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LA EDUCACIÓN, TAREA IMPOSIBLE

Por Martín De la Ravanal.

Profesor de ética y teoría política. Universidad Alberto Hurtado.

Freud sostuvo una vez que había dos tareas imposibles: la política y la educación. ¿A qué se
referiría? Difícil saberlo. Tal vez al hecho de que ambas son tareas inacabables, imperfectas y
siempre cuestionadas. Sin embargo, no requiere mucho esfuerzo darse cuenta que ser profesor no
es una tarea fácil y que, para peor, en este ámbito cuesta dejar contentos a todos.

Hoy cuando los profesores inician una nueva etapa de paros, surgen las voces bienintencionadas
que apelan a poner en primer lugar la vocación y a no sacrificar el futuro de los niños. Críticas
también de padres y apoderados respecto a la alteración que sufre su vida diaria y lo accidentado
del proceso escolar. Los estudiantes, que convergen con los profesores en la lucha por gratuidad y
calidad en la educación, en lo cotidiano suelen ver con sospecha la autoridad del profesor, ponen
en cuestión su función de evaluador y critican su rol supuestamente represivo en el sistema
educativo. En el sector privado y particular subvencionado se tiende a ver al docente como un
empleado que debe amoldarse a lo que su cliente (el estudiante, su familia) entienda por calidad.
Así, el status simbólico del docente va progresivamente deteriorándose no sólo por un sistema
que lo retribuye peor en comparación a otros profesionales, sino por una cultura que tiende a
menospreciar su aporte social.

Muy pocas voces están dispuestas a tener una conversación seria respecto de las dificultades de
educar y lo complejo que resulta establecer un reconocimiento y retribución material adecuada
para esa tarea hoy. Desde luego esto incomoda porque sabemos que educar es una tarea que no
todos están dispuestos a cumplir a pesar de considerar la educación un bien social de primer
orden. Muchos padres reconocen que no saben cómo formar a sus hijos, y van a las escuelas
demandando ayuda en el dificultoso proceso de socialización de niños y adolescentes, para el cual
no disponen ni de tiempo ni de energías. Muchos expertos y burócratas ministeriales buscan la
mejora mediante la gestión de los procesos educativos, pero poco saben de lo que significa el
compromiso, involucramiento y responsabilización diaria con la vida de niños y jóvenes, los que no
sólo tienen carencias cognitivas sino afectivas, normativas e incluso fisiológicas (desnutrición,
malnutrición, higiene, etc.) Muchos bienintencionados jóvenes pertenecientes a ONGs educativas
critican las prácticas de algunos docentes, sin jugárselas ellos mismos por hacer de la pedagogía
una opción permanente. No faltan también los que afirman que cualquiera puede hacer clases, y
que los resultados malos se deben exclusivamente a la falta de compromiso del profesor.

Se acusa a los docentes de ser “llorones”, de que se movilizan a costa de los estudiantes por
demandas “materialistas” (mejores y dignas condiciones de salario y desempeño), que gozan de
demasiado tiempo libre y muchas vacaciones, que están mal preparados profesionalmente y
frustrados por haber tenido que aceptar la pedagogía como “segunda o tercera opción
profesional” y que, para colmo, se resisten a ser evaluados individualmente. Sociólogos,
economistas, ingenieros, periodistas, directivos de colegios, sostenedores, apoderados y los
mismos docentes repiten una y otra vez estas acusaciones y tienden a relativizar las dificultades
materiales, sociales y personales que conlleva educar, y aquellas que nacen del mismo sistema
educativo chileno.
Hablemos de las dificultades generales de educar. Y por esto no entendamos solamente ocupar
gran parte del día impartiendo clases (más de 30 horas semanales) sino todo el tiempo extra
preparando y revisando material de evaluación, planificando y programando actividades,
entrevistando apoderados y estudiantes, reuniéndose con los equipos de trabajo, preparando
actos conmemorativos, examinando los resultados, tareas administrativas, reuniones de
apoderados, rindiendo evaluaciones externas e internas, actualizándose en los conocimientos y
todas las otras infinitas tareas que llenan los días y las horas de los docentes. Hablemos de la
dificultad mayor que significa dar sentido a la escuela y a la propia labor, cuando parece que ésta
está siendo cuestionada por todos los flancos.

Hacer clases es diseñar una experiencia para el otro, algo muy parecido a cocinar un platillo para
una persona con la que simpatizamos. Esto requiere una capacidad de sensibilizar, concientizar y
profundizar no solo en el contenido sino en los vínculos que establezco con el estudiante y todo el
entorno escolar. Esto no se logra formalizando o estandarizando procedimientos de evaluación
sino en el encuentro, comunicación, cooperación y confianza de todos los miembros de la escuela.
Esto requiere además tiempo, paciencia, tranquilidad, reflexión, estudio constante y mucho
dialogo a nivel personal, grupal y comunitario. Un ambiente de competencia hostil mata la
educación, nunca la mejora.

El sistema que rige sobre la mayoría de los docentes tiene características opuestas. El
conocimiento ya no viene de una comunidad de intereses y vivencias sino de las necesidades de
rendimiento de un sistema que hace de la selección, la clasificación, la jerarquización y la
competencia su norte permanente, buscando la “modernización” “mejoramiento” “meritocracia”
“eficiencia” ”competitividad”, etc. Los profesores y estudiantes se ven convertidos en sujetos de
rendimiento, constantemente puestos a prueba, regulados y administrados por instancias
externas que deciden sobre ellos y que colocan en cada estudiante y profesor la imperiosa
necesidad de “mejorar” mediante el aumento de una cifra, una nota, un promedio, como
indicador absoluto de lo que pasa. Olvídese de que la educación sirva para otra cosa que
presionarnos por una nota porque ese es el camino a la universidad, a un salario respetable y a la
integración al consumo, objetivos que deben ser alcanzados por cualquier medio. Esta ideología
implícita ha sido instalada desde un modelo social que entiende todas las dinámicas como
dinámicas de mercado. Esta lógica ha permeado sin muchos cuestionamientos todo el sistema
educativo pero es el profesor quién aparece como el elemento más expuesto de las
contradicciones que atraviesan al sistema, lo que genera un malestar docente progresivo y sordo.

Educar se ha transformado en un procedimiento mecánico, desapasionado y sin sentido. Como en


tantas áreas de la vida, hoy estamos ante aulas desencantadas, sin heroísmos ni dramas. Las
escuelas son dispensadores de “cartones”; los profesores, unidades de prestaciones educacionales
intercambiables y descartables; los estudiantes y apoderados asumen las características de
clientes ansiosos, quisquillosos e impacientes. Desafección del lado del pizarrón y del lado del
pupitre. Sufrimiento y agobio laboral en la sala de profes. Súmele todas las desfavorables
condiciones antes mencionadas, en particular, los bajos salarios y el poco reconocimiento real a la
labor docente. No se sí la pedagogía sea una tarea imposible. Quizás es todo el sistema el que la
está volviendo imposible.

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