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CICLO B

PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO

Is 63,16b-17.19b; 64,3-7; 1 Co 1,3-9; Mc 13,33-3 7

1. ¡Velad! El Año Litúrgico comienza con esta exigencia del evangelio: velad,
permaneced despiertos, pues no se sabe cuándo vendrá el Señor. Navidad es una
fecha fija, pero no lo es la venida del Señor a nuestra vida y a nuestra muerte, a
la vida y al final de la Iglesia. Tenemos «plenos poderes» sobre los bienes que
Dios ha puesto sobre la tierra, a cada uno se le ha encomendado su tarea. Al
portero, que debe estar pendiente de la venida del dueño y además debe velar
para que los criados de la casa no abandonen su trabajo —en este portero se
puede ver tanto la imagen de la Iglesia como la de cada cristiano, se le ha
encomendado la tarea especial de la vigilancia. Mediante este personaje se
interpela en realidad a todos los cristianos: «Lo digo a todos: ¡Velad!». La tarea
que se nos ha encomendado debe llevarse a cabo; pero no se trata de nuestros
propios bienes, sino de los bienes del Señor. Hagamos lo que hagamos, ya
estemos realizando un trabajo espiritual o un trabajo temporal, no trabajamos
para nosotros mismos, sino para él: no construimos nuestro reino, sino su reino.

2. Con la ayuda de Dios. En la segunda lectura se dice que hemos sido


perfectamente equipados para ese trabajo por el Señor, con «los dones de la
gracia» que Dios nos ha dado para que podamos llevarlo a cabo en ese tiempo
intermedio durante el que aguardamos « la manifestación de nuestro Señor
Jesucristo». Pero nosotros no esperamos esa manifestación del Señor en la
ociosidad, sino que trabajamos activamente, pues el don que se nos ha dado no
es para esperar ociosamente sino para actuar, para traducirlo en obras. El don se
nos ha dado gratuitamente, en Cristo Jesús hemos sido «enriquecidos en todo»: el
don del «saber», el del «testimonio», el don de la palabra (el «hablar») se nos han
dado para que produzcan el fruto que de ellos se espera Pero Dios tampoco se
limita a mirar ociosamente cómo trabajamos, sino que colabora activamente en
nuestro trabajo «manteniéndonos firmes» en los momentos de inseguridad y de
cansancio. Su ayuda nunca nos falta cuando nos aplicamos diligentemente al
trabajo que nos ha sido encomendado. ¿Pero es éste nuestro caso? ¿Empleamos
realmente nuestro tiempo, lleno de ocupaciones y de negocios, en trabajar en pro
de la causa que Dios nos ha confiado o tenemos que entonar un mea culpa (como
el profeta en la primera lectura), un lamento que debe resonar muy especialmente
ahora, al comienzo del Año Litúrgico?

3. El rostro del mundo. « ¿ Por qué nos extravías de tus caminos y endureces
nuestro corazón para que no te tema?». Se trata claramente de un lamento
dirigido a Dios, no de una acusación contra Dios; porque ciertamente por Dios
no queda, ya que es «nuestro redentor» desde siempre. Todos nosotros somos los
que desde siempre «éramos impuros». Estamos tan perdidos en nuestros
intereses mundanos que « nadie invoca tu nombre ni se esfuerza por aferrarse a
ti». Por eso no se puede culpar a Dios de habernos entregado al poder de la
lógica, «al poder de nuestra culpa». Somos conscientes de nuestras propias
culpas, «toda nuestra justicia» y todo nuestro maravilloso y peligroso progreso es
«como un paño manchado», el presunto florecimiento de nuestra cultura es como
«follaje marchito, arrebatado por el viento». Por eso a los que aún conocen a
Dios y son sabedores de su fidelidad sólo les queda gritar: «¡Ojalá rasgases los
cielos y bajases!». Piensa que a pesar de nuestra ingratitud «somos todos obra de
tu mano», la arcilla que Tú como «alfarero» siempre puedes remodelar.

SEGUNDO DOMINGO DE ADVIENTO

Is 40,1 -5.9-11; 2 P 3,8-14; Mc 1,1-8

1. El Bautista aparece en el evangelio como «una voz en el desierto».


Nuestro mundo es un desierto hoy más que nunca; «el desierto crece»:
materialmente, por la deforestación de los bosques, contra la que todos los planes
de cultivo, conservación y repoblación forestal parecen impotentes; y
espiritualmente, por la desertización del paisaje religioso, pues la humanidad
apenas puede oír ya la voz que dama «preparad el camino al Señor». La «voz» se
va extinguiendo en el griterío confuso y turbulento de los medios de
comunicación, de las primicias informativas, de las noticias sensacionalistas que
se pisan y devoran unas a otras. Y si el profeta aparece con unos hábitos
sorprendentemente anti-culturales —vestido de piel de camello; saltamontes y
miel silvestre como alimento—, nosotros hoy estamos bastante habituados a un
comportamiento similar por parte de la juventud inconformista; pero estos
jóvenes que ahora protestan, a menos que quieran explícitamente convertirse en
seres marginales, terminarán entrando por el aro y participarán en el gran juego
de los adultos. Hoy sólo es noticia, a lo sumo, la teología que se inmiscuye en los
asuntos políticos o promueve los cambios sociales. El Bautista lo tendría hoy
más difícil que entonces, cuando la gente acudía a oírle, confesaba sus pecados y
le concedía al menos un cierto crédito, creyendo que alguien más grande, al que
había que preparar el camino, vendría después de él.

2. La primera lectura aporta todo el contexto de su mensaje. El contenido de


éste es mucho más grande que lo que se puede realizar mañana y pasado mañana:
que los israelitas desterrados en Babilonia podrán volver a su patria y reconstruir
su templo. El mensaje habla de un futuro, un futuro que está ciertamente próximo
y en el que «todos los hombres juntos verán la gloria del Señor», en el que Dios
mismo, como un pastor, reunirá a toda la humanidad para conducirla finalmente a
casa. Este acontecimiento escatológico debe ser proclamado desde «lo alto de un
monte», pues es un mensaje de gozo. La turbulenta historia del mundo, con sus
hondonadas y sus colinas —es decir, con sus caminos escabrosos y tortuosos—
se manifestará finalmente como el camino recto y llano por el que Dios ha
transitado desde Siempre. La historia, que desde el punto de vista intramundano
parece encaminarse hacia catástrofes imprevisibles, es, vista desde el final, Una
vuelta a casa segura y entrañable.

3. El tiempo de Dios. La segunda lectura nos dice que no tenemos Una visión
panorámica del tiempo; calculamos los días y los años, pero nuestros cálculos
resultan siempre falsos. En todos los siglos se ha pronosticado el día la venida de
Dios, pero éste nunca ha llegado. Esto ocurre porque el tiempo de Dios no es
como el de los hombres: para Dios «mil años son como un día». Por eso algunos
hablan con un tono de superioridad y de sarcasmo de «retraso», de una espera
ingenua del fin. Pero el Señor no tarda en cumplir su promesa. Está viniendo
constantemente y saca como un pescador la gigantesca red de la historia del
mundo sobre la playa. Que el fin del mundo, visto de una forma puramente
intramundana, deba ser catastrófico, no turba ni el plan de Dios ni la confianza
de los cristianos. Estos simplemente deben procurar que Dios los encuentre
«inmaculados» y «en paz con él» cuando vuelva. El Adviento prepara esta paz.

TERCER DOMINGO DE ADVIENTO

Is 61,1-2a.10-l 1; 1 Ts 5,16-24;Jn 1,6-8.19-28

1. Domingo de Gaudete: esperamos a Dios no con temor y temblor, sino con


alegría. El profeta anuncia su llegada en la primera lectura e indica la razón de
esta alegría: la venida del enviado del Señor significará la curación y la liberación
para todos los pobres, atribulados, cautivos y prisioneros. Este «año de gracia del
Señor» nos concierne a todos, porque en el fondo todos nosotros estamos
encerrados en nosotros mismos, encadenados por nosotros mismos; no somos
incólumes, sino que somos tan pobres y estamos tan atribulados que 00 podemos
curarnos a nosotros mismos. Pero Dios no nos traerá esta curación desde fuera,
por un milagro externo, sino desde dentro de nosotros mismos, al. igual que el
organismo sólo se cura desde su interior. Y como Dios ha derramado su Espíritu
en nuestros corazones, éste puede transformarnos desde dentro: «Como el suelo
echa sus brotes, como un jardín hace brotar sus semillas». El Dios que os ha
creado no está lejos de nuestro fondo más íntimo, ni es ajeno a él; Dios tiene la
llave de nuestra intimidad más secreta. Quizá sólo con el paso del tiempo nos
demos cuenta de que Dios trabaja ya en nosotros desde hace mucho tiempo.

2. Crecimiento de la vida interior Y así crecemos en los sentimientos o


actitudes que la segunda lectura exige de nosotros: porque pertenecemos a
Cristo, debe prevalecer en nosotros la alegría; porque no podemos curarnos a
.nosotros mismos ni realizarnos plenamente desde nosotros mismos, debemos
rezar, dar gracias a Dios y hacer sitio al Espíritu que actúa en nosotros; no
debemos menospreciar la enseñanza que viene de Dios —¡cuántas veces la
dejamos de lado porque creemos
que ya no tenemos nada que aprender!—; hemos de aprender a distinguir el bien
del mal y, dejando hacer a Dios, no pasivamente sino activamente, dar al Espíritu
que habita en nosotros la oportunidad de actuar. Como contrapartida, se nos
promete la paz de Dios en todo nuestro ser, que aquí aparece dividido en tres
aspectos: nuestro cuerpo, nuestra alma y, más allá de ellos, nuestro espíritu, es
decir, precisamente esa profundidad secreta de nuestro yo donde actúa el Espíritu
Santo y donde, en lo más profundo de nuestra intimidad, se abre una puerta hacia
Dios, a través de la cual él puede entrar en su propiedad.

3. Distancia como proximidad. El que es consciente de esto puede, como el


Bautista en el evangelio, ser testigo de la luz de Dios y a la vez negar tenaz y
rotundamente que él sea la luz. Está muy lejos de querer decir que él sea la luz
en lo más profundo de sí mismo, no es la luz ni siquiera en la chispa más íntima
de si mismo, donde su espíritu está en contacto con el Espíritu dé Dios. Cuanto
más se acerca el hombre a Dios para dar testimonio de él, tanto más claramente
ve la distancia que existe entre Dios y la criatura. Cuanto más espacio deja a
Dios dentro de sí, tanto más se convierte en un puro instrumento de Dios: una
«voz que grita en el desierto: Allanad el camino del Señor». Cuanto más trata
Dios a la Madre de su Hijo como su morada, más se siente ella como la «humilde
esclava». El Bautista, al que se pregunta en el evangelio con qué autoridad
bautiza, distingue finalmente: Yo bautizo con agua, pero aquel del que yo doy
testimonio bautizará con el Espíritu Santo; y aunque Jesús le considerará como el
mayor de los Profetas, él se siente indigno de desatar la correa de su sandalia.
«Tú puedes llamarme amigo, pero yo me considero siervo» (san Agustín).

CUARTO DOMINGO DE ADVIENTO

2 S 7,1-5.8b-12,14ª.16; Rm 16,25-2 7; Lc 1,26-38

1. La casa de David. En la primera lectura, el rey David, que habita en su


palacio tiene mala con ciencia de que, mientras él vive en casa de cedro, Dios
tenga que conformarse con una simple tienda Por eso decide, como hacen casi
todos los reyes de los pueblos, construir una morada digna para Dios. Pero
entonces el propio Dios interviene, y sus palabras son tanto una reprensión como
una promesa David olvida que es Dios el que ha construido todo su reino, desde
el mismo instante en que, siendo David un simple pastor de ovejas, le ungió rey,
acompañándole desde entonces en todas sus empresas Pero la gracia llega aún
más lejos: la casa que Dios ha comenzado, el mismo Dios la construirá hasta el
final: en la descendencia de David y finalmente en el gran descendiente suyo con
el que culminará la obra. Dios no habita en la soledad de los palacios, sino en la
compañía los hombres que creen y aman; éstos son sus templos y sus iglesias, y
nunca conocerán la ruina. La casa de David «se consolidará y durará por
siempre» en su hijo. Esto se cumple en el evangelio.

2. La Virgen desposada con un varón de la casa de David es elegida por Dios


para ser un templo sin igual. Su Hijo, concebido en su vientre por obra del
Espíritu Santo, establecerá su morada en ella, y todo el ser de la Madre
contribuirá a la formación del Hijo hasta convertirlo en un hombre perfecto.
También aquí el trabajo de Dios no comienza sólo desde el instante de la
Anunciación, sino desde el primer momento de la existencia de María. En su
Inmaculada Concepción, Dios ha comenzado ya a actuar en su templo: sólo
porque Dios la hace capaz de responderle con un sí incondicional, sin reservas,
puede establecer su morada en ella y garantizarle, como a David, que esta casa
se consolidará y durará por siempre. «Reinará sobre la casa de Jacob para
siempre, y su reino no tendrá fin». El Hijo de María es mucho más que el hijo de
David: «Es más que Salomón» (Mt 12,42). El propio David lo llama Señor (Mt
22,45). Pero aunque Jesucristo edificará el templo definitivo de Dios con
«piedras vivas>’ (1 P 2,5) sobre sí mismo como «piedra angular», nunca olvidará
que se debe a la morada santa que es su Madre, al igual que procede de la estirpe
de David por José. La maternidad de María es tan imperecedera que Jesús desde
la cruz la nombrará Madre de su Iglesia: ésta procede ciertamente de su carne y
sangre, pero su «Cuerpo místico», la Iglesia, al ser el propio cuerpo de Jesús, no
puede existir sin la misma Madre, a la que él mismo debe su existencia. Y a los
que participación dentro de la Iglesia, en la fecundidad de María, él les da
también una participación en su maternidad (Metodio, Banquete III, 8).

3. El templo que Dios se construye no se concluirá hasta que «todas las


naciones» hayan sido traídas a la obediencia de la fe. Eso es precisamente lo que
se anuncia al final de la carta a los Romanos. Esta construcción definitiva es
operada por los cristianos ya creyentes, que no se encierran dentro de su Iglesia,
sino que están abiertos al «misterio» que les ha sido «revelado» por Dios y, en
razón de la profecía de los «Escritos proféticos», en los que se habla de David y
de la Virgen, creen que el «evangelio» no se limita exclusivamente a la Iglesia,
sino que afecta al mundo en su totalidad. El templo construido por Dios remite
siempre, más allá de sí mismo, a una construcción mayor que ha sido proyectada
por Dios y que no concluirá hasta que «haga de los enemigos de Cristo estrado
de sus pies» y Cristo «devuelva a Dios Padre su reino, una vez aniquilado todo
principado, poder y fuerza» (1 Co 15,24s).

NATIVIDAD DEL SEÑOR Ver ciclo A


DOMINGO INFRAOCTAVA DE NAVIDAD SAGRADA FAMILIA: JESÚS,
MARIA Y JOSÉ

Gn 15,1-6; 21,1-3; Hb 11,8.11-12.17-19; Lc2,22-40

1. La fe de Abraham Es muy significativo que toda la liturgia de esta fiesta


esté bajo el signo de la fe. La familia, que se funda tanto en la Antigua como en
la Nueva Alianza, es en las dos lecturas una nueva obra de Dios; el cuerpo de
Abrahán está ya viejo, Sara, su mujer, es estéril y Abrahán ha designado ya como
heredero a un criado de casa, al hijo de su esclava Pero Dios cambia el destino:
los padres se vuelven fecundos y el hijo de la promesa será un puro don de Dios.
Este episodio constituye por así decirlo el distintivo de todos los matrimonios de
Israel: su fecundidad, orientada hacia el Mesías, recibirá siempre algo de la
gracia sobrenatural de Dios: el hijo es un don de Dios, en el fondo le pertenece y
sirve para que sus planes se cumplan; a la familia no le
permitido cerrase en sí misma, sino que, al igual que Dios la ha abierto en el
origen, así también debe permanecer abierta a los designios de Dios

2. El sacrificio de Abrahán. Esto llega hasta lo incomprensible raya en lo


intolerable humanamente hablando, con la prueba a que
somete a Abrahán, cuando Dios le exige que le sacrifique al hijo de la promesa, a
cuya existencia el propio Dios había vinculado sus promesas (descendencia tan
numerosa como «las estrellas del cielo»). Israel ha considerado siempre este
episodio como uno de los más importantes de su historia. Dios entra en la familia
que él mismo ha fundado milagrosamente y la destruye. Humanamente hablando,
Dios se contradice claramente a si mismo; pero como se trata de Dios, Abrahán
obedece y se dispone a devolver a Dios lo más precioso para él, lo que el mismo
Dios le ha dado. La segunda lectura hace también participar a Sara en este
acontecimiento; la familia, que se debe a Dios, se convierte ahora no solamente
en una familia abierta sino también en una familia sangrante.

3. La espada en el alma de María. El acontecimiento sobre el que se funda


Israel encuentra su pleno cumplimiento en la Sagrada Familia, que en el
evangelio de hoy aparece en el templo. A José, el último patriarca, Dios no le
hace carnalmente fecundo, sino que debe
—¡suprema plenitud de la fecundidad humana!— retirarse para dejar su sitio a la
única fuerza generadora de Dios. El sacrificio personal que José ofrece, lo oculta
en lo litúrgico, en lo aparentemente insignificante: en el par de palomas, el
sacrificio de los pobres. Y la Madre oculta el sacrificio de su entrega total a Dios
con el tupido velo de la ceremonia de purificación prevista por la ley. Se produce
entonces la profecía que determinará la forma interna de esta familia: por un lado
la suprema significación del Niño ofrecido, donde ya se puede ver que esta
familia se dilatará mucho más allá de sus dimensiones terrenales; por otro lado la
espada que traspasará el alma de la Madre, que será así introducida en una
realidad más grande, en el destino de su Hijo: no solamente dejará que el Hijo se
marche, con lo que esto supondrá de sacrificio para ella, sino que será incluida en
el sacrificio del Hijo cuando llegue el momento, con lo que la antigua familia
carnal se consumará en una familia espiritual en la que María —traspasada por la
espada— se convertirá de nuevo en Madre de muchos.

La Sagrada Familia de Nazaret es todo menos un idilio: está entre el sacrificio


del monte Mona y el sacrificio del Gólgota.

1 DE ENERO
OCTAVA DE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR
SOLEMNIDAD DE SANTA MARIA, MADRE DE DIOS Ver ciclo A

SEGUNDO DOMINGO DESPUÉS DE NAVIDAD Ver ciclo A

6 DE ENERO
EPIFANIA DEL SEÑOR Ver ciclo A

DOMINGO DESPUÉS DEL 6 DE ENERO BAUTISMO DEL SEÑOR

Is 55,1-11; lJn 5,1-9; Mc 1,7-11

El tema que da unidad a los textos de hoy no es tanto el acto del bautismo como
la unión entre agua y salvación. El agua es el símbolo de la gracia gratuitamente
otorgada, purificante y refrescante a la vez.

1. Agua y Espíritu. En el evangelio de hoy se describe el bautismo del Señor:


el cielo se rasga tras su participación obediente en el bautismo con agua al final
de la Antigua Alianza, el Espíritu desciende sobre el bautizado y el Padre declara
que Jesús es su Hijo amado, su preferido, arquetipo de todos los cristianos que
recibirán después el bautismo: todos ellos recibirán el Espíritu de lo alto y
nacerán a una nueva vida como hijos de Dios. El agua terrenal no se convertirá
por ello en algo superfluo, sino que quedará integrado en el acontecimiento
trinitario del bautismo de Jesús. Lo que hasta ahora era un símbolo, se convertirá
en lo sucesivo en parte de un sacramento, e incluso en una parte indispensable
para todo el que quiera «nacer del agua y el Espíritu» (Jn 3,5) para participar en
la vida divina. Esto es así porque el Hijo hecho hombre se sumerge en la historia
de la salvación e integra los antiguos signos de esta historia —como la travesía
salvífica del arca de Noé por en medio del agua del diluvio (1 P 3,20s), el paso
de 105 israelitas a través del Mar Rojo (1 Co 10,1-2) y finalmente el bautismo de
Juan— en el nuevo acontecimiento salvífico de la Trinidad divina.

2. Agua gratis. En la primera lectura el agua se convierte anticipadamente en


imagen de la gracia dispensada desde lo alto, sin la que tanto la tierra como el
corazón sediento del hombre se quedarían resecos. «Oíd, sedientos todos, acudid
por agua, también los que no tenéis dinero». Todo lo que se compra con dinero
«no alimenta» ni «da hartura». Con Dios no hay trueque que valga, simplemente
hay que aceptar sus dones, que se comparan a la «lluvia» que baja del cielo y sin
la que nada germina ni da pan sobre la tierra (y. 10). Sólo lo que ha sido
impregnado por Dios es capaz de restituir a Dios, en la lluvia enviada por él, el
fruto deseado: en la palabra de Dios podemos hablarle, en su Espíritu podemos
renacer para él.

3. Agua y sangre. Pero la segunda lectura no se conforma con «Espíritu y


agua», sino que necesita como tercer elemento la sangre, esa sangre que junto
con el agua fluye del costado traspasado de Cristo. Jesús, que en el bautismo es
reconocido por el Padre como su Hijo amado y preferido, es también el elegido
para la cruz, el que tendrá que cumplir en ella toda la voluntad del Dios trinitario.
Ahora los «tres: El Espíritu, el agua y la sangre» se han convertido en un único
«testimonio de su Hijo». Todo bautizado tiene que comprender que debe su
filiación divina a esta unidad de agua y sangre de Cristo; el que entra en la vida
de Cristo con el bautismo, tendrá que acompañarle de alguna manera hasta el
final, para dar testimonio «junto con el Espíritu» (Jn 15,26-27) de la fe en Cristo.

SEGUNDO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

1 S 3,3 b-10.19; 1 Co 6,13c-15a.17-20;Jn 1,35-42

1. Las primeras vocaciones. La escena del evangelio de hoy se sitúa


inmediatamente después de la narración del bautismo de Jesús, que comienza
ahora su actividad apostólica. Pero Jesús no comienza enseguida a llamar a sus
discípulos; el Bautista —la Antigua Alianza que concluye—, que sabe que es el
precursor y el que ha de preparar el camino, le envía los primeros discípulos.
Uno se llama Andrés Y
Ciclo B

Otro, cuyo nombre no se dice, es sin duda Juan, el propio evangelista. Seguir a
Jesús significa aquí, en un sentido totalmente originario, «ir detrás de él», sin que
los discípulos sepan de momento que son enviados, que se les encomienda una
misión. Pero esta situación no dura mucho, Jesús se vuelve y al ver que lo siguen
les pregunta:
<¿Qué buscáis?». Ellos no pueden expresarlo con palabras y por eso responden:
«Maestro, ¿dónde vives?». ¿Dónde tienes tu casa para que podamos conocerte
mejor? «Venid y lo veréis». Se trata de una invitación a acompañarle, sin
explicación previa; sólo el que le acompañe, verá. Y esto se confirma después:
«Lo acompañaron, vieron donde vivía y se quedaron aquel día con él». Quedarse
es en Juan sinónimo de la existencia definitiva en compañía de Jesús, la
expresión de la fe y del amor. Tampoco el tercer discípulo, Simón, es llamado por
Jesús, sino que es traído ante él casi a la fuerza por su hermano. Jesús se le
queda mirando y le dice: Yo te conozco, «tú eres Simón, hijo de Juan». Pero yo
te necesito para otra cosa: te llamarás Cefas, Piedra, Pedro. Esto sucede ya, en el
primer capitulo del evangelio, absoluta y definitivamente. Jesús no solamente
tiene necesidad del hombre entero, sino que necesita además a Pedro como
piedra angular de todo lo que construirá en el futuro. En el último capítulo será
hasta tal punto la piedra angular, que deberá ser el fundamento de todo, incluso
del amor eclesial: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas mas que éstos?».

2. Un relato vocacional. La primera lectura narra la vocación del Primer


profeta, el joven Samuel. Dios lo llama mientras el muchacho está durmiendo.
Samuel oye la llamada pero no sabe quién lo ha llamado. «Aún no conocía
Samuel al Señor». Por eso cuando se produce la Primera y la segunda llamada va
a donde está Eh, hasta que el sacerdote comprende finalmente que es el mismo
Dios el que llama a Samuel y dice al muchacho: «Si te llama alguien, responde:
‘Habla, Señor, que tu siervo escucha’». Esto es, visto desde el Nuevo
Testamento, la mediación eclesial, sacerdotal, de la llamada de Dios. Ciertamente
los jóvenes oyen una llamada, pero no están seguros, no Pueden comprenderla ni
interpretarla correctamente. Entonces interviene la Iglesia, el sacerdote, que sabe
lo que es una auténtica vocación y una vocación sólo presunta. El Dios que llama
confía en esta mediación El sacerdote —como Eh en la Antigua Alianza— ha de
Poder discernir si es realmente Dios el que llama y, en caso afirman yo, educar
para una perfecta audición de la palabra de Dios y Para ponerse enteramente a su
servicio.

