carta y el
hijo) con sus manos asustadas.
¿Se verán?, ¿en qué esquina?, ¿se esconderán?, ¿en
qué hotel? A todos nos ha deshonrado la vecinita con
su paso en falso y tememos su mal ejemplo sobre las
muchachas del barrio. Es seguro que ha perdido la ino­
cencia y el mundo color de rosa de los casi quince años.
No sabemos más dónde ubicarla con su almita perver­
sa —señora niña, esposa sin marido— y su desgracia
producto de instintos tan bajos.
Llevamos su nombre a las reuniones de damas vo­
luntarias y a las juntas de padres de familia. Nos dete­
nemos para contar su infortunio en la esquina de la
cuadra y tiemblan las madres de pensar una adolescen­
cia manchada.
No va más a la escuela ni a la iglesia y sus amigas
sorprendidas no tienen la fuerza de contestar el teléfo­
no y escuchar una historia tan impropia de su edad.

81
Carece de sitio la vecinita y a sus conocidos, sorpren­
didos como estamos nos estorba. Se estorba a sí mis­
ma, aun cuando está sola, acechando una noticia que
no llega. Los suspiros escapan de su boca de fresa y
callando obsecadamente el nombre como sucede siem­
pre en las novelas rosas.
El otro, en un espacio sin dirección, habrá vestido
el olvido. No encuentra el timbre exacto para decir “ no
te quiero” . Ese novio, comentan; hace bien en perder­
se. El padre de la vecinita, lleno de odio, hubiera pro­
vocado una tragedia con sus justos motivos, y es que
al menos, por diez generaciones, la niña ha enlodado
el apellido.
Su paso en falso opaca la memoria refulgente de
una intachable línea de ancestros y no habrá en el fu­
turo quién, al hablar de ellos, descuide el recuerdo; fue
en esa casa donde creció y con esa sangre, la libertina
que sin bendecirle desnudó su cuerpo. Ambiente fa­
miliar de lo más digno. Será culpa del cine, las no­
velas, las malas compañías, la nefasta influencia de
países extranjeros.
El padre de la niña le abofeteó el rostro y le perdo­
nó la vida generoso, entregándole una lista de accio­
nes prohibidas. Nadie en la casa le dirige la palabra.
No se le permite salir a la calle y ninguna distracción
es conveniente para una niña enferma de estar emba­
razada. Algunos en la cuadra juzgan la blandura del
padre y con miradas insistentes exigen medidas más
drásticas. Que la haga rodar las escaleras. Que le en-
tierre un puñal donde él deseo. Que la eche a la calle
y a vivir como merecen las mujeres malas.
No paramos de opinar al respecto —realmente esta
vez nos hicieron demasiado— y desarrollando el tema
concluimos que ya desde pequeña tenía el casco ligero
la vecina. En aquella fiesta por ejemplo, dicen que al
bailar un muchacho se le estaba pegando. Lanzaba mi­
radas coquetas a la salida de la escuela y se sentaba

82
en exceso en la ventana a perder las tardes sin pretexto
y sin bordado a la mano. Dicen las hermanas que una
vez la encontraron leyendo el diario de Ana Frank y
que apretaba en la misa los labios durante el ave María.
Somos religiosos y nos angustia que haya comul­
gado cuando ya estaba encinta. Desconocemos las
cuentas exactas. El sacerdote sospecha (aunque falta
ver con detalle el tamaño del vientre) que ha llegado
al reclinatorio a contarle mentiras —se ha burlado de
todos sin piedad la vecinita— y tememos salga un
monstruo del parto de esa niña. Como no dice el nom­
bre en la cuadra dudamos que haya sólo un padre
en inicio de esa concepción ilegal. En la inmoralidad
caben los horrores más grandes.
La vecinita llora junto a un caballo de madera en
un rincón del patio —nacerá deformado de dolor y de
silencio y a medida que se le infla el vientre se le desa­
parecen los brazos. Te lo advertimos, Marietta, y es
justo que sufras la suerte feroz de las coquetas.
El novio juraba que los girasoles crecían en el fon­
do de un abrazo y que amarla era el secreto que per­
mite galopar a los caballos de madera. Habrá cambia­
do de opinión porque aún en estos tiempos estar
embarazada en el amor es un exceso.
Pero al menos, el padre generoso ha perdonado la
mancha. Del fondo del vicio Marietta estás salvada.
Nosotros los vecinos, sinceramente preocupados, pla­
neamos disminuir nuestro disgusto con los años. Ha­
blaremos menos de cómo en el portón de esa casa se
instaló el deshonor y le haremos conversación desci­
frando al padre posible en el rostro del niño en sus
brazos.
Marietta. La que no juega ya con nuestras hijas,
ni va a los bailes o a la escuela, no esperes más, que
hay poemas que en la vida entera no llegan/ que ha
perdido la risa/ que ha perdido el color/. El novio te
ha olvidado pobre niña y sueñas con ir a sus brazos

83
en un caballo de madera. Yo te miro de mi patio a tu
patio y me alivia tu dolor —señora chiquita, esposa
sin marido— fuiste coqueta y estás sola, ya ves, los que
sabemos todo te lo habíamos advertido.

84
BALÚ

Se fueron quedando solos, es decir, evidentemente so­


los. Sin más rostros en la casa donde desviar la aten­
ción, la mirada, tantas veces la rabia. Se esfumaron
los ruidos de unos niños mirados de reojo. Ya eran dos,
desde entonces aún entre aquellas presencias. Desapa­
reció la mujer inadecuada. Estuvieron conscientes de
haberlos echado, orillándolos a escapar con sus mira­
das inciertas, con el círculo que formaban los dos, la
mano en la mano. Se quedaron solos sin remordimien­
tos. Felices y no. Asustados. Se habrán mudado un
buen día. Desaparecieron y ellos; que durante años es­
cogieron rincones, agujeros, escondites. Rincones en
las palabras y los gestos, escondites en las habitacio­
nes, agujeros secretos, se hallaron de pronto dueños
con la pasión desparramada por la casa. Se miran. La
sala está desierta. Se llevaron los sillones, las mesas,
los tapetes inútiles, para encontrarse, para huirse los
espacios desnudos les bastan y una colección de can­
delabros; los del anticuario, los nuevos, los. robados
en una iglesia de puertas confiadas. Ella juega sobre
las velas del candelabro de tres brazos que viene de un
altar, en ese altar iluminaba rostros perfectos, rosados,
de vírgenes con niños durmiendo en el regazo. Actúa,
es la escena de un hombre, de un hombre inclinado ha­
cia una cuna. Ríe, juega, arrulla. No importa, es amor
por primera vez, está feliz junto a la müjer inadecua­
da, acaricia despacito el ombligo del bebé, el diminu­
to punto en el centro de su feudo. La niña lo observa
así como ahora la sombra gigantesca allí en el techo.
Lo mira por días y meses. Es más que un rostro que
se inclina, es más que una sonrisa. Ese rostro es la cer­
teza, ese gesto es la sombra oscura y protectora que

85
comienza a trazar alrededor de la hija el círculo de tiza
de una pasión extraña. Totalitaria, sería la palabra jus­
ta. Dibuja un ave en el cielo raso, una gaviota, un co­
nejo. El hombre aquél enseñó a leer a la hija y en una
hojita de cuaderno una tarde junto al mar le escribió
con tinta roja: Tú eres mía.
Nadie puede juzgar al hombre que se convirtió en
sombra enorme, amaba los peces, los gatos, soñaba con
correr a un sitio en donde se supiera libre. Se odiaba
tanto y por ello se hizo sombra sobre el cuerpo de la
hija. El espejito tiene brazos y crece y aprende a lla­
mar por su nombre a los peces y a los gatos y sueña
también con descubrir el sitio en que los otros son li­
bres. Una noche como ahora esa hija descubre la ver­
dad casualmente, se inventa una sombra monolito arri­
ba, justo arriba de su cabeza cuando atraviesa por
accidente el camino de las velas. Es la sombra del pa­
dre, la sombra Balú, Balú es un oso, Balú es un oso
que canta, el padre es un oso, el padre es un oso que
canta.
Se miran desde esquinas opuestas de la sala en pe­
numbra; apenas ayer se hubieran deslizado palabras
por entre el laberinto de candelabros labrados. Hoy es­
tán solos, o sea acompañados de la partida de los otros.
Balú se levanta y abre los labios levemente acercándo­
se las manos con el gesto de un mago que comienza
a extraer hilos de colores de la boca. Se está sacando
las palabras, las va acomodando en el aire, haciendo
frases largas y después de un manotazo las tira por tie­
rra. Sus dedos violentos frotan las sienes. Se está bo­
rrando el idioma Balú, ese, el que se elabora con la len­
gua, con los labios, con los dientes. Toma un papel
y lo incendia, una hoja escrita hasta los bordes se con­
sume y ella tiene miedo, miedo del punto que Balú con
la cera de una vela dibuja junto a las cenizas del pa­
pel. Luego la inmovilidad, el silencio que se hace aún
en el cuerpo. Apagaron las velas y durante minutos in­

86
terminables escucharon los lamentos que dejan al mo­
rirse las palabras. Más solos, más solos que nunca. Está
oscuro, como al principio y tienen la falsa impresión
de hallarse sentados sobre el suelo, de tener manos y
pies, viven la ficción de que arriba y abajo existen y
ellos saben sin problemas dónde ubicarlos. Es falso.
En la oscuridad flotan, sin peso, sin forma, sin lími­
tes. La oscuridad se les mete en la piel y los expande
como un globo inmenso todo negro. Son los dos, y ex­
traviados en aquel océano sin luz, son el mismo. Ella
enciende un cerillo. Se le queman los dedos mirando
en la llamita la cara de Balú. El la mira en el fondo
de la sala con las manos juntas como los monjes Bu­
distas. Aún puede hablarse si iluminan la estancia. Ol­
vidarán las letras de canciones, de los poemas, serán
imágenes las canciones, movimientos los poemas. Ella
se rebela e intenta rescatar una época. La época de ha­
blar, de escucharse, de vivir en voz alta. Arroja al sue­
lo el jarrón preferido de Balú y cae a lado de sus pie«
haciéndose pedazos. Le arroja el reclamo a los pies. Él
no es culpable, sólo trata de inventar un mundo don­
de nadie lo sea, piensa que apagando la luz pueden des­
truir los códigos, olvidar que los movimientos han te­
nido durante años su equivalente en palabras y que las
palabras arrastran consigo, como los candelabros ro­
bados, el deseo de iluminar rostros plácidos.
La ijnposibilidad. Es imposible amar la vida, 1» que
suele entenderse por la vida. Es imposible salir a la ca­
lle, ir al cine, comprar despreocupadamente una bolsa
de papas fritas, comérsela, andar espiando cuánto ocu­
rre más alia de los zaguanes. Un acto, una suma de
actos quizá imperceptibles vinieron a arrebatarle el de­
recho a la cotidianidad. Ella tiembla porque su vida
se repite, porque hay de Balú en los brazos de un mu­
chacho y algo del muchacho en el pecho fuerte de Balú.
Todos los hombres son un solo hombre, todas las mu­
jeres son una mujer que tiene miedo, que vive en cír­

87
culos, que se niega a crecer porque crecer significa atra­
vesar el espacio entre la puerta de la casa y el exterior.
El exterior amenazante, ejército enemigo que no se atre­
ve a sitiar su fortaleza. En el silencio de adentro tam­
bién se vive, se ama la vida de una forma que no al­
canza, no roza la esperanza. Nadie espera a mañana.
Cuando amanezca sabrá que hay otra jornada por de­
lante, que termine con la llegada de la luna y se cie­
rran los ojos y se muere en el sueño, como el sol, como
el sol asesinado en la leyenda entre la sangre del cre­
púsculo. Cada noche, dicen, la luna asesina al sol y
ella duerme y ese sol enorme, ese astro poderoso que
es Balú desaparece ahogado por imágenes inéditas. Sue­
ña con la mujer inadecuada. Sueña con los cabellos ro­
jizos de esa mujer enredados en su cuello; sueña con
una daga en las manos de la madre, un fusil, con un
cuchillo que la ataca mientras ella espera. Cómplices
de su muerte. Siente simpatía por la mano que le arre­
bata la vida. Es justo. La mujer inadecuada la asesina
con odio, a veces, casi con ternura. En los sueños de
ternura pareciera que la madre la castiga contra su vo­
luntad, como si ella misma se sintiera partícipe del acto
fatal que amerita el castigo. ¿Y si realmente no corrie­
ron a la madre? ¿Y si ella se retiró para dejarlos so­
los? consciente y vengativa. ¿Y si ella supo que los lan­
zaba al abismo?. Es una coartada la inocencia de la
madre y la muchacha se mira las manos, el fondo de
las manos. En una vieja tira de dibujos para niños una
mujer tiene un poder singular: puede caminar kilóme­
tros transportando agua en la cuenca de las manos sin
derramarla.
La madre durante siglos llevó un remoto deseo ocul­
to como un líquido en el recipiente rosado que forman
al juntarse las manos. Lo llevó desde su infancia, qui­
zá desde su propio amor al padre, lo cuidó para que
creciera y de ese deseo escondido se le impregnó la piel
y con esas manos, justo con ellas, lavó a la niña, la

88
acarició, la paseó por su cuarto. Habrá tenido la ma­
dre su propio monolito, lo habrá observado por sobre
su cabeza cuando Balú le hablaba de la posibilidad de
un hijo.
Coartada cruel la ignorancia de la madre. Desear
a un hombre, buscarlo. . . Buscarlo, hacer el amor
como las parejas, mecer una cuna como las madres,
reproducirse con exactitud, reproducir el deseo, huir,
esperando que se concretice eso, su deseo y entonces
dos seres que no son ella, que desconocen el monolito
de la madre, terminarán por destruirse entre el espa­
cio de una gruta sin palabras.
La casa es principalmente un pasillo con pisos de
madera y en los muros, y a mitad del camino comien­
zan a crecer los pájaros, a reproducirse las plantas. Pin­
tan cartas que nunca envían. Arrancaron el teléfono
y el aparato cuelga en la puerta del jardín como un ene­
migo ahorcado. Ellos viven disciplinadamente: horas
para bailar, para entenderse, horas para escuchar la
música, dibujar, armar y hacer saltar rompecabezas.
Sobre todo horas eternas para organizar rompecabe­
zas. El sótano está lleno de piezas. Se sienten tranqui­
los. Balú pegó su jarrón preferido sin más, como si ac­
cidentalmente lo hubiera tropezado un gato. Después
Balú habría de regresarle el gesto, cuando Camilo, en
el momento en que ella descubrió el placer de acari­
ciar una cabeza de rizos largos. Cuando descubrió el
placer.
Camilo tiene el cabello lindo y un aire de poeta de
moda en otros tiempos. Irrumpió porque habla poco
y sabe acariciarla mucho, porque a veces toda una tar­
de, con los ojos acuosos, toca la flauta para extrañar
su país.
Ella hizo un marco, un enorme marco azul marino
y una María Luisa de lustrina roja y los colgó del te­
cho y era un marco tan grande que iba de esquina a
esquina de la cama. Ella llenó el cuarto de esencias y

89
cubrió la cama con cojines de colores. Se perfumó la
piel, cada poro de la piel como en la antigüedad, como
siempre se perfuman las mujeres que esperan. Perfu­
mada se recostó en la cama sobre los cojines. Tras el
marco inmenso se metió con el cuerpo desnudo de te­
las y vestido de saberse bello. Como en la antigüedad,
como siempre cuando las mujeres saben que son ama­
das y esperan. Se miraba en el espejo sobre el muro
opuesto, se miraba como a un cuadro, como las ma­
jas con las manos en el pubis, con las manos en el pe­
cho. Camilo entra, Camilo se sienta frente a ella y la
mira acariciarse. Camilo se desnuda porque ahora los
dos esperan y él atraviesa el marco por enmedio, don­
de se integra al cuadro, donde hacen el amor contra
el espejo, donde son La Pareja y la realidad es la pin­
tura de una pareja que se ama seguramente con la piel
perfumada, seguramente en una habitación que huele
a escencias.
Pero amanece y ella regresa a la casa donde su pa­
dre. La casa en la que vive encerrada con un hombre
que es su padre. Balú desayuna, ella entra con la ropa
de ayer y por la puerta de la calle, ella entra con la ac­
titud indecisa de quien trae consigo el olor de otros
muslos, de quien teme la evidencia del olor de esos mus­
los. La arrebata la culpa, la que otorga al perseguidor
su presencia omnisciente.
En la casa vieja el pecado existe con la misma fuerza
que en los conventos o en el atrio de la iglesia. El pe­
cado es atentar contra la caricia no otorgada del com­
pañero de aislamiento. La vivencia del encuentro que
prohíben las historias remotas de respeto a la sangre.
Como era martes Balú lavó los platos. Como era el pri­
mer martes que ella amanecía en otra cama, al enjua­
garlos quebró dos.
Eran los días de correr hacia los brazos de Camilo.
Aún en la acera de enfrente se percibe el sonido de la
flauta. Tendrá los ojos líquidos, pensará en su país.

