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Jean-François Revel( —
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El conocimiento
inútil
Premio Chateaubriand 1988
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ciplinas y del lenguaje científicos. El m arxism o es la m ás conocida
de estas m ezcolanzas, pero hay m uchas otras y yo hasta diría que es
este tipo de doctrina el que alim enta la m ayoría de las disputas hu
m anas, por la sim ple razón de que no son ni com pletam ente com pro
bables ni com pletam ente refutables. Se prestan, pues, admirable*
m ente a alim entar las pasiones y desaparecen, por lo general, poi
agotam iento de los adversarios y cansancio del público, ante la au
sencia de toda prueba susceptible de poner un punto final a las discu
siones. Pero ocupan, en lo que se llam a la vida cultural, m ucho más
lugar, em plean m ucho m ás tiem po, em badurnan m ucho m ás papel,
hacen m ucho m ás ruido en las ondas que los conocim ientos propia
m ente dichos. Para com prenderlo, en la im posibilidad de poderlo ex
plicar, hay que ad m itir que satisfacen una necesidad: la necesidad
ideológica. El hom bre experim enta toda clase de necesidades de acti
vidad intelectual adem ás de la necesidad de conocer. La libido scien-
di no es, contrariam ente a lo que dice Pascal, el principal m otor de
la inteligencia hum ana. No es m ás que una inspiradora accesoria, y
en un núm ero m uy reducido de nosotros. El hom bre norm al no busca
la verdad m ás que después de haber agotado todas las dem ás posibi
lidades.
Palabras com o «racionalism o», «positivism o» o «estructuralis-
mo» designan en prim er lugar un m étodo de trabajo, luego una hipó
tesis sobre la naturaleza de lo real, finalm ente una visión ideológica
global. C iertam ente, en el segundo térm ino de todas las fases de la in
vestigación científica se proyecta una im agen teórica en la que se re
sum e el idiom a en el cual una generación de espíritus form ula prefe
rentem ente su aprensión de lo real: m ecanism o o vitalism o, fijism o
o evolucionism o, funcionalism o o estructuralism o, atom ism o o ges-
taltism o. Desde el auge de la biología m olecular, son el vocabulario
y la representación de los fenóm enos tom ados de la inform ática y de
la lingüística los que estilizan la sensibilidad científica, la cual se ex
presa en térm inos de «program a», de «código» o de «m ensaje». Mi-
chel Foucault llam aba «form aciones discursivas» a esas im ágenes en
parte convencionales. Pero Foucault afirm aba que eran enteram ente
ideológicas y quería b o rrar así toda diferencia entre ciencia e ideolo
gía. Lo que equivalía a decir que no había, a sus ojos un verdadero
saber, sólo m aneras de ver.
Es natural que Foucault haya querido abolir lá distinción entre la
ciencia, por una parte, y la ideología de tem a científico por otra, por
que tal supresión es justam ente constitutiva de ese tipo de ideología,
en el que él m ism o destacaba con poco frecuente brío. Lo que define
al ideólogo de tem a científico es que se vale de la dem ostración y de
la experiencia, al m ism o tiem po que rehúsa la confrontación con el
saber objetivo, si no es en las condiciones que le convienen y sobre el
terreno que él escoge. Su uso de la inform ación im ita la gestión cien
tífica sin sujetarse a ella y no tiene valor dem ostrativo m ás que para
el que ya ha entrado en su ideología sin poner condiciones. O bjetar
al ideólogo científico la inexactitud de su expediente o la extravagan-
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l ia de sus inducciones constituye un síntom a de m al gusto, hasta una
señal de m ala voluntad, porque, en el finalism o intrínseco del pensa
m iento ideológico, el valor del dossier proviene de la tesis que se le
luice establecer, y no el valor de la tesis de la solidez del dossier. Por
otra parte, el público d urante el período en que una ideología de esti
lo científico goza de su favor y corresponde a su necesidad, no se in
m uta por las refutaciones fundadas en la com probación de los he
chos y de los razonam ientos, puesto que él pide a esa «form ación dis
cursiva» no conocim ientos exactos, sino una cierta gratificación
afectiva y dialéctica a la vez.
¿Quién se acuerda de la influencia que ejerció sobre los espíri
tus, tanto en E uropa com o en los Estados Unidos, la obra del padre
Teilhard de C hardin, aproxim adam ente entre 1955 y 1965? Tan difí
cil era escapar a»ella com o ab rir un libro o un periódico sin encontrar
una referencia a esa obra. T eilhard satisfacía una fuerte necesidad
ideológica, aportando una conciliación entre el cristianism o y el evo
lucionism o, la paleontología hum ana y el espiritualism o cósmico.
Sus obras, im pregnadas de un énfasis oratorio y de una herm ética
prolijidad, se convirtieron en éxitos de librería. Sedujo tanto a la iz
quierda com o a la derecha (salvo a los integristas cristianos), fue el
pensador tu telar del Concilio V aticano II en 1962 y durante un dece
nio perm aneció intocable para la crítica en la prensa liberal o m ode
rada así com o en la prensa m arxista, que veía en él —a través de es
pesas brum as, en v erd ad — al m ago capaz de efectuar la unión del
m arxism o con el cristianism o. El hechizo que em anaba del teilhar-
dism o llegaba tan lejos entre los intelectuales que los únicos, en m e
dio de ese éxtasis, que no tenían derecho a la palabra eran los biólo
gos, por lo m enos los verdaderos, los que habían conservado la sufi
ciente lucidez para escapar a la tentación ideológica e intrepidez
para osar confesar sus reticencias. Es superfluo añ ad ir que los m eca
nism os de defensa ideológica funcionaban continuam ente y por la
m ecánica de un curioso consenso espontáneo de la com unidad cultu
ral, que m ontaba la guardia, rechazaban, antes incluso de que hubie
ran podido aparecer, las inform aciones susceptibles de m olestar a
sus elucubraciones teilhardianás.
Yo m ism o tuve ocasión de com probar la eficacia de esa defensa
al tratar, durante m ucho tiem po en vano, de hacer publicar en F ran
cia la traducción de un artículo contra T eilhard debido al biólogo in
glés Peter M edaw ar, que acababa de obtener, en 1960, el Prem io No
bel de M edicina. Me enteré de la existencia de ese artículo durante
una estancia en Oxford, en 1962, al ojear la revista M ind; y varios
am igos, biólogos o filósofos del Colegio en que me encontraba me
confirm aron que se había dado un alto a la penetración en G ran B re
taña del teilhardism o, sin polém ica alguna, y señalando sim plem en
te las debilidades de la inform ación biológica y paleontológica que
servían de punto de p artid a a la verborrea teilhardiana. A travesando
el canal de la M ancha con M ind bajo el brazo, no dudaba en interesar
a uno u otro de los responsables de los diversos diarios franceses en
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los cuales escribía yo entonces o con los que m antenía relaciones
am istosas. Encontré, en cam bio, una extraña resistencia y noté una
tendencia universal a la contem porización. El artículo era dem asía
do largo, dem asiado técnico, dem asiado... inglés. De hecho era muv
claro, ciertam ente m ucho m ás que el confuso galim atías de T eilhard,
estaba técnicam ente al alcance de todo lector habitual de las rúbri
cas científicas de los buenos periódicos, y obtuve de M edaw ar la au
torización de condensar el texto en su versión francesa m encionando
sólo los ejem plos m ás significativos. No sirvió de nada. Me di cuenta
me hallaba en presencia de un caso de im potencia de la ciencia para
contrarrestar la ideología. La utilización ideológica de la biología,
com o m ás tarde la utilización ideológica de la psiquiatría o de la lin
güística por Michel Foucault o por R oland Barthès, no dependen, se
gún sus adeptos, del tribunal de la exactitud, cuya com petencia recu
san considerando que no tienen que d a r explicaciones a un «cientif i
cismo» obtuso. La función de las ideologías de consonancia científica
consiste en poner el prestigio de la ciencia al servicio de la ideología,
no en som eter la ideología al control de la ciencia. El éxito del teil
hardism o provenía de que «reconciliaba la Iglesia católica con la
m odernidad», en el sentido de que elaboraba con las palabras una
poción m etafísica haciendo com patible el dogm a cristiano con la
evolución de las especies y la paleontología hum ana. No se le pedía
nada m ás que cum plir esa m isión ideológica. Evidentem ente, nadie
le había leído nunca con el objetivo principal de inform arse sobre las
ciencias de la vida. Pero —y ahí radica toda la am bivalencia de la
ideología— todos debían fingir haberlo leído con ese objeto, ap artán
dose, no obstante, horrorizados de todo exam en crítico de la seriedad
de su base científica, M edaw ar encam aba, pues, el diablo que había
que acallar a toda costa o desacreditar com o rom o y sin im aginación,
aunque no hubiera en ese caso —lo recuerdo— ningún envite políti
co. De ahí las evasivas de m is am igos directores de periódicos. No es
que fueran feroces adoradores del reverendo padre. Diría incluso, y
perdonadm e el estilo coloquial, que les im portaba un rábano. Pero,
por su oficio, buenos órganos receptores de la atm ósfera am biental,
presentían que no tenían nada a ganar publicando a M edawar, ap ar
te del riesgo de ser tachados de «cientificism o retrógrado» y de insen
sibilidad a la «audacia» y a la «m odernidad», y es curioso que esta
últim a cualidad sea ordinariam ente atribuida a las m ás laboriosas
chapuzas de las doctrinas arcaicas. En el curso de una cena en casa
de mi am igo el historiador Pierre N ora tuve la satisfacción de oír a
François Jacob (que obtendría el Prem io Nobel de Fisiología y M edi
cina en 1965) explicar al director de un gran sem anario cuán intere
sante era el estudio de Peter M edaw ar y cuán saludable sería su pu
blicación en Francia. Tuve el am argo consuelo de com probar que te
nía tan poco éxito com o yo, a pesar de su incom parable autoridad.
D ivertido por todas estas peripecias, se las conté detalladam ente a
un hom bre m uy culto que, después de haber abandonado la direc
ción de las páginas culturales de una im portante revista, buscaba di-
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u n o para crear su propio periódico literario y filosófico. Se rió a
m andíbula batiente del oportunism o ideológico y de la sum isión a
las m odas intelectuales de todos esos pretendidos «fabricantes de
opinión» cuyo plácido conform ism o acababa de describirle. «Le
lomo la palabra —le d ije — y cuando lance usted su propio periódico,
prom étam e que publicará el M edaw ar en uno de los prim eros m ím e
los » Lo prom etió. Y cum plió su palabra... pero d é la siguiente m ane
ta: en la prim era página del recién nacido periódico que desplegué
i i >n alegre avidez, la m itad de la página estaba ocupada por el artícu
lo de M edaw ar, la o tra m itad por un ditiram bo en honor de Teilhard,
expresam ente solicitado, y debido a la plum a de un turiferario titu la
do del célebre jesuíta. Se trataba, pues, no de d ar por fin la palabra
ii la ciencia ante la im postura ideológica, sino de yuxtaponer dos
«opiniones», anunciadas com o estrictam ente equivalentes, el «pro»
v el «contra». El pensam iento dem ostrable y el fárrago se convertían
en dos «puntos de vista» igualm ente estim ables. La verdad no era to
davía bastante fuerte para presentarse sola. Lo m ás chusco del asun
to fue que a causa de una errata del secretariado de redacción, los
•uibtítulos «pro» y «contra» habían sido invertidos; el subtítulo
«pro» en grandes m ayúsculas encabezaba el trabajo de M edaw ar y
el subtítulo «contra» coronaba m ajestuosam ente la hom ilía del elo-
giador de T eilhard. Lo que —im agino— acabó de aclarar el debate al
público. Tres años m ás tarde, nadie hablaba ya de T eilhard de Char-
din. H abía sido sustituido por otro experto m ezclador de m etafísica
v de conocim iento que esta vez tenía com o ingrediente básico, ya no
el cristianism o, sino el m arxism o: Althusser.
Sin em bargo, la m ezcla ideológica de Althusser. aunque análoga
a la de Teilhard, es m ucho m ás política. Es tanto un derivado com o
un afluente de la política, lo que nos conduce al tipo m ás corriente
de ideología. No obstante, por otro flanco de su función responde
tam bién a una pura necesidad intelectual y afectiva a la vez: el reju
venecim iento de la doctrina m arxista en el m om ento en que su poder
explicativo com o teoría se deshacía en el polvo. El condim ento alt-
husseriano aplazó por un buen decenio esa putrefacción, e incluso
por dos decenios en ciertos lugares: todavía he conseguido encontrar
un atlhusseriano en las Filipinas en 1987. La originalidad del au to r
de Leer «El Capital» consistió, prim ero, en inyectar a la doctrina m o
ribunda unas cuantas horm onas arrebatadas a las disciplinas m ás
atrevidas de entonces: estructuralism o, psicoanálisis lacaniano, lin
güística y filosofía del «discurso». E sta form a de asistencia m édica
es, en sum a, com ún en todas las salas de reanim ación ideológica.
Pero la originalidad de A lthusser consistió tam bién, y sobre todo, en
no tra ta r de salvar al m arxism o «hum anizándolo» com o se había
siem pre intentado ingenuam ente. Com prendió que el hum anism o,
los derechos del hom bre, la dem ocracia colocarían al com unism o en
un callejón sin salida. No se revigoriza a una ideología copiando a su
contrario, o fingiendo copiarlo. Para levantarla hay que d ar fuerza y
prestigio a lo que ella tiene de único, a lo que, en el tiem po de su es
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plendor, constituía su suprem o atractivo para sus auténticos aücp
tos. La esencia irreem plazable del m arxism o no es la noción de lucha
de clases o de reparto igualitario de los bienes o de supresión del tm
bajo penoso, ideas todas ellas desarrolladas antes de M arx por varios
historiadores, especialm ente por Augustin Thierry y François Gui
zot, o por los utopistas; es el principio de la dictadura del proletaria
do y su aplicación histórica tangible, a saber, el estalinism o. La reí i
nada justificación que da A lthusser del estalinism o, al que por una
ironía soberbiam ente provocadora no encontró, reflexionando mu
cho, reprochable m ás que algunas m olestas «tendencias burguesas»,
perm ite al m arxism o m orir con brillantez, com o filosofía, por lo
menos.
No es sólo nuestra facultad de consultar docum entos y de pensai
lo que suspende e inhibe la necesidad ideológica, en el orden cienti
fico, histórico o filosófico; es incluso nuestra capacidad de observai
los hechos que se nos ofrecen por sí m ism os y dependen de nuestra
percepción visual, táctil o auditiva en el m arco de la actividad senso
rial m ás com ún. Incluso descontando los m entirosos intencionados,
pensem os en cuán elevado es el núm ero de grandes intelectuales y de
periodistas de renom bre que en el siglo XX no han visto m ás que*
abundancia y prosperidad en países donde poblaciones enteras se es
taban m uriendo de ham bre. Esas alucinaciones ideológicas no son
ninguna novedad. Uno de los ejem plos m ás puros que se encuentran
en el pasado es el descubrim iento del Pacífico Sur, a finales del si
glo xvm ; me refiero a la m anera en que fue relatado a E uropa.3
La «m entira tahitiana» nace, en efecto, en el punto de reunión de
la E uropa de las Luces, llena de prejuicios sobre el «buen salvaje», y
de una realidad que sus prim eros observadores estudian m uy negli
gentem ente en lo que tiene de original y que les interesa m uy poco
por sí m ism a. Y sin em bargo —se podría casi decir: desgraciadam en
te — las expediciones a Tahiti estaban com puestas, expresam ente,
por intelectuales em inentes, m uy escogidos, sabios, fervientes lecto
res de la Enciclopedia. Esa elección dio buenos resultados en m ateria
de observaciones botánicas o astrpnóm icas. En cam bio, cuando se
tratab a de las costum bres y de la sociedad, los «navegantes filóso
fos», com o se les llam a, los ingleses Sam uel W allis y Jam es Cook, el
francés Louis Antoine de Bougainville se revelan literalm ente inca
paces, dem asiado a m enudo, de percibir lo que tienen ante sus ojos.
Se em barcaron en busca de la utopía realizada, de la «Nueva Cite-
rea», y hacen de sus sueños la' m ateria prim a de sus observaciones.
N ecesitan un «buen salvaje» honrado, así silencian o apenas
m encionan los hurtos incesantes de que son víctim as. El buen salvaje
debe estar enam orado de la paz: no se d arán cuenta m ás que lam en
tándolo m ucho, y sin insistir, de las guerras tribales que cubren de
3. Véase el excelente lib ro (antología de textos, relato, bibliografía y comentarios)
de É ric V ibart, Tahiti, naissance d ’u n paradis au siècle des Lumières, 1767-1797, Bruselas,
Éditions Complexe, 1987.
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Minare las islas en d m om ento m ism o de las expediciones. Cuando
navios europeos son atacados, los m arinos asesinados, los narrado-
ivs europeos pasan com o sobre ascuas por esos episodios desagrada
bles para regodearse en los períodos de reconciliación y de am istad
ron los tahitianos. Tales m om entos, en verdad, están llenos de encan-
los, aunque sólo fuera a causa de la libertad sexual que reinaba en las
Islas, de la ausencia de toda culpabilidad relacionada con el placer,
su jeto principal de la reflexión m oral de los contem poráneos. Dide-
n >t insistirá precisam ente sobre ello en su Suplemento al viaje de Bou-
Üttinville. Pero cuando se leen entre líneas estos relatos de viaje, nos
enteram os de que las exquisitas tahitianas no se prodigaban sin con
trapartida, que el precio de su am or, cuidadosam ente proporcionado
a su juventud y a su belleza, se fijaba anticipadam ente de com ún
acuerdo. C ostum bre, en sum a, no m uy diferente de lo que se p racti
caba entonces en los jardines del palacio Real y otros lugares de pla
cer de París, de los que Bougainville, un libertino m undano y cultiva
do, era, por otra parte, un habitual notorio y m uy apreciado. ¿No
debe el buen salvaje ser un adepto de la igualdad? Así, los «navegan
tes filósofos» no disciernen nunca la rigurosa división en cuatro cla
ses sociales, fuertem ente jerarquizadas, de la población tahitiana.
Indem ne de toda superstición, O ceania no venera ningún ídolo, se
nos dice; lo que indica m ás bien que los navegantes están m al de la
vista. El polinesio es vagam ente deísta, nos aseguran. Sin duda ha
leído el Diccionario filosófico de Voltaire, y adora a un «Ser S upre
mo». ¡He aquí que es el precursor de Robespierre!
A desgana, los hom bres ilustrados llegados de la crueldad civili
zada p ara contem plar la bondad natural del salvaje conceden, no
obstante, que los tahitianos se entregan, a pesar de sus tendencias fi
lantrópicas, a los sacrificios hum anos y al infanticidio... O tro extra
vío lam entable: num erosos pueblos oceánicos son antropófagos.
Cook, por o tra parte el m ás lúcido, en verdad, de los exploradores de
ese tiem po, perderá todas sus dudas al respecto m ediante una últim a
observación etnográfica, ya que acabará desdichadam ente su carre
ra en el estóm ago de algunos nativos de las islas H aw ai. He aquí
cómo, dice Eric V ibart, «el tahitiano no fue nunca presentado tal
com o era, sino com o debía ser para cu ad rar con la esencia del sue
ño». Y he aquí tam bién, por qué, hoy com o ayer, continúa siendo tan
difícil el com bate contra la falsedad y sus fuentes eternas, la m ayor
parte de las cuales están en cada uno de nosotros.