3. La segunda lectura aclara que quien verdaderamente ha oído la llamada de


Dios, y sacado la consecuencia para su vida, «no se Posee ya en propiedad». Ha
sido comprado, se ha pagado un precio por él y pertenece al Señor como esclavo,
en cuerpo y alma. Aquí se pone el acento en el cuerpo, del que el llamado ha sido
desposeído, pues se ha convertido —dice Pablo— en un miembro del cuerpo
santo de Cristo; el que pecara en su propio cuerpo, mancillaría el cuerpo de
Cristo. La expropiación que se produce en los relatos vocacionales precedentes
no es parcial, sino total: el hombre entero, en cuerpo y alma, se pone al servicio
de Dios, debe seguirle, ver y quedarse con él.

TERCER DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Jon 3,1-5.10; 1 Co 7,29-3 1; Mc 1,14-20

El tema de los tres textos es la urgencia de la conversión; ya no hay tiempo para


nada más.

1. La predicación de Jonás. La primera lectura ha sido motivo de sorpresa


para muchos. Jonás invita a la ciudad de Nínive a la conversión: «Dentro de
cuarenta días Nínive será arrasada». La conversión se produce, la destrucción no.
Está claro que lo que Dios quería era lograr esta conversión; en realidad la
destrucción no le importaba. Y como se produjo la conversión deseada, no había
necesidad de ninguna destrucción. Pero con la amenaza de destrucción Dios no
pretende dar un simple susto a los habitantes de Nínive, la amenaza se pronuncia
totalmente en serio y como tal la toman los ninivitas. Estos comprendieron quizá
también su lado positivo: que Dios quiere siempre el bien y nunca la destrucción,
y que solamente cuando no se produce la conversión, debe aniquilar el mal por
amor al bien. La indignación del profeta a causa de la inconstancia de Yahvé se
debe al carácter más bien irónico del libro de Jonás: ¿cómo puede un Dios
amenazar con catástrofes y luego no llevarlas a cabo?

2. En la segunda lectura Pablo saca no pocas consecuencias de la


brevedad del tiempo. No se trata de una «espera inminente», sino más bien del
carácter general del tiempo terrestre. Este tiempo es de por sí tan apremiante que
nadie puede instalarse en él cómoda y despreocupadamente. Todos los estados de
vida en la Iglesia deben sacar las consecuencias; el apóstol se refiere aquí sólo a
los laicos: a todas sus actividades y formas de conducta se añade un coeficiente
negativo:
llorar, como si no se llorase; estar casado, como si no se tuviese mujer; comprar
como si no se poseyera nada, etc. Todos los bienes que poseemos y necesitamos
en este mundo debemos poseerlos y utilizarlos con una indiferencia tal que en
cualquier momento podamos renunciar a ellos, porque el tiempo apremia y la
frágil figura de este mundo se termina. Todo nuestro vivir es emprestado y el
tiempo nos ha sido dado con la condición de que en cualquier momento se nos
puede privar de él.

3. El evangelio muestra las consecuencias del plazo anunciado también por


Jesús como «cumplido». Con este cumplimiento el reino de Dios se encuentra en
el umbral del tiempo terrestre, y de este modo adquiere pleno sentido
consagrarse enteramente, con toda la propia existencia, a esta realidad que
comienza infaliblemente. Esto no se hace espontáneamente, se es llamado y
equipado por Dios para ello. En este caso son cuatro los discípulos a los que
Jesús invita a dejar su actividad mundana —y ellos obedecen a esta llamada sin
hablar palabra— para ser equipados con la vocación que les corresponde en el
reino de Dios: en lo sucesivo serán pescadores de hombres —pescar pueden
ciertamente, ya que son pescadores de profesión—. Son éstas vocaciones
ejemplares, pero no se trata propiamente de excepciones. También muchos
cristianos que permanecen dentro de sus profesiones seculares, son llamados al
servicio del reino que Jesús anuncia; éstos cristianos necesitan, para poder seguir
esta llamada, precisamente la indiferencia de la que hablaba Pablo en la segunda
lectura. Al igual que los hijos de Zebedeo dejan a su padre y a los jornaleros para
Seguir a Jesús, así también el cristiano que permanece en el mundo debe dejar
mucho de lo que le parece irrenunciable, si quiere seguir a Jesús seriamente. «El
que echa mano del arado y sigue mirando atrás no vale para el reino de Dios»
(Lc 9,62).

CUARTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Dt 18,15-20; 1 Co 7,32-35; Mc 1,21-28

1. En el evangelio, con motivo de la expulsión de un demonio se reconoce


que la enseñanza de Jesús es una enseñanza totalmente «nueva» un «enseñar
con autoridad» ante el que todos los circunstantes se quedan «estupefactos».
Estos ven la prueba de esta novedad en la expulsión del espíritu inmundo, pero
ésta es a lo sumo la confirmación de su autoridad, no su enseñanza. Lo
auténticamente decisivo aparece al principio del evangelio: Jesús enseña en la
sinagoga, y los presentes «se quedaron asombrados de su enseñanza». En su
misma enseñanza se percibe ya la «autoridad divina» que la distingue de la
enseñanza de los «letrados». Lo que la nueva enseñanza exige es un radicalismo
en la obediencia a Dios totalmente distinto del rigorismo en el cumplimiento de la
ley exigido por los letrados. Este radicalismo no exige en absoluto una huida del
mundo, tal y como la practicaban por ejemplo los miembros de la secta de
Qumrán, sino, en medio del mundo, de su trabajo y de sus penalidades, una vida
indivisa para Dios y conforme a su mandamiento. Este mandamiento que Jesús
explica a los hombres es a la vez infinitamente simple e infinitamente exigente;
posteriormente Jesús lo repetirá constantemente: amar a Dios sobre todas las
cosas y al prójimo como a sí mismo. Eso significan la Ley y los Profetas (Mt
7,12). Esta es la perfección que el hombre puede alcanzar y en la que puede y
debe parecerse al Padre celeste (cfr. Mt 5,48). Aquí sólo hay totalidad, no hay
lugar para la división.

2. Pablo, en la segunda lectura, tiende al mismo radicalismo. Aunque


aparentemente distingue dos categorías de hombres: los célibes, que se
preocupan de los «asuntos del Señor», y los casados, que se preocupan de los
«asuntos del mundo, buscando contentar a su mujer», ciertamente no quiere
(como muestran sus textos parenéticos sobre la vida doméstica) proscribir el
matrimonio o las profesiones del siglo, sino a lo sumo mostrar lo que se observa
habitualmente en la gente de mundo. Puede conceder al celibato una cierta
preeminencia («a todos les desearía que vivieran como yo»: 1 Co 7,7), mas
inmediatamente añade: «Pero cada cual tiene el don particular que Dios le ha
dado», gracias al cual es perfectamente posible, incluso dentro del mundo y en la
vida matrimonial, servir a Dios y amar al prójimo indivisiblemente. Ciertamente
en muchos casos cabe preguntarse si esto es más fácil en el estado de los
consejos evangélicos que en un

matrimonio cristiano correctamente vivido. Las cartas pastorales se oponen a los


que «prohíben el matrimonio» (1 Tm 4,3); no: «Todo lo que Dios ha creado es
bueno».

3. A esta doctrina definitiva de Jesús, en la que se resume todo con perfecta


simplicidad, se refiere ya Moisés anticipadamente cuando habla, en la primera
lectura, del profeta que ha de venir, del que Dios dice: «Suscitaré un profeta...
Pondré mis palabras en su boca y les dirá lo que yo le mande». El Señor lo
suscitará como cumplimiento de todo lo iniciado en la Antigua Alianza. A él será,
por tanto, al que haya que escuchar en todo.

QUINTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Jb 7,1 -4.6-7; 1 Co 9,16-19.22-23; Mc 1,29-3 9

1. «Para eso he venido». Este evangelio nos muestra que el trabajo que Jesús
hizo sobre la tierra era una exigencia totalmente desmesurada. Debía buscar a las
«ovejas descarriadas de Israel», una tarea que, dada la situación espiritual y
religiosa del país, era imposible de llevar a cabo y a la que no obstante él se
entrega con todas sus fuerzas. Cuando cura a la suegra de Pedro, «la población
entera se agolpa a la puerta» de la casa; entonces cura a muchos enfermos y
expulsa muchos demonios. Jesús se levanta de madrugada para poder por fin orar
a solas. Pero sus discípulos le siguen y cuando le encuentran le dicen: «Todo el
mundo te busca». Le buscaban los mismos de la noche anterior. Jesús no se
excusa diciendo que ahora quiere rezar, sino que evita encontrarse de nuevo con
la multitud alegando otro trabajo: en «las aldeas cercanas, para predicar también
allí; que para eso he venido». Y las aldeas son sólo el comienzo: «Así recorrió
toda Galilea». El auténtico apóstol cristiano puede tomar ejemplo del celo
incansable de Jesús: aunque la tarea que tenga ante sí le parezca irrealizable
desde el punto de vista humano, trabajará tanto como le permitan sus fuerzas; el
resto será completado por su sufrimiento o al menos por su obediencia interior.
Pero esta interioridad nunca puede ser una excusa para no hacer todo lo que
pueda.
«Esclavo de todos». Pablo, en la segunda lectura, Sigue el ejemplo del
Señor en la medida de lo posible. Ha recibido de Dios la tarea de anunciar el
evangelio, y esto es para él un deber, no lo hace por s~ propio gusto. Pablo
puede, para mostrar a Dios su libre obediencia renunciar a una paga, pero nada le
exime del deber estricto de comprometerse plenamente en la tarea que le ha sido
confiada. No se presenta como el gran señor que está en posesión de la verdad,
sino como el esclavo que está al servicio de todos. El apóstol dice (en los
versículos que se han omitido en la lectura) que se hace esclavo de los judíos (se
introduce en la mentalidad judía para hablar a los judíos del Mesías), esclavo de
los paganos (para anunciarles al Redentor del mundo) y finalmente (aquí
prosigue la lectura) esclavo de los débiles (aunque él se considera fuerte) para
ganar también para Cristo, en la medida de lo posible, a los poco inteligentes, a
los inseguros, indecisos y versátiles. No se olvida de nadie: «Me he hecho todo a
todos», y esto no con la seguridad del que es ya participe de la promesa del
evangelio, sino con la esperanza del que participa también él en lo que anuncia a
los demás.

3. Como «un servicio» (militar): así define el pobre Job, en la primera


lectura, la vida del hombre sobre la tierra. El hombre no es un señor, sino une
esclavo que «suspira por la sombra»; no es un amo (el amo es Dios), sino un
«jornalero». Se trata de una característica general de la efímera vida del hombre.
Cristo y su apóstol no contradicen esta descripción de la vida humana. Sólo que
la inquietud, la desazón de que habla Job, se ha convertido en la Nueva Alianza
en el celo indomeñable de trabajar por Dios y su reino, ya se realice esto
mediante una actividad exterior o mediante la oración. Porque también la oración
es un compromiso del cristiano por el mundo, y ciertamente tan fecundo o
incluso más fecundo que la actividad externa.

SEXTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Lv 13,1-2.43ac.44ab.45-46; 1 Co 1 0,31-11,1; Mc 1,40-45

1. «Quiero: queda limpio». El encuentro de Jesús con el leproso que le


suplica de rodillas que le cure, muestra la total novedad de la conducta de Cristo
con respecto al comportamiento veterotestamentario y rabínico. Un leproso no
sólo estaba excluido de la comunidad algo comprensible según las prescripciones
higiénicas del pentateuco sino que los rabinos afirmaban que la causa de esta
enfermedad eran los graves pecados cometidos por el leproso y prohibían
acercarse a él; cuando un leproso se acercaba, se le alejaba a pedradas. Jesús
deja que el leproso del evangelio se le acerque y hace algo impensable para un
judío: lo toca. El es precisamente el Salvador enviado por Dios que como buen
médico no sólo se preocupa de los enfermos del alma (los sanos no necesitan
médico: Mt 9,12), sino que indica, al tocar al leproso, que no tiene miedo al
contagio; más aún: toma sobre sí conscientemente la enfermedad del hombre y
sus pecados. A propósito del comportamiento de Jesús, Mateo cita las palabras
del Siervo de Dios: «El tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras
enfermedades» (Mt 8,17; Is 53,4). Pero esto no sucede en la impasibilidad más
absoluta: el texto griego habla de una cólera de Jesús («le increpó») ante la
miseria de los hombres, miseria que Dios no ha querido. Y cuando el leproso
queda limpio, Jesús le ordena, para cumplir lo que manda la ley, que se presente
ante el sacerdote, que ha de constatar la curación. «Para que conste» significa
dos cosas: para que sepan que puedo curar enfermos y para que vean que no
elimino la Ley sino que la cumplo. Que el ex leproso no respete el silencio que
Jesús le impone, es una desobediencia que dificulta no poco la actividad de
Jesús: «Ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo»; Jesús no quiere que
se le confunda con un curandero.

2. «¡Impuro, impuro!». La primera lectura recuerda las prescripciones de la


Ley con respecto a la lepra. Se trata de medidas sumamente severas que
obligaban al enfermo no sólo a vivir solo, separado de la comunidad,
condenándole a descuidar su aspecto externo mientras duraba su enfermedad,
sino también a gritar «¡Impuro, impuro!» cuando alguien se le acercaba. Esto es
precisamente lo que el pecador contumaz debería hacer en la Iglesia, pues el que
peca gravemente; mientras permanezca en pecado mortal, puede contaminar a los
demás.
Y no debería ocultar hipócritamente su separación de la «comunión de los
santos» Como impuro que es, debería cuanto antes postrarse de rodillas a los
pies de Jesús y suplicarle: «Si quieres, puedes curarme».

3. «Como yo sigo el ejemplo de Cristo». En la segunda lectura, el apóstol


procura asemejarse a su Señor en la medida de lo posible; él no puede tomar
sobre silos pecados de los hombres, pues esto pertenece exclusivamente a Cristo
(« ¿Acaso crucificaron a Pablo por vosotros?»: 1 Co 1,13), pero puede acoger a
los enfermos del cuerpo>, mayormente a los del alma para devolverles la salud
en virtud de la fuerza de Cristo. Su ir al encuentro de los enfermos y de los
débiles no es condescendencia, sino pura actitud de servicio que puede llegar
incluso a una participación en la pasión sustitutoria de Jesús (Col 1,24).

SÉPTIMO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Is 43,18-19.21-22.246-25; 2 Co 1,18-22; Mc 2,1-12


1. «Potestad para perdonar los pecados». En el evangelio de hoy se narra
una escena ciertamente movida —la multitud de las personas congregadas en
Cafarnaún, el boquete en el tejado para descolgar por allí la camilla con el
paralítico, al que Jesús le perdona sus pecados, el escándalo y enfado de los
letrados por la actitud de Jesús, y finalmente la pregunta de éste: ¿Qué es más
fácil, perdonar los pecados o curar el cuerpo?— que concluye con la declaración
solemne de que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar los
pecados, lo que se demuestra con la curación del paralítico. Naturalmente la
gente se queda atónita ante la curación, que sólo adquiere su plena significación
en virtud de la relación con el perdón de los pecados. Jesús comienza con la
curación de la más grave de las enfermedades, esa parálisis espiritual que deja
radicalmente impedido al hombre cuando éste rechaza a Dios, una enfermedad
de la que el hombre en modo alguno puede curarse a si mismo, ni siquiera con
los múltiples métodos psicológicos que los hombres inventan para tratar de
olvidarse de su culpa o para darse a sí mismos la absolución de sus pecados.
Sólo Dios, que es realmente el ofendido, tiene el poder y la gracia de perdonar la
injusticia que se le ha infligido, y como ha enviado a su Hijo al mundo para
proclamar y operar este perdón, el Hijo tiene la potestad que Jesús se atribuye.
La tiene porque el precio supremo de esta gracia, la cruz y la asunción de la
culpa por parte del Inocente, del que no tiene pecado, está asegurado de
antemano. Al igual que la Cena será una anticipación de la cruz, así también lo
será el perdón de los pecados concedido durante la vida de Jesús. El perdón de
los pecados quita al hombre un peso del que éste no puede liberarse por sí pero
muestra, como se nos recuerda en la primera lectura, el enorme esfuerzo y la
tremenda fatiga que el pecador impone a Dios, un esfuerzo y una fatiga que
absorbe todo el amor divino para liberarnos del peso del pecado.

2. «Me cansabas con tus culpas». Así acusa Dios al pueblo por boca del
profeta. Mientras tú, pueblo ingrato, «no te esforzabas por mi» y me olvidabas:
no me invocabas ni me ofrecías sacrificios, ya no creías en mi poder y bondad, te
habías liberado por así decirlo de mí, «me avasallabas con tus pecados y me
cansabas con tus culpas», yo pensaba en tu salvación. ¿Cómo podría Dios, que
ha prodigado todo su amor a Israel, no experimentar un gran dolor ante
semejante indiferencia y aversión por parte de su pueblo? Pero el Dios del amor
no se enoja sino que piensa en nuevos caminos de reconciliación: «Mirad que
realizo algo nuevo». En virtud de su divina fuerza creadora, Dios, que es amor,
borra los crímenes de su pueblo. Perdona y comienza de nuevo. Pero con una
condición: el pueblo debe darse cuenta de ello y aceptar el don que Dios le
ofrece.

3. El sí de Dios. En la segunda lectura, la cristiana, queda perfectamente


claro que Dios no dice unas veces sí y otras no, sino siempre sí, y que para el
hombre que ha comprendido esto a la luz de la fe ya no hay otro camino: ya no
puede decir «primero si y luego no», sino que debe responder siempre con un sí a
la «fidelidad de Dios en Cristo». Su acogida en el nuevo pueblo de Dios, que
tiene lugar en el bautismo, ha puesto ya en su corazón el Espíritu de Dios. Basta
con seguirle.

PRIMER DOMINGO DE CUARESMA

Gn 9,8-15; 1 P 3,18-22; Mc 1,12-1 5

1. «Creed la Buena Noticia». El Evangelio, la Buena Noticia que Jesús


empieza a proclamar y que es un mensaje para el mundo entero; para éste y para
el del más allá, comienza con su ayuno de cuarenta días Jesús no inicia su
Cuaresma por propia iniciativa, como mero ejercicio ascético sino que es
empujado al desierto por el Espíritu de Dios. Como tampoco soportará el
sufrimiento de la cruz (al final de la Cuaresma eclesial) por ascetismo, sino por
pura obediencia al Padre. La inmensa e ilimitada fecundidad de la obra de Cristo
supone tanto al principio como al final una tremenda renuncia. Durante más de
un mes vive sin probar bocado, se alimenta únicamente de la palabra y de la
voluntad del Padre: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a
término su obra» (Jn 4,34). Siguiendo el ejemplo de Jesús, todos los santos cuya
predicación haya de ser fecunda tendrán que desprenderse de todo lo propio para
anunciar eficazmente la proximidad del reino de Dios. El Señor vive su tiempo
de ayuno entre las alimañas y los ángeles, que «le servían», entre el peligro
corporal y la protección sobrenatural. Vive entre los dos extremos de la creación
entera. Al desprenderse de todo lo que llena la vida cotidiana de los hombres,
Jesús toma conciencia de las auténticas dimensiones del cosmos que, como
Redentor del mundo, debe rescatar para Dios. Después de esta preparación lejos
del mundo —renuncia a todo, incluso a lo más necesario para vivir—, puede
presentarse abiertamente ante los hombres y proclamar: «Se ha cumplido el
plazo».

2. «Esta es la señal del pacto». Las dos lecturas muestran las dimensiones
del mundo que hay que redimir. La primera describe la alianza primigenia y
fundamental de Dios con Noé. Se trata de la promesa de una reconciliación
definitiva de Dios con el mundo. Los nubarrones amenazadores del castigo
inmisericorde han desaparecido definitivamente del cielo, son un pasado que
nunca volverá. Tras la tormenta de la cólera ha salido el sol y se ha formado el
arco iris, que se eleva desde la tierra hasta el cielo y recuerda a Dios su pacto
con «todos los animales, con todos los vivientes». Este pacto no ha sido abolido
ni ha quedado disminuido por la alianza con Israel y por la posterior Nueva
Alianza de Cristo.

3. «Fue a proclamar su mensaje a los espíritus encarcelados». La segunda


lectura da una respuesta, aunque ciertamente misteriosa, a la cuestión de la suerte
de los difuntos precristianos. Jesús «murió por los culpables», para conducirlos a
Dios. Por eso él, corporalmente muerto, pero vivo espiritualmente, descendió a
los infiernos para proclamar su mensaje de salvación a «los espíritus
encarcelados». Pues antes de su muerte y de su descenso a los infiernos, nadie
podía llegar a Dios (Hb 11,40). Antes de la resurrección de Jesús, tampoco había
bautismo que pudiera preservarnos del seol veterotesramentario, de esa «cárcel»
de los muertos que era una parte del mundo todavía no plenamente redimido.
Pero para llegar al mundo de los muertos, Jesús tenía que someterse también él a
la muerte, de la que haremos memoria al final de la Cuaresma y en virtud de la
cual Cristo puede realizar la promesa contenida en la alianza pactada con Noé de
someter al mundo entero, incluido «el último enemigo, la muerte» (1 Co 15,26),
para poner al universo entero «bajo los pies del Padre».

SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA

Gn 22,1-2.9a.10-I3-í5-18; Rm 8,31b-34 Mc 9,2-10

1. «Toma a tu hijo único, al que quieres». Al evangelio de la transfiguración


le precede, como primera lectura, el relato del sacrifico de Abrahán. Con razón:
pues la transfiguración del Señor será la demostración por parte de Dios de lo
que es realmente su «Hijo amado», que será «ofrecido en sacrificio» por los
hombres y para la salvación de los hombres. Para los judíos el sacrificio de
Abrahán es el momento culminante de su relación con Dios, y subrayan que se
trata de un doble sacrificio: del padre, que toma el cuchillo para degollar a su
hijo, y del hijo, que consiente en su inmolación. Se suele decir que Abrahán es en
esto sólo una prefiguración; pues en realidad no tuvo que ofrecer el sacrificio, no
le hizo falta sacrificar a Isaac. Pero quizá lo realizó ya en su fuero interno, en su
interior, en su corazón cuando tomó el cuchillo con la intención de degollar a su
hijo. Se trata en todo caso de algo extremo que Dios podía exigir del hombre que
permanece en su alianza como imitación de su propio designio con respecto a su
Hijo. Lo horrendo del caso no está sólo en la orden de matar al propio hijo —en
las religiones circundantes e, ilícitamente, también en Israel se practicaban
sacrificios humanos—, sino en que este hijo había sido dado expresamente por
Dios mediante un milagro y estaba destinado para garantizar con su persona el
cumplimiento de las promesas divinas. Pero Dios no se contradice a sí mismo
cuando da esta orden. Y a pesar de esta contradicción incomprensible para el
hombre, éste debe obedecer, porque Dios es Dios.

2. «No perdoné a su propio Hijo». La segunda lectura resuelve la aparente


paradoja cuando dice que Dios se revela como el que esencialmente amor, como
el que no se contradice cuando entrega a su divino Hijo a la muerte real y
precisamente así cumple la promesa de «dar todo» con él, es decir, de conferir la
vida eterna. Lo más grande no es aquí la obediencia unilateral del hombre ante
una orden incomprensible de Dios, sino la unidad de la obediencia del Hijo, que
se entrega a la muerte para la salvación de todos, y de la abnegación del Padre,
que nos da todo, sin ahorrar el sacrificio a su propio Hijo. Con ello Dios no
solamente está con nosotros (como el «Emmanuel» veterotesramentario), sino
que intercede definitivamente «por nosotros» sus elegidos. Y con ello no
solamente nos ha dado algo grande, sino todo lo que tiene y es. Ahora Dios está
tan de nuestra parte que cualquier acusación (judicial) contra nosotros pierde
toda su fuerza. Nadie puede acusarnos ya ante el tribunal de Dios; el Hijo
entregado por Dios es un abogado tan irrefutable que toda acusación humana
contra nosotros enmudece.