90
Comienza la primavera y ella trae un vestido ligero,
como de insinuar el amor. No levanta los ojos pero
se sabe mirada, camina para él como sucede ya desde
hace meses y cuando calla, la música se detiene a mi­
tad de la avenida, porque no es real, porque resulta
del reflejo de las notas sobre la superficie de la calle
soleada. Hablan de vivir juntos, en algún sitio al que
se entre por la misma puerta tropezándose o no. Ha­
blan de la taza de café compartida en la mañana y del
amable regreso en una noche de larga pesadilla a los
brazos tranquilos del otro dormido que ignora.
Balú, con la furia en el rostro, en la sala de las lla­
mas. Ella tiene en su hombro la mano de Camilo, allí,
frente a Balú, porque esta vez está dicho que se que­
da. Dice fuerte: Vivirá con nosotros. El nosotros es un
tótem, lo sabe, vaya que lo sabe al que acaba de pren­
derle fuego. Balú arroja a sus pies el jarrón preferido
de la muchacha enamorada, se hace añicos junto a los
bordes inmóviles de sus zapatos. Camilo y ella reco­
gieron el jarrón y lo pegaron.
Cuando aún compartían el espacio con los desapa­
recidos la casa resultaba demasiado pequeña. Creía en
la actividad la mujer inadecuada, en la alegría supues­
ta de las voces muy fuertes. Chocaban entre sí los tras­
tos de cocina, los comentarios inútiles, los juegos te­
diosos de los niños. Balú, sordo, iba a sentarse frente
a la ventana que mira al jardín. Ella descubrió las ca­
tacumbas en el fondo de un armario. Se acomodaba
allí, semi-acostada, y el trajín lejano de la casa era un
accidente incapaz de perturbar las memorias. En ese
lugar se recuerda la vida. Sin existir para los otros su
cuerpo se convierte en una pantalla receptora de imá­
genes. Concentración, viene el pasado, pequeñas anéc­
dotas. Si desde afuera la llamaban por su nombre no
contestaba, en las catacumbas guardadoras de hechos
no pueden existir los nombres propios. Cuando Cami­
lo, la habitación del armario se transformó en recá­

91
mara. Después del amor ella bajaba al agujero oscuro
y fue allí donde se descubrió, donde adivinó que esta­
ba ante una película, un argumento que le sucedía.
Camilo lee, su lectura está sucediendo, tiene un
tiempo, un modo de ser, un sitio concreto. Ella lo mira
oculta, desactuante. No existe para él como no existe
dentro de la realidad de los personajes de una pelícu­
la. Espectadora, había llegado a tener en las salas de
los cines la sensación de no estar respirando. Espía des­
de la butaca imágenes de la vida, las acumula. Habla
con culpa y a fuerza, vocación contrariada del escu­
cha, de quien prefiere explorar el quehacer de los otros.
Será quizá un ser inútil agazapado en la oscuridad al
acecho del momento. La fotografía de un momento
que roba a los extraños cuando ignoran que son ob­
servados y se relajan, se olvidan, se abandonan a ellos
mismos.
Sería aquello el ocio, dejar transcurrir la vida, egoís­
tas y aislados. Convalescían. Estuvieron enfermos, los
tres, con síntomas distintos. Enfermos del exceso de
rostros y palabras, de cortesías mentirosas, de relacio­
nes fallidas. Como si la vida se hubiera reducido a una
interminable fiesta de inauguración en una galería. Uno
no ve más los cuadros, ni las caras, el espacio parece
llenarse de palabras, de las paredes cuelgan palabras,
se pasean entre las cabezas, escalan las piernas, tone­
ladas de frases cayendo sobre los ojos como unos len­
tes demasiado oscuros, es cierto que deja de lastimar
el sol y es cierto también que el paisaje se convierte en
un cuadro unicolor. Rebelarse fue repetir cada paso
ya previsto para el lado opuesto de la luna. Contesta­
tarios tan oprimidos como aquellos que viven de afir­
mar. Y por ello de golpe se descubrieron vacíos, in­
somnes. Quizá trabajaban un algo por recuperar la risa.
Un proyecto modesto, simplísimo. Ni siquiera las lá­
grimas tienen la autenticidad, la nitidez de la risa. Ni
siquiera las lágrimas son perseguidas y repudiadas como

92
sucede con el acto milagroso de arrugar los ojos y esti­
rar desvergonzadamente los labios. Reírse.
En un catálogo Camilo y ella eligieron el rompeca­
bezas de Excalibur. Después de un mes llegó de Fran­
cia y entró al sótano con sus timbres de país extranje­
ro. Antes de abrirlo ella soñó con viajar. Cuentan que
en ningún lugar del mundo cae la noche como en una
isla que se llama Santorini y que los enamorados se be­
san aún en invierno sobre los puentes de Londres. Ca­
milo dijo que esperarían por él los viajes, los besos en
Santorini y los atardeceres en Londres. Camilo dijo que
hay un viaje nada más, hacia el sur, hacia esa parte
donde se ensancha el continente. Frente a Excalibur
pensaba en el regreso. Abrieron el paquete. El piso de
madera vacío y la lluvia de piezas, cientos de piezas
sin sentido aparente desbordado de la caja trasatlánti­
ca. Inician por un pie, un girón de vestido, un par de
ojos; durante tres días trabajaron frenéticos durmien­
do, comiendo por turnos. Lancelot, el bello, surgía a
mitad con un pecho ausente que no acababa de apare­
cer entre tantos fragmentos del mismo azul tenue. Balú
descendió a mirar, al cuarto día. Estaban tan cerca,
los tres en la misma habitación. El padre, la gran som­
bra conoce de memoria la historia, junto a Merlín com­
batió ante los ojos maravillados de la niña los poderes
oscuros de la bruja Morgana. Tocó el padre las pie­
zas. Camilo se sumerge en un rincón y toca la flauta.
La mano de Balú en las piezas, los dedos de Camilo
en la flauta. Aparecen el buho y la espada, el pecho
similar al color del cielo, el pecho azul de Lancelot.
Ella tiene ganas de reírse porque el rompecabezas está
terminado y se ha callado la flauta. Balú acaricia la
espalda de Camilo, Camilo se sonroja y le latirá fuer­
te, muy fuerte, el corazón dentro del pecho azul.
Ella dice mamá, despacito, quiere que le acaricien
el cabello, dice mamá y sabe que no habla con la mu­
jer inadecuada. No hay libertad posible. La vida ad­

93
quiere la libertad ficiticia de los rompecabezas. La in­
finita posibilidad de secuencias sólo infinita así, como
secuencias, siempre el hombro termina en la curva del
mismo brazo. Ella es una caja llena de piezas que de­
terminan un orden, no hay tantos destinos posibles.
Afirman los de afuera que la muchacha es bella.
Se mira en el espejo y lo constata con placer, con mo­
lestias. Constata que sus cabellos son abundantes y son
suyos, que sus ojos son tristes y son suyos, que sus la­
bios tienen, a veces, el gesto gracioso de la mujer ina­
decuada. En la casa en penumbra antes de Camilo ella
destruyó los espejos. Todos. Volvieron cuando el cuer­
po pudo moverse en una zona legal. Por años, hubie­
ra querido regalar sus brazos, cambiar su sonrisa por
cualquiera, la de la primera mujer que pasara en la ban­
queta. Antes de Camilo se inventó un cuerpo que no
era el que los otros cruzaban en la calle. Su cuerpo,
el elegido, tenía grasa en exceso y ella llevaba unos len­
tes que le ocultaban la cara y había granos y al acari­
ciar los pechos no eran redondos y no eran lindos y
no eran. Con ese cuerpo inventado jugó a desnudarse
sin vergüenza, en la habitación a solas, sintiéndose per­
seguida por la mirada insistente de unos ojos imagina­
rios. Siempre se supo observada, siempre una atención
indeseable arrebató su intimidad. Siempre tuvo que
acariciarse acompañada por presencias extrañas.
Los pájaros hacen el amor, los gatos, tal vez las
ballenas. ¿Harán el amor las ballenas?. Un descono­
cido baja la avenida con una bolsa de pan. ¿Hará el
amor antes, después del pan? ¿Tendrá una novia? le
coloca encima las manos, la acaricia, la transporta
como ahora con su bolsa de papel. ¿Quién será ese
hombre cuando ama?. Espía a las personas existiendo
como preámbulo a un acto sexual; la estudiante con
su libreta de dibujo que en unos minutos se soltará el
cabello en un hotelito de paso, la señora que hace el
super y planea esta noche dormir temprano a los ni-

94
ños, los muchachos que se besan como un par de lo­
cos cuando los otros se enteran de qué es el cine, que
hay una película en el cine y un argumento en la pe­
lícula.
Parecen vivos los desconocidos, están vivos y ac­
túan. Seres actuantes. No están acechando el encuen­
tro, un acto que redima el significado de la acción. Un
acto suicida, un acto de amor, un acto mágico. Un en­
cuentro sexual mágico, necesariamente perfecto por­
que hay una gran enfermedad y sólo puede salvarla la
armonía, la belleza de ese encuentro, de esa fuerza de
vida que contraponer a la fuerza primitiva, a la prohi­
bida, la primera.
Ella se asfixia, en la calle siente que se asfixia, quiere
hablar a solas en la sala de las llamas:
Quiero ser otra, amanecer otra, reconocerme otra.
Se imagina como una gordita con lentes y granos mi­
rando a un gato y hablando en voz alta. Es una estu­
diante de historia. Es una aprendiz de costura con las
manos hábiles y rojas y tiene granos en la cara. Tiene
granos en la cara y está pasando sus escritos a máqui­
na, tiene un novio que la lleva a pasear en bicicleta y
la quiere mucho porque es muy fea. Es una arqueólo-
ga y está excavando un túnel subterráneo, el túnel ter­
mina en una capilla, en el fondo hay un espejo, un ma­
nantial de agua como un espejo donde ella se mira y
verifica que es gorda, que bisquea, que no han dejado
de crecer los granos. Si continuara pensando en la ar-
quéologa bebería el agua del manantial para no refle­
jarse, la bebería toda y al agotarla hallaría un hoyo,
y ese hoyo no puede llenarse de tierra, incompleto, va­
cío. El hoyo puede ser un ombligo, una vagina, una
boca. La vagina de la mujer inadecuada. Nadie sabe
transportar el agua en la cuenca de las manos. El hoyo
está condenado a saberse vacío. Ella es una mariposa
azul prendida con un alfiler sobre la mesa de un pro­
fesor de dibujo. Es un canario encerrado en la jaula

95
de la bailarina fracasada que da clases de piano. Es
la pata del piano, la segunda tecla presionada por la
mano diligente de un alumno recién iniciado. Ella es
la pesadilla de ese alumno que en realidad detesta el
piano. Ella es una nana gordita y con granos que gol­
pea llena de rabia al alumno de la bailarina frustrada
que enseña el piano. Es Pedro el malo, Crudela, la ma­
drastra, la bruja, Lex Luthor. Ella lava un vestido blan­
co en el borde de una isla, Balú la secuestra en un bar­
co de vela sin perico y sin marinos. La secuestra porque
lavando bajo el sol era bonita. Ella prende fuego al
vestido blanco y mientras duermen se van a pique. Res­
tos de madera sobre el agua. Balú es Aquamán, ella
es una sirena, y por fin, en el fondo del mar, viven en
paz.
En la sala de las llamas jugaban a escenificar ho­
nestamente la vida. Honestamente. Tuvieron la inten­
ción de expresarlo todo, deshacer los sueños, tirar el
cordoncito de un olor, el recuerdo de un vestido, de
una taza, de un botón. La fuerza de las sesiones mági­
cas. Pero Camilo mintió porque no hablaba de aquél
viaje. Pero Balú y ella mintieron porque no hablaron
de la mano del hombre en el cuerpo de la niña. Es cier­
to, sin embargo, que se amaban, como es cierto que
un día la flauta estuvo especialmente triste y los ojos
de Camilo especialmente acuosos y él dijo en el desa­
yuno, ¿o fue en el patio? ¿o fué en el sótano? Dijo:
me voy. O quizá habrá dicho me voy cuando recorrían
la calle o lo habrá hecho escuchar cuando se besaban
con los labios apretados.
Camilo regresa y no hay traición. Regresa porque
tiene un país, la esperanza de vivir en su país. Cuando
tome el avión se habrán ido sus sonrisas y los roces ín­
timos de una larga costumbre. Al despedirse ella hu­
biera querido hacerle un poema. Amigos de sangre y
muerte, si tan sólo supiera cómo se sueñan los poemas.
Escribiría que hicieron un pacto voluntario, el de la

96
sangre mezclada en sus muñecas, que era de noche y
vinieron las caricias y ellos continuaron pensando que
el pacto era aquél del comienzo. Ella hablaría de esos
sitios donde sin herirse mana la sangre, de los dedos
pegajosos en la cara de Camilo, de su cuerpo suspen­
dido sobre él pintándole un camino de gotas rojas. Es­
taban sangrando los dos, ella porque es así, él porque
estuvieron seguros de matarse aquella noche. Adiós y
muerte. Si tan sólo la hubiera matado. Asesinarla y des­
pués hacerla revivir en la mañana con un beso, regre­
sarla al mundo y a la luz y a un padre que es Balú,
pero que es sólo un padre. La despedida de Camilo es
el encuentro con un viejo temor, un viejo silencio. Ella
le dice: adiós, mi amigo. Desde el umbral de la puerta
le dice adiós y se sorprende de la calidad brutal del do­
lor, de esa forma de locura incontrolable que puede
ser el dolor. No llora, habría tenido que llorar a gri­
tos, correr las calles gritando y arrancarse el vestido.
No llora porque para vivir ese dolor debiera saltar al
mar, perseguirse herida en el abismo.
Ya no se puede vivir en la casa con ese desorden
que han elegido para crecer las plantas. En las cata­
cumbas del armario una asfixia cruel arruina la niti­
dez de la pantalla. Algo habrá que asesinar. Balú padre-
sombra ha dejado de pasearse por miedo a tropezaría.
¿Escenificar? ¿qué? ni siquiera se consuelan en la sala
de las llamas. Una vez rompieron el círculo, una vez
ella corrió con los ojos cerrados el gran riesgo. Balú
la espera pacientemente. Ahora sabe que esperó todo
el tiempo la vuelta a la geometría original. Quiere leer
la carta de Camilo, un sobre sellado con timbres ex­
tranjeros. Dicen que en ningún lugar del mundo se su­
fre al atardecer como en una isla que se llama Santori­
ni, y que los enamorados se despiden aún en invierno
sobre los puentes de Londres. Dicen que hay monoli­
tos creciendo sobre cabezas asustadas en todos los paí­
ses y que el padre es el oso y el oso baila y el padre

97
es un oso que protege, que cura, que permanece. El
padre es el oso que ama. Ella está viva y para ser los
de antes algo habrá que asesinar. Se come la carta, in­
troduce los pedazos de papel en su boca y cuando Balú
entra en la sala ella está comiéndose la última carta.
Con cera de las velas coloca un punto enorme sobre
el piso de madera. Es por el dolor, porque la carta re­
posa en su estómago quizá envenenada, sobre todo es
por el dolor que esta vez se abrazan. Se necesitan y se
abrazan. En el pasillo, entre los rompecabezas, entre
los candelabros robados. Van a abrazarse mudos en­
tre las plantas que continúan creciendo desordenada­
mente y un día sin duda cubrirán la casa, un hogar sin
buzón. Y ella dice: Balú, nosotros, los que no quisi­
mos salvarnos. Y a nadie va a importarle porque ya
cercaron el techo y los muros en su pasión de expan­
dirse las plantas, a nadie va a importarle que como en
el inicio de la vida sea la sombra de su padre quien la
abraza.

