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1. ¡Velad! El Año Litúrgico comienza con esta exigencia del evangelio: velad,
permaneced despiertos, pues no se sabe cuándo vendrá el Señor. Navidad es una
fecha fija, pero no lo es la venida del Señor a nuestra vida y a nuestra muerte, a
la vida y al final de la Iglesia. Tenemos «plenos poderes» sobre los bienes que
Dios ha puesto sobre la tierra, a cada uno se le ha encomendado su tarea. Al
portero, que debe estar pendiente de la venida del dueño y además debe velar
para que los criados de la casa no abandonen su trabajo —en este portero se
puede ver tanto la imagen de la Iglesia como la de cada cristiano, se le ha
encomendado la tarea especial de la vigilancia. Mediante este personaje se
interpela en realidad a todos los cristianos: «Lo digo a todos: ¡Velad!». La tarea
que se nos ha encomendado debe llevarse a cabo; pero no se trata de nuestros
propios bienes, sino de los bienes del Señor. Hagamos lo que hagamos, ya
estemos realizando un trabajo espiritual o un trabajo temporal, no trabajamos
para nosotros mismos, sino para él: no construimos nuestro reino, sino su reino.
3. El rostro del mundo. « ¿ Por qué nos extravías de tus caminos y endureces
nuestro corazón para que no te tema?». Se trata claramente de un lamento
dirigido a Dios, no de una acusación contra Dios; porque ciertamente por Dios
no queda, ya que es «nuestro redentor» desde siempre. Todos nosotros somos los
que desde siempre «éramos impuros». Estamos tan perdidos en nuestros
intereses mundanos que « nadie invoca tu nombre ni se esfuerza por aferrarse a
ti». Por eso no se puede culpar a Dios de habernos entregado al poder de la
lógica, «al poder de nuestra culpa». Somos conscientes de nuestras propias
culpas, «toda nuestra justicia» y todo nuestro maravilloso y peligroso progreso es
«como un paño manchado», el presunto florecimiento de nuestra cultura es como
«follaje marchito, arrebatado por el viento». Por eso a los que aún conocen a
Dios y son sabedores de su fidelidad sólo les queda gritar: «¡Ojalá rasgases los
cielos y bajases!». Piensa que a pesar de nuestra ingratitud «somos todos obra de
tu mano», la arcilla que Tú como «alfarero» siempre puedes remodelar.
3. El tiempo de Dios. La segunda lectura nos dice que no tenemos Una visión
panorámica del tiempo; calculamos los días y los años, pero nuestros cálculos
resultan siempre falsos. En todos los siglos se ha pronosticado el día la venida de
Dios, pero éste nunca ha llegado. Esto ocurre porque el tiempo de Dios no es
como el de los hombres: para Dios «mil años son como un día». Por eso algunos
hablan con un tono de superioridad y de sarcasmo de «retraso», de una espera
ingenua del fin. Pero el Señor no tarda en cumplir su promesa. Está viniendo
constantemente y saca como un pescador la gigantesca red de la historia del
mundo sobre la playa. Que el fin del mundo, visto de una forma puramente
intramundana, deba ser catastrófico, no turba ni el plan de Dios ni la confianza
de los cristianos. Estos simplemente deben procurar que Dios los encuentre
«inmaculados» y «en paz con él» cuando vuelva. El Adviento prepara esta paz.
1 DE ENERO
OCTAVA DE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR
SOLEMNIDAD DE SANTA MARIA, MADRE DE DIOS Ver ciclo A
6 DE ENERO
EPIFANIA DEL SEÑOR Ver ciclo A
El tema que da unidad a los textos de hoy no es tanto el acto del bautismo como
la unión entre agua y salvación. El agua es el símbolo de la gracia gratuitamente
otorgada, purificante y refrescante a la vez.
Otro, cuyo nombre no se dice, es sin duda Juan, el propio evangelista. Seguir a
Jesús significa aquí, en un sentido totalmente originario, «ir detrás de él», sin que
los discípulos sepan de momento que son enviados, que se les encomienda una
misión. Pero esta situación no dura mucho, Jesús se vuelve y al ver que lo siguen
les pregunta:
<¿Qué buscáis?». Ellos no pueden expresarlo con palabras y por eso responden:
«Maestro, ¿dónde vives?». ¿Dónde tienes tu casa para que podamos conocerte
mejor? «Venid y lo veréis». Se trata de una invitación a acompañarle, sin
explicación previa; sólo el que le acompañe, verá. Y esto se confirma después:
«Lo acompañaron, vieron donde vivía y se quedaron aquel día con él». Quedarse
es en Juan sinónimo de la existencia definitiva en compañía de Jesús, la
expresión de la fe y del amor. Tampoco el tercer discípulo, Simón, es llamado por
Jesús, sino que es traído ante él casi a la fuerza por su hermano. Jesús se le
queda mirando y le dice: Yo te conozco, «tú eres Simón, hijo de Juan». Pero yo
te necesito para otra cosa: te llamarás Cefas, Piedra, Pedro. Esto sucede ya, en el
primer capitulo del evangelio, absoluta y definitivamente. Jesús no solamente
tiene necesidad del hombre entero, sino que necesita además a Pedro como
piedra angular de todo lo que construirá en el futuro. En el último capítulo será
hasta tal punto la piedra angular, que deberá ser el fundamento de todo, incluso
del amor eclesial: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas mas que éstos?».
