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Virgilio Piñera y el agua por todas partes

publicado por César G. Calero

Cien años del nacimiento del poeta y dramaturgo cubano

En su libro Inventario secreto de La Habana, Abilio Estévez relata un encuentro con Virgilio Piñera en
1979, pocos meses antes de la muerte del gran poeta cubano. En un momento de la conversación, Estévez
le preguntó cuál creía que sería su destino literario post mortem. “Me publicarán, me homenajearán y seré
por fin el apóstol que siempre debí ser”, disparó el autor de La carne de René con sonrisa escéptica y
mirada burlona.

La profecía de Piñera (Cárdenas, 1912) terminó cumpliéndose. El escritor solitario, el francotirador, el


nadador a contracorriente, como lo ha definido Abilio Estévez, recibió este año un homenaje oficial en La
Habana al cumplirse el centenario de su nacimiento. Pero tuvieron que pasar muchos años para que sus
libros se editaran en la isla y sus obras dramáticas se representaran en los teatros cubanos.

Marginado y desactivado por la Revolución durante décadas, la figura de Piñera —considerado por algunos

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críticos como el mejor dramaturgo cubano del siglo XX— no levantó vuelo hasta que fue reivindicada por
los jóvenes creadores de los años ochenta, pero el régimen no le perdonó la disidencia intelectual de la que
hizo gala toda su vida hasta hace bien poco, cuando el general Raúl Castro lo rescató del ostracismo,
como si el creador de Electra Garrigó fuera una de esas “absurdas prohibiciones” que el hermano menor de
Fidel se dispuso a eliminar para darle a su mandato una pátina de aperturismo.

La historia podría haber sido diferente para uno de los máximos exponentes del teatro del absurdo (su
Falsa alarma fue publicada en 1948, dos años antes de que Ionesco revolucionara el género con La
cantante calva) si se hubiera plegado a las exigencias del guión tras el triunfo de la Revolución en 1959. Un
guión que, con respecto a la política cultural, Fidel Castro esbozó en el denominado “Encuentro con los
intelectuales”, tres jornadas históricas celebradas en la Biblioteca Nacional de La Habana en junio de 1961
en las que el nuevo régimen dejó sentadas las pautas por las que debía regirse el pensamiento de la época:
no habría vida (intelectual) más allá del binomio patria-revolución, a saber: Martí y Fidel.

Una vez derribada la dictadura de Batista, a la que se habían opuesto con más o menos ardor patriótico
los intelectuales cubanos, estos buscaban su lugar en la alborada revolucionaria. Como otros, Piñera
albergaba dudas y recelos sobre el nuevo papel que debía desempeñar la intelligentsia de la isla. Y así se lo
hizo saber al Comandante: “Yo quiero decir que tengo mucho miedo. No sé por qué tengo ese miedo pero
eso es todo lo que tengo que decir”. ¿Miedo? Piñera pronunció la palabra maldita, aquella que presidiría las
relaciones entre la cultura y la Revolución (como quedó de manifiesto en el “caso Padilla” o en el
“quinquenio gris”, de 1971 a 1976). Fidel respondió a las inquietudes de Padilla y otros con uno de esos
discursos maratónicos que lo harían célebre (y que ha pasado a la historia como “Palabras a los
intelectuales”). Y despejó incertidumbres: ¿Cuáles son los derechos de los escritores y de los artistas,
revolucionarios o no revolucionarios? Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, ningún
derecho”. Es decir, la cultura quedaría atrapada en la isla entre la sumisión al nuevo establishment
sovietizado y la “muerte civil”.

Piñera, que ya había publicado sus mejores obras antes del triunfo revolucionario, editó algunos libros más
en la década de los sesenta pero fue orillado poco a poco por los prebostes culturales del régimen. En 1969
publicaría su último libro en vida, bajo el curioso título de La vida entera. Desde entonces, hasta su muerte
en 1979, no volvió a publicar una sola línea. Pero nunca dejó de escribir.

El desdén de los dirigentes revolucionarios hacia Piñera mucho tuvo que ver con su condición de
homosexual. Baste recordar que en el primer congreso de Educación y Cultura, celebrado en 1971, el
régimen había definido la homosexualidad como una “patología social”. El propio Piñera ya lo había
presagiado en un pasaje de La vida tal cual, sus textos autobiográficos: “No bien tuve la edad exigida para
que el pensamiento se traduzca en algo más que soltar la baba y agitar los bracitos, me enteré de tres
cosas: lo bastante sucias como para no poderme lavar jamás de las mismas. Aprendí que era pobre, que era

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homosexual y que me gustaba el arte”.

El relato de Abilio Estévez sobre la vida cotidiana de ese Bartleby clandestino es estremecedor, pues nos
habla de un hombre que casi raya con el indigente. Un literato devenido en menospreciado traductor que
se levantaba de madrugada para escribir y, cuando el día se echaba encima, “descendía hacia los abismos
de la realidad con una jaba (bolsa) de saco, una cantina de metal y un frasco de medicina vacío”. El pomo
de medicina era para el “café aguado” de la cafetería Las Vegas. En la cantina de metal le servían a Piñera
unos espaguetis a pelo en una pizzería de la esquina de Infanta y San Lázaro. En la jaba guardaba el
escritor el pastel con sabor a manzana que había comprado tras guardar una cola de una hora en el
Supercake, una pastelería abierta en Zapata y Belascoaín. “Lo único que mereció (cuando murió) —escribe
Abilio Estévez— fue una nota fugaz en los periódicos oficiales, la misma nota en todos los periódicos, con
aquella helada sintaxis y estudiada economía de palabras”.