98
CRECIÓ ENTRE LAS ALGAS
LA PUTA DE SUSANA

Vivíamos en el penúltimo pueblo del último pico de


la montaña, en el penúltimo pueblo de la última curva
del mar, en el penúltimo pueblo del último recodo de
la selva. Nadie se acordó nunca de nosotros, o simple­
mente nadie supo que existíamos. Quizá me equivoco
y en realidad nos desarrollábamos bajo el mar como
las algas pegados a las piedras, desesperanzados sin sa­
berlo, mezquinos, enfermos sin saberlo. Allí dentro sin
embargo era un hecho la universalidad de cada mi­
núsculo detalle de la vida cotidiana, teníamos la razón,
la tuvimos siempre, como tuvimos la moral, la religión.
Donde los hombres se tambalean colocamos la certe­
za, donde se preguntan, donde temen, colocamos un
sagrario, la inmutabilidad. Nadie se tomó la molestia
de venir a aclararnos que no importábamos, que el
mundo es ancho, que éramos pequeñitos, ridículos,
anacrónicos. Nadie nos dijo que unos kilómetros arri­
ba donde la tierra no termina se ignoraba que Fabián
era el más rico y Don Manuel el más sabio, que cien
kilómetros al norte los muchachos al reunirse no sus­
piran por el talle de Adela, la gracia de Adela, las co­
sechas pródigas de la casa donde viven los hombres que
protegen a Adela. (Años después lo supimos, gracias
a un gobernador diligente llegamos a figurar en un
mapa, sólo en uno, detallado por la mano del estudian­
te deseoso de olvidar y de graduarse y tan meritorio
como para figurar en la colección de la Biblioteca Na­
cional. Nada más de la Biblioteca Nacional.)
Creíamos en el honor nosotros, en los pactos in­
violables sellados con las palabras de los hombres, en
la persuasividad de un brazo musculoso, de una pisto­
la apuntada, de un puñetazo colocado en el lugar y el

99
momento precisos. Creíamos en los hombres, todos,
especialmente las mujeres. Puesto que existíamos para
temblar, para llorar y encontrar imposibles, ellos ja­
más tuvieron miedo. Debemos de haber sido pocos, nos
bastábamos, algunos niños crecían, otros no y llegada
la adolescencia los candidatos de ambos sexos se co­
rrespondían satisfactoriamente, previendo, es cierto,
que como siempre, en cada generación, de cada ciu­
dad, había un número de mujeres obligadas a consa­
grarse al oficio substituto de ser tías. Estábamos com­
pletos, teníamos niños, padres, abuelos, novios.
Teníamos además una puta. La puta de Susana. No
era de las que cobran como en otros sitios, ni siquiera
de las que se van con muchos hombres (aunque la ase­
diaban todos, principalmente los casados); era de las
otras, las perdidas imperdonables de familia asentada
que una noche se desnudan frente a un hombre y les
gusta y continúan desnudándose frente a ese hombre
que les gusta. Era la madre de un bastardo, el único
del pueblo. Un bastardo que no mereció ser bautiza­
do. No se podía recriminar al cura venido de tan lejos
para velar por nuestras almas, era una mujer de “ esas” ,
él, un niño de “ aquéllos” y los frutos del pecado de
lujuria no pueden acercarse a los altares. Susana, ni
siquiera confesó su pecado. Espiábamos desde las ven­
tanas apenas estallado el vientre y el escándalo. Espe­
rábamos mirarla pasar cubierta de negro, humillada,
en el refugio de un velo, escondiendo los pies en zapa­
tos ortopédicos, la esperábamos arrepentida y asexual
recorrer el trayecto del portón de su casa deshonrada
hasta la nave en penumbra de la iglesia, hasta el con­
fesionario, la brutal penitencia, la flagelación de su car­
ne ilegalmente ofrecida a los besos en la oscuridad del
pico de la montaña. No se confesó Susana, no hubo
bautizo, cargó al niño hasta el enmohecido registro y
escribió su nombre, que era hijo, que era natural, que
no tenía apellidos, porque eso, los apellidos, pertene­

100
cen a los hombres y ningún hombre del pueblo como
de ningún otro pueblo hubiere enfangado el sello de
familia sobre el acta de registro de un niño concebido
en la lujuria aberrante de un encuentro clandestino. El
colaborador de Susana en la creación, sino en la exis­
tencia del niño era un hombre de honor y como tal,
si es claro que jamás hubiera podido casarse con ella,
habría estado casi dispuesto a reconocer al niño, sólo
que, chiquito y morado, el bulto era verdaderamente
irreconocible. Además, a esas alturas, estando ya en
todas las bocas la ligereza de Susana, el odio, el deseo
por Susana, resultaba imposible imaginar que aquel
vientre hubiese sido fecundado por un hombre y no
por la pasión adolescente, senil, adúltera, de todos los
hombres de ese y otros pueblos.
Susana no se arrancó los cabellos en la iglesia, no
se vistió de negro, no eligió los zapatos ortopédicos.
Tampoco lavaba su ropa íntima a escondidas como ha­
cen las viudas, las solteronas o las mujeres casadas.
Continuaba cantando en las mañanas y secando al sol
sus camisas de noche a la vista de todos en el patio de
la casa. Su belleza se convirtió en nuestro peor enemi­
go y sé de muchos que para odiarla de más cerca, con
más datos la espiaban.
Quizá, vivíamos bajo el mar como las algas, afe­
rrados a las piedras y de la suma de todas esas piedras
infinitas, milenarias, surgía orgulloso nuestro despre­
cio por Susana. De su luminosidad indiferente extraía­
mos cada día la porción de oscuridad que nos era tan
necesaria. Era la concretización de la mancha, de la
suciedad, del infierno; nos despertábamos felices en la
certeza de pertenecer al mundo justo, reconfirmado en
su legalidad por la oprobiosa existencia de Susana. Al
principio la insultábamos, los niños le tiraban piedras,
los hombres la perseguían con amenazas obscenas, nos
cansamos, incluidos los niños. Era mejor dejarla existir
para saber odiarla. No sé si sufría, parecía una de esas

101
mujeres que han aprendido a llorar sin que se le enro­
jezcan los ojos, los grandes, rasgados ojos de Susana,
doblemente malditos por ser bellos. Era la única puta
y la única Susana del pueblo; hubo quien dijera que
la putería le venía del nombre, hubiera podido llamar­
se Rosario, Carmelita o Guadalupe como deseaba el
padre y sin embargo, destino feroz, habían abierto las
puertas del infierno junto a la pila del agua bendita
pronunciando aquel Susana.
Las piedras son la sólida memoria de las algas, se
saben algas incrustándose desesperada, frenéticamen­
te a las piedras. Nadie recuerda como ellas y porque
tal vez es del fondo del mar de donde veníamos noso­
tros, recórdabamos con la misma tenacidad. Recordá­
bamos con nuestra memoria y también de la memoria
de los otros, siglos idénticos de memoria esculpida en
cada gesto, de cada mano. Sabíamos desde siempre
cómo era la tierra, los animales, las hierbas, el amor,
las enfermedades de los niños, sabíamos sobre todo,
y con una exactitud extraordinaria, el modo de ser se­
parado, antitético de aquella parte del mundo que se
llamaba los hombres y aquélla que conocíamos con el
sollozante y delicado nombre de mujeres. La acumu­
lación, la certeza absoluta de lo acumulado nos empo­
brecía, pero lo ignorábamos y podíamos entonces trans­
currir satisfechos.
Los hombres se enfermaban de gripa, de viruela,
de bichos, de vejez; las mujeres también, pero además,
se ponían malas de los nervios. Engordaban y enveje­
cían velozmente y en el momento intermedio entre la
gordura y la vejez completas contraían aquella común
e inexplicable enfermedad de los nervios. No sentía­
mos en verdad ni la más remota necesidad de explicar­
la. Como la menstruación, los músculos incipientes o
el embarazo, el misterio del mal de nervios era en sí
mismo su explicación. Parecía a simple vista una en­
fermedad de mujeres casadas y madres relacionada qui­

102
zá con el peso del vientre en los embarazos o el con-
gestionamiento de la sangre en las venas que causaba
también las várices. Pero como casi todas las mujeres
eran casadas y madres, se concluía entonces, era una
enfermedad de las mujeres producida por el ciclo de
veintiocho días, que hijos aparte, no podía ser produc­
tor más que de males, ya que durando el mes treinta
días resultaba sospechoso un mecanismo aferrado a evi­
denciarse precisa e ilógicamente cada veintiocho.
Era fácil detectar cuando el desgraciado mal toca­
ba a una puerta, se recrudecía el llanto, crisis, tormen­
tas de llanto. Ese llanto, el de la enfermedad, venía de
las mismas piedras, antiguo, inscrito en los orígenes
mismos del mar, en todas las generaciones continuan­
do el llanto de las algas hembra. El mal desataba los
gritos, los reproches que ahuyentan al hombre de la
casa, la violencia que castiga al hijo con dos golpes de
más. No enloquecían las mujeres, estaban a punto,
siempre a punto, con la posibilidad en los vestidos os­
curos, en los trastes relavados, en la casa cada vez más
limpia, más ordenada en la medida en que el mal avan­
zaba. Un día se morían, nadie las juzgaba mal.
Por esa memoria fiel de los más mínimos aconteci­
mientos sabíamos que si bien Susana era la sola puta
del pueblo, no había sido la primera; otras pecaron an­
tes, pero tuvieron el pudor de morir de inmediato. Co­
nocíamos los nombres, los recordábamos especialmente
para no repetirlos: Cielo, Claudia, Patricia, Margari­
ta, Lala. Claudia desapareció, por ejemplo, se decía
que para poner un burdel de lujo en una ciudad a donde
llegaban los marinos, o para hacerse amante de un
hombre casado que tenía tres hijos y otras dos aman­
tes, o para vender al niño y con el dinero abrir una casa
de masajes. En todo caso nos aburrimos y la dimos
por muerta. Algunas se suicidaron en ese momento del
proceso en que el suicidio incluye al niño. Otras como
Margarita y Cielo se murieron de hemorragia. Dicen

103
los entendidos que murieron como bestias. ¿Morirán
de terror las bestias?, ¿Se arrastrarán por el suelo en
el silencio con una aguja de tejer entre los muslos?,
¿Padecen las bestias ese estallido ambivalente del amor
al hijo, del odio al hijo, que se convierte en sangre,
en tantísima sangre como para arrastrar la vida? No
fue la sangre lo que eligió Susana, se otorgó el dere­
cho y en el descaro extremo hizo el derecho extensivo
a su hijo. Se reían, iban al parque, se frotaban los ros­
tros como hacen los novios, se descubría el pecho Su­
sana para la boca dulce del niño y me parecía, allí en
su situación desgraciada, la mujer más lejana al mal
de nervios.
A nosotros, los habitantes del pueblo, aún nos fal­
taba ver lo peor. El desencadenador de lo peor tenía
los ojos muy azules, las espaldas delgadas y vellitos en
el pecho. Apareció en el pueblo con un rollo de planos
bajo el brazo, una maleta pequeña y una carta de pre­
sentación. Un estudiante de geografía, el portador de
la encomienda de hacernos figurar en el mapa, envia­
do personalmente por el secretario particular del nue­
vo señor gobernador, parece ser, que este nuevo señor
gobernador pretendía conocer sin equívocos la exten­
sión territorial abarcada por sus poderes y el número
exacto de sus gobernados. El estudiante se llamaba Luis
y era hermoso, era hermoso sobre todo porque venía
de tan lejos y no tenía la menor intención de vender­
nos nada. Se alojó en la casa del cura y desde allí, des­
de el cuartito estrecho de paredes húmedas, compren­
dido en los modestos dominios de la iglesia, se dedicó,
por el solo hecho de existir, a trastornar nuestras vi­
das. Los hombres lo miraban con recelo y se burlaban
un poco, era demasiado delgado, no hablaba fuerte,
se peinaba y se supo que a pesar de su evidente fragili­
dad no portaba pistola. Las mujeres, en cambio, nos
descubrimos fascinadas por esa forma de masculini-
dád intermedia, esa islita delicada y velluda sin embargo

104
encontrada de pronto entre el continente de los hom­
bres que conocíamos y aquél más suave y cercano de
los niños. Nos enamoramos. Todas. Por primera vez
en la historia del pueblo hicimos caso omiso del rechazo
de los hombres. Fue un hecho, al menos para la mitad
de los habitantes, que la llegada del estudiante de geo­
grafía respondía a un designio providencial no relacio­
nado con el motivo anodino de la creación de un mapa
sino con el oscuro y magnífico mecanismo del amor
y el matrimonio. (En el fondo del corazón cada espo­
sa, cada madre guardaba el negro terror de adolescen­
te, la soledad. La vida sin un hombre, dejarse morir
sin ser conocida por un hombre. Lo guardaba, ese te­
mor, celosamente como se guardan los tesoros, era
como un camafeo la herencia principal de la hija, para
que de allí, de ese miedo escondido surgiera la energía
necesaria para no convertirse en un vientre inútil). Al­
guien sobra en cada generación, alguna mujer está de­
más como las cáscaras que protegen frutos no comes­
tibles, la mujer más pobre, la más torpe, sobre todo
la más fea. El estudiante era entonces un regalo, ha­
bía venido allí para casarse. Sabíamos que el nuestro
no era el único pueblo visitado por él, pero porque era
allí, justo allí donde debía encontrar una esposa, era
el tipo de razonamiento que jamás nos planteábamos.
Sería para Adela, para Lucy, para aquéllas que tie­
nen vestidos lindos y trenzas largas, las que en las ker­
messes bailan con todos, las que reciben cartitas y vi­
ven entre la música de serenatas. Sí, se enamoró el
estudiante, aunque no como lo planeamos, se enamo­
ró, es un destino, nadie desciende al fondo del mar sino
para enamorarse y por esa piel existimos en un mapa,
sólo uno, por esa cabeza sobre el pasto el estudiante
confirmó la existencia de nuestro pueblo olvidado, supo
que unas piernas morenas largamente desnudas anda­
ban las sendas del territorio del señor gobernador y el
estudiante se graduó, dibujando con tanto mérito como

105
para figurar en la Biblioteca Nacional, el cuerpo dor­
mido de Susana.
Yo puedo hablar de la cabeza del estudiante entre
los muslos de Susana. . . Puedo hablar de su boca en
los pechos de Susana, puedo describir su lengua con
la claridad de que estuvo en mi piel y no en otra, pero
estaba vestida yo, acechando entre las ramas, debo de
haber estado durante siglos vestida y acechando entre
las ramas a aquella mujer desmemoriada que se per­
mitía enrojecer a campo abierto con el secreto de un
hombre entre las manos. Puedo hablar de las caderas
del estudiante, semiacostado contra un árbol, de la es­
palda inocente, casi inmóvil de Susana que bajaba a
la cintura ni inocente ni inmóvil. Puedo hablar de cómo
los labios ocultos de susana se comían al estudiante.
Y recomenzaban. Hubiera querido gritar porque ge­
mían, era necesario gritar porque Susana de pie con­
tra el árbol era un pez, era puta porque era un pez y
no un alga, porque podía detenerse en una pierna y
rodear con la otra la cintura del estudiante, porque se
dejaba penetrar y besar hasta emerger a la superficie
de aquella agua inmensa que nos cubría desde siempre.
Comencé a envidiarlos, a seguirlos, entendí que por
aquella envidia, por esa necesidad de atrapar, de apro­
piarme de su deseo de los demás desconocido, había
sido expulsada del universo tranquilo de las familias.
Quizá crecía en mí el próximo escándalo, no era im­
portante, sofocada o pública, la imagen de los labios
en un pecho marcaba inevitablemente la distancia en­
tre el pueblo y yo.
El estudiante hizo traer libros para Susana, tam­
bién aretes y vestidos de ciudad. Libros que nadie, ni
siquiera el maestro de ceremonias conocía. Anuncia­
ron la boda. Adela y Lucy cayeron en cama, sus ma-
más también. Los hombres ni siquiera se burlaron, tal
era su espanto y hubo quien en señal de inmejorable
voluntad hiciera el camino a la casita junto a la iglesia

106
pra informar al forastero que Susana —cuya materni­
dad era de todos sabida— hacía tiempo que había en­
tregado su única virginidad.
Susana volvió a los bailes como antes del escánda­
lo, con los vestidos entallados y ligeros (se llegó a ase­
gurar que eran de seda). Y con aquellos aretes, anti­
guos, unos aretes de oro labrado y coral como jamás
ninguna mujer tuvo en el pueblo, ni siquiera la más
amada. El odio es una bomba de tiempo. En los bai­
les anteriores, en ese baile, el pueblo miraba a Susana,
en ese baile deseamos y decidimos la suerte inevitable
de ese pez de colores que era Susana enamorada.
Cada caricia de Susana revivía nuestra memoria de
algas, era ya tarde de siglos, para aceptarnos equivo­
cados. Cada giro del vestido azul nos arrancaba un
fragmento de la piedra anciana a la que nos abrazába­
mos, corríamos el peligro de olvidar, de dejarnos arras­
trar por corrientes desconocidas. No teníamos curio­
sidad. La curiosidad era el desorden, la puerta del caos,
la puta de Susana bailando entre los brazos del estu­
diante, las maletas recién hechas, la desaparición del
único bastardo. Nos fuimos reuniendo como las hor­
migas rojas, cerrando filas contra la amenaza reforza­
da, éramos un ejército indignado de hormigas rojas y
hambrientas. . . Tocaban Quinto Patio. . . Tropeza­
ba la pierna de Susana contra el muslo del estudiante,
los aretes, los brillantes aretes de coral pendidos del
lóbulo, del cuello, del corazón de quien se sabe pro­
fundamente amada. Hacíamos como que bailábamos
o bebíamos, hablar no, al menos no con los labios, pero
nunca fue más claro el discurso, nunca, ni en los mo­
mentos de más hambre, de más desesperación, de las
peores plagas, alcanzamos la nitidez, la unicidad de
aquel entendimiento de rabia. Fuimos la colectividad
hecha rabia, los procreadores de la rabia. Era en los
hombres el coraje violento del absoluto burlado. Las
mujeres, tras sus anchos abanicos de colores, odiaban

