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El conocimiento

La primera de todas las fuerzas


que dirigen el mundo
es la mentira.» Planeta
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Jean-François Revel( —
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El conocimiento
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Premio Chateaubriand 1988

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Colección
Al filo del tiempo
Dirigid» por
José Pardo

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Título original: La connaissance inutile


Traducción del francés por Joaquín Bochaca
© Editions Grasset & Fasquelle, 1988
© Editorial Planeta, S.A. 1989, para los países de lengua española
Córcega, 273-277, 08008 Barcelona (España)
Diseño colección y cubierta de Hans Romberg (ilustración de
Marc Taraskoff y realización de Jordi Royo)
ISBN 950-9216-24-0
Reimpresión Colombia: noviembre de 1989
Editions Grasset & Fasquelle, París, edición original
9. La necesidad de ideología

¿Qué es una ideología? Es una triple dispensa: dispensa intelectual,


dispensa práctica y dispensa m oral. La prim era consiste en retenci
sólo los hechos favorables a la tesis que se sostiene, incluso en inven
tarlos totalm ente, y en negar los otros, om itirlos, olvidarlos, im pedí i
que sean conocidos. La dispensa práctica suprim e el criterio de la el i
cacia, quita todo valor de refutación a los fracasos. Una de las funcio­
nes de la ideología es, adem ás, fabricar explicaciones que los excu
san. A veces la explicación se reduce a una pura afirm ación, a un acto
de fe: «No es al socialism o al que se deben im putar las dificultades
encontradas en su desarrollo por los países socialistas», escribe Mi
jail Gorbachov en su libro Perestroika, publicado en 1987. Reducida
a su arm azón lógica, esta frase equivale a esto: «No es al agua a la
que se deben im putar los problem as de la hum edad que se plantean
en los países inundados.» La dispensa m oral abóle toda noción de
bien y de m al para los actores ideológicos; o m ás bien, el servicio de
la ideología es el que ocupa el lugar de la m oral. Lo que es crim en o
vicio para el hom bre com ún no lo es para ellos. La absolución ideoló­
gica del asesinato y del genocidio ha sido am pliam ente tratad a por
los historiadores. Se m enciona m enos a m enudo que santifica tam ­
bién la m alversación, el nepotism o, la corrupción. Los socialistas tie­
nen una idea tan alta de su propia m oralidad que casi se creería, al
oírlos, que vuelven honrada a la corrupción cuando se entregan a
ella, en vez de ser ella la que em paña su virtud cuando sucum ben
ante la tentación.
Como exim e a la vez de la verdad, de la honradez y de la eficacia,
se concibe que ofreciendo tan grandes com odidades, la ideología,
aunque fuera con otros nom bres, haya gozado del favor de los hom ­
bres desde el origen del tiem po. Es duro vivir sin ideología, ya que
entonces uno se encuentra ante una existencia que no conlleva más
que casos particulares, cada uno de los cuales exige un conocim iento
de los hechos único en su género y apropiado, con riesgos de error y
de fracaso en la acción, con eventuales consecuencias graves para
uno m ism o, con peligros de sufrim iento y de injusticia p ara otros se­
res hum anos, y con una probabilidad de rem ordim iento p ara el que
decide. N ada de esto le puede suceder al ideólogo, que se sitúa por
encim a del bien y de la verdad, que es él m ism o la fuente de la verdad
y del bien. He aquí un m inistro reputado por su virtud, su culto a los
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derechos del hom bre, su am or a las libertades. No dudará en presio­
nar a una adm inistración, en am enazarla, para hacer nom brar a su
mu jer, con toda la irregularidad, profesor en una gran escuela y ha­
cer expulsar al titular. El abuso despótico del poder al serv icio del fa­
voritism o fam iliar m ás trivial, que fustigaría con asco si lo viera
practicar fuera de su cam po, deja de parecerle vergonzoso viniendo
de él. No es sim ple com placencia suya, m ecanism o psicológico ba­
nal. Este hom bre no está aislado, está acom pañado, sostenido por la
sagrada sustancia de la ideología, que acolcha su conciencia y le in­
duce a pensar que, estando él m ism o en la fuente de toda virtud, no
puede secretar m ás que buenas acciones. «Para com prender cóm o es
posible que un hom bre sea al m ism o tiem po celoso de su religión y
muy disoluto —escribe Píerre B ayle— 1 no hay que considerar m ás
que, en la m ayor parte de los hom bres, el am or a la religión no es di­
ferente de las otras pasiones hum anas... Aman a su religión como
otros am an a su nobleza o a su patria... Así, creer que la religión en
la cual uno ha sido educado es m uy buena y practicar todos los vicios
que ella prohíbe son cosas extrem adam ente com patibles.» En sus co­
mienzos, una ideología es una hoguera de creencias que, aunque de­
vastadora, puede inflam ar noblem ente los espíritus. A su térm ino, se
degrada en un sindicato de intereses.
Aunque la ideología no posea eficacia, en el sentido de que no re­
suelve ningún problem a real, ya que no proviene de un análisis de los
hechos, sin em bargo está concebida con vistas a la acción; transfor­
ma la realidad e incluso m ucho m ás poderosam ente de lo que lo hace
el conocim iento exacto. Éste es, incluso, todo el objeto de este libro.
La ideología es ineficaz en el sentido de que no aporta las soluciones
anunciadas por su program a. Así, la colectivización de las tierras
suscita no la abundancia, sino la penuria. Pero no por ello tiene una
m enor capacidad de acción sobre lo real, porque precisam ente ella
puede hacer pasar a los hechos e im poner a varios centenares de m i­
llones de hom bres una aberración económ ica fatal para la agricultu­
ra. En otras palabras, la colectivización no es una verdad agrícola,
pero sí una realidad ideológica que, aunque destructora de la agri­
cultura, ha sido m ucho m ás concretam ente extendida en el siglo XX
que la sim ple verdad agrícola. Si se añaden a la Unión Soviética, a
China, a V ietnam , a Cuba, los num erosos países del Tercer M undo
donde las experiencias de granjas colectivas, de cooperativas y ges­
tión estatal han arruinado a la agricultura tradicional sin reem pla­
zarla por una agricultura m oderna, se observa que el delirio ha igua­
lado, por lo menos, en nuestra época al pragm atism o. D urante el úl­
tim o tercio del siglo xx la agricultura productiva, que produce cada
año am plios excedentes para la exportación, se concentra en un pe­
queño núm ero de regiones del globo: Am érica del N orte, E uropa oc­
cidental, A ustralia y Nueva Zelanda, Argentina. Esos países de agri­
cultura «capitalista» constituyen la reserva alim entaria del planeta,
1. Pensées diverses, CLV.
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el granero del m undo, asegurando al m ism o tiem po a sus explotado­
res un nivel de vida elevado. Casi en todos los dem ás países (con feli­
ces excepciones: Brasil, India, entre otros) se han experim entado de
m anera m ás o m enos sistem ática fórm ulas colectivistas o cooperati­
vas que han provocado el hundim iento de la producción, la penuria,
la m iseria, las carestías. Este balance apreciable al prim er golpe de
vista no im pide a los ideólogos, incluso a los que no profesan explíci­
tam ente el m arxism o, cada vez que exam inan el caso de una econo­
m ía del Tercer M undo, continuar preconizando las m ism as «refor­
m as agrarias» de tipo burocrático y gestión centralizada que en tan ­
tos países ya han dado la señal del descenso a los infiernos.
La ideología es el m ism o ejem plo de una de esas nociones fam ilia­
res cuya aparente claridad se desvanece cuando tratam os de definir­
las con precisión. Forjado en los alrededores de 1800, el vocablo de­
signó prim ero el estudio de la fqrm ación de las ideas, en el sim ple
sentido de representaciones m entales, luego, la escuela filosófica que
se consagraba a ello. Fueron M arx y Engels quienes cincuenta años
m ás tarde im prim ieron al concepto de ideología el sentido, a la vez
rico y confuso, que en lo esencial posee todavía hoy.
La ideología se convirtió en su teoría, el conjunto dé las nociones
y de los valores destinados a justificar el dom inio de una clase social
por otra. La ideología no puede ser, según ellos, m ás que m entira,
pero no excluye la sinceridad, porque la clase social que se beneficia
de ella cree en esa m entira. Esto es lo que Engels llam ó la «falsa con­
ciencia». Para colmo, la m entira puede parecer igualm ente verdade­
ra a la clase explotada, extravío que se ha bautizado con un vocablo
que, él tam bién, ha hecho carrera: la «alienación». En un sentido
am plio, se puede incluir en la ideología no sólo las concepciones po­
líticas o económ icas, sino los valores m orales, religiosos, fam iliares,
estéticos, el derecho, el deporte, la cocina, los juegos del circo y del
ajedrez.
La ideología parece nacida bajo la estrella de la contradicción. Si
es ilusión y m entira, ¿cómo puede ser eficaz? Aunque se pueda, en
virtud de algunos de sus rasgos, calificar de irracional la ideología,
hay que tener en cuenta que m uchas ideologías pretenden, no siem ­
pre abusivam ente, apoyarse en una argum entación científica. En
verdad, rehúsan tom ar en consideración los argum entos y los hechos
que no les gustan, lo que es la negación del espíritu científico. Y con­
clu y e ^ la m ayoría de las veces, en ese raciocinio irracional que se
llam a «lengua de m adera». Además, todo ideólogo cree y consigue
hacer creer que tiene un sistem a explicativo global, fundado sobre
pruebas objetivas. Por o tra parte, M arx había term inado por inte­
g rar ese aspecto en su teoría. Poco im porta, replican sociólogos tan
em inentes com o Talcott Parsons, R aym ond Aron, E dw ard Shils: la
ideología no depende en ningún caso de la distinción de lo verdadero
y dé lo falso. Es una m ezcla indisociable de observaciones de hechos
parciales, seleccionadas por las necesidades de la causa, y de juicios
de valor pasionales, m anifestaciones del fanatism o y no del conoci-
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I

miento. Para Shils, el brillo de la ideología está em parentado con el


del profeta, del reform ador religioso, no del sabio, aunque estuviera
equivocado.
En seguida acude a la m ente una objeción: ¿las religiones no de­
ben distinguirse de las ideologías? Ciertam ente, pero hay reform ado­
res religiosos, tales com o Savonarola o Jom eini, que prolongan su re-
ligión en ideología política y social, servida por un ejercicio to talita­
rio la función de legitim ar el absolutism o del poder. Del m ism o
modo, se puede considerar la revocación del edicto de N antes y la
persecución de los protestantes por Luis XIV com o un acto tan ideo­
lógico com o religioso, puesto que la noción de la m onarquía de dere­
cho divino confería al catolicism o la función de legitim ar el absolu-
t ismo. Cuando los profetas se inclinan a la ideología, se vuelven hom ­
bres de acción y líderes políticos.
La explicación por el fanatism o puro no b asta p ara describir lo
que es un sistem a ideológico ni su capacidad p ara o perar en la reali­
dad. Tal es el m otivo por el que se vuelve al punto de partida: la ideo­
logía incluye siem pre un elem ento, si no racional, por lo m enos
«com prensible», com o decía Max W eber, y una dosis de eficacia. Es
tanto m ás necesario cuanto que la ideología, y ello es uno de sus com ­
ponentes capitales, actúa sobre las m asas y las hace activas. M odela,
a veces, una civilización entera o por lo m enos un segm ento social o
cultural: los intelectuales, los ejecutivos, los obreros, los estudiantes.
No se puede em pezar a hab lar de ideología m ás que en presencia de
creencias colectivas. El ideólogo solitario es relativam ente inofensi­
vo. Para Lenin la ideología era, y continúa siendo p ara sus sucesores,
una arm a de com bate en la lucha de clases y p ara el triunfo m undial
de la revolución. Es, pues, m ucho m ás m ilitante que el prejuicio, la
ilusión consoladora, el erro r banal, la excusa absolutoria, la dulce
m anía o la idea recibida, aunque incluya tam bién todo esto y se n u ­
tra de ello. La idea preconcebida puede ser pasiva, m ientras que la
ideología es siem pre activa al m ism o tiem po que colectiva.
A veces es en los m oralistas, en los novelistas, donde se encuentra
m anifestado en su espantosa plenitud el m isterio de la cristalización
ideológica. Sin volver a los clásicos dem asiado conocidos p ara exten­
derse sobre ellos, el G ran Inquisidor de los Karamázov o Los dem o­
nios, se encontrarían sin duda en Cioran apreciaciones sobre la ideo­
logía: en la «Genealogía del fanatism o» del Compendio de descompo­
sición, y en Historia y utopía. O tam bién en la novela de M ario V argas
Llosa, Historia de M ayta, descripción soberbia y sofocante del naci­
m iento y crecim iento de la ideología terrorista en el seno de un gru­
po. El novelista nos hace presenciar desde el interior el caso concre­
to, vivido por individuos, de una visión a la vez delirante y razonada,
la cual, sobre todo, se traduce en actos. Podría ser la historia de los
fundadores del Sendero Lum inoso peruano, esos profesores de filoso­
fía m aoístas (com o los khm ers rojos) persuadidos de tener derecho a
m atar a todos los hom bres que se oponen a sus planes.
Pues la ideología es una m ezcla de em ociones fuertes y de ideas
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sim ples acordes con un com portam iento. Es, a la vez, intolerante \
contradictoria. Intolerante, por incapacidad de soportar que exista
algo fuera de ella. C ontradictoria, por estar dotada de la extraña fa­
cultad de actuar de una m anera opuesta a sus propios principios, sin
tener el sentim iento de traicionarlos. Su repetido fracaso no la indu
ce nunca a reconsiderarlos; al contrario, la incita a radicalizar su
aplicación.
En su libro L ’Idéologie (1986), el sociólogo Raym ond Boudon pre­
senta unos estudios muy claros de casos históricos o contem poráneos
de ideología: reflexiona sobre El espíritu del jacobinismo, visto poi
Augustin Cochin, sobre el tercerm undism o y la «teoría de la depen­
dencia», y sobre el caso Lyssenko. Precisam ente a propósito de este
últim o me parece que subestim a dos caracteres del com portam iento
ideológico. Uno es la fidelidad abstracta a la ortodoxia, incluso si la
«praxis» debe sacrificarse a ella. «Porque es extrem adam ente cierto
—escribe Jacques M onod— que la base fundam ental de la genética
clásica es incom patible tanto con el espíritu como con la letra de la
dialéctica de la naturaleza según Engels.» El otro aspecto es que la
puesta en práctica de las teorías lvssenkistas fue una de las causas
del retraso de la agricultura soviética, herm oso ejem plo de la indife­
rencia de los ideólogos a los m entís que les inflige la realidad. ¿Cómo
explicar la «racionalidad» de una ideología suicida? Raym ond Bou-
don sobresale especialm ente cuando m uestra los estragos de la ideo­
logía... en la sociología m ism a y en la filosofía de las ciencias. Su des­
m enuzam iento de algunos libros que estuvieron en boga en el últim o
cuarto de siglo perm ite com probar, una vez más, en los m ism os am ­
bientes intelectuales, la am plitud de los im pulsos «que confieren a
las ideas recibidas la autoridad de la ciencia». La reacción furibunda
y dogm ática de los ideólogos de la antipsiquiatría ante los descubri­
m ientos sobre el origen orgánico de la esquizofrenia —m ás adelante
volveré sobre el te m a — ilustra bien esta «derivación», com o habría
dicho Pareto, lo m ism o que el charlatanism o erudito de las prim eras
teorías racistas, a finales del siglo xix.
A consecuencia del hecho de que M arx y Engels popularizaron el
vocablo de ideología incorporándolo al vocabulario socialista, en su
obra La ideología alem ana, acabada en 1846, utilizam os desde enton­
ces esa palabra en una acepción y en un contexto ante todo políticos.
Antes incluso de que se form e la corriente de pensam iento socialista,
la Revolución francesa y los filósofos del siglo xvm que la prepararon
redujeron todas las ideologías a la ideología política. Desde entonces,
y sobre todo en el siglo XX, cuando hablam os de «luchas ideológicas»
o deseam os un posible «fin de las ideologías», sobreentendem os que
no puede tratarse m ás que de doctrinas políticas. Esto es evidente
para el lector o el oyente. Incluso el integrism o islám ico actúa m enos
en la única esfera de la religión que com o m ovim iento político vesti­
do con justificaciones religiosas. Es en esto en lo que nos afecta, m a­
nifestándose ante todo com o un odio de una parte del Tercer M undo
a la civilización dem ocrática occidental y una voluntad de destruirla.
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locqucville ya nos había m ostrado «que la Revolución francesa ha
sido una revolución política que ha procedido al estilo de las revolu-
i iones religiosas».2 No debía ser la única. Pero se ven igualm ente re­
voluciones religiosas que proceden com o revoluciones políticas. La
plaga no es nueva. Las cruzadas en la Edad M edia, las guerras de re­
ligión en el siglo xvi, fueron tan políticas com o religiosas. Las religio­
nes sirvieron en m uchas ocasiones de vehículo ideológico a guerras
de conquista y de colonización, que im pusieron a los vencidos, por la
violencia, una m etam orfosis radical de su sociedad, tal com o hicie­
ron el islam en el M ogreb, y el cristianism o en el Nuevo M undo. Es
norm al que se recurra siem pre, en nuestro tiem po, a ejem plos políti­
cos, cuando se reflexiona sobre la ideología, com o se recurría siem ­
pre, antes del siglo xviii , a ejem plos religiosos.
Y, sin em bargo, incluso en nuestro tiem po abundan las ideologías
que no son políticas. Se encuentran en la filosofía, en la m oral, en el
arte e incluso en las ciencias. Si se considera que la ideología tiene,
tal vez, por principio característico la im perm eabilidad a la inform a­
ción, con vistas a la protección de un sistem a interpretativo, se com ­
prueba que el ropaje ideológico inm uniza a constelaciones de creen­
cias contra los em bates de lo real en casi todas las esferas del pensa­
m iento y de la actividad hum anos. La ideología es política cuando
liende a la conquista o a la conservación del poder. Pero todas las
ideologías no tienen el poder com o prim er objetivo, aunque ninguna
esté com pletam ente despojada de fines interesados. Al deseo de do­
m inación intelectual se une el de preservar la influencia, aunque sólo
luera de una cam arilla, de una fuente de posiciones universitarias, de
recursos m ateriales y de satisfacciones honoríficas. El dique levanta­
do contra la difusión de una teoría científica nueva no es, a m enudo,
obra m ás que de la resistencia dem asiado h um ana de una generación
o de un grupo de sabios, cuya carrera, posiciones y prestigio depen­
den com pletam ente de la autoridad que les confiere la teoría a punto
de ser destronada. El m ism o Albert Einstein lo ha dicho: un descu­
brim iento se im pone m uy poco forzando con la dem ostración y la
prueba la convicción de la com unidad científica; se instala, m ás
bien, por la desaparición progresiva de los defensores de la antigua
tesis y su sustitución en los cargos influyentes por una nueva genera­
ción de investigadores. Pero sea cual fuere el peso de las debilidades
hum anas, de la vanidad, de los odios, de las rivalidades y los intere­
ses, de la m ism a ceguera intelectual, en las querellas que dividen a
los sabios, y por grande que pueda ser su capacidad p ara retrasar la
difusión o la aceptación de los conocim ientos, en esa esfera son, a fin
de cuentas, los criterios objetivos y la autenticidad de la inform ación
los que resuelven el debate.
No sucede lo m ism o en la inm ensa tribu de las doctrinas que m ez­
clan la ciencia y la ideología, o, m ás precisam ente, que son ideología
apoyada en la ciencia, construida con elem entos tom ados de las dis-
2. El Antiguo Régimen y la Revolución, lib ro 1.°, capítulo III.

