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Desde el Silencio
Testimonios de la resistencia

MARCO MUÑOZ BRIONES

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Desde el Silencio. Testimonios de la resistencia
© 2007, Marco Antonio Muñoz Briones
Santiago de Chile

Registro de Propiedad Intelectual N° 164.190

Todos los derechos reservados para los países de habla hispana

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reproducido, almacenado o transmitido por ningún medio, sea éste de fotocopias,
electroquímico, magnético o fotográfico, sin permiso previo, por escrito. del
editor.

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Índice

Prólogo................................................................................ xi
Los primeros vocablos ........................................................ 1
Los afiches........................................................................... 9
La vuelta a casa . ................................................................. 17
La noche.............................................................................. 27
El hijo.................................................................................. 31
San Genaro.......................................................................... 33
El ensueño . ........................................................................ 37
Las manos........................................................................... 43
Puchuncaví ......................................................................... 49
Clandesta . .......................................................................... 59
El Encuentro....................................................................... 65
Santa Petronila.................................................................... 71
La oscuridad........................................................................ 77
La Paloma........................................................................... 79
La Clase.............................................................................. 81
El Cigarrillo........................................................................ 85
La Descripción.................................................................... 87
La Enseñanza...................................................................... 91
La Despedida...................................................................... 97
La Peni................................................................................ 99
La calle 5............................................................................. 111
Los volantines...................................................................... 117
La imprenta......................................................................... 121

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La advertencia .................................................................... 125
La cámara de Luis .............................................................. 131
La Corrida........................................................................... 139
Las Botas............................................................................. 143
Buenos Aires, el pase........................................................... 145
Chequeo a ciegas................................................................. 149

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Este libro está dedicado a todas las compañeras
y compañeros que murieron en la lucha por
el cambio a una sociedad distinta.

A las compañeras y compañeros que aún viven.

A Isabel, Gastón, Gustavo,


Katherine, Ayla,
Omilen, Ricardo,
Javiera, Melián.

A mis Hermanos.

A la Mami.

A Dom.

A Patricio Y.

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Agradecimientos

Mis agradecimientos a todas y todos los que contribuyeron con


su lectura a mejorar este testimonio.

Jaime Fleites, Alejandra, Marianela, Tía Alicia, Nicol, Chago,


Pedro Pedro, Pedro Torres, Ivania.

A Verónica San Juan quien me ayudó en los primeros arreglos.

A Carmen Castillo, con quien conversamos mucho acerca de


estas historias.

En especial a Héctor Peña y Víctor Cornejo, que con su sabidu-


ría me enseñaron a escribir mejor y a terminar esta edición.

Especialmente a Juan Parra por ayudarme a concretar este pro-


yecto.

A todos ellos y ellas mis más profundos agradecimientos.

Marco Muñoz

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Prólogo

Desde el silencio nos viene a develar una historia de vida que


se ha cansado de silenciar, en este temor póstumo de un pe-
ríodo histórico que ha flagelado nuestros recuerdos de una
vida empeñada en querer seguir viva, como lo fueron y lo
son muchas historias de heroísmos verdaderos, éstos que se
muestran como humanos, perfectamente imperfectos, atrevi-
dos de sentir.
Desde el silencio se anima a hablar de un recuerdo que remon-
ta hacia una historia compartida-mente combatida por muchos,
en torno a una mente-compartida de país, que se extiende a lo
largo de una geografía que sabe de grietas, llanuras y cumbres
vertiginosas de emociones, las cuales retiene en sus huellas un
tiempo negado a ser tal.
Esta narración que se atreve a biografiarse, protegida de un
manto novelado y bordado de mágico realismo, no es un relato
narcisista de lo que fue “mi” vida, tampoco es un rescate de los
dolores vividos por “mí”, ni siquiera es un intento de reivindicar
“mi” proceso, menos aún es una funa que apunta a mostrar lo
malo que eran y lo bueno que “mí” y los demás fueron.
Desde el silencio es un rescate histórico de lo que en la lucha
cotidiana, se sintió, se experienció y se aprendió, se temió y se
rió, en síntesis se luchó, pero visto desde una óptica que invita a
percibir la magia que hay en los momentos de temor, a visuali-
zar los pequeños detalles que hacen de un segundo un universo

xi

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xii Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

frágilmente significativo, a degustar la vida en los palpitares que


perciben aromas de muerte.
Es éste el rescate que ha decidido hacer el autor, despojándo-
se de un silencio que niega historias de los sin voz, sin letras, ni
recuerdos. Es aquí que nos encontramos con una lucha perso-
nalmente en común, donde se nos comparten situaciones que se
predisponen a ser recuperadas por quiénes depositemos nuestra
vista, con una escucha atenta a los detalles de esta narración, la
cual está dispuesta en un gesto humilde de descapitalización, a
dar todo aquello que quiera ser tomado de dicha experiencia, por
quienes creemos que la lucha continúa.

Gastón Gustavo Muñoz Pizarro.

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Los primeros vocablos

Ese sábado 24 de febrero de 1973 nos encontramos los tres her-


manos en el acto que realizaba el MIR en la población Nueva
La Habana, de Santiago. Era un día caluroso, pero muy emoti-
vo, estaba lleno de compadres y comadres con las banderas ro-
jinegras que flameaban por todas partes. Hablaron el Bauchi y
Carlos Altamirano: desarrollar el poder popular seguía siendo
nuestro norte.
Después del acto, nos fuimos con Rodrigo y Víctor (mis her-
manos) a ver a nuestra madre (todos le decíamos la Mami) y ahí
les conté que había quedado seleccionado en la Universidad de
Concepción, en Ingeniería de Ejecución Mecánica, así que en
marzo me iría por esos lados para matricularme y comenzar a
estudiar. Esta nueva situación en mi vida me tenía muy contento
y mis hermanos participaban de esa alegría. Como Rodrigo ya
estaba estudiando Sociología en Concepción y era dirigente es-
tudiantil, me sentía aún más motivado para partir.
Víctor vivía en Curicó, hacía clases en el Liceo de Hombres
y era obrero en la Industria Azucarera Nacional, IANSA, donde
era dirigente del Frente de Trabajadores Revolucionarios, FTR.
Durante el verano (del año 1972) habíamos estado haciendo


MIR: Movimiento de Izquierda Revolucionaria, fundado en 1965. Durante la
dictadura militar, realizó acciones de reorganización clandestina del movimiento
popular y de resistencia armada.

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 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

trabajos voluntarios en unas tomas de terrenos en Curicó, orga-


nizadas por los dirigentes del Movimiento de Pobladores Revo-
lucionario, MPR. Los dos campamentos surgieron producto del
trabajo político que había realizado Víctor, junto a otros com-
pañeros. Ese verano, los estudiantes de Concepción ayudaron a
montar las casas del campamento, trazaron calles y realizaron
acciones de vigilancia. Como por el predio pasaba un canal, ayu-
damos a limpiarlo para evitar que el terreno se inundara; también
hicimos talleres de análisis de la realidad nacional y otros sobre
la lucha de los pobladores por la vivienda. Fue muy interesante
lo que hicimos con Víctor, Rodrigo, y los demás compañeros y
compañeras en Curicó. Ese trabajo nos dio una dimensión real
de los dramas de quienes no tenían un techo donde vivir, y nos
permitió conocer el significado de la solidaridad.
Vivíamos en la comuna de Barrancas, en la calle Neptuno,
de Santiago. Era una población nueva, bonita, con viviendas
de ladrillo princesa; primero fue conocida como “población
O’Higgins” y luego fue bautizada como “Villa Cañada Norte”.
La casa era producto de una toma de terrenos realizada por mil
500 familias, el 30 de agosto de 1970, cinco días antes de la elec-
ción presidencial. Si ganaba Salvador Allende (el Chicho, para el
pueblo), tendríamos nuestra vivienda; si ganaba Jorge Alessan-
dri, el Grupo Móvil de Carabineros, entraría al predio y nos
desalojaría.
La toma fue planificada por comunistas, miristas y otras or-
ganizaciones sociales y políticas. Nosotros llegamos por inter-
medio del tío Nino, que era chofer de micro de la línea Catedral.
Un grupo de chóferes había formado la agrupación “Frente al
volante”, que buscaba solucionar el problema habitacional de sus
miembros. Ese día nos movilizamos como a las seis de la tarde,
camuflamos la micro con carteles del candidato Jorge Alessandri,


“Grupo Móvil”: denominación de brigadas especiales de la policía uniformada
(Carabineros), destinadas a reprimir manifestaciones públicas. Posteriormente se
les rebautizó como “Fuerzas Especiales”.

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Los primeros vocablos 

para evitar que los pacos nos pararan. Y así fue. Parecíamos un
grupo de adherentes más, que se dirigía a la concentración pro-
gramada por los alessandristas.
Los primeros días fueron tensos, los pacos llegaron poco tiem-
po después de habernos instalado, pero los contuvimos con ba-
rricadas que levantamos en las cinco puertas de acceso; además,
el terreno estaba rodeado de panderetas tipo bulldog. Hacíamos
turnos rotativos para vigilar el predio, siempre alrededor de un
fogón; con la Mami nos turnábamos haciendo guardia, en algu-
na de las cinco puertas que existian.
Al principio de la toma teníamos una carpa para cuatro per-
sonas, era cómoda y abrigada, pero teníamos problemas para
acomodarnos. Como se trataba de antiguas chacras improduc-
tivas, aún estaban los surcos duros de las plantaciones. Tratamos
de emparejarlos, pero no lo logramos, así que acomodaba mi
saco de dormir siguiendo la línea de los surcos.
Como ganó el Chicho no nos desalojaron. La Corporación
para la Vivienda, Corvi, construyó las casas y muchos fuimos ha-
ciendo ampliaciones, ya que los terrenos eran grandes. Nuestra
ampliación era de madera.
La Mami instaló un pequeño almacén que lo bautizamos
como “El Galpón”. En el mostrador se ubicaba una balanza
de color celeste y había pequeñas vitrinas que contenían dul-
ces y golosinas. A la entrada del negocio estaba el saco de pa-
pas y el canasto grande (también conocido como cuna), con
las verduras. Detrás del mostrador estaban las estanterías don-
de iban los paquetes de fideos, los tarros de conserva, las sal-
sas de tomate y la leche condensada; también había un sector
para los detergentes, el cloro y el papel higiénico. Teníamos
un teléfono público y vendíamos papeles de regalo, lápices,
cuadernos, gomas, agujas e hilos de colores. Sobre el mesón


Pacos: denominación popular de los policías uniformados. También se les llama
así a los gendarmes, guardias de prisión.

Bloques de concreto armado, fabricados en serie, para separación de recintos.

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 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

siempre había cajas de huevos. Era un típico boliche de barrio.


A veces acompañaba a la Mami a la Vega Poniente de la calle
Exposición. Ahí comprábamos el saco de papas, el de harina y
las otras mercaderías.

—Hola, hola mi viejita —casi gritamos a coro, cuando irrumpi-


mos en “El Galpón”.
—¡Ohhhh, qué alegría tenerlos a todos aquí! —saludó la
Mami abalanzándose con los brazos abiertos.
Como siempre, tenía rica comida, una cazuela de ave con
ensaladas y unos sabrosos panes amasados. Con la Mami uno
siempre tenía que cuidar la dieta; como buena diabética, le gus-
taba comer todo lo que tenía prohibido. Era muy creativa en la
cocina y de ella habíamos aprendido a jugar con los colores y los
sabores de las comidas.
La Mami estaba con Marcela, la compañera de Víctor, y con
Víctor Manuel, el hijo de ambos, que sólo tenía dos meses de
edad. Era un gordito de carita redonda, de ojos grandes y jugue-
tones.
Ese fin de semana fue muy emotivo, ya que no era frecuente
que los tres hermanos estuviéramos juntos; conversamos de todo
un poco, y mucho acerca de lo que cada uno estaba haciendo.
Con Rodrigo volveríamos a vernos en marzo, cuando me tras-
ladé a Concepción; con Víctor aún no estaba claro cuándo nos
encontraríamos, él tenía que regresar a Curicó, donde existían
muchos problemas: las tomas de fundos hacia el interior iban
en aumento, y los dueños habían atacado a los campesinos con
armas de fuego, incluso habían disparado desde un avión mono-
plaza; los obreros de la Iansa y los profesores estaban moviliza-
dos, y los pobladores de los campamentos estaban en conflicto
con las autoridades de la época.
El primer viernes de marzo tomé el tren rumbo a Concep-
ción. A la mañana siguiente, me encaminé a la Universidad, di-
recto a la cabina del coro donde vivía Rodrigo. La cabina era

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Los primeros vocablos 

una especie de cabaña que había estado subutilizada durante un


buen tiempo; los estudiantes habían logrado que las autoridades
universitarias les cedieran ese espacio para los compañeros que
estaban casados o que tenían pareja estable. Era un hogar de
parejas, el único de su tipo en la Universidad, con varias habita-
ciones y un semi segundo piso, donde existían tres dormitorios.
Al otro lado de las habitaciones, había un salón grande que en
ese momento estaba repleto de colchones. En ese mismo espa-
cio, los de la cabina del coro tenían un rincón para colgar la ropa
que lavaban.
—Hola, mi hermano —saludó cariñoso Rodrigo, cuando se
asomó a la puerta de su habitación. Sentí su abrazo fuerte.
—Hola poh, cumpa, besitos le mandó la Mami y estos rega-
litos.
Le extendí la caja envuelta cuidadosamente; la caja contenía
café, cigarrillos y uno que otro “engañito”, como decía ella.
—¿Cómo estuvo el viaje? ¿Todo bien? —preguntó Rodrigo
mientras me invitaba a pasar a su cuarto.
—Bien, bien, sin problemas, me tomé mi cafecito madruga-
dor en Chillán como es la tradición, con un poco de malicia, por
supuesto. En las mañanas cala el frío, así que bien, bien.
—Qué bueno, Pelaíto, ahora vas a tener que esperar hasta el
lunes para hacer los trámites de matrícula. Mientras se resuelve
el problema del hogar, te puedes acomodar en el salón que está
ahí, al otro lado, donde se ven los colchones.
—Me parece perfecto.
Ese fin de semana recorrí junto a Rodrigo la Universidad, y
conocí a un montón de compañeros y compañeras. También me
encontré con tres amigos con los que había estudiado en el Liceo
Nº 9 de Hombres de Quinta Normal. Fue un gran encuentro
con el Chico Walter, Carlitos y Rubén. Como ellos tampoco te-
nían dónde alojar, conversamos con la gente de la cabina y les
permitieron dormir en el salón.
Las postulaciones a las distintas carreras habían sobrepasado
el número de vacantes disponibles, lo mismo sucedía con los

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 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

hogares universitarios. Eran cerca de mil inscritos y sólo 80 cu-


pos. Fue necesario organizar a los que iban llegando y que tenían
los mismos problemas de matrícula y de residencia.
El Comité de Estudiantes sin Universidad, CESU, aglutinó
a cientos de jóvenes. Nelson Herrera, alumno de Sociología y
dirigente del Movimiento Universitario de Izquierda, MUI, en-
cabezaba las movilizaciones que buscaban ampliar los cupos de
primer año para todas las carreras. El CESU, en lo fundamental,
pedía reabrir las inscripciones, considerar la situación socioeco-
nómica de los postulantes, y extender los beneficios para los
alumnos extranjeros.
El problema de alojamiento y de mantención de los estu-
diantes, especialmente de los que venían de lugares lejanos, se
arrastraba hacía años. El Comité de Estudiantes Sin Hogar,
COESH, se unió a las movilizaciones. Juan Carlos Gómez (el
Loquillo) y Jaime Oyarzún, ambos estudiantes de Sociología,
planteaban que era ridículo que ante una demanda de mil cupos
sólo se ofrecieran 80 vacantes. La universidad debía ampliar los
cupos a 500; si esto no ocurría, el COESH tendría que diseñar
otras formas de lucha para resolver el problema.
Partieron las clases y no hubo solución.
En abril, un grupo de estudiantes se tomó unas casas del sec-
tor Orompello. Otro grupo se tomó un seminario ubicado al
norte de la universidad, cerca de la calle Roosevelt, al final de
Irarrázabal. El edificio cumplía todos los requisitos para instalar
un hogar universitario: estaba desocupado, tenía tres pisos y va-
rias habitaciones con baño para dos personas. La toma se realizó
con éxito, aunque, de vez en cuando, algunos miembros de Patria
y Libertad disparaban hacia el frontis. Eran tiempos complejos.


Frente Nacionalista Patria y Libertad, organización de ultraderecha, muy vincu-
lada al golpismo, que, durante el gobierno de Salvador Allende, organizó y ejecutó
numerosos sabotajes y atentados explosivos, incluyendo el asesinato del Edecán
Naval del Presidente. Tras el golpe de Estado, algunos de sus miembros, pasaron a
formar parte de la DINA (Dirección de Inteligencia Nacional).

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Los primeros vocablos 

En esos días recibimos una noticia que nos demolió. Víctor


Manuel, nuestro sobrinito, había muerto. Los médicos dijeron
que la causa había sido un mal congénito al corazón. Sentimos
un dolor muy hondo con la pérdida de esa vidita; cuando supe,
mi mente se llenó de imágenes, me vi mudándolo, dándole la
mamadera, me vi en tantas situaciones cotidianas. Marcela y
Víctor estaban destruidos.
El problema de los cupos en los hogares se fue resolvien-
do, yo me quedé a vivir en la cabina número 5, bautizada como
“Ho Chi Minh”, así que, arreglado el problema, me dediqué a
estudiar con mis compañeros de la secundaria. Con ellos com-
partía gran parte de mi tiempo; participábamos en un taller de
silkscreen, donde hacíamos afiches, boletines, panfletos, dípticos
y volantes. Para reforzar nuestros estudios, el Partido había ele-
gido a algunos compañeros para que nos ayudaran, y como las
matemáticas no nos estaban resultando fáciles, teníamos clases
un par de veces a la semana con el Pechuma, un compadre pe-
ruano, súper buena onda, sereno, pausado, alumno de cuarto año
de Ingeniería y capo para las matemáticas. La situación política
estaba cada vez más tensa y las clases de reforzamiento también
nos servían para analizar lo que estaba sucediendo en el país.
Cada día fueron aumentando los atentados explosivos de Pa-
tria y Libertad. Vino el paro de los camioneros y los ataques a los
camiones que no participaban del bloqueo. El acaparamiento de
mercadería era un escándalo. Los milicos allanaban industrias
en busca de armas y usaban como pretexto la ley de control de
armas; siempre allanaban las fábricas que tenían un mayor nivel
de organización sindical o aquellas que pertenecían a los cordo-
nes industriales.


Técnica de impresión manual, consistente en un bastidor cubierto por una tela
muy fina, que deja pasar tinta, en sus partes no cubiertas por emulsión, utilizada
para imprimir sobre diversos objetos, incluido papel. De uso muy cotidiano du-
rante la dictadura, como una forma de producir material impreso y propaganda
para su distribución.

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 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

Era un secreto a voces que dentro de las Fuerzas Armadas


había grupos de conspiradores que estaban fraguando un Golpe
de Estado. Para contrarrestar este movimiento, iniciamos una
campaña que apelaba a la conciencia de los militares democráti-
cos. Creamos las frases e hicimos los primeros afiches y volantes.
“Soldado, no mueras por los patrones, vive luchando junto al
pueblo”.
“Soldado desobedece a los oficiales que incitan al golpe”.
Nos preparamos para salir a pegar afiches.

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Los afiches

Los afiches eran de un rojo vivo, penetrante. En la noche, los


reflejos de las luces iluminaban la silueta del soldado y las letras
que los llamaban a luchar junto al pueblo. Eran afiches hermo-
sos, combativos.
La noche estaba fría, la luna aún no había salido, varias bri-
gadas estaban listas para salir. A nosotros nos habían asignado
la calle Camilo Henríquez, lo haríamos como siempre, previo
chequeo del sector. Cada uno tenía funciones específicas: unos
colocaban el pegamento sobre la muralla, otros estirábamos los
afiches hasta cubrir unos metros del muro, tanto arriba como
abajo de la superficie. Con esa distribución, el impacto visual
sería mayor. Mientras esto ocurría, otros compañeros vigila-
ban.
Esas primeras semanas fueron tranquilas, nada perturbó
nuestras salidas nocturnas, pero la denuncia de sedición contra
el MIR causó impacto. La Armada de Chile acusaba a los di-
rigentes del Partido de reunirse con clases (suboficiales) y sol-
dados (conscriptos). Se anunciaban querellas y las hostilidades
comenzaron: un grupo de milicos había acorralado a dos compa-
ñeros cerca de la estación de tren, les habían dado una pateadura
y les habían cortado el pelo.
Decidimos continuar con la entrega de boletines y dípticos,
tanto a los soldados como a los civiles. Ese domingo con Camilo
Fuentes, el Temu, nos fuimos a la Plaza de la Independencia a

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10 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

repartir boletines del MUI. Nuestro objetivo eran los clases y los
conscriptos.
— ¡Hey, cumpa! Tome, por favor, un boletín de la universidad
sobre la situación actual... gracias.
Partimos frente al teatro de la Universidad de Concepción y
fuimos avanzando hacia el centro de la plaza. Como era domin-
go, los pelaos tenían franco y la mayoría de ellos deambulaba por
la plaza y por los sectores aledaños al mercado.
­—Por favor, toma un boletín de los estudiantes... es para ti...
es gratis... gracias, muy amable.
Los pelaos lo recibían y nosotros seguíamos repartiendo.
— ¡Hey! ¡Amigo!... tome un boletín de los universitarios so-
bre la situación actual... —alcancé a decir.
No había terminado la frase cuando vi que mi mano quedó
suspendida en el aire por un momento. La moví para saber si
aún estaba ahí, miré al pelao: mi mano seguía estirada.
—No quiero esas huevás que hablan pura mierda —masculló
con voz semi-ronca y con tono de desprecio.
— ¿Pero, la leíste? —pregunté.
—No, pero todas dicen lo mismo... no quiero recibirla, así
que guárdate tu huevá.
— ¿De qué huevá hablái, pelao ignorante, si ni siquiera sabís
de qué se trata, hueón tonto? Vamos, compadre, éste no sabe
dónde está parado —reclamó el Temu, indignado por la actitud
prepotente del milico.
Nos fuimos repartiendo volantes hacia Barros Arana y cami-
namos en dirección a la Catedral. Me di vuelta y el pelao con el
que acabábamos de discutir, estaba conversando con unos seis
milicos. Lo pillé apuntándonos.
—Temu, mira disimuladamente para el lado donde está el
milico... parece que se están juntando, echa un vistazo —dije en
tono conspirativo.


Nombre popular que se le da a los conscriptos que realizan Servicio Militar.

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Los afiches 11

El Temu se agachó como si fuera a abrocharse los zapatos,


miró y se dio cuenta de lo que estaba pasando al otro extremo
de la plaza.
—Sí, estos conchesuma se están juntando... acuérdate que
está salada la cosa. ¿Qué hacemos?
—Sigamos repartiendo y vamos en dirección a la Catedral,
no nos apuremos mucho, de ahí tomamos por O’Higgins.
En el frontis de la Catedral continuamos entregando volan-
tes, a algunos les buscábamos conversa y gesticulábamos hacia la
plaza para que los milicos, que ya eran como ocho, creyeran que
se trataba de gente nuestra. El grupo del pelao venía caminando
hacia nosotros; se detuvieron, se veían confundidos, no sabían si
estábamos solos o habían llegado más compañeros. Aprovechan-
do ese pequeño espacio de indecisión, avanzamos hasta llegar a
O’Higgins y en la esquina nos separamos del lote al que supues-
tamente pertenecíamos. Doblando en dirección a la estación de
tren, los milicos se dieron cuenta de la estratagema. Al mirarlos
por última vez, vimos que empezaban a trotar.
—¡Corre, hueón, nos vienen a agarrar! —le grité al Temu que
aceleró el tranco.
A mitad de cuadra entramos en un local que tenía salida
hacia Barros Arana. Llegamos de sopetón, pero pasamos muy
calmados y nos detuvimos para ver cómo los pelaos pasaban de
largo. Rápidamente salimos a Barros Arana y corrimos hacia la
plaza. Al llegar a Caupolicán, miramos hacia atrás, los milicos
aparecieron en Barros Arana, pero por la calle Rengo, una cua-
dra más abajo.
Atravesamos la plaza al trote, tomamos Aníbal Pinto hasta
Cochrane, cruzamos un pasaje, y salimos a Chacabuco para se-
guir por Caupolicán y llegar al Parque Lezama; ahí paramos a
mirar si nuestros perseguidores venían, pero ya no estaban. Mi
pecho latía y la falta de aire se hacía patente. Retomamos el tran-
co por Víctor Lama y nos fuimos lentamente hasta perdernos
entre las flores y el verde de los jardines de la Universidad.

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12 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

En los días siguientes unos pelaos golpearon a un grupo de


compañeros. Al parecer, la oficialidad los estaba incentivando
con algunos beneficios extras: si nos llevaban a los cuarteles para
una pateadura, podían ganar un día de franco.
Esa noche salimos cinco brigadistas a pegar afiches. Nos
aventuramos a unas pocas cuadras del regimiento, sigilosamen-
te nos fuimos ocultando en las penumbras; de vez en cuando,
nuestras figuras se reflejaban sobre la calzada. Agachados, como
los vietnamitas en sus campos de arroz, esperamos el momento
oportuno para ir sobre las paredes y llenarlas de afiches. Todo
estaba en silencio, cada cierto tiempo un auto viraba y sus lu-
ces chocaban con las casas y los árboles. Terminamos la tarea y
nos fuimos atravesando las calles, en fila india, agachados. En
uno de estos cruces, dos cuadras hacia el norte, divisamos a sie-
te milicos que avanzaban a paso firme con fusil en mano. Nos
habían visto o alguien había avisado al regimiento. Venían a
atraparnos.
Las calles avanzaron rápidamente bajo nuestros pies hasta
que nos perdimos en las sombras.

A raíz de la denuncia de la Armada, se desató una persecución


implacable hacia quienes se manifestaban en contra de un Gol-
pe de Estado. Muchos marinos y sus parientes (especialmente
los hermanos de los acusados) fueron encarcelados. A dos de sus
familiares los llevaron a una playa, los vendaron y los sumergie-
ron en tambores con agua, simulando una asfixia. Leonardo, un
compañero de la Escuela de Arte, había sido apresado por tres
oficiales cuando repartía propaganda en la plaza. Su caso había
pasado a la fiscalía militar.
La mayoría de estas actividades las realizaba con Gabriela,
mi compañera. Nos habíamos conocido en la cabina del coro, a
principios de marzo, y habíamos iniciado una relación; como era
de la zona, conocía la ciudad y todas las localidades cercanas. La
Gabi estaba en tercer año de pedagogía, tenía varias amigas y

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Los afiches 13

una hermana, que también estudiaban en la universidad. Todas


eran de nuestro lote.
Con la Gabi compartíamos tanto su cabina como la mía, pero
ella también tenía otros lugares donde llegar, lo que nos garanti-
zaba una casa de seguridad ante cualquier problema. Nos turná-
bamos para escuchar las noticias y armar un panorama claro de
lo que estaba sucediendo. El café y los cigarrillos nos animaban
en esas charlas nocturnas. La Flaca Gabi era unos centímetros
más alta que yo y tenía unos hermosos ojos verdes.
Ambos nos involucramos en el acto en que denunciaríamos
los atropellos de la Armada. Los compañeros que habían sido
torturados serían los principales oradores del encuentro, que es-
taba programado para el 21 de agosto, en el Teatro de la Univer-
sidad de Concepción.
Ese día nos encaminamos desde los jardines de la Universi-
dad hacia la Diagonal. Íbamos con el Walter, la Peca, el Temu,
Carlitos y Rubén. Con Gabriela habíamos convenido un punto
de rescate ante cualquier situación no programada..
El teatro estaba lleno, había universitarios, familiares de los
marinos detenidos, trabajadores y docentes. Se instalaron par-
lantes en las afueras para que la gente que circulaba escuchara
los testimonios de los compañeros torturados. En sus discursos
pidieron por la libertad de los clases y de los soldados detenidos.
En el acto estaban presente Juan Carlos Gómez, Jaime Oyarzún,
Nelson Herrera, Marcial Muñoz, representante de los secunda-
rios, y Rodrigo, como dirigente del MUI. Los miembros de la
Dirección estaban en Santiago.
La actividad duró cerca de dos horas.


Casa de seguridad: vivienda destinada a servir de alojamiento alternativo para
los perseguidos por la dictadura. Para las organizaciones clandestinas, las casas de
seguridad eran imprescindibles; éstas, muchas veces eran proporcionadas por los
ayudistas, otras, debía procurárselas la misma organización.

Los rescates consistían en otros puntos de contacto que se utilizaban si el contacto
normal no funcionaba; estaban planificados con un tiempo de separación de varios
días o de horas, como era este caso específico.