107
con la energía acumulativa del rencor, de ese eterno
rencor pasivo de hormigas rojas obligadas a la sonri­
sa. Movían sus abanicos con la ilusión de hacer habi­
table aquel último recodo de la selva, agitaban las ma­
nos con la precisión del llanto, de esa lágrima diluvio
que desataba la enfermedad, vivían ese destetar devas­
tador sólo posible de las ya víctimas, de las ya conde­
nadas al mal de nervios.
Las manos velludas encendieron los cigarros, de­
cenas de cigarros alumbrando, uno por cada par de ma­
nos y los abanicos insistían en desplazar el aire, eran
tantos abanicos y tantos cigarros que el humo, la ra­
bia y la música rebotaban de una mesa a la otra, de una
esquina a la otra del baile del pueblo. Se podía escu­
char el golpe del odio contra los muros. Susana y el
estudiante continuaban bailando Quinto Patio. Era
bien otro el ritmo, tan fuerte de tornarse denso, tan
denso que comenzó a dificultar el desplazarse de los
abanicos agitados más, más lento, tropezaban con el
deseo, con la muerte, andaban agitando el viento que
sopla de lado de los muertos, hasta que el ejército ham­
briento, el ejército rojo explotó en un disparo. Sólo
quedó el humo de los cigarros de las manos velludas,
el vestido de Susana cambiando de color entre los bra­
zos del estudiante, Susana dormida y el vestido pin­
tándose como si la piel se le estuviera destiñendo, la
felicidad y la piel desteñidas sobre la tela azul. En el
suelo se hizo un charco, un gran charco que no podía
provenir de las angostas venas de Susana, era nuestro
color de hormigas rojas arrojado al centro, a la pista
de baile, era el color del odio que venía de realizarse,
del que nos despojábamos para poder participar con­
tritos del entierro de Susana.
No hubo culpable. Después de todo se admiran los
delitos de honor y era posible que aquel hombre fuese
el colaborador en la concepción del hijo de Susana. El
estudiante no insistió, se fue a donde podía hacer de

108
nosotros un mapa. Algunos se fueron después de él,
sin explicaciones, sin despedidas. También algunas, las
que soñábamos un par de aretes de coral, un sitio donde
las mujeres aprenden las palabras escritas en los libros,
donde la piel se ocupa tanto en ser piel que no tiene
espacio el mal de nervios. No bastaba huir para dejar
de ser alga, había que irse y aceptar la existencia de
Susana, de la última curva del mar, había que saberse
alga para dejar de serlo y sobre todo, narrar muchas
veces una historia, la nuestra. Aquéllos de los que na­
die nunca se acordó, las algas de memoria excesiva,
de memoria alimentada por el completo olvido de los
otros.

109
TIEMPOS OSCUROS

Dice Edel que son tiempos oscuros. Su abuela era una


bruja en la sierra de Guerrero. Como en las lluvias del
trópico nos acecha incesante la estación de rupturas.
Nos sabemos en el último espacio donde se obligan a
enfrentar los escapistas mas expertos. Nadie nos mira
y por ello, asustados, nos miramos. Son tiempos de
amuletos y plegarias. Descubrimos él silencio.
Afirman las voces la existencia del destino o la
muerte y la renuncia al primer destino no puede arras­
trar más que a una lucha pretenciosa y estéril. En la
inutilidad del esfuerzo se estrella como en el agua de
las cascadas, la ilusión contra las rocas. La destruc­
ción es el precio para los burladores del primer desti­
no. No es morir necesariamente, basta perderlos, arre­
batarles la confianza, inyectarles el poder de la pasión
y el de la nada y aprenderán a desgarrarse en la con­
tradicción. Se odiarán los transgresores del primer des­
tino y no nos sorprende. Para ellos reservamos la ple­
nitud de la culpa.
Hemos llegado al extremo de sentirnos desposeí­
dos y bajito hablamos del suicidio. Hablamos nada
más. Una muerte elegida no puede sucedemos en las
aguas de este río. Respetamos demasiado los excesos.
Correríamos a un río de aquellos donde la muerte se
produce por el choque del corazón contra el agua.
Son tiempos de pulir el ámbar. Nos separamos. De
acariciar a escondidas el tótem de jade, la pieza de ob­
sidiana. Los que parten han sangrado accidentalmen­
te sobre la mesa en la casa de Edel. Es el altar de los
sacrificios dice el nieto de la bruja con su rostro tan
bueno (se parece a Diego Rivera en menos feo). Un
cuchillo que busca el vegetal y encuentra piel, un cu­

111
chillo que atraviesa la piel. Tres manos distintas han
sangrado. Casualidad. La ciudad tirana exige el color
real del adiós. Nos reímos, pero somos aprendices en
la interpretación de signos.
Invoquemos a un Dios, dice Alberto, el que se in­
venta a sí mismo. El gran hallazgo de Edel, ese Dios.
Lo necesitamos. A los panteones se accede con la fór­
mula mágica del círculo. Cada uno estrecha desde la
mano de su historia la mano cálida de la historia del
otro. Es de noche, nos sabemos dominados por la vida.
Es de noche en la ciudad tirana que comienza sólo más
allá de la puerta. En nuestro país, en cambio, los hom­
bres trabajan a estas horas. Después, también, se hará
de noche. Los países existen lejanos, bien ajenos. En
nuestro espacio importa el círculo; el de la música, el
de las velas, el del vino.
Han cicatrizado las manos de aquellos que parten.
Se coaguló entre la piel la sangre de la herida, la del
dolor, la que termina en la muerte. Deseamos esta vez
que Liliana baile, lo deseamos muy fuerte y en silen­
cio. Queremos ver en la penumbra surgir sus manos
e inventarnos, que nos bautice, que nos cree. No hay
en este momento mujer más hermosa que Liliana. El
poder de la creación comienza en ella, somos el círcu­
lo en espera de la fuerza que nacerá de su danza. Li­
liana sangra sin herida, también sangra en rojo, en
gruesas gotas rojas. Sin cuchillo, sin partida, sin muer­
te. Sangra como al principio. El deseo, la potencia
milagrosa del deseo ante un sueño que danza. Apaga­
mos la música. Aún ella es posterior a la danza. Apa­
gamos las palabras. El color que corre de los muslos
tiñe el rostro. De rojo Liliana se hace una máscara.
Cada uno se moja en esa sangre y decimos es la más­
cara oculta, la de la autenticidad. Sufrimos porque so­
mos amigos y la ternura es de plomo, sufrimos por­
que es un dolor profundo la belleza de Liliana. Baila
ahora sobre la tierra, sobre la tierra húmeda frente al

112
Templo Mayor, baila en el coliseo donde los leones des­
trozaban a los hombres, baila en las avenidas de Efe-
sos y en un jardín que cuentan existió en Babilonia.
Baila en el Sahara Liliana y en el Agora y en la alfom­
bra de una mezquita en Estambul. Baila en el invierno
para que haya luz, baila en la luz para que haya color,
baila con tu cuerpo de promesa en el color para que
nos permitamos la vida. Para que a todos en el círculo
nos alcance la vida.
II

Intento escaparte Gran Mago y me doy cuenta. Pa­


recen hallarse en huelga las palabras. Hacer un esfuer­
zo. Descubrir el tono justo. Estoy escondida en un ar­
mario entre toda la oscuridad y toda la luz. Extraño
la furia de otra manera de mirar caer el agua. El ins­
tinto de supervivencia, el instinto de muerte, el instin­
to de lluvia. Desde tu sofá me miras con la certeza de
quien ejerce una ciencia. Yo te respeto Gurú y tengo
fe, ya sabes, esa hija bastarda de la esperanza. Tengo fe
en que un día, como San Jorge, venceremos al dra­
gón. Ubicaremos el motivo de la angustia. Hallar un
detonador, una constante. Si pudiera decir: me angustio
ante la oscuridad, ante el tumulto o en los sitios ence­
rrados, y además en lós tumultos. La vida me sobre­
pasa en su horror y en su generosidad cotidianas. In­
tento el psicoanálisis, la música, las manualidades, la
gimnasia. Intento especialmente el psicoanálisis y me
revuelvo contra él. Me repugna someterme. Me repugna
cierto orden de una manera enfermiza. Seré honesta,
tengo tal fobia por los horarios que detesto comer. Un
libro puede leerse en cualquier momento, pero mi es­
tómago siente hambre con una puntualidad implaca­
ble. Odio mi estómago y un método de análisis suje­
tándome a reglas que no termino de entender. Pienso
que es un tirano el Gran Mago, un macho, paternalis­
ta, Pigmalión de carpa. Pretende encerrarme en una

113
botella. Como en el fondo sé que no es cierto, la furia
termina en la esperanza. Gran Mago. Gran Otro, es­
toy extraviada. Si fueras mujer sería mas fácil. Hay
cosas de las que uno no puede hablar con un miembro
del equipo contrario. Pero te elegí hombre, por su­
puesto.
Lista de requisitos: que hable castellano, sexo mas­
culino y no muy joven. Me constestan que hay alguien
así, un argentino. ¿Tiene el cabello blanco? —
entrecano—. Perfecto.
Mi psi se parece a Lino Ventura. En el escritorio
y por la puerta abierta del armario espío docenas de
libros en el más absoluto desorden. Cuando se pone
de pie tropieza su silla, que tropieza la lámpara que
hace caer un libro. Es una delicia de torpe y siento mi
curación garantizada.
Por si fuera poco su encanto personal (se parece
al Lino Ventura de sus mejores momentos), recibe en
una calle llamada caza-lobo y mi sesión comienza a las
cinco y media. Destriparemos a los lobos, los haremos
tiritas sin piedad. A las cinco y media con exactitud
sólo concebible en estas zonas de la tierra pasa el ca­
mión de la basura con sus focos de colores y recoge
justo el bote de desperdicios del edificio frente al cual
espero. En ocasiones, la puerta de morí psi se abre en
total sincronización con el gesto del obrero que coloca
el bote de basura en las fauces (tecnología super-
avanzada) del camión. Fácil de descifrar el signo. Ah,
basurero, Metáfora exquisita.
Aprender a entender el tiempo. El tiempo transcu­
rre. Yo no tengo reloj. Un día le caminé por encima
accidentalmente y después le estrellé el tacón con ra­
bia y en plena conciencia. Inocente pretensión. Paso
el día espiando las manecillas en las muñecas de los
usuarios del metro. Hace catorce años estuve enamo­
rada. Me parece que no me lo perdono. Uno debiera
curarse de cualquier mal visto a una distancia de ca­

114
torce años con sus ¿rros de semanas y meses, partien­
do, claro, del supuesto del transcurrir del tiempo. A
él tampoco lo he perdonado, sólo que en las pocas oca­
siones que hubiera tenido que escupirlo ocupó el espa­
cio de la conversación en hacerme reproches. Me sa­
queó mientras pudo y, curioso, pienso en mí con una
división similar a la del calendario cristiano. Antes de
él, ese Atila que se llamaba Pablo y después. Des­
pués. . . Un día le dije bórrate y le azoté la puerta del
carro. Al arrancar se llevó tres cuartas partes de mí,
entre ellas, la de la mujer que estaba supuesta a ser.
Destruyéndome me hizo un favor a la larga. No era
un tipo especialmente malo. Vivía su rol con la pasión
de un John Wayne, y la virilidad era su gran per-
fomance.
Por ciertos rencores, por tantas felicidades antiguas,
yo dudo del tiempo. Hace seis meses perdí a mi mejor
amigo, hace dos años, puedo jurarlo, viví un momen­
to redondo y perfecto. Hace veintitrés mi madre me
dio un manazo porque me chupaba el dedo en la toma
de fotos del jardín de niños. A estas alturas (será que
soy mayor) mi madre no repetiría el gesto, pero yo en
cambio me escondo en un armario y, pensando en Piel
de Asno y Ladrón de Bagdad, me chupo el dedo.

III

Uno acude a la ternura en las estaciones de llanto. Me


salvaré Gran Mago en tu sonrisa. Me salvaré ponien­
do la soledad en barquitos de papel sobre la tumba de
un hombre al que he leído mucho y nunca vi. Junto
a él se reproducen de manera irracional los gatos. Los
deudos llevan flores al desaparecido señor Ducart; y
el viudo de Adele, con su perro y su bastón, riega las
plantas con la fidelidad de quien se siente cercano. La
llave del agua está lejos y le ofrezco traerla, pero Ade­
le es caprichosa y su esposo con su paso lento prefiere

115
desplazarse y halagarla. De todas maneras, dice este
anciano enfermo, lo que le sobra es tiempo.
Me gusta espiarlos cuando hablan con sus muer­
tos. Son ingenuos, son limpios. Nadie los escucha y
hacen discursos amoros, acarician el mármol como a
un cuerpo, se permiten sentarse y mirar inmóviles el
mismo epitafio durante media hora. Están de visita.
Se puede llorar en un cementerio, cantar bajito. Des­
cubrir la tumba de un héroe de varias guerras muerto
en la cama de gripa. O el monumento a una mucha­
cha que a los veintiún años, el siglo pasado, se murió
(quizá de amor) dos meses después de la noche de
bodas.
Allí donde las tumbas no se atreve la ciudad. Es
un espacio intermedio y no hablo de vivir o de morir­
se. Es el callejón posible entre pensar y lo otro, entre
la idea y lo otro.
Con su bufanda, con su abrigo, con sus botas mi­
serables una mujer alimenta a los gatos. Piensa que los
hombres son crueles, en las ciudades grandes los hom­
bres se desentienden de la suerte de los gatos. Ella está
muy bien, todo está bien, sólo que es invierno y Regi­
na (se llama así y es justo, tiene su reino en el espacio
intermedio), con su abrigo en pedazos, se preocupa por
la suerte de una colonia de gatos. Hay algunos peque­
ños. Y si nadie los alimenta? y si nadie los cuida? ¿y
si esta vez no sobreviven? puede darse que no sean lo
suficientemente salvajes. La brutalidad del hombre so­
bre la especie-gato. ¿Tendrá hambre Regina?. Le gus­
ta hablar. Me platica que los turistas se toman fotos
junto a la tumba de Sartre. Como si fuera el Arco del
Triunfo. Y la tumba de Beaudelaire está cubierta de
flores y poemas. Y la de Cortázar. Vienen muchos su­
damericanos. Ese era un buen escritor, amaba a los ga­
tos. Cuando un señor barbudo hace las visitas guiadas
del cementerio se detiene junto a la tumba del Argen­
tino y la muestra como ejemplo del arte moderno in­

116
tegrado al homenaje funerario. También vió a unas
muchachas que se tomaban fotos. Las debieran de pro­
hibir. Se está perdiendo todo. Destruyen las lápidas de
piedra y las capillas para colocar el mármol, termina­
rán por hacer un cementerio nuevo y el señor barbudo
estará forzado a interrumpir las visitas guiadas. Los
sueldos ya no alcanzan para comprar a perpetuidad.
¿No quiere adoptar una camada de gatitos atigrados?.