3. Transfiguración. A partir de aquí resulta comprensible (en el evangelio) en


su verdadero sentido la luz trinitaria que irradia desde el Hijo sobre la montaña.
En modo alguno se trata de una concentración en si mismo (como en ciertos
yoguis), sino de la esplendente verdad trinitaria de la entrega total y absoluta, que
muestra lo que el Padre entrega realmente y «ofrece en sacrificio» por el mundo,
lo que el nuevo Isaac consiente que suceda en si, en pura obediencia amorosa al
Padre, lo que la nube deslumbrante «que los cubre» con su espesura oculta en el
misterio divino. El miedo y el balbuceo por parte de los hombres es la
consecuencia necesaria; pero también lo es la orden de no profanar con
habladurías lo que se ha contemplado. Todo se aclarará por si sólo con la muerte
y resurrección del Señor.

TERCER DOMINGO DE CUARESMA

Ex 20,1-1 7; 1 Co 1,22-25;Jn 2,13-25

1. «Destruid este templo». En medio de la Cuaresma se narra la purificación


del templo, para que reflexionemos sobre lo que es el verdadero culto a Dios y la
verdadera casa de Dios. El evangelio tiene dos acentos principales: el látigo
inexorable con el que Jesús expulsa a todos los traficantes de la casa de oración
de su Padre, y la prueba que da de su autoridad cuando los judíos le preguntan
por qué obra con tanto celo: el verdadero templo, el de su cuerpo, destruido por
los hombres, será reconstruido en tres días. Hasta que esto no suceda (la muerte
y la resurrección están todavía por venir), la antigua casa de Dios ha de servir
únicamente para la oración. El Dios de la Antigua Alianza no podía tolerar a
dioses extranjeros a su lado, sobre todo no podía soportar al dios Mamon.

La dos lecturas aclaran en parte lo dicho en el evangelio: la primera, el primer


acento principal, y la segunda, el segundo.

2. «Porque soy un Dios celoso». La gran aurorrevelación del Dios de la


alianza, en la primera lectura, tiene dos partes (y una interpolacion): en la
primera parte, Dios, que ha demostrado su vitalidad y su poder haciendo salir a
Israel de Egipto, se presenta como el único Dios (cfr. Dt 6,4); por eso ha de
reservarse para sí toda adoración y castigar el culto tributado a los ídolos. En la
segunda parte exige al pueblo con el que pacta la alianza que se comporte, en los
«diez mandamientos», como corresponde a una alianza pactada con la única y
suprema Majestad. Todos estos mandamientos no son prescripciones del derecho
natural o preceptos puramente morales (aunque puedan ser también eso), sino
exigencias de cómo ha de comportarse el hombre en la alianza con Dios. Ha sido
incluida en la lista la ley del sábado, que en este contexto indica ante todo que
entre los días de los hombres uno está reservado para el descanso, día que está
caracterizado como propiedad privada de Dios y obliga a los hombres, con el
descanso del trabajo cotidiano, a ser conscientes permanentemente de ello.

3. «Los judíos exigen signos». La segunda lectura aclara el segundo motivo


principal del evangelio, en el que los judíos exigen una prueba del poder de
Jesús: «¿Qué signos nos muestras para obrar así?». La exigencia de signos para
creer es rechazada por Jesús y al mismo tiempo escuchada, mediante la única
señal que se les dará: «Esta generación perversa y adúltera exige una señal; pues
no se le dará más signo que el del profeta Jonás. Tres días y tres noches estuvo
Jonás en el vientre del cetáceo: pues tres días y tres noches estará el Hijo del
hombre en el seno de la tierra» (Mt 12,38-40). Exactamente lo mismo que en el
evangelio: el templo destruido y reconstruido. El único signo que Dios da es para
los hombres «lo necio», «lo débil», la cruz: se requiere la fe para poderlo captar,
mientras que los judíos Primero quieren ver para poder después creer. Por eso el
signo que se les da aparece como un «escándalo», mientras que para los
llamados a la fe es «Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios», que se
manifiesta en el signo único y supremo de la muerte y resurrección de Jesús.

CUARTO DOMINGO DE CUARESMA

2 Cro 36,14-l6.19-23; Ef 2,4-10;Jn 3,14-21

1. «El que no cree, ya estd condenado». El evangelio nos da la oportunidad,


en este tiempo de penitencia, de revisar nuestra idea del juicio divino. La
afirmación decisiva es que el que desprecia el amor divino se condena a sí
mismo. Dios no tiene ningún interés en condenar al hombre; Dios es puro amor,
un amor que llega hasta el extremo de entregar su Hijo al mundo por amor; Dios
no puede ya darnos más. La cuestión es si nosotros aceptamos este amor, de
suerte que pueda demostrase eficaz y fecundo en nosotros, o si, ante su luz,
nosotros preferimos ocultarnos en nuestras tinieblas. En ese caso «detestamos la
luz», detestamos el verdadero amor y afirmamos nuestro egoísmo de una u otra
forma (el amor puramente sensual es también egoísmo). Si hacemos esto, ya
«estamos condenados», no por Dios, sino por nosotros mismos.
2. «Las buenas obras que É1 determinó practicásemos». La lectura del
Nuevo Testamento nos muestra una vez más el «gran amor» de Dios por
nosotros, pecadores, pues nos ha resucitado con Cristo y nos ha concedido un
sirio con él en el cielo. Pero nosotros no hemos conquistado ese sitio, sino que
nos ha sido dado por el amor y la gracia de Dios. Y sin embargo no por ello
pasamos automáticamente a ser partícipes de la vida eterna, sino que debemos
apropiarnos del don que Dios nos hace con nuestras «buenas obras». Pero
tampoco tenemos necesidad de inventarnos trabajosamente estas buenas obras; el
apóstol nos dice que Dios «las determinó» de antemano para que nosotros las
«practicásemos»; El nos muestra mediante nuestra conciencia, mediante su
revelación, mediante la Iglesia y mediante nuestros semejantes lo que debemos
hacer y en qué sentido debemos hacerlo Es posible que practicar estas obras
determinadas de antemano cueste algo, pero tenemos que darnos cuenta de que
la superación que se nos exige es también una gracia ofrecida por el amor de
Dios, por lo que debemos realizar nuestras obras en paz y gratitud.

3. La primera lectura nos muestra de una forma nueva lo que ocurre con el
juicio de Dios y con su gracia. En ella se recuerda la enorme paciencia que Dios
tuvo al principio con el Israel infiel, hasta que finalmente el desprecio y la burla
de que eran objeto los mensajeros y profetas de Dios por parte de Israel llegó a
tal punto que «ya no hubo remedio»: la única salida que quedaba era la
destrucción total de Jerusalén y la deportación a Babilonia. Y sin embargo éste
no es el fin del destino del pueblo: el exilio no durará siempre, surgirá la
esperanza de un salvador terrestre —el rey Ciro— que como instrumento de la
providencia divina permitirá a los desterrados volver a su patria. Estamos todavía
en la Antigua Alianza y la gracia de Dios aún no se ha «consumado», por lo que a
partir de aquí no podemos deducir lo que le sucederá finalmente al que
menosprecia la gracia suprema de Dios ofrecida en Jesucristo. Nos queda sólo la
esperanza ciega de que Dios tendrá al final misericordia incluso de los más
obstinados y de que su luz brillará hasta en lo más profundo de las tinieblas.

QUINTO DOMINGO DE CUARESMA

Jr 31,31-34; Hb 5,7-9;Jn 12,20-33

1. «El que se ama a sí mismo, se pierde». Este evangelio, ciertamente


Impresionante, es preludio de la pasión. Algunos gentiles quieren ver a Jesús; su
misión, que incluye, más allá de los límites de Israel, a todas las «naciones», sólo
culminará con su muerte: únicamente desde la cruz (como se dice al final del
evangelio) atraerá hacia él a todos los hombres. El grano de trigo tiene que morir,
si no queda infecundo; Jesús dice esto pensando en él mismo, pero también, y
con gran énfasis, en todos aquellos que quieran «servirle» y seguirle. Y ante esta
muerte (cargado con el pecado del mundo) Jesús se turba y tiene miedo: la
angustia del monte de los Olivos le hace preguntarse si no debería pedir al Padre
que le liberase de semejante trance; pero sabe que la encarnación entera sólo
tendrá sentido si soporta la «hora», sí bebe el cáliz; por eso dice: «Padre,
glorifica tu nombre». La voz del Padre confirma que todo el plan de la salvación
hasta la cruz y la resurrección es una única «glorificación» del amor divino
misericordioso que ha triunfado sobre el mal (el «príncipe de este mundo»). Cada
palabra de este evangelio está tan indisolublemente trenzada con todas las demás
que en ella se hace visible toda la obra salvífica ante la inminencia de la cruz.

2. «Aprendió; sufriendo, a obedecer». Juan, en el evangelio, amortigua en


cierto modo los acentos del sufrimiento; para él todo, hasta lo más oscuro, es ya
manifestación de la gloria del amor. En la segunda lectura, de la carta a los
Hebreos, se perciben por el contrario los acentos estridentes, dramáticos de la
pasión. Jesús, cuando se sumergió en la noche de la pasión, «a gritos y con
lágrimas, presentó oraciones y súplicas» al Dios «que podía salvarlo de la
muerte». Por muy obediente que pueda ser, en la oscuridad del dolor y de la
angustia, todo hombre, incluso Cristo, debe aprender de nuevo a obedecer. Todo
hombre que sufre física o espiritualmente lo ha experimentado: lo que se cree
poseer habitualmente, debe actualizarse, ha de re-aprenderse, por así decirlo,
desde el principio. Jesús gritó a su Padre y el texto dice que fue «escuchado». Y
ciertamente fue escuchado por el Padre, pero no entonces, sino solamente cuando
llegó el momento de su resurrección de la muerte. Unicamente cuando el Hijo
haya sido «llevado a la consumación» podrá brillar abiertamente la luz del amor
ya oculta en todo sufrimiento. Y solamente cuando todo haya sido sufrido hasta
el extremo, se podrá considerar fundada esa alianza nueva de la que se habla en
la primera lectura.

3. «Meteré mi ley en su pecho». Una «nueva alianza» ha sido sellada por


Dios, después de que la primera fuera «quebrantada». Mientras la soberanía de
Dios era ante todo una soberanía basada en el poder — el Señor había sacado a
los israelitas de Egipto «tomándolos de la mano»— y los hombres no poseían
una visión interior de la esencia del amor de Dios, era difícil, por no decir
imposible, permanecer fiel a la alianza. Para ellos el amor que se les exigía era en
cierto modo como un mandamiento, como una ley, y los hombres siempre
propenden a transgredir las leyes para demostrar que son más fuertes que ellas.
Pero cuando la ley del amor está dentro de sus corazones y aprenden a
comprender desde dentro que Dios es amor, entonces la alianza se convierte en
algo totalmente distinto, en una realidad interior, íntima; cada hombre la
comprende ahora desde dentro, nadie tiene necesidad de aprenderla de otro,
como se aprende en la escuela: «Todos me conocerán, desde el pequeño al
grande».
DOMINGO DE RAMOS

Para las lecturas ver ciclo A; pasión según Mc 14,1-15,47

Si se tiene homilía se pueden extraer algunos de los principales acentos de la


pasión según san Marcos y tratarlos a la luz de las dos lecturas que la preceden:
la del Antiguo Testamento, en la que se pone de relieve la actitud del Siervo de
Dios ante el sufrimiento —soporta todo sin defenderse, sabiendo que Dios así lo
quiere—; y la del Nuevo Testamento, que describe el abajamiento voluntario del
Hijo de Dios, en perfecta obediencia, hasta la muerte en la cruz. Como este
abajamiento no sólo es modelo para nuestros sufrimientos, sino arquetipo de la
perfecta obediencia humana, se describe la posterior elevación pascual, sin la que
tanto el sufrimiento de Jesús como todo sufrimiento humano carecerían de
sentido. Para el creyente que escucha el relato de la pasión, este relato sólo tiene
sentido como obra del amor divino que culminará en Pascua. Pero este
conocimiento previo que posee el creyente no debe llevarle a edulcorar la
dramática realidad del viacrucis (al final «todo saldrá bien»), sino que tiene que
tomarla —así lo exige Dios y la Iglesia en nombre de Dios— lo más en serio
posible.

1. La prodigalidad. No es casualidad que al principio aparezca el relato del


amoroso derroche del perfume de nardo que una mujer derrama sobre la cabeza
de Jesús y que se conoce como la unción de Betania Jesús rechaza toda crítica al
respecto; lo que la mujer ha hecho está muy bien, pues le ha ungido (Mesías
significa el Ungido) para su muerte: una acción definitiva de la Iglesia amante
que tiene validez hasta el fin del mundo. La prodigalidad es la primera actitud
cristiana sólo después viene la caridad calculadora para con los pobres Cuando
su muerte se ha convertido ya en cosa cierta debido a la traición de Judas, Jesús
se prodiga de una forma aún más ilimitada en su Eucaristía Todos beben por
adelantado la sangre derramada, y esto será así hasta el fin del mundo: la pasión
entera está bajo el signo de esta perfecta y pródiga autodonación del amor divino
al mundo.

2. La traición general. La actitud de los hombres en la pasión está descrita


con un realismo que frisa con la crueldad. Es como una acumulación de todos los
pecados imaginables que los hombres cometen en la persona de Jesús contra el
propio Dios. Primero el adormecimiento de los discípulos mientras deberían velar
y orar: una somnolencia que se prolongará a través de la historia de la Iglesia.
Después la traición abierta y confesa por amor de una ventaja material; y esto
siendo Jesús plenamente consciente no sólo de la traición con que le pagará uno
de sus discípulos, sino también de la negación de que será objeto por parte del
otro, sobre el que debe construirse su Iglesia. y finalmente la huida cobarde de
todos los discípulos. Que la traición se produzca con un beso, es algo que
ciertamente se repetirá. Y en la desbandada general de los que han sido llamados
a seguir a Jesús cunde tanto el pánico que uno de ellos se desprende de su
vestido y escapa desnudo. Esto en lo que a los discípulos se refiere. Después el
pueblo elegido, en el juicio público, reniega de su Mesías, entregándolo a los
paganos, impidiendo su liberación (elige a Barrabás) y pidiendo a gritos su
crucifixión. Judíos y paganos compiten en toda forma de injuria, de humillación,
de ultraje corporal y de tortura, de menosprecio de la misión salvífica de Jesús
hasta el momento supremo de la cruz.

3. El último grito. En el relato de la pasión sólo se recogen estas palabras de


Jesús en la cruz: «¿Por qué me has abandonado?». A este porqué no se le da
ahora ninguna respuesta. De momento no hay lugar para ningún tipo de alivio.
Por eso la vida del Salvador del mundo termina con «un grito muy fuerte» en el
que da expresión; no sólo humanamente, sino también divino-humanamente, a la
tremenda injusticia perpetrada contra Dios por la historia del mundo, a la
ignominia más inconcebible. Y precisamente este grito, con el que expira Jesús,
conduce al centurión a la fe.

JUEVES SANTO
Ver ciclo A

VIERNES SANTO
Ver ciclo A
DOMINGO DE PASCUA DE LA RESURRECCION DEL SEÑOR

VIGILIA PASCUAL

Para las lecturas ver ciclo A; evangelio Mc 16,1-7

Las mujeres, que (según Mateo) habían permanecido fieles al pie de la cruz
como representantes de la Iglesia que ama, siguen desempeñando este mismo
papel en la mañana de Pascua. Es ciertamente sorprendente que las mujeres no se
arredren ante los terribles acontecimientos que han tenido lugar, ni siquiera
piensan en la imposibilidad de realizar su piadoso deseo («¿Quién nos correrá la
piedra a la entrada del sepulcro?»), sino que persisten imperturbablemente en su
propósito de embalsamar el cadáver de Jesús para protegerlo de la
descomposición en la medida de lo posible. Esto tiene algo de esa ingenua
piedad popular que con un instinto seguro sigue su camino contra todos los
impedimentos externos y contra todas las reservas espirituales. Y esta piedad de
las santas mujeres es recompensada por Dios, pues el mismo Dios elimina los
obstáculos —la piedra estaba ya corrida— y cuando las mujeres, al final de su
peregrinación sin circunstancias ni reflexiones, penetran en el santuario de la
tumba vacía, les proporciona una explicación tranquilizadora ante el hecho
maravilloso que se acaba de producir. Su susto es comprensible, es tradicional en
la Escritura siempre que el hombre se encuentra ante una teofanía. El discurso
del ángel es de una belleza sublime, sobrenatural:
no se podría haber hablado de una manera más amable y al mismo tiempo más
pertinente. La tranquilidad que se les transmite al principio, permite a las mujeres
comprender lo que se les dice. Después el ángel pregunta, pues sabe lo que
buscan: a un hombre concreto, «Jesús el Nazareno», que murió anteayer. Y a
continuación se produce esta sencilla declaración, como si fuera evidente: «No
está aquí»; como si se dijera a un visitante: la persona que buscas no está, ha
salido. Hay algo divino en esta sencilla declaración que suena a obviedad:
Pertenece a la lógica de la cruz el que ésta vaya seguida de resurrección. «Mirad
el sitio.... » Convenceos vosotras mismas de que el que buscáis no está aquí. Y
finalmente se transmite la orden de comunicar la noticia a los discípulos, y como
prueba de que lo que se dice es verdad, se recurre al testimonio del propio Jesús:
«Allí lo veréis, como os dijo». «En Galilea», en vuestra tierra, donde os
encontráis como en casa y donde todo comenzó para vosotros. Se trata de su
patria pero sobre todo también de la vuestra, y le encontraréis allí donde se
desarrolla vuestra vida cotidiana.

MISA DEL DíA


Ver ciclo A

SEGUNDO DOMINGO DE PASCUA

Hch 4,32-35; lJn 5,1-6;Jn 20,19-31

1. «Paz a vosotros». En el evangelio se describen las apariciones del


Resucitado en la tarde del día de Pascua y ocho días después: lo que el Señor
trae a su vuelta de la cruz, de la muerte y de los infiernos es la paz definitiva y
perfecta. Una paz no «como la da el mundo», sino mucho más profunda. El relato
se estructura en tres escenas.
Primeramente desea a los discípulos la paz que es él mismo («porque él es
nuestra paz»: Ef 2,14), lo que testimonia mostrando sus heridas. Precisamente la
muerte que los hombres le han infligido funda la paz a partir de él; el odio se ha
desfogado sobre él, pero el hálito de su amor ha sido más fuerte y más duradero.
No hay ninguna escena de reconciliación con los discípulos que le habían negado
vergonzosamente y habían huido llenos de miedo: todo esto queda como
soterrado en la gran paz que ahora se les ofrece. Pero el don va mucho más lejos
aún.
Cristo exhala su aliento sobre ellos y les otorga el Espíritu de su propia misión,
con el que quedan autorizados en virtud de su poder a transmitir a los hombres la
paz que ellos mismos han recibido gratis:
«A quienes les perdonéis los pecados. - - ». El don que reciben de Jesús se les da
desde el principio para que ellos a su vez lo transmitan. Al igual que Dios juzga
al hombre cuando le otorga el perdón (se requieren la confesión y la contrición),
así también el perdón de la Iglesia tendrá que ser un juicio: debe producirse en la
verdad y no en la inconsciencia. La eventual «retención del perdón» se produce
por amor, el aplazamiento del mismo tiene por objeto la perfecta preparación
para recibirlo dignamente.
Y todo esto tiene que producirse en la fe, de ahí el episodio de Tomás. No ver, no
querer experimentar es el presupuesto para la recepción de la paz; la derelicción
en la fe es la condición de toda recepción de los dones divinos. Cuando el
hombre duda y no quiere no puede tener paz. Para tener paz debe prosternarse y
decir en fe: «¡Señor mío y Dios mío!».

2. «Nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía». La dimensión


comunitaria de la primitiva Iglesia es, en la primera lectura, el signo de que vive
en la paz de Jesús. Las delimitaciones entre lo mío y lo tuyo, ya se trate de
«propiedad privada» material o espiritual, son la causa de las disensiones, de la
falta de paz entre los hombres. La paz de la que aquí se habla tiene una
motivación puramente espiritual, no sociológica. Desde el punto de vista
sociológico seria difícilmente alcanzable lo que aquí se constata: «Se distribuía
según lo que necesitaba cada uno»

3. «Amar a Dios y cumplir sus mandamientos». La segunda lectura ensancha


la perspectiva. La paz instaurada por Cristo recibe ahora los nombres (que son al
mismo tiempo sus condiciones) de «amor a Dios» (al Padre, al Hijo, a los
hombres) y «fe en Dios» (que vence al mundo que carece de paz), porque esta
unidad del amor y de la fe es propiamente el don pascual de Jesús: la
instauración de la paz entre Dios y el mundo. En la Iglesia este don se concreta
en los sacramentos del Bautismo (agua), de la Eucaristía (sangre) y de la
Confirmación (Espíritu), y el que los recibe en su sentido íntimo y los deja actuar
en él, recibe la paz de Cristo y la propaga en el mundo.

TERCER DOMINGO DE PASCUA

Hch 3,12a.13-15.1 7-1 9; lJn 2,1-Sa; Lc 24,35-48

1. « Todo tenía que cumplirse». En su aparición a los discípulos reunidos,


Jesús les quita en primer lugar el miedo —creían ver un fantasma-, haciéndoles
reconocer su corporeidad del modo más tangible Posible: deben ver —las llagas
en sus manos y en sus pies—; deben palpar —para convencerse de que no se
trata de un fantasma, sino de su propio cuerpo—; y deben finalmente verle comer
un alimento terrenal —el pez asado—. Pero todo esto no es más que la
introducción a su auténtica enseñanza: los discípulos deben comprender que las
declaraciones que Jesús hizo durante su vida mortal sobre el cumplimiento de
toda la Antigua Alianza (según la clasificación judía: «La Ley, los Profetas y los
Salmos»), se han cumplido ahora en su muerte y resurrección. Este
acontecimiento, dice Jesús constituye la sustancia de toda la Escritura, y esta
sustancia que tiene su centro en el «perdón de los pecados», debe ser anunciada
en lo sucesivo por los testigos, por la Iglesia, «a todos los pueblos». Los lectores
del Antiguo Testamento, si se atienen a los pasajes particulares, difícilmente
descubrirán esta sustancia; sin embargo, toda la dramática historia de Israel con
su Dios no tiene otra finalidad y por tanto tampoco otro sentido que lo resumido
en el testimonio que Jesús da aquí de si mismo. El continuo y puramente terreno
«descenso» de Israel al abismo (a las puertas del «infierno») y su liberación «de
la perdición» por obra y gracia de Dios (1 5 2,6; Dt 32,39; Sb 16,13; Tb 13,2) es
la iniciación a la inteligencia de la definitiva muerte y resurrección de Jesús por
el mundo entero. Pero Jesús debe primero «abrir el entendimiento» de sus
discípulos para que puedan comprender todo esto.

2. «Lo hicisteis por ignorancia». Pedro lo ha comprendido muy bien en su


predicación en el templo (primera lectura). Por eso puede reprochar al pueblo de
forma tan drástica su crimen («matasteis al autor de la vida»), pero añadiendo
que el pueblo y sus autoridades lo hicieron por ignorancia. No habían
comprendido la enseñanza de los profetas, según la cual el Mesías tendría que
padecer mucho; los profetas sufrientes y todo su destino eran ya quizá la mejor
predicción de ello. Pedro no se pregunta si los judíos eran culpables o inocentes
de semejante ignorancia; como dirá Pablo, «hasta hoy, cada vez que leen a
Moisés, un velo cubre sus mentes». Un velo que sólo «se quitará» cuando Israel
«se vuelva hacia el Señor» (2 Co 3,14—16). Por eso Pedro exhorta a los judíos
en estos términos: «Arrepentios y convertios para que se borren vuestros
pecados». Las dos cosas son correlativas: la misteriosa «ignorancia» de Israel
(Pablo hablará de ceguera, de dureza de corazón) y la exhortación a la
conversión. No se habla de una superación de Israel mediante la Iglesia, pero
tampoco de una doble vía de salvación: para Israel su Mesías esperado ( Hch
3,20ss) y para la Iglesia Jesucristo. No: esperar al Mesías y convertirse.

«Tenemos un abogado ante el Padre». Jesús dice a sus discípulos en el


evangelio que su muerte y resurrección han operado el perdón de los pecados.
Estas palabras se celebran en la segunda lectura como un acontecimiento
sumamente consolador y lleno de esperanza para nosotros pecadores. Todo
hombre, cuando peca y se convierte, puede tener parte en la gran absolución que
se pronuncia sobre el mundo. Pero para ello se requiere la conversión, porque el
mentiroso que se confiesa cristiano y no cumple los mandamientos de Dios
persiste en la ignorancia precristiana; más aún: vive en la contradicción y no en la
verdad.