1. «Para eso he venido». Este evangelio nos muestra que el trabajo que Jesús
hizo sobre la tierra era una exigencia totalmente desmesurada. Debía buscar a las
«ovejas descarriadas de Israel», una tarea que, dada la situación espiritual y
religiosa del país, era imposible de llevar a cabo y a la que no obstante él se
entrega con todas sus fuerzas. Cuando cura a la suegra de Pedro, «la población
entera se agolpa a la puerta» de la casa; entonces cura a muchos enfermos y
expulsa muchos demonios. Jesús se levanta de madrugada para poder por fin orar
a solas. Pero sus discípulos le siguen y cuando le encuentran le dicen: «Todo el
mundo te busca». Le buscaban los mismos de la noche anterior. Jesús no se
excusa diciendo que ahora quiere rezar, sino que evita encontrarse de nuevo con
la multitud alegando otro trabajo: en «las aldeas cercanas, para predicar también
allí; que para eso he venido». Y las aldeas son sólo el comienzo: «Así recorrió
toda Galilea». El auténtico apóstol cristiano puede tomar ejemplo del celo
incansable de Jesús: aunque la tarea que tenga ante sí le parezca irrealizable
desde el punto de vista humano, trabajará tanto como le permitan sus fuerzas; el
resto será completado por su sufrimiento o al menos por su obediencia interior.
Pero esta interioridad nunca puede ser una excusa para no hacer todo lo que
pueda.
«Esclavo de todos». Pablo, en la segunda lectura, Sigue el ejemplo del
Señor en la medida de lo posible. Ha recibido de Dios la tarea de anunciar el
evangelio, y esto es para él un deber, no lo hace por s~ propio gusto. Pablo
puede, para mostrar a Dios su libre obediencia renunciar a una paga, pero nada le
exime del deber estricto de comprometerse plenamente en la tarea que le ha sido
confiada. No se presenta como el gran señor que está en posesión de la verdad,
sino como el esclavo que está al servicio de todos. El apóstol dice (en los
versículos que se han omitido en la lectura) que se hace esclavo de los judíos (se
introduce en la mentalidad judía para hablar a los judíos del Mesías), esclavo de
los paganos (para anunciarles al Redentor del mundo) y finalmente (aquí
prosigue la lectura) esclavo de los débiles (aunque él se considera fuerte) para
ganar también para Cristo, en la medida de lo posible, a los poco inteligentes, a
los inseguros, indecisos y versátiles. No se olvida de nadie: «Me he hecho todo a
todos», y esto no con la seguridad del que es ya participe de la promesa del
evangelio, sino con la esperanza del que participa también él en lo que anuncia a
los demás.
2. «Me cansabas con tus culpas». Así acusa Dios al pueblo por boca del
profeta. Mientras tú, pueblo ingrato, «no te esforzabas por mi» y me olvidabas:
no me invocabas ni me ofrecías sacrificios, ya no creías en mi poder y bondad, te
habías liberado por así decirlo de mí, «me avasallabas con tus pecados y me
cansabas con tus culpas», yo pensaba en tu salvación. ¿Cómo podría Dios, que
ha prodigado todo su amor a Israel, no experimentar un gran dolor ante
semejante indiferencia y aversión por parte de su pueblo? Pero el Dios del amor
no se enoja sino que piensa en nuevos caminos de reconciliación: «Mirad que
realizo algo nuevo». En virtud de su divina fuerza creadora, Dios, que es amor,
borra los crímenes de su pueblo. Perdona y comienza de nuevo. Pero con una
condición: el pueblo debe darse cuenta de ello y aceptar el don que Dios le
ofrece.
2. «Esta es la señal del pacto». Las dos lecturas muestran las dimensiones
del mundo que hay que redimir. La primera describe la alianza primigenia y
fundamental de Dios con Noé. Se trata de la promesa de una reconciliación
definitiva de Dios con el mundo. Los nubarrones amenazadores del castigo
inmisericorde han desaparecido definitivamente del cielo, son un pasado que
nunca volverá. Tras la tormenta de la cólera ha salido el sol y se ha formado el
arco iris, que se eleva desde la tierra hasta el cielo y recuerda a Dios su pacto
con «todos los animales, con todos los vivientes». Este pacto no ha sido abolido
ni ha quedado disminuido por la alianza con Israel y por la posterior Nueva
Alianza de Cristo.
3. La primera lectura nos muestra de una forma nueva lo que ocurre con el
juicio de Dios y con su gracia. En ella se recuerda la enorme paciencia que Dios
tuvo al principio con el Israel infiel, hasta que finalmente el desprecio y la burla
de que eran objeto los mensajeros y profetas de Dios por parte de Israel llegó a
tal punto que «ya no hubo remedio»: la única salida que quedaba era la
destrucción total de Jerusalén y la deportación a Babilonia. Y sin embargo éste
no es el fin del destino del pueblo: el exilio no durará siempre, surgirá la
esperanza de un salvador terrestre —el rey Ciro— que como instrumento de la
providencia divina permitirá a los desterrados volver a su patria. Estamos todavía
en la Antigua Alianza y la gracia de Dios aún no se ha «consumado», por lo que a
partir de aquí no podemos deducir lo que le sucederá finalmente al que
menosprecia la gracia suprema de Dios ofrecida en Jesucristo. Nos queda sólo la
esperanza ciega de que Dios tendrá al final misericordia incluso de los más
obstinados y de que su luz brillará hasta en lo más profundo de las tinieblas.