IV

Atarán a Aurelia antes de llegar las visitas. Con un cor­


dón invisible van a fijarla a la pata del sofá. Zapatitos
de charol brillante, vestido almidonado, cola de caba­
llo. —Cuando mires al marido (sin demasiada insis­
tencia) pones cara de sí señor; a ella, en cambio, son­
risita amable y un murmurado si tía. A las preguntas
de la escuela contestas que muy bien, mencionas tu me­
dalla del año pasado (este año ni una estrella estúpida
niña estúpida) y aseguras comulgarás lo suficiente para
coronar a la virgen en las fiestas del diez de mayo—.
Está amarrada e impecable el monito con los ojos
lacrimosos. Habla de un viaje la tía, de un hijo en Es­
tados Unidos en la escuela militar, de una pareja de
fugados, de las toneladas de objetos que compra. Ha­
bría que ver el pánico que produce en la tía un segun­
do de silencio. Se está durmiendo la niña. Gesto feroz
de la madre. La monito se despierta y da un salto. Gesto
de insulto, de humillación, gesto de muerte. Es inútil
el lazo invisible, bastan un par de ojos y la niña qui­
siera extinguirse. ¿A dónde huir, que no llegue la con­
dena en la mirada de la madre?.
La monito está expuesta a mitad de la plaza. Des­
nuda, atada de pies y manos. ¿Quiénes son los que vie­
nen a odiarla? ¿Los que la observan? Los que la escu­
pen mientras dicen: —mira qué linda nena, qué
encanto, y dónde anda el organillero? qué monada de

117
piececita de buró. ¿Y sabe cantar? ¿y baila? ¿y teje?
¿y toca el piano?. ¿Acaso respira este encanto?. Apro­
vechando la pausa: —Respiro— dice la niña esperan­
zada, —mi amiga se llama Susy y nos gusta mucho co­
mer chamois—. El chamois, dice la tía, hace mal a la
pancita y al cutis, destruye la piel en general —una nena
vive atenta a la vanidad, del noviecito—. La monito
afirma que adora el chamois y para nada le interesan
los novios —el de Carmen, la cocinera, la hace llorar
horrores y le embarra de saliva la cara—. La monito
se calla satisfecha. —Ah, nos odias estúpida niña es­
túpida, lo haces para vengarte, para torturarnos. Ha­
blar de la sirvienta, del sucio novio de la sucia de la
sirvienta y ¿cómo sabes tú lo que se hacen en la cara?.
La madre toma un fuete y frente a las visitas lo des­
carga dos veces sobre el brazo de la niña. El señor y
la tía beben café tranquilamente y con un gesto de ali­
vio entre los labios. La víctima llora. El padre atravie­
sa la estancia y le entierra una caja de alfileres. El se­
ñor y la tía comienzan a observar interesados. La
muñeca de trapo dice —ay—. La madre abre una caja
negra extraída de un rincón bajo el sofá y enarbola las
tijeras. Corta el pelo de la niña, lo corta hasta dejar
espacios completamente en blanco. La semi-pelona se
abraza las piernas y esconde el rostro. Dan chillidos
de placer las visitas. El padre enciende una vela y con
delicadeza comienza a quemar los bordecitos de los de­
dos de la niña. La brujita gruñe como una bestia asus­
tada. La madre se ríe, baila, se indigna, para escupir­
lo levanta el rostro de la niña. No soportan más,
necesitan participar las visitas. El señor decide atrave­
sar una aguja de tejer de oreja a oreja y la tía, estre­
mecida, le maquilla los labios de verde con pintura de
uñas. La bestia asustada no responde, se ha quedado,
de pronto, inmóvil mientras llora de nada, de cualquier
cosa, de soledad quizá en el fondo de un armario. Aho­
ra se aburren de sus ojos que lloran. —La tiraremos

118
por la ventana— sugiere la tía —la miraremos estre­
llarse entre tirpas y sangre contra el pavimento gris—.
El padre opina: —Bravo!—, pero es preciso calcular
con exactitud la caída boca abajo. —ay no— dice el
señor —con los despanzurrados lo impresionante son
los ojos—. Salta la madre en escena y dice: —pero es­
tán locos, ¿tirar a Aurelia por la ventana?. La niña es­
cucha desde lejos y regresa, vuelve del armario, se en­
cuentra con la voz de la madre deteniendo la muerte.
Otra esperanza. —Imagínense el escándalo si los veci­
nos se enteran de una familia que arroja niñas por
la ventana. —Aclara la madre cruel. —Vamos a muti­
larla— opina papá. —Después la pegamos con resis-
tol cinco mil, gritan a coro los visitantes—. La niña-
monito, la niña-bestia, la niña-de-trapo y semi-pelona
se desmaya justo cuando comienzan a destazarla.
Luego, guardaron los pedazos de niña en la alace­
na y en la víspera del jueves de visita volvieron a jun­
tarla con hilo y resistol.

Visito al Gran Mago y a veces me explica el tiempo.


Me explica con paciencia que no soy Aurelia, ni esa
mujer cuidando los gatos en el cementerio de Mont­
parnasse. Tampoco soy, según parece, la esposa vesti­
da con un sahri azul en la foto que espía el inmigrante
a escondidas en un vagón de metro. Supongo la exis­
tencia de límites muy claros en la vida de los otros y
los miro con envidia. ¿Poseerán la sabiduría de reco­
nocer justo dónde comienzan y en cuál punto termi­
nan?. ¿Discernirán lo verdadero de lo falso?, ¿lo inú­
til de lo indispensable?, ¿el momento para la risa, el
día de duelo?. ¿Cómo enfrentan una discusión los pa­
seantes del parque?. ¿Sabrán cerrarle la puerta en la
nariz a los parásitos, sin ningún remordimiento? ¿De­
tectan a los parásitos?. ¿Cuando aman cómo separan

119
al otro de su enfermedad, cómo la separan en sí mis­
mos?. Misterio. El Gran Mago se convierte en un muro
cuando empiezo las preguntas. Una enorme oreja sor­
da sentada sobre un sofá. —Oiga Doctor, dicen que
la masturbación deja sordo—, se levanta ligeramente
y dice: ¿Perdón? Que los trasvestis son sordoooos.
¿Los sentimientos deben ser decantados, o uno se deja
llevar por sus pasiones?. El deseo de poseer es una pa­
sión mezquina. Hay acaso una elección moral a reali­
zar en segundos ante cada pasión?. . . Tengo montañas
de motivos para no fiarme de las “ libres elecciones” .
Si tan sólo pudiera aprehender el método de los pa­
seantes, vivirlos unas horas mientras deciden y pien­
san, mientras persiguen en el jardín un miserable rayi-
to de sol invernal. No entiendo nada Gran Mago (Se
cubre el rostro a mitad, es una especie de tic), y vaya
4ue me esfuerzo y hasta llego al extremo de intentar
descifrar a Lacan.

VI

Algo he aprendido en el sistema implacable de los trein­


ta minutos: Soy mortal. Me voy a morir. Coño, yo tam­
bién me voy a morir. Como el señor Ducart, como el
escritor, como Adele, como la recién casada, como el
héroe vencido por la gripa. Me voy a morir en el inicio
mismo de los misterios, siempre a las puertas de com­
prender, ignorándolo todo de mí misma y entonces de
los otros. Uno se muere y seguro siente que no amó
lo suficiente, que no admiró, que no intuyó lo suficien­
te. Siento horror de reconocerme mortal fuera del es­
pacio cómodo de la razón. La amenaza de la muerte
se ubica en el estómago y no puedo gritar. Aullar de
sorpresa. Cuando hablaban de una bomba que estalló
se referían a mí, y de los accidentes en la carretera y
del último suspiro y pasar a mejor vida y entregar el
equipo y ya marchó, se referían a mí a quien jamás

120
le ha dolido ni un dedo, ni siquiera unauña. De pron­
to me explico a esos hombres atacando esculturas con
un martillo, apuñalando cuadros. La belleza se renue­
va, permanece la belleza. Es maldita porque permane­
ce y uno tan diminuto e impotente, ignorando la dan­
za para bailar la vida, los colores para intentar un
cuadro, ignorando las palabras. Es maldita sobre todo
esa naturaleza escurridiza de las palabras.
Sucede también que entre la muerte y este instante
probablemente envejezca. O sea, mi cuerpo no será ca­
paz de atravesar un río a nado, ni de cambiarla noche
entera, ni de descubrirse dulce y liso en el espejo. —
Voy a envejecer— dije en mi lengua al hombre que me
miraba en la calle. Y si este cuerpo no elegido que ca­
mina conmigo se irá alterando cuando pasen mis años,
eso significa que ese cuerpo es mío. —Este cuerpo que
usted mira es mío—, le comento a un señor que desvía
los ojos suponiéndose insultado.
Mi cuerpo y yo dejaremos de ser al mismo tiempo.
Compartimos un destino. Me reconcilio con mi ros­
tro, lo encuentro bello en la ternura de saberlo conde­
nado. Los años superarán lo accidental y un día mi ex­
presión tendrá sólo el encanto que haya sabido
merecerme. ¿Tendré entonces algún encanto? La muer­
te va a llegarme por la mano de mi cuerpo. Este que
me permite existir para los otros; tocarlos, vivirlos junto
a mí, va a convertirse en mi verdugo. ¿Y si no me tie­
ne el menor respeto y me mata cuando no quiero mo­
rirme? Me entristezco. Qué tontería. Lo deprimente en
realidad es que me anule cuando yo sienta deseos de
la muerte. Te exijo, cuerpo, asesinarme en el mejor de
mis días, cuando brille el sol y me sienta curiosa y apa­
sionada y viva. Estamos en igualdad de fuerzas. Cómo
aprecio esta tarde mi piel que va a someterme. La lle­
vo a caminar, acepto que la miren sin molestia (está
condenada mi piel, es breve, temporal) y deseo otor­
garle un gran gusto: Voy a escuchar música y a ella

121
la sumerjo en un baño oloroso a violetas. Se ha gana­
do la locura de comprar un perfume, y dada su muer­
te inminente, de vestirse para cenar en un kimono de
seda con el dinero de la renta. Estoy tan contenta de
saber que yo habito esta piel.

VII

Recuerdo las sandalias blancas, el pie, el tobillo de niña.


La infancia. Aurelia es el dolor con los cabellos reco­
gidos y engomados. La vida es la imposibilidad, el anti­
sueño, la anti-vida (no imagines pequeña estúpida que
vas a salvarte un día). La recuerdo de espaldas, como
nunca pude haberla visto. Soy otra, una adulta que ca­
mina detrás y observa su espalda, sus cabellos restira­
dos de niña bien educada. ¿En qué piensas, Aurelia,
cuando apagan las luces? ¿Cuando te acaricias despa­
cio los labios prohibidos?, ¿en qué piensas?. En un mu­
chacho, en el rostro desconocido de un muchacho. En
una fuerza que va a llevarte lejos hasta allí a donde
a las niñas nadie se atrevería a engormarles el cabello.
Una gelatina verde para estar bien peinada y cuan­
do te acaricias la gelatina se te embarra en los dedos
y en la esperanza cuando sueñas y en la voz cuando
quieres hablar y no hablas. Las palabras, Aurelia, abre
la boca y dilas que van a ahogarte las palabras. A fuerza
de cepillo en la cabeza terminarán por peinarte el
alma. . . Se mira en el espejo, se mira en el espejo mien­
tras unas manos la arreglan. Estoy diciendo que esa
niña se mira en el espejo. Se encuentra bonita, estoy
diciendo que esa niña siente una profunda vergüenza
de encontrarse bonita.
¿Y si fueras un muchacho, Aurelia? ¿Y si pudieras
largarte en el primer barco y alcanzar a los piratas?
¿Y si pudieras treparte al árbol más alto sin tiener mie­
do? ¿Y si de un puñetazo les partieras la cara?. Si por
lo menos fueras otra Aurelia. La niña morena que viene

122
en Navidad con sus padres a vender las manzanas. Las
envolverías en bolsitas de papel y te arrastrarías por
el suelo con el vestido desgarrado y sucio. Serías un
bolero en el parque, una niña salvaje en una isla de
ex-presidiarios. Un jaguar. Una pantera. Un pájaro.
Aurelia sueña con ser Esmeralda. La gitana de los
cabellos libres, la dueña de la danza. Aurelia sueña con
ese cuerpo de novela viviendo el otro lado de la reali­
dad, del mundo. —Te traicionó, Esmeralda, ese ofi­
cial que se pretendía enamorado de tu ritmo, pero tú
tienes una cabra, tu danza y todas las plazas—. Aure­
lia tiene envidia y tiene miedo, el miedo de saberse res­
ponsable, de haber conocido desde la soledad de un
tejado la poesía en la danza de Esmeralda. Piensa que
cuando crezca tendrá el cabello largo y suelto, aunque
no sea tan negro como en las mujeres gitanas. Usará
aretes enormes y enaguas de colores. Cuando crezca
irá a sentarse frente a esa iglesia que se llama Notre
Dame. Esperará la llegada del silencio. Los ocupantes
de la calle se recogerán y entonces va a bailar.
¿De dónde viene la música Esmeralda? Viene del
primer grito de libertad. Bailando dirá Aurelia que hay
millones de niñas inútiles encerradas tras millones de
ventanas. Esas niñas esperan y se harán antes de tiem­
po mujeres que también esperan. Han esperado siglos
y no se cansan. Se enamoran, se ilusionan y piensan
que la vida se transforma y es cierto. Comienza un ma­
tiz distinto de la espera. Baila y te salva el sueño de
la belleza. Si te acuclillas, Aurelia, eres una niña que
está a punto de nacer. Cierra fuerte los puños, allí está,
por el momento, concentrada la vida. Te empujas ha­
cia afuera, eliges con la fuerza de tus puños cerrados
empujarte hacia afuera y ya allí abres las manos, ex­
tiende los dedos, siente los músculos de tus dedos ex­
tendidos en el acto de abrir las manos. Tocas el aire
y es el mundo. La vida es esta posibilidad de respirar
en el mundo. Tienes derecho, tú y las niñas inútiles trás

123
las ventanas tienen derecho a respirar en el mundo. A
hallar el ritmo de su danza y tienen derecho, sobre todo,
a no posponer, a no traicionar ese ritmo.

VIII

Cuenta el diario de esta mañana que en la calle 24, en


el centro de la ciudad, una vieja mató a un gato con
la punta del tacón. En América Latina sigue sentada
la pájara pinta en su verde trigal y un ministro soviéti­
co declara en páginas interiores que el patio de su casa
siendo particular se llueve y se moja como los demás.
Incorruptibles los pilares de oro y plata que protegen
la salud de Doña Blanca. Como todo sigue mal, los
lectores del metro nos sentimos informados. Cerramos
el diario y miramos con desconfianza la valija del ve­
cino, el bolso demasiado voluminoso de la señora, las
botas de un despistado que insiste en lo Punk. Los his­
tóricos disfrutan las amenazas de las bombas lanzan­
do los gritos de siempre con inmejorable pretexto. En
el pánico colectivo caben de maravilla los habituales
del miedo y los esquizoides respiran de alivio mostrando
orgullosos la tarjeta de identidad.
Parece que los tiradores de bombas son sucios, des­
graciados y pobres. Usan el cabello muy largo y car­
gan paquetes ostentosos. Fuman en los vagones del me­
tro para hacerse notar y pasan con su rostro de
inmigrantes culpables retando la mirada de una poli­
cía ampliamente especializada. Los tiradores de bom­
ba no tienen pasaporte, ni tarjeta de trabajo o seguri­
dad social. Profesan religiones dudosas, no son
caballeros de ninguna orden y desconocen la existen­
cia del Rotary Club International. Se les reconoce en
la mirada torva el paso descuidado de quien no paga
la renta, y en el modo extremista de cargar la guitarra.
Sospechosos y sucios, sospechosos por sucios, vaga­
bundean en las estaciones de Saint Michel y Chatelet.

124
Se asegura que los rubios son incapaces de mane­
jar explosivos, también los curas, los ancianos, las mu­
jeres elegantes y los señores de cara empresarial.
Pero temblarán en su cama los tiradores de bom­
bas proque en la tele el ministro se declaró furibundo
y las de cosas horribles que les van a pasar. . . ¿Qué
hace el lobo? se está vistiendooo. Ni que fuera Chati­
la, dice al teleauditorio el señor investido de elección
popular. Recibieron trabajadores hambrientos porque
son generosos, los aceptan como si fueran personas
porque son generosos, les permiten reproducirse a la
manera del conejo, porque son generosos. Y el minis­
tro no se explica, suda, se sorprende. El ministro está
seguro de que son ellos y es un experto detectador de
cuervos. Ahh y también tiembla un estado por la furia
del ministro. Ignoramos cuál, pero nada más descu­
bierto (y el héroe alza el dedo amenzante señalando un
mapa más allá de la cámara), la de cosas hooorribles
que le van a pasar.

IX

Diosa de la vida, de la fuerza, vientre de diosa hem­


bra, guárdame allí donde tu sangre nace, junto a la cu­
riosidad y la sorpresa, donde nutres la esperanza y las
palabras, las cuatro estaciones, las siete oportunida­
des que tiene un gato de caer de pie. Guárdame en tu
vientre donde creceirlos rituales, al lado de tu seno don­
de brilla para los no elegidos el sol de la medianoche.
Despierta mis sentidos, transforma mi piel. Acércame
a mi piel. Permíteme elegir lo mejor de mí misma y
hacerme ciudadana en ese espacio. Vestirme de rojo,
el color de la intuición. Déjame intuir la oscuridad en
los días de luz, la luminosidad en las noches negras.
Enséñame a intuir antes de pensar, después de pensar,
cuando no pueda pensar.

