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DESDE

EL ABISMO
(ALCOHOLISMO INFERNAL)
Vicente Darés / Emmanuel Buch Cami

M" Teresa Soto Moreno Madre de Vicente Darés

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Vicente Darés Soto

Dedicatoria:
Con todo mi corazón, con toda mi alma y con gratitud eterna, a los compañeros
de "Alcohólicos Anónimos" de Murcia y Madrid. A los hermanos de las Iglesias
Evangélicas de la calle Murillo, en Palma de Mallorca, y de la calle General
Lacy en Madrid. Ya todas aquellas personas quienes, a lo largo de mi vida, han
sido instrumentos en manos de Dios, ayudándome en mis momentos de peligro,
acompañándome en mis momentos de soledad, dándome amor y salvando mi
vida, en algunas ocasiones. A todas ellas mi mayor homenaje, y que el Dios de
amor y misericordia les tenga siempre en su Gloria.

Memorias de Vicente Darés,


Hermano de la Iglesia Evangélica
y compañero de Alcohólicos Anónimos.
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ÍNDICE

PRÓLOGO
PRÓLOGO. 5

I. HE RE NCI A MAL DI T A . 7
I. U N BE BÉ SI N SU ER TE . 8
II. TERROR HOGAREÑO. 11
III. LA ÚLTIMA PALIZA. 16
IV. Ml PRIMERA BORRACHERA. 18
I. LA MUERTE DE MI PADRE. 20
II. LA GRAN FUGA. 23
III. E NCE R R A DO . 25
IX. AVENTURAS. 26
X. HUIDA HACIA A LA ISLA. 31
XI. LA LLAMADA. 36
XI. EL BUEN SAMARITANO. 45
XI I . A L CO H Ó L I CO S A NÓ NI MO S: P R O V I DE NCI AL . 49
XIII. GESTÁNDOSE EL MILAGRO. 50
XIV. ¡POR FIN! 56
XI. LA PROVIDENCIA DE UN PADRE BONDADOSO. 57
XII. MENSAJE FINAL. 60

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PROLOGO

Si pro-logo significa escribir algo en favor de la palabra, suponiendo


que logo sea la verdad o la razón de ser de las cosas que fueron y le
sucedieron a nuestro amigo Vicente, entonces considero un privilegio poder
aportar algo al relato que hace de la atropellada vida, en la que pude ser
ocasional acompañante de un pequeño tramo de su tortuoso camino.
Recuerdo aquel viaje juntos a Amposta buscando el ingreso en un centro
de rehabilitación. Nuestra ilusión rodó por los suelos cuando nos dijeron, nada más
llegar, que la recuperación de un alcohólico era mucho más difícil que la de un
adicto a cualquier otra droga dura. Entonces empecé a pensar que sólo un
milagro haría posible su curación. En el tiempo que estuve a su lado percibí la
profundidad del abismo donde se encontraba, destacando la sencilla e infantil
ingenuidad que nunca le abandonó a pesar de la vileza de su entorno y que
tantas veces le hizo ganar la simpatía y la ayuda de quienes se cruzaban en su
camino. Vicente, a pesar de todo, nunca despertó pena en mí, antes al contrario,
mas bien una cierta admiración por la manera, extrañamente resignada y digna,
con la que sobrellevaba su desgraciada vida, hasta el punto de hacerme sentir
bien a su lado. En el fondo, siempre me hizo pensar que yo podría
encontrarme en su misma situación a no ser por la misericordia divina.
Creo que fue el miedo a morir en esa situación, a quedar colgado para
siempre del alcohol, sin una oportunidad de conocer la dicha del afecto y el
cariño humanos, la fuerza que le empujaba reiteradamente a salir de aquel
infierno interior, que no se teme hasta que se instala en la propia alma. Vicente,
aún sin una voluntad propia suficiente para huir de su horror, no se conformó
con un final de muerte desesperada. El grito desgarrado que lanzó al cielo en la
noche, aún sin conocer al Padre, cambió el curso de su destino. Estoy seguro que
entonces fue escuchado. A partir de ahí, sin saber cómo, empezó a ciar pasos
hacia la libertad gloriosa de quienes Dios adopta por hijos.
El recurso de la gracia, de la cual tuvo noticia por primera vez en
Alcohólicos Anónimos, al entrar por las puertas del Centro, era toda una revelación
inesperada. La relación con cristianos y religiosos, la oración de su propia
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madre moribunda, y los mismos ángeles, en múltiples formas humanas, fueron
medios divinos movilizados en favor del milagro de la restauración de una vida ya
casi pérdida. El amor de Dios en Vicente fue tan obstinado que pudo vencer el
abismo insondable de maldad y depravación en la que estaba ya hundido. Su
absoluta falta de fuerza de voluntad y su extrema impotencia ante el alcohol,
resaltan más aún el carácter sobrenatural de su evidente restauración.
En su caso se hace cierta la declaración de la Palabra divina de que, allí
donde la trasgresión (pecado) crece, la gracia sobreabunda. La aparente increduli -
dad de Vicente, su agnosticismo, sus dudas en cuanto a que la fe pudiera tener valor
en su situación, todo eso que podría hacer impensable el milagro, no fue ron un
obstáculo. El poder del amor de Dios se demuestra en que nos ama aun cuando
estamos envueltos en nuestros delitos y pecados. La desgracia y la miseria del
hombre desafían el amor de Dios.
Asistiendo al bautismo de Vicente tuve clara la identificación de Jesús con su
miserable situación. Jesús se pringó por él, cosa que no había hecho ninguno de sus
colegas. Jesús de Nazaret se enlodó y, además, asumió la maldición y sus posteriores
y terribles consecuencias de dolor y abandono. Se sintió tan mal como el más
miserable en el peor de sus días.
Vicente, El estaba allí, y tú no lo sabias. De aquí en adelante ya no
tendrás que caminar sólo.

Pr José Luís Gómez Panete


Pastor de la Iglesia Evangélica en
c/Murillo (Palma de Mallorca)

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CAPÍTULO I

HERENCIA MALDITA

AÑO 1745
Mis antepasados son gitanos húngaros o zíngaros, artistas de circo y teatro,
y músicos que iban por las ferias y fiestas, recorriendo los pueblos de Europa y del
resto del mundo con su espectáculo y sus casas a cuestas: "tartanas", carruajes con
toldos tirados por caballos. Recalaron en el Cabañal (Valencia), al lado de la huerta
[primavera San José], junto a la playa. Les gustó el clima y las gentes del lugar y así
echaron raíces definitivamente, a pesar de su sangre aventurera.
AÑO 1894
En El Cabañal nació mi padre. Vicente Darés Llorens. Era un hombre
moreno, alto, atlético. Su propia vida es otro relato: médico, actor teatral, deportista,
aventurero,... Embarcado en el "Balmes", un gran barco, conoció Nueva Or leans y
mil lugares más. Protagonizó como segundo actor una película de cine mudo,
escribió poesía y según él mismo me contó habla participado en un proyecto para
inventar el cine sonoro que no llegó a término porque otros se ade lantaron en el
hallazgo. La vida aventurera parecía sello de familia: dos de sus parientes cercanos
fueron jugadores de fútbol en el Real Madrid y un primo segundo fue el primer
saltador de altura que pasó la barrera de los dos metros.
Mi padre fue un buen hombre si bien, por circunstancias que más adelante
narraré, nunca mantuvimos una verdadera comunicación ni nos unió amistad
profunda. Rompí sus fotos la primera vez que me embriagué y no conservo re -
cuerdos de él.
AÑO 1916
Mi madre, M' Teresa Soto Moreno, nació aquel año en Torremolinos
(Málaga).
De ella, una mujer hermosa y buena persona en exceso, conservo algunas fotos.
Su padre, mi abuelo Antonio, granadino, murió cuando yo contaba nueve años.
Fue militar y participó en la guerra de Cuba como teniente. El mismo me contó que
era un admirador del general Franco y le gustaba enseñarme multitud de Fotografías. En una de
ellas aparece pescando en el famoso yate Azor, propiedad de Franco. Ya adulto, recuerdo
que aquella imagen me desagradó; nunca he votado y no entiendo de política pero creo
que mis ideas, aunque no son fáciles de identificar, podrían definirse de republicanas y
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comunistas.
AÑO 1925
La familia de mi madre (todos andaluces) se estableció en Alboraya, un
pueblecito junto a Valencia, cuna de la horchata.
CAPITULO II

UN BEBÉ SIN SUERTE

AÑO 1941
Nací ese año en El Cabañal. Mi madre, muy joven, sufría de debilidad. No fue
ajena a su enfermedad el empeño que tenía por compartir buena parte de la comida que
tenía: a escondidas la repartía entre los más pobres. Aún siendo menor de edad (entonces
la mayoría estaba fijada en los 21 años) se ocupaba en servir sopa a los necesitados. A pesar
de sus esfuerzos por actuar de manera oculta fue descubierta y la castigaron pelándola al
cero. Ante la debilidad de mi madre, mi padre aconsejó que yo fuera alimentado con
biberón. Sin embargo, mi abuela paterna, una mujer grande y de fuerte carácter, impuso
su criterio para que me alimentara con leche materna. Lógicamente, pocos meses después
mi madre sufrió una grave tuberculosis que, milagrosamente no me contagió. En aquel
tiempo no había tratamiento médico para este vial y corno única medida terapéutica fue
trasladada a Alboraya, al cuidado de su familia. Su ausencia, ser arrancado de sus brazos,
supuso un severo golpe de tristeza para mí. Poco después murió, susurrando alabanzas a
Dios. Han pasado más de 55 años y aunque prácticamente no la conocí, no puedo repasar
sus fotografías sin que las lágrimas broten en mis ojos.
Mi abuela consiguió los servicios de una matrona para que me criara con su
leche pero yo estaba cada vez más débil. Fue mi tío Felipe, hermano de mi padre, quien
descubrió que esta mujer apenas me alimentaba ya que se "reservaba" para su propio hijo
y para el niño de una familia acaudalada. Desde entonces fui criado con biberón y leche
de vaca. Y del biberón pasé al boniato hervido como alimento base, en aquellos duros
años de la postguerra española.
AÑO 1944
Aunque sólo tenía tres años cuando murió mi abuela, recuerdo su imagen de cuerpo
presente, antes de llegar los servicios funerarios. Y no pude evitar una profunda tristeza
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ante su muerte: perdía a la mujer que hizo para mí de segunda madre.
Los hermanos y hermanas de mi madre no venían nunca a casa para ayudarnos
y el hermano de mi padre, enemistado con el, tampoco así que con apenas tres años
de edad quedé prácticamente solo y abandonado ya que mi padre y su hermana,
mi tía Luisa, sufrían de la enfermedad del alcoholismo y aun siendo muy
buenas personas no pudieron cuidarme.
Mi padre trabajaba en la Clínica Royo, junto a la plaza de toros de
Valencia, a más de cuatro Kilómetros de casa. Regresaba de noche, de modo que
yo andaba normalmente medio desnudo, sucio y con los pies descalzos.
A menudo me dejaban encerrado en una terraza, a pesar del riesgo que
podía tener, siendo un niño, de caer al vacío. Con el paso de los años he pensado
en muchas ocasiones que tal vez un ángel de Dios me protegía en aquellos peligros
infantiles.
Viví muchas experiencias similares. Sufrí un golpe tremendo al caer
mientras procuraba alcanzar unas morcillas colgadas del techo. Me quemé la
mano al procurar alcanzar unas patatas que cocían -en agua hirviendo. Eran las
imprudencias que dictaba el hambre. Pero los disgustos llegaron también por el
caso contrario. Como aquella ocasión en que acompañé a mi padre a cenar con
unos amigos: yo solo ale comí casi los cuatro kilos de chuletas que asaron
mientras que ellos se dedicaron a beber; ¡no reventé de milagro!.
En cuanto a mi tía, estaba tan alcoholizada que en ocasiones se
tambaleaba por causa de la embriaguez, otras la encontraba sentada en el suelo,
medio inconsciente. Así que, de vez en cuando, me escapaba a la calle en busca de
aventuras y para procurarme algo de comer porque en casa casi nunca había
alimentos. Me recuerdo a mi mismo siempre con hambre y deambulando por las
calles, donde, a pesar del trafico, nunca tuve un accidente; como si Alguien me
protegiese.
Una vecina de casa, la señora Luisa, de vez en cuando me daba un trozo
de pan duro y un vaso de agua, lo que no era poca cosa porque en la postguerra
española la escasez estaba siempre presente; también ale cogía en brazos y
aquella sensación, casi desconocida para mí ale confortaba íntimamente. Su
hija de ocho años, una rubita preciosa de ojos claros, venía a casa en algunas
ocasiones y jugaba conmigo; recuerdo cómo me subía en sus rodillas y me
besaba: en mi caso estas situaciones quizá habituales para otros niños, suponí an
un acontecimiento extraordinario. A veces me llevaba a la playa, cerca de casa,
y una vez, a punto de ahogarme en una ocasión, fui de nuevo salvado
providencialmente. Apenas con tres años de edad viví mi primera "experiencia"
amorosa: con aquella vecinita, por supuesto. Su sola presencia me

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impresionaba, los nervios me desbordaban víctima de una atracción poderosa,
siempre estaba en mis pensamientos.
Nunca recibí un regalo en la festividad de los Reyes Magos. Todavía
recuerdo aquella ocasión en que salí a la calle para encontrarme con un buen grupo
de niños alborozados, felices, disfrutando de sus juguetes. Vi a mi lado un
caballo de cartón precioso y lleno de ilusión fui hacia él; apenas tendí la mano
un niño fuerte y bien alimentado, su dueño, me lanzó al suelo de un empujón. Lloré
desconsoladamente y aunque corrí a casa buscando ternura no hallé a nadie; mi tía
había salido a comprar su "dosis" de vino.
También recuerdo una visita al mercado; hambriento, como era
habitual. Vi una manzana en el suelo pero cuando estaba a punto de cogerla, el
tendero ale golpeó tan fuerte en le mano con un palo que casi me partió un
hueso. Estas y otras semejantes eran las vivencias habituales de mi niñez.
Al mediodía, mi tía Luisa raras veces preparaba algo de comida. En
ocasiones porque no había nada que cocinar, otras veces porque el poco dinero
que teníamos era gastado en bebida. Por la noche el panorama variaba poco:
resultaba frecuente que, al llegar mi padre a casa no encontrara comida; una
cosa trajo la otra y empezaron a producirse las reacciones violentas de mi padre,
golpeando a su hermana.
Un día, hacia las dos de la tarde, aprovechando la embriaguez de mi tía
que permanecía tirada en el suelo, me escapé de casa hastiado del ambiente de
infelicidad que allí reinaba. Salí descalzo y casi sin ropa pero animado con una
gran ilusión y un firme propósito. En realidad era víctima del sueño de hallar
a mi madre y encontrar un hogar. Apenas tenía cuatro años y medio. Caminé
deprisa, durante varias horas. Tal vez un ángel me guardara una vez más porque
nada ale ocurrió; ni por causa del tráfico ni a manos de cierta clase de personas
con las que me crucé. La oscuridad de la noche ale aterrorizó. Me hallaba a varios
kilómetros de casa, en medio del campo, en los alrededores de "la Fonteta de
San Lluis". Lloraba desgarrada y desconsoladamente. Las gentes de una alque ría
cercana escucharon mi llanto; me recogieron y prepararon una cena a base de
queso, leche, pan y un plátano. También avisaron a la policía que, en una bi cicleta,
me llevaron de vuelta a casa.
Mi padre y mi tía, a quienes el susto de mi partida había borrarlo todo
rastro de embriaguez, siempre creyeron que me había perdido. Fue la
explicación que yo mismo les di, pero la realidad era más amarga: quise salir
huyendo de aquel infierno "hogareño", a pesar de mi corta edad, buscando la
independencia.
Con el paso del tiempo he podido descubrir cómo y por qué une

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convertí en un enfermo, huyendo en brazos de esa droga dura que es el
alcohol.