CUARTO DOMINGO DE PASCUA

Hch 4,8-12; lJn 3,l-2;Jn 10,11-18

1. «El buen pastor da la vida por las ovejas». La parábola del buen pastor,
por muy realista que sea Jesús en su descripción, sólo adquiere toda su fuerza
plástica en él, el «Pastor» asignado por Dios a los hombres. Se mencionan dos
distintivos: primero los desvelos del pastor por su rebaño hasta la muerte y
después un mutuo conocimiento entre el pastor y las ovejas, un conocimiento
cuya profundidad se cimenta en el misterio más íntimo de Dios.

De la entrega hasta la muerte se habla al principio y al final del evangelio. Esta


entrega es lo contrario de la huida del «asalariado», que cuando llega el peligro
tiene el pretexto de que la vida de un ser humano vale más que la de cualquier
animal irracional. Este argumento sólo pierde fuerza cuando al pastor le importan
tanto sus ovejas que prefiere dar su vida por ellas antes de abandonarlas. En el
ámbito puramente natural esto resulta difícil de imaginar, pero en el ámbito de la
gracia se convierte en la verdad central, porque sólo se hace comprensible con la
ayuda del segundo elemento de la parábola: que el Pastor conozca a sus ovejas y
éstas también le conozcan a él instintivamente es para Jesús sólo el punto de
comparación para un conocimiento totalmente distinto: «Igual que el Padre me
conoce y yo conozco al Padre». Aquí no se trata ya de un instinto, sino del más
Profundo conocimiento reciproco, como el que se da en el absoluto amor
trinitario. Y cuando Jesús aplica este supremo conocimiento de amor a la íntima
reciprocidad entre él y los suyos, eleva este conocimiento muy por encima de lo
que se sugiere en la parábola.

Y así se aclara también que el primer momento de la parábola: dar la vida por las
ovejas, y el segundo: conocimiento mutuo, no están simplemente yuxtapuestos
sino intrínsecamente unidos: Porque el conocimiento entre el Padre y el Hijo
forma una unidad con su perfecta entrega recíproca; y por eso el conocimiento
entre Jesús y los suyos forma también una unidad con la entrega perfecta de
Jesús a los suyos y por los suyos, lo que ciertamente implica (aunque aquí no se
formule) la unidad del conocimiento y de la entrega vital de cristiano a su Señor.
Ambos temas aparecen expresamente unidos al final: el Padre ama al Hijo
(también) por su perfecta entrega a los hombres —lo que es al mismo tiempo
libertad del Hijo y «misión» del Padre—, y esta entrega incondicional a los
hombres es también —. porque es amor divino— el poder de la victoria sobre la
muerte («el poder para recuperar la vida»).
2. «Ningún otro nombre bajo el cielo». Pedro, en la primera lectura, atribuye
al Señor todo el honor del milagro realizado por él. Se le interroga, se le pregunta
con qué poder y en nombre de quién ha curado al paralítico. Respuesta: con el
poder y en nombre de la «piedra angular que vosotros desechasteis», pues
únicamente en Jesús pueden los hombres encontrar la salud, la salud espiritual y
en este caso también la corporal. No es que todos los guardianes de las ovejas
sean meros «asalariados», pues el propio Pedro ha sido designado por el Señor
para apacentar su rebaño. Pero se trata del rebaño de Cristo, no de Pedro, de
modo que todo lo que es eficaz y apropiado es obra del supremo Pastor (1 P 5,4),
si bien mediante la acción de sus colaboradores.

3. «El mundo no nos conoce». La segunda lectura dice, leída en este


contexto, que el mundo no puede conocer la íntima relación que existe entre
Jesús y los suyos: por ejemplo la relación de un papa o de un obispo con Cristo,
su Señor. Como el mundo no conoce a Cristo, tampoco puede ver a la Iglesia en
su unidad con Cristo, ni medir la distancia que la separa de él. Pero la lectura va
aún más lejos: tampoco la propia Iglesia puede comprender del todo esta relación
mientras dure su peregrinación en la tierra; es tan misteriosa que sólo se
desvelara en la vida eterna entonces la relación entre el Hombre-Dios y la Iglesia
quedará integrada en la relación trinitaria, sin disolverse en ella.

QUINTO DOMINGO DE PASCUA

Hch 9,26-31; 1 Jn 3,18-24; Jn 15,1-8.

1. « Yo soy la verdadera vid». En la parábola de la vid encontramos ante todo


una maravillosa certeza: que estamos enraizados en algo que nos da estabilidad y
fuerza, que no somos niños abandonados tras nuestro nacimiento, que no somos
seres aislados sin más apoyo que su problemático yo, que tampoco somos
criaturas de un Creador incomprensible que puede darnos la vida y —hasta que
le place— también conservárnosla, sino que más bien estamos vinculados a un
origen que nos da fuerza y produce fruto, en virtud del cual podemos vivir una
existencia útil y llena de sentido. Pero la afirmación que atraviesa todo el
evangelio es más que esta certeza: es, en razón de esta última, la exigencia de
permanecer en este origen: «Permaneced en mí y yo en vosotros». Esta exigencia
es tan apremiante que tras ella aparece una amenaza: el que no permanece en
Cristo, se seca, se lo corta y se lo quema. Esto se produce por así decirlo
naturalmente —como muestra la parábola de la vid y los sarmientos—, pero se
produce también personalmente, pues el propio Dios Padre procura la unidad del
Hijo con sus sarmientos o miembros. Esta unidad es el acontecimiento central del
mundo y de su historia, y es tan estrecha que no permite las medias tintas: el
sarmiento está unido a la cepa o está separado de ella Esto es lo que tenemos que
meditar en nuestro corazón: «Sin mí no podéis hacer nada».

2. La Primera lectura sobre la incorporación de Pablo a la iglesia recibe su


significación del evangelio. Los discípulos de Jerusalén desconfían y no pueden
creer que el célebre perseguidor de la Iglesia se haya convertido de repente en un
verdadero sarmiento de la vid. Es el mismo Jesucristo, y no los hombres, el que
elige a los hombres para ser sus sarmientos. El futuro demostrará hasta qué punto
Pablo ha quedado implantado en la Iglesia y cuántos frutos producirá como
sarmiento («he rendido más que todos ellos»: 1 Co 15,10), aunque la Iglesia
desconfía a menudo de los conversos, como demuestra el hecho de que Pablo sea
despedido de Jerusalén y devuelto a su patria. El mismo Bernabé, que lo presenta
aquí a los apóstoles, irá a buscarlo a Tarso para el apostolado común (Hch
11,25).

3. «Dios es mayor que nuestra conciencia». Pero nosotros, hombres


inconstantes, podemos preguntarnos: ¿estoy yo realmente enraizado como
sarmiento en la vid o no? ¿Qué predomina en nosotros: la confianza en la gracia
de Dios en mi o la desconfianza fundada de que no corresponda realmente a esa
gracia? La segunda lectura nos da la respuesta a las dos preguntas. Puede
predominar en nosotros la «confianza», pero si esto es así es «porque guardamos
sus mandamientos» o intentamos guardarlos. Pero también puede ocurrir que
«nos condene nuestra conciencia», en cuyo caso es justo e incluso necesario
refugiarse en la misericordia de Dios: El, que «es mayor que nuestra conciencia,
conoce todo». Digámoslo con palabras del Pedro contrito a causa de su
negación: «Señor, tú conoces todo, sabes que te quiero» (Jn 21,17). Que esto
presupone una auténtica voluntad de conversión nos lo muestra el propio Pedro;
de lo contrario no podríamos estar seguros de que «hablamos en el Espíritu que
él nos dio».

SEXTO DOMINGO DE PASCUA

Hch 10,25-26.34-35.44-48; 1Jn4,7-10;Jn 15,9-1 7

1. «Permaneced en mi amor». El evangelio de hoy, el último antes de la


ascensión del Señor, parece un testamento: estas palabras deben permanecer
vivas en los corazones de los creyentes cuando Jesús no se encuentre ya
externamente entre nosotros y nos hable sólo interiormente, en el corazón y en la
conciencia. Estas palabras de despedida son al mismo tiempo una promesa
inquebrantable, pero una promesa que incluye en sí una exigencia para nosotros.
Jesús habla de su amor supremo, que consistió en dar su vida por sus amigos;
pero para ser sus amigos nosotros debemos hacer lo que él nos exige. Promete a
sus amigos que su amor permanecerá en ellos —esto tiene el valor de un
testamento— si ellos permanecen en su amor, si guardan su mandamiento del
amor como él guardó el mandamiento del amor del Padre. Las promesas de Jesús
cuando está a punto de dejar este mundo son de una grandeza tan impresionante
que, desde su punto de vista, las exigencias que comportan para nosotros son
algo implícito en ellas. Si ha compartido todo con nosotros, toda la insondable
profundidad del amor de Dios y nos ha elegido para vivir en ella, ¿no es lo más
natural que nosotros nos conformemos con ese todo, fuera del cual no hay más
que la nada? E incluso este todo compartido es algo que podemos pedir
constantemente al Padre: si permanecéis en el Hijo «todo lo que pidáis al Padre,
os lo dará». Don y tarea son inseparables; más aún, la tarea es un puro don de la
gracia. Con esto el evangelio anticipa ya en cierto modo el episodio de
Pentecostés: el don es el Espíritu de Dios que nos ayuda a cumplir la tarea, el
mandamiento del amor.

2. «Los paganos reciben el Espíritu». La gracia de llegar a ser cristiano y de


serlo realmente no depende de ninguna tradición eclesial puramente terrenal, sino
que es siempre un libre don de Dios, que «no hace distinciones; acepta al que lo
teme y practica la justicia, sea de la nación que sea». Esto es precisamente lo que
muestra la primera lectura, en la que al centurión pagano Cornelio y a los de su
casa se les confiere el Espíritu antes incluso de recibir el bautismo. La Iglesia,
representada aquí por Pedro, obedece a Dios cuando reconoce esta elección y
acoge sacramentalmente en su seno a los elegidos. La libertad de Dios, incluso
frente a cualquier institución expresamente fundada por Cristo antes de
abandonar este mundo, es inculcada a Pedro al final del evangelio de Juan: «Y si
quiero... ¿a ti qué te importa? Tú sígueme» (Jn 21,22). La Iglesia no puede
pretender para sí las dimensiones del reino de Dios, aunque sea esencialmente
misionera y tenga que esforzarse por ganarse a todos los hombres por los que
Cristo ha muerto y resucitado El amor sobrenatural puede existir perfectamente
fuera de la Iglesia («si quiero»), pero ciertamente es ese mismo amor el que
impulsa al centurión Cornelio a incorporarse a la Iglesia, en la que el amor del
Dios trinitario está en el centro, como se muestra en la segunda lectura.

3. «Todo el que ama ha nacido de Dios». En la segunda lectura se nos


exhorta al mismo tiempo a amarnos unos a otros porque Dios es amor, y se nos
recuerda que no debemos creer que sabemos por nosotros mismos lo que es el
amor, que sólo se deja comprender y definir a partir de lo que Dios ha hecho por
nosotros: nos entregó a su Hijo como propiciación por nuestros pecados. Pero
esta afirmación (el que no sepamos naturalmente lo que es el amor) no debe
desanimarnos a la hora de practicar el amor mutuo, pues el amor se nos ha
revelado no solamente para saberlo, para decirlo o para creerlo, sino para poder
imitarlo y practicarlo realmente: «Queridos hermanos: Amémonos unos a otros,
ya que el amor es de Dios».
ASCENSIÓN DEL SEÑOR

Hch 1,1-11; Ef 1,17-23; Mc 16,15-20

1. «Hasta los confines del mundo». Las tres lecturas de la solemnidad de hoy
giran en torno a un único misterio: que la vuelta de Jesús al Padre es al mismo
tiempo el envío de la Iglesia al mundo entero.

La primera lectura destruye ante todo la espera ingenua de los discípulos según la
cual el Señor resucitado iba a restaurar sobre la tierra el reino de Dios con su
autoridad (ellos lo llaman la «soberanía de Israel»), en el que ellos ocuparían
automáticamente los puestos de honor (como pensaron en su día los hijos de
Zebedeo: Mt 20,21). Pero para ellos está reservado algo más grande: deben —
renunciando al conocimiento de los tiempos y las fechas— consagrarse por
entero a la construcción de ese reino: el Espíritu Santo les dará la fuerza para ello
y serán los testigos de Jesús «en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los
confines del mundo». Para abrirles y por así decirlo liberarles este espacio tan
amplio como el mundo, desaparece la figura visible de Jesús: el punto central del
mundo ya no estará en lo sucesivo allí donde él era visible, sino en cualquier
lugar donde su Iglesia dé testimonio de él y se entregue por él.

2. Dos promesas. El evangelio completa el relato de la ascensión del Señor


con dos aspectos: mientras que la orden tiene la misma amplitud («id al mundo
entero»), no se promete a los discípulos que encontrarán fe por todas partes: no
son ellos los que confieren la fe mediante su predicación, sino Dios —siempre
que el hombre acepte su gracia— Pero el hombre puede también resistirse a creer
y rechazar esta gracia —por su culpa, no por culpa de los predicadores—,
excluyéndose a sí mismo de la salvación. Después se promete a los discípulos,
como signo de que cuando predican obedecen al Espíritu Santo, una protección y
un poder especiales, aunque ellos han de atribuir sus éxitos no a sí mismos sino
al Señor que los envía, y lo mismo vale para los que crean por medio de ellos. Y
una vez más, con esta orden y esta promesa, el Señor ha dicho lo último, lo que
la Iglesia tendrá que saber, cumplir y esperar hasta el fin de los tiempos: por eso
también inmediatamente después de estas palabras se produce su ascensión al
cielo.

3. «Para construir el cuerpo de Cristo». La segunda lectura aporta un


importante complemento. Muestra la ascensión bajo dos nuevos aspectos. En
primer lugar se aclara que la ascensión de Cristo «al cielo» en modo alguno
significa que en lo sucesivo deje a la Iglesia actuar sola; más bien es él quien
desde su altura suprema determina y confiere siempre las misiones personales
diferenciadas dentro de su Iglesia. No es el cristiano el que busca las misiones,
sino que éstas le son comunicadas desde lo alto, y aunque se designan como
carismas del Espíritu Santo, son también fundamentalmente formas de la
imitación de Cristo que él mismo distribuye entre los hombres. En segundo lugar
se explica que esta diferenciación dentro de la Iglesia tiene un único fin: que
«todos alcancemos la unidad que es fruto de la fe y del conocimiento» de Cristo,
hasta conferir incluso al propio Señor su forma plena. A esta unidad se tiende
siempre y es propiciada por la gracia de Dios: si en el cielo un Padre de todos, un
Hijo y un Espíritu exigen la unidad eclesial, esta unidad debe corresponder,
mediante la unidad de los sacramentos («un bautismo») y de la actitud espiritual
(«una fe, una sola esperanza»), a la unidad trinitaria divina, para que Dios pueda
también en su creación estar «sobre todos, entre todos y en todos».

SÉPTIMO DOMINGO DE PASCUA

Hch l,l5-17.20ac-26; 1Jn 4,11-16; Jn17,6a. 11b-19

1. La oración en el momento del tránsito de este mundo al Padre. En el


evangelio de hoy aparece la parte central de la oración sacerdotal que Jesús
pronuncia en el momento de pasar de este mundo al Padre; para él se trata del
paso de la vida terrenal a la muerte en la cruz y a la resurrección, pero nosotros
podemos comprenderlo como tránsito entre la Ascensión y Pentecostés: el Señor
ha subido ya al Padre pero el Espíritu no ha descendido todavía sobre la Iglesia.

En cierto modo vivimos siempre en este tránsito: Jesús dice que pronuncia esta
oración cuando está «todavía en el mundo», aunque «yo no soy del mundo». Y
ruega al Padre que «no nos retire» del mundo, aunque, al igual que él, «tampoco
nosotros somos del mundo». La fórmula «en el mundo sin ser del mundo»
aparece pues en esta oración. La súplica de Jesús por los suyos es doble: ruega al
Padre que «los guarde del mal» que los amenazará mientras estén «en el mundo»,
y que se «consagren en la verdad», lo que ciertamente presupone la consagración
de Jesús en su pasión («por ellos me consagro») pero también puede aplicarse a
nuestra santificación mediante el envío del Espíritu Santo. Porque nuestra
justificación por los méritos de Cristo y nuestra santificación por el envío del
Espíritu Santo nunca son separables. Sólo si «el amor de Dios ha sido derramado
en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5,5),
estaremos «santificados en la verdad», porque para Jesucristo «la verdad» no es
otra cosa que el amor recíproco, revelado por él, entre el Padre y el Hijo, y
precisamente este amor es el Espíritu Santo.

2. «Nos ha dado su Espíritu». La segunda lectura confirma plenamente todo


esto: deduce del amor de Dios Padre (que nos «envió a su Hijo, para ser
Salvador del mundo»), que «también nosotros debemos amarnos unos a otros», y
si nos preguntamos por qué esto se sigue de lo primero y cómo es realmente
posible, la respuesta es la siguiente: «El nos ha dado su Espíritu». Por este don
del Espíritu de Dios depositado en nosotros somos capaces de dos cosas:
primero del amor reciproco en la forma que corresponde a Dios, y después del
conocimiento de que el amor de Dios y nuestro amor no son separables, sino que
se implican mutuamente: que «nosotros permanecemos en él y él en nosotros».

3. «Muéstranos a cuál de los dos has elegido». ¿Qué tiene que ver la
primera lectura, en la que se narra la asociación de Matías al colegio apostólico,
con lo meditado hasta ahora? La manera en que se produce esta asociación
muestra que la joven Iglesia es plenamente consciente de que las misiones
eclesiales proceden de Dios y, aunque ciertamente la Iglesia tenga que actuar,
deben implorarse a Dios. Que se echen suertes es el signo elocuente de que la
elección se deja en manos de Dios. La Iglesia no elige a ningún sacerdote, obispo
o papa sin pedírselos interiormente a Dios. Con ello muestra que su existencia es
una existencia peregrina: que está de paso, que vive en el mundo, pero sin ser del
mundo; velando por un ordenamiento del mundo, pero esperando que sea el
propio Dios el que decida al respecto.

PENTECOSTÉS

Hch 2,1-11; Ga 5,16-25;Jn 15,26-27; 16,12-l5

1. El Espíritu de la verdad. El evangelio nos desvela la tarea fundamental del


Espíritu que nos ha sido enviado: «El os guiará hasta la verdad plena», porque él
es «el Espíritu de la verdad». La verdad de la que aquí se trata es la verdad de
Dios tal y como ésta se ha revelado definitiva e inagotablemente en Jesucristo:
esta verdad consiste en que Dios es amor y en que Dios Padre ha amado al
mundo hasta el extremo de sacrificar a su propio Hijo. Esto jamás habrían podido
comprenderlo los discípulos, ni nadie, ni siquiera nosotros, si el Espíritu de Dios
no nos hubiera sido dado para introducirnos en los sentimientos íntimos y en la
obra salvífica del propio Dios ( cfr. 1 Co 2). El Espíritu Santo procede del amor
infinito entre el Padre y el Hijo, es este amor y lo testimonia cuando como «amor
de Dios ha sido derramado en nuestros corazones» (Rm 5,5). Como es el fruto de
este amor recíproco en Dios, no habla de lo suyo, sino que simplemente desvela
siempre de nuevo, a través de todos los siglos, cuán insondable e inconcebible es
este amor eternal. Introduce en lo «mío», dice el Hijo, y esto mío es al mismo
tiempo lo del Padre. Pero al amor no se puede introducir como se introduce a una
ciencia teórica, sino haciendo participe de su realidad, enseñando a amar dentro
del amor omnicomprensivo de Dios.
2. La segunda lectura muestra el fruto del Espíritu. Exige que nos dejemos
«guiar» por el Espíritu en nuestra vida, en nuestra existencia cotidiana; por tanto
no sólo debemos creer la verdad, sino que debemos además ponerla en práctica.
Pero esto no se produce sin lucha contra lo que la Sagrada Escritura llama «la
carne»: una vida de espaldas a Dios y ávida únicamente de poder y placer
terrenales que arruina la dignidad del hombre tanto espiritual como
corporalmente. Si, por el contrario, «nos guía el Espíritu», surge una humanidad
que es considerada incluso por hombres no creyentes como una humanidad
saludable. El que difunde «amor, alegría, paz, bondad», el que irradia
«servicialidad y dominio de sí», es apreciado por todos. Y sólo el que mira más
al fondo se da cuenta de que estas cualidades gratificantes no son meras
disposiciones de carácter o prestaciones morales, sino que tienen una fuente más
profunda, más secreta. Pero estas personas que, a imitación de Cristo, «han
crucificado sus pasiones y deseos», no dejan que los demás noten que viven del
Espíritu de Dios, y menos aún que tratan de imitarlo O seguirlo. El Espíritu es en
ellos como un venero oculto del que brotan estas cualidades agradables.

3. «Cada uno los oía hablar en su propio idioma». La primera lectura narra
el acontecimiento del primer día de Pentecostés: el Espíritu hace que unos
galileos incultos sean comprendidos por todos los hombres en sus distintas
culturas y lenguas. Los discípulos, gracias al Espíritu de Cristo, hablan un
lenguaje que todos pueden comprender y aprobar. El cristianismo
verdaderamente vivido sería al mismo tiempo el verdadero humanismo que todo
hombre comprende como tal y, si no está totalmente deformado, también
reconoce. La verdad de Cristo presentada por el Espíritu no tiene necesidad de
un complicado proceso de inculturación; los frutos del Espíritu, tal y como han
sido descritos anteriormente, son apetitosos para cualquier paladar. Ciertamente
la Iglesia, a imitación de Cristo, debe ser también perseguida, pero ha de
procurar que no sea por no saber exponer la verdad de Cristo realmente en el
Espíritu.

SANTISIMA TRINIDAD

Dt 4,32-34.39-40; Rm 8,14-17; Mt 28,16-20

1. «Bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo».


El Señor glorificado da a la Iglesia la orden de bautizar a todos los hombres que
pueda bajo el signo de la Trinidad de Dios. El bautismo cristiano es designado a
menudo también como la marca de un sello; el bautizado debe saber a quién
pertenece y según qué vida Y qué ejemplo ha de conducirse. La Trinidad divina
no es para nosotros simplemente un misterio impenetrable (como se la presenta a
menudo), es más bien la forma en que Dios ha querido darse a conocer mundo y
especialmente a nosotros los cristianos: El es nuestro Padre que nos ha amado
tanto que entregó a su Hijo por nosotros y además nos dio su Espíritu para que
pudiéramos conocer a Dios como el amor ilimitado. ¿Quién —se pregunta Pablo
— conoce la intimidad de Dios? Sólo su propio Espíritu. Pero es precisamente
este Espíritu el que El ha puesto en nuestros corazones: «Así conocemos a fondo
los dones que Dios nos ha hecho» (1 Co 2,12). Si se conoce la verdad cristiana,
es absolutamente falso decir que el hombre es incapaz de conocer a Dios. Dios
no sólo nos ha hecho conocer su existencia (de la que tiene un presentimiento
todo hombre que ve que las cosas del mundo no se han hecho a si mismas), sino
que nos ha proporcionado también una idea de su esencia íntima. Esto es lo que
la Iglesia debe anunciar a «todos los pueblos».

2. «Que somos hijos de Dios». La segunda lectura nos dice que la Iglesia
transmite a los creyentes y bautizados no solamente esa visión de la interioridad
de Dios, por así decirlo, desde fuera, sino que nos permite penetrar en su vida
íntima como amor. La lectura comienza con el Espíritu Santo que nos ha sido
dado y que nos muestra, si lo aceptamos, que somos en Jesucristo «hijos de
Dios» Padre: para esto hemos sido creados (Ef 1,4-12). Y como en Cristo «se
esconden todos los tesoros del saber y del conocer» (Col 2,3), los cristianos nos
convertimos en «coherederos» de todas esas riquezas, que no son tesoros
terrenales sino los tesoros del amor eterno, que son los auténticos tesoros a los
que el hombre aspira porque sabe que los bienes terrenales son efímeros y la
polilla los echa pronto a perder. La esencia de Dios que el propio Dios nos revela
como el amor infinito siempre nuevo y nunca aburrido es mucho más de lo que el
anhelo humano más exigente puede desear para sí.