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ciplinas y del lenguaje científicos. El m arxism o es la m ás conocida
de estas m ezcolanzas, pero hay m uchas otras y yo hasta diría que es
este tipo de doctrina el que alim enta la m ayoría de las disputas hu
m anas, por la sim ple razón de que no son ni com pletam ente com pro
bables ni com pletam ente refutables. Se prestan, pues, admirable*
m ente a alim entar las pasiones y desaparecen, por lo general, poi
agotam iento de los adversarios y cansancio del público, ante la au ­
sencia de toda prueba susceptible de poner un punto final a las discu­
siones. Pero ocupan, en lo que se llam a la vida cultural, m ucho más
lugar, em plean m ucho m ás tiem po, em badurnan m ucho m ás papel,
hacen m ucho m ás ruido en las ondas que los conocim ientos propia­
m ente dichos. Para com prenderlo, en la im posibilidad de poderlo ex­
plicar, hay que ad m itir que satisfacen una necesidad: la necesidad
ideológica. El hom bre experim enta toda clase de necesidades de acti­
vidad intelectual adem ás de la necesidad de conocer. La libido scien-
di no es, contrariam ente a lo que dice Pascal, el principal m otor de
la inteligencia hum ana. No es m ás que una inspiradora accesoria, y
en un núm ero m uy reducido de nosotros. El hom bre norm al no busca
la verdad m ás que después de haber agotado todas las dem ás posibi­
lidades.
Palabras com o «racionalism o», «positivism o» o «estructuralis-
mo» designan en prim er lugar un m étodo de trabajo, luego una hipó­
tesis sobre la naturaleza de lo real, finalm ente una visión ideológica
global. C iertam ente, en el segundo térm ino de todas las fases de la in­
vestigación científica se proyecta una im agen teórica en la que se re­
sum e el idiom a en el cual una generación de espíritus form ula prefe­
rentem ente su aprensión de lo real: m ecanism o o vitalism o, fijism o
o evolucionism o, funcionalism o o estructuralism o, atom ism o o ges-
taltism o. Desde el auge de la biología m olecular, son el vocabulario
y la representación de los fenóm enos tom ados de la inform ática y de
la lingüística los que estilizan la sensibilidad científica, la cual se ex­
presa en térm inos de «program a», de «código» o de «m ensaje». Mi-
chel Foucault llam aba «form aciones discursivas» a esas im ágenes en
parte convencionales. Pero Foucault afirm aba que eran enteram ente
ideológicas y quería b o rrar así toda diferencia entre ciencia e ideolo­
gía. Lo que equivalía a decir que no había, a sus ojos un verdadero
saber, sólo m aneras de ver.
Es natural que Foucault haya querido abolir lá distinción entre la
ciencia, por una parte, y la ideología de tem a científico por otra, por­
que tal supresión es justam ente constitutiva de ese tipo de ideología,
en el que él m ism o destacaba con poco frecuente brío. Lo que define
al ideólogo de tem a científico es que se vale de la dem ostración y de
la experiencia, al m ism o tiem po que rehúsa la confrontación con el
saber objetivo, si no es en las condiciones que le convienen y sobre el
terreno que él escoge. Su uso de la inform ación im ita la gestión cien­
tífica sin sujetarse a ella y no tiene valor dem ostrativo m ás que para
el que ya ha entrado en su ideología sin poner condiciones. O bjetar
al ideólogo científico la inexactitud de su expediente o la extravagan-
150
l ia de sus inducciones constituye un síntom a de m al gusto, hasta una
señal de m ala voluntad, porque, en el finalism o intrínseco del pensa­
m iento ideológico, el valor del dossier proviene de la tesis que se le
luice establecer, y no el valor de la tesis de la solidez del dossier. Por
otra parte, el público d urante el período en que una ideología de esti­
lo científico goza de su favor y corresponde a su necesidad, no se in­
m uta por las refutaciones fundadas en la com probación de los he­
chos y de los razonam ientos, puesto que él pide a esa «form ación dis­
cursiva» no conocim ientos exactos, sino una cierta gratificación
afectiva y dialéctica a la vez.
¿Quién se acuerda de la influencia que ejerció sobre los espíri­
tus, tanto en E uropa com o en los Estados Unidos, la obra del padre
Teilhard de C hardin, aproxim adam ente entre 1955 y 1965? Tan difí­
cil era escapar a»ella com o ab rir un libro o un periódico sin encontrar
una referencia a esa obra. T eilhard satisfacía una fuerte necesidad
ideológica, aportando una conciliación entre el cristianism o y el evo­
lucionism o, la paleontología hum ana y el espiritualism o cósmico.
Sus obras, im pregnadas de un énfasis oratorio y de una herm ética
prolijidad, se convirtieron en éxitos de librería. Sedujo tanto a la iz­
quierda com o a la derecha (salvo a los integristas cristianos), fue el
pensador tu telar del Concilio V aticano II en 1962 y durante un dece­
nio perm aneció intocable para la crítica en la prensa liberal o m ode­
rada así com o en la prensa m arxista, que veía en él —a través de es­
pesas brum as, en v erd ad — al m ago capaz de efectuar la unión del
m arxism o con el cristianism o. El hechizo que em anaba del teilhar-
dism o llegaba tan lejos entre los intelectuales que los únicos, en m e­
dio de ese éxtasis, que no tenían derecho a la palabra eran los biólo­
gos, por lo m enos los verdaderos, los que habían conservado la sufi­
ciente lucidez para escapar a la tentación ideológica e intrepidez
para osar confesar sus reticencias. Es superfluo añ ad ir que los m eca­
nism os de defensa ideológica funcionaban continuam ente y por la
m ecánica de un curioso consenso espontáneo de la com unidad cultu­
ral, que m ontaba la guardia, rechazaban, antes incluso de que hubie­
ran podido aparecer, las inform aciones susceptibles de m olestar a
sus elucubraciones teilhardianás.
Yo m ism o tuve ocasión de com probar la eficacia de esa defensa
al tratar, durante m ucho tiem po en vano, de hacer publicar en F ran­
cia la traducción de un artículo contra T eilhard debido al biólogo in­
glés Peter M edaw ar, que acababa de obtener, en 1960, el Prem io No­
bel de M edicina. Me enteré de la existencia de ese artículo durante
una estancia en Oxford, en 1962, al ojear la revista M ind; y varios
am igos, biólogos o filósofos del Colegio en que me encontraba me
confirm aron que se había dado un alto a la penetración en G ran B re­
taña del teilhardism o, sin polém ica alguna, y señalando sim plem en­
te las debilidades de la inform ación biológica y paleontológica que
servían de punto de p artid a a la verborrea teilhardiana. A travesando
el canal de la M ancha con M ind bajo el brazo, no dudaba en interesar
a uno u otro de los responsables de los diversos diarios franceses en
151
los cuales escribía yo entonces o con los que m antenía relaciones
am istosas. Encontré, en cam bio, una extraña resistencia y noté una
tendencia universal a la contem porización. El artículo era dem asía
do largo, dem asiado técnico, dem asiado... inglés. De hecho era muv
claro, ciertam ente m ucho m ás que el confuso galim atías de T eilhard,
estaba técnicam ente al alcance de todo lector habitual de las rúbri
cas científicas de los buenos periódicos, y obtuve de M edaw ar la au
torización de condensar el texto en su versión francesa m encionando
sólo los ejem plos m ás significativos. No sirvió de nada. Me di cuenta
me hallaba en presencia de un caso de im potencia de la ciencia para
contrarrestar la ideología. La utilización ideológica de la biología,
com o m ás tarde la utilización ideológica de la psiquiatría o de la lin­
güística por Michel Foucault o por R oland Barthès, no dependen, se­
gún sus adeptos, del tribunal de la exactitud, cuya com petencia recu
san considerando que no tienen que d a r explicaciones a un «cientif i
cismo» obtuso. La función de las ideologías de consonancia científica
consiste en poner el prestigio de la ciencia al servicio de la ideología,
no en som eter la ideología al control de la ciencia. El éxito del teil
hardism o provenía de que «reconciliaba la Iglesia católica con la
m odernidad», en el sentido de que elaboraba con las palabras una
poción m etafísica haciendo com patible el dogm a cristiano con la
evolución de las especies y la paleontología hum ana. No se le pedía
nada m ás que cum plir esa m isión ideológica. Evidentem ente, nadie
le había leído nunca con el objetivo principal de inform arse sobre las
ciencias de la vida. Pero —y ahí radica toda la am bivalencia de la
ideología— todos debían fingir haberlo leído con ese objeto, ap artán ­
dose, no obstante, horrorizados de todo exam en crítico de la seriedad
de su base científica, M edaw ar encam aba, pues, el diablo que había
que acallar a toda costa o desacreditar com o rom o y sin im aginación,
aunque no hubiera en ese caso —lo recuerdo— ningún envite políti­
co. De ahí las evasivas de m is am igos directores de periódicos. No es
que fueran feroces adoradores del reverendo padre. Diría incluso, y
perdonadm e el estilo coloquial, que les im portaba un rábano. Pero,
por su oficio, buenos órganos receptores de la atm ósfera am biental,
presentían que no tenían nada a ganar publicando a M edawar, ap ar­
te del riesgo de ser tachados de «cientificism o retrógrado» y de insen­
sibilidad a la «audacia» y a la «m odernidad», y es curioso que esta
últim a cualidad sea ordinariam ente atribuida a las m ás laboriosas
chapuzas de las doctrinas arcaicas. En el curso de una cena en casa
de mi am igo el historiador Pierre N ora tuve la satisfacción de oír a
François Jacob (que obtendría el Prem io Nobel de Fisiología y M edi­
cina en 1965) explicar al director de un gran sem anario cuán intere­
sante era el estudio de Peter M edaw ar y cuán saludable sería su pu­
blicación en Francia. Tuve el am argo consuelo de com probar que te­
nía tan poco éxito com o yo, a pesar de su incom parable autoridad.
D ivertido por todas estas peripecias, se las conté detalladam ente a
un hom bre m uy culto que, después de haber abandonado la direc­
ción de las páginas culturales de una im portante revista, buscaba di-
152
u n o para crear su propio periódico literario y filosófico. Se rió a
m andíbula batiente del oportunism o ideológico y de la sum isión a
las m odas intelectuales de todos esos pretendidos «fabricantes de
opinión» cuyo plácido conform ism o acababa de describirle. «Le
lomo la palabra —le d ije — y cuando lance usted su propio periódico,
prom étam e que publicará el M edaw ar en uno de los prim eros m ím e­
los » Lo prom etió. Y cum plió su palabra... pero d é la siguiente m ane­
ta: en la prim era página del recién nacido periódico que desplegué
i i >n alegre avidez, la m itad de la página estaba ocupada por el artícu ­
lo de M edaw ar, la o tra m itad por un ditiram bo en honor de Teilhard,
expresam ente solicitado, y debido a la plum a de un turiferario titu la­
do del célebre jesuíta. Se trataba, pues, no de d ar por fin la palabra
ii la ciencia ante la im postura ideológica, sino de yuxtaponer dos
«opiniones», anunciadas com o estrictam ente equivalentes, el «pro»
v el «contra». El pensam iento dem ostrable y el fárrago se convertían
en dos «puntos de vista» igualm ente estim ables. La verdad no era to­
davía bastante fuerte para presentarse sola. Lo m ás chusco del asun­
to fue que a causa de una errata del secretariado de redacción, los
•uibtítulos «pro» y «contra» habían sido invertidos; el subtítulo
«pro» en grandes m ayúsculas encabezaba el trabajo de M edaw ar y
el subtítulo «contra» coronaba m ajestuosam ente la hom ilía del elo-
giador de T eilhard. Lo que —im agino— acabó de aclarar el debate al
público. Tres años m ás tarde, nadie hablaba ya de T eilhard de Char-
din. H abía sido sustituido por otro experto m ezclador de m etafísica
v de conocim iento que esta vez tenía com o ingrediente básico, ya no
el cristianism o, sino el m arxism o: Althusser.
Sin em bargo, la m ezcla ideológica de Althusser. aunque análoga
a la de Teilhard, es m ucho m ás política. Es tanto un derivado com o
un afluente de la política, lo que nos conduce al tipo m ás corriente
de ideología. No obstante, por otro flanco de su función responde
tam bién a una pura necesidad intelectual y afectiva a la vez: el reju­
venecim iento de la doctrina m arxista en el m om ento en que su poder
explicativo com o teoría se deshacía en el polvo. El condim ento alt-
husseriano aplazó por un buen decenio esa putrefacción, e incluso
por dos decenios en ciertos lugares: todavía he conseguido encontrar
un atlhusseriano en las Filipinas en 1987. La originalidad del au to r
de Leer «El Capital» consistió, prim ero, en inyectar a la doctrina m o­
ribunda unas cuantas horm onas arrebatadas a las disciplinas m ás
atrevidas de entonces: estructuralism o, psicoanálisis lacaniano, lin­
güística y filosofía del «discurso». E sta form a de asistencia m édica
es, en sum a, com ún en todas las salas de reanim ación ideológica.
Pero la originalidad de A lthusser consistió tam bién, y sobre todo, en
no tra ta r de salvar al m arxism o «hum anizándolo» com o se había
siem pre intentado ingenuam ente. Com prendió que el hum anism o,
los derechos del hom bre, la dem ocracia colocarían al com unism o en
un callejón sin salida. No se revigoriza a una ideología copiando a su
contrario, o fingiendo copiarlo. Para levantarla hay que d ar fuerza y
prestigio a lo que ella tiene de único, a lo que, en el tiem po de su es­
153
plendor, constituía su suprem o atractivo para sus auténticos aücp
tos. La esencia irreem plazable del m arxism o no es la noción de lucha
de clases o de reparto igualitario de los bienes o de supresión del tm
bajo penoso, ideas todas ellas desarrolladas antes de M arx por varios
historiadores, especialm ente por Augustin Thierry y François Gui
zot, o por los utopistas; es el principio de la dictadura del proletaria
do y su aplicación histórica tangible, a saber, el estalinism o. La reí i
nada justificación que da A lthusser del estalinism o, al que por una
ironía soberbiam ente provocadora no encontró, reflexionando mu
cho, reprochable m ás que algunas m olestas «tendencias burguesas»,
perm ite al m arxism o m orir con brillantez, com o filosofía, por lo
menos.
No es sólo nuestra facultad de consultar docum entos y de pensai
lo que suspende e inhibe la necesidad ideológica, en el orden cienti
fico, histórico o filosófico; es incluso nuestra capacidad de observai
los hechos que se nos ofrecen por sí m ism os y dependen de nuestra
percepción visual, táctil o auditiva en el m arco de la actividad senso
rial m ás com ún. Incluso descontando los m entirosos intencionados,
pensem os en cuán elevado es el núm ero de grandes intelectuales y de
periodistas de renom bre que en el siglo XX no han visto m ás que*
abundancia y prosperidad en países donde poblaciones enteras se es
taban m uriendo de ham bre. Esas alucinaciones ideológicas no son
ninguna novedad. Uno de los ejem plos m ás puros que se encuentran
en el pasado es el descubrim iento del Pacífico Sur, a finales del si
glo xvm ; me refiero a la m anera en que fue relatado a E uropa.3
La «m entira tahitiana» nace, en efecto, en el punto de reunión de
la E uropa de las Luces, llena de prejuicios sobre el «buen salvaje», y
de una realidad que sus prim eros observadores estudian m uy negli
gentem ente en lo que tiene de original y que les interesa m uy poco
por sí m ism a. Y sin em bargo —se podría casi decir: desgraciadam en
te — las expediciones a Tahiti estaban com puestas, expresam ente,
por intelectuales em inentes, m uy escogidos, sabios, fervientes lecto­
res de la Enciclopedia. Esa elección dio buenos resultados en m ateria
de observaciones botánicas o astrpnóm icas. En cam bio, cuando se
tratab a de las costum bres y de la sociedad, los «navegantes filóso­
fos», com o se les llam a, los ingleses Sam uel W allis y Jam es Cook, el
francés Louis Antoine de Bougainville se revelan literalm ente inca­
paces, dem asiado a m enudo, de percibir lo que tienen ante sus ojos.
Se em barcaron en busca de la utopía realizada, de la «Nueva Cite-
rea», y hacen de sus sueños la' m ateria prim a de sus observaciones.
N ecesitan un «buen salvaje» honrado, así silencian o apenas
m encionan los hurtos incesantes de que son víctim as. El buen salvaje
debe estar enam orado de la paz: no se d arán cuenta m ás que lam en­
tándolo m ucho, y sin insistir, de las guerras tribales que cubren de
3. Véase el excelente lib ro (antología de textos, relato, bibliografía y comentarios)
de É ric V ibart, Tahiti, naissance d ’u n paradis au siècle des Lumières, 1767-1797, Bruselas,
Éditions Complexe, 1987.

154
Minare las islas en d m om ento m ism o de las expediciones. Cuando
navios europeos son atacados, los m arinos asesinados, los narrado-
ivs europeos pasan com o sobre ascuas por esos episodios desagrada­
bles para regodearse en los períodos de reconciliación y de am istad
ron los tahitianos. Tales m om entos, en verdad, están llenos de encan-
los, aunque sólo fuera a causa de la libertad sexual que reinaba en las
Islas, de la ausencia de toda culpabilidad relacionada con el placer,
su jeto principal de la reflexión m oral de los contem poráneos. Dide-
n >t insistirá precisam ente sobre ello en su Suplemento al viaje de Bou-
Üttinville. Pero cuando se leen entre líneas estos relatos de viaje, nos
enteram os de que las exquisitas tahitianas no se prodigaban sin con­
trapartida, que el precio de su am or, cuidadosam ente proporcionado
a su juventud y a su belleza, se fijaba anticipadam ente de com ún
acuerdo. C ostum bre, en sum a, no m uy diferente de lo que se p racti­
caba entonces en los jardines del palacio Real y otros lugares de pla­
cer de París, de los que Bougainville, un libertino m undano y cultiva­
do, era, por otra parte, un habitual notorio y m uy apreciado. ¿No
debe el buen salvaje ser un adepto de la igualdad? Así, los «navegan­
tes filósofos» no disciernen nunca la rigurosa división en cuatro cla­
ses sociales, fuertem ente jerarquizadas, de la población tahitiana.
Indem ne de toda superstición, O ceania no venera ningún ídolo, se
nos dice; lo que indica m ás bien que los navegantes están m al de la
vista. El polinesio es vagam ente deísta, nos aseguran. Sin duda ha
leído el Diccionario filosófico de Voltaire, y adora a un «Ser S upre­
mo». ¡He aquí que es el precursor de Robespierre!
A desgana, los hom bres ilustrados llegados de la crueldad civili­
zada p ara contem plar la bondad natural del salvaje conceden, no
obstante, que los tahitianos se entregan, a pesar de sus tendencias fi­
lantrópicas, a los sacrificios hum anos y al infanticidio... O tro extra­
vío lam entable: num erosos pueblos oceánicos son antropófagos.
Cook, por o tra parte el m ás lúcido, en verdad, de los exploradores de
ese tiem po, perderá todas sus dudas al respecto m ediante una últim a
observación etnográfica, ya que acabará desdichadam ente su carre­
ra en el estóm ago de algunos nativos de las islas H aw ai. He aquí
cómo, dice Eric V ibart, «el tahitiano no fue nunca presentado tal
com o era, sino com o debía ser para cu ad rar con la esencia del sue­
ño». Y he aquí tam bién, por qué, hoy com o ayer, continúa siendo tan
difícil el com bate contra la falsedad y sus fuentes eternas, la m ayor
parte de las cuales están en cada uno de nosotros.
Con un poco de paradoja, estaríam os tentados a inducir de esta
porción de nuestra historia cultural que el peor enem igo de la infor­
m ación es el testigo ocular. Por lo m enos, tal es el caso, desgraciada­
m ente frecuente cuando ese testigo llega al lugar de los hechos atibo­
rrado de prejuicios e irresistiblem ente inclinado a ad u lar al público
al. que se dirigirá a continuación. El ejem plo de Polinesia y de la lite­
ratu ra del siglo xviii está lejos de ser un caso aislado. En todos los
tiem pos, los hom bres h an proyectado sobre países lejanos sus sueños
políticos o han ido a esos países con sus sueños.
155

J
La m entira, la ceguera involuntaria o sem ¡consciente proceden
de que utilizam os la realidad exterior o lejana com o un sim ple el·
m entó de la batalla ideológica librada en nuestra propia civilización
o incluso a veces en la arena política m ás trivial y m ás efím era del
país que resulta ser el nuestro. Los socialistas franceses, en 1975, ne­
garon la existencia de cualquier com plot totalitario en Portugal, poi
tem or a que al reconocer en Lisboa los signos de un proyecto cornil
nista peligroso para la dem ocracia naciente repercutiera desfavoi a
blem ente en la reputación de la Unión de la Izquierda (socialcomu
nista) en Francia. ¡Portugal no tenía derecho a la existencia autóno
ma! Su historia tenía la obligación de constituir un alegato en pro <>
en contra del program a com ún socialista-com unista de los franceses
En lugar de que la am pliación de la inform ación por la experiencu
sirva para calcular m ejor la acción, es la acción ya program ada n
priori la que sirve para lim itar la distribución de la inform ación. Del
m ism o modo, en el curso del período prerrevolucionario de los «na
vegantes filósofos» del siglo xvm, la creencia en el buen salvaje, cuya
bondad natural.se suponía haberse librado de la civilización corrup
tora, el despotism o y las «supersticiones», constituía en E uropa una
pieza m aestra del dispositivo ideológico del Siglo de las Luces. Traei
del Pacífico observaciones estableciendo que el estado de la naturale­
za, o supuesto tal, ofrecía a veces rasgos m ucho m ás inhum anos que
el nuestro, equivalía a arriesgarse a hacer tam balear aquel dispositi
vo, era d ar la razón a Hobbes contra Rousseau. Como casi siem pre,
la preocupación por la discusión en el propio dom icilio tuvo más
fuerza que la de la verdad universal.
El espíritu científico, a m enos que se ejerza sobre él una coaccióti
determ inante, com o en física o en biología, puede convertirse tam
bién en presa de la ideología, sobre todo cuando afecta a la sociobio
logia, a la sociología, a la antropología, a la historia. No m e refiero
aquí a la ineluctable relatividad del punto de vista del observador en
las ciencias hum anas, cuya teoría ha elaborado R aym ond Aron, si­
guiendo a Max W eber, en su Introduction á la philosophie de Vhistoire.
Esta relatividad, inherente a las m ism as condiciones del conoci­
m iento histórico, supone la elim inación de los factores subjetivos de
la distorsión de las inform aciones. Sin alcanzar una objetividad poco
concebible, es decir, la adecuación com pleta del concepto y del obje­
to, puede tender, por lo menos, a la im parcialidad. En cam bio, es a
ésta a la que la ideología pone, a veces, en peligro, cuando la m ism a
naturaleza de una disciplina abre un m argen de im precisión a la ob­
servación y sustrae, en la práctica, al observador, al control de la co­
m unidad científica. Claude Lévy-Strauss, por ejem plo, en Lo crudo y
lo cocido, denigra con virulencia la Enciclopedia Bororo de los padres
salesianos. Im pugna sin consideraciones la exactitud, la veracidad
m ism a de las observaciones consignadas en esa enciclopedia, consa­
grada a la sociedad bororo. C onsiderando que esos indios de Brasil
no han sido estudiados m ás que por los salesianos y el m ism o Lévy-
Strauss, nos dejam os vencer por una cierta inquietud al com probar
156
ijiic estos sabios, aunque poco num erosos, no llegan a ponerse de
m uerdo, no ya sobre la interpretación, sino sobre los hechos en bruto
ile la vida de una tribu aún m enos num erosa que ellos, contando ape-
9i§tm m ás individuos que su propio club de antropólogos preocupados
ñor los indios de Brasil. La furia de Lévy-Strauss viene de que los sa-
¡ewianos no son estructuralistas y de que ciertos hechos que relatan
contradicen su interpretación estructuralista. La deform ación ideo­
lógica —si hay deform ación: im posible la decisión por un te rc e ro -
es, pues, en este caso, puram ente epistem ológica. No tiene nada de
política. Un sabio se aferra a su encasillado de interpretación y recu­
sa los hechos rebeldes y a los que osan m encionarlos. Ésa es una cau­
sa de rechazo de la inform ación bastante frecuente y en cierto m odo
Interior en la m ism a ciencia. Sin em bargo, otras num erosas causas
de ese rechazo pueden serle exteriores y referirse a prejuicios m ora­
les, religiosos, políticos o culturales sin relación con la investigación.
Se recordará la polém ica suscitada en tom o de la obra de M argaret
Mead, cuatro años después de la m uerte de la célebre antropóloga
norteam ericana, acaecida en 1978. En dos obras capitales y que han
figurado durante decenios en los textos de base de todo estudiante de
antropología, Corning o f Age in Samoa (1928) y Sex and Temperament
in Three Primitive Societies (1935), M argaret M ead habría em belleci­
do las costum bres de los insulares oceánicos que habían sido objeto
de su estudio.4 Sus costum bres son en realidad m ucho m enos agrada­
bles de com o ella nos las ha descrito y la observadora, deliberada­
mente, om itió anotar rasgos neuróticos, las depresiones, la crueldad
represiva, la rapacidad que m arca m uchos com portam ientos en esas
sociedades. Alum na de Franz Boas y fiel a su escuela «culturalista»,
M argaret Mead, en cierto m odo ha enlazado con la ideología «de iz­
quierda» de los navegantes-filósofos del siglo xviii y obrado bajo el
em brujo de un prejuicio «tercerm undista» (precursor), es decir,
idealizado la «identidad cultural» de las sociedades prim itivas, para
oponerlas a la hipocresía, al egoísm o y a la violencia interesada de
las sociedades capitalistas industriales, producidas por el hom bre
blanco.
Esta idealización de las sociedades no occidentales en general ex­
pone a veces a los «liberales» a sorpresas o incluso los im pulsa a m e­
dir las sociedades lejanas según criterios enteram ente opuestos a los
que ellos em plean para juzgar la propia. Recuerdo el estupor de un
pastor alem án, en W indhoek, en N am ibia, quedándose desconcerta­
do y estupefacto en m itad de su serm ón, porque había provocado una
inm ensa carcajada en el tem plo, entre los feligreses, casi todos ne­
gros, al decir, virtuosam ente: «¡No lo olvidem os nunca! ¡Los bosqui-
m anos son hom bres com o los dem ás!» Ese buen pastor acababa de
descubrir que los negros tam bién tienen sus «razas inferiores». Más
virtuoso todavía, y sobre todo m ás inconsecuente, fue un periodista
4. Estas dos obras han sido reagrupadas parcialmente y traducidas al francés bajo
el títu lo Moeurs et sexualité en Océanie,1963.

157
del W ashington Post, quintaesencia del «liberal» norteam ericano, sm
piedad para su propia sociedad, tanto com o ilim itado en su incluí
gencia por las costum bres de A rabia Saudí, país que él tom a como
m odelo en el Tercer M undo p ara verter el bálsam o de su com prensi
va solicitud.
En el W ashington Post, en efecto, se pudo leer en 1987 un artículo
titulado: «La justicia saudí nos parece cruel, pero funciona», firmad« *
por David Lam b, antiguo corresponsal del periódico en O riente Mr
dio.5 Viniendo de un «liberal» tan convencido, para América, de In
inutilidad de un exceso de disuasión penal, y en un diario tan justa
m ente preocupado por los derechos del hom bre en las dem ocracias
occidentales com o el W ashington Post, este artículo resultaba sor
préndente. El autor, en efecto, em pieza por conceder que los castigos
previstos y abundantem ente aplicados —en público, ad em ás— poi
la justicia saudí: flagelación, am putación, decapitación, lapidación,
«pueden parecer "brutales" según los criterios occidentales». Pero,
precisam ente, nos dice el autor, debem os deshacem os de esos crite
ríos etnocéntricos y com prender que esta justicia deriva de la sharía,
la ley m usulm ana, que, poseyendo un origen sagrado, no podía ad
m itir ningún edulcoram iento debido a la indulgencia de los jueces o
a la evolución de las costum bres. Incluso la presencia de un abogado,
cuando se arranca una confesión a un sospechoso, constituye una
costum bre occidental cuya adopción no se podría reclam ar en un
país del Islam sin pecar gravem ente por incom prensión y falta de
respeto a la m entalidad m usulm ana. Sobre todo, esta justicia, qui­
nos parece bárbara, presenta una considerable ventaja: es eficaz.
¿Pruebas? Según las estadísticas de 1982, prosigue el señor Lam b, se­
llan enum erado en A rabia S audí 14 000 crím enes y delitos p ara una
población com prendida entre seis y once m illones de habitantes se­
gún estim aciones lo que, si m e atrevo a proferir la insolencia de una
observación, p or la am plitud de la desviación, deja estupefacto sóbre­
la precisión de las estadísticas saudíes. Pero, el m ism o año, sólo en
la ciudad de Los Ángeles, para una población que se acerca a los siete
m illones de habitantes, se contabilizan un m illón y m edio de crím e­
nes y delitos. ¡Casi cuarenta veces más! ¡Cifras elocuentes! Y nuestro
periodista concluye, citando para aprobarlas estas p alab ras de un
universitario norteam ericano, hom bre sabio, especialista de la sha-
ría, con el que coincidió en Riyad: «Es cierto, en este país am putan
algunas m anos de gentes culpables y previenen así horrores tales
com o la violación, el asesinato... ¿Puede usted realm ente decir que
esto los convierte en bárbaros y a nosotros en gentes civilizadas?»6
5. «Saudí Justice Looks Savage to Us, but it Works», Washington Post, 19 de enero
de 1987.
6. «So they cut off a few hands o f guilty people and avoid horrors like rape and murder.
Can you really say that makes them barbarie and us civilized?» Es admirable que esas opi­
niones sean profesadas por intelectuales que, en su país, consideran un atentado a los
derechos del hombre que la policía proceda a controles de identidad... de una identidad
«no cultural», es cierto.