CAPiTULO III

TERROR HOGAREÑO

AÑO 1947
A los seis años de edad era un niño bajito, delgado y muy sucio además de
andar apenas sin ropa; aun años después, ya adulto, apenas medía 1,57 y pesaba
49 kilos. Era un golfillo porque mi padre y mi tía, víctimas de un alcoholismo
progresivo, no eran capaces de atenderme, pero a la vez siempre mostré cierta
"alma de artista": a menudo por aquellos años gustaba de cantar y bailar para
los vecinos con una cacerola vieja, una caja de madera, una botella y dos palos.
También, con artilugios caseros muy rudimentarios, era capaz de inventar
verdaderas "películas" de cinc, preparar guiones y dibujos y proyectarlos
con ayuda de una linterna, en un cuarto oscuro. Alma de artista, tal vez, pero
solitario; nunca acepté integrarme en las conocidas fallas valencianas ni siquiera
para asumir cargos de importancia; nunca quise formar parte de ningún proyecto
colectivo.
Mi padre tomó una importante decisión aprovechando sus escasos
momentos de lucidez; su primera novia permanecía soltera y accedió a su petición
de casamiento, Después de la boda nos trasladamos a su casa. Aprovechando las
influencias de nuestra nueva familia, mi tía Luisa ingresó como interna en la
Asociación Valenciana de Caridad, un albergue-comedor, junto al río Turia,
donde quedó al cuidado de la limpieza: quince horas diarias fregando de
rodillas a cambio de comida, cama y una pequeña gratificación económica.
En aquellos momentos mi padre contaba cincuenta y tres arios de edad:

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mi madrastra, Teresa Barber Merí, cincuenta y uno. De joven había sido una mujer
atractiva pero cuando la conocí vestía de luto por la muerte de su padre, su
cabello estaba cubierto de canas y el gesto de su rostro era adusto, severo... Era
una buena persona, pero resentida y amargada.
Yo la temía. Creo que en mi veía al hijo de la mujer que le quitó al
hombre de su vida. En realidad aquel "hurto" fue provocado por mi abuela: la
madre de mi padre fue una mujer autoritaria, que siempre le tuvo dominado y
le separó de Teresa. Tal corno yo lo veo, si aquella relación se hubiera consumado
yo no habría nacido: Dios hace las cosas a Su manera y mejor aceptarlo todo sin dis-
cusión.
Mi madrastra tenía un taller de modista, con doce chicas empleadas
cosiendo. Aún recuerdo su primera orden en cuanto a mí: mandó a su sobrina
Nieves, una niña rubia de nueve años, para darme un bario a base de agua fría y
estropajo en la terraza, dentro de una tina metálica. Yo sentía pavor al agua y procu-
ré escapar entre gritos y llantos pero ella me alcanzó: al término de aquella
experiencia mi piel tenía un color rojizo, resultado del ímpetu de sus friegas. Mi
madrastra -con el tiempo llegué a llamarla tía Tereseta me hizo un pantalón y una
chaquetilla. Sumando además un buen corte de pelo, quedé hecho un auténtico
"cromo".
Tía Tereseta se ocupó también de mi formación. Primero me llevó a un
colegio nacional del que recuerdo el patio y grupos de niños alegres, corriendo y
jugando; pero yo me apartaba siempre a un rincón, cabizbajo y triste. Poco después
fui trasladado a otro colegio nacional, de más calidad; allí Don Luis, el maestro,
me traía caramelos y cacahuetes y le gustaba montarme sobre sus rodillas; con la
intención de ayudarme a superar mi tristeza y aislamiento.
Mientras, en casa me hacían limpiar los metales dorados y los cristales:
también estaba encargado de recoger todas las agujas del suelo del taller, guardar la
cola del petróleo y comprar el pan.
En invierno me levantaba a las seis y media para comprar pienso para los
animales; tenía que esperar en la calle hasta que abrían y después regresar cargado a
casa. Los dedos de las manos se enrojecían por el frío y a menudo san graban por
rascarme sin medida a causa del picor. Los demás niños no conocían qué era aquello
de los sabañones: ellos se levantaban mucho más tarde e iban a la escuela con sus
manos enfundadas en guantes de abrigo.
Tía Tereseta me golpeaba con saña -no necesitaba apenas motivos para
hacerlo- lo hacía en la cara con sus manos abiertas o con los puños, sobre mi
cabeza... ¡vivía aterrorizado!. En una ocasión caí al suelo con la botella de acei te
que me había mandado comprar; la botella se rompió y casi me degüello con los

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cristales: todo el aceite se perdió y el pánico me impedía regresar a casa.
Recuerdo que los niños del barrio se movilizaron solidariamente para conse -
guirme algunos céntimos y juntar chatarra vieja; pretendían alcanzar el impor te
de la botella de aceite perdida pero no fue posible. Mi madrastra me encon tró en la
calle y de la oreja, medio a rastras, me llevó a casa. El castigo fue cruel: recibí una
paliza descomunal y además me tuvo encerrado en un cuarto durante tres días.
La narración de los golpes recibidos no tendría fin. En cierta ocasión, perdí
una zapatilla de goma que cayó al agua mientras jugaba en el puerto. Con la otra
zapatilla mi madrastra me dio tal paliza que la cara se amoraté, sangrando en
abundancia. Me encerró en el balcón a pesar de mi llanto (tenía seis o siete años)
y fue tal el escándalo que los vecinos acabaron parando bajo el balcón; hasta setenta
personas se juntaron gritando contra mi madrastra. Cuando ella se asomó los insultos
subieron de tono y una mujer -de buena posición- llegó a ofrecerse para llevarme a
sir casa y ocuparse de mí. Pero Tia Tereseta les desafió a todos gritando casi
textualmente: "¡Ya que me he cansado, yo me ocuparé de este golfillo salvaje y del
borracho de su padre!".
Por aquel entonces mi padre estaba muy deteriorado, bajo los efectos de un
alcoholismo que se agravaba a pasos agigantados.
Nunca procuró ayudarme en mi angustia y de hecho, en una ocasión él
mismo me golpeó, lleno de ira, con un cinturón de cuero. También es verdad que
conforme fui creciendo les hice sufrir no poco: comencé a beber, malven día todas
las cosas de valor que había en casa y la emprendía con fotografías y recuerdos,
destrozándolo todo.
En aquellos años de la niñez, las únicas alegrías llegaron de mi tía Luisa; li -
braba los jueves y venía a verme con un buen bocadillo y algunas golosinas; me
llevaba al cine para ver las tres películas que ofrecían a cambio de una peseta.
Tenía un amigo, Ramón, que padecía tuberculosis y guardaba cama porque
en aquellos tiempos se trataba de una enfermedad muy grave y contagiosa. Pasaba a
su lado un buen rato cada día aunque he de reconocer que no sólo por cariño -en
realidad siempre he sido egocéntrico y narcisista-, la verdad es que acompañaba a
Ramón porque le necesitaba para aliviar mi soledad. Corno no podía ser menos, mi
madrastra me esperaba para propinarme una paliza cada vez que descubría estas
visitas al amigo enfermo.
Acompañaba a mi padre a diario en sus visitas médicas a una niña de nueve
años, hermosa y rubia a la que ponía una inyección; ella fue mi segunda experiencia
amorosa y platónica. Día y noche vivía obsesionado con su rostro angelical, pero
ninguna relación, ni entonces ni hasta el día de hoy, pasó de esa dimensión idealista.
Bastaba que una niña se sumara a mis juegos con otros niños para que me in-

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vadieran los nervios y el sonrojo. Esa timidez y un notable complejo de inferioridad
que siempre me ha acompañado truncaron cualquier posibilidad de noviazgo.
En aquellos tiempos abundaban los lavaderos públicos: edificios de
abundantes columnas y grandes y profundas pilas. Como es fácil de suponer a
estas alturas de la narración, tampoco faltó la ocasión para que cayera en una de
ellas. Un buen día, jugando con un barquito de papel, caí de cabeza en una pila
llena de agua con lejía y "azulete"; mi madrastra, charlando con otra amiga, no
se percibió del accidente; nadie estaba conmigo en el lavadero y yo sólo no
conseguía salir ni sacar la cabeza para gritar. Fue ocasión para un verdadero
milagro porque, tal como ella misma contó después, notó como si una energía
misteriosa trajera a su mente mi imagen en peligro. Corrió llamándome a
gritos: "¿Vicentín dónde te has metido?" Pasó varias veces en su carrera delante
de la puerta del lavadero hasta que, por fin, la energía que la impulsó la hizo
detenerse ante el lavadero. De la última pila asomaban las dos pequeñas puntas
de mis sandalias, agitándose frenéticamente. Entre gritos me sacó del agua
cuando ya mi piel había adquirido un tono amoratado; en una Casa de Socorro
cercana el médico consiguió recuperarme y, le dijo a in madrastra: "Señora,
¿cree usted en los milagros? Doce segundos más y el pequeño no lo cuenta."
Paradójicamente, siendo adulto, y por muchos años, me consideré un ateo
convencido.
En las fiestas de Navidad y Año Nuevo nos reuníamos con toda la
familia de tía tereseta en casa de su hermana menor, mi tía Vicenta. Con ella
me llevaba de maravilla y a la hora de recibir el aguinaldo me refugiaba entre
sus piernas bajo la mesa por causa de mi vergüenza; a pesar de todo lograba
reunir dieciocho o diecinueve pesetas. Una de aquellas nocheviejas mi
pequeña prima "Nievetes", cogió a escondidas una copita de licor dulce y me
dio a beber; aunque no me gustaba, acepté compartiría por hacerme el
hombrecito. A ella pareció sentarle muy bien, se divirtió y rió sin medida; pero a
mí me sentó fatal: me produjo un dolor de cabeza terrible.
En casa de tía Tereseta había dos dormitorios con una cama grande en
cada una; ella dormía con mi padre en una habitación y en la otra dormíamos mi
primita y yo, `todavía me aterroriza el recuerdo de aquellas noches en que mi padre
llegaba a casa apestando a alcohol y me obligaban a dormir con él mientras mi
prima compartía cama con su madre. Fueron tiempos duros para todos. Una
noche, estando mi padre de guardia en la clínica y mi madrastra cosiendo -solía
quedarse trabajando hasta las cuatro de la madrugada-, saltaron unos ladrones a
la terraza para robarnos los animales. Ella se bastó para hacerles frente y
ahuyentarlos; era una mujer valiente, a diferencia mía que siempre he sido más bien

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apocado..

AÑO 1952
Tenia ya once años y las palizas de tía Tereseta eran cada vez menos
frecuentes. Con la ayuda de una persona influyente consiguieron inscribirme
en una buena escuela, dependiente de la Asociación de Pescadores Valencianos,
junto a la playa y cerca del antiguo monumento a Joaquín Sorolla. No está de
más señalar que cerca de mi casa nació el gran escritor Vicente Blasco Ibáñez, y
aunque no soy regionalista es de justicia reconocer que Valencia es tierra
prolífica en artistas (recordemos También a Dña. Concha Piquer); las Fallas
son otro notable ejemplo.

En la nueva escuela nos obligaban a cantar el "Cara al sol", rezar el


rosario, asistir a misa, pero También nos daban (eche en polvo que regalaban los
americanos. Aunque eran frecuentes los castigos físicos a los alumnos y los
golpes con reglas de madera, los tres maestros que tuve siempre me trataron con
mimo. Fui seleccionado para cantar en el coro y para actuar en las funciones
teatrales de navidad. Debo tener cierta vis cómica porque mi aparición en el
escenario siempre provocaba hilaridad pese a mi aspecto triste y serio.
No fui mal estudiante. Tenía buena memoria, aprendía con facilidad y
en algunas asignaturas -como Filosofía- conseguí destacar. Eso sí, en religión era
siempre el último.

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CAPÍTULO IV

LA ÚLTIMA PALIZA

AÑO 1955
Contaba catorce años de edad cuando mi tía Tereseta me inscribió en una buena
academia de pago para que terminara el bachiller. Pretendía que estudiara después
Ingeniería e instalarme profesionalmente en los afamados astilleros valencianos Unión
Naval de Levante, tal vez confiando en la influencia de mi tío Felipe que trabajaba allí
como médico. Pero yo, aunque no era torpe y tenía incluso capacidad para la música, no
tardé en desalentar a la familia; pronto tuvieron que rendirse a mi actitud rebelde e
indisciplinada. Y pronto también cambiaron las perspectivas: para que no perdiera
totalmente el tiempo y pudiera aportar alguna ayuda en casa me emplearon en la farmacia
Fenollosa, en la céntrica calle de La Paz en Valencia. Sólo estuve un mes empleado; los
dueños hablaron con mi tía para denunciar mi desobediencia e indisciplina.
Tía Tereseta no desesperó. Después de la fallida experiencia farmacéutica me
buscó trabajo en un taller de tonelería artística con un sueldo de apenas cuarenta y cinco
pesetas por semana. Pero hizo algo más; me llevó al médico para ver si era posible
mejorar cierta debilidad que sufría. La receta "médica" fue un batido a base de huevo y
vino moscatel, que debería tomar dos veces al día. No extrañará a nadie que el adolescente
que yo era en aquel tiempo estuviera ansioso esperando la hora del "jarabe"; la felicidad que
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experimentaba con aquella "medicina" era verdaderamente indescriptible.
Dejé mi nuevo trabajo apenas cinco meses después de comenzar, pero al menos
me reportó algunas satisfacciones. Con motivo de las fiestas navideñas recibí una paga
extra que gasté, con ánimo de sorprender a la familia, en una botella de sidra y otra de
cava. Pero la sorpresa obtuvo un efecto insospechado: recibí de Tía Tereseta una nueva y,
eso sí, última paliza.

AÑO 1956
Comenzó el año con un alarde de paciencia y tesón por parte de mi madrastra. A
base de constancia me consiguió un nuevo empleo, ahora fijo, en una fábrica de vidrios
para laboratorios: Vidrios Belgor: una empresa dirigida por alemanes con una plantilla de
mas de doscientos empleados. Yo tenía quince años. En aquel centro de trabajo potencié
una habilidad que hasta entonces ignoraba: mi calidad como jugador de fútbol. Jugué con el
equipo de la empresa en un campeonato de cierta importancia. Los entrenamientos se
realizaban a la orilla de la playa y pronto comencé a exhibir ciertas cualidades; no era un
jugador técnico pero sí muy rápido y con facilidad para el salto y los remates a puerta.
Gané merecido prestigio como goleador y tal vez hubiera llegado a forjarme un futuro
profesional si el alcoholismo no hubiera truncado aquella posibilidad. No pasé de
jugar en el At. Europa, de aficionados y años después en el filial del Mallorca, en primera
regional preferente.
El alcohol destruyó, además, cualquier otra expectativa. Conocí buenos jugadores
de primera división que alababan mis cualidades pero la bebida fue un obstáculo desde el
principio. En las dos ocasiones que salí del campo a hombros de mis amigos, como los
toreros, "rematé faena" con borracheras descomunales, empujado por una vanidad
absurda. Años después, estando en Mallorca, varios amigos valencianos que jugaban en
un equipo de segunda división me animaron para que me presentara a unas pruebas; me
ofrecían un fichaje de un millón cuatrocientas mil pesetas, más un sueldo mensual y las
primas correspondientes. Era mucho dinero en aquella época, pero mi salud ya estaba muy
deteriorada... y también mi mente, por un complejo de inferioridad muy acentuado. De
modo que no me presente a las pruebas en cuestión.

AÑO 1958
Tenía diecisiete años. Los empleados en la fábrica donde trabajaba bebían con
abundancia en los descansos para almuerzos y meriendas, aunque a sabor del vino o la
cerveza no me agradaba comencé a beber con mis compañeros.
El alcohol se me antojaba como una medicina de efectos sublimes en mi alma,
pero los efectos secundarios no tardaron en aparecer, en forma de depresiones y neurosis.
Mi mente era especialmente sensible y caí muy deprisa en una adicción terrible; sin

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alcohol era una persona desanimada y apagada por completo.
Tía Tereseta me daba poco dinero -apenas veinticinco pesetas los sábados-, y no
me dejaba salir de noche con los amigos, pero con todo, mi carácter fue cambiando y
haciéndose cada vez más hipocondríaco.
De aquel tiempo recuerdo a Maruchi. Era una jovencita de trece años de
edad, muy bella y esbelta, con una mirada angelical. Vivía en el centro de Va lencia
y dos veces por semana venía al Cabañal para visitar a sus abuelos, vecinos míos. De
nuevo me enamoré, ahora con una fuerza absoluta, aunque nunca llegué a hablar con
ella; mi timidez y mis complejos de inferioridad, y también el miedo al rechazo
no me lo permitieron. Pero era tal mi obsesión que su imagen ocupaba mi mente
todas las horas del día y de la noche. Lloré por ella desconsoladamente en no pocas
ocasiones e, incluso en un arrebato de desesperación, desaparecí de casa durante tres
días, que pasé junto a la casa de Maruchi, observándola de lejos, sentado en el suelo,
sin comer ni dormir. Pero nunca me dirigí a ella.

CAPÍTULO V

MI PRIMERA BORRACHERA

AÑO 1959
Ya con dieciocho años, mis problemas con el alcohol no hacían sino crecer.
Un sábado la empresa me pagó el porcentaje de los beneficios anuales por produc-
ción, y además el sueldo semanal con las horas extras. Con engaños logré "distraer"
buena parte de aquel dinero y, con la ayuda de unos amigos, conseguir el permiso de
tía Tereseta para salir aquella noche. Fuimos al Casino del barrio; allí, mientras mis
amigos jugaban a las cartas o al billar, yo me quedé en un rincón, solo, triste y con
un sentimiento insoportable de vacío interior. Salí de aquel lugar y con un taxi
marché al centro de la ciudad, al barrio por excelencia de la prostitución. Allí
estuve bebiendo con una sed infernal hasta que se terminó el dinero; pero no tenía
bastante. Entre en un local enorme, lleno de marines norteamericanos y prostitutas,
y sin pensarlo, aprovechando que los marines estaban distraídos con las chicas en la
18
barra, me lancé a apurar todas las copas que encontré en las mesas. Salí dando
tumbos y desperté en el suelo, en un callejón oscuro y tirado entre dos coches que, de
haber arrancado, habrían puesto fin a mi vida. De nuevo, como ocurriría muchas
veces en los años siguientes y a pesar de mi ruina, un ángel protector me guardó.
Sin embargo, tuvo que pasar mucho tiempo antes que fuera capaz de reco-
nocer que Dios me libró de múltiples peligros; ahora doy testimonio de ello pero
en aquellos años me tenía a mí mismo por un ateo radical, alérgico incluso a la
posibilidad de pisar una iglesia... ¡y seguí cayendo en picado! Todos los sábados me
entregaba a descomunales borracheras con los consiguientes peligros que conllevaba
este tipo de vida. Como consecuencia de estos excesos a menudo causaba baja en el
trabajo, aunque yo rogaba al médico que mintiera y no hiciera mención a mi
problema con la bebida, para así seguir cobrando. Lo cierto es que en alguna
borrachera llegaba a perder dos o tres quilos de peso y mi aspecto era cada vez más
pálido y demacrado.
AÑO 1961
Tenía veinte años y seguía descendiendo peldaños en mi deterioro porque, para
poder beber y entregarme a desenfrenos de toda clase, empecé a hurtar parte de mi sueldo,
que seguía entregando en casa, y también a robar toda clase de objetos. Poco a poco llegué
a vaciar el sostre (buhardilla) donde tía Tereseta guardaba sus pocas pertenencias de algún
valor.
Los arrebatos de ira se fueron haciendo cada vez más frecuentes; en uno de ellos
rompí mis fotografías y también las que guardaba mi padre, así como todos sus
recuerdos. Esta vez no recibí castigo alguno pero, no fue a causa de su comprensión, si
no que él mismo estaba tan alcoholizado que no fue capaz de darse cuenta de nada.
En uno de estos arrebatos escapé de casa para refugiarme en Alboraya y dormir
en la misma habitación donde años atrás murió mi madre. Después de un mes tía
Tereseta me llevó de nuevo a casa y pude además reincorporarme al trabajo en la fábrica,
pero se hacía evidente el rápido avance de mi deterioro físico y psíquico.

