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Edición de

Margarita de* Olmo

Dilemas éticos en antropología


Las entretelas del trabajo de campo etnográfico
E D I T O R I A L T R O T T A
Dilemas éticos en antropología
Las entretelas del trabajo de campo etnográfico

Edición de Margarita del Olmo

E D I T O R I A L T R O T T A
C O L E C C IÓ N E S T R U C T U R A S Y P R O C E S O S
S e r ie A n t r o p o lo g ía

Editorial Trotta, S.A., 2010


Ferraz, 55. 28008 Madrid
Teléfono: 91 543 03 61
Fax: 91 543 14 88
E-mail: editorial@trotta.es
http://www.trotta .es

© Margarita del Olm o Pintado, para esta edición, 2010

© De los autores para sus colaboraciones, 201 0

ISBN: 978-84-9879-171-6
Depósito Legal: S. 1.111 -201 0

Impresión
Gráficas Varona, S.A.
CONTENIDO

Contenido.......................................................................................... ........... 7

Introducción: Margarita del Olmo............................................................. 9


La negociación del trabajo de campo: Caridad Hernández..................... 35
Novato en Valle de Chalco: reflexiones sobre la ética del antropólogo
desde el recuerdo de una etnografía en una barriada mexicana: Jesús
Adánez Pavón.......................................................................................... 47
Bagatelas de la moralidad ordinaria. Los anclajes morales de una expe­
riencia etnográfica: Angel Díaz de R a d a .............................................. 57
Conflicto de intereses. Reflexión sobre un trabajo de campo en la escue­
la: Margarita del Olmo.......................................................................... 77
Antropología y reproducción: las prácticas y/o la ética: Diana Marre.... 93
De museos del saber a museos de los pueblos. El lugar de los antropólo­
gos: Fernando Monge............................................................................. 125
La posición del antropólogo en la revalorización del patrimonio. El dile­
ma de la «participación observante» en la Batalla Naval de Vallecas:
Elísabeth Lorenzi Fernández.................................................................. 145
De responsabilidades, compromisos y otras reflexiones que llevan a la
antropología aplicada: Alicia Re Cruz................................ ................ 171
«No estamos de acuerdo con algunas de tus interpretaciones»: gestión
de la información en el trabajo de campo con personas estigmatiza­
das : Virtudes Téllez Delgado............................................................. . 187
Ira en Irlanda: Nancy Scbeper-Hugbes....................................................... 203
«Mi colegio sin mí»: dilemas en la definición de mi rol como etnógrafa:
Carmen Osuna Nevado................................ j....................................... 229

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CONTENIDO

Delitos de omisión. Más allá de escribir o no escribir: actuar o no actuar:


Pilar López Rodríguez-Gironés.............................................................. 243
Hablan los niños. Evaluación crítica de plazas y espacios verdes. La «opi­
nión experta» de niños de Lavapiés para reformar su espacio vital:
Waltraud Müllauer-Seichter................................................................... 273
Sujetos como objeto de estudio: Matilde Fernández Montes................... 303
Antropología y cuidados: dilemas éticos en la investigación con pacien­
tes: Manuel Moreno Preciado............................................................... 315
Concluir el inicio de un proceso de reflexión conjunta:Pilar Cucalón .. 337

Acerca de las autoras y autores.................................................................... 349


índice general............................................................................................... 355

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INTRODUCCIÓN

M a r g a r ita d el O lm o
Centro de Ciencias Humanas y Sociales
Consejo Superior de Investigaciones Científicas

No es frecuente hablar de ética en antropología, ni leer, ni estudiar, ni


siquiera discutir. Al menos en España.
Nuestros colegas norteamericanos hace tiempo que tienen la exi­
gencia, desde sus instituciones, de hacer firmar a la gente con la que
trabajan un permiso explícito que llaman «consentimiento informado».
En un seminario reciente, celebrado en la London School of Econo-
mics1, una colega y amiga que trabaja en Canadá nos preguntó al resto
de los participantes (todos centrados en Europa) nuestra opinión sobre
este requisito. La primera respuesta fue que, afortunadamente, en Eu­
ropa nadie nos lo exigía, porque de lo contrario el trabajo que había
realizado esta persona, basándose en entrevistas informales, no hubiera
podido hacerse. Y añadió: «Ese es un problema que tendrán que enfren­
tar ustedes allí, ya verán cómo se las arreglan».
Con este libro yo quiero reclamar exactamente lo contrario: que
no es un problema de los norteamericanos, que nos afecta a todos y
que más vale que empecemos pronto a abrir esta discusión porque no
sólo incide en la viabilidad de los trabajos, sino en su desarrollo, en sus
conclusiones y, sobre todo, en el sentido de por qué y para qué traba­
jamos. Y me parece un tema especialmente relevante en el caso de que,
como hacemos la mayor parte de los antropólogos en Europa, finan­

1. El seminario titulado «Anthropology in the City. Methods, Methodology and


Theory», se celebró en el Departamento de Antropología de la London School of Econo-
mics, Londres, 17-18 de septiembre de 2008.

9
MARGARITA DEL OL M O

ciemos nuestro trabajo con dinero público, que a mi modo de entender


exige, de la misma forma, una responsabilidad pública2.
Cada uno de los capítulos que reúne este libro es una invitación a
abrir esta discusión desde un punto de vista diferente. Algunas de las
perspectivas son coincidentes con otras en cuanto a los temas y a la for­
ma de abordarlos, pero otras veces están en franca contradicción. Esto
es así porque no hemos resuelto nada; no se trataba tampoco de resolver
nada. Lo que se pretendía era poner encima de la mesa, de una forma
honesta, todo aquello que nos había incomodado, para lo que habíamos
encontrado solamente soluciones parciales o precarias, o habíamos deja­
do francamente sin resolver. Este ejercicio supone darle la vuelta a la tela
para ver las costuras, los remiendos, los errores y las veces que algo se ha
tenido que volver a coser, lo que implica una buena dosis de humildad y
a veces un doloroso ejercicio de escarbar en la intimidad y dejar expues­
to lo que normalmente se oculta.
La única conclusión en la que todos hemos coincidido es que los
dilemas éticos tienen que ver con la relación que en cada momento se es­
tablece y, por lo tanto, no hay soluciones universales, porque los intereses
y los valores que orientan la relación entre las personas, tampoco lo son.
Los compromisos éticos y las consecuencias de cada uno de ellos depen­
den del lugar, del momento y, sobre todo, de las personas involucradas
en la relación. Por este mismo motivo la mayoría de nosotros llama la
atención sobre la dificultad de prever los conflictos éticos que van a surgir
en un trabajo de campo, y por lo tanto las soluciones que cada uno debe
adoptar. Por la misma razón, la fórmula del «consentimiento informado»
nos resulta una solución a veces poco viable y casi siempre poco eficaz, no
sólo porque muchos de nosotros hemos peleado, con mucha intensidad
pero sin ningún éxito, por «informar» antes de establecer un compromiso
explícito, sino porque la mayoría de los dilemas éticos que surgen van
mucho más allá y no se pueden resolver únicamente con un formulario
que muchas veces se puede utilizar como un «cheque en blanco».
Pero el hecho de que los dilemas éticos sean contextúales y depen­
dan de la relación que en cada caso se establece y como consecuencia
no existan respuestas universales para ellos, no nos exime de la res­
ponsabilidad de plantearlos, sino justamente al contrario: tenemos que
hacerlo porque no se pueden anticipar y tampoco presuponer que están
resueltos.

2. Estoy haciendo aquí eco de una conversación mantenida con mi colega y amigo
Bernd Baumgartl, durante mi estancia de investigación en primavera de 2009 en Navreme,
Viena, financiada por un acuerdo entre la Academia de Ciencias Austriaca y el CSIC.

10
INTRODUCCIÓN

Lo único que podemos suponer de antemano es que van a surgir y


que nos van a sorprender. Y por ello es necesario hacer dos cosas: pre­
pararnos para enfrentarlos y plantearlos, cuando surjan, de una forma
explícita. Para lo uno y para lo otro es necesario prepararse, aprender.
Y una forma de aprender es analizar lo que han hecho otras personas y
cómo lo han hecho. Espero que este libro sea un inicio.

La mayoría de los textos aquí reunidos son fruto de un seminario


que se celebró en el Centro de Ciencias Humanas y Sociales del CSIC
entre el 9 y el 19 de diciembre de 2008, con el título «Cuestiones de
ética en antropología». El seminario se diseñó para que cada uno de los
participantes planteara para discutir cualquier dilema relacionado con
la ética surgido a partir de su propio trabajo de campo. El trabajo para
presentar esta versión al lector se ha realizado en el marco del proyecto
de investigación «Estrategias de participación y prevención de racismo
en las escuelas II» (FFI200908762). Quiero agradecer a Matilde Fer­
nández Montes su paciencia a la hora de corregir la última versión de
los textos, porque indudablemente ha mejorado su lectura.

11
LA DECLARACIÓN SOBRE ÉTICA
DE LA ASOCIACIÓN AMERICANA DE ANTROPOLOGÍA
Y SU RELEVANCIA PARA LA INVESTIGACIÓN
EN ESPAÑA

N a n c y K o n v a lin k a
Departamento de Antropología Social y Cultural
Universidad Nacional de Educación a Distancia

L O S A N T R O P Ó L O G O S V AN A LA G U ER RA

En octubre de 2007 se publicaron varios artículos en los periódicos de


Estados Unidos sobre la incorporación de antropólogos a unidades mi­
litares en Iraq y Afganistán, con titulares como «El ejército recluta a
la antropología en las zonas de guerra» (Rohde, 2007) o «Cuando los
antropólogos van a la guerra» (Weinberger, 2007). Esta incorpora­
ción ha sido parte de un programa que tuvo su comienzo a mediados
del 2006, bajo el nombre de Human Terrain System (Sistema de Terre­
no Humano), con el objetivo, en palabras del teniente coronel Edward
Villacres del Ejército de Estados Unidos, líder de un Human Terrain
Team (Equipo de Terreno Humano) en Iraq, de «ayudar a los líderes
de las brigadas a entender la dimensión humana del medio ambiente
en el que trabajan, de la misma manera que un analista de mapas in­
tentaría ayudarles a entender los puentes y los ríos y cosas de ese tipo»
(González, 20 0 8 )1.
Algunos antropólogos que conozco en España manifestaron una gran
sorpresa de que sus colegas estadounidenses se prestaran a colaborar
con el ejército y condenaban en general la idea. En Estados Unidos se
despertó el debate entre los antropólogos que consideraban que su co­
laboración podría salvar vidas y aportar una perspectiva más humana al
ejército y aquellos que consideraban que este tipo de colaboración iba
totalmente en contra de la ética de la disciplina.

1. Las traducciones al español de los textos originales en inglés son mías..

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NANCY K O N V A LI N KA

Desde este punto de partida, quisiera ofrecer aquí una serie de con­
sideraciones. Primero, ya que ninguna situación surge de la nada, creo
que será muy fructífero explorar la historia de las relaciones entre las
ciencias sociales (y la antropología en particular) y el poder militar en
los Estados Unidos, con el propósito de comprender mejor estos acon­
tecimientos recientes. En segundo lugar, teniendo en cuenta el vínculo
temporal-espacial de la ética y la imposibilidad de que exista una ética
o moral atemporales, ahistóricas y sin contexto, veremos los distintos
códigos de ética que ha elaborado la Asociación Americana de Antro­
pología (AAA) desde que se formó el primer Comité de la Problemá­
tica de la Investigación y la Etica en 1965 y los contextos en los que se
formularon estos códigos. Incidiré de forma particular en el código más
reciente, aprobado en febrero de 2009 por los miembros de la Asocia­
ción, como respuesta a las iniciativas actuales del ejército2. Finalmente,
ofreceré como conclusión las lecciones que creo que podemos sacar para
nuestro propio contexto, el de la investigación antropológica en España
y la formación de antropólogos.

LA ANTROPOLOGÍA Y EL PODER MILITAR EN ESTADOS UNIDOS

Podemos dar comienzo a nuestra historia el día 20 de diciembre de 1919,


cuando se publica una carta de Franz Boas en el periódico The Nation
con el título de «Scientists as Spies» (Los científicos como espías). En
ella, Boas denuncia la participación en actividades de espionaje de cien­
tíficos que fingen representar a instituciones y llevar a cabo investigacio­
nes científicas. Veamos lo que dice:

Una persona que utiliza la ciencia como tapadera del espionaje político,
que se rebaja presentándose ante un gobierno extranjero como inves­
tigador y pide ayuda en sus presuntas investigaciones con el propósito
de llevar a cabo, bajo este encubrimiento, sus maquinaciones políticas,
prostituye la ciencia de manera imperdonable y pierde el derecho de ser
clasificado como científico.
Por accidente han llegado a mis manos pruebas incontrovertibles de
que por lo menos cuatro hombres que llevan a cabo trabajo antropo­
lógico, siendo empleados como agentes del gobierno, se presentan a

2. En febrero de 2009, después de la redacción de este trabajo, este código revisado


se aprobó por votación de los miembros de la AAA. Se puede consultar en la siguiente di­
rección en la página web de la AAA: http://www.aaanet.org/issues/policy-advocacy/Code-
of-Ethics.cfm.

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DECLARACIÓN S O B R E É T I C A DE L A A S O C I A C I Ó N A M E R I C A N A DE A N T R O P O L O G Í A

gobiernos extranjeros como representantes de instituciones de Estados


Unidos, enviados con el propósito de llevar a cabo investigaciones cien­
tíficas. No sólo han quebrantado la fe en la verdadera ciencia, sino que
además han perjudicado la investigación científica de la manera más
contundente posible. Como consecuencia de sus actos, todas las naciones
miran con desconfianza al investigador extranjero de visita que quiere
trabajar honestamente, y sospecharán maquinaciones siniestras. Estas
acciones han levantado una nueva barrera contra el desarrollo de la
cooperación internacional amistosa (Boas, 1919).

Su protesta le valió la censura de la Asociación Americana de An­


tropología, que le destituyó de su puesto en la Comisión de la Aso­
ciación, le presionó hasta que renunció a su cargo en el National Re­
search Council (Consejo Nacional de Investigación) y amenazó con
echarle de la Asociación (Houtman, 2005). Según David Price (2000:
25-26), antropólogo que se interesa por la interacción entre la antro­
pología y el ejército y las agencias de inteligencia, uno de los factores
que influyeron en esta decisión fue el miedo a que una publicidad ne­
gativa afectase el acceso al campo de otros antropólogos. Como ve­
remos, este mismo miedo, junto con la inherente incapacidad de la
Asociación Americana de Antropología de imponer sanciones, debido
a su naturaleza de asociación voluntaria, ha evitado una condena cla­
ra de situaciones similares en otros momentos. Sin embargo, también
veremos que parece que ahora sí que se ha tomado una postura clara
y contundente a este respectp.
Debo mencionar aquí que no fue hasta junio del 2005 cuando, por
voto general de los miembros de la Asociación, se revocó públicamente
esa moción de censura a Boas (AAA, 2005).
Si consultamos el diccionario, nos encontramos con que la ética es
la «parte de la filosofía que trata de la moral y de las obligaciones del
hombre» o el «conjunto de normas morales que rigen la conducta hu­
mana», siendo la moral la «ciencia que trata del bien en general, y de las
acciones humanas en orden a su bondad o malicia» (Diccionario de la
Lengua Española, 22.a ed., RAE). Estas definiciones sugieren la gran di­
ficultad de dar cuerpo a estos conceptos de ética, moral, las obligaciones
del hombre, la bondad y la malicia, de manera acontextual y atemporal.
Veamos ahora los distintos contextos de las relaciones de las ciencias so­
ciales en general y la antropología en particular, con el poder militar en
los Estados Unidos, para poder abordar después los distintos códigos de
ética de la Asociación Americana de Antropología a través de su historia
y la necesidad de concebir un código de ética como un proceso conti­
nuo, cambiante e interminable.