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14 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

Al terminar el acto, nos dirigimos a la puerta de salida y vi-


mos que en la plaza había un cordón de pacos con los rifles de las
lacrimógenas preparados para tirar. No podíamos creer lo que
estábamos viendo. Yo pensaba que no nos iban a disparar, pero
sonó el primer estallido de una lacrimógena que cayó en el fron-
tis del teatro. La siguieron otra y otra y otra, unas pasaban por
sobre nuestras cabezas hacia el interior del teatro, otra golpeó
a un compañero que cayó pesadamente sobre el pavimento. La
gente se arremolinó en la entrada y, ante el tumulto, me per-
dí con la Gabi, entonces caminé en dirección al norte, hacia la
Universidad. Las bombas caían y rebotaban en las cortinas de
los negocios vecinos al teatro; un compañero se había refugiado
en un quiosco de diarios que estaba cerrado; como era peligroso
quedarse ahí, lo tomé de un brazo y lo ayudé a levantarse.
No caminé más de cinco pasos hacia Aníbal Pinto,
cuando un par de camiones con milicos nos bloqueó la salida.
Bajaron unos doce soldados con fusil y bayoneta calada, tirando
a diestra y siniestra. A una compañera le hicieron un tajo en su
pierna derecha, que iba desde el muslo hasta la rodilla. No pude
seguir corriendo, un soldado con los ojos inyectados de furia me
lanzó un bayonetazo a la altura del tórax; con un contorneo de
mis caderas esquivé el golpe y corrí hacia una fila india que se
estaba formando. Muy pegados unos con otros, con las manos en
la nuca, nos llevaban a punta de culatazos. Hubo balazos al aire,
gritos, quejidos.
Caminamos hasta el edificio de la Intendencia. Me dieron un
culatazo que me lanzó contra la muralla, me separaron los pies a
patadas, sentí unos puntazos de bayoneta en mis glúteos. Un sol-
dado se mofaba de mi pelo largo. No sé cuánto tiempo permane-
cimos con las manos en la muralla, pero fue un rato largo. Tenía
mis brazos agarrotados, ya no daba más, hasta que recogí uno de
mis brazos y me di cuenta que no lo podía estirar. El culatazo
de un milico me advirtió que debía regresarlo a la muralla; como
no pude, me tiró un puntazo en la espalda. Con más adrenalina
que otra cosa, logré llevarlo de nuevo a la pared. Se sentían unos

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Los afiches 15

bombazos y desde lo alto de un edificio se escuchaba la voz de


una mujer que gritaba con desesperación.
—¡Oigan, no tiren más bombas... estamos ahogados aquí
arriba!
—¡Cierre la ventana, señora! —respondió un milico mientras
descerrajaba unos cuantos tiros.
Pasó otro buen rato hasta que oí la voz de un oficial que decía
que nos podíamos retirar, que estábamos libres, que nos fuéra-
mos. Un poco atónito por lo sucedido, caminé por O’Higgins
hacia la Diagonal, después de un par de cuadras comencé a sen-
tir un dolor en mi pierna derecha. Me encaminé al punto de
contacto10 que habíamos establecido con Gabriela.
Ese día nos quedamos en una casa de seguridad. Cuando
llegamos pude sacarme la ropa: efectivamente tenía dos perfo-
raciones en los glúteos, cada una de unos dos centímetros de
ancho y de un centímetro de profundidad; en la espalda tenía
otra perforación, algo más pequeña. Menos mal que la herida es-
taba lejos de la columna. Mi chaqueta, mi camisa y mi pantalón
estaban perforados y habían acumulado un poco de sangre. Con
la Gabi descansamos y nos preparamos para retomar la actividad
al día siguiente.
La violencia ejercida por los pacos y los milicos fue noticia na-
cional. Los milicos justificaban el hecho porque, supuestamente,
habían sido agredidos con disparos cuando íbamos saliendo del
acto. Entre ellos no había heridos, pero nuestro compañero Me-
chón Ayala había recibido una bomba lacrimógena en la cabeza y
presentaba una fractura abierta. Estaba grave.
Hacia fines de agosto, el ambiente estuvo un poco más cal-
mado. El 2 de septiembre celebré mi cumpleaños con la Gabi,
fuimos a comer al centro y después volvimos a nuestra cabina.
Decidí ir Santiago para pasar unos días con la Mami, comprar la

10
Lugar de encuentro, previamente acordado, a veces con santo y seña, utilizado
para intercambiar información, documentos, objetos o acordar acciones, durante
la clandestinidad.

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16 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

repisa para la biblioteca y buscar el libro de Cálculo en la calle


San Diego.
La noche del 5 de septiembre tomé el tren, el martes 11 esta-
ría de vuelta. Con Gabriela nos despedimos con un fuerte abrazo
y un profundo beso; el reflejo de sus ojos verdes fue iluminando
el camino y se fue confundiendo con el sonido de los rieles que
se arrastraban por los campos, rumbo al norte. El traqueteo del
tren me fue arrullando en una serie de luces que se alejaban y
volvían una y otra vez entre árboles verdes que pasaban jugando
con el viento.
Poco a poco el sueño invadió mis visiones.

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La vuelta a casa

Las luces de la mañana me despertaron. Estábamos llegando a la


Estación Central de Santiago, me estiré con disimulo para sacu-
dirme de la pereza que me invadía. El tren se detuvo lentamente
y el bullicio de la ciudad llenó mis oídos. Caminé por el andén
que tantas veces me había saludado con su bóveda verde y crucé
la Alameda para tomar la micro El Golf. Mientras esperaba, me
puse a pensar en la Mami.
La Mami era una mujer de carácter, gracias a su perseverancia
teníamos la casa, el negocio. Ella era la mayor de doce hermanos
y prácticamente los había criado a todos. Mis abuelos habían
sido inquilinos toda su vida, provenían de las orillas del lago
Panguipulli, de un poblado llamado Quechumalal y habían arri-
bado a la zona central, a San Pedro, cerca de Molina. Llegaron
con miles de historias en sus cuerpos duros.
Sabia cuna, la de la Mami.

La presencia de la micro me sacó de mis pensamientos; las anti-


guas calles de Quinta Normal me encaminaron a casa.
Entré sigilosamente por el almacén, como un cliente más.
—Aló, ¿hay alguien que atienda aquí? —dije con voz grave.
—¿Sí? Diga, caballero —salió diciendo la Mami por detrás
del pequeño mostrador.
Yo la esperaba con la mejor de mis sonrisas.

17

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18 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

—Mire la pesadilla ésta que me asusta, cómo estás m’ijito


lindo, ni me llamaste para tu cumpleaños... ingratos no más,
no sé nada de ninguno de los tres... pasa para acá, chiquillo de
mole’era.
Un fuerte abrazo y los besitos de la Mami me dieron la bien-
venida a casa, después de varios meses de ausencia. Se veía bien,
llena de energía, como siempre, y al tanto de todo. Estaba pre-
ocupada por nosotros, por todo lo que estaba pasando. Le conté
lo de Conce, pero ella ya se había enterado por lo diarios. Por lo
menos Rodrigo estaba bien.
Marcela aún no había llegado de su trabajo como asistente
dental de la Clínica Alemana. En la noche nos dimos un tre-
mendo y emotivo abrazo por la muerte de mi sobrino Víctor
Manuel. Se notaba la profundidad de su tristeza; para no pensar
en las sonrisas de su hijo, lo único que Marcela hacía era trabajar,
trabajar y trabajar. Me di cuenta que esas sonrisas también me
hacían falta.
Aproveché los días para visitar a algunos amigos de la pobla-
ción El Polígono donde estaba el Liceo Nº 9, en el que había
terminado la secundaria. También recorrí pacientemente la calle
San Diego, en busca del libro que me permitiría entender ecua-
ciones y variables; caminé bajos los cielos de septiembre hacia
el río Mapocho, y enfilé en dirección al Persa, a comprar una
estantería metálica de fácil traslado, para armar mi librero.
Ese fin de semana llegó a la casa el tío Lalo, hermano de mi
madre. El tío era demócratacristiano y dirigente campesino por
Talca y esas zonas.
—¡Va! Llegaron los afutrados11 —fue mi saludo irónico para
el tío.
—Hola, sobrino, ¿cómo estás —preguntó cariñoso, con un
abrazo y un beso en la mejilla, como era nuestra costumbre cam-
pechana.

11
Denominación campesina para quienes se dice que son incondicionales al
patrón o futre.

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La vuelta a casa 19

—Bien estoy, poh compadre, un poco magullado porque nos


tiraron una repre más o menos fuerte en Concepción, pero esta-
mos bien... ¿y cómo va el Golpe de Estado? —pregunté en alu-
sión a la tendencia golpista que existía entre algunos militantes
de la DC.
—Noooo.... qué Golpe de Estado —contestó un poco molesto.
—Buena, tío, si la cuestión es un secreto a voces y la DC (De-
mocracia Cristiana) está metida en el baile o por lo menos está
propiciando todo eso. No se haga el de las chacras.
Las discusiones siguieron, pero no profundizamos mucho
porque nos podíamos ir al chancho. No sería la primera vez, así
que preferimos matizar la conversación y con la Mami y Marcela
buscamos otros temas.
Ese lunes cenamos juntos. Al otro día debía volver a Concep-
ción, el tío Lalo viajaría a Talca, Marcela se iría temprano a su
trabajo y la Mami saldría de compras a la Vega. Nos despedimos
antes de ir a dormir.
—¡Pelao, levántate, hay Golpe de Estado! ­—gritó el tío Lalo,
desde el living mientras miraba las imágenes en la televisión.
—¿Qué Golpe de Estado, hueón? ¿Qué pasa? —pregunté
somnoliento.
—Mira... los milicos están rodeando la Moneda.
—A ver, pongamos la radio —sugerí.
Trajimos el aparato que estaba en la pieza de la Mami. Menos
mal que ella no había ido a la Vega, pero Marcela sí había ido a
trabajar y estábamos preocupados por ella.
Escuchamos el ruido de los aviones.
—¡Están bombardeando la Moneda —grité conmocionado.
Subimos al techo de la casa y a lo lejos vimos los aviones
rasantes sobre los edificios del centro cívico. Una columna ne-
gra se elevaba lentamente hacia el cielo nuboso y oscuro; una
y otra vez los aviones cruzaron los cielos, durante unos quince
minutos. El dolor y la pena llenaban mi cuerpo, que permanecía
erguido sobre el techo, contemplando la infamia. Mis pensa-
mientos se centraron rápidamente en mis hermanos. Rodrigo

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20 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

y Víctor serían buscados. Ojalá que puedan sortear los cercos,


pensé. Marcela no llegaba y la Mami estaba tan nerviosa como el
tío Lalo y yo. Él se paseaba de un lado a otro, sin saber qué hacer,
con la neura que teníamos, intercambiamos algunas chuchadas.
Por la radio comenzaron a difundir los bandos militares que
establecían el Estado de Sitio y el toque de queda, que empeza-
ría a regir desde las seis de la tarde hasta el mediodía del miér-
coles 12. Uno de los bandos anunciaba que quienes se enfrenta-
ran a los militares serían fusilados. Marcela no llegaba. La gente
del barrio estaba atónita, salimos al pasaje y los vecinos se veían
asustados. ¿Qué pasaría ahora? ¿Qué significaba todo esto?, pre-
guntaban algunos. Las preguntas fluían del mismo modo que el
temor y la incertidumbre.
Por fin llegó Marcela. Había sido una odisea atravesar desde
Vitacura hasta Quinta Normal. Un disparo de los golpistas ha-
bía penetrado en la micro donde viajaba y la bala había matado a
un pasajero. Marcela soltó sus nervios y se puso a llorar, la Mami
la consolaba, mientras ella continuaba relatando su paso por el
centro de Santiago.
En las noches comenzamos a sentir balazos, algunos eran
de armas poderosas por su sonido ronco y profundo, luego ve-
nían otras ráfagas, que no sabíamos de dónde venían ni hacia
dónde iban, sólo escuchábamos su mortal canto. A los pocos
días se relajaron con el toque de queda y el tío Lalo aprovechó
para viajar al sur. La Mami, Marcela y yo nos quedamos con la
angustia de no tener noticias de mis hermanos. Nos preocupa-
ba mucho la situación de Víctor, como era dirigente del FTR
lo debían estar buscando por todos lados. ¿Cómo saber qué
estaba pasando con Víctor y con Rodrigo? Sólo nos quedaba
esperar y esperar.

Los días avanzaban. La Junta Militar había disuelto el Congre-


so, había apresado a los ministros de Allende y había clausurado
los diarios El Siglo, Clarín y Puro Chile; la estatua del Ché en

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La vuelta a casa 21

San Miguel había sido arrancada de cuajo y Pablo Neruda se


encontraba muy enfermo en Isla Negra. Los militares comen-
zaron a difundir propaganda sobre presuntos códigos del MIR
vinculados a planes subversivos. Era patético ver la campaña de
recolección de joyas y de dineros para la “reconstrucción nacio-
nal”. Mujeres y hombres entregaban sus argollas matrimoniales
para las arcas de la dictadura.
Mágicamente aparecieron las mercaderías que los dueños de
almacenes y supermercados habían escondido en sus bodegas,
como una forma de boicotear al gobierno de la Unidad Popular.
Con la Mami fuimos a la Vega y encontramos un montón de
cosas que antes era imposible hallar; apareció la leche, el café, los
detergentes, la harina cruda y otros alimentos. Uno de esos días
de compra, vimos a un muchacho muerto, estaba de bruces, con
una perforación en la espalda, tirado bajo el puente de la Vega
Poniente, en la calle Exposición, al fondo de la Estación Central.
Estaba semitapado con diarios. Me fui pensando en lo que había
sentido el muchacho al recibir ese balazo.
Por fin apareció Rodrigo, venía con una pinta rara, tenía el
pelo teñido, pero mal teñido. Mi hermano parecía un travesti.
Con su metro 85 y su cara morena, no le venía para nada el color
rojizo con vetas amarillas. La primera impresión fue de alegría,
después lanzamos una risotada.
—¡Hola poh, hueón! ¿Cómo estái? Estábamos súper preocu-
pados —dije mientras lo abrazaba.
—¿Cómo está, m’ijito? —preguntó con alegría la Mami, que
acariciaba las manos de Rodrigo como para sentir su energía.
—Bien, estoy bien, me costó llegar, pero aquí estamos. ¿Y el
Víctor? ¿No ha llegado todavía?
—Todavía no sabemos nada de él, no se ha comunicado, es-
tamos preocupados. Marcela ha tratado de comunicarse, pero no
ha tenido respuesta, debe estar complicado —resumí un poco
consternado.
La llegada de Rodrigo coincidía con las Fiestas Patrias que
ese año serían muy oscuras. Ya más calmo, y con una buena

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22 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

comida en el cuerpo, Rodrigo relató algunas de sus peripecias


para salir de la zona.
—Estábamos con el Loquillo ( Juan Carlos Gómez) y tuvimos
que escondernos en distintas partes, en uno de esos lugares de-
cidimos teñirnos el pelo. Como me conocían como el Monje loco
por mi pinta a lo Rasputín, pensé que lo mejor era aclararme el
pelo, pero no sé qué huevá hicimos mal que me quedó así, como
paja. Parezco teñido al agua oxigenada. Y nada, ya estábamos
cagados, tuvimos que salir así no más y nos fuimos corriendo
de Conce hasta llegar a un sector donde pudimos tomar el tren.
Estábamos súper nerviosos con el Loquillo, nos sentamos y tra-
tamos de pasar lo más desapercibidos posible.
Rodrigo nos contó que en el tren un hombre los iba obser-
vando.
—Miré al tipo y, efectivamente, de vez en cuando nos miraba
¿Nos estaría reconociendo? ¿Qué debía hacer si era milico? Se
me ocurrió algo osado, crucé una mirada con él, de tal forma que
nuestras miradas se entrelazaran, puse mi mejor cara de travesti,
que era lo que parecía, y le tiré un tremendo beso con mi mejor
cara de caliente. Creo que el tipo se debe haber puesto rojo, pero
dio resultado. No nos miró más en todo el viaje.
Rodrigo no paraba de reír.
El 21 de septiembre, un caballero apareció en el negocio, ve-
nía con una maleta y usaba anteojos de marco antiguo. Por su
aspecto daba la impresión de que era uno de esos añejos em-
pleados públicos. Pero no, era el Víctor. Con él sí que habían
realizado un buen trabajo de caracterización. Estaba tan distinto
que no lo pudimos reconocer.
Al Víctor lo habían buscado por todas partes, su casa había
sido allanada innumerables veces, y debió ir de escondrijo en
escondrijo, hasta tuvo que estar encerrado días completos en un
armario, mientras allanaban otras casas de la población. Poco a
poco, y con los cambios físicos que logró, se fue acercando hasta
la estación de tren de Curicó. Habían pasado diez angustiosos
días.

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La vuelta a casa 23

Nuevamente estábamos todos reunidos junto a la Mami,


como esa última semana de febrero. No nos sentíamos tan inse-
guros. La casa estaba limpia porque no estábamos involucrados
en actividades políticas del sector. La casa, más bien, era reco-
nocida por el negocio de la Mami, que también nos servía para
saber lo que estaba pasando en el barrio.
Las fotos de nuestros dirigentes aparecían en los diarios, al
estilo FarWest. “Se buscan” decían los afiches. Los más altos re-
presentantes de la Unidad Popular estaban confinados en la Isla
Dawson, cerca de Punta Arenas, en el extremo sur de Chile.
Neruda había muerto, algunos decían que por el corazón, otros
decían que de pena, otros que lo habían matado los milicos. Se
conjeturaba demasiado sobre su muerte. Mucha gente fue a su
vigilado funeral, nosotros nos limitamos a observar las escasas
imágenes que mostraron por la televisión.
Varios compañeros buscaron refugio en la casa mientras arre-
glaban su situación. Vinieron el Josecito y el Chuca, y esporádica-
mente aparecía el Cata, también llegó don Alfredo, que era un
íntimo amigo de mi padre, relacionado, de algún modo, con los
comunistas. Don Alfredo era un hombre mayor, muy entrete-
nido, de enormes cejas peinadas que le daban el aspecto de un
demonio. A él le gustaba ese juego. También vino un compañero
de Curicó, al que le decían el Chago. Como la familia había au-
mentado, restringimos las salidas y tuvimos que acomodar los
espacios para convivir. Por las noches cubríamos las ventanas con
frazadas para que no se viera nada desde afuera; la luz central era
una lámpara que bajábamos hasta la mesa, de manera que sólo
alumbrara las manos. Jugábamos a las cartas, en innumerables
sesiones nocturnas. Don Alfredo, viejo pillo de esos menesteres,
nos llevaba ventaja junto al Chuca; con Josecito hacíamos trampa
para ganarle a uno de los dos. El Chuca estaba cachúo, pero no
nos podía pillar.
Poco a poco, con el correr de los meses, los cumpas fue-
ron abandonando la casa hasta que nuevamente quedamos
la Mami, Marcela y yo. De vez en cuando aparecían Rodrigo

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24 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

y Víctor. Otros compañeros llegaban a esconderse, algunos


permanecían un par de meses, otros sólo unos días. Todos
estaban muy nerviosos, pero la casa seguía siendo un lugar
seguro.
Como no pude regresar a Concepción, no volví a ver a Ga-
briela, sólo tuve noticias sueltas de ella. Supe que estaba bien;
su padre era periodista del diario El Sur de Concepción y eso la
había ayudado. No supe nada más de ella.
Para continuar estudiando postulé al Instituto Nacional de
Capacitación, Inacap, me preparé, di una prueba de selección
y quedé en el Centro Chileno-Danés ubicado en Maipú. Los
daneses habían apadrinado esa sede y por eso llevaba ese nom-
bre.
Comencé a estudiar Técnica Automotriz.

La situación política estaba complicada, ya no era posible ir al


cine o asistir a algún acto cultural. En realidad casi no había
actos culturales y los que había eran clandestinos. Mientras per-
manecíamos en la casa, jugábamos a las cartas, completábamos
puzzles y aprendíamos el alfabeto de los sordomudos. Marcela
sabía un poco, porque le habían enseñado en los scouts. Nos pu-
simos a practicar, incluso la Mami trataba de aprender y nos
reíamos cuando se le enredaban los dedos y no podía dibujar las
palabras. Tratábamos de hacerlo con rapidez y de entender lo
que cada uno iba diciendo. Y como la práctica hace la sapiencia,
a cada rato nos comunicábamos de esa forma.
Nuestras vidas seguían. Yo, en mis estudios, Marcela en la
clínica, la Mami en “El Galpón”. La situación represiva estaba
cada vez más compleja, habían allanado algunas casas de la po-
blación y llegaban noticias de allanamientos masivos en otras
poblaciones, donde separaban a los hombres y los llevaban hasta
las canchas de fútbol.

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La vuelta a casa 25

El Mario era un niño del barrio, de unos doce años, al que le


habíamos enseñado a reconocer a los agentes de la DINA12.
Un día el Mario trajo un dato preocupante. Un par de sema-
nas atrás, había visto a dos tipos que respondían al perfil: apa-
recían en la estación del Metro Neptuno y se iban turnando,
llegaba uno y se iba el otro, el que se quedaba, permanecía en
el paradero, pero no se subía a ninguna locomoción; de vez en
cuando, se corrían hacia otro lugar y se quedaban ahí por algunas
horas.
Cada cierto tiempo, Víctor se dejaba caer para ver a Marcela,
pero se iba el mismo día. Ahora hacía tiempo que no venía na-
die. Era mejor así, se acercaba el primer aniversario del Golpe y,
como siempre, los triunfadores se preparaban para festejar.

12
DINA: Dirección de Inteligencia Nacional. Creada por un decreto secreto de la
Junta de Gobierno golpista, cuyo jefe máximo fue Manuel Contreras Sepúlveda,
condenado por numerosos actos de detención ilegal y desaparición forzada de
personas y por el atentado en Washington, que le costó la vida a Orlando Letelier,
ex ministro de Salvador Allende. Este organismo respondía en forma directa a
Augusto Pinochet. Posteriormente, la mayoría de sus miembros siguieron for-
mando parte de la organización que le sucedió, la CNI (Central Nacional de In-
formaciones).

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La noche

Cerca de las ocho de la noche del 10 de septiembre de 1974,


llegó Rodrigo. Nos asustamos cuando lo vimos aparecer.
—Lo que pasa es que se hizo tarde y a esta hora hay muchos
controles militares y es imposible sortearlos, así que me vine a
quedar aquí, mañana me voy temprano.
—Supongo que no has comido nada —intuyó la Mami.
—La verdad es que no he probado nada, andaba haciendo
un punto importante y con la adrenalina alta, así que de comida,
nada. No me vendría mal alguna exquisitez de la casa.
—Por supuesto, no faltaba más —zanjó la Mami mientras
caminaba hacia la cocina.
Nos fuimos todos a dormir. La Mami compartía una pieza
con Marcela y dormían casi pegadas a la ventana que daba al
jardín, unas persianas de aluminio azul bloqueaban la luz de la
calle. En la pieza contigua, dormiríamos Rodrigo y yo. Nos des-
pedimos como todas las noches y nos entregamos a un sueño
profundo.
Aún no amanecía cuando la Mami nos despertó.
—¡M’ijito, son los milicos! —decía la Mami a Rodrigo, en un
susurro lleno de conspiración y de temor.
—¿Cómo? —preguntó Rodrigo.
—¡Son los milicos, que están afuera! —no terminaba de de-
cir esto la Mami, cuando escuchamos unos fuertes golpes en la
puerta y gritos:“¡abran!”.

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28 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

Rodrigo se vistió rápidamente, yo di un salto de la cama, me


sentía confundido y temeroso. No le despegaba la vista a Ro-
drigo. Los golpes en la puerta continuaban con más fuerza y los
gritos de “¡abran la puerta!” no cesaban
Rodrigo miró a la Mami.
—Abra no más... tranquila —dijo, después volteó la cara ha-
cia mí.
—Tranquilo, Pelao, y mucha fuerza.
Eran oficiales del Servicio de Inteligencia de la Fuerza Aérea,
SIFA, venían groseramente armados, cuando traté de sacar mis
zapatos, que estaban bajo la cama, uno de los oficiales me apuntó
con una metralleta.
—¡Quédate quieto! ¿Qué vas a sacar de ahí? —gritó en tono
nervioso, pero amenazante.
—Mis zapatos —repliqué.
—¡Ya, sácalos, pero con cuidado! —volvió a gritar y sin dejar
de apuntarme.
En la puerta de la habitación apareció otro oficial. Era muy
rubio y en sus manos tenía una pistola cromada, que brillaba en
medio de la penumbra de la pieza; la pistola viajó directo a mi
mentón, y el oficial me levantó lentamente con el arma, hasta
que me quedé mirándolo.
Sus ojos brillaban, con un fulgor extraño.
—¿Cómo te llamas? —preguntó sin dejar de presionar
con la pistola.
—Ricardo —respondí con voz entrecortada por la presión
del cañón en la garganta.
—¡Ya, vístete!
—Y tú, ¿cómo te llamas?
—Rodrigo —contestó mi hermano, en un tono seco, fuerte.
—Ah... miren... estamos de suerte... miren con quién nos vi-
nimos a encontrar... ¡Ya! Terminen de vestirse que nos vamos a
pasear.
A los milicos que copaban la casa les ordenó que nos sacaran
de ahí.

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La noche 29

Me encaminé hacia la puerta de salida, mi madre estaba en


un costado, el oficial rubio le estaba hablando, parecía que in-
tentaba justificar el operativo. Un tremendo milico bloqueaba la
salida, el oficial flaco esposó mis manos en la espalda y me lle-
varon al jardín. Tenían la cuadra completamente rodeada, unas
camionetas nos esperaban al final del pasaje, mientras me tiro-
neaban, agarraron mi chaleco y me cubrieron la cabeza. Desde
ese momento no vi nada más, sólo sentí cuando ingresamos a la
camioneta y me dejaron con la cabeza gacha, tapada con mi cha-
leco. Los ruidos me permitían imaginar lo que estaba sucedien-
do afuera. Estaba tiritando entero y tenía que hacer esfuerzos
para calmar las convulsiones. Era el temblor del miedo. Pronto
trajeron a Marcela y la tiraron junto a mí; seguro que a Rodrigo
lo llevaban en otro vehículo.
Viajamos durante un buen rato. En ese momento, traté de re-
cordar alguna señal perceptible para saber por dónde iba transi-
tando, pero era imposible retener algo; el miedo y la incertidum-
bre bloqueaban cualquier intento. Mis pensamientos estaban
centrados en una sola idea: nos iban a matar. La camioneta dio
unas vueltas lentas y escuché la apertura de un portón metálico,
mi corazón latía fuerte, casi lo sentía en mi garganta. Abrieron la
puerta y me tomaron del brazo, al pisar, mis pies sintieron la tex-
tura del pasto. Pensé que se trataba de un potrero, que nos iban
a hacer correr y que nos iban a disparar por la espalda, como ya
había sucedido con otros detenidos a los que habían aplicado la
“ley de fuga”. Mis pies seguían pisando el pasto, pero de pronto
comencé a caminar sobre baldosas. Tuve una sensación increíble.
Esas baldosas me daban la esperanza de que la muerte aún no
llegaría.
Entramos a un lugar muy iluminado, nos detuvimos y nos
pusieron frente a una pared amarilla; las baldosas eran rojas con
vetas de colores más claros.
Un guardia nos vendó los ojos, nos sacaron las esposas y
nuevamente nos dejaron ante la pared. Agucé el oído para saber
qué estaba pasando, me di cuenta de que Marcela estaba a mi

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30 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

lado y que un poco más allá estaba Rodrigo. Por lo menos aún
seguíamos juntos.
El tiempo transcurría, pero no pasaba nada, sólo la quietud
de nuestros cuerpos.

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El hijo

Unos pasos firmes se acercaron y vino un certero gancho a las


costillas.
—¿De quién es el hijo que tuvo Marcela? —preguntó la voz
que me acababa de golpear.
Tanto la pregunta como el golpe me desconcertaron, nunca
imaginé que ésa sería la primera pregunta del interrogatorio.
Tenía que proteger a Víctor.
—Es mío, el hijo de Marcela era mío —aseguré, convencido.
—¿Estái seguro de que era tuyo?
—Sí, por supuesto, era mío.
Los pasos se alejaron hasta que el sonido de las botas se per-
dió. Mis pensamientos volvieron a la venda y a la muralla, mi
corazón palpitaba más rápido. La pregunta me había pillado de
sorpresa, traté de poner oído hacia el lado donde estaban Marce-
la y Rodrigo, pero no escuchaba nada. Nuevamente los pasos se
acercaron, ahora el golpe fue más fuerte y perdí un poco el aliento.
—Así que el hijo era tuyo, hueón.
—Sí, era mío.
—Así que es tuyo y ¿cómo es el otro hueón dice que es de él?
—vociferó el agente, refiriéndose a Rodrigo.
Con Rodrigo estábamos conectados. Habíamos iniciado el
viaje en esta pesadilla y comenzábamos a conocernos con nues-
tros captores. El juego de la supervivencia iniciaba su baile con
el miedo y la muerte.

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San Genaro

Seguíamos parados frente a la pared amarilla, no se escuchaban


muchos sonidos, uno que otro ruido pasaba rápido y no alcan-
zaba a descifrarlo. Se acercó un militar y susurró mi nombre a
mi oído.
—¿Te llamas Ricardo?
—Sí, me llamo Ricardo —confirmé, con miedo a lo que po-
día venir.
—¡Ya, acompáñame! —dijo el soldado y me tomó del
brazo.
Al principio caminé a trastabillones, luego puede seguir la
marcha del soldado, subimos una escalera, dimos un par de vuel-
tas, siempre subiendo, hasta que llegamos a un sitio donde cami-
namos en línea recta. Después de unos pasos, nos detuvimos. Su
mano dejó de apretar mi brazo y quedé parado ante no sé qué.
El miedo y la angustia me invadían.
Todo estaba en silencio.
—¡Cuál es tu chapa¡13 —rugió una voz potente, dura.
Mis ojos no lo veían, al parecer el interrogador estaba
frente a un escritorio o algo semejante. Repitió la pregunta con
voz amenazante.
—¡Cuál es tu chapa!

13
Identificación falsa.

33

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34 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

—¿Perdón? ¿Cómo dijo?