19
CAPÍTULO VI

LA MUERTE DE MI PADRE

AÑO 1962
Por causa de una enfermedad, tía Tereseta tuvo que viajar a un balneario en
Benasal (Castellón). Su propósito era ausentarse por un mes, de manera que nos dejó dinero
suficiente para atender los gastos durante aquellas semanas. En mala hora. Un buen día,
bajo los efectos de una tremenda borrachera, volví a escapar de casa llevándome todo el
dinero. Mi padre pudo sobrevivir gracias a la ayuda de algunos vecinos. Una vez más fui
ayudado: Cuando regresó Tereseta me perdonó; las compañeras de la fábrica organizaron
una colecta para paliar el problema económico en casa, y pude, además, conservar el
trabajo.
La situación de mi padre era también muy apurada. Aquel mismo año, en una de
sus borracheras, sufrió un accidente que le ocasionó diversas fracturas. Cuando salió
20
del hospital tuvo que guardar reposo y ya no salió de la cama: no se repuso. En aquel
tiempo no reparé en que mi padre padecía cierto grado de demencia alcohólica y senil. Tía
Tereseta le sorprendió una tarde fumando en la cama y, víctima de un ataque de ira, la
emprendió a golpes con él; apenas un rato después se desgañitaba gritándome como un
poseso y acusándome de ser la causa de todas sus desgracias. Me maldijo de tal modo
que me espanto.
Murió poco después de aquel incidente y si bien nunca creí que tuviera que
perdonarle por nada, tampoco he sentido nunca culpabilidad por mi actitud hacia él. En
el fondo, siempre amé y admiré a mi padre. Así es la vida y la comedia humana: en
definitiva, ambos éramos dos pobres enfermos de alcoholismo.
En el velatorio juré por mi madre y por mi padre, en voz alta y florando, que
jamás volvería a probar una gota de alcohol. Pero aquel mismo día sucumbí a
tal borrachera que aún hoy no soy capaz de recordar un solo detalle del entierro.
El alcoholismo y el ateísmo iban cumpliendo su labor devastadora en mi vida.
Por lo demás, seguía trabajando en la fábrica, seguía ganando un buen sueldo, y seguía
también robando parte del dinero para gastarlo en borracheras los
sábados por la noche en el barrio de la prostitución. Tía Tereseta, por su parte,
trabajaba cada día hasta la madrugada con sus labores de costura para salir adelante en
casa. No puedo dejar de pensar en ella con cariño... ¡sí! sentía mucho cariño por
aquella mujer y recordaba sin rencor las palizas que me daba cuando era pequeño.
Así me llegó el tiempo de ser llamado a filas para cumplir el servicio
militar. Tía Tereseta me dice libertad para alistarme, o alegar mi condición de hijo
de viuda y librarme así del paso por el ejército. Escogí lo segundo: quería evitar a
toda costa la disciplina militar, la violencia física y también la mala comida,
todas experiencias habituales en aquel ejército de la Dictadura.
Quiero recordar en este punto a mi tía luisa, y probablemente la única per -
sona que me quiso de verdad y sin condiciones, aunque nunca pudo ayudarme a
causa de su propia enfermedad de alcoholismo. Ya envejecida fue ingresada en un
Hogar de Ancianos dependiente de los "Hermanitos de los pobres" y regi do por
monjas católicas. Los tiempos eran difíciles y los ancianos vivían en aquel
Centro hacinados y mal atendidos.
Yo la visitaba los domingos por la tarde y ella me entregaba veinte duros que,
según mi particular cambio, equivalían a quince copas de anís. Mi tía pasaba
mucho tiempo en una silla de ruedas a causa de su debilidad y como resultado de
tanta inactividad sus piernas fueron empeorando. Después de hablar con la superiora
de las monjas conseguí que la ayudaran a pasear por el patio de la residencia un par de
veces al día, apoyada en dos caballetes de madera. Por mi parte, en cada visita le

21
llevaba a escondidas cuatro copas de coñac y un café con leche dentro de una botella,
que nos bebíamos entre los dos, procurando que nadie nos viese.

AÑO 1963
Había cumplido veintidós años y mi vicia iba a descender un peldaño más
hacia el abismo. Un domingo por la tarde marchó al barrio donde solía hacer "mis ex-
cesos"; allí consumí de manera insaciable al menos cuarenta y cinco copas,
mezclando todo tipo de bebidas, hasta que perdí el sentido. Desperté a las cinco de la
madrugada al Borde de una acequia, en las afueras de Valencia. Había perdido la
chaqueta, el reloj y los zapatos. Como pude, llegué a casa para lavarme y me
encaminé a la fábrica, pero esta vez pedí el, finiquito después de siete años de trabajo
y me despedí llevando en el bolsillo cena importante cantidad de dinero. Mi desatino
aún fue mayor porque en lugar de regresar a casa, avergonzado, alquile por quince días
una habitación en una triste pensión. Ocho días después había gastado en alcohol
todo el dinero que me dieron.
La siguiente semana la pase merodeando alrededor de la fábrica, donde algu-
nas excompañeras, como ya habían hecho otras veces en el pasado, me hicieron llegar
un poco de comida y dinero. Pero a medida que se acercaba el último día con
derecho a estancia en la pensión sentía como el pánico me atenazaba ante la
perspectiva de dormir en la calle. A pesar de toda mi torpeza, en aquella ocasión las
cosas terminaron bien: tía Tereseta me vio desde el balcón merodeando cerca de la
casa y bajó para hablar conmigo. Me perdonó y me recibió bajo su techo. De
nuevo en mi habitación, lloré.
Volví a trabajar, en una fundición primero, en un taller de soldadura después,
más tarde de peón en la construcción e incluso otra vez en los astilleros de la
Unión Naval de Levante, donde seguía trabajando También mi tío Felipe, el mé dico
de la clínica. Fue necesario falsear las pruebas de admisión, para conseguir el puesto
de oficial de carpintería y, más tarde, con la ayuda del director -com pañero en mis
partidos de fútbol-, pasé a trabajar en una importante cooperati va de ferreterías de
Valencia.

22
CAPÍTULO VI

LA GRAN FUGA
Escuche de un posible contrato del Instituto Español de Emigración para la
fabrica de coches Opel en Rhsselheim, cerca de Frankfurt (Alemania). Consulté
con mi tía Vicenta. Ella me previno de la edad muy avanzada de tía Tereseta, de la
necesidad de cuidarla y del riesgo que yo corría de perder mi parte de la he rencia: la
mitad de dos pisos y un local de peluquería. Pero mi mente se sentía mucho más
atraída por aquella oportunidad de escapar, de huir de lo que había sido mi vida
hasta entonces, que por un dinero al que yo entonces no daba importancia. De
modo que abrimos una cartilla de ahorro a mi nombre y al de tía Tereseta, por si
acaso le pudiera enviar algún dinero desde Alemania, y marché.
El día de mi partida mis dos tías vinieron a despedirme. Cuando el tren
comenzó a rodar me sentí invadido por una inmensa sensación de libertad: me parecía
escuchar cómo estallaban todas mis ataduras con un pasado deplorable y triste, y
creía que ante mí se abría un porvenir bien distinto. ¡Qué equivocado estaba!. A partir
de aquel momento y por muchos años me torturaría el infierno de la soledad y la
esclavitud del alcohol. Nada me parecía suficiente, así que volví a tropezar.
Seguía siendo ateo. Sólo el paso de los años me ha permitido comprender
que mi falta de fe era la que producía en mí aquel vacío espiritual horroroso, que me

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hacía sentir extraño a la vida y ajeno al universo entero. Por muchos años mi alma
iba a vivir bajo el peso de la enfermedad, víctima del diablo del alcohol que
parecía curarme de manera artificial y sólo por unas horas; después la hacía más
aguda aún, toda mi vida se iba enredando como una pescadilla que se muerde la
cola, en una espiral descendente y fatal, camino del peor abismo.
En Alemania me instalé en una ciudad moderna, preparada para los extranje-
ros que llegaban y con todo tipo de comodidades necesarias. En apenas dos o tres
semanas aprendí el alemán necesario para desenvolverme con cierta soltura en una
fábrica con más de cuarenta mil trabajadores, y para comenzar mis
Los días laborables me levantaba a las cuatro y media de la madrugada por -
que la fábrica quedaba lejos de mi residencia. Me organicé con relativa facili dad
ya que era capaz de cocinar y coser, tal como me había enseñado tía Tereseta. Los
fines de semana, después de cobrar mi paga, le enviaba parte del dinero que ella a su
vez ingresaba en la cartilla que compartíamos. Adquirí también la costumbre de
escribir cartas para distraer a la soledad y así mantenía correspondencia con mis tías.
Esta sencilla terapia me ha acompañado siempre.
Pero los fines de semana hacía algo más: me entregaba a unas borracheras
terribles que cada vez producían en mí efectos más desastrosos: gritaba, destrozaba
todo lo que estaba a mi alcance,... y sobre todo lloraba. Era tal el desprecio que sentía
por mí mismo que en una ocasión, mirándome al espejo, me abalancé sobre la imagen
que reflejaba, destrocé el cristal, me herí en manos y brazos, y tuve que ser
hospitalizado urgentemente.
AÑO 1964
Tenia veintitrés años, cumplía algo más de trece meses en la fábrica y
podría haber seguido trabajando de manera indefinida, pero después de dos
borracheras tremendas solicité la baja alegando una falsa añoranza de mi tierra. Me pro-
pusieron trabajar el mes que faltaba hasta Navidad: esto me ciaba derecho a disfrutar
de un permiso pagado de treinta días y mantener el empleo. Era una oferta generosa
y conveniente pero volví a mentir y, aduciendo que mi tía estaba muy enferma me
despedí. Fue otra decisión que siempre lamenté.
Regresé a España con dos conocidos que viajaban hasta Valencia en su co-
che, a los que pagué cien marcos. Hicimos todo el trayecto sin pausas, salvo dos breves
paradas en Lyon y Barcelona, donde aproveché para malvender en "Las Cuatro
Esquinas" (barrio chino) las dos maletas que llevaba. Fue un viaje terrible. El
conductor pasó todo el tiempo casi dormido, corriendo a una velocidad endiablada
mientras yo le señalaba cada curva de la carretera. Dios tuvo que dedicarnos algunos
de sus ángeles para cuidarnos porque las ocasiones de peligro fueron innumerables.
Mis tías Tereseta y Vicenta, que estaban viviendo juntas sufrieron la misma

24
sorpresa al verme ante ellas. Su esperanza era que me quedara en Alemania y me
casara allí con una española. No quise decirles la verdadera causa de mi regreso: que el
alcohol me volvía loco y que me aterrorizaba acercarme a las mujeres.
Recuperé la cartilla de ahorro que había abierto con mi tía, que ya guardaba
un capital cercano al millón de pesetas, y me instalé como huésped en una casa
articular regentada por una mujer a la que llamaban la bruja. Algo de razón
había en aquel mote porque no recuerdo absolutamente nada de los dos meses
que pasé en aquel lugar. Lo cierto es que el alcohol embotaba por completo mi
mente y las borracheras se habían convertido en una práctica diaria.
El dinero que tenía se terminó y las amenazas de la bruja me
enfrentaron a la expectativa de dormir en la calle. Tal posibilidad me asustó
hasta el pánico porque además se acercaba el invierno, así que a base mentiras
conseguí despertar la compasión de aquella mujer haciéndole creer que me
hallaba enfermo de los nervios. Ella misma hizo las gestiones necesarias para
que me ingresaran en la Clínica Mental Provincial de Valencia, en Patraix.

CAPÍTULO VIII

ENCERRADO

No fui ingresado en el pabellón de alcoholismo, dirigido por el


Dr.Vogani y donde los enfermos eran atendidos en régimen de verdadero
privilegio; por el contrario, di con mis huesos entre los dementes. Allí pasé la
primera semana de hospitalización con cierta tranquilidad: al menos comía tres
veces al día y podía ver la televisión. Pero después me invadió de nuevo el
miedo: el tiempo pasaba, nadie venía a visitarme y mi médico me advirtió que no
saldría hasta que alguien firmara los documentos necesarios para ser dado de
alta.
Pensar en huir era inútil; el Centro estaba rodeado de altos muros, con
estrecha vigilancia. Pero la vida en el interior era insoportable, los pacientes
rebeldes eran reducidos con inyecciones de aguarrás en las piernas que les
producían dolores terribles y tal hinchazón que les impedía caminar, existían
celdas de castigo lúgubres, oscuras, llenas de charcos por causa de la humedad,
y habitadas por ratas; eran frecuentes las peleas entre los internos y conocí de vio-
laciones, asesinatos y suicidios. Dios se manifestó de nuevo en mi vida, a pesar

25
de mi incredulidad, con la ayuda de algunas personas pude librarme de los peli -
gros que me rodeaban.
Por fin localizaron a mis tíos Manolo y Cinta -hermano mayor de mi
padre y su esposa- que firmaron los documentos necesarios y pude abandonar
la clínica. Por entonces sólo me quedaban en la cartilla mil quinientas pesetas y
aunque rogué a varios de mis tíos que me dejaran dormir en sus casas mientras
encontraba trabajo, ninguno de ellos accedió. No debía sorprenderme su reac -
ción, porque tampoco me habían ayudado siendo un recién nacido. Tampoco
tenían por qué irritarme sus acusaciones por derrochar el dinero ganado en
Alemania, lo cierto es que no les faltaba razón; el caso es que me había quedado
sólo, acompañado de la angustia y el terror como mis únicos familiares.

CAPÍTULO IX

AVENTURAS

AÑO 1965
Con el poco dinero que aún me quedaba compré un billete de tren a Barcelona.
Antes de salir visité de nuevo el viejo barrio chino de Valencia y de nuevo bebí sin
medida queriendo olvidar mi pasado y todos los recuerdos amargos que me perseguían. Una
vez más terminé completamente borracho y hundido.
Llegué a Barcelona sin conocer la ciudad, sin dinero y sin amigos. La primera
noche dormí en la calle, dentro de las tuberías de una edificación y envuelto en cartones.
Por la mañana me dirigí a las oficinas de Cáritas Diocesana y conseguí vales para tres
bocadillos y tres vasos de vino. Después, en el Área Social del Ayuntamiento, me
consiguieron plaza para dormir y comer durante una semana en un albergue municipal.
Apenas tres días después de mi llegada había decidido regresar de nuevo a Valencia, pero la
misma mañana en que pensaba viajar un contratista en la plaza Urquinaona, nos ofreció
trabajo a varios hombres que andábamos por allí en la Promotora Industrial, una fábrica
situada en la Zona Franca, junto a la fábrica SEAT. Trabajábamos a destajo, según pro-
ducción, y el buen sueldo nos permitía asegurarnos comida, ropa limpia y habitación, que
yo encontré con una familia, en una casa particular en el barrio de San Andrés.
Ninguna cosa buena duraba mucho en mi vida, y así dos meses después me
echaron de aquella casa por causa de una borrachera tremenda y fui a dar con mis huesos
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en una mala pensión donde cinco personas compartíamos habitación. Los huéspedes
eran personas de toda condición y grandes los peligros de la convivencia. La única
realidad verdaderamente buena que me sucedía es que, aun siendo yo incrédulo, Dios
actuaba conmigo como un Padre poderoso y bueno, lleno de amor, que me cuidaba en
todo tiempo.
Los sábados recibía mi sueldo semanal y después de pagar por adelantado la
semana de alojamiento dirigía mis pasos al barrio chino, en la calle Robador, donde
bebía hasta emborracharme por completo. Al llegar el lunes tenía que pedir dinero a
los compañeros para poder comer cualquier cosa. Cierto sábado la situación empeoró
todavía más: con el dinero de la paga en el bolsillo y antes de ir a la pensión a pagar mi
hospedaje sentí tal impulso diabólico de beber que no pude contenerme... Cuando recobré
el conocimiento, horas después, me hallaba sin dinero, incapaz de recordar nada y en un
lugar desconocido.
Por algún tiempo sobreviví vendiendo mi sangre, al menos diez o doce veces,
hasta que sufrí tal mareo que me asusté y no volví a hacerlo. Era tal el caos de mi mente
que en una ocasión, habiendo oído que en otro tiempo la Facultad de Medicina compraba
cadáveres para prácticas de los estudiantes, quise ofrecerles mi propio cuerpo.
Afortunadamente, no lo aceptaron.
Después de deambular y dormir por las calles durante varios días sin hallar
modo de mejorar mi situación, visité el Gobierno Civil para buscar ayuda. Me ofrecieron el
importe de medio billete de tren para Valencia y el resto me fue facilitado en otra oficina,
a condición de no volver por Barcelona ni hacer uso de albergues u otra clase de ayudas
de la ciudad. Acepté el dinero, sí; pero lo gasté inmediatamente en bebida. Acompañé a un
conocido a malvender en las Cuatro Esquinas algunos objetos cuya procedencia
desconocíamos, cambio de una parte del dinero obtenido, pero fuimos detenidos por
inspectores de policía, que nos encerraron en el sótano de la Comisaría y nos
ficharon.nos golpearon con saña para hacernos confesar y después de treinta y seis horas me
dejaron en libertad; mi amigo, en cambio, fue acusado del robo y retenido en prisión.
Volví a arrastrar mis pies por las calles durante varios días, hambriento y de-
sesperado, pero sin valor para mendigar. Dios de nuevo vino en mi ayuda: milagrosamente
tropecé en la calle con un viejo conocido de los albergues, que buscaba compañero de
aventuras. Me invitó a café con leche y bollo y creí ver el cielo abierto. Comenzamos a
andar camino de Valencia, por el arcén de la carretera, unos cincuenta kilómetros diarios,
alimentándonos de fruta y verduras de los campos. Para dormir forzábamos las puertas de
pequeños almacenes que los campesinos usaban para guardar sus herramientas. Mi
compañero tenía menos reparos en mendigar y con las monedas que le daban
comprábamos pan y vino. La Guardia Civil solía detenernos a la entrada de los pueblos
y nos miraban las manos para ver si teníamos callos que confirmaban nuestra condición

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de trabajadores: otros se movían a compasión y nos algunas monedas para ayudarnos en el
viaje. Tardamos siete días en llegar a Valencia.