3. «¿Algún Dios intentó jamás...? Ya en la Antigua Alianza, dice la primera


lectura, Israel quedó deslumbrado por el gran amor que Dios le dispensó. Israel
sabía que no hay nada en ninguna de las religiones del mundo que sea
comparable a este amor. Se nos invita a experimentar esto nosotros mismos:
«Pregunta, desde un extremo a otro del cielo», si hay algo comparable a este
amor que Dios ha demostrado al hombre. Esto adquiere todo su sentido cuando
Dios culmina su alianza pactada con Israel en la vida, muerte y resurrección de
Cristo, desvelándonos así totalmente la gloria de su amor; cuando el velo que
cubría todavía el Antiguo Testamento se quita y nosotros «con la cara descubierta
reflejamos la gloria del Señor» y nos vamos «transformando» cada vez más
profundamente en esa gloria del amor (cfr. 2 Co 3,18).

SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO

Ex 24,3-8; Hb 9,11-15; Mc 14,12-16.22-26

1. «Esta es mi sangre, sangre de la alianza». Jesús envía a dos discípulos


(en el evangelio) para que preparen la cena pascual, pero en realidad no tienen
mucho que hacer porque el propio Jesús lo había previsto ya todo y les había
dado las instrucciones oportunas. Del mismo modo nos encarga a nosotros una
cierta preparación de la Eucaristía, pero todo lo esencial es configurado por él
mismo: sólo él es el centro y el único contenido de lo que se celebra. En este
centro la comunidad no tiene nada que «hacer»; este centro es para ella siempre
algo completamente imprevisible y grandioso: que Jesús toma un pan ordinario y
lo parte diciendo: «Tomad, esto es mi cuerpo». Y casi más incomprensible aún es
lo otro: que tome el cáliz y lo dé a beber a sus discípulos con estas palabras:
«Esta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos». Dice esto cuando
todavía está sentado a la mesa con ellos, con lo que anticipa ya el derramamiento
de su sangre. Y como habla de la «sangre de la alianza», Jesús remite al origen
de la alianza en el Sinaí, de la que se informa en la primera lectura, pero muestra
también cómo esta Antigua Alianza queda ampliamente superada en una «Nueva
Alianza» (1 Co 11,25); la segunda lectura indicará la distancia que existe entre
aquel comienzo y esta plenitud. Pero ambas lecturas muestran que Jesús,
mediante la institución de la Eucaristía, lleva a plenitud la obra de su Padre, y
esto en el Espíritu Santo, pues él mismo se ofreció como sacrificio en la cruz «en
virtud del Espíritu eterno» (Hb 9,14). Por eso la solemnidad del Corpus Christi es
una fiesta eminentemente trinitaria.

2. « Tomó Moisés la sangre... diciendo: Esta es la sangre de la alianza» La


alianza que Dios ofrece al pueblo en la primera lectura ha sido aceptada por éste
unánimemente («a una»). Se ha convertido en una alianza recíproca. Para sellar
ritual y oficialmente su seriedad, su indisolubilidad, se inmolan novillos cuya
sangre es derramada por Moisés como mediador entre Dios y el pueblo: la mitad
sobre el altar de Dios y la otra mitad, tras la lectura del documento de la alianza,
sobre el pueblo. Las palabras explicativas: «Esta es la sangre de la alianza»,
recuerdan una relación de fidelidad similar a la que se establece cuando dos
hombres concluyen entre si una «fraternidad de sangre», pues cada uno da al otro
lo más intimo y vivo de si mismo. Pero a esta fraternización del Sinaí le falta
todavía un último elemento: la sangre que se derrama sobre el altar y sobre el
pueblo es sangre de animal. La segunda lectura descartará este elemento extraño
(«la sangre de machos cabríos y de becerros») y lo sustituirá por la sangre de
aquel que en su persona es tanto Dios como hombre.

3. «El mediador de una alianza nueva». La Antigua Alianza, indisoluble en


cuanto tal, se consuma cuando el mediador definitivo aparece ante el Padre «con
su propia sangre», expía todas las infidelidades de los socios humanos del pacto
y, porque «en virtud del Espíritu eterno» puede ofrecerse a Dios como sacrificio,
«consigue la liberación eterna». Si Jesús nos ha legado este su eterno sacrificio
no sólo para recibirlo, sino también para «hacerlo»: «Haced esto en memoria
mía» (1 Co 11,25), nosotros tendríamos que realizar este «haced» con sumo
respeto y fervor.
SAGRADO CORAZON DE JESÚS

Os 1.1,1.3-4.8a.c-9; Ef 3,8-12.14-19; Jn 19,31-37

1. «Con correas de amor». La primera lectura nos describe el amor de Dios por
su «hijo» Israel. Se trata de un amor que se manifiesta bajo todas las formas de
ternura. De la misma manera que los padres miman al hijo, lo llevan en brazos, lo
dan de comer y más tarde le enseñan sus primeros pasos, así también se ha
comportado Dios con 50 hijo elegido. Pero al igual que los padres a menudo no
reciben ningún agradecimiento por sus desvelos, así también Dios no cosechará
más que ingratitud por parte de su hijo Israel. El Señor lo «ha atraído con cuerdas
humanas con correas de amor», pero son precisamente esas cuerdas las que
impulsan al hijo a liberarse de ellas y a hacerse independiente: no de los padres
humanos, sino de Dios, el amor por antonomasia Y ahora: ¿qué hará Dios? El,
que quería envolver al hijo con cadenas de amor, se encuentra ahora prisionero
de esas mismas cadenas, porque no solamente tiene amor sino que es el amor.
Porque «soy Dios y no hombre». Aquí el corazón de Dios aparece al desnudo: El
no puede irritarse, ni destruir, como sería lo justo; no puede abandonar al hijo
infiel que se ha ido de casa —aquí se vislumbra ya la imagen del padre de la
parábola del hijo pródigo—, debe esperarlo, correr a su encuentro, abrazarlo y
dar una fiesta en su honor.

2. «Comprender el amor cristiano, que trasciende toda filosofía». En la


segunda lectura se expresa precisamente esto: el amor de Dios, que siendo el más
libre se encadena a si mismo, se ata por fidelidad a su alianza, que ha sido rota
de muchas maneras por su socio humano, el cual (como muestra el matrimonio
de Oseas con una prostituta) muestra una fidelidad casi ridícula, casi desdeñosa,
sigue siendo incomprensible para el hombre. Pablo llega incluso a exigirnos que
comprendamos precisamente esto que es incomprensible, que reconozcamos la
locura de Dios como su suprema sabiduría, porque «la locura de Dios es más
sabia que los hombres», es «un saber divino y secreto» (1 Co 1,25; 2,7). Por eso,
«el que se las da de listo al modo de este mundo, vuélvase necio para ser listo de
veras» (ibid. 3,18), y por eso también los cristianos deben convertirse en «unos
locos por Cristo» (ibid. 4,10). En todo esto se trata únicamente del amor de Dios,
un amor ante cuyo encanto y soberano designio todos los demás atributos divinos
(por ejemplo, la omnipotencia y la omnisciencia) quedan como relegados. Esto es
lo que el cristiano debe comprender.

3. El que lo vio da testimonio. El evangelio del corazón traspasado de Jesús


aporta la prueba de lo que se ha dicho en las lecturas. Su verdadero sentido sólo
es perceptible para el cristiano que es capaz de ver en la muerte del Hijo el signo
supremo del amor del Padre, y por eso ese cristiano será también el único que
comprenda la solemnidad del testimonio del discípulo amado. Los brutales
soldados romanos, que no sólo crucificaron a Jesús, sino que le quebraron las
piernas y le atravesaron el corazón con la lanza, son, sin saberlo, instrumentos
humanos para que se cumplan las profecías anunciadas desde antiguo Lo que
aquí se abre es el corazón del propio Dios (el corazón de Jesús no puede
separarse del Padre y del Espíritu); lo más profundo, lo último que Dios puede
dar de sí mismo, fluye y la herida permanece eternamente abierta: todavía al fin
del mundo «Mirarán al que atravesaron. Ciertamente no se puede decir que la
crueldad de los pecadores aumentado el amor de Dios (que supera todo
conocimiento), pero sí que la actitud de la criatura para con su Creador ha
permitido contemplar los abismos que esconde dentro de si este amor.

OCTAVO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Os 2,16b.17b.21-22; 2 Co 3,lb-6; Mc 2,18-22

1. Ahora no se debe ayunar. Juan el Bautista vino bajo el signo del ayuno, Jesús
bajo el signo de la comida y la bebida (Mt 1 1,18s). Por eso son sobre todo «los
discípulos de Juan» los que se extrañan de que los discípulos de Jesús no ayunen.
Jesús distingue. No rechaza el ayuno, como muestran sus consignas al respecto
en el sermón de la montaña (Mt 6,16-18). Pero ante todo es Dios y hombre, el
signo de las nupcias entre el cielo y la tierra: su existencia es el supremo regalo
de bodas del Padre a Israel y al mundo entero.
Frente al largo período de espera que ha durado hasta el Bautista, él es el paño
nuevo que no debe coserse sobre un manto viejo, el vino nuevo que no debe
echarse en odres viejos. Otra cosa será cuando Israel haya rechazado a su
Mesías; entonces, cuando «se lleven al novio», y Jesús no esté ya con sus
discípulos, podrá comenzar un ayuno totalmente distinto, un ayuno cristiano que
no se vinculará ya con la Antigua Alianza sino con la pasión. Pero entonces
también la Iglesia, que vivirá de la pasión y de la resurrección de Cristo, de la
seriedad más profunda y de la alegría más plena, tendrá que dar expresión a
ambas cosas; tendrá un tiempo de ayuno y un tiempo de Pascua. Seguirá
interiormente y también exteriormente, de una manera simbólica, el movimiento
de su Esposo.

2. La primera lectura se remonta a las primeras nupcias de Dios con Israel.


Se mencionan dos escenas: la primera es la de los esponsales de Dios con Israel
en el desierto tras la salida de Egipto, un tiempo de amor en el que Dios estaba a
solas con su esposa; desierto significaba al mismo tiempo riqueza espiritual (el
maná, las codornices, el agua que brota de la roca) y miseria, de la que Israel se
lamentaba no poco.
Y ahora que el pueblo se ha convertido en una esposa infiel, se anuncia un
segundo éxodo en el desierto, donde Dios cortejará de nuevo a su amada, se
casará con ella «en fidelidad» y le dará el «conocimiento del Señor» («te
penetrarás del Señor»), que para los judíos significa la unión conyugal más íntima
entre el hombre y la mujer. También aquí el desierto —léase el exilio— significa
la unidad de ayuno y de boda. Se ve hasta qué punto es definitiva la alianza de
Dios con Israel, y se ve asimismo que sólo en Jesucristo se consumará el
matrimonio de las dos naturalezas.

3. La Iglesia como consumación. La alianza que se concluye en la vida,


muerte y resurrección de Cristo es indisoluble, porque ahora el Espíritu Santo de
Dios se ha derramado en los corazones de los creyentes. Las «tablas de piedra»
mosaicas son sustituidas, en la segunda lectura, por las «tablas de carne del
corazón», al igual que el templo de piedra es sustituido por el templo del Espíritu
Santo, construido con las «piedras vivas» que «sois vosotros». Lo que vale de la
Iglesia como esposa pura e inmaculada de Cristo, debería reflejarse también en
toda comunidad eclesial; de ahí el tono amonestador del apóstol: al igual que él
es un «servidor de una nueva alianza», «del Espíritu», así también los creyentes
deben ser una comunidad consecuente. Pablo tiene una «confianza» tan grande
en Dios «por Cristo», que la comunidad, que es motivo de no pocas
preocupaciones para él, podrá ser o convertirse en una parte fidedigna de la
Catholica, en la unidad de renuncia («no buscar lo suyo»: 1 Co 13,5) y
sobreabundancia de los dones del Espíritu (ibid. 12).

NOVENO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Dt 5,12-15; 2 Co 4,6-11; Mc 2,23-3,6

1. «Guarda el día del sábado». El sábado, que (según la primera lectura) ha


sido instituido por Dios, que mandó guardarlo, es un día «santo» porque está
dedicado al Señor. Esto significa no solamente que en sábado no se debe trabajar
(porque el hombre trabaja para mismo), sino que en este día se debe pensar
además en Dios como Señor de todo trabajo y de todo ser y obrar humanos. De
lo contrario como día puramente negativo, por así decirlo como día muerto,
sábado no tendría ningún sentido. Porque Dios en este día no está muerto, sino
que está precisamente más vivo que nunca para el hombre. Jesús aludirá a ello
cuando explique su relación con el sábado: «Mi padre, hasta el presente, sigue
trabajando y yo también trabajo» (Jn 5,17). Sólo la ignorancia humana en materia
de religión podría malinterpretar el descanso de las tareas mundanas —para estar
libres para la acción de Dios— como una pura inactividad formalista. Jesús se
rebela contra esto.

2. «El Hijo del hombre es Señor también del sábado». En el evangelio,


cuando los discípulos son criticados por los fariseos por arrancar espigas para
comer en sábado, Jesús reprende a los que se han permitido criticar esta actitud
de sus discípulos: si el sábado es el día del Señor, hay cosas queridas por Dios
que se pueden hacer en sábado, y pone el ejemplo de David, que comió con sus
compañeros los panes sagrados que sólo pueden comer los sacerdotes; en otro
pasaje Jesús se refiere a la necesidad de llevar a abrevar a los animales aunque
sea sábado (Lc 13,15) o a la obligación de sacar a un animal o a un niño que se
ha caído a un pozo (Lc 14,5). Son éstas actividades en las que el hombre no
trabaja para si mismo, sino que cumple el mandamiento divino del amor. Y como
Jesús ha venido a proclamar que este mandamiento es el mayor de todos, él es
también Señor del «sábado». Así se permite curar en sábado al hombre que tenía
el brazo atrofiado, porque actúa en el Espíritu de la gracia de Dios que cura
gratis y con ello honra a Dios en su día. Para los formalistas esto es una bofetada
en plena cara; por eso toman ya ahora, al comienzo del evangelio, la decisión de
matar a Jesús.

3. «Entregados a la muerte por causa de Jesús». En la segunda lectura el


apóstol ciertamente ya no habla del sábado, sino de que él, que vive de la
esplendente gracia de Dios, se encuentra constantemente al borde de la ruina, de
que la vida y la muerte de Jesús se manifiestan «continuamente» en su existencia.
El sábado se ha convertido para él en el sábado santo no solamente cuando en su
apostolado escapa de milagro a la muerte (2 Co 1,9), sino también en los largos
períodos en que languidece en prisión ajeno a toda actividad, y finalmente
cuando apenas puede soportar las bofetadas de «un emisario de Satanás» y pide
inútilmente verse libre de él. Debe experimentar con Jesús la paradoja total de la
pasión, que consiste en que la obra de Jesús alcanza su Punto culminante
precisamente cuando al clavado en la cruz se le impide todo movimiento: «Pues
cuando soy débil, entonces soy fuerte». Estas palabras de Pablo podrían haber
sido pronunciadas Por Jesús en la cruz. Aquí se consuma, más allá de todo
presentimiento humano, el sentido del sábado.

DECIMO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Gn 3,9-15; 2 Co 4,13-5,1; Mc 3,20-35

1. «Tiene dentro un espíritu inmundo». En el evangelio se acusa a Jesús de


dos cosas: sus parientes dicen que no está en sus cabales y quieren «llevárselo» a
la fuerza; pero los letrados dicen que está poseído por el demonio porque
evidentemente no actúa como un loco sino como alguien dotado de poderes
sobrenaturales. Jesús tiene una única respuesta para ambas acusaciones: la obra
que él está construyendo tiene el carácter de la unidad y del poder de Dios y de
su Espíritu Santo —una obra de Satanás no podría mostrar este carácter—, y
muestra asimismo el carácter de una nueva comunidad espiritual que no puede
confundirse con la antigua comunidad terrestre. Por eso no se deja pasar a sus
parientes, y los que le acusan de estar poseído por un espíritu inmundo equiparan
al Espíritu de Dios con Satanás, lo que ciertamente constituye la blasfemia más
imperdonable. Porque es una abierta oposición a Dios, cuyo Espíritu, activo en la
obra de Jesús, es visible para quien lo quiera ver. Allí donde actúan los hombres
—también en la Iglesia— su acción puede ser criticada, pero donde es Dios
mismo el que actúa, el hombre que se opone a El se condena a sí mismo.

2. «La serpiente me engañó». El hombre que se opone a Dios con su pecado


—esto es lo que enseña la primera lectura— pretende siempre escapar de esta
autocondenación echando la culpa a otro. Adán y Eva son culpables ante Dios: la
conciencia de su desnudez los delata, y también su miedo ante la presencia de
Dios como consecuencia del pecado. El pecador es consciente de su oposición
interior a Dios. No ve más salida que acusar a otro como culpable de su
situación. Adán echa la culpa a Eva, Eva echa la culpa a la serpiente, el engañoso
poder de seducción de la desobediencia. Pero Dios (esto ya no aparece en la
lectura) los castigará a los tres, sin tener en cuenta las maniobras para pasarse la
pelota de uno a otro, para tranquilizar la propia conciencia inculpando al prójimo.
Para los hombres (Adán y Eva) el castigo será doble: por una parte, las penas y
fatigas de la existencia, con las que podrán expiar en parte su culpa, y por otra la
lucha sempiterno con el poder engañoso y seductor del maligno, que los debe
mantener en guardia para poder resistirse a este poder. Ambas cosas son caminos
abiertos para escapar de la autocontradicción del pecado; pero esto último no se
producirá definitivamente hasta que Jesús, que realiza su obra en el Espíritu sin
contradicción alguna, reúna a los hombres en su unidad igualmente sin
contradicción.

3. «El inmenso e incalculable tesoro de gloria». Pablo (en la segunda


lectura) representa al hombre que vive entre Adán y Cristo; la obra realizada por
Cristo ha integrado en sí la obra penitencial de Adán. El que «la condición física
se vaya deshaciendo» no es atribuible sólo a la penitencia de Adán, sino ante
todo a la obra de expiación asumida ya por Jesucristo. El «inmenso e incalculable
tesoro de gloria» no disminuirá el peso de la cruz. Lo que ocurre más bien es que
cuanto más pesada es la cruz, más incomparablemente grandes serán la
resurrección y la gloria que vendrán después.

UNDECIMO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Ez 1 7,22-24; 2 Co 5,6-10; Mc 4,26-34

1. «Sin que él sepa cómo». Jesús cuenta en el evangelio dos parábolas sobre el
crecimiento del reino de los cielos, cada una de ellas con un objetivo diferente.
La primera pone el acento sobre el crecimiento mismo de la simiente. El labrador
no ha dado a la semilla la fuerza que necesita para crecer, ni puede influir en el
crecimiento progresivo de la misma: «La tierra va produciendo la cosecha ella
sola». Esto no significa que el hombre no tenga nada que hacer: tiene que
preparar la tierra y echar en ella la simiente. Pero no es él quien realiza el trabajo
principal, sino —y esto es lo que acentúa la parábola— el propio mientras el
hombre «duerme de noche y se levanta de mañana» día tras día. El reino de Dios
tiene sus propias leyes, unas leyes que en modo alguno le son impuestas por el
hombre; el reino de Dios no es un producto de la técnica; la semilla, el tallo, la
espiga, el grano, el momento de la cosecha: todo esto pertenece a la estructura
propia del reino y en modo alguno depende de las prestaciones humanas. Esto es
precisamente lo que muestra la segunda parábola: el fruto en sazón que al
principio parecía tan ridículamente pequeño a ojos de los hombres, se revela al
final más grande que todo lo que el hombre hubiera podido realizar. ¿Y la
cosecha? Será ciertamente la cosecha de Dios, pero en beneficio del hombre que
prepara la tierra y esparce en ella la semilla. Dios cosecha, como dice el
empleado negligente y cobarde de la parábola de los talentos, «donde no
siembra», pero cosecha en el fondo para ambos: pues encomienda al empleado
fiel y cumplidor el gobierno de un amplio territorio.

2. «Siempre tenemos confianza». La actitud del labrador que espera


pacientemente la cosecha es la de una permanente seguridad de que la ley que
Dios ha puesto en la naturaleza se cumplirá. Del mismo modo la confianza de
Pablo en la segunda lectura es una confianza permanente, sea cual sea la
apariencia del clima espiritual en su vida o en la de su comunidad. «Caminamos
guiados por la fe». El hombre preferiría dirigir el tiempo, manejar el clima a su
antojo, ser el dueño de los imponderables; Pablo preferiría vivir ya junto al Señor
antes que vivir en la fe, en el «destierro», pero, como para el labrador, el
abandono en manos de Dios es más importante que sus preferencias, ya «estemos
en destierro o en patria». También el apóstol es sólo un labrador: «Yo planté,
Apolo regó, pero era Dios quien hacía crecer» (1 Co 3,6).

3. «Más alta que las demás hortalizas». La segunda parábola sobre el reino
de los cielos que se expone en el evangelio de hoy, es un nuevo ejemplo de las
numerosas declaraciones de Jesús a propósito de que «el más pequeño» en el
reino de Dios se convertirá en «el mas grande», precisamente porque se ha hecho
pequeño y se ha colocado en el «último puesto», algo de lo que el propio Jesús
dio ejemplo en su vida terrena y sigue dándolo en su Eucaristía. Con esta imagen
Jesús retoma el pasaje de Ezequiel, que describe en la primera lectura cómo
gracias a la fuerza del Señor la frágil rama del pueblo de Dios ha crecido hasta
llegar a convertirse en el más poderoso de los árboles, de suerte que «las aves de
toda pluma pueden anidar al abrigo de sus ramas». El profeta atribuye esto
inequívocamente a la fuerza de Dios; todos los demás árboles (es decir, todas las
demás naciones) deben saber «que yo soy el Señor», el que tiene poder para
humillar a los árboles altos y para ensalzar a los árboles humildes, para secar a
los lozanos y hacer florecer a los secos. Tanto en la Antigua como en la Nueva
Alianza la parábola nada tiene que ver con la moralidad humana, sino que se
refiere enteramente al poder superior de Dios, que trata al hombre según esta ley
cuando el hombre se somete a El.

DUODECIMO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Jb 38,1.8-11; 2 Co 5,14-1 7; Mc 4,35-41

1. «¿Quién cerró el mar con una puerta?». El mar creado por Dios parece
tener preponderancia sobre la tierra; para muchos pueblos antiguos su poder
salvaje e informe era algo así como un caos antidivino. Pero en la primera lectura
Dios muestra a Job que ha puesto límites a esta aparente superpotencia: lo que
salía impetuoso del seno materno Dios lo envolvió —como a un niño de pecho—
entre mantillas y pañales; a la furia del mar se le impuso un límite «con puertas y
cerrojos». Para Job esto significa que si Dios puede dominar estas potencias de
la naturaleza, cuyas fuerzas superan infinitamente a las del hombre, tanto más
podrá domeñar y dirigir el destino del hombre.

2. «Las olas rompían contra la barca». Y ahora el evangelio nos muestra


que este poder, que es capaz de domeñar las fuerzas de la naturaleza, le ha sido
dado también al Hijo del hombre, que lo posee basta el punto de poder dormir
tranquilamente en la barca en medio de «un fuerte huracán»: Jesús descansa
seguro bajo la protección de su Padre, que vela por su vida y su misión, y no
permite que una fuerza de la naturaleza las domine. Y cuando a instancias de sus
discípulos, que están muertos de miedo, increpa a la tempestad con estas
palabras: «¡Silencio, cállate!», no lo hace para mostrar su poder o porque
también él tenga miedo, sino para tranquilizar a sus discípulos, que tienen tanto
miedo como poca fe: «¡Por qué sois tan cobardes! ¿Aún no tenéis fe?». Pero la
escasa fe de los discípulos no debía limitarse a milagros de este tipo, sino que
debía extenderse a los milagros mucho mayores inherentes a la misión de Jesús:
él había venido al mundo para aplacar una tempestad mucho mayor, el caos de
nuestro Pecado; y esto mediante su muerte en la cruz, algo que ciertamente lo
eleva por encima de todos los «criterios humanos» y nos permite preguntarnos
realmente: «¿Pero, quién es éste?».

3. La segunda lectura supone esta fe plena, que reconoce que Jesús escapa a
todos los criterios humanos porque ha realizado el mayor milagro posible: el de
«morir por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que
murió y resucitó por ellos». Con ello a los hombres no solamente se les devuelve
la seguridad en su antigua vida morral, como ocurre en el milagroso episodio. de
la tempestad calmada, sino que, si «si viven en Cristo», son insertados en una
«nueva creación» en la que «lo viejo ha pasado y ha llegado lo nuevo». La
tempestad del lago fue calmada a causa de la poca fe de los discípulos, para que
éstos comenzaran a tener fe en Jesús. La muerte en la cruz, que calma una
tempestad mucho peor, exige a todos los cristianos, incluso a los más timoratos,
«no vivir ya para sí mismos».