Con un poco de paradoja, estaríam os tentados a inducir de esta
porción de nuestra historia cultural que el peor enem igo de la infor
m ación es el testigo ocular. Por lo m enos, tal es el caso, desgraciada
m ente frecuente cuando ese testigo llega al lugar de los hechos atibo
rrado de prejuicios e irresistiblem ente inclinado a ad u lar al público
al. que se dirigirá a continuación. El ejem plo de Polinesia y de la lite
ratu ra del siglo xviii está lejos de ser un caso aislado. En todos los
tiem pos, los hom bres h an proyectado sobre países lejanos sus sueños
políticos o han ido a esos países con sus sueños.
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J
La m entira, la ceguera involuntaria o sem ¡consciente proceden
de que utilizam os la realidad exterior o lejana com o un sim ple el·
m entó de la batalla ideológica librada en nuestra propia civilización
o incluso a veces en la arena política m ás trivial y m ás efím era del
país que resulta ser el nuestro. Los socialistas franceses, en 1975, ne
garon la existencia de cualquier com plot totalitario en Portugal, poi
tem or a que al reconocer en Lisboa los signos de un proyecto cornil
nista peligroso para la dem ocracia naciente repercutiera desfavoi a
blem ente en la reputación de la Unión de la Izquierda (socialcomu
nista) en Francia. ¡Portugal no tenía derecho a la existencia autóno
ma! Su historia tenía la obligación de constituir un alegato en pro <>
en contra del program a com ún socialista-com unista de los franceses
En lugar de que la am pliación de la inform ación por la experiencu
sirva para calcular m ejor la acción, es la acción ya program ada n
priori la que sirve para lim itar la distribución de la inform ación. Del
m ism o modo, en el curso del período prerrevolucionario de los «na
vegantes filósofos» del siglo xvm, la creencia en el buen salvaje, cuya
bondad natural.se suponía haberse librado de la civilización corrup
tora, el despotism o y las «supersticiones», constituía en E uropa una
pieza m aestra del dispositivo ideológico del Siglo de las Luces. Traei
del Pacífico observaciones estableciendo que el estado de la naturale
za, o supuesto tal, ofrecía a veces rasgos m ucho m ás inhum anos que
el nuestro, equivalía a arriesgarse a hacer tam balear aquel dispositi
vo, era d ar la razón a Hobbes contra Rousseau. Como casi siem pre,
la preocupación por la discusión en el propio dom icilio tuvo más
fuerza que la de la verdad universal.
El espíritu científico, a m enos que se ejerza sobre él una coaccióti
determ inante, com o en física o en biología, puede convertirse tam
bién en presa de la ideología, sobre todo cuando afecta a la sociobio
logia, a la sociología, a la antropología, a la historia. No m e refiero
aquí a la ineluctable relatividad del punto de vista del observador en
las ciencias hum anas, cuya teoría ha elaborado R aym ond Aron, si
guiendo a Max W eber, en su Introduction á la philosophie de Vhistoire.
Esta relatividad, inherente a las m ism as condiciones del conoci
m iento histórico, supone la elim inación de los factores subjetivos de
la distorsión de las inform aciones. Sin alcanzar una objetividad poco
concebible, es decir, la adecuación com pleta del concepto y del obje
to, puede tender, por lo menos, a la im parcialidad. En cam bio, es a
ésta a la que la ideología pone, a veces, en peligro, cuando la m ism a
naturaleza de una disciplina abre un m argen de im precisión a la ob
servación y sustrae, en la práctica, al observador, al control de la co
m unidad científica. Claude Lévy-Strauss, por ejem plo, en Lo crudo y
lo cocido, denigra con virulencia la Enciclopedia Bororo de los padres
salesianos. Im pugna sin consideraciones la exactitud, la veracidad
m ism a de las observaciones consignadas en esa enciclopedia, consa
grada a la sociedad bororo. C onsiderando que esos indios de Brasil
no han sido estudiados m ás que por los salesianos y el m ism o Lévy-
Strauss, nos dejam os vencer por una cierta inquietud al com probar
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ijiic estos sabios, aunque poco num erosos, no llegan a ponerse de
m uerdo, no ya sobre la interpretación, sino sobre los hechos en bruto
ile la vida de una tribu aún m enos num erosa que ellos, contando ape-
9i§tm m ás individuos que su propio club de antropólogos preocupados
ñor los indios de Brasil. La furia de Lévy-Strauss viene de que los sa-
¡ewianos no son estructuralistas y de que ciertos hechos que relatan
contradicen su interpretación estructuralista. La deform ación ideo
lógica —si hay deform ación: im posible la decisión por un te rc e ro -
es, pues, en este caso, puram ente epistem ológica. No tiene nada de
política. Un sabio se aferra a su encasillado de interpretación y recu
sa los hechos rebeldes y a los que osan m encionarlos. Ésa es una cau
sa de rechazo de la inform ación bastante frecuente y en cierto m odo
Interior en la m ism a ciencia. Sin em bargo, otras num erosas causas
de ese rechazo pueden serle exteriores y referirse a prejuicios m ora
les, religiosos, políticos o culturales sin relación con la investigación.
Se recordará la polém ica suscitada en tom o de la obra de M argaret
Mead, cuatro años después de la m uerte de la célebre antropóloga
norteam ericana, acaecida en 1978. En dos obras capitales y que han
figurado durante decenios en los textos de base de todo estudiante de
antropología, Corning o f Age in Samoa (1928) y Sex and Temperament
in Three Primitive Societies (1935), M argaret M ead habría em belleci
do las costum bres de los insulares oceánicos que habían sido objeto
de su estudio.4 Sus costum bres son en realidad m ucho m enos agrada
bles de com o ella nos las ha descrito y la observadora, deliberada
mente, om itió anotar rasgos neuróticos, las depresiones, la crueldad
represiva, la rapacidad que m arca m uchos com portam ientos en esas
sociedades. Alum na de Franz Boas y fiel a su escuela «culturalista»,
M argaret Mead, en cierto m odo ha enlazado con la ideología «de iz
quierda» de los navegantes-filósofos del siglo xviii y obrado bajo el
em brujo de un prejuicio «tercerm undista» (precursor), es decir,
idealizado la «identidad cultural» de las sociedades prim itivas, para
oponerlas a la hipocresía, al egoísm o y a la violencia interesada de
las sociedades capitalistas industriales, producidas por el hom bre
blanco.
Esta idealización de las sociedades no occidentales en general ex
pone a veces a los «liberales» a sorpresas o incluso los im pulsa a m e
dir las sociedades lejanas según criterios enteram ente opuestos a los
que ellos em plean para juzgar la propia. Recuerdo el estupor de un
pastor alem án, en W indhoek, en N am ibia, quedándose desconcerta
do y estupefacto en m itad de su serm ón, porque había provocado una
inm ensa carcajada en el tem plo, entre los feligreses, casi todos ne
gros, al decir, virtuosam ente: «¡No lo olvidem os nunca! ¡Los bosqui-
m anos son hom bres com o los dem ás!» Ese buen pastor acababa de
descubrir que los negros tam bién tienen sus «razas inferiores». Más
virtuoso todavía, y sobre todo m ás inconsecuente, fue un periodista
4. Estas dos obras han sido reagrupadas parcialmente y traducidas al francés bajo
el títu lo Moeurs et sexualité en Océanie,1963.
157
del W ashington Post, quintaesencia del «liberal» norteam ericano, sm
piedad para su propia sociedad, tanto com o ilim itado en su incluí
gencia por las costum bres de A rabia Saudí, país que él tom a como
m odelo en el Tercer M undo p ara verter el bálsam o de su com prensi
va solicitud.
En el W ashington Post, en efecto, se pudo leer en 1987 un artículo
titulado: «La justicia saudí nos parece cruel, pero funciona», firmad« *
por David Lam b, antiguo corresponsal del periódico en O riente Mr
dio.5 Viniendo de un «liberal» tan convencido, para América, de In
inutilidad de un exceso de disuasión penal, y en un diario tan justa
m ente preocupado por los derechos del hom bre en las dem ocracias
occidentales com o el W ashington Post, este artículo resultaba sor
préndente. El autor, en efecto, em pieza por conceder que los castigos
previstos y abundantem ente aplicados —en público, ad em ás— poi
la justicia saudí: flagelación, am putación, decapitación, lapidación,
«pueden parecer "brutales" según los criterios occidentales». Pero,
precisam ente, nos dice el autor, debem os deshacem os de esos crite
ríos etnocéntricos y com prender que esta justicia deriva de la sharía,
la ley m usulm ana, que, poseyendo un origen sagrado, no podía ad
m itir ningún edulcoram iento debido a la indulgencia de los jueces o
a la evolución de las costum bres. Incluso la presencia de un abogado,
cuando se arranca una confesión a un sospechoso, constituye una
costum bre occidental cuya adopción no se podría reclam ar en un
país del Islam sin pecar gravem ente por incom prensión y falta de
respeto a la m entalidad m usulm ana. Sobre todo, esta justicia, qui
nos parece bárbara, presenta una considerable ventaja: es eficaz.
¿Pruebas? Según las estadísticas de 1982, prosigue el señor Lam b, se
llan enum erado en A rabia S audí 14 000 crím enes y delitos p ara una
población com prendida entre seis y once m illones de habitantes se
gún estim aciones lo que, si m e atrevo a proferir la insolencia de una
observación, p or la am plitud de la desviación, deja estupefacto sóbre
la precisión de las estadísticas saudíes. Pero, el m ism o año, sólo en
la ciudad de Los Ángeles, para una población que se acerca a los siete
m illones de habitantes, se contabilizan un m illón y m edio de crím e
nes y delitos. ¡Casi cuarenta veces más! ¡Cifras elocuentes! Y nuestro
periodista concluye, citando para aprobarlas estas p alab ras de un
universitario norteam ericano, hom bre sabio, especialista de la sha-
ría, con el que coincidió en Riyad: «Es cierto, en este país am putan
algunas m anos de gentes culpables y previenen así horrores tales
com o la violación, el asesinato... ¿Puede usted realm ente decir que
esto los convierte en bárbaros y a nosotros en gentes civilizadas?»6
5. «Saudí Justice Looks Savage to Us, but it Works», Washington Post, 19 de enero
de 1987.
6. «So they cut off a few hands o f guilty people and avoid horrors like rape and murder.
Can you really say that makes them barbarie and us civilized?» Es admirable que esas opi
niones sean profesadas por intelectuales que, en su país, consideran un atentado a los
derechos del hombre que la policía proceda a controles de identidad... de una identidad
«no cultural», es cierto.
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liste em inente islam ólogo om ite el detalle de que la violación y el
Mnesinato acarrean, no la am putación de la m ano, sino la flagelación
Intuía la m uerte, y la decapitación. Son los pequeños hurtos los que
oun castigados con la am putación. ¿Y cóm o el señor Lam b, cierta
mente partidario de la revolución sexual y de la liberación de la m u-
|et en los Estados Unidos, justificaría el castigo reservado en A rabia
ftiüudf al adulterio, y al adulterio de la esposa únicamente, que consis
te en aplastarla bajo las piedras de una lapidación pública? Ese tipo
«Ir lapidación se ha m odernizado, en verdad, desde los tiem pos bíbli-
nw: ya no es la m ultitud sádica e innoble la que arroja las piedras a
la m ujer adúltera. En la A rabia actual, se lleva a la plaza pública un
cam ión-volquete cargado de pedruscos, que son arrojados de una
nula vez sobre la desgraciada y la aplastan, m atándola. A pesar de ese
pm greso hum anitario y técnico, el espíritu de nuestro periodista se
ensom brece, súbitam ente, ante un tem or: que su elogio del «derecho
penal» saudí pueda proporcionar argum entos m alsanos a los p arti
darios de la pena de m uerte en América y de una justicia m ás represi
va en Occidente. Se em barulla, pues, en rectificaciones confusas y la
boriosas, llegando a considerar que las estadísticas sauditas de la de
lincuencia puedan ser poco fiables y que, si los árabes com eten tan
pocos delitos, es m enos a causa de la influencia disuasiva de la repre
sión que al hecho de que form en «una sociedad que cree en la santi
dad de la fam ilia... un pueblo religioso, m oral...7 ¿Cómo explicar esta
caótica m ezcla de veneración por unas costum bres atroces y unas
tan hilarantes palinodias? En prim er lugar, por el conocido tabú del
respeto absoluto a la «identidad cultural», que prohíbe al señor
Lamb juzgar y condenar una civilización que no sea la occidental.
Tabú de un poder tanto m ás m ilagrosam ente sorprendente si se con
sidera que A rabia Saudí, a los ojos de un «liberal», no puede pasar
más que por reaccionaria. No se le aplica ningún parám etro progre
sista, susceptible de servirle de excusa. En segundo lugar, la revolu
ción islám ica iraní y el fundam entalism o han suscitado en la izquier
da una corriente favorable al integrism o m usulm án, esté donde esté,
y a las virtudes m orales, espirituales y políticas del Islam ..., que son
grandes, sin duda, pero tal vez no en las m anifestaciones descritas y
tan alabadas por el W ashington Post. En tercer lugar, por fin, la ala
banza de la sharía tiene por prim era utilidad y por m isión sagrada
denigrar la civilización occidental, pero de una m anera que llega al
colm o del absurdo ideológico, porque nuestro buen periodista nos
prohíbe, al m ism o tiem po, so pena de caer en la perversión represiva,
im itar el m odelo que nos alaba.
Al elaborar la noción de ideología en su sentido m oderno, M arx y
Engels ilustraron, sin duda, una propiedad psíquica entre las m ás so
beranas, en el hom bre. Que nuestras convicciones, nuestra visión del
m undo, nuestras opiniones sobre el bien y el m al, no proceden, la
m ayor parte de las veces, de causas interiores del pensam iento y no
7. «... a society that believes in the sanctity o f the family, a religious, moral people.»
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son, pues, refutables ni inodificables sólo por el pensam iento, La Ro
chefoucauld, o Pascal, o La Bruyére o C ham lort lo habían ya íorrnu
lado con claridad e ilustrado con una sutileza de detalle m ucho más
rica y variada que la de los dos fundadores del com unism o. Pero a es
tos les corresponde el m érito de una expresión teórica precisa y glo
bal que m uestra cóm o nuestros errores, en la m edida en que em anan
de causas exteriores al pensam iento, no pueden corregirse por el sim
pie efecto de la reflexión crítica, de la argum entación, de la inform a
ción. H asta entonces todos los tratados filosóficos sobre el erro r lo su
ponían debido a faltas técnicas, a vicios de razonam iento, a insuf i
ciencias de m étodo y a un defecto en los procedim ientos de com pro
bación. Sólo a los m oralistas se debía la intuición de que el apetito
de lo falso, el deseo de engañar, la sed de m entirse a sí m ism o, la ne
cesidad de creer que es en nom bre del Bien que se hace el Mal, de
sem peñaban en la génesis del erro r un papel sin duda m ás im portan
te que los fallos propiam ente intelectuales, contrariam ente a lo que
decían los filósofos. Esas conductas constituían, tal vez, incluso una
form a prim itiva de adaptación del hom bre a lo real. Desde que el
hom bre pudo pensar, tuvo m iedo de conocer. La capacidad del hom
bre para construir en su cabeza m ás o m enos cualquier teoría, para
«dem ostrársela» y creer en ella, es ilim itada. Sólo es igualada por su
capacidad de resistencia a lo que la refuta y su virtuosism o en cam
biar, no por ,haber tenido en cuenta inform aciones hasta entonces
desconocidas p ara él, sino p ara responder a nuevas exigencias prác
ticas o pasionales. Con su teoría de la ideología, M arx y Engels no
volvían al sim ple pragm atism o. El pragm atism o consiste en sostener
que nuestros conceptos, aunque desprovistos de objetividad teórica,
poseen una objetividad práctica, com o herram ientas afiladas por y
para la acción. En la teoría m arxista de la ideología, no tienen más
que el estatuto de justificaciones falaces e ilusorias de los actos, sin
función p articu lar de eficacia. A la vez subjetiva y colectiva, la ideo
logía nos separa de lo concreto tanto com o de la verdad.
En la descripción, pues, M arx y Engels han acertado. En cam bio,
en la explicación rozan la indigencia. Por lo menos, su hipótesis no
se adecúa m ás que a una porción lim itada de la producción ideológi
ca. Para ellos, la única fuente de la ideología reside en la clase social,
en la pertenencia a una clase y en la lucha de clases. No existiría más
ideología que la clase. La debilidad de esta explicación procede en
prim er lugar de que im plica una sociología sim plista de las clases so
ciales. Éstas serían hom ogéneas y rodeadas de fronteras herm éticas,
sin evolución, sin im bricaciones, ni osm osis, ni m ovilidad, ni progre
sión, m ás que por la cirugía revolucionaria y la dictadura del prole
tariado. Toda la historia de las sociedades, desde m ediados del si
glo XIX, por lo m enos la de las sociedades capitalistas, desm iente este
sum ario diseño. Además, si la ideología no encontrara su génesis
m ás que en los intereses de clase, ¡qué fácil sería todo! A causa racio
nal, tratam iento racional. Sabríam os lo que hay que hacer. Pero
nada autoriza la com odidad de un análisis tan reductivo. M arx no lo
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ignoraba del todo, puesto que forjó, com o se sabe, la noción de «alie
nación» para designar el paso por el que adoptam os a m enudo la
ideología de la ciado que nos dom ina. Esta paradoja se basa en una
mh iología aún racional, puesto que se adm ite que la clase dom inante
dispone de los m edios de com unicación, de cultura, de enseñanza, de
difusión, de adoctrinam iento religioso, político y m oral que le perm i
ten m odelar la m entalidad y las creencias de las clases dom inadas.
D esgraciadam ente, m ucho m enos racional, aunque igualm ente m a
nifiesta, es la alienación inversa, la de las clases dom inantes adhi
riéndose a una ideología contraria a sus intereses, incluso la de toda
una civilización suscribiendo las construcciones intelectuales que
tienden a justificar su destrucción. Además, se pueden im poner a la
ríase dom inada convicciones violentam ente hostiles a la clase d iri
gente y, a la vez, totalm ente falsas. Finalm ente, la ideología presenta
una com plejidad que desborda inm ensam ente la pueril alternativa
de la superestructura dom inadora superpuesta a la alienación suici
da. Más que vulgar disfraz de las relaciones sociales, que a decir ver
dad expresa casi siem pre m uy m al, y con las que, a m enudo, no guar
da relación alguna, la ideología, sin dejar de encam arse, cuando le
ion viene, en la hipocresía vulgar, parece satisfacer así, m ás m isterio
sam ente, una necesidad altam ente espiritual de m entira.