AÑO 1966
Estaba de nuevo en mi ciudad, tenia veinticinco años, todavía gozaba de relativa
buena salud, pero sin lugar donde ir ni trabajo que hacer. El otoño se acercaba y de
nuevo la angustia y el miedo se apoderaron de mí. Encontré un lugar para dormir en
la calle, a las afueras de la ciudad, en una casa abandonada y con peligro de
hundimiento, una ruina llena de humedad y ratas. Sin luz, por las noches di
tumbos completamente borracho entre aquellas paredes medio hundidas, con el
riesgo de partirme la cabeza. Conmigo dormían seis o siete personas más:
alcohólicos, enfermos mentales... todos vagabundos, algunos de ellos gente violenta
y peligrosa.
Un almacén de construcción me ofreció trabajo en la carga y descarga de ca-
miones. La paga era diaria y con aquellos ingresos pude alojarme en una pen sión de
la calle Caballeros, junto a la plaza de la Virgen: más tarde trabajé en una fábrica
de productos químicos, pero la corriente descendente seguía empujando mi vida hacia
el abismo. Una noche en el barrio chillo, estando borracho, quise interponerme
entre dos personas que se peleaban con navajas y aquel gesto casi me costó la vida.
Me despidieron del trabajo por causa de la bebida y volví a dormir en la calle,
precisamente en un tiempo de lluvias y frío. Cada nuevo regreso a la indigen cia
era un peldaño más hacia mi ruina, aumentada por una sensación terrible y dolorosa
de soledad. Felizmente conseguí plaza para dormir y comer en el albergue de las
Damas Apostólicas del Sagrado Corazón de Jesús, en la calle de la Misión. Y allí
permanecí bastante tiempo, gozando de la simpatía de la superiora, D" M" Dolores
De la Riba.
Durante poco más de un mes, trabajé como albañil en Construcciones Que-
rol; después instalando semáforos y más tarde en la fábrica de conservas Badil', a
pesar de la vergüenza que allí pasaba rodeado de un buen número de chicas. No
habría mucho más que recordar en cuanto a relaciones sentimentales: baste decir que
para entonces ya había sufrido siete u ocho veces de blenorragia, una lamentable
enfermedad venérea.

AÑO 1967
Viajé a Madrid a mis veintisiete años, para conocer una ciudad que sólo
había visto en el cine. La primera noche la pasé en la calle y a la mañana siguiente
recibí en Cáritas siete vales para comidas, con vino o cerveza, en el restauran te El
Criollo, de la calle Barbieri. De las Damas Apostólicas conseguí cama y cena, en

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la calle de Embajadores. Aunque ofrecían esta ayuda por dos semanas, a mi me
alcanzó durante cuatro meses.... hasta que se vieron obligadas a expulsarme a causa de
una borrachera terrible.
Tras pasar dos noches en la calle trabajé en la construcción, cerca del estadio
tras pasar dos noches en la calle trabajé en la construcción, cerca del estadio de
fútbol del Manzanares. Con un pequeño anticipo recibido pude alojarme en una
casa del Paseo de Extremadura, con derecho a comida y ropa limpia.
Otra borrachera me devolvió a colocar en la calle y me dejó sin trabajo. De
nuevo dormí a la intemperie, sostenido tan solo por una comida diaria que me
daban las monjas de la calle Martínez Campos. Mi suerte pareció mejorar cuando
conseguí plaza en el albergue de San Martín de Porres, pero al tercer día me expulsaron
por insultar al sacerdote que dirigía el Centro. No hace falta decir que detrás de
cada altercado se hallaba el impulso malsano del alcohol.
Caritas y el Gobierno Civil de Madrid pagaron mi billete de tren para
Valencia y así pusieron fin a mi primera experiencia en la capital. Mi ciudad natal
me vio regresar una vez más sin dinero, sin casa ni familia, cansado, deteriorado
por el alcohol y sin esperanza.

AÑO 1968
Las Damas Apostólicas me recogieron en una enfermería. La monja
encargada de aquel servicio, sor María, era una religiosa joven y muy hermosa.
Quedé prendado de ella de tal manera que no podía apartar su rostro de mi mente, hip-
notizado por su belleza y bondad para con todos. Una noche, bajo el efecto de varias
copas de más, me atreví a confesarle mis sentimientos; ella me rechazó recordando los
votos religiosos a los que se había comprometido. Pocos días después, sin embargo,
víctima del alcohol, subí a la enfermería gritando y llo rando como un poseso y
quise abrazarla. El escándalo fue terrible y el guardia de seguridad me expulsó del
Centro. Al día siguiente era incapaz de recordar prácticamente nada: el alcohol
estaba produciendo lagunas importantes en mi mente y el embrutecimiento de mi
alma. La superiora del Centro no me permitió regresar y me advirtió que de seguir
bebiendo acabaría mis días muerto bajo un puente del río Turia. Aquellas palabras
me asustaron pero me dí cuenta que estaba esclavizado a una enfermedad diabólica
ante la que nada podía hacer; el alcoholismo era más fuerte que yo y no encontraba
solución salvo que Dios hiciese un milagro en mi favor. Pero,... ¿cómo, si no creía
en Él?
En mi vida he pasado por más de doscientas circunstancias en las que he
estado a punto de morir o por una paliza brutal o por cualquier otra causa. En

29
todas ellas, siempre en el último instante v de forma milagrosa, Dios ha envia da a
sus ángeles en forma de buenos samaritanos para ayudarme, y nunca me sucedió
nada irreparable. Por eso afirmo que mi fé no es una fe ciega: he visto realmente la
mano de Dios sobre mi vida
Trabajé en los hoteles Reina Victoria, Lauria, Roma y Gran Hotel Inglés su-
cesivamente. Del último me despidieron a causa de una gran borrachera, de la que
desperté en una cama de hospital. Por mediación del sacerdote Francisco Yago,
jesuita y escritor, hice un curso de formación en hostelería, en la escuela del PPO.
También con la ayuda de aquel sacerdote tuve un empleo fijo como barrendero en el
Ayuntamiento pero sólo por un breve espacio de tiempo: me expulsaron por culpa de otra
borrachera. Recuerdo que arrojé con rabia a la calle la chaqueta del uniforme, mientras
gritaba obscenidades. Acabé tirado en la acera, recostado sobre la pared, totalmente
inconsciente.
Mi vida era una sucesión de altercados y conflictos. En otra ocasión, en plena
dictadura franquista y durante una Fiesta del trabajo, me hallaba junto a una multitud de
personas que se manifestaban, cuando, sin pensarlo, bajo los efectos del alcohol,
comencé a gritar e insultar a la Policía. Los agentes me subieron a empujones a una
furgoneta, junto con trabajadores y estudiantes, y una vez en las dependencias de la
comisaría me propinaron una paliza terrible. El miedo y el dolor hicieron que se disipara la
borrachera. Pasé día y medio en los calabozos, en un sótano, y la policía me fichó ¡por
formar parte de una manifestación comunista clandestina!
Empujado por un elemental instinto de supervivencia me uní a varios vaga-
bundos, alcohólicos desahuciados como yo. Dormíamos a la orilla del río, tirada en la
hierba bajo un puente, rodeada de ratas y malos olores. Pasaba mucho miedo. Por vez
primera y de forma casi inconsciente, me acostumbré a dormir con dos estampas junto a mi
pecho: una del Cristo crucificado y otra de un sagrado corazón de Jesús. Aquel
acercamiento superficial a la fe no duró mucho: empujado por una borrachera acabé
insultando a Dios y rompiendo aquellas estampas en mil pedazos.
Me seguían persiguiendo las advertencias acerca de mi futuro fatal si no
ponía remedio. Un buen día, apenas recuperado de la última recaída me ví tan solo y
angustiado que llevé mis pasos hasta la Catedral. Allí, arrodillado a los pies de la Virgen
de los Desamparados, patrona de Valencia, recé para verme libre del alcohol y sin
poderlo evitar estallé en amargos llantos.
Así como viajé a Madrid, quise fugarme a la isla de Mallorca. Conseguí de
mi tía Luisa el dinero necesario para el pasaje del barco y me despedí de ella escuchando
sus lamentos. Todavía puedo sentir sus besos de cariño en mi rostro.

30
CAPÍTULO X

HUÍDA HACIA LA ISLA

AÑO 1969
Llegué a Mallorca con veintiocho años, una noche de invierno y, como en tan-
tas ocasiones antes, sin que nadie me esperara y sin conocer a nadie. Dormí varias noches
en la calle: por vez primera me ví obligado a mendigar. Tragándome la vergüenza y
resistiendo el temblor de mis piernas recorrí diferentes hoteles en busca de un poco de
comida. En uno de ellos recibí, además, trabajo: el gran hotel Augusta, en el barrio del
Terreno, me contrató como pinche de cocina y me alquilaron una habitación.
En poco tiempo recuperé mi salud; la salud física, se entiende, porque la salud
mental y espiritual seguían siendo lamentables. Hice amigos, pues siempre tuve cierta
capacidad para atraer los sentimientos de las personas, y así alivié el dolor de la soledad.
Pero seguía derrotado por el eterno problema: el día libre era ocasión para cometer todo
tipo de excesos, lo que me hacia acudir de vez en cuando en busca de la baja médica, y, como

31
consecuencia, cinco meses después terminó aquella etapa.
La liquidación recibida en el hotel desapareció en un santiamén, en el barrio
chino de la ciudad. En aquella época no faltaba el trabajo así que tras varios días en la calle
pude emplearme en el gran hotel Mediterráneo, como ayudante del conserje. Vestido con
uniforme azul claro y gorra de plato ayudaba también en el ascensor y con las maletas.
Las propinas eran muchas y generosas. Incluso llegué a aprender un poco de inglés en
aquel hotel de lujo que albergaba a clientes famosos. En una ocasión llegué a recibir
una propina del presidente de gobierno español, Carrero Blanco. En aquel tiempo me
enamoré de una joven norteamericana, con quien compartí paseos y alegrías. Pero como
tantas veces antes, una borrachera provocó mi despido y, con él, el fin de mis
esperanzas.
Mi siguiente empleo fue en otro hotel, Kontiki, que estaban acabando de
construir. Me dieron plaza como camarero y mientras se inauguraba trabajé con los
albañiles y en la limpieza. Las propinas y los anticipos cipos eran para mí oportunidad
de borracheras y excesos. Quizás por lástima o tal vez porque servía de diversión a
otros, los superiores no me trataban con la dureza que merecía. Los compañeros, sin
embargo, me gastaban a menudo bromas pesadas y se burla- han de tal modo que en
una ocasión, provocado por sus abusos y mi estado de embriaguez, me dejé llevar
por la ira y les insulté gravemente. No me salvé el hecho de estar casi inconsciente:
me rodearon y a punto de lincharme me salvó la intervención de José Luis, un joven
de treinta años, proxeneta, pero que se compadeció de mí y salió en mi defensa
navaja en mano. Ahora pienso que a veces el ángel de la guarda puede tomar
formas y apariencias muy extrañas. Otra vez salvé la vida y otra vez perdí mi
empleo.

AÑO 1970
Buscando trabajo llegué a la bahía de L'Alcudia. Deambulaba por la zona
turística, entre los hoteles, hambriento y arrastrando una vieja maleta. En un arre-
bato lancé la maleta contra unos árboles y así perdí todas mis pertenencias, des-
parramadas por el suelo.
El hotel Los Príncipes me empleó de camarero, con derecho a comida,
cama y ropa limpia. Dormía en una sala con literas para veinticinco personas. El
trabajo era duro y exigente servía en el comedor, También de sornalier con la carta
de los vinos, y ayudaba en la cafetería. Las propinas eran generosas porque los
clientes eran, en su mayoría, gente importante. Aprendí ahora un poco de francés.
Los ratos libres los dedicábamos a participar del ambiente turístico y a disfrutar de
la playa. De nuevo me encandilé de una muchacha, una camarera granadina con la
que, una vez más por causa de mi timidez, fui incapaz de relacionarme.

32
Todas las noches después de la jornada laboral íbamos a la urbanización Las
Gaviotas, para disfrutar de la animación de una conocida cafetería. Mientras mis
compañeros alternaban con las turistas extranjeras yo me dedicaba a beber: en una
jarra de medio litro me preparaban un combinado con pipermín, coantreau,
moscatel, anís, coñac y whisky, rebajado con gaseosa y naranjada. Cuando llegaba la
hora de regresar al hotel era incapaz de andar sin caer por el camino de vuelta,
oscuro, escarpado y lleno de matorrales. Un compañero compasivo me ayudaba cada
noche -a veces cargándome sobre sus hombros- a llegar hasta la cansa.
Cuando terminó la temporada de verano cerraron el hotel. En la fiesta de des-
pedida que celebramos me invadió la congoja y lloré desconsoladamente: vol vía a
encontrarme sólo y desamparado. Me ayudó a sostenerme el ánimo que me
ofreció Margarita, una joven de L'Alcudia, cuyas cartas eran para mí como las
palabras de una verdadera hermana.
En barco llegué a Barcelona, cuyo Ayuntamiento me negó ayuda, pues figu -
raba como repatriado. Soportando el hambre y la soledad fui de un lado a otro hasta
hallar empleo en un almacén de materiales para la construcción. Ya el primer día los
compañeros se apercibieron de mi pobre situación y me invitaron a comer con ellos;
además, el encargado me anticipé un dinero para cubrir los gastos más urgentes.
Unos meses después una borrachera precipité los acontecimientos: me expulsaron del
piso donde me hospedaba y del trabajo.

AÑO 1972
Regresé a Mallorca con treinta y un años pero sólo para cambiar el escenario
de mis tristezas y soledades. Abatido y cansado llegué al Arenal donde me emplearon
en el hotel Bahía de Paleta: tres meses más tarde una borrachera provocó mi
despido.
Trabajé después en el hotel El Pueblo, con capacidad para mil quinientas per-
sonas. Gozaba de la confianza de mi jefe en el economato del hotel, de modo que
en una ocasión tuvo que viajar a Palma, y me entregó las llaves del economato para
que atendiera en su nombre al personal del hotel. En aquel almacén había barriles de
grifo con varias clases de bebida y algunas garrafas ya abiertas. Bebí sin medida y
cuando desperté me hallaba en medio del campo con la noche sobre mi cabeza. No
recordaba nada pero tenía al lado mi maleta: estaba sólo y de nuevo las lágrimas y los
lamentos ale sacudieron desconsoladamente, mientras caminaba sin rumbo fijo.
Poco después eché raíces, unos meses, en el hotel Alejandría. Allí conocí a
una estudiante escocesa con quien compartí un mes maravilloso. Ella estaba enamorada
de mí y paseábamos juntos por la isla. Después, cuando marchó, mantuvimos
correspondencia durante varios años.