JUEVES SANTO
Ver ciclo A
VIERNES SANTO
Ver ciclo A
DOMINGO DE PASCUA DE LA RESURRECCION DEL SEÑOR
VIGILIA PASCUAL
Las mujeres, que (según Mateo) habían permanecido fieles al pie de la cruz
como representantes de la Iglesia que ama, siguen desempeñando este mismo
papel en la mañana de Pascua. Es ciertamente sorprendente que las mujeres no se
arredren ante los terribles acontecimientos que han tenido lugar, ni siquiera
piensan en la imposibilidad de realizar su piadoso deseo («¿Quién nos correrá la
piedra a la entrada del sepulcro?»), sino que persisten imperturbablemente en su
propósito de embalsamar el cadáver de Jesús para protegerlo de la
descomposición en la medida de lo posible. Esto tiene algo de esa ingenua
piedad popular que con un instinto seguro sigue su camino contra todos los
impedimentos externos y contra todas las reservas espirituales. Y esta piedad de
las santas mujeres es recompensada por Dios, pues el mismo Dios elimina los
obstáculos —la piedra estaba ya corrida— y cuando las mujeres, al final de su
peregrinación sin circunstancias ni reflexiones, penetran en el santuario de la
tumba vacía, les proporciona una explicación tranquilizadora ante el hecho
maravilloso que se acaba de producir. Su susto es comprensible, es tradicional en
la Escritura siempre que el hombre se encuentra ante una teofanía. El discurso
del ángel es de una belleza sublime, sobrenatural:
no se podría haber hablado de una manera más amable y al mismo tiempo más
pertinente. La tranquilidad que se les transmite al principio, permite a las mujeres
comprender lo que se les dice. Después el ángel pregunta, pues sabe lo que
buscan: a un hombre concreto, «Jesús el Nazareno», que murió anteayer. Y a
continuación se produce esta sencilla declaración, como si fuera evidente: «No
está aquí»; como si se dijera a un visitante: la persona que buscas no está, ha
salido. Hay algo divino en esta sencilla declaración que suena a obviedad:
Pertenece a la lógica de la cruz el que ésta vaya seguida de resurrección. «Mirad
el sitio.... » Convenceos vosotras mismas de que el que buscáis no está aquí. Y
finalmente se transmite la orden de comunicar la noticia a los discípulos, y como
prueba de que lo que se dice es verdad, se recurre al testimonio del propio Jesús:
«Allí lo veréis, como os dijo». «En Galilea», en vuestra tierra, donde os
encontráis como en casa y donde todo comenzó para vosotros. Se trata de su
patria pero sobre todo también de la vuestra, y le encontraréis allí donde se
desarrolla vuestra vida cotidiana.
1. «El buen pastor da la vida por las ovejas». La parábola del buen pastor,
por muy realista que sea Jesús en su descripción, sólo adquiere toda su fuerza
plástica en él, el «Pastor» asignado por Dios a los hombres. Se mencionan dos
distintivos: primero los desvelos del pastor por su rebaño hasta la muerte y
después un mutuo conocimiento entre el pastor y las ovejas, un conocimiento
cuya profundidad se cimenta en el misterio más íntimo de Dios.
Y así se aclara también que el primer momento de la parábola: dar la vida por las
ovejas, y el segundo: conocimiento mutuo, no están simplemente yuxtapuestos
sino intrínsecamente unidos: Porque el conocimiento entre el Padre y el Hijo
forma una unidad con su perfecta entrega recíproca; y por eso el conocimiento
entre Jesús y los suyos forma también una unidad con la entrega perfecta de
Jesús a los suyos y por los suyos, lo que ciertamente implica (aunque aquí no se
formule) la unidad del conocimiento y de la entrega vital de cristiano a su Señor.
Ambos temas aparecen expresamente unidos al final: el Padre ama al Hijo
(también) por su perfecta entrega a los hombres —lo que es al mismo tiempo
libertad del Hijo y «misión» del Padre—, y esta entrega incondicional a los
hombres es también —. porque es amor divino— el poder de la victoria sobre la
muerte («el poder para recuperar la vida»).
2. «Ningún otro nombre bajo el cielo». Pedro, en la primera lectura, atribuye
al Señor todo el honor del milagro realizado por él. Se le interroga, se le pregunta
con qué poder y en nombre de quién ha curado al paralítico. Respuesta: con el
poder y en nombre de la «piedra angular que vosotros desechasteis», pues
únicamente en Jesús pueden los hombres encontrar la salud, la salud espiritual y
en este caso también la corporal. No es que todos los guardianes de las ovejas
sean meros «asalariados», pues el propio Pedro ha sido designado por el Señor
para apacentar su rebaño. Pero se trata del rebaño de Cristo, no de Pedro, de
modo que todo lo que es eficaz y apropiado es obra del supremo Pastor (1 P 5,4),
si bien mediante la acción de sus colaboradores.
1. «Hasta los confines del mundo». Las tres lecturas de la solemnidad de hoy
giran en torno a un único misterio: que la vuelta de Jesús al Padre es al mismo
tiempo el envío de la Iglesia al mundo entero.
La primera lectura destruye ante todo la espera ingenua de los discípulos según la
cual el Señor resucitado iba a restaurar sobre la tierra el reino de Dios con su
autoridad (ellos lo llaman la «soberanía de Israel»), en el que ellos ocuparían
automáticamente los puestos de honor (como pensaron en su día los hijos de
Zebedeo: Mt 20,21). Pero para ellos está reservado algo más grande: deben —
renunciando al conocimiento de los tiempos y las fechas— consagrarse por
entero a la construcción de ese reino: el Espíritu Santo les dará la fuerza para ello
y serán los testigos de Jesús «en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los
confines del mundo». Para abrirles y por así decirlo liberarles este espacio tan
amplio como el mundo, desaparece la figura visible de Jesús: el punto central del
mundo ya no estará en lo sucesivo allí donde él era visible, sino en cualquier
lugar donde su Iglesia dé testimonio de él y se entregue por él.