158
liste em inente islam ólogo om ite el detalle de que la violación y el
Mnesinato acarrean, no la am putación de la m ano, sino la flagelación
Intuía la m uerte, y la decapitación. Son los pequeños hurtos los que
oun castigados con la am putación. ¿Y cóm o el señor Lam b, cierta­
mente partidario de la revolución sexual y de la liberación de la m u-
|et en los Estados Unidos, justificaría el castigo reservado en A rabia
ftiüudf al adulterio, y al adulterio de la esposa únicamente, que consis­
te en aplastarla bajo las piedras de una lapidación pública? Ese tipo
«Ir lapidación se ha m odernizado, en verdad, desde los tiem pos bíbli-
nw: ya no es la m ultitud sádica e innoble la que arroja las piedras a
la m ujer adúltera. En la A rabia actual, se lleva a la plaza pública un
cam ión-volquete cargado de pedruscos, que son arrojados de una
nula vez sobre la desgraciada y la aplastan, m atándola. A pesar de ese
pm greso hum anitario y técnico, el espíritu de nuestro periodista se
ensom brece, súbitam ente, ante un tem or: que su elogio del «derecho
penal» saudí pueda proporcionar argum entos m alsanos a los p arti­
darios de la pena de m uerte en América y de una justicia m ás represi­
va en Occidente. Se em barulla, pues, en rectificaciones confusas y la­
boriosas, llegando a considerar que las estadísticas sauditas de la de­
lincuencia puedan ser poco fiables y que, si los árabes com eten tan
pocos delitos, es m enos a causa de la influencia disuasiva de la repre­
sión que al hecho de que form en «una sociedad que cree en la santi­
dad de la fam ilia... un pueblo religioso, m oral...7 ¿Cómo explicar esta
caótica m ezcla de veneración por unas costum bres atroces y unas
tan hilarantes palinodias? En prim er lugar, por el conocido tabú del
respeto absoluto a la «identidad cultural», que prohíbe al señor
Lamb juzgar y condenar una civilización que no sea la occidental.
Tabú de un poder tanto m ás m ilagrosam ente sorprendente si se con­
sidera que A rabia Saudí, a los ojos de un «liberal», no puede pasar
más que por reaccionaria. No se le aplica ningún parám etro progre­
sista, susceptible de servirle de excusa. En segundo lugar, la revolu­
ción islám ica iraní y el fundam entalism o han suscitado en la izquier­
da una corriente favorable al integrism o m usulm án, esté donde esté,
y a las virtudes m orales, espirituales y políticas del Islam ..., que son
grandes, sin duda, pero tal vez no en las m anifestaciones descritas y
tan alabadas por el W ashington Post. En tercer lugar, por fin, la ala­
banza de la sharía tiene por prim era utilidad y por m isión sagrada
denigrar la civilización occidental, pero de una m anera que llega al
colm o del absurdo ideológico, porque nuestro buen periodista nos
prohíbe, al m ism o tiem po, so pena de caer en la perversión represiva,
im itar el m odelo que nos alaba.
Al elaborar la noción de ideología en su sentido m oderno, M arx y
Engels ilustraron, sin duda, una propiedad psíquica entre las m ás so­
beranas, en el hom bre. Que nuestras convicciones, nuestra visión del
m undo, nuestras opiniones sobre el bien y el m al, no proceden, la
m ayor parte de las veces, de causas interiores del pensam iento y no
7. «... a society that believes in the sanctity o f the family, a religious, moral people.»
159
son, pues, refutables ni inodificables sólo por el pensam iento, La Ro
chefoucauld, o Pascal, o La Bruyére o C ham lort lo habían ya íorrnu
lado con claridad e ilustrado con una sutileza de detalle m ucho más
rica y variada que la de los dos fundadores del com unism o. Pero a es
tos les corresponde el m érito de una expresión teórica precisa y glo
bal que m uestra cóm o nuestros errores, en la m edida en que em anan
de causas exteriores al pensam iento, no pueden corregirse por el sim
pie efecto de la reflexión crítica, de la argum entación, de la inform a
ción. H asta entonces todos los tratados filosóficos sobre el erro r lo su
ponían debido a faltas técnicas, a vicios de razonam iento, a insuf i
ciencias de m étodo y a un defecto en los procedim ientos de com pro
bación. Sólo a los m oralistas se debía la intuición de que el apetito
de lo falso, el deseo de engañar, la sed de m entirse a sí m ism o, la ne­
cesidad de creer que es en nom bre del Bien que se hace el Mal, de
sem peñaban en la génesis del erro r un papel sin duda m ás im portan
te que los fallos propiam ente intelectuales, contrariam ente a lo que
decían los filósofos. Esas conductas constituían, tal vez, incluso una
form a prim itiva de adaptación del hom bre a lo real. Desde que el
hom bre pudo pensar, tuvo m iedo de conocer. La capacidad del hom ­
bre para construir en su cabeza m ás o m enos cualquier teoría, para
«dem ostrársela» y creer en ella, es ilim itada. Sólo es igualada por su
capacidad de resistencia a lo que la refuta y su virtuosism o en cam ­
biar, no por ,haber tenido en cuenta inform aciones hasta entonces
desconocidas p ara él, sino p ara responder a nuevas exigencias prác­
ticas o pasionales. Con su teoría de la ideología, M arx y Engels no
volvían al sim ple pragm atism o. El pragm atism o consiste en sostener
que nuestros conceptos, aunque desprovistos de objetividad teórica,
poseen una objetividad práctica, com o herram ientas afiladas por y
para la acción. En la teoría m arxista de la ideología, no tienen más
que el estatuto de justificaciones falaces e ilusorias de los actos, sin
función p articu lar de eficacia. A la vez subjetiva y colectiva, la ideo­
logía nos separa de lo concreto tanto com o de la verdad.
En la descripción, pues, M arx y Engels han acertado. En cam bio,
en la explicación rozan la indigencia. Por lo menos, su hipótesis no
se adecúa m ás que a una porción lim itada de la producción ideológi­
ca. Para ellos, la única fuente de la ideología reside en la clase social,
en la pertenencia a una clase y en la lucha de clases. No existiría más
ideología que la clase. La debilidad de esta explicación procede en
prim er lugar de que im plica una sociología sim plista de las clases so­
ciales. Éstas serían hom ogéneas y rodeadas de fronteras herm éticas,
sin evolución, sin im bricaciones, ni osm osis, ni m ovilidad, ni progre­
sión, m ás que por la cirugía revolucionaria y la dictadura del prole­
tariado. Toda la historia de las sociedades, desde m ediados del si­
glo XIX, por lo m enos la de las sociedades capitalistas, desm iente este
sum ario diseño. Además, si la ideología no encontrara su génesis
m ás que en los intereses de clase, ¡qué fácil sería todo! A causa racio­
nal, tratam iento racional. Sabríam os lo que hay que hacer. Pero
nada autoriza la com odidad de un análisis tan reductivo. M arx no lo
160
ignoraba del todo, puesto que forjó, com o se sabe, la noción de «alie­
nación» para designar el paso por el que adoptam os a m enudo la
ideología de la ciado que nos dom ina. Esta paradoja se basa en una
mh iología aún racional, puesto que se adm ite que la clase dom inante
dispone de los m edios de com unicación, de cultura, de enseñanza, de
difusión, de adoctrinam iento religioso, político y m oral que le perm i­
ten m odelar la m entalidad y las creencias de las clases dom inadas.
D esgraciadam ente, m ucho m enos racional, aunque igualm ente m a­
nifiesta, es la alienación inversa, la de las clases dom inantes adhi­
riéndose a una ideología contraria a sus intereses, incluso la de toda
una civilización suscribiendo las construcciones intelectuales que
tienden a justificar su destrucción. Además, se pueden im poner a la
ríase dom inada convicciones violentam ente hostiles a la clase d iri­
gente y, a la vez, totalm ente falsas. Finalm ente, la ideología presenta
una com plejidad que desborda inm ensam ente la pueril alternativa
de la superestructura dom inadora superpuesta a la alienación suici­
da. Más que vulgar disfraz de las relaciones sociales, que a decir ver­
dad expresa casi siem pre m uy m al, y con las que, a m enudo, no guar­
da relación alguna, la ideología, sin dejar de encam arse, cuando le
ion viene, en la hipocresía vulgar, parece satisfacer así, m ás m isterio­
sam ente, una necesidad altam ente espiritual de m entira.
La deform ación de la ciencia por la ideología deriva de esta nece­
sidad, libre de todo ingrediente m aterialista. La política puede, evi­
dentem ente, ejercer en ella su influencia, pero m ás com o pasión del
espíritu que com o traducción de la lucha de clases, m ás aún por el te­
rror intelectual y sus corolarios naturales: el conform ism o y el m ie­
do. Un gran especialista de los estudios islám icos, B ernard Lewis, ha
denunciado la reciente tendencia según la cual los orientalistas, in­
cluso en los Estados Unidos, en G ran B retaña o en el continente euro­
peo, deberían reclutarse exclusivam ente entre los partidarios del in-
tegrism o m usulm án y de la m ilitancia palestina.8 É sta es, leemos en
«sabias» revistas occidentales abiertam ente subvencionadas por la
Libia del coronel Gadafi, una condición indispensable de la «objeti­
vidad». Lo m ás bonito es que esta definición de la objetividad es de­
fendida por em inentes orientalistas ingleses, norteam ericanos o
franceses. Si sólo los griegos tuvieran el derecho a escribir sobre el
pensam iento griego, h abría que quem ar las obras de Zeller, de Gom-
perz, de Rodier, de B rochard, de G uthrie. H asta p ara enseñar en las
universidades occidentales, los orientalistas deben —se nos dice—
ser escogidos entre los árabes, en todo caso entre los m usulm anes, en
ningún caso entre los judíos, a los cuales tal profesión debiera estar
prohibida. B ernard Lewis cita una revista p aquistaní que rechaza la
com petencia m oral del inm enso islam ista y arabizante que fue Eva-
8. Bernard Lewis, «The State of Middle-Eastern Studies», The American Scholar,
verano de 1979, y «The Question of Orientalism», The New York Review of Books, 24 de
ju n io de 1982. Estos dos textos han sido traducidos al francés en Le Retour de Tlslarn,
G allim ard, 1985, compendio de estudios y de conferencias del autor.

161
riste Lévy-Provençal (1894-1956), el autor de la Historia de la España
m usulm ana. La idea de que para trab ajar en la civilización islám ica,
incluso m edieval, sea necesario sim patizar con el radicalism o y el in­
tegrism e islám icos actuales se esparce com o m ancha de aceite en
otras disciplinas. Una elevada proporción de los hispanistas que en­
señan en las universidades norteam ericanas son, desde 1960, sim pa­
tizantes de Fidel Castro. Por parte de los sinólogos y de los sovietólo-
gos, el servilism o puede explicarse, si no excusarse, por el tem or a no
volver a obtener visado de entrada en China o en la Unión Soviética
y quedar así aislados de su objeto de estudio. Pero ¿es absolutam ente
necesario, p ara m antener una com petencia sobre la historia de la ci­
vilización hispánica, asegurarse la en trad a en Cuba, que no es m ás
que un fragm ento m uy pequeño de la H ispanidad, interesante, cier­
tam ente, pero no indispensable? La distorsión del espíritu científico
se explica, pues, aquí únicam ente por la ideología y por un confor­
m ism o del am biente. ¿Acaso no he oído al artífice de un gran diccio­
nario enciclopédico francés declarar un día, en el curso de una em i­
sión de televisión, que m ás valía, según él, confiar el artículo «Cas­
tro» a un castrista y .«Marx» a un m arxista? En tan buen cam ino,
¿por qué no pedir a la oficina política del partido com unista francés
que los redacte ella? Así estaríam os seguros de una «objetividad» ab ­
solutam ente com pleta.
Por una curiosa concepción de la ciencia, parece que sea preciso,
p ara especializarse en una cultura, ad m irar a los dirigentes políticos
del m om ento en el país que se estudia. E sta exigencia sólo reza, por
supuesto, para los países com unistas y el Tercer M undo. ¿Se pide a
los anglicistas inscribirse en el partido conservador cuando la señora
T hatcher está en el poder? Así, John K. Fairbank, director del presti­
gioso Center of E ast Asían Studies de H arvard —centro que lleva
adem ás su nom bre—, hablando en el New York Times en 1987 de la
traducción de La Forêt en feu (El bosque en llam as) de Sim on Leys,9
escribe que la indignación de Leys ante las destrucciones m asivas de
obras de arte clásicas bajo la dictadura de Mao reflejan un punto de
vista «elitista». ¡Así un gran especialista de China adora hasta tal
punto a M ao que ve desaparecer con alegría en el corazón la m itad
del patrim onio cultural al que él ha dedicado su existencia! Supon­
gam os que se destruye la m ezquita de D jum a en Ispahan, la de los
Om eyas en D am asco, la m edersa de Fez, la A lham bra de G ranada, y
que u n islam ista de renom bre internacional proclam a «elitista» ver­
ter lágrim as por esas obras de arte desaparecidas. ¡H abría un clam or
de indignación! Pero cuando se trata de M ao Zedong la iconoclastia
se vuelve respetable. E spero que aparezca el italianista que, para
m anifestar la grandeza del espíritu científico, nos diga que, si se que­
m ara el M useo de los Uffizi, San Pedro de Rom a y tal vez tam bién el
palacio de los Dux, no sería una gran pérdida, excepto para una pe-
9. Hermann editor de la edición original francesa, 1984; en inglés The Buming Fo-
rest, Essays on Chínese Culture and Pplitics, H olt, Rinehart and Winston, 1987.
162
«Hiena élite ya que, para usar una (rase del señor Fairbank, los artis­
tas a los cuales se deben esas obras de arte «no vivían en una socie­
dad igualitaria». Dicho sea entre nosotros; este em inente sinólogo
me parece conocer m uy m al su tem a de estudio, si se im agina que la
( hiña com unista, que un país com unista cualquiera, es una «socie­
d ad igualitaria». Se ve, pues, cóm o la ideología llevada hasta el deli­
rio puede im pulsar a auténticos sabios, cuya función es conocer, a fe-
lit itarse por la destrucción de las fuentes del conocim iento.
Cuando cam bian de opinión, es porque el poder político estable-
i ido, en el país del que son especialistas, ha cam biado. Los sovietólo-
gos que descartaban com o tendenciosos y polém icos los som bríos
cuadros de la econom ía y de la sociedad soviéticas trazados en los
años setenta por historiadores preocupados ante todo por la im par­
cialidad, han descubierto bruscam ente en sí m ism os una lucidez des­
piadada hacia la era B rézhnev desde el m om ento en que es Gorba-
chov quien ha condenado el «estancam iento» de su predecesor. Hay
para preguntarse qué papel juegan la «m isión del intelectual contra
los poderes», para u sar el conocido cliché, y «la independencia sa­
grada del investigador» en esos lam entables cam bios totales de opi­
nión. De la m ism a m anera, Jonathan Chaves, uno de los raros sinólo­
gos norteam ericanos que no se han arrojado a los pies de Mao, obser­
va,101en estos años en que el m ism o partido com unista chino ha reco­
nocido las atrocidades com etidas durante la revolución cultural
(1966-1976), que se esperaba por parte de los «China Experts» una pe­
queña autocrítica, la confesión de que se habían equivocado. Pues
bien, ¡en absoluto! Ellos adm iten hoy que la revolución cultural, el
«holocausto de diez años», com o se dice en China, ha sido una m ons­
truosa aberración, pero lo adm iten, no porque lo hayan com prendi­
do, ¡sino porque continúan siguiendo la línea de Pekín! No toleran,
por otra parte, hoy el espíritu crítico con relación a Deng X iaoping
o de su sucesor m ás de lo que lo toleraron antaño con relación a
Mao Zedong. La verdadera cuestión es, pues, una vez m ás, saber para
qué sirve la facultad de pensar, m áquina de recibir, de alm acenar, de
clasificar, de com binar y de in terp retar inform aciones. Yo consagré,
en 1970, varias páginas de uno de m is libros, Ni Marx ni Jesús, al an á­
lisis del Pequeño Libro Rojo y de otros escritos de M ao Zedong subra­
yando la indigencia intelectual, diría incluso el burlesco cretinism o
de los apotegm as del déspota pequinés. ¡Qué alivio experim enté, el
año siguiente, cuando salió la obra liberadora de Sim ón Leys, Les ha-
bits neufs du président M a o 11 (Los trajes nuevos del presidente Mao),
al darm e cuenta de que no estaba solo con m is opiniones! Pero,
¿quién nos explicará nunca cóm o decenas de m illones de intelectua­
les en todo el m undo, estudiantes y profesores que constituyen la éli­
te de la enseñanza superior en las sociedades dem ocráticas, h an po­
dido, durante cinco o seis años, m editar con devoción ese tejido de
10. En la revista mensual Chrorticles, ju lio de 1987.
11. París, Éditions Champ Libre.

163
f
necedades pretenciosas? ¿Podían ellos adm irarlo si no era colocando
totalm ente fuera de circuito su inteligencia > su c u ltu ra ' Y se trataba
de intelectuales del m undo libre, a los que nada coaccionaba para
una tal abdicación del espíritu. Tenían la idiotez voluntaria y desin­
teresada al m ism o tiem po, a la m anera de sus grandes antepasados
de la época estaliniana, a m enudo espíritus em inentes ellos tam bién,
aparte de su estalinism o. «¿Qué decir —escribía Boris Souvarine en
1937— de un Rom ain Rolland, de un Langevin, de un M alraux, que
adm iran y aprueban el régim en llam ado soviético sin estar obliga
dos a ello por el ham bre o por la tortura?» Y Souvarine observaba
que la redacción de L ’H um anité —el diario del Partido Com unista
francés— «no tiene nada que envidiar a la de la Prenda en servilism o
y en bajeza, sin tener la excusa de hallarse entre las tenazas de una
dictadura totalitaria». Jonathan Chaves cuenta en su artículo de
Chronicles que conoce personalm ente a investigadores, especialistas
de la civilización china, que dejaban de dirigir la palabra a un colega
si éste había dicho algo favorable a las Ombres chinoises : (Som bras
chinescas) de Sim ón Leys. El fenóm eno del que acabam os de ver una
nueva m uestra es, pues, el paradójico de profesionales de la vida in­
telectual im pulsados en sus juicios y en sus com portam ientos por
toda clase de fuerzas, salvo por las de la inteligencia. A sem ejanza de
los sinólogos, los sovietólogos caen tam bién fácilm ente en el defecto
que consiste en profesar que, para ser digno de estudiar un país. ha>
que aprobar, tanto a sus dirigentes com o a los m enores aspectos de
sus costum bres. ¡Otra vez ese criterio! Solam ente los esclavistas con­
vencidos debieran estar autorizados a estudiar la historia griega o
rom ana, sólo los pronazis la historia de H itler y sólo los incendiarios,
quem adores de cuadros y de libros, la biografía de Savonarola. En
los Estados Unidos, un gran núm ero de sovietólogos. no todos afortu­
nadam ente, son a tal punto adoradores de su tem a que. com o Ste-
phen Cohén, han tenido el honor, científicam ente dudoso, de ver sus
libros traducidos al naso y difundidos en la Unión Soviética, hasta tal
extrem o coincidían sus trabajos con las tesis oficiales. Síntom a del
aniquilam iento del espíritu crítico por la pasión, esta fiase de Moshe
Lewin, en el prólogo de su proestalinista Formación del sistema sovié­
tico, en el que denuncia con irritación lo que él llam a «la m oda anti­
soviética reciente en la intelligentsia francesa».1213 De un m anotazo, Le­
w in descarta desdeñosam ente ese fenóm eno antisoviético com o un
nubarrón efím ero del «parisiensism o», una chifladura fútil y m unda­
na. He aquí cóm o un historiador, cegado por la ideología, deja de
com portarse com o tal y rehúsa identificar un acontecim iento cultu­
ral que, contrariam ente a lo que él pretenderes de capital im portan­
cia. Desde 1917, los intelectuales franceses se han enredado en el
12. Obra de Simón Leys aparecida en 1974. Nuevas ediciones aumentadas: Robert
Laffont, 1976 y 1978.
13. The Making o f the Soviet System, Nueva York, Pantheon Books, 1985: traducción
francesa, G allim ard, 1987.