—¡Cuál es tu chapa! —gritó más fuerte que la vez anterior.
—No sé a qué se refiere —contesté con desparpajo, pero con
miedo.
—¡Cuál es tu nombre, hueón!
Ahora el tono era imperativo.
—Ah... mi nombre... me llamo Ricardo.
—Claro, crees que no sabemos que todos ustedes usan otros
nombres.
—No, yo me llamo Ricardo, no tengo otro nombre.
—Pero cómo te dicen... de alguna manera te dirán, ¿no?
—Bueno, sí, en el instituto me dicen de una forma —respon-
dí para calmar un poco la situación.
—¿Cómo te dicen en el instituto?
—Me dicen San Genaro —conté con voz melancólica.
—¿San Genaro? ¿Y por qué te dicen así?
—Porque yo siempre ando diciendo “San Genaro bendito,
favoréceme San Genaro”.
—Y ahora, hueón, ¿qué le pasó a San Genaro? ¿Ya no te ben-
dice?
—Parece que no, parece que ya se olvidó de mí, parece que ya
no me bendice.
—¡Ya, llévense a este hueón de aquí!
Los soldados me tomaron de un brazo y me encaminaron a
la escalera por donde había venido, bajamos los peldaños y volví
frente a la muralla del subterráneo. Noté que mi corazón estaba
bastante agitado, poco a poco fue tomando su ritmo normal, re-
cién entonces me di cuenta de la absurda situación que acababa
de vivir. Era verdad que en el instituto me llamaban San Genaro.
Me invadió una sensación de risa y tuve que taparme la boca
para que no me saliera una carcajada; cada vez que recordaba mi
respuesta, volvía la risa y tenía que hacer un gran esfuerzo para
contenerme.
Dicen que la risa hace bien, es cierto, me sentí bien, aunque
no lo pude compartir con nadie. En realidad San Genaro no me

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San Genaro 35

había olvidado, me había regalado la risa que tanto necesitaba en


esos momentos.
Grande, San Genaro.

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El ensueño

Llevaba cerca de tres días en el subterráneo de la AGA14. Tres


días, y continuaba parado frente a la pared, con los ojos venda-
dos, sin posibilidad de agacharme ni de acercarme a la muralla
para apoyar mi frente y descansar un poco. En una situación
como ésa, el tiempo avanza, pero uno no se da cuenta de lo que
está ocurriendo. Es como si te hicieran invisible, si haces un de-
terminado movimiento para saber qué sucede, te recuerdan en
qué situación estás. Te lo recuerdan con un golpe de fusil en las
costillas o con un culatazo.
Recién al segundo día te vas dando cuenta de cuál es el nue-
vo escenario: estás solo, parado, sin ver nada. Ese tratamiento,
según supe después, lo llamaban período de ablandamiento y
consistía justamente en eso, en mantenerte de pie, ciego, sin ac-
ceso a agua, comida, ni baño, y sometido a órdenes inhumanas.
—No se duerma, despierte —decía una voz potente mientras
me golpeaba.
Ese estado va disminuyendo la fuerza física y se va produ-
ciendo una situación de ensueño; una combinación de sueño y
realidad que te va invadiendo poco a poco. El cansancio, la sed,
el hambre van minando lentamente la energía. El ensueño era
un estado poderoso.

14
Academia de Guerra Aérea. Al parecer, el recinto había pertenecido a unas monjas
italianas antes del golpe de Estado.

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38 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

Durante esos dos primeros días, sentí el olor a comida; el


aroma de los aceites y especias rodeaban el ambiente y el sonido
de los platos retorcía mi vientre. Cuándo me tocará a mí, pensa-
ba, y esperaba y esperaba y esperaba, y el sonido se iba alejando,
como también se iban diluyendo los olores que lo acompañaban.
Y volvía el silencio, la muralla, el cansancio, el hambre.
Al tercer día, el cansancio era insoportable, el sueño merma-
ba mis ojos y mis pies pedían clemencia al resto de mi cuerpo
que era empujado hacia su centro por la ley de gravedad.
Mi hermano y Marcela debían estar sintiendo lo mismo. En
un momento, en pleno tedio y cansancio, escuché la voz de Ro-
drigo.
—Pelao, vámonos, vámonos —musitó en un susurro de com-
plicidad y ensueño.
La voz de Rodrigo me trajo de un golpe a tierra, nueva-
mente.
—Sí, vámonos —repetí.
Me retiré la venda y vi que estábamos en un pasillo con puer-
tas por ambos lados, también vi a mi hermano que caminaba
hacia mí, y a un montón de figuras que se abalanzaban sobre
nosotros. Rodrigo levantó su pierna y le pegó a un milico que
cayó al suelo, llegaron otros milicos y le pegaron hasta botarlo. A
mí me tenían agarrado entre tres y con un fusil en la garganta.
Al Rodrigo se lo llevaron, lo amarraron a una escalera, le pa-
saron un piso para que se sentara y se quedó profundamente
dormido. Después de los zamarreos, continué parado frente a la
muralla amarilla, con mis ojos vendados.
Yo sabía que las baldosas del piso eran rojas, con pequeñas
vetas de amarillo ocre; las vetas recorrían algunas baldosas en
toda su extensión; en otras, las vetas se cortaban. Los primeros
días miraba por debajo de la venda y el piso continuaba siendo
rojo con vetas amarillas.
Hacia la noche del tercer día mi cuerpo estaba muy maltre-
cho, el cansancio y la deshidratación disminuían mis reservas
de minerales y mi mente comenzaba a confundir la realidad.

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El ensueño 39

Cuando se inicia el ensueño, te transportas, interpretas los rui-


dos y vas creando una realidad distinta; a veces sólo contemplas
cómo se va desarrollando esa realidad, en otros momentos in-
teractúas con ella y hablas como si participaras del sueño, que
puede ser cualquier sueño. Te ves en clases, te ves en algún viaje
que hiciste alguna vez. A cada rato escuchas la orden ¡no se
duerma! La escuchas en tus oídos, luego retumba sin dirección
conocida, pero rebota en todo tu cuerpo, en un remolino de
imágenes y sonidos dispersos, en un caos incomprensible. Y
flotas en un mar de sonidos nuevos y reales que te recuerdan
dónde estás.
Al cuarto día, el sonido de los platos y de sus olores no me in-
teresaba. Mi cansancio me llevaba al estado de ensueño y asumía
esa irrealidad con mayor participación.
—¡Guardia, guardia! —grité en mi ensueño.
—¿Qué te pasa? ¿Qué querí? —respondió una voz desde al-
gún lugar.
—El profe dijo que ya estaba bien y que me podía retirar
—relaté con toda inconciencia.
—¿Qué es lo que estaba bien? —preguntó el soldado medio
sorprendido, medio molesto.
—Lo de la tarea del auto que está ahí, en el pozo, ¿no lo ve?
Ése azul —seguí hablando, convencido de que si no lo veía el
tipo debía ser ciego.
—¿Qué estái hablando, hueón! —vociferó enojado.
—Cómo que hueón, imbécil ¿Qué tení?
—Ya, cállate, hueón, y quédate tranquilo —ordenó mientras
me daba unos culatazos en las costillas.
Los golpes fueron un poderoso cable a tierra.
Ya no tenía idea si era de día o de noche, sólo imaginaba pa-
sajes vagos de la calle; a veces llegaba a mi cabeza algún recuerdo
fugaz de situaciones agradables; en ocasiones alguna música lle-
naba mis pensamientos. Todo se confundía. El ensueño atacaba
mi cuerpo y en pocos instantes me devolvía a la realidad con sus
pedidos de auxilio.

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40 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

Mis pies y mis labios estaban hinchados. Los labios también


estaban partidos por la sed y la angustia. Lentamente fui sacan-
do un pie del zapato, como si cada fracción de tiempo y cada
movimiento fuera el último. No sé cuánto demoré en hacer ese
movimiento, ahora el tiempo era relativo. Cuando por fin pude
tocar las baldosas con mi planta del pie adolorida, sentí el frío
que transmitía su textura. Un alivio viajó lentamente hacia mi
cabeza y recorrió las rodillas desaceitadas.
Un golpe me hizo reaccionar.
—¡Ya, ponte los zapatos! ¡No te puedes sacar los zapatos!
—chilló el milico y acompañó su grito con otro golpe.
—Es que me duelen los pies —me quejé como autómata,
resignado.
—¡Ponte los zapatos! —repitió.
Lentamente traté de colocarlo dentro de la prisión que lo
sostenía. Mi pie estaba inflamado, me costó mucho volver a po-
nerlo dentro del zapato, hasta que por fin lo hice y volví junto a
la muralla.
Agucé la escasa vista que me permitía la venda. Miré hacia
suelo y las baldosas ya no estaban; ahora el piso estaba forma-
do por una serie de palitos marrones con vetas más claras, que
estaban dispuestos de distintas formas. Volví los ojos a la com-
prensión de la oscuridad y pensé que se trataba de una ilusión.
Lentamente regresé mi vista al suelo y los palitos marrones se-
guían ahí. La muralla se me fue transformando en el piso que, a
su vez, había pasado a ser parte de un gran salón. Mientras más
trataba de mirar por la venda, crecía la sensación de que estaba
en medio de ese salón.
No había nadie en aquel salón, trataba de escuchar algo y no
escuchaba nada. Esperé un rato, qué hago aquí, pensé, y miré
para los lados: el lugar era amplio, el piso era amarilloocre, lo que
le daba más amplitud y luminosidad.
—¡Aló! ¿Hay alguien ahí? —grité consternado, expectante.
—¿Qué pasa? —contestó una voz lejana.

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El ensueño 41

—¿Cómo? —pregunté, sin ningún sentido de lo que estaba


diciendo.
—¡Cállate! —gritoneó la voz, oculta en alguna parte del sa-
lón.
—¿De qué habla?
—¡Cállate y no huevées más, cállate, hueón! A ver... toma
hueón, aquí hay una silla para que te sientes.
—¿Pero por qué tengo que sentarme? —dije, entre sorpren-
dido y enojado.
—Ya, siéntate, que hace como cinco días que estái parado ahí.
¡Siéntate!
Me senté y mi cuerpo se fue encogiendo en sí mismo, como
volviendo al vientre de la Mami. Un sinnúmero de imágenes fue
perdiendo claridad, y los murmullos y sonidos se fueron alejando
paulatinamente. Fui arrullado por la silla que me acompañaba,
miré nuevamente hacia el suelo y los palos se iban deshaciendo.
Mis párpados se rindieron, la muralla amarilla volvió a ser la
misma muralla, el salón se fue esfumando y viajé profundamente
hacia el sueño.

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Las manos

Durante las Fiestas Patrias nos hicieron escuchar tantas marchas


militares, que el acorde monótono de los tambores permanecía
como un sonido residual en mi mente. Aún seguía sentado en
una banca, vendado, contra la misma muralla. Estaba junto a
varios compañeros y compañeras. Supongo que por las tardes
o por las noches (como no podía ver, no sabía si era de día o
de noche) nos ordenaban cruzar al otro lado del pasillo y nos
pasaban un colchón y una frazada para dormir. Por la mañana
nos gritaban ¡posición firme! y cruzábamos al frente. Retiraban
los colchones, instalaban las bancas, dejaban las frazadas y nos
sentábamos frente a la muralla. Como no podíamos movernos,
nuestros cuerpos estaban permanentemente fríos, por lo tanto
las frazadas eran un elemento fundamental para la sobreviven-
cia.
Pasado un tiempo uno se pone más ducho15: con hábiles mo-
vimientos de la frente y de la nariz podía correr la venda, de tal
forma que el espacio que se producía me daba un campo visual
más amplio. Volviendo la cabeza hacia un lado y hacia otro, lo-
graba ver más que antes. Haciendo ese ejercicio pude mirar en
dirección a la pieza que estaba a mis espaldas, un poco en dia-
gonal. Una carraspera conocida llamó mi atención y me esmeré
en mirar.

15
Dicho popular que denomina a alguien que ha adquirido experiencia.

43

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44 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

Era Marcela, la tenían sin venda. Ella había estado pendiente


durante muchas horas para ponerse en contacto conmigo; un
soldado vigilaba la puerta, pero a ratos se distraía. Vi que sus
manos comenzaron a moverse en una danza también conocida,
me sorprendí al entender los movimientos que estaba haciendo.
Era el alfabeto de las manos que practicábamos en la casa de la
Mami.
—¿Cómo estás? —dijeron las señas a distancia.
—Bien ¿y tú? —respondí con otro movimiento de dedos.
—Bien, bien, estoy con más compañeros, comuniquémonos
así... te carraspeo para contactar —escribió sobre el aire que la
rodeaba.
—¿Y Rodrigo? —pregunté, ansioso por saber más de mi her-
mano.
—Está bien, está en el pasillo, como dos puestos a tu izquier-
da —gesticularon acompasadamente sus dedos.
—¿Qué más sabes?
—Después... viene el milico, chao —se apresuró y cortó la
comunicación.
Aún no salía de mi asombro, me cobijé sobre mí mismo y
repasé cada una de las señales, miré mis manos y pensé en todas
las cosas que nos habíamos dicho. Hice un movimiento para
soltar mis dedos, estaba absorto por lo que acababa de vivir. La
ansiedad se estaba apoderando de mí, el tiempo jugaba con su
relatividad y se me hacía eterno. Quería ver las manos de Mar-
cela. Su carraspeo resonó a mis espaldas, mi corazón comenzó
a bombear más rápido, volví lentamente mi cabeza para iniciar
el baile.
—Rodrigo está a sólo una persona de ti —lanzaron las ma-
nos.
—¿Te comunicaste con él?
—No... nos entregó el Chago… él está aquí…
—¿El Chago?
—Sí, y está aquí…
La conversación se interrumpió bruscamente.

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Las manos 45

—Y eso que estás haciendo, ¿qué es? Deja de mover las ma-
nos —ordenó uno de los pelaos, a cargo de la custodia.
Había pillado a Marcela haciendo un movimiento de una le-
tra que se asemejaba a un chasquido.
—¿Esto? Esto es Atrix, la marca de jabón y estaba pensando
en ese aviso.
Con su ingenio, Marcela había salido del paso. Efectivamen-
te en la televisión daban un aviso del jabón marca Atrix, en el
que sus protagonistas chasqueaban los dedos.
Con Rodrigo quedamos casi juntos, después de levantarnos y
de repetir la rutina de cruzar hacia el otro lado del pasillo. Entre
nosotros había una distancia de un metro, y en medio de los dos,
había una bolsa plástica que tenía escrita la palabra “zapatos”.
Al parecer, la bolsa era de Rodrigo. Nos miramos a través de
la venda y movimos las manos en forma de saludo. Como las
gesticulaciones corporales eran difíciles de interpretar, comencé
a decirle que pusiera atención a mis manos. Y una a una fui
repitiendo las letras del abecedario, llegaba hasta la Z y volvía a
comenzar. Por fin logramos ir al unísono, ahora nuestras manos
bailaban juntas. El examen de grado de este curso rápido sería
la lectura de la bolsa que estaba entre los dos. Con sus manos,
Rodrigo debía escribir “zapato”. Lentamente sus dedos se fijaron
en el aire, a la manera de la “z” del Zorro de las historietas. Su se-
gunda letra fue un puño cerrado que dibujó una “a”, avanzó por
el aire y sus dedos trastabillaron para continuar con la “p”, nue-
vamente el puño cerrado para la segunda “a” y su índice avanzó
hasta sus labios, apenas perceptibles, para escribir la “t”. Cerró el
examen con un círculo al viento lanzando una letra “o”. Ambos,
con los puños cerrados y haciendo fuerza como en un partido de
fútbol, dijimos ¡bieeeeennnn!, ¡he he he he he!, con un gesto de
nuestras manos, en el silencio más absoluto.
Lentamente, comenzamos a contarnos lo que sabíamos; lo
dicho por Marcela acerca del que nos había entregado. Nos dá-
bamos mutua fuerza. Nos preocupaba Víctor, era a él al que bus-
caban esa madrugada, cuando nos detuvieron. Con el correr de

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46 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

las horas el deslizamiento de los dedos de Rodrigo iba siendo


más fluido.
Poco nos duró el contacto, descubrieron que éramos herma-
nos, agarraron al Rodrigo y se lo llevaron. Quedé solo por un
rato, luego vino alguien a ocupar su lugar. A pesar de mis limi-
taciones visuales, observé al recién llegado; después de algunas
horas traté de llamar su atención, poco a poco empezó a mirar
para el lado hasta que logró ver mis manos que lo saludaban.
Respondió el saludo. Traté de que mantuviera su atención en
mis manos y comencé a dibujar el abecedario. Lo repetí una y
otra vez hasta que entendió de qué se trataba.
El cumpa era un primo de Marcela, yo no lo conocía y tampo-
co tenía idea de su existencia. A lo mejor los agentes del SIFA16
habían detenido a todos nuestros familiares y no lo sabíamos.
Me enteré que él había sido (seguramente en la etapa del trata-
miento inicial) quien había gritado ¡Cardenal, Cardenal!, unos
días atrás. Los pelos se me habían erizado y una corriente rara
había recorrido toda mi espalda.
Establecimos un código para tomar contacto: eran unos gol-
peteos rápidos en el piso, similares a los que hace el castor cuan-
do su cola pega en el suelo, pero este sonido era un poco más
suave que el del castor. Cuando lo sentíamos, dábamos vuelta la
cara y corríamos un poco la venda.
El enlace golpeteó, subí mi venda y miré.
—Hay otro compadre que también habla con las manos —
anunciaron sus dedos.
—¿Dónde? —pregunté.
—Por el pasillo hacia mi izquierda, pasando uno, el que viene
—escribió excitado.
—Córrete un poco para verlo —fui diciendo con mis pala-
bras al aire
Cuando se movió vi unas manos que me hacían señas desde
un rincón del pasillo; sentí una tremenda emoción al saber que

16
Servicio de Inteligencia de la Fuerza Aérea.

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Las manos 47

entendía lo que me hablaba, sus manos se movieron lentamente,


nuestros códigos tenían algunas variaciones y las fuimos detec-
tando. Pero al final, las manos siempre dicen lo que tienen que
decir.
—Me pusieron Pentotal —dijeron sus dedos—. Pero pue-
des pasar la prueba, tienes que agitarte, hacer que tu corazón
bombee rápidamente, que aumente los latidos. Cuando tienes el
corazón agitado, no lo inyectan porque te puede dar un infarto y
puedes morir. Cuando te lo ponen, te deja en un estado de vigi-
lia, semi-dormido, en ese momento es bueno poner en tu mente
un sentimiento profundo, de tal forma que sólo ese sentimiento
aflore en tu vigilia.
Nunca supe quién era, pero siempre recordé el curso rápido
que me dio para enfrentar el Pentotal. En otra etapa de mi vida
recurriría a su lección.
Las manos, una vez más, habían jugado un papel de comu-
nicación y nos habían dado un hálito de esperanza. Me había
provocado una sensación de bienestar tan grande que me iba
llenando de espíritu y de alegría. Sentir sus gestos y compren-
der sus movimientos en esos oscuros pasillos se transformaría
en una experiencia imborrable. Lo que había partido como un
juego en la casa de la Mami, ahora nos nutría de sabiduría, emo-
ciones y tristezas.
A ese cumpa que me enseñó y que nunca supe quién, fue
quiero hablarle. Decirle con mi mano derecha, llevada justo a mi
corazón, que después viaja rauda hacia mi boca, continúa hacia
mi frente y se alarga en una reverencia. Quiero decir de corazón,
de palabra y de pensamiento, gracias.
Después de 45 días me llevaron por unos pasillos y volví a
subir las escaleras. A mí y a Marcela nos estaban dejando libres.
Me miré, estaba blanco como un fantasma. Nunca habíamos
visto el sol. La luz del día golpeaba mis ojos, la gente transitaba
por las calles, ajena a lo que nos estaba pasando.
El oficial rubio, el de la pistola cromada, nos condujo hasta
nuestra casa. No lo motivaba la amabilidad: sólo quería pillar a

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48 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

Víctor. Al llegar, bajó rápidamente y entró a la casa tras su única


obsesión, pero mi hermano Víctor no estaba. Nosotros encon-
tramos a la Mami que lloró de alegría al vernos.

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Puchuncaví

Rodrigo apareció vivo en Puchuncaví, un campo de concentra-


ción administrado por la Armada, ubicado cerca de Quintero.
Los compañeros estaban confinados en varias barracas que, pa-
radójicamente, habían sido cabañas populares de vacaciones en
el tiempo del Chicho. El lugar era custodiado por infantes de
marina y estaba rodeado de alambradas. Las barracas se veían
desde el camino.
En esos tiempos la situación económica era crítica. Con la
Mami continuábamos trabajando en el negocio, que sólo daba
para comer. Nos resultaba difícil ir a ver a Rodrigo todas las se-
manas, así que cuando viajábamos, aprovechábamos al máximo
los momentos para compartir con él y con todos los compadres.
Los prisioneros políticos de Puchuncaví estaban bien orga-
nizados y eso nos daba aliento a quienes estábamos trabajando
afuera. Los que pertenecíamos a algunas estructuras, pudimos
incrementar las comunicaciones y los análisis de la situación po-
lítica nacional y de la situación interna del MIR. Tras los nuevos
golpes de la DINA, teníamos que reorganizarnos y tomar nue-
vas precauciones. Por los campos de concentración desfilaron los
más diversos barretines17 siempre estábamos pensando en cómo

17
Un barretín es un escondrijo u objeto transportable, modificado y acondicionado
para ocultar objetos y, eventualmente, transportarlos clandestinamente, sin cambiar su
apariencia externa.

49

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50 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

pasar cosas que nos pedían desde adentro, como libros, pilas,
transistores. También hacíamos barretines especiales para las co-
municaciones con el Partido.
La frecuencia de nuestros viajes a Puchuncaví fue aumentan-
do. Estas visitas eran muy importantes para nuestra formación
política; pudimos compartir impresiones y análisis, y planificar
algunas acciones para llevarlas a cabo. Afuera reproducíamos
gran parte de las actividades que los cumpas desarrollaban en
prisión: obras de teatro, tejido a telar, grabado de monedas, talla-
do de huesos y otras actividades productivas.
Los prisioneros políticos de Puchuncaví hicieron una protesta
masiva cuando se publicó la infame noticia de los 119 compañe-
ros y compañeras que, según la dictadura, habían sido asesinados
por sus compañeros de partido, a raíz de rencillas internas. To-
dos sabíamos que habían sido detenidos y desaparecidos entre
1974 y 1975. Los prisioneros fueron capaces de rebelarse ante
los marinos e iniciar una huelga de hambre.

Durante 1976 comenzaron a dejar en libertad a los compadres


y comadres. Los dejaban ir sin cargos, después de meses y, en
algunos casos, años de prisión. Esta liberación trajo un nuevo
aliento a nuestra alicaída organización: la mayoría optó por que-
darse en Chile y algunos, con la experiencia que traían, crearon
las llamadas bolsas de cesantes para superar la crítica situación
económica que se vivía en el país. Las bolsas se activaron en ba-
rrios y poblaciones donde el Partido realizaba algún trabajo po-
lítico; esta actividad nos daba cobertura para el reclutamiento de
nuevos cuadros18 y se constituían en espacios para intercambiar
información sobre lo que estaba sucediendo a nivel nacional, re-
gional y local.
Comenzó la reorganización del Partido.

18
Un “cuadro” es un militante probado, a quien se prepara, teórica y prácticamente para
la lucha.

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Puchuncaví 51

Yo estaba terminando mis estudios de Técnico Automotriz


en Inacap. Pude volver a clases porque presenté un certificado
que excusaba mi ausencia. Era un certificado bastante especial,
iba firmado por un oficial del SIFA y decía que tras 45 días
de detención, me dejaban en libertad porque no habían podido
comprobar mi participación en delitos de subversión. El director
de la carrera aceptó el certificado sin cuestionamiento, fui apo-
yado por algunos profesores para recuperar el tiempo perdido, y
mis compañeros estaban asombrados de mi palidez. Saqué ade-
lante la carrera con más corazón que otra cosa; en paralelo seguía
realizando mi trabajo con el partido.
Gracias a unos amigos, tenía la posibilidad de acceder a al-
gunos camiones. Estos amigos nos facilitaban los vehículos a
mí y al Toto (él era un compañero del Partido muy movido y
que nunca fue detectado) para hacer pequeños trabajos, que no
duraban más de tres horas. Eso era lo que les decíamos, y como
confiaban en nosotros, nos prestaban los camiones. Con el Toto
tuvimos que especializarnos en mudar casas en tiempo récord:
desarmar, cargar muebles, llevar las cosas para otro lado (previo
camino trazado), bajar las cosas y dejarlas ahí, para que otros
compadres las entraran. Nosotros nos íbamos, chao, nunca ha-
bíamos hecho esa mudanza.
Como existía la necesidad de especializarse en diferentes téc-
nicas, tanto para la clandestinidad como para otras acciones, fui
convocado a una escuela de cuadros.
Ese día pasé por el negocio del barrio, compré mis galletas
Tritón de chocolate, guardé el paquete en el bolso y tomé la
micro. Iba en dirección a un punto. Un punto consistía en un
encuentro preparado previamente. La Dirección del Partido nos
enviaba el contacto y sus características: entrar por tal calle y
seguir por los pares o nones de la cuadra; generalmente, el reco-
rrido era de tres cuadras, desde que uno entraba hasta que lle-
gaba al final del recorrido, eran unos cinco minutos. Las señales
indicaban a la persona que se debía abordar y las contraseñas
que debíamos poner en práctica, tanto la pregunta que debíamos

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52 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

hacer como la respuesta que íbamos a recibir. La mayoría de las


veces no conocíamos a nuestro interlocutor.
Me bajé en la Pila del Ganso, doblé al oeste por 5 de Abril,
por la vereda de los números pares, saqué el paquete de galletas
y lo puse en mi mano izquierda. Ésa era la contraseña. Mi enlace
debía traer en su mano derecha una botella de Bilz, la gaseosa
del mundo de fantasía. Ya había pasado la primera cuadra, miré
mi reloj, estaba exacto en el tiempo, continué caminando y vi a
una mujer de unos 20 a 25 años, que traía la botella de Bilz en
la mano derecha. Caminó con normalidad y cuando estábamos
de frente, la abordé.
—Perdón, buenas tardes, ¿conoce a Pancho Causeo? —pre-
gunté.
—No, sólo sé de una farmacia por el sector.
Era mi contacto. Hizo unos ademanes y seguimos hacia Toro
Mazote. Doblamos por esa calle y salimos a la Avenida General
Velásquez, donde nos instalamos en un paradero de micro. A los
cinco minutos apareció un auto y nos subimos. Yo me ubiqué en
el asiento trasero y me puse a dormir, según las instrucciones.
Bajé directo del auto a una puerta interior de una casa. Allí
entré a una especie de probador de ropa y me entregaron una
capucha. La escuela de cuadros estaba por comenzar. Éramos
como doce compañeros, la casa era grande, sus vidrios hacia el
exterior estaban pintados, de tal forma que no se viera para afue-
ra; una de las piezas estaba separada con biombos confecciona-
dos con telas, cada uno de nosotros tenía un espacio donde cabía
una colchoneta y un saco de dormir. Otra de las salas estaba
destinada a los talleres que realizaríamos. Teníamos que cum-
plir guardias cada cierto número de horas. Existía un equipo
de compañeros externos que velaba por la seguridad del grupo,
además de nuestras medidas internas y funciones específicas, en
caso de un enfrentamiento con el enemigo.
La escuela fue intensiva, debíamos prepararnos bien, en corto
plazo y sobre varias materias a la vez. Un compañero nos ense-
ñó todo lo relacionado con la elaboración de documentos de

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Puchuncaví 53

identidad, era como un Giro Sintornillos: lo que no había, lo


inventaba. Otros cumpas (así era como nos tratábamos, es decir
como compadres o comadres) eran expertos en armas, daban sus
charlas y hacíamos triangulaciones para verificar el ojo rector.
Las triangulaciones consistían en tirar a un blanco en seco, sin
disparos de verdad, siempre a un mismo punto, por tres veces;
en el blanco se formaba un triángulo, mientras más chico era el
triángulo, mejor era la puntería. Así, cada uno reconocía su ojo
rector, con el que debía apuntar para no desviar el tiro.
Aprendimos las técnicas de comunicación y de trabajo de
los vietnamitas (cazabobos, trampas, escondrijos, caracterizacio-
nes). Fueron quince días intensivos, ahora cada uno debía llevar
a sus respectivas estructuras parte de los materiales con los que
habíamos hecho la escuela, para reproducir la experiencia. La
salida del lugar fue similar a la entrada: un auto, la parte trasera,
agachado, durmiendo. Mientras menos sepas, mejor.
Mi unidad realizó varias acciones donde pusimos en práctica
lo aprendido. Tuvimos buenos resultados y avanzamos una enor-
midad en la lucha contra el enemigo. Confeccionamos carnés de
identidad y otro tipo de documentación necesaria para mover-
nos sin dificultad; hicimos barretines para el traslado de distin-
tos elementos; elaboramos artefactos explosivos y cazabobos, y
avanzamos en la recuperación de automóviles.

Tuve un nuevo punto con Rodrigo. Nos habíamos reunido un


par de veces, siempre íbamos acompañados de compañeros o
compañeras que nos protegían. Había pasado mucho tiempo
desde la última vez, así que fue un encuentro especialmente
emotivo. Nos dimos un tremendo abrazo y nos contamos cómo
marchaba la reorganización; caminamos lentamente por algunas
calles de Quinta Normal. Algo me tenía inquieto, comencé a
chequear hacia atrás, sin que Rodrigo se diera cuenta. Noté que
alguien nos seguía a una cuadra de distancia. Era un tipo joven.
—Rodrigo ¿vienes con protección?
—Eeee, sí, sí, ¿por qué?