En cierto modo vivimos siempre en este tránsito: Jesús dice que pronuncia esta
oración cuando está «todavía en el mundo», aunque «yo no soy del mundo». Y
ruega al Padre que «no nos retire» del mundo, aunque, al igual que él, «tampoco
nosotros somos del mundo». La fórmula «en el mundo sin ser del mundo»
aparece pues en esta oración. La súplica de Jesús por los suyos es doble: ruega al
Padre que «los guarde del mal» que los amenazará mientras estén «en el mundo»,
y que se «consagren en la verdad», lo que ciertamente presupone la consagración
de Jesús en su pasión («por ellos me consagro») pero también puede aplicarse a
nuestra santificación mediante el envío del Espíritu Santo. Porque nuestra
justificación por los méritos de Cristo y nuestra santificación por el envío del
Espíritu Santo nunca son separables. Sólo si «el amor de Dios ha sido derramado
en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5,5),
estaremos «santificados en la verdad», porque para Jesucristo «la verdad» no es
otra cosa que el amor recíproco, revelado por él, entre el Padre y el Hijo, y
precisamente este amor es el Espíritu Santo.
3. «Muéstranos a cuál de los dos has elegido». ¿Qué tiene que ver la
primera lectura, en la que se narra la asociación de Matías al colegio apostólico,
con lo meditado hasta ahora? La manera en que se produce esta asociación
muestra que la joven Iglesia es plenamente consciente de que las misiones
eclesiales proceden de Dios y, aunque ciertamente la Iglesia tenga que actuar,
deben implorarse a Dios. Que se echen suertes es el signo elocuente de que la
elección se deja en manos de Dios. La Iglesia no elige a ningún sacerdote, obispo
o papa sin pedírselos interiormente a Dios. Con ello muestra que su existencia es
una existencia peregrina: que está de paso, que vive en el mundo, pero sin ser del
mundo; velando por un ordenamiento del mundo, pero esperando que sea el
propio Dios el que decida al respecto.
PENTECOSTÉS
3. «Cada uno los oía hablar en su propio idioma». La primera lectura narra
el acontecimiento del primer día de Pentecostés: el Espíritu hace que unos
galileos incultos sean comprendidos por todos los hombres en sus distintas
culturas y lenguas. Los discípulos, gracias al Espíritu de Cristo, hablan un
lenguaje que todos pueden comprender y aprobar. El cristianismo
verdaderamente vivido sería al mismo tiempo el verdadero humanismo que todo
hombre comprende como tal y, si no está totalmente deformado, también
reconoce. La verdad de Cristo presentada por el Espíritu no tiene necesidad de
un complicado proceso de inculturación; los frutos del Espíritu, tal y como han
sido descritos anteriormente, son apetitosos para cualquier paladar. Ciertamente
la Iglesia, a imitación de Cristo, debe ser también perseguida, pero ha de
procurar que no sea por no saber exponer la verdad de Cristo realmente en el
Espíritu.
SANTISIMA TRINIDAD
2. «Que somos hijos de Dios». La segunda lectura nos dice que la Iglesia
transmite a los creyentes y bautizados no solamente esa visión de la interioridad
de Dios, por así decirlo, desde fuera, sino que nos permite penetrar en su vida
íntima como amor. La lectura comienza con el Espíritu Santo que nos ha sido
dado y que nos muestra, si lo aceptamos, que somos en Jesucristo «hijos de
Dios» Padre: para esto hemos sido creados (Ef 1,4-12). Y como en Cristo «se
esconden todos los tesoros del saber y del conocer» (Col 2,3), los cristianos nos
convertimos en «coherederos» de todas esas riquezas, que no son tesoros
terrenales sino los tesoros del amor eterno, que son los auténticos tesoros a los
que el hombre aspira porque sabe que los bienes terrenales son efímeros y la
polilla los echa pronto a perder. La esencia de Dios que el propio Dios nos revela
como el amor infinito siempre nuevo y nunca aburrido es mucho más de lo que el
anhelo humano más exigente puede desear para sí.
1. «Con correas de amor». La primera lectura nos describe el amor de Dios por
su «hijo» Israel. Se trata de un amor que se manifiesta bajo todas las formas de
ternura. De la misma manera que los padres miman al hijo, lo llevan en brazos, lo
dan de comer y más tarde le enseñan sus primeros pasos, así también se ha
comportado Dios con 50 hijo elegido. Pero al igual que los padres a menudo no
reciben ningún agradecimiento por sus desvelos, así también Dios no cosechará
más que ingratitud por parte de su hijo Israel. El Señor lo «ha atraído con cuerdas
humanas con correas de amor», pero son precisamente esas cuerdas las que
impulsan al hijo a liberarse de ellas y a hacerse independiente: no de los padres
humanos, sino de Dios, el amor por antonomasia Y ahora: ¿qué hará Dios? El,
que quería envolver al hijo con cadenas de amor, se encuentra ahora prisionero
de esas mismas cadenas, porque no solamente tiene amor sino que es el amor.
Porque «soy Dios y no hombre». Aquí el corazón de Dios aparece al desnudo: El
no puede irritarse, ni destruir, como sería lo justo; no puede abandonar al hijo
infiel que se ha ido de casa —aquí se vislumbra ya la imagen del padre de la
parábola del hijo pródigo—, debe esperarlo, correr a su encuentro, abrazarlo y
dar una fiesta en su honor.
1. Ahora no se debe ayunar. Juan el Bautista vino bajo el signo del ayuno, Jesús
bajo el signo de la comida y la bebida (Mt 1 1,18s). Por eso son sobre todo «los
discípulos de Juan» los que se extrañan de que los discípulos de Jesús no ayunen.