La deform ación de la ciencia por la ideología deriva de esta nece
sidad, libre de todo ingrediente m aterialista. La política puede, evi
dentem ente, ejercer en ella su influencia, pero m ás com o pasión del
espíritu que com o traducción de la lucha de clases, m ás aún por el te
rror intelectual y sus corolarios naturales: el conform ism o y el m ie
do. Un gran especialista de los estudios islám icos, B ernard Lewis, ha
denunciado la reciente tendencia según la cual los orientalistas, in
cluso en los Estados Unidos, en G ran B retaña o en el continente euro
peo, deberían reclutarse exclusivam ente entre los partidarios del in-
tegrism o m usulm án y de la m ilitancia palestina.8 É sta es, leemos en
«sabias» revistas occidentales abiertam ente subvencionadas por la
Libia del coronel Gadafi, una condición indispensable de la «objeti
vidad». Lo m ás bonito es que esta definición de la objetividad es de
fendida por em inentes orientalistas ingleses, norteam ericanos o
franceses. Si sólo los griegos tuvieran el derecho a escribir sobre el
pensam iento griego, h abría que quem ar las obras de Zeller, de Gom-
perz, de Rodier, de B rochard, de G uthrie. H asta p ara enseñar en las
universidades occidentales, los orientalistas deben —se nos dice—
ser escogidos entre los árabes, en todo caso entre los m usulm anes, en
ningún caso entre los judíos, a los cuales tal profesión debiera estar
prohibida. B ernard Lewis cita una revista p aquistaní que rechaza la
com petencia m oral del inm enso islam ista y arabizante que fue Eva-
8. Bernard Lewis, «The State of Middle-Eastern Studies», The American Scholar,
verano de 1979, y «The Question of Orientalism», The New York Review of Books, 24 de
ju n io de 1982. Estos dos textos han sido traducidos al francés en Le Retour de Tlslarn,
G allim ard, 1985, compendio de estudios y de conferencias del autor.
161
riste Lévy-Provençal (1894-1956), el autor de la Historia de la España
m usulm ana. La idea de que para trab ajar en la civilización islám ica,
incluso m edieval, sea necesario sim patizar con el radicalism o y el in
tegrism e islám icos actuales se esparce com o m ancha de aceite en
otras disciplinas. Una elevada proporción de los hispanistas que en
señan en las universidades norteam ericanas son, desde 1960, sim pa
tizantes de Fidel Castro. Por parte de los sinólogos y de los sovietólo-
gos, el servilism o puede explicarse, si no excusarse, por el tem or a no
volver a obtener visado de entrada en China o en la Unión Soviética
y quedar así aislados de su objeto de estudio. Pero ¿es absolutam ente
necesario, p ara m antener una com petencia sobre la historia de la ci
vilización hispánica, asegurarse la en trad a en Cuba, que no es m ás
que un fragm ento m uy pequeño de la H ispanidad, interesante, cier
tam ente, pero no indispensable? La distorsión del espíritu científico
se explica, pues, aquí únicam ente por la ideología y por un confor
m ism o del am biente. ¿Acaso no he oído al artífice de un gran diccio
nario enciclopédico francés declarar un día, en el curso de una em i
sión de televisión, que m ás valía, según él, confiar el artículo «Cas
tro» a un castrista y .«Marx» a un m arxista? En tan buen cam ino,
¿por qué no pedir a la oficina política del partido com unista francés
que los redacte ella? Así estaríam os seguros de una «objetividad» ab
solutam ente com pleta.
Por una curiosa concepción de la ciencia, parece que sea preciso,
p ara especializarse en una cultura, ad m irar a los dirigentes políticos
del m om ento en el país que se estudia. E sta exigencia sólo reza, por
supuesto, para los países com unistas y el Tercer M undo. ¿Se pide a
los anglicistas inscribirse en el partido conservador cuando la señora
T hatcher está en el poder? Así, John K. Fairbank, director del presti
gioso Center of E ast Asían Studies de H arvard —centro que lleva
adem ás su nom bre—, hablando en el New York Times en 1987 de la
traducción de La Forêt en feu (El bosque en llam as) de Sim on Leys,9
escribe que la indignación de Leys ante las destrucciones m asivas de
obras de arte clásicas bajo la dictadura de Mao reflejan un punto de
vista «elitista». ¡Así un gran especialista de China adora hasta tal
punto a M ao que ve desaparecer con alegría en el corazón la m itad
del patrim onio cultural al que él ha dedicado su existencia! Supon
gam os que se destruye la m ezquita de D jum a en Ispahan, la de los
Om eyas en D am asco, la m edersa de Fez, la A lham bra de G ranada, y
que u n islam ista de renom bre internacional proclam a «elitista» ver
ter lágrim as por esas obras de arte desaparecidas. ¡H abría un clam or
de indignación! Pero cuando se trata de M ao Zedong la iconoclastia
se vuelve respetable. E spero que aparezca el italianista que, para
m anifestar la grandeza del espíritu científico, nos diga que, si se que
m ara el M useo de los Uffizi, San Pedro de Rom a y tal vez tam bién el
palacio de los Dux, no sería una gran pérdida, excepto para una pe-
9. Hermann editor de la edición original francesa, 1984; en inglés The Buming Fo-
rest, Essays on Chínese Culture and Pplitics, H olt, Rinehart and Winston, 1987.
162
«Hiena élite ya que, para usar una (rase del señor Fairbank, los artis
tas a los cuales se deben esas obras de arte «no vivían en una socie
dad igualitaria». Dicho sea entre nosotros; este em inente sinólogo
me parece conocer m uy m al su tem a de estudio, si se im agina que la
( hiña com unista, que un país com unista cualquiera, es una «socie
d ad igualitaria». Se ve, pues, cóm o la ideología llevada hasta el deli
rio puede im pulsar a auténticos sabios, cuya función es conocer, a fe-
lit itarse por la destrucción de las fuentes del conocim iento.
Cuando cam bian de opinión, es porque el poder político estable-
i ido, en el país del que son especialistas, ha cam biado. Los sovietólo-
gos que descartaban com o tendenciosos y polém icos los som bríos
cuadros de la econom ía y de la sociedad soviéticas trazados en los
años setenta por historiadores preocupados ante todo por la im par
cialidad, han descubierto bruscam ente en sí m ism os una lucidez des
piadada hacia la era B rézhnev desde el m om ento en que es Gorba-
chov quien ha condenado el «estancam iento» de su predecesor. Hay
para preguntarse qué papel juegan la «m isión del intelectual contra
los poderes», para u sar el conocido cliché, y «la independencia sa
grada del investigador» en esos lam entables cam bios totales de opi
nión. De la m ism a m anera, Jonathan Chaves, uno de los raros sinólo
gos norteam ericanos que no se han arrojado a los pies de Mao, obser
va,101en estos años en que el m ism o partido com unista chino ha reco
nocido las atrocidades com etidas durante la revolución cultural
(1966-1976), que se esperaba por parte de los «China Experts» una pe
queña autocrítica, la confesión de que se habían equivocado. Pues
bien, ¡en absoluto! Ellos adm iten hoy que la revolución cultural, el
«holocausto de diez años», com o se dice en China, ha sido una m ons
truosa aberración, pero lo adm iten, no porque lo hayan com prendi
do, ¡sino porque continúan siguiendo la línea de Pekín! No toleran,
por otra parte, hoy el espíritu crítico con relación a Deng X iaoping
o de su sucesor m ás de lo que lo toleraron antaño con relación a
Mao Zedong. La verdadera cuestión es, pues, una vez m ás, saber para
qué sirve la facultad de pensar, m áquina de recibir, de alm acenar, de
clasificar, de com binar y de in terp retar inform aciones. Yo consagré,
en 1970, varias páginas de uno de m is libros, Ni Marx ni Jesús, al an á
lisis del Pequeño Libro Rojo y de otros escritos de M ao Zedong subra
yando la indigencia intelectual, diría incluso el burlesco cretinism o
de los apotegm as del déspota pequinés. ¡Qué alivio experim enté, el
año siguiente, cuando salió la obra liberadora de Sim ón Leys, Les ha-
bits neufs du président M a o 11 (Los trajes nuevos del presidente Mao),
al darm e cuenta de que no estaba solo con m is opiniones! Pero,
¿quién nos explicará nunca cóm o decenas de m illones de intelectua
les en todo el m undo, estudiantes y profesores que constituyen la éli
te de la enseñanza superior en las sociedades dem ocráticas, h an po
dido, durante cinco o seis años, m editar con devoción ese tejido de
10. En la revista mensual Chrorticles, ju lio de 1987.
11. París, Éditions Champ Libre.
163
f
necedades pretenciosas? ¿Podían ellos adm irarlo si no era colocando
totalm ente fuera de circuito su inteligencia > su c u ltu ra ' Y se trataba
de intelectuales del m undo libre, a los que nada coaccionaba para
una tal abdicación del espíritu. Tenían la idiotez voluntaria y desin
teresada al m ism o tiem po, a la m anera de sus grandes antepasados
de la época estaliniana, a m enudo espíritus em inentes ellos tam bién,
aparte de su estalinism o. «¿Qué decir —escribía Boris Souvarine en
1937— de un Rom ain Rolland, de un Langevin, de un M alraux, que
adm iran y aprueban el régim en llam ado soviético sin estar obliga
dos a ello por el ham bre o por la tortura?» Y Souvarine observaba
que la redacción de L ’H um anité —el diario del Partido Com unista
francés— «no tiene nada que envidiar a la de la Prenda en servilism o
y en bajeza, sin tener la excusa de hallarse entre las tenazas de una
dictadura totalitaria». Jonathan Chaves cuenta en su artículo de
Chronicles que conoce personalm ente a investigadores, especialistas
de la civilización china, que dejaban de dirigir la palabra a un colega
si éste había dicho algo favorable a las Ombres chinoises : (Som bras
chinescas) de Sim ón Leys. El fenóm eno del que acabam os de ver una
nueva m uestra es, pues, el paradójico de profesionales de la vida in
telectual im pulsados en sus juicios y en sus com portam ientos por
toda clase de fuerzas, salvo por las de la inteligencia. A sem ejanza de
los sinólogos, los sovietólogos caen tam bién fácilm ente en el defecto
que consiste en profesar que, para ser digno de estudiar un país. ha>
que aprobar, tanto a sus dirigentes com o a los m enores aspectos de
sus costum bres. ¡Otra vez ese criterio! Solam ente los esclavistas con
vencidos debieran estar autorizados a estudiar la historia griega o
rom ana, sólo los pronazis la historia de H itler y sólo los incendiarios,
quem adores de cuadros y de libros, la biografía de Savonarola. En
los Estados Unidos, un gran núm ero de sovietólogos. no todos afortu
nadam ente, son a tal punto adoradores de su tem a que. com o Ste-
phen Cohén, han tenido el honor, científicam ente dudoso, de ver sus
libros traducidos al naso y difundidos en la Unión Soviética, hasta tal
extrem o coincidían sus trabajos con las tesis oficiales. Síntom a del
aniquilam iento del espíritu crítico por la pasión, esta fiase de Moshe
Lewin, en el prólogo de su proestalinista Formación del sistema sovié
tico, en el que denuncia con irritación lo que él llam a «la m oda anti
soviética reciente en la intelligentsia francesa».1213 De un m anotazo, Le
w in descarta desdeñosam ente ese fenóm eno antisoviético com o un
nubarrón efím ero del «parisiensism o», una chifladura fútil y m unda
na. He aquí cóm o un historiador, cegado por la ideología, deja de
com portarse com o tal y rehúsa identificar un acontecim iento cultu
ral que, contrariam ente a lo que él pretenderes de capital im portan
cia. Desde 1917, los intelectuales franceses se han enredado en el
12. Obra de Simón Leys aparecida en 1974. Nuevas ediciones aumentadas: Robert
Laffont, 1976 y 1978.
13. The Making o f the Soviet System, Nueva York, Pantheon Books, 1985: traducción
francesa, G allim ard, 1987.
164
m arxism o-leninism o v Isi Unión Soviética, en las querellas en torno
•11 estalinism o, el «socialism o de rostro hum ano», la teoría m arxista
del conocim iento y el m aterialism o dialéctico. Favorables u hostiles,
iodos se definen en relación a ese conjunto de teorías y realidades.
IVro resulta que después de setenta años este debate se queda sin sus-
lancia, es un debate m uerto, la cuestión soviética está cerrada, por lo
menos en el antiguo sentido, la causa está vista, el m arxism o ya no
interesa a nadie, o sólo interesa com o una doctrina filosófica entre
las dem ás. Es un m om ento crucial histórico considerable, tanto
como pudo serlo en otros siglos el últim o suspiro de la escolástica
medieval. ¡Y alguno que pretende ser historiador no com prende esto!
La presión ideológica sobre la ciencia se ejercía con fuerza y por
la fuerza en la época de los Copém ico, G iordano Bruno o Galileo. En
nuestros días, ya casi es posible sólo en las ciencias históricas y en la
sociología, y únicam ente hasta cierto punto, y nada o casi nada en las
ciencias m ás rigurosas. No obstante, hay físicos que no dudan en ex
plotar abusivam ente su prestigio de sabios para lib rar batallas ideo
lógicas fuera del cam po de su com petencia o sobre cuestiones que no
tienen con su com petencia m ás que una relación aparente. Tal fue,
(al es todavía a m enudo, el caso de físicos que, hostiles al arm am ento
nuclear de su propio país, por razones políticas o por adhesión a un
pacifism o unilateral, alegan su prestigio de sabios para im presionar
al público y asestarle, en nom bre de la ciencia, juicios categóricos
dictados en realidad por m óviles no científicos.
C ontrariam ente a la m ayor parte de los dem ás intelectuales, los
investigadores científicos, por lo m enos los que se dedican a las cien
cias cuyo m étodo y objeto hacen im posibles o difíciles las afirm acio
nes que no se puedan com probar, sufren coacciones dem ostrativas
inherentes a su disciplina. Pero fuera de esa disciplina, pueden libe
rarse de esa coacción si su carácter los incita a ello o si la pasión ideo
lógica los im pulsa a hacerlo. El rigor al que se ven obligados en la
práctica de su ciencia, y sin el cual tal práctica no podría, sim ple
m ente, existir, no es transportable fuera del cam po de su investiga
ción y de su objeto específico. Los m ás grandes científicos dejan a
m enudo de serlo cuando se alejan de su especialidad. Pueden llegar
a ser capaces de las peores incoherencias y de las m ás necias extrava
gancias cuando se apartan de su esfera. Dicho de otro modo, su inte
ligencia puede no ad m itir por sí m ism a, cuando se aplica a un sujeto
profano, los parapetos que le im pone, por sus m ism as leyes constitu
tivas, el trabajo científico, cuando se consagran a él. D urante ese tra
bajo no tienen opción. Lo tom an o lo dejan: se hace dentro de las re
glas o no se hace. Pero, fuera de ese trabajo, la im aginación puede
desquitarse. La falta sectaria de probidad, la debilidad del razona
m iento, el rechazo o incluso la falsificación de los hechos, el peso de
los resentim ientos personales, pueden alterar el funcionam iento de
espíritus que, de vuelta al redil de la ciencia, o a condición de no sa
lirse de él, se cuentan entre los m ejores. Las declaraciones falsas,
odiosas, em busteras que han podido proferir un Frédéric Joliot-Cu-
165
ríe, un Albert Einstein, un B ertrand Russcll cuando se aventuraban
fuera de la física o de la lógica m atem ática constituyen un florilegio
en el cual me perm ito, o me perm itiré m ás adelante, detenerm e de
vez en cuando p ara an im ar este libro. N adie piensa, por supuesto, en
discutir a estos grandes hom bres, ni tam poco a todos los científicos,
el derecho a profesar todas las opiniones que les plazca en todas las
esferas que les interesan, sin confinarse en su especialidad. Tienen la
m ism a libertad de hacerlo que los dem ás seres hum anos. Pero la im
postura com ienza cuando im prim en el sello de su prestigio científico
a tom as de posición que parecen derivar de su com petencia, cuando
en realidad no se derivan en absoluto. Que un sabio conocido procla
me sus sim patías por tal partido político no es m ás que una venial
operación de propaganda, com o la com eten igualm ente los escrito
res, los actores, los pintores, todos los que ponen un nom bre célebre
al servicio de una causa, aunque ésta apele a cualidades de juicio sin
relación con las que los hacen destacar en su actividad principal. No
obstante, ese ligero abuso de confianza reviste una gravedad im per
donable cuando el interesado pretende que entre sus conocim ientos
de sabio y sus posiciones políticas hay un lazo interno y propiam ente
científico, de lo cual el gran público no tiene evidentem ente m edios
p ara com probar la realidad. Tal fue el caso, por ejem plo, a principios
de los años cincuenta, cuando un Joliot-Curie explotó el prestigio de
su prem io Nobel de Física p ara proclam ar nociva la bom ba atóm ica
norteam ericana y saludable hasta el m ás alto punto la bom ba atóm i
ca soviética. Alguien puede m uy bien ser un auténtico sabio atóm ico
y form ular, sin em bargo, afirm aciones desprovistas de seriedad so
bre los aspectos de los problem as nucleares que no dependen de la
investigación fundam ental, por ejem plo, los problem as de estrategia
nuclear. No obstante, el público creerá, por yuxtaposición y contigüi
dad, que las opiniones de un físico nuclear en m ateria de estrategia
nuclear son m ás fundadas que las de un com erciante o un agricultor.
Pero no es así. La segunda disciplina, a despecho de la hom onim ia,
es tan distinta de la prim era com o la dirección de una em presa in
dustrial lo es de la teoría m acroeconóm ica. Un prem io Nobel de Eco
nom ía no se convertiría necesariam ente en un buen presidente de
com pañía internacional, ni siquiera en un buen tendero. Como ob
serva irónicam ente el general Pierre G allois «desde su fundación (in
m ediatam ente después de la segunda guerra m undial), el Boletín de
los científicos del átom o anuncia cada m es la inm inencia de la catás
trofe».14 La razón de este erro r indefinidam ente repetido es que se
puede conocer la estructura del átom o y las m aneras de lib erar la
energía intraatóm ica sin, por ello, conocer nada de estrategia. Si
quiere evaluar los riesgos de conflicto nuclear, o incluso convencio
nal, el físico atóm ico, por m uy laureado del Nobel que sea, debe cum
p lir las m ism as condiciones que el profano: tiene que estudiar la re
lación de las fuerzas políticas, m ilitares, económ icas, ideológicas en-
14. Pierre Gallois, La Guerre de cent secondes, París, Fayard, 1985.
166
t iv las grandes potencias afectadas, sus sistem as de alianzas, sus per-
<rpciones de am enazas, el nivel y la naturaleza de las tensiones, tan
to en las relaciones bilaterales com o en las im plicaciones m ultilate
rales de esas relaciones, en los enfrentam ientos indirectos, por inter
posición del Tercer M undo, y en los conflictos regionales. La com pe
tencia en geoestrategia no se desprende de la que se posee en física
teórica, com o tam poco hace m il años un herrero estabq m ás cualifi
cado que un pastor p ara juzgar de política y estrategia, so pretexto
«le que la guerra se hacía entonces con espadas y que era él quien las
fabricaba. Un buen constructor de aviones no posee ningún título
para convertirse ipso facto en jefe del Estado M ayor del Ejército del
Aire o m inistro de Defensa, ni un ingeniero de autom óviles en piloto
de fórm ula uno. The Bulletin o f Atom ic Scientists publica, en cam bio,
bajo la autoridad de la ciencia, num erosos artículos puram ente polí
ticos. Yo com probé personalm ente la experiencia cuando en 1972 el
excelente físico R abinovitch publicó en ese boletín una crítica de m i
libroM Marx ni Jesús}5 Le llam ó principalm ente la atención y la a ta
có violentam ente m i tesis de que los E stados Unidos no eran ni una
sociedad fascista ni una sociedad que se encam inaba hacia el fascis
mo. En aquella época, efectivam ente, esta tesis había dejado estupe
factos tanto a la izquierda europea com o a los «liberales» norteam e
ricanos, am pliam ente m ayoritarios en la com unidad científica del
país. A causa de la guerra de V ietnam , y, evidentem ente, sin la m enor
percepción del peligro totalitario representado en el Sudeste asiático
por H anoi, era un postulado, en el curso de esos años, entre los inte
lectuales norteam ericanos, que los Estados Unidos se dirigían hacia
una especie de prenazism o. Recuerdo haber sido invitado, o, m ejor
dicho, inm olado en el curso de un debate en noviem bre de 1971, en
Nueva York, en una especie de círculo intelectual, una «oficina de es
píritus» (como diría V oltaire) llam ado T heater for Ideas. La sala re
bosaba de profesores de las grandes universidades de la Costa Este.
