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Caroline Cunill
To cite this article: Caroline Cunill (2019) La protectoría de indios en América: avances y
perspectivas entre historia e historiografía, Colonial Latin American Review, 28:4, 478-495, DOI:
10.1080/10609164.2019.1681142
Introducción
En las últimas décadas, la publicación de numerosos estudios dedicados a la protectoría de
indios ha ensanchado notablemente nuestra comprensión de esta genuina institución
americana. Dos factores claves permiten entender no solo el creciente interés por una
institución que, hasta aquellas fechas, no había suscitado mayores interrogaciones, sino
también el renovado marco conceptual a partir del cual se interpreta en la actualidad.
Este interés no es ajeno a la evolución que se ha dado en la forma de abordar las
fuentes judiciales, puesto que, más allá de su estricto contenido, para esclarecer su
sentido los historiadores analizan tanto su estructura, como sus condiciones de produc-
ción. Así, se está prestando cada vez más atención al procedimiento (peticiones, alegatos,
pruebas escritas, testimonios orales, etc.), al funcionamiento de los tribunales (esencial-
mente, los aspectos jurisdiccionales) y al papel que desempeñaron diversos agentes en
la elaboración de los pleitos (protectores, procuradores, intérpretes, escribanos, quere-
llantes, testigos, etc.).1 Ahora bien, la ubicua presencia de los protectores en los juicios
que involucraban a indígenas ha favorecido el análisis de la emergencia, de las caracterís-
ticas y evolución de esta institución a lo largo del periodo colonial.
Por otra parte, los debates acerca del pluralismo jurídico, que se llevaron a cabo desde la
antropología jurídica (en estrecha relación con algunos movimientos sociales) y desde la
nueva historia de los imperios coloniales (concebidos como entidades caracterizadas por la
diversidad legal), han abierto un nuevo horizonte de interpretaciones para la protectoría
de indios.2 En el siglo XIX y buena parte del XX, esta institución había sido concebida a
partir de dos claves interpretativas: el rechazo hacia lo colonial causado por la ruptura de
las Independencias, por un lado, y el advenimiento de las nociones de ciudadanía y de
igualdad en derecho en las que se fundamentó el monismo jurídico, por otro. En vista a
ello, la protectoría no podía menos que aparecer como una perversión del sistema colonial.
No obstante, el giro hacia el concepto de pluralismo jurídico, según el cual la diversidad
cultural y las condiciones asimétricas de acceso al poder y a los recursos, simbólicos y
materiales, justifican la posibilidad de crear marcos legales diferenciados para los
pueblos autóctonos, ha alterado esta percepción. Este nuevo marco interpretativo ha pro-
piciado que los historiadores echen una renovada mirada sobre la protectoría.
El presente trabajo parte de la hipótesis de que un detenido examen de la producción
historiográfica dedicada a la protectoría de indios permite no solo realizar un balance de la
historia de esta institución, sino también esbozar nuevas perspectivas para su estudio. Así,
pues, su eje central consiste en hacer dialogar entre sí los discursos sobre la protectoría
generados a partir de distintas corrientes historiográficas, a saber, la historia institucional,
por un lado, y la etnohistoria, por otro (y sus más recientes desarrollos). Esta presentación
se organizará en torno a tres aspectos claves de la institución: la inscripción de los debates
sobre el cargo de protector en las luchas políticas que opusieron a distintos sectores
sociales del Imperio hispánico; la evolución del perfil sociocultural de los titulares del
oficio, su capacidad para fraguar alianzas con distintos sectores sociales (en especial con
la élite indígena) y el impacto que tuvieron aquellos factores en el desempeño de sus fun-
ciones; y, finalmente, el papel que desempeñaron los actores indígenas en las campañas
para que indios y mestizos pudiesen ser elegibles en los cargos de procuradores.
Con El protector de indios, Bayle (1945) ofreció el estudio liminar sobre la protectoría en
América. Pese a su marcado enfoque institucional, el elevado número de referencias a esta
obra, así como la general aceptación de las principales etapas de la protectoría delineadas
por Bayle muestran que su obra marcó profundamente la producción historiográfica pos-
terior. En efecto, se ha considerado el nombramiento de ‘protector universal de todos los
indios’ otorgado en 1516 a fray Bartolomé de las Casas como el primer antecedente de la
institución. Por otro lado, se ha ubicado entre 1527 y 1550 la etapa eclesiástica de la pro-
tectoría, esto es, el momento en que los obispos americanos ostentaban títulos de protec-
tores. Finalmente, se suele hacer hincapié en dos fechas claves en el desarrollo civil de la
institución, a saber, la promulgación en 1575 de las ‘Ordenanzas para defensores de indios’
por el virrey don Francisco de Toledo y la cédula de 1589 por la que se generalizó el oficio
de protector en América.