Jesús distingue. No rechaza el ayuno, como muestran sus consignas al respecto
en el sermón de la montaña (Mt 6,16-18). Pero ante todo es Dios y hombre, el
signo de las nupcias entre el cielo y la tierra: su existencia es el supremo regalo
de bodas del Padre a Israel y al mundo entero.
Frente al largo período de espera que ha durado hasta el Bautista, él es el paño
nuevo que no debe coserse sobre un manto viejo, el vino nuevo que no debe
echarse en odres viejos. Otra cosa será cuando Israel haya rechazado a su
Mesías; entonces, cuando «se lleven al novio», y Jesús no esté ya con sus
discípulos, podrá comenzar un ayuno totalmente distinto, un ayuno cristiano que
no se vinculará ya con la Antigua Alianza sino con la pasión. Pero entonces
también la Iglesia, que vivirá de la pasión y de la resurrección de Cristo, de la
seriedad más profunda y de la alegría más plena, tendrá que dar expresión a
ambas cosas; tendrá un tiempo de ayuno y un tiempo de Pascua. Seguirá
interiormente y también exteriormente, de una manera simbólica, el movimiento
de su Esposo.
1. «Sin que él sepa cómo». Jesús cuenta en el evangelio dos parábolas sobre el
crecimiento del reino de los cielos, cada una de ellas con un objetivo diferente.
La primera pone el acento sobre el crecimiento mismo de la simiente. El labrador
no ha dado a la semilla la fuerza que necesita para crecer, ni puede influir en el
crecimiento progresivo de la misma: «La tierra va produciendo la cosecha ella
sola». Esto no significa que el hombre no tenga nada que hacer: tiene que
preparar la tierra y echar en ella la simiente. Pero no es él quien realiza el trabajo
principal, sino —y esto es lo que acentúa la parábola— el propio mientras el
hombre «duerme de noche y se levanta de mañana» día tras día. El reino de Dios
tiene sus propias leyes, unas leyes que en modo alguno le son impuestas por el
hombre; el reino de Dios no es un producto de la técnica; la semilla, el tallo, la
espiga, el grano, el momento de la cosecha: todo esto pertenece a la estructura
propia del reino y en modo alguno depende de las prestaciones humanas. Esto es
precisamente lo que muestra la segunda parábola: el fruto en sazón que al
principio parecía tan ridículamente pequeño a ojos de los hombres, se revela al
final más grande que todo lo que el hombre hubiera podido realizar. ¿Y la
cosecha? Será ciertamente la cosecha de Dios, pero en beneficio del hombre que
prepara la tierra y esparce en ella la semilla. Dios cosecha, como dice el
empleado negligente y cobarde de la parábola de los talentos, «donde no
siembra», pero cosecha en el fondo para ambos: pues encomienda al empleado
fiel y cumplidor el gobierno de un amplio territorio.
3. «Más alta que las demás hortalizas». La segunda parábola sobre el reino
de los cielos que se expone en el evangelio de hoy, es un nuevo ejemplo de las
numerosas declaraciones de Jesús a propósito de que «el más pequeño» en el
reino de Dios se convertirá en «el mas grande», precisamente porque se ha hecho
pequeño y se ha colocado en el «último puesto», algo de lo que el propio Jesús
dio ejemplo en su vida terrena y sigue dándolo en su Eucaristía. Con esta imagen
Jesús retoma el pasaje de Ezequiel, que describe en la primera lectura cómo
gracias a la fuerza del Señor la frágil rama del pueblo de Dios ha crecido hasta
llegar a convertirse en el más poderoso de los árboles, de suerte que «las aves de
toda pluma pueden anidar al abrigo de sus ramas». El profeta atribuye esto
inequívocamente a la fuerza de Dios; todos los demás árboles (es decir, todas las
demás naciones) deben saber «que yo soy el Señor», el que tiene poder para
humillar a los árboles altos y para ensalzar a los árboles humildes, para secar a
los lozanos y hacer florecer a los secos. Tanto en la Antigua como en la Nueva
Alianza la parábola nada tiene que ver con la moralidad humana, sino que se
refiere enteramente al poder superior de Dios, que trata al hombre según esta ley
cuando el hombre se somete a El.
1. «¿Quién cerró el mar con una puerta?». El mar creado por Dios parece
tener preponderancia sobre la tierra; para muchos pueblos antiguos su poder
salvaje e informe era algo así como un caos antidivino. Pero en la primera lectura
Dios muestra a Job que ha puesto límites a esta aparente superpotencia: lo que
salía impetuoso del seno materno Dios lo envolvió —como a un niño de pecho—
entre mantillas y pañales; a la furia del mar se le impuso un límite «con puertas y
cerrojos». Para Job esto significa que si Dios puede dominar estas potencias de
la naturaleza, cuyas fuerzas superan infinitamente a las del hombre, tanto más
podrá domeñar y dirigir el destino del hombre.
3. La segunda lectura supone esta fe plena, que reconoce que Jesús escapa a
todos los criterios humanos porque ha realizado el mayor milagro posible: el de
«morir por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que
murió y resucitó por ellos». Con ello a los hombres no solamente se les devuelve
la seguridad en su antigua vida morral, como ocurre en el milagroso episodio. de
la tempestad calmada, sino que, si «si viven en Cristo», son insertados en una
«nueva creación» en la que «lo viejo ha pasado y ha llegado lo nuevo». La
tempestad del lago fue calmada a causa de la poca fe de los discípulos, para que
éstos comenzaran a tener fe en Jesús. La muerte en la cruz, que calma una
tempestad mucho peor, exige a todos los cristianos, incluso a los más timoratos,
«no vivir ya para sí mismos».