15
NANCY K O N VALI N KA

Después de la condena de la Asociación Americana de Antropología


a Boas, otros muchos científicos sociales prestaron sus servicios en la
Segunda Guerra Mundial —algunos probablemente como espías, otros
de forma más abierta, aunque habría que preguntarse, por ejemplo, has­
ta qué punto entendían los informantes de Ruth Benedict las posibles
repercusiones de su colaboración con ella— . Según Wax (1987: 1) esta
actitud responde a un momento histórico en el que los ciudadanos esta­
dounidenses tenían fe en la bondad de su forma de organización políti­
ca y de su gobierno, un momento en el se podría entender que la ética
exigía una respuesta comprometida en una lucha que se percibía como
clara entre buenos y malos, oprimidos y opresores.
Como explica Mark Solovey (2001: 173-177), profesor de historia
de la ciencia en la Universidad de Toronto, en su artículo «Project Ca-
melot and the 1960s Epistemological Revolution», después de la Segun­
da Guerra Mundial, gran parte de la financiación de la investigación en
las ciencias naturales procedía de las instituciones militares y de agen­
cias gubernamentales. Al principio las ciencias sociales estaban margina­
das, pero durante la guerra fría se empezó a dar gran importancia a las
llamadas «ciencias del comportamiento», en particular a la psicología y
la economía y, más tarde, al análisis de sistemas, de lo que se esperaba
que proporcionara modelos de estabilidad o inestabilidad de distintos
regímenes nacionales para intervenir en ellos según los intereses de Es­
tados Unidos.
Sin embargo, corrían ya otros tiempos. Dentro de la Asociación
Americana de Antropología, Wax (1987: 2) identifica en esta época (des­
pués de la Segunda Guerra Mundial y en plena guerra fría) dos grupos:
los antropólogos más mayores quienes aún apuestan por la democracia
estadounidense como mejor forma de gobierno, están en contra de los
regímenes totalitarios y ven la colaboración de antropólogos con el go­
bierno y las instituciones militares con buenos ojos, y los más jóvenes que
denuncian la explotación imperialista de los pueblos menos poderosos y
ven esta colaboración como una prostitución de la ciencia que perjudica
a los pueblos estudiados, en contra de la ética de la antropología.
En este momento de grandes proyectos en las ciencias sociales y de
gran fe en su eficacia, pero de división de opiniones acerca de lo ético
de colaborar con el gobierno o el ejército y recibir de ellos fondos para
la investigación, se ideó uno de los proyectos más ambiciosos de toda la
historia en las ciencias sociales, el infame Proyecto Camelot. Como re­
lata Solovey (2001: 180) en 1964 el Departamento de Defensa iden­
tificó una laguna en su conocimiento de «las condiciones culturales,
económicas y políticas que generan conflicto entre grupos nacionales».

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DECLARACIÓN S O B R E É T I C A DE LA A S O C I A C I Ó N A M E R I C A N A DE A N T R O P O L O G I A

Para remediarla creó un programa de contra-insurrección, el Proyecto


Camelot.
Varios elementos hicieron muy atractiva esta oportunidad para los
científicos sociales: su validación de las ciencias sociales como reales y
útiles, la oportunidad de colaboración interdisciplinar, la idea de con­
tribuir a la paz, la estabilidad y la propagación de la democracia y, des­
de luego, la generosa financiación (6 millones de dólares durante los
primeros cuatro años, con rumores de 50 millones de dólares anuales
después) (Solovey, 2001: 181-182).
Sin embargo, Wax (1987: 3) cita dos acontecimientos importantes
que reforzaron la nueva perspectiva ética de los antropólogos más jó ­
venes que dudaban de la bondad del establishment. Por una parte, un
acontecimiento anterior, los juicios de Nüremberg (1945-1949), con su
énfasis en la responsabilidad moral individual, había estimulado la crea­
ción de códigos de conducta profesional para asegurar la protección de
sujetos humanos en la experimentación científica. Por otra parte, un
acontecimiento coetáneo, la guerra de Vietnam (1959-1975) y su cali­
ficación como una guerra injusta, les hacía reacios a colaborar con un
gobierno en el que no tenían confianza. Así, citando a Wax (1987: 3):

En este proceso, «la ética» para los antropólogos se redefinió como algo
que trataba la naturaleza de la interacción entre el trabajador de campo
y los grupos que le acogían y, en particular, temas tales como el «consenti­
miento informado» y la posibilidad de que el proyecto pudiera reportar
beneficios (o perjuicios) (Cassell y Wax, 1980). La moralidad de la invés-
tigación de campo encubierta sigue siendo un tema clave. Es necesario
subrayar que este tema no podía aparecer, y no apareció, en muchos
contextos tradicionales (Raymond Firth in Tikopia; Jean Briggs entre
los Utku de Chantrey Inlet), pero puede aparecer, y aparece, cuando se
intenta hacer trabajo de campo entre poblaciones modernas y urbanas
(Bulmer, 1982).

Según cuenta la historia Solovey (2001: 185-186), la polémica es­


talló cuando el antropólogo Hugo Nutini, profesor en Estados Unidos
pero chileno de nacimiento, viajó a Chile en 1965 para reclutar a aca­
démicos para el proyecto. Dijo que los fondos venían de la National
Science Foundation, un organismo no-militar. Simultáneamente, un
científico social noruego que había rehusado participar al sospechar de
los motivos políticos subyacentes, habló con los académicos chilenos,
quienes se enfrentaron a Nutini. Este declaró su ignorancia de los fines
nefastos del proyecto y dijo que cortaría su conexión; no obstante, el
gobierno chileno le acusó de ser espía y le declaró persona non grata.

17
NANCY KONVALINKA

Debido al escándalo, el Proyecto Camelot se canceló antes de ini­


ciarse. N o sólo se criticó desde todos los países que se colocaban en
contra de Estados Unidos, sino también en el país, en el Congreso y en la
academia, por sus objetivos claramente políticos y reaccionarios de su­
primir la rebelión en países con regímenes favorables a Estados Unidos
y mantener la estabilidad de estos regímenes (Solovey, 2001: 187). El
fracaso del Proyecto Camelot destruyó otras muchas investigaciones,
especialmente en América del Sur y Central, al crear un clima general
de sospecha sobre los motivos de cualquier investigación pagada desde
Estados Unidos. Destruyó también las reputaciones de muchos acadé­
micos, personas que, como apunta Solovey, por lo general no se habían
dado cuenta de la ideología y los valores que yacían detrás del pro­
yecto; personas cuya participación en estos valores e ideología, como
explicó Horowitz en su testimonio ante el Congreso, les impedía ver la
estructura de poder que dirigía, de manera insidiosa, su investigación
(Solovey, 2001: 188-189).
Solovey concluye que el legado del Proyecto Camelot para las cien­
cias sociales es triple. Primero, ha quedado muy clara la idea de que
quien paga, manda, definiendo los problemas a estudiar y los resulta­
dos deseados. Si el poder político-militar financia los estudios, por algo
será. Como dice Solovey (2001: 193):

La respuesta generalizada se centró en el impacto corrosivo del patro­


nazgo y, en particular, la asociación con la institución militar. Respecto a
este tema, la controversia Camelot resultó ser de una importancia singu­
lar, al generar preocupación acerca del impacto pernicioso del patronaz­
go militar sobre las capacidades críticas de los científicos sociales.

Provocó que la Asociación Americana de Antropología encargara


un estudio sobre la política y la ética en las ciencias sociales a Ralph
Beals que, en 1969, dio como fruto un libro en el que se habla del alto
número de científicos sociales que trabajaban en la CIA y otras agencias
de inteligencia (Velas, 1969, citado en Solovey, 2001: 193).
En segundo lugar, hizo patente la existencia de la ideología en las
ciencias sociales y, en tercero, resaltó la falacia del «científico social»
neutral en cuanto a valores, y reclamó la necesidad de una reflexión
detenida y seria, por parte de cada uno, sobre las implicaciones y conse­
cuencias morales de su trabajo (Solovey, 2001: 194-196).
A partir del fracaso y el escándalo del Proyecto Camelot, los an­
tropólogos se volvieron hiper-conscientes de la responsabilidad personal
de cada uno para comprobar las fuentes de financiación, tanto manifies­

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DECLARACIÓN S O B R E É T I C A DE L A A S O C I A C I Ó N A M E R I C A N A DE A N T R O P O L O G Í A

tas como encubiertas, con dos motivos muy poderosos: primero, como
parte de su obligación de proteger a las personas que estudia, tanto de
cualquier repercusión negativa, como de la manipulación ideológica por
parte de un gobierno extranjero, y segundo, por un sentido de supervi­
vencia profesional, por las consecuencias que el daño irreparable que un
descuido en este sentido podría acarrear a la reputación y carrera profe­
sionales. Recuerdo con gran claridad que esta preocupación impregnaba
la enseñanza de la antropología en el ambiente universitario en Estados
Unidos a finales de los años setenta y principios de los ochenta.
El crecimiento de la antropología aplicada no-militar, a partir de
finales de los años setenta y las oportunidades de encontrar empleo
fuera de las universidades, ha llevado a una gran diversificación de los
campos de investigación y de la procedencia de los sueldos de los an­
tropólogos. De nuevo, la investigación antropológica corre peligro de
tener que doblegarse a las perspectivas e intenciones de los que la fi­
nancian. La intención anunciada del contratante puede ser «ayudar»,
«mejorar las condiciones» y «facilitar la comunicación», intención que
suele coincidir, por lo menos superficialmente, con la del antropólo­
go, de proteger a las personas y a los pueblos que estudia de cualquier
consecuencia negativa, o incluso de ayudarles. Sin embargo, un gran
número de antropólogos «aplicados» ahora dependen de estos sueldos
no-académicos, formando un grupo importante que ha influido, como
veremos, en la formulación de ciertos pasajes del código de ética, ha­
ciéndolos menos tajantes y más permisivos en ciertos aspectos.
A continuación vamos a tratar las sucesivas elaboraciones de los
códigos de ética de la Asociación Americana de Antropología y sus reac­
ciones a todos estos acontecimientos a lo largo de más de medio siglo3.

L O S C Ó D IG O S D E É T IC A
D E LA A S O C IA C IÓ N A M E R IC A N A D E A N T R O P O L O G ÍA

El primer documento de principios que publica la Asociación Americana


de Antropología es la Resolución sobre Libertad de Publicación adop­
tada por el Consejo de la Asociación en 1948. N o es exactamente un
código de ética, ya que su propósito principal es proteger la libertad de
publicación. Sin embargo, recoge claramente el deber de salvaguardar los
intereses de las personas y comunidades objeto de estudio:

3. Los códigos de ética de la AAA se pueden consultar en su página web, concreta­


mente en: http://dev.aaanet.org/stmts/ethstmnt.htm.í!

19
NANCY KONVALINKA

Puesto que una cantidad importante de la investigación puramente cien­


tífica en ciencias sociales está financiada por instituciones que pueden
tener el derecho legal de publicar, suprimir o alterar los resultados de la
investigación, o disponer de ellos de una manera que puede ser contra­
ria a la voluntad del científico y puede dar como resultado la supresión
o la limitación de la libertad académica; pero:
Puesto que también es cierto que la indiscreción en la publicación
puede perjudicar a los informantes o grupos de los que se obtiene la
información y puede dañar a las instituciones financiadoras;
Se resuelve: (1) que la Asociación Americana de Antropología insta a
todas las instituciones patrocinadoras a que garanticen a sus investigado­
res científicos la libertad absoluta de interpretar y publicar sus resultados
sin censura ni interferencia; siempre que
(2) se protejan los intereses de las personas y comunidades u otros
grupos sociales; y que
(3) en el caso de que la institución patrocinadora no desee publi­
car los resultados ni identificarse con la publicación, dicha institución
permita la publicación de los resultados sin el uso de su nombre como
agencia patrocinadora, por otras vías (AAA, 1948).

La preocupación principal aquí es la libre publicación de los resul­


tados, condición sine qua non para el libre ejercicio de la ciencia. Se
protege igualmente a la agencia financiadora de los daños de la publi­
cación no deseada de los resultados y a las personas y comunidades
objeto de investigación de los perjuicios resultantes de la indiscreción
en la publicación (sin darles ningún control sobre qué se considera
indiscreción).
En el segundo capítulo del Handbook on Ethical Issues in Anthro­
pology (Manual de cuestiones éticas en la antropología), con el título
de «The Committee on Ethics: Past, Present, and Future», James N. Hill
(1987) explica la formación del comité de ética, los distintos retos a los
que se ha enfrentado y su situación a finales de los años ochenta. Seguiré
aquí su análisis e interpretación de los acontecimientos. Aunque Hill
(1987: 1) opina que la acusación de la participación de antropólogos en
investigaciones clandestinas no respondía a ninguna realidad, enfatiza
el miedo que existía en estos momentos para el uso de antropólogos, a
sabiendas o no, como espías, sobre todo en relación con el concepto de
la investigación clandestina y el secreto de los resultados. Esto se per­
cibía como una amenaza a las ciencias sociales en sí y a los individuos
implicados en la investigación. También se temía que la antropología
adquiriera una mala reputación que cerraría el acceso al campo en el
futuro y que la información producida se utilizara para controlar o des­
truir a las comunidades estudiadas (Hill, 1987: 1-2).

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DECLARACIÓN S O B R E É T I C A DE LA A S O C I A C I Ó N A M E R I C A N A DE A N T R O P O L O G Í A

En respuesta, la Asociación Americana de Antropología constituyó


un Comité de problemas de investigación y ética en 1965 que produjo un
informe que llevó a una «Declaración sobre los problemas de la investiga­
ción antropológica y la ética» que se adoptó en 1967 (AAA, 1967). Frente
a lo breve de la resolución de 1948, este documento es más extenso, con
una introducción y tres apartados. La introducción recoge la necesidad
de estudiar a la humanidad, la de la cooperación internacional, la de la
libertad de publicación y la responsabilidad de proteger la privacidad de
las personas que ayudan a los antropólogos con su investigación. Dice
que «la coacción, la decepción y el secreto no caben en la ciencia», una
clara alusión a la institución militar, y afirma que «las situaciones que
ponen en peligro la investigación varían de año en año, de país a país, de
una disciplina a otra», subrayando la naturaleza contextual y procesual
de un código de ética.
Los tres apartados se titulan «La libertad en la investigación», «Fi­
nanciación y patronazgo» y «Los antropólogos empleados por el gobier­
no de los Estados Unidos». En el primero, se recoge la declaración ya
mencionada de 1948, enfatizándola de la siguiente manera:

Excepto en el evento de una declaración de guerra por el Congreso, las


instituciones académicas no deben participar en actividades ni deben
aceptar contratos de antropología que no estén relacionados con sus
funciones habituales de enseñanza, investigación y servicio público. No
deben involucrarse en actividades clandestinas (AAA, 1967).