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54 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

—Porque yo también vengo con protección y el mío tiene al


tuyo listo para cagarlo.
Di media vuelta y volví sobre mis pasos. El compañero que
venía protegiendo al Rodrigo se sorprendió, más aún cuando apa-
reció mi compadre detrás de él. Cuando intervine se tranquilizó.
—Para, para, es un cumpa, viene con Rodrigo —alerté rápida-
mente, antes de que ocurriera cualquier cosa.
Rodrigo me anunció que tenía una misión para mí. Debía
hacer unas escuelas de cuadros, para lo cual me entregaba todas
las instrucciones de la Dirección. Me sentí muy orgulloso de que
el Partido confiara en mis capacidades, pero también sentí una
tremenda responsabilidad. Me preparé conscientemente para la
tarea, compré los elementos que me hacían falta para dar una
buena instrucción y mi bolso estaba listo para partir donde se me
indicara. Le di un beso grandote a la Mami y partí al punto.
Uno de los problemas que enfrentaba el Partido era la falta
de vehículos. Habíamos estado trabajando con taxis, pero era
problemático. Generalmente, a los choferes los dejábamos en
el maletero y en más de una ocasión habían recibido un bala-
zo disparado por el enemigo. No queríamos que nadie saliera
herido, así que en una de las escuelas enseñamos a recuperar
autos estacionados, sin pasajeros. La escuela consistía en dar las
características generales de los autos, las técnicas para abrirlos
y ponerlos en funcionamiento. También incluía práctica en la
calle, con todos los riesgos que ello significaba. Para realizar es-
tas acciones, contábamos con un equipo de apoyo de la misma
estructura que recibía la instrucción.
Acabada la escuela y realizadas las prácticas, teníamos la mi-
sión de recuperar un vehículo, de “dejarlo en forma” y trasladarlo
a un lugar específico, donde otros compañeros lo recogerían. Lo
haríamos con la estructura del Loquillo.
Hicimos la recuperación, se trataba de un Fiat 125 que pa-
recía ser de un médico, por los implementos que hallamos en
su interior. El auto de apoyo viajaba delante de nosotros y en el
recuperado íbamos Ulises como conductor y yo como copiloto.

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Puchuncaví 55

Nos movilizamos raudamente por Avenida Departamental, ha-


cia el poniente. Eran las once de la noche. Al llegar al paso bajo
nivel de la Gran Avenida, vimos un furgón policial estacionado
a un lado de la calle, justo en la bajada. No contábamos con esa
presencia, pero el auto-guía había atravesado sin problemas. Ini-
ciamos el cruce.
—Mira para atrás a ver si nos siguen —sugirió Ulises.
—No, no pasa nada, están quietos, se quedaron ahí.
Después de cruzar nos topamos con un operativo de los pa-
cos. Lo estaban realizando desde el borde de la Avenida Depar-
tamental hacia el norte. Había varios pacos con SIG19 y llevaban
unos chalecos con bordes fosforescentes. Parecía una operación
rastrillo, quedamos pálidos. El Ulises tiró a frenar y antes de que
lo hiciera, le grité desde los más adentro.
—¡Acelera, conchetumadre!
Mientras decía esto iba bajando el vidrio de mi puerta y saca-
ba el AKA20 que llevaba conmigo. No sabíamos qué hacer, pero
el Loco (así le decíamos a Ulises) tomó el centro de la Avenida
Departamental, aceleró y siguió a nuestro auto-guía, que había
realizado la misma maniobra. Los pacos nos quedaron mirando,
parecían confundidos, tal vez pensaron que estos autos civiles,
que trasportaban gente armada a esa hora de la noche, pertene-
cían a la DINA y con la DINA no había que meterse. Tal vez
por eso no hicieron nada.
Continuamos nuestra loca carrera hasta la Panamericana, to-
mamos dirección al sur, hasta el otro paso bajo nivel, y desde
ahí enfilamos nuevamente hacia la Gran Avenida. El auto-guía
nos llevaba como una cuadra de ventaja. Casi al salir del puente,
nuestro vehículo comenzó a fallar y se detuvo, nos bajamos a
ver qué pasaba y detrás nuestro apareció un auto que llevaba las
luces altas. Con el Loco nos tiramos hacia el Fiat, y mientras yo

19
SIG, marca de un fusil-ametralladora belga, muy utilizado en la época por las fuerzas
de Carabineros, la policía uniformada chilena.
20
AKA, modelo de fusil-ametralladora ruso.

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56 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

estaba abriendo el bolso para sacar el fusil y repeler lo que no te-


níamos idea qué era, el chofer nos esquivó. Era un lote de cabros
que andaba puro hueveando.
Nos calmamos y decidimos abandonarlo. Antes de irnos me
fijé que un tipo miraba desde arriba del puente. Un estremeci-
miento recorrió mi cuerpo. Menos mal que no había alcanzado
a sacar el fusil.
—¡Hey, amigo! ¿Nos echa una ayudita para hacerlo partir,
por favor?
—Sí, claro —asintió y bajó desde el puente.
Mientras Ulises lo hacía andar, le pegamos un empujoncito
y partió de inmediato. Le di las gracias al compadre con mis
manos enguantadas.
Nuevamente emprendimos la carrera, nos metimos en una
población y lo estacionamos como si estuviera en pana. Yo y mi
amplio bolso de tenis, donde cabía mi AKA y sus cargadores, to-
mamos un rumbo distinto al del Loco. Ya era tarde, casi las doce
de la noche y estaba muy lejos de mi casa, así que me fui donde
unos ayudistas21.
Llegué sin problemas al departamento que estaba ubicado en
la población La Bandera, casi a un costado de la Circunvalación
Américo Vespucio. Toqué la puerta y me abrió la señora Nena, la
dueña de casa, que quedó bastante sorprendida al verme.
—Ricardito, m’ijo, cómo estás, pasa, pasa.
—Hola, estoy bien, la familia también, lo que pasa es que se
me hizo tarde y no me puedo ir a esta hora, así que vine por si
puedo dormir aquí esta noche.
—Sí, sí, no hay ningún problema. Supongo que no has comi-
do nada, te voy a servir comida. Ven, siéntate aquí.
También llegó Alfredo, el marido de la señora Nena y un muy
buen amigo y ayudista. Me contaron lo que estaba pasando por
21
Ayudista: persona que, sin ser militante, colaboró con la resistencia a la dictadura,
en diversas formas; algunas veces proporcionando dinero, otras transporte, comida,
alojamiento u ocultamiento de personas y objetos. La labor anónima de los ayudistas
permitió salvar numerosas vidas, otras, significó el sacrificio de la propia.

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Puchuncaví 57

el barrio, estaba tranquilo, aunque en algunas ocasiones se escu-


chaban enfrentamientos. Aún no habían tenido allanamientos
masivos. Les pedí que me despertaran a las cinco de la mañana,
había quedado de acuerdo con Ulises para chequear el auto y ver
si podíamos retirarlo y continuar con el plan, que consistía en
llevarlo a una casa de seguridad, dejarlo en óptimas condiciones
para después trasladarlo a una plaza de Ñuñoa. Ahí alguien lo
tomaría para que otro grupo lo utilizara en un operativo. Dejé
el bolso debajo de la cama, vino la cena, un poco de cháchara y
me dormí.
—Ricardo, Ricardo, despierta, son las cinco de la mañana
—dijo Alfredo en mi oído.
Me levanté de un salto, fui hasta el baño y luego tomé una
rica taza de café que Alfredo había preparado para mí.
—Alfredo, voy a tener que salir un rato, voy a dejar mi bolso
aquí. Vuelvo antes de dos horas, como a las siete y media, más
o menos.
—Sí, no te preocupes, haz lo que tengas que hacer, aquí va-
mos a estar todo el día. No te preocupes.
Con Ulises nos juntamos en la Gran Avenida, cerca del Calle-
jón Lo Ovalle. La mañana estaba fría, de vez en cuando pasaban
autos con sirenas, algunos llevaban a los milicos a sus trabajos.
Nos dimos unas vueltas por la población, no vimos nada extraño
y decidimos ir a buscar el auto. Fijamos un nuevo encuentro para
retirar el Fiat.
Volví al departamento de la señora Nena, me tomé otro ca-
fecito para calentar la mañana, fui a buscar el bolso y no estaba.
Un frío me recorrió de la cabeza a los pies, volví a la cocina y
Alfredo y la señora Nena me estaban mirando.
—Lo escondimos mejor... la curiosidad fue más fuerte —con-
fesó Alfredo, mientras caminaba hacia un armario donde debajo
de un montón de cosas estaba el bolso.
Lo abrí para verificar si estaba todo, lo cerré, le di un gran
abrazo a Alfredo, que me deseó que me fuera bien en todo, y
luego abracé a la señora Nena.

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58 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

—Es peor tenerle miedo al miedo —sentenció ella mirándo-


me a la cara y deseándome suerte.
En la calle miraba a los pacos que pasaban lejos y que hacían
ulular las sirenas de sus furgones. Nos juntamos con el Loco, re-
cuperamos el auto, lo llevamos a la casa asignada e hice los arre-
glos para que estuviera picador. Quedó perfecto y lo entregamos
como estaba convenido, en tiempo y forma.
Quedamos contentos con nuestro trabajo. Sin embargo,
cuando nos reconectamos con nuestros guías, nos volaron la raja.
Todo lo que había rodeado la recuperación había puesto en ries-
go nuestra seguridad.

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Clandesta

El año 1977 ya había terminado la carrera en el Inacap, pero no


encontraba trabajo. Con un compañero de estudios, al que le
decíamos Yoghi, estábamos en las mismas. El Yoghi provenía de
la cultura comunista, pero no militaba en el PC, a veces hacía-
mos análisis sobre la situación del país, pero nunca supo que yo
participaba activamente en la resistencia.
En ese tiempo, el Duoc (otro instituto de capacitación téc-
nica) estaba ampliando sus niveles de enseñanza y se encontra-
ba organizando el área automotriz. Necesitaban instructores en
distintas materias y con el Yoghi nos presentamos en las oficinas
de Avenida España con la Alameda. Había una gran cantidad
de postulantes y en buena hora quedamos seleccionados; como
el sueldo era paupérrimo (no alcanzaba más que para quince
días) decidimos aumentar nuestros ingresos con las clases que
nos ofrecieron en Buin y Colina, ya que daban una asignación
por movilización y alimentación.
En nuestra época de estudiantes pasábamos todo el día en el
instituto. Como no teníamos dinero, con el Yoghi almorzábamos
lo que fuera, generalmente, pan con algo adentro, a veces com-
prábamos pickles o cecinas. Estábamos acostumbrados a aperrar,
por eso en el Duoc partimos de cero, pero de cero-cero. En el
instituto, que dependía de la pudiente Universidad Católica, no
tenían materiales para desarrollar los cursos de automotriz, ni
siquiera un motor destartalado. Tuvimos que actuar por nuestra

59

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60 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

cuenta, nos conseguirnos partes de motores, repuestos viejos y


todo lo que fuéramos encontrando para poder explicarle a los
alumnos cómo funcionaba un auto, cómo eran las piezas y el
porqué de ellas. También desarrollamos los programas de es-
tudio, desde lo más básico a lo más complejo, asignando tantas
horas para cada actividad. Ambas iniciativas ayudaron a que es-
tuviéramos mejor catalogados.
El profe que nos había enseñado inglés técnico en Inacap era
una persona muy especial; parecía un astronauta de la Nasa con
su pelo cortísimo y su facha deportiva. Además era un provo-
cador de discusiones y controversias; en las primeras clases nos
había lanzado preguntas inquietantes. Daba la impresión de que
con las distintas respuestas quería construir un perfil de cada
uno de sus alumnos.
—¿Los negros no son humanos? —disparó un día el profesor.
Quedamos perplejos con la pregunta, se armó una discusión
en los argumentos saltaban de uno y otro lado, pero todos esta-
ban a favor del respeto a los negros. Con el Yoghi nos miramos y
pensamos que el profe se las traía; con la preguntita podía saber
perfectamente el sentido de las respuestas y de qué ideología
provenían. Era un buen chato.
Un día lo encontramos y le contamos que estábamos hacien-
do clases en el Duoc.
—¿En el Duoc? —preguntó con cara de asombro.
—Sí —contestamos a dúo con el Yoghi.
—¿Pero por qué están ahí?
—Bueno, porque no encontrábamos trabajo en ninguna par-
te —le aclaró el Yoghi.
—Ah, no, nosotros no hacemos balas para el enemigo —dijo
en alusión a la competencia que existía entre ambos institutos.
— ¿Les gustaría hacer clases en el Inacap, mejor?
—Pero claro, sin pensarla, nos vamos —contestamos nueva-
mente a dúo.
Las clases comenzaban a las ocho y media de la mañana. En
un principio sólo nos asignaron un curso, pero con el tiempo nos

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Clandesta 61

fueron dando más ramos hasta que llegamos a hacer clases todos
los días, desde las ocho y media hasta las diez de la noche. Nues-
tro sueldo mejoró y también aumentaron las exigencias, no sólo
las pedagógicas sino que también las del Partido. En el trabajo
marcaba tarjeta de entrada y de salida, así tenía una muy buena
cobertura para mi accionar. La cobertura era tu argumento, tu
leyenda, para una determinada situación; en este caso, la leyenda
era ser profesor de Inacap, donde trabajaba todo el día. Según la
tarjeta de ingreso y de salida, yo me retiraba recién en la noche,
sin embargo, a la hora de almuerzo y sin marcar la tarjeta, salía
a mis encuentros o puntos con el Partido. Nadie en el Inacap
imaginaba mi trabajo político paralelo.
La situación política se fue complicando para nuestra estruc-
tura, había que asumir otras tareas, lo que me llevó a dejar todo
lo estaba haciendo. Poco a poco fui abandonando los cursos del
Inacap para preparar mi paso definitivo a la clandestinidad. A
mediados de 1978 corté los nexos con la familia. A la Mami la
habíamos mandado a Francia, a Lyon, donde estaba Víctor. Mi
hermano había tenido que salir ante la estrechez del cerco a la
estructura que pertenecía, y ante la muerte de algunos de sus
compañeros más cercanos. Nos dimos cuenta que la situación
era crítica y con Rodrigo tomamos la decisión de proteger a la
Mami. Ella se llevó al Juanito, el más pequeño de sus sobrinos.
Dejé mi casa, mi barrio, los amigos y los sectores que fre-
cuentaba. Dejé absolutamente todo.
Arrendé una pieza en una casa de dos pisos en Quinta Nor-
mal. Elegí el cuarto que estaba en el segundo piso, tenía dos
ventanas grandes que daban a los techos de las casas contiguas y
de ahí a un terreno grande, que tenía salida hacia otra calle. Era
perfecta, así que di curso a mi leyenda para cerrar el trato.
—Sí, está buena, es aislada, ahí arriba me favorece porque
tengo que estudiar... bueno mi nombre es Felipe Baeza Martí-
nez, vengo de Molina, y estoy en la Usach estudiando Ingeniería
Mecánica.
Esa fue mi presentación.

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62 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

Pagué el arriendo y la garantía y me puse a arreglar la pieza.


Me hice de una cama, un escritorio, una mesa y una cocina, todo
como para formar un departamento. Y como las ventanas miran
y las paredes escuchan, me fijé un horario de salida a las supues-
tas clases. Si no tenía puntos o tareas que cumplir me iba a leer a
algún sitio, después volvía a la casa y así todos los días.
La soledad es dura, te conviertes en un personaje y el perso-
naje se va haciendo un poco carne con uno. Es absolutamente
necesario vivir el rol en todos los lugares; esa actitud es lo único
que impide que te detecte el enemigo. Establecer relaciones es
complicado. Hay partes donde, sencillamente, no vas. Ir al cine,
por ejemplo, puede significar un suicidio.
Distinta era la situación de quienes tenían una cobertura que
les permitía trabajar como uno más en oficinas o negocios del
centro o en distintas actividades. En mi caso era más complicado,
estaba clandestino, sólo trabajaba para el Partido y para nuestra
estructura. Venía realizando muchas tareas, pero el trabajo del
enemigo también había aumentado; para cumplir acciones espe-
cíficas y complejas, debía ir caracterizado al centro de Santiago.
Como tenía tiempo, me inserté en la población Simón Bolí-
var de Quinta Normal y comencé a formar un grupo de resisten-
cia. Había varios que querían participar de alguna forma, uno de
ello estudiaba en Copiapó y le mandábamos encomiendas-ba-
rretines con material para que realizara algunos trabajos. Otros
cumpas estudiaban en Santiago y con ellos hacíamos volantes
que imprimíamos con bastidores; también confeccionábamos
timbres que colocábamos en papeles engomados para ir pegan-
do donde fuera. Chequeábamos lugares donde había oficinas del
Estado, como la Secretaría Nacional de la Juventud o la Enacar,
y partíamos armados a rayar consignas antidictatoriales. No des-
cuidábamos la formación, leíamos autores clásicos, analizábamos
la situación nacional y repasábamos los diarios para saber quién
era quién en el mapa oficial de la dictadura.
Se tomó la decisión de que mi estructura debía mo-
vilizarse a una zona del sur, así que teníamos que comenzar a

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Clandesta 63

preparar el traslado. Este tipo de operaciones no se hacía de un


día para otro, había que generar las condiciones en los nuevos
lugares y eso demoraba unos meses. En el intertanto, ubicamos
una casa de tránsito para ir guardando las cosas que íbamos a
necesitar.
La clandestinidad es solitaria, ingrata, pierdes la identidad, la
adrenalina siempre está en su nivel más alto, tienes que desconfiar
de todo y cuidar lo que hablas y lo que comentas. Muchas veces
escuchaba conversaciones sobre la situación del país y no podía
opinar; pasaba como un cabro inteligente pero huevón, que no
sabía dónde estaba parado. Tenía que aparecer como ignorante
de ciertas cosas, debía cuidar hasta las expresiones faciales, sobre
todo cuando la prensa anunciaba la caída de un compañero o de
una compañera.
Las emociones estaban reservadas para los momentos en que
podía llorar en silencio.

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El Encuentro

En la clandestinidad, el sol resulta más asfixiante porque no te


puedes mover con la misma soltura que lo hace el resto de la gente;
en ese ambiente sofocante, resistíamos, realizábamos acciones de
seguridad, aplicábamos técnicas de mimetización (trasformacio-
nes físicas) y tratábamos de pasar desapercibidos. Era un estado
bastante solitario, pero de mucho compromiso. A veces (pocas
veces) podíamos generar condiciones para salir a la calle, buscar
aire fresco para espantar el calor, y simular que éramos sujetos
normales. Para eso sólo debíamos evitar los sectores de riesgo.
El Chico, que era miembro de un grupo de resistencia, me
invitó a un paseo a la localidad de El Monte, cerca de Santiago.
Habría piscinas, canchas y acceso a un río; las condiciones de
seguridad para sumarse eran buenas, ya que irían varias familias
del trabajo de su madre. Nos preparamos y partimos en unos
buses contratados especialmente. El lugar era realmente bonito
y refrescante, el río no sólo traía su torrente sino también el
sonido del agua que me entregaba una quietud escasa para esos
tiempos. La fragancia de los eucaliptos llenaba mis pulmones y
mi alma; como la piscina era grande y larga, aproveché de darme
unos buenos chapuzones para ejercitar mis músculos con una li-
bertad desacostumbrada: los ejercicios de TIC22 lo realizaba casi
siempre en rincones y espacios reducidos.

22
TIC: Táctica Individual de Combate.

65

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66 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

Con el Chico trotamos y comenzamos a mirar a las mujeres


que habían ido al paseo.
—Mira, ¿ves ésa que tiene el pelo corto y anda con el traje
de baño verde? Está allá, en el medio de la otra orilla y se está
arreglando el pelo con la mano. ¿La ves? —preguntó el Chico
poniendo cara de conquistador.
—Sí, sí, la veo... a mí... a ver, mmm, mmm, a ver... ¿ves aquella
chiquita que está allá, al otro lado? Ésa me gusta a mí.
—¿Si? Ésa también me gusta a mí.

Nos llamaron a comer empanadas. De pronto, en el comedor,


apareció la niña que me había gustado. La mamá del Chico la
conocía y nos presentaron.
Se llamaba Andrea, estudiaba Arte en la Universidad Cató-
lica, dibujaba y pintaba y para mí eso era grandioso, porque yo
también amaba reflejar las cosas, la gente, la naturaleza, median-
te la pintura.
Después de almuerzo nos fuimos bajo las sombras de los ár-
boles y cantamos con el Chico. Silvio Rodríguez sonaba en los
acordes, mi voz daba forma a los sonidos de La era está pariendo
un corazón y Te doy una canción. El sonido se confundía melodio-
samente con mis ojos viendo los de ella. Andrea miraba y seguía
el ritmo mientras dibujaba en su block. Conversamos bastante.
Supe que vivía en la Gran Avenida, que tenía siete hermanos,
que su padre era jubilado del Banco del Estado. También supe
que estaba en tercer año de la carrera, que le gustaba dibujar y
pintar sobre tela, y que le encantaba la música, sobre todo la de
raíz latinoamericana. Yo iba incorporando a sus preguntas mi
leyenda de estudiante de Ingeniería de la Usach.
Unas horas antes del regreso nos separamos del grupo y fui-
mos a caminar, de repente la tomé y le di un beso grandioso.
Quedó sorprendida, nos volvimos a besar. Estábamos contentos
y nos fuimos a bailar donde seguía el resto de la gente. En el
bus nos sentamos juntos y quedamos de vernos nuevamente, le

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El encuentro 67

entregué las señas de un lugar y una hora, además de una alter-


nativa si no podía llegar a ese primer encuentro.
Me despedí con un beso y con la esperanza de que asistiera al
punto que le había entregado. Andrea era una esperanza en me-
dio de la soledad, aún tenía mucho que contarle y no sabía cuál
iba a ser su reacción. Si le contaba mi verdad podríamos seguir
con todo o cortar para siempre. Esa indefinición aumentaba mi
angustia.
El punto sería en la Villa Portales, debajo del block Nº 1. Di
varias vueltas para chequear el sector. Tenía la esperanza de que
llegaría; si no aparecía, aún estaba el punto de rescate (ella aún no
sabía qué significaba ese código) Lo primero que divisé fue un
gran block de dibujo, y una gran sonrisa surcó mi rostro. Andrea
había llegado y eso me daba esperanzas, la invité a tomar onces
a un boliche que yo conocía muy bien.
Continuamos la relación, ella me invitaba al cine, pero
yo me excusaba con distintos pretextos. No podía circular por el
centro de Santiago, pero tampoco podía decírselo; también me
invitaba a conocer a sus papás y era bastante incómodo buscar
justificaciones para postergar las visitas a su casa, o encontrar
explicaciones de por qué no la invitaba a la mía. Que por los
estudios, que por el trabajo, que por tantas cosas.
Llevábamos un par de meses cuando decidí contarle la ver-
dad. Fuimos al Parque O’Higgins y le dije qué hacía, quién era
y por qué no podía conocer a su familia. Lloró bastante, luego
se calmó, se disculpó por el llanto y aceptó continuar conmigo.
Amarramos nuestro compromiso con un beso y partimos a to-
mar onces a un local del parque. Después la llevé a conocer mi
casa, pero antes preparamos su leyenda. A los ojos de la dueña de
casa y de los otros arrendatarios, sería mi compañera de estudios
en la Usach y mi polola.

En la clandestinidad siempre debes buscar mejores leyendas


para manejar mayores grados de libertad, por eso cuando sur-
gió la posibilidad de cambiarme de domicilio, la tomé. En la

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68 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

casa vivía una pareja joven, que estaba por mudarse a otro lugar.
Como aún no se marcharían, llegamos a un acuerdo: yo pagaría
el arriendo y ellos se encargarían del mantenimiento de la casa.
Todos colaboraríamos para comprar los alimentos. Su presencia
no me producía ningún problema, todo lo contrario, parecíamos
una familia joven y así mi cobertura sería más normal.
Los días pasaron rápido, los preparativos para el traslado al
sur avanzaban. Tuve que visitar la casa de tránsito para dejar
unos materiales, volví a contactarme con el jefe de la estructura
donde militaba. Los encuentros con mi gente los hacía a través
de puntos previamente establecidos, y de puntos de rescate tam-
bién preparados de antemano. Mi casa era desconocida para los
que militaban conmigo y yo tampoco sabía dónde vivían.
Nuevamente tuve que salir a realizar unas escuelas de cua-
dros. Al volver, me encontré con la noticia de que mi estructura
había sido golpeada. Los aparatos de seguridad habían detecta-
do la casa de tránsito y habían encontrado documentación, pro-
paganda, armas y dinero. La gente de la casa fue detenida, pero
no manejaban mucha información.
Ante la gravedad de la situación me fui a la costa donde tenía
una casa de seguridad que sólo yo conocía; allí me mantendría
escondido hasta que pudiera retomar los contactos. Un día com-
pré el diario y vi que salían los retratos de tres compañeros de mi
estructura. Eran intensamente buscados. Mi angustia aumentó
y viajé a Santiago para saber qué estaba pasando y para retomar
los contactos con los rescates.
Obtuve algunas noticias que me indicaban que nos andaban
buscando por distintas partes, incluso la CNI23 había visitado a
algunos amigos y había preparado una ratonera24 en la casa de

23
CNI: Central Nacional de Informaciones, organismo represivo de carácter secreto,
destinado a la represión selectiva de las organizaciones y personas que se oponían a la
dictadura militar. Sus miembros provenían de todas las ramas de las FF.AA. y algunos
civiles que colaboraban como agentes o soplones. Fue la sucesora de la DINA.
24
Una “ratonera” es una trampa, consistente en que los agentes se esconden en una casa,
tomada previamente, y esperan la llegada de sus moradores para detenerlos.

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El encuentro 69

la Mami. Supe todo eso porque unos compañeros legales25 se


habían dado una vuelta por mi antiguo barrio. Un ayudista que
vivía en la población les había dado el dato.
El cerco se estaba estrechando.

25
“Legales”: aquellos compañeros que no están con identidad falsa y pasan desaperci-
bidos, porque hacen su vida normal, con trabajo legal abierto.

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Santa Petronila

Esa noche nos habían avisado que unos autos extraños andaban
dando vueltas por las poblaciones El Polígono y Simón Bolí-
var. Para mayor seguridad, con el Flaco (que era del grupo de
resistencia) nos fuimos a mi casa, dormiríamos ahí y al otro día
veríamos qué estaba sucediendo. Sabíamos que nos podía llegar
de rebote un golpe represivo, el mismo que había afectado a mi
estructura un mes atrás, en la casa de tránsito.
Cuando íbamos por la calle Nueva Imperial vimos un par
de autos con los vidrios polarizados y las típicas antenitas que
sobresalían como un aguijón. Caminamos normalmente, en sen-
tido contrario, pasaron muy despacio, como observando a todos
los que circulaban o, quizás, ya andaban poroteando. Se llamaba
porotear a salir a buscar personas específicas, que eran señaladas
por un informante que andaba con los agentes para reconocerlas.
Tal vez nos buscaban a nosotros y no lo sabíamos.
Preparamos algo de comer y compartimos un poco con la
pareja que vivía en la casa. El Rucio, que así le decían al inqui-
lino, tenía una hija de unos cinco años que se llamaba Javiera.
Ese día el Rucio había llevado una moto grande, de 500 cc, y la
tenía estacionada en el pasillo de la puerta de entrada. Lanzamos
algunas tallas con la moto, después de comer algo vimos las no-
ticias y nos fuimos a acostar.
Desperté sobresaltado por el ruido. Mi mente viajó rápido a
buscar respuestas: ¿Se habrá caído la moto o llegó la repre?

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72 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

Tenía por costumbre ponerle cerrojo a la puerta de la pieza


que ocupaba. El cuarto era mediano, tenía una cama de una pla-
za y media, un pequeño escritorio con forma cuadrada, donde
tenía una máquina de escribir; además había un amplio ropero
empotrado donde guardaba un sinfín de cosas. Aún así me que-
daba un espacio libre donde hacía mis sesiones de gimnasia con
las indicaciones de TIC. El ventanal que me comunicaba con el
patio de la casa era amplio y me daba una visual de la casa vecina.
Elegí la alternativa dos.
Había llegado la repre.
Salté de la cama y comencé a vestirme, el Flaco estaba des-
pertando.
—Levántate, hueón, llegó la repre, abre la ventana y sal por el
sitio vecino— dije en mi desesperación.
La puerta de la pieza recibió sus primeros embates, pero no
la pudieron abrir. Tomé mi pistola y me tiré debajo de la mesa
donde estaba la máquina de escribir. Permanecí agazapado, con
la pistola con bala pasada y apuntando hacia la puerta; en el otro
lado de la habitación el Flaco trataba de levantarse.
El segundo embate abrió la puerta de par en par. Entraron
dos hombres que apuntaban con sus pistolas hacia la ventana
donde estaba el Flaco.
—¡Quédate ahí o te matamos! —gritaron a dúo los agentes.
En un momento, ambos dieron vuelta sus caras, no así las
armas que seguían dirigidas al Flaco. Se pusieron pálidos cuando
sus miradas se encontraron con la mía y con mi pistola apuntán-
doles a sus cabezas. En ese segundo de sorpresa, apreté el gatillo
como por instinto, mi pistola respondió y salieron uno tras otro
los tiros de la resistencia.
Al verme, comenzaron a disparar hacia dentro de la pieza y
se sintieron unos rafagazos. Después de apretar el gatillo, me
estiré lo más que pude en el suelo, debajo de la mesa, como si
quisiera fundirme con las tablas del piso. Vinieron unos instan-
tes de silencio. El Flaco había tenido la ocurrencia (o el instinto)

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Santa Petronila 73

de darse una vuelta y tirarse debajo de la cama. Todo sucedió en


pocos segundos.
Levanté mi cabeza, no vi ningún agente, fui hasta la puerta,
asomé mi cabeza y miré dentro de la casa; en el baño contiguo
a mi pieza, vi una mano con un revólver que humeaba. Desde la
puerta de entrada alguien gritó.
—¡Quédate ahí o te vuelo la cabeza! —ordenó el agente,
mientras me apuntaba con un AKA. Cerré la puerta, puse el
cerrojo y empecé a vestirme. Mis bototos no entraban, el mie-
do, en realidad, no dejaba que entraran; rápidamente introduje
mi pantalón entre mis piernas mientras mis brazos bajaban la
camiseta que empezaba a cubrir mi pecho. Todo esto con mis
manos temblorosas y aún con la pistola humeante. La dejé sobre
el velador.
El Flaco estaba tan agitado que no podía abrir la ventana, me
acerqué, se la abrí, saltó y corrió hacia el fondo para alcanzar el
patio de la casa vecina. Me quedaban varias cosas por resolver.
Primero tenía que comerme un punto que tenía guardado en un
libro (los escribíamos en papel de arroz para que fuera menos
traumático tragárselos), después tenía que decidir qué iba a ha-
cer. Estaba en esas cavilaciones, cuando escuché la voz del Flaco,
desde el otro lado de la ventana.
—Guatón, tírame los zapatos.
Quedé atónito con su pedido.
—Ándate, conchetumadre, o te mato yo —le grité, tomé mi
pistola y lo apunté a través de la ventana.
Tembloroso, se dispuso a correr, dio unas cuatro zancadas y
fue apañado26 por los agentes desde la casa vecina. Miré cómo
levantaba las manos y se quedaba quieto en medio del patio,
donde un tremendo perro policial le ladraba a los tipos y no los
dejaba pasar. El Flaco volvió un poco su cara y nuestras miradas
se encontraron; las inflexiones sobre sus cejas me estaban man-
dando un mensaje. Cagué, Guatón, me agarraron.