3. «Pobre por vosotros». Superar esta obra destructiva del hombre no es una
menudencia para Dios. Lo dice la segunda lectura: Jesucristo, «siendo rico, por
vosotros se hizo pobre, para que vosotros, con su pobreza, os hagáis ricos». No
superó nuestra muerte con su omnipotencia, sino descendiendo a la impotencia
de esta muerte. Esta segunda muerte sólo podía ser vencida desde dentro, sólo en
virtud de la fuerza divina que surgió de Jesús para penetrar en nosotros en la cruz
y en la Eucaristía. Pablo querría que imitásemos esto al menos en parte, dando a
los indigentes algo de nuestra fuerza material para que baya al menos una «
nivelación», como corresponde a los que se sienten realmente hermanos. El
ejemplo de Jesús, que desde la suprema riqueza descendió a la pobreza más
extrema, debe aparecer ante nosotros al menos como ideal (¡inalcanzable!).
1. «Pan del cielo». El estado de ánimo del pueblo de Israel (en la primera
lectura) es comprensible desde el punto de vista humano:
Dios ha llevado al desierto a los israelitas y éstos están a punto de morir de
hambre porque allí no encuentran comida alguna. Es difícilmente imaginable que
todo un pueblo, en una situación tan desesperada, espere un milagro del cielo.
Dios no se lo reprocha aquí, sino que promete un doble milagro: al atardecer,
carne —la banda de codornices que cubrió el campamento—; por la mañana,
pan, que lo israelitas recogerán sin saber lo que es (Man-hu ¿Qué es esto? maná)
De nuevo el milagro veterotestamentario —la carne y el pan, el pan que es carne
y la carne que es pan— no es más que la imagen anticipada de lo que Dios dará
al mundo en Jesús. Son muchos los hombres que han muerto de hambre en el
desierto, hasta en nuestros días. La preocupación suprema de Dios no es alargar
un Poco más la vida de estos morrales, sino, como dirá Jesús, darles el Pan del
cielo para la vida eterna.
3. El hombre nuevo. Por eso (según la segunda lectura) hay que despojarse del
«hombre viejo, corrompido por deseos de placer», que, debido precisamente a su
permanente querer poseer, se deprava y se priva de todo, para poderse vestir de
la «nueva condición humana creada a imagen de Dios». La imagen original de
Dios es Cristo, que no conoce concupiscencia alguna, sino que es pura entrega;
el hombre ha sido creado según esta imagen arquetípica, para ser conforme a
ella, abandonando la concupiscencia para dejar que acontezca en si únicamente
la obra del Padre: la impresión de la imagen original del Hijo en nosotros
mediante el Espíritu Santo.
2. «El pan que yo daré es mi carne». Jesús dice que él es el verdadero pan
del cielo (en lugar del maná). Pero, ¿quién puede creerse esto cuando todo el
mundo conoce a su padre y su madre, que demuestran que no procede del cielo?
Jesús no remite aquí a si mismo, a sus palabras y a sus milagros, sino al Padre. Al
Dios en el que hay que creer y que conduce, a los que escuchan lo que dice y
aprenden verdaderamente de él, al Hijo. A ese Hijo que es el único que conoce
verdaderamente al Padre, el único que puede revelar su esencia y llevar a su vida
eterna. El maná al que habían aludido los judíos en modo alguno podría revelar al
Padre como vida eterna, pues los que lo comieron murieron. Pero ahora que el
Padre lleva al Hijo y el Hijo lleva al Padre, ahora que el Padre se da a sí mismo
en el Hijo (pues todos los que reciben al Hijo serán instruidos por Dios) y que el
Hijo en su autodonación revela el amor del Padre, la muerte terrena no tiene ya
poder ni significación alguna, «la vida eterna» es infinitamente superior a la
muerte corporal. Y para que todas estas palabras no sean consideradas por sus
oyentes como una pura fantasía espiritual, Jesús declara para terminar: «El pan
que yo daré es mi carne». Este cuerpo, que cuando sea entregado se convertirá
en pan para la vida del mundo, es tan realmente palpable como realmente
palpables fueron Para Elías el pan cocido y la jarra de agua que aparecieron
milagrosamente a su lado en el desierto.
3. «No seáis insensatos». En la segunda lectura Pablo nos exhorta a «no ser
insensatos, sino sensatos». La sensatez de la que Pablo habla aquí no es la mera
inteligencia, seca y calculadora, sino que incluye el júbilo del corazón, que, en
alta voz o en silencio, recita ante Dios los cánticos que inspira el Espíritu Santo.
Esto no es más que la respuesta al júbilo del corazón de Jesús, que alaba al Padre
porque él, el Hijo, puede entregarse por los hombres. Es un júbilo de alegría
sobrenatural, algo totalmente opuesto a la embriaguez natural. El júbilo cristiano
puede expresarse en cualquier situación vital, hasta en lo más profundo de las
tinieblas de la cruz.
1. «La fe, si no tiene obras, está muerta por dentro». La fe cristiana cuando
es auténtica, pone a todo el hombre en movimiento. Con el simple tener por
verdaderos algunos dogmas propuestos por la Iglesia no se hace todavía nada
cristiano; es la vida entera la que debe responder a la llamada de Dios. Esa es, en
la segunda lectura, la doctrina de Santiago, y el apóstol lo demuestra con la
obediencia-fe de Abrahán, que ofreció a su hijo —el hijo de la promesa que Dios
le había dado— sobre el altar del sacrificio. Nadie puede cumplir su exigencia
mostrando una «fe sin obras», una fe sin ningún efecto en la vida. Según Pablo la
fe debe también «traducirse en amor» (Ga 5,6), pues de lo contrario será una fe
sin amor, y una fe sin amor está muerta: eso es lo que dice Santiago a propósito
del supuesto cristiano que rechaza a un hermano desnudo y hambriento.