Desde entonces, los trabajos sobre la protectoría siguieron distintos derroteros, inser-
tándose su análisis en las principales corrientes de la historiografía americanista. Por un
lado, se dio cierta especialización en el estudio de la etapa eclesiástica de la institución,
en la que se centraron Friede (1956), Dussel (1970) y, más recientemente, Traslosheros
(2002 y 2010), Chuchiak (2000) y Lara Cisneros (2014). Por otro, la obra de Borah
(1985) marcó el inicio de una serie de investigaciones regionales sobre la vertiente civil
de la protectoría, entre los cuales destacan los libros de Cutter (1986) sobre el norte de
México, Ruigómez Gómez (1988) sobre el Perú, Bonnett (1992) sobre Quito, Flores Her-
nández (2010) sobre la Audiencia de Guatemala, Cunill (2012a) y Solís Robleda (2013)
sobre Yucatán, Ebright (2014) sobre Nuevo México, y Novoa (2016) sobre la Audiencia
de Lima.3
Simultáneamente, se desarrolló una nutrida producción a medio camino entre la his-
toria legal y la historia de las ideas, cuyo inicio se puede rastrear con el artículo de Casta-
ñeda Delgado (1971) centrado en la aplicación a los indios de la categoría de las personas
miserables. Este análisis fue completado por Assadourian (1990), Díaz Cosuelo (2001),
Duve (2004 y 2011), Cunill (2011), Saravia (2012) y Santos y Amezúa Amezúa (2013),
quienes ahondaron en los orígenes de la teoría, en el conflicto jurisdiccional en el que
hundió sus raíces, así como en el uso que se hizo de ella para justificar la institucionaliza-
ción de la protectoría civil. Por su lado, Cuena Boy (1998a y 1988b) analizó los fundamen-
tos legales de varios memoriales del siglo XVII en los que se pidió reformar el oficio de
protector, atribuir a sus titulares la dignidad de ‘fiscal’ y favorecer el acceso de los criollos
a este cargo.
Finalmente, se ha abordado la protectoría desde la perspectiva de la etnohistoria. En
efecto, desde los trabajos pioneros de Stern sobre Huamanga (1993) y de Kellogg
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(1995) sobre los nahuas, ha crecido el interés por la relación que los indígenas mantu-
vieron con el sistema de justicia colonial. En este sentido, las publicaciones de Yannakakis
(2008), Owensby (2008), Traslosheros y Zaballa Beascochea (2010), Ruiz Medrano y
Kellogg (2010) y Puente Luna (2018), entre otros, echaron nuevas luces sobre la participa-
ción de los indígenas en la conformación de la cultura legal del Imperio hispánico, el uso
que hicieron de los tribunales civiles y eclesiásticos, así como las alianzas que fraguaron
con algunos agentes legales para defender sus intereses y prerrogativas.4 Esta producción
enlaza con las investigaciones de Dueñas (2010), Rappaport y Cummins (2012), Ramos y
Yannakakis (2014) o Brian (2016), en las que se hace hincapié en el impacto que tuvo el
conocimiento del sistema legal en la construcción intelectual de la élite indígena y mestiza.
Estos trabajos no solo reconstruyen las carreras administrativas de intelectuales como Fer-
nando de Alva Ixtlitlxochitl o Guaman Poma de Ayala, sino también los lazos que tra-
baron con diversos agentes legales para defender tanto sus intereses particulares, como
los de sus comunidades.5
Los estudios regionales sobre el oficio de defensor de indios muestran que el sistema fue
experimentado en diversos territorios del Imperio hispánico a partir de los años 1550. Una
de las claves metodológicas de aquellos trabajos consiste en insertar los desarrollos locales
que conoció esta institución en el marco global de la política imperial. En esta perspectiva,
cobra especial relevancia el análisis de la conformación de redes de actores favorables y
desfavorables al cargo de defensor y su capacidad de movilización en diversos espacios.
En otras palabras, lo que está en juego es esclarecer el intrincado diálogo que los
actores americanos entablaron con el Consejo y su impacto en el proceso de toma de
decisión de la Monarquía (Brendecke 2012). El oidor Tomás López Medel, por ejemplo,
no solo nombró a varios titulares, sino que redactó las primeras instrucciones para defen-
sores de indios y las llevó de la Audiencia de los Confines (1550) a la gobernación de
Yucatán (1553) y la Audiencia de Santa Fe (1557).