El elenco se com ponía de John K enneth G albraith, m oderador, de
W assily Leontief (futuro prem io Nobel de Econom ía) y de Eugene
M cCarthy, aureolado por su gloria de vencedor del presidente John
son, prim ero com o senador, por su oposición tenaz a la guerra de
Vietnam , luego com o candidato a la investidura dem ócrata, durante
un brillante recorrido en las elecciones prim arias en 1968. En p arti
cular, el núm ero inesperado de votos de Eugene M cCarthy en las p ri
m arias de New H am pshire, cuyo valor com o portador de suerte o de
m ala suerte en la superstición electoral estadounidense es conocido,
desm oralizó a Johnson e influyó m ucho en su decisión de no volverse
a presentar. Dicho sea entre paréntesis, esá fam osa proeza del sena
dor M cCarthy en New H am pshire constituye un buen ejem plo dé la
form ación y de la indestructibilidad de las falsas ideas preconcebi
das. En efecto, la prensa «liberal» presentó ruidosam ente el resulta
do com o u na victoria de M cCarthy. Sin ninguna duda fue una victo- 15
15. París, 1970; traducción inglesa, Without Marx or Jesús, 1971.
167
ria m oral, v políticam ente significativa. Pero aritm éticam ente el se
nador sólo llegó segundo, detrás de Johnson, vencedor por consi
guíente en las urnas. La sorpresa había sido causada por una diferen
d a m enor que la prevista entre los dos candidatos dem ócratas, en un
sistem a en el que es tradicional que un presidente que pasa de un pri
rner a un segundo m andato no encuentre ningún rival serio en su
propio partido. Pero la prensa orquestó tan bien el asunto que pronto
se convirtió en una noción adm itida que M cCarthy había «vencido»
a Johnson en las prim arias de New H am pshire de 1968. Todos habla
ban de ello com o si fuera una verdad histórica y yo m ism o me lo creí
El m ism o Eugene M cCarthy me sacó del error, en esa reunión en el
Theater íor Ideas.
Fue, por otra parte, la única revelación interesante que me hizo,
en el terreno de los hechos, por lo m enos. Porque en el de las alucina
ciones, quedé bien servido. En resum en, Eugene M cCarthy, seguido
por la m ayoría de la sala y la totalidad del elenco, incluido el mode
rador, que m oderaba muy poco, me acusó de haber com etido una
m ala acción al hacer circular la tabula de que los Estados Unidos no
m archaban hacia el totalitarism o. Era el tiem po en que la fórm ula
del doctor B enjam ín Spock: «América ha entrado en el fascism o de
m anera dem ocrática», pasaba por ser lo m ás fino de la sabiduría po
lítica. Curiosam ente, vo tenía m ás bien la im presión de haber escrito
un libro a la gloria de la izquierda norteam ericana (en la m edida en
que el libro tenía por protagonista a los Estados Unidos, lo que no era
m ás que parcialm ente cierto, al ser mi principal objetivo estudiar un
tipo inédito de m utación social). ¿Acaso no había hecho observar la
originalidad de la «revolución cultural», en el sentido literal, puesto
que había salido de las universidades, la de la revolución racial y la
revolución de los m edios de com unicación, que habían com enzado
en América, para desplegarse, m ucho m ás tarde, a p artir de 1968, en
Europa? ¿No había insistido sobre la novedad de que una opinión
pública tenía por prim era vez en jaque a su propio gobierno en la es
fera hasta entonces «reservada» de la política extranjera, y ello por
razones esencialm ente éticas, surgidas de la guerra de V ietnam (con
razón o sin ella, es otra cuestión a la que el futuro debía responder)?
De hecho, cuando lo reconsidero hoy, mi libro estaba m arcado por
un optim ism o de izquierdas dem asiado acentuado. Si, m ás o menos,
acertaba en lo que se refería a las transform aciones internas, subesti
m aba los desastres que el nuevo estado de espíritu nos prep arab a en
política extranjera... que son tal vez inevitables por la m ism a estruc
tura de la dem ocracia. Pero lo que yo decía en 1970, era que la iz
quierda norteam ericana había ganado, política y cultural m ente. A
m is ojos, era un hecho de civilización m ás profundo y de m ás conse
cuencias que lo que pudiera suceder en el nivel del poder ejecutivo.
Pero, igual que la izquierda europea, la izquierda norteam ericana no
lo veía así. N ecesitaba, com o nosotros, su A m érica «fascista», especie
de espantapájaros necesario para su com odidad intelectual. A am bos
lados del Atlántico, la izquierda no podía in terp retar m i discrepan-
168
» i.i, ni siquiera enunciada desde un punto de vista izquierdista, más
•jur reduciéndolo a un «viraje hacia la derecha».
El agrio Rabinovitch, al que encontré en casa de unos amigos,
unos meses m ás tarde, en W ashington, me analizaba tam bién en su
artículo y lo dem ostró en nuestra conversación. Me m iraba constan
tem ente, durante nuestra breve conversación, con esa conm iseración
am bigua que se reserva a un crim inal que se está m uriendo de cán-
c rr. Com pasivo hacia el m oribundo, pero perm aneciendo severo ha-
<ta el asesino, su m irada me atravesaba con su láser psíquico, mien-
tias su voz me aseguraba una estim a de principio por los restos resi
duales de Homo sapiens que subsistían en mí, a pesar de todo y a pe
sar de mí m ism o.
Para volver al fondo de la cuestión, no hay, decía yo, más que una
sem itram pa cuando se reviste una opinión subjetiva de la autoridad
adquirida cerca del público gracias a trabajos científicos sin relación
ion esa opinión. En cam bio, y no me cansaré de insistir en ello, la im
postura se agrava desm esuradam ente cuando se introduce la m ism a
ciencia en el centro de un prejuicio político, dando apariencias de de
m ostración a datos falsos y a inducciones fantásticas. Aquí, el sabio
no se lim ita a desem peñar el papel de su celebridad para propagar
un tópico ideológico distinto de su especialidad. Engaña al público
presentando com o em anada de la ciencia una tesis que en realidad
no procede de ella, que le ha sido dictada por m otivos sin relación
con sus com petencias, pero que él disfraza con las m arcas exteriores
de la gestión científica, sabiendo que la m ayor parte de la gente que
va a recibir el m ensaje es incapaz de com probar, ni siquiera de dudar
de la seriedad de los argum entos aducidos. Es a una m aniobra de ese
tipo que num erosos científicos han aportado su concurso, por ejem
plo, elaborando y difundiendo la fábula del «invierno nuclear». Esta
expresión significa que cualquier utilización de arm as atóm icas en
volvería la Tierra en una pantalla de polvos radiactivos, los cuales,
im pidiendo durante un período de tiem po bastante largo que la ener
gía solar llegara hasta nosotros, harían desaparecer de nuestro pla
neta la vida y, en todo caso, la especie hum ana. Esa visión aterradora
hizo su aparición en 1982 ; prim ero bajo la form a de una novela de te
rror sin base científica, en la revista ecologista sueca Ambio, inspira
da para el caso, según su m ism o editor, por el Instituto Internacional
para la Investigación de la Paz, de Estocolm o (el SIPRl: Stockholm
International Peace Research Institute). En un principio, pues, la
im agen del invierno nuclear sale de los am bientes de las organizacio
nes pacifistas, que lo utilizan com o un espantapájaros para im pulsar
al desarm e unilateral de las dem ocracias y, en particular, im pedir en
aquella época el despliegue de los eurom isiles occidentales. Grupos
de científicos partidarios de ese desarm e unilateral acuden entonces
en ayuda, com o los Physicians for Social Responsability, la Federa
tion of Am erican Scientists y la muy célebre e inquieta Union ot Con
cerned Scientists (que se podría traducir por: «Unión de Científicos
Responsables», aunque concerned pueda significar tam bién «preocu-
169
pados», «ansiosos», incluso «com prom etidos»), fastas organizado
nes recolectan fondos de una m ultitud de fundaciones solícitas, con
objeto de encargar a un equipo de investigadores, dirigidos por el as
trofísico y astro de los m edios de com unicación p a rí Sagan, un infoi
m e sobre el peligro. La costum bre prescribe qúe un artículo, sobo
todo sobre un problem a tan sujeto a controversia, antes de aparece i
en cualquier revista científica, sea som etido a lo que se llam a la «eva
luación» previa de los «iguales» (por lo m enos, tres) del au to r o de los
autores. Pero el inform e del equipo de S a g an 16 escapó curiosam ente
a tal form alidad. Apareció sin obstáculos en la revista Parade, cuyo
director, un tal Cari Sagan, no form uló ninguna objeción contra si
m ism o. Pero —negligencia m ás inquietante a ú n — volvió a aparece i
jpoco después (23 de diciem bre de 1983) ligeram ente retocado, y asi
m ism o sin las evaluaciones usuales, en la prestigiosa revista Science
Luego, otro artículo de Cari Sagan sobre el m ism o tem a, «Nucleai
W ar and C lim atic C atastrophe», figuró unos días m ás tarde en el su
m ario de la m ás venerable de las revistas norteam ericanas de cien
cias políticas, Foreign Affairs (invierno de 1983-1984). A finales de oc
tubre, p ara que coincidiera con la aparición del núm ero especial de
Parade, tuvo lugar en W ashington un coloquio sobre el tem a: «El
m undo después de la guerra nuclear.» Se com pilaron m uy pronto las
actas de este coloquio en un volum en titulado The Coid and the Dark
(Frío y tinieblas), lo que se llam a tener el pudor de no recu rrir a los
títulos hipnotizantes y a los groseros procedim ientos de aporrea
m iento de los nervios del público que utiliza la prensa sensacionalis
ta, por otra parte tan despreciada por los intelectuales «liberales»
Antes, incluso de toda publicación científica, y antes de toda posibili
dad de que sabios no «com prom etidos» escrutaran atentam ente el
inform e, la Fundación K endall había entregado 80 000 dólares a la
firm a de relaciones públicas Porter-N ovelli Associates, de W ashing
ton, p ara que lanzara al público los eslogans m ás sim plistas y aterra
dores que se pudieran inventar partiendo del inform e, sim ples afir
m aciones perentorias, despojadas de toda argum entación racional.
Por supuesto, huérfana de todo control científico, pero orquestada en
nom bre de la ciencia, la cam paña de los m edios de com unicación se
desarrolló en form a de num erosos videoclips y de varias películas, la
m ás conocida de las cuales, The Day After, dio la vuelta al m undo. En
todas partes, adem ás, el «invierno nuclear» se im puso com o una ver
dad dem ostrada, lim itándose la prensa, casi siem pre, a explotar el
m aterial de los m edios de com unicación y los sum arios inform es pre
parados con vistas a consultas rápidas, que habían sido puestos a su
disposición antes de la publicación del inform e íntegro y, a fortiori,
antes de las reacciones críticas que m uy pronto se produjeron, a pe
sa r de todo, en el seno de la com unidad científica.
E stas reacciones críticas, a decir verdad, fueron al principio de
16. Habitualmente designado con las siglas TTAPS, iniciales de sus cinco autores
Turco, Toon, Ackerman, Pollack, Sagan.
170
i
una discreción inspirada a sus autores, sin duda, por el tem or a ha-
<c i sc acusar de sim patía por la guerra nuclear. Es conocida la ele
gancia m oral y la honradez intelectual que puede m anifestar el espí-
niii sectario en este tipo dé debate, incluso —y sobre to d o — en los
am bientes universitarios. Si rápidam ente se im puso la convicción,
fii los alfom brados salones de la N ational Academy of Sciences, de
que el m odelo clim atológico del invierno nuclear era lo que se llam a,
en general, en lenguaje fam iliar, una «tontería», adem ás de un frau
de (humbug), pocas voces osaban proclam arlo, pues, para utilizar el
lenguaje directo y colorista em pleado en 1984 por Freem an Dyson,
prem io Nobel de física, «el inform e TTAPS es un m onstruo absoluto
rom o m uestra de literatu ra científica. Pero he renunciado a toda es
peranza de rectificar la versión que se ha extendido entre el público.
Creo que voy a abstenerm e prudentem ente de m anifestarm e sobre
esta patraña. ¿Conocen a m uchos que deseen ser acusados de ser par-
lídarios de la guerra atóm ica?» 17 A pesar del m iedo natural a los gol
pes, del que el envoltorio carnal de los grandes espíritus no está exen
to, el inform e Sagan y la obra T/ze Coid and the Dark (que un crítico
del San Francisco Chronicle no había dudado en designar com o «el li
bro m ás im portante jam ás publicado», «the m ost important book ever
published») cayeron en un descrédito total a los ojos de la com unidad
científica, al cabo de unos dos años. Las bocas se abrieron al fin y las
revistas publicaron refutaciones. Presa del rem ordim iento, el direc
tor de Foreign Affairs acogió en su núm ero del verano de 1986 un a r
tículo de dos hom bres de ciencia pertenecientes al Centro N acional
de la Investigación Atm osférica (N ational C enter for A tm ospheric
Research) que dem olía el artículo de Cari Sagan aparecido tres años
antes. Los autores escribían particularm ente: «A juzgar por sus fun
dam entos científicos, las conclusiones globalm ente apocalípticas de
la hipótesis inicial del invierno nuclear pueden, ahora, reducirse a
un nivel de probabilidad tan bajo que se avecina al de la inexisten
cia.» 18 Otros artículos igualm ente severos fueron apareciendo en Na-
ture, Science e incluso Ambio, que, unidos los unos a los otros, no de
jaron en pie ni una piedra del im aginario edificio construido en de
rredor del invierno nuclear. Pero el térm ino ha quedado com o eslo-
gan y continúa produciendo en el m undo entero el efecto deseado por
las organizaciones pacifistas que lo lanzaron. Los estudios despiada
dos aparecidos en las revistas sabias no conseguirán b o rrar jam ás las
im presiones producidas por la cam paña de los m edios de com unica
ción y cinem atográficos inicialm ente, v tanto m enos cuanto que la
prensa escrita, que se había hecho am pliam ente eco de esta últim a,
17. «It’s (TTAPS) an absolutely atrocious piece of science, but I quite despair to set the
public record straight. / think l am going to chicken out on this one: who wants to be accu
sed o f being in favor of nuclear war?» Citado por Russell Seitz, «In from the Cold», The
National Interest, otono de 1986.
18. «On scientific grounds the global apocalyptic conclusions o f the initial nuclear
winter hypothesis can now be relegated to a vanishingly low level o f probability.»
171
y
no se interesó gran cosa en las reevaluaciones críticas hechas a coni i
nuación.
Se ve, pues, cóm o una estafa intelectual puede recibir el sello cU
la ciencia y convertirse en una verdad del evangelio p ara m illones de
hom bres. «... ¡Qué podem os ver —escribe Pierre B ayle— de lo que
ocurre en el espíritu de los hom bres cuando escogen una opinión! lis
toy seguro de que si pudiéram os verlo bien, reduciríam os el sufragio
de una infinidad de gentes a la autoridad de dos o tres personas, que,
habiendo recitado una doctrina que se suponía que habían estudiado
a fondo, han persuadido de ella a m uchos m ás por el prejuicio de su
m érito y éstos a otros varios que han preferido, por pereza natural,
creer de una vez lo que se les proponía que exam inaran cuidadosa
m ente. De m anera que al aum entar de día en día el núm ero de los
sectarios crédulos y perezosos ello ha constituido un nuevo com pro
m iso para otros hom bres de dispensarse del trabajo de exam inar una
opinión que veían tan general y que estaban convencidos de que ha
bía llegado a serlo por la solidez de las razones de las que se habían
utilizado en prim er lugar para establecerla; y finalm ente se han visto
reducidos a la necesidad de creer lo que todo el m undo creía, poi
m iedo a p asar por un faccioso que quiere saber, él solo, m ás que to
dos los dem ás.» No conservem os, pues, esperanza alguna de verdad
incluso refutada, la visión del invierno nuclear sobrevivirá en la ima
ginación de los hom bres. En su núm ero del 23 de enero de 1986, Na-
ture, la prim era revista científica británica v una de las prim eras del
m undo, deploraba la creciente decadencia de la objetividad en la
m anipulación de los datos científicos y la desenvoltura alarm ante de
varios investigadores en la afirm ación de teorías desprovistas de ba
ses sólidas. «En ninguna parte —proseguía N ature— esta tendencia
es m ás evidente que en la reciente literatu ra sobre el invierno nu
clear, investigación que ha llegado a ser tristem ente célebre por su
falta de probidad científica.» 19 Pero según el desengañado com enta
rio de Russell Seitz en el citado artículo, esas rectificaciones tardías
de publicaciones serias no alcanzaron a las m asas. El m al en la opi
nión m undial va estaba hecho y no tenía rem edio. Apenas algunos
m eses después de la refutación de Nature, el New York Times publica
ba un artículo en el cual Frederick W arner, de SCOPE20 preveía que
los efectos del invierno nuclear sobre el m edio am biente causarían...
cuatro mil m illones de m uertos. Un año antes, en septiem bre de
1985, SCOPE, en el W ashington Post, se contentaba con dos mil qui
nientos m illones...
¿Se trata de una «m entira útil» que podría excusarse en la medi
da en que sirviera a la causa del desarm e y de la paz? Si tal fuera el
caso, deberíam os preguntarnos si los sabios tienen licencia para fal
sear datos, incluso con buenas intenciones. ¿Decimos que sí? Enton-
19. «Nowhere is this more evident than in the recent literature on Nuclear Winter, re
search which has become notorious for its lack of scientific integrity.»
20. Scientific Committee on Problems o f the Environment.
172
i es les concedem os licencia para falsearlos igualm ente con intención
v il operable. N adie niega a Cari Sagan el derecho, com o ciudadano,
de profesar opiniones pacifistas y de propagarlas. Su im postura con
siste en presentarlas prevaliéndose de su calidad de sabio y com o de
rivadas de descubrim ientos científicos debidam ente com probados.
Cada hom bre se inclina a pensar que su causa, política, religiosa o
ideológica, justifica m oralm ente todos los engaños. Pero utilizar la
ciencia para esa estafa, abusando de la ignorancia de la m ayoría, es
aniquilar la autoridad del único procedim iento que el hom bre ha in
ventado hasta hoy p ara som eterse a sí m ism o a criterios de verdad
independientes de sus preferencias subjetivas.
O m ás bien, las im posturas de ese género, m ás frecuentes de lo
que se piensa, prueban que, en los m ism os sabios, la pasión ideológi
ca se im pone a la conciencia profesional, cuando la incertidum bre y la
com plejidad de los datos introducen en un debate b astante confusión
para poder disfrazar de verdad científica una m entira ideológica.
Además, la causa por la cual los autores de la pam plina del in
vierno nuclear han traicionado a la ciencia está lejos de ser pura. Lu
chaban, en realidad, no por el desarm e universal, sino por el único
desarm e occidental. Su cam paña tendía a com batir a los program as
m ilitares norteam ericanos, que dependían de votos de créditos por el
Congreso, en 1983 y en 1984, y a estim ular el antiam ericanism o en el
Tercer M undo, así com o a respaldar a los pacifistas europeos hostiles
al despliegue de los eurom isiles. Llevaba, en toda hipótesis, no a la
retirada, sino al desequilibrio de arm am entos en detrim ento de los
occidentales y en provecho de la U nión Soviética. Ésta, por su parte,
lo vio claro, e interpretó en todos sus conciertos la p artitu ra del in
vierno nuclear com puesta en Occidente. S uprem a ironía: la Acade
mia de Ciencias de la Unión Soviética, igual que los sabios soviéticos
que asistieron, en agosto de 1984, en Sicilia, a la IV Conferencia In
ternacional sobre la G uerra N uclear, em itieroi serias reservas, en un
prim er m om ento, sobre el fundam ento de la m uy aventurada hipóte
sis de sus colegas norteam ericanos. Sus escrúpulos fueron inm edia
tam ente barridos y sus voces reducidas al silencio por sus propios
servicios de propaganda dirigidos por Boris Ponom orev. ¿Acaso el
arte de esos servicios soviéticos no consistía, según una técnica de de
m ostrada eficacia, en apoyarse en trabajos occidentales para propa
gar las tesis hostiles a Occidente? Invocan, por ejem plo, a Paul Ehr-
lich, uno de los grandes «viajantes de com ercio» del invierno nuclear,
biólogo ya conocido por una prim era fabricación seudocientífica,
lanzada en 1968 en su libro The Population Bomb, de la que volveré
a hablar. En un artículo publicado en 1984 por las Noticias de M oscú,
y difundido luego en form a de folleto por los servicios de docum enta
ción de... la UNESCO (¡ya lo podíam os esperar!), el nom bre de Ehr-
lich sirve para cubrir un nuevo hallazgo: ¡después del invierno nu
clear, la hum anidad sufriría un verano nuclear! Congelados, luego
descongelados, finalm ente seríam os asados y cegados por los rayos
ultravioletas.
173
Si los sabios culpables de abusar así del prestigio de la ciencia v
de la credulidad de sus sem ejantes se preocuparan sinceram ente <l<
la paz, no trab ajarían p ara crear un estado de opinión que condujcm
al desequilibrio de arm as nucleares en favor de los soviéticos. Pues
esa corriente tiene por resultado que son sólo las naciones occidenta
les las que presionan a sus gobiernos p ara qüe reduzcan sus arm a
m entos. Sin em bargo, el verdadero riesgo de guerra es el desarme-
unilateral. E studiando con im parcialidad la experiencia adquirida,
si fueran honrados, se d arían cuenta de que, desde 1945, todas las zo
ñas del planeta que han caído bajo la dependencia de la disuasión
nuclear m utua y equilibrada han sido —por prim era vez en un perío
do tan largo en la historia h u m an a— zonas de paz. Y anotarían, en
cam bio, los casi ciento cincuenta conflictos convencionales que sólo
pudieron o currir porque escapaban al área de la disuasión nuclear,
y han causado, com o m ínim o, sesenta m illones de víctim as en cua
renta años, tan tas com o la segunda guerra m undial, y tal vez más.
C iertam ente, lo ideal no es que la paz se m antenga sólo por el
m iedo a una segura destrucción m utua. La hum anidad debe hacci
todo lo posible p ara no perpetuar esta situación, que no constituye
m ás que un m al m enor. Pero la m anera de salir de ella no es hostiga i
únicam ente al cam po dem ocrático, p ara incitarlo a desarm arse de
m anera unilateral, lo que no puede hacer m ás que dejar el cam po li
bre al im perialism o totalitario. Por lo m enos se hace honestam ente
cuando se preconiza el desarm e u nilateral com o sim ple ciudadano
que tiene derecho a profesar una opinión que otros ciudadanos tie
nen tam bién derecho a considerar falsa y peligrosa. En cam bio, no es
una conducta honesta fingir respaldar esta opinión apoyándose en la
ciencia o en la religión (este caso tam bién se da). Los sabios «respon
sables» que aplaudieron la firm a del acuerdo soviético-norteam eri
cano sobre la retirad a de los m isiles de alcance interm edio, en di
ciem bre de 1987, en W ashington, ¿han pensado que este acuerdo no
se habría logrado jam ás si se les hubiera escuchado cinco años antes,
es decir, si la OTAN no hubiese desplegado los eurom isiles, lo que hu
biera privado a los Estados Unidos de una m oneda de cam bio? ¿Y,
sobre todo, que no h ab ría tenido siquiera razón de ser si la Unión So
viética hubiese en 1982 aceptado re tira r sus SS20 a cam bio de la no
instalación de los Pershing 2?
Que la ideología pesa m ás que la ciencia en m uchos juicios cien
tíficos halla o tra confirm ación en la reacción de la com unidad cientí
fica norteam ericana ante la Iniciativa de Defensa E stratégica, la
IDS, popularizada bajo la denom inación de «guerra de las galaxias».
D ada la inveterada hostilidad de esta com unidad a las arm as atóm i
cas, hubiera debido esperarse que acogiese con favor y exam inara
benévolam ente la eventualidad del paso a una estrategia centrada en
la defensa activa, es decir, constituida por un «escudo» espacial. La
disuasión pu ra se basa en la posesión por los dos antagonistas de las
únicas arm as ofensivas que, ante la perspectiva1de una segura des
trucción m utua, se supone que se paralizan las unas a las otras. Es la
174
(
seguridad fundada en la reciprocidad de lo peor. H abía sido siem pre
condenada por los sabios norteam ericanos y tam bién por los obis-
|M)s; en prim er lugar, a causa de su inm oralidad, porque no es posible
acom odarse a una seguridad que reposa en una perm anente y m utua
am enaza de m uerte, y luego a causa de los peligros del desencadena
m iento accidental de un intercam bio de «golpes» nucleares. E sta ca
tástrofe fortuita había sido escenificada a m enudo en la ficción, en
particular por Stanley K ubrick en su película clásica ¿Teléfono rojo?
Volamos hacia M oscú (Doctor Strangelove), en 1964. "Pues bien, ape
nas el program a de investigación IDS había sido anunciado, en 1983,
por el presidente Reagan, la com unidad científica norteam ericana se
c am biaba de cam isa con una velocidad de transform ación digna del
gran Leopoldo Fregoli, de quien los historiadores del teatro nos dicen
que podía interp retar en una m ism a obra sesenta papeles diferentes.
, Súbitam ente, se m etam orfosea en feroz p artid aria de las arm as
ofensivas y en crítica sin reservas de la defensa activa! «El Bulletin o f
Atomic Scientists de m ayo de 1985 —com enta irónicam ente Pierre
(iallois— 21 canta las alabanzas de la doctrina de la destrucción m u
tua segura (MAD) después de haberla condenado desde el m ism o m o
m ento en que se enunció... Se ha evolucionado al otro lado del Atlán-
tico, hasta el punto de elogiar una política m ilitar que, antaño, había
sido duram ente criticada.» Y, en efecto; bastó que Reagan expusiera
su plan de defensa activa para que la doctrina MAD, hasta entonces
la bestia negra de la Union of Concem ed Scientists, de los Physicians
lor Social R esponsability y de la Federation of Am erican Scientists,
se convirtiera, a los ojos de estas m ism as asociaciones de em inencias
intelectuales y de sabios «preocupados» en el últim o refugio del hu
m anitarism o pacifista y de la virtud filantrópica. Los «Doctores
Strangelove» se reclutaban entonces entre los prem ios Nobel, que
podían can tar a coro el subtítulo de la película: «How I leamed to
stop worrying and to love the bomb» («Cómo aprendí a no preocupar
me m ás y a am ar la bom ba»).
¡Oh! Por supuesto, los científicos «responsables» continuaban
preocupándose, pero ahora a propósito de la IDS. Parece que lo que
le hace m erecer a una doctrina m ilitar una condenación no es el con
junto de las características intrínsecas que la constituyen; es el hecho
de que sea la doctrina de la A dm inistración estadounidense. Cuando
deja de serlo, se convierte en buena; la que viene a continuación se
convierte, a su vez, autom áticam ente, en m ala.
Los sabios que trataro n de la Iniciativa de Defensa E stratégica en
el Bulletin o f Atom ic Scientists se em peñaron en dem ostrar, por una
parte, que era irrealizable y no podía ser eficaz; por otra, que era a
tal punto tem ible que induciría a los soviéticos a fabricar nuevas a r
m as m ás potentes, con objeto de atravesar el escudo espacial. Esos
hom bres de ciencia no p arecían n otar la contradicción entre esos dos
argum entos ni prever su segura destrucción rfiutua, en el terreno de
21. La Guerre de cent secondes, op. cit.
175
la lógica. Si la «m ilitarización del espacio», para adoptar la expre
sión tendenciosa de la prensa com unista v de ciertos gobiernos d<
Europa occidental, corre el riesgo de acelerar la carrera de arm a
m entos, ello signiñea que es m ucho m ás que un sueño. De otro modo
¿por qué los soviéticos se esforzarían, desde hace tantos años, en in
tentar que los Estados Unidos abandonen el program a IDS? Por <1
contrario, deberían alegrarse de ver a los norteam ericanos com pro
m eterse en un cam ino que los conduce a la reducción de sus armas
ofensivas por exceso de confianza en una protección ilusoria. La
Unión Soviética hubiera debido aprovechar esa ganga. Pero no hu
eso lo que hizo, m uy al contrario. Además, los hom bres de ciencia
norteam ericanos parecían no saber o no querían saber que los mis
mos soviéticos trabajaban, desde hacía m ucho tiem po, y en violación
flagrante del tratado ABM de 1972, en su propio program a de defen
sa activa, lo que M ijaíl Gorbachov ha term inado por reconocer oíi
cialm ente en una conferencia de prensa, en el curso de la cum bre de
W ashington, en diciem bre de 1987, y que ninguno de los que serm o
nean tan agriam ente a Occidente sobre su estrategia tenía derecho a
ignorar. ¿Cómo no seguir a Zbigniew Brzezinski cuando escribe: «Si
la defensa activa en el espacio es técnicam ente irrealizable, financie
ram ente ruinosa v m ilitarm ente sencilla de contrarrestar, no se com
prende m uy bien por qué sería desestabilizante, ni por qué los sovié
ticos tratan tan encarnizadam ente de im pedir a América em barcarse
en una em presa tan calam itosa. Y todavía m enos por qué ellos m is
mos quisieran reproducir por su propia cuenta un sistem a tan m ani
fiestam ente desprovisto de todo interés.»?22
En cuanto a la parte técnica del trabajo de la Union of Concemed
Scientists (UCS) tendente a dem ostrar, en 1984, la inanidad práctica
de la IDS, me guardaré m ucho de en trar en el detalle de una discu
sión que sobrepasa m is com petencias. Pero pronto se tuvo la im pre
sión de que no era m uy seria, al observ a r sim plem ente que fue ataca
da sin ta rd a r por sabios de renom bre igual al de los que eran sus au
tores. El profesor Lovvell Wood, por ejem plo, del Lawrence Livermo-
re N ational Laboratorv, encontró en el inform e del UCS groseros
errores de cálculo. En una ponencia en el coloquio de Erice, en Sici
lia, el 20 de agosto de 1984, Wood dem ostró cóm o esos errores dem o
lían el conjunto de la dem ostración. Robert Jastrow , profesor de
ciencias físicas en D artm outh, criticó igualm ente las cifras enuncia
das por el UCS y puso en evidencia las enorm es debilidades del infor
m e.23 Los autores de éste replicaron a estas refutaciones m odificando
y alterando, hasta hacerlas irreconocibles, las aserciones de su pri-
22. Game Plan, a Geostrategic Framework for the Conduct of the Us-Soviet Contest.
The Atlantic Monthly Press, 1986. «// the initiative is technically unfeasible, economically
ruinous and militarily easy to counter, it is unclear why the SDI would still be destabilizing
and why the Soviets should object to America’s embarking on such a self-defeating enterpri-
se; and even less clear why the Soviets would then foüow suit in reproducing such an unde-
sirable thing for themselves. »
23. «The War against Star Wars», Commentary, diciembre de 1984.
176
m era versión. El rnás incom petente de los no especialistas sabía lo su
ficiente, en todo caso, para com prender, ante ese espectáculo, que las
i ertezas científicas estaban muy divididas en un debate en el que
los m ism os físicos, al repasar sus cálculos, debían hacer rectificacio
nes que iban del sim ple al doble, ¡o incluso de uno a cincuenta! Ade
más, tales rectificaciones eran inm ediatam ente contestadas por sus
colegas. Es ciertam ente bello asistir a un despliegue tal de em ulación
intelectual entre investigadores, pero no era honrado por su parte,
para em pezar, asestar al público como verdades absolutas hipótesis
dudosas, e incluso especulaciones falaces.
A pesar de esas lam entables desventuras, el dogm atism o político-
estratégico de los físicos no cedió un ápice de su m ordiente ni de su
soberbia. En 1987, un grupo de trabajo perteneciente a la American
Physical Society publica un inform e de 424 páginas sobre las arm as
de energía dirigida, es decir la defensa activa. Incluso antes de que
los com entaristas cualificados hubieran tenido tiem po de analizar
atentam ente ese inform e, la prensa y los m edios de com unicación se
precipitaban para anunciar que su conclusión ante la IDS era muy
negativa. «Los m ás grandes nom bres de la física m oderna tienen d u
das sobre la guerra de las estrellas. Un gran retraso en perspectiva»,
titula por ejem plo el New York Times del 25 de abril: «Physicists Ex
press S tar W ars Doubt; Long Delays Seen.» ¿Puede clasificarse de
científica una cultura en la que se com unican al público en form a de
afirm aciones perentorias conclusiones hipotéticas de investigacio
nes dudosas, y nunca los argum entos que han conducido a las m is
m as ni las objeciones a esos argum entos? Lo que los periódicos y las
televisiones no pensaron en decir, adem ás, a los norteam ericanos, es
que los autores del inform e, aunque todos ellos científicos em inentes,
no contaban con un solo especialista de arm as de energía dirigida, ni
siquiera Charles Tovvnes, que, aun siendo uno de los inventores del
láser, no tenía ninguna experiencia sobre la práctica de las arm as es
tudiadas. Ese «am ateurism o» relativo explica sin duda ciertas fluc
tuaciones desconcertantes de la dem ostración. Así, en un pasaje lee
mos, por ejem plo, que el m otor de los cohetes de largo alcance tarda
entre tres y seis m inutos en arder; en otro pasaje, se lee que tarda en
tre dos y tres m inutos.24 Sin em bargo, desde el punto de vista de la
posibilidad de interceptar esos cohetes en el espacio, ese punto capi
tal no perm ite ninguna aproxim ación. Y, desde el punto de vista del
papel que desem peña la ciencia en nuestra civilización, en la época
de la com unicación de m asas, es obligado constatar que las convic
ciones de la hum anidad en su conjunto no se derivan en absoluto de
un acceso m ás am plio al razonam iento científico, ni de una superior
com prensión de los elem entos del debate, ni de una participación en
el saber, es decir, de una dem ocratización del conocim iento, por su
m aria que fuera. El público no tiene acceso m ás que a las conclusio-
24. Véase Angelo M. Codevilla, «How Eminent Physicists Have Lent their Ñames
to a Politicized Report on Strategic Defense», Commentary, septiembre de 1987.
177
nes groseram ente sim plificadas y no a los razonam ientos que la*
apoyan, incluso cuando se trata de problem as (el del SIDA, p o re jem
pío) relativam ente sim ples de exponer. El público m oderno continúa
viviendo, igual que su predecesor de la E dad Media, bajo el régim en
del argum ento de autoridad: «Es verdad porque Fulano, prem io No
bel, lo ha dicho.»
Por ejem plo, para presentar tanto la pura disuasión com o la de
fensa activa de tal m odo que cree ansiedad hay, entre otros muchos,
un m ito eternam ente propagado que es el de la «carrera ilim itada«
de arm am entos. ¿Por qué —se dice— aum entar un estoc de arm as va
capaz de «destruir varias veces el planeta»? N ada m enos exacto que
esa im agen. Justam ente porque las arm as han ganado en precisión,
han perdido en capacidad destructiva: no hay necesidad de devastar
lo todo en mil kilóm etros a la redonda, cuando se puede alcanzar el
objetivo con un error eventual de apenas unos m etros. Las arm as nu
cleares m odernas ya no tienen por objetivo «superdestruir» a las po
blaciones civiles. Ya no apuntan a ciudades, sino a otras arm as nu
cleares: los silos, las bases de subm arinos y de bom barderos. Toda la
tecnología actual se basa en la capacidad de destruir objetivos preci
sos sin devastar las zonas habitadas. Esto es todavía m ás cierto para
las arm as tácticas. Las víctim as civiles, e incluso m ilitares, serían de
un núm ero muy inferior al de las pérdidas provocadas por una gue
rra convencional tal que la carnicería irano-iraquí, la guerra afgana
o las guerras civiles de Am érica Central. ¡Lejos de m í la idea de que
no hubiera que evitarlas a toda costa! Precisam ente la disuasión y el
equilibrio de fuerzas persiguen ese objetivo así com o el IDS. Pero, a
pesar de todas las afirm aciones corrientes, el estoc nuclear nortea
m ericano no ha cesado de declinar. En núm ero de cabezas nucleares,
alcanzó su punto culm inante en 1967. En núm ero de m egatones, la
m edida m ás apropiada para evaluar la capacidad de destrucción de
m asa, ese estoc conoció su nivel m ás elevado en 1960. C ontaba enton
ces cuatro veces m ás m egatones que hoy, porque, una vez m ás, la
precisión ha perm itido reducir la potencia de cada artefacto.
Los hom bres de cien cia25 form an parte de los intelectuales. Los
intelectuales norteam ericanos, y sobre todo los universitarios, se co
locan m ucho m ás a la izquierda que la m edia del país, si, por lo m e
nos, estar en la «izquierda» consiste en querer ofrecer la superiori
dad estratégica a los regím enes totalitarios, lo que yo im pugno, pero
no se puede hacer nada, en el vocabulario, contra el uso. Los intelec
tuales norteam ericanos tienden a considerar que el único peligro de
guerra es el que em ana de su propio gobierno, sea cual fuere el siste-
25. Hoy está de moda en Francia no emplear la palabra «sabio», que, según parece,
resulta anticuada. Se emplea, pues «hombre de ciencia» o «científico». La dificultad
consiste en que así se renuncia a diferenciar el sustantivo del adjetivo, lo que crea un in
conveniente tanto para la claridad como para la eufonía. Curiosa manera de defender
la lengua francesa, que consiste en no desperdiciar nunca una ocasión de empobrecerla.
El inglés, por su parte, conserva la distinción entre el nombre (scientist) y el adjetivo
(scientific).
178
mu de seguridad que éste adopte. Lo m ejor, para ellos, seria que no
tuviera ninguno. Su odio natural hacia el gobierno de los Estados
Unidos se encontraba adem ás m ultiplicado durante el asunto del
ll)S, por el hecho de que a la cabeza del gobierno estaba R onald Rea
gan. Yo no tengo, por m i parte, ninguna certeza absoluta en lo que se
ref iere a la factibilidad del IDS, aunque m e inclino por seguir a cier
tos especialistas de las cuestiones estratégicas, cuya argum entación
lavorable a la defensa espacial m e parece seria, en p articu lar A lbert
W ohlstetter.26 De lo que estoy seguro, en cam bio, es de que en la co
m unidad científica norteam ericana se ha debatido este program a
tinte todo bajo el ascendiente de violentas pasiones políticas e ideoló
gicas. E sta adulteración del debate científico es posible cada vez que
una cuestión, por otra parte cargada de ideología, conlleva aún m uy
pocas certezas científicas p ara c errar la puerta a la influencia de pre-
juicios ajenos a la ciencia. Cuando tal es el caso, el único freno a la
falsificación es la probidad estrictam ente personal de los sabios. Y en
tanto falte una sujeción m etodológica coercitiva, esta probidad está
tan extendida entre ellos com o entre los dem ás seres hum anos, es de
cir, m uy poco.
El poderío de la ideología encuentra su m antillo en la falta de cu
riosidad hum ana por los hechos. Cuando nos llega una inform ación
nueva, reaccionam os ante ella em pezando por preguntam os si va a
reforzar o a debilitar nuestro sistem a habitual de pensam iento, pero
esa preponderancia de la ideología no tendría explicación si la nece
sidad de conocer, de descubrir, de explorar lo verdadero anim ara
tanto com o se dice nuestra organización psíquica. La necesidad de
tranquilidad y de seguridad m entales parece m ás fuerte. Las ideas
que m ás nos interesan no son las ideas nuevas. El florecim iento de la
ciencia, desde el siglo xvn, nos incita a presuponer en la naturaleza
hum ana un congènito apetito de conocim ientos y una insaciable cu
riosidad por los hechos. Pero, com o nos enseña la historia, si el hom
bre despliega, en efecto, una intensa curiosidad intelectual, es p ara
construir vastos sistem as explicativos tan verbales com o ingeniosos,
que le proporcionan la tranquilidad de espíritu en la ilusión de una
com prensión global, m ás que p ara explorar hum ildem ente las reali
dades y abrirse a inform aciones desconocidas. La ciencia, para nacer
y desarrollarse, ha debido y debe aún luchar contra esa tendencia
prim ordial, en tom o a ella y en su propio seno: la indiferencia al sa
ber. La tendencia contraria, por razones que todavía se nos escapan,
no pertenece m ás que a una m inoría ínfim a de hom bres, y, adem ás,
en ciertas secuencias de su com portam iento y no en todas.
Éste es el m otivo por el cual el rechazo de u na inform ación nueva,
o incluso vieja, pero que tiene el defecto de ser exacta, y la negativa
a exam inarla se m anifiestan a m enudo en ausencia de toda m otiva-
26. W ohlstetter ha escrito numerosos estudios criticando la disuasión pura. Se en
contrará, particularm ente, un buen enfoque de sus tesis en «Swords w ithout Shields»,
The National Interest, verano de 1987.*
179
*
ción ideológica. Ante un conocim iento inopinado que se presente
ante él, el hom bre, fuera de todo prejuicio, es capaz de una falta de
interés debida únicam ente a la inercia del espíritu.
¿Qué hay m ás inofensivo que la asiriología? ¿De qué disciplina
puede un intelectual esperar m enos, en los tiem pos m odernos, el po
der de dom inar a sus sem ejantes y de poner a una ideología al servi
ció de su carrera? Se debe, pues, poder suponer que ése es el últim o
terreno en el que la «com unidad científica», com o se dice por antífra
sis, no corre el m enor riesgo de experim entar el deseo de rechazar uii
conocim iento nuevo. ¿Qué m otivación, qué am bición ajena a la cien
cia podrían im pulsarle a ello? Y, no obstante, ha sucedido. La sim ple
negativa a aprender fue el único m al espíritu que se inclinó sobre la
cuna de esta disciplina. Se puede com prender que ciertos cam pos
históricos sean celosam ente vigilados por los ideólogos, por ejem plo
la Revolución francesa, territorio que continúa cubierto de desechos
ideológicos todavía radiactivos, y en el que penetram os com o en un
castillo encantado por el que circulan fantasm as ávidos de enrolarse
a título postum o en batallas contem poráneas. Sólo el deseo de igno
rancia, la libido ignorandi, explica sus laboriosos principios. En efec
to, cuando en 1802, un joven latinista alem án, Georg Friedrich Gro
tefend, inform ó a la Real Sociedad de Ciencias de la universidad de
Gotinga, que creía haber encontrado la clave de las «inscripciones
persepolitanas llam adas cuneiform es», lo que era verdad, encontró a
dicha sociedad en un estado de com pleta indiferencia. Y, sin em bar
go, escribe un asiriólogo actual, Jean B ottéro,27 fue G rotefend quien
«avanzó prim ero por ese cam ino, que duró m edio siglo, al cabo del
cual se debía finalm ente dom inar el triple secreto form idable que ha
bía protegido durante dos m il años las inscripciones asirías y babilo
nías».28 D esanim ado por la indiferencia de la sociedad real, el joven
latinista abandonó sus investigaciones. E sta reacción de ap atía ante
la inform ación es el hecho básico que debem os tener en cuenta, en
p rim er lugar, si querem os com prender los infortunios de la com uni
cación y de la com prensión. Precede a toda entrada en escena de la
ideología. Ésta, en cuanto interviene, decuplica la im potencia n atu
ral del único conocim iento puro en retener nuestra atención: no la
crea del todo.
En la m inoría donde subsiste la anom alía de la curiosidad inte
lectual, del gusto por los hechos y del interés por la verdad, el descu
bridor resulta ser, a veces, un aficionado. Tal era el estatuto del lati
nista alem án: tam bién lo era del hom bre que prosiguió sus trabajos
y consiguió descifrar las escrituras m esopotam ias, H. C. Raw linson,
sim ple funcionario de la C om pañía de las Indias O rientales. R aw lin
son, nos dice Bottéro, era un investigador «cuya inteligencia, tesón y
genio debían constituir, después de G rotefend, el nom bre m ás gran-
27. Mésopotamie, París, G allim ard, 1987.
28. «Triple secreto», porque el cuneiforme servía de escritura a tres lenguas, tal
como se descubrió paulatinamente: el antiguo persa, el elam ita y el acadio.
180
ilo en la naciente historia del Cercano O riente antiguo». En el si
glo \x , fue tam bién un aficionado —un arquitecto, M ichael V entris—
quien descifró en 1952 la escritura llam ada «lineal B» de la Creta m i
noica. Los helenistas tam poco acogieron con m ucho calor este ade
lanto decisivo. Prologando la traducción francesa del libro de John
( hadwick, El desciframiento del Lineal B, Pierre V idal-N aquet, em i
nente helenista francés, escribió en 1972:29 «Se verá a continuación
vorno fue acogido el sensacional descubrim iento de Ventris. Con die-
i mueve años de retroceso, es lícito pensar que, después de todo, las co
sas no fueron tan m al, y que el helenism o contem poráneo, disciplina
no obstante em inentem ente conservadora, en conjunto, acogió bas-
nuite rápidamente la novedad.» (El subrayado es mío.) «Esto no im pi
de —prosigue V idal-N aquet— que la historia de las reticencias sea
altam ente instructiva.» A pesar de todos estos púdicos eufem ism os se
puede ver sin dificultad el despliegue de necedad y de m ala voluntad
que debió soportar el desventurado Ventris. Lejos de m í la absurda
idea de que la ciencia sólo progresa gracias a los aficionados. Tal ex
cepción no puede realizarse casi m ás que en los com ienzos. Por otra
parte, los descubridores com o Ventris o Raw linson, si se situaban,
por su actividad principal, fuera del m undo universitario, no eran en
absoluto unos aficionados. Sólo lo eran nom inalm ente. Muy prepa
rados, se habían im puesto una form ación tanto o m ás exhaustiva que
la de los profesionales de su disciplina. Si su estatuto m erece aten
ción, es porque un aficionado, por definición, no goza de ningún po
der, de ninguna red de alianzas en el am biente social de los sabios y
en la burocracia universitaria. La acogida hecha a su descubrim ien
to no puede, pues, em anar m ás que de una percepción em inentem en
te científica, de una única apreciación de sus m éritos. Estos ejem plos
raros son, pues, un buen patrón para m edir la fuerza de los im pulsos
puram ente intelectuales de los hom bres en general y de los investiga
dores en particular. Pero no hay que preocuparse: entre profesiona
les patentados, los odios y la m ala fe son casi tan poderosos y deter
m inantes.
La ideología no hace m ás que agravar y enconar ese tem or n atu
ral a los hechos. El m ecanism o de conjuración del sovietòlogo nor
team ericano Moshe Lewin, antes m encionado, proporciona un diver
tido ejem plo de esa anim osidad. La conjuración —práctica de m agia
destinada a exorcizar las influencias nefastas— consiste en tachar
m entalm ente de nulidad un hecho que m olesta, proclam ando que es
m enor y ridículo. Puesto en presencia del reciente antisovietism o de
la intelligentsia francesa, com o he dicho antes, Lewin hace de ello, en
prim er lugar, un fenóm eno «parisiense», luego m undano, una m oda
superficial y un poco estúpida: el m iedo, dice él, a la idea pueril de
que los carros soviéticos podrían llegar al canal de la M ancha en
cualquier m om ento. Sin duda, una em isión de televisión consagra
da, en 1985, a lo que sería un conflicto de ese tipo en Europa, y pre
29. G allim ard. La edición original inglesa es de 1958.
181
sentada por Yves M ontand, había llam ado la atención a realidades
estratégicas que, en este caso, aunque no le guste al señor Lewin, plá
cidam ente instalado a seis mil kilóm etros de nuestras playas, no se
relacionan, para los europeos, con la pura m itología. No obstante, el
tem or a un ataque frontal, del que se burla Lewin, no ha sido el factoi
decisivo en el cam bio ideológico que tanto le preocupa. Ese factor de
cisivo ha sido m ás bien la tom a de conciencia de la originalidad espe
cífica de la realidad totalitaria, así com o el riesgo de finlandización
sin guerra de Europa occidental. Así, cuando Lewin iro n iza30 sobre
las «fobias», según él sin fundam ento, de la «clase intelectual pan
siense», que «se interesa antes que nada en sí m ism a»... porque se ha
separado de la ideología prosoviética, no se com porta com o un cien
tífico analizando un dato histórico, sino com o un político enfrentán
dose a los abucheos desde el fondo de la sala. La sinceridad de los de
m ás le parece una cosa im posible. Sin criticarle por un rasgo tan hu
m ano, observo en él indiferencia ante la inform ación y repugnancia
a tom ar nota de un indicio nuevo, defectos que norm alm ente debie
ran haber sido elim inados por una buena form ación de historiador
Lewin no consigue llegar a absorber un hecho cultural com o es la
evolución ideológica europea (y no solam ente francesa o «parisien
se»), porque ese hecho coge a contrapelo su postulado inicial : a saber
que, según él, la supresión de la libertad no constituye un com ponen
te ideológico del sistem a soviético.
«La historia sería una cosa excelente, si fuera verdadera.» Esta
ocurrencia de Tolstói es m ás profunda de lo que parece. Ciertam ente,
soñar en una historia totalm ente verdadera constituye una sinrazón
epistem ológica. Los filósofos de la historia, en particular Max W eber
y, tras él, Raym ond Aron, lo han dem ostrado claram ente: el punto de
vista del historiador es relativo. Esto deriva del hecho de que él m is
mo opera a p artir de un m om ento de la historia, de la que form a p ar
te integrante, en la que está inm erso, para observar otro m om ento de
la historia. Pero vo no me refiero aquí a estas consideraciones filosó
ficas, o, m ás bien, las doy por sabidas y evidentes. Me refiero a las
transgresiones brutales de la verdad, a las que el historiador tiene
m edios de evitar perfectam ente. La cuestión no estriba en saber si el
historiador puede alcanzar la verdad absoluta, sino en —si se esfuer
za en ello— saber si el historiador puede conocer todos los hechos, si
tiene en cuenta todos los hechos que conoce o si trata verdaderam en
te de conocer todos los que son cognoscibles. Pero no es así, o, por lo
m enos, es la excepción. En el interior de la relatividad inherente a la
posición del observador, sim ple perogrullada epistem ológica, existe
o debiera siem pre existir una m ezcla de objetividad m etodológica y
de probidad personal que se llam a la im parcialidad. Para aproxi
m arse a ese rigor, el conjunto de cualidades requeridas en el historia
dor parece casi im posible de reunir y se encuentra, en efecto, m uy ra
ram ente reunido. Ciertos viejos historiadores lo poseen, incluso aun-
30. La Formation du système soviétique, op. cit., introducción.
182
<|iic su docum entación esté «pasada de m oda», y m uchos historiado
res actuales están desprovistos de él, aun cuando tengan a su disposi-
i ión m ejores m edios de investigación.
El procedim iento que com probam os dem asiado a m enudo, inclu
so en historiadores de alto nivel científico (no hablo de libros de pura
propaganda em bustera, en los que la falsificación no respeta siquiera
las apariencias de la im parcialidad), se basa en la selección de prue
bas, que tra ta los hechos com o una colección de ejem plos de entre los
que se tom an los que convienen p ara la ilustración de una teoría es
condiendo lo m ejor posible a los dem ás. D ejando aparte la que han
pr acticado, cada uno con los recursos de su época, una m inoría de es
píritus ansiosos de conocer, la historia es casi siem pre utilizada
com o el instrum ento de un com bate ideológico, sea político, religio
so, nacionalista, incluso h um anitario y hasta... científico, es decir,
condicionado por la defensa de las teorías y prejuicios de una escuela
histórica particular.
Puede explicarse fácilm ente ese peso de la ideología, y es casi ex
cusable, cuando el historiador tom a por objeto un fenóm eno aún en
curso: por ejem plo, el com unism o, la U nión Soviética, el socialism o,
el totalitarism o, el T ercer M undo. Puede explicarse, aun cuando, p re
cisam ente, lo que tendríam os derecho a esperar del investigador
científico sería que nos perm itiera escapar un poco de los extravíos
de la polém ica cotidiana, en vez de añ ad ir todavía m ás. No obstante,
concedám oslo, la indiferencia se logra ahí con m enos facilidad que
cuando se tra ta de un lejano pasado. Los trastornos incesantes de la
actualidad, las revelaciones im portunas o inoportunas interfieren
entonces, sin cesar, con la construcción del m odelo explicativo en el
cual trab aja el historiador. Son, a m enudo, los m ism os sucesores de
los dirigentes soviéticos o chinos quienes rom pen los m odelos de los
sovietólogos o de los sinólogos occidentales. ¡Qué am argura debe
punzar el corazón de un M oshe Lewin, de un Stephen Cohén, cuando
leen en la Literatoumaya Gazeta del 30 de septiem bre de 1987 que el
núm ero de las víctim as del ham bre y del terro r durante los años
treinta y durante la guerra superan con m ucho, según los dem ógra
fos soviéticos, súbitam ente locuaces, las m ás despiadadas evaluacio
nes de la historiografía anticom unista. En 1940, la población de la
Unión Soviética era de 194,1 m illones de h abitantes y se reducía h as
ta 167 m illones en 1946. Como la guerra costó la vida a veinte m illo
nes de soviéticos, la diferencia, siete m illones, se debe, pues, a la re
presión. Peor aún: esta diferencia se am plía todavía m ás si se tom a
com o base de cálculo no una población estática, puro absurdo dem o
gráfico, sino la población de 1940 aum entada en su crecim iento pre
visible durante los seis años siguientes. Prolongando la tasa de creci
m iento de los años treinta, ya particularm en te baja en razón de la
anorm al m ortalidad debida al ham bre y al terror, se llega a la cifra
de 213 m illones de habitantes que hubiera debido ser la de la Unión
Soviética en 1946. Son pues 46 m illones los ciudadanos que han de
saparecido, o sea 26 m illones de m uertos de ham bre o de la repre
183
sión." Una cifra tal invita a pensar que m uchas cosas insospechables
se nos escapan todavía en la historia del com unism o. Pero, ¿cómo
iban nuestros historiadores occidentales a hacer el esfuerzo de tratai
de descubrir el m isterio, cuando apenas si tienen en cuenta las cosas
fáciles de conocer? Pensem os que antes de la deflagración en Occi
dente del Archipiélago Gulag, que despertó m uy provisionalm ente a
nuestros sovietólogos de su sueño dogm ático, m ás de sesenta libros
sobre los cam pos soviéticos habían sido publicados solam ente en
Francia, todos catalogados en los ficheros de la Biblioteca Nacional,
entre 1920 y 1974.3132 M uchos historiadores esperan, para levanta i
acta de las atrocidades com unistas, que sean los m ism os dirigentes
com unistas quienes las denuncien... pero siem pre las de sus predece
sores, por supuesto.
Estos reconocim ientos oficiales dan lugar, por otra parte, a una
divertida y ágil recuperación: se descubre en ellos la prueba de que
el régim en está bien de salud y continúa su cam ino, puesto que su
franqueza le m uestra consciente de sus errores y aún m ás alerta en
su cam ino hacia el progreso. Así es cóm o los regím enes com unistas
no son jam ás en O ccidente objeto de un culto m ás ferviente que cuan
do proclam an que todos sus súbditos vegetan o se volatilizan. Cuan
do Gorbachov clam a, el 17 de octubre de 1987, que en la Unión Sovié
tica «el problem a de la alim entación aún no está resuelto, sobre todo
en las zonas rurales», recoge en O ccidente una ovación entusiasta.
En la Unión Soviética, en China, en Polonia, en V ietnam , reconocer
los errores y los crím enes parece un título suplem entario para ejer
cer el poder. Im aginem os las siguientes cinco colum nas en la prim e
ra plana de un periódico francés en agosto de 1944: «Las evoluciones
positivas del régim en. Una revolución ideológica: el gobierno de Vi-
chy reconoce las aberraciones de la colaboración. Su posición sale
reforzada.» ¡Cuántos historiadores y com entaristas cuando adoptan,
coaccionados y forzados, posiciones que antes com batieron, se las
arreglan para que no parezca que cam bian de opinión!
Todas estas turbulencias intelectuales se explican fácilm ente,
com o decía, por el hecho de que, en el ejem plo escogido, el pasado y
la actualidad, el debate histórico y el debate político se entrem ezclan
y se influencian. ¿Acaso tal historiador del com unism o no es, al m is
m o tiem po, un editorialista político al cual la gran prensa pide perió
dicam ente que diagnostique el sentido de los últim os acontecim ien
tos acaecidos y recom iende una línea de conducta? El com prom iso
directo con el presente aum enta inevitablem ente la dificultad de ser
im parcial en el pasado. En cam bio, cuando el pasado está resuelto,
la serenidad debería predom inar. Pero, sin em bargo, tam poco es así.
N ada lo dem uestra m ejor que la historiografía de la Revolución fran-
31. El texto de la Literatumaya Gazeta, un debate entre un historiador y un filósofo,
ha sido resumido por Le Monde del 2 de octubre de 1987.
32. Inventario hecho por Christian Jelen y Thierry Wolton en L’O ccident des dissi-
dents, París, Stock, 1979.
184
I
189
talla en la que A ulard, el m ediocre, fue el vencedor. Después de hahci
conocido un gran éxito de librería a finales del siglo X IX , los Orígenes
dejaron, poco a poco, de ser reeditados.
¿Por qué? El ensayo de Taine había sido tachado con el estatuto
infam e de m áquina de guerra contrarrevolucionaria. Pero esto era.
me parece, un error, por una doble razón. La prim era: si es cierto qm
el alegato antijacobino de Taine es de una gran violencia de tono, v
a veces incluso de una exageración desagradable, no es m ás abrum a
dor que los juicios vertidos antes que él sobre el T error por varios his
toríadores hom ologados en la izquierda, com o lo era el m ism o Taine*
antes de los Orígenes. La segunda: los Orígenes de la Francia contení
ppránea, com o su título indica, no se refieren únicam ente a la Revo
lución. Antes de ella, el Antiguo R égim en agonizante, después de*
ella, lo que Taine llam a el «Régim en m oderno», desde el principio
del sistem a napoleónico hasta 1880, ocupan un am plio espacio.
Además, no se puede calificar a Taine de reaccionario en el sentí
do de que abogara por una R estauración o siquiera por una rehabili
tación del Antiguo Régim en. Su descripción de las últim as décadas
de la vieja Francia, que com prende, por o tra parte, algunas de las pa
ginas m ás cautivadoras del libro, es m ucho m ás severa que la de los
historiadores del siglo X IX m ás favorables que él a la Revolución. Se
gún él, el Antiguo Régim en ya no era viable ni reform able. La mise
ria era dem asiado grande, las clases dirigentes, incapaces; el sistem a
político en un estado de putrefacción y de parálisis incurable. El tra
bajo de Taine no tiene, pues, nada que ver con la causa que defenderá
m ás tarde la historiografía de derechas, con un Pierre Gaxotte, poi
ejem plo.
M ientras fingía defender la dem ocracia, cuando de hecho todos
sus enem igos son p artidarios de la dem ocracia, la escuela adm irado
ra del T error busca en la Revolución la argum entación justificativa
del totalitarism o. Esto se ve con toda claridad después del golpe de
E stado bolchevique de 1917, cuando las vedettes de la historiografía
revolucionaria se hacen abogados de la dictadura leninista en nom
bre del 93 y del Com ité de Salvación Pública. En una Investigación
sobre la situación en Rusia publicada en 1919 por la Liga de los Dere
chos del H om bre, se puede leer e sto :35 «La Revolución francesa tam
bién fue llevada a cabo por una m inoría dictatorial —sostiene el pro
fesor Aulard —. No ha consistido en las hazañas de vuestra dum a en
Versalles, sino que se ha desarrollado bajo la form a de los soviets.
Los com ités m unicipales de 1789, y luego los com ités revoluciona
ríos, en am bos países em plearon procedim ientos que convirtieron en
bandidos a los franceses a los ojos de E uropa y del m undo entero.
Vencim os de este m odo. Todas las revoluciones son la obra de una
m inoría.»
35. Citado por C hristian Jelen, V Aveuglement, les socialistes et la naissance du mythe
Soviétique, Paris, Flamm arion, 1984, p. 56. Edición española: La ceguera voluntaria. Los
socialistas y el nacimiento del mito soviético, Barcelona, Planeta, 1985, p. 50.
190
í
Y Aulard dice estas palabras: «Cuando m e dicen que una mino-
i ia está aterrorizando Rusia, lo que yo com prendo es lo siguiente:
Kusia está en plena revolución,» ¡Alentadora definición de la revo
lución!
«No sé lo que sucede —añade A ulard—, pero m e asom bra que d u
rante nuestra Revolución francesa tuviéram os que com batir, com o
vosotros, una intervención arm ad a y que, com o vosotros, tuviéram os
em igrantes. Me pregunto entonces si estas circunstancias no otorga
ron a nuestra Revolución el carácter violento que revistió. Si, por
aquel entonces, la reacción no hubiese intervenido de la form a que
lodos conocéis, tal vez no hubiésem os derram ado tan ta sangre. La
Revolución francesa lo destruyó todo, porque algunos quisieron im
pedir su desarrollo.»
Ahí se reconoce el sistem a de excusas que servirá de pasaporte a
tantos sistem as totalitarios del siglo XX, a poco que se reclam en del
socialism o, incluso los m ás sanguinarios y los m ás opresores. Des
pués de una estancia en Etiopía, en los peores m om entos de la repre
sión llevada a cabo por el régim en com unista, en 1977, el notable di
rigente com unista italiano G iancarlo P ajetta declaró que el clim a so
cial de Addis-Abeba recordaba, en el fondo, el de París durante la Re
volución francesa. «Igual que en París en 1792 y 1793, uno puede en
terarse al m ediodía —brom eaba P ajetta— de que el hom bre con
quien cenó la noche anterior acaba de ser ejecutado.» Estos im pre
vistos form an parte, según Pajetta, del encanto de esa clase de situa
ción, al cual la evocación de la vida parisiense bajo R obespierre
aporta, a la vez, una respetabilidad histórica y la poesía del folklore.
Si «el robespierrism o es la dem ocracia», entonces poco im portan las
m atanzas, el ham bre, los cam pos de concentración y los boat-people.
K hm ers rojos y sandinistas, Fidel Castro y los am os de H anoi tienen
la razón histórica y la m oral socialista con ellos. Ya no se les puede
objetar ni sus violaciones de los derechos hum anos ni su incapacidad
para alim en tar al pueblo. Eso son críticas superficiales, lam entacio
nes de p rim er grado, vulgarm ente em píricas, cuando toda revolu
ción se inscribe en una dialéctica a largo plazo o, m ás precisam ente,
cuyo últim o plazo no llegará jam ás. Las circunstancias en que vive
un régim en revolucionario son siem pre excepcionales y desfavora
bles, lo que im pide juzgarlo por sus actos, al m ism o tiem po que se
aprueban éstos.
E sta fórmula* m ágica, que perm ite rehusar perpetuam ente el
control de la realidad, es el servicio rendido a la izquierda por la
escuela jacobina. A lbert M athiez, m ucho m ás inteligente que Au
lard, piensa, sin em bargo, en los m ism os térm inos que él, porque
la ideología nivela a los intelectuales: «Jacobinism o y bolchevism o
son, al m ism o título, dos dictaduras nacidas de la guerra civil y de la
guerra extranjera, dos dictaduras de clase, operando con los m ism os
m edios, el Terror, las requisas y los im puestos, y proponiéndose, en
últim a instancia, un objetivo parecido, la transform ación de la socie
dad, y no solam ente de la sociedad rusa o de la sociedad francesa,
191
sino de la sociedad universal.» '* En ese paralelo, M athiez no se limi
ta a describir, debo precisarlo: él lo aprueba.
Pero, ¡curioso y contradictorio com portam iento!, la ciencia hisfú
rica así extraviada, m ientras glorifica el T error com o cam ino único
hacia la «transform ación de la sociedad universal», se em peña en di
sim ular cuanto puede sus elevadas realizaciones. ¿Por qué? Si el Te
rror es un instrum ento de salvación para la hum anidad, lo que debic
ra recom endarse sería su extensión. ¿Qué objetivo tiene dism inuir la
escala en que se practicó por los grandes antepasados, para nuestro
bienestar colectivo? ¿Por qué clase de tim idez, disim ular, por ejem
pío, la am plitud de las m atanzas de la guerra de la Vendée, si eran
indispensables al bien de la p atria y de la hum anidad? Y, sin em bar
go, ¡qué escándalo cuando apareció, firm ado por un nuevo gladiador
predestinado a la guillotina ideológica, en 1986, un libro portador de
docum entos inéditos y adornado por un título del que no discutiré su
carácter provocador: Le génocide franco-français (El genocidio fran
co-francés).3637
Es algo m uy francés que esta tesis de Estado, golpe m aestro de un
historiador de treinta años, haya suscitado ante todo una querella de
vocabulario. ¿Lo prim ero que se hizo fue evaluar el interés de los ai
chivos descubiertos tras dos siglos de desván? ¿M edir la am plitud de
las nuevas inform aciones recibidas? ¿E valuar el progreso realizado
en la com prensión de los hechos? ¡No! A bandonando todo lo demás,
los doctores se pelearon por la cuestión de saber si el autor tenía de*
recho a usar en su título el térm ino «genocidio».
Forjado en el siglo xx, se objeta, el vocablo es anacrónico en el
contexto de 1793. ¿Y por qué? Se tiene derecho, me parece, a recurrir
a la noción de genocidio en presencia de circunstancias y en función
de criterios que no tienen nada de vago, a saber:
— cuando la violencia ejercida contra los enem igos o rebeldes
tiende, de m anera patente y a veces proclam ada, no sólo a som eter
los, sino a exterm inarlos;
— cuando este exterm inio se extiende a toda la población, com
batiente o no, de todo sexo y edad, según un plan prem editado, más
allá de las operaciones m ilitares;
— cuando, con esa m ism a intención, son destruidos sistem ática
m ente los m edios de existencia y de subsistencia de la población ci
vil, sus dom icilios, sus cam pos, talleres, herram ientas, ganado, de
m anera deliberada, y no sólo a consecuencia de las rapiñas incontro
ladas de la soldadesca;
— cuando las m atanzas organizadas, im putables a un plan y no
a la anarquía, continúan después del restablecim iento del orden y
con el adversario reducido a la im potencia.
Es incontestable que estos cuatro aspectos se encuentran a menu*
36. Le Bolchevisme et le Jacobinisme, Paris, Librería de «L'Humanité», 1920.
37. Reynald Secher, Le Génocide franco-français, la Vendée «vengé», Paris, PUF,
1986.
192
•lo reunidos en la guerra de Vendée, y lo están bajo el im pulso de una
política decidida en el m ás alto nivel. La Convención, directam ente
0 .1 través de sus representantes en el terreno, proclam a en diversas
1h asiones su firm e propósito de «exterm inar a los tunantes de la Ven-
»lee», de « purgar enteram ente el suelo de la libertad de esta raza mal-
«lita», de «despoblar la Vendée». Las m atanzas de prisioneros, de
mujeres, incluso encinta, de niños y de ancianos cum plen ese progra
ma al pie de la letra. La destrucción de bienes lo com pleta: «No se ha
incendiado bastante en la Vendée; es preciso que durante un año,
ningún hom bre, ningún anim al, encuentre subsistencia en ese sue
lo», escribe la Convención al Com ité de Salvación Pública. Quiere
b o rra r de la m em oria de los hom bres hasta el nom bre de Vendée, y
un convencional proponer sustituirlo, en la lista de departam entos,
por «Vengé». El «departam ento vengado» (de ahí el subtítulo del li
bro de Secher).
En cuanto a la continuación de las m atanzas m ás allá de los obje-
livos del m antenim iento del orden, desbordam iento que hace palpa
ble* la intención de acab ar con esa población rebelde, indignaba ya a
un historiador tan poco m onárquico com o E dgar Q uinet, que escri
be, en 1865: «Los grandes ahogam ientos de N antes son de diciem bre
de 1793. ¿Cómo iban los ahogam ientos a salvar a N antes, ya salvada
en junio, es decir, cinco m eses antes? C arrier continúa los exterm i
nios después de la derrota de los vendeanos en Le M anes. ¿Fue Car-
i ier o M arceau quien decidió ese desastre? Así es cóm o el G ran Te
n o r actuó, casi en todas partes, después de las victorias.»
Los puristas del léxico de la sangría arguyen, sin em bargo, contra
Secher que genocidio «sólo es aplicable a asesinatos que afectan a
una población extranjera». En ese caso, ¿lo que hem os visto en Cam-
boya en tiem pos de Pol Pot no sería, pues, un genocidio? ¿La «deku-
lakización» de los años trein ta en la Unión Soviética no sería un ge
nocidio? ¿Los 200 000 ugandeses m uertos, desde 1982 hasta 1985,
por los soldados del presidente Obote tam poco sería un genocidio?
¿Acaso los arm enios asesinados en 1915 no eran ciudadanos turcos?
¿Los hom bres de la Com una fusilados en m asa después de su com
pleta derrota no eran franceses? V erdaderam ente, el distingo es dé
bil. En cuanto al criterio cuantitativo, ¿cómo precisarlo? Ciertos his
toriadores se perm iten un m ohín ante las m atanzas vendeanas, en
contrando el botín algo lim itado. Siem pre se puede m ejorar, cierta
m ente: pero entonces h ab ría que fijar el grado a p a rtir del cual la de
puración en m asa m erece el grado de genocidio.
Que la represión en Vendée superó de m anera desagradable los
lím ites de lo que la situación requería, es tan cierto que la enseñanza
republicana, tanto a nivel de m anuales escolares com o al de historia
universitaria, ha escam oteado ruinm erite, desde hace un siglo, su
am plitud y sus atroces detalles. La Vendée ha sido recluida en las ca
tacum bas de los m anuales de historia de inspiración m onárquica y
clerical. Pero véase la paradoja: es Reynald Secher, relegado por la
sim ple elección de su tem a a la «perrera» de los contrarrevoluciona-
193
ríos, quien rectifica, a causa de la seriedad de su investigación, la in
form ación en un sentido en que ningún historiador republicano ha
bría nunca soñado. Establece con im parcialidad que las pérdidas dt
Vendée son, en definitiva, m uy inferiores a lo que siem pre se había
creído.
Hoche, que durante algún tiem po m andaba, sobre el terreno, d
ejército republicano, estim aba en 600 000 el núm ero de m uertos
Luego, h asta nuestros días, incluso los historiadores que juzgan esta
cifra excesiva no bajan nunca de los 300 000. Sin em bargo, Sechei
concluye, según fuentes m inuciosam ente consultadas que, de los
815 029 habitantes con que contaba en 17924a Vendée, 117 257 mu
rieron en los com bates o en las m atanzas, es decir, el 15 % de la po
blación. Lo que es m enos de lo que se creía, pero que es, por supuesto,
m ucho. Pensem os que relacionado con la población francesa actual
ese porcentaje equivaldría a siete m illones y m edio de víctim as. Los
exterm inios y las destrucciones están evidentem ente repartidas de
desigual m anera según las com unas. Algunas pierden hasta la m itad
de sus habitantes y de sus casas; otras, m enos del 5 %.
C iertam ente, el poder central no podía tolerar la insurrección
vendeana, sobre todo en el m om ento en que se recrudecía la guerra
extranjera. Pero la transform ación de la represión en genocidio es de
fuente ideológica y no estratégica. O tros actos de salvajism o lo veril i
can, adem ás, en otros puntos del territorio nacional, donde no latía
ninguna guerra civil. Así, el m inúsculo pueblecito de Bédoin, en Vau
cluse, es castigado por haber perm itido que se talara, una noche, su
árbol de la libertad. Como el delegado de la Convención no logra des
cu b rir al culpable, aplica el castigo colectivo: 63 habitantes son gui
llotinados o fusilados, los dem ás expulsados, el pueblo es enteram en
te quem ado: «No existe en esta com una ni Una chispa de civismo»,
com enta con virtuosa placidez en su inform e el delegado para esa
m isión.
Igual que todos los poderes que basan su legitim idad en una ideo
logía, el Com ité de Salvación Pública parece incapaz de preguntarse
por qué le resiste el pueblo, activa o pasivam ente. A sus ojos, el pue
blo auténtico es él m ism o. Pueblo absoluto, abstracto, m onolítico, no
puede ni to m ar en consideración que el pueblo concreto, viviente,
tornadizo y diverso tenga m otivos sinceros y reales de descontento.
Lo m ás curioso es que las regiones del Oeste, antes de la Revolución,
eran de izquierdas, com o se diría hoy. H a hecho falta el sectarism o
jacobino p ara im pulsarlas a la derecha, donde han perm anecido de
m anera perm anente en la historia electoral francesa.
El hom bre de espíritu que era Clem enceau profirió la asnada de
su vida el día en que lanzó el famoso: «¡La Revolución es un bloque!»
No. N ada de lo que es hum ano es un bloque. Son los tiranos quienes
razonan en térm inos de bloque. Uno puede sentirse heredero de la
Francia de 1789 sin por ello considerar un deber el justificar la Ven
dée, Bédoin y el Terror.
Toda la investigación científica se inscribe en un m arco trazado
194
pui su época, un «paradigm a», para utilizar el térm ino de Thom as
Kuhn en su Estructura de las revoluciones científicas. O bras com o el
Ahnagesto de Tolomeo, los Principios de Newton, la Q uímica de La
voisier, la Teoría general de Keynes han fijado, durante una década,
un siglo o un m ilenio los térm inos en los cuales se planteaban los pro
blem as en un terreno determ inado de la investigación. En este senti
do, todo pensam iento está condicionado por un segundo plano ideo
lógico. Pero sería vano sacar de ello un argum ento, com o han podido
hacer un M ichel Foucault o un Louis Althusser, p ara tra ta r de negar
loda diferencia entre conocim iento e ideología y de afirm ar que la
unica realidad intelectual es, de hecho, la ideología. E sta posición
conduce al escepticism o, al hacer del conocim iento una sim ple suce
sión de interpretaciones ideológicas, o, m ás bien, engendra, al con
ti ario, un dogm atism o de la ideología considerada com o el único co
nocim iento verdadero. En am bos casos, la tesis peca por la confusión
de dos fenóm enos bien distintos. El paradigm a, en el sentido de
Kuhn, posee tal vez los caracteres y las propiedades de un lienzo de
lurido general que, sin saberlo el investigador, predeterm ina su acti
vidad. Pero se trata de una representación científica, interior y debi
da a la ciencia, no de una ideología sino, m uy exactam ente, de lo que
se llam a una teoría, proyección coherente de un m om ento del conoci
miento, y en el seno de la cual el investigador trab aja según unos cri-
Icrios que continúan siendo científicos. De m uy diferente naturaleza
es la penetración, de la que ya he dado varios ejem plos, de una ideo
logía no científica en el m ism o corazón de la ciencia; o, p ara ser m ás
precisos, la falsificación, la corrupción, la m utilación de la ciencia en
beneficio de una ideología. Sin ninguna duda, este engaño es cada
vez m ás difícil a m edida que los dom inios en que quisiera actuar ga
nan en rigor. Pero en m uchas disciplinas flota aún la suficiente incer-
tidum bre p ara infiltrar en ellas tendenciosas m anipulaciones, ten
dentes a influenciar m enos a los am bientes científicos que a un p úbli
co desprovisto de m edios de control y m uy dispuesto a creer bajo p a
labra a sabios de renom bre. El investigador que opera en el interior
del paradigm a kuhniano lo hace con una honradez total. No es cons
ciente de que sufre el condicionam iento del sustrato epistem ológico
de su tiem po, a p a rtir del cual respeta la objetividad. Tal no es el caso
cuando un sovietologo norteam ericano «revisionista», com o por
ejem plo un cierto Getty, afirm a, en un coloquio, en Boston, en 1987,
que el núm ero de víctim as de la colectivización y de las purgas esta-
linistas en los años trein ta no sobrepasó los... 35 000.38 Cifra m ani
fiestam ente ridicula, incluso relacionándola con las m ás bajas hipó
tesis de los soviéticos, y que no refleja m ás que la torpeza del propa
gandista. Pero que el señor Getty lo haya podido decir en una reunión
universitaria de alto nivel sin que se le intim e a abandonar en el acto
38. Esta anécdota es referida por uno de los participantes en el coloquio, Jacques
Rupnik, «Glasnost: Gorbatchev's Proís; a New Generation o f American Academics is Re-
w ritin g Soviet History», The New Republic, 7 de diciembre de 1987.
195
sus funciones, dem uestra cuán escasa es, a m enudo, la preocupación
por los hechos en la pretendida «investigación».