26
Detenido.

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74 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

La situación había cambiado. Con el Flaco apañado afuera y


con la pareja y la niñita en la casa, todo se hacía más difícil. El
Rucio y su mujer ocupaban la primera pieza, la que conectaba
con la puerta que daba a la calle; si el enfrentamiento seguía,
sólo me quedaban dos granadas (de ésas que hacíamos nosotros
y que a veces dejaban contusos más que otra cosa), además de un
rifle que parecía de la época de la Guerra del Pacífico. Si dispa-
raba un tiro con el rifle, había dos opciones: o se desarmaba o, lo
peor, los agentes de la CNI se cagaban de la risa.
Decidí entregarme y mamarme27 lo que estaba por venir.
Caminé hasta la puerta, asomé mis manos y las di vueltas
como si fuera un mago, para que vieran que no había nada por
aquí y nada por allá.
—Ya, sale tranquilo y date vuelta para la calle —ordenó el
tipo.
Seguí las instrucciones. El que estaba en el baño me agarró
por la espalda, tomó mi brazo derecho y lo giró para ponerlo en
la espalda, mientras pasaba por mi cuello su otro brazo.
No sabía qué me pasaba, los nervios me agarraron al revés,
estaba muy calmado y sereno; el tipo, en cambio, tiritaba. Me
dijo que camináramos hacia la calle y así lo hicimos.
—¡Toma, hueón, cárgame esta hueá que la gasté toda —gritó
y le pasó la pistola a otro agente.
Me tiraron al suelo y me amarraron las manos en la espalda
con un alambre, un feroz golpe en mis costillas con el cañón del
AKA, me hizo perder un poco el aliento. Al segundo golpe sentí
cómo el fierro28 se incrustaba en mi piel y en mis músculos, mis
costillas chillaron con la fractura. El tercer golpe venía bajando
con toda su furia.
—Para, para... a este hueón lo queremos enterito —escuché
decir.

27
Aguantar.
28
Arma de fuego.

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Santa Petronila 75

Me querían enterito, seguramente para hacerme mierda des-


pués. Lo que me esperaba era una incógnita.
La calle se llenó de vecinos del barrio, unos miraban directa-
mente lo que estaba pasando, otros se hacían los despistados. La
dueña de la casa, que vivía al lado, sacó la voz cuando vio que me
estaba pegando con el AKA.
—¡No lo mate, oiga, cómo se le ocurre... no lo mate!
—¡Salga, señora! Es un extremista, tiene preparada bombas
ahí adentro, es peligroso, señora —vociferó el CNI, medio ató-
nito e incrédulo ante la intervención.
Como para justificarse, la mujer apeló a su condición de due-
ña de la casa que yo arrendaba, de paso, me lanzó un par de
chuchadas. Tiempo después, me enviaría a la cárcel un bagayo29,
con una nota en la que me daba disculpas por las chuchadas
salvadoras que le habían salido del alma.
Era un 1 de mayo del año 1979. Algunas acciones estaban
programadas para ese día en el centro de Santiago, eran acciones
embrionarias, pero importantes. En la calle Santa Petronila de
Quinta Normal dos militantes de la Resistencia acababan de ser
atrapados por la policía de Pinochet.
El cemento de la calle no estaba tan frío o quizás era mi adre-
nalina la que no me dejaba sentirlo. Parados en la vereda, contra
el muro de la casa, estaban la pareja de inquilinos y el Flaco; tam-
bién vi al Chico y a Claudio, el pintor. Me sorprendí al verlos, sin
duda los habían detenido antes de que todo esto se produjera.
Traté de pensar qué estaba pasando, ellos eran parte del grupo
de resistencia en formación. Una voz de mujer interrumpió mis
pensamientos.
—¡Así que cagaste poh Felipe! ¡Te pillamos!
La voz resonó en mis oídos como en un eco. Cagaste poh
Felipe... Felipe... Felipe... Felipe...

29
Paquete o envío conteniendo alimentos u otros elementos para cubrir las necesidades
de los presos.

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76 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

Cagaste vos, pensé porque ya sabía por dónde había veni-


do el golpe. Efectivamente me llamaba Felipe para el grupo de
resistencia que estaba formando y donde había cometido algu-
nos errores de compartimentación. El operativo obedecía a una
cadena que venía acechándonos desde hacía unos meses y que
había comenzado con el golpe a la casa de tránsito.
Desde el suelo, con mi cara pegada al cemento de la calle
Santa Petronila, suspiré un poco más tranquilo y volví a pensar
en lo que había dilucidado segundos antes.
Cagaste vos, porque ahora sé por dónde vino el golpe, volví
a pensar.

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La oscuridad

—¿Dejaste una bomba armada, conchetumadre? —interrogó el


agente, mientras me levantaba la cabeza desde suelo, agarrándo-
me del pelo.
—No dejé ninguna hueá armada —respondí, al tiempo que
caía nuevamente al pavimento.
Después de un rato me levantaron y me condujeron a un auto
donde me vendaron la vista; los sonidos se confundían con los
latidos de mi corazón que bombeaba cada vez más fuerte. Mi
cuerpo comenzó a dar pequeños tiritones, era el miedo que se
iba asomando poco a poco. Los agentes subieron y viajamos rau-
dos hasta uno de sus cuarteles secretos.
El auto se detuvo, escuché el ruido de una puerta metálica,
se estacionaron, me agarraron de los brazos y me empujaron por
una escalera; algo parecido a un casillero metálico me frenó de
las volteretas que venía dando. Me tiraron en un rincón, noté
que estaba tiritando de frío y de miedo.
Me levantaron en vilo, me ordenaron que me quitara toda la
ropa y me acostaron en la parrilla. Los golpes de corriente eran
poderosos, me encrespaba entero, en mi cabeza sólo sonaba la
música de la serie “Misión imposible”. A cada corrientazo, au-
mentaban los compases de la música. A lo lejos escuchaba la voz
grave y penetrante del interrogador.
—¿Dónde está el Rodrigo?

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78 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

Rodrigo... Rodrigo... Rodrigo. El nombre de mi hermano


retumbaba en mis oídos, tapizado de electrones.
—No sé dónde está —balbuceé.
Y nuevamente mi cuerpo se encrespó, los sonidos se desor-
denaron y la voz repetía una y otra vez la pregunta, y a cada res-
puesta, los electrones volvían a apoderarse de mi cuerpo sudado
y exhausto. Me vistieron y me llevaron a la celda donde estaban
los otros detenidos. Me dejaron tirado.
Sonó la puerta y casi todos dimos un salto. El crujido de la
puerta era aterrador, esta vez entró un agente y a todos nos puso
una manzana en la mano.
—¡Cómansela!
Después de un rato el hombre regresó a retirar los tronquitos
de las manzanas.
—A ver... a ver... aquí tengo uno, dos, tres, cuatro, cinco tron-
quitos y ustedes son seis. Falta un tronquito, ¿qué pasó con ése?
Era bastante raro lo que estaba sucediendo. Yo había entre-
gado el mío.
—Yo, señor —habló el pintor.
—¿Qué te pasó con el tronquito?
—Me lo comí.
—¿Pero por qué te lo comiste?
—Porque no están los tiempos para perder nada, por eso me
lo comí.
—Sale, hueón —dijo el agente y se volvió a ir.
Nos largamos a reír en silencio. Con su chiste de los tronqui-
tos el pintor nos había regalado un momento de alegría.

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La Paloma

No sé cuánto tiempo había pasado, pero el sonido de la puerta


me despertó. Estaba sentado en el piso, con mis ojos vendados,
mis bototos sin cordones, mi camiseta sucia y sanguinolenta.
Una especie de chaqueta me cubría, en parte, de los temblores
esporádicos que provenían del frío o del miedo.
Los agentes entraron, sus pasos se sentían rápidos, fuer-
tes; los sonidos me provocaban incertidumbre y angustia. Me
tomaron por los brazos y me levantaron; sentí un vértigo pa-
recido al que se siente en un ascensor que parte a toda velo-
cidad. Tuve un cosquilleo en el estómago que me llegó hasta
la garganta.
Caminamos, quizás por pasillos, quizás por túneles indescrip-
tibles, solo sé que miles de imágenes me recorrían y la música
de “Misión imposible” volvía a mi cabeza buscando la calma y el
sosiego. Paramos en algún lado donde, nuevamente, comenzó la
danza de la desnudez. Mis captores gozaban impunes su triunfo.
Querían verme humillado, sumiso.
—Ya, Ricardo, ahora te vái a recagar con nosotros. Te vamos
hacer “la palomita” —anunció el agente, con un increíble tono
de alegría.
“La palomita” era una de las tantas técnicas de tortura que
practicaban los agentes de la CNI. Consistía en amarrar las mu-
ñecas y los tobillos, te dejaban en el suelo, boca abajo, y en un
momento te alzaban desde las amarras. Quedabas colgando en

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80 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

el aire, como una paloma; en ese instante comenzaban a ponerte


corriente y venían las preguntas y más preguntas.
Eso fue lo que hicieron conmigo, me amarraron cada muñe-
ca y cada tobillo y me pusieron con la cara hacia el suelo. Los
agentes reían, mientras iban ejecutando su labor; luego me le-
vantaron y me dejaron suspendido en el aire, afirmado sólo de
mis muñecas y tobillos. El impacto y el dolor me transportaron,
la sala comenzó a desaparecer, las voces eran difusas. Una mano
pegó a mi espalda un electrodo; el otro (que era como un punte-
ro metálico), lo manejaban a su voluntad. Un gran chispazo atra-
vesó mi cuerpo y me retorcí, llegó otro y otro y mi mente viajó.
Me dolía mucho el hombro izquierdo, el dolor era más intenso
que los corrientazos, pero aún así era capaz de imaginar otros
mundos. Me veía en la Edad Media, tirado por caballos, a punto
de desmembrarme; la gente reía al ver mi estado. Mi hombro su-
plicaba que no lo abandonara, permanecí a su lado en esa agonía,
le llevaba música y colores de otros momentos plácidos y calmos.
Mi cabeza volvió a la realidad, cesaron los chispazos, pero las
voces repetían una y otra vez aquellas preguntas. ¿Dónde están?
¿Cómo? ¿Qué?
Volví a retorcerme y las luces que me invadían continuaban.
En ese momento mis enemigos no sabían que ya había toma-
do la decisión en Santa Petronila. Para mí la única posibilidad
era la muerte; cualquier otro camino era absurdo. Yo ya estaba
muerto.
“La palomita” me sirvió para conocer más mi cuerpo, para
sentirlo, para ayudarlo con música y con imágenes de quietud.

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La Clase

Desperté tirado sobre una superficie semejante a un piso de bal-


dosas, que parecía estar forrado con un material sintético, muy
similar a una tela. El piso era de color amarillo. Todo esto lo
había observado por debajo de la venda.
Ya no estaba desnudo, un chorrito de baba se desprendía de
mi boca en dirección al suelo. Cuando traté de moverme, me di
cuenta que me dolía todo el cuerpo y que mi hombro izquierdo
era el más afectado. Me moví otro poco, soporté el dolor y le-
vanté la venda. Estaba en una sala pequeña, vi un par de patas
de sillas, las patas de una mesa y una puerta metálica. No había
nada más.
El esfuerzo me agotó y decidí dormir.
No sentí el crujido de la puerta, sólo la voz del agente que me
despertó. Me costó volver a la realidad.
—Ricardo, ¿es verdad que eres técnico automotriz?
—Eeeeeee, ¿cómo?, ah, sí, sí —respondí algo atontado mien-
tras trataba de sentarme en el piso.
—¿Sabes? Hace poco me compré una citroneta y no sé cómo
se hace para ponerla a punto ¿Tú sabes poner a punto una ci-
troneta?
—Sí, sí sé poner a punto una citroneta.
—¿Y me podrías enseñar cómo hacerlo?
—Te podría enseñar, pero parece que éste no es el espacio ni
el lugar más indicado.

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82 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

—Ah, no, bueno... pero si te traigo un lápiz y un papel, ¿me


podrías explicar?
—Sí, podría.
Cerró la puerta detrás de él y quedé con la sensación de que
esto era una cosa de locos. El agente quería que lo ayudara con
su trola; quería una clase express en un lugar extraño y en una
situación aún más extraña.
—Aquí tengo papel y lápices —dijo el agente al volver.
Sentí que el tipo había caminado hacia la mesa que estaba
en el fondo de la celda; después volvió, me tomó de los brazos,
me ayudó a incorporarme, me llevó hasta la mesa y me sentó en
una silla.
—Pero estoy vendado, así no veo nada, ¿qué hago?
—Súbete la venda no más, no hay problema.
La subí, la luz de la sala, aunque no era tan intensa, afectaba
a mis ojos irritados. El agente me entregó un pedazo de papel
higiénico para que limpiara mis ojos y pudiese ver bien. En un
momento, nos miramos: era joven y estaba visiblemente excita-
do, en su boca tenía una especie de baba blanca, era evidente que
tenía algo en el cuerpo. El tipo hablaba y hablaba.
—Bueno, ¿Conoces tu vehículo? ¿Cierto? Ya, en la parte del
motor, si te fijas, lleva una rueda que es la cercha (es una rueda
grande detrás del motor y que mantiene la fuerza constante de
rotación) ahí hay un orificio; tienes que tener un fierrito, y me
refiero a un fierro redondo y chico, que quepa en ese orificio, no
de los otros fierros... que calce ahí, para ir ajustando el punto.
—Sí, sí entiendo —balbuceó el agente y soltó una risa con mi
broma acerca de los fierros.
Mientras repetía las indicaciones y le hacía unos dibujos, él
no paraba de hablar y de contarme más cosas sobre el vehículo y
lo mucho que le gustaba la mecánica. Y bla, bla, bla, bla, bla.
—Hey, hey, agente —dije como para calmarlo y parar su
cháchara—. Está buena la conversación, pero tengo que dormir,
tengo que recuperar fuerzas, ya te dije lo que querías, ahora tie-
nes que hacerlo.

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La clase 83

—Sí, sí, está bien, disculpa y gracias.


Guardó los papeles, me tomó del brazo y me acompañó al si-
tio de donde me había sacado. El dueño de la trola cerró la puer-
ta, yo volví a mis baldosas falsas y me dormí profundamente.

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El Cigarrillo

Aún permanecía tirado en las baldosas, tenía las manos sin ama-
rras, pero continuaba vendado. Además de lo que había visto
en mi primera inspección, había logrado ver, hacia el fondo de
la sala, un pedazo de ventanal grande, antiguo. Lo que quedaba
de ventanal estaba tapiado con ladrillos a la vista. Pegado a la
superficie, se veía un tubo cuadrado, metálico que tenía capas y
capas de pintura amarillo ocre.
Mis oídos se fueron poniendo en alerta. Como no podía ver,
de cuando en cuando me las ingeniaba para tratar de entender el
sonido permanente del agua. Era el río Mapocho y su presencia
me indicaba que estábamos en el cuartel Borgoño. Ya conocía-
mos su existencia, poco antes de caer, un grupo de compañeros
había dejado una bomba cazabobos30 en la parte trasera del re-
cinto. El experto de la CNI no había podido con ella y había
volado por los aires.
En algunas ocasiones escuchábamos el sonido del pito de un
tren que estaba arribando a la Estación Mapocho, y ese pitido
confirmaba nuestra certeza. En las noches tormentosas, el río
nos arrullaba con su sonido de aguas que navegaban en busca de
la libertad del mar.
El ruido de la gruesa puerta metálica me sobresaltó. Cada

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Artefacto explosivo, que su encendido tiene una trampa, para que no la desconecten:
se activa sola al menor movimiento o mala manipulación.

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vez que la abrían, me provocaba miedo e incertidumbre, sentí


unos pasos que se acercaban; yo continuaba con mi cara pegada
al suelo, en dirección a la puerta. Una mano posó un cigarrillo
en mis labios y los pasos se perdieron con el chirrido de la puer-
ta. Mi índice y mi pulgar se acercaron a la boca para tomar el
cigarrillo. Estaba entero, recién prendido. El que fuma, sabe que
en situaciones de alta tensión, un cigarro es un relajo, un placer.
Lo fui saboreando bocanada a bocanada. Antes de que se consu-
miera, me había subido la venda para ver de qué marca era. Era
un Lucky.
Me pregunté qué razón existía para que un agente me rega-
lara un cigarrillo. Pensé que a lo mejor era de noche, que el tipo
estaba solo y que había querido hacerlo. No tenía idea si esa era
la razón, pero el cigarrillo me había venido muy bien. Especulé
con otra idea ¿Y si el tipo, de puro remordimiento, había tenido
este gesto de manera voluntaria? Si era así, podía traerle proble-
mas, entonces no debía dejar rastros del cigarro. Me acomodé,
desarmé la cola y esparcí el sobrante entre las baldosas y la espe-
cie de tela que las forraba. Luego traté de dormir para recuperar
fuerzas.
Nuevamente la puerta se abrió, los pasos venían más rápido
que los anteriores. Sentí que alguien se agachaba y que en voz
baja me hablaba casi en el oído. Sentí la agitación que recorría
su voz.
—Dame la cola.
—¿Qué cola? —repliqué desde el suelo, como en susurro.
Se abrió un silencio, no notaba ningún movimiento, quizás
el agente había quedado perplejo por la respuesta; luego escuché
unos cuantos pasos y el ruido metálico de la puerta. Noté que mi
corazón estaba agitado.
Poco a poco el arrullo del Mapocho me llevó a dormir y mi
mente viajó fuera de ese recinto. Tal vez el agente seguía pensan-
do en lo que acababa de ocurrir.

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La Descripción

—¡Guardia! ¡Necesito ir al baño!


Llevaba tres días ahí, tal vez cuatro, ya no me acordaba. Sen-
tí correr el cerrojo y apareció un agente que me levantó desde
el suelo. Con las manos desatadas y los ojos vendados, caminé
junto a él.
En el baño me saqué la venda, pero no pude ver al que me
había conducido hasta el lugar. El baño tenía unos tres por tres
metros, había un lavamanos y un espejo frente a él; en uno de
los costados estaba la taza con su estanque, hacia el fondo se
veía una tina vieja. Cuando me estaba lavando la cara, rechinó la
puerta y reapareció el agente. No di vuelta la cara, sólo continué
lavándome.
—Yo te podría haber volao la cabeza cuando nos enfrentamos
en tu casa, el día que te agarramos —lanzó el tipo, convencido de
lo que estaba afirmando.
Se produjo un silencio inmenso, sólo distorsionado por el so-
nido del agua que refrescaba mis manos.
Quebré el silencio.
—Ah... sí... me acuerdo que cuando miré hacia la puerta ha-
bía una persona con un AKA apuntándome y que gritó quédate
ahí o te vuelo la cabeza. Sí, claro que me acuerdo, en realidad me
podría haber volado la cabeza, resumí y después de una pausa,
acoté —así que usted era el rubio gordo y grandote, de bigotes

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88 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

gruesos y de ojos claros y de pelo medio largo, que me apuntaba


a la cabeza. ¿Y por qué no me la voló?
Ahora el tiempo y el espacio jugaban a mi favor: acababa
de describirlo y de reconocer lo que había dicho. Los segundos
pasaron rápido y el gordo no hablaba.
Se acumuló más silencio, un minuto de silencio, creo.
—Sí, yo era —admitió, después de la pausa.
Lo miré de frente, con una sonrisa suave. Era él: gordo, gran-
dote, de pelo semi-rubio natural, ojos claros y grandes, bigotes
inmensos. La descripción había sido perfecta.
—No me podí mirar —me advirtió al ver mis ojos cruzados
con los suyos.
—Sí sé, pero ya lo hice.
Seguí lavándome las manos, como restándole importancia al
hecho de haberlo reconocido.
—¿Pero por qué no me voló la cabeza?
—Porque no quise —respondió displicente.
—Pero en esa circunstancia no vale decir porque “uno no
quiso”, explíqueme por qué no lo hizo.
El agua de la llave continuaba cayendo, el tiempo pasaba y el
agente nuevamente demoraba en responder.
Al fin contestó.
—No... bueno... ¿Sabes por qué? ¿Te acuerdas de uno de los
que entró?... el que se escondió en el baño que estaba más allá
de tu pieza.
—Sí, me acuerdo... sólo se le veía la mano con la pistola hu-
meante.
—Sí, bueno... si yo disparaba y no te daba, le podía pegar a él,
y capaz que me lo hubiera pitiado31 y ahí habría sido una cagá
muy grande.
—Ah... sí... por eso fue entonces... ahí sí que le creo.
—Sí, por eso fue, y tú tení mala puntería, no nos diste a nin-
guno, vái a tener que mejorarla pa’ la otra porque igual vái a

31
Pitiar: matar.

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La descripción 89

volver después, así que tení que disparar bien a la otra. Ahora
vámonos que tengo que dejarte en tu celda.
Volví a sentarme en el suelo con mis ojos vendados y me su-
mergí en mis pensamientos, tratando de analizar la información
que acababa de obtener. Esa conversación en el baño había sido
una manera distinta de conocer a mi enemigo; de saber cómo
había vivido la misma situación; de enterarme qué había sentido.
Recordé la última frase que me había dicho.
—Eres buen enemigo, hueón.

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La Enseñanza

No sabía la hora, pero hacía frío. Seguramente era de madruga-


da cuando entró el agente y me despertó.
—¡Levántate, párate, vamos a salir un rato! —anunció con
voz áspera.
Me agarró del brazo y me llevó rápidamente al baño.
—¡Báñate y sécate!... aquí tení una toalla, después vamos a
salir, así que apúrate! —repitió y cerró la puerta.
Me saqué la venda, mis ojos estaban rojos, me dolían. Me fui
desvistiendo, vi que tenía magulladuras en todo el cuerpo, las
costillas eran las más sufridas. Pensé que el agua me aliviaría un
poco, di el chorro de la ducha, el agua estaba muy helada a esa
hora, aunque en realidad nunca había estado muy caliente, más
bien siempre había sido escasa, pero sentirla resultaba gratifi-
cante. ¿Dónde me llevarían? La incertidumbre comenzó a llenar
espacios de mi mente, tiritaba no sé si por el frío del agua o por
el miedo. Creo que era una conjugación de ambas cosas.
—¿Ya estái listo? —gritó el guardia desde el otro lado de la
puerta.
—Ya... ya... falta poco —respondí con voz apretada.
—Si estái listo, ponte la venda.
—Sí, ahora estoy listo.
Me sacó por unos pasillos, nos detuvimos y me cambiaron el
vendaje. Primero pusieron algodón y lo sujetaron con algo pa-
recido a una cinta adhesiva, sobre el algodón dejaron una venda

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92 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

delgada, y encima de esas dos capas, me encajaron unos anteojos


que, supuse, eran oscuros. Un abrigo largo, con cuello alto, com-
plementó mi indumentaria.
Nos pusimos en marcha, salimos, creo, a un patio; paramos,
sentí la puerta de un auto, me sentaron en la parte trasera, su-
bieron dos agentes, uno al volante y el otro en el asiento del
copiloto. Yo iba solo, con las manos esposadas por delante y con
mis ojos cubiertos por los anteojos que deben haber sido muy
parecidos a los que ellos usaban. Si me iban a sacar a la calle, me
tenía que ver como ellos.
—¡Cagaste, poh Ricardo, hasta aquí no más llegaste... este es
tu último paseo por Santiago —anunció una voz con un patético
tono de ganador de nada.
Las palabras me zumbaron en los oídos. ¿Cómo podía saber
si era verdad lo que estaba diciendo? Si me hubiesen querido
matar lo podrían haber hecho al comienzo de toda esta pesadilla.
En fin, ya lo había pensado: la muerte era lo único que estaba
esperando y podía llegar en cualquier momento. De eso estaba
convencido y sólo quedaba mantener la dignidad.
Los tiritones aumentaron, tuve que hacer esfuerzos para con-
centrarme y calmar el temblor de mis piernas que amenazaba
con extenderse a todo mi cuerpo. Paradójicamente, los ruidos de
la ciudad me daban calman. El auto se detuvo y subió un nuevo
agente que me corrió hacia un lado, para acomodarse. Conti-
nuamos la marcha, a veces se escuchaban las transmisiones de
otros grupos de CNI, oía sus claves, el ruido de los vehículos que
pasaban, los bocinazos. Estaba atrapando el rumor de la ciudad.
Detuvieron el auto, los agentes bajaron, uno de ellos abrió la
puerta trasera, me sacó, me abrazó, puso su mano en mi hombro
y caminó tranquilamente, como si fuera conversando con un vie-
jo amigo. Llegamos a una escalera, al subir percibí que era muy
empinada; era una escalera extraña, no pude determinar cuántos
peldaños tenía. Llegamos a un departamento o algo parecido a
un departamento, abrieron la puerta, dimos algunos pasos, no
muchos, y me hicieron sentar en un sillón grande y blando, un

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La enseñanza 93

sillón de cuero, donde me dejaron estirado. Los ruidos que ha-


cían los agentes se fueron apagando hasta desaparecer. Agucé mi
oído, escuché una radio que sonaba a un tono moderado, luego
una carraspera. Debía ser el guardia.
—A ver... ¡levántate un poco! —dijo repentinamente.
Me tomó por los hombros, me ayudó a pararme y me sacó
las esposas.
—Siéntate y estira las manos... te voy a pasar un plato con
comida... aquí está la cuchara, tienes que comer.
Traté de tocar con mis dedos lo que estaba por comer, parecía
un puré de verduras o algo semejante. Tomé la cuchara, saqué un
poco del ungüento y lo llevé a mi boca, pero no pude masticar, mi
lengua estaba hinchada por los corrientazos, seguramente tenía
un aspecto muy feo. En ese instante vino a la cabeza un episodio
del pasado: Ricardo, Ricardo, mi hermanito se cortó la lengua, gri-
taba un niño de mi cuadra. ¿Cómo que se cortó la lengua?... a ver...
muéstramela, le pedía. Tenía cortada la mitad y la otra mitad le
colgaba. La imagen de esa lengua infantil me había impactado y
ahora regresaba a mi mente.
Pasaron algunos minutos de espeso silencio.
—Tienes que comer... ¿qué te pasa?
—No puedo comer —respondí en un castellano trabado por
la lengua hinchada.
—Tienes que comer... tienes que recuperar fuerzas.
—Lo que pasa es que no puedo... mire.
Mostré mi lengua, que debía tener un aspecto grotesco, hacia
el lugar donde supuse que venía la voz. No pude ver la cara del
guardia, pero sí pude escuchar el pequeño siseo de asombro con
el que recibió la imagen.
—¡Estoy cansado de los corrientazos... mire cómo estoy!
—Tranquilo... tranquilo... aquí no te va pasar eso.
—Me han pegado tanto que hasta mi mandíbula no respon-
de para comer.
—Calmado... calmado... aquí no te van a hacer nada de eso...
tranquilo, si no puedes comer, trata de descansar.

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94 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

Mi centinela me ayudó a estirarme en el sillón. Pensé en lo


que acababa de decir el tipo con tanta calma: no habría golpes ni
corrientazos. Era extraño.
El lugar, al parecer, era un departamento ubicado cerca del
Aeródromo de Tobalaba, eso lo pude deducir por la secuencia
de aviones pequeños que alcanzaba a escuchar. También había
logrado oír el golpeteo de los balones de gas que ofrecían los
vendedores a domicilio; a lo lejos, escuchaba voces de niños,
como si vinieran de una escuela o de un jardín infantil. Los
ruidos, las voces, me llevaban sólo a suposiciones, en realidad
no sabía dónde estaba y la gente que circulaba por ahí (niños,
vendedores de balones de gas, pilotos de aviones pequeños)
tampoco sabían lo que estaba pasando dentro de ese departa-
mento.
¡Pentotal!, pensé y llegué a saltar, como en un espasmo repen-
tino. Claro, lo más probable es que me fueran a inyectar Pento-
tal, por eso todo el sigilo y las compartimentaciones. Vinieron a
mi memoria cada una de las palabras escritas por el compadre,
algunos años atrás, en una danza de dedos y signos que me de-
cían cómo debía prepararme para esa ocasión. Recordé: debo
agitarme, debo aumentar el nivel de latidos de mi corazón, debo
concentrarme en un sentimiento muy profundo.
Comencé el proceso en mi mente y me puse una música para
apoyarme. El ruido de la puerta y la llegada de los agentes me
sustrajeron de la concentración.
—Bueno poh, Ricardo, esto no te lo enseñaron los hueones,
así que ahora nos vái a contar toda la papa —ironizó el tipo de
la voz ronca.
Uno que parecía ser un médico colocó su estetoscopio en mi
corazón. Los latidos le deben haber retumbado hasta los zapatos
porque se incorporó y susurró algo al otro agente.
—Vamos a esperar un poco —aconsejó una voz distinta a la
primera.
Mi táctica había resultado, pero no sabía por cuánto tiem-
po.