164
m arxism o-leninism o v Isi Unión Soviética, en las querellas en torno
•11 estalinism o, el «socialism o de rostro hum ano», la teoría m arxista
del conocim iento y el m aterialism o dialéctico. Favorables u hostiles,
iodos se definen en relación a ese conjunto de teorías y realidades.
IVro resulta que después de setenta años este debate se queda sin sus-
lancia, es un debate m uerto, la cuestión soviética está cerrada, por lo
menos en el antiguo sentido, la causa está vista, el m arxism o ya no
interesa a nadie, o sólo interesa com o una doctrina filosófica entre
las dem ás. Es un m om ento crucial histórico considerable, tanto
como pudo serlo en otros siglos el últim o suspiro de la escolástica
medieval. ¡Y alguno que pretende ser historiador no com prende esto!
La presión ideológica sobre la ciencia se ejercía con fuerza y por
la fuerza en la época de los Copém ico, G iordano Bruno o Galileo. En
nuestros días, ya casi es posible sólo en las ciencias históricas y en la
sociología, y únicam ente hasta cierto punto, y nada o casi nada en las
ciencias m ás rigurosas. No obstante, hay físicos que no dudan en ex­
plotar abusivam ente su prestigio de sabios para lib rar batallas ideo­
lógicas fuera del cam po de su com petencia o sobre cuestiones que no
tienen con su com petencia m ás que una relación aparente. Tal fue,
(al es todavía a m enudo, el caso de físicos que, hostiles al arm am ento
nuclear de su propio país, por razones políticas o por adhesión a un
pacifism o unilateral, alegan su prestigio de sabios para im presionar
al público y asestarle, en nom bre de la ciencia, juicios categóricos
dictados en realidad por m óviles no científicos.
C ontrariam ente a la m ayor parte de los dem ás intelectuales, los
investigadores científicos, por lo m enos los que se dedican a las cien­
cias cuyo m étodo y objeto hacen im posibles o difíciles las afirm acio­
nes que no se puedan com probar, sufren coacciones dem ostrativas
inherentes a su disciplina. Pero fuera de esa disciplina, pueden libe­
rarse de esa coacción si su carácter los incita a ello o si la pasión ideo­
lógica los im pulsa a hacerlo. El rigor al que se ven obligados en la
práctica de su ciencia, y sin el cual tal práctica no podría, sim ple­
m ente, existir, no es transportable fuera del cam po de su investiga­
ción y de su objeto específico. Los m ás grandes científicos dejan a
m enudo de serlo cuando se alejan de su especialidad. Pueden llegar
a ser capaces de las peores incoherencias y de las m ás necias extrava­
gancias cuando se apartan de su esfera. Dicho de otro modo, su inte­
ligencia puede no ad m itir por sí m ism a, cuando se aplica a un sujeto
profano, los parapetos que le im pone, por sus m ism as leyes constitu­
tivas, el trabajo científico, cuando se consagran a él. D urante ese tra ­
bajo no tienen opción. Lo tom an o lo dejan: se hace dentro de las re­
glas o no se hace. Pero, fuera de ese trabajo, la im aginación puede
desquitarse. La falta sectaria de probidad, la debilidad del razona­
m iento, el rechazo o incluso la falsificación de los hechos, el peso de
los resentim ientos personales, pueden alterar el funcionam iento de
espíritus que, de vuelta al redil de la ciencia, o a condición de no sa­
lirse de él, se cuentan entre los m ejores. Las declaraciones falsas,
odiosas, em busteras que han podido proferir un Frédéric Joliot-Cu-
165
ríe, un Albert Einstein, un B ertrand Russcll cuando se aventuraban
fuera de la física o de la lógica m atem ática constituyen un florilegio
en el cual me perm ito, o me perm itiré m ás adelante, detenerm e de
vez en cuando p ara an im ar este libro. N adie piensa, por supuesto, en
discutir a estos grandes hom bres, ni tam poco a todos los científicos,
el derecho a profesar todas las opiniones que les plazca en todas las
esferas que les interesan, sin confinarse en su especialidad. Tienen la
m ism a libertad de hacerlo que los dem ás seres hum anos. Pero la im ­
postura com ienza cuando im prim en el sello de su prestigio científico
a tom as de posición que parecen derivar de su com petencia, cuando
en realidad no se derivan en absoluto. Que un sabio conocido procla­
me sus sim patías por tal partido político no es m ás que una venial
operación de propaganda, com o la com eten igualm ente los escrito­
res, los actores, los pintores, todos los que ponen un nom bre célebre
al servicio de una causa, aunque ésta apele a cualidades de juicio sin
relación con las que los hacen destacar en su actividad principal. No
obstante, ese ligero abuso de confianza reviste una gravedad im per­
donable cuando el interesado pretende que entre sus conocim ientos
de sabio y sus posiciones políticas hay un lazo interno y propiam ente
científico, de lo cual el gran público no tiene evidentem ente m edios
p ara com probar la realidad. Tal fue el caso, por ejem plo, a principios
de los años cincuenta, cuando un Joliot-Curie explotó el prestigio de
su prem io Nobel de Física p ara proclam ar nociva la bom ba atóm ica
norteam ericana y saludable hasta el m ás alto punto la bom ba atóm i­
ca soviética. Alguien puede m uy bien ser un auténtico sabio atóm ico
y form ular, sin em bargo, afirm aciones desprovistas de seriedad so­
bre los aspectos de los problem as nucleares que no dependen de la
investigación fundam ental, por ejem plo, los problem as de estrategia
nuclear. No obstante, el público creerá, por yuxtaposición y contigüi­
dad, que las opiniones de un físico nuclear en m ateria de estrategia
nuclear son m ás fundadas que las de un com erciante o un agricultor.
Pero no es así. La segunda disciplina, a despecho de la hom onim ia,
es tan distinta de la prim era com o la dirección de una em presa in­
dustrial lo es de la teoría m acroeconóm ica. Un prem io Nobel de Eco­
nom ía no se convertiría necesariam ente en un buen presidente de
com pañía internacional, ni siquiera en un buen tendero. Como ob­
serva irónicam ente el general Pierre G allois «desde su fundación (in­
m ediatam ente después de la segunda guerra m undial), el Boletín de
los científicos del átom o anuncia cada m es la inm inencia de la catás­
trofe».14 La razón de este erro r indefinidam ente repetido es que se
puede conocer la estructura del átom o y las m aneras de lib erar la
energía intraatóm ica sin, por ello, conocer nada de estrategia. Si
quiere evaluar los riesgos de conflicto nuclear, o incluso convencio­
nal, el físico atóm ico, por m uy laureado del Nobel que sea, debe cum ­
p lir las m ism as condiciones que el profano: tiene que estudiar la re­
lación de las fuerzas políticas, m ilitares, económ icas, ideológicas en-
14. Pierre Gallois, La Guerre de cent secondes, París, Fayard, 1985.
166
t iv las grandes potencias afectadas, sus sistem as de alianzas, sus per-
<rpciones de am enazas, el nivel y la naturaleza de las tensiones, tan ­
to en las relaciones bilaterales com o en las im plicaciones m ultilate­
rales de esas relaciones, en los enfrentam ientos indirectos, por inter­
posición del Tercer M undo, y en los conflictos regionales. La com pe­
tencia en geoestrategia no se desprende de la que se posee en física
teórica, com o tam poco hace m il años un herrero estabq m ás cualifi­
cado que un pastor p ara juzgar de política y estrategia, so pretexto
«le que la guerra se hacía entonces con espadas y que era él quien las
fabricaba. Un buen constructor de aviones no posee ningún título
para convertirse ipso facto en jefe del Estado M ayor del Ejército del
Aire o m inistro de Defensa, ni un ingeniero de autom óviles en piloto
de fórm ula uno. The Bulletin o f Atom ic Scientists publica, en cam bio,
bajo la autoridad de la ciencia, num erosos artículos puram ente polí­
ticos. Yo com probé personalm ente la experiencia cuando en 1972 el
excelente físico R abinovitch publicó en ese boletín una crítica de m i
libroM Marx ni Jesús}5 Le llam ó principalm ente la atención y la a ta ­
có violentam ente m i tesis de que los E stados Unidos no eran ni una
sociedad fascista ni una sociedad que se encam inaba hacia el fascis­
mo. En aquella época, efectivam ente, esta tesis había dejado estupe­
factos tanto a la izquierda europea com o a los «liberales» norteam e­
ricanos, am pliam ente m ayoritarios en la com unidad científica del
país. A causa de la guerra de V ietnam , y, evidentem ente, sin la m enor
percepción del peligro totalitario representado en el Sudeste asiático
por H anoi, era un postulado, en el curso de esos años, entre los inte­
lectuales norteam ericanos, que los Estados Unidos se dirigían hacia
una especie de prenazism o. Recuerdo haber sido invitado, o, m ejor
dicho, inm olado en el curso de un debate en noviem bre de 1971, en
Nueva York, en una especie de círculo intelectual, una «oficina de es­
píritus» (como diría V oltaire) llam ado T heater for Ideas. La sala re­
bosaba de profesores de las grandes universidades de la Costa Este.
El elenco se com ponía de John K enneth G albraith, m oderador, de
W assily Leontief (futuro prem io Nobel de Econom ía) y de Eugene
M cCarthy, aureolado por su gloria de vencedor del presidente John­
son, prim ero com o senador, por su oposición tenaz a la guerra de
Vietnam , luego com o candidato a la investidura dem ócrata, durante
un brillante recorrido en las elecciones prim arias en 1968. En p arti­
cular, el núm ero inesperado de votos de Eugene M cCarthy en las p ri­
m arias de New H am pshire, cuyo valor com o portador de suerte o de
m ala suerte en la superstición electoral estadounidense es conocido,
desm oralizó a Johnson e influyó m ucho en su decisión de no volverse
a presentar. Dicho sea entre paréntesis, esá fam osa proeza del sena­
dor M cCarthy en New H am pshire constituye un buen ejem plo dé la
form ación y de la indestructibilidad de las falsas ideas preconcebi­
das. En efecto, la prensa «liberal» presentó ruidosam ente el resulta­
do com o u na victoria de M cCarthy. Sin ninguna duda fue una victo- 15
15. París, 1970; traducción inglesa, Without Marx or Jesús, 1971.

167
ria m oral, v políticam ente significativa. Pero aritm éticam ente el se
nador sólo llegó segundo, detrás de Johnson, vencedor por consi
guíente en las urnas. La sorpresa había sido causada por una diferen
d a m enor que la prevista entre los dos candidatos dem ócratas, en un
sistem a en el que es tradicional que un presidente que pasa de un pri
rner a un segundo m andato no encuentre ningún rival serio en su
propio partido. Pero la prensa orquestó tan bien el asunto que pronto
se convirtió en una noción adm itida que M cCarthy había «vencido»
a Johnson en las prim arias de New H am pshire de 1968. Todos habla
ban de ello com o si fuera una verdad histórica y yo m ism o me lo creí
El m ism o Eugene M cCarthy me sacó del error, en esa reunión en el
Theater íor Ideas.
Fue, por otra parte, la única revelación interesante que me hizo,
en el terreno de los hechos, por lo m enos. Porque en el de las alucina
ciones, quedé bien servido. En resum en, Eugene M cCarthy, seguido
por la m ayoría de la sala y la totalidad del elenco, incluido el mode
rador, que m oderaba muy poco, me acusó de haber com etido una
m ala acción al hacer circular la tabula de que los Estados Unidos no
m archaban hacia el totalitarism o. Era el tiem po en que la fórm ula
del doctor B enjam ín Spock: «América ha entrado en el fascism o de
m anera dem ocrática», pasaba por ser lo m ás fino de la sabiduría po­
lítica. Curiosam ente, vo tenía m ás bien la im presión de haber escrito
un libro a la gloria de la izquierda norteam ericana (en la m edida en
que el libro tenía por protagonista a los Estados Unidos, lo que no era
m ás que parcialm ente cierto, al ser mi principal objetivo estudiar un
tipo inédito de m utación social). ¿Acaso no había hecho observar la
originalidad de la «revolución cultural», en el sentido literal, puesto
que había salido de las universidades, la de la revolución racial y la
revolución de los m edios de com unicación, que habían com enzado
en América, para desplegarse, m ucho m ás tarde, a p artir de 1968, en
Europa? ¿No había insistido sobre la novedad de que una opinión
pública tenía por prim era vez en jaque a su propio gobierno en la es­
fera hasta entonces «reservada» de la política extranjera, y ello por
razones esencialm ente éticas, surgidas de la guerra de V ietnam (con
razón o sin ella, es otra cuestión a la que el futuro debía responder)?
De hecho, cuando lo reconsidero hoy, mi libro estaba m arcado por
un optim ism o de izquierdas dem asiado acentuado. Si, m ás o menos,
acertaba en lo que se refería a las transform aciones internas, subesti­
m aba los desastres que el nuevo estado de espíritu nos prep arab a en
política extranjera... que son tal vez inevitables por la m ism a estruc­
tura de la dem ocracia. Pero lo que yo decía en 1970, era que la iz­
quierda norteam ericana había ganado, política y cultural m ente. A
m is ojos, era un hecho de civilización m ás profundo y de m ás conse­
cuencias que lo que pudiera suceder en el nivel del poder ejecutivo.
Pero, igual que la izquierda europea, la izquierda norteam ericana no
lo veía así. N ecesitaba, com o nosotros, su A m érica «fascista», especie
de espantapájaros necesario para su com odidad intelectual. A am bos
lados del Atlántico, la izquierda no podía in terp retar m i discrepan-
168
» i.i, ni siquiera enunciada desde un punto de vista izquierdista, más
•jur reduciéndolo a un «viraje hacia la derecha».
El agrio Rabinovitch, al que encontré en casa de unos amigos,
unos meses m ás tarde, en W ashington, me analizaba tam bién en su
artículo y lo dem ostró en nuestra conversación. Me m iraba constan­
tem ente, durante nuestra breve conversación, con esa conm iseración
am bigua que se reserva a un crim inal que se está m uriendo de cán-
c rr. Com pasivo hacia el m oribundo, pero perm aneciendo severo ha-
<ta el asesino, su m irada me atravesaba con su láser psíquico, mien-
tias su voz me aseguraba una estim a de principio por los restos resi­
duales de Homo sapiens que subsistían en mí, a pesar de todo y a pe­
sar de mí m ism o.
Para volver al fondo de la cuestión, no hay, decía yo, más que una
sem itram pa cuando se reviste una opinión subjetiva de la autoridad
adquirida cerca del público gracias a trabajos científicos sin relación
ion esa opinión. En cam bio, y no me cansaré de insistir en ello, la im ­
postura se agrava desm esuradam ente cuando se introduce la m ism a
ciencia en el centro de un prejuicio político, dando apariencias de de­
m ostración a datos falsos y a inducciones fantásticas. Aquí, el sabio
no se lim ita a desem peñar el papel de su celebridad para propagar
un tópico ideológico distinto de su especialidad. Engaña al público
presentando com o em anada de la ciencia una tesis que en realidad
no procede de ella, que le ha sido dictada por m otivos sin relación
con sus com petencias, pero que él disfraza con las m arcas exteriores
de la gestión científica, sabiendo que la m ayor parte de la gente que
va a recibir el m ensaje es incapaz de com probar, ni siquiera de dudar
de la seriedad de los argum entos aducidos. Es a una m aniobra de ese
tipo que num erosos científicos han aportado su concurso, por ejem ­
plo, elaborando y difundiendo la fábula del «invierno nuclear». Esta
expresión significa que cualquier utilización de arm as atóm icas en­
volvería la Tierra en una pantalla de polvos radiactivos, los cuales,
im pidiendo durante un período de tiem po bastante largo que la ener­
gía solar llegara hasta nosotros, harían desaparecer de nuestro pla­
neta la vida y, en todo caso, la especie hum ana. Esa visión aterradora
hizo su aparición en 1982 ; prim ero bajo la form a de una novela de te­
rror sin base científica, en la revista ecologista sueca Ambio, inspira­
da para el caso, según su m ism o editor, por el Instituto Internacional
para la Investigación de la Paz, de Estocolm o (el SIPRl: Stockholm
International Peace Research Institute). En un principio, pues, la
im agen del invierno nuclear sale de los am bientes de las organizacio­
nes pacifistas, que lo utilizan com o un espantapájaros para im pulsar
al desarm e unilateral de las dem ocracias y, en particular, im pedir en
aquella época el despliegue de los eurom isiles occidentales. Grupos
de científicos partidarios de ese desarm e unilateral acuden entonces
en ayuda, com o los Physicians for Social Responsability, la Federa­
tion of Am erican Scientists y la muy célebre e inquieta Union ot Con­
cerned Scientists (que se podría traducir por: «Unión de Científicos
Responsables», aunque concerned pueda significar tam bién «preocu-
169
pados», «ansiosos», incluso «com prom etidos»), fastas organizado
nes recolectan fondos de una m ultitud de fundaciones solícitas, con
objeto de encargar a un equipo de investigadores, dirigidos por el as
trofísico y astro de los m edios de com unicación p a rí Sagan, un infoi
m e sobre el peligro. La costum bre prescribe qúe un artículo, sobo
todo sobre un problem a tan sujeto a controversia, antes de aparece i
en cualquier revista científica, sea som etido a lo que se llam a la «eva
luación» previa de los «iguales» (por lo m enos, tres) del au to r o de los
autores. Pero el inform e del equipo de S a g an 16 escapó curiosam ente
a tal form alidad. Apareció sin obstáculos en la revista Parade, cuyo
director, un tal Cari Sagan, no form uló ninguna objeción contra si
m ism o. Pero —negligencia m ás inquietante a ú n — volvió a aparece i
jpoco después (23 de diciem bre de 1983) ligeram ente retocado, y asi
m ism o sin las evaluaciones usuales, en la prestigiosa revista Science
Luego, otro artículo de Cari Sagan sobre el m ism o tem a, «Nucleai
W ar and C lim atic C atastrophe», figuró unos días m ás tarde en el su
m ario de la m ás venerable de las revistas norteam ericanas de cien
cias políticas, Foreign Affairs (invierno de 1983-1984). A finales de oc
tubre, p ara que coincidiera con la aparición del núm ero especial de
Parade, tuvo lugar en W ashington un coloquio sobre el tem a: «El
m undo después de la guerra nuclear.» Se com pilaron m uy pronto las
actas de este coloquio en un volum en titulado The Coid and the Dark
(Frío y tinieblas), lo que se llam a tener el pudor de no recu rrir a los
títulos hipnotizantes y a los groseros procedim ientos de aporrea
m iento de los nervios del público que utiliza la prensa sensacionalis
ta, por otra parte tan despreciada por los intelectuales «liberales»
Antes, incluso de toda publicación científica, y antes de toda posibili
dad de que sabios no «com prom etidos» escrutaran atentam ente el
inform e, la Fundación K endall había entregado 80 000 dólares a la
firm a de relaciones públicas Porter-N ovelli Associates, de W ashing
ton, p ara que lanzara al público los eslogans m ás sim plistas y aterra
dores que se pudieran inventar partiendo del inform e, sim ples afir
m aciones perentorias, despojadas de toda argum entación racional.
Por supuesto, huérfana de todo control científico, pero orquestada en
nom bre de la ciencia, la cam paña de los m edios de com unicación se
desarrolló en form a de num erosos videoclips y de varias películas, la
m ás conocida de las cuales, The Day After, dio la vuelta al m undo. En
todas partes, adem ás, el «invierno nuclear» se im puso com o una ver
dad dem ostrada, lim itándose la prensa, casi siem pre, a explotar el
m aterial de los m edios de com unicación y los sum arios inform es pre­
parados con vistas a consultas rápidas, que habían sido puestos a su
disposición antes de la publicación del inform e íntegro y, a fortiori,
antes de las reacciones críticas que m uy pronto se produjeron, a pe­
sa r de todo, en el seno de la com unidad científica.
E stas reacciones críticas, a decir verdad, fueron al principio de
16. Habitualmente designado con las siglas TTAPS, iniciales de sus cinco autores
Turco, Toon, Ackerman, Pollack, Sagan.

170

i
una discreción inspirada a sus autores, sin duda, por el tem or a ha-
<c i sc acusar de sim patía por la guerra nuclear. Es conocida la ele­
gancia m oral y la honradez intelectual que puede m anifestar el espí-
niii sectario en este tipo dé debate, incluso —y sobre to d o — en los
am bientes universitarios. Si rápidam ente se im puso la convicción,
fii los alfom brados salones de la N ational Academy of Sciences, de
que el m odelo clim atológico del invierno nuclear era lo que se llam a,
en general, en lenguaje fam iliar, una «tontería», adem ás de un frau­
de (humbug), pocas voces osaban proclam arlo, pues, para utilizar el
lenguaje directo y colorista em pleado en 1984 por Freem an Dyson,
prem io Nobel de física, «el inform e TTAPS es un m onstruo absoluto
rom o m uestra de literatu ra científica. Pero he renunciado a toda es­
peranza de rectificar la versión que se ha extendido entre el público.
Creo que voy a abstenerm e prudentem ente de m anifestarm e sobre
esta patraña. ¿Conocen a m uchos que deseen ser acusados de ser par-
lídarios de la guerra atóm ica?» 17 A pesar del m iedo natural a los gol­
pes, del que el envoltorio carnal de los grandes espíritus no está exen­
to, el inform e Sagan y la obra T/ze Coid and the Dark (que un crítico
del San Francisco Chronicle no había dudado en designar com o «el li­
bro m ás im portante jam ás publicado», «the m ost important book ever
published») cayeron en un descrédito total a los ojos de la com unidad
científica, al cabo de unos dos años. Las bocas se abrieron al fin y las
revistas publicaron refutaciones. Presa del rem ordim iento, el direc­
tor de Foreign Affairs acogió en su núm ero del verano de 1986 un a r­
tículo de dos hom bres de ciencia pertenecientes al Centro N acional
de la Investigación Atm osférica (N ational C enter for A tm ospheric
Research) que dem olía el artículo de Cari Sagan aparecido tres años
antes. Los autores escribían particularm ente: «A juzgar por sus fun­
dam entos científicos, las conclusiones globalm ente apocalípticas de
la hipótesis inicial del invierno nuclear pueden, ahora, reducirse a
un nivel de probabilidad tan bajo que se avecina al de la inexisten­
cia.» 18 Otros artículos igualm ente severos fueron apareciendo en Na-
ture, Science e incluso Ambio, que, unidos los unos a los otros, no de­
jaron en pie ni una piedra del im aginario edificio construido en de­
rredor del invierno nuclear. Pero el térm ino ha quedado com o eslo-
gan y continúa produciendo en el m undo entero el efecto deseado por
las organizaciones pacifistas que lo lanzaron. Los estudios despiada­
dos aparecidos en las revistas sabias no conseguirán b o rrar jam ás las
im presiones producidas por la cam paña de los m edios de com unica­
ción y cinem atográficos inicialm ente, v tanto m enos cuanto que la
prensa escrita, que se había hecho am pliam ente eco de esta últim a,

17. «It’s (TTAPS) an absolutely atrocious piece of science, but I quite despair to set the
public record straight. / think l am going to chicken out on this one: who wants to be accu­
sed o f being in favor of nuclear war?» Citado por Russell Seitz, «In from the Cold», The
National Interest, otono de 1986.
18. «On scientific grounds the global apocalyptic conclusions o f the initial nuclear
winter hypothesis can now be relegated to a vanishingly low level o f probability.»
171

y
no se interesó gran cosa en las reevaluaciones críticas hechas a coni i
nuación.
Se ve, pues, cóm o una estafa intelectual puede recibir el sello cU
la ciencia y convertirse en una verdad del evangelio p ara m illones de
hom bres. «... ¡Qué podem os ver —escribe Pierre B ayle— de lo que
ocurre en el espíritu de los hom bres cuando escogen una opinión! lis
toy seguro de que si pudiéram os verlo bien, reduciríam os el sufragio
de una infinidad de gentes a la autoridad de dos o tres personas, que,
habiendo recitado una doctrina que se suponía que habían estudiado
a fondo, han persuadido de ella a m uchos m ás por el prejuicio de su
m érito y éstos a otros varios que han preferido, por pereza natural,
creer de una vez lo que se les proponía que exam inaran cuidadosa
m ente. De m anera que al aum entar de día en día el núm ero de los
sectarios crédulos y perezosos ello ha constituido un nuevo com pro
m iso para otros hom bres de dispensarse del trabajo de exam inar una
opinión que veían tan general y que estaban convencidos de que ha
bía llegado a serlo por la solidez de las razones de las que se habían
utilizado en prim er lugar para establecerla; y finalm ente se han visto
reducidos a la necesidad de creer lo que todo el m undo creía, poi
m iedo a p asar por un faccioso que quiere saber, él solo, m ás que to­
dos los dem ás.» No conservem os, pues, esperanza alguna de verdad
incluso refutada, la visión del invierno nuclear sobrevivirá en la ima
ginación de los hom bres. En su núm ero del 23 de enero de 1986, Na-
ture, la prim era revista científica británica v una de las prim eras del
m undo, deploraba la creciente decadencia de la objetividad en la
m anipulación de los datos científicos y la desenvoltura alarm ante de
varios investigadores en la afirm ación de teorías desprovistas de ba
ses sólidas. «En ninguna parte —proseguía N ature— esta tendencia
es m ás evidente que en la reciente literatu ra sobre el invierno nu
clear, investigación que ha llegado a ser tristem ente célebre por su
falta de probidad científica.» 19 Pero según el desengañado com enta
rio de Russell Seitz en el citado artículo, esas rectificaciones tardías
de publicaciones serias no alcanzaron a las m asas. El m al en la opi
nión m undial va estaba hecho y no tenía rem edio. Apenas algunos
m eses después de la refutación de Nature, el New York Times publica
ba un artículo en el cual Frederick W arner, de SCOPE20 preveía que
los efectos del invierno nuclear sobre el m edio am biente causarían...
cuatro mil m illones de m uertos. Un año antes, en septiem bre de
1985, SCOPE, en el W ashington Post, se contentaba con dos mil qui
nientos m illones...
¿Se trata de una «m entira útil» que podría excusarse en la medi
da en que sirviera a la causa del desarm e y de la paz? Si tal fuera el
caso, deberíam os preguntarnos si los sabios tienen licencia para fal­
sear datos, incluso con buenas intenciones. ¿Decimos que sí? Enton-
19. «Nowhere is this more evident than in the recent literature on Nuclear Winter, re
search which has become notorious for its lack of scientific integrity.»
20. Scientific Committee on Problems o f the Environment.