Se denuncia, además, el excesivo control gubernamental de la inves­


tigación en el extranjero y recomienda, en el caso de antropólogos em­
pleados por el gobierno, que éstos participen en la planificación de los
proyectos y en su realización, además de poder publicar sus resultados.
En la sección sobre «Financiación y patronazgo» se establece, entre
otras cosas, la obligación del antropólogo de conocer la procedencia de
los fondos que financian su investigación, de no llevar a cabo ninguna
investigación que, siendo patrocinada por el gobierno o la institución
militar perjudique el acceso de futuros investigadores al campo y de
informar a las personas que participan en sus investigaciones y a las
autoridades de los países donde trabaja, acerca de sus fuentes de finan­
ciación y patrocinadores. Dice que tanto los miembros de la academia
como los estudiantes deben evitar por todos los medios la participación
en actividades clandestinas de recogida de información y denuncia el
uso del título de antropólogo para encubrir tales actividades.
Al tratar el tema de emplearse con el gobierno, lo más destacado es
lo siguiente:

21
NANCY KONVALINKA

Los antropólogos que contemplan o aceptan un empleo en una agen­


cia gubernamental de mayor envergadura que la creación de políticas
deben darse cuenta de que se comprometerán a las misiones y a las
políticas de la agencia. Deben buscar, de antemano, la definición más
clara posible de los roles que se espera que desempeñen, además de las
posibilidades de mantener contactos profesionales, seguir contribuyen­
do a la profesión mediante la publicación, y mantener los estándares
profesionales en la protección de la privacidad de los individuos y gru­
pos que estudien (AAA, 1967).

Vemos aquí una clara reacción al escándalo del Proyecto Camelot y


un primer intento de establecer unas pautas de «buen hacer» en la antro­
pología que van más allá de la intención de no perjudicar a las personas
colaboradoras y cuya responsabilidad recae en el antropólogo como indi­
viduo; y segundo de estimular una reflexión profunda sobre los posibles
conflictos entre los propósitos de los patrocinadores y la ética profesional
del antropólogo, con la responsabilidad de rechazar cualquier empleo
que pudiera comprometer esta ética.
En 1968, según relata Hill (1987: 2), se establece un «Comité pro­
visional de ética» que se reúne al año siguiente para planificar la natu­
raleza de un comité permanente, proponer recomendaciones acerca de
las relaciones éticas de la antropología con diversos grupos, entre otros,
con los alumnos, las personas que acogen a los antropólogos, los gobier­
nos de los países de acogida, los patrocinadores de la investigación, el
propio gobierno, los empresarios que les contratan y además para ver la
manera de hacer cumplir estas pautas éticas.
Como comenta Hill (1987: 5), este último punto sigue sin resol­
verse. La naturaleza misma de la Asociación —no es un órgano colegia­
do que determina el estatus de antropólogo de los miembros, sino una
asociación voluntaria— la hace ineficaz en este sentido. Como sanción,
poco puede hacer más allá de echar a un miembro o hacer público su
rechazo del comportamiento no ético de un antropólogo.
El resultado final de este comité provisional fue el Comité de ética
que se formó en 1970. En este mismo año, explica Hill (1987: 3), se
les acusó a unos antropólogos y otros expertos en temas tailandeses de
un comportamiento no ético al participar en programas de contra-insu­
rrección puestos en práctica por los gobiernos de Estados Unidos y de
Tailandia en colaboración. Más específicamente, se les acusó de recoger
información sobre qué pueblos tribales se mantendrían leales al gobier­
no tailandés en el caso de invasiones comunistas, para prestar ayuda a
esos pueblos y así asegurar su lealtad, con el posible perjuicio e incluso
destrucción de los que no se calificaban como leales.

22
DECLARACIÓN S O B R E É T I C A DE L A A S O C I A C I Ó N A M E R I C A N A DE A N T R O P O L O G Í A

De todas formas, no estaba claro si éste era el caso, o si los antropó­


logos estaban intentando informar a las agencias gubernamentales para
que sus actividades no perjudicaran a los pueblos. Estas dudas produje­
ron una reprimenda al propio Comité de ética, por acusaciones sin fun­
damento y en la formación de otro comité liderado por Margaret Mead
para investigar el tema. El Comité M ead llegó a la conclusión de que no
había pruebas suficientes y declaró al de ética culpable de un comporta­
miento no ético por sus acusaciones sin pruebas. Esta situación recuerda
la de Boas en 1919 y la presión para no empañar el buen nombre de la
antropología. Los miembros de la Asociación rechazaron en su mayo­
ría esta declaración en noviembre de 1971 (Hill, 1987: 3-4).
En mayo de 1971, se habían aprobado los «Principios de responsabi­
lidad profesional» para clarificar las declaraciones anteriores. Se fueron
incorporando varias modificaciones hasta 1986. El preámbulo recoge la
siguiente declaración:

Los antropólogos trabajan en muchas partes del mundo en una aso­


ciación cercana y directa con las personas y con las situaciones que es­
tudian. Su situación profesional es, por lo tanto, única en su variedad
y complejidad. Interactúan con su disciplina, con sus colegas, con sus
alumnos, sus patrocinadores, sus sujetos de estudio, con su propio go­
bierno y con el del país de acogida, con los individuos y grupos parti­
culares con los que hacen su trabajo de campo, con otras poblaciones y
grupos de interés en las naciones donde trabajan, y el estudio de proce­
sos y cuestiones que afectan al bienestar humano en general. En un cam­
po de compromisos tan complejos, los malentendidos, los conflictos y
la necesidad de elegir entre valores en conflicto, es probable que surjan
y que se generen dilemas éticos. Es una responsabilidad primordial del
antropólogo anticipar estos dilemas y planificar su resolución de forma
que no dañe ni a las personas a las que estudia ni, en la medida de lo
posible, a la comunidad académica. En los casos en los que no se pue­
da cumplir con estas condiciones, sería aconsejable que el antropólogo
abandonara la investigación (AAA, 1971/1986).

Se expresan aquí unas consideraciones muy serias sobre la respon­


sabilidad individual del antropólogo a la hora de anticipar los conflictos
de valores que pueden surgir entre los distintos grupos a los que deban
sus lealtades y la necesidad de resolverlos siempre de forma que no sean
perjudicadas las personas que colaboran con sus estudios. Al preámbulo,
le siguen unas pautas para cumplir con estas responsabilidades hacia los
distintos grupos: las personas estudiadas, el público, la disciplina, los es­
tudiantes, los patrocinadores, los gobiernos (el propio y el de acogida).

23
NANCY KO N V AL I N KA

El apartado más extenso es el de las responsabilidades hacia las per­


sonas estudiadas. Allí se recoge por primera vez la obligación de explicar,
lo mejor posible, los propósitos de la investigación a las personas que co­
laboran, con el derecho al anonimato y, además, la obligación de explicar
que, a pesar de las mejores intenciones y los mejores esfuerzos, siempre
es posible que este anonimato se vulnere de forma no intencionada. Se
estipula la obligación de reflexionar sobre las posibles repercusiones
del trabajo en la población estudiada y de informar sobre las posibles
consecuencias a estas personas. Termina con un precepto general:

Con respecto a todos los puntos anteriores, se debe actuar con el pleno
reconocimiento de la pluralidad social y cultural de las sociedades de aco­
gida y la consiguiente pluralidad de valores, intereses y demandas en esas
sociedades. Esta diversidad complica la tarea de elegir la investigación,
pero ignorarla lleva a decisiones irresponsables (AAA, 1971/1986).

En cuanto a su responsabilidad respecto a la sociedad en general,


aparte de la obligación de hacer públicos sus resultados y no llevar a
cabo investigaciones secretas, lo más interesante es la nueva obligación
de difundir sus conocimientos:

Como individuo que dedica su vida profesional a la comprensión de


otras personas, el antropólogo tiene la responsabilidad de hacerse oír
públicamente, tanto de manera individual como de manera colectiva,
sobre lo que sabe y lo que cree, debido a los conocimientos expertos y
profesionales que adquiere en el estudio de los seres humanos. Es de­
cir, tiene la responsabilidad profesional de contribuir a una «definición
adecuada de la realidad» en la que se puede basar la opinión pública y la
política pública (AAA, 1971/1986).

Por primera vez, se les responsabiliza a los antropólogos de la forma­


ción de la opinión pública, de una «definición adecuada de la realidad».
Esta tarea considero que es fundamental y prioritaria; un ejemplo es el
Race Project4 de la Asociación Americana de Antropología cuyo propósi­
to es educar al público sobre los usos y abusos del concepto de raza.
Con referencia a la responsabilidad hacia la disciplina, se recoge la
recomendación de no llevar a cabo investigaciones secretas y de evitar
incluso que lo parezca.
Se detallan muchas responsabilidades hacia los alumnos, entre ellas,
citaré sólo dos. Aquí la primera, y más importante para mis propósitos,

4. Proyecto Raza, http://www.understandingrace.com.

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DECLARACIÓN S O B R E É T I C A DE L A A S O C I A C I Ó N A M E R I C A N A DE A N T R O P O L O G I A

es la responsabilidad de educar a los alumnos acerca de los problemas


éticos de la investigación e instarles a no participar en investigaciones
de ética cuestionable. La segunda solamente apuntada como contraste
con nuestras posibilidades actuales en España, es la obligación de ayu­
dar a los alumnos a conseguir un empleo en la profesión al terminar
sus estudios. Ojalá tengamos algún día la posibilidad de asumir y hacer
realidad esta responsabilidad.
La sección sobre las responsabilidades hacia los patrocinadores es
muy breve, pero enfatiza la obligación del investigador de reflexionar
de antemano acerca de las intenciones y propósitos del patrocinador, a
la luz de su comportamiento pasado; de exigir una revelación plena de
las fuentes de financiación y del destino de los resultados de la investiga­
ción; de retener el derecho de tomar cualquier decisión ética que surja
en la investigación; y de no llegar a acuerdos secretos con respecto a la
investigación, los resultados o los informes.
En cuanto a las responsabilidades con respecto a los gobiernos, el
propio y el del país de acogida, se repite la prohibición sobre investiga­
ciones secretas. Aunque estos Principios de responsabilidad profesio­
nal declaran no invalidar, sino clarificar, los códigos anteriores, se nota
una menor insistencia en el tema de los contratos gubernamentales o
militares.
Según Hill (1987: 4), a partir de los años setenta, los casos que
llegaron al Comité cambiaron de naturaleza, desapareciendo el tema de
la investigación clandestina que fue el motivo original de la elaboración
de los códigos y los principios, para dar paso a cuestiones como la ex­
plotación de alumnos por los profesores, el plagio, las disputas sobre la
propiedad y confidencialidad de los datos resultado de un contrato de
investigación —reflejo de la importancia creciente de la antropología
aplicada— y las relaciones entre antropólogos y colaboradores. Hill cita
cuatro causas de estos cambios: el término de la guerra de Yietnam; el
aumento del número de antropólogos y de la variedad de contextos, es­
pecialmente contextos aplicados, en los que trabajan; el aumento de la
actividad política y económica del antropólogo; y la mayor competición
por empleos y fondos de investigación. Dada la ineficacia del Comité
de ética para dirimir conflictos, sugiere que maximice su papel como
educador y como consejero, con el propósito de prevenir los problemas
éticos (Hill, 1987: 6).
Veremos que esto es precisamente a lo que se ha dedicado el C o ­
mité, tanto a partir del Handbook on Ethical Issues in Anthropology
(Cassell y Jacobs, 1987), como a través del nuevo Código de ética apro­
bado en 1998 (AAA, 1998), así como gracias a la última revisión.

25
NANCY KONVALINKA

Creo interesante citar aquí el preámbulo del Código de 1998 porque


refleja un cambio importante en su planteamiento. Hasta ahora, hemos
visto que tanto el propio código como sus principios se ampliaban en
cada revisión, incluyendo nuevos puntos para cubrir las nuevas situa­
ciones que iban surgiendo: la investigación militar secreta, la transpa­
rencia de la financiación, la previsión de posibles perjuicios para los co­
laboradores, los conflictos de intereses que surgen en una antropología
aplicada contratada, los conflictos de intereses debidos a la diversidad
de las poblaciones estudiadas, la propiedad de los resultados, etc. Los
autores del Código de 1998, en cambio, se dan cuenta de la inutilidad
de intentar cubrir las infinitas situaciones nuevas que surgen a diario.
El Comité ha diseñado el Código como una herramienta para ayudar al
antropólogo a pensar sobre ética. De alguna manera, elaborar el propio
marco ético se ha convertido en responsabilidad individual del antropó­
logo; una tarea que, si se lleva a cabo con seriedad e integridad, puede
dar lugar a una interiorización mucho mayor de los principios éticos.
Veamos este preámbulo:

Los investigadores, profesores y practicantes de la antropología son


miembros de muchas comunidades distintas, cada una con sus propias
reglas morales o códigos de ética. Los antropólogos tienen obligaciones
morales como miembros de otros grupos, como la familia, la religión y
la comunidad, igual que como miembros de la profesión. También tienen
obligaciones para con la disciplina académica, la sociedad y la cultura en
sentido amplio, además de la especie humana, otras especies, y el medio
ambiente. Además, los trabajadores de campo pueden desarrollar relacio­
nes de interacción importantes con las personas o con los animales con los
que trabajan, generando un nivel adicional de consideraciones éticas.
En un campo de interacciones y obligaciones tan complejas, es in­
evitable que surjan malentendidos, conflictos y la necesidad de elegir
entre valores aparentemente incompatibles. Los antropólogos son res­
ponsables de debatirse con tales dificultades y luchar para resolverlas
de una forma que sea compatible con los principios expuestos aquí. El
propósito de este Código es fomentar la discusión y la educación. La
Asociación Americana de Antropología no juzga acusaciones de com­
portamiento no ético.
Los principios y directrices en este Código proporcionan al antropó­
logo las herramientas para dedicarse a desarrollar y mantener un marco
ético para todo trabajo antropológico (AAA, 1998).

En este Código de ética, por primera vez, se reconocen las múltiples


pertenencias del antropólogo y por tanto, los distintos códigos éticos que
pueden involucrar y entrar en conflicto. En la introducción, se afirma la

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DECLARACIÓN S O B R E É T I C A DE L A A S O C I A C I Ó N A M E R I C A N A D E A N T R O P O L O G I A

utilidad de ejemplos ilustrativos y de estudios de casos para iluminar las


decisiones éticas, afirmación que reconoce implícitamente la necesaria
contextualización de estas decisiones. Aunque aquí no es posible resumir
el documento completo, quisiera señalar las novedades principales. En la
sección sobre la responsabilidad hacia las personas estudiadas, se incide
mucho en el consentimiento informado de estas personas. El áparta-
do que trata la responsabilidad hacia la academia y la ciencia exige la
inclusión de una sección que trate de cuestiones éticas potenciales en
toda propuesta de investigación. Una nueva sección recoge el caso de
la antropología aplicada, incidiendo en la posibilidad de los conflictos
de compromiso con patrocinadores y personas estudiadas, por ejemplo.
^1 epílogo repite el reconocimiento de los múltiples códigos de ética re­
liantes de las diversas pertenencias de cada persona, reconociendo que
1 algunos momentos otras normas pueden tomar precedencia sobre el
código profesional del antropólogo.