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La enseñanza 95

Nuevamente volví a las palabras dichas con las manos: mi


pensamiento debe centrarse en algo que me motive profunda-
mente y que me haga aflorar todos los sentimientos, me repetí.
Pensé en la Mami. Mi mente llenó los espacios con ella, la sentí
y me emocioné. Como estaba de espaldas en el sillón, volví mi
cara hacia un lado, la apoyé en mi hombro y esperé.
El estado de vigilia que produce el Pentotal permite que los
interrogadores puedan hacer preguntas que sólo en ese estado
es posible contestar. Pero también en ese estado de vigilia están
las emociones primarias y en ese momento estaba recurriendo a
ellas.
—Ya, pónle no más... ya esperamos bastante —ordenó uno
de los captores.
Sentí que mi brazo derecho era acondicionado para la inyec-
ción. Sentí cómo el algodón impregnado en alcohol recorría mi
brazo, buscando la vena. Sentí cómo el líquido caminaba por mi
cuerpo, desde el brazo hasta mi conciencia, hasta cubrirla con un
manto café. Ellos no supieron en qué segundo me dormí porque
mi cabeza no cayó hacia ningún lado. Estaba apoyada sobre mi
hombro, además, la venda impedía ver mis ojos.
Cuando desperté estaba tan molido como si me hubiesen
dado una pateadura. Me dolía todo el cuerpo, con esfuerzo subí
un poco mi venda y observé mi brazo derecho. Tenía un tre-
mendo moretón, similar al que se produce cuando te extraen
sangre o te ponen suero; también tenía un orificio grande, como
si la sangre derramada se hubiese colado por entre los tejidos.
Una buena parte de mi brazo estaba teñido de morado. Vi que
tenía pinchaduras en el otro brazo y en un talón. Al observar
el lugar me di cuenta que estaba en el mismo recinto de donde
me habían sacado. No supe cómo había regresado ni cuándo me
habían trasladado.
Esos pasajes desaparecieron de mi vida.
—Hola poh, Ricardo, anoche nos contaste todo... te fuiste de
lengua —saludó el agente, como burlándose.

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96 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

No contesté nada a su especie de pregunta-confirmación.


Continué sumergido en mis pensamientos, si era cierto lo que
decía, me habrían estado dando como bombo en fiesta: es sabido
que cualquier información que entregues, te van a dar más fuerte
para saber más y más y más. Es como en el póquer.
No te creo, pensé, mejor creo en mí mismo y en la enseñanza
de las manos.

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La Despedida

—¡Levántate, Ricardo! Vamos al baño... tienes que prepararte


—anunció el agente de voz ronca.
¿Qué estaba pasando? No entendía nada, aunque habían
cesado los interrogatorios, la incertidumbre era fuerte. Pasé
al baño, hice mis necesidades y me lavé la cara. Mi aspecto
era mejor que el de los días anteriores. Acomodé la venda y
es­peré.
Entró el agente, me tomó del brazo, avanzamos por alguna
parte hasta llegar a un lugar, ordenó que me detuviera y que
me quedara parado. Se fue y me subí la venda con movimientos
de mi nariz. Logré ver que a mi lado estaba el Chico, el Flaco
y Claudio, el pintor; también estaba mi tía Elsa, que se había
quedado cuidando la casa después de la partida de la Mami a
Francia. Se los fueron llevando uno a uno, lo que hacía más an-
gustiante la espera. Fui tomado por el brazo y caminé por la
oscuridad, dimos un par de vueltas hasta llegar a un sitio donde
el agente ordenó que me retirara la venda. La luz del día me
cegó por unos instantes, delante mío tenía al gordo, el agente del
enfrentamiento de Santa Petronila.
—¡Te vái, poh Ricardo, hasta aquí no más estái con nosotros.
Ahora te llevamos a la Fiscalía y despues te vái a la Cárcel Públi-
ca. Aquí, hueón, les metiste el pico en el ojo, pero yo sé que voh
vái a volver, así que para la otra tira bien, hueón —dijo el gordo,
agarrando mi mano como despidiéndose.

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98 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

—Sí, me acordaré y lo mismo digo yo —respondí mirándolo


y moviendo mi cabeza como si se tratara de un desafío.
—Si no, acuérdate de los Hornos de Lonquén —musitó de-
safiante en mi oído.
En los Hornos de Lonquén habían aparecido hacía poco
tiempo los restos de quince cuerpos de campesinos asesinados
después del Golpe.
Cuando se alejó de mi oído, lo miré. Mi rostro expresaba todo
el dolor por lo que me acababa de decir, pero también expresaba
la dignidad de saberlo y de no olvidarlo.
—Sí, me acordaré, me acordaré, no lo dudes, me acordaré
—respondí al momento de subir al auto.

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La Peni

La Penitenciaría de Santiago era una construcción muy antigua,


que había sido sometida a una serie de transformaciones. Por sus
cuatro costados estaba rodeada de un gran murallón; la entrada
principal tenía una enorme puerta de fierro que era conocida
como la primera reja. Al costado izquierdo del frontis existía un
portón metálico por donde entraban los carros de Gendarmería
que llevaban a los detenidos.
Cruzando la primera reja, se ingresaba a las oficinas de la
guardia y al recinto donde permanecían los gendarmes hasta lle-
gar a la segunda reja. Al traspasar esta valla te encontrabas hacia
la izquierda con el patio de carga y el acceso al hospital; por el
otro lado podías ver un pasillo amplio, abierto, donde estaban las
oficinas de las asistentes sociales y de los funcionarios de Gen-
darmería. Si seguías por ese camino, encontrabas las cocinas y
los comedores de los gendarmes.
El camino continuaba, otro murallón interno cerraba el paso,
pero tenía una puerta grande que conducía a un corredor con
piso de tierra. Si doblabas al sur, podías tomar otro pasillo que
estaba ubicado en paralelo a un gimnasio techado, donde a veces
se realizaban las visitas. Por ese costado también estaba la entra-
da a la calle de castigo; al fondo, estaba la panadería. Al doblar
en la panadería hacia la cordillera llegabas al acceso de las calles
y galerías.

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100 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

Si venías de la segunda reja y caminabas en línea recta, podías


traspasar la tercera reja. Ahí entrabas a una sala grande, de unos
25 metros de ancho, que tenía asientos pegados en la muralla;
un par de corridas de asientos, todos de cemento, completaban
el recinto que se usaba para recibir a las visitas. Al lado derecho
de esa sala había otra más pequeña, de unos tres metros de ancho
por tres metros de largo, que comunicaba con la sala grande a
través de dos puertas, una en cada extremo. Entre ambas puertas
había unas pequeñas oficinas, donde los presos podían entre-
vistarse con sus abogados. En el extremo izquierdo de la sala
grande, había un pasillo que comunicaba con el hospital.
Siempre de frente y derecho, llegabas a la cuarta reja. Esta
reja tenía salida a un óvalo que medía unos cuarenta metros en
su zona más estrecha, y unos sesenta metros de largo. El óvalo
tenía un pasillo central y en sus costados había dos piletas de
agua con peces de colores y flores de loto. Unos jardines con
pasto rodeaban las piletas, luego había un piso embaldosado de
tres metros de ancho.
El óvalo circundaba casi todas las calles y galerías.
A la izquierda de la cuarta reja existía un almacén, que era
administrado por los gendarmes. Después venían unos pasillos
con celdas angostas por ambos lados, que constituían las calles 1
y 2. Seguía la calle 3; la entrada tenía unos cuatro metros y una
puerta de reja forjada, que impedía salir al óvalo. Por el fondo, la
calle medía unos veinte a treinta metros de largo, albergaba 18
celdas por los lados, tenía un patio de tierra y un enorme mura-
llón. En esta zona estaban ubicados los baños y los lavaderos.
Todas las calles tenían las mismas características, algunas
estaban en mejores condiciones que otras, pero todas eran de
adobe, como de un metro de espesor. Las celdas eran estrechas,
pero altas.
Después venía la calle 4, que también tenía la forma de un
pasillo angosto, a continuación venía la calle 5, la de los presos
políticos. La seguía una galería construida en altura, que tenía
una reja que daba al óvalo y una escala que conducía a las cel-

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La Peni 101

das. Al igual que en las calles, las celdas de las galerías estaban
ubicadas a ambos lados del pasillo. Después seguían la calle 6, la
galería 7, la calle 8 y la galería 8.
La calle 9 estaba frente a la cuarta reja, al otro lado del óvalo.
Era una calle rectangular, más ancha que las demás, y hacia el
fondo tenía salida a una cancha de futbolito canero32. (La cancha
estaba ubicada en un triángulo del terreno, por lo tanto, en uno
de los costados no se podían patear tiros de esquina.
Dando la vuelta al óvalo, continuaban la galería 9, la calle 10
y la galería 10; seguían la calle 11, la galería 11, la estrecha calle
12 y la calle 13, que tenía una multicancha embaldosada y un
edificio de tres pisos que era usado como escuela. Algunas veces
subíamos hasta ahí para extender la mirada hacia nuestras mon-
tañas. Las angostas calles 14 y 15 completaban la vuelta al óvalo.
Pegadas a la cuarta reja estaban las dos oficinas de la guardia
interna, que tenían puerta hacia el óvalo y hacia el recinto de
visitas. En épocas normales el óvalo era un ir y venir de gente, de
una calle a otra, de una galería a otra galería, o hacia el almacén.
Siempre se veía a dos personas caminando más o menos rápido,
como si tuvieran un rumbo preciso. Caminaban unos cuantos
metros y se devolvían por el mismo camino y podían estar así
todo el día. Cuando había conflictos, el óvalo quedaba desierto;
en las galerías o calles algunos se asomaban a mirar, pero siem-
pre lo hacían pegado a la muralla.

—¡Atención guardia interna, nuevos ingresados! —gritó el gen-


darme cuando bajamos del carro que nos traía desde la Cárcel
Pública.
Nos pasaron a una sala donde registraron nuestros datos per-
sonales. Nombre, apellidos, nombre de la madre, nombre del
padre. Después del chequeo corporal traspasamos la tercera reja

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Las canchas están rodeadas de murallas y se juega en ellas haciendo rebotar la pelota;
las medidas son las que dé el lugar.

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102 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

rumbo al óvalo. Fuimos destinados a la galería 7. Sumábamos


seis con dos compañeros que habían estado con nosotros en el
cuartel de la CNI y en la Cárcel Pública, no los conocía, pero eran
del Partido. Nos asignaron una celda y nos acomodamos ante las
miradas curiosas de los internos; pronto llegaron los compañeros
de la calle 5. Había compañeros del MIR (la gran mayoría), del
Ejército de Liberación Nacional, ELN, del Partido Socialista y
de la Vanguardia Organizada del Pueblo, VOP. Eran unos cin-
cuenta compañeros; con el tiempo la cifra iría creciendo.
Entre los seis acordamos que durante el día íbamos a perma-
necer en la calle 5 y que sólo dormiríamos en la galería 7, también
convinimos que saldríamos a las visitas de los presos políticos,
que se realizaban en días distintos a los de la población penal.
Nos pareció un buen acuerdo y comenzamos a cum­plirlo.
—Usted no puede salir —me advirtió el gendarme agarrando
mi mano derecha, a la altura de la muñeca.
—¿Qué? ¿Por qué no puedo salir? —repliqué indignado.
—No puede salir, usted no es de la calle 5, es de otra galería
—gritó.
El paco aún apretaba mi muñeca. Con toda seguridad se había
fijado que habíamos estado saliendo a las visitas de la calle 5.
—¡Yo también soy preso político y esta es la visita que me
corresponde! —alegué tironeando mi brazo para zafarme.
—¡No, no puede!
Detrás de mí venía el Pianta (le decíamos así porque su ape-
llido era Pinto, pero como tenía cara de loco y unos enormes
ojos azules le pusimos Pianta por lo de piantao, o loco en lunfar-
do). Era alto, como de un metro 85; un compañero que llevaba
un buen tiempo detenido..
—Suéltalo, conchadetumadre —musitó, mientras descarga-
ba un feroz golpe en el brazo del paco que lo hizo soltarme de
inmediato.
Pasamos a la visita.
Con Andrea habíamos tenido poco contacto, aunque ella
no me había perdido pisada. Ahora podíamos abrazarnos y

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La Peni 103

contarnos algunas cosas de todo lo que habíamos vivido. Andrea


había logrado escapar el día de mi detención; iba llegando a la
casa cuando vio el operativo, corrió donde un compañero, arran-
caron juntos y lograron esconderse por un tiempo. Después se
contactó con mi tío Nacho y puso un recurso de amparo en la
Vicaría de la Solidaridad; la Fundación de Ayuda Social de las
Iglesias Cristianas, Fasic, también había ayudado en esta tarea.
Andrea comenzó a ir a las visitas sin mayores inconvenientes,
después formó parte de la Agrupación de Familiares de Presos
Políticos, AFPP, que daría una gran pelea para que se supiera
de nuestra situación. Cuando llevaban unos meses de trabajo,
la CNI detuvo al grupo de mujeres de la AFPP, entre ellas iba
Andrea. Las tuvieron retenidas alrededor de cinco días, las tor-
turaron y después las dejaron libres, sin cargo.
La visita se desarrolló sin problemas, fue muy emotiva, como
siempre, con mucho cariño para los familiares, las pololas, espo-
sas e hijos que nos visitaban.
El problema vendría más tarde.
Media hora después de terminada la visita, nos encontrába-
mos en la calle 5 conversando y trasladando al economato33 las
cosas que nos habían traído para comer. Estábamos en esos tra-
jines, cuando desde la reja nos fueron llamando uno a uno, a la
guardia interna. Uno a uno hasta llegar a los seis que provenía-
mos de la galería 7.
Un oficial joven nos acusó de salir a una visita que no nos
correspondía y de amenazar de muerte al gendarme que estaba
en el control de la cuarta reja. Que teníamos otros días para salir
y bla, bla, bla.
—¡Somos presos políticos... estamos aquí no por un delito
cualquiera o común... estamos acusados por la Ley de Seguri-
dad Interior del Estado... por tratar de derrocar a esta dictadura.
¡Somos presos políticos! —protesté.

33
Celda para guardar la comida.

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104 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

—No, ustedes no son presos políticos, tienen que salir a las


visitas que les corresponde.
Yo tenía el encargo de representar a mis cinco compañeros,
así que seguí argumentando.
—Vamos a salir a las visitas de los presos políticos.
—Si no acatan las reglas, los tendré que mandar castigados.
Nos miramos y con pequeños gestos tuvimos un pensamien-
to común: ya salimos de una terrible y un castigo no nos va a
amilanar. Vamos.
—Nos vamos castigados —dije resuelto.
—¿Seguro? Porque los hago salir por esta puerta derechito al
castigo ¿Van a salir los días que les corresponde a la visita?
—A las visitas de los presos políticos —repetí majaderamen-
te.
—Ya... está bien, media vuelta entonces. ¡Cabo! Se van casti-
gados estos jóvenes. Llévenselos.
—Nos vamos castigados —respondimos casi al unísono.
Dimos media vuelta y nos fuimos custodiados por unos pa-
cos. Traspasamos el recinto destinado a las visitas, cruzamos la
tercera reja y caminamos por un pasillo ancho, que rodeaba el
muro donde permanecían los guardias armados en sus casetas.
Llegamos a una puerta metálica, que correspondía a la entrada
de la calle de castigo; esta calle no tenía comunicación con el
óvalo de la prisión.
La calle era larga, con unas diez celdas por cada lado, al final
del corredor había unos baños, todos a la vista. Las celdas eran
oscuras, de cemento, con una puerta metálica y, sobre ella, una
ventana abierta en el concreto, que medía unos 80 por 60 cen-
tímetros. Era una ventana embarrotada. La celda era de dos por
dos metros y tres metros de alto; eran húmedas, malolientes y no
había nada en su interior.
Nos hicieron sacar todo lo que teníamos dentro de los bolsi-
llos, pidieron los cinturones y los cordones de los zapatos, y nos
metieron en las celdas de dos en dos. Cuando el paco cerró la
puerta y la oscuridad inundó el ambiente, pensé en cómo había

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La Peni 105

sido ese día. Hacía tan poco había estado con Andrea, ahora
ella no tenía cómo saber que me habían llevado a una celda de
castigo.
El silencio era inmenso, sólo se oían algunas voces lejanas
y una música que podíamos percibir levemente. Esos sonidos
rompían el aire y la oscuridad. Nuestros ojos y oídos comenza-
ron a habituarse a esta nueva situación. Unas tres horas después
llegaron sonidos más fuertes, parecidos al rumor que genera el
público que asiste a un partido de fútbol. Eran gritos lejanos, no
sabíamos lo que estaba pasando. Tratamos de subir a la ventana,
de mirar hacia fuera y reconocer el lugar. La calle estaba cubierta
por planchas de zinc, por lo tanto no tenía contacto con las otras
calles y galerías. Al parecer éramos pocos los castigados, nosotros
seis y uno que otro pato malo que no habíamos visto al ingresar.
—Hey, compadritos, aquí estamos, vinimos a hacerles com-
pañía —gritó una voz desde la entrada de la calle.
De un salto me encaramé a la ventana y miré a los compadres
que venían castigados. Eran cuatro, parecían contentos y estaban
siendo revisados por los pacos.
—No se preocupe, compadre, ya vienen los otros, no están
solos en esto —dijo uno de los compadres al pasar junto a nues-
tra celda.
Al parecer la cosa no había sido tan sencilla para el oficial
que nos había castigado; los compañeros se habían movilizado
de inmediato. No terminaba de pensar en esto, cuando volví a
escuchar nuevas voces.
—¡Aquí estamos otro lote, compadres, así que hagan lugar.
Efectivamente estaban llegando más compañeros. También
venían de a cuatro, y así continuaron ingresando más cumpas,
siempre de a cuatro hasta que la calle se fue saturando, poco a
poco. Nos tuvieron que reagrupar y fuimos quedando de tres y
hasta de a cuatro por celda. Al final habíamos como cuarenta
castigados.
Había un tremendo barullo, gritos, mensajes, tallas y chis-
tes que volaban de un lado a otro. Los compañeros nos fueron

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106 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

relatando cómo habían llegado hasta ahí: cuando habían visto


que nos llevaban a la guardia interna, supusieron que nos iban a
castigar, esperaron un rato, usaron los contactos con la población
común para saber qué estaba pasando y cuando se enteraron que
nos llevaban castigados, se movilizaron. Primero fueron cuatro
a reclamar por nosotros, el oficial, molesto, los había mandado a
la calle de castigo. A los pocos minutos llegó un nuevo grupo de
cuatro. En ese momento, el oficial mandó a cerrar la calle 5 y en-
vió al segundo grupo al castigo. Cuando los compañeros se dieron
cuenta, comenzaron a trepar por esa misma puerta porque arriba
(era alta, como de tres o tres y medio metros) quedaba un espacio
para dar la vuelta, bajar por el otro lado y salir al óvalo. Subieron,
saltaron y quedó la escoba, llegaron más pacos y los apuntaron
con sus armas. Existía un gran nerviosismo, pero los compa-
ñeros seguían trepando y caminando hacia la guardia interna.
Era tarde, ya casi de noche, estábamos más callados que al
principio. Sonó la puerta de entrada a la calle de castigo y se
escucharon las voces de los pacos; al parecer había cambio de
turno. Con los cumpas escuchamos una conversación.
—Así que aquí están los señores políticos —remarcó un paco,
con voz amenazante, irónica.
De un salto me agarré de la ventana y miré al que había
hablado. Era más bien bajo, regordete, caminaba dando pasos
largos y lentos; con su mano sostenía una luma que golpeaba en
la palma de su mano izquierda.
—Así que aquí están los señores políticos —repitió.
—Aquí estamos, conchadetumadre —gritamos casi todos y
comenzamos a patear las puertas metálicas de las celdas.
Se armó un tremendo jaleo, éramos cuarenta presos patean-
do las puertas y gritando. Desde la ventana observé la reacción
del paco, no sé si fue ilusión óptica, pero el tipo se dio la vuelta
y se fue haciendo más pequeño hasta que llegó a su celda y se
encerró.
Al grupo de los seis nos subieron a un furgón de Gendarme-
ría cuando ya estaba muy oscuro y fuimos a sacar la cabeza en el

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La Peni 107

subterráneo de castigo de la Cárcel Pública. Le decían el metro y


era peor que la celda de castigo de la Penitenciaría. En fin, nueva
adaptación, un par de días ahí, y un viaje en la madrugada. Un
viaje solitario en tren, con el mismo paisaje que tantas veces me
había acompañado cuando iba al sur.
Pero no era el mismo paisaje, era más trémulo y esta vez mis
manos iban esposadas.

En Rancagua habían abierto un proceso en mi contra y la Fisca-


lía solicitaba mi presencia. Cuando los gendarmes me llevaron a
la cárcel de esa ciudad no sabían que mi tío Lalo estaba detenido
allí, después de que fuera allanada su casa en Rengo. El tío me
recibió en su celda y la primera noche la pasamos de largo, con-
versando acerca de lo que había ocurrido y de cómo nos había
afectado a todos. Me contó que se sentía mal de salud, que tenía
dolores musculares, úlceras estomacales y psoriasis, y que en la
enfermería de la prisión aún no le entregaban los remedios. En
la cárcel de Rancagua también estaba recluido un compañero de
Rengo al que apodaban el Pulga. Recordé que una de las casas
de tránsito que teníamos para nuestro traslado al sur estaba en
esa ciudad, y que por ese lado se había iniciado el golpe a mi
estructura.
Al segundo día logré ubicarme en la carreta34 del tío; al tercer
día nos llamaron al Pulga, al tío y a mí y nos formaron junto a
otros prisioneros procesados por Ley de Control de Armas o
Ley de Seguridad Interior del Estado. Un suboficial nos habló
del reglamento de la prisión, y preguntó si alguien tenía algo
que comentar. Como el tío no dijo nada acerca de sus remedios,
hablé por él.
—Sí, suboficial, yo tengo que decir algo.

34
Carreta: denominación tanto para el lugar, como para la organización en torno a la
preparación y consumo de comida.

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108 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

El suboficial, los otros pacos, mi tío, el Pulga y todos los de-


más, me quedaron mirando como si estuviera haciendo algo
raro.
—¿Si? Diga lo que tiene que decir.
—Bueno, parece que aquí en la enfermería aún no entregan
los remedios que le solicitaron la semana pasada, por parte del
interno Lalo. Según me manifestó está complicado de salud y ya
lleva una semana en ese estado.
Los pacos y los otros internos seguían mirando impávidos.
—¿De dónde es usted y cuándo llegó aquí? —preguntó el
gendarme sorprendido por mi intervención.
—Llegué antes de ayer y vengo de Santiago.
—¿Y ya viene hueveando? —ironizó el gendarme de más alto
grado, mientras se retiraba y dejaba a su subalterno a cargo de
la situación.
Me acerqué a mi tío y lo reprendí porque no había hablado
de su problema. Mi tío sólo atinó a levantar los hombros.
El suboficial volvió con una carpeta en su mano y se dirigió
directamente a mí. Abrió la carpeta y leyó.
—Don Ricardo, está aquí en calidad de castigado por la ame-
naza de muerte a un gendarme, así que se irá a cumplir con el
castigo, entonces.
Me separaron del grupo y me llevaron a las celdas de castigo.
Eran un poco más amplias que las de Santiago y más limpias,
pero mucho más frías. No tenían nada en su interior, ni cama, ni
banca ni nada. Ese día canté todas las canciones que sabía, corrí,
salté y bailé para pasar el entumecimiento.

Por la tarde la puerta se abrió y me paré frente a ella. Un oficial


estaba frente a mí.
—Ricardo, te acusan de amenazar de muerte a un gendarme
—sintetizó el oficial mirándome de arriba a abajo, como hacien-
do un escáner.
Lo miré con una sonrisa.

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La Peni 109

—Es mentira... estoy preso hace ya varias semanas y no estoy


en condiciones de amenazar a nadie, son puras mentiras.
El oficial cambió abruptamente de tema.
—¿Tienes frío?
—Sí, tengo frío, esta ciudad es muy helada.
Me entregaron un colchón y dos frazadas.
—¿Quieres otra frazada? —preguntó el oficial.
—Sí, me gustaría otra frazada.
Me la pasaron, cerraron la puerta, acomodé el colchón y con
las frazadas hice una especie de carpa y me encerré en su inte-
rior.
En la Fiscalía de Rancagua me enteré del proceso en mi
contra. El fiscal, que era un tipo joven y amanerado, trataba de
obligarme a que firmara una declaración que jamás había he-
cho, donde me inculpaba de unos bombazos. Me negué rotun-
damente y no firmé; el fiscal, indignado, dio un golpe sobre su
escritorio.
—Ya, yo no quiero aparecer en la radio Moscú como que soy
un criminal, así que llévenselo de aquí.
Volví a la celda de castigo. Antes de una semana me estaban
preparando para devolverme a Santiago. La misma comisión
(así llamaban a los gendarmes que trasladaban a los reos por el
país) que me había llevado a Rancagua, me condujo a Santiago.
Después supe que habían anticipado el traslado porque se había
corrido el rumor de que yo iba a matar al Pulga, por algo que
había sucedido por esos lados. Nunca supe que había pasado ni
nunca estuvo en mi mente eliminar al Pulga.

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La calle 5

Estuve en la Cárcel Pública por unos días, allí encontré a otro


compañero que había caído poco tiempo antes. Estaba muy re-
servado y nervioso; no era para menos, había recibido un balazo
que rozó su cabeza, aturdiéndolo.
Pasamos los trámites de rigor y entramos a la Peni (Peniten-
ciaría).
—Está asignado a la calle 5 —me informó un gendarme.
¡Bien!, celebré silenciosamente, mi nueva destinación era una
señal de que habíamos salido bien parados de la peleíta ante el
oficial.
Con el cumpa nuevo atravesamos el óvalo hacia la calle 5.
—Hey, miren quien llegó —gritó el Pianta, desde la puerta.
Un montón de compañeros salió a recibirnos, entre ellos es-
taban los del grupo de resistencia con el que había caído y dos de
los que habían estado con nosotros en la calle de castigo.
Como Gendarmería no hacía nada para mejorar las condi-
ciones de vida de la calle 5, los compañeros habían hecho va-
rios arreglos. Los materiales entraban en camionetas que eran
exhaustivamente revisadas por los gendarmes. Como las celdas
eran altas, las fueron dividiendo en dos espacios, arriba estaban
las camas y abajo había una especie de salita de estar, con un par
de sillas o bancas. Los comedores estaban al fondo de la calle,
igual que la cocina y los baños; los cumpas habían refaccionado
los baños y habían instalado un calefón. Los de Gendarmería

111

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112 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

dieron de baja unas ollas industriales y nos preguntaron si las


queríamos. Nos llevamos una y la instalamos en el centro del
patio, la rodeamos de tierra y de plantas y la convertimos en una
pecera. Los peces y la flor del loto los habíamos recuperados en
un operativo efectuado en una de las piletas del óvalo.
En la calle 5 existía un comité de bienestar encargado de la
relación con Gendarmería. Un compañero cumplía el cargo por
un cierto período; también había un grupo responsable del eco-
nomato, que administraba los víveres y el menú. Todos participá-
bamos en los turnos de las comidas, un turno exigía dedicación
de día completo: había que preparar 56 raciones y eso tomaba su
tiempo. Por seguridad, no aceptábamos la comida del penal, sólo
recibíamos las empanadas que nos daban el día domingo y se las
entregábamos a los presos comunes.
Las artesanías que producíamos en los talleres se vendían
en Chile y en el extranjero. Era nuestra forma de sobrevivir y
en eso los curas y los laicos de distintas instituciones se porta-
ban muy bien; con el dinero comprábamos alimentos y cubría-
mos nuestras necesidades. Existía un excedente que se usaba
en el caso de que uno de los nuestros o su familia estuviera
mal económicamente. También manteníamos una reserva de
dinero embarretinada35 para moverla, en el caso de que nos
trasladaran o si llegábamos a cualquier parte. Como decía el
dicho popular “con plata se compran huevos”, serviría para la
sobrevivencia.
Había distintos talleres, trabajábamos con huesos, maderas
como el guayacán, cuero, lana, mostacillas, cuescos de palta, re-
sinas y piedras que parecían preciosas. Yo trabajaba en cuero y
badana y hacía separadores de libros con poemas y dibujos pi-
rograbados.
Un grupo de compañeros desarrollaba jornadas de teatro
con obras escritas ahí mismo; algunas eran sátiras a los pro-
gramas de televisión, otras eran de personajes o de situaciones.

35
Disimulada en un barretín.

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La calle 5 113

Presentamos La Madre de Gorki, una novela adaptada a las


condiciones chilenas, con historias de la resistencia, dirigida
por mí. Con estos trabajos buscábamos subir la moral de los
compañeros; que recuperaran su risa y su ánimo deteriorado por
las circunstancias.
El conjunto musical estaba integrado por el Chinche (un com-
pañero cabezón, con piernas extremadamente flacas), el Willy,
el Pato y yo. Ensayábamos canciones de Silvio Rodríguez, de
Violeta Parra y del canto popular; también preparábamos com-
posiciones propias. Para un aniversario del partido presentamos
una cantata de creación colectiva, con canciones y relatos que
hablaban del nacimiento y desarrollo del MIR y de la Resisten-
cia. Un allanamiento se llevó el texto de la obra, pero los acordes,
melodías y letras de esa cantata seguirían viajando en la mente y
en los corazones de muchos de nosotros.

Viene del sur la ventolera


De la justicia y la verdad
Sembrando en todos los valles
Cantos nuevos de libertad

Muchos caerán
Lo sabemos, lo sabemos
Muchos nacerán
Seguiremos, seguiremos
Vamos adelante con el pueblo
A triunfar

Los pocos que allá partieron


Hoy ya son tantos, mañana más
Así poco a poco irá creciendo
La vanguardia popular

Muchos caerán, los sabemos…

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114 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

Este era un fragmento de la canción con que se iniciaba la can-


tata. Otra de las canciones apelaba al largo y duro camino que
tendríamos que recorrer.