125
X

Estoy sola ante una frontera, la fiebre es mi pasapor­


te, puedo atravesar hacia la risa o hacia el sudor ma­
ligno de los sueños inclementes. Deseo imaginar que
elijo. Hay una elección en el hecho de estar hablando,
pero vienen de sí mismas las palabras y no alcanzo la
risa, apenas a mantenerme en el bordecito incierto don­
de comienzan el pánico o la ilusión.
Quiero confesar que desconfío de mi razón. Igno­
ro el estado de mis facultades mentales y agrego; nun­
ca he sabido a ciencia cierta en qué lugar se hallan ni
cuántas son. Como desde que nací he sido yo y no otro,
desconozco la relación establecida entre las personas
y sus mentes y soy incapaz de discernir entonces entre
lo deseable y lo insano, entre el potencial ejercido par­
cial o plenamente. De ese desconocimiento debe nu­
trirse mi pánico y antes de plantearme el problema de
si perderé esta razón cuya substancia se me niega me
pregunto discretamente si un buen día terminaré de en­
contrarla y entenderla. Me pregunto si la entienden los
demás, si la habitan, si han aprendido a pagarle la ren­
ta, si reconocen el momento en que es preciso airear­
la, sacarle brillo, evitarle el sufrimiento, exigirle o pa­
sarle la mano por el cabello. Es una bestia escurridiza
la razón y para entretenerla le sirvo banquetes de dis­
cursos, me hago responsable de sus buenas maneras,
pero ella se larga al mar cuando le da la gana y me
abandona y yo siento la fiebre subiéndome por los de­
dos de los pies.
Me da por pensar que he de volverme loca, que ella,
la muy indiferente, la muy traidora se ha ido de una
vez y para siempre. La crisis, la caída al abismo de una
heroína desprovista que tropezó en el lugar inadecua­
do del librero equivocándose de género. De todas ma­
neras, la heroína maltrecha acepta su culpa. Parece qe
la catársis habrá que merecerla y después, si la razón

126
se harta, volverá de vacacionar e intentaré crearle un
jardín con tulipanes amarillos y orquídeas y mimosas,
y si existen los no me olvides ¿por qué no una flor blan­
ca que se llame no me dejes. Llenaré el jardín de la
flor de no me dejes y ella, la razón, conmovida, me
permitirá penetrar su intimidad.
Pero opina el Gran Mago que temer a la locura es
concederse demasiada importancia. Los locos no la te­
men, están ocupados en ejercerla. Histeria se llaman
los síntomas sumados. Voila. Quisiera, cuando lo es­
cucho, pasar el resto de mi vida en un armario. Echar
la llave por dentro. Histérica, qué vulgaridad. Abrir
los ojos en la oscuridad y cantar todas las letras de can­
ciones que conozco comenzando por Cri Cri. Me en­
cantaría La muñeca fea y María Bonita y Lucy en el
cielo con diamantes y Quinto patio y algún tango Gar-
delesco en honor de los empeños del Gran Mago. Y
la canción de Dorotea. . . “ Sigue el camino amarillo,
sigue el camino amarillo e irás a ver al mago, al mági­
co mago de Oz’\ . . Yo cierro los ojos pero esta vez
en el metro, y siento en las manos el color de la línea
amarilla que me lleva al Gran Mago y voy y vuelvo y
cada día el mismo miedo. Soy un León y no tengo co­
raje: dámelo. Soy un espantapájaros sin inteligencia,
un hombre de lata que exige un corazón. Cuando haya
terminado las canciones que conozco recomenzaré, allí
dentro del armario, hasta extraerlas en minucioso or­
den cronológico. Las entonaré con rigor y hasta abu­
rrirme y entonces quizá resultarán insuficientes. De­
beré inventarlas. Como estaré escondida y no viviendo,
se me agotará la invención y tengo la esperanza de que
para ese momento, cansada ya de repetirme, quitaré
la llave, abriré la puerta y saldré al mundo convencida
de sus ventajas.
Soy histérica y llevo mi mal con la mayor dignidad
posible. Sin gritos, sin mezquindad, sin crema en el ros­
tro ni tubos en la cabeza. Me asfixio. Me llega el ata­

127
que de pánico al tomar un autobús o al elegir piezas
de pollo en el supermercado. Me provoca pesadillas la
idea de hospedarme algunos meses en un hospital psi­
quiátrico. Me excedo. Ni la locura ni la muerte. Ah,
pero los tiempos son oscuros y me sueño con el cuer­
po podrido, cayéndose en pedazos, arrastrándome en­
tre sombras como las víctimas del napalm. En mi ima­
ginación transcurren la mitad de los horrores posibles.
No es cómodo. Podrías hasta decir, como en las nove­
las de fotos, que es injusto si no fuera porque debo
estar convencida de que el solo hecho de que un ser
humano culpable como yo ocupe un espacio en las ca­
lles es ya, en sí, una injusticia gigante. No soy víctima
de nadie. No me atormenta ninguna fuerza externa.
Me odié porque me enseñaron a hacerlo y probable­
mente continúe en lo mismo por mantenerme fiel a una
tradición.
Ya habló Cavafis de la primera ciudad. Mira cómo
la arrastro, cómo la sudo, cómo la sueño. Arrancar
el cuerpo herido de la ciudad original. A esa, a la mía,
la reconozco en sus tejados acechando como gatos las
calles del centro, la reconozco en su esencia de traspa­
tio y papagayo, de día ahogado en torrentes de lluvia,
cuando la risa es agua y el temor es agua y es agua la
amistad.
Ciudad maravillosa. Ciudad inmunda. Ciudad agu­
jero y luz que alguna vez redujiste a ti el mundo, cuan­
do la Patagonia era llegarse a orillas del Grijalva, y
el Oriente, la ciudad deportiva. Me mentiste y quiero
escupírtelo en la cara, me hiciste prisionera y por eso
un día, aquí dentro, te voy a asesinar.
Una noche soñé a Fernando, mi amigo de adoles­
cencia (entonces cuando la amistad era agua), y la pe­
sadilla narraba la traición. Lo vi acercarse con su edad
de nuestra época y una libreta voluminosa bajo el bra­
zo. Me dijo: —aquí está escrito tu proceso, eres cul­
pable, reunimos los testigos—. Me leyó miles de pági-

128
ñas donde personas desconocidas, cercanas, y hasta
alguna vez amadas, declaraban en mi contra. Fui cul­
pable y fusilada como los traidores, por la espalda. Me
vi morir y supe que Fernando era infeliz. No era yo
su desgracia. Era infeliz porque se dejó de lado y en
esa pesadilla, antes de caer, le dije: yo te vi dejarte Fer­
nando, tu eres el traidor y yo el testigo.

XI

El talento para aventar ruidosamente las puertas pa­


reciera un atributo de la mexicanidad. Especialistas del
ruido en todas sus gamas. Conversación a gritos en el
pasillo. Cantada a gritos en la regadera. Música a todo
volumen. Divina promiscuidad. Un vecino generoso
nos deleita con lo último de Yury y Juan Gabriel. (¿Qué
organismo nefasto habrá becado a un ladrillo seme­
jante?) Los simpáticos trabajan y no se les ve seguido
la cara. En cambio pululan por los corredores los pa­
rásitos. ¡Zaz! me cae uno encima al abrir la puerta de
mi cuarto. Opina que los franceses son unos alzados,
no se bañan, son racistas, xenófobos, misóginos, neu­
róticos y etcétera. Ciudad de porquería con tanto frío.
Constata en voz alta la venida a menos de la Casa con
el arribo de una tribu de extracción evidentemente bur­
guesa. —¿Cómo sabe?—. . . —Ay tú, puro güero, se-
gurito vienen nada más a perder el tiempo y a gastarse
el dinero del pueblo—. . . Mi interlocutor no tiene cara
de sobarse el lomo en aras de la ciencia pero viene de
la Neza, así que está disculpado de antemano. La en­
traña misma del proletariado. Good. Le digo que ahi
nos vemos. Le urge una oreja y me persigue por el co­
rredor para ponerme al tanto de los acontecimientos.
Para comenzar se ve mal que sea tan apretada, me in­
forma que vivimos en comunidad y se crean resenti­
mientos. ¿Pues qué tiene un pinche francés que no ten­
ga él?. Parece que las mexicanas nada más salen del

129
país y están medio despintadas y ya no quieren saber
nada de los nacionales. Cómo la Malinche. Igualito.
Me honra la comparación. Cómo quisiera que lo par­
tiera un rayo. Me cuenta como ametralladora la histo­
ria de Elsa: —Se ha acostado con toda la casa de Mé­
xico tu paisana—. . . —Puta, pues qué mal gusto—. . .
—Pero no es lo peor—. . . —¿ah, no?— le digo abrien­
do la puerta del jardín. —Se metió con el Mil usos.
Que además es casado, su mujer estaba de vacacio­
nes—. . . —Chiro—. . . El Mil usos, tan mañoso, le
tomó fotos con una Polaroid. Desnuda. Más barato
que suscribirse a Caballero. —Dile a tu paisana que
se ponga a dieta—. . . Pegó las fotos en las paredes de
su cuarto e invitó a media casa a visitar la exposición.
La otra mitad no tuvimos el gusto por razones de sexo,
pero los participantes orgullosos nos ponen al tanto.
Voy a atravesar la calle y no se me despega. —Maestro,
es usted una mierda—. Abre los ojos espantado. —Quí­
teseme de enfrente porque es usted una mierda—. Cru­
zo la calle y lo escucho gritarme: Pinche burguesa.
He tenido una misma amiga durante toda la vida.
Me ha sido leal como nadie y pienso que he intentado
merecer su ternura. Cuando soy feliz pienso en ella de­
seando grabarme en un pedazo de corazón cuanto veo
y enviárselo en papel manila y por correo aéreo. Me
preocupa ser olvidada por mi única amiga. Escucho
brevemente su voz en el teléfono y me viene el placer
cálido de nuestra vieja promiscuidad. Nacimos a po­
cas cuadras de distancia, fuimos a la misma escuela,
a los mismos bailes y nuestros respectivos padres gus­
taban de abofetearnos por motivos similares en la me­
jilla izquierda. Compartimos la época del amor y el son­
rojo reglamentarios, comimos idéntica porquería y en
el fondo nos sentíamos elegidas. La diferencia estaba,
ahora lo sé, en nuestra capacidad de ser amigas. La
adolescencia, por supuesto, nos tomó por sorpresa y
estoy convencida de no haberme arrancado los sesos,

130
el cuello o las orejas nada más por la fortuna de sa­
bernos tan íntimas. Necesito envejecer sintiéndola con­
migo y en las noches la recuerdo tan limpia y tan ente­
ra diciendo: —soy cobarde— con un gesto tímido. Mi
amiga la cobarde no busca disculparse y vive su ternu­
ra con impudicia hasta el punto de hacerme sufrir. Se
pone triste porque tiene más intuición que inteligencia
y escribe largas cartas maldiciendo su incapacidad de
razonar. Le mando un beso donde esconde el cerebro
y le aseguro que cualquier día vendrá a iluminarnos
la idea.
Yo admiro en mi amiga una nobleza que ha libra­
do batallas, una generosidad conservada contra la ad­
versidad. La vi limpiando vómitos de tiranos borra­
chos, llorando la humillación de ser insultada. La vi
temblando de miedo y culpa como un animalito atra­
pado cuando escapar era una posibilidad impensable.
La respeto sobre todo porque no viene de una de esas
ternuras protegidas, continuas, engrasadas de bienes­
tar. Ella es buena y a pesar. Como los niños ignoran­
tes del peligro mi amiga la cobarde (tantas veces visi­
tada por el mal) abre muy grande la puerta de su casa.
En medio de nosotras se acurruca el océano y a estas
distancias poco humanas puede suceder que mi amiga
llegue a considerarme innecesaria. Siento vértigo de
imaginarme un futuro sin ella. Algo debo de inventar
para evitarme su olvido. Un caracol amarillo que es­
criba mi afecto en su jardín, un buzón donde se abran
como estrellas de mar las cartas. Un teléfono descom­
puesto que me permita invadirla cuando hace el desa­
yuno, recorre una novela o juega con sus hijos los mu­
ñecos del guignol. ¿Y si le digo simplemente; no me
dejes? Está dicho; No me olvides. No me dejes.

XII

Está castigada en su cuarto la niña respondona y re­

131
corta muñequitos de papel. Como el castigo dura todo
el fin de semana tiene tiempo suficiente para hacerse
de un ejército de personajes de periódico. Los enfila,
les pone nombre y apellido y les escribe en el dorso la
edad y ocupación. Una vez que los conoce con deta­
lle; preferencias, dirección imaginaria, rasgos de ca­
rácter, toma las tijeras y uno por uno les corta la ca­
beza. Julio, carnicero, veinte años, vive en la cuadra
junto al parque y es fanático del fútbol. Condenado
a la guillotina porque es malo. Rafael Díaz, treinta y
seis años, ingeniero, se le corta el cuello porque fuma
pipa y huele mal. Isabel Benítez, decapitada a hacha­
zos por besarse en exceso con el novio en una banca
de la plaza. . .T ras el juicio final la niña entierra los
cuerpos en la tierra de las plantas. No hay espacio su­
ficiente y más de la mitad de los cadáveres deben ser
incinerados. Tira un montón de cenizas en el water y
el resto los revuelve en la masa del pastel. Ese día no
comerá postre como parte del castigo. Los otros con­
sumirán, sin saberlo, cenizas de guillotinados y pro­
bablemente morirán envenenados antes del amanecer.
La niña vuelve a su cuarto y a falta de muñecos se
corta con las tijeras el dedo pequeño. De todas mane­
ras sólo lleva un anillo y tiene por lo tanto nueve de­
dos inútiles. Como adora la simetría, después del dedo
pequeño de la mano izquierda rebana sin piedad el de
la derecha. Las manos son iguales. Vuelta a la norma­
lidad. La niña se bebe la sangre y se come los dedos
porque el castigo incluye dejarla sin almuerzo y tiene
hambre. Llama a su mamá. Su mamá viene y le dice
que ¿cómo van a lograr casarla ahora que sólo tiene
ocho dedos?. La niña sugiere que la envíen a casarse
a China para que nadie se dé cuenta de la carencia de
meñiques. La madre aventura que los chinos también
tienen cinco dedos en cada mano, pero en el fondo
duda y le sugiere informarse en la Enciclopedia Britá­
nica. La madre dice que no es más que una niña mal

132
agradecida, debe de haberle costado semanas de em­
barazo para hacerle los dedos. De haberlo sabido se
pasaba los meses de estado comiendo chile y bebiendo
aguarrás para que saliera una niña sin ojos, con tres
piernas y el cráneo chiboludo. Lo cierto es que quizá
por el calor le había salido tarada. La nena piensa con
satisfacción que acaba de masacrar ciento cincuenta
y seis personajes del periódico, bien contaditos. No será
tan estúpida si conoce los números.
Hasta el cuarto llegan los gritos del hermano. El
padre se ocupa de su educación. Como hace cochina­
das, el hermano no va a crecer y se va a volver tarta­
mudo. El padre le grita que mejor se vaya de putas.
La niña piensa que es irse de vacaciones y se pone a
llorar por la ausencia del hermano. Están todos en el
cuarto. El padre le dice a la madre que parió a un ma­
ricón. —Oye maricón— pregunta la niña —¿tú crees
que los chinos tienen más de ocho dedos?—. El her­
mano lo ignora. Sabe, en cambio, que los padres en
China tienen bien desarrollados el índice y el pulgar
y les jalan tanto las orejas a los niños que la piel se
les pone amarilla y los ojos estirados. Ellos hablan un
idioma secreto y los padres no entienden.
Como es su día de descanso el papá quiere jugar
con un fusil a Guillermo Tell. La niña le mira las ma­
nos a la mamá y tienen diez dedos, el papá tiene diez
dedos y avisa al hermano que él tiene los mismos diez
dedos que tienen ellos. El hermano, horrorizado, toma
la navaja de rasurar y se lima los meñiques. Se los co­
men y comienzan a sentirse fuertes. Reinician el con-
teo y comprueban que el enemigo suma veinte dedos
y ellos sólo dieciséis. —Estamos salvados— dice la niña
aliviada, —somos de una especie diferente por una di­
ferencia de cuatro dedos.
XIII
Hacer. MMMMMMMH. Construir. Producir.