2. «Que cargue con su cruz y me siga». ¡Y ahora el evangelio! Ciertamente a
la pregunta que Jesús plantea a sus discípulos en el evangelio («Y vosotros,
¿quién decís que soy yo?»), Pedro ha dado una respuesta que no se puede decir
que sea incorrecta, pero tampoco del todo correcta: «Tú eres el Mesías». Sí, pero
no un Mesías como Pedro y seguramente la mayoría de los discípulos se lo
imaginaban: como un taumaturgo que liberaría a Israel del yugo de los romanos.
Había entonces en Israel una pujante teología de la liberación difundida no sólo
entre los celotes que combatían activamente a los romanos. En el mismo
momento en que oye por primera vez el título de Mesías, Jesús interrumpe su
discurso: prohíbe terminantemente a sus discípulos decírselo a nadie; en lugar de
esto les anuncia, de nuevo por primera vez, la suerte que correrá el Hijo del
hombre: mucho padecimiento, condena a muerte, ejecución y resurrección.
Pedro, que no quiere ni oír hablar de eso, es increpado por Jesús como Satanás,
seductor hay enemigo. Jesús desvela aquí la obra decisiva para la que ha sido
enviado, una obra que no es para él solo, sino para todo aquel que quiera seguirle
en la fe. Aquí la doctrina de Santiago sobre la fe y las obras adquiere su auténtico
sentido. Una fe sin la obra de la pasión no es una fe cristiana. La fe que quiere
salvarse, y no perderse, perder todo. Querer salvarse es un egoísmo incompatible
con la fe, que es inseparable del amor. Aquí se encuentra el núcleo de la obra tal
y como la concibe Santiago, sin la que la fe no es nada: la obra de la plena
entrega a Dios o al prójimo. No se discute que esta obra pueda ser dolorosa hasta
la muerte para el hombre; en todo caso esta obra contiene ya una muerte en sí: la
renuncia al propio yo; y que esta renuncia lleve o no a la muerte corporal en el
testimonio de sangre es ciertamente algo secundario.
3. La primera lectura muestra esta pérdida del propio yo en una especie de
anticipación veterotestamentaria. El «Siervo de Dios», en la obediencia de la fe,
no huye de los enemigos que le golpean, le arrancan la barba, le ensucian el
rostro con insultos y salivazos. El Señor le da fuerza para que su rostro se torne
duro como el pedernal. Sabe que en este sufrimiento está obedeciendo y que
Dios —a pesar de cualquier sensación de abandono— no lo abandona. En
realidad se trata de un «pleito» que engloba al mundo entero, un proceso que
según Juan (16,8-11) es dirigido por el Espíritu Santo y que concluye con la
victoria del Siervo de Dios, del Hijo de Dios que «se va con el Padre».
2. «El servidor de todos». El evangelio de hoy parece confirmar Una vez más la concepción de los
«malvados», según la cual el cristianismo sería una doctrina para niños indefensos y para los que quieren
convertirse en tales: para la gente débil. Y sin embargo lo que se dice en él trastoca radicalmente todo lo dicho
y hecho hasta ahora. En lugar de los malvados que acechan, aparece ahora la enseñanza de Jesús a sus
discípulos: él será entregado en manos de los hombres, lo matarán y resucitará al tercer día. Pero es él mismo
el que determina su destino, no ellos; y lo hace con una libertad suprema, como obra de su voluntad firme y
decidida, obediente a Dios. Y en lugar de los malvados aparecen, como su desenmascaramiento y carícatura,
los discípulos, que, después de haber oído esta enseñanza sin haber comprendido una palabra de la misma,
discuten entre sí sobre quién es el más grande o el más importante. Ser grande y poderoso se opone a la
paciencia y a la moderación de que Cristo hace gala. Entonces Jesús, cuya predicción no encuentra ningún eco
entre los suyos, toma a un niño en sus brazos para demostrar en él —en alguien cuya esencia todos conocen y
comprenden— la verdad que proclama toda su existencia: el más grande, Dios, manifiesta su grandeza
humillándose y poniéndose en el último lugar como servidor de todos; y el niño, el más débil de los seres
humanos, que por esencia ha de ser cuidado y acogido, es el símbolo real de este Dios que es acogido cuando se
acoge a un niño: primero el Hijo humillado, pero en él también el Padre, que ha consentido esta humillación.
Dios, en su servicio de esclavo asumido por libre amor hacia todos los malvados y embriagados de ansia de
poder, se manifiesta justamente como el mayor de todos. ¿Quién tiene el coraje de seguirle?
3. «No podéis alcanzarlo». La amarga segunda lectura, que desvela sin contemplaciones el
interior pecaminoso del hombre ante Dios, saca ahora las consecuencias. El ansia de poder y grandeza, que es
la causa de no pocas guerras y conflictos entre los hombres, no conduce a nada porque el «ambicioso», el
«codicioso» es contradictorio en sí mismo. Ambiciona cosas que contradicen su naturaleza, vive en el
«desorden» y se opone a «la sabiduría que viene de arriba». Por eso no obtiene nada cuando pide este tipo de
sabiduría; no puede recibir nada porque para recibir debería ser como un niño: «amante de la paz,
comprensivo, dócil». Sólo la doctrina de Jesús resuelve la contradicción interna que anida en el corazón del
hombre, en la que éste se enreda y de la que no puede liberarse por sí solo.