Rojo el sol de la mañana


Ya la noche quedó atrás
Rojo y negro es el camino
De la nueva humanidad
De la nueva humanidad

Avanza la clase obrera


Todo el pueblo sigue atrás
Agitando las banderas
Del combate y la unidad
Del combate y la unidad

Largo y duro es el camino


De la guerra popular
Si el Partido va adelante
La tendremos que ganar

El pobre gana en las calles


Pan trabajo y libertad
Y el ejército del pueblo
Protegiéndolo estará
Protegiéndolo estará

Largo y duro…

Contra el yugo del patrón


Y la garra imperialista
Aquí vamos los miristas
Hacia la revolución
Hacia la revolución

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La calle 5 115

Otros prisioneros escribían poemas y algunos, más dotados,


pintaban. Junto a toda esta actividad recreativa, desarrollábamos
escuelas de formación política, para las que necesitábamos libros
y documentos de apoyo. No era fácil conseguirlos. A pesar de
la estricta censura logramos pasar Así se templó el acero36, como
texto técnico, pero los censores nos prohibieron ingresar un tex-
to sobre el cubismo: nada que sonara siquiera parecido a Cuba
estaba permitido. Para apoyar la formación política, comprába-
mos todas las revistas y todos los diarios, unos tres juegos. Estar
informados era crucial.
El Partido estaba organizado al interior de la Penitenciaría.
Teníamos dos niveles de organización. Uno abierto, para las rela-
ciones internas con los compañeros de otras organizaciones y para
los acuerdos políticos que se establecían para diseñar una línea de
acción desde el encierro. El representante de estas políticas era el
encargado del comité de bienestar. En un nivel más comparti-
mentado, teníamos un representante absolutamente clandestino
que, a su vez, tenía dos equipos de trabajo que realizaban tareas de
comunicación y de formación técnica dentro de la Penitenciaría.
La dictadura intentaba dar señales de normalidad ante el
mundo, con su doctrina de la “seguridad nacional” y su particular
“dictablanda”. En verdad había decretado la amnistía de 1978
para autoamnistiarse de los crímenes que habían cometido des-
de el mismo día del Golpe; tangencialmente esta medida había
permitido que algunos compañeros salieran de prisión. Con ese
decreto, la dictadura había terminado con los “llamados presos
políticos” (ése era su lenguaje). Por eso nos habían tirado a una
galería, para desarticularnos, por lo tanto teníamos que actuar
para que se supiera de nosotros y para llamar la atención por los
compañeros que seguían cayendo en manos de la CNI.
Nuestros familiares, organizados en la AFPP, se encarga-
ban de ver nuestros procesos con los abogados y de mantener

Un libro que describe el trayecto de la Unión Soviética, desde su origen hasta co-
36

mienzos de los años ‘30.

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116 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

contacto con representantes de organizaciones de derechos hu-


manos, sociales y sindicales; con ellos intercambiábamos visio-
nes acerca de la realidad nacional cuando nos visitaban o cuando
lográbamos sacar correspondencia clandestina. Entre nuestros
amigos estaban algunos obreros de la minera El Teniente y de la
textil Sumar. Estas organizaciones hermanas nos iban ayudando
a romper el cerco informativo; nuestros familiares hacían un tra-
bajo que sólo el amor y la conciencia ética podían movilizar. Los
prisioneros, con la moral en alto, realizábamos todo lo que fuera
necesario para luchar contra la dictadura.
Decidimos desarrollar una política de embajadores ante los
presos comunes. Nuestros representantes fueron seleccionados
por el grado de conocimiento y de manejo que tenían para re-
lacionarse con los presos; varios conocíamos a alguno ya fuera
porque vivíamos en la misma población o porque, por una u otra
razón, existía un vínculo anterior fuera del penal. Como los co-
munes estaban organizados por bandas, nuestros representantes
tenían asignados a distintos jefes de bandas. Manteníamos lazos
de cooperación mutua, los apoyábamos en sus luchas reivindica-
tivas, analizábamos problemas internos del penal y los compa-
ñeros le entregaban nuestra visión de lo que estaba sucediendo
afuera. A pesar de esta amistad, los convencimos de que no se
involucraran en nuestras peleas. No nos convenía: si había un
motín de los patos malos, lo más probable es que los aparatos re-
presivos aprovecharan la coyuntura para acabar con algún preso
político.
El Checho y Fernando eran dos asaltantes que tenían una muy
buena reputación al interior del penal. Yo tomaba mate con ellos
y compartía los días de encierro; en una de esas mateadas, me
hicieron un ofrecimiento.
—Pelaíto, si pasa alguna cosa, aquí tiene algunas armas, por si
acaso —ofreció Fernando mientras abría un barretín. El escon-
drijo tenía como seis dagas que parecían sables.
Me habían revelado su secreto, su amistad y su compromiso.

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Los volantines

Por fin nos enviaron el papel de volantín de distintos colores, los


palillos y la cola granulada que habíamos pedido. Los presos co-
munes elevaban volantines dentro de la Peni y nosotros quería-
mos seguir su ejemplo. Estábamos como cabros chicos, cada uno
quería hacer el mejor volantín; muchos habíamos confeccionado
pavitos cuando niños y queríamos poner en práctica nuestros
conocimientos. Nos dimos a la tarea de la fabricación.
Como la dictadura insistía en negar nuestra existencia, se
nos ocurrió aprovechar los volantines como contrapropaganda.
Confeccionamos unos veinte que se veían de buena calidad. Pro-
bamos el primero. Se elevó como una esperanza hacia el cielo,
estábamos usando hilo del 10, un hilo delgado y duro, después
de describir unas cuantas piruetas en el aire, lo bajamos para
ver en qué condiciones había quedado. Estaba intacto. Algunos
saltaban de contentos, otros sugerían curar el hilo para echarles
comisiones37 a los patos malos. La idea fue desechada porque en
asuntos de juego ellos eran muy picados.
Ya habíamos probado nuestra habilidad para hacerlos, ahora
teníamos que pasar a la etapa de propaganda. Escribiríamos al-
guna frase o le imprimiríamos el logo del Partido. Tomamos la
precaución de que el paco no se diera cuenta de que el volantín

37
“Comisiones”: juego consistente en utilizar un volantín en vuelo para derribar otro
volantín en el aire, maniobrando con el hilo.

117

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118 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

estaba escrito, nos ubicamos al fondo de la calle y alguien lo


lanzó desde el otro extremo; el que estaba a cargo de elevarlo
le ponía todo el color posible para alcanzar altura y agarrar las
corrientes de aire que estaban en lo alto. Una vez arriba y con
bastante hilo dado, lo mandó cortado. El volantín, convertido
en mensajero del aire, comenzaba su ascensión a las nubes que
cubrían Santiago.
Se armó una tremenda algarabía cuando se fue el primero
y vino un segundo y un tercero. Lanzamos tres ese día y nos
fuimos al encierro muy felices, pensando dónde podían haber
caído.
Al otro día preparamos unos semipavos, que eran unos volan-
tines un poco más grandes, donde era posible escribir frases más
largas: “Viva la R38” (con la “R” encerrada en un círculo), “Abajo
la dictadura”, “Sólo la lucha nos hará libres”. Conversamos la
posibilidad de hacer un cajón39 pero la discusión se fue por ca-
minos técnicos: si los hacíamos con palillos o carrizo. Así nos
sorprendió el encierro.
Los pitos de la mañana nos sobresaltaron, los pacos estaban
golpeando con fuerza las puertas de las celdas, salimos al patio y
vimos una docena de gendarmes. Era un allanamiento.
—¿Qué pasa, oficial? —preguntó nuestro encargado de bien-
estar.
—Es un allanamiento, ¿que no ve?
—Sí, sí veo, pero ¿por qué, oficial?
—Porque hemos tenido un reclamo por parte del Ejérci-
to. Nos informaron que dentro de las dependencias del cuartel
ubicado en el Parque O’Higgins han caído dos volantines con
leyendas subversivas, ellos calculan que deben haber salido de
aquí.

38
La “R”, era la forma familiar de denominar a la resistencia clandestina contra la
dictadura, en particular, a la resistencia armada, entre quienes, desde la izquierda lucha-
ban contra la dictadura.
39
Especie de volantín grande con la forma de cubo.

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Los volantines 119

Los palillos, la cola y los papeles se fueron en el allanamiento.


Nos prohibieron elevar volantines y los que estaban fabricados,
murieron sin haber conocido el viento.

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La imprenta

Como había varios compañeros que sabían trabajar con silksreen


fotográfico, decidimos montar un taller. Comenzamos a ingresar
los artículos por varios medios; los frascos de perfume y de cre-
mas servían para entrar emulsiones fotográficas, acetato y pastas
de limpieza. Como las mallas eran de lino, sólo se enrollaban y
pasaban como pañuelos de cuello. Hasta luz infrarroja teníamos,
con el pretexto de que servía para aliviar los esguinces.
Preparamos los bastidores y realizamos una escuela de cuadros
para seis compañeros. Trabajábamos durante el día. La pantalla
se quemaba al sol, previo dibujo o texto a imprimir, los cumpas
salían de la celda con el bastidor al sol y contaban uno, dos, tres,
hasta que de repente corrían hacia las duchas y le dejaban caer el
agua. Así, lo que el sol no había tocado, estaba blando y se salía,
esa superficie quedaba abierta para que la pintura pasara a través
de ella. El bastidor seco se anclaba a una mesa, se ponía papel
debajo de la malla y pintura por la otra superficie; con una goma
del tamaño del bastidor se arrastraba la pintura que imprimía
el papel. Luego se retiraba, y los cumpas lo colgaban para que se
secara. Demoraba cerca de un cuarto de hora.
Los compañeros eran expertos, el Loco Ulises, que era perio-
dista, era uno de ellos. En los primeros días de su aprendizaje, los
pilló la cuenta de prisioneros de la tarde y no alcanzaron a lavar-
se bien las manos; uno de ellos las tenía negras como carbón, y el
otro rojas, como si hubiese asesinado a alguien. Ambos debieron

121

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122 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

esconderlas al paso del gendarme; superado ese momento toma-


mos más medidas de seguridad para compartimentar la pequeña
imprenta y disponer de barretines adecuados para los bastidores
y los otros elementos que estaban repartidos en las celdas, en
distintos envases y con diversos nombres. La emulsión fotográ-
fica, por ejemplo, pasaba como crema de afeitar.
El primer encargo fueron unas tarjetas de Navidad que en-
viamos a los familiares y a las organizaciones que nos apoyaban.
Como afuera de la prisión existía una fuerte demanda de mate-
rial gráfico, comenzamos a fabricar afiches, tarjetones y todo lo
que fuera posible. Para aumentar la producción, se capacitaron
más compañeros que realizaban turnos. Los envíos eran peque-
ños para no levantar sospechas y se repartían entre los familiares,
durante los días de visita.
Esa mañana, muy temprano, llegaron unos cuarenta pacos a
allanar la calle. Nos sacaron de nuestras celdas y nos pusieron
en el comedor, mientras registraban una a una las celdas daban
vuelta todas nuestras pertenencias.
El compañero de bienestar fue a hablar con el oficial a cargo
del allanamiento. El gendarme lo notificó de que buscaban una
imprenta por orden de la Fiscalía: en allanamientos a distin-
tas poblaciones de Santiago habían encontrado propaganda que
exigía la libertad de los presos políticos. Para el fiscal era obvio
que esa propaganda provenía de la Peni.
Jamás encontraron la imprenta, lo único que hallaron fue un
par de mesas chicas y muchos hilos que colgaban de un lado a
otro de la celda. Más que preocuparnos si encontraban la im-
prenta, nos angustiaba cuando los gendarmes corrían de un lado
a otro nuestro pizarrón. El pizarrón tenía un doble fondo, donde
había documentación importante, como el periódico El Rebel-
de, cartas, comunicados, análisis políticos y tareas que nos en-
comendaba el Partido. Se nos apretaba el corazón cada vez que
veíamos a los pacos cargando el inmenso barretín.
Nos enteramos por radio de la represalia: a diez de nosotros
nos iban a someter a un juicio por Ley de Seguridad Interior

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La imprenta 123

del Estado. Cuando escuchamos la noticia nos largamos a reír;


llevábamos un buen tiempo presos y desde la cárcel no podíamos
derrocar a nadie. Además nos habían escogidos al azar.
Al otro día, muy temprano, fuimos notificados. Nos engri-
llaron y nos llevaron a un furgón de Gendarmería, con destino
a las fiscalías militares, que se ubicaban en el centro cívico de
Santiago, en el Paseo Bulnes.
El furgón tomó la calle San Diego, que a esa hora estaba llena
de gente que circulaba de un lado a otro. Íbamos mirando por la
rejilla del costado del vehículo.
—¡Compadres!, ¿por qué no cantamos? —propuso el Loco
Ulises.
—¡Ya, démosle! —gritamos casi todos.
—¿Y qué cantamos? —preguntó el Pianta.
—“El pueblo unido” —sugirió el Negro, que era de la VOP.
Agarramos fuerza y al tiempo de tres comenzamos a cantar a
todo pulmón, a través de las rejillas.
—¡El pueblo, unido, jamás será vencido... el pueblo, unido,
jamás será vencido...
Una y otra vez repetimos la frase; la gente, al oír tan prohibi-
do grito, quedó con la boca abierta, extrañada, sorprendida. Al-
gunos nos regalaban una semi-sonrisa de complicidad; los más
audaces empuñaban su mano hacia abajo, sin levantar el brazo.
Un puño cerrado como gesto de solidaridad, significaba mucho
en ese momento.
Los pacos enloquecieron, pusieron la sirena para cruzar rá-
pido por San Diego, pero el ruido llamaba aún más la aten-
ción de los transeúntes. Los semáforos en rojo eran mortales
para los pacos; trataban de salir a un lado, pasar a otro vehículo,
y nosotros déle que suene con el pueblo unido. Como a dos
cuadras antes de llegar a las fiscalías, nos callamos. Estábamos
afónicos.
Los pacos llegaron rajados, frenaron y abrieron las puertas.
—¿Y por qué no cantan ahora, los señores políticos? —dijo
con voz amenazante uno de los custodios.

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124 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

—¡Estái más hueón! —le respondió el Pianta, con una son-


risa burlona.
En la Fiscalía nos notificaron del proceso y nosotros argu-
mentamos que era imposible hacer nada en la cárcel sin que
Gendarmería lo supiera. Que no teníamos imprenta ni nada pa-
recido. Regresamos a la Peni por un sector totalmente solitario.
No pasó nada con ese proceso inventado.
Como ya no podíamos hacer funcionar nuestra pequeña im-
prenta, empezamos a pensar en otros caminos.

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La advertencia

El paco a cargo del turno de la noche ocupaba una de las celdas


que estaba ubicada al principio de la calle. Siempre le convidá-
bamos café y le prestábamos los diarios. La vida transcurría sin
mayores problemas. Pero todo cambió cuando nos cambiaron
al paco dócil por un suboficial mayor que venía acompañado
de un cabo. Un día, el suboficial tocó su pito y sin aviso previo
nos encerró a las seis de la tarde. Nuestro jefe de bienestar fue
a hablar con él para recordarle que el encierro era a las ocho y
no a las seis. El paco no entró en razón y argumentó que eran
órdenes superiores.
Tuvimos que encerrarnos.
Al otro día la actitud del paco rompió nuestra rutina, daba
vueltas por la calle, se metía en todo lo que podía, no nos dejaba
hacer gimnasia ni menos que practicáramos karate. Continuó
encerrándonos a las seis de la tarde.
Llevábamos alrededor de una semana en esta situación y cada
vez se complicaba más, entonces se reunió el grupo operativo
interno.
—¿Qué vamos a hacer con este paco? —preguntó Julián,
mientras fumaba frente a la puerta de la celda.
—Vamos a tener que darle una lección —propuso el Sergio,
que jugaba con un lápiz.
—Sí, está bien, pero qué hacemos —contrapreguntó Ge­
naro.

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126 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

—Yo creo que deberíamos preparar una operación sin que


nadie se dé cuenta y apretar al paco en la misma celda —sugirió
Jorge.
—Estoy absolutamente de acuerdo —dijo Roberto, concen-
trado en la preparación del mate.
—Entonces hagámoslo temprano, así hay menos compadres
merodeando por ahí —resolvió Gustavo.
—Bien, de acuerdo, ahora distribuiremos las tareas de cada
uno, —zanjó Julián.
El día había amanecido un poco nublado, pero no hacía tanto
frío. A las ocho de la mañana abrían las celdas, venía la cuenta y
el desencierro, después cada uno iniciaba las actividades progra-
madas: los compañeros tomaban el turno para preparar el desa-
yuno y planificar el almuerzo; los otros se iban a los talleres y así
comenzaba la rutina diaria.
El cabo estaba cerca de la puerta que daba al óvalo; había
pocos compadres transitando. El suboficial estaba sentado en su
celda-oficina leyendo un diario atrasado.
—¡Cabo, cabo! —llamó Genaro.
—¿Si? ¿Qué pasa? —preguntó el cabo.
—¿Me podría llevar a la enfermería? Es que tengo un dolor
de estómago súper fuerte y estuve casi toda la noche así... por
favor —inventó Genaro con cara de afligido.
—Sí, por supuesto, vamos.
El cabo abrió la puerta de la calle y se fue con Genaro a la en-
fermería; Sergio se instaló en esa misma puerta para vigilar que
no viniera otro paco; Jorge, Julián, Roberto y Gustavo se fueron a
la celda donde estaba el paco; Julián se ubicó fuera de la puerta y
entraron los otros tres. Julián cerró la celda y se quedó esperando.
El tipo, que continuaba leyendo el diario, levantó su cabeza y
se encontró con Gustavo, Jorge y Roberto.
—Qué... qué es lo que pasa —preguntó asombrado.
—¡Cállate y escucha! —ordenó Gustavo con voz firme y se-
rena, al tiempo que Jorge se ponía detrás del paco y pasaba su
brazo derecho por su cuello y lo apretaba.

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La advertencia 127

—¡Me vái a escuchar bien porque esto te lo vamos a decir


una sola vez, y para que tú sepas por matar a un paco nos darían
cinco años más y ya tenemos como cien años de condena, así
que nos da lo mismo —advirtió Gustavo, con su dedo índice
apuntándolo directamente a los ojos.
El suboficial estaba blanco, balbuceaba cosas incoherentes
que no se escuchaban porque el apretón de cuello lo impedía.
Roberto, que era una bestia grande y tenía unas tremendas ma-
nos, estaba al lado del paco, mirándolo con cara de odio.
En realidad el tipo estaba cagado de miedo.
—Mira, llegaste aquí haciéndote el verdugo, yo no sé qué te
habrán pedido los altos mandos, pero aquí mandamos nosotros y
si no cambias la actitud, te vamos a matar y tus oficiales no harán
nada por ti, tenlo por seguro, así que si cambias de actitud no te
pasará nada y la vida seguirá como era antes de que tú llegaras
¡Entendiste! —fue lo último que dijo Gustavo y sus palabras
fueron acompañadas por otro apretón de cuello que dejó al paco
casi al borde del desmayo.
Un par de toques en la puerta, Julián abrió y cada uno se
retiró a las distintas actividades. Sergio abandonó la guardia del
acceso principal.
La acción había durado exactamente tres minutos.
En la calle la vida seguía normal. Como a los cinco minutos
volvió Genaro desde la enfermería, el cabo que lo acompañó
continuó caminando por la calle, sin entrar a la celda donde per-
manecía el suboficial. A los quince minutos, el tipo salió y sin
hablarle al cabo se fue para la oficina de los oficiales, el centro
neurálgico del mando de la Peni.
Era media mañana, había transcurrido más de una hora desde
la acción y Gendarmería aún no reaccionaba. De repente apare-
ció un oficial en la puerta, el cabo se cuadró y llamó al encargado
de bienestar. Algunos nos acercamos para tratar de escuchar lo
que pasaba.
—¿Sí, oficial? Dígame —saludó Pedro, nuestro vocero ofi-
cial.

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128 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

—Mira, no sé qué pasó aquí, pero llegó a la guardia interna el


suboficial a cargo de la calle diciendo que le habían apretado el
cuello —informó en tono de semi-pregunta y semi-certeza.
—¿Perdón? ¿Cómo dijo, oficial? —preguntó Pedro, que no
entendía lo que estaba pasando.
—Que aquí le habían apretado el cuello —insistió el gen-
darme.
—No puede ser ¿Cómo, cuándo?
—Ahora, en la mañana, hace un rato.
—No, no sé nada, no puede ser —trataba de argumentar Pe-
dro, mientras miraba a su alrededor, como buscando alguna res-
puesta a la acusación.
—¿Tú no sabes nada de esto? —insistió el oficial.
—No tengo idea de lo que me habla, nada extraño ha ocu-
rrido aquí.
Ambos quedaron un poco pensativos, el oficial miró a su al-
rededor y observó al cabo que aún estaba cerca de la puerta de
la calle.
—¡Cabo, cabo! Venga para acá —gritó.
—¿Si, mi capitán? Diga —respondió cuadrándose.
—Cabo, ¿usted ha estado aquí toda la mañana?
—Sí, sí, mi capitán, he estado aquí toda la mañana —mintió
el cabo que había acompañado a Genaro a la enfermería.
—¿No se ha retirado de aquí en algún momento?
—No, mi oficial, no me he retirado. Estuve aquí siempre, en
la puerta —respondió un poco confundido y enterándose en ese
momento de que algo estaba pasando.
—¿Entonces usted vio cuando alguien la apretó el cuello al
suboficial?
—¿Cómo mi capitán?
—Que si usted vio cuando le apretaron el cuello al subofi-
cial.
—No, yo no he visto nada —contestó con una expresión in-
crédula.
—¿No vio nada raro ahora en la mañana, aquí en la calle?

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La advertencia 129

—No, capitán, no he visto nada raro y menos que le hubieran


apretado el cuello al suboficial.
—Ya, está bien, puede retirarse —dijo haciendo un ademán
para que se fuera.
Pedro y el capitán caminaron en silencio, como analizan-
do la situación. Podía estar ocurriendo que se tratara de una
mentira del paco, quien además de hacer la denuncia había
solicitado su traslado de la calle y de la Peni. Para ellos todo
era muy raro.
—Bueno Pedro, no sé qué habrá pasado aquí y al parecer tú
tampoco, pero el hombre estaba muy asustado y yo estoy seguro
de que le apretaron el cuello, pero no me imagino cómo lo hicie-
ron. En todo caso, no tengo cómo probarlo.
—A mí me parece increíble que diga eso, si no he notado
nada extraño, ni siquiera el cabo vio nada; yo creo que el subofi-
cial debe estar un poco paranoico.
—Bueno, no ha pasado nada, gracias —zanjó el capitán y se
retiró.
Pedro se dio vuelta, esperando alguna explicación y encontró
sólo preguntas. Nunca supo lo que había sucedido.
A la hora de almuerzo el suboficial entró nuevamente a la
calle, pasó derechito a su celda y no salió de ahí hasta pasada las
seis de la tarde.
Ese día nos encerró cerca de las siete de la tarde. Algo había-
mos avanzado.
Por la noche analizamos qué podía haber pasado con el sub-
oficial al momento de ir a reportarse. Pensábamos que no le
habían creído, ya que era una situación extraña. ¿Cómo no se
iban a dar cuenta de que unos presos estaban ahorcando a un
gendarme? El oficial intuía que podíamos haberlo hecho, pero
optó por no creerle.
A las ocho en punto comenzaron a tocar para la cuenta de los
presos. Nos formamos frente a nuestras celdas.
¡Uno, dos, tres, cuatro… están todos mi suboficial —informó
el cabo.

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130 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

El suboficial fue a su celda-oficina y oh, sorpresa, no había


nada. Ni banco, ni silla, ni escritorio. Los estábamos ocupan-
do y los íbamos a ocupar por varios días. Cada vez que el tipo
intentaba sentarse en alguna silla o banca, nos acercábamos y
retirábamos los asientos. El primer día después del apretón tuvo
que permanecer de pie durante todo su turno. Lo mantuvimos
así por tres días.
Los días siguientes fueron más tranquilos y volvió a ence-
rrarnos a las ocho de la noche. Como el suboficial se portaba
bien, le devolvimos la mesa, la silla, el café y el diario. Nunca lo
cambiaron de su puesto, nunca nos dijo nada. Sólo se limitaba
a encerrarnos a las ocho de la noche, a leer su diario y a tomar
su café.

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La cámara de Luis

—¡El encargado de bienestar! —gritó el gendarme a cargo de


la calle.
—¿Sí? ¿Qué pasa? —preguntó Pedro.
—Venga, por favor.
—Dígame, oficial, ¿qué necesita?
—Mire, quería presentarle a tres gendarmes que fueron asig-
nados aquí, para que por su intermedio conozcan los procedi-
mientos de la calle —dijo casi sin tomar aire.
—No hay problemas..., hola, soy Pedro, encargado de bienes-
tar de la calle y de las relaciones con Gendarmería.
Mirábamos la situación desde lejos, los recién llegados eran
muy jóvenes, debían estar haciendo la práctica o tal vez habían
egresado hace poco de la Escuela de Gendarmería. Con Genaro
nos acercamos.
—Buenos días, caballeros —dije, con una sonrisa placentera.
—Buenos días —respondieron casi al unísono.
Estaban instruidos.
—Somos encargados de cultura de la calle, así que nos pue-
den pedir libros, revistas, diarios —informé para tantear.
La presentación los descolocó un poco, seguramente espe-
raban otro tipo de conducta de los prisioneros políticos. No
estaba en sus libros de instrucción recibir un trato amable, sin
embargo, notamos que les cayó bien nuestra bienvenida y eso
era importante.

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132 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

Con Genaro los observábamos desde lejos y desmenuzába-


mos sus actitudes, tratando de hacer un perfil de cada uno.
—Mira, fíjate en la actitud para conversar que tiene el más
chico, es parado, casi pasado a la arrogancia. Debe ser por el
porte —analizó Genaro.
Yo también hice mi diagnóstico.
—Pero el otro, ese moreno, es más callado y observador; pa-
rece un compadre de origen humilde y de población. Cacho que
es más pillo que los otros dos. ¿Qué creí tu?
—Sí, esa actitud tiene. Hay que acercarse y cacharlos más.
Al tercer día habíamos construido su perfil, conocíamos sus
actitudes, sus temas de conversación, sus gestos.
—Hola, ¿te acuerdas de nosotros? Somos los encargados de
cultura —saludé.
—Ah, sí, sí, ¿cómo están? ¿Todo bien? —preguntó el gendar-
me más pequeño.
El moreno también saludó con un movimiento de cabeza, el
otro observaba, era el más alto de todos y al parecer se creía el
cuento y mantenía una actitud acorde a los parámetros aprendi-
dos en la escuela.
—Sí, bien, veníamos a ofrecerles si quieren leer algo —ofre-
ció Genaro—. Tenemos los diarios y revistas, también tenemos
libros por si les interesa algo... es que aquí, como ustedes saben,
la vida transcurre en un pedazo muy chico de terreno y por eso
tenemos que organizar actividades para que el tiempo pase. A
veces hacemos actividades culturales aquí en la calle... obras de
teatro, lecturas de poesía, talleres literarios.
—Yo quiero el diario —pidió el más moreno.
—Sí, por supuesto ¿Cómo es tu nombre? —pregunté inte-
resado.
—Luis.
—Yo soy Ricardo, nos habíamos presentado antes... bueno,
aquí están los diarios, ¿alguno quiere algo más? En todo caso los
vamos a dejar aquí, gracias.

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La cámara de Luis 133

Nos fuimos a planificar el acercamiento a Luis. Después de


los diarios, seguimos con el café y las conversaciones sobre los
problemas económicos del país, la falta de trabajo y esas cosas.
También fuimos descubriendo su historia supimos que venía de
una pobla, que había entrado a Gendarmería porque era como
estudiar una profesión y que ahí, por lo menos, iba a tener un
sueldo.
Las conversas con Luis duraron un par de meses, cada vez lo
fuimos conociendo más y él a nosotros. Con los otros dos existía
una actitud normal.
Empezamos a pedirle favores. Que si me podía comprar unos
lápices especiales en la Librería Nacional. Luis accedió.
Así, de vez en cuando, le encargábamos algo de afuera.
—Luis —lo abordamos un día.
—¿Si? Hola, ¿cómo están?
—Bien, bien, queríamos pedirte un favor si es que lo puedes
hacer. Resulta que una compañera tiene un libro que nos inte-
resa leer, pero tú sabes que aquí a nuestros familiares le ponen
color para pasar las cosas. Te queríamos preguntar si te podrías
juntar con ella —dije del modo más convincente.
—Sí, podría, pero sería como el jueves porque ese día tengo
libre.
Le expliqué cómo sería el encuentro.
—Ningún problema. Mira te vamos a pasar esta revista para
que te la lleves el jueves, tienes que ir a esta esquina, Varas
Mena con Gran Avenida, ahí hay una fuente de soda que se
llama “El Tatio”. Espera ahí, te tomas una bebida y pones la
revista con esta cara en la mesa, va a llegar una niña y te va a
preguntar “dónde está por ahí el chalet del niño”, y tú le res-
pondes “la ciudad del niño, querrá decir”. Ella es la que te va a
llevar el libro, te lo deja y listo, y cuando puedas, lo traes. Fácil.
Ahora te decimos todo lo otro para que no tengas ningún pro-
blema ¿Te parece?
—Sí, está bien, me aprenderé lo otro —contestó conven­
cido.