DECIMOTERCER DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Sb 1,13-15; 2,23-24; 2 Co 8,7.9.13-15; Mc 5,21-43

1. Contra la enfermedad y la muerte. Las lecturas de hoy suscitan preguntas


terribles. Cristo cura a una mujer enferma y resucita a una niña muerta. Esa es su
vocación. ¿Por qué entonces tienen que enfermar tantos hombres después de él y
por qué tienen que morir todos? ¿Quiere Dios la muerte? Si nada ha cambiado en
el mundo, ¿para que vino Cristo a él?
Del largo relato del evangelio, en el que se entremezclan dos milagros,
extraigamos simplemente dos frases. De la hija del jefe de la sinagoga,
ciertamente muerta según nuestros conceptos, Jesús dice: «La niña está
dormida», lo que hace que los presentes se rían de él. En el caso de la mujer que
padecía flujos de sangre, y que toca su manto, Jesús pregunta: «¿Quién me ha
tocado el manto?», con el consiguiente desconcierto de los discípulos por la
pregunta. Ante la muerte corporal Jesús habla de sueño —lo hará otra vez en el
episodio de la resurrección de su amigo Lázaro: Jn 11,11—; la verdadera muerte,
la que en el Apocalipsis se denomina «segunda» (definitiva) muerte, es para él
otra cosa. Por otra parte, la enfermedad (que para los judíos era una premonición
de la muerte) es para él una menudencia insignificante; para curarla debe «salir
de él una fuerza» (en Lucas esto sucede en todas las curaciones: Lc 6,19). Jesús
se designa así mismo como «la vida» (Jn 11,25: 14,6) y esta vida debe expandir
sus energías para vivificar lo muerto o lo caduco.

2. Sólo a partir de aquí se pueden comprender las afirmaciones de la primera


lectura: «Dios no hizo la muerte». Esto se repite: «No hay imperio del Abismo
sobre la tierra, porque la justicia es inmortal». La presencia de la muerte en el
mundo se atribuye a la envidia del diablo. ¿Cómo puede decir esto el sabio
cuando sabe a ciencia cierta que todos los hombres, tanto justos como injustos,
tienen que morir? Distingue, como Jesús, una doble muerte: una muerte natural,
dada con la finitud de la existencia, y una muerte no natural, provocada por la
rebeldía de los hombres contra Dios. Pensemos en estas misteriosas palabras de
Jesús, aunque aquí ciertamente iluminadoras: «El que cree en mi, aunque haya
muerto, vivirá»; y lo que sigue no las contradicen: «Y el que está vivo y cree en
mi, no morirá para siempre» (Jn 11,26). Si Dios ha creado al hombre finito, el
hombre, con sus pecados, ha creado la segunda muerte, la verdadera.

3. «Pobre por vosotros». Superar esta obra destructiva del hombre no es una
menudencia para Dios. Lo dice la segunda lectura: Jesucristo, «siendo rico, por
vosotros se hizo pobre, para que vosotros, con su pobreza, os hagáis ricos». No
superó nuestra muerte con su omnipotencia, sino descendiendo a la impotencia
de esta muerte. Esta segunda muerte sólo podía ser vencida desde dentro, sólo en
virtud de la fuerza divina que surgió de Jesús para penetrar en nosotros en la cruz
y en la Eucaristía. Pablo querría que imitásemos esto al menos en parte, dando a
los indigentes algo de nuestra fuerza material para que baya al menos una «
nivelación», como corresponde a los que se sienten realmente hermanos. El
ejemplo de Jesús, que desde la suprema riqueza descendió a la pobreza más
extrema, debe aparecer ante nosotros al menos como ideal (¡inalcanzable!).

DECIMOCUARTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Ez 2,2-5; 2 Co 12,7-10; Mc 6,1-6a

1. El escándalo El escándalo consiste en rechazar con razones penúltimas lo que


habría que aceptar con razones últimas (que se conocen muy bien). Eso es lo que
hacen los paisanos de Jesús en el evangelio de hoy. Ante todo no pueden sino
asombrarse ante su enseñanza; no comprenden «de dónde saca todo eso». Su
sabiduría y su poder, mayormente sus milagros, les superan, y así lo declaran
Pero no quieren admitirlo e invocan como justificación de su actitud que conocen
a su familia y que conocen ciertamente también su vida anterior entre ellos. Si
antes era un simple carpintero, ¿de dónde había sacado súbitamente todo eso?
Jesús generaliza esta objeción que le plantean sus paisanos: la extiende al destino
de todo profeta en su tierra, entre sus parientes y en su propia familia. Y mientras
el hombre mantenga esta objeción, no puede ser agraciado con ninguna curación,
que ciertamente presupone la fe confiada en Jesús. Pero el enviado de Dios debe
experimentar precisamente esta situación. Es lo que muestra la primera lectura de
una manera irrefutable.

2. «Enviado a un pueblo rebelde». Dios envía al profeta Ezequiel (como


había enviado ya antes a Isaías, a Jeremías y a otros profetas) expresamente a
«los que le han ofendido», a «los testarudos», a «los obstinados», a «los que se
han rebelado contra él»: «A ellos re envío»; y el profeta no puede llegar a ningún
compromiso con ellos, sino que deberá transmitir únicamente la palabra del
Señor. No importa que el profeta tenga éxito o fracase en su predicación, eso ya
no afecta a su misión. El desprecio que Jesús experimenta en su tierra tuvieron
que experimentarlo no pocos profetas antes que él. Según el testimonio del
propio Jesús casi todos fueron asesinados para cerrarles la boca definitivamente.
Posiblemente la gente reconoció después «que hubo un profeta en medio de
ellos».

3. «Cuando soy débil, entonces soy fuerte». El enigma de este designio


divino se aclara con el destino universal de Jesús, que determina también el de
sus seguidores, los cristianos. Nadie ha sido rechazado tan radical y
universalmente como Jesús, que fue traicionado por un cristiano, despreciado por
los judíos y condenado a muerte por los paganos. «Los suyos no lo recibieron»,
aunque eran «su casa» (Jn 1,11). El propio Jesús equipara su destino al de los
profetas (Lc 13,33), pero le distingue de ellos su misión humana y divina: tomar
sobre sí el rechazo de los suyos y obtener el asentimiento en sus corazones.
Precisamente eso es lo que Pablo en la segunda lectura ha comprendido como ley
de la cruz que se verifica también en él: la gracia demuestra «su fuerza en la
debilidad». La cruz fue «la fuerza de Cristo». Y a partir de ella puede decir
también el cristiano: «Cuando soy débil —impotente, maltratado, perseguido—,
entonces soy fuerte»; el destino victorioso de Cristo produce también su efecto
en mí.

DECIMOQUINTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Am 7,12-15; Ef 1,3 -14; Mc 6,7-13

1. Llamados y equipados. Jesús llama a los doce en el evangelio sin ninguna


explicación. ¿Por qué precisamente a éstos y no a otros? Nada se dice al
respecto. No se distinguen por su virtud, por una habilidad especial o por sus
cualidades oratorias. Si les falta algo necesario para el cumplimiento de su
misión, se les dará después. Les falta ciertamente lo que se les da cuando son
enviados: la facultad para proclamar el reino de Dios, y esto con el poder de
arrojar espíritus inmundos, algo que sólo es posible si se posee el Espíritu Santo,
que al difundirse reduce el radio de acción del espíritu maligno. Como han
recibido estos dones de Jesús, se les exige no mezclarlos con los propios
instrumentos de trabajo y de propaganda. Por eso se les dice que no deben llevar
ni alforja, ni pan, ni dinero, ni una túnica de repuesto; ni siquiera deben buscar un
alojamiento más cómodo. Se les encarga predicar la conversión, y no se les
promete el éxito. El éxito no importa: si no se les escucha, deben marcharse e
intentarlo en otra parte. Al final se indica simplemente que los doce salieron a
predicar y obtuvieron cierto éxito. El evangelio desnudo (sine glossa) es lo más
convincente.

2. Llamados y rechazados. Lo que la primera lectura dice a propósito de Amós,


es característico de todo enviado de Dios. «Si en un lugar no os reciben» dice
Jesús en el evangelio. Amós no es recibido, sino expulsado del país por el poder
oficial. Pero él insiste y dice que «no es Profeta ni hijo de profeta». Se trata de
una vocación comparable a la de los pescadores de Galilea. Ni Amós ni los doce
han deseado o elegido para sí esta misión, simplemente han sido llamados por
Dios: «Ve y profetiza a mi pueblo». Se trata aquí de una vocación en sentido
original y radical, una vocación en la que el hombre no piensa si debe o no, si
puede o no (por ejemplo hacerse sacerdote o entrar en religión). Dios le empuja;
si no se resiste, lo notará. Poco importa aquí que Amós abandone el país y se
marche de Samaria a Judea, o que los apóstoles digan ante el sanedrín que «hay
que obedecer a Dios antes que a los hombres». Continuar el camino, tal y como
Jesús recomienda en el evangelio, también puede consistir a veces simplemente
en seguir haciendo lo que se está haciendo.

3. Destinados de antemano. El gran comienzo de la carta a los Efesios


(segunda lectura) inserta a los elegidos de Dios en el plan divino de salvación,
que es universal e intemporal: lo que yo soy y debo ser ha sido determinado
desde la eternidad, antes de la creación del mundo; yo no soy llamado ni
solamente en el tiempo ni como un individuo aislado, sino que estoy integrado
como desde siempre en un proyecto universal predestinado que consiste en la
encarnación de Cristo y en la glorificación de la gracia del amor del Padre, en la
marca del Espíritu Santo. Nadie es una isla, cada uno de nosotros sólo es
comprensible dentro de un paisaje inabarcable en el que todo irradia «alabanza
de la gloria del Señor».

DECIMOSEXTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Jr 23,1-6; Ef 2,13-18; Mc 6,30-34

1. «¡Ay de los pastores!». En la primera lectura los reyes de Israel son


llamados pastores; en todo el mundo antiguo era costumbre dar a los reyes el
título honorífico de pastores. Dios había concedido a su pueblo un rey, pero no
de buena gana, pues «los que figuran como jefes de los pueblos los tiranizan y
oprimen» (Mc 10,42). Creen poder mantener unido al pueblo con su poder, pero
en realidad con ese poder «dispersan y expulsan mis ovejas». El puro poder no
se preocupa del bien de los súbditos, que lo único que tienen es «miedo» ante él,
sino que representa únicamente la unidad de los gobernantes, que se hacen llamar
«bienhechores» (Lc 22,25) en razón de su poder omnímodo. Dios promete juzgar
a estos potentados y sustituirlos por el verdadero pastor salido de la casa de
David, que ostentará con todo derecho el título de «El-Señor-nuestra-justicia».

2. «Como ovejas sin pastor». Así califica Jesús en el evangelio a la multitud


que corre tras él. La gente ve instintivamente en él al buen pastor enviado por
Dios que no quiere ejercer su poder sobre ellos, sino reunirlos y cuidarlos
amorosamente por lo que son en sí mismos. Los poderosos de la tierra los han
dominado siempre: asirios, babilonios, persas, griegos, romanos, pero también
sus propios jefes, para los que ellos eran una masa ignorante y «empecatada de
arriba a abajo» (Jn 9,34). Jesús quiere tener un momento para descansar un poco,
pero eran tantos los que venían a su lado que «no encontraba tiempo ni para
comer». Jesús tendrá que entregarse a sí mismo como comida a esta multitud
hambrienta. No está allí para descansar, sino para agotarse hasta el extremo. «Yo
doy mi vida por las ovejas» (Jn 10,15). «Y se puso a enseñarles con calma». Sus
discípulos están con él y, aunque aquí no se dice nada de su estado de ánimo, la
consecuencia del ejemplo que Jesús les da es que no les ocurrirá nada
fundamentalmente distinto de lo que le ocurre a su Maestro.

3. «Derribando el muro que los separaba». La segunda lectura muestra la


obra final del buen pastor. Cristo consigue —ciertamente sólo gracias a la
entrega de su vida, en virtud de su muerte— reunir al rebaño que hasta entonces
estaba separado en dos partes. En eso consiste incluso su tarea y su plan de vida,
como el mismo Jesús reconocerá explícitamente: «Tengo, además, otras ovejas
que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz
y habrá un solo rebaño, un solo pastor» Jn 10,16). Pero Pablo pone aquí todo el
acento en la manera en que esa «paz» se realiza: el pastor hace de su propio
cuerpo, en la cruz, el lugar de la batalla decisiva, en la que el cuerpo desgarrado
se convierte precisamente en el cuerpo entregado por todos que funda y garantiza
la unidad. Otra tiranía queda abolida: «La Ley con sus mandamientos y reglas»,
cuya multiplicidad fragmentaba, rompía la vida de los hombres. De ahora en
adelante reina la paz gracias al único amor del que en la cruz y en la Eucaristía se
ha convertido en el reconciliador, impotente y sin embargo todopoderoso, de toda
división entre los hombres.

DECIMOSEPTIMO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

2 R 4,42-44; Ef 4,1-6;Jn 6,1-15

1. «Comerán y sobrará». En la primera lectura se narra un milagro realizado


por el profeta Eliseo. Este milagro, que tiene que ver con la comida, es
evidentemente una especie de imagen anticipada del milagro de la multiplicación
de los panes y los peces que se narra en el evangelio. Algunos detalles de ambos
relatos son comparables: la escasez de los alimentos presentados, la orden:
«Dadles vosotros de comer» (cfr. Mc 6,37 par), la comida y los restos (en Eliseo
según lo había previsto el Señor). El milagro del profeta es de un formato más
modesto: la cantidad de alimentos disponibles es mayor, la multitud (cien
personas) es menor; el milagro se realiza en virtud de una decisión de Dios, no
merced a la omnipotencia de Jesús. Esto no obstante el paralelismo es
asombroso. Se muestra con ello que Jesús, tanto en éste como en otros casos, no
actúa según su propia fantasía, sino que cumple exactamente, en perfecta
obediencia, la Escritura, aunque la supera ampliamente. Hasta que pronuncia sus
últimas palabras en la cruz, Jesús tiene muy claro que debe «terminar de cumplir
la Escritura» para que «todo quedara terminado» (Jn 19,28). Las obras que Dios
había comenzado en la Antigua Alianza mediante el ministerio de sus profetas, se
consuman mediante la omnipotencia del Hijo en la Nueva, una omnipotencia que
es al mismo tiempo obediencia al Padre.

2. «¿Qué es eso para tantos?». El milagro que Jesús realiza en el evangelio,


dando de comer a unos cinco mil hombres, es al mismo tiempo, como superación
del milagro del profeta, la revelación de la gracia divina otorgada a la humanidad:
Jesús convierte —como en Caná— lo poco que los hombres tienen que ofrecer
en una sobreabundancia inconcebible. Dios, que ya en la naturaleza es
incomprensiblemente pródigo, se revela en el orden de la redención más
generoso que el derrochador más despreocupado; pero, en primer lugar, aquí no
hace llover del cielo el maná como signo de su prodigalidad, sino que utiliza las
escasas provisiones del hombre; en segundo lugar no deja que se pierda su
sobreabundancia inconcebible, sino que manda recoger las sobras para que sus
discípulos —la Iglesia— tengan una provisión eterna que pueda ser distribuida a
todos los que tengan necesidad de ella. Si en Caná el maestresala ve en las seis
tinajas de vino una locura incomprensible, aquí la locura divina, que da mucho
más de lo que puede consumirse, es al mismo tiempo la sabiduría de Dios que
hace perdurar esta locura de la sobreabundancia a través de toda la historia;
todos los que tienen sed reciben el agua «de balde» (Ap 21,6; 22,17).
3. « Un solo cuerpo y un solo Espíritu». La segunda lectura remite a la
verdadera multiplicación de los panes de Jesús, la de su cuerpo en la Eucaristía,
al igual que la promesa de ésta en Juan sigue inmediatamente también al milagro
de la multiplicación de los panes y los peces. La aparente insignificancia de un
trozo de pan se convierte en la sobreabundancia de la autodonación del cuerpo
de Jesús, que sacia a los que lo comen, pero no individualmente, sino uniéndolos
a todos en un solo Espíritu, que se muestra en que todos participan en la
humildad, amabilidad y paciencia de Jesús, lo que les hace participar también
como verdaderos cristianos en la fuerza milagrosa de Cristo, que puede unir al
mundo hambriento y desesperado en «una sola esperanza» en un «único Dios y
Padre de todos».

DECIMOCTAVO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Ex 16,2-4.12-15; Ef 4,1 7.20-24;Jn 6,24-3 5

1. «Pan del cielo». El estado de ánimo del pueblo de Israel (en la primera
lectura) es comprensible desde el punto de vista humano:
Dios ha llevado al desierto a los israelitas y éstos están a punto de morir de
hambre porque allí no encuentran comida alguna. Es difícilmente imaginable que
todo un pueblo, en una situación tan desesperada, espere un milagro del cielo.
Dios no se lo reprocha aquí, sino que promete un doble milagro: al atardecer,
carne —la banda de codornices que cubrió el campamento—; por la mañana,
pan, que lo israelitas recogerán sin saber lo que es (Man-hu ¿Qué es esto? maná)
De nuevo el milagro veterotestamentario —la carne y el pan, el pan que es carne
y la carne que es pan— no es más que la imagen anticipada de lo que Dios dará
al mundo en Jesús. Son muchos los hombres que han muerto de hambre en el
desierto, hasta en nuestros días. La preocupación suprema de Dios no es alargar
un Poco más la vida de estos morrales, sino, como dirá Jesús, darles el Pan del
cielo para la vida eterna.

2. «Yo soy el pan de vida». La milagrosa multiplicación de los Panes ha quedado


atrás. En el evangelio de hoy la gente corre tras el taumaturgo para ser
alimentada por él en lo sucesivo. Exactamente como la Samaritana junto al
manantial de Jacob: «Dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir
aquí a sacarla» (Jn 4,15). También esto es comprensible humanamente hablando.
Jesús Propone a los que han ido en su busca «trabajar» por otra cosa: por el
alimento que perdura y da la vida eterna, algo que evidentemente será una obra
de Dios. Por eso preguntan al momento: « ¿Cómo podremos ocupar.. nos en los
trabajos que Dios quiere?». No se dan cuenta de que con esta pregunta están
expresando una contradicción: el hombre no puede «ocuparse» en las obras de
Dios. Jesús indica la contradicción así como la manera de superarla. La obra que
Dios quiere es que el hombre crea, en lugar de trabajar, que se entregue al que ha
sido enviado por Dios. Pero ellos quieren un signo para poder creer, se imaginan
siempre la fe como una obra. Entonces Jesús se opone, como verdadero pan del
cielo, al maná que se podía recoger en el desierto; el hambre espiritual sólo
puede saciarse con la aceptación creyente de Jesús, que ha sido enviado por Dios
al mundo como verdadero «pan del cielo». El creyente también tendrá que obrar,
pero únicamente a causa de su fe, no para creer. Porque la fe es una entrega
plena al Dios que actúa en el creyente, no una prestación humana.

3. El hombre nuevo. Por eso (según la segunda lectura) hay que despojarse del
«hombre viejo, corrompido por deseos de placer», que, debido precisamente a su
permanente querer poseer, se deprava y se priva de todo, para poderse vestir de
la «nueva condición humana creada a imagen de Dios». La imagen original de
Dios es Cristo, que no conoce concupiscencia alguna, sino que es pura entrega;
el hombre ha sido creado según esta imagen arquetípica, para ser conforme a
ella, abandonando la concupiscencia para dejar que acontezca en si únicamente
la obra del Padre: la impresión de la imagen original del Hijo en nosotros
mediante el Espíritu Santo.

DECIMONOVENO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

1 R 19,4-8; Ef 4,30-5,2;Jn 6,41-5 1

1. «Levántate y come». De nuevo encontramos en el evangelio una parte del


discurso en el que Jesús promete la Eucaristía a los suyos, Y en la primera lectura
una maravillosa imagen veterotestamentaria que la prefigura. El profeta Elias está
a punto de desfallecer física y espiritualmente: todo lo que ha hecho le parece
inútil, sólo desea la muerte. Entonces se le ofrece en medio del desierto un
alimento milagroso: un pan cocido y una jarra de agua. Y este maravilloso don se
le impone:
debe comer, pues de lo contrario no podrá soportar el largo camino que resta
hasta el monte del Señor. «Con la fuerza de aquel alimento», pudo caminar
«durante cuarenta días y cuarenta noches». Cuando Elías está a punto de
sucumbir, cuando cree que ha llegado el final, la comida que Dios le ofrece le
hace capaz de convertir este final en un nuevo comienzo. No por propia
iniciativa, sino por obediencia. Pero lo que Jesús ofrece en el evangelio y exige
desde entonces es mucho más. Lo que le aconteció al profeta debe ayudarnos a
ver el don y la exigencia de Jesús como algo no imposible.

2. «El pan que yo daré es mi carne». Jesús dice que él es el verdadero pan
del cielo (en lugar del maná). Pero, ¿quién puede creerse esto cuando todo el
mundo conoce a su padre y su madre, que demuestran que no procede del cielo?
Jesús no remite aquí a si mismo, a sus palabras y a sus milagros, sino al Padre. Al
Dios en el que hay que creer y que conduce, a los que escuchan lo que dice y
aprenden verdaderamente de él, al Hijo. A ese Hijo que es el único que conoce
verdaderamente al Padre, el único que puede revelar su esencia y llevar a su vida
eterna. El maná al que habían aludido los judíos en modo alguno podría revelar al
Padre como vida eterna, pues los que lo comieron murieron. Pero ahora que el
Padre lleva al Hijo y el Hijo lleva al Padre, ahora que el Padre se da a sí mismo
en el Hijo (pues todos los que reciben al Hijo serán instruidos por Dios) y que el
Hijo en su autodonación revela el amor del Padre, la muerte terrena no tiene ya
poder ni significación alguna, «la vida eterna» es infinitamente superior a la
muerte corporal. Y para que todas estas palabras no sean consideradas por sus
oyentes como una pura fantasía espiritual, Jesús declara para terminar: «El pan
que yo daré es mi carne». Este cuerpo, que cuando sea entregado se convertirá
en pan para la vida del mundo, es tan realmente palpable como realmente
palpables fueron Para Elías el pan cocido y la jarra de agua que aparecieron
milagrosamente a su lado en el desierto.

3. «Sed imitadores de Dios». De nuevo Pablo, en la segunda lectura, saca las


consecuencias del milagro eucarístico para los cristianos. Al igual que Cristo «se
entregó por nosotros como oblación» por amor, así también su actitud eucarística
debe convertirse en el lei motiv de la vida cristiana, en la imitación del amor de
Dios; y esta imitación no puede consistir sino en el amor mutuo, la misericordia y
el perdón. De este modo los «hijos queridos de Dios» se convierten los unos para
los otros en una especie de viático eucarístico, en algo semejante al pan cocido y
a la jarra de agua que se materializan de improviso para nuestro prójimo en
medio del desierto de nuestra vida.
VIGÉSIMO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Pr 9,1-6; Ef 5,15-20;Jn 6,5 1-58

Continuación del discurso en el que Jesús promete la Eucaristía. Esta vez la


imagen anticipada, no es, como el domingo pasado, el profeta, sino la Sabiduría.

1. «Venid a comer mi pan». La Sabiduría de Dios, en la primera lectura, ha


preparado el banquete divino para los hombres; ha dispuesto todo, ha enviado a
sus criados para invitar al banquete a los comensales. Como es la Sabiduría
divina la que invita, la invitación no es para los que ya son sabios, sino para los
«inexpertos», los simples, los «faltos de juicio», los ignorantes. Los manjares que
la Sabiduría ofrece curan la «necedad» o la credulidad y llevan por «el camino de
la prudencia». La dificultad de esta invitación es que se dirige a los que no son
sabios y deben dejarse conducir a la Sabiduría. Y si no son sabios es o bien
porque se tienen ya por tales (por ejemplo: los fariseos y los letrados) o bien
porque no pueden comprender la invitación de la Sabiduría, porque la consideran
absurda.