En cambio, más atención debería prestarse a los motivos que empujaron la Corona a
suspender estos oficiales en 1582 (Encinas 1946, 4:333) y a imponerlos de forma definitiva
por la cédula de 1589 (Encinas 1946, 4:334). Hidalgo Nuchera (1998) analiza el conflicto
que opuso, entre 1581 y 1583, el obispo de Filipinas fray Domingo de Salazar y gobernador
Francisco de Sande sobre la conveniencia de confirmar al protector Benito de Mendiola y
cómo aquellos actores llevaron el debate a la Corte española. Novoa insiste en el informe
del procurador de Filipinas Gabriel de Ribera y en las cartas escritas por el virrey del Perú
Fernando de Torres y Portugal en 1585 y 1586 (2016, 48–49). Por su lado, Cunill (2015)
analiza el impacto del memorial redactado en 1586 por el teniente de gobernador de
Yucatán. Finalmente, Borah muestra que las misivas que el virrey don Luis de Velasco
II envió a Felipe II en los años 1590 desempeñaron un papel clave en la creación de los
Juzgados Generales de Indios integrados por un protector y por varios abogados, procu-
radores e intérpretes (1985, 102–6).8 De hecho, es interesante comprobar que tensiones
similares resurgieron cuando se trató de implementar esta institución en territorios nue-
vamente conquistados, como ocurrió en el Nuevo Reino de León a principios del siglo
XVIII (Baeza Martín 2010).
En el siglo XVII la cuestión del perfil idóneo del protector volvió a surgir en los me-
moriales de Cristóbal Cacho de Santillana (1622), Juan de la Rynaga Salazar (1626) y
Nicolás Matías del Campo y de la Rynaga (1671).9 Sus autores pidieron que los titulares
fuesen letrados y que los criollos fuesen preferidos a los peninsulares, puesto que los pri-
meros conocían mejor las particularidades de la tierra, las lenguas y las costumbres indí-
genas. Asimismo, insistían en la necesidad de que los protectores tuviesen las mismas
prerrogativas que el fiscal de las Audiencias con el fin de garantizar su independencia
frente al virrey y a los oidores (Cuena Boy 1998a). Estos textos estuvieron al origen de
la promulgación de la cédula de 1640 por la que la Corona ordenó que el protector de
indios ostentara la dignidad de fiscal, orden que fue aplicada a los titulares de Lima,
Charcas y Quito. Aunque se mandó regresar a la antigua organización en 1657, en aquellas
Audiencias muchos titulares siguieron ostentando el título honorífico de fiscal hasta
entrado el siglo XVIII (Bonnett 1992; Puente Brunke 2008; Novoa 2016, 51–65).
Conscientes del impacto que tuvieron aquellos factores en el desempeño del cargo,
varios especialistas se esforzaron por esbozar tanto el perfil sociocultural de los protec-
tores, como su inserción en redes familiares y clientelares.10 En la Audiencia de Lima,
los peninsulares fueron sustituidos por un creciente número de criollos desde principios
del siglo XVII. Aquellos titulares eran, por lo general, egresados de la universidad de
San Marcos donde habían cursado carreras de derecho. El análisis de sus bibliotecas pri-
vadas revela que tenían una cultura legal por encima del promedio de los profesionales de
la época (Novoa 2016, 178–205). Por otro lado, aunque algunos pertenecían a grandes
familias encomenderas y hasta ostentaban títulos de nobleza, muchos procedían de la bu-
rocracia menor. No obstante, este grupo se caracterizó por una fuerte movilidad social,
puesto que muchos habían ocupado cargos de corregidores y que algunos llegaron a ser
oidores (ibid., 105–8, 129–32). En Yucatán, se empezaron a nombrar a criollos a partir
de finales del siglo XVII, siendo la mayoría de los titulares letrados que habían ocupado
oficios de corregidor, receptor de la bula de la Santa Cruzada, alcalde y guarda del
puerto de Sisal, juez de comisión o alférez de infantería (Solís Robleda 2013, 235–46).