172
i es les concedem os licencia para falsearlos igualm ente con intención
v il operable. N adie niega a Cari Sagan el derecho, com o ciudadano,
de profesar opiniones pacifistas y de propagarlas. Su im postura con­
siste en presentarlas prevaliéndose de su calidad de sabio y com o de­
rivadas de descubrim ientos científicos debidam ente com probados.
Cada hom bre se inclina a pensar que su causa, política, religiosa o
ideológica, justifica m oralm ente todos los engaños. Pero utilizar la
ciencia para esa estafa, abusando de la ignorancia de la m ayoría, es
aniquilar la autoridad del único procedim iento que el hom bre ha in­
ventado hasta hoy p ara som eterse a sí m ism o a criterios de verdad
independientes de sus preferencias subjetivas.
O m ás bien, las im posturas de ese género, m ás frecuentes de lo
que se piensa, prueban que, en los m ism os sabios, la pasión ideológi­
ca se im pone a la conciencia profesional, cuando la incertidum bre y la
com plejidad de los datos introducen en un debate b astante confusión
para poder disfrazar de verdad científica una m entira ideológica.
Además, la causa por la cual los autores de la pam plina del in­
vierno nuclear han traicionado a la ciencia está lejos de ser pura. Lu­
chaban, en realidad, no por el desarm e universal, sino por el único
desarm e occidental. Su cam paña tendía a com batir a los program as
m ilitares norteam ericanos, que dependían de votos de créditos por el
Congreso, en 1983 y en 1984, y a estim ular el antiam ericanism o en el
Tercer M undo, así com o a respaldar a los pacifistas europeos hostiles
al despliegue de los eurom isiles. Llevaba, en toda hipótesis, no a la
retirada, sino al desequilibrio de arm am entos en detrim ento de los
occidentales y en provecho de la U nión Soviética. Ésta, por su parte,
lo vio claro, e interpretó en todos sus conciertos la p artitu ra del in­
vierno nuclear com puesta en Occidente. S uprem a ironía: la Acade­
mia de Ciencias de la Unión Soviética, igual que los sabios soviéticos
que asistieron, en agosto de 1984, en Sicilia, a la IV Conferencia In­
ternacional sobre la G uerra N uclear, em itieroi serias reservas, en un
prim er m om ento, sobre el fundam ento de la m uy aventurada hipóte­
sis de sus colegas norteam ericanos. Sus escrúpulos fueron inm edia­
tam ente barridos y sus voces reducidas al silencio por sus propios
servicios de propaganda dirigidos por Boris Ponom orev. ¿Acaso el
arte de esos servicios soviéticos no consistía, según una técnica de de­
m ostrada eficacia, en apoyarse en trabajos occidentales para propa­
gar las tesis hostiles a Occidente? Invocan, por ejem plo, a Paul Ehr-
lich, uno de los grandes «viajantes de com ercio» del invierno nuclear,
biólogo ya conocido por una prim era fabricación seudocientífica,
lanzada en 1968 en su libro The Population Bomb, de la que volveré
a hablar. En un artículo publicado en 1984 por las Noticias de M oscú,
y difundido luego en form a de folleto por los servicios de docum enta­
ción de... la UNESCO (¡ya lo podíam os esperar!), el nom bre de Ehr-
lich sirve para cubrir un nuevo hallazgo: ¡después del invierno nu­
clear, la hum anidad sufriría un verano nuclear! Congelados, luego
descongelados, finalm ente seríam os asados y cegados por los rayos
ultravioletas.
173
Si los sabios culpables de abusar así del prestigio de la ciencia v
de la credulidad de sus sem ejantes se preocuparan sinceram ente <l<
la paz, no trab ajarían p ara crear un estado de opinión que condujcm
al desequilibrio de arm as nucleares en favor de los soviéticos. Pues
esa corriente tiene por resultado que son sólo las naciones occidenta
les las que presionan a sus gobiernos p ara qüe reduzcan sus arm a
m entos. Sin em bargo, el verdadero riesgo de guerra es el desarme-
unilateral. E studiando con im parcialidad la experiencia adquirida,
si fueran honrados, se d arían cuenta de que, desde 1945, todas las zo
ñas del planeta que han caído bajo la dependencia de la disuasión
nuclear m utua y equilibrada han sido —por prim era vez en un perío
do tan largo en la historia h u m an a— zonas de paz. Y anotarían, en
cam bio, los casi ciento cincuenta conflictos convencionales que sólo
pudieron o currir porque escapaban al área de la disuasión nuclear,
y han causado, com o m ínim o, sesenta m illones de víctim as en cua
renta años, tan tas com o la segunda guerra m undial, y tal vez más.
C iertam ente, lo ideal no es que la paz se m antenga sólo por el
m iedo a una segura destrucción m utua. La hum anidad debe hacci
todo lo posible p ara no perpetuar esta situación, que no constituye
m ás que un m al m enor. Pero la m anera de salir de ella no es hostiga i
únicam ente al cam po dem ocrático, p ara incitarlo a desarm arse de
m anera unilateral, lo que no puede hacer m ás que dejar el cam po li
bre al im perialism o totalitario. Por lo m enos se hace honestam ente
cuando se preconiza el desarm e u nilateral com o sim ple ciudadano
que tiene derecho a profesar una opinión que otros ciudadanos tie­
nen tam bién derecho a considerar falsa y peligrosa. En cam bio, no es
una conducta honesta fingir respaldar esta opinión apoyándose en la
ciencia o en la religión (este caso tam bién se da). Los sabios «respon
sables» que aplaudieron la firm a del acuerdo soviético-norteam eri
cano sobre la retirad a de los m isiles de alcance interm edio, en di
ciem bre de 1987, en W ashington, ¿han pensado que este acuerdo no
se habría logrado jam ás si se les hubiera escuchado cinco años antes,
es decir, si la OTAN no hubiese desplegado los eurom isiles, lo que hu­
biera privado a los Estados Unidos de una m oneda de cam bio? ¿Y,
sobre todo, que no h ab ría tenido siquiera razón de ser si la Unión So­
viética hubiese en 1982 aceptado re tira r sus SS20 a cam bio de la no
instalación de los Pershing 2?
Que la ideología pesa m ás que la ciencia en m uchos juicios cien­
tíficos halla o tra confirm ación en la reacción de la com unidad cientí­
fica norteam ericana ante la Iniciativa de Defensa E stratégica, la
IDS, popularizada bajo la denom inación de «guerra de las galaxias».
D ada la inveterada hostilidad de esta com unidad a las arm as atóm i­
cas, hubiera debido esperarse que acogiese con favor y exam inara
benévolam ente la eventualidad del paso a una estrategia centrada en
la defensa activa, es decir, constituida por un «escudo» espacial. La
disuasión pu ra se basa en la posesión por los dos antagonistas de las
únicas arm as ofensivas que, ante la perspectiva1de una segura des­
trucción m utua, se supone que se paralizan las unas a las otras. Es la
174
(
seguridad fundada en la reciprocidad de lo peor. H abía sido siem pre
condenada por los sabios norteam ericanos y tam bién por los obis-
|M)s; en prim er lugar, a causa de su inm oralidad, porque no es posible
acom odarse a una seguridad que reposa en una perm anente y m utua
am enaza de m uerte, y luego a causa de los peligros del desencadena­
m iento accidental de un intercam bio de «golpes» nucleares. E sta ca­
tástrofe fortuita había sido escenificada a m enudo en la ficción, en
particular por Stanley K ubrick en su película clásica ¿Teléfono rojo?
Volamos hacia M oscú (Doctor Strangelove), en 1964. "Pues bien, ape­
nas el program a de investigación IDS había sido anunciado, en 1983,
por el presidente Reagan, la com unidad científica norteam ericana se
c am biaba de cam isa con una velocidad de transform ación digna del
gran Leopoldo Fregoli, de quien los historiadores del teatro nos dicen
que podía interp retar en una m ism a obra sesenta papeles diferentes.
, Súbitam ente, se m etam orfosea en feroz p artid aria de las arm as
ofensivas y en crítica sin reservas de la defensa activa! «El Bulletin o f
Atomic Scientists de m ayo de 1985 —com enta irónicam ente Pierre
(iallois— 21 canta las alabanzas de la doctrina de la destrucción m u­
tua segura (MAD) después de haberla condenado desde el m ism o m o­
m ento en que se enunció... Se ha evolucionado al otro lado del Atlán-
tico, hasta el punto de elogiar una política m ilitar que, antaño, había
sido duram ente criticada.» Y, en efecto; bastó que Reagan expusiera
su plan de defensa activa para que la doctrina MAD, hasta entonces
la bestia negra de la Union of Concem ed Scientists, de los Physicians
lor Social R esponsability y de la Federation of Am erican Scientists,
se convirtiera, a los ojos de estas m ism as asociaciones de em inencias
intelectuales y de sabios «preocupados» en el últim o refugio del hu­
m anitarism o pacifista y de la virtud filantrópica. Los «Doctores
Strangelove» se reclutaban entonces entre los prem ios Nobel, que
podían can tar a coro el subtítulo de la película: «How I leamed to
stop worrying and to love the bomb» («Cómo aprendí a no preocupar­
me m ás y a am ar la bom ba»).
¡Oh! Por supuesto, los científicos «responsables» continuaban
preocupándose, pero ahora a propósito de la IDS. Parece que lo que
le hace m erecer a una doctrina m ilitar una condenación no es el con­
junto de las características intrínsecas que la constituyen; es el hecho
de que sea la doctrina de la A dm inistración estadounidense. Cuando
deja de serlo, se convierte en buena; la que viene a continuación se
convierte, a su vez, autom áticam ente, en m ala.
Los sabios que trataro n de la Iniciativa de Defensa E stratégica en
el Bulletin o f Atom ic Scientists se em peñaron en dem ostrar, por una
parte, que era irrealizable y no podía ser eficaz; por otra, que era a
tal punto tem ible que induciría a los soviéticos a fabricar nuevas a r­
m as m ás potentes, con objeto de atravesar el escudo espacial. Esos
hom bres de ciencia no p arecían n otar la contradicción entre esos dos
argum entos ni prever su segura destrucción rfiutua, en el terreno de
21. La Guerre de cent secondes, op. cit.
175
la lógica. Si la «m ilitarización del espacio», para adoptar la expre­
sión tendenciosa de la prensa com unista v de ciertos gobiernos d<
Europa occidental, corre el riesgo de acelerar la carrera de arm a
m entos, ello signiñea que es m ucho m ás que un sueño. De otro modo
¿por qué los soviéticos se esforzarían, desde hace tantos años, en in
tentar que los Estados Unidos abandonen el program a IDS? Por <1
contrario, deberían alegrarse de ver a los norteam ericanos com pro
m eterse en un cam ino que los conduce a la reducción de sus armas
ofensivas por exceso de confianza en una protección ilusoria. La
Unión Soviética hubiera debido aprovechar esa ganga. Pero no hu­
eso lo que hizo, m uy al contrario. Además, los hom bres de ciencia
norteam ericanos parecían no saber o no querían saber que los mis
mos soviéticos trabajaban, desde hacía m ucho tiem po, y en violación
flagrante del tratado ABM de 1972, en su propio program a de defen
sa activa, lo que M ijaíl Gorbachov ha term inado por reconocer oíi
cialm ente en una conferencia de prensa, en el curso de la cum bre de
W ashington, en diciem bre de 1987, y que ninguno de los que serm o­
nean tan agriam ente a Occidente sobre su estrategia tenía derecho a
ignorar. ¿Cómo no seguir a Zbigniew Brzezinski cuando escribe: «Si
la defensa activa en el espacio es técnicam ente irrealizable, financie­
ram ente ruinosa v m ilitarm ente sencilla de contrarrestar, no se com ­
prende m uy bien por qué sería desestabilizante, ni por qué los sovié­
ticos tratan tan encarnizadam ente de im pedir a América em barcarse
en una em presa tan calam itosa. Y todavía m enos por qué ellos m is­
mos quisieran reproducir por su propia cuenta un sistem a tan m ani­
fiestam ente desprovisto de todo interés.»?22
En cuanto a la parte técnica del trabajo de la Union of Concemed
Scientists (UCS) tendente a dem ostrar, en 1984, la inanidad práctica
de la IDS, me guardaré m ucho de en trar en el detalle de una discu­
sión que sobrepasa m is com petencias. Pero pronto se tuvo la im pre­
sión de que no era m uy seria, al observ a r sim plem ente que fue ataca­
da sin ta rd a r por sabios de renom bre igual al de los que eran sus au ­
tores. El profesor Lovvell Wood, por ejem plo, del Lawrence Livermo-
re N ational Laboratorv, encontró en el inform e del UCS groseros
errores de cálculo. En una ponencia en el coloquio de Erice, en Sici­
lia, el 20 de agosto de 1984, Wood dem ostró cóm o esos errores dem o­
lían el conjunto de la dem ostración. Robert Jastrow , profesor de
ciencias físicas en D artm outh, criticó igualm ente las cifras enuncia­
das por el UCS y puso en evidencia las enorm es debilidades del infor­
m e.23 Los autores de éste replicaron a estas refutaciones m odificando
y alterando, hasta hacerlas irreconocibles, las aserciones de su pri-
22. Game Plan, a Geostrategic Framework for the Conduct of the Us-Soviet Contest.
The Atlantic Monthly Press, 1986. «// the initiative is technically unfeasible, economically
ruinous and militarily easy to counter, it is unclear why the SDI would still be destabilizing
and why the Soviets should object to America’s embarking on such a self-defeating enterpri-
se; and even less clear why the Soviets would then foüow suit in reproducing such an unde-
sirable thing for themselves. »
23. «The War against Star Wars», Commentary, diciembre de 1984.

176
m era versión. El rnás incom petente de los no especialistas sabía lo su­
ficiente, en todo caso, para com prender, ante ese espectáculo, que las
i ertezas científicas estaban muy divididas en un debate en el que
los m ism os físicos, al repasar sus cálculos, debían hacer rectificacio­
nes que iban del sim ple al doble, ¡o incluso de uno a cincuenta! Ade­
más, tales rectificaciones eran inm ediatam ente contestadas por sus
colegas. Es ciertam ente bello asistir a un despliegue tal de em ulación
intelectual entre investigadores, pero no era honrado por su parte,
para em pezar, asestar al público como verdades absolutas hipótesis
dudosas, e incluso especulaciones falaces.
A pesar de esas lam entables desventuras, el dogm atism o político-
estratégico de los físicos no cedió un ápice de su m ordiente ni de su
soberbia. En 1987, un grupo de trabajo perteneciente a la American
Physical Society publica un inform e de 424 páginas sobre las arm as
de energía dirigida, es decir la defensa activa. Incluso antes de que
los com entaristas cualificados hubieran tenido tiem po de analizar
atentam ente ese inform e, la prensa y los m edios de com unicación se
precipitaban para anunciar que su conclusión ante la IDS era muy
negativa. «Los m ás grandes nom bres de la física m oderna tienen d u ­
das sobre la guerra de las estrellas. Un gran retraso en perspectiva»,
titula por ejem plo el New York Times del 25 de abril: «Physicists Ex­
press S tar W ars Doubt; Long Delays Seen.» ¿Puede clasificarse de
científica una cultura en la que se com unican al público en form a de
afirm aciones perentorias conclusiones hipotéticas de investigacio­
nes dudosas, y nunca los argum entos que han conducido a las m is­
m as ni las objeciones a esos argum entos? Lo que los periódicos y las
televisiones no pensaron en decir, adem ás, a los norteam ericanos, es
que los autores del inform e, aunque todos ellos científicos em inentes,
no contaban con un solo especialista de arm as de energía dirigida, ni
siquiera Charles Tovvnes, que, aun siendo uno de los inventores del
láser, no tenía ninguna experiencia sobre la práctica de las arm as es­
tudiadas. Ese «am ateurism o» relativo explica sin duda ciertas fluc­
tuaciones desconcertantes de la dem ostración. Así, en un pasaje lee­
mos, por ejem plo, que el m otor de los cohetes de largo alcance tarda
entre tres y seis m inutos en arder; en otro pasaje, se lee que tarda en­
tre dos y tres m inutos.24 Sin em bargo, desde el punto de vista de la
posibilidad de interceptar esos cohetes en el espacio, ese punto capi­
tal no perm ite ninguna aproxim ación. Y, desde el punto de vista del
papel que desem peña la ciencia en nuestra civilización, en la época
de la com unicación de m asas, es obligado constatar que las convic­
ciones de la hum anidad en su conjunto no se derivan en absoluto de
un acceso m ás am plio al razonam iento científico, ni de una superior
com prensión de los elem entos del debate, ni de una participación en
el saber, es decir, de una dem ocratización del conocim iento, por su­
m aria que fuera. El público no tiene acceso m ás que a las conclusio-
24. Véase Angelo M. Codevilla, «How Eminent Physicists Have Lent their Ñames
to a Politicized Report on Strategic Defense», Commentary, septiembre de 1987.

177
nes groseram ente sim plificadas y no a los razonam ientos que la*
apoyan, incluso cuando se trata de problem as (el del SIDA, p o re jem
pío) relativam ente sim ples de exponer. El público m oderno continúa
viviendo, igual que su predecesor de la E dad Media, bajo el régim en
del argum ento de autoridad: «Es verdad porque Fulano, prem io No
bel, lo ha dicho.»
Por ejem plo, para presentar tanto la pura disuasión com o la de
fensa activa de tal m odo que cree ansiedad hay, entre otros muchos,
un m ito eternam ente propagado que es el de la «carrera ilim itada«
de arm am entos. ¿Por qué —se dice— aum entar un estoc de arm as va
capaz de «destruir varias veces el planeta»? N ada m enos exacto que
esa im agen. Justam ente porque las arm as han ganado en precisión,
han perdido en capacidad destructiva: no hay necesidad de devastar
lo todo en mil kilóm etros a la redonda, cuando se puede alcanzar el
objetivo con un error eventual de apenas unos m etros. Las arm as nu­
cleares m odernas ya no tienen por objetivo «superdestruir» a las po
blaciones civiles. Ya no apuntan a ciudades, sino a otras arm as nu
cleares: los silos, las bases de subm arinos y de bom barderos. Toda la
tecnología actual se basa en la capacidad de destruir objetivos preci
sos sin devastar las zonas habitadas. Esto es todavía m ás cierto para
las arm as tácticas. Las víctim as civiles, e incluso m ilitares, serían de
un núm ero muy inferior al de las pérdidas provocadas por una gue­
rra convencional tal que la carnicería irano-iraquí, la guerra afgana
o las guerras civiles de Am érica Central. ¡Lejos de m í la idea de que
no hubiera que evitarlas a toda costa! Precisam ente la disuasión y el
equilibrio de fuerzas persiguen ese objetivo así com o el IDS. Pero, a
pesar de todas las afirm aciones corrientes, el estoc nuclear nortea­
m ericano no ha cesado de declinar. En núm ero de cabezas nucleares,
alcanzó su punto culm inante en 1967. En núm ero de m egatones, la
m edida m ás apropiada para evaluar la capacidad de destrucción de
m asa, ese estoc conoció su nivel m ás elevado en 1960. C ontaba enton­
ces cuatro veces m ás m egatones que hoy, porque, una vez m ás, la
precisión ha perm itido reducir la potencia de cada artefacto.
Los hom bres de cien cia25 form an parte de los intelectuales. Los
intelectuales norteam ericanos, y sobre todo los universitarios, se co­
locan m ucho m ás a la izquierda que la m edia del país, si, por lo m e­
nos, estar en la «izquierda» consiste en querer ofrecer la superiori­
dad estratégica a los regím enes totalitarios, lo que yo im pugno, pero
no se puede hacer nada, en el vocabulario, contra el uso. Los intelec­
tuales norteam ericanos tienden a considerar que el único peligro de
guerra es el que em ana de su propio gobierno, sea cual fuere el siste-
25. Hoy está de moda en Francia no emplear la palabra «sabio», que, según parece,
resulta anticuada. Se emplea, pues «hombre de ciencia» o «científico». La dificultad
consiste en que así se renuncia a diferenciar el sustantivo del adjetivo, lo que crea un in ­
conveniente tanto para la claridad como para la eufonía. Curiosa manera de defender
la lengua francesa, que consiste en no desperdiciar nunca una ocasión de empobrecerla.
El inglés, por su parte, conserva la distinción entre el nombre (scientist) y el adjetivo
(scientific).
178
mu de seguridad que éste adopte. Lo m ejor, para ellos, seria que no
tuviera ninguno. Su odio natural hacia el gobierno de los Estados
Unidos se encontraba adem ás m ultiplicado durante el asunto del
ll)S, por el hecho de que a la cabeza del gobierno estaba R onald Rea­
gan. Yo no tengo, por m i parte, ninguna certeza absoluta en lo que se
ref iere a la factibilidad del IDS, aunque m e inclino por seguir a cier­
tos especialistas de las cuestiones estratégicas, cuya argum entación
lavorable a la defensa espacial m e parece seria, en p articu lar A lbert
W ohlstetter.26 De lo que estoy seguro, en cam bio, es de que en la co­
m unidad científica norteam ericana se ha debatido este program a
tinte todo bajo el ascendiente de violentas pasiones políticas e ideoló­
gicas. E sta adulteración del debate científico es posible cada vez que
una cuestión, por otra parte cargada de ideología, conlleva aún m uy
pocas certezas científicas p ara c errar la puerta a la influencia de pre-
juicios ajenos a la ciencia. Cuando tal es el caso, el único freno a la
falsificación es la probidad estrictam ente personal de los sabios. Y en
tanto falte una sujeción m etodológica coercitiva, esta probidad está
tan extendida entre ellos com o entre los dem ás seres hum anos, es de­
cir, m uy poco.
El poderío de la ideología encuentra su m antillo en la falta de cu­
riosidad hum ana por los hechos. Cuando nos llega una inform ación
nueva, reaccionam os ante ella em pezando por preguntam os si va a
reforzar o a debilitar nuestro sistem a habitual de pensam iento, pero
esa preponderancia de la ideología no tendría explicación si la nece­
sidad de conocer, de descubrir, de explorar lo verdadero anim ara
tanto com o se dice nuestra organización psíquica. La necesidad de
tranquilidad y de seguridad m entales parece m ás fuerte. Las ideas
que m ás nos interesan no son las ideas nuevas. El florecim iento de la
ciencia, desde el siglo xvn, nos incita a presuponer en la naturaleza
hum ana un congènito apetito de conocim ientos y una insaciable cu­
riosidad por los hechos. Pero, com o nos enseña la historia, si el hom ­
bre despliega, en efecto, una intensa curiosidad intelectual, es p ara
construir vastos sistem as explicativos tan verbales com o ingeniosos,
que le proporcionan la tranquilidad de espíritu en la ilusión de una
com prensión global, m ás que p ara explorar hum ildem ente las reali­
dades y abrirse a inform aciones desconocidas. La ciencia, para nacer
y desarrollarse, ha debido y debe aún luchar contra esa tendencia
prim ordial, en tom o a ella y en su propio seno: la indiferencia al sa­
ber. La tendencia contraria, por razones que todavía se nos escapan,
no pertenece m ás que a una m inoría ínfim a de hom bres, y, adem ás,
en ciertas secuencias de su com portam iento y no en todas.
Éste es el m otivo por el cual el rechazo de u na inform ación nueva,
o incluso vieja, pero que tiene el defecto de ser exacta, y la negativa
a exam inarla se m anifiestan a m enudo en ausencia de toda m otiva-
26. W ohlstetter ha escrito numerosos estudios criticando la disuasión pura. Se en­
contrará, particularm ente, un buen enfoque de sus tesis en «Swords w ithout Shields»,
The National Interest, verano de 1987.*
179

*
ción ideológica. Ante un conocim iento inopinado que se presente
ante él, el hom bre, fuera de todo prejuicio, es capaz de una falta de
interés debida únicam ente a la inercia del espíritu.
¿Qué hay m ás inofensivo que la asiriología? ¿De qué disciplina
puede un intelectual esperar m enos, en los tiem pos m odernos, el po
der de dom inar a sus sem ejantes y de poner a una ideología al servi
ció de su carrera? Se debe, pues, poder suponer que ése es el últim o
terreno en el que la «com unidad científica», com o se dice por antífra
sis, no corre el m enor riesgo de experim entar el deseo de rechazar uii
conocim iento nuevo. ¿Qué m otivación, qué am bición ajena a la cien
cia podrían im pulsarle a ello? Y, no obstante, ha sucedido. La sim ple
negativa a aprender fue el único m al espíritu que se inclinó sobre la
cuna de esta disciplina. Se puede com prender que ciertos cam pos
históricos sean celosam ente vigilados por los ideólogos, por ejem plo
la Revolución francesa, territorio que continúa cubierto de desechos
ideológicos todavía radiactivos, y en el que penetram os com o en un
castillo encantado por el que circulan fantasm as ávidos de enrolarse
a título postum o en batallas contem poráneas. Sólo el deseo de igno
rancia, la libido ignorandi, explica sus laboriosos principios. En efec­
to, cuando en 1802, un joven latinista alem án, Georg Friedrich Gro
tefend, inform ó a la Real Sociedad de Ciencias de la universidad de
Gotinga, que creía haber encontrado la clave de las «inscripciones
persepolitanas llam adas cuneiform es», lo que era verdad, encontró a
dicha sociedad en un estado de com pleta indiferencia. Y, sin em bar­
go, escribe un asiriólogo actual, Jean B ottéro,27 fue G rotefend quien
«avanzó prim ero por ese cam ino, que duró m edio siglo, al cabo del
cual se debía finalm ente dom inar el triple secreto form idable que ha­
bía protegido durante dos m il años las inscripciones asirías y babilo
nías».28 D esanim ado por la indiferencia de la sociedad real, el joven
latinista abandonó sus investigaciones. E sta reacción de ap atía ante
la inform ación es el hecho básico que debem os tener en cuenta, en
p rim er lugar, si querem os com prender los infortunios de la com uni­
cación y de la com prensión. Precede a toda entrada en escena de la
ideología. Ésta, en cuanto interviene, decuplica la im potencia n atu ­
ral del único conocim iento puro en retener nuestra atención: no la
crea del todo.
En la m inoría donde subsiste la anom alía de la curiosidad inte­
lectual, del gusto por los hechos y del interés por la verdad, el descu­
bridor resulta ser, a veces, un aficionado. Tal era el estatuto del lati­
nista alem án: tam bién lo era del hom bre que prosiguió sus trabajos
y consiguió descifrar las escrituras m esopotam ias, H. C. Raw linson,
sim ple funcionario de la C om pañía de las Indias O rientales. R aw lin­
son, nos dice Bottéro, era un investigador «cuya inteligencia, tesón y
genio debían constituir, después de G rotefend, el nom bre m ás gran-
27. Mésopotamie, París, G allim ard, 1987.
28. «Triple secreto», porque el cuneiforme servía de escritura a tres lenguas, tal
como se descubrió paulatinamente: el antiguo persa, el elam ita y el acadio.