Tal vez, mientras aguardaba la cola en el Supercake, Piñera se repitiera a sí mismo esa letanía que
susurraba a sus allegados: “Nunca debí regresar de Buenos Aires”. En la Argentina vivió el poeta 12 años
de forma intermitente (1946-1958) como funcionario de la embajada cubana. Fueron tiempos fructíferos
para Piñera desde el punto de vista creativo. En esos años escribe su mejor novela, La carne de René

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(1952) los Cuentos fríos (1956) y buena parte de sus mejores obras dramáticas, además de dirigir la revista
Ciclón, la contracara del Orígenes de Lezama Lima (otro de los grandes olvidados de la Revolución). Y
frecuenta a algunos de los grandes narradores argentinos de la época: Borges, Sabato, Macedonio
Fernández… El autor de El Aleph tuvo a bien publicar uno de los cuentos de Piñera en uno de los números
de Anales de Buenos Aires (1947). Aunque sin duda el escritor del que más cercano se sintió fue Wiltod
Gombrovizc. Gracias a sus conocimientos del francés, idioma que también hablaba el autor polaco, Piñera
presidió el comité que realizó en el café Rex la traducción colectiva de Ferdydurke, el artefacto literario
con el que Gombrovizc saltó a la fama y que vio la luz en español en 1947. En agradecimiento, Gombrovizc
nombró a su colega cubano, con ironía ubuesca, “jefe del ferdydurkismo sudamericano”.

Antes de la etapa argentina, Piñera ya había publicado la que acabaría siendo su gran obra poética: La isla
en peso (1943), un libro que rompe con el barroquismo de autores como Lezama o Carpentier y también
con el pensamiento tradicional cubano, que otorgaba al Caribe un componente mágico-espiritual arcádico,
como recuerda el escritor Damaris Calderón. La isla, para Piñera, está marcada más bien por una
condición negativa, claustrofóbica, por esa “maldita circunstancia” que canta el poeta:

«Esta noche he llorado al conocer a una anciana


que ha vivido ciento ocho años rodeada de agua por todas partes».

Como un río subterráneo, la palabra atrapada de Virgilio Piñera no ha cesado de empapar las distintas
poéticas que se han sucedido en la isla desde los años sesenta del siglo pasado. La obra narrativa de
Reynaldo Arenas (la versión rebelde de Piñera), Severo Sarduy, Abilio Estévez o Antón Arrufat le debe
mucho al autor de Cuentos fríos.

Ensayistas jóvenes como Rafael Rojas, Antonio José Ponte o Iván de la Nuez (los tres, en el exilio)
reivindican en nuestros días el inconformismo intelectual de Piñera, un rasgo distintivo en toda su obra
que, para Rojas y Ponte, invalida los homenajes y las vindicaciones actuales del aparato cultural del
régimen. “Los atributos de Piñera que molestaban al Estado cubano, hace apenas 20 años, son los mismos
que le han dado una presencia tutelar, cada vez más discernible entre las últimas generaciones de
escritores de la isla y la diáspora”, escribe Rojas. Y añade: “Un escritor como Piñera merece que (…) se
piense críticamente su apropiación por parte del mismo Estado que lo marginó y lo silenció. El mismo
Estado que sostiene de jure y de facto leyes e instituciones que un admirador de El pensamiento Cautivo,
de Milosz, no podría aprobar”. Porque el pensamiento en la isla, como recuerda Rojas aludiendo al libro de
Milosz, sigue cautivo, apresado por la tenaza del discurso único. Solo desde algunas bitácoras del
ciberespacio es posible la crítica. El escritor Ángel Santiesteban (autor del blog Los hijos que nadie
quiso) se preguntaba recientemente cuántos libros dejó de escribir Piñera tras ser arrumbado por el
régimen: “¿De cuántos maravillosos absurdos se privó la Literatura por culpa de los gendarmes de la
cultura oficial cubana?”.

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La huella de Piñera llena las plumas de las últimas hornadas de poetas cubanos. Juan Carlos Flores,
poeta de la marginalidad, esculpe versos-martillo desde su departamento en Alamar (en el extrarradio
habanero), tan austero y sencillo como aquel de las calles 27 y N en el barrio del Vedado, cuartel general
de la tristeza. Flores, como otros jóvenes poetas, también ha rendido tributo al escritor solitario, al
francotirador, al nadador a contracorriente y a su visión negativa de la insularidad:

«Oscar Wilde tuvo su estancia gélida, el aislamiento pudo ser la tuya.


A la hora anunciada por los especialistas en posteridad
te convertiste en una isla, isla hundida
en qué profundo y olvidado mar oscuro».

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