LA ANTROPOLOGÍA Y EL HUMAN TEKRAIN SYSTEM

El advenimiento del Human Terrain System, con la incorporación de an­


tropólogos a unidades militares, ha vuelto a despertar los fantasmas del
espionaje, el perjuicio para los grupos estudiados y la influencia indebida
de ideologías y políticas nacionales o militares en la investigación y la
práctica de la antropología. Es difícil negar el sentido del argumento
—esgrimido por todo antropólogo en algún momento— de que, si los
responsables de cualquier tipo de acción (proyecto de desarrollo, me­
diación intercultural, programa de educación, etc.) hubieran escuchado
a los antropólogos, todo hubiera funcionado mejor y las personas o el
grupo en cuestión habrían salido beneficiados en lugar de perjudicados.
Pero también es difícil comprender el papel de un antropólogo o una
antropóloga, en traje militar con su arma de fuego, intentando inspirar
confianza y dialogando con jefes tribales en Iraq o en Afganistán. Y so­
bre todo, nos cuesta creer en la bondad de las intenciones de un ejército
extranjero en un país en guerra, con lo cual la participación del antropó­
logo se vicia, igual que en el Proyecto Camelot, con ciertas visiones del
mundo y ciertos presupuestos que hacen más que difícil una apreciación
equilibrada e independiente de la situación.
En octubre de 2007, el Comité Ejecutivo de la Asociación Americana
de Antropología publicó una declaración sobre el Human Terrain System
Project (AAA, 2007b), en la que expresa su desaprobación de este proyec­
to como una aplicación no aceptable del coáocimiento experto antropo­

27
NANCY KONVALINKA

lógico, por los problemas éticos que plantea al antropólogo, sobre todo
en los aspectos de conflictos cíe intereses, la posibilidad de causar daño
a las personas estudiadas como posibles blancos de acciones militares y
la imposibilidad del consentimiento informado y libre de las personas
afectadas. Este tema también está tratado en el «Informe final» de la Co­
misión sobre el Compromiso de la Antropología con las Comunidades de
Seguridad e Inteligencia de los Estados Unidos de América (AAA, 2007c),
en el contexto más amplio de la participación de los antropólogos en
actividades relacionadas con la seguridad nacional.
Estos hechos llevaron a una moción, en la reunión anual de la Asocia­
ción Americana de Antropología de 2007, de revisión de ciertos conteni­
dos referentes a la transparencia y la libre circulación del conocimiento
antropológico que se habían «debilitado» según Terry Turner, profesor
emérito de las universidades de Chicago y Cornell (AAA, 2008a). Los
miembros aprobaron la propuesta de revisión, que se ha llevado a cabo y
se ha aprobado por el Comité Ejecutivo. Los miembros de la Asociación
Americana de Antropología ratificaron este nuevo Código (AAA, 2008b)
en febrero de 2009. Simultáneamente, se Ija sugerido la necesidad de
una revisión más amplia del texto, revisión que durará hasta noviembre
de 2010.
Otro tema surgido en abril de 2008 es el Proyecto Minerva, una ini­
ciativa del Departamento de Defensa de los Estados Unidos para finan­
ciar investigación en las ciencias sociales en temas de seguridad nacional,
tales como el terrorismo, el fundamentalismo religioso y la institución
militar y la tecnología chinas. Una de las peticiones de la Asociación
Americana de Antropología fue la participación de la National Science
Foundation en el proceso de elección de propuestas de investigación,
petición que al final se ha aceptado. N o obstante, en una carta de su pre­
sidenta en mayo de 2008 (AAA, 2008c) y, después, en una declaración
a los medios en julio de 2008 (AAA, 2008d), la Asociación Americana
de Antropología expresó su preocupación acerca de que la fuente de
financiación determinara que sólo se pagaran proyectos que coincidan
con los intereses del Pentágono. De nuevo, el control gubernamental o
militar de la financiación puede hacer peligrar la libre elección de los
temas de investigación.
La Asociación Americana de Antropología también está cumplien­
do con su responsabilidad de educar sobre la ética a través de varios
documentos publicados en su página web, en particular el Handbook on
Ethical Issues in Anthropology (Cassell y Jacobs, 1987), pero también
gracias a otras herramientas más recientes. Este documento, además de
los artículos ya citados, incluye más de una veintena de casos, muchos

28
DECLARACIÓN S O B R E É T I C A DE LA A S O C I A C I Ó N A M E R I C A N A DE A N T R O P O L O G Í A

de ellos con las soluciones de los antropólogos implicados y sugerencias


y comentarios de otras personas. Los temas son muy variados, desde la
propiedad de los cuadernos de campo de un antropólogo contratado
por una agencia federal, hasta el dilema de un testigo de homicidio o
la sospecha de negligencia médica, entre otros.
Veamos brevemente un ejemplo, «El caso del bebé dañado» (Cassell,
1987a). Una antropóloga médica, investigando en la unidad de cuidados
intensivos neonatales de una universidad, descubre que a un bebé, debi­
do a una serie de malentendidos o errores, no se le había practicado una
prueba que hubiera prevenido el desarrollo del cretinismo por una con­
dición patológica. El resultado fueron daños irreversibles para el bebé.
Aunque lamentaron el error, nadie informó de ello a los padres. El dilema
de la antropóloga fue: ¿Qué hacer? ¿Dejar el tema como estaba, prote­
giendo así su acceso al campo de estudio? ¿Informar a los padres y avisar­
les de la posibilidad de acción legal? ¿Informar a alguna agencia estatal?
Se adjuntan varios comentarios. El primero, de una antropóloga
médica y un especialista en ética médica, dice que el antropólogo no
puede confundir sus propios problemas éticos con los del equipo médi­
co. Tanto el equipo médico como los pacientes y sus familiares son los
informantes en este caso y el antropólogo tiene obligaciones hacia to­
dos. Debió informar al responsable de la unidad de cuidados intensivos
neonatales y conseguir que el equipo médico tomara una determinación
clara y consensuada de informar a los padres del error. Además, sugie­
ren que se debió prever este tipo de situación y acordar de antemano un
procedimiento con el equipo médico.
Otra persona, director de un programa de ética y valores en medi­
cina, avisa de la necesidad de conocer los temas del campo para evitar
malentendidos. Habida cuenta de la importancia de los seguros contra
la negligencia y el control de riesgo en los hospitales, se imagina que la
antropóloga habría entendido mal el caso, que podría ser mucho más
complejo. Igual que el comentarista anterior, enfatiza la necesidad de
preparar de antemano una manera de tratar situaciones de este tipo.
Tanto los casos como su diversidad es fascinante de por sí. Pero la
importancia, mucho más allá de cualquier solución a un problema es­
pecífico, es su valor como instrumento para pensar y discutir sobre las
formas de resolver los dilemas y conflictos y, más aún, de poder imagi­
narlos de antemano y prevenirlos.
Otros documentos en este Handbook incluyen la enseñanza de la
ética en asignaturas emparentadas que incorporan trabajo de campo y
la producción de «historias de vida» (Jacobs, 1987), además de suge­
rencias para celebrar un taller sobre problemas éticos en el trabajo de

29
NANCY KO N V AL I N KA

campo (Cassell, 1987b). Como se puede apreciar, ya desde hace tiem­


po, se están poniendo en práctica medios para enseñar a los nuevos an­
tropólogos a pensar en las implicaciones éticas de su trabajo, conforme a
la nueva interpretación de un código de ética, no como un conjunto fijo
de preceptos, sino como un proceso de reflexión.

LA RELEVANCIA DE ESTOS PROCESOS


PARA LA INVESTIGACIÓN ANTROPOLÓGICA
Y LA FORMACIÓN DE ANTROPÓLOGOS EN ESPAÑA

¿Qué relevancia tiene todo esto para la investigación antropológica y la


formación de antropólogos hoy en España?
Obviamente, ni el contexto ni los problemas son exactamente los
mismos. Que yo sepa, ni la institución militar española está reclutando
antropólogos para sus brigadas, ni Defensa se ha dedicado a invertir
cantidades ingentes de dinero en la investigación en las ciencias socia­
les. De momento, no parece que nos tengamos que preocupar por la
existencia de un control militar de la producción y la aplicación del
conocimiento antropológico.
De todas formas, el ejército no es el único patrocinador que pue­
de problematizar la investigación. Cualquiera que haya preparado un
proyecto I+ D sabe la importancia de darse cuenta de qué tipo de pro­
yectos se está financiando, los temas que se consideran prioritarios y
—para desgracia de la antropología— la importancia dada a los aspec­
tos cuantitativos de la investigación. Somos conscientes de la relevancia
concedida a los proyectos sobre las mujeres (pero ¿se puede investigar
a las mujeres sin investigar a los hombres simultáneamente?), a la que
se realiza sobre la inmigración (como si la inmigración fuera un proble­
ma en sí, sin tratar su percepción y rechazo por parte de la población
autóctona), a la investigación sobre los grupos sociales «de riesgo» (¿y
los problemas de fondo que abocan a ciertas personas a formar parte de
estos grupos?)... Y nos vemos obligados a investigar sobre estos temas,
si no pretendemos suicidarnos académicamente.
Y en cuanto nos llega el dinero de un instituto, de una fundación, de
un ayuntamiento o de una empresa particular, ¿hasta qué punto somos
capaces de mantenernos independientes de los intereses y propósitos de
esta fuente de financiación? ¿Hasta qué punto controlamos los resul­
tados de nuestra investigación? ¿Hasta dónde podemos proteger a las
personas que han colaborado con nosotros?
Nos podemos imaginar muchos ejemplos. Pienso, por ejemplo, en
un estudio imaginario de la llamada mediación cultural en Madrid con

30
DECLARACIÓN S O B R E É T I C A DE L A A S O C I A C I Ó N A M E R I C A N A DE A N T R O P O L O G Í A

grupos de inmigrantes. Como antropólogos, nos encontraríamos con


varios grupos cuyos intereses podrían entrar en conflicto: la institución
que financia el estudio, los inmigrantes, los mediadores, la población ma­
drileña en general. ¿Es correcto instar a los inmigrantes a modificar su
conducta? ¿O debemos instar a los madrileños a modificar su juicio de
esta conducta, a ampliar el abanico de comportamientos aceptables?
¿Tenemos que intentar cambiar algo? Y si creemos que sí, ¿qué modelo,
de cuál de los grupos implicados es el modelo hacia el cuál se debe de
tender?, ¿pondrán en una situación de desventaja nuestros informes y
resultados a un grupo de informantes con respecto a otros?
Las preguntas son infinitas, igual que las situaciones y contextos
posibles. A lo largo de esta obra el lector tiene la posibilidad de infor­
marse sobre los problemas éticos de muchos antropólogos en temas y
contextos de investigación tán diversos como la escuela, el patrimonio,
en grupos estigmatizados, en las organizaciones indígenas de América
y los barrios de México, en la Sierra Norte, en la acción o no-acción
del antropólogo, en grupos de niños y en la adopción, por mencionar
algunos.
Hay varias acciones que podemos y debemos acometer. La Asocia­
ción Americana de Antropología nos ha señalado el camino hacia cier­
tas iniciativas:

• Debemos encontrar algún marco para discutir y elaborar un có­


digo de ética o suscribirnos a alguno ya existente, haciendo notar
nuestras preocupaciones particulares. N o vale una simple inten­
ción de no hacer daño a las personas y grupos que nos acogen y
ayudan.
• Debemos incorporar la discusión y enseñanza de la ética a todas
nuestras acciones educativas, tanto dentro como fuera de la univer­
sidad, y de manera especial en cualquier enseñanza que incluya tra­
bajo de campo. Y esto se debe hacer de tal forma que los estudiantes
se impliquen de forma vital en esta discusión sobre las consideracio­
nes éticas.
• Debemos exigir una sección que trate de consideraciones éticas en
cualquier trabajo, proyecto o tesis que dirijamos. De la misma ma­
nera que se da por sentado que habrá un apartado de «metodolo­
gía», ¿se debe suponer un apartado de ética?
• Debemos compilar un archivo de casos, preservando el anonimato
de los implicados, fomentando la discusión de estos casos y estas
propuestas sobre distintas formas de resolver los problemas. Estos
casos se pueden utilizar no sólo como güías para la acción y para la

31
NANCY KONVAUNKA

discusión en el aula, sino para ayudarnos a pensar de antemano en


los problemas que puedfen surgir en nuestro trabajo de campo.

Una vez que nos pongamos a ello, se nos ocurrirán otras iniciativas
nuevas y propias. Por ejemplo:

* En nuestros campos de interés, cada uno puede ir haciendo un ar­


chivo de problemas éticos que nos encontramos en la literatura y en
nuestros intercambios con colegas tanto españoles como de otros
países.
• En nuestras publicaciones, podemos acostumbrarnos a tratar explí­
citamente los conflictos de intereses que surgen.
* En nuestros proyectos y trabajos de campo podemos esforzarnos en
explicitar los supuestos y las perspectivas básicas de todos los impli­
cados, de las personas que nos ayudan en nuestros estudios, de los
que los financian, de nosotros mismos, comprobando y tomando
conciencia de nuestras tendencias a ajustar nuestra perspectiva a los
intereses de unos u otros.
• Sobre todo, tenemos que acostumbrarnos a que la reflexión ética
sea una parte integral de nuestro trabajo, no un añadido, una fiori­
tura adicional.

Con esto, y con las reflexiones que proponen otros artículos reuni­
dos en este volumen, tenemos materia para empezar a trabajar.

R E F E R E N C IA S BIB LIO G R Á FIC A S

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32
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34
LA NEGOCIACIÓN DEL TRABAJO DE CAMPO*

C a r id a d H e rn á n d e z
Departamento de Didáctica de las Ciencias Sociales
Facultad de Educación
Universidad Complutense de Madrid

IN T R O D U C C IÓ N

Creo que la antropología es una disciplina que incorpora la perspectiva


crítica en su quehacer, así lo explícito cada vez que tengo ocasión de ha­
blar de sus aportaciones en el ámbito de la educación. En dichas ocasio­
nes hablo de L a mirada antropológica y... (Hernández, 2007: 257-276).
Con ese enunciado intento referirme, de una forma sugerente, a una
determinada perspectiva para abordar contextos sociales, tanto en situa­
ciones que se suponen materia de la disciplina como en las que, en princi­
pio, se presume que no lo son. De igual manera suelo utilizar la metáfora
«ponerse las gafas de la antropología» para señalar la aproximación a
situaciones familiares y cotidianas, dado que la disciplina «se ocupa de las
cosas normales que le suceden a la gente corriente» (Kottak, 1994).
Con ello quiero decir que la antropología afronta cualquiera de las
cuestiones de ámbitos educativos como lo hace al acercarse a un objeto
de estudio, a partir de sus axiomas, que podíamos resumir en el «extra­
ñamiento», la comparación y la perspectiva holística. Voy a ofrecer a
continuación algunas citas para ilustrarlos.
Sobre el extrañamiento o distanciamiento entre el antropólogo y
el objeto:

[...] hay que seguir ciertas normas antropológicas fundamentales. Prime­


ra, intentar dejar a un lado las propias preconcepciones o estereotipos

* Este trabajo se enmarca en el proyecto de investigación «Estrategias de participa­


ción y prevención de racismo en las escuelas II» (FFI2009-08762).

35
CARIDAD HERNÁNDEZ

sobre lo que está ocurriendo y explorar el ámbito tal y como los parti­
cipantes lo ven y lo construyen. Segunda, intentar convertir en extraño
lo que es familiar, darse cuenta de que tanto el investigador como los
participantes dan muchas cosas por supuestas, de que eso que parece
común es sin embargo extraordinario, y cuestionarse por qué existe o se
lleva a cabo de esa forma, o por qué no de otra manera (Ericsson, 1973;
Spindler y Spindler, 1982). Tercera, asumir que para comprender por
qué las cosas ocurren así, se deben observar las relaciones existentes en­
tre el ámbito y su contexto, por ejemplo entre el aula y la escuela como
un todo, incluyendo la comunidad, la comunidad a la que pertenece
el profesor, la economía, etc. Siempre se debe realizar un juicio sobre el
contexto relevante y se debe explorar el carácter de este contexto hasta
donde los recursos lo permitan. Cuarta, [...] (Kathlee Wilcox, citado por
Velasco et al., 1993: 97).