En lo que concierne a la Revolución francesa, nos encontram os
m ás bien ante una lucha entre dos paradigm as, para no mencionai
m ás que los autores que la suponen benéfica. Según el prim ero, sii
vió de transición entre la m onarquía absoluta y la dem ocracia libe
ral, fue acom pañada por algunas «torpezas» lam entables, habí ín
probablem ente podido llevarse a cabo a un m enor costo económico
y hum ano, pero, en fin, realizó o selló el paso inevitable del antiguo
m undo a la sociedad política m oderna, fundada sobre la igualdad de
las condiciones, la ley idéntica p ara todos, la elección popular de los
dirigentes, la libertad de cultura y de inform ación, la inviolabilidad
de los derechos individuales. Según el segundo paradigm a, la Revo
lución francesa prefigura y santifica anticipadam ente la sociedad so
cialista sin clases, la dictadura del proletariado, el régim en del partí
do único, el E stado om nipotente. A p a rtir de entonces, las «torpezas»
dejan de serlo. Lejos de constituir desfallecim ientos o perversas re
caídas, eran necesarias p ara desenm ascarar los com plots contraríe
volucionarios, interiores y exteriores. Pero lo que es sorprendente, es
que los defensores de esta versión, igual que los abogados contenípo
ráneos de los sistem as totalitarios, proclam an la necesidad, la legiti
m idad de un T error cuya extensión y crueldad niegan y cam uflan, al
m ism o tiem po, tanto com o pueden. El ham bre y la represión, el fra
caso económ ico, dentro de lo posible, igualm ente disim ulados, edul
corados, en todo caso disociados de la responsabilidad de los gober
nantes. Tam bién oirem os en el siglo XX a S talin im p u tar el ham bre
a los kulaks, a H anoi echar la culpa a la «burguesía “com pradore”»
o al régim en de K abul explicar la resistencia popular únicam ente
por las «injerencias im perialistas». N egar y justificar los hechos a la
vez procede, pues, de una razón vital: evitar el abandono del para
digm a. Todos los p artidarios de este paradigm a no defienden a todos
los regím enes totalitarios actuales; sim plem ente hacen una elección
entre ellos. Algunos se servirán del m odelo jacobino, m ás o menos
conscientem ente, p ara alab ar a los sandinistas pero no a los khm ers
rojos, que han exagerado un poco. Sobre la realidad del régim en san
dinista cerrarán los ojos, la vieja dialéctica en trará en juego, la abs
tracción prescindirá de los casos concretos que van en contra de la te
sis global. Ante otros regím enes, esto no sucederá del m ism o modo.
A m enudo se incrustan en nosotros, com o capas geológicas, lo que
Léon B runschvicg llam aba «edades de la inteligencia». Las m ás ar
caicas de esas edades no recobran actividad m ás que a interm iten
cias. En otros m om entos se callan y dejan h ab lar a las edades más
curiosas de conocim ientos auténticos, o de un conocim iento sólo a
m edias cortado de am or a la ignorancia.
Corte indispensable, por otra parte, ya que el paradigm a jacobi
no, com o toda ideología totalitaria, vocea y esconde a la vez su secre
to. A saber: que toda revolución llevada a cabo según el m odelo jaco
bino, en nom bre de la libertad, acrecienta de hecho el poder del Esta-
196
«!n v destruye la libertad de la sociedad civil. Antes incluso que Lenin
n Mao, M irabeau lo había visto m uy bien, apoyándose en esta cons
ultación para tra ta r de «vender» la Revolución que em pezaba a
I ,uis XVI, a quien escribe, en uno de sus m em orándum s confidencia
les: «Com parad el nuevo estado de cosas con el Antiguo Régim en; es
ahí donde nacen los consuelos y las esperanzas. Una parte de las actas
de la asam blea nacional, y la m ás considerable, es evidentem ente fa
vorable al gobierno m onárquico. ¿Acaso no es nada estar sin p arla
mento, sin país de estados, sin cuerpo del clero, de privilegiados, de no
bleza? La idea de no form ar m ás que una sola clase de ciudadanos
habría gustado a Richelieu: esa superficie igual facilita el ejercicio
del poder. Varios reinados de un gobierno absoluto no h abrían hecho
tanto com o este único año de revolución por la autoridad real.» 39
liste pasaje constituye uno de los m ás antiguos análisis sobre lo esen-
eial de la fam osa distinción entre régim en autoritario y régim en to ta
litario, que los totalitarios rechazan porque apunta a la m ás signifi
cativa de las líneas de dem arcación entre los regím enes políticos. Al
rey que se aferra al viejo tipo autoritario, M irabeau opone, alabándo
los, los m éritos m uy superiores, desde el punto de vista del Estado,
de la «m odernidad» totalitaria.
Se com prueba así, en la historiografía de la Revolución, con una
agudeza m uy p articu lar la exactitud del aforism o, o m ás bien diga
mos la perogrullada de B enedetto Croce, según el cual «la historia es,
siem pre, historia contem poránea»40 en el sentido de que form a parte
de la cultura del m om ento. Pero ese relativism o involuntario de la vi
sión no debe ser confundido con la voluntariedad de la falsificación.
El prim ero no excluye en absoluto la probidad científica; el segundo
se excluye a sí m ism o de la ciencia.
Se trate de historia o de cuestiones contem poráneas, daré des
pués otros ejem plos de falsificaciones o de extrapolaciones ab erran
tes de datos: por ejem plo, sobre la «explosión» dem ográfica del Ter
cer M undo, sobre la igualdad de oportunidades en las sociedades de
m ocráticas, sobre la relación entre desarrollo y subdesarrollo. Pero
la subordinación del conocim iento a la ideología procede de causas
diversas. En lo cotidiano, el descaro con los hechos y con los argu
m entos se arrastra, a m enudo, a un nivel m uy bajo. Un rudim entario
oportunism o sirve de pensam iento, bastante corrientem ente, a los
que se califica, eufem ísticam ente, de «responsables» políticos. Así,
después de haber tocado a rebato contra el «peligro fascista» en
Francia, el Partido C om unista se dedica súbitam ente a explicam os 41
que «sería erróneo hacer creer que nos encontram os ante una am ena
za fascista en este país». ¿Por qué este cam bio? Muy sim ple: la trad i
ción de la izquierda requiere que en caso de peligro fascista, el Parti-
39. Citado por Tocquevilie, El Antiguo Régimen y la Revolución, lib ro I, capítulo II.
40. En La Storia come pensiero e come azione, 1938 (La H istoria como pensamiento
y como acción).
41. VHumanité, 10 de septiembre de 1987.
197
do C om unista se alíe con los socialistas y otros «republicanos» con
tra el peligro suprem o. En 1934, pasa de la táctica «clase contra d a
se» y «fuego contra la socialdem ocracia» al Com ité de Intelectuales
A ntifascistas y al Frente Popular. Sin em bargo, en 1987, el PCF ha es
cogido la táctica de la hostilidad al P artido Socialista, el «agente de
la derecha en la política de austeridad». No conviene, pues, que haya
entendim iento con los socialistas, ergo que haya «peligro fascista»»
Ni en 1984 ni en 1987 la realidad política del Frente N acional de Le
Pen por sí m ism a y en sí m ism a. En 1984, convenía exagerar el «pell
gro fascista» p ara poder acusar a los liberales de haberlo hecho na
cer. En 1987 convenía que desapareciera para poder acabar de de
sem barazarse de la Unión de la Izquierda.
D urante las dictaduras m ilitares, en A rgentina y en Uruguay, lo*
com unistas, en cam bio, pedían la unión de todos los dem ócratas con
tra el fascism o. ¿H abía que deducir de ello que después del retorno
de la dem ocracia en sus países aceptarían por fin el pluralism o y de*
fenderían el «socialism o de rostro hum ano» en los países com unis
tas? Creerlo h ab ría sido ignorar lo que es el auténtico oportunism o
ideológico o, si se prefiere, la im perturbable fijación ideológica.
En Uruguay, p ara m encionar un solo episodio preciso y bien con
creto, durante el proceso de restauración de la dem ocracia tiene lu
gar, el dom ingo 27 de noviem bre de 1983, por la tarde, una m ultitu
diñaría reunión p o p u laren un parque de M ontevideo. Se ha colocado
el estrado al pie del obelisco erigido en hom enaje a los constituyentes
de 1830 (fecha de la prim era constitución uruguaya). Se hallan pre
sentes representantes, m ilitantes y sim patizantes de todas las co
rrientes políticas del país. La m ultitud es inm ensa. Es la m ayor m a
nifestación que ha tenido lugar en U ruguay desde hace m ucho tiem
po. Ante el estrado, a la derecha, las prim eras filas de público están
com puestas, com o por azar, de ap retad as hileras de m ilitantes del
m uy m inoritario p artido com unista. La reunión es abierta con la lec
tu ra solem ne, en la tribuna, de innum erables m ensajes de felicita
ción, de sim patía, de apoyo y de aliento llegados del m undo entero
p ara festejar el renacim iento de la dem ocracia en U ruguay. Cada
m ensaje es ritualm ente acogido con aclam aciones, ovaciones y víto
res. Llega el m om ento en que el lector de los m ensajes, cogiéndolos,
uno tras otro, de un cesto que tiene ante sí, coge uno y se pone a leer
el telegram a de am istad que, en nom bre de Solidam osc, envía Lech
W alesa al pueblo uruguayo «liberado del fascism o». Inm ediatam en
te, las prim eras filas del público em piezan a gritar, a silbar, a p ata
lear, a abuchear contra Solidam osc aullando: «¡Abajo W alesa! ¡Aba
jo el im perialism o am ericano!»
A un grado superior, encontram os el prejuicio involuntario, en
general prejuicio de toda una época, cruzado solam ente por una frac
ción de m ala fe personal. Jules Ferry, el hom bre que luchó contra el
Segundo Im perio y proclam ó la R epública en París el 4 de septiem
bre de 1870, que fue el padre fundador de la izquierda republicana,
el m inistro a quien Francia debe las grandes leyes dem ocráticas so-
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hiv la libertad de prensa, el derecho de reunión, la enseñanza p rim a
ria gratuita, laica y obligatoria, exclam aba, el 28 de julio de 1885, en
la tribuna de la C ám ara de D iputados: «¡Señores, hay que hab lar
más alto y proclam ar la verdad! ¡Hay que decir abiertam ente que las
razas superiores tienen un derecho ante las razas inferiores! R epito
que hay un derecho p ara las razas superiores, porque hay un deber
para ellas. Tienen el deber de civilizar a las razas inferiores.» Hoy se
i i ce que el racism o proviene sólo de la derecha. Se olvida que en el
siglo xix la desigualdad de las razas hum anas p arecía’u na evidencia
tanto a la derecha com o a la izquierda. En 1890, dos años antes de su
lallecim iento, en su prólogo a VAvenir de la Science («El porvenir de
la ciencia»), considerando el balance de este libro escrito cincuenta
años antes, E. R enán se reprocha cuanto sigue: «En aquella época, no
tenía una idea suficientem ente clara de la desigualdad de las razas.»
Puede verse cóm o una de las m entes m ás críticas del siglo puede te
ner tranquilam ente por dem ostrada una tesis que no lo está en abso
luto, y cóm o un hum anista tolerante puede adherirse a un postulado
lleno de tem ibles consecuencias p ara los derechos del hom bre y la to
lerancia. La palabra «raza», por o tra parte, era a m enudo tom ada en
una acepción por lo m enos tan cultural com o biológica. El error de
los hom bres del siglo X IX consistía en a trib u ir a la «raza» com porta
m ientos económ icos, sociales o políticos que ellos juzgaban con seve
ridad. El nuestro consiste en absolver, en las culturas que no son occi
dentales —por m iedo de in cu rrir en la acusación de racism o—, acti
tudes condenables, incluyendo actitudes racistas. Cuando en las islas
Fidji, en m ayo de 1987, el coronel Sitiveni R abuka d erriba un gobier
no regularm ente elegido porque es de predom inio indio y el coronel
quiere reservar el poder a los m elanesios, entonces, en O ccidente, son
muy escasas las voces que critican la creación de ese nuevo régim en
fundado en un principio explícitam ente racista. Sin em bargo, una
m ayoría de ciudadanos de origen indio, pero nacidos en l^s islas Fid
ji, así com o varios m iem bros de otras etnias, se ven privados de sus
derechos políticos en razón de su raza. Sin duda el régim en de R abu
ka fue excluido de la C om m onw ealth, pero las protestas contra este
nuevo apartheid se apagaron m uy pronto y no tu rb aro n m ucho al p la
neta. Después de h aber procedido a un segundo golpe de Estado, el
25 de septiem bre de 1987, y haberse autoascendido a general, R abu
ka debió entregar el poder a los civiles el 5 de diciem bre. Un gobierno
provisional, dirigido por el p rim er m inistro en funciones antes de las
elecciones de abril de 1987, es decir, rechazando de todas m aneras el
resultado de tales elecciones, asum ió la m isión de p rep arar una nue
va constitución y nuevas elecciones.42 Cuando, a principios de sep
tiem bre, el coronel Jeán-B aptiste B agaza, jefe de B urundi —por
aquel entonces invitado en la cum bre de la Francofonía en M ontreal,
a pesar del régim en de dom inación netam ente racista de su p aís—,
42. Los fídjiános étnicos representaban el 43 % de la población. En la fecha en que
repaso m i texto (junio de 1988), todavía no se han celebrado elecciones.
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resulta derrocado por el capitán Pierre Buyoya, el V aticano se con
gratula de que este últim o anuncie la interrupción de las vejaciones
de su predecesor contra la Iglesia. Pero Rom a no exige la m odifica
ción de las relaciones étnicas que perpetúan el poder de los tutsis so
bre los hutus, de que he hablado antes, y que habían provocado las
m atanzas que sabem os en 1972. El capitán-presidente, en efecto, ha
querido precisar que no m odificaría nada del statu quo, es decir, qut
la discrim inación tribal, el apartheid negro se m antendría, con la
bendición de las autoridades religiosas y de la com unidad interna
cional. Cuando el 15 de octubre de ese m ism o año de 1987, en Burki
na-Fasso (antiguo Alto-Volta), el capitán Blaise Com paoré procede a
la alternancia gubernam ental asesinando, para ocupar su lugar, al
capitán Thom as Sankara y a algunas decenas de colaboradores su
yos, los defensores de los derechos del hom bre y de la dem ocracia en
O ccidente no se ponen m ás nerviosos que cuando en 1983, en la isla
de G ranada, la oficina política del partido m arxista-leninista New
JEW EL (¡m iem bro, por otra parte, de la Internacional Socialista!)
consideró que debía m atar, entre otras 150 personas, a su jefe Mauri
ce Bishop, que, por su parte, había tam bién tom ado el poder m edian
te un golpe de Estado en 1979. E ra un clan aún m ás prosoviético que
el que había liquidado a este últim o, pero los «liberales» norteam eri
canos habían guardado sus reservas de indignación para el desem
barco norteam ericano en G ranada, un poco m ás tarde.
Ante estas curiosas costum bres políticas, aunque sólo fuera por el
núm ero increíblem ente elevado de m ilitares que gobiernan en esos
países (pues una dictadura m ilitar no parece constituir una infrac
ción a la dem ocracia m ás que si el dictador se llam a Pinochet o
Stroessner), el m utism o de los occidentales se explica por la sim ple
inversión del filtro ideológico cuyo efecto, cien años antes, habría
sido hacer atrib u ir estos extravíos a la incapacidad de las «razas in
feriores» p ara gobernarse. En un caso es el prejuicio racista, en otro
es el tabú an tirracista los que im piden analizar estos fenómenos
com o se m erecen, es decir, com o un conjunto de hechos políticos, so
ciales, económ icos, religiosos y culturales que deben ser estudiados,
com o cualquier otro hecho del m ism o género, y de las m ism as even
tuales apreciaciones m orales. C uando el líder com unista italiano
G iancarlo P ajetta evoca, brom eando, lo pintoresco que hace muy
«París 1793» de Addis-Abeba en 1977, se declara conquistado por el
encanto de la capital etíope, en m om entos en que alberga a m ás de
100 000 presos políticos y se fusilan incluso niños m enores de doce
años. (Por encim a de esa edad, uno es fusilable en E tiopía, gracias a
Dios, pero ya no se es un niño p ara el registro civil.) Es preciso, pues,
p ara que pueda existir tal reacción, que la ideología y el culto revolu
cionarios cubran a P ajetta con una sólida cam pana de protección.
Contem plem os, pues, nuevam ente, la cuádruple función de la
ideología: es un instrum ento de poder; un m ecanism o de defensa
contra la inform ación; un pretexto p ara sustraerse a la m oral hacien
do el m al o aprobándolo con una buena conciencia; y tam bién es un
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medio para prescindir del criterio de la experiencia, es decir, de eli
m inar com pletam ente o de aplazar indefinidam ente los criterios de
éxito o de f racaso.
El centinela que hace guardia ante esa fortaleza psíquica efectúa
la selección de inform aciones únicam ente en función de su capaci
dad para reforzar o debilitar la ideología. Un antiguo corresponsal
perm anente de Newsweek en Moscú, Andrew Nagorski, en un libro de
m em orias, por otra parte edificante desde todos los puntos de vista,
Reluctant Farewell (Despedidas involuntarias, Nueva York, 1985),
describe las reacciones que encuentra, en Occidente, cuando vuelve
de vacaciones, en el m om ento m ás encarnizado de la llam ada quere
lla de los «eurom isiles», hacia 1982. La cuestión estribaba en saber
si se había que desplegar, o no, los Pershing II y los m isiles de crucero
en Europa occidental, para com pensar los cohetes SS-20 soviéticos.
«D urante mi breve viaje a Occidente —escribe N agorski— descubrí
que, por regla general, las opiniones sobre tales problem as ya esta
ban petrificadas. Las gentes que apoyaban la decisión de la OTAN de
desplegar los nuevos m isiles acogían favorablem ente m is observa
ciones sobre las concepciones del K rem lin, com o confirm ación de lo
que ellos pensaban. Las gentes que eran hostiles al despliegue recha
zaban lo que yo decía sobre la m anera en que los soviéticos conce
bían a Occidente, considerándolo com o desprovisto de interés para
el caso. Fue para m í una fuente de intenso m alestar el com probar que
en toda discusión sobre esa m ateria yo era inm ediatam ente clasifica
do. Lo que estaba en juego era escoger un cam po en un debate de po-
lítica interior. Cuáles eran realm ente, en todo este asunto, las inten
ciones de los soviéticos parecía no tener m ás que una im portancia
absolutam ente secundaria.»43
¿Será el hom bre un ser inteligente que no es dirigido por la inteli
gencia? Sin prejuzgar de sus otras propiedades, la inteligencia sirve
para econom izar una experiencia desagradable, perm itiéndonos,
cada vez que sea posible, analizar los com ponentes de una situación
para prever, o por lo m enos conjeturar, las consecuencias de una ac
ción. En sum a, es una facultad de anticipación y de sim ulación de la
acción, gracias a la cual podem os guiarnos sin tener que poner nece
sariam ente en práctica, para ver qué dan de sí, ensayos dem asiado
peligrosos. No obstante, no sólo utilizam os raram ente esta facultad,
sino que, colocados en una situación idéntica, reproducim os a m enu
do com portam ientos que ya fracasaron.
43. «On my short excursion to the West, l found that, as a rule minds were already made
up on these issues. People who endorsed the NATO decision to deploy new missiles welco
med my observations about Kremlin thinking as ammunition for their team, while oppo
nents dismissed what l had to say about Soviet perceptions o f the West as irrelevant. I felt
distinctly uneasy with how quickly I was categorized in any discussion of this subject. It
was a matter of choosing up sides in a domestic political debate, and what relation all this
bore to Soviet intentions hardlv seemed to matter.»
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Sumario