180
ilo en la naciente historia del Cercano O riente antiguo». En el si­
glo \x , fue tam bién un aficionado —un arquitecto, M ichael V entris—
quien descifró en 1952 la escritura llam ada «lineal B» de la Creta m i­
noica. Los helenistas tam poco acogieron con m ucho calor este ade­
lanto decisivo. Prologando la traducción francesa del libro de John
( hadwick, El desciframiento del Lineal B, Pierre V idal-N aquet, em i­
nente helenista francés, escribió en 1972:29 «Se verá a continuación
vorno fue acogido el sensacional descubrim iento de Ventris. Con die-
i mueve años de retroceso, es lícito pensar que, después de todo, las co­
sas no fueron tan m al, y que el helenism o contem poráneo, disciplina
no obstante em inentem ente conservadora, en conjunto, acogió bas-
nuite rápidamente la novedad.» (El subrayado es mío.) «Esto no im pi­
de —prosigue V idal-N aquet— que la historia de las reticencias sea
altam ente instructiva.» A pesar de todos estos púdicos eufem ism os se
puede ver sin dificultad el despliegue de necedad y de m ala voluntad
que debió soportar el desventurado Ventris. Lejos de m í la absurda
idea de que la ciencia sólo progresa gracias a los aficionados. Tal ex­
cepción no puede realizarse casi m ás que en los com ienzos. Por otra
parte, los descubridores com o Ventris o Raw linson, si se situaban,
por su actividad principal, fuera del m undo universitario, no eran en
absoluto unos aficionados. Sólo lo eran nom inalm ente. Muy prepa­
rados, se habían im puesto una form ación tanto o m ás exhaustiva que
la de los profesionales de su disciplina. Si su estatuto m erece aten­
ción, es porque un aficionado, por definición, no goza de ningún po­
der, de ninguna red de alianzas en el am biente social de los sabios y
en la burocracia universitaria. La acogida hecha a su descubrim ien­
to no puede, pues, em anar m ás que de una percepción em inentem en­
te científica, de una única apreciación de sus m éritos. Estos ejem plos
raros son, pues, un buen patrón para m edir la fuerza de los im pulsos
puram ente intelectuales de los hom bres en general y de los investiga­
dores en particular. Pero no hay que preocuparse: entre profesiona­
les patentados, los odios y la m ala fe son casi tan poderosos y deter­
m inantes.
La ideología no hace m ás que agravar y enconar ese tem or n atu ­
ral a los hechos. El m ecanism o de conjuración del sovietòlogo nor­
team ericano Moshe Lewin, antes m encionado, proporciona un diver­
tido ejem plo de esa anim osidad. La conjuración —práctica de m agia
destinada a exorcizar las influencias nefastas— consiste en tachar
m entalm ente de nulidad un hecho que m olesta, proclam ando que es
m enor y ridículo. Puesto en presencia del reciente antisovietism o de
la intelligentsia francesa, com o he dicho antes, Lewin hace de ello, en
prim er lugar, un fenóm eno «parisiense», luego m undano, una m oda
superficial y un poco estúpida: el m iedo, dice él, a la idea pueril de
que los carros soviéticos podrían llegar al canal de la M ancha en
cualquier m om ento. Sin duda, una em isión de televisión consagra­
da, en 1985, a lo que sería un conflicto de ese tipo en Europa, y pre­
29. G allim ard. La edición original inglesa es de 1958.

181
sentada por Yves M ontand, había llam ado la atención a realidades
estratégicas que, en este caso, aunque no le guste al señor Lewin, plá
cidam ente instalado a seis mil kilóm etros de nuestras playas, no se
relacionan, para los europeos, con la pura m itología. No obstante, el
tem or a un ataque frontal, del que se burla Lewin, no ha sido el factoi
decisivo en el cam bio ideológico que tanto le preocupa. Ese factor de
cisivo ha sido m ás bien la tom a de conciencia de la originalidad espe
cífica de la realidad totalitaria, así com o el riesgo de finlandización
sin guerra de Europa occidental. Así, cuando Lewin iro n iza30 sobre
las «fobias», según él sin fundam ento, de la «clase intelectual pan
siense», que «se interesa antes que nada en sí m ism a»... porque se ha
separado de la ideología prosoviética, no se com porta com o un cien
tífico analizando un dato histórico, sino com o un político enfrentán­
dose a los abucheos desde el fondo de la sala. La sinceridad de los de
m ás le parece una cosa im posible. Sin criticarle por un rasgo tan hu­
m ano, observo en él indiferencia ante la inform ación y repugnancia
a tom ar nota de un indicio nuevo, defectos que norm alm ente debie
ran haber sido elim inados por una buena form ación de historiador
Lewin no consigue llegar a absorber un hecho cultural com o es la
evolución ideológica europea (y no solam ente francesa o «parisien­
se»), porque ese hecho coge a contrapelo su postulado inicial : a saber
que, según él, la supresión de la libertad no constituye un com ponen­
te ideológico del sistem a soviético.
«La historia sería una cosa excelente, si fuera verdadera.» Esta
ocurrencia de Tolstói es m ás profunda de lo que parece. Ciertam ente,
soñar en una historia totalm ente verdadera constituye una sinrazón
epistem ológica. Los filósofos de la historia, en particular Max W eber
y, tras él, Raym ond Aron, lo han dem ostrado claram ente: el punto de
vista del historiador es relativo. Esto deriva del hecho de que él m is­
mo opera a p artir de un m om ento de la historia, de la que form a p ar­
te integrante, en la que está inm erso, para observar otro m om ento de
la historia. Pero vo no me refiero aquí a estas consideraciones filosó­
ficas, o, m ás bien, las doy por sabidas y evidentes. Me refiero a las
transgresiones brutales de la verdad, a las que el historiador tiene
m edios de evitar perfectam ente. La cuestión no estriba en saber si el
historiador puede alcanzar la verdad absoluta, sino en —si se esfuer­
za en ello— saber si el historiador puede conocer todos los hechos, si
tiene en cuenta todos los hechos que conoce o si trata verdaderam en­
te de conocer todos los que son cognoscibles. Pero no es así, o, por lo
m enos, es la excepción. En el interior de la relatividad inherente a la
posición del observador, sim ple perogrullada epistem ológica, existe
o debiera siem pre existir una m ezcla de objetividad m etodológica y
de probidad personal que se llam a la im parcialidad. Para aproxi­
m arse a ese rigor, el conjunto de cualidades requeridas en el historia­
dor parece casi im posible de reunir y se encuentra, en efecto, m uy ra­
ram ente reunido. Ciertos viejos historiadores lo poseen, incluso aun-
30. La Formation du système soviétique, op. cit., introducción.
182
<|iic su docum entación esté «pasada de m oda», y m uchos historiado­
res actuales están desprovistos de él, aun cuando tengan a su disposi-
i ión m ejores m edios de investigación.
El procedim iento que com probam os dem asiado a m enudo, inclu­
so en historiadores de alto nivel científico (no hablo de libros de pura
propaganda em bustera, en los que la falsificación no respeta siquiera
las apariencias de la im parcialidad), se basa en la selección de prue­
bas, que tra ta los hechos com o una colección de ejem plos de entre los
que se tom an los que convienen p ara la ilustración de una teoría es­
condiendo lo m ejor posible a los dem ás. D ejando aparte la que han
pr acticado, cada uno con los recursos de su época, una m inoría de es­
píritus ansiosos de conocer, la historia es casi siem pre utilizada
com o el instrum ento de un com bate ideológico, sea político, religio­
so, nacionalista, incluso h um anitario y hasta... científico, es decir,
condicionado por la defensa de las teorías y prejuicios de una escuela
histórica particular.
Puede explicarse fácilm ente ese peso de la ideología, y es casi ex­
cusable, cuando el historiador tom a por objeto un fenóm eno aún en
curso: por ejem plo, el com unism o, la U nión Soviética, el socialism o,
el totalitarism o, el T ercer M undo. Puede explicarse, aun cuando, p re­
cisam ente, lo que tendríam os derecho a esperar del investigador
científico sería que nos perm itiera escapar un poco de los extravíos
de la polém ica cotidiana, en vez de añ ad ir todavía m ás. No obstante,
concedám oslo, la indiferencia se logra ahí con m enos facilidad que
cuando se tra ta de un lejano pasado. Los trastornos incesantes de la
actualidad, las revelaciones im portunas o inoportunas interfieren
entonces, sin cesar, con la construcción del m odelo explicativo en el
cual trab aja el historiador. Son, a m enudo, los m ism os sucesores de
los dirigentes soviéticos o chinos quienes rom pen los m odelos de los
sovietólogos o de los sinólogos occidentales. ¡Qué am argura debe
punzar el corazón de un M oshe Lewin, de un Stephen Cohén, cuando
leen en la Literatoumaya Gazeta del 30 de septiem bre de 1987 que el
núm ero de las víctim as del ham bre y del terro r durante los años
treinta y durante la guerra superan con m ucho, según los dem ógra­
fos soviéticos, súbitam ente locuaces, las m ás despiadadas evaluacio­
nes de la historiografía anticom unista. En 1940, la población de la
Unión Soviética era de 194,1 m illones de h abitantes y se reducía h as­
ta 167 m illones en 1946. Como la guerra costó la vida a veinte m illo­
nes de soviéticos, la diferencia, siete m illones, se debe, pues, a la re­
presión. Peor aún: esta diferencia se am plía todavía m ás si se tom a
com o base de cálculo no una población estática, puro absurdo dem o­
gráfico, sino la población de 1940 aum entada en su crecim iento pre­
visible durante los seis años siguientes. Prolongando la tasa de creci­
m iento de los años treinta, ya particularm en te baja en razón de la
anorm al m ortalidad debida al ham bre y al terror, se llega a la cifra
de 213 m illones de habitantes que hubiera debido ser la de la Unión
Soviética en 1946. Son pues 46 m illones los ciudadanos que han de­
saparecido, o sea 26 m illones de m uertos de ham bre o de la repre­
183
sión." Una cifra tal invita a pensar que m uchas cosas insospechables
se nos escapan todavía en la historia del com unism o. Pero, ¿cómo
iban nuestros historiadores occidentales a hacer el esfuerzo de tratai
de descubrir el m isterio, cuando apenas si tienen en cuenta las cosas
fáciles de conocer? Pensem os que antes de la deflagración en Occi
dente del Archipiélago Gulag, que despertó m uy provisionalm ente a
nuestros sovietólogos de su sueño dogm ático, m ás de sesenta libros
sobre los cam pos soviéticos habían sido publicados solam ente en
Francia, todos catalogados en los ficheros de la Biblioteca Nacional,
entre 1920 y 1974.3132 M uchos historiadores esperan, para levanta i
acta de las atrocidades com unistas, que sean los m ism os dirigentes
com unistas quienes las denuncien... pero siem pre las de sus predece
sores, por supuesto.
Estos reconocim ientos oficiales dan lugar, por otra parte, a una
divertida y ágil recuperación: se descubre en ellos la prueba de que
el régim en está bien de salud y continúa su cam ino, puesto que su
franqueza le m uestra consciente de sus errores y aún m ás alerta en
su cam ino hacia el progreso. Así es cóm o los regím enes com unistas
no son jam ás en O ccidente objeto de un culto m ás ferviente que cuan­
do proclam an que todos sus súbditos vegetan o se volatilizan. Cuan­
do Gorbachov clam a, el 17 de octubre de 1987, que en la Unión Sovié
tica «el problem a de la alim entación aún no está resuelto, sobre todo
en las zonas rurales», recoge en O ccidente una ovación entusiasta.
En la Unión Soviética, en China, en Polonia, en V ietnam , reconocer
los errores y los crím enes parece un título suplem entario para ejer­
cer el poder. Im aginem os las siguientes cinco colum nas en la prim e­
ra plana de un periódico francés en agosto de 1944: «Las evoluciones
positivas del régim en. Una revolución ideológica: el gobierno de Vi-
chy reconoce las aberraciones de la colaboración. Su posición sale
reforzada.» ¡Cuántos historiadores y com entaristas cuando adoptan,
coaccionados y forzados, posiciones que antes com batieron, se las
arreglan para que no parezca que cam bian de opinión!
Todas estas turbulencias intelectuales se explican fácilm ente,
com o decía, por el hecho de que, en el ejem plo escogido, el pasado y
la actualidad, el debate histórico y el debate político se entrem ezclan
y se influencian. ¿Acaso tal historiador del com unism o no es, al m is­
m o tiem po, un editorialista político al cual la gran prensa pide perió­
dicam ente que diagnostique el sentido de los últim os acontecim ien­
tos acaecidos y recom iende una línea de conducta? El com prom iso
directo con el presente aum enta inevitablem ente la dificultad de ser
im parcial en el pasado. En cam bio, cuando el pasado está resuelto,
la serenidad debería predom inar. Pero, sin em bargo, tam poco es así.
N ada lo dem uestra m ejor que la historiografía de la Revolución fran-
31. El texto de la Literatumaya Gazeta, un debate entre un historiador y un filósofo,
ha sido resumido por Le Monde del 2 de octubre de 1987.
32. Inventario hecho por Christian Jelen y Thierry Wolton en L’O ccident des dissi-
dents, París, Stock, 1979.
184
I

i rsa. Los especialistas han aprovechado a m enudo el alejam iento de


una inaccesible Unión Soviética para describirla, no tal com o era,
sino tal com o debiera haber sido. C reaban así, com o con la China
m aoísta, un ideal ficticio, una diversión ideológica. Pero junto a la
diversión en el espacio existe la diversión en el tiem po.
La incurable controversia sobre la Revolución francesa nos inte­
resa aquí m enos por las divergencias de interpretación entre histo­
riadores que ella revela, m anifestaciones norm ales de una investiga-
r ion viva, que por las prohibiciones ajenas a la ciencia que la atravie­
san y la hacen recobrar actualidad. Esas prohibiciones conciernen,
por o tra parte, y en p rim er lugar, a los hechos, antes de concernir a
las interpretaciones. Los seguidores del jacobinism o odian m ás a un
investigador que desentierra o confirm a hechos desagradables p ara
la versión jacobina que a los contrarrevolucionarios de principios,
un E dm und Burke, un Joseph de M aistre, un Charles M aurras, que
constituyen, por así decirlo, sus propios contrapesos ideológicos, en
un consanguíneo y cóm plice antagonism o. E ntre doctrinarios opues­
tos se deleitan en las batallas sostenidas a golpes de afirm aciones, y
se tem en m ucho m ás los nuevos conocim ientos que cortan los corve­
jones de los m ism os caballos de batalla. É sta es la razón por la cual
lu historiografía de la Revolución, especialm ente la historiografía
universitaria y escolar nacida bajo la Tercera R epública, ha consisti­
do m ás en seleccionar las pruebas que en buscarlas, y en proteger las
tesis que en establecerlas. El im perativo ideológico, político, m ili­
tante, dom ina la exigencia científica, de m anera tanto m ás pérfida
cuanto que adopta a m enudo las apariencias de la ciencia, servido
por grandes nom bres de la historia universitaria, Albert M athiez o
Alphonse Aulard, y por los m anuales escolares de E rnest Lavisse o de
Malet e Isaac. La falta de curiosidad por las fuentes com ienza m uy
pronto. M ichelet, en prim er lugar, se preocupa, a m ediados del si­
glo X IX , de exam inar los archivos, seguido por Tocqueville que incluso
exam ina los archivos provinciales. No es un azar que esos dos gran­
des espíritus sean precisam ente de los que no se creen capaces de ex­
traer la verdad histórica del pozo único de su pensam iento. Antes de
ellos, el conservador Adolphe Thiers y el socialista Louis Blanc, am ­
bos autores de una Historia de la Revolución, o L am artine en su H is­
toria de los girondinos, de un sentim entalism o revolucionario m uy
conform ista, trab ajan de segunda m ano, contentándose con docu­
m entos y m em orias ya publicados y con la tradición oral. Ha habido
que esperar casi dos siglos, 1986, para que se esbozara una evalua­
ción seria de las víctim as de la represión en Vendée, m erced a inves­
tigaciones en los archivos de los pueblos, o un inventario del núm ero
de indigentes bajo la Revolución, com parado con el de los necesita­
dos bajo el Antiguo Régim en, o un balance económ ico global del nue­
vo régim en. Y aun estas apreciaciones num éricas fueron acogidas
con indecibles convulsiones por los detentores del «catecism o revo­
lucionario».
La dureza de este catecism o intriga sobre todo a los espíritus ra-
185
zonables, incluso a François Guizot, cuyo padre había sido guillo! i
nado en el período del Terror, los cuales juzgaron irreversibles L
experiencias políticas y sociales de la Revolución. Además, el secta
rism o de los «catecism os» aum enta con el tiem po y se aguza a medí
da de que el peligro de una restauración del Antiguo Régim en o m
cluso de una m onarquía constitucional m oderna se sum erge cada
vez m ás en la nada de los fantasm as irrealizables. La m om ificación
de una im agen m ítica de la Revolución respondía, pues, en los repu
blicanos, a una necesidad que no era co n trarrestar una am enaza po
lítica que cada día era m enos plausible. Si los m onárquicos, con I.»
Acción Francesa, ocupaban todavía en Francia, antes de 1939, un lu
gar innegable en el debate público francés, nunca creyeron en su pt <>
pió éxito. La dem ocracia ha debido, ciertam ente, en el siglo XX, de
tenderse tanto a su derecha com o a su izquierda, pero contra ataques
desencadenados por los totalitarism os m odernos, frutos de una es
cuela de pensam iento muy diferente de la de esos tradicionalistas
Por otra parte, precisam ente, el secreto de la vigilancia puntillosa v
del m iedo a los hechos propios a los sum os sacerdotes del culto revo
lucionario ¿no reside, acaso, en el equívoco prim ordial de la Révolu
ción, esa Revolución m adre, a la vez, de la dem ocracia y de los advei
sarios de la dem ocracia? La desconfiada susceptibilidad y el insacia
ble apetito de censura de los catequistas, calm ados por un tiem po
por la oficialización de una enseñanza universitaria acorde con sus
deseos, ¿no proceden, acaso, de la profunda am bigüedad de su ta re a }
Deben proteger el prim itivo núcleo jacobino del que surge entera
m ente la innovación política capital de nuestro tiem po; la propaga
ción de la servidum bre resguardada tras la defensa de la libertad. De
los dos enem igos m ortales, de los dos sistem as irreconciliables, nací
dos el uno y el otro de la Revolución, el liberalism o y el totalitarism o,
o, en térm inos m ás actuales, la dem ocracia y el com unism o, los here­
deros puros del jacobinism o trab ajan p ara prom over el segundo,
m ientras se pretenden guardianes del prim ero. De ahí su exhorta­
ción: debéis aceptar el T error en nom bre de la libertad. Porque «la
Revolución es un bloque» y «no se hacen tortillas sin rom per hue­
vos». R esulta que reescribir la historia de la Revolución francesa,
rectificarla, expurgarla, idealizarla, sacralizarla, absorberla, reco
m enzarla se deriva, a doscientos años de distancia, de la m ism a nece­
sidad ideológica que las constantes alteraciones y disim ulaciones dé­
la historia reciente y contem poránea por la Unión Soviética. Pero lo
que hace m ás interesante la longevidad del catecism o revolucionario
es que florece en nom bre de la ciencia, en una cultura libre, sin coac­
ción política directa, sin am enaza p ara la seguridad de las personas,
sino para su carrera. El envite es la justificación o el rechace de lo
que se llam ará en el siglo XX la d ictadura to talitaria, y no sólo de la
Revolución, sustituyendo al Antiguo R égim en en tanto que dem ocra­
cia. Este debate —insisto en ello — se produce entre autores que
aprueban, todos, en lo esencial la Revolución, pero unos consideran
que tenía el derecho, e incluso el deber, p ara sobrevivir, de recurrir
186
..I Terror, m ientras que otros m antienen que se traicionó y se destru­
yo a sí m ism a al practicarlo. La escuela adm iradora del T error com-
l>i ende, en el siglo XIX a Adolphe Thiers, hom bre de derechas por ex-
<«delicia, el que ap lastará sangrientam ente la Com una de París en
IH71; L am artine, el oportunista, y los historiadores socialistas. Com­
prende, notablem ente, en el siglo xx a Alphonse A ulard, A lbert M a­
lí i icz y Albert Soboul. Ya en 1796, G racchus B abeuf había proporcio­
nado a esta escuela su divisa: «El robespierrism o es la dem ocracia.»
I a escuela liberal, que ve, por el contrario, en el T error el signo del
h acaso de la dem ocracia y lo juzga tan injustificado com o inacepta­
ble, cuenta con los nom bres de M ichelet, Tocqueville, E dgar Quinet,
l aiiie. A pesar de la enorm e superioridad de sus talentos literarios y
de su consciencia científica, esta segunda escuela, la de la dem ocra-
<ia liberal, ha sido siem pre batida por la prim era. Doy fe de que
pude, un poco antes de la m itad de nuestro siglo, p rep arar el bachi­
llerato, luego el concurso de en trad a en la Escuela N orm al Superior,
leniendo, para am bos, la Revolución en el program a, sin que, jam ás,
mis profesores, por cierto excelentes, m encionaran ni una sola vez en
sus cursos El Antiguo Régimen y la Revolución de Alexis de Tocque-
v 11le. En cam bio, los tres pequeños tom os de La Revolución Francesa de
Albert M athiez debían saberse prácticam ente de m em oria. El retor­
no a Tocqueville en la enseñanza universitaria sólo se esbozó hacia
l% 0. Si la izquierda siem pre ha incluido a M ichelet en su patrim o­
nio, no presta m ucha atención a su severidad hacia el Terror. La po­
lémica suscitada por La Revolución de E dgar Q uinet, en 1865, traza
el bosquejo del m elodram a ideológico reem prendido y puesto en es­
cena hasta la saciedad luego, incluso en la superproducción de las
conm em oraciones de 1989. Según un escenario que no cesará de re­
petirse, y no solam ente a propósito de la Revolución, no se trata en
absoluto en esta discusión de saber si lo que el au to r ha dicho es ver­
dadero o falso, sino p ara qué sirve y a quién sirve o perjudica.
Los detractores m ás violentos de Q uinet, y en prim er térm ino
lo u is Blanc, le acusan de debilitar al m ovim iento dem ocrático y de
traicionarlo. No olvidem os que el «traidor», en ese caso, escogió el
exilio para no vivir bajo el régim en de N apoleón III, igual que su fis­
cal, por cierto. Así, ya, una parte de la izquierda quiere im poner a la
oirá el deber de m entir sobre el pasado con el pretexto de salvaguar­
dar la cohesión del presente.
¿Qué pasado? Q uinet parte de una realidad desesperante, escon­
dida por la izquierda con una vigilancia tan m inuciosa com o clam o­
rosa: la Revolución ha sido un fracaso. C om enzada para establecer
la libertad política, condujo en prim er lugar al T error y luego a la
dictadura m ilitar de N apoleón I. Sus reform as sociales no se pueden
discutir. Pero, com o ya había dicho Tocqueville, desde ese punto de
vista la Revolución ya se hallaba en curso, si no incluso hecha en sus
lies cuartas partes, cuando em pezó. Su verdadero éxito habría sido
im plantar en Francia un sistem a duradero y pacífico de libertad po­
lítica. Pero lo que consiguió sobre todo fue ab rir paso a form as agra-
187
vadas de tiranía. Mucho peor: la «reconquista« de 1848, tam bién
ella, engendró una República incapaz de gobernar, para term inai «1«
nuevo con un golpe de Estado y con una segunda confiscación de 1.«
soberanía por un régim en autoritario.
¡Qué serie de fracasos! C ualquier otra fam ilia política no necesi
taría tantos p ara que la izquierda francesa se interrogara sobre la v,t
lidez de sus ideas. Y la prim era idea a cuestionar, dice Edgar Quiru i
es la de la legitim idad del Terror. En una página de pasm osa modei
nidad, Q uinet desm enuza lo que se convertirá en un gran sofisma cid
siglo XX: «Igualdad sin libertad —escribe— fuera de la libertad, t.il
es, pues, la quim era suprem a que nuestros teorizantes nos hacen peí
seguir en el curso de toda nuestra historia: es el cebo que nos tien«
en vilo... Aplazo la búsqueda de las garantías políticas hasta el tiem
po en que el nivel social habrá sido alcanzado... Supongam os que l.i
quim era sea alcanzada... ¿Quién juzgará que lo ha sido, en efecto?
He aquí la libertad nuevam ente aplazada; hubiera sido m ejor decii
desde el principio que se aplazaría eternam ente.»
En cuanto a Jules M ichelet, sus reserv as acerca de Q uinet se rein
ren m enos al m ism o Terror, condenado con idéntica severidad p<»i
los dos historiadores, que a la m anera de explicarlo. M ientras Quinet
ve en 1793 una sim ple recaída en el absolutism o antiguo, Michelet
capta muy bien que el fenóm eno constituye una especie de primer.i
representación histórica, un inédito m ental. François Furet ” llanm
la atención sobre un aspecto desconocido (o tal vez voluntariam ente
descuidado) del análisis del jacobinism o en M ichelet. Para el autni
de la Historia de la Revolución Francesa, las 3 000 sociedades y los
40 000 com ités del club de los jacobinos som eten a Francia, anticipa
dam ente, al régim en del partido único y del «centralism o dem ocrát i
co», com o se dice en nuestros días.
De esta técnica de dom inio del club, nosotros, en el siglo xx, cono
cem os bien los ingredientes. Furet, traduciendo a M ichelet a nuestro
vocabulario, los detalla así: «M anejo de una ortodoxia ideológica
disciplina de un aparato m ilitante centralizado, depuración sistem a
tica de los adversarios y de los am igos, m anipulaciones autoritarias
de las instituciones elegidas.» M ichelet tenía razón: esta nueva técni
ca de poder era de una «naturaleza» diferente que la del Antiguo Re
gim en.
En 1869, M ichelet enriquece su Historia con un am argo prólogo,
titulado «El Tirano»: «Bajo su form a tan turbia —dice él sobre el Te
rro r—, ese tiem po fue una dictadura.» Esa dictadura condujo más
tarde a la de B onaparte. «El tirano charlatán, jacobino, ocasiona al
m ilitar. Y el tirano m ilitar ocasiona al jacobino.» M ichelet nos ense­
ña aquí que dictadura y dem ocracia constituyen realidades prim a-
ris, originales, que se encuentran en cualquier condición socioeconó­
mica. C om partim os su sorpresa, cuando pregunta: «¿En virtud de
qué obstinación una cosa tan clara se pone siem pre en duda?» 3
33. La Gauche et la Révolution française au milieu du X IX siècle. Hachette, 1986.
188
Se observará que las consideraciones de M ichelet sobre el encasi-
Ihuniento y el control de Francia por las secciones de los clubs (hoy
diríam os las células del partido) prefiguran los análisis de Augustin
( oc hin, ese historiador m uerto en el frente d u ran te la prim era gue-
i ni m undial antes de haber acabado su obra y ser redescubierto cin­
cuenta años m ás tarde por François Furet. La originalidad de Cochin
consiste en haber identificado en el jacobinism o el fenóm eno to tali­
tario en estado puro, fenóm eno autónom o, especie de dictadura de la
palabra em bustera, que no tiene nada que ver con los autoritarism os
antiguos, ni con los dom inios de clase ni con el cesarism o populista.
Publicados, sobre todo, después de su m uerte, los trabajos de Cochin
lucran destrozados por el eterno Alphonse A ulard, con esa dulce des­
honestidad que consiste en criticar un libro sin decir ni una palabra
de lo que contiene, e incluso atribuyéndole lo que no contiene. Así, en
ese caso, Aulard pretende que Cochin se lim itó a resucitar la vieja te­
sis del abate B arruel, según la cual la Revolución habría surgido de
lus logias m asónicas. Pero esto no aparece en Cochin, y en cam bio se
pueden leer m uchas otras cosas, om itidas por Aulard en su crítica,
lise m étodo disuasivo no dejó de producir sus frutos: Cochin volvió
u caer en el olvido. Por haberle sacado de él, Furet se atrajo severas
reprim endas episcopales de los inquisidores del catecism o jacobino,
siem pre activos. Su m oral es clara: la cuestión no estriba en saber si
se deben estudiar o no los textos de Cochin para refutarlos eventual-
mente; lo m ejor es que no existan, que perm anezcan en el olvido, im ­
posibles de encontrar.34 H acer desaparecer, tal es el argum ento sobe­
rano de su pensam iento.
Esto es, justam ente, lo que la escuela del T error había conseguido
hacer en el caso de Taine, innoblem ente ejecutado por el incansable
Aulard a principios de siglo y, coincidencia extraña, Taine había sido
defendido con brío y pertinencia por Augustin Cochin en 1908 en su
Crise de Yhistoire révolutionnaire.
Cuando Taine publicó las partes de sus Orígenes de la Francia con-
temporánea consagrados a la Revolución, a la conquista jacobina del
poder y al Terror, los «republicanos» se m ovilizaron con el fin de o r­
ganizar una contraofensiva. Charles Seignobos y Alphonse A ulard
(titular de la cátedra de historia de la Revolución francesa creada en
la Sorbona expresam ente para él) se esforzaron en dem ostrar que
Taine no era com petente com o historiador. Aulard exam ina m inu­
ciosam ente a Taine tratan d o de encontrar errores de referencia. Tras
la m uerte de Taine, Augustin Cochin contraataca; establece que, so­
bre una m uestra de 140 páginas, com prendiendo 550 referencias, el
porcentaje de errores de Taine era del orden del 3 %, m ientras que el
de los errores de A ulard criticando a Taine era del 38 %. Sin em b ar­
go, Taine, el gran espíritu, fue el vencido a título postum o de una ba-
34. Pero lo trágico, para los inquisidores/, es que tras el estudio que les consagró Fu­
ret, fueron reeditados. Augustin Cochin, L’E sprit du jacobinisme, París, PUF, 1979, prefa­
cio de Jean Baechler.