El segundo de los axiomas, la comparación (especialmente trans-


cultural), nos permite percibir los objetos de estudio como una variante
entre otras, señalando lo que tienen en común esas variantes:

Y como es lógico, para poder formularse a sí mismo tales preguntas,


uno debe pasar por el proceso de convertir en extraño todo lo familiar y
cuestionárselo, preguntarse y preguntar por las razones que lo justifican:
Para tal ejercicio, no exento de complejidad, no existe mejor recurso
que el de tener experiencia de otros lugares, de otras culturas, de otros
grupos humanos, sobre sus prácticas escolares y/o educativas (Wilcox,
1982: 458-459, en García Castaño, 1994: 18).

Por último, la perspectiva global u holística, requiere prestar aten­


ción a las interrelaciones del objeto con su contexto, es decir que impli­
ca descubrir cuáles son las conexiones en las que está inmerso:

Hymes lo enuncia al insinuar que deben establecerse conexiones entre


las diferentes cosas que componen las vidas de determinadas clases de
personas. Ogbu alude a ello al proponer una aproximación a nivel múl­
tiple, que muestre la conexión de la educación formal con otros aspec­
tos de la vida social general, la economía, la estructura del sistema de
oportunidades, las regulaciones político-administrativas y los modelos
de realidad social, las cosmovisiones que tienen los diversos grupos que
interactúan en el marco de las instituciones escolares. Wilcox lo sintetiza
en el punto programático que habla de «situar las cosas en contexto».
Y Wolcott se refiere a él explícitamente, advirtiendo que puede parecer
evasivo (Velasco et al., 1993: 19).

Como consecuencia de esta forma de «mirar», la antropología con­


lleva una visión crítica muy persistente que abarca también nuestras pro­

36
LA N E G O C I A C I Ó N DEL T RABAJO DE C A M P O

pias formas de vida y nuestras convicciones. Éste es uno de los rasgos


más conflictivos, pero permite y aporta un conocimiento crítico que exi­
ge reflexión y análisis de nuestros entornos y contextos, para verlos en
su verdadera dimensión muchas veces, poniendo en evidencia, con fre­
cuencia, nuestras propias contradicciones y los engranajes que chirrían
en nuestros esquemas y seguridades.
Esta visión de la antropología me parece que puede aplicarse tam­
bién como un ejercicio de autocrítica, de tal forma que nos lleve a re­
flexionar y analizar la propia disciplina y su ejercicio, que entiendo es
el foco de este libro.

LA D E C L A R A C IÓ N
D E LA A SO C IA C IÓ N A M E R IC A N A D E A N T R O P O L O G ÍA (AAA)

Es esta perspectiva crítica o más bien autocrítica la quiero relacionar


con los apartados primero y segundo de la Declaración sobre ética de la
Asociación Americana de Antropología (AAA, http://www.aaanet.org/
stmts/ethstmnt.htm1).
Concretamente el punto b) del primer apartado dice:

Los objetivos de la investigación deben comunicarse al informante lo


mejor posible.

El punto c) del segundo afirma:

Los antropólogos deben intentar mantener un nivel de integridad en su


comportamiento en el campo que no ponga en peligro futuras investiga­
ciones. La responsabilidad no consiste sólo en analizar y escribir de una
manera no ofensiva, sino en llevar a cabo la investigación de forma con­
sistente y comprometida con la honestidad: de manera abierta, comuni­
cando claramente quién financia el trabajo y cuáles son sus objetivos y
velando por el bienestar y la privacidad de los informantes.

Estas dos pautas me remiten al comienzo de mi andadura como an­


tropóloga y a las lecciones, a modo de reglas de oro, que llevábamos
para enfrentarnos al trabajo de campo:

1. La cita corresponde a la edición de 1971. La Asociación Americana de Antropo­


logía ha publicado una actualización en febrero de 2009: http://www.aaanet.org/issues/
policy-advocacy/Code-of-Ethics.cfm.

37
CARIDAD HERNÁNDEZ

— explicitar nuestro trabajo con claridad, no ocultarlo o disimu­


larlo;
— ser honrados durante todo el proceso, tanto para con nuestros
«estudiados» como para con la disciplina.

Esa mirada hacia atrás, recordando las experiencias de trabajo de


campo propias, me permite reflexionar, por un lado, sobre cómo se
fueron conjugando esos principios con las realidades concretas a las que
llegué a enfrentarme, y por otro, abordar la tarea de escribir sobre éti­
ca en antropología. Este recorrido retrospectivo me permite descubrir
varios retos, uno de ellos es el de conseguir «integrarse» en el grupo es­
tudiado o, sencillamente, poder tomar parte en él, ser partícipe del ob­
jeto de estudio. Las «reglas de oro» mencionadas me exigieron un ejer­
cicio de reinterpretación al que me enfrenté en cada uno de los trabajos
de campo que he realizado y a lo largo del desarrollo de los mismos.
Como expresan Velasco y Díaz de Rada (1997: 23-25) al hablar del
investigador en el trabajo de campo:

En primer lugar, la originalidad metodológica consiste en la implicación


del propio investigador en el trabajo, en su auto-instrumentalización.
[...] La implicación personal supone a veces asumir riesgos [...] y encie­
rra estados de ánimo [...].
El trabajo de campo es un ejercicio de papeles múltiples. Como ya
percibió Griaule, se trata en cierto modo de un juego de máscaras:
«Volverse un afable camarada de la persona estudiada, un amigo dis­
tante, un extranjero circunspecto, un padre compasivo, un patrón inte­
resado, un comerciante que paga por revelaciones, un oyente un tanto
distraído ante las puertas abiertas del más peligroso de los misterios,
un amigo exigente que muestra un vivo interés por las más insípidas
historias familiares, así el etnógrafo hace pasar por su cara una preciosa
colección de máscaras como no tiene ningún museo».
Naturalmente, la magia del etnógrafo no se reduce sólo a tal juego,
pero resulta insoslayable tenerlo en cuenta cuando se hace referencia al
«arte de hacer etnografía». [...] la mejor estrategia para el análisis de los
grupos humanos es establecer y operacionalizar relaciones sociales con
las personas que los integran.
El modelo de situación teatral, la simulación dramática que mencio­
na Griaule, es un apunte de la singularidad metodológica que consiste
en instrumentalizar las relaciones sociales con un objetivo de conoci­
miento.
La observación participante exige la presencia en escena del observa­
dor, pero de tal modo que éste no perturbe su desarrollo [...].
En términos de la práctica metodológica todo esto implica que el in­
vestigador nunca trabaja sólo como investigador, trabaja también como

38
LA N E G O C I A C I Ó N DEL T RABAJO DE C A M P O

vecino, como amigo, como desconocido, como hombre o mujer [...],


como profesor o escritor, como aliado, [...] y con otros papeles que él
se haya forjado o que le haya conferido el grupo que analiza con el que
convive (Velasco y Díaz de Rada, 1997: 23-25).

Esta auto-instrumentalización, ejercicio de papeles múltiples o jue­


go de máscaras, en cierto modo se pone en marcha desde el inicio, des­
de que se comienza la negociación del acceso (cuando empezamos a
plantearnos cómo presentarnos o qué estrategia será adecuada para
conseguirlo) y continúa a lo largo de todo el trabajo de campo, puesto
que no se cierra con el acceso.
En la obra citada de Velasco y Díaz de Rada (1997: 25) se habla tam­
bién de distintos modelos de relaciones sociales que se establecen en el
trabajo de campo. Uno de ellos sería aquel en el que aparentemente son
igualitarias, pero esconden relaciones asimétricas. Otro modelo diferen­
te respondería al hecho de que la información resulte de un intercambio
que se obtiene por obligación. La compraventa donde la información es
una transacción respondería a un modelo diferente, la intervención re­
presentaría otro modelo, y en uno distinto la información sería fruto de
la confianza, etcétera.
En este punto me gustaría añadir otro tipo de relación que creo que
también existe en esta negociación del trabajo de campo, me refiero a una
«relación de dependencia», porque creo que tiene una conexión directa
con la interpretación de los principios éticos citados de la Asociación
Americana de Antropología. Cuando queremos acceder o permanecer en
el trabajo de campo, tenemos claro que dependemos de aquellos que nos
pueden permitir o impedir la presencia en el lugar y con ello la posibili­
dad de establecer esas relaciones para obtener la información que busca­
mos. En esas situaciones, a veces, precisamente para conseguir el acceso,
hacemos explícita esta relación de dependencia como una estrategia. Esta
estrategia consiste en un reconocimiento de nuestra posición subordina­
da respecto de los que tienen ese poder y, por lo tanto, la información
que buscamos, y el hacerla explícita puede convertirse en una herramien­
ta que favorezca el acceso al trabajo y a la información.
En el caso de la antropología de la educación, además, caben otros
modelos de trabajo de campo como los autores mencionados señalan (Ve-
lasco y Díaz de Rada, 1997: 26). Es posible que los investigadores estén
implicados en tareas de la institución y conviene señalar, entre otras cosas,
la posibilidad de que la investigación plantee el dilema de la incompatibili­
dad entre los papeles, por ejemplo entre las responsabilidades del investi­
gador como docente y las exigencias del investigador como antropólogo.

39
CARIDAD HERNÁNDEZ

A continuación me gustaría abordar el tema de la negociación del


acceso y la permanencia eri el trabajo de campo en relación con los
apartados de la declaración ética de la AAA (http://www.aaanet.org/
stmts/ethstmnt.htm) acerca de la obligación de explicitar nuestro trabajo
a aquellos que estudiamos y que la honradez debe guiar todo el proceso.
Con respecto al primer punto, explicar nuestro trabajo con claridad,
comunicar los objetivos tan bien como sea posible. Creo que sin duda tra­
tamos de conseguirlo, que queremos «decir la verdad» sobre nuestro traba­
jo y nuestras intenciones, que en ningún momento nos planteamos men­
tir; pero también creo que existe la duda razonable de si decimos t o d a la
verdad. Desde mi punto de vista el dilema no tiene que ver con el hecho
de mentir o no, sino con el de ocultar parte de la verdad.
El segundo punto al que quiero referirme tiene que ver con las con­
tradicciones que nos plantea el hecho de querer hacer compatibles dos
papeles diferentes en la misma persona y al mismo tiempo, por ejemplo,
el de profesor de una clase y el del investigador de campo.
Voy a desarrollar ampliamente estos dos tipos de dilemas en el si­
guiente epígrafe a través de ejemplos de mi propio trabajo de campo.

T R A B A JO D E C A M PO E N C E N T R O S E SC O L A R E S

Me voy a referir a un trabajo de campo realizado en un Aula de Enlace2


de Educación Primaria durante el curso 2006-2007. Forma parte de un
estudio más amplio cuyo tema es la integración de los alumnos extranje­
ros en el sistema educativo de la Comunidad de Madrid, que analiza las
estrategias que la administración, los centros escolares, los profesores y
los alumnos ponen en marcha para afrontar este proceso3.
El acceso al trabajo de campo en un Aula de Enlace se presuponía
relativamente asequible, dada mi situación profesional como profesora
de la Facultad de Educación de la Universidad Complutense de Madrid

2. Las Aulas de Enlace forman parte del programa «Escuelas de Bienvenida», puesto
en marcha por la Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid en febrero de 2002,
para facilitar la llegada e integración de estudiantes extranjeros (los denominados «inmi­
grantes») en las escuelas. Su objetivo se centra, fundamentalmente, en la enseñanza/aprendi-
zaje de la lengua castellana. Véase la página oficial del programa: http://www.educa.madrid.
org/portal/web/Bienvenida.
3. El trabajo mencionado se enmarca en los siguientes prpyectos de investigación:
«Racismo, adolescencia e inmigración» (PR41/06-15046) http://campusvirtual.ucm.es/prof/
racismo.html y «Estrategias de integración social y prevención de racismo en las escuelas»
(HUM2006-O3511/FILO) www.navreme.net/integration.

40
LA N E G O C I A C I Ó N DEL T R A B A J O DE C A M P O

(UCM), sin embargo fue lento y con dificultades. La primera aproxi­


mación que hice a algunos colegios públicos, apoyada en las relaciones
establecidas con centros escolares como tutora del Practicum de los es­
tudiantes de Magisterio, no tuvo éxito. Me puedo explicar esta situa­
ción si tengo en cuenta que un trabajo de campo de corte etnográfico
implica una permanencia frecuente y continuada en las aulas que no es
habitual para los profesores, porque existe siempre el temor de que el
trabajo de campo suponga una evaluación de su práctica profesional. El
segundo intento de acceder a las aulas lo hice en centros concertados,
apoyando las relaciones profesionales en las personales y así obtuve
mejor respuesta.
El marco de referencia que orientaba todo el trabajo de campo ve­
nía delimitado por los objetivos de los proyectos en los que se enmarca­
ba que se pueden resumir en:

• contribuir al conocimiento de la integración social de alumnos in­


migrantes en el sistema educativo español, investigando el proceso
y analizando medidas específicas de integración;
• averiguar las dificultades de integración de los alumnos y de los
procesos de enseñanza-aprendizaje;
• conocer la percepción que los jóvenes y el resto de personas de su
entorno inmediato tienen en relación con experiencias/situaciones
de racismo;
• diseñar propuestas de actuación contra el racismo, destinadas al pro­
fesorado, a los educadores y a los profesionales que trabajan tanto
en centros educativos como en otras asociaciones;
• contribuir a mejorar la formación inicial y permanente de los profeso­
res, los procesos de integración social y los logros de los estudiantes.

Y las hipótesis de las que se partía:

• toda medida de integración que separa a un grupo de individuos del


resto, dificulta el proceso;
• percibir las diferencias como deficiencias tiene como consecuencia
emplear estrategias de compensación o suprimir las diferencias para
eliminar las deficiencias;
• la homogeneidad es el marco de referencia que orienta la acción
educativa, y por lo tanto el tratamiento de la diversidad;
• el etnocentrismo es la perspectiva con la que el grupo mayoritario cla­
sifica y evalúa la diversidad y se refleja en las interacciones sociales y
en cómo se percibe a aquellos que son clasificados como diferentes;

41
CARIDAD HERNÁNDEZ

• el racismo y la discriminación están presentes de manera implícita e


invisible en los procesos educativos, son difíciles de percibir y mu­
cho más de aceptar, por lo que hacerlos evidentes puede contribuir
a prevenirlos y a luchar contra ellos;
* todo ello, a su vez, apoyado en los marcos teóricos que proporcio­
nan las propuestas de la Educación Inclusiva, la Educación Inter-
cultural4 y la perspectiva antropológica de la Diversidad Cultural5.