33
Pero yo seguía emborrachándome todas las noches. Un médico ele diagnos-
ticó alcoholismo crónico y me advirtió que moriría joven si no dejaba el alco hol;
me dio la baja médica por dos meses y me receto Anta bus, unas píldoras que producían
rechazo al alcohol. Por vez primera en muchos años estuve dos meses sin beber
pero, cuando pasó el tiempo, lo "celebré" entregándome de nuevo a la bebida. Me
despidieron del hotel con pesar; ya que me consideraban una buena persona e
incluso me ofrecieron trabajo para cuando dejara la bebida. El caso es que me hallé
de nuevo perdido y solo. Rabia conocido una joven murciana de la que me enamoré
pero me ví obligado a olvidarla. En realidad nunca tuve novia; todas mis relaciones
han sido con prostitutas y aun para estos encuentros necesitaba del alcohol para vencer
mis complejos y vergüenza.
En los meses siguientes trabajé en hoteles de Porto Cristo, Cala D'Or, Porto
Colom, Bahía de Pollensa, Can Picafort, Costa de Canyamel, Cala Ratjada, Ca la Mil
lor, etc. Estaba muy poco tiempo en cada lugar: las continuas borracheras seguían
acarreándome problemas graves; en el Eurohotel, en la Costa de los Pinos, entre Artá
y Capdepera, me salvó la vida la ayuda de Luis, un joven madrileño que salió en mi
defensa cuando estaba a punto de recibir una brutal paliza.
También en los hoteles Ravenna. Los Tordos y Los Mirlos, en Calas de
Mallorca a ochenta kilómetros de Palma, tuve problemas graves y en todas estas
ocasiones salí ileso gracias a la ayuda de Dios. Algunas personas de buen cora zón
me auxiliaron de distintas maneras, como aquellos compañeros de trabajo que
hicieron una colecta especial para que pudiera volver a la ciudad.
El alcohol me destrozaba día a día. En una de aquellas ocasiones fue tanto lo
que bebí que aparecí a veinte kilómetros de distancia, incapaz de recordar nada
cuando desperté y con medio cuerpo colgando sobre un acantilado sobre el mar. Al
parecer había estado caminando toda la noche hasta que caí sin conocimiento. Sólo
Dios con Sus ángeles me salvaron de una muerte segura. Por aquel entonces, yo
había pasado de ser ateo radical a ser un simple agnóstico.
Alternaba borracheras, calamidades con trabajos en urbanizaciones de Palma
Nova, Magalluf. Santa Ponsa y Paquera, llegando a trabajar en seis hoteles distintos
en la misma semana.
Los problemas se amontonaban. Enfermé muy gravemente de sífilis, fui
detenido por molestar a una mujer y, en la comisaría, recibí una severa paliza que
vino a agravar mi deteriorada salud. Empecé a robar alcohol. Una noche entré a
escondidas al hotel en el que trabajaba, forzando una ventana. Al pasar junto al
comedor descubrí una jara de sangría y algunas botellas de vino y cava en una
estantería alta. Al subirme a la estantería todo se vino abajo cayendo sobre mí con
gran estruendo: centenares de copas y tazas se precipitaron al suelo. Como pude,

34
llegué al dormitorio y aparenté dormir para evitar que me descu brieran y me
expulsaran del trabajo.
En un hotel me enamoré de una camarera y estando borracho me mostré gro-
sero con ella. Su familia, armada con palos, estuvo a punto de lincharme. Dios
envió dos ángeles para ayudarme: dos camareros nobles y buenos que hicieron
desistir a los agresores. Y es que, efectivamente, como dijeron, "no merecía la pena
mancharse las manos con un borracho corno yo".
Pasé varios días mendigando comida y durmiendo en la calle, hasta que me
emplearon de lavaplatos en los hoteles Barbados y Antillas. El jefe del hotel,
compadecido de mi estado me siguió ofreciendo gratuitamente comida y alojamiento
dos meses después de finalizado el contrato.
Del hotel Honolulú me despidieron por mi aspecto desaliñado. Apenas podía
caminar, estaba seguro que iba a quedar paralítico y salí del hotel prácticamen te
arrastrándome, mientras todo a in alrededor parecía dar vueltas. Me derrum bé junto
a un árbol y cuando desperté, de madrugada, me habían robado el dinero de la
liquidación. Aunque conseguí trabajo después en el hotel Delfín Playa, eran tan
continuas las borracheras que me volví a estar pronto en la calle, una vez más
sumergido en la soledad, con el alma por los suelos y a merced de la desesperación.
Los clientes del bar Bolera me invitaron a café y me hablaron de una
plaza de lavaplatos en el hotel Rembrandt. Allí me emplearon y disfruté además de
buena comida y habitación. Tenía miedo de beber, el alcohol me hacía mucho daño,
pero no podía dejarlo para vencer aquella inclinación decidí entregar mi dinero a un
amigo; pensaba que sin dinero en el bolsillo sería más fácil vencer la tentación. Y
pasé tres meses sin beber hasta que una tarde, tentado por el diablo, me tomé una
copa: fue la locura. No me detuve hasta conseguir que mi amigo me entregara
todo el dinero que guardaba. No me mató el alcohol de puro milagro.
Estuve durmiendo en la playa ocho o diez días y mendigando comida por los
restaurantes.
Tres camareros amigos míos, socios y dueños del bar Bolera y la cafetería
Rex, que estaba al lado, me ofrecieron empleo a cambio de comida y las propi nas;
además me pagaban la habitación en un hostal. Un buen día uno de ellos se casó
con una joven portuguesa y me ofrecieron hacerme cargo del bar durante los quince
días que duraría su viaje de novios a Portugal. Acepté porque me ofrecían una
cantidad importante de dinero. Pero a los cuatro días de comenzar me invadió aquella
sed diabólica que me sacudía de vez en cuando: quedé hipnotizado mirando las
estanterías repletas de licores y probé un concentrado de brandy francés... ya no me
pude detener. Cuando llegó la noche estaba sentado en la acera, recostado en la
pared, con cara de estúpido, mientras todo parecía girar a mi alrededor. La gente

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que me observaba tuvo que cerrar el bar y llamar al dueño a Portugal.
Otra noche, atravesé embriagado y casi inconsciente un cruce de tres
carreteras, de un lado a otro durante varias horas. La gente a mí alrededor y desde
las ventanas no dejaba de gritar convencida de que un coche me atropellaría en
cualquier momento, la oscuridad, el cruce sin semáforos y la gran velocidad de los
vehículos les hacían temer lo peor. Pero nada ocurrió y al día siguiente yo era
incapaz de recordar lo sucedido. Dios seguía cuidando de mi vida y librándome de
la muerte que con mis excesos parecía buscar.
Más tarde Me trasladé a Palma de Mallorca; en el albergue de Ntra. Señora de la
Sapiencia me dieron cama sin límite de tiempo, lo que supuso un verdadero ah- vio.
Además nos daban comida todos los días en el Auxilio Social y un bocadillo por la
tarde en un convento de monjas. La religiosa que se ocupaba de la recepción en el
albergue me tomó especial afecto; los sábados me invitaba a su casa a merendar y así
conocí a su madre, una mujer muy enferma. Por primera vez, comencé a asistir con ella a
misa, los domingos por la tarde. Seguía siendo agnóstico pero el servicio religioso me
agradaba y traía serenidad a mi espíritu. Aquella religiosa me puso en contacto con un
grupo de terapia: la Asociación para el Tratamiento del Alcoholismo (A.T.A.), que
ofrecía ayuda sicológica y psiquiátrica. Con su ayuda conseguí estar cuatro meses sin
beber -un verdadero récord para mí- pero el primer trago era en mi caso rodar de nuevo pen-
diente abajo.
El alcoholismo no tiene cura, solo puede detenerse la enfermedad absteniéndose
de beber, y aun en tal caso, si no se produce un nuevo nacimiento en espíritu, la
enfermedad acostumbra a progresar manifestándose con "borracheras secas", recaídas
emocionales y depresiones; en definitiva, con una vida ingobernable.
El albergue donde dormía estaba regido por el sacerdote mallorquín Jaime
Santandreu, excomulgado de la iglesia Católica por defender a trabajadores, pobres y
marginados, por enfrentarse al poder, en general. Era escritor y poeta galardonado: había
recibido, entre otros, el premio Ciudad de Palma.
Mas tarde ingrese en el Puig D'eus Bous (Son Roca), a las afueras de la ciudad.
Era una comunidad rural donde vivían drogadictos, alcohólicos y enfermos mentales. Nos
ofrecían pensión completa y disponíamos de salón de juegos y cafetería; hacíamos trabajos
manuales artesanales que después se vendían en los rastros. Así me mantuve siete meses sin
beber, ayudado por un fármaco llamado "Colme". Había batido mi propio récord de
abstinencia... pero sufrí una recaída terrible y perdí todo lo que había recuperado.
Regresé al albergue de Ntra. Señora de la Sapiencia, bebiendo y mendigando de nuevo.
Un grupo "selecto" de marginados, casi cuatrocientas personas, iniciamos una
huelga para conseguir trabajos comunitarios del Ayuntamiento. Nos apoyaban el sacerdote
Jaime Santandreu, un abogado catalán, dos asistentas sociales, varios estudiantes, y

36
algunas familias gitanas. Acampamos en la plaza Mayor, con grandes pancartas, sacos de
dormir y mantas, además de un numero elevado de botellas de vino y cerveza. Aunque
contábamos con la solidaridad de algunos vecinos, que nos daban comida y dinero, a los
tres días la policía nos desalojó con violencia desmedida. No cejamos en el empeño y
trasladamos nuestra protesta a la plaza de España. Para llamar aún más la atención varios
compañeros subieron hasta el punto más alto de la estatua del rey Jaime I y se ataron con
cadenas. De nuevo fuimos desalojados por la policía y de nuevo nos reorganizamos,
iniciando una marcha hasta el Ayuntamiento para hablar con el alcalde, al grito de
"¡queremos trabajar!" Ni que decir tiene que yo participé en aquella marcha, borracho.
Policías antidisturbios nos expulsaron del Ayuntamiento, pero quedamos acampados
frente a sus puertas. Finalmente, días después y a causa de la presión social creada, nos
ofrecieron tres contratos de quince días cada uno, con alta en la Seguridad Social, en
restauración y limpieza, además de mes y medio de subsidio y la posibilidad de dormir en
el albergue municipal.
Dado que mi problema de alcoholismo se agravaba empecé a asistir a las terapias
de Alcohólicos Rehabilitados y de Ex-alcohólicos Españoles,... pero sin resultado alguno.
Una amiga monja gestionó mi ingreso en una granja de desintoxicación y rehabilitación
llamada C'an Gazá, a las afueras de la ciudad, junto con enfermos mentales, drogadictos y
algún marginado. Como era de suponer, el ambiente resultaba infernal, con recaídas de los
internos y continuas peleas. Por medio de una asistenta social comencé a cobrar un subsidio
de desempleo durante dieciocho meses y estuve nueve meses sin beber, con la ayuda de
diversos fármacos.
La vida en la granja de rehabilitación era demasiado monótona para mí, de
forma que, aprovechando que disponía de dinero pedí permiso al director del Centro para
montar allí mismo una pequeña cafetería. Recibí el permiso pero los resultados fueron
desastrosos, porque los internos pasaban desde la calle botellas de ginebra y ron que
escondían entre los árboles, para preparar combinados de alcohol. Como era previsible, al
poco tiempo estalló una pelea descomunal que provocó la expulsión de varias personas,
entre las que yo me encontraba.
Todavía contaba con varios meses de subsidio y alquilé un piso, viejo pero
grande, en el barrio antiguo de la ciudad. Seguía asistiendo a misa y me arrodillaba en las
Iglesias, de manera devota, pidiendo a Dios que me liberara del alcohol. Mi amiga
Isabel Pomar, una joven mallorquina, marchó de misionera a América Central y mi
amigo Miguel También se fue de misionero; con ambos mantenía una correspondencia que
me servía de estímulo y ayuda. Yo mismo realicé ejercicios espirituales en un monasterio
de la montaña, con la ilusión de ser misionero cuidando leprosos. El posible
planteamiento de un misionero borracho y además enamoradizo, resultaba inconcebible.
La soledad me hizo llevar al piso alquilado a gente de todo tipo: alcohólicos,

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vagabundos, mendigos y algún enfermo mental. Llegamos a ser nueve personas
y yo me ocupaba de cocinar para todos en una olla grande. Un mal día recaí: bebí
gran cantidad de anís y vodka y desperté en las urgencias de un hospital.
Estuve ingresado durante más de quince días; cuando me dieron el alta y
regresé descubrí que el piso había sido precintado y habían cambiado la cerra dura.
Alguien, aprovechando mi enfermedad, había engañado a la dueña del piso,
diciéndole que yo había regresado a mi tierra por la muerte de un familiar, y con
aquel pretexto reclamó el depósito económico del alquiler. En definitiva, me vi. de
nuevo en la calle y no tuve más solución que alquilar una habitación en la primera
pensión que encontré.

CAPITULO XI

LA LLAMADA
AÑO 1980
Tenía treinta y nueve años cuando, paseando una tarde por la plaza Mayor,
me llamó la atención la presencia de un numeroso grupo de personas congregadas.
Eran miembros de la Iglesia Evangélica. Tras ellos había un entarimado donde
actuaba el grupo "Maná", de Burgos, y cuando ellos terminaron comenzó a pre dicar
Fernando Vangioni, un pastor sudamericano. Su mensaje me conmovió, las
lágrimas saltaron a mi rostro y cuando preguntó quiénes estaban dispuestos a

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recibir a Dios en sus vidas pasé adelante con otras personas y me arrodillé. Me
obsequiaron con una Biblia y me invitaron a visitar su iglesia, en la calle Murillo.
Antes de marchar el pastor oró por mí poniendo sus manos sobre mi cabeza. Yo le
dije que no tenía mucha fe, que había dado aquel paso únicamente de forma egoísta,
que sólo procuraba ser feliz. Fernando Vangioni me res pondió que Dios me amaba
a pesar de todo, y que la obra que Dios comenzaba en una persona la desarrollaba
por completo, "a Su manera, eso sí".
Me integré en aquella iglesia y desapareció el sentimiento de soledad que me
había acompañado por tantos años; ahora pertenecía a una comunidad y tenía
verdaderos amigos. La ayuda de Javier Díez, el líder espiritual que me fue asignado,
fue decisiva. Él me guardaba el dinero que recibía del subsidio y me ayudaba a
administrarlo. José Luis Gómez Panete, el pastor de la iglesia, me trataba con
mucho cariño y a la vez con la disciplina que yo necesitaba para enderezar mi vida.
Después de nueve meses en aquellas condiciones magníficas volví a
beber. Fui a la iglesia para que Javier me entregara todo mi dinero; él se resistía a
hacerlo a la vista de mi situación pero el pastor Panete le pidió que me lo diera:
"somos libres", dijo. En realidad, yo seguía siendo esclavo del alcohol. Gasté el
dinero con la primera borrachera y, ya con el subsidio agotado, regresé a la vida en la
calle y la mendicidad.
Al mismo tiempo recibí cartas casi simultáneas que me informaban de
las muertes de mi tía Luisa, la hermana de mi padre, y de mi madrastra, tía Tereseta. La
primera fue la mujer que más me quiso; cada vez que nos reencontrábamos me comía a
besos. Siempre vió en mi el niño desamparado e indefenso que fui aunque poco pudo
ayudarme a causa de su alcoholismo. También me apenó la muerte de mi tía Tereseta
porque especialmente en los últimos años habíamos estado muy unidos, como verdadera
familia.
Tengo la convicción, personal y sin fanatismos, de que mi madre, que fue una
creyente muy sincera, antes de morir intercedió a Dios por mí para que me protegiese. Lo
mismo sucedió con mi madrastra, tía Tereseta; poco antes de morir se procuró noticias
mías a través de otro pariente y murió días más tarde mientras pedía a Dios en mi favor.
Fue También una mujer de fe.
En aquella situación me encontró de nuevo por la calle el pastor José Luis
Gómez Panete. Se compadeció de 3n í y para ayudarme me llevó a trabajar al Hogar del
Sol, una residencia de ancianos dependiente de su iglesia que dirigía un ex-sacerdote
católico, ahora casado. Era un centro pequeño pero que disponía además de granja, huerto
y jardín, situado en el pueblo de Santa María, cerca de la ciudad de Palma. Aquel lugar era
un pequeño paraíso en este mundo infernal y allí comencé a trabajar a cambio de "pensión
completa" y una buena gratificación mensual. Conocí un matrimonio muy peculiar: ella

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tenía noventa años, de nacionalidad rusa y con un pasado destacado como célebre cantante de
ópera; su marido era inglés, casi con la misma edad y había sido cónsul en España:
también residía una anciana de Ibiza, con noventa y cuatro años, en una silla de ruedas, y otra
anciana de Valencia que padecía el mal de Alhzeimer. En general todos los internos me
tomaron mucho cariño. Compré una motocicleta a plazos y todo marchaba a la perfección
hasta que vino también a colaborar una joven suiza, Cornelia, hija de un pastor
evangélico.
Era el rostro más hermoso que había visto jamás, de carácter excelente, y apenas
la ví sufrí un impacto total, aunque la doblaba en edad. Pasó un tiempo hasta que
comenzamos a tratarnos y después fue desarrollándose una buena amistad, íbamos en la
moto a tomar café a un pueblo cercano, pasábamos juntos el día libre recorriendo las
urbanizaciones más turísticas (Soller, Cala Millor, ...). Ella me enseñaba algo de alemán y
yo procuraba ayudarle en su español. Nunca me atreví siquiera a rozarle la mano por
causa de mi viejo complejo de inferioridad y timidez. Pero todavía hoy su recuerdo
conmueve mi alma. Y conservó un poema que escribí para ella:

AMOR IMPOSIBLE
Eres de belleza fresca
más hermosa que tina flor,
eres la mujer más buena
que en mi vida he visto yo.
Desde el día en que te ví
yo me enamoré al instante,
te llevo dentro de mi
ya nunca podré olvidarte.
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Es tu alma candorosa
lo que a mi me ha cautivado,
y te comparo a una rosa
por eso me he enamorado.
Eres tu mi amor eterno
porque antes de conocerte,
ya te llevaba por dentro
y te querré hasta la muerte.
Y en todo momento
estoy pensando con loco anhelo.
y de noche yo te veo
en mis sueños cuando duermo.
Pido a Dios que llegue el día
que muy juntitos los dos,
nadie pueda separarnos
Del camino del amor.
Y casi todas las noches
las paso llorando yo,
por este amor imposible
que hiere mi corazón.

En el hogar de ancianos colaboraba También Juan Carlos, un joven ex-


drogadicto que ahora se ocupaba de la Escuda Dominical en la iglesia y de la
evangelización de los niños; se había instalado en Palma en un piso de alquiler y me
dejó su dirección por si en alguna ocasión quería ir a vivir con él. Como siem pre
había sido un soñador y un aventurero en busca de independencia y liber tad, un día
sin pensarlo más anuncié que abandonaba mis obligaciones en el Hogar del Sol. En
la despedida algunos de los ancianos lloraron de tristeza y yo me comprometí a
visitarles semanalmente.
En Palma de Mallorca Juan Carlos puso a mi disposición una habitación en
su piso. Igualmente acogió a un inválido, miembro de la iglesia, huérfano y que se
ganaba la vida vendiendo lotería, y aun recibió en su casa a una tercera persona, un

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enfermo mental, nacido en Bilbao, cojo, que tomó por mí gran amis tad y afecto y a
quien acompañé en su muerte. Tiempo después, en una pobre pensión. Juan Carlos
compartía conmigo su comida y me consiguió además un puesto de venta de
periódicos en la calle San Miguel, _junto a una iglesia católica. Aquella ocupación
se me daba bien y en poco tiempo tuve un buen número de clientes fijos; con el
porcentaje que me quedaba y con lo que sacaba de la venta de periódicos extranjeros,
golosinas y alguna bisutería, ganaba un buen sueldo.
Cornelia dejó también el hogar de ancianos y se instaló en una residencia de
señoritas, dependiente de la Iglesia Católica, y que pagaba con la ayuda men sual
que recibía de su padre. Venía a visitarme todos los días al puesto de periódicos y de
vez en cuando comíamos juntos en casa. Lo cierto es que me ofreció algunas
esperanzas aunque ya me había visto borracho en alguna ocasión. Seria precisamente el
alcohol quien nos apartaría definitivamente. Después de varios meses sin beber, un
día sufrí una "compulsión" irresistible. Una necesidad imperiosa e irrefrenable de
beber que ningún poder humano podría detener.
Creo que bebí más que nunca, con una sed insaciable y destructiva. Cuando
llegó Cornelia tuvimos una discusión tremenda y en un ataque de locura le grité que
se volviera a Suiza, que se olvidara de mí. Ella se asustó, se marchó y ya nunca
más volví a verla. Aunque le escribí cartas por más de siete años nunca logré que
me contestara, solo su madre lo hizo en alguna ocasión. Aquel terri ble día terminó
de la peor manera: di una patada a la mesa de los periódicos y todos se
desparramaron por el suelo. Terminé llorando en la acera hasta que perdí el
conocimiento.
Desperté al día siguiente con una resaca terrible, desolado, sin trabajo y ade -
más sin vivienda, de la que también me echaron por mi mala conducta. Durante
cuatro meses tuve que vivir en una casa abandonada y medio derruida. Mal ganaba
la vida mendigando y para mi vial -aunque parezca una contradicción- la gente era
generosa conmigo. Esto se convertía en una desgracia para mí, por que aquellas
limosnas sólo me servían para procurarme nuevas borracheras. Así seguí hasta que, en
uno de mis escasos momentos de lucidez, logré, a través de una monja, que me
ingresaran en el pabellón de alcoholismo de la Clínica Mental Provincial de Palma
de Mallorca.
Estuve hospitalizado durante varias semanas, con buena alimentación y un
tratamiento médico adecuado. Hasta aquel lugar venían todos los domingos a
visitarme muchos amigos de la Iglesia Evangélica para darme ánimo y esperanza.
Cuando la doctora me anunció el alta dada mi mejoría física, me aterro ricé: el
invierno se acercaba y me veía a mí mismo dando tumbos por las calles. Pero no
estaba todo perdido. Dios, que siempre había mandado un ángel para ayudarme en

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cada necesidad a pesar de mis errores, Dios, a quien llamo Padre y que jamás me
ha desamparado, fue preparando las cosas para todo lo que iba a suceder a
continuación.
Al salir de la clínica obtuve un buen puesto de venta de periódicos junto a
la iglesia de San Sebastián, haciendo muchos clientes y obteniendo muy buenas
ventas, los responsables del periódico me prometieron el alta en la Seguridad
Social, y disponía de un buen alojamiento. Pero el diablo del alcohol tenía sus
propios planes para mí. Apenas pasado un mes, una ingesta abusiva de alcohol me
llevó de nuevo al hospital. No podía caminar, estuve a punto de quedar invá lido y
tardé más de quince días en recuperarme. Pienso que de nuevo Dios se compadeció
de mí y no permitió que muriera de aquella sobredosis.
A pesar de mi debilidad, no me faltaba la ayuda. De nuevo pude
emplearme en la venta de periódicos a los conductores, junto a un semáforo de las
Avenidas. Aquel sistema de ventas fue prohibido, tiempo más tarde, cuando en el
mismo lugar donde yo me instalaba murió un vendedor, atropellado. A mí nunca me
ocurrió nada. Hoy me doy cuenta que ciertamente Dios había comenzado una obra
en mi vida que no iba a dejar a medias, aunque Su mano y Sus propósitos son a
veces imposibles de entender, porque Sus caminos no son los caminos del hombre.
Me alojaba en una triste pensión, con un ambiente infernal donde las peleas
eran muy frecuentes. La cama que ocupaba estaba llena de chinches al punto que
era prácticamente imposible dormir en ella. Era un lugar terrible y terrible fue su
final: un borracho asesinó a la dueña e incendió la casa.
Por las tardes visitaba un convento de frailes franciscanos donde
Margarita, una mujer de Acción Católica, repartía bocadillos y medicinas. Tomó
afecto por mí y en ocasiones me invitaba a su casa; también hice buena amistad
con su esposo. Con el paso del tiempo me he dado cuenta de cómo personas de
buenos sentimientos me han ayudado y acompañado siempre, de forma que a
través de ellos he podido recibir el cuidado de Dios. Aquella mujer pasaba cada
mañana por mi puesto de venta, compraba varios periódicos, me daba una buena
propina y me obsequiaba una bolsa de fruta o un frasco con caldo caliente. Por mi
parte, seguía mostrando el lado más bajo de mi carácter: todo lo que recibía lo gastaba
en bebida.
Cierto día comencé muy temprano a beber anís y ginebra de forma compul-
siva; a las tres de la tarde estaba completamente borracho y bajo los efectos de una
especie de locura transitoria. De una patada lancé la mesa de los periódicos por los
aires. Apenas podía mantenerme en pie y me sujetaba como podía con tra una pared.
Como hacía viento las hojas corrían por toda la calle, aun sobre los árboles.
Mientras, gritaba como un poseso contra los reyes de España y todas las

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autoridades. Cuando pasó el ataque de ira quedé en un estado de confusión absoluta,
no recordaba riada pero lo cierto es que a mí alrededor se había congregado una
verdadera multitud y varios policías se acercaban con intención de detenerme. Justo
en aquel instante apareció un "ángel", un hombre alto y bien vestido, que se
interpuso y hablando con mucha educación logró convencer a los policías de que me
dejaran marchar porque apenas era un pobre diablo, enfermo e inofensivo. Y me
dejaron ir.
Forcé la puerta de una casa abandonada, cerca de la iglesia evangélica que
había conocido un tiempo atrás, y allí me instalé. Daba miedo entrar en ella por la
noche, tal era su estado de miseria y suciedad. Ocupé mucho tiempo en lim piarla y
procuraba iluminarla con algunas velas, pero no conseguía evitar un sentimiento
terrible de soledad cuando me recogía en aquel lugar, de modo que llegué a compartir
aquel techo con seis personas: una parejita de novios menores de edad que habían
escapado de casa de sus padres, un anciano que no tenía donde dormir, un alcohólico,
un homosexual y un hombre alcoholizado, que sufría ataques de epilepsia, ¡qué
gran familia!
Siempre teníamos a mano una garrafa de diez litros de vino, una caja de bote-
llas de cerveza y alguna botella de ron o ginebra. Todos nos dedicábamos a la
mendicidad y yo, que parecía el menos loco, me encargaba de administrar los fondos.
El enfermo de epilepsia cobraba una pequeña mensualidad y el día que recibió la
paga extra de Julio compramos una garrafa de vino dulce de misa ("lágrimas de
Cristo"). Aquel día la casa parecía un verdadero manicomio. Cuando estaban
todos borrachos lile escabullí para gastar el dinero que aún quedaba, en el barrio
viejo. No me atreví a regresar a casa por ni ledo a su vengan za; tampoco podía
deambular por las calles porque debía mucho dinero a otros repartidores de periódicos
y algunos eran de carácter violento: sabía que en una ocasión le habían roto la
cabeza y un brazo a un joven que les debía dinero.
En aquellas circunstancias me halló el subdirector del periódico "El Día". Me
perdonó la deuda que tenia con él y me ofreció trabajo en su casa; a cambio, yo
tendría asegurada comida, habitación y una pequeña gratificación en dinero.
Acepté enseguida porque estaba durmiendo en la calle y me encontraba muy mal
de salud. Me llevó a su casa, un apartamento de altísimo nivel en el paseo marítimo,
cerca del Club de Mar donde el rey de España tenia su yate, se respiraba por todas
partes un ambiente señorial. Me presentó a su esposa y sus dos hijos, me enseñó mi
habitación y me instaló allí Me compraron uniformes de mayordomo y cocinero;
me ocupaba de hacer la compra, limpiar la casa, hacer la comida, asear a los niños,
pasear los perros, hacer de camarero, atender las visitas... Me tomaron mucho cariño
pero les abandoné a los dos meses: las bebidas del minibar fueron una tentación

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demasiado fuerte que no pude resistir.
Después de varios días de vagar por las calles, viviendo de la mendicidad y
cayendo en una borrachera tras otra, aterrorizado y escondiéndome de los acreedores,
acabé durmiendo en los sótanos de unos viejos molinos. En la actualidad han sido
restaurados pero entonces eran oscuros, llenos de suciedad, sin ventilación y con un
ejército de ratas y cucarachas. Tenía por compañía a ocho o nueve alcohólicos, casi
todos violentos. La vida se reducía a la mendicidad por las mañanas para regresar al
molino cargado de botellas de vino y cerveza. En algunas ocasiones hacíamos
fuego para guisar cualquier cosa, lo que mantuvo que, aunque una vez tuvieran que
intervenir los bomberos para apagar el fuego que habíamos provocado. Yo soñaba
con salir definitivamente de la isla y viajar a Barcelona, pero ni lo permitía mi
condición, ni los propósitos de Dios, aunque yo no lo reconocía así.
En la parte trasera de la iglesia evangélica que había conocido había un
jardín con una fuente y una gran terraza donde se veía una especie de bar con muchas
mesas. En la fachada exterior estaba dibujada una gran silueta de Jesús de Nazaret, con
el brazo extendido e indicando con el dedo la puerta de entrada. En un letrero se
podía leer: "El vive. Entrada gratuita". Aquel lugar estaba destinado a la
evangelización durante el verano: era un rincón que guardaba una temperatura
agradable y lo cierto es que siempre había mucha animación. En unas mesas se
debatía sobre la Biblia, en otras se cantaba con la ayuda de guitarras, y en otras se
vela a la gente charlar animadamente en un ambiente muy atractivo. Llamaban a
aquel lugar "El molino", porque estaba frente a los viejos molinos donde yo vivía, o
mejor dicho donde me estaba muriendo poco a poco. Para librarme de la soledad,
comencé a frecuentar aquel otro "molino"; allí pasaba todas las tardes hasta que
cerraban a medianoche.

CAPÍTULO XII

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EL BUEN SAMARITANO

AÑO 1983
Corría el año 1983; yo tenía cuarenta y dos años, y mi estado había llegado
a ser verdaderamente lamentable. Estaba alcoholizado y consumiéndome día a día.
Fue entonces cuando Dios me socorrió por medio de uno de sus ángeles protectores.
El pastor de la iglesia, José Luis Gómez Panete, se había dado cuenta de mi
necesidad y después de hablar con los responsables de la iglesia decidieron proponerme
que ingresara en la granja de recuperación que una comunidad evangélica dirigía en
Amposta (Tarragona). El ingreso era muy difícil por las muchas demandas que
tenían pero el pastor hizo uso de toda su influencia y consiguió que me
admitieran. Una tarde habló conmigo para decirme que tenían una plaza para mí; si
estaba dispuesto a ir, añadió, él mismo me acompañaría. Le dije que sí.
Volamos primero a Valencia, mi tierra (después de mirar desde la ventanilla
del avión creo que jamás volveré a volar). Fuimos al Cabañal, el barrio donde había
nacido, para visitar a José Ortega, pastor de la iglesia evangélica. Comimos en su
casa y en coche viajamos hasta Amposta, donde me presentaron al pastor que, con su
familia, vivían en la granja. Conocí después a los jóvenes ingresados, todos
heroinómanos excepto un alcohólico de mi edad que recayó poco después y murió
en el hospital de Tortosa.
La finca era grande. Tenía una nave gigantesca de esos pisos, con instalacio-
nes modernas para la cría de pavos (siempre tentamos 'treinta mil animales en
producción), había también vacas, ovejas y toda clase de animales domésticos, a la
vez que una gran extensión de campos sembrados.
Nos levantábamos a las seis de la mañana y aparte de un par de lloras diarias
dedicadas al estudio bíblico y la oración, el resto del tiempo trabajábamos y bien
duro. Estaba prohibido fumar y tomar café o coca-cola. Los domingos
marchábamos a la iglesia (bien vigilados) y los sábados los dedicábamos al
deporte. Las peleas entre aquellos jóvenes eran frecuentes pero el pastor y su
familia intervenían tantas veces como era necesario para restablecer la paz.

Después de cinco meses en la finca me sentía físicamente muy recuperado


(cosas bien distintas eran el espíritu y la mente). Echaba en falta tener algo de dinero
en los bolsillos y echaba en falta también la bebida. Decidí marcharme. Pedí al
pastor algo de dinero para viajar a Valencia y, aunque al principio se resistieron, al
verme tan decidido me lo dieron. Ya en la estación del tren, antes de salir hacia
Valencia, Tomé un par de cervezas para hacer tiempo. Esa era siempre mi verdad
pero le realidad es que me despertaron al final del trayecto en Barcelona. Era de

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noche, estaba mareado, con un terrible dolor de cabeza. Pasé la noche en los sótanos
de la plaza de Cataluña, durmiendo en el suelo sobre unos cartones.
Desperté tiritando de frío y me sumé a la cola de mendigos que esperaban un
plato caliente en un comedor de caridad. Junto a mí reconocí a un mallorquín que
había trabajado conmigo en un hotel. Me uní a él que tenía mayor expe riencia en la
vida de aventura y nos dedicamos a tocar la armónica en la calle para juntar algunas
monedas. Con ese dinero viajamos hasta Lérida, donde nos encontramos con que el
albergue municipal estaba lleno así que compramos unos bocadillos y dos botellas
de vino y "animados" por el alcohol comenzamos a recorrer los comercios y las
casas pidiendo alguna ayuda. Recibimos suficiente para dormir aquella noche en una
pensión y comprar billete para Gerona (sólo para in i. porque mi amigo viajaba
siempre a escondidas).
En Gerona nos instalamos en un albergue a las afueras de la ciudad, en la
montaña, regido por monjas católicas. Nos dieron cobijo durante cinco días, con
desayuno, comida y cena, también ropa nueva. Terminado el plazo señalado
viajamos a Tarragona pero yo comenzaba a estar seriamente preocupado: se acercaba
el invierno y aquella clase de vida era fatigosa y llena de peligros. Pregunté a mi
amigo si había algún albergue donde fuera posible resguardarse indefinidamente y me
habló de un centro en Murcia, -Jesús abandonado-, donde no había limite de
tiempo `y disponían de un comedor que ofrecía comidas y cenas todo el tiempo
necesario. Decidí que aquel seria mi siguiente destino.
Todavía en Tarragona, nos instalamos en el albergue que Caritas nos
proporciona, un piso muy grande con cuatro habitaciones y doce personas durmiendo
en cada una de ellas, en el que, a cambio de recibir todas las comidas del día teníamos
la obligación de bañarnos. La religiosa al cuidado de aquel lugar se ocupaba de
ayudar a los más ancianos y atender a los enfermos en sus necesidades. Después de
cuatro días emprendimos viaje a Castellón, siempre hacia el sur, camino de Murcia.
Esta vez mi amigo no tuvo la fortuna de otras veces: el revisor le sorprendió sin
billete y le obligó a bajar del tren en la primera estación. Yo quise quedarme con
él, por solidaridad, pero mi amigo no lo permitió y me animé a seguir hasta
Murcia.
En Castellón recibí la ayuda del área social y me concedieron tres días para
dormir y cenar en un albergue. Pasé después por Villarreal, una población agrí cola
donde a pesar de todo no pude hallar ningún trabajo: sin embargo me concedieron
albergue por cinco días más y ropa limpia. Más tarde, en Burriana, el párroco de una
iglesia católica me dio dinero para viajar hasta Valencia y también para comer. Una
vez en valencia conseguí habitación y comida en el albergue de las Damas Apostólicas
del Sagrado Corazón de Jesús; aunque había sido expulsado de aquel centro tiempo