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134 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

—Bien, cumpa, tome, aquí hay algunas monedas para los gas-
tos de la locomoción y el consumo en el boliche. Nos estamos
comunicando —dije como un modo de cerrar el acuerdo.
El viernes llegó Luis a tomar su puesto en la calle. Con Ge-
naro nos acercamos.
—Hola, Lucho, cómo estás —saludó Genaro.
—Bien, bien con el día libreta que tuve...
—¿Y cómo te fue con nuestro encargo? —pregunté ansioso.
—Bien me fue, me encontré con la niña y aquí, bajo la cha-
queta, tengo el libro. Me lo voy a sacar en la celda y ahí se los
doy.
Entró en la celda habilitada para los gendarmes y con Genaro
nos miramos haciéndonos un ademán de “¡bien, bien!”. Algunos
minutos después salió y nos entregó el libro.
—¿Y cómo fue todo? —insistí tratando de averiguar algunos
detalles.
—Bien, bien, nunca había estado en una situación así, pero
bien. La niña llegó y me dijo lo del chalet del niño y yo le con-
testé, se sentó conmigo y tomamos una bebida, después me pasó
el libro y me dio las gracias, así que me fui sin problemas. Claro
que estaba un poco nervioso, pero resultó bien. Tomé todas las
precauciones que ustedes me dijeron.
—Bueno, tú sabes lo que tu ayuda significa para noso-
tros, estamos enormemente agradecidos y cualquier cosa que
quieras nos dices y aquí trataremos de ayudarte. Ya sabes que
todos somos del pueblo, a lo mejor de distintos barrios, pero de
la pobla al fin y al cabo —comenté.
El libro era La orquesta roja. Su autor, Gilles Perrault, reve-
laba las redes que la Internacional Comunista había tejido en
Europa hasta penetrar el Estado Mayor Alemán.
Avanzábamos en el trabajo con Luis. Lo habíamos probado
en varias cosas, incluso lo habíamos mandado a hacer un punto
con alguien nuestro y lo había hecho muy bien. No eran contac-
tos con el Partido sino con nuestros familiares, ya que necesitá-
bamos cosas que sólo podían entrar por esa vía.

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La cámara de Luis 135

Nuestra relación con Luis se fue profundizando. Ya mantenía-


mos conversaciones sobre la realidad nacional y también sobre la
lucha que estábamos dando desde la prisión: que la dictadura no
ganara en su táctica de escondernos. Eran conversaciones cortas
y precisas. Con Genaro nos turnábamos para conversar con él y
entregarle más elementos para la reflexión.
Después de esos meses de trabajo y de habernos ganado su
confianza y él la nuestra, decidimos abordarlo para otra tarea
importante.
—Luis, tú sabes que estamos en una pelea contra la desin-
formación, necesitamos dar a conocer la realidad de los presos
políticos, aquí y en el extranjero. Te queremos pedir que nos en-
tres una máquina fotográfica y por supuesto los rollos de fotos.
Necesitamos retratarnos y enviar esas fotos para que nos apoyen
desde afuera ¿Podrías hacerlo? —preguntó Genaro.
—Miren, yo entiendo lo que pasa aquí en el país y con
ustedes, yo estoy dispuesto a ayudarlos, pero no sé cómo ha-
cerlo.
—No te preocupes por eso, nosotros arreglamos todo, la tarea
tuya es ingresar la cámara y los rollos, no sabemos los mecanis-
mos que podrás usar para hacer esto, lo importante es que nos
vas a ayudar. Afuera te vas a encontrar con la misma niña de la
otra vez, ella te dará la cámara que, en todo caso, es una máquina
chica, debe ser del porte de un paquete de sémola, no más gran-
de que eso —expliqué.
—Sí, ya, estoy pensando cómo hacerlo... bueno, en todo caso
lo voy a hacer por etapas.
—¿Cómo es eso? —inquirí.
—Lo que pasa es que primero la entraré hasta la Peni y la
guardaré en uno de los casilleros, ahí no se meten a no ser que
quede una cagada muy grande, y después, cuando encontremos
las condiciones, la traigo.
—Perfecto y cuando la traigas no te preocupes, nunca la en-
contrarán ni sabrán de esto. En todo caso tú tienes claro que sólo
tú, Genaro y yo estamos enterados de esto.

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136 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

Preparamos el contacto con la compañera, le dimos el punto


con rescate ante cualquier situación inesperada, y a Luis le en-
tregamos las coordenadas para su día de franco.
Regresó de su permiso, cruzamos miradas y él nos mostró
una sonrisa. Todo estaba marchando bien. Alrededor del me-
diodía nos acercamos para conversar como siempre lo hacíamos,
llevamos un poco de café para compartir y el diario del día. Ha-
blamos cosas triviales delante de sus compañeros y una vez que
se fueron entramos en materia.
—¿Cómo te fue? —preguntó Genaro.
—Bien, sin problemas, nos juntamos y me dio la máquina,
ahora la tengo en el casillero, así que mañana haremos la entrega
en la mañana, temprano, a primera hora que es la más adecuada
¿Les parece?
—Por supuesto, mañana será entonces ¿Y trajiste rollos? —
consulté para tener claro que el plan estaba funcionando.
—Sí, traje sólo dos, después podríamos comprar más.
—Sí, buena idea, después planificamos eso.
Pronto podríamos tener lo que tanta falta nos hacía para que-
brar el cerco informativo.
Despertamos mucho antes de que comenzaran a tocar los pi-
tos que llamaban a la cuenta diaria. El día estaba un poco nubla-
do, el ambiente parecía propicio para una actividad clandestina.
Nos contamos como lo hacíamos habitualmente, uno, dos, tres,
y después al desayuno. Mientras los compañeros se acomoda-
ban para iniciar el día, Luis comenzó a caminar tranquilo, fue
saludando a los prisioneros hasta que se acercó a nuestra celda.
Entró, cerró un poco la puerta y por debajo de su ropa extrajo la
cámara que venía envuelta en un pañuelo; desde uno de sus bol-
sillos sacó los dos rollos y se los pasó a Genaro, luego nos miró
y con una sonrisa nos deseó suerte. Se fue de la celda haciendo
como que miraba cualquier cosa y se encaminó hacia la puerta a
cumplir con sus tareas de gendarme.
Nos acercamos al jefe del Partido en prisión.
—Tenemos una cámara fotográfica —informé.

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La cámara de Luis 137

—¿Cómo? —preguntó incrédulo.


—Que tenemos una máquina fotográfica con rollo, lista para
funcionar —repetí.
—¿De dónde la sacaron?
—La conseguimos como parte de nuestras tareas para difun-
dir la situación en que estamos —expliqué sin dar ningún detalle
de nuestra relación con Luis.
—Excelente, ahora nos reuniremos con los demás y prepara-
remos una sesión fotográfica con todos, aprovechemos que el día
está medio nublado, así los flashes se confundirán con relámpa-
gos. Manos a la obra.
Hicimos un retrato colectivo de todos los miembros del Par-
tido; todos vestidos con polera blanca y jeans azules; también
hicimos fotos de las distintas actividades que realizábamos, y los
paseos de los pacos por la calle. Las fotos fueron tomadas por el
grupo operativo 2.
Unos dos meses después vino la visita semestral de cárceles.
En estos tours penitenciarios aparecía el jet set de tribunales;
en ese tiempo estaba la Madariaga de Ministra de Justicia.
Ella y sus acompañantes quedaron impresionados al ver que
estábamos vestidos con nuestros uniformes (la polera blanca
y el pantalón azul) y formados militarmente. Sólo dos voceros
estaban autorizados para hablar. Nuestros compañeros recla-
maron por los procesos que llevaban las fiscalías y por las arte-
sanías que la CNI nos había incautado. Antes, nos habíamos
acercado a un reportero de la revista Ercilla y le habíamos
entregado la foto en la que aparecíamos todos los miembros
del Partido.
La revista Ercilla mandó posteriormente a una periodista que
escribió un reportaje de cuatro páginas. “¿Quiénes son los presos
de la calle 5?”, tituló en la portada. El texto venía acompañado
de varias fotos tomadas con la cámara que nos había ingresado
Luis: la foto en la que aparecíamos todos, otra con los familiares
y una del matrimonio civil (realizado en la Peni, claro) de uno
de nosotros.

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138 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

Habíamos roto el cerco informativo. La cámara había cum-


plido su objetivo, incluso aún duerme en su barretín.
A Luis lo destinaron a otras tareas dentro del mismo penal,
así que debíamos hacer nuestros contactos fuera de la calle 5.
Siempre eran rápidos y contundentes. Luis se sumaría a la resis-
tencia y con el tiempo reclutaría a tres gendarmes de su unidad.

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La Corrida

Eran como las nueve de la mañana cuando se asomó a la puerta


de la calle el capitán de Gendarmería. Era un hombre de media-
na estatura, algo grueso, de muy buena tela. Había convivido con
nosotros varios meses y había resuelto de buena manera algunos
conflictos, como el tema de las visitas o el ingreso de libros. Nos
extrañó su presencia tan repentina.
Genaro se levantó para atenderlo. Nos miró a mí y a Jorge
que estábamos a mitad de la calle y nos hizo un gesto de sor-
presa.
—Hola, capitán, ¿qué lo trae por aquí?
—Tengo que decirles algo importante, acércate! —ordenó
con un ademán nervioso de su mano.
—¿Si, capitán? ¿Qué pasa? —preguntó Genaro, desconcerta-
do por la agitación del oficial.
—En la guardia interna hay unos funcionarios de la CNI que
vienen a buscar a un compañero de ustedes.
—¿En la guardia interna? ¿Y a quién vienen a buscar, capi-
tán?
—Vienen a buscar a Hugo Riveros, uno que es pintor, pa­
rece.
—Sí, el Hugo está aquí. ¡Conchesumadre! ¿Y, capitán, qué
podemos hacer?
—En realidad no sé qué podrán hacer ustedes, pero yo les
aviso.

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140 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

—Gracias, capitán, se lo agradecemos, veremos qué hacer,


gracias.
El capitán se fue tan rápido como había llegado. Genaro nos
llamó urgente y nos expuso la situación.
—¿Qué vamos hacer? —planteó Genaro, agitado.
—Llama al Carlos, dile que venga rápido —propuso Jorge—.
Estos hueones están amparados por Gendarmería, tiene que ser
el otro oficial que trabaja para ellos, sí porque a ése le encon-
tramos un papel que decía que había sido jefe de un pelotón
de fusilamiento en la zona central, así que ése debe estar involu­
crado.
—Bueno, bueno, yo propongo que vamos y nos enfrentemos
con estos chuchas de su madre ahora mismo y veamos lo que
pasa, vámonos, vamos de a dos al hospital, vamos a tener de di-
ferencia unos cinco minutos, cuando pasemos la puerta unos se
van hacia el lado del hospital y los otros al lado de la sala chica
de visitas, y esperamos —sugirió Genaro.
—¿Vamos a llevar algo? —preguntó Carlos.
—No, no, nada —decidió Genaro.
—Yo voy a llevar mi palito como lápiz que tengo, por si acaso
—anunció Jorge.
El palito al que se refería era un artefacto utilizado en karate
para golpear al contrincante.
—Bueno, está bien, pero vámonos ahora, ustedes dos par-
tan primero y nos vemos al lado de la sala de visita —zanjó
Ge­naro.
Nuestros corazones estaban sobresaltados, los otros compa-
ñeros no sabían lo que estaba pasando, la situación era tensa. Los
esbirros (agentes del Estado) estaban justo ahí y además venían
a buscar a uno de nuestros compañeros, así como así. Haríamos
lo que fuera necesario para impedirlo.
Carlos y Jorge traspasaron la puerta de la calle sin mayor di-
ficultad; esperamos el tiempo planificado y nos fuimos hacia el
umbral.
—¡Guardia, vamos al hospital! —anunció Genaro.

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La corrida 141

La puerta se abrió, pasamos hacia el pasillo y giramos hacia el


hospital. Permanecimos en el pasillo y tomamos contacto visual
con Carlos y Jorge que esperaban en el otro extremo. Con un par
de señas nos dijimos que todo estaba bien. Esperamos.
Los minutos eran largos y nuestro nerviosismo aumentaba.
Los pacos nos podían pillar y no tendríamos cómo justificar
nuestra presencia. Cualquier cosa podía pasar. Nos movíamos
ansiosos.
Al fin se abrió la puerta de la guardia interna, se sentían
voces, como si estuvieran en una amena charla; el primero en
salir fue el gendarme implicado en los fusilamientos, luego
apareció un tipo alto, más viejo que venía seguido por dos
hombres de unos treinta años. Caminaron en fila india y to-
maron el centro del corredor del recinto de visita. Se despla-
zaban tranquilos.
No nos vieron. Seguían animadamente por el pasillo central,
mis ojos se cruzaron con los de Jorge; con la mirada nos trans-
mitimos que andaban sin fierros. Partimos tan silenciosos como
nos era posible, llegamos al lado de ellos, casi en puntilla, como
si fuéramos bailarines de ballet. Nos ubicamos dos por cada lado,
muy pegados a sus cuerpos. Los agentes quedaron paralizados
cuando nos vieron.
—¿A quién vení a buscar chuchadetumadre? —susurré con
rabia en el oído, mientras caminábamos por el pasillo y la mar-
cha se hacía cada vez más rápida—. ¿Creí que podí venir a bus-
car a cualquiera aquí, conchetumadre? No, hueón, este territorio
es nuestro —dije casi trotando al lado del agente.
El tipo tenía cara de terror, vi a Jorge que estaba listo con su
palito para mandárselo en la cabeza y me miraba como diciendo
¿ahora? Le dije que no. Los tipos comenzaron a correr y el gen-
darme gritaba como loco.
—¡Abran la reja! ¡Abran la reja! ¡Atención, abran la reja!
—chillaba.
El gendarme corría despavorido y los agentes de la CNI
iban detrás de él. Nosotros corríamos a la par con los huevones,

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142 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

gritándoles todo lo que se nos vino a la mente. Genaro y Carlos


por su lado; yo y Jorge por el nuestro.
—¡Corre, cobarde conchadetumadre, así se te hizo el culo,
maricón, asesino de mierda, cobarde, son unos cobardes! —re-
petí ya casi sin voz.
Cerraron la puerta detrás del paso de los agentes y quedamos
con los barrotes entre ellos y nosotros, mirándonos furiosos. Los
tipos recién retomaron sus colores.
—Cálmense, jóvenes —pedía el gendarme que estaba con
ellos.
—Que hablái voh conchadetumadre, si eres de los mismos
hueones —acusó Genaro.
—Te voy a cagar conchadetumadre —amenazó el agente,
desde el otro lado de la reja.
—Ahora hablái, cobarde conchadetumadre, cágame, poh,
hueón, así todo el mundo va a saber lo que son ustedes, unos
cobardes de mierda —lo enfrentó Genaro.
—Cálmense jóvenes, cálmense. Ustedes, por favor, retírense
—ordenó a los agentes. Los tipos cruzaron hacia la puerta que
conectaba con la entrada y con las oficinas de la Penitenciaría.
Aún estábamos los cuatro pegados a la reja, gritando. La ten-
sión bajó y por muchas partes fueron apareciendo los patos malos
que miraban incrédulos. Ya se había corrido la voz de que los
presos políticos se habían agarrado con unos CNI en la guardia
interna.
Volvimos a nuestra calle y el corazón aún galopaba; estába-
mos tensos, agitados, bufando.
—¿Qué pasó, compadre? —preguntaron a coro algunos com-
pañeros.
Relatamos lo que había sucedido con los CNI. Que los ha-
bíamos hecho correr, que los habíamos amenazado, que se ha-
bían tenido que ir sin Hugo. Fue una acción temeraria, pero no
se habían llevado a nuestro compañero. Por lo menos esa vez no
se lo llevaron.
Hugo no podía creer lo que habíamos hecho.

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Las Botas

Estábamos en invierno, pero sentíamos más frío que lo habitual.


No sé si se debía a que nuestra situación psicológica fomentaba
esa sensación térmica o que el lugar era realmente helado. Al-
gunas condiciones estructurales del edificio podían explicar las
bajas temperaturas: las paredes de adobe eran muy anchas y no
era fácil que absorbieran el calor del tenue sol de invierno.
—¡Pelao! —gritó un compadre, cerca de la puerta de la calle.
—¿Si? ¿Qué pasa? —pregunté.
—Hay un compadre nuevo que está llegando a la guardia
interna.
—Ya, ya, ya voy —grité desde mi celda.
El compadre se veía bien, paradito, estaba entero, a pesar de
las torturas. Se llamaba Carlos y era un antiguo militante del
Partido, había sido marino y esa condición, quizá, le permitía
sortear el frío de esos días. El cumpa llegó con unas sandalias
de plástico, tipo Condorito, y con unos calcetines livianos que,
además, venían mojados.
El Chico Juan era uno de mis amigos entre los presos comu-
nes. Efectivamente, era chico, flaco y de pelo ruliento. El Chico
entraba a una casa, arrasaba con todo lo que tuviese valor, sin que
los dueños ni nadie se diera cuenta. Ese tipo de robos, “sin dolor”,
como decían ellos, era bien visto en la prisión. Al Chico Juan lo
fueron a buscar a su casa por ladrón, pero los de Investigaciones
encontraron una colección de El Rebelde; el último número tenía

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144 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

fecha de tres meses atrás. Ante la pregunta de los ratis, mi amigo


se desayunó. Todos los documentos que habían encontrado eran
de su mamá, así que inventó que los había hallado en un robo,
pero que no sabía de qué se trataba o qué importancia tenían.
Los corrientazos sacudieron al Chico.
La madre de Juan era ayudista del Partido.
Pero además de buen ladrón, mi amigo hacía zapatos y eso
era lo que justamente necesitábamos para pasar el invierno. El
Carlitos no podía seguir con esas sandalias.
La Peni era un mundo raro, cada cierto tiempo iban a vender
cosas; era como un pequeño mercado, abierto sólo para los que
estaban inscritos. Vendían cuero, badana, tiento, anilinas, casi
puros productos destinados a los zapateros. Con el Chico Juan
fuimos a comprar cuero y suela para hacerle unas buenas botas
al Carlitos; quedaron sensacionales, así que fuimos a comprar
más cuero y mi amigo nos fue haciendo botas a todos los com-
pañeros.
En esos días los abogados del Fasic me informaron que, a
través del Decreto 504, la justicia militar me había conmutado el
resto de la pena, por pena de extrañamiento. Dos días antes de
que me expulsaran del país, el Chico Juan fue a mi celda a entre-
garme mis botas. No eran negras como las demás, eran rojas, de
un rojo oscuro, con suela gruesa y negra; también había hecho
unas para Andrea.
Era fines de junio cuando crucé el óvalo de tantas historias.
Mis compañeros me desearon suerte, el Chico Juan se despidió
de lejos. En ese tiempo no eran fáciles las despedidas.
Me acerqué a la cuarta reja, al otro lado me esperaban los
policías de Interpol y el abogado del Fasic. Traspasamos cada
una de las rejas, hasta llegar al portón, cuando salí a la calle me
sentí un poco mareado. Nuevamente tendría que habituarme a
los espacios abiertos.
Nos reencontramos con Andrea en el aeropuerto, tras-
pasamos la valla y nos expulsaron de nuestro país.

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Buenos Aires, el pase

Habían pasado algunos años desde nuestra salida. En Chile


la situación era crítica para el Partido, muchos compañeros y
compañeras habían tenido que salir hacia Mendoza donde vivía
un grupo importante de chilenos, la mayoría eran inmigrantes
económicos; los menos eran exiliados políticos. Los compañeros
estaban organizados y mantenían contacto con Buenos Aires.
Los cumpas de Mendoza eran tremendamente activos, habían
recuperado un fierro con municiones y querían entregarlo. Le
enviamos un punto para planificar la entrega en la Capital Fe-
deral. El bar se llamaba “El Ciervo” y estaba ubicado en Callao
con Corrientes. Las señas eran precisas: el contacto iba a estar
sentado a las tres de la tarde, tomando un café, con una cajetilla
de Parisienne sobre el diario Página 12.
—¿Perdón, ese diario es de los dos congresos? —pregunté al
joven que me miraba un poco sorprendido. Yo era su contacto,
sólo faltaba que me dijera su clave.
—Lo acabo de comprar en Retiro.
Me senté junto a él y pedí otro café, le hice algunas preguntas
acerca del viaje y de la situación de los compañeros y compa-
ñeras de Mendoza. Eran poco más de las tres y cuarto cuando
nos despedimos. La entrega se haría a las cinco de la tarde, en
el sector de Boedo, entre las calles Alberti y Pichincha, por la
Avenida San Juan, en la vereda de los pares. El compañero debía
venir desde Alberti hacia Pichincha.

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146 Desde el Silencio. Testimonios de la Resistencia

Las cinco de la tarde era una buena hora para hacer el inter-
cambio. A esa hora, la Avenida San Juan tenía un tránsito nor-
mal y circulaba gente, aunque no tanta. Cuando el compañero
cuando cruzó Matheu —la calle intermedia— avancé hacia él y
nos encontramos en la mitad de la cuadra. El fierro venía em-
barretinado en una caja de cereales, prolijamente envuelta. Me
pasó el paquete, que pesaba bastante, le pedí que retomáramos
el camino que acababa de hacer y lo ubiqué a mi lado izquierdo.
Con mi mano derecha sostenía la caja que me había entrega-
do y le iba dando información acerca del trabajo de la CNI en
Mendoza. Pasamos la calle Matheu, yo seguí hablando y animé
la conversación con el movimiento de mis dos manos. El com-
pañero advirtió que yo tenía las manos desocupadas.
—¿Y el paquete? —preguntó totalmente desconcertado.
—¡Se fue! —dije mientras lo contemplaba en su asombro.
Nos detuvimos, miró hacia atrás y hacia los lados. No vio nada
raro.
Todo había estado planificado de antes, pero el cumpa de
Mendoza no estaba informado de cómo iba ocurrir.
En Buenos Aires había varios bares y restoranes que eran
utilizados para contactos. “El Ciervo” era uno de ellos y lo había-
mos elegido porque al compañero le quedaba a pocas cuadras de
la estación, y porque podíamos hacer una vigilancia antes de la
hora del punto, desde la vereda del frente. El compañero nunca
supo que uno de nosotros estaba en el bar mucho antes de la
hora pactada, lo habíamos visto llegar, habíamos chequeado el
sector, y dimos el “vamos”.
El lugar de la entrega era una zona conocida. Ese punto fue
sondeado antes de que el compañero llegara; cuando entró al
punto, esperamos un poco para que avanzara. Después de la en-
trega caminamos normalmente, la gente circulaba entre noso-
tros por la Avenida San Juan, nada anormal. Lo que el cumpa
no vio fue que en dirección nuestra venía una compañera, como
una transeúnte más. Cuando se acercó, la comadre abrió la bolsa
que traía en su mano derecha y la abrió lo suficiente como para

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Buenos Aires, el pase 147

que yo dejara caer el paquete. Ella continuó caminando hacia


Pichincha hasta que se perdió en el subterráneo.
—¡Ya partió! No hay problema —repetí para tranquilizarlo y
lo invité a continuar la caminata.
Llegamos a la calle Alberti y nos despedidos con un apretón
de manos. Me dirigí al Subte, a la estación Jujuy, para ir a mi pri-
mera zona de contrachequeo40, “limpiarme” de cualquier cosa en
la segunda zona, y viajar a encontrarme con la compañera Lía,
que había recibido el pase (el fierro dentro del barretín). Todo se
había desarrollado normalmente, según lo planificado.
Nos encaminamos hacia una casa de seguridad en el barrio
de La Boca.

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Una serie de técnicas para contrarrestar el seguimiento de personas.

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Chequeo a ciegas

Ese día íbamos con Andrea y Felipe, nuestro hijo de cuatro años.
Caminábamos por Lavalle y sentíamos el olor de los famosos
bifes de chorizo. Doblamos por Florida y nos detuvimos en un
negocio de filatelia, donde le mostré a Felipe los animales y las
flores de algunos sellos. Siempre me había gustado coleccionar
estampillas; con suerte, aún quedarían algunas en un rincón de
mi casa de Santiago.
Al llegar a Corrientes vimos la oficina de la Telefónica. Casi
siempre estaba colmada de inmigrantes que trataban de comu-
nicarse con sus familiares; frente a la Telefónica había un quios-
co que vendía diarios de Chile; por lo mismo, muchos chilenos
pululaban en los alrededores, deseosos de noticias.
No era una fecha cualquiera, el día anterior, un comando del
Frente Patriótico Manuel Rodríguez había atentado contra Pi-
nochet en Chile, y había fracasado. Desde ese momento la cues-
ta Achupallas, donde había sido el atentado, pasó a ser conocida
como “La cuesta creerlo”.
Nos detuvimos a leer los titulares de los diarios, comentamos
el atentado y nos lamentamos del fracaso de la operación. Al pa-
recer, el viejo tenía pacto con el diablo. Compramos El Mercurio
para enterarnos de la noticia, según la óptica del diario que había
propiciado la llegada al poder de Pinochet.
Continuamos pausadamente por Corrientes hacia la 9 de
Julio, Felipe iba jugando a nuestro lado. Guardamos en mi

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bolso el voluminoso diario y casi al llegar a Maipú, Andrea me


alertó.
—Nos vienen siguiendo.
—¿Qué? —pregunté en voz baja, asombrado.
—Que nos vienen siguiendo.
—¿Quién? —volví a preguntar, esta vez preocupado.
—Es un hombre alto, más bien grueso, mayor que nosotros,
está con un traje de color, medio tirado a café.
—Bien, apurémonos un poco y comencemos nuestro conta-
chequeo y las comprobaciones.
Aprovechamos el juego con Felipe para visualizar a nuestro
objetivo de comprobación, apuramos sutilmente la marcha y nos
alejamos un poco del posible perseguidor. Lo adelantamos como
un cuarto de cuadra. Como en Corrientes transitaba mucha gen-
te, podíamos poner el plan en marcha con mayor facilidad. Vol-
vimos a aprovechar el juego de Felipe y la presencia de la gente,
y entramos en una confitería donde vendían alfajores Havanna.
El hombre apuró el tranco. Lo observamos de espaldas a través
del reflejo de un escaparate del negocio: caminaba rápido, pero al
vernos se detuvo en la vitrina de al lado a observar los productos.
Salimos de la confitería después de comprar alfajores.
Efectivamente estaba mirando la vitrina, lo pasamos y con-
tinuamos hacia el Obelisco. Antes de llegar a Suipacha hicimos
la segunda comprobación. Nos seguía a una distancia bastante
prudente, a un poco más de un cuarto de cuadra, pero caminaba
al mismo ritmo nuestro. Nos dimos vuelta como para devolver-
nos por el trayecto que habíamos hecho, dimos unos cuantos pa-
sos, siempre observando de forma indirecta su reacción. Titubeó
por un instante, disminuyó la marcha y después de unos pasos
centró su vista en otra vitrina. Nos dimos vuelta y seguimos has-
ta llegar a Suipacha. Calculamos que el semáforo nos permitiera
atravesar, pero tomando la precaución de dejar al tipo a ese lado,
con el semáforo en rojo.
En ese momento tomé a mi hijo y cruzamos Corrientes an-
tes de que el semáforo reanudara la marcha de los vehículos.

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Chequeo a ciegas 151

Logramos el objetivo: el perseguidor había quedado al otro lado


de Corrientes, pero todavía nos tenía en su campo visual. Se-
guimos hacia la 9 de Julio: nuestra meta era tomar la galería
subterránea.
No miramos hacia atrás, no debíamos darle ninguna señal de
que lo habíamos detectado, avanzamos y al llegar a la 9 de Julio,
doblamos. Ya no nos podía ver. Tomé a Felipe nuevamente, y
corrimos en dirección a la galería, nos metimos en una tienda
de tarjetas que estaba casi a la entrada. Nos quedamos ahí para
hacer la última comprobación, pasaron los minutos, estábamos
bastante agitados, mirábamos las tarjetas con un ojo y el otro lo
teníamos puesto en las escaleras que conducían a la galería.
Apareció corriendo, bajó raudamente las escaleras mirando
para todos lados. Nos vio y se detuvo en otro negocio.
—Ahora, cuando esté mirando la vitrina, salimos normal-
mente —le dije a Andrea.
—Toma tú de la mano a Felipe —me pidió.
—Sí, sí, está bien.
Caminamos tranquilamente hasta el otro extremo, al llegar a
la escalera y antes de subir, vi que retomaba su marcha. Al subir,
la muralla me tapó de nuestra cola41, tomé a Felipe en brazos
y corrimos hasta Sarmiento. Allí doblamos y entramos en otra
galería que tenía unos cuantos vericuetos que conocíamos per-
fectamente. Volvimos a Corrientes, pero nos quedamos en la ga-
lería, esperando locomoción; al instante pasó una micro, salimos
de nuestras sombras y subimos. Andrea agarró a Felipe y se fue
rápidamente hasta el último asiento, pagué los pasajes, me senté
con ellos y tal como lo estaba haciendo Andrea, abroché los cor-
dones de mis zapatos para desaparecer del campo visual.
No nos preocupó saber en qué dirección iba la micro, sólo
nos importaba salir de ahí y llegar a otra zona de contrachequeo
ya prevista. El hombre había quedado tirado en la 9 de Julio. Lo
que el tipo no sabía es que vivíamos en el centro de Buenos Aires

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Cola, se le llama a quien está efectuando seguimiento.

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y que conocíamos todo ese sector al dedillo. Ésa había sido una
de las primeras tareas que habíamos realizado al momento de
instalarnos en Buenos Aires. Después de unas cuadras asoma-
mos la cabeza. ¡Bien! Lo habíamos cortado. Antes de regresar a
la casa hicimos una nueva limpieza de posibles colas. A pesar de
la agitación, Felipe había estado especialmente tranquilo. Como
nos habíamos concentrado en las comprobaciones y chequeos,
no nos habíamos dado cuenta de su reacción, hasta que en la mi-
cro lo escuchamos cantar una canción que acababa de inventar.
—Los papás son muy papás y nos arrancamos del malo...
Y nosotros que creíamos que no se había dado cuenta.
Estábamos cerca de la segunda zona de contrachequeo, nos
bajamos e iniciamos nuevamente el juego.
Fueron muchas las acciones que seguiríamos haciendo junto
a otros compañeros y compañeras para luchar contra la dictadu-
ra. La pasada de compadres hacia Chile, los barretines, los con-
tactos, la creación de redes. Practicaríamos cientos de esos peli-
grosos juegos antes de caminar por las calles de nuestro país.

Pero esas son otras historias.

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