La capacidad de los protectores para insertarse en intrincadas redes familiares, sociales
y políticas y para trabar alianzas con distintos actores ayuda a entender el éxito de sus ges-
tiones en pos de la defensa de los indios o, al contrario, su relativa ineficacia. En el siglo
XVII la proximidad de los protectores con los gobernadores de Yucatán y con la élite
local explica por qué los abogados de indios fueron más eficientes en la defensa de los
intereses indígenas. El protector Francisco de Espinosa hasta se enemistó con el
abogado Alonso Osorio de Tapia, que luchaba en contra del tributo llamado ‘servicio
del tostón’ que se quería imponer a los indios (Solís Robleda 2013, 80–99). Por otro
lado, fue gracias al apoyo del definitorio de la orden franciscana y del rector del Colegio
de la Compañía de Jesús, que el abogado Luis Tello pudo, asimismo, oponerse a dos gober-
nadores y lograr la promulgación de varias cédulas reales favorables a los mayas (ibid.,
319–25). Eso permite entender por qué, en muchos casos, lo que criticaron los coetáneos
no fue la protectoría en sí, sino más bien el desempeño de los titulares considerados como
coludidos con intereses contrarios a los que debían defender, por lo que se pidió su desti-
tución y reemplazo por personas más ‘idóneas’.
En Perú, la proximidad de Leandro de la Rynaga (o Larrínaga) con varios virreyes —de
los cuales había sido asesor— no fue ajena a las numerosas victorias legales que ganó este
abogado de indios, incluso cuando se enfrentó al fiscal de la Audiencia de Lima (Novoa
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2016, 217–18). A la inversa, los lazos familiares del protector Pedro José Santiago Concha y
Roldán, hijo de un antiguo oidor de Lima y pariente del corregidor de Trujillo, explican ‘la
resistencia con que se enfrentó Vicente Mora Chimo al apelar en la Audiencia’ una sen-
tencia desfavorable del corregidor de aquella ciudad (Mathis 2008, 203 n.4). De hecho, ese
mismo titular fue acusado por el abogado de indios Pedro Prieto de Vargas de ignorar las
quejas por maltrato que padecían los indios en las propiedades de su padre en Trujillo, lo
que condujo el Consejo de Indias a despachar una cédula de suspensión para este protector
en 1735 (Novoa 2016, 252). Así, la alianza entre Pedro Prieto de Vargas y don Vicente de
Mora Chimo fue decisiva para que, poco después, el primero fuese ascendido al puesto de
procurador de indios (Mathis 2008, 203–5).
Bien es cierto que, como observa Puente Luna (2018, 23), el ‘archivo judicial tiende a
borrar la intervención de actores indígenas de mediano rango tales como los cabildantes,
los mediadores legales, o los indios del común’.11 No obstante, lo anterior muestra que,
para comprender cabalmente el funcionamiento de la protectoría, es fundamental
tomar en cuenta la capacidad de los mismos indígenas para insertarse en complejas
redes locales, regionales y transatlánticas y para fraguar alianzas estratégicas con sus repre-
sentantes legales. De hecho, en los últimos años, varios especialistas se esforzaron por
rescatar las diversas modalidades de la participación indígena en la construcción de lo
que se ha llamado la ‘cultura legal colonial’ (Yannakakis 2013 y 2015; Dueñas 2018),
poniendo especial énfasis en su protagonismo en los foros de justicia (Owensby 2008;
Premo 2017), en su capacidad de negociación con distintas instancias de poder (Ruiz
Medrano y Kellogg 2010; Quispe-Agnoli 2016), en su producción escrita en lenguas autóc-
tonas y su conservación en archivos o bibliotecas (Burns 2010; McDonough 2014; Brian
2016), así como en su inserción en redes interétnicas y transatlánticas (Dueñas 2010;
Ramos y Yannakakis 2014; Villella 2016). De forma general, estos estudios han contri-
buido a reconfigurar nuestra comprensión tanto de la ‘ciudad letrada’ (Rappaport y
Cummins 2012), como de la ‘montaña letrada’ (Salomon y Niño-Murcia 2011).
Para nuestro asunto, de suma relevancia son las conexiones que se entretejieron entre
‘indígenas nobles y mestizos, agentes legales, curas indígenas, religiosos peninsulares y
criollos, escribanos indígenas y mestizos, procuradores de naturales simpatizantes y
algunos oidores de la audiencia’ (Dueñas 2010, 61).12 La alianza que el defensor Francisco
Palomino trabó con los caciques de Yucatán y los franciscanos fue decisiva para que
pudiera ganar significativas victorias legales entre 1570 y 1582. En efecto, gracias al
apoyo financiero, logístico y discursivo que le brindaron el obispo fray Diego de Landa
y varias comunidades mayas, este defensor pudo no solo reunir pruebas contundentes
en los pleitos que lo oponía a los encomenderos, sino también viajar a la Audiencia de
México y, posteriormente, a la Corte española, donde obtuvo sentencias favorables a los
indígenas (Cunill 2008). Cutter (1986) y Suñe Blanco (2005) insisten, asimismo, en los
estrechos lazos que lograron tejer los indígenas y, especialmente los colonos tlaxcaltecas,
con los ‘capitanes protectores’ de la frontera norte de México desde finales del siglo XVI.
Según Torre Curiel (2010), la alianza que fraguaron los indígenas ópatas con Juan de
Gándara, ‘protector partidario’ de la provincia de Sonora nombrado por la Audiencia
de Guadalajara en 1805, produjo beneficios mutuos para ambas partes en aquellos
momentos de cambios políticos y fuertes tensiones sociales.
Este tipo de enfoques ha conducido investigadores como Owenby a usar el concepto de
‘conversación colectiva’ para describir las interacciones entre procuradores, escribanos,
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abogados, intérpretes, jueces e indígenas, gracias a las cuales estos últimos ‘empezaron a
cultivar su propia comprensión de la ley y de la justicia’ (2008, 53, 48). Por su lado,
Dueñas recurre a la noción de ‘autoría colectiva’ para referirse a los múltiples actores
que participaron a la redacción de memoriales en el virreinato peruano en los siglos
XVII y XVIII (2010, 71–80). Finalmente, Honores (2013) habla de ‘polifonía’ para dar
cuenta de la pluralidad de voces que se entrecruzaron en la construcción de estrategias
y narrativas legales que, en muchos aspectos, trascendieron las fronteras étnicas. Ahora
bien, esta capacidad de movilizar complejas redes sociales alcanzó una de sus máximas
expresiones en las campañas que se desataron entre los siglos XVII y XVIII para
lograr que indios y mestizos fuesen elegibles para los cargos de abogados y procuradores
de indios.
de Quito y de Trujillo de designar a sus propios defensores, una práctica que hubiese sido
ratificada por el mismo virrey en el caso de Vicente Mora Chimo. Así, pues, al permitir el
nombramiento de procuradores indígenas, la Corona no haría más que oficializar una cos-
tumbre ya vigente y de reconocida eficacia en distintos territorios del Imperio hispánico.
No obstante, aunque Vargas reunió en la misma argumentación el oficio de defensor en
Quito y el de procurador que ostentaba Mora Chimo, aludía en realidad a dos cargos dife-
rentes. En efecto, es probable que en el primer caso se refiriera a los agentes legales indí-
genas que operaban en los foros de justicia como ‘apoderados’ en nombre de determinadas
comunidades autóctonas o de indios particulares (Yannakakis 2008, 39–64; Gamboa 2013,
529–48; Dueñas 2015). Lo interesante es que Vargas dejaba entender que esta función no
era puntual, sino que algunos indígenas ocuparon oficios permanentes de representantes
legales. Según él, solo la identidad étnica diferenciaba entonces a aquellos agentes de los
defensores de indios nombrados oficialmente por las autoridades coloniales.
En este sentido, las observaciones de Vargas hacen eco a las recientes investigaciones
realizadas por Jones (2016) que muestran que, en Guatemala, los indígenas solían designar
a oficiales llamados chinamitales que hacían las veces de agentes legales para las comuni-
dades k’ichee’. Puente Luna también apunta que las comunidades andinas mantuvieron un
‘modelo de litigación basado en el concepto de sapci (“lo que pertenece a todos”)’ que
incluía mecanismos de control interno, movilización financiera, consulta colectiva y ela-
boración de estrategias legales (2018, 34). Se puede argüir que la pérdida de poder experi-
mentada por los caciques indígenas a raíz de la creación de la protectoría fue compensada
por su capacidad de reacción, gracias a la cual siguieron apoyándose en estructuras comu-
nitarias y desempeñándose como agentes legales de primera orden en el sistema de justicia,
trabando estrechos vínculos con los agentes de los Juzgados de indios quienes difícilmente
podían cumplir con su misión sin la activa participación de los caciques en las
batallas legales.
Ahora bien, el segundo punto al que aludió Vargas en su memorial de 1734 se refería al
envío de procuradores indígenas a la Corte española para seguir diversas causas ante el
Consejo de Indias. Es probable que el título que el virrey otorgara a don Vicente Mora
Chimo hacia 1733, así como la confirmación por cédula real de 1735 se refirieran a esta
función (Mathis 2008, 202 y 204; Dueñas 2010, 181 y 194 n.100). Cabe recordar que
esta práctica, que se intensificó en los siglos XVII y XVIII, se remontaba al siglo XVI
(Glave 2008; Puente Luna 2018). En efecto, en 1551 Felipe II ordenó que los indígenas
pudiesen viajar a España en calidad de procuradores para ‘informar de cosas que les
conven[ían]’ y ‘alcanzar cosas que les fueren muy necesarias’. Para ello, debían estar en
posesión de un poder otorgado por las provincias, ciudades o colegios indígenas que les
confiaban sus negocios y de una ‘justificación de lo que han de pedir firmada de ellos y
testimonio y probanza de lo que quieren pedir’; su estancia en la Corte española, limitada
a tres años, tenían que ser estrechamente controlada por los fiscales de la Casa de Contra-
tación y del Consejo de Indias (Encinas 1946, 4:358). Dos años más tarde, el monarca esti-
puló que los naturales tenían plena libertad para juntarse con el fin de otorgar poderes a
sus procuradores (Encinas 1946, 4:357).
Pero la principal novedad de la cédula dieciochesca consistía en acercar la figura
del procurador indígena a la del procurador de las ciudades y villas españolas. En
efecto, cada año los cabildos hispanos tenían facultad para designar a un procurador
que ‘asist[iera] a sus negocios y los defend[ier]a en nuestro Consejo, Audiencias y
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Tribunales para conseguir su derecho y justicia y las demás pretensiones que por bien
tuvieren’.15 A diferencia de sus homólogos hispanos, los procuradores indígenas no
eran designados anual sino puntualmente. Así, pues, este oficio no aparece en las ordenan-
zas para pueblos de indios donde se regulaban las elecciones de los cargos capitulares. La
cédula de 1735 para ‘Procuradores y Diputados generales’ indígenas corrigió esta diver-
gencia. Sin embargo, la Corona se opuso a que hubiese en la Corte española un defensor
de indios permanente tal como llegara a pretenderlo el mencionado Vicente Mora Chimo.
De hecho, en una cédula de 1726 se había ordenado que ‘deja[ra] el referido don Vicente
los papeles que tuviere al cuidado del fiscal del Consejo de Indias y se restituyera en la
primera ocasión que se ofrec[iera] a su cacicazgo’ (citado por Mathis 2008, 206). Esta
orden debió de dolerle a don Vicente que, sin duda, tenía la pretensión de convertirse
en el máximo representante de los negocios indígenas en la Corte, esperanza que había
albergado el mismo fray Bartolomé de las Casas casi dos centurias antes cuando abogó,
sin éxito, a favor de la creación de un cargo de defensor en el Consejo de Indias (Cunill
2012b).16
Así, no cabe duda de que la cédula de 1735 quedó muy por debajo de las aspiraciones de
quienes pretendían que los oficios tanto de procuradores de indios en la Audiencia de
Lima, como de ‘procuradores particulares’ (a nivel local) pudiesen ser ocupados por titu-
lares de la ‘nación india’. Como afirma Dueñas, ‘al pedir la designación de jueces y de pro-
tectores de naturales indígenas, los letrados andinos estaban subvirtiendo la naturaleza
racial del sistema de justicia colonial desde el interior’ (2010, 143).17 De hecho, en 1736
don Vicente Mora Chimo pidió al rey que el oficio de ‘procurador particular’ fuese otor-
gado a don Hilario García Llaglla, oriundo de Juli en la provincia de Chucuito. En su argu-
mentación se refirió hábilmente a la cédula de 1735 donde, según su interpretación, el rey
había ‘hecho merced de que sirv[ier]an los naturales de aquel Reino las procuradurías par-
ticulares que hasta hoy las sirvieron los españoles’ (citado por Mathis 2008, 210). La
campaña a favor del nombramiento de procuradores de la ‘nación india’ prosiguió en
las décadas siguientes, puesto que esta reivindicación aparece en la ‘Representación verda-
dera’ redactada por fray Calixto de San José Tupac Inca en 1749.18 Carrillo Ureta (2006) y
Dueñas (2015) analizan el contexto político en el que, después de la conspiración de Lima
de 1750 y en consonancia con la emergencia de las milicias indígenas, resurgió la reivin-
dicación de que los procuradores de naturales de la Audiencia de Lima pertenecieran a la
nación india. Las nuevas gestiones llevaron al nombramiento, en 1763, Alberto Chosop y
Joseph Santiago Ruiz Tupac Amaru Inca como procuradores de naturales y a la promul-
gación, en 1766, de una sobrecédula exigiendo el cumplimiento la ‘cédula de honores’ de
1697 (Carrillo Ureta 2006, 58–60; Dueñas 2015, 70–73).
Consideraciones finales
En filigrana de los trabajos mencionados a lo largo del presente artículo aparece la cuestión
de la valoración de una institución que, pese a la recién renovación historiográfica ocasio-
nada por el desarrollo del paradigma del pluralismo jurídico, ha sido estrechamente aso-
ciada con el sistema de justicia colonial. Así, Stern subraya que la protectoría consolidó el
poder del rey sobre los indios y limitó la capacidad de rebelión de este grupo social que
prefirió recurrir al sistema de justicia en vez de buscar soluciones más radicales (1993,
135–37). No obstante, la existencia del sistema no impidió que surgieran grandes
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rebeliones a lo largo del periodo colonial cuando parecía agotarse las perspectivas de nego-
ciación que ofrecía la justicia. Dueñas llama oportunamente la atención, además, sobre la
continuidad que existe entre los memoriales y los discursos de los rebeldes, así como en la
existencia de vínculos entre algunos agentes legales y los sublevados (2010, 59–86).
Por su lado, bien es cierto que la institucionalización del cargo de protector representó
un golpe duro hacia la capacidad de litigación que había desplegado el cacicazgo, ya que
este sector perdió autonomía en la elección de sus representantes legales y que, en buena
medida, se le escapó la posibilidad de convertirse en agentes legales para sí mismos o para
sus comunidades (Honores 2003). Sin embargo, la protectoría no solo permitió que la
Corona controlara a los caciques y a los indios del común, sino también a quienes explo-
taban el trabajo y las tierras indígenas, esto es, a los mismos colonos, al convertirse las
audiencias y el Consejo de Indias en el árbitro supremo de la mayoría de los conflictos
(Owensby 2011). Finalmente, es imprescindible tomar en cuenta la capacidad de reacción
de los mismos indígenas quienes lograron mantener formas comunitarias de financia-
miento de sus representantes legales para misiones específicas (Cunill 2008; Puente
Luna 2015), y que designaron, de manera interna, a sus propios agentes para que estos
—por mucho que no gozaran de reconocimiento oficial— siguieran sus negocios en las
audiencias (Jones 2016).
De hecho, uno de las principales avances en el estudio de la protectoría de indios ha
consistido en acercar esta institución a un amplio abanico de actores indígenas, mestizos,
criollos y peninsulares, ya fueran estos testigos, querellantes, intelectuales, oidores o vi-
rreyes. Y es que la reconstrucción de estas intricadas redes familiares y clientelares que,
además de ser supra-étnicas, también fueron transatlánticas, permite entender mejor los
mecanismos a través de los cuales circuló la información, emergieron los discursos que
se ventilaron en los pleitos y surgió, a fin de cuentas, una ‘cultura legal’ flexible e
híbrida en el Imperio hispánico. La existencia de estas redes, junto con la experiencia
de los agentes, explica por qué los protectores y abogados de indios ganaron decisivas
batallas legales en los foros de justicia del Imperio, creando una vía legal capaz de contra-
rrestar algunos de los nefastos efectos de las asimetrías estructurales generadas por el
sistema colonial. Eso tal vez permita comprender por qué los intelectuales indígenas
nunca pidieron la supresión de la protectoría, sino que los titulares de los oficios que con-
formaban esa institución pudiesen ser mestizos o indígenas.
De lo anterior también emergen nuevas interrogantes acerca de los mecanismos de
integración de los discursos generados por las comunidades indígenas a las narrativas
legales desplegados en los memoriales y en los pleitos y, en última instancia, en la
construcción del derecho colonial. De forma general, todavía se pueden acercar las
acciones cotidianas de las batallas judiciales y de las producciones teóricas, al poner de
manifiesto cómo estas narrativas llegaron a las comunidades indígenas y, a la inversa,
cómo algunos de los conceptos manejados por las comunidades nutrieron los discursos
legales que produjeron los intelectuales mestizos, indígenas, criollos o peninsulares. Asi-
mismo, sería bueno esclarecer si algunos indígenas accedieron a cargos de ‘procuradores
particulares’ en distintas regiones del Imperio y si lo hicieron de manera oficial o extraofi-
cial. Finalmente, otra perspectiva para la investigación consiste en ahondar en el contexto
intelectual y político que propició el nombramiento de protectores de indios en varios
países de América Latina en pleno siglo XIX.
COLONIAL LATIN AMERICAN REVIEW 489
Notas
1. Ruiz Medrano y Valle 1998; Loza 2000; Yannakakis 2006; Gayol 2007; Cunill 2017.
2. Sobre la antropología jurídica, véanse Merry 1988; Stavenhagen 1988; Clavero 1994;
Hoekema 2002; y Bellier 2013, entre otros. Acerca de la nueva historia imperial, véanse
Benton 2000; Tomlins y Mann 2001; y Benton y Ross 2013. Para una mirada cruzada
entre aquellas corrientes, véase Duve 2017.
3. A ello se suma un significativo volumen de artículos dedicados a determinados defensores o a
los desarrollos de la protectoría en regiones y/o épocas específicas. Me refiero a Lavallé 1990;
Hidalgo Nuchera 1998; Güémez Pineda 2004; Suñe Blanco 2005; Puente Brunke 2008; Torre
Curiel 2010; y Baeza Martín 2010. Actualmente, Zegarra Moretti y Sáenz Castro están reali-
zando doctorados sobre los protectores del Cusco y del Río de la Plata en la segunda mitad del
siglo XVIII, respectivamente.
4. Para una síntesis historiográfica, véanse Cunill 2012c; y Cuevas Arenas 2015.
5. Sobre el desempeño de Guaman Poma de Ayala como intérprete y agente legal en diversos
foros de justicia, véanse Puente Luna y Solier Ochoa 2006; y Charles 2011.
6. Sobre los juzgados episcopales nos remitimos a la síntesis historiográfica realizada por Lara
Cisneros 2010.
7. Véanse Charles 2007; Mumford 2008; Ruiz Medrano 2002; y Rovira Morgado 2017.
8. Hacia 1592 el Juzgado de Indios de México estaba integrado por dos abogados de indios, tres
procuradores de indios, un solicitador de indios, un escribano, un intérprete, un relator, un
tesorero y un alguacil (Borah 1985, 107). Basándose en una carta del virrey Velasco II, Ruiz
Medrano (2010, 67–68) afirma que, en realidad, siete intérpretes del náhuatl, uno del otomí y
otro del mixteco servían en el Juzgado en las postrimerías del siglo XVI. Según Novoa (2016,
49), la Audiencia de Lima contaba con un defensor de indios, dos abogados de indios y dos
procuradores de indios, a los que habría que agregar cuatro intérpretes generales (Puente
Luna 2014). En la gobernación de Yucatán fueron nombrados un protector, un abogado,
un procurador de indios y dos intérpretes en 1591 (Solís Robleda 2013, 193–94).
9. Para un análisis de las fuentes utilizadas por aquellos autores para defender sus puntos de
vista, véase Cuena Boy (1996; 1998a; 1998b).
10. La tendencia hacia la prosopografía no fue exclusiva de los estudios sobre la protectoría, sino
que se aplicó, de forma general, a casi todos los oficios reales. Véanse Herzog 2004; y Gayol
2007, entre otros. Ragon (2016) ha mostrado que la inserción de los virreyes en redes locales y
transatlánticas condicionó en gran medida su capacidad de acción política.
11. La traducción es mía.
12. La traducción es mía.
13. Sobre los intérpretes, véanse también Jurado 2010; Yannakakis 2014; y Huamanchumo de la
Cuba 2016.
14. Sobre los cargos eclesiásticos, véase Charles 2010.
15. Recopilación de Leyes de Indias, libro 4, título 11, ley 1 (1943, 38).
16. En la Corte española los asuntos indígenas eran tramitados por solicitadores del Consejo de
Indias o por procuradores enviados desde América (Van Deusen 2015; Puente Luna 2018,
79–88).
17. La traducción es mía.
18. Dueñas insiste en la naturaleza ‘colectiva’ de la redacción de la ‘Representación verdadera’
en la que colaboraron españoles, criollos e intelectuales indígenas, entre los cuales se encon-
traban los miembros del cabildo indígena del Cercado de Lima (2010, 68–70, 118–19, 143 y
180–83).
Agradecimientos
Agradezco a Renzo Honores y a los lectores anónimos de Colonial Latin American Review por sus
comentarios y valiosas sugerencias.
490 C. CUNILL
Nota biográfica
Caroline Cunill recibió un Doctorado en Historia de América Latina en la Universidad de
Toulouse. Actualmente es profesora asistente en la Universidad de Le Mans. Ha recibido becas
del Instituto Max Planck para Estudios Jurídicos Europeos y ocupó un puesto postdoctoral en el
Instituto de Investigaciones Históricas (UNAM). Su investigación va más allá de una historia
institucional de las oficinas del Defensor de los Indios y los Intérpretes Generales para examinar
las relaciones interétnicas en el Imperio Español. Además de su monografía Los defensores de
indios de Yucatán y el acceso de los mayas a la justicia colonial (2012), también ha publicado artícu-
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