2. La Sabiduría encarnada de Dios invita en el evangelio a su banquete, un


banquete que de nuevo sólo es comprensible desde dentro de la misma Sabiduría
divina. Por eso los que no son sabios, aunque se tengan por tales, discuten entre
sí: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?». Dentro del mundo de la
ignorancia esta objeción es sumamente comprensible. Que un hombre como los
demás pretenda ofrecerse como alimento es el colmo de la insensatez. Pero la
Sabiduría de Dios encarnada en Jesús no responde a la objeción, sino que
refuerza, por el contrario, lo absolutamente necesario de su oferta: «Si no coméis
la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros».
Los necios a los ojos de Dios son incluso superados por la locura de Dios: se les
obliga a algo que les parece totalmente absurdo. No se les ofrece sólo una
ventaja terrenal, sino la salvación eterna: el que se niega a participar en este
banquete no resucitará a la vida eterna en el último día. Para poder encontrar una
explicación a esto hay que remontarse al misterio último e impenetrable de Dios:
al igual que el Hijo vive únicamente por el Padre, «del mismo modo, el que me
come, vivirá por mí». Los que se creen sabios son colocados ante el misterio
para ellos incomprensible de la Trinidad, para hacerles comprender que no
pueden alcanzar la vida definitiva más que en virtud de este misterio. El amor de
Dios nunca ha hablado más duramente que aquí a los hombres miopes que creen
tener buena vista. No se avanza con ellos paso a paso, sino que se los coloca
desde el principio ante el Absoluto.

3. «No seáis insensatos». En la segunda lectura Pablo nos exhorta a «no ser
insensatos, sino sensatos». La sensatez de la que Pablo habla aquí no es la mera
inteligencia, seca y calculadora, sino que incluye el júbilo del corazón, que, en
alta voz o en silencio, recita ante Dios los cánticos que inspira el Espíritu Santo.
Esto no es más que la respuesta al júbilo del corazón de Jesús, que alaba al Padre
porque él, el Hijo, puede entregarse por los hombres. Es un júbilo de alegría
sobrenatural, algo totalmente opuesto a la embriaguez natural. El júbilo cristiano
puede expresarse en cualquier situación vital, hasta en lo más profundo de las
tinieblas de la cruz.

VIGÉSIMO PRIMER DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Jos 24, l-2a. 15-17.186; Ef 5,21-32; Jn 6,60-69

1. «Escoged hoy a quién queréis servir». En la primera lectura se narra


cómo Josué, en la gran asamblea de Siquén, pone a todo el pueblo ante la
elección de decidirse seria y definitivamente a servir al Señor o no. Habla de
otros dioses a los que se podría también servir, Pero él y su casa permanecerán
fieles a Yahvé. Josué advierte al pueblo que no tome su decisión a la ligera,
añadiendo también que Dios castigará a los apóstatas (de esto ya no se informa
en la lectura), pero el pueblo hace caso omiso de tales advertencias: se ha
decidido definitivamente por Dios, y esto tendrá consecuencias en la trágica
historia de Israel, porque Dios castigará todas las infidelidades del pueblo y
permanecerá siempre fiel a su alianza con Israel. «Los dones y la llamada de
Dios son irrevocables» (Rm 11,29). El sí que Israel pronuncia en este momento
solemne determina su destino, hasta en los momentos más trágicos de su
«ceguera», de su «dureza de corazón», de su diáspora.
2. «¿También vosotros queréis marcharos?». La decisión ante la que Jesús
pone a sus oyentes en el evangelio —incluidos sus discípulos—, a propósito de
la promesa de la Eucaristía, es aún más inexorable. Jesús no solamente no retira
nada de lo dicho, por lo que a los oyentes les parece «inaceptable» que se les
someta a tan dura prueba, sino que confiere aún más peso específico a su
declaración cuando se dirige a sus discípulos mediante la predicción de su
ascensión al Padre y reivindica para todas sus palabras la cualidad de ser
«espíritu y vida», con lo que entre los propios discípulos se establece una línea
divisoria que él ya conoce de antemano; aquí se ha decidido ya quién le seguirá
en la fe y quién le traicionará. No es posible la neutralidad. En el texto se dice
que entonces «muchos discípulos suyos se echaron atrás». Judas no es el único
que no cree. Para Jesús no tiene importancia el número, y por eso sitúa
especialmente a los doce ante la elección: «¿También vosotros queréis
marcharos?». Pedro, en representación de los pocos discípulos que permanecen
fieles, pronuncia la palabra del creyente, declarando que Jesús es el «Santo
consagrado por Dios». La fe le ha llevado al conocimiento, y el conocimiento ha
hecho posible una fe ciega, que es la que se exige en esta decisión.
3. «Como Cristo amó a su Iglesia». El gran pasaje (segunda lectura) de la
carta a los Efesios sobre la unión del hombre y la mujer Como imagen de Cristo
y su Iglesia, tiene importancia en este contexto en la medida en que en la
Eucaristía prometida la entrega de Jesús a su Iglesia, por la cual ésta se convierte
en «Esposa sin mancha», es una entrega irrevocable (y en esto el modelo de la
entrega conyugal del hombre). Y se comprende que esta entrega eucarística haya
podido, más allá de la inconstancia de la Sinagoga, hacer de la Iglesia la
«Immaculata», pero también que de la Iglesia como mujer se exija «respeto a
Cristo» y «sumisión». Porque con la Eucaristía la Iglesias convierte en el
verdadero «cuerpo de Cristo», y los creyentes en los miembros de su cuerpo. Tal
es el cumplimiento final de la promesa del Dios que elige, de aquella promesa
que se selló en Siquén y se consuma en la Eucaristía del Hijo.

VIGÉSIMO SEGUNDO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Dt4,1-2.6-8; St 1,17-18.21b-22.27; Mc 7,1-8.14-15.21-23.

1. Los mandamientos de Dios. La primera lectura describe la incomparable


superioridad de los mandamientos divinos con respecto a toda sabiduría humana.
Las grandes naciones tienen sus leyes, excogitadas por una cierta sabiduría
humana; estas leyes cambian según las diversas coyunturas históricas y se
adaptan a las nuevas circunstancias. La ley que Dios ha promulgado para Israel,
por el contrario, es inmutable: «No añadáis nada a lo que os mando ni suprimáis
nada»; pues esta ley proviene de la vida eternamente válida del Dios legislador. Y
aunque Israel no sea más que un pueblo pequeño, políticamente insignificante,
las «grandes naciones» tendrán que reconocer que la ley promulgada por Dios es
más justa que otras legislaciones humanas y que el pueblo que observa esta ley
es más «sabio e inteligente» (en las cosas divinas) que otros pueblos, los cuales
reconocerán quizá mucho de su sabiduría e inteligencia. Porque la inteligencia
propiciada por la ley de Dios no es una simple cultura humana, sino una
sabiduría del corazón que brota de la obediencia a Dios. La inteligencia de Israel
consiste en ser hechura de Dios.
2. «Engendrados con la palabra de la verdad». En el envío de su Hijo a los
hombres, el Padre ha superado ampliamente la excelencia de la palabra de su ley.
Su «don perfecto» es (como se dice en la segunda lectura) que ha querido
«engendrarnos con la palabra de la verdad» Ahora su palabra no solamente nos
es comunicada como mandamiento, sino que ha sido «plantada» en nosotros.
Esta palabra está tan dentro de nosotros que debe ser, ahora más que nunca, no
solamente «escuchada» sino también llevada a la práctica, para que la palabra
viva del Padre produzca en nosotros un fruto divino, verdaderamente digno de
Dios. Jesús es el cumplimiento, no la abolición de la ley en nuestros corazones
(Mr 5,17), y sin embargo en este cumplimiento va mucho más allá de lo que era
la fidelidad veterotestamentaria a la ley (ibid. 5,20). Porque la palabra que se nos
dijo entonces desde fuera es ahora una palabra implantada en nuestro interior.
3. «Lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre». En este contexto
hay que situar la reprimenda de Jesús a los fariseos en el evangelio de hoy. La
palabra pronunciada por Dios se ha ido cubriendo de tantos aditamentos externos
(prohibidos más arriba) que se ha convertido en una forma de culto a Dios
totalmente vacía (estas palabras de Jesús son hoy tan actuales para los cristianos
formalistas como lo eran entonces para los fariseos). Jesús explicará lo que
quiere decir de una manera drástica: los alimentos que entran en el hombre desde
fuera jamás le hacen impuro; más bien el mal procede siempre de dentro del
corazón, ya se quede en mero pensamiento o se convierta en obra. Y es tanto más
perverso que el mal provenga de un corazón en el que la palabra viva, encarnada
de Dios ha sido plantada como ley. Por el contrario, todo lo que proviene de la
palabra de Dios que habita en nuestros corazones y es inspirado por ella, forma
parte de lo que Pablo llama «culto razonable» o «auténtico» (Rm 12,1), ya sea
expresado o tributado directamente a Dios o a los hombres en la vida cotidiana.

VIGÉSIMO TERCER DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Is 35,4-7a; St 2,1-5; Mc 7,31-37

1. «Effetá (ábrete) ». En el evangelio de hoy Jesús cura a un sordomudo. Está


claro que para él no se trata solamente de un defecto corporal, sino de un
símbolo del pueblo de Israel (que representa a toda la humanidad): Israel es,
como dijeron a menudo los profetas, sordo para la palabra de Dios, y por tanto
incapaz de dar una respuesta valida a la misma. Jesús no hace milagros
espectaculares, por eso aparta al sordomudo del gentío: busca un delicado
equilibrio entre la discreción (frente a la propaganda del mundo) y la ayuda que
debe prestar al pueblo. Los dos tocamientos corporales (en los oídos y en la
lengua) constituyen el preludio del momento solemne en que Jesús levanta los
ojos al cielo —todo milagro realizado por Jesús es una obra del Padre en él— y
lanza un suspiro, que indica que está lleno del Espíritu Santo; esta plétora
trinitaria muestra bien a las claras que en la orden «ábrete» resuena una palabra
que no solamente produce una curación corporal, sino un efecto de gracia para
Israel y la humanidad entera.
2. «Han brotado aguas en el desierto». Cuando el pueblo, al final del
evangelio, proclama asombrado: «Hace oír a los sordos y hablar a los mudos»,
está citando casi literalmente unas palabras de la primera lectura, del profeta
Isaías: «Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán». Aquí
las palabras están en plural porque las promesas del Señor se dirigen a todo el
pueblo, y si inmediatamente después se dice que han brotado aguas en el desierto
y torrentes en la estepa, es para mostrar que también las curaciones corporales
significan mucho más que un mero proceso medicinal: se trata de una
transformación de la naturaleza entera por la cercanía del Dios que juzga y salva.
La salvación que se acerca se describe como una salvación escatológica, tal y
como se dirá en el Apocalipsis: «El primer mundo ha pasado» (Ap 21,1-5).
3. Los pobres son ricos. La segunda lectura añade un tema nuevo. Los
«ciegos, sordos, cojos y mudos» eran en Isaías los beneficiarios de la gracia del
Señor. Ahora se habla de los pobres en general, de los «pobres del mundo que
Dios ha elegido para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino». Son
doblemente pobres porque son menospreciados por el mundo rico y están
condenados a vivir en lugares humillantes. Pero los cristianos deberían verlos con
ojos totalmente distintos; lo que hace el mundo, y que, según Santiago, también
suelen hacer los cristianos —honrar a los ricos y despreciar a los pobres— no
sólo contradice expresamente las palabras de Cristo, sino que contradice
asimismo todo el orden divino del mundo descrito en el texto
Veterotestamentario: es precisamente de la naturaleza depauperada, del desierto,
de donde brotarán las aguas que harán crecer los jardines; de este modo Jesús, al
comienzo de su predicación, declara bienaventurados a los pobres, es decir,
dichosos, pero no en la tierra, sino mucho más profundamente: amados de una
manera especialísima por Dios.

VIGÉSIMO CUARTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Is 50,5 -9a; St 2,14-18; Mc 8,27-3 5

1. «La fe, si no tiene obras, está muerta por dentro». La fe cristiana cuando
es auténtica, pone a todo el hombre en movimiento. Con el simple tener por
verdaderos algunos dogmas propuestos por la Iglesia no se hace todavía nada
cristiano; es la vida entera la que debe responder a la llamada de Dios. Esa es, en
la segunda lectura, la doctrina de Santiago, y el apóstol lo demuestra con la
obediencia-fe de Abrahán, que ofreció a su hijo —el hijo de la promesa que Dios
le había dado— sobre el altar del sacrificio. Nadie puede cumplir su exigencia
mostrando una «fe sin obras», una fe sin ningún efecto en la vida. Según Pablo la
fe debe también «traducirse en amor» (Ga 5,6), pues de lo contrario será una fe
sin amor, y una fe sin amor está muerta: eso es lo que dice Santiago a propósito
del supuesto cristiano que rechaza a un hermano desnudo y hambriento.
2. «Que cargue con su cruz y me siga». ¡Y ahora el evangelio! Ciertamente a
la pregunta que Jesús plantea a sus discípulos en el evangelio («Y vosotros,
¿quién decís que soy yo?»), Pedro ha dado una respuesta que no se puede decir
que sea incorrecta, pero tampoco del todo correcta: «Tú eres el Mesías». Sí, pero
no un Mesías como Pedro y seguramente la mayoría de los discípulos se lo
imaginaban: como un taumaturgo que liberaría a Israel del yugo de los romanos.
Había entonces en Israel una pujante teología de la liberación difundida no sólo
entre los celotes que combatían activamente a los romanos. En el mismo
momento en que oye por primera vez el título de Mesías, Jesús interrumpe su
discurso: prohíbe terminantemente a sus discípulos decírselo a nadie; en lugar de
esto les anuncia, de nuevo por primera vez, la suerte que correrá el Hijo del
hombre: mucho padecimiento, condena a muerte, ejecución y resurrección.
Pedro, que no quiere ni oír hablar de eso, es increpado por Jesús como Satanás,
seductor hay enemigo. Jesús desvela aquí la obra decisiva para la que ha sido
enviado, una obra que no es para él solo, sino para todo aquel que quiera seguirle
en la fe. Aquí la doctrina de Santiago sobre la fe y las obras adquiere su auténtico
sentido. Una fe sin la obra de la pasión no es una fe cristiana. La fe que quiere
salvarse, y no perderse, perder todo. Querer salvarse es un egoísmo incompatible
con la fe, que es inseparable del amor. Aquí se encuentra el núcleo de la obra tal
y como la concibe Santiago, sin la que la fe no es nada: la obra de la plena
entrega a Dios o al prójimo. No se discute que esta obra pueda ser dolorosa hasta
la muerte para el hombre; en todo caso esta obra contiene ya una muerte en sí: la
renuncia al propio yo; y que esta renuncia lleve o no a la muerte corporal en el
testimonio de sangre es ciertamente algo secundario.
3. La primera lectura muestra esta pérdida del propio yo en una especie de
anticipación veterotestamentaria. El «Siervo de Dios», en la obediencia de la fe,
no huye de los enemigos que le golpean, le arrancan la barba, le ensucian el
rostro con insultos y salivazos. El Señor le da fuerza para que su rostro se torne
duro como el pedernal. Sabe que en este sufrimiento está obedeciendo y que
Dios —a pesar de cualquier sensación de abandono— no lo abandona. En
realidad se trata de un «pleito» que engloba al mundo entero, un proceso que
según Juan (16,8-11) es dirigido por el Espíritu Santo y que concluye con la
victoria del Siervo de Dios, del Hijo de Dios que «se va con el Padre».

VIGÉSIMO QUINTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Sb 2, 1a. 12.17-20; St 3,16-4,3; Mc 9,30-3 7
1. « Veamos el desenlace de su vida». Resulta obligado aplicar este texto de la primera
lectura al «Hijo de Dios», a Cristo. Cada uno de sus versículos concuerda con su comportamiento y con el de
sus enemigos. El les ha echado en cara realmente sus pecados, su traición a la ley de Dios y a la auténtica
tradición; y ellos han decidido su muerte, Una «muerte ignominiosa». Las injurias de que Jesús fue objeto al
pie de la cruz se corresponden con las de los malvados aquí descritos: si es realmente el Hijo de Dios, su Padre
se ocupará de él; veamos si Dios le proporciona la ayuda con la que dice contar. Así considerada, la cruz de
Cristo sería la prueba de que los enemigos que le condenaron a muerte tenían razón, aunque su muerte haya
demostrado, como ellos pretendían, «su moderación y paciencia»: no ha sabido defenderse.

2. «El servidor de todos». El evangelio de hoy parece confirmar Una vez más la concepción de los
«malvados», según la cual el cristianismo sería una doctrina para niños indefensos y para los que quieren
convertirse en tales: para la gente débil. Y sin embargo lo que se dice en él trastoca radicalmente todo lo dicho
y hecho hasta ahora. En lugar de los malvados que acechan, aparece ahora la enseñanza de Jesús a sus
discípulos: él será entregado en manos de los hombres, lo matarán y resucitará al tercer día. Pero es él mismo
el que determina su destino, no ellos; y lo hace con una libertad suprema, como obra de su voluntad firme y
decidida, obediente a Dios. Y en lugar de los malvados aparecen, como su desenmascaramiento y carícatura,
los discípulos, que, después de haber oído esta enseñanza sin haber comprendido una palabra de la misma,
discuten entre sí sobre quién es el más grande o el más importante. Ser grande y poderoso se opone a la
paciencia y a la moderación de que Cristo hace gala. Entonces Jesús, cuya predicción no encuentra ningún eco
entre los suyos, toma a un niño en sus brazos para demostrar en él —en alguien cuya esencia todos conocen y
comprenden— la verdad que proclama toda su existencia: el más grande, Dios, manifiesta su grandeza
humillándose y poniéndose en el último lugar como servidor de todos; y el niño, el más débil de los seres
humanos, que por esencia ha de ser cuidado y acogido, es el símbolo real de este Dios que es acogido cuando se
acoge a un niño: primero el Hijo humillado, pero en él también el Padre, que ha consentido esta humillación.
Dios, en su servicio de esclavo asumido por libre amor hacia todos los malvados y embriagados de ansia de
poder, se manifiesta justamente como el mayor de todos. ¿Quién tiene el coraje de seguirle?

3. «No podéis alcanzarlo». La amarga segunda lectura, que desvela sin contemplaciones el
interior pecaminoso del hombre ante Dios, saca ahora las consecuencias. El ansia de poder y grandeza, que es
la causa de no pocas guerras y conflictos entre los hombres, no conduce a nada porque el «ambicioso», el
«codicioso» es contradictorio en sí mismo. Ambiciona cosas que contradicen su naturaleza, vive en el
«desorden» y se opone a «la sabiduría que viene de arriba». Por eso no obtiene nada cuando pide este tipo de
sabiduría; no puede recibir nada porque para recibir debería ser como un niño: «amante de la paz,
comprensivo, dócil». Sólo la doctrina de Jesús resuelve la contradicción interna que anida en el corazón del
hombre, en la que éste se enreda y de la que no puede liberarse por sí solo.

VIGÉSIMO SEXTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Nm 11,25-29; St 5,1-6; Mc 9,38-43.45.47-48

1. «El que no está contra nosotros está a favor nuestro». El evangelio


tiene dos partes (Mc 9,38-42 y 43-48). La primera habla de lo que es admisible,
tolerable; la segunda de lo que es intolerable.
Tolerable es que alguien que no pertenece a la comunidad de Cristo haga algo
saludable en nombre de Jesús. El que apela a este nombre no es fácil que haga
algo contra él. La comunidad tiene que saber esto: el pensar y el obrar cristianos
se dan no solamente en ella. Dios es lo suficientemente poderoso como para
suscitar una cierta actitud cristiana —el vaso de agua ofrecido— también fuera
de la Iglesia, y para recompensar al bienhechor por ello.
Intolerable es, por el contrario, que alguien, desde dentro o desde fuera de la
Iglesia, se convierta en seductor de personas espiritual o moralmente inseguras
(«uno de estos pequeñuelos»). Su «superioridad» espiritual, con la que trata de
seducir al creyente sencillo, es satánica y merece la aniquilación inmisericorde.
Pero el hombre puede también seducirse a si mismo: en la mano, en el pie y en el
ojo se encuentran los malos deseos; en este caso hay que ser tan inmiseri—
corde consigo mismo como con el seductor mencionado anteriormente. Hay que
destruir lo que seduce; dicho simbólicamente: el miembro que hace caer hay que
cortarlo. Un hombre espiritualmente dividido no puede llegar a Dios, lo
antidivino en él pertenece al infierno.
2. «Habían quedado en el campamento dos del grupo». Las dos lecturas pueden entenderse como
aclaraciones de la primera y de la segunda parte del evangelio. Primera lectura: dos de los setenta ancianos
designados por Dios, sobre los que debía descender el Espíritu, no habían salido del campamento con Moisés,
sino que habían permanecido en él. Entonces el Espíritu se posó también sobre ellos y se pusieron a profetizar
Josué quiere impedírselo, pero Moisés deja actuar al Espíritu; lo mejor para él sería que todo el pueblo
recibiera el Espíritu. Al Espíritu, que «sopla donde quiere», no se le pueden imponer barreras desde fuera. Su
orden no siempre coincide con el Orden eclesial, aunque sea el mismo Espíritu el que prescribe el orden
eclesial y la Iglesia tenga que atenerse a él. Pero la Iglesia tampoco Puede hacerse de las libertades del Espíritu
una regla para sus propias licencias y tolerancias. Los pensamientos de Dios están muy por encima de los
humanos, que deben atenerse a los mandamientos de Dios.

3. « Vuestra riqueza está corrompida». La segunda lectura desenmascara


algo que es cristianamente intolerable: la riqueza que engorda con el jornal
defraudado a los obreros y que no renuncia a su avidez aunque el día del juicio
esté cerca (aquí llamado «día de la matanza»), la riqueza «corrompida», el oro y
la plata «herrumbrados». El justo, a costa del cual se enriquecen los poderosos,
es, en términos veterotestamentarios, el «pobre de Yahvé», y en términos
neotestamenrarios es Jesús y el que sigue a Jesús, el que no ofrece resistencia, el
que, como cordero llevado al matadero, no abre la boca.

VIGÉSIMO SEPTIMO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Gn 2,18-24; Hb 2,9-11; Mc 10,2-1 6

1. «Lo que Dios ha unido... ». El evangelio clarifica la cuestión del


matrimonio, en la que Jesús, más allá de Moisés, se remite al orden original de la
creación de Dios. Un orden que no es una ley positiva, cambiante, sino que está
escrito en la naturaleza del hombre. Esta naturaleza es a la vez e
inseparablemente corporal y espiritual. El hombre y la mujer se convierten en
«una sola carne» corporalmente, y como el hombre «abandona a su padre y a su
madre para unirse a su mujer», y de esta unión nacen hijos que deben ser
educados, ambos se convierten también en «un solo espíritu». Por eso la union,
que se remonta a un acto de Dios, es definitiva y no puede ser rota por el
hombre. El episodio de la bendición de los niños, que se añade al final del
evangelio, puede relacionarse con lo anterior. Los niños son aquí expresamente el
modelo de todo hombre que acepta el reino de Dios, y por tanto también de los
cónyuges cristianos, que, si conservan ante Dios la actitud del niño, no pueden
adoptar frente al esposo o la esposa la actitud superior del adulto. Permanecer
juntos como niños ante Dios hace posible una comprensión y una benevolencia
mutuas, con las que se superan las inevitables tensiones de la existencia.
2. «El Señor Dios trabajó la costilla que le había sacado al hombre,
haciendo una mujer». En la primera lectura aparece el relato de la creación
de la mujer a partir de la costilla de Adán: el orden de la redención de Jesús
confirma plenamente el orden de la creación del Padre. El sentido profundo de
esta ingenua y plástica leyenda es evidente: el hombre y la mujer son ya desde
los orígenes una sola carne, a diferencia de todos los demás seres inferiores, de
modo que su unírse y su «ser una sola carne» corresponde a su esencia más
personal e intransferible. El hombre domina los animales, pero en la mujer se
reconoce a sí mismo: « ¡Esta sí que es carne de mi carne!». «Por eso» —se dice
expresamente— el hombre se une a la mujer y ambos se convierten en lo que ya
son: una sola carne. A la fecundidad de esta unidad se alude en el primer relato
de la creación; esta fecundidad pertenece, como ya se ha dicho, a la fundación de
la indisolubilidad de la unión, como subraya Jesús.
3. «No se avergüenza de llamarlos hermanos». Jesús, como se hace saber en
la segunda lectura, no se casará, porque, «por la gracia de Dios, ha padecido la
muerte para bien de todos», se ha entregado enteramente a todos, y no solamente
a una mujer particular. La entrega de su carne y de su sangre en el momento de la
cruz, y permanentemente en la Eucaristía, es, es un grado más eminente, un
símbolo, o mejor aún, el arquetipo de toda entrega conyugal: en lugar de la mujer
aparece la humanidad entera, a la que Cristo se une y se mantiene fiel. Aunque
esta humanidad entera está también representada por la Iglesia como esposa de
Cristo, aquí no se habla expresamente de la Iglesia, sino que se dice en general
que Jesús, que nos santifica, y los miembros de la humanidad, que son
santificados por él, «proceden todos del mismo», del Creador, que es el Padre de
Jesús; por eso «no se avergüenza de llamarlos hermanos»: hermanos ya por
naturaleza, en razón del origen común; pero hermanos también, y mucho más
profundamente, en razón de su entrega en la cruz y en la Eucaristía, en virtud de
la cual se convierten de manera supereminente en «una sola carne». «Dios», el
Padre, «para quien y por quien existe todo», es el que ha fundado este Orden
salvífíco «para llevar a una multitud de hijos a la gloria».