47
atrás, la dirección había cambiado y no tuve ningún problema.
En Valencia me reencontré con algunos de mis tíos y también con vecinos y
conocidos de la infancia. Ninguno quiso ayudarme y de hecho algunos se apar taban
de mí: casi siempre me dirigí a ellos en un estado lamentable de embriaguez, ya que
bebía para tener valor de pedirles ayuda. Quien nunca me abandonó a pesar de todo
fue Dios y este libro da testimonio que es verdad.
No recuerdo como logré viajar a Alicante pero lo cierto es que pude llegar al
albergue de aquella ciudad. Al día siguiente comencé viaje a pie con dirección a
Murcia, pasando por muchos pueblos, donde pedía ayuda en los ayuntamien tos. Por
fin, cansado y hambriento, llegué a mi destino. Quedaba una plaza en el albergue
y me la concedieron (qué "casualidad" que me aguardara aquella plaza, aun siendo
tan tarde). Era un lugar pequeño, habitado por alcohólicos como yo y enfermos
mentales, hacinados en literas de cuatro alturas. El ambiente era demencia', con
peleas y altercados continuos. Me gustó la ciudad y la gente de Murcia. Cada día
acudía a un comedor de Caridad regido por religiosos, donde me ofrecieron comida
sin límite de tiempo. Encontré una bolsa con plomo y cobre, que llevé a vender. Así
conocí a Cayetano, el dueño de la chatarrería, que llegó a ser un buen amigo, y por
el que supe que cartones y periódicos se pagaban muy bien. Aquella posibilidad
me sirvió para hacerme con un poco de dinero pero acarreaba consigo el peligro de
que me haría el vino aún mas accesible, porque en aquella ciudad era muy barato
(un vaso de vino once pesetas, la copa de anís a sesenta pesetas).
Cayetano me compró un triciclo con el que podía cargar 200 kilos de
chatarra, así que pasaba el día recorriendo las calles y cargando el triciclo tres o cua-
tro veces. Muchos vecinos me guardaban chatarra, papel, periódicos, y otras cosas
que me ayudaban a subsistir, y que me permitieron alquilar una habitación en el
hotel Avenida, de trato familiar; Carmen, la dueña, se portó muy bien conmigo.
Visité la Iglesia Evangélica Bautista de Murcia y me integré en ella. Su
pastor, Fernando Vengara, y su esposa eran valencianos como yo. En aquella igle sia
hice muchos amigos y juntos salíamos de excursión y jugábamos a fútbol.
Ciertamente tenía todos los ingredientes necesarios para llevar una vida tran quila y
estable pero de nuevo el diablo del alcohol se interpuso en mi vida y me devolvió al
infierno.
Comenzaron las borracheras y alguna vez tuve que ser arrastrado hasta el
hotel completamente inconsciente. Me vaticinaron que moriría de una borrachera
o de una sobredosis ya que las ingestas de alcohol eran exageradas. Tal vez me salvé
en varias ocasiones porque al caer inconsciente o al quedarme sin dinero no podía
seguir bebiendo; los huéspedes del hotel tuvieron que hacerse cargo de mí cuidado
en ocasiones que pasaba varios días completamente destrozado. Lo cierto es que

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siempre se portaron muy bien conmigo. Una mañana comencé a beber tan pronto que
a las cuatro de la tarde ya no podía sostenerme de pie. Dejé el triciclo junto a un árbol
y me puse a mendigar entre los vehículos que paraban bajo un semáforo; cada diez
minutos iba a un bar cercano a gastar las limosnas bebiendo anís. En un esfuerzo de
lucidez recordé que tenía el tiempo justo para devolver el triciclo; al día siguiente no
recordaba nada más. Después supe que medio en tinieblas había sido capaz de
conducir entre las calles hasta llegar a la chatarrería. Aquello era un verdadero
milagro porque parecía inexplicable que no Fuera atropellado en el camino. No soy
un fanático pero estoy seguro que en aquella ocasión como en tantas otras. Dios me
guardó. Por eso puedo decir que lee comprobado cómo Dios me ha protegido
siempre.
De manera irresponsable abandoné todo lo que Dios ya me había dado en
Murcia. Mi carácter aventurero, inquieto, me hacia sentir cansado de todo, y a
disgusto en cualquier lugar, así que marché de aquella ciudad sin dinero, sin
recursos y sin destino. Recorría ciudades y pueblos, a veces andando, otras en tren,
mendigando en iglesias y por las calles, durmiendo en albergues o al raso y para
combatir la soledad, que mi torpeza provocaba buscaba compañeros de viaje. Uno
quiso que le ayudara en sus atracos a viandantes incautos pero no accedí, más por
miedo que por honradez, la verdad: otro, enfermo mental se dedicaba a quemar
papeles que después introducía ardiendo en los buzones; un tercer "amigo" resultó
ser un criminal que acababa de salir de la cárcel: sólo después de separarme de él
supe que era un psicópata; habíamos dormido juntos dos noches en una obra
abandonada y el último día descubrí que guardaba debajo de la almohada un botella
de cristal rota, llena de aristas cortantes.
Regresé a Murcia. Cansado y desmoralizado volví a acarrear papeles y
chatarra para conseguir habitación en un hostal. Sólo pude soportar un mes sin
entregarme al alcohol. Bebía sin medida, con una sed infernal. Me expulsaron,
de la habitación; no me recibían ni en el albergue ni en la chatarrería, por lo que
termine durmiendo con una manta en el parque, a la intemperie, comiendo en
un centro de caridad y cargando sobre mis espaldas cartón y papel que después
vendía.

CAPÍTULO XIII

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ALCOHÓLICOS ANÓNIMOS: PROVIDENCIAL

Me deterioraba a pasos agigantados: pálido y ojeroso, con apenas


cuarenta y ocho kilos de peso, era incapaz de levantarme del banco donde pasaba la
noche, mareado. En un instante de lucidez vislumbré que mi final estaba muy
cercano y, asustado, comencé a buscar alguna ayuda cuando milagrosamente
encontré un agrupo de Alcohólico Anónimos. '
La primera vez que entré en el local donde se reunía el grupo me llamó
la atención un cartel donde se leía: "Sólo por la gracia de Dios." Había hombres y
mujeres que tenían mi mismo problema pero que lo estaban resolviendo. Un
compañero que llevaba nueve años sin beber y una compañera que ya sumaba
seis años me acogieron con suma cordialidad, me ofrecieron un café y después
de la reunión me invitaron a cenar. Les veía reír alegres y yo sólo tenía ganas
de llorar, parecía que por fin había encontrado personas como yo, pero empe -
ñadas en recuperarse y ayudarse mutuamente, con amor. Pensé que si era capaz de
echar raíces en aquella comunidad podría vencer la soledad y el vacío inte rior
que me habían perseguido toda la vida.
Mis nuevos amigos me llevaron a sanidad, para hacerme una revisión
médica. El chatarrero, por su parte, al ver que no bebía, me presté de nuevo el
triciclo. Conseguí habitación en un buen piso, compartido con estudiantes y
los fines de semana salía de excursión con los amigos de Alcohólicos Anónimos.
Llegué a estar tres meses sin beber: pasado este tiempo sufrí una recaída muy fuerte y
como consecuencia perdí el piso y el trabajo. Me ayudaron en la Iglesia Evangélica
Bautista y en Alcohólicos Anónimos, pero después de tres o cuatro borracheras
seguidas me retiraron las ayudas para ver si era capaz de reaccionar.
Volví a dormir en casas abandonadas, entre suciedad, ratas y peores compa -
ñías. No veía esperanza alguna para mi vida cuando una vez más Dios vino en mi
ayuda. Esperando una mañana en la cola del comedor de caridad reconocí a una
persona que no veía por muchos años, era un murciano, alcohólico cróni co, que se
encontraba muy enfermo, pero estaba contento porque le habían concedido una paga
por invalidez. Llevaba dinero en el bolsillo y eufórico por causa de la bebida,
me animé a acompañarle a Madrid en un viaje de aventura en el que él cubriría
todos los gastos. Fue un viaje incómodo y pesado, durmiendo en pensiones,
albergues y en la calle la mayoría de las veces: mi amigo pasaba la mayor parte del
tiempo bebido y yo tenía que ayudarle continuamente. Nos separamos a mitad del
camino. Ya en Aranjuez, viajando en solitario, la policía me entregó un certificado
para pasar la noche en un albergue y billete de tren a Madrid, adonde llegué al día
siguiente.
Por mediación de una monja ingresé en el pabellón de alcoholismo de la
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Clínica Mental "Alonso Vega", donde fui sometido a tratamiento durante un mes.
Terminado el plazo, el médico que se había ocupado de mí, viendo que carecía por
completo de recursos, me ofreció pagarme habitación y comida, además de una
gratificación económica, a cambio de trabajar en una finca que poseía en la cercana
población de San Sebastián de los Reyes. Acepté encantado, pero sólo pude
mantenerme cinco días sobrio.
A pesar de todo, la fortuna me seguía sonriendo. La asistenta social de Cari -
tas se compadeció de mí y con su ayuda encontré cobijo en el albergue de San Juan
de Dios donde me alojé durante un año (cuando lo normal eran estancias máximas de
dos semanas). Tenía permiso para asistir por las noches a las reuniones de
Alcohólicos Anónimos y durante el día pintaba imágenes religiosas en las aceras
con tizas de colores, para pedir limosna. La gente respondía con generosidad. El
director me seleccionó entre las doscientas personas que dormíamos en el albergue
para que participara en el programa de televisión "La tarde", que dirigía José Luis
Coll. Según sus palabras, me escogió a mí "porque era el que parecía más normal"...,
¡cómo estarían los demás! En el plató de televisión coincidí con Hugo Sánchez,
jugador de fútbol del Real Madrid, Manuel Summers, director de cine, el presidente
de la masonería en España y el escritor valenciano Manuel Vicent. Summers
insistió en que tenía capacidad y talento para hacer realidad mi viejo sueño de ser
actor cómico y me dio su dirección. Prometiéndome una participación en su próxima
película. De aquel ofrecimiento nunca hice uso, por pura dejadez. En otra ocasión un
conocido actor de cine, compañero de Alcohólicos Anónimos, consiguió que el
también actor Luis Escobar me diera clases gratuitas de arte dramático, pero la pereza
me hizo desaprovechar también aquella oportunidad. Aún con todo, llegué a grabar
unos cortos cómicos para televisión de los que nunca he conocido su destino.
En aquel tiempo volví a encontrarme al "gallego", un mendigo que se embo-
rrachaba todos los días y dormía en un coche abandonado junto al parque de
Berlín, en Madrid. Sufría de demencia alcohólica y era muy violento; casi a dia rio
se enzarzaba en peleas con otros mendigos, a los que tenía asustados y dominados.
Yo le había conocido tiempo atrás en Logroño, trabajando en la
vendimia. Hice amistad con él, le pasé mi testimonio, contándole mi experiencia
con la bebida, y por primera vez en su vida dejó de beber. Pasamos juntos un mes,
mendigando y durmiendo en casas abandonadas y aquellas semanas me ayudaron a
descubrir el lado bueno de aquel hombre. Cuando volví a verle en Madrid seguía sin
beber pero no quiso visitar Alcohólicos Anónimos, seguro de que ya no bebería
más. Poco después volvió a la bebida, y la prensa relató su terrible final, resumido
fríamente como una venganza entre mendigos: mientras dormía en un coche
abandonado, inconsciente por causa de una borrachera, unos desconocidos rociaron el

51
vehículo con gasolina y le prendieron fuego, provocando su muerte abrasado.

El 10 de Junio de 1935, en Estados Unidos, un corredor de bolsa de


Nueva York, Billy W, y un afirmado cirujano de Ohio, Dr Robert,
alcohólicos crónicos totalmente desahuciados por lo ciencia médica, se
encontraron de forma casual (milagrosa) y sin conocerse tuvieron ocasión
de conversar durante varias horas mientas tomaban café. Descubrieron
que, mientras compartían de sus problemas comunes. por primera ve: en
mudaos anos no hablan echado de menos el alcohol. Descubrieron
también que buscar o un tercer alcohólico para ayudarle con afecto. les
animaba a mantenerse abstemios. Igualmente se dieron cuenta que,
siendo el alcoholismo un "cáncer del alma", el enfermo alcohólico
necesitaba un despertar espiritual y fe en algo superior a él, fe en un
Dios de amor
Asi nació la fraternidad de Alcoholicos Anónimos, que en la atualidad, se
extiende por todo el mundo y a la cual, en buena medida, yo debo la
vida.

CAPÍTULO XIV

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GESTÁNDOSE EL MILAGRO

AÑO 1987
Había batido mi récord de abstinencia: once meses sin beber. Pero Satanás
ataca a quienes caminar espiritualmente torcidos y así sufrí una fuerte recaída, acom-
pañada de grandes borracheras. Como es natural, me expulsaron del albergue y de
otros dos o tres que visité después, por lo que acabé en una estación del Metro
(Avenida de América) tocando la armónica a cambio de algunas monedas,
mendigando en ocasiones a la puerta de la Iglesia de los Sagrados Corazones, e incluso
pintando cuadros religiosos en las aceras. Dormía en la calle, junto a la estación de
Metro de Gaya, con cartones a modo de colchón y cubierto con una vieja gabardina;
mi estado era terrible, muy alcoholizado y con ataques de locura transitoria
producidos por las grandes ingestas de bebida blanca: anís y vodka.
Para salir de aquella situación decidí emprender nuevamente la fuga, una
fuga que sólo podía ser "geográfica" porque en realidad huía de mí mismo y mis
problemas interiores me acompañaban a todas partes. No quería viajar solo y
busqué dos compañeros. Esta vez acerté en la elección: eran personas de edad, con
experiencia, madrileño uno y valenciano el otro. Recorrimos Murcia, Cartagena,
Almería, Torremolinos, Málaga y muchos pueblos pequeños, todos los días
pudimos hallar alimento y albergue, sin vernos en la necesidad de dormir en la
calle. Para conseguir dinero mis amigos vendían su sangre. A mi me daba miedo
aquel "negocio" y prefería seguir pintando imágenes religiosas en la calle.
Nos despedimos en Málaga. Una iglesia evangélica me facilitó el ingreso
en una granja de recuperación en Antequera pero sólo fui capaz de resistir cuatro
días: no quería pagar el precio de un trabajo duro y la fuerte disciplina del centro.
Como pude llegué a Granada y encontré lugar en el albergue "Jesús
abandonado": un pabellón enorme para cuarenta personas, apiladas en altas literas.
Después de una semana tuve que dejarlo y a diario me instalaba a la entrada del
mercado, pidiendo limosna. Con la "recaudación" pude pagarme el viaje hasta
Jaén, donde los servicios sociales del Ayuntamiento me dieron tres días de cama y
comida en un hostal al fin de los cuales, a pesar de mi debilidad, decidí
emprender regreso a pie hasta Madrid. Apenas era capaz de caminar de modo que al
pasar junto a un barrio de casitas blancas, con ventanas y puertas verdes, decidí
mendigar de casa en casa. El miedo y la vergüenza me paralizaban, me temblaban las
piernas, sentía necesidad de beber para seguir adelante, pero al final pudo más la
desesperación y me decidí a pedir ayuda. En las primeras casas me atendieron
con generosidad, dándome dinero y comida, lo que me hizo sentir animado. Eran
todas familias sencillas y humildes, con graves problemas de desempleo, pero se

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volcaron en mi ayuda más allá de sus posibilidades. De aquella experiencia saqué la
conclusión, corroborando otras anteriores muy parecidas, que no son las grandes
entidades las que resuelven las necesidades de los más pobres; instituciones oficiales
de todo tipo: gubernamentales, políticas, religiosas,... pocas veces son verdadera
ayuda. Más bien las ayudas verdaderas llegan de organizaciones humanitarias,
sostenidas por gentes voluntarias y de corazón humano.
Las ayudas recibidas me permitieron viajar en tren hasta Madrid.
Descendí en la estación completamente embotado por el alcohol, sin apenas
reconocer donde me hallaba y me derrumbé junto al portal de una casa, al despertar al
día siguiente era incapaz de recordar nada. Me sentía completamente desmoraliza-
do, sin esperanza alguna, derrotado por la paliza sufrida a manos del alcohol, esa
verdadera droga dura, aunque esté autorizada. Sentía que estaba viviendo la aventura
final de mi vida, una aventura infernal y ahora, además, inevitablemente mortal a
menos que Dios interviniera con poder en mi favor.
¡Dios, de nuevo!. Ojala Dios, a quien ahora he aprendido a llamar Padre, tu-
viera mejores planes para mí. Siendo El Todopoderoso y yo un pobre enfermo
alcohólico ¿podría hacer el milagro de librarme de las garras del alcohol? ¿Po dría
El restaurarme espiritualmente estaba al borde del final de mi vida, la tris te vida
de un pobre diablo?
Me quedé a dormir entre cartones, bajo un porche de las antiguas Galerías
Preciados, en Goya. Retomé mi lamentable vida procurando ganar unas pesetas
pintando en las aceras aquellas imágenes religiosas de otras veces. El dinero que
recibía seguía teniendo el mismo destino: alcohol. Asi, un día, en medio de una
fuerte borrachera, comencé a gritar en medio de la calle contra la familia real: la
gente se apartaba de mi y me señalaban como a un loco.
Al día siguiente, sin recordar cómo había llegado allí, me encontré en
Guadalajara, muerto de sed y caminando sin rumbo alguno. Llegué hasta la cima de
un altozano, junto al castillo de pinillo, completamente fatigado y sediento. Un
campesino me dio un trozo de queso con pan y una bota de vino; además me
ofreció trabajo cuidando sus ovejas a cambio de comida y cama. Sólo estuve
con él los días necesarios para recuperarme un poco y regresar a Madrid. Un
conductor me ayudó en mi propósito, ya que mi intención era regresar a Ma -
drid, además de invitarme a comer. Ya en la ciudad, mientras caminaba
distraído, otro mendigo me llamó: era un viejo conocido de Mallorca,
alcoholizado como yo, que había recibido una paga y que generosamente la
compartió conmigo.
Emprendí camino, ahora hacia Segovia. Con el dinero recibido intenté
hallar habitación en alguna pensión pero me rechazaron en todas por mi aspecto,

54
sucio y desaliñado. Sólo había lugar para mí en la calle y así dormí, en un
rincón oscuro, hecho un ovillo para combatir el frío. Viajé entre penalidades y
peligros de toda clase por Valladolid, Burgos, Logroño, Vitoria.... De mi paso
por aquellas ciudades y otros muchos pueblos aprendí que todavía quedan
muchas personas buenas y misericordiosas, personas que nunca he vuelto a ver
pero que me salvaron la vida en momentos muy delicados y provocados por mis
lagunas mentales y semicomas. Personas que la Biblia llama "buenos
samaritanos". Como ya he dicho antes, la mayoría de estas personas no eran
políticos, ni ricos, ni siquiera muy religiosos; más bien gente humilde, incluso
pobres, pero gente sana y buena.
En Palencia me dieron comida y cama por tres días en un albergue para
transeúntes. Durante el día seguía pintando figuras religiosas, esta vez en un paso
subterráneo cerca de la estación. Las personas se volcaron en mi ayuda, pero yo
me volcaba en el alcohol; mi cuerpo, mi mente y sobre todo mi alma, parecían
sedientas del licor infernal. Bebí de forma atroz. Sólo recuerdo, entre brumas,
la entrada de un hostal, una mujer joven asustada y la cara violenta de un hom -
bre fuerte gritándome: "¡salga de aquí o le mato!" Huí corriendo como pude y
me escondí en un portal. Era Octubre, hacía mucho frío y casi fui víctima de la
congelación; a las seis de la mañana varios jóvenes me introdujeron en un pe -
queño taller y me dieron un par de mantas para cubrirme, y allí desperté unas
horas después, muy débil y mareado. Regresé junto a las pinturas que había
hecho el día anterior, por si juntaba el dinero necesario para regresar a Madrid.
Me avergonzaba aquella situación y tomé unas copas de coñac para animarme,
pero me sentaron fatal y vomité. Puse una caja de cartón junto al dibujo y pro -
curé restaurar la pintura; cada poco me acercaba a un bar, tomaba dos o tres
copas de anís y regresaba a mi labor, de manera que, al poco estaba completa -
mente borracho. Me derrumbé en el suelo, junto a la pared, y perdí el conoci -
miento, cuando desperté, ya de noche, aún no tenía el dinero suficiente para
llegar a Madrid. Otro buen samaritano, a quien nunca volví a ver, un verdadero
ángel que Dios mandó en mi ayuda, me dio cinco mil pesetas.
Intenté levantarme y no fui capaz porque tenía las piernas agarrotadas y
me dolían terriblemente. Me asusté. Me sentía tan mal que pensé que, una vez
más, iba a morir. Recordé a un compañero de Barcelona que por causa de una
borrachera se quedó inválido, en una silla de ruedas y lloré. Lloré
desconsoladamente y comencé a orar e invocar a Dios con todas mis fuerzas.
Poco a poco pude levantarme y, tambaleándome, llegué a la estación: el
vestíbulo estaba abierto pero el tren no salía hasta la mañana siguiente, así que
junté unos cartones y me acosté. Al poco, dos policías me despertaron para

55
pedirme la documentación. Después de hacerme algunas preguntas y de
interesarse por mi estado, escuché un comentario entre ellos: "déjale descansar,
está medio muerto" y. dirigiéndose a mí, un consejo, el mismo que muchas
personas me habían dado durante más de treinta años y que sonaba como una
ironía grotesca y macabra: "No beba, hombre, no beba".
Viajé hasta León donde me ofrecieron cama y comida en el albergue.
Los recursos eran buenos pero el ambiente allí era desastroso, lleno de
alcohólicos violentos, delincuentes y enfermos mentales. Casi todas las noches
había peleas y la policía tenia que intervenir con frecuencia.

CAPÍTULO XV

¡PO R FIN!

...Y fue entonces cuando dejé de beber. Había llegado a tomar pánico

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al alcohol, hasta el punto de darme terror beber. Siempre recordaré aquel
primer día sin beber, el veintiuno de octubre de novecientos ochenta y ocho.
Tenía cuarenta y siete años, han pasado más de once años pero el alcohol me
sigue inspirando el mismo terror.
Mis primeros días de abstinencia fueron muy duros. Pasaba todo el día
por la calle hasta que abrían el albergue por la noche. Hice amistad con un
madrileño, enfermo alcohólico, y juntos mendigábamos al tiempo que
compartíamos nuestras cosas; fue una relación muy breve pero positiva: los
ocho días que estuvimos juntos se mantuvo sin beber, por vez primera en su
vida de alcohólico, así que, cuando nos despedimos le di la dirección de los
grupos de Alcohólicos Anónimos en Madrid. No pudo mantenerse sin beber y
sufrió una recaída que le llevó a morir en un hospital.
No sabía qué hacer para regresar a Madrid, así que utilicé, una vez más,
el recurso de pintar en la acera pero al llegar la noche no había podido reunir el
dinero necesario. Tenía muchas ganas de beber pero la sola idea de hacerlo me
horrorizaba. Cuando estaba a punto de marcharme Dios vino en mi ayuda, a Su
manera: una persona piadosa se paró ante mí para ver mi dibujo -era el sagrado
corazón de Jesús-, me preguntó qué pensaba hacer con aquel dibujo y me ofreció
cinco mil pesetas a cambio de que no lo borrara pues era muy devoto de aquella
imagen. Cuando se marchó miré las estrellas y di gracias por aquel buen samaritano
que me permitía llegar a Madrid.
La primera noche la pasé en la estación de Metro de Atocha. Por la
mañana, con la ayuda de un amigo, conseguí un rincón para pedir limosna junto
a una iglesia en el barrio del Pilar. Con las ayudas recibidas alquilé una habitación
en una pensión del barrio de Pacifico. Unos días pedía limosna a las puertas de
una iglesia cercana, otros tocaba la armónica en los pasillos del Metro o pedía
bocadillos por los colegios.
Me aferré fuertemente a los grupos de Alcohólicos Anónimos y a los
compañeros, para paliar mi soledad y el vacío y que el alcohol había dejado
dentro de mi. Las ganas de beber eran todavía muy fuertes y para combatirlas
tornaba mucho café y fumaba.
CAPÍTULO XVI

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L A P R O V I D E N C I A D E U N PAD R E B ON D A D OS O

Una tarde sucedió algo que en mi época atea habría achacado a la


casualidad, pero que ahora reconozco como un suceso milagroso. Paseaba
distraído por un barrio que rara vez frecuentaba y por una calle en la que nunca
había estado, cuando me encontré con un viejo amigo de aventuras que conocí
en Mallorca y a quien no había visto desde hacia muchos años. Me contó que le
habían ofrecido un trabajo fijo de conserje en una finca del barrio de Chamberí,
pero no lo podía aprovechar porque buscaban un hombre mayor de cuarenta y
cinco años e inscrito al menos por tres años en la oficina de empleo. Lo cierto
es que yo sí que reunía aquellos requisitos, así que mi amigo me (lió la dirección
de la presidenta de la finca. Me lavé y afeité antes de entrevistarme con aquella
mujer. Me confirmó la oferta de trabajo pero me desanimó saber qué la oferta
no incluía vivienda y además me pedía buenas referencias. Visité un conocido
que tenía un cargo importante en el tribunal de Cuentas y él intervino en mi
favor convenciendo a la presidenta para que me diera el trabajo. Sin embargo
aún quedaba un grave problema por resolver: ¿cómo podría pagarme alojamiento
y comidas por un mes, antes de cobrar mi primer sueldo? Parecía que por una vez
que la fortuna se aliaba conmigo me sería imposible mantenerla a mi lado.
Milagrosamente un buen amigo me ayudó a resolver también aquella dificultad.
En aquellos días había en España más de tres millones de desempleados,
pero yo había encontrado un empleo estable... ¡Muchos ángeles protectores
mandó Dios para ayudarme a pesar de mi falta de fe!. Y siempre sin yo mere -
cerlo. Nunca olvidaré el día que comencé a trabajar en mi nuevo empleo: era el
dos de enero de mil novecientos ochenta y nueve.
Durante mis primeros seis años de trabajo estuve a punto en varias
ocasiones de pedir la liquidación y dejarlo todo. Padecía de muchos abusos
laborales y por causa de mi falta de carácter me humillaban con frecuencia.
También sufría depresiones pero aunque siempre he sido un rebelde, el solo
recuerdo de las muchas noches en la calle y los peligros vividos, me ayudaba a
soportar las dificultades de mi nueva situación. Al poco, la presidenta fue
sustituida por otra, una mujer argentina, culta y con buenos sentimientos, con
quien la relación fue mucho mejor.
El primer año de abstinencia también fue muy duro. Sufría fuertes
compulsiones, y la obsesión por la bebida me duró siete años durante los cuales
padecí borracheras secas, graves disturbios emocionales y depresiones. Todavía
hoy me pregunto qué fue lo que me hizo permanecer en el trabajo, sin huir
como tantas veces en el pasado: y qué fue lo que me mantuvo alejado de la

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bebida. Sólo hallo una explicación: que Dios mandó Sus ángeles en mi ayuda,
tantas veces como fue necesario y que Él, cuando comienza una obra, no la deja
a medias sino que la termina de manera completa. Por eso imagino a Dios
como la madre que coge a su hijo pequeño y lo guarda entre sus brazos mientras
alrededor de ellos, en medio de un valle bajo la tormenta y junto a un río
desbordado, el viento y el agua amenazan. Pero la madre, con su pequeño
apretado contra su pecho, corre hacia un montículo donde refugiarse. En medio
del peligro el niño se divierte, se siente seguro, porque en su corazón intuye
que su madre no le soltará hasta ponerle enteramente a salvo; ríe, porque tiene
una fe absoluta en el cuidado amoroso de su madre.
Guardo recuerdo emocionado de un día reciente, especialmente
entrañable para mí, el día que celebré mi décimo aniversario sin beber y fui
además bautizado como creyente en Jesucristo en la Iglesia Evangélica. Por la
mañana me visitaron mis amigos y juntos celebramos una comida fraternal en
un restaurante chino.
Por la tarde fuimos a la Iglesia Evangélica de la calle General Lacy para
celebrar mi bautismo. La ceremonia estuvo a cargo del pastor Emmanuel Buch,
valenciano como yo y la predicación corrió a cargo del pastor José Luis Gómez
Panete (quien me rescató de los sótanos infernales del molino derruido) vino
expresamente desde Mallorca para acompañarme en este acto; la intervención
recordó que el mío era verdaderamente un caso milagroso, y yo, a mi vez, recor -
dé mientras le escuchaba que él había tenido mucho que ver. En aquel culto de
mi bautismo estuve acompañado por diez o doce amigos y hermanos de enfer -
medad, además de mi amigo Gilberto que viajó desde Chicago. Fue un día
inolvidable.
Desde luego, fue por medio del ministerio de Alcohólicos
Anónimos que Dios obró el milagro de la liberación de mi obsesión por el
alcohol, con ayuda de la comprensión y el amor que me siempre me mostraron
mis compañeros y compañeras. En definitiva, es sólo Dios quien obra los
milagros aunque para hacerlos se vale de instrumentos como Alcohólicos
Anónimos, hombres y mujeres, hermanados en la misma enfermedad, el
alcoholismo; un cáncer que enferma las almas aunque, en el fondo, toda la
humanidad está enferma, por más que lo ignore. Al terminar este recorrido
biográfico nos hallamos en el año dos mil. Pronto se cumplirán doce años en los que
no he probado una sola gota de alcohol. Cíclicamente sufro todavía de tentaciones
por la bebida..., tal vez me acompañen hasta mi último suspiro. Tengo cincuenta y
nueve años y me liaría ilusión hallar una esposa con quien compartir mi vida. Sé
que Dios me la dará si realmente es esto lo que me conviene; si no, estaré

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igualmente contento: Él ve más allá de mi presente, me protege perfectamente y
siempre lo hará. Por eso me identifico con la conocida historia que a menudo se
cuenta para ilustrar la provisión de Dios en nuestras vidas:
"A un hombre que llegó a la presencia de Dios al final de sus días, le fueron
mostrados los pasos de su existencia: veía con claridad cuatro huellas, sus dos pies y,
cerca, las huellas de Dios caminando a su lado. Sin embargo, en las circunstancias más
duras de su vida sólo podía ver huellas de dos pies. ¿Por qué me abandonaste
precisamente en los peores momentos?. ¿Señor?' preguntó el hombre. Y Dios le
respondió: 'Mira con cuidado esas huellas, no son las tuyas sino las mías. En las
situaciones más difíciles de tu vida, yo te guardaba entre mis brazos para que nada
malo te sucediera'."
Yo También he gritado a veces: "Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"
Pero con el tiempo lee descubierto que siempre ha estado a mi lado, cuidando de
mi sida en los momentos más desesperados y ayudándome a seguir adelante.
Si he de ser completamente sincero, debo reconocer que no soy enteramente
feliz, pero por vez primera en mi vida tengo paz, me gusta la vida, y tengo amigos,
en Alcohólicos Anónimos y en la iglesia Evangélica; todos me lo han demostrado
con creces, en especial cuando he estado enfermo. Y me siento realizado, pues tengo
de Dios una misión muy hermosa: ayudar a los alcohólicos que aún siguen en el
abismo.

CAPÍTULO XVII

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MENSAJE FINAL

Quedan por contar multitud de anécdotas y aventuras que he vivido. Algunas


se me han olvidado por causa de las lagunas mentales que me ha producido el
alcohol, otras he preferido callarlas porque de otro modo habría resultado un
volumen demasiado pesado. Las páginas que he escrito tenían como objetivo
ayudarme a conocerme a mí mismo en el recorrido de estos cincuenta y nueve años.
Y al mismo tiempo mi deseo ha sido, y es, que si algún alcohólico  un adicto a
otras drogas, o un solitario lee este libro, encuentre ayuda para salir del abismo que
yo mismo he sufrido. Esta pequeña biografía está dirigida especialmente a aquellas
personas que tengan problemas con el alcohol o con otras clases de drogas y no
puedan librarse de ellas. Y a todos aquellos que sientan la angustia de la soledad, el
vacío y la sensación de no pertenecer a esta vida, ni a la armonía del universo. Mi
mensaje es que el Dios de amor en quien yo creo y a quien llamo Padre, jamás nos
abandona a pesar de las circunstancias terribles que nosotros mismos provocamos
por nuestra torpeza.
No quiero terminar este testimonio sin ofrecer un fraternal abrazo a mis
amigos los ateos y agnósticos y mi reconocimiento a las organizaciones humanita-
rias, así como a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. A lo largo de toda
mi vida, a pesar de las circunstancias adversas desde que era niño y des pués en mis
tormentosos días de terribles borracheras, recuerdo entre brumas muchos hombros en
los cuales he descansado, muchas espaldas que han cargado conmigo, y muchas
manos tendidas para ayudarme con amor. Flan sido parte del ejército de Dios, de un
Dios de Amor.
A la mayoría de esas personas nunca las volví a ver: tal vez son una minoría
en este mundo de maldad, pero suficientes para animarme a seguir adelante con fe y
esperanza. Es para mí un verdadero placer recordar a estos buenos samaritanos que
Dios puso en mi camino, en momentos de necesidad.
Por lo demás, al concluir éstas mis memorias, tengo la sensación de que
toda mi vida ha sido como un sueño, a veces anestesiado por el alcohol, otras
flotando en un imaginario mar de sensiblerías y fantasías propias de un niño
inmaduro; pero ahora, al despertar de este largo y terrible sueño, mi conclusión y mi
esperanza es que Dios hizo, hace y hará por mí, lo que yo he sido incapaz de
hacer.
Gracias por todo Dios mío. Y que se haga Tu voluntad, no la mía.

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