133
MMMMMMMMMH! ¿Qué deseo hacer exactamen­
te? fuera de caminar por la orilla del río, fuera de ju­
gar, fuera de espiar. —Tu problema— dice Alberto es
que tienes un alma demasiado ligera, como de bailari­
na, necesitas peso— ¿Peso?. . . —Tu problema— dice
Sara —es que eres demasiado obsesiva—. . . That’s
right.— tu problema —dice Claudio —es que abun­
das en el sentido lúdico y careces del sentido del deber—
¿Deber?. Inútilmente contemplativa. Pasaré la vida en
el pretexto de elegir la acción adecuada. Todos pare­
cen saber con tanta exactitud de dónde cojeo, que me
vuelvo esquizoide. ¿O será cuestión de sumar las opi­
niones?: Obsesiva, sin peso, sin sentido del deber, et­
cétera. ¿Y si comenzara a hacer? Correr por ejemplo,
regar las plantas. Hay un sentido en cada minúscula
acción. Circulo vicioso: me angustio porque no actúo
y la angustia me impide actuar. Leo para espiar perso­
najes actuando por mí, sería capaz hasta de ponerme
a escribir por los mismos motivos. Me encanta ir al
cine, claro. Guillermo de Basquerville desentraña el
misterio del libro prohibido. Habla de la Comedia.
Aristóteles en el Tomo II de la Poética. El libro desa­
pareció en el argumento de una novela de Eco y yo lo
busco ilusionada con la descubierta del mecanismo de
la risa. Si lograra reírme a carcajadas, reírme con la
misma energía que soy capaz de invertir en llorar, qui­
zá las contracciones de mi cuerpo expulsen los demo­
nios y aliviada me acueste a dormir durante treinta y
seis días con sus noches y al despertarme estaré sana.
Treinta y seis días de sueño. Agotaré las pesadillas. Seré
perseguida, asesinada, abandonada tantas veces que ha­
brán de bastar para las noches del resto de mi vida.
Sueña con el abandono la histérica. Existe (desci­
fro mis apuntes que descifran a su vez al Gran Esoté­
rico) en la espera de una aprobación simbólica. Pero
el simbolismo es el mar donde jamás se toca fondo.
Repetirá obsesivamente su demanda la histérica y el

134
otro, cualquier otro no podrá hallar el punto justo en
el cuál crecen las algas. Afirmo que las algas abrazan
el corazón de la histérica, le arrebatan la percepción
del futuro. La arrastran hasta el fondo de océano como
un ancla que fija el tiempo.

XIV

En los cursos de Marie-Claire (psicoanalista y, des­


pués de todo, feminista) uno llega a convencerse de que
la histérica es casi una revolucionaria con métodos bas­
tante rudimentarios, cierto. La guerrillera doméstica,
la Mártir de la lucha de sexos. Hay dos representantes
del enemigo en el curso atascado de mujeres, los po­
nemos fuera de combate en 30 segundos. Marie-Claire
dice que sin exagerar, ¡No a la imposición del goce fá-
lico! (bueno, pero el goce fálico si uno lo mira deteni­
damente. . .) ¡No a la opresión de la clase femenina!,
¡No a la transacción con el esclavista! (ay, pero si te
fijas son peluditos y hasta entre ellos hay de todo, por
ejemplo mi cuate.) Uno de los embajadores del uni­
verso hombre alza el dedo tímidamente y en un arran­
que de democracia le permitimos la palabra: él consi­
dera que después del movimiento de los años setentas
la condición de la mujer ha cambiado. . . ¡Cambia­
do!. . . ¿Y el proyecto de ley para que una mujer que
aborte no obtenga los beneficios de la seguridad so­
cial? y las violaciones yyy le llueven las estadísticas.
Si vuelve a hablar el inocente segurito lo linchamos en
nuestro frenesí libertario. Embajador num. dos salta
en defensa de su semejante con la pretensión bastante
desgraciada de citar a Nietzche. ¿Quiiiiii? Nietzche?. . .
Ese misógino, mitómano, antropófago! ¡ja! Si Lou An­
drea lo hubiera pelado. . . Se pasó la vida debatién­
dose entre faldas. . . (oye, ¿era muy macho este Nietz­
che?. . . ¿a poco como Freud?). ¡No al machismo
internacional! Damos de gritos, tamboreamos las me­

135
sas. Tooodas lectoras del Segundo sexo y La mujer
enunco y La pequeña diferencia y El mito de la fem i­
neidad y El complejo de cenicienta y La dialéctica de
los sexos y demás. Estamos a punto de salir a cortarle
la cabeza a media facultad, comenzando por nuestros
rehenes (puta, pero yo estoy bien enamorada de mi cua­
te y hasta hace de comer y ya me encontró el punto
G); ¡Todos unos chauvinistas! (menos mi cuate y mis
hermanos y mi papá).

XV

Vendrás y contigo pasarán el umbral todos los hom­


bres. Te lo exijo. Me han dicho que el tiempo femeni­
no es circular, marcha a saltos. Cada despedida nos
arroja al espacio del cero donde la experiencia reco­
mienza. Te exigiré demasiados absurdos esta noche.
Ser el primer hombre, el último, ser mi amigo, mi pa­
dre. Te pediré amarme tiernamente y acariciarme con
violencia. Te exigiré desesperada que me inventes y te
rechazaré ofendida porque no sabes verme libre. Ten­
go ganas, tengo miedo. No entenderás, no entendere­
mos ninguno de los dos, porque te quiero y lloro, por­
que el amor se continúa en este llanto desolado entre
tus brazos. Te preguntaré como siempre ¿quién eres?.
Eres otro mi amigo, eres otro. Me acaricias, me abra­
zas, te separas. Te reprocharé tu abandono. Te repro­
charé no haberme transformado en el amor, no haber­
me creado una que pueda levantarse y salir a la calle,
sí, esta tristeza grande de estar separados. Te repro­
charé la soledad de mi infancia y una adolescencia man­
chada de mentiras, la mirada repugnante de algún hom­
bre y los consejos vulgares de las mujeres adultas. Te
reprocharé no haber crecido junto a mí, no desear
adoptarme, saberme individuo. Voy a dudar cuando
digas que soy bella y no quieras dominarme. Te exigi­
ré yo, la que se intenta libre, que en la pasión me des

136
un rostro y olvidaré para sentir que te soy leal (sin que
tú lo pidas ni comprendas), que soy mujer antes de lle­
gar a tu abrazo, que soy mujer si te quedas o te ausen­
tas. Que existo antes, después de ti, que existo fuera
de ti.

XVI

Asoma en la superficie su rostro de tjmidez la clandes­


tina. Como los indígenas colonizados, ha padecido la
humillación de mirarse habitante indeseable en una tie­
rra originalmente suya. Es una parte de mí la clandes­
tina y soy también el tribunal condenándola a vivir una
reserva. Siempre la supuse obediente. Pero está harta
de esconderse, de ahogarse allí dentro donde la hago
callar y se subleva. Su rebelión tiene que ver con mis
angustias. Quiere tomar posesión de mí. Como durante
años la he ignorado me encuentro ante la fuerza im­
prevista de una adversaria desconocida. Me sorpren­
den su violencia y su pasión. Me avergüenza. Promete
una vida si la dejo salir. ¿Cuál vida? Le ordeno: —
quédate quieta— y soy capaz de asesinarla en nombre
de una seguridad ficticia. La única que me ha sido ac­
cesible. Ella se burla de los cerrojos en la puerta, la
cuentecita de banco, las tarjetas declarándome legal.
La verdadera seguridad es la armonía. Estamos de
acuerdo, pero ¿cómo conciliarnos?. Para ser honesta,
soy de esas personas dispersas por cobardes, de las da­
das a proclamar la coherencia desde el sofá mullidito
del más incoherente de los métodos. No estoy hablan­
do mal de mí. Sólo me describo. A mí me hicieron una
ciudad concretísima, la familia, la escuela, los vecinos.
La clandestina me habitaba desde el comienzo con su
energía sin sexo, su ansia de ver el mundo, sus manías
transgresoras. Basta decir que se negó a amar al pri­
mer hombre al que amé, se aburrió en la mayor parte
de las fiestas y me gritó hipócrita millones de veces

137
cuando ofrecía la mejor de mis sonrisas. La sumergí
en el último agujero de mí misma, aunque no dudo,
clandestina escurridiza, que haya logrado colarse por
los ojos o entre alguna palabra. Pido disculpas a la opi­
nión publica.
No es, claro, mi única inquilina. A su lado viven
Aurelia, el pobre mounstruo y vete a saber cuántos más
que no me he tomado la molestia de analizar con de­
talle. Pobre Monstruo, apareció con su cuerpezote es­
torboso y gordo a mitad de un absurdo ataque en el
que mi voz repetía: —vivo en círculos, vivo en
círculos— Mientras yo miraba la escena desde afuera
y tenía la impresión de estar frente a un acontecimien­
to ridículo y peligrosamente rayando en la demencia.
Mi amigo (al que perdí hace unos meses) me acomodó
dos bofetadas o quizá cuatro, como habrá visto suce­
der en las películas. Lo vi desesperado (yo siempre des­
de afuera) y pensé, mientras la voz que salía de mí in­
sistía en aquello de los círculos, que inflamarme las
mejillas era anti-estético y difícilmente serviría de so­
lución. Desde el fondo de mi estómago, Pobre Mons­
truo se debatía como un loco por salir. Para nada insi­
núo que es malo, simplemente ha crecido mucho y tiene
ahora un problema de espacio. Es más bien un sujeto
pacífico y dulce consumidor de desperdicios. Cabe
mencionar también (sin faltarle al respeto) que no es
muy listo. Incapaz de comprender las anécdotas, los
argumentos, a él sólo le ha dado por sufrir. Siempre
de manera irracional. Cuando yo me despido y entiendo
con la lógica convincente de la vida práctica y de la
distancia y del tiempo, cuando yo estoy de acuerdo en
partir o en que partan, Pobre Monstruo, medio idiota
como es, hace contra mi voluntad de la separación una
tragedia. Llora a gritos, tan abundamentemente, que
me llena el cuerpo de agua y entonces me veo forzada
a llorar a mi vez para evitar que el torrente me llegue
al corazón y se me ahogue. Si por él fuera pasaría la

138
vida frotando su cabezota lampiña contra el pecho pro­
tector de mis amigos. Si por él fuera, en vez de a la
Facultad, donde se aburre, iríamos a armar rompeca­
bezas y a pintar cuadritos en algún aula de escuela pri­
maria. Le explico pacientemente que yo soy un adul­
to, pero se alía con Aurelia para burlarse de mí y en
ocasiones interviene la clandestina dedicándome sono­
ras trompetillas (horror esta clandestina, nunca ha oído
hablar de la femineidad). Cuando me ocupó el pobre
Monstruo durante el ataque comprendí cómo está lleno
de buenas intenciones. No haría de mí una loca furio­
sa, en su posesión no intervendrían ni los alaridos ni
la ruptura de platos (al menos enloquecer sin agredir
las conciencias de la cuadra). Sería sólo un animal bla-
buceador. Me escondería en un cajón oscuro o entre
las patas de la mesa y me chuparía el dedo pacifica­
mente murmurando necedades. No odia a nadie este
pobre Monstruo pobre, sólo ha tragado el dolor ante
el cual creí escaparme, las lágrimas que no lloré a tiem­
po, los besos que no me di la oportunidad de extra­
ñar. Este gordo ha sido la cloaca de Aurelia, de la clan­
destina y la mía, y está, por decirlo en términos justos,
llenitito de Mierda.

XVII

El éxito del circo consiste en haber descubierto una es­


pecie exótica: Mamífera, bípeda, parlante, incoheren­
te y furibunda a galope entre la bestia tal y como la
conocemos y el hombre tal y como lo imaginamos. Una
vez la maravilla detectada, se montó el espectáculo bajo
una inmensa carpa con sitio para veinte mil butacas.
Desfilaban los leones, los osos, los elefantes, las lla­
mas y los payasos cargados de monitos. En la cumbre
del show, la especie ridicula (mamífera, bípeda y furi­
bunda) se desplazaba por el amplio escenario con me­
lenas despeinadas y actitud desafiante. Algunos tara­

139
reaban canciones de Rock con tal fuerza que su voz
se escuchaba por encima de las fanfarrias y el público
enardecido se desgañifaba en insultos y exigía un es­
carmiento. El escarmiento y no el desfile de la especie
extraña era en realidad el gran momento de la noche
y la justificación del alto precio de las entradas.
A diferencia de las cebras o las jirafas, la especie
show portaba vestidos y parecían, a pesar del tumul­
to, bastante más diferenciables entre sí que las hormi­
gas o las cucarachas. Llegaban a existir en sus fisono­
mías y tamaños las grandes diferencias, por ejemplo,
entre un San Bernardo, un pekinés y un pastor alemán.
En principio la clasificación era dudosa, pero podía
aventurarse la existencia de un macho y una hembra
como en la mayoría de las especies.
¡Los adolescentes! señoras y señores, ¡los adoles­
centes! (y de qué adolescerán éstos tú?). Se les exigía
copular a mitad del escenario bajo el letrero: “ Hotel
de paso” , entre matronas de delantales sucios, enanos
tocando la trompeta, enrollando serpentinas, cubrién­
doles el cuerpo de hormigas. El cuerpo del adolescen­
te hembra reposaba sobre una cama de clavos y sus
gritos se repartían por la carpa confundidos con los
rugidos anhelantes del público. Un gorila amaestrado
y con lentes les pasaba las obras completas de Master
y Johnson, un kanguro se sacaba de la bolsa enanos
en posición fetal y un perico berreaba la epístola de
Don Melchor Ocampo.
Al detenerse el movimiento, cuando los dos lasti­
mados y llenos de miedo se abrazaban y se lamían la
sangre, la mujer más gorda del mundo hacía su entra­
da triunfal enrollada en una túnica de veinte metros.
Se colocaba junto a ellos, abría la boca (una boca enor­
me de ballena) y les dejaba caer un aguacero intermi­
nable de vómito amarillo. Los enanos despanzurraban
decenas de cojines y las plumas se pegaban en el vómi­
to. —Ahora están vestidos— decía el anunciador. . .

140
—Los a-do-le-scen-tes—. . . y la pareja desfilaba hu­
millada entre la caravana de mounstros de circo. El pú­
blico aventaba volantes de propaganda. El domador,
todo de negro y con botas altas, los salpicaba de agua
bendita repitiendo latinajos.

XVIII

Los tiempos oscuros son tiempos de palabras. Si tan


sólo pudiéramos ser sabios. Seríamos cotidianos. Se­
ríamos cotidianos si estuviéramos completamente vi­
vos. Amaríamos el día, el álbum de fotos que es un
día. Apreciaríamos el placer de abrirnos a una maña­
na gris porque en las mañanas grises son bellas las to­
rres de los edificios junto al río. Apreciar al hombre,
tangible, bien concreto. Al desconocido que en el me­
tro esconde sus resecas manos de immigrante para mi­
rar a hurtadillas la carta de una esposa, la foto de fa­
milia. Si fuéramos sabios la felicidad crecería de una
manera extendida alimentando los pájaros y estaría­
mos conscientes desde nuestro espacio de que frente
al yo está el otro, es decir, su propio yo encontrando
mi otredad. Se diría entonces amor y amigo y mesa y
habríamos entendido, alguien allí habla justamente del
amor, la amistad o de la mesa. Si fuéramos cotidianos
reencontraríamos el placer, el privilegio violado de sen­
tirnos honestos.
Pero la sabiduría es un sueño y en cambio son os­
curos los tiempos. Se llama David el Gran Mago y jun­
to a él vuelvo a ser una niña, tengo un amigo y en los
momentos más bellos nos perdemos en juegos. Lucy
en el cielo con diamantes. La esperanza como una niña
en el cielo rodeada de globos, de diamantes, de pája­
ros. Me miro los tennis como entonces (cuando la vida
era agua y el temor y la amistad eran agua), sentado
sobre una banqueta mi corazón tantos años después
continua mirándose sorprendido los tennis. No me en­

141
gañan, tengo diez años y estoy enamorada de un fran­
cés de la legión extranjera, ha dejado de llover y cons­
truyo un barco de papel, sólo uno que corre en el
torrente de lodo calle abajo. En él, en uno grande igual
a él vendrá a salvarme Mauricio el legionario. Tengo
cinco años y me enamoro de mi padre, de esa tenaci­
dad implacable en el rostro de mi padre. Me enamoro
del brazo, del puño, de la fuerza de mi padre. Tengo
cincuenta años y miro una fuente de bronce en una pla-
cita de Roma, pienso en una novela y en el abrazo que
me espera a unas cuadras. No, ahora ya no me enga­
ñan, voy a morirme y estaré enamorada.

XIX

Me viene el impulso de acariciarle el cabello a mi Gurú.