Estos objetivos, hipótesis y marcos de referencia conformaban el


bagaje de acercamiento al trabajo de campo en el Aula de Enlace. Sin
duda amplio y quizás complejo para explicar a nuestros interlocuto­
res en la negociación, tanto durante el acceso como a lo largo de su
desarrollo. Por ello procuré clarificarlo y sintetizarlo para hacerlo más
comprensible, haciéndolo compatible con la recomendación del cita­
do código ético de la AAA cuando señala que los objetivos de la in­
vestigación se deben comunicar tan bien como sea posible al informa­
dor. En este intento de buscar comunicar la idea del trabajo de forma
simplificada y transmitir su interés general, utilizaba frases tales como
«quiero conocer cómo funcionan las Aulas de Enlace y cómo aprenden
español los estudiantes». Diciendo esto no estaba mintiendo al expli­
car lo que pretendía, pero me pregunto qué hubiera pasado si hubiera
sido más explícita, como hago cuando estoy en un contexto académi­
co, utilizando frases tales como «quiero saber si excluyes/segregas a los
chicos y cómo lo haces», o cualquiera de los objetivos e hipótesis que
he mencionado anteriormente.
Es evidente que hacerlo de esta forma sería más ético, en tanto que
hace explícitas mis pretensiones de manera más clara, pero, por un lado,
la complejidad del tema entendido desde la disciplina hace difícil la co­
municación y, por el otro, creo que, al menos en mi caso, hubiera hecho
mucho más difícil un acceso que, de por sí, no fue fácil.
Lo mismo ocurre cuando los profesores perciben alguna amenaza
potencial de nuestra presencia en el aula o en el centro acerca de su
propio papel, como el hacer una valoración de su trabajo docente, la
interacción con los alumnos, la metodología, etc. En la negociación
del acceso al trabajo de campo percibo esta amenaza como latente y por
ello aclaro explícitamente que no va a ser así; ciertamente ese tema no
es el centro del trabajo, pero va a aparecer en el proceso, lo que hago
entonces es poner el foco en otros aspectos que no levantan suspica­

4. Aguado (2006) y Grupo IN TER (2006).


5. Hernández y Del Olmo (2005).

42
LA N E G O C I A C I Ó N DEL T R A B A J O DE C A M P O

cias. Un ejemplo sería «mi interés se centra en las interacciones entre


los chicos y no en la metodología o la calidad docente del profesor».
Por otro lado, nuestra estrategia de desenfocar los aspectos con­
flictivos del trabajo se ve reforzada, a su vez, por el principio ético de
salvaguardar la identidad de los informantes, porque creo que hacer
explícito nuestro compromiso de anonimato para con los informantes
ayuda a suavizar o rebajar las posibles amenazas que nuestro trabajo
puede suponer para ellos. El compromiso de anonimato significa que
al publicar el trabajo no van a aparecer los nombres de las personas ni
ningún dato que permita identificarles, y por lo tanto no se establece
una relación directa con ellos, de manera que los juicios no les impli­
can ni directa ni públicamente. Otra cuestión importante en relación
con este tema, pero que excede los límites del presente análisis, sería
la pregunta de ¿por qué los profesores y los centros educativos mues­
tran tanto temor hacia una valoración negativa de su trabajo o de su
papel?
A esto es a lo que me refería cuando afirmaba al principio que el di­
lema ético no tiene tanto que ver con el hecho de mentir, sino con el de
no decir toda la verdad, que es uno de los puntos que quería desarrollar
en este capítulo y que podría ilustrar utilizando otros ejemplos. Descu­
brir contradicciones en las personas con las que trabajo, o cuestiones
que se podría considerar que son políticamente inadecuadas o cualquier
información de la que se deduzca fácilmente una valoración negativa,
se convierte en material de análisis para las publicaciones académicas,
pero se evita en las conversaciones con nuestros interlocutores en el
trabajo de campo.
Quiero ahora relacionar el segundo punto del código ético que he
señalado al empezar estas reflexiones —ser honrados durante todo el
proceso, tanto para con nuestros «estudiados» como para con la discipli­
na— con el tema de mi estatus como investigadora.
A lo largo del trabajo de campo, mi situación profesional se inter­
firió con mi papel de antropóloga, porque en el contexto educativo,
los profesores me asignaban el papel de docente de docentes, y por
consiguiente, supuestamente experta en temas desde la perspectiva del
propio sistema educativo. Las expectativas que generaba este papel asig­
nado entraban en contradicción con el que yo quería jugar como antro­
póloga. El rol de docente implica elegir, decidir y valorar en situaciones
en las que, como antropóloga, prefería mantenerme al margen. Los retos
de este doble estatus me plantearon un desafío constante en el trabajo de
campo porque implicaban dos programas de actuación diferentes y, en
ocasiones, el tratar de conjugarlos plateaba conflictos que debían ser

43
CARIDAD HERNÁNDEZ

solventados al mismo tiempo que continuaba la negociación de la per­


manencia en el trabajo de catnpo.
En este tipo de conflictos hay que contemplar también el hecho de
que como investigadora tenía conocimiento del sistema educativo, com­
partía el leguaje y conocía las reglas y parámetros que orientan las ac­
tuaciones e interacciones en el aula, por lo que se me suponía la capa­
cidad de juzgar.
Estos desafíos permanentes a lo largo del trabajo de campo se plas­
maban en el diario, donde daba cuenta de cómo los iba afrontando,
unas veces mejor que otras y donde reflejaba la dificultad de mante­
ner mi papel de antropóloga, atravesado constantemente por el papel
adscrito de docente. La autorreflexión constante recogida en el diario
sobre este aspecto me devolvía al trabajo de campo con una sensación
de alerta continua hacia el conflicto de papeles, y con la decisión cons­
ciente de imponer el de investigadora sobre el de profesora.
N o he encontrado la solución para estos desafíos, pero me han obli­
gado a preguntarme si al convertir estos retos y la preocupación por
abordarlos en el foco de mi atención, no he restado posibilidades al
propio trabajo de campo en general y a la observación participante y a
la profundidad de la misma en particular.
Todavía siguen abiertas muchas de las preguntas que me planteaba
entonces: ¿Cómo conseguir librarme del papel de docente y convencer
a mis interlocutores de que no lo pretendo ejercer en el trabajo de cam­
po?, ¿cómo lograr que este papel de docente no afecte al proceso de
observación participante, en la recogida y la producción de información
etnográfica?, ¿cómo hacer compatibles todas estas preguntas con los
dos puntos de la declaración ética de la AAA a los que me he referido a
lo largo de todo el capítulo?, ¿cómo interpretar estos principios éticos?,
y ¿cómo instrumentalizar el papel de antropóloga?
A pesar de estas dudas «éticas» me pregunto si no estoy reflexio­
nando sobre el problema fuera del problema. Desde la antropología
tradicional se pretende conocer pero sin intervenir, y en la docencia
hay que elegir, decidir y valorar cotidianamente, lo que implica una
constante intervención. A lo largo de estas páginas he mencionado que
no sólo me interesaba conocer cómo funciona el aula o cómo aprenden
español los estudiantes, sino también si se excluye / segrega / incluye
a estos chicos, cómo se hace, etc., y mi pregunta ahora es si todo esto
no implica también decidir y valorar. La cuestión entonces es en qué se
diferencia un tipo de decisiones de otro. Quizá en que se hacen desde
marcos de referencia diferentes, pero el análisis antropológico consiste
en hacer explícito lo que no está visible a simple vista, reconociéndolo

44
LA N E G O C I A C I Ó N DEL T R A B A JO DE C A M P O

e identificándolo y ello implica también una valoración, no sólo a la


hora de decidir qué se investiga, sino en el proceso de análisis porque
categorizar supone tomar decisiones.
Como conclusión, retomando lo que decía al inicio de éstas páginas
acerca de que la antropología es una disciplina crítica, que incorpora
la perspectiva crítica en su quehacer, como un ejercicio de autocrítica,
hasta tal punto que lo hace consigo misma también, al reflexionar y
analizar la propia disciplina y su ejercicio. En este caso, lo he intentado
aplicar a mi trabajo al reflexionar sobre mi propio recorrido.

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45
NOVATO EN VALLE DE CHALCO:
REFLEXIONES SOBRE LA ÉTICA DEL ANTROPÓLOGO
DESDE EL RECUERDO DE UNA ETNOGRAFÍA
EN UNA BARRIADA MEXICANA

Je s ú s A d án e z Pavón
Departamento de Historia de América II (Antropología de América)
Universidad Complutense de Madrid

Novato es aquel que, empezando su andadura en el oficio de que se trate,


es capaz de sentir que se ahoga pisando un charco y, al poco, caminar
sin darse cuenta sobre brasas encendidas. Allá por 1991, en la entonces
barriada de Valle de Chalco —hoy Municipio de Valle de Chalco Soli­
daridad— dentro de la gran conurbación de la ciudad de México, viví
mi primera, aunque no demasiado temprana, experiencia etnográfica
en América. En las páginas que siguen voy a hacer uso del recuerdo de
ese trabajo novel, con algunos de sus charcos y sus brasas —nada dra­
máticos, por otra parte—, para reflexionar sobre cuestiones de ética en
etnografía.

Aquel trabajo de campo, dedicado a indagar en las formas de organizar


los espacios domésticos y en su vinculación con las relaciones sociales
de sus moradores, no constituyó mi experiencia inicial en América, pues
años antes había tenido la oportunidad de conocer algunas regiones del
continente integrado en equipos arqueológicos (saltar de la arqueología
a la etnografía, y viceversa, traza un itinerario peculiar, pero —al menos
en el ámbito del americanismo— no inédito). Hablando estrictamente,
tampoco supuso mi primera experiencia etnográfica; previamente había
colaborado en España con grupos de antropólogos en diversos contex­
tos, en cuyo seno, de hecho, surgió y se formalizó el proyecto que nos
llevaría a unos cuantos de aquellos etnógrafos a Valle de Chalco. No
obstante, la combinación de una mayor distancia cultural y una estancia
más prolongada, compartiendo casa y vida con un manojo de personas
del barrio, convirtió esa etnografía de 1991 en mi personal iniciación.
Revisaré primero los parámetros del proyecto mismo y su práctica a la

47
JESÚS A D Á N E Z PAVÓN

luz de las diversas declaraciones sobre ética publicadas por la Asocia­


ción Americana de Antropológía, para luego centrarme en el análisis de
un conflicto fugaz, surgido al inicio del trabajo, que sobrepasa las indica­
ciones recogidas en dichas declaraciones.

PUBLICIDAD, PRIVACIDAD, CONSENTIMIENTO

Publicidad y privacidad son los dos ejes que articulan los distintos ar­
tículos y declaraciones sobre ética emitidas, a lo largo de los años, por
la Asociación Americana de Antropología. La publicidad se refiere a la
obligación de transparencia con respecto al proyecto de investigación;
la privacidad a la obligación de proteger a quienes aportan información
ante los daños que ésta pudiera causarles. Los dos ejes en conjunto, en
el entendido de que ambos han de adoptarse no como requisitos forma­
les, sino como principios por aplicar y evaluar en cada caso, pretenden
asegurar el compromiso fundamental: que las personas con quienes se
trabaja no sufrirán perjuicios derivados de la propia investigación. El
Código Etico de 1998 estipula que esa aplicación y evaluación debe
incluirse como sección ya desde la fase de proyecto:

Los investigadores antropológicos han de prever que se encontrarán con


dilemas éticos en cada estadio de su trabajo y han de hacer esfuerzos de
buena fe para identificar de manera previa potenciales reclamaciones y
conflictos éticos en la preparación de las propuestas y en la realización
de los proyectos. Toda propuesta de investigación debe incluir una sec­
ción que plantee y responda a las potenciales cuestiones éticas (AAA,
1998: III.B.l).

En nuestra propuesta de investigación sobre Valle de Chalco no se


incluyó ese tipo de sección. Sí se plantearon, en los apartados dedicados
a la metodología, necesidades como la de informar, desde el primer con­
tacto con el grupo y antes de cada entrevista formal, sobre los objetivos
y los intereses del trabajo; la explicación de esos aspectos ante quienes
acogen al etnógrafo es algo que, por otra parte, los anfitriones solicitan
pronto — «quiénes son ustedes» y «qué hacen aquí» son dos preguntas
lógicas cuando aparecen unas personas en un lugar y expresan su deseo
de quedarse en él durante un tiempo— . También se recogieron en los
mismos apartados las previsiones acerca del respeto al anonimato y la
confidencialidad de las informaciones. Pero, como digo, no identifica­
m os la necesidad de abrir una sección en el proyecto mismo donde
discutir potenciales problemas éticos. ¿Por qué? Por un lado, creo que la
NOVATO EN V A L L E DE C H A L C O

omisión puede explicarse apelando a que en los años en que se redactó


aún no se había establecido esa práctica con suficiente formalidad. Pero
lo interesante, por otro lado, es que no preveíamos que nuestra inves­
tigación, ni en sus objetivos ni en su desarrollo en el campo, pudiera
causar daño alguno —y adelanto ya que la investigación en sí no lo
hizo, si bien tal vez sí pudo provocarlos, como apuntaré más adelante,
nuestra mera presencia.
Uno de los elementos que más temores ha suscitado en la historia
reciente de la reflexión ética en la etnografía —en relación con el re­
quisito de publicidad y continuando la cuestión de nuestra previsión de
ausencia de perjuicios— ha sido la figura del patrocinador y sus propó­
sitos. La declaración de 1971 sobre los principios de responsabilidad
profesional, corregida en 1984, contiene puntos expresos alertando de
la necesidad de que el etnógrafo indague sobre los fines del patrocina­
dor y evalúe hasta qué punto entran en conflicto con el compromiso
fundamental subrayado arriba; se insistía también en la obligación de
evitar investigaciones secretas, con propósitos ocultos o que reserven
la circulación de resultados a circuitos restringidos (AAA, 1986: 2a, 3a,
3b, 5, 6; véase también Velas, 1967). El escrupuloso detalle con que
se intentó tipificar cada peligro, que era una reacción ante casos reales
—como, por ejemplo, el Proyecto Camelot (véase Horowitz, 1967)— ,
se perdió en el código de 1998, en el que se consideró que quedaba
subsumido en la obligación de transparencia, con independencia, ade­
más, de las fuentes de financiación —pública o privada— y las clases de
investigación — «aplicada», «básica», «pura» o «contractual»— (AAA,
1998: III).
Ocurre que el trabajo en Valle de Chalco, como la mayoría de los
proyectos de investigación etnográfica generados en España sobre Améri­
ca, contaba con financiación pública española, inserta en programas que
no mantienen sino propósitos muy amplios y relacionados con el cono­
cimiento; es cierto que tales programas suelen fijar líneas prioritarias que
encauzan los proyectos en direcciones determinadas, pero eso no implica
que existan agendas ocultas ni que se reserven parte de los resultados. Por
esa razón no se suscitó en la preparación del proyecto la evaluación de
ningún conflicto potencial relacionado con el patrocinador. Entreveo, no
obstante, que conviene no perder un razonable estado de sospecha ante
los requerimientos de la financiación, sea privada o pública.
De cualquier forma, no toda esa sección destinada a los problemas
éticos potenciales que exige el código de la AAA se refiere a las institu­
ciones o empresas que apoyan la investigación. Su ausencia en nuestro
caso supuso también no formalizar a priori los posibles problemas deri­