189
talla en la que A ulard, el m ediocre, fue el vencedor. Después de hahci
conocido un gran éxito de librería a finales del siglo X IX , los Orígenes
dejaron, poco a poco, de ser reeditados.
¿Por qué? El ensayo de Taine había sido tachado con el estatuto
infam e de m áquina de guerra contrarrevolucionaria. Pero esto era.
me parece, un error, por una doble razón. La prim era: si es cierto qm
el alegato antijacobino de Taine es de una gran violencia de tono, v
a veces incluso de una exageración desagradable, no es m ás abrum a
dor que los juicios vertidos antes que él sobre el T error por varios his
toríadores hom ologados en la izquierda, com o lo era el m ism o Taine*
antes de los Orígenes. La segunda: los Orígenes de la Francia contení
ppránea, com o su título indica, no se refieren únicam ente a la Revo
lución. Antes de ella, el Antiguo R égim en agonizante, después de*
ella, lo que Taine llam a el «Régim en m oderno», desde el principio
del sistem a napoleónico hasta 1880, ocupan un am plio espacio.
Además, no se puede calificar a Taine de reaccionario en el sentí
do de que abogara por una R estauración o siquiera por una rehabili
tación del Antiguo Régim en. Su descripción de las últim as décadas
de la vieja Francia, que com prende, por o tra parte, algunas de las pa
ginas m ás cautivadoras del libro, es m ucho m ás severa que la de los
historiadores del siglo X IX m ás favorables que él a la Revolución. Se­
gún él, el Antiguo Régim en ya no era viable ni reform able. La mise­
ria era dem asiado grande, las clases dirigentes, incapaces; el sistem a
político en un estado de putrefacción y de parálisis incurable. El tra
bajo de Taine no tiene, pues, nada que ver con la causa que defenderá
m ás tarde la historiografía de derechas, con un Pierre Gaxotte, poi
ejem plo.
M ientras fingía defender la dem ocracia, cuando de hecho todos
sus enem igos son p artidarios de la dem ocracia, la escuela adm irado
ra del T error busca en la Revolución la argum entación justificativa
del totalitarism o. Esto se ve con toda claridad después del golpe de
E stado bolchevique de 1917, cuando las vedettes de la historiografía
revolucionaria se hacen abogados de la dictadura leninista en nom
bre del 93 y del Com ité de Salvación Pública. En una Investigación
sobre la situación en Rusia publicada en 1919 por la Liga de los Dere
chos del H om bre, se puede leer e sto :35 «La Revolución francesa tam
bién fue llevada a cabo por una m inoría dictatorial —sostiene el pro
fesor Aulard —. No ha consistido en las hazañas de vuestra dum a en
Versalles, sino que se ha desarrollado bajo la form a de los soviets.
Los com ités m unicipales de 1789, y luego los com ités revoluciona
ríos, en am bos países em plearon procedim ientos que convirtieron en
bandidos a los franceses a los ojos de E uropa y del m undo entero.
Vencim os de este m odo. Todas las revoluciones son la obra de una
m inoría.»
35. Citado por C hristian Jelen, V Aveuglement, les socialistes et la naissance du mythe
Soviétique, Paris, Flamm arion, 1984, p. 56. Edición española: La ceguera voluntaria. Los
socialistas y el nacimiento del mito soviético, Barcelona, Planeta, 1985, p. 50.
190
í
Y Aulard dice estas palabras: «Cuando m e dicen que una mino-
i ia está aterrorizando Rusia, lo que yo com prendo es lo siguiente:
Kusia está en plena revolución,» ¡Alentadora definición de la revo­
lución!
«No sé lo que sucede —añade A ulard—, pero m e asom bra que d u­
rante nuestra Revolución francesa tuviéram os que com batir, com o
vosotros, una intervención arm ad a y que, com o vosotros, tuviéram os
em igrantes. Me pregunto entonces si estas circunstancias no otorga­
ron a nuestra Revolución el carácter violento que revistió. Si, por
aquel entonces, la reacción no hubiese intervenido de la form a que
lodos conocéis, tal vez no hubiésem os derram ado tan ta sangre. La
Revolución francesa lo destruyó todo, porque algunos quisieron im ­
pedir su desarrollo.»
Ahí se reconoce el sistem a de excusas que servirá de pasaporte a
tantos sistem as totalitarios del siglo XX, a poco que se reclam en del
socialism o, incluso los m ás sanguinarios y los m ás opresores. Des­
pués de una estancia en Etiopía, en los peores m om entos de la repre­
sión llevada a cabo por el régim en com unista, en 1977, el notable di­
rigente com unista italiano G iancarlo P ajetta declaró que el clim a so­
cial de Addis-Abeba recordaba, en el fondo, el de París durante la Re­
volución francesa. «Igual que en París en 1792 y 1793, uno puede en­
terarse al m ediodía —brom eaba P ajetta— de que el hom bre con
quien cenó la noche anterior acaba de ser ejecutado.» Estos im pre­
vistos form an parte, según Pajetta, del encanto de esa clase de situa­
ción, al cual la evocación de la vida parisiense bajo R obespierre
aporta, a la vez, una respetabilidad histórica y la poesía del folklore.
Si «el robespierrism o es la dem ocracia», entonces poco im portan las
m atanzas, el ham bre, los cam pos de concentración y los boat-people.
K hm ers rojos y sandinistas, Fidel Castro y los am os de H anoi tienen
la razón histórica y la m oral socialista con ellos. Ya no se les puede
objetar ni sus violaciones de los derechos hum anos ni su incapacidad
para alim en tar al pueblo. Eso son críticas superficiales, lam entacio­
nes de p rim er grado, vulgarm ente em píricas, cuando toda revolu­
ción se inscribe en una dialéctica a largo plazo o, m ás precisam ente,
cuyo últim o plazo no llegará jam ás. Las circunstancias en que vive
un régim en revolucionario son siem pre excepcionales y desfavora­
bles, lo que im pide juzgarlo por sus actos, al m ism o tiem po que se
aprueban éstos.
E sta fórmula* m ágica, que perm ite rehusar perpetuam ente el
control de la realidad, es el servicio rendido a la izquierda por la
escuela jacobina. A lbert M athiez, m ucho m ás inteligente que Au­
lard, piensa, sin em bargo, en los m ism os térm inos que él, porque
la ideología nivela a los intelectuales: «Jacobinism o y bolchevism o
son, al m ism o título, dos dictaduras nacidas de la guerra civil y de la
guerra extranjera, dos dictaduras de clase, operando con los m ism os
m edios, el Terror, las requisas y los im puestos, y proponiéndose, en
últim a instancia, un objetivo parecido, la transform ación de la socie­
dad, y no solam ente de la sociedad rusa o de la sociedad francesa,
191
sino de la sociedad universal.» '* En ese paralelo, M athiez no se limi
ta a describir, debo precisarlo: él lo aprueba.
Pero, ¡curioso y contradictorio com portam iento!, la ciencia hisfú
rica así extraviada, m ientras glorifica el T error com o cam ino único
hacia la «transform ación de la sociedad universal», se em peña en di
sim ular cuanto puede sus elevadas realizaciones. ¿Por qué? Si el Te
rror es un instrum ento de salvación para la hum anidad, lo que debic
ra recom endarse sería su extensión. ¿Qué objetivo tiene dism inuir la
escala en que se practicó por los grandes antepasados, para nuestro
bienestar colectivo? ¿Por qué clase de tim idez, disim ular, por ejem
pío, la am plitud de las m atanzas de la guerra de la Vendée, si eran
indispensables al bien de la p atria y de la hum anidad? Y, sin em bar
go, ¡qué escándalo cuando apareció, firm ado por un nuevo gladiador
predestinado a la guillotina ideológica, en 1986, un libro portador de
docum entos inéditos y adornado por un título del que no discutiré su
carácter provocador: Le génocide franco-français (El genocidio fran
co-francés).3637
Es algo m uy francés que esta tesis de Estado, golpe m aestro de un
historiador de treinta años, haya suscitado ante todo una querella de
vocabulario. ¿Lo prim ero que se hizo fue evaluar el interés de los ai
chivos descubiertos tras dos siglos de desván? ¿M edir la am plitud de
las nuevas inform aciones recibidas? ¿E valuar el progreso realizado
en la com prensión de los hechos? ¡No! A bandonando todo lo demás,
los doctores se pelearon por la cuestión de saber si el autor tenía de*
recho a usar en su título el térm ino «genocidio».
Forjado en el siglo xx, se objeta, el vocablo es anacrónico en el
contexto de 1793. ¿Y por qué? Se tiene derecho, me parece, a recurrir
a la noción de genocidio en presencia de circunstancias y en función
de criterios que no tienen nada de vago, a saber:
— cuando la violencia ejercida contra los enem igos o rebeldes
tiende, de m anera patente y a veces proclam ada, no sólo a som eter­
los, sino a exterm inarlos;
— cuando este exterm inio se extiende a toda la población, com ­
batiente o no, de todo sexo y edad, según un plan prem editado, más
allá de las operaciones m ilitares;
— cuando, con esa m ism a intención, son destruidos sistem ática­
m ente los m edios de existencia y de subsistencia de la población ci­
vil, sus dom icilios, sus cam pos, talleres, herram ientas, ganado, de
m anera deliberada, y no sólo a consecuencia de las rapiñas incontro­
ladas de la soldadesca;
— cuando las m atanzas organizadas, im putables a un plan y no
a la anarquía, continúan después del restablecim iento del orden y
con el adversario reducido a la im potencia.
Es incontestable que estos cuatro aspectos se encuentran a menu*
36. Le Bolchevisme et le Jacobinisme, Paris, Librería de «L'Humanité», 1920.
37. Reynald Secher, Le Génocide franco-français, la Vendée «vengé», Paris, PUF,
1986.

192
•lo reunidos en la guerra de Vendée, y lo están bajo el im pulso de una
política decidida en el m ás alto nivel. La Convención, directam ente
0 .1 través de sus representantes en el terreno, proclam a en diversas
1h asiones su firm e propósito de «exterm inar a los tunantes de la Ven-
»lee», de « purgar enteram ente el suelo de la libertad de esta raza mal-
«lita», de «despoblar la Vendée». Las m atanzas de prisioneros, de
mujeres, incluso encinta, de niños y de ancianos cum plen ese progra­
ma al pie de la letra. La destrucción de bienes lo com pleta: «No se ha
incendiado bastante en la Vendée; es preciso que durante un año,
ningún hom bre, ningún anim al, encuentre subsistencia en ese sue­
lo», escribe la Convención al Com ité de Salvación Pública. Quiere
b o rra r de la m em oria de los hom bres hasta el nom bre de Vendée, y
un convencional proponer sustituirlo, en la lista de departam entos,
por «Vengé». El «departam ento vengado» (de ahí el subtítulo del li­
bro de Secher).
En cuanto a la continuación de las m atanzas m ás allá de los obje-
livos del m antenim iento del orden, desbordam iento que hace palpa­
ble* la intención de acab ar con esa población rebelde, indignaba ya a
un historiador tan poco m onárquico com o E dgar Q uinet, que escri­
be, en 1865: «Los grandes ahogam ientos de N antes son de diciem bre
de 1793. ¿Cómo iban los ahogam ientos a salvar a N antes, ya salvada
en junio, es decir, cinco m eses antes? C arrier continúa los exterm i­
nios después de la derrota de los vendeanos en Le M anes. ¿Fue Car-
i ier o M arceau quien decidió ese desastre? Así es cóm o el G ran Te­
n o r actuó, casi en todas partes, después de las victorias.»
Los puristas del léxico de la sangría arguyen, sin em bargo, contra
Secher que genocidio «sólo es aplicable a asesinatos que afectan a
una población extranjera». En ese caso, ¿lo que hem os visto en Cam-
boya en tiem pos de Pol Pot no sería, pues, un genocidio? ¿La «deku-
lakización» de los años trein ta en la Unión Soviética no sería un ge­
nocidio? ¿Los 200 000 ugandeses m uertos, desde 1982 hasta 1985,
por los soldados del presidente Obote tam poco sería un genocidio?
¿Acaso los arm enios asesinados en 1915 no eran ciudadanos turcos?
¿Los hom bres de la Com una fusilados en m asa después de su com ­
pleta derrota no eran franceses? V erdaderam ente, el distingo es dé­
bil. En cuanto al criterio cuantitativo, ¿cómo precisarlo? Ciertos his­
toriadores se perm iten un m ohín ante las m atanzas vendeanas, en­
contrando el botín algo lim itado. Siem pre se puede m ejorar, cierta­
m ente: pero entonces h ab ría que fijar el grado a p a rtir del cual la de­
puración en m asa m erece el grado de genocidio.
Que la represión en Vendée superó de m anera desagradable los
lím ites de lo que la situación requería, es tan cierto que la enseñanza
republicana, tanto a nivel de m anuales escolares com o al de historia
universitaria, ha escam oteado ruinm erite, desde hace un siglo, su
am plitud y sus atroces detalles. La Vendée ha sido recluida en las ca­
tacum bas de los m anuales de historia de inspiración m onárquica y
clerical. Pero véase la paradoja: es Reynald Secher, relegado por la
sim ple elección de su tem a a la «perrera» de los contrarrevoluciona-
193
ríos, quien rectifica, a causa de la seriedad de su investigación, la in
form ación en un sentido en que ningún historiador republicano ha
bría nunca soñado. Establece con im parcialidad que las pérdidas dt
Vendée son, en definitiva, m uy inferiores a lo que siem pre se había
creído.
Hoche, que durante algún tiem po m andaba, sobre el terreno, d
ejército republicano, estim aba en 600 000 el núm ero de m uertos
Luego, h asta nuestros días, incluso los historiadores que juzgan esta
cifra excesiva no bajan nunca de los 300 000. Sin em bargo, Sechei
concluye, según fuentes m inuciosam ente consultadas que, de los
815 029 habitantes con que contaba en 17924a Vendée, 117 257 mu
rieron en los com bates o en las m atanzas, es decir, el 15 % de la po
blación. Lo que es m enos de lo que se creía, pero que es, por supuesto,
m ucho. Pensem os que relacionado con la población francesa actual
ese porcentaje equivaldría a siete m illones y m edio de víctim as. Los
exterm inios y las destrucciones están evidentem ente repartidas de
desigual m anera según las com unas. Algunas pierden hasta la m itad
de sus habitantes y de sus casas; otras, m enos del 5 %.
C iertam ente, el poder central no podía tolerar la insurrección
vendeana, sobre todo en el m om ento en que se recrudecía la guerra
extranjera. Pero la transform ación de la represión en genocidio es de
fuente ideológica y no estratégica. O tros actos de salvajism o lo veril i
can, adem ás, en otros puntos del territorio nacional, donde no latía
ninguna guerra civil. Así, el m inúsculo pueblecito de Bédoin, en Vau
cluse, es castigado por haber perm itido que se talara, una noche, su
árbol de la libertad. Como el delegado de la Convención no logra des
cu b rir al culpable, aplica el castigo colectivo: 63 habitantes son gui­
llotinados o fusilados, los dem ás expulsados, el pueblo es enteram en
te quem ado: «No existe en esta com una ni Una chispa de civismo»,
com enta con virtuosa placidez en su inform e el delegado para esa
m isión.
Igual que todos los poderes que basan su legitim idad en una ideo­
logía, el Com ité de Salvación Pública parece incapaz de preguntarse
por qué le resiste el pueblo, activa o pasivam ente. A sus ojos, el pue­
blo auténtico es él m ism o. Pueblo absoluto, abstracto, m onolítico, no
puede ni to m ar en consideración que el pueblo concreto, viviente,
tornadizo y diverso tenga m otivos sinceros y reales de descontento.
Lo m ás curioso es que las regiones del Oeste, antes de la Revolución,
eran de izquierdas, com o se diría hoy. H a hecho falta el sectarism o
jacobino p ara im pulsarlas a la derecha, donde han perm anecido de
m anera perm anente en la historia electoral francesa.
El hom bre de espíritu que era Clem enceau profirió la asnada de
su vida el día en que lanzó el famoso: «¡La Revolución es un bloque!»
No. N ada de lo que es hum ano es un bloque. Son los tiranos quienes
razonan en térm inos de bloque. Uno puede sentirse heredero de la
Francia de 1789 sin por ello considerar un deber el justificar la Ven­
dée, Bédoin y el Terror.
Toda la investigación científica se inscribe en un m arco trazado
194
pui su época, un «paradigm a», para utilizar el térm ino de Thom as
Kuhn en su Estructura de las revoluciones científicas. O bras com o el
Ahnagesto de Tolomeo, los Principios de Newton, la Q uímica de La­
voisier, la Teoría general de Keynes han fijado, durante una década,
un siglo o un m ilenio los térm inos en los cuales se planteaban los pro­
blem as en un terreno determ inado de la investigación. En este senti­
do, todo pensam iento está condicionado por un segundo plano ideo­
lógico. Pero sería vano sacar de ello un argum ento, com o han podido
hacer un M ichel Foucault o un Louis Althusser, p ara tra ta r de negar
loda diferencia entre conocim iento e ideología y de afirm ar que la
unica realidad intelectual es, de hecho, la ideología. E sta posición
conduce al escepticism o, al hacer del conocim iento una sim ple suce­
sión de interpretaciones ideológicas, o, m ás bien, engendra, al con­
ti ario, un dogm atism o de la ideología considerada com o el único co­
nocim iento verdadero. En am bos casos, la tesis peca por la confusión
de dos fenóm enos bien distintos. El paradigm a, en el sentido de
Kuhn, posee tal vez los caracteres y las propiedades de un lienzo de
lurido general que, sin saberlo el investigador, predeterm ina su acti­
vidad. Pero se trata de una representación científica, interior y debi­
da a la ciencia, no de una ideología sino, m uy exactam ente, de lo que
se llam a una teoría, proyección coherente de un m om ento del conoci­
miento, y en el seno de la cual el investigador trab aja según unos cri-
Icrios que continúan siendo científicos. De m uy diferente naturaleza
es la penetración, de la que ya he dado varios ejem plos, de una ideo­
logía no científica en el m ism o corazón de la ciencia; o, p ara ser m ás
precisos, la falsificación, la corrupción, la m utilación de la ciencia en
beneficio de una ideología. Sin ninguna duda, este engaño es cada
vez m ás difícil a m edida que los dom inios en que quisiera actuar ga­
nan en rigor. Pero en m uchas disciplinas flota aún la suficiente incer-
tidum bre p ara infiltrar en ellas tendenciosas m anipulaciones, ten­
dentes a influenciar m enos a los am bientes científicos que a un p úbli­
co desprovisto de m edios de control y m uy dispuesto a creer bajo p a­
labra a sabios de renom bre. El investigador que opera en el interior
del paradigm a kuhniano lo hace con una honradez total. No es cons­
ciente de que sufre el condicionam iento del sustrato epistem ológico
de su tiem po, a p a rtir del cual respeta la objetividad. Tal no es el caso
cuando un sovietologo norteam ericano «revisionista», com o por
ejem plo un cierto Getty, afirm a, en un coloquio, en Boston, en 1987,
que el núm ero de víctim as de la colectivización y de las purgas esta-
linistas en los años trein ta no sobrepasó los... 35 000.38 Cifra m ani­
fiestam ente ridicula, incluso relacionándola con las m ás bajas hipó­
tesis de los soviéticos, y que no refleja m ás que la torpeza del propa­
gandista. Pero que el señor Getty lo haya podido decir en una reunión
universitaria de alto nivel sin que se le intim e a abandonar en el acto
38. Esta anécdota es referida por uno de los participantes en el coloquio, Jacques
Rupnik, «Glasnost: Gorbatchev's Proís; a New Generation o f American Academics is Re-
w ritin g Soviet History», The New Republic, 7 de diciembre de 1987.

195
sus funciones, dem uestra cuán escasa es, a m enudo, la preocupación
por los hechos en la pretendida «investigación».
En lo que concierne a la Revolución francesa, nos encontram os
m ás bien ante una lucha entre dos paradigm as, para no mencionai
m ás que los autores que la suponen benéfica. Según el prim ero, sii
vió de transición entre la m onarquía absoluta y la dem ocracia libe
ral, fue acom pañada por algunas «torpezas» lam entables, habí ín
probablem ente podido llevarse a cabo a un m enor costo económico
y hum ano, pero, en fin, realizó o selló el paso inevitable del antiguo
m undo a la sociedad política m oderna, fundada sobre la igualdad de
las condiciones, la ley idéntica p ara todos, la elección popular de los
dirigentes, la libertad de cultura y de inform ación, la inviolabilidad
de los derechos individuales. Según el segundo paradigm a, la Revo
lución francesa prefigura y santifica anticipadam ente la sociedad so
cialista sin clases, la dictadura del proletariado, el régim en del partí
do único, el E stado om nipotente. A p a rtir de entonces, las «torpezas»
dejan de serlo. Lejos de constituir desfallecim ientos o perversas re
caídas, eran necesarias p ara desenm ascarar los com plots contraríe
volucionarios, interiores y exteriores. Pero lo que es sorprendente, es
que los defensores de esta versión, igual que los abogados contenípo
ráneos de los sistem as totalitarios, proclam an la necesidad, la legiti
m idad de un T error cuya extensión y crueldad niegan y cam uflan, al
m ism o tiem po, tanto com o pueden. El ham bre y la represión, el fra­
caso económ ico, dentro de lo posible, igualm ente disim ulados, edul
corados, en todo caso disociados de la responsabilidad de los gober
nantes. Tam bién oirem os en el siglo XX a S talin im p u tar el ham bre
a los kulaks, a H anoi echar la culpa a la «burguesía “com pradore”»
o al régim en de K abul explicar la resistencia popular únicam ente
por las «injerencias im perialistas». N egar y justificar los hechos a la
vez procede, pues, de una razón vital: evitar el abandono del para
digm a. Todos los p artidarios de este paradigm a no defienden a todos
los regím enes totalitarios actuales; sim plem ente hacen una elección
entre ellos. Algunos se servirán del m odelo jacobino, m ás o menos
conscientem ente, p ara alab ar a los sandinistas pero no a los khm ers
rojos, que han exagerado un poco. Sobre la realidad del régim en san
dinista cerrarán los ojos, la vieja dialéctica en trará en juego, la abs
tracción prescindirá de los casos concretos que van en contra de la te
sis global. Ante otros regím enes, esto no sucederá del m ism o modo.
A m enudo se incrustan en nosotros, com o capas geológicas, lo que
Léon B runschvicg llam aba «edades de la inteligencia». Las m ás ar­
caicas de esas edades no recobran actividad m ás que a interm iten­
cias. En otros m om entos se callan y dejan h ab lar a las edades más
curiosas de conocim ientos auténticos, o de un conocim iento sólo a
m edias cortado de am or a la ignorancia.
Corte indispensable, por otra parte, ya que el paradigm a jacobi­
no, com o toda ideología totalitaria, vocea y esconde a la vez su secre­
to. A saber: que toda revolución llevada a cabo según el m odelo jaco­
bino, en nom bre de la libertad, acrecienta de hecho el poder del Esta-
196
«!n v destruye la libertad de la sociedad civil. Antes incluso que Lenin
n Mao, M irabeau lo había visto m uy bien, apoyándose en esta cons­
ultación para tra ta r de «vender» la Revolución que em pezaba a
I ,uis XVI, a quien escribe, en uno de sus m em orándum s confidencia­
les: «Com parad el nuevo estado de cosas con el Antiguo Régim en; es
ahí donde nacen los consuelos y las esperanzas. Una parte de las actas
de la asam blea nacional, y la m ás considerable, es evidentem ente fa­
vorable al gobierno m onárquico. ¿Acaso no es nada estar sin p arla­
mento, sin país de estados, sin cuerpo del clero, de privilegiados, de no­
bleza? La idea de no form ar m ás que una sola clase de ciudadanos
habría gustado a Richelieu: esa superficie igual facilita el ejercicio
del poder. Varios reinados de un gobierno absoluto no h abrían hecho
tanto com o este único año de revolución por la autoridad real.» 39
liste pasaje constituye uno de los m ás antiguos análisis sobre lo esen-
eial de la fam osa distinción entre régim en autoritario y régim en to ta­
litario, que los totalitarios rechazan porque apunta a la m ás signifi­
cativa de las líneas de dem arcación entre los regím enes políticos. Al
rey que se aferra al viejo tipo autoritario, M irabeau opone, alabándo­
los, los m éritos m uy superiores, desde el punto de vista del Estado,
de la «m odernidad» totalitaria.
Se com prueba así, en la historiografía de la Revolución, con una
agudeza m uy p articu lar la exactitud del aforism o, o m ás bien diga­
mos la perogrullada de B enedetto Croce, según el cual «la historia es,
siem pre, historia contem poránea»40 en el sentido de que form a parte
de la cultura del m om ento. Pero ese relativism o involuntario de la vi­
sión no debe ser confundido con la voluntariedad de la falsificación.
El prim ero no excluye en absoluto la probidad científica; el segundo
se excluye a sí m ism o de la ciencia.
Se trate de historia o de cuestiones contem poráneas, daré des­
pués otros ejem plos de falsificaciones o de extrapolaciones ab erran ­
tes de datos: por ejem plo, sobre la «explosión» dem ográfica del Ter­
cer M undo, sobre la igualdad de oportunidades en las sociedades de­
m ocráticas, sobre la relación entre desarrollo y subdesarrollo. Pero
la subordinación del conocim iento a la ideología procede de causas
diversas. En lo cotidiano, el descaro con los hechos y con los argu­
m entos se arrastra, a m enudo, a un nivel m uy bajo. Un rudim entario
oportunism o sirve de pensam iento, bastante corrientem ente, a los
que se califica, eufem ísticam ente, de «responsables» políticos. Así,
después de haber tocado a rebato contra el «peligro fascista» en
Francia, el Partido C om unista se dedica súbitam ente a explicam os 41
que «sería erróneo hacer creer que nos encontram os ante una am ena­
za fascista en este país». ¿Por qué este cam bio? Muy sim ple: la trad i­
ción de la izquierda requiere que en caso de peligro fascista, el Parti-
39. Citado por Tocquevilie, El Antiguo Régimen y la Revolución, lib ro I, capítulo II.
40. En La Storia come pensiero e come azione, 1938 (La H istoria como pensamiento
y como acción).
41. VHumanité, 10 de septiembre de 1987.

197
do C om unista se alíe con los socialistas y otros «republicanos» con
tra el peligro suprem o. En 1934, pasa de la táctica «clase contra d a
se» y «fuego contra la socialdem ocracia» al Com ité de Intelectuales
A ntifascistas y al Frente Popular. Sin em bargo, en 1987, el PCF ha es
cogido la táctica de la hostilidad al P artido Socialista, el «agente de
la derecha en la política de austeridad». No conviene, pues, que haya
entendim iento con los socialistas, ergo que haya «peligro fascista»»
Ni en 1984 ni en 1987 la realidad política del Frente N acional de Le
Pen por sí m ism a y en sí m ism a. En 1984, convenía exagerar el «pell
gro fascista» p ara poder acusar a los liberales de haberlo hecho na
cer. En 1987 convenía que desapareciera para poder acabar de de
sem barazarse de la Unión de la Izquierda.
D urante las dictaduras m ilitares, en A rgentina y en Uruguay, lo*
com unistas, en cam bio, pedían la unión de todos los dem ócratas con
tra el fascism o. ¿H abía que deducir de ello que después del retorno
de la dem ocracia en sus países aceptarían por fin el pluralism o y de*
fenderían el «socialism o de rostro hum ano» en los países com unis
tas? Creerlo h ab ría sido ignorar lo que es el auténtico oportunism o
ideológico o, si se prefiere, la im perturbable fijación ideológica.
En Uruguay, p ara m encionar un solo episodio preciso y bien con
creto, durante el proceso de restauración de la dem ocracia tiene lu
gar, el dom ingo 27 de noviem bre de 1983, por la tarde, una m ultitu
diñaría reunión p o p u laren un parque de M ontevideo. Se ha colocado
el estrado al pie del obelisco erigido en hom enaje a los constituyentes
de 1830 (fecha de la prim era constitución uruguaya). Se hallan pre­
sentes representantes, m ilitantes y sim patizantes de todas las co­
rrientes políticas del país. La m ultitud es inm ensa. Es la m ayor m a­
nifestación que ha tenido lugar en U ruguay desde hace m ucho tiem
po. Ante el estrado, a la derecha, las prim eras filas de público están
com puestas, com o por azar, de ap retad as hileras de m ilitantes del
m uy m inoritario p artido com unista. La reunión es abierta con la lec­
tu ra solem ne, en la tribuna, de innum erables m ensajes de felicita­
ción, de sim patía, de apoyo y de aliento llegados del m undo entero
p ara festejar el renacim iento de la dem ocracia en U ruguay. Cada
m ensaje es ritualm ente acogido con aclam aciones, ovaciones y víto­
res. Llega el m om ento en que el lector de los m ensajes, cogiéndolos,
uno tras otro, de un cesto que tiene ante sí, coge uno y se pone a leer
el telegram a de am istad que, en nom bre de Solidam osc, envía Lech
W alesa al pueblo uruguayo «liberado del fascism o». Inm ediatam en­
te, las prim eras filas del público em piezan a gritar, a silbar, a p ata­
lear, a abuchear contra Solidam osc aullando: «¡Abajo W alesa! ¡Aba­
jo el im perialism o am ericano!»
A un grado superior, encontram os el prejuicio involuntario, en
general prejuicio de toda una época, cruzado solam ente por una frac­
ción de m ala fe personal. Jules Ferry, el hom bre que luchó contra el
Segundo Im perio y proclam ó la R epública en París el 4 de septiem ­
bre de 1870, que fue el padre fundador de la izquierda republicana,
el m inistro a quien Francia debe las grandes leyes dem ocráticas so-
198
hiv la libertad de prensa, el derecho de reunión, la enseñanza p rim a­
ria gratuita, laica y obligatoria, exclam aba, el 28 de julio de 1885, en
la tribuna de la C ám ara de D iputados: «¡Señores, hay que hab lar
más alto y proclam ar la verdad! ¡Hay que decir abiertam ente que las
razas superiores tienen un derecho ante las razas inferiores! R epito
que hay un derecho p ara las razas superiores, porque hay un deber
para ellas. Tienen el deber de civilizar a las razas inferiores.» Hoy se
i i ce que el racism o proviene sólo de la derecha. Se olvida que en el
siglo xix la desigualdad de las razas hum anas p arecía’u na evidencia
tanto a la derecha com o a la izquierda. En 1890, dos años antes de su
lallecim iento, en su prólogo a VAvenir de la Science («El porvenir de
la ciencia»), considerando el balance de este libro escrito cincuenta
años antes, E. R enán se reprocha cuanto sigue: «En aquella época, no
tenía una idea suficientem ente clara de la desigualdad de las razas.»
Puede verse cóm o una de las m entes m ás críticas del siglo puede te­
ner tranquilam ente por dem ostrada una tesis que no lo está en abso­
luto, y cóm o un hum anista tolerante puede adherirse a un postulado
lleno de tem ibles consecuencias p ara los derechos del hom bre y la to­
lerancia. La palabra «raza», por o tra parte, era a m enudo tom ada en
una acepción por lo m enos tan cultural com o biológica. El error de
los hom bres del siglo X IX consistía en a trib u ir a la «raza» com porta­
m ientos económ icos, sociales o políticos que ellos juzgaban con seve­
ridad. El nuestro consiste en absolver, en las culturas que no son occi­
dentales —por m iedo de in cu rrir en la acusación de racism o—, acti­
tudes condenables, incluyendo actitudes racistas. Cuando en las islas
Fidji, en m ayo de 1987, el coronel Sitiveni R abuka d erriba un gobier­
no regularm ente elegido porque es de predom inio indio y el coronel
quiere reservar el poder a los m elanesios, entonces, en O ccidente, son
muy escasas las voces que critican la creación de ese nuevo régim en
fundado en un principio explícitam ente racista. Sin em bargo, una
m ayoría de ciudadanos de origen indio, pero nacidos en l^s islas Fid­
ji, así com o varios m iem bros de otras etnias, se ven privados de sus
derechos políticos en razón de su raza. Sin duda el régim en de R abu­
ka fue excluido de la C om m onw ealth, pero las protestas contra este
nuevo apartheid se apagaron m uy pronto y no tu rb aro n m ucho al p la­
neta. Después de h aber procedido a un segundo golpe de Estado, el
25 de septiem bre de 1987, y haberse autoascendido a general, R abu­
ka debió entregar el poder a los civiles el 5 de diciem bre. Un gobierno
provisional, dirigido por el p rim er m inistro en funciones antes de las
elecciones de abril de 1987, es decir, rechazando de todas m aneras el
resultado de tales elecciones, asum ió la m isión de p rep arar una nue­
va constitución y nuevas elecciones.42 Cuando, a principios de sep­
tiem bre, el coronel Jeán-B aptiste B agaza, jefe de B urundi —por
aquel entonces invitado en la cum bre de la Francofonía en M ontreal,
a pesar del régim en de dom inación netam ente racista de su p aís—,
42. Los fídjiános étnicos representaban el 43 % de la población. En la fecha en que
repaso m i texto (junio de 1988), todavía no se han celebrado elecciones.

199
resulta derrocado por el capitán Pierre Buyoya, el V aticano se con
gratula de que este últim o anuncie la interrupción de las vejaciones
de su predecesor contra la Iglesia. Pero Rom a no exige la m odifica
ción de las relaciones étnicas que perpetúan el poder de los tutsis so
bre los hutus, de que he hablado antes, y que habían provocado las
m atanzas que sabem os en 1972. El capitán-presidente, en efecto, ha
querido precisar que no m odificaría nada del statu quo, es decir, qut
la discrim inación tribal, el apartheid negro se m antendría, con la
bendición de las autoridades religiosas y de la com unidad interna
cional. Cuando el 15 de octubre de ese m ism o año de 1987, en Burki
na-Fasso (antiguo Alto-Volta), el capitán Blaise Com paoré procede a
la alternancia gubernam ental asesinando, para ocupar su lugar, al
capitán Thom as Sankara y a algunas decenas de colaboradores su
yos, los defensores de los derechos del hom bre y de la dem ocracia en
O ccidente no se ponen m ás nerviosos que cuando en 1983, en la isla
de G ranada, la oficina política del partido m arxista-leninista New
JEW EL (¡m iem bro, por otra parte, de la Internacional Socialista!)
consideró que debía m atar, entre otras 150 personas, a su jefe Mauri
ce Bishop, que, por su parte, había tam bién tom ado el poder m edian
te un golpe de Estado en 1979. E ra un clan aún m ás prosoviético que
el que había liquidado a este últim o, pero los «liberales» norteam eri
canos habían guardado sus reservas de indignación para el desem ­
barco norteam ericano en G ranada, un poco m ás tarde.
Ante estas curiosas costum bres políticas, aunque sólo fuera por el
núm ero increíblem ente elevado de m ilitares que gobiernan en esos
países (pues una dictadura m ilitar no parece constituir una infrac
ción a la dem ocracia m ás que si el dictador se llam a Pinochet o
Stroessner), el m utism o de los occidentales se explica por la sim ple
inversión del filtro ideológico cuyo efecto, cien años antes, habría
sido hacer atrib u ir estos extravíos a la incapacidad de las «razas in
feriores» p ara gobernarse. En un caso es el prejuicio racista, en otro
es el tabú an tirracista los que im piden analizar estos fenómenos
com o se m erecen, es decir, com o un conjunto de hechos políticos, so­
ciales, económ icos, religiosos y culturales que deben ser estudiados,
com o cualquier otro hecho del m ism o género, y de las m ism as even
tuales apreciaciones m orales. C uando el líder com unista italiano
G iancarlo P ajetta evoca, brom eando, lo pintoresco que hace muy
«París 1793» de Addis-Abeba en 1977, se declara conquistado por el
encanto de la capital etíope, en m om entos en que alberga a m ás de
100 000 presos políticos y se fusilan incluso niños m enores de doce
años. (Por encim a de esa edad, uno es fusilable en E tiopía, gracias a
Dios, pero ya no se es un niño p ara el registro civil.) Es preciso, pues,
p ara que pueda existir tal reacción, que la ideología y el culto revolu­
cionarios cubran a P ajetta con una sólida cam pana de protección.
Contem plem os, pues, nuevam ente, la cuádruple función de la
ideología: es un instrum ento de poder; un m ecanism o de defensa
contra la inform ación; un pretexto p ara sustraerse a la m oral hacien­
do el m al o aprobándolo con una buena conciencia; y tam bién es un
200
medio para prescindir del criterio de la experiencia, es decir, de eli­
m inar com pletam ente o de aplazar indefinidam ente los criterios de
éxito o de f racaso.
El centinela que hace guardia ante esa fortaleza psíquica efectúa
la selección de inform aciones únicam ente en función de su capaci­
dad para reforzar o debilitar la ideología. Un antiguo corresponsal
perm anente de Newsweek en Moscú, Andrew Nagorski, en un libro de
m em orias, por otra parte edificante desde todos los puntos de vista,
Reluctant Farewell (Despedidas involuntarias, Nueva York, 1985),
describe las reacciones que encuentra, en Occidente, cuando vuelve
de vacaciones, en el m om ento m ás encarnizado de la llam ada quere­
lla de los «eurom isiles», hacia 1982. La cuestión estribaba en saber
si se había que desplegar, o no, los Pershing II y los m isiles de crucero
en Europa occidental, para com pensar los cohetes SS-20 soviéticos.
«D urante mi breve viaje a Occidente —escribe N agorski— descubrí
que, por regla general, las opiniones sobre tales problem as ya esta­
ban petrificadas. Las gentes que apoyaban la decisión de la OTAN de
desplegar los nuevos m isiles acogían favorablem ente m is observa­
ciones sobre las concepciones del K rem lin, com o confirm ación de lo
que ellos pensaban. Las gentes que eran hostiles al despliegue recha­
zaban lo que yo decía sobre la m anera en que los soviéticos conce­
bían a Occidente, considerándolo com o desprovisto de interés para
el caso. Fue para m í una fuente de intenso m alestar el com probar que
en toda discusión sobre esa m ateria yo era inm ediatam ente clasifica­
do. Lo que estaba en juego era escoger un cam po en un debate de po-
lítica interior. Cuáles eran realm ente, en todo este asunto, las inten­
ciones de los soviéticos parecía no tener m ás que una im portancia
absolutam ente secundaria.»43
¿Será el hom bre un ser inteligente que no es dirigido por la inteli­
gencia? Sin prejuzgar de sus otras propiedades, la inteligencia sirve
para econom izar una experiencia desagradable, perm itiéndonos,
cada vez que sea posible, analizar los com ponentes de una situación
para prever, o por lo m enos conjeturar, las consecuencias de una ac­
ción. En sum a, es una facultad de anticipación y de sim ulación de la
acción, gracias a la cual podem os guiarnos sin tener que poner nece­
sariam ente en práctica, para ver qué dan de sí, ensayos dem asiado
peligrosos. No obstante, no sólo utilizam os raram ente esta facultad,
sino que, colocados en una situación idéntica, reproducim os a m enu­
do com portam ientos que ya fracasaron.
43. «On my short excursion to the West, l found that, as a rule minds were already made
up on these issues. People who endorsed the NATO decision to deploy new missiles welco­
med my observations about Kremlin thinking as ammunition for their team, while oppo­
nents dismissed what l had to say about Soviet perceptions o f the West as irrelevant. I felt
distinctly uneasy with how quickly I was categorized in any discussion of this subject. It
was a matter of choosing up sides in a domestic political debate, and what relation all this
bore to Soviet intentions hardlv seemed to matter.»

201
Sumario

1. La resistencia a la inform ación


¿Qué es nuestra civilización?
3. De la m entira sim ple 22
4. El gran tabú 31
5. Función del tabú 54
6. Función política del racism o 62
7. Función internacional del antirracism o 82
8. De la m entira com pleja 106
9. La necesidad de ideología 144
10. La potencia adúltera 202
11. La traición de los profes 263
12. El fracaso de la cultura 286
índice onom ástico y de obras 345

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