«Vende lo que tienes». La historia del joven rico que no quiere renunciar a sus
bienes y la de los discípulos que han dejado todo para seguir a Cristo forman una
unidad en el evangelio. Entre los dos episodios aparecen las palabras de Jesús
sobre la dificultad de los ricos para entrar en el reino de Dios. ¿Quiénes son esos
ricos Para Jesús? Los que se apegan a sus posesiones o riquezas. La cuantía de
las riquezas carece de importancia. Puede haber ricos que no están apegados a
sus bienes (Jesús conoció seguramente a algunos de ellos; presumiblemente las
mujeres que le ayudaban con sus bienes eran de familias acomodadas: Lc 8,3),
del mismo modo que puede también haber pobres que no están dispuestos a
renunciar a lo poco que tienen. Cuando ve que el joven rico no está dispuesto a
renunciar a sus bienes, Jesús habla primero de dificultad, y después, con la
imagen del ojo de la aguja, de imposibilidad práctica de entrar en el reino de
Dios para el que no esté dispuesto a renunciar a sus riquezas, para, finalmente,
ante el espanto de los discípulos, confiar todo al poder soberano de Dios. Y
cuando Pedro afirma que él y los demás discípulos han dejado todo para seguirle,
Jesús radicaliza la cuestión en varios aspectos: en primer lugar enumerando las
personas y los bienes que es preciso dejar, después subrayando que esas
personas y esos bienes se han de dejar «por mí y por el Evangelio» —por tanto:
no por menosprecio de los bienes terrenales, sino postergándolos por un motivo
muy concreto—, y finalmente mediante la cláusula «con persecuciones»: el que
se desprende de sus bienes no llega necesariamente a un puerto seguro, el
«céntuplo» que recibirá se promete sólo para la vida futura. El seguimiento del
que ha hablado Pedro consiste en esto: cruz en este mundo, resurrección en el
más allá.
2. «Invoqué y vino a mi un espíritu de sabiduría». Salomón, en la primera lectura, aparece como una
figura ambigua ante la exigencia de Jesús en el evangelio. Como joven rey que es, ha pedido a Dios la
sabiduría; el pasaje del libro de la Sabiduría atestigua que el monarca prefería la sabiduría a cualquier poder
real, a cualquier riqueza, incluso a la luz, la salud y la belleza. La actitud de Salomón no parece estar lejos de
la del discípulo del Nuevo Testamento. Pero en la Antigua Alianza, en la que falta el modelo de Jesús, todavía
no se aprecia el valor de la «pobreza en el espíritu» y del «dejar todo»; por eso Dios le concederá, debido a la
rectitud de su petición, «riquezas incontables» (cfr. 1 R 3,13). Y serán precisamente tales riquezas las que
propiciarán las locuras de su vejez. Será necesario el modelo de JESÚS para hacer comprender a los hombres
que el Dios infinitamente rico no tiene más riqueza que el amor, que puede también hacerse pobre por
nosotros.
3. «Más tajante que espada de doble filo». La segunda lectura nos describe
de qué manera tan «viva y eficaz» la palabra de Dios penetra y juzga nuestra
actitud más íntima y más oculta al mundo. Esa palabra divide «alma y espíritu»,
el alma que quizá se apega todavía a las cosas terrenales y no quiere renunciar a
ellas, mientras que el espíritu «es decidido» (Mt 26,41). El hombre no ve las
intenciones de su corazón, pero para la palabra de Dios todo está «patente y
descubierto»; sólo a ella hemos de rendir cuentas, porque sólo en ella
encontramos claridad sobre nosotros mismos.
1. «El día y la hora nadie lo sabe». El evangelio del fin del mundo es
extrañamente complejo y heterogéneo. No se trata de un reportaje sobre los
acontecimientos venideros, sino de un texto que reúne diversos aspectos que
nosotros no acertamos a conciliar. Primero se anuncia la angustia del fin de los
tiempos con imágenes de catástrofes cósmicas, y después la venida del Hijo del
Hombre para el juicio, con motivo del cual los ángeles reúnen a los elegidos
(extrañamente sólo a ellos). A continuación se habla de los signos precursores,
por los que se debe reconocer que el fin está cerca, y luego de su inminencia;
pero inmediatamente después se dice que nadie conoce el día ni la hora: ni los
ángeles, ni siquiera el Hijo, sino sólo el Padre. Y sin embargo las palabras de
Jesús sobrevivirán a la destrucción del cielo y de la tierra. Deberíamos dejar a
cada afirmación su significación propia, y no querer englobar todo esto en un
sistema unitario. Ante todo la perenne inminencia del fin, válida para cualquier
generación. Estas palabras son más imperecederas que nosotros y que todas las
generaciones. Y también la posibilidad de discernir los signos precursores: no
amenazas catástrofes históricas, sino un estado del mundo como tal que anuncia
su fin. Nosotros no podemos calcular nada, pues ni siquiera el Hijo «sabe el día y
la hora».
2. «Muchos despertarán». Daniel (en la primera lectura) es el primer apocalíptico que conocemos, el
modelo, en varios aspectos, de los apocalípticos posteriores. También en él las líneas se entrecruzan: extrema
angustia y al mismo tiempo protección del pueblo de Dios, Operándose también aquí una separación: los
elegidos y los que no lo son; los primeros resucitarán para la vida eterna y los segundos para perpetua
ignominia. Tampoco aquí se ofrece un reportaje, sino una llamada de atención a las conciencias sobre una
última decisión del hombre por Dios y de Dios por el hombre.