49
JESÚS A D Á N E Z PAVÓN

vados de la obtención de información sensible o, dicho de otro modo,


una evaluación del grado de sensibilidad del tipo de información que
buscábamos para el tipo de personas que la aportarían (véase AAA,
1998: III.A).
Las obligaciones éticas del etnógrafo para con las personas a las cua­
les investiga surgen de la peculiaridad metodológica del trabajo de campo
en antropología: es el etnógrafo quien se desplaza al lugar donde residen
esas personas para, conviviendo con ellas durante periodos prolongados,
sumergirse en su modo de vida y alcanzar un grado de confianza tal que
le permita acceder a contextos y declaraciones de carácter variablemente
privado, dadas en confianza.
La metodología que nosotros aplicamos en Valle de Chalco esta­
ba pensada para lograr una exploración del tema de investigación en
una comunidad grande y en un tiempo relativamente corto. Se trataba,
por un lado, de hacer un número no pequeño de entrevistas de carácter
abierto en las que, partiendo de preguntas sobre la composición del gru­
po doméstico y sobre la biografía tanto del grupo como de la vivienda
misma, interrogábamos sobre diversos aspectos directa o indirectamente
relacionados con la asignación de espacios. Por otro lado, necesitábamos
enriquecer esas entrevistas con una experiencia directa de la vida en Valle
de Chalco, con una observación participante; lo logramos cuando, tras
explorar distintos vericuetos y calles sin salida, nos pusieron en contacto
con representantes de una asociación vecinal. Esos representantes, algu­
no de ellos con responsabilidades políticas a nivel municipal, accedieron
a proporcionarnos un espacio en sus casas. Se convirtieron en nuestros
anfitriones y en nuestros «informantes principales»: a ellos les preguntá­
bamos lo que no preguntábamos a otros, ellos supervisaban o nos acom­
pañaban en nuestros vagabundeos por el barrio, ellos nos concertaron las
primeras entrevistas y, en general, nos vigilaron y cuidaron en un entorno
que, no sin razón, consideraban peligroso —sobre todo por nuestra evi­
dente ignorancia de lugares y horas potencialmente peligrosas y, también,
por el desconocimiento de que nuestra propia presencia podía ser hábil­
mente manipulada aquí y allá para su uso en las luchas políticas locales.
¿Pudo la investigación dañarles de algún modo? En lo que se refiere
a nuestra presencia en el barrio y al grupo de «informantes principales»,
ellos fueron, como acabo de apuntar, quienes calcularon unos riesgos
que nosotros desconocíamos y que nos afectaban a todos. Ellos nos
concertaron una cita con el presidente municipal de Chalco para que no
pareciéramos algo así como investigadores clandestinos; ellos leyeron,
días después, el periódico local en el que apareció nuestra foto en las
instalaciones municipales bajo un titular que se refería a nosotros como

50
NOVATO EN V A L L E DE C H A L C O

«observadores internacionales en las próximas elecciones»1; ellos nos


aconsejaron, en fin, unas vacaciones en la Ciudad de México, para evi­
tar males mayores, el día en que se celebraron esas elecciones. Es obvio
que tales maniobras buscaban dañar a nuestros anfitriones —los cuales,
ya sobra decirlo, estaban ligados a partidos de la oposición— a través de
nuestra presencia. Supongo que ellos también calcularon algún benefi­
cio genérico: un grupo de investigadores extranjeros quería conocer las
viviendas de Valle de Chalco y, para hacerlo, había entrado en contacto
con su asociación y no con otras personas u organizaciones. Muchos
etnógrafos pueden contar historias análogas a ésta y en no pocas ocasio­
nes acaban con su salida prematura de la «comunidad».
N o previmos esos riesgos y me parece que era imposible hacerlo.
Uno cae en un lugar como un paracaidista —si púedo usar este térmi­
no con que en Valle de Chalco y en todo México se refieren a los que,
generalmente por la noche, ocupan una parcela vacía para levantar su
casa en ella— y es prácticamente imposible saber cómo va a encajar esa
llegada en las tensiones propias de cada lugar y de todo lugar. Los ries­
gos a que somete el etnógrafo a sus informantes hay que calcularlos y
tratar de sofocarlos sobre la marcha, en un proceso continuo. En nues­
tro caso, como se desprende de lo narrado, gran parte de ese trabajo
nos lo hicieron otros.
Por lo que se refiere a las informaciones obtenidas a través de en­
trevistas formales, conocíamos y seguíamos las obligaciones fundamen­
tales —la transparencia con respecto a nuestro trabajo y el respeto a la
confidencialidad y el anonimato— . Lo que no llegamos a aplicar en nin­
gún caso fue el requisito formal de un previo consentimiento informado
(AAA, 1998: III.A.4; AAA, 2004; véase también Fluehr-Lobban, 1998),
si bien no creo que su ausencia en aquel momento supusiera peligro
alguno. El consentimiento informado es un requerimiento nacido en la
medicina cuyo uso se exige en la actualidad a todos los proyectos antro­
pológicos financiados con fondos federales en los Estados Unidos; supo­
ne informar al sujeto sobre los objetivos y riesgos de su participación en
una investigación para que, asegurándose de que los ha comprendido
y de manera voluntaria, consienta formalmente en dicha participación.
Si se pretende seguir de un modo estricto, aportando una hoja escrita
y solicitando una firma, estoy convencido de que en la mayoría de los

1. El Gobierno Federal de Carlos Salinas se había negado expresamente a admi­


tir observadores internacionales que garantizaran la limpieza de las elecciones parciales
de 1991, demandados por quienes consideraron fraudulenta la victoria de Salinas sobre
Cuauhtémoc Cárdenas en las elecciones presidenciales de 1988.

51
JESÚS A D Á N E Z PAVÓN

casos etnográficos resultaría contraproducente, porque la desconfianza


ante un documento impreso en el que estampar una firma provocaría
con mucha frecuencia algo muy cercano a un «no-consentimiento no-
informado». Pero considerado de un modo más amplio, el concepto
recoge bien la esencia de las precauciones etnográficas tradicionales y la
potencia insistiendo en su carácter.

ÉTICA Y MILITANCIA

Aun identificando algunos problemas, y sobre todo algunas omisiones,


los párrafos anteriores retratan las actuaciones de quienes trabajamos
en Valle de Chalco de una manera acorde con los principios de la ética
profesional. N o obstante, sí experimentamos un conflicto ético que se
sitúa más allá de esos principios, al menos tal como están expresados en
las declaraciones a que vengo haciendo referencia. El conflicto surgió
del fuerte contraste entre el carácter académico del tema de investiga­
ción («la organización del espacio doméstico») y la realidad palpitante y
problemática —viva— con que nos topamos; y se materializó en la ur­
gencia y el vértigo de querer abandonar el primero, sustituyéndolo por
otro más cercano a esa vida, más comprensible allí donde estábamos.
N o fui yo quien, de entre el equipo de etnógrafos, expresó en pa­
labras esa conmoción; de hecho, lo que sí hice fue participar en su so­
focación, más por disciplina y responsabilidad ante quienes esperaban
nuestros resultados en Madrid que por otra razón. El problema emergió
en los primeros días de estancia en Valle de Chalco, cuando fuimos
invitados a asistir a una reunión de la asociación vecinal que nos ha­
bía acogido para explicar allí quiénes éramos y qué queríamos hacer.
Nuestro discurso fue bien recibido, pero uno de los presentes pidió la
palabra y preguntó, creo que sin acritud, para qué les servía a ellos ese
trabajo; en medio del desconcierto que nos invadió a los demás, uno
de los etnógrafos se alzó, como impulsado por un resorte, para afirmar
que nuestros objetivos no tenían para ellos utilidad alguna y que debía­
mos reemplazarlos en consecuencia. Desde la presidencia de la reunión
gestos y palabras pedían sosiego ante el desmoronamiento público de
los visitantes. Acerté entonces a decir una verdad que, aunque venía a
cuento sólo a medias, terminó con el incidente y acalló las dudas de
los reunidos: ¿no sería presuntuoso pensar que, con unos pocos meses
de estancia, íbamos a ser capaces de contribuir a arreglar los proble­
mas de nadie? «Sólo podemos hacer nuestro trabajo —añadí— y, eso sí,
ofrecérselo a ustedes para que sean ustedes quienes vean en qué puede

52
NOVATO EN V A L L E DE C H A L C O

resultar útil». El problema estaba reprimido un minuto después de ha­


ber surgido y no volvió a manifestarse. Pero se había sofocado en falso;
aún hoy siento la punzada de aquel conflicto y sigo desconcertado al
respecto.
Nos habíamos topado de bruces con la demanda ética de comprome­
ternos con nuestros anfitriones, de actuar a favor de ellos con nuestro tra­
bajo. ¿Es ese tipo de compromiso una obligación ética para el etnógrafo?
En la situación que acabo de evocar nos vimos obligados a responder a
esta pregunta con poco más que un monosílabo, pero ahora, pasados los
años y con el ritmo más pausado de un texto escrito, no tendría excusa
dejar de sopesar con un mínimo detenimiento las respuestas. Entiendo
que apreciar el alcance del trabajo etnográfico con humildad —que es a
lo que allí apelamos— introduce correcciones importantes en un impulso
moral que a veces, quizá sobre todo por atropellamiento, presume una
relevancia de la que carece el investigador y su posible investigación;
pero, obviamente, esto no resuelve la cuestión de fondo.
El Código Etico hecho público en 1998 por la Asociación America­
na de Antropología no incluye la obligación de un compromiso como
el que nos ocupa. Como puede leerse en el informe emitido por la co­
misión encargada de revisar las declaraciones anteriores con vistas a la
redacción final de 1998, la omisión se basó en un argumento expreso y
público que se centra en los problemas y contradicciones de un impulso
moral tan bienintencionado como genérico:

Responsabilidades con los pueblos y culturas estudiados. Aunque con


simpatía hacia la noción de que el investigador antropológico debe ser
capaz de ayudar a proteger y promover el bienestar de un pueblo o
una cultura, la Comisión encontró que el concepto, en particular como
obligación moral, planteaba los siguientes tipos de preguntas difíciles:
¿Quién determina qué está en el mejor interés del pueblo estudiado? En
la mayoría de las comunidades no habrá una única opinión sobre qué
está en el mejor interés y parece paternalista, si no presuntuoso, esperar
que un investigador antropológico haga ese juicio por otros. [...] ¿Todos
los grupos estudiados por los antropólogos merecen esfuerzos para pro­
mover su bienestar general? Parece que no (por ejemplo: hate groups,
terroristas, carteles de la droga, etc.). ¿Qué significa «promover»? Una
persona puede promover el bienestar general o un bienestar específico
de muchas formas distintas [...]. La Comisión entiende y respalda el
deseo de algunos investigadores antropológicos de ir más allá de la di­
fusión de los resultados de la investigación y de la educación, hasta una
posición de defensa [advocacy]. La Comisión opina que la opción es de­
cisión del individuo. [...] Sobre la base de estas cuestiones, la Comisión
opina que no ha de esperarse que un investigador antropológico deba

53
JESÚS A D Á N E Z PAVÓN

actuar a favor o que «promueva el bienestar» de un grupo o cultura en


estudio (AAA, 1995: IVD.2).

Es razonable que el Código Etico de la AAA, en tanto que código


deontológico profesional, se centre en las responsabilidades del investi­
gador ante las situaciones que pueda provocar su investigación, dejando
de lado las existentes con independencia de ésta. Lo que ocurre es que
la vertiente puramente deontológica no agota las caras del problema.
Desde una perspectiva más amplia, no hay situaciones con respecto a las
que la investigación antropológica pueda considerarse independiente,
aunque sólo sea por omitirlas.
Nancy Scheper-Hughes, en un artículo publicado en 1995 por la
revista Current Anthropology junto a otro firmado por Roy D ’Andrade
al que aludiré después, nos ofrece una defensa vigorosa de una antropo­
logía militante —también «descalza» o «con corazón de mujer»— . En el
contexto de su argumentación a favor de una disciplina activa, que no
se limite a observar pasivamente esperando un cambio o a maquillar las
realidades humanas ignorando las inhumanas, dos son —al menos en
mi lectura— las propuestas de actuación que Scheper-Hughes hace al
etnógrafo: la denuncia de situaciones injustas y el compromiso de co­
laboración con quienes las padecen2. En la medida en que la autora
sugiere una división del tiempo y las lealtades entre la antropología y
el trabajo político, la denuncia y el compromiso podrían desarrollarse
en paralelo a la investigación etnográfica propiamente dicha. Ambas re­
ducen el desconcierto al que —volviendo ahora al recuerdo de Valle de

2. N o comparto el que la autora, en la defensa de la primacía de lo ético que condu­


ce a la obligación de la denuncia y el compromiso, coloque esos valores en un plano «pre-
cultural», fuera del alcance del relativismo (Scheper-Hughes, 1995: 418-420). Entender
que la conmoción ante la injusticia y la reacción activa contra ésta constituyen valores
universales, independientes de nuestra tradición cultural, le permite —es cierto— presen­
tar la obligación de militancia del antropólogo con mayor rotundidad, excluyendo de par­
tida críticas como la que expresa D ’Andrade (1995: 408): «Finalmente, el modelo moral
actual [centrado en la opresión] es etnocéntrico. Es fuerte con la igualdad, (librarse de la
desigualdad) y la libertad (librarse de la opresión). En mi opinión no son malos valores,
pero son muy estadounidenses». A mi modo de ver, esa rotundidad de Scheper-Hughes se
apoya sobre una base endeble; presumir la existencia de un patrón de medida universal
con el que distinguir lo justo de lo injusto me parece una afirmación repetidamente refuta­
da a nuestro alrededor. La inexistencia de ese patrón, sin embargo, no estorba en absoluto
el esfuerzo y la obligación de tratar de discernir qué es justo y qué es injusto. Reconocer
en la igualdad y la libertad valores occidentales no implica automáticamente restarles
fuerza; lo que nos exige es dejar en suspenso su formulación más abstracta y rotunda y
hacer uso de ellos dándoles matices y contenidos en cotejo con realidades particulares
— más complejas, por definición, que una mera abstracción.

54
NOVATO EN V A L L E DE C H A L C O

Chalco— he hecho alusión más arriba y, en efecto, ambas se practicaron


entonces en cierto grado, si bien en aquel caso la población de nuestro
estudio contaba con instrumentos de denuncia y de trabajo político mu­
cho más efectivos que los que nosotros podíamos aportar. N o obstante,
su desarrollo en paralelo, como obligación del investigador antes que de
la investigación, no afecta a la cara del problema que más directamente
percibimos en Chalco: el tema mismo de investigación.
Personalmente no creo que la forma privilegiada de lograr que el ob­
jetivo de una etnografía tenga utilidad para las personas objeto de estudio
haya de seguir necesariamente el camino de detectar y revelar la injusti­
cia y la opresión. En esto coincido con el sentido general de la reflexión
de D ’Andrade ( i 995) sobre la inconveniencia de mezclar lo que deno­
mina «modelos morales» de conocimiento, caracterizados por el carácter
ético de su propósito primario —identificar qué es bueno y qué es malo
y estipular recompensas y castigos (1995: 399)-L- y ejemplificados por
el trabajo de Scheper-Hughes, y «modelos objetivos» de conocimiento,
cuyo propósito es llegar a decir algo sobre las realidades empíricas con
independencia, en tanto que indagación, del juicio que nos merezcan.
Opino que la aportación principal de una etnografía reside en el grado
en que aumenta nuestro conocimiento sobre la lógica y la dinámica de
una realidad local3; los valores del etnógrafo operan, entonces, en la
selección de los temas incluidos en su trabajo antes que en su desarrollo
sustantivo. Lo que nos conmocionó en Valle de Chalco por efecto de
una pregunta escueta —«¿para qué nos sirve eso que ustedes quieren ha­
cer?»— fue no saber encontrar un aspecto de su vida para cuya investi­
gación contáramos con preparación adecuada y que fuera relevante para
el conocimiento de esa vida; o, mejor, no darnos cuenta entonces de que
ese aspecto bien podía estar ya incluido en nuestro propio proyecto y
que sólo faltaba —nada menos— ligarlo a la realidad local a través de su
despliegue en el campo.
Concluyo con un último apunte por el que estoy en deuda con Mar­
garita del Olmo. Por razones éticas como las que aquí se han revisado,
y también por razones metodológicas — el trabajo del etnógrafo típi­
camente necesita ser aceptado por la población en estudio para que se
pueda llevar adelante—, la selección de los temas o aspectos del tema
de una investigación etnográfica ha de concretarse en diálogo con el
grupo objeto de esa investigación (véase del Olmo, en este volumen).