VIGÉSIMO OCTAVO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Sb 7,7-11; Hb 4,12-13; Mc 10,17-30

«Vende lo que tienes». La historia del joven rico que no quiere renunciar a sus
bienes y la de los discípulos que han dejado todo para seguir a Cristo forman una
unidad en el evangelio. Entre los dos episodios aparecen las palabras de Jesús
sobre la dificultad de los ricos para entrar en el reino de Dios. ¿Quiénes son esos
ricos Para Jesús? Los que se apegan a sus posesiones o riquezas. La cuantía de
las riquezas carece de importancia. Puede haber ricos que no están apegados a
sus bienes (Jesús conoció seguramente a algunos de ellos; presumiblemente las
mujeres que le ayudaban con sus bienes eran de familias acomodadas: Lc 8,3),
del mismo modo que puede también haber pobres que no están dispuestos a
renunciar a lo poco que tienen. Cuando ve que el joven rico no está dispuesto a
renunciar a sus bienes, Jesús habla primero de dificultad, y después, con la
imagen del ojo de la aguja, de imposibilidad práctica de entrar en el reino de
Dios para el que no esté dispuesto a renunciar a sus riquezas, para, finalmente,
ante el espanto de los discípulos, confiar todo al poder soberano de Dios. Y
cuando Pedro afirma que él y los demás discípulos han dejado todo para seguirle,
Jesús radicaliza la cuestión en varios aspectos: en primer lugar enumerando las
personas y los bienes que es preciso dejar, después subrayando que esas
personas y esos bienes se han de dejar «por mí y por el Evangelio» —por tanto:
no por menosprecio de los bienes terrenales, sino postergándolos por un motivo
muy concreto—, y finalmente mediante la cláusula «con persecuciones»: el que
se desprende de sus bienes no llega necesariamente a un puerto seguro, el
«céntuplo» que recibirá se promete sólo para la vida futura. El seguimiento del
que ha hablado Pedro consiste en esto: cruz en este mundo, resurrección en el
más allá.
2. «Invoqué y vino a mi un espíritu de sabiduría». Salomón, en la primera lectura, aparece como una
figura ambigua ante la exigencia de Jesús en el evangelio. Como joven rey que es, ha pedido a Dios la
sabiduría; el pasaje del libro de la Sabiduría atestigua que el monarca prefería la sabiduría a cualquier poder
real, a cualquier riqueza, incluso a la luz, la salud y la belleza. La actitud de Salomón no parece estar lejos de
la del discípulo del Nuevo Testamento. Pero en la Antigua Alianza, en la que falta el modelo de Jesús, todavía
no se aprecia el valor de la «pobreza en el espíritu» y del «dejar todo»; por eso Dios le concederá, debido a la
rectitud de su petición, «riquezas incontables» (cfr. 1 R 3,13). Y serán precisamente tales riquezas las que
propiciarán las locuras de su vejez. Será necesario el modelo de JESÚS para hacer comprender a los hombres
que el Dios infinitamente rico no tiene más riqueza que el amor, que puede también hacerse pobre por
nosotros.

3. «Más tajante que espada de doble filo». La segunda lectura nos describe
de qué manera tan «viva y eficaz» la palabra de Dios penetra y juzga nuestra
actitud más íntima y más oculta al mundo. Esa palabra divide «alma y espíritu»,
el alma que quizá se apega todavía a las cosas terrenales y no quiere renunciar a
ellas, mientras que el espíritu «es decidido» (Mt 26,41). El hombre no ve las
intenciones de su corazón, pero para la palabra de Dios todo está «patente y
descubierto»; sólo a ella hemos de rendir cuentas, porque sólo en ella
encontramos claridad sobre nosotros mismos.

VIGÉSIMO NOVENO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Is 53,10-11; Hb 4,14-16; Mc 10,35-45

1. «¿Sois capaces de beber el cdliz que yo he de beber?». La petición de los


hijos de Zebedeo en el evangelio no es rechazada por el Señor por ser
inconveniente (lo seria si Santiago y Juan hubieran comprendido el verdadero
alcance de la misma; pero Jesús les dice que no saben lo que piden). Cuando
Jesús les pregunta si son capaces de beber el cáliz que él ha de beber y de
bautizarse con el bautismo con el que él se va a bautizar, ellos le responden, sin
saber lo que dicen, que son capaces de ambas cosas. Entonces Jesús les promete
una participación en la pasión expiatoria de la cruz. Después, tras haber
enseñado de nuevo a los discípulos que el poder del mundo no debe tener ningún
valor para ellos, sino que deben buscar siempre el servicio a los demás, les habla
de su propio servicio: «Dar su vida en rescate por todos». Con ello el auténtico
sufrimiento cristiano —el sufrimiento espiritual o la enfermedad, la tortura o el
martirio por amor a Cristo— queda incluido en la fecundidad redentora de su
pasión expiatoria. Como la existencia de Jesús es una pro-existencia y su pasión
un padecer-por los demás, todo lo que se sufre por seguir a Cristo y tener sus
mismos sentimientos participa de alguna manera del carácter de este «por», de
esta fecundidad redentora.
2. «Cuando entregue su vida como expiación». En la primera lectura, del
profeta Isaías, encontramos una parte de la gran profecía del siervo de Dios que
sufre por los demás. En esta profecía, casi incomprensible en su tiempo, los
cristianos han reconocido la predicción más importante del padecer-por-los
demás de Cristo. Aunque ciertamente había habido ya algunos atisbos de esta
idea —la intercesión de Abrahán por Sodoma y, más claramente aún, el ayuno
expiatorio de Moisés por el pueblo ante el rostro de Dios durante cuarenta días
—, el siervo de Dios los supera a todos con creces, pues el sentido de toda su
existencia parece encontrarse en un sufrir por el pueblo, algo que nadie
comprende. El eunuco etíope lee este texto y no lo comprende; el diácono Felipe
se lo explicará en función de Cristo. Los judíos, posteriormente, verán en el
destino de este siervo despreciado y masacrado por los hombres un reflejo de su
propio destino. Y tal vez no sin razón, si su dolor ha sido integrado por Jesús en
un pasión expiatoria universal.
3. «Probado en todo exactamente como nosotros». La segunda lectura
presupone el evangelio. Como nuestro «sumo sacerdote grande» ha expiado
suficientemente por nosotros, podemos, gracias a él, «acercarnos con seguridad
al trono de la gracia». Nunca podemos poner nuestro dolor, aun cuando suframos
por seguir a Cristo, al mismo nivel que el suyo. Sólo él es el sumo sacerdote que
expía por todos. Sólo él «ha atravesado el cielo» y ha entrado «en el santuario
una vez para siempre con su sangre», ante su Padre (Hb 9,12). El que nosotros
podamos sufrir con él es pura gracia. Y ésta nos da ante todo la «seguridad» de
«alcanzar misericordia y encontrar gracia» por él. Nosotros pertenecemos ante
todo al pueblo reconciliado por Dios exclusivamente por el siervo de Dios, y el
que «tengamos que sufrir un poco» con él «en pruebas diversas» (1 P 1,6), «en
una tribulación pasajera» (2 Co 4,17), debería ser para nosotros un supremo
gozo, «el colmo de nuestra dicha» (St 1,2).

TRIGÉSIMO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Jr31,7-9; Hb 5,1-6; Mc 10,46-5 2

1. «Maestro, que pueda ver». El episodio —tan vivamente descrito por


Marcos— del ciego Bartimeo, que estaba pidiendo limosna a la
salida de Jericó, está atravesado por un único motivo: poder ver. El ciego oye
que Jesús pasa a su lado con bastante gente e intuye que ésa es su única
oportunidad. Por eso empieza a gritar: «Hijo de David, ten compasión de mí». La
expresión «Hijo de David» (que aparece en los tres sinópticos) es sinónimo de
profeta o taumaturgo (cfr. Mt 9,27; 15,22). La gente le regaña para que se calle,
pero él grita aún más fuerte entonces Jesús se detiene, le dice que se acerque y le
pregunta qué quiere. Y lo que quiere es una sola cosa: poder ver. Su deseo de luz
es la causa de que se le conceda la vista y de que después pueda seguir a Jesús
por el camino. Este seguimiento muestra que el deseo de luz es algo elemental:
deseo de seguir el camino recto, que un ciego no encuentra; deseo de seguir el
camino que conduce a Dios, cuya dirección y cuyas etapas hay que ver para
poder tomarlo. El que estaba excluido de la luz encuentra el camino de vuelta a
casa.
2. « Una gran multitud retorna». La primera lectura describe esta vuelta a
casa. Los que se marcharon «llorando», en la ceguera, que inútilmente implora la
luz a gritos, retornarán a casa, «los guiaré entre consuelos» para que vean el
camino por el que Dios los conduce. Se trata de «un camino llano en el que no
tropezarán». Los que ven pueden divisar fácilmente el camino. Pero recordemos
aquí que Jesús se designó a sí mismo como la luz del mundo: «El que me sigue
no camina en las tinieblas, sino que tendrá luz en la vida« (Jn 8,12). Pero después
viene la restricción:’ «Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo. Viene la
noche y nadie podrá hacer las obras del que me ha enviado» (Jn 9,5.4). «Si uno
camina de noche, tropieza, porque le falta la luz» (Jn 11,10). Es decir: la luz no
está en nuestro poder, como tampoco el sol, que se pone todos los días. El Señor
no se nos oculta, no se sustrae a nosotros, pero no podemos aferrarlo ni disponer
de él como si fuera algo que nos pertenece y manejamos a nuestro antojo.
Mientras lo seguimos, su luz nunca nos falta.
3. «Cristo no se confirió a sí mismo la dignidad». Cristo se autodenomina luz del mundo, pero es, como
dice el Credo, «lumen de lumine» El no se confirió a si mismo (segunda lectura) la dignidad de sumo sacerdote
de la humanidad, sino que la recibió del Padre, que le «ha engendrado hoy». Como ha sido enviado por el
Padre «para ofrecer dones y sacrificios por los pecados», y por eso «puede comprender a los ignorantes y
extraviados, ya que él mismo está envuelto en debilidades», advierte a los suyos que su estancia en la tierra ha
terminado y que debe entrar en una noche de sufrimiento por los pecadores. Pero también en esta noche de
dolor es «sacerdote eterno»; es precisamente en las tinieblas de nuestro pecado donde brilla —sin ser él mismo
consciente de ello— su luz suprema. Esta es su misión, que en su totalidad, en los infiernos y en la oscuridad,
es luz del mundo. Quien sigue a Cristo puede ciertamente entrar en la oscuridad de la noche, que es la del
mismo Cristo, pero no puede tropezar en esa oscuridad.

TRIGÉSIMO PRIMER DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Dt 6,2-6; Hb 7,23-28; Mc 12,28b-34

1. « ¿ Qué mandamiento es el primero de todos?». En el evangelio de hoy


queda claro que no habría sido necesario llegar a ninguna desavenencia entre
judaísmo y cristianismo. Hay unidad en lo que respecta al mandamiento más
importante e incluso respecto a la necesidad de añadir el mandamiento del amor
al prójimo al del amor a Dios, que lo trasciende todo. Aparece incluso una
declaración de Jesús según la cual el letrado que le ha interrogado en el
evangelio «no está lejos del reino de Dios». Pero la unanimidad llega aún más
lejos: el letrado añade al final de su réplica, aprobando lo que acaba de decir
JESÚS, que este doble primer mandamiento «vale más que todos los holocaustos
y sacrificios», con lo que se sitúa el cumplimiento del amor a Dios por encima de
toda veneración puramente cultual; algo que, por lo demás, ya había sido previsto
por Oseas: «Quiero misericordia y no sacrificios» (Os 6,6; Mt 12,7). Pero es
quizá aquí donde se manifiesta la enorme distancia que existe entre la
comprensión judía y la comprensión cristiana (de la que dará testimonio la
segunda lectura): si los sacrificios de la Antigua Alianza se tornan caducos con
Cristo, es porque su cumplimiento del amor a Dios y al prójimo en su muerte en
la cruz y en la Eucaristía hace coincidir pura y simplemente amor vivido y
sacrificio cultual, y porque gracias a esta suprema entrega de amor, el amor de
Jesús al Padre y a nosotros los hombres alcanza una intensidad que era
inconcebible en la Antigua Alianza. Pero esto no invalida el «primer
mandamiento» que Israel supo formular de modo tan admirable (ni siquiera la
Nueva Alianza pudo expresarlo mejor); la diferencia está solamente en que antes
de Jesús nadie pudo llegar «hasta el extremo» (Jn 13,1), como llegó Jesús, en el
amor a Dios y al prójimo.
2. «Escucha, Israel». Es aquí, en la primera lectura, donde el gran
mandamiento se expresa por primera vez y en toda su perfección. Está
introducido con la afirmación: «El Señor nuestro Dios es solamente uno». No hay
más dioses, «nuestro Dios» es el único Dios. El politeísmo divide el corazón del
hombre y su culto; el único Dios exige la totalidad indivisa del corazón humano
con todas sus fuerzas. Por eso entre el amor que Dios exige y el corazón humano
no hay ningún dualismo: no es como si el corazón estuviera dentro y el
mandamiento viniera de fuera o de arriba, sino que, por el contrario, el
mandamiento debe quedar escrito en el corazón del hombre: «Las palabras que
hoy te digo quedarán en tu memoria«; con otras palabras: el amor a Dios exige
desde dentro todo el corazón y todas sus fuerzas.
3. «Jesús tiene el sacerdocio que no pasa». La segunda lectura subraya una
vez más de la manera más clara el carácter existencial del sacerdocio de Jesús,
que ya no necesita ofrecer sacrificios de animales en el templo —algo que los
sacerdotes anteriores debían hacer cada día por sus propios pecados y por los del
pueblo—, sino que se ofrece a sí mismo como víctima sin mancha en una
autoinmolación necesaria para nuestra verdadera expiación. Y como «Jesús
permanece para siempre», su ofrenda sacerdotal en la cruz no es un hecho del
pasado; Jesús «tiene el sacerdocio que no pasa», su sacrificio es siempre y en
todo momento algo actual «porque vive siempre para interceder en nuestro
favor». Por eso su Eucaristía, a partir de esta su existencia eterna, puede hacer
presente aquí y ahora su sacrificio único en virtud de su «sacerdocio que no
pasa».

TRIGÉSIMO SEGUNDO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


1 R 17,10-16; Hb 9,24-28; Mc 12,3 8-44

1. «Primero hazme a mí un panecillo». La historia de Elías y la viuda de


Sarepta (primera lectura) muestra toda la grandeza de la
Antigua Alianza. Se trata de una obediencia hasta la muerte. El profeta reclama
de la mujer lo poco que a ésta le queda, un puñado de harina y un poco de aceite
con lo que la pobre viuda había pensado hacer un pan para comerlo con su hijo
antes de morir —a causa del hambre predicho por Elías—. El profeta se lo exige
sin brusquedad. Comienza diciendo a la mujer: «No temas», las palabras que
Dios emplea a menudo cuando se dirige a personas asustadas para transmitirles
una orden. Entonces la mujer, aunque ciertamente está en una situación
desesperada, se calma y se vuelve dócil. Primero recibe la orden de preparar un
panecillo para Elias (lo mismo que había decidido preparar para ella y para su
hijo) y después se produce la promesa de Dios de que sus provisiones no se
agotarán hasta que cese la sequía. Lo decisivo en la narración es la prioridad de
la obediencia de la viuda
—que llega incluso a poner en juego la propia vida— con respecto a la promesa
que garantiza su vida y la de su hijo.
2. «Todo lo que tenía». El episodio de la pobre viuda, que aparece
depositando su limosna en el evangelio de hoy, es (en Marcos y en Lucas) el
punto culminante de los hechos y dichos de Jesús antes del «pequeño
Apocalipsis» y del relato de la pasión. Aquí tiene lugar una última decisión. Los
ricos echan en el cepillo de lo que les sobra, sus cuantiosas limosnas no les
suponen merma alguna en sus finanzas y con ellas adquieren buena reputación
ante los hombres (Jesús critica duramente al comienzo de la pericopa su
ambición y concluye: «Esos recibirán una sentencia más rigurosa»). La pobre
viuda, en cambio, echa sólo dos reales: todo lo que tenía para vivir; lo hace
libremente y sin que nadie, excepto Dios, lo advierta: en esto supera incluso la
acción de la mujer veterorestamentaria. La viuda del evangelio de hoy no abre la
boca, ni siquiera intercambia unas palabras con Jesús; pero Jesús la pone como
ejemplo al final de toda su enseñanza: ella es, quizá sin saberlo, la que mejor ha
comprendido lo que él ha querido decir en todos sus discursos. Y, al contrario
que Elías, Jesús no dirá ni una palabra sobre una eventual recompensa: la acción
de la mujer es tan brillante que tiene la recompensa en si misma.
3. «Cristo se ha ofrecido una sola vez». Si se lee la segunda lectura a la luz del evangelio, el sacrificio
único e irrepetible de Cristo en lugar de los múltiples sacrificios de animales de la Antigua Alianza— aparece
claramente como la entrega última y definitiva, más allá de la cual ya no es posible dar nada porque nada
queda. Su sacrificio se compara expresamente con la muerte del hombre: al igual que ésta es absolutamenre
única e irrepetible (se muere una sola vez, en la Biblia jamás se habla de una transmigración de las almas), así
también este sacrificio basta para expiar los pecados del mundo de una vez para siempre. Y tras la
autoinmolación de Jesús se divisa el sacrificio del Padre, que es enteramente comparable al de la pobre viuda
del evangelio: también El echa todo lo que tiene en el cepillo, lo más querido y más necesario:
«Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único».

TRIGÉSIMO TERCER DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Dn 12,1-3; Hb 10,11-14.18; Mc 13,24-32

1. «El día y la hora nadie lo sabe». El evangelio del fin del mundo es
extrañamente complejo y heterogéneo. No se trata de un reportaje sobre los
acontecimientos venideros, sino de un texto que reúne diversos aspectos que
nosotros no acertamos a conciliar. Primero se anuncia la angustia del fin de los
tiempos con imágenes de catástrofes cósmicas, y después la venida del Hijo del
Hombre para el juicio, con motivo del cual los ángeles reúnen a los elegidos
(extrañamente sólo a ellos). A continuación se habla de los signos precursores,
por los que se debe reconocer que el fin está cerca, y luego de su inminencia;
pero inmediatamente después se dice que nadie conoce el día ni la hora: ni los
ángeles, ni siquiera el Hijo, sino sólo el Padre. Y sin embargo las palabras de
Jesús sobrevivirán a la destrucción del cielo y de la tierra. Deberíamos dejar a
cada afirmación su significación propia, y no querer englobar todo esto en un
sistema unitario. Ante todo la perenne inminencia del fin, válida para cualquier
generación. Estas palabras son más imperecederas que nosotros y que todas las
generaciones. Y también la posibilidad de discernir los signos precursores: no
amenazas catástrofes históricas, sino un estado del mundo como tal que anuncia
su fin. Nosotros no podemos calcular nada, pues ni siquiera el Hijo «sabe el día y
la hora».
2. «Muchos despertarán». Daniel (en la primera lectura) es el primer apocalíptico que conocemos, el
modelo, en varios aspectos, de los apocalípticos posteriores. También en él las líneas se entrecruzan: extrema
angustia y al mismo tiempo protección del pueblo de Dios, Operándose también aquí una separación: los
elegidos y los que no lo son; los primeros resucitarán para la vida eterna y los segundos para perpetua
ignominia. Tampoco aquí se ofrece un reportaje, sino una llamada de atención a las conciencias sobre una
última decisión del hombre por Dios y de Dios por el hombre.

3. «Un solo sacrificio». Más allá de toda la incertidumbre en la que se ha de


dejar necesariamente al hombre si éste ha de permanecer realmente en vela,
aparece (en la segunda lectura) la única certeza de que Jesús ha ofrecido el
sacrificio único, irrepetible y perpetuo por los pecados del mundo, una certeza
que, sin embargo, nosotros no podemos manipular. La acción sacrificial de Cristo
es hasta tal punto única e irrepetible que se puede hablar de su «espera... hasta
que sus enemigos sean puestos como estrado de sus pies». Y sin embargo se nos
priva de nuevo de todo acomodo, de toda seguridad adormecedora, pues se dice
que este sacrificio que basta para siempre es ofrecido por «los que van siendo
consagrados»: se puede decir también por los que dejan realizarse en ellos esta
consagración por la acción amorosa de Dios y no se resisten a ella. De este modo
se nos concede una auténtica esperanza cristiana (en caso de que reconozcamos
la acción sacrificial de Dios) pero no una certeza, pues ésta no es conveniente
para el hombre peregrino en la tierra.

JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO

Dn 7,2a.13b-14; Ap 1,5b-8;Jn 18,33b-37

1. Cristo no se declara rey hasta que llega el momento de su pasión.


Anteriormente, cuando se le había querido hacer rey, Jesús lo había evitado y se
había retirado, como si se hubiera tratado de un malentendido (Jn 6,15). Pero
ahora, cuando llega el momento de la verdad, cuando se acerca la hora de la
cruz, puede y debe manifestarse como el que es: origen (principio) y fin del
mundo, como se dice en el Apocalipsis. Los inevitables malentendidos ya no
importan ahora: Pilato no comprenderá la esencia de su pretensión de realeza, los
judíos la rechazarán. Pero Jesús la mantiene: «Tú lo dices: Soy Rey», porque «he
venido al mundo para ser testigo de la verdad». La verdad es el amor del Padre
por el mundo, amor que el Hijo representa en su vida. muerte y resurrección. La
cruz es la prueba de la verdad de que el Padre ama tanto a su creación que
permite esto. Y el letrero, escrito en las tres lenguas del mundo, que Pilato mandó
colocar sobre la cruz testimonia sin saberlo esta verdad para todos y cada uno.
Ciertamente se puede decir que Jesús, humillado hasta la muerte en la cruz, fue
constituido soberano del mundo entero con su resurrección de la muerte, pero
esto es posible únicamente porque había sido elegido para esta realeza desde
toda la eternidad, e incluso la poseía desde siempre en cuanto que la creación del
mundo jamás habría tenido lugar sin la previsión de su cruz (1 P 1,19-20). Es
investido con una dignidad que ya poseía desde siempre.
2. «Su reino no acabará». La visión de Daniel en la primera lectura muestra
en imágenes lo que se dice en el evangelio: el Hijo es investido por el Padre con
la dignidad de la realeza eterna en un momento intemporal en el que no se puede
distinguir entre el plano de la creación y el de la redención. «Todos los pueblos,
naciones y lenguas lo sirvieron»: esto se dice en la Antigua Alianza, antes de la
cruz; lo mismo dice el Apocalipsis del «Cordero degollado».
3. «Yo soy el Alfa y la Omega». En la segunda lectura es el Señor resucitado
—que sigue siendo todavía, en el juicio final, el «traspasado»— el que se designa
como el «Todopoderoso», el Rey por excelencia, el «Príncipe de los reyes de la
tierra». Pero como él, que se declaró rey ante Pilato, «nos ha liberado de nuestros
pecados por su sangre», nos ha convertido también, a nosotros los redimidos, «en
un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre»; nos ha convertido en reyes que,
al igual que él, somos a la vez «sacerdotes»; es decir, que sólo podemos reinar en
virtud de un poder espiritual. Aquí no se trata del ministerio eclesial terreno, sino
del sacerdocio de todos los verdaderamente creyentes. Cristo como Rey dice de
sí mismo: Yo soy «el que es, el que era y el que viene». Su supra-temporalidad
(el que es) es a la vez el hecho históricamente único de su pasión y muerte (el
que era), que como tal adviene siempre a nosotros desde delante, desde la
plenitud del tiempo venidero.

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