A mi psi, que se parece a Lino Ventura y tiene más
de cuarenta años y el cabello entrecano y se sonroja
y dice con una expresión infantil que Argentina es el
país mas hermoso del mundo. Si intentara acariciarle
el cabello me soltaría un manazo o me pondría de pa­
titas en la puerta. Lástima. También se me antoja abra­
zarlo y juntar mi mejilla a la suya, sobre todo los días
en que no se rasura. Si lo hubiera conocido en la calle,
en otras circunstancias, me estaría permitido acariciarle
el pelo, pero en esas otras circunstancias muy proba­
blemente no hubiera tenido ganas. Vaya usted a saber
quién es en su casa este señor. A la mejor amenaza y
da de gritos. Lo quiero en nuestros treinta minutos por
honesto y por ternuritas y por bueno. Mi psicoanalis­
ta anterior era un tipo satisfecho y burgués, en su sala
de espera desfilaban principalmente señoras con cho­
fer y enjoyadas. Basta comparar las clientelas. Jamás
se hará rico este gaucho despampado. Recluta sus pa­
cientes entre estudiantes latinoamericanos, franceses
lectores de Liberation, todos jóvenes, todos de aire li­
geramente jodido. Ni quien pague tarifa de cinco es­

142
trellas. Y por eso me entran unas ganas furibundas de
embarrarle las mejillas y acariciarle el pelo. Hasta leyó
a Sor Juana mi psi y a veces siento, siempre respetuo­
sa del usted, que nos tuteamos en sitios que no son las
palabras.
Afirma que estoy mejor. . . Uno busca lleno de es­
peranza los caminos que los sueños prometieron a sus
ansias/ . . Él nota cambios importantes. . ./ Uno lu­
cha y se empecina en su afán de dar su amor/. . . Por
lo menos ya entiendo que es necesario hacer algo an­
tes de morirme. . ./ Sentir que es un soplo la vida/. . .
El trabajo consiste en atreverse a hablar. . ./ te acor-
dás hermano qué tiempos aquellos/. . . Reconciliarse
con el universo masculino. . ./ y por ese cachivache
soy lo que soy/ No tener miedo del otro. . ./ Si yo tu­
viera el corazón, el mismo que perdí/. . . Vivir el acto
analítico. . ./ Dame un ramo de voz, pa’ salir a can­
tar mis vergüenzas en flor/. Tengo tiempo. Veintitan­
tos años no es nada.
El significante fálico, el falo de la madre. . . Tri­
gonometría avanzada, yo estoy en la división de cua­
tro cifras. Ya está, póngame en sus manos. No. ¿No
habría manera de que me adopte? ¿De que sufra por
mí? ¿Se haga responsable de mi salud mental? ¿Me or­
ganice la vida? ¿Me ordene el espíritu? ¿Me desempolve
la memoria? ¿Me desarticule la histeria? ¿Me dicte las
palabras?. Dice que él no es un mago. El muy ladino.
Se pretenderá científico este encanto. Uno habla y pa­
san los días y sigue hablando y se reconstruye y sueña
y de repente hasta se cura y éste viene a decirme que
por el hecho nimio de existir explicación y método ya
no es magia. Paso junto a él mil ochocientos segundos
tres veces por semana. La magia es aquello que sobre­
vive a la explicación, que sobrepasa las causas. Como
el teléfono y el cine y la tierra dando vueltas y el cielo
que es el universo y no un techo y este deseo de mirar­
le la pancita velluda cuando se le abre un botón de la

143
camisa. Tiene pancita de intelectual. A saber porqué
me provoca una ternura rabiosa esa parte del cuerpo
masculino. Cuando quiero a un tipo soy capaz de llo­
rar de emoción ante su ombligo.
Pasamos juntos cinco mil cuatrocientos segundos
por semana. Esfinge. . . Pitonisa. . . Sacerdote. . .
Juez. . . Pantalla. . . índice. . . Oreja Descomunal. Si­
lencio lleno de ecos. Amigo muchas veces. En el fon­
do de tus ojos, Gurú, crecen tulipanes amarillos y si
esta vez no nos equivocamos, Aurelia, la clandestina
y yo, haremos amistad.
David, Gran Mago, Bienaventurado seas junto a
Cortázar entre todos los argentinos, entre los analis­
tas ingenuos, Bienaventurado seas entre los discípulos
de Lacan.

144
Tiempos oscuros se terminó de imprimir
en diciembre de 1988 en los talleres de
Marc Ediciones, S.A. de C. V. Calle Gene­
ral Antonio León No. 200, Col. Juan Es­
cuda, 09100 México, D.F. Para la compo­
sición se usaron tipos digitales English Ti­
mes de 8, 9, 10 y 12 puntos. Se tiraron
3 000 ejemplares impresos en papel Cultu­
ral de 44.5 kg., con forros en cartulina
Couché de 210 gr., más sobrantes para re­
posición. El cuidado de la edición estuvo
a cargo de César Meráz.
GOBIERNO D E L E ST A D O D E TA B A SC O

Lie. José María Peralta López


Gobernador Constitucional Substituto del Estado de Tabasco

Lie. Humberto Mayans Canabal


Secretario de Gobierno

Lie. Guadalupe Cano de Ocampo


Secretaria de Educación, Cultura y Recreación

Lie. Laura E. Ramírez Rasgado


Instituto de Cultura de Tabasco
Directora General
Obras editadas por di Gobierno del Estado de Tabasco
1985-1988

BIBLIOTECA BÁSICA TABASQUEÑA

Serie Antologías
Antología folklórica y musical de Tabasco, Francisco J. Santa­
maría y Gerónimo Baqueiro Fóster (primera reimpresión)
Tabasco, textos de su historia, Ma. Eugenia Arias, Ana Lau y
Ximena Sepúlveda
La Bohemia Tabasqueña, autores y obras. (Primera y segunda
épocas), Gerardo Rivera
Por la ruta histórica de México, Centroamérica i las Antillas (vo­
lúmenes 1, 2 y 3), Marcos E. Becerra
Oradores de Tabasco (4 volúmenes), Juan José Rodríguez Prats

Serie literatura
E l libro vacío, Josefina Vicens
Melancolías y procelarias, José María Pino Suárez
Un niño en la Revolución Mexicana, Andrés Iduarte
Antología poética, José María Bastar Sasso
La novela en Tabasco, Gerardo Rivera

Serie Tradición
El caporal. El trabajo empírico en el campo de Tabasco, Manuel
Gil y Sáenz

Serie Ensayo
José María Pino Suárez, Diego Arenas Guzmán
Semblanzas, Jesús Ezequiel de Dios
Tabasco: una historia compartida, Ma. Eugenia Arias, Ana Laii
y Ximena Sepúlveda
Ingeniería y humanismo, Eduardo Chávez
Serie M onografías
Las tierras bajas de Tabasco en el Sureste de México, R.C. West,
N.P. Psuty y B.G. Thom

Serie Política
Discursos por Tabasco (5 volúmenes), Enrique González Pedrero
Tabasco a través de sus gobernantes (14 volúmenes)

COLECCIÓN ARQUEOLOGÍA,
ANTROPOLOGÍA E HISTORIA

Serie Arqueología
Olmecas y mayas en Tabasco. Cinco acercamientos, Lorenzo
Ochoa, Maricela Ayala Falcón, Marcia Castro-Leal, Ernesto Var­
gas Pacheco y Otto Schumann (primera reimpresión)
Los ladrillos de Comalcalco, José Luis Romero Rivera, Luis Fer­
nando Alvarez Aguilar y Ma. Guadalupe Landa Landa

Serie Antropología
Chontales de Centla. El impacto del proceso de modernización,
Carlos Incháustegui
El chontal de Tucta, Benjamín Pérez González
El zapateo tabasqueño, Jorge Priego
La música de Tabasco, Thomas Stanford

Serie Historia
El Tabasco porfiriano, Marcela Tostado
Doña Marina, Malintzin, Geney Torruco Saravia
Tomás Garrido, de líder carismàtico a líder institucional, Isabel
G. Chávez Zamora

COLECCIÓN GUÍAS
Guía arqueológica del Parque-Museo de La Venta, Lorenzo Ochoa
y Marcia Castro-Leal
Archeological Guide o f the Park-Museum o f La Venta, Lorenzo
Ochoa y Marcia Castro-Leal
Guide Archéologique du Parc-Musée de La Venta, Lorenzo Ochoa
y Marcia Castro-Leal
Archäologischer Führer Museumspark La Venta, Lorenzo Ochoa
y Marcia Castro-Leal
Guía botánica del Parque Museo de la Venta, Silvia Capello Gar­
cía y Ángel Alderete Chávez
Guía arqueológica del Museo de Jonuta y notas históricas de la
región, Lorenzo Ochoa y Alma Rosa Espinoza
Guía arqueológica del Museo de Balancán y notas históricas de
la región, Lorenzo Ochoa

AUTORES TABASQUEÑOS CONTEMPORÁNEOS

Trilogía de sombras (1972-1983), Ciprián Cabrera Jasso


Sin lugar a dudas, Teodosio García Ruiz
Retratística de muertos, Efraín Gutiérrez
Cuaderno de notas, Ramón Bolívar
Poemario, Auldárico Hernández Gerónimo
Entre la luz de la luna y el retrato, Ciprián Cabrera Jasso
Amarillo brillante, Julia Calzada
Advertencias amorales al lector y cierto tipo de cuentos sumamente
inocentes, Mario De Lille
Tiempos oscuros, María Teresa Priego

SERIE CUADERNOS

La cultura olmeca, Laura Sotelo


El habla de los pueblos, Evangelina Arana de Swadesh
La cultura maya, Laura Sotelo
Los antiguos habitantes de Tabasco, Benjamín Pérez González
Lecturas complementarias, Francisco Hinojosa (compilador)
Del mundo prehispánico a la Colonia, Sergio Hernández Galindo
Acerca del arte popular, María Teresa Pomar

COLECCIÓN ARTE
Fontanelly Vázquez: recuerdos en claroscuro, Ramón Bolívar y
Leticia Ocharán
Miguel Ángel Gómez Ventura: diálogo con la naturaleza, Bertha
Ferrer
José Francisco: la pintura de lo inasible, Juan García Ponce y
Leila Driben
Férido Castillo: el grabado como expresión popular, Bartolo
Jiménez Méndez
Héctor Quintana: búsqueda y encuentro, Jorge Priego
Alejandro Ocampo: incursiones en el ser tabasqueño, Andrés
González Pagés
Marco Tulio Lamoyi: las flores del Gólgota, Eduardo García
Aguilar y Francisco Cervantes Flores
Leticia Ocharán: abstracción y sugerencia de lo real, Antonio Ro­
dríguez
Yolanda Andrade: los velos transparentes, transparencia de los
velos, Carlos Monsiváis
PUBLICACIONES ESPECIALES
Tabasco: una cultura del agua, Alvaro Ruiz Abreu y Graciela
Iturbide
La Casa de los Azulejos, Francisco Ramírez Badillo
Muestras de la flora de Tabasco, Elvia Esparza, Ángeles Guada­
rrama, Gonzalo Ortiz y Ofelia Castillo
Muestras de la fauna de Tabasco, Elvia Esparza, Alejandro Ca­
brera, Andrés Granados, Laura del Carmen González, Raúl Pi­
neda, Raúl Zapata, Salomón Páramo y Stefan Arriaga
Semblanzas II, Jesús Ezequiel de Dios
Esquema para una oda tropical (a cuatro voces), Carlos Pellicer.
Edición crítica, comparada y anotada por Samuel Gordon
Bodas de sangre (versión oxoloteca), Federico García Lorca. Fo­
tografía de Lourdes Grobet
Petróleo y desarrollo, José Eduardo Beltrán (segunda edición)
Ejercicios de lectoescritura. Alfabetización a partir del nombre
propio, Irena Majchrzak
Por el sendero de la danza, Gloria Mestre (2 volúmenes)
Cien años de investigación en antropología e historia prehispánica
de Tabasco, Lorenzo Ochoa
Cartas a Salomón, Irena Majchrzak
Diccionario General de Americanismos, Francisco J. Santama­
ría (edición facsimilar en 4 volúmenes)
COLECCIÓN DE LIBROS PARA NIÑOS
Y RECIÉN ALFABETIZADOS

Sede Pictográfica Infantil Poetas Tabasquefios


Las cosas sencillas, José Gorostiza
¿Quién me compra una naranja?, José Gorostiza
Cantarcillo, José Gorostiza
La ceiba, Carlos Pellicer
La casa del viento, Carlos Pellicer
El sol, Carlos Pellicer
La creciente, Andrés Iduarte
La selva, José Carlos Becerra
La noche, José Carlos Becerra
Romance de la agüela Juana, José María Gurría Urgell
Cantar,

Serie Testimonios
El cultivo de la calabaza, Marcio López. Recopilación. Promo­
tores voluntarios de la cultura de Tacotalpa
De los pescados, Marcio López. Promotores voluntarios de la cul­
tura de Centla
Nuestra casa, Ramón Bolívar-;Marcio López
Elcultivo del frijol, Marcio López. Recopilación.
El cultivo del maíz, Marcio López. Recopilación.
El cultivo del café, Marcio López. Recopilación.
El solar de mi casa, Marcio López. Recopilación.
Reproducción de las hicoteas, Marcio López. Recopilación.
El pescador, Marcio López. Recopilación.
La carbonera, Marcio López. Recopilación.
Elaboración de los cayucos, Marcio López. Recopilación.

Serie Cuento Tabasqueño


El bejuco, Niños de los albergues indígenas de Tabasco (Segunda
edición, versión maya-chontal)
El trueno, Niños de los albergues indígenas de Tabasco (Segunda
edición, versión maya-chontal)
Los aruxes, Niños de los albergues indígenas de Tabasco (Segunda
edición, versión maya-chontal)
El conejo y el cazador, Niños de los albergues indígenas de Ta­
basco (Segunda edición, versión maya-chontal)
El hombre que se convirtió en tigre, Niños de los albergues indí­
genas de Tabasco (Segunda edición, versión maya-chontal)
La leyenda de los Kooyajs, Niños de los albergues indígenas de
Tabasco. Recopilado en Tamulté de las Sabanas por Leticia Rivera
El encanto de la Laguna de San Pedro, Niños de los albergues
indígenas de Tabasco

COEDICIONES
Antología folklórica y musical de Tabasco, Francisco J. Santa­
maría y Gerónimo Baqueiro Fóster. UJAT-ICT
Verdadera historia de la Revolución Mexicana, Josefina Vicens.
UJAT-ICT-
Voz viva de México, Josefina Vicens. UNAM-ICT. Disco
Material de lectura, núm. 7, Josefina Vicens. UNAM-ICT
El libro vacío-Los años falsos, Josefina Vicens. UNAM-ICT
Material de lectura, núm. 51, Julieta Campos. UNAM-ICT
El penúltimo poeta, Marcos E. Becerra. Prólogo de Francisco Va­
lero. INBA-ICT
La caja y otros cuentos, José Darío Gutiérrez. INBA-ICT
Entre la luz de la luna y el retrato, Ciprián Cabrera Jasso.
INBA-ICT
Rueda del tiempo, Rosario María Rodríguez Ruiz. INBA-ICT
Bajo el signo de Ix Bolón, Julieta Campos. FCE-ICT
El lujo del sol, Julieta Campos. FCE-ICT
Nuestra casa, Ramón Bolívar-Marcio López. SEO-ICT
El cuento circular, Julieta Campos. SEP-ICT
Dicionario Chol-Español, Español-Chol
Diccionario Chontal-Español, Español-Chontal
Ensayos etnográficos de seis Fiestas Patronales Chontales,
La Música de Tabasco, INBA-ICT (disco)
Autores
Tabasqueños
Contemporáneos

Títulos

1 Trilogía de sombras
(1972-1983)
C ip riú n C a b rera J a sso

2 Sin lugar a dudas


T e o d o sio G arcía R a íz

3 Retratística de Muertos
E fr a ín G u tié r re z

4 Cuaderno de Notas
R a m ó n B o lív a r

5 Poemario
A u Id úrico H e rn é n d e z
G e ró n im o

6 Amarillo brillante
J u lia C a lza d a

7 Advertencias amorales
al lector y cierto tipo de
cuentos sumamente
inocentes
M a r io d e L ille

Tiempos oscuros
M a ría T eresa P rieg o
Autores
Tabasqueños
Contemporáneos

Tiempos oscuros
I
En el tono, en la incandescente
caricia de un viento tibio que se
despeña por las hendiduras de la
palabra, el placer de narrar se
constituye a sí mismo en el diálogo,
como único vínculo, entre la
invención de la realidad y lo real casi
siempre terrible. La elaboración
literaria, entonces, no sólo nos
coloca frente a ella para entenderla y
reconocerse, sino, sobre todo, para
rescatarse de su paciente, astuta j -
despiadada legalidad.
Los tiempos oscuros, —dice María
Teresa— son tiempos de palabras. Y
con ellas, con las palabras extraídas
como globos de colores de alguna
voz imaginada por una niña,
incursionamos en estos, sus primeros
cuentos, por los caminos de la rabia
y la ternura, la sólida ternura en pie
de guerra, que nos regala un ámbito
bello y doloroso de su circunstancia
condición de mujer en el vasto y
bifurcado jardín en el que funda su
Universo ft^moninn

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