3. Utilizo aquí la expresión «realidad local» siguiendo una afirmación de la ya ve­


nerable primera declaración del Grupo de Barbados (1974 [1971]): «[Cumple al antropó­
logo] volverse hacia la realidad local para teorizar a partir de ella».

55
JESÚS A D Á N E Z PAVÓN

Me parece que con esta idea se puede terminar de salvar la brecha que
un novato, allá por 1991, vio abrirse ante sí.

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56
BAGATELAS DE LA MORALIDAD ORDINARIA.
LOS ANCLAJES MORALES DE
UNA EXPERIENCIA ETNOGRÁFICA"
A n g el D ía z de R a d a
Departamento de Antropología Social y Cultural
Universidad Nacional de Educación a Distancia

¿Q U É D E M O N IO S H E D IC H O ?

Para hacer algo diferente del estricto trabajo de campo orientado por
mis obsesiones teóricas en Guovdageaidnu (Noruega), a lo largo de una
investigación que luego detallaré algo más, me propuse como profesor de
español en la Escuela Sami de Estudios Superiores (Sámi Allaskuvla). En
noviembre de 2003, antes de comenzar uno de mis cursos, me pasé por la
secretaría para conocer el número de estudiantes que tendría ese año. La
persona que estaba en ese momento de servicio no tenía la información.
«Pregúntale a Anne Margrethe» —me sugirió—. Fui a buscar a Anne Mar-
grethe, una trabajadora de la escuela a la que yo conocía. Al preguntarle
semejante cosa, que estaba totalmente fuera de sus competencias (ella era
docente en la institución), me sonrió amablemente y me dijo: «Debe de
tratarse de Anne Margrethe Mortensen»1, y continuó: «lea eará olmmos,
in mun... son lea mu gáibmi» («Es otra persona, no soy yo... es mi toca-

* He escrito este texto gracias a M argarita del Olmo que me invitó a participar
con él en el XXVIII Curso Julio Caro Baroja del Consejo Superior de Investigaciones
Científicas, en diciembre de 2008. Una parte de las ideas fundamentales de este ensayo
ha surgido en un seminario de discusión sobre la Antropología frente al problema de los
Derechos Humanos que comparto en la UNED con los profesores Francisco Cruces y
Honorio Velasco. Ninguna de las ideas morales vertidas en este texto puede atribuírse­
les, pero sí el estímulo del debate. Como siempre, agradezco los comentarios críticos de
los investigadores del CSIC presentes en la sesión, particularmente los de Pedro Tomé,
Francisco Ferrándiz, Juan Antonio Villarías y Margarita del Olmo. Sus comentarios han
inspirado especialmente la sección titulada «Intersubjetividad».
1. Todas las referencias personales mencionadas en este texto son apócrifas, salvo
la de la nota 2.

57
ÁNGEL DÍAZ DE R A D A

ya...»). Yo le repliqué con lo que en ese momento creí que sería una mera
confirmación, en un sami algo inestable siempre en los primeros días de
cada estancia: «Na, juo, son lea du guoibmi». Al oír esto, Anne Margrethe
estalló en una carcajada. Le acababa de facilitar un motivo humorístico
para reírse conmigo durante semanas. Volví a casa atormentado por una
pregunta: ¿Qué demonios he dicho? No tenía a mano en mi memoria qué
quería decir guoibmi, aunque sabía perfectamente que en sami, una len­
gua cuyo léxico está poblado de diptongos, hay que tener mucho cuidado
con ellos. Me precipité sobre el diccionario y comprobé que guoibmi, esa
palabra tan parecida a gáibmi, puede interpretarse básicamente de cuatro
modos: escolta, amigo, esposa o esposo, y amante. No me cabía ahora
duda de cómo la había interpretado Anne Margrethe, siempre propensa
a hacer uso del más radical sentido del humor: «Claro —había sido mi
respuesta— ella es tu amante»1.
Esta anécdota es un ejemplo de lo que en este ensayo consideraré
bagatelas de la moralidad ordinaria. Bagatelas que constituyen el teji­
do de la intersubjetividad en el trabajo de campo etnográfico, y que,
en su aparente trivialidad, conforman sus únicos anclajes morales; o al
menos la clase de anclajes morales que yo reconozco como imprescin­
dibles. Para personas como Anne Margrethe, acostumbradas a recibir
a antropólogos que van a estudiar a «los samis», pero que previamente
no se han molestado en aprender sami para poder comunicarse en su
lengua materna, un antropólogo que sí lo ha hecho es una persona
digna de compartir con ellas el sentido del humor, que es uno de los
bienes morales más preciados de cualquier sociedad humana, aunque
confunda a los tocayos con los amantes.
Al sugerir que estas bagatelas son imprescindibles, estoy sugirien­
do que la vinculación moral del etnógrafo con las personas del campo
pasa primariamente, para bien y para mal, por la inmediata relación
intersubjetiva que mantiene con ellas en la práctica de campo, y no
necesariamente por el supuesto valor práctico que, en un futuro más o
menos distante, les será devuelto como producto de la investigación.
Puede que el producto de la investigación etnográfica sea más o me­
nos útil a esas personas en el futuro, pero esa quimérica posibilidad,
distante en relación con la práctica de campo, no debería llevarnos

2. Misterios del lenguaje. El profesor de lengua sami en la Universidad de Tromso


Kjell Kemi, con quien ahora trabajo en la elaboración de un diccionario lingüístico de sámi-
español, me ha aclarado años después que gáibmi y guoibmi fueron alguna vez la misma
palabra y se disociaron por transformación fonética. Mi lapsus contenía, pues, una ignorada
verdad etimológica.

58
LOS A N C L A J E S MORALES DE U N A EXPERIENCIA ETNOGRÁFICA

a descuidar nuestro compromiso moral inmediato con esas personas


concretas, aquí y ahora.

QUIMÉRICOS PROPÓSITOS

Antes de mostrar un surtido de modos de fabricar ese compromiso mo­


ral inmediato, o sea, antes de seguir contando bagatelas para relatar en
qué consistieron mis anclajes morales en este trabajo de campo, voy a
argumentar cómo, en mi caso, no era cuestión de confiar la reciproci­
dad a la supuesta utilidad práctica de mis conclusiones de investigación.
Para ello, tal vez sería suficiente reconocer aquí que hoy, cinco años
después de mi última estancia de campo, no tengo todavía ninguna con­
clusión que pudiera ser a esas personas de una utilidad tangible; aunque
es cierto que voy elaborando textos que —según espero— pueden te­
ner alguna utilidad para otros investigadores, y quizás para algunos de
los investigadores que trabajan en Sápmi (Díaz de Rada, 2004, 2007b,
2008). Pero esto sería sugerir que tal vez en un futuro aún más remoto
devolveré a esas personas un conocimiento práctico en pago por su
infinita generosidad durante mi trabajo de campo. N o confío en ello.
Las dimensiones en las que mi trabajo etnográfico puede resultarles de
alguna utilidad son, en general, tan distantes de cualquier vida concreta,
que tendrían que entornar mucho los ojos para apreciar en él una ver­
dadera devolución recíproca.
Este mal ya estaba sembrado desde el origen. Comencé a trabajar
en este proyecto en el año 1995 (escribo en 2008), y, cuando acudí por
primera vez a Guovdageaidnu en el año 2001, llevaba en mi agenda el
siguiente problema de investigación: «indagar en las traducciones etno-
pólíticas de la pertenencia social en un contexto de relaciones interétni­
cas entre ‘samis’ y ‘noruegos’»3. Este enunciado quiere decir: investigar
cómo es que los sentimientos de pertenencia social de las personas son
traducidos por diferentes instancias más o menos burocráticas, desde las
asociaciones civiles hasta las agencias de estado pasando por los parti­
dos políticos (entre otros), en argumentos de un sujeto etnopolítico. A

3. Este proyecto recibió los siguientes apoyos institucionales: en 2000, una ayuda
del Departamento de Exteriores del Gobierno Noruego (Utenriksdepartementet) para el
estudio de la lengua sami en la Universidad de Tromso; en 2002 y 2003, dos ayudas de la
Wenner-Gren Foundation for Anthropological Research (Gr. 6896 y Gr. 7092); adicional­
mente, en 2002, recibí un ayuda del vicerrectorado de Investigación de la UNED, y en 2003
otra del Programa de Movilidad del Profesorado del Ministerio de Educación, Cultura y
Deporte (PR2003-0276). Agradezco a todas estas instituciones su generosidad.

59
ÁNGEL DÍAZ DE R A D A

través de este problema estoy indagando en la flexibilidad de las estruc­


turas estatales en cuanto a diversidad sociocultural, las dinámicas de la
inclusión y la exclusión en las políticas de estado (por ejemplo, Schiffauer
et al., 2004), las gramáticas de identificación y alteridad (Baumann y
Gingrinch 2004), o los órdenes de estructuración política de las afini­
dades y pertenencias cotidianas (Cohén, 1982). Cada vez que mencio­
no este problema y explico su fundamento, mis colegas antropólogos
aplauden el intento. En general, consideran que todo esto es relativa­
mente interesante. Pero ¿cómo puedo esperar que las personas de Guov-
dageaidnu, es decir, la mayor parte de ellas, encuentren alguna utilidad
en semejantes obsesiones académicas? N o puedo esperarlo. La verdad
es que sería como esperar que alguien que te tiende la mano considere
adecuado que, en lugar de tenderle la tuya, le entregues los siete volú­
menes de En busca del tiempo perdido; una contraprestación absurda.;
desmesurada y completamente irrelevante a un tiempo. Entiendo que
los antropólogos, como otros animales académicos, valoramos tanto el
fruto de nuestros empeños que podemos llegar a pensar que esa persona
no puede dudar del valor de nuestras obras; sin embargo, yo prefiero
darle la mano, en principio, inmediatamente. Y luego ya veremos.

UN ENUNCIADO MORAL

La etnografía es una experiencia de traducción entre el mundo social de


las personas cuya acción estudiamos y el mundo social de la disciplina
antropológica con sus procesos y estructuras de saber experto (Velasco
y Díaz de Rada, 1997). Inserto en esta experiencia de traducción, el tra­
bajo de campo que forma parte de una etnografía sitúa necesariamente
al etnógrafo, como a un traductor, en una posición de doble agencia.
Durante el trabajo de campo, el etnógrafo coparticipa con las personas
del campo, pero sólo lo hace (como etnógrafo) porque le mueve algún
interés de análisis que tendrá pleno sentido fuera de ese campo social
concreto, en el sistema universalista tejido a base de foros académicos,
editoriales y otras instituciones expertas. Ese es el sistema universalista
al que solemos referirnos vagamente por medio de la dudosa expre­
sión «comunidad científica». El desarrollo de la etnografía durante las
últimas décadas, en las que se ha invertido la tradicional relación entre
investigador «occidental» y nativo «no occidental» (Ogbu, 1974; Asad,
1986; Abu-Lughod, 1991), en las que se ha examinado a las propias ins­
tituciones expertas (Velasco et al., 2006), e incluso a los campos esco­
lar y científico en diálogo prácticamente horizontal con los etnógrafos

60
LOS A N C L A J E S MORALES DE U N A E X P E R I E N C I A ETNOGRÁFICA

(Hiñe, 2006; Díaz de Rada, 1996), no ha disuelto de ninguna manera


la condición de doble agencia de la posición del trabajador de campo,
sino que la ha complicado de formas evidentes. Esa condición de doble
agencia es insoluble porque se encuentra asentada en el sentido mismo
de la práctica etnográfica: la traducción cultural, o, si se prefiere, dicho
en otros términos, la reconstrucción etic de un mundo emic.
El sentido de la etnografía, y con ella del trabajo del campo, es
producir conocimiento científico (Hammersley y Atkinson, 1994). Esto
quiere decir que el compromiso moral prevalente del etnógrafo lo es en
relación con ese vago universo de la sociedad del saber, concretado tal
vez en sus colegas más próximos o significativos y también en sus estu­
diantes. Ese carácter prevalente es tanto más evidente cuanto más progre­
sa el etnógrafo en el trabajo analítico hasta la producción del texto final.
El texto final en cualquier formato, si es que es un texto etnográfico, será
la producción de un investigador con un compromiso primordialmente
analítico. Un texto orientado por un compromiso primario con las per­
sonas del campo es, desde luego, posible, pero correrá siempre el riesgo
de una visión sesgadamente naturalista del problema de investigación
(Hammersley y Atkinson, 1994; Díaz de Rada, 2007a). Si ese riesgo
se materializa de forma decisiva, el texto, en el extremo, simplemente
dejará de ser una etnografía.
Cuando, como fue mi caso en mi investigación en Sápmi, el proble­
ma de investigación tiene un fuerte contenido analítico, la lejanía entre
los dos ámbitos del compromiso moral —la doble agencia moral— es
patente. En el campo lo que primó es una moralidad ordinaria y concre­
ta basada en la coparticipación y la reciprocidad; en la mesa de trabajo
analítico lo que prima es una moralidad universalista basada en criterios
como el buen hacer analítico, la información bibliográfica fundada, la
coherencia argumental, el reconocimiento de las fallas epistemológi­
cas y metodológicas, y la veracidad argumental. Entre ambos órdenes
de moralidad no hay ninguna conexión evidente. Entre ambos no hay
ninguna relación de necesidad.
Esta agencia moral doble con dos moralidades relativamente inde­
pendientes puede conducir, de hecho, al principal riesgo ético en cuan­
to a nuestro tratamiento de las personas del campo; ésas a las que no
ingenuamente instrumentalizamos con la selectiva etiqueta de «infor­
mantes»: o sea, personas recortadas para los fines informativos y ana­
líticos de nuestra investigación. Así, podemos permitirnos tratar a esas
personas olvidando que siempre son algo más que meros «informantes»
y que merecen como cualquier otra persona un tratamiento basado en
la moralidad ordinaria de lo concreto.

61
ÁNGEL DÍAZ DE R A D A

Una variante de ese olvido injustificable es aquélla que se presenta


en la forma de las etnografías orientadas directamente a una aplicación
y a un fin práctico, y que, si es que son etnografías y no meros textos
políticos, habrán incorporado en su diseño de acción práctica alguna
clase de conocimiento analítico sobre un campo empírico. Igualmente
en esos casos, la moralidad del propósito aplicado, asentada sobre una
comprensión analítica del mundo, puede ser completamente indepen­
diente de la moralidad concreta de las relaciones sociales en el campo.
Esa moralidad del interés aplicado o práctico de la etnografía como
resultado de la indagación analítica no garantizará en absoluto el que
el etnógrafo haya tratado a las personas de su campo exactamente así,
como personas. Al igual que cualquier etnografía orientada por fuertes
propósitos analíticos (como la mía propia en Sápmi), esta etnografía
diseñada para la aplicación puede responder primordialmente a una
lógica universalista que pone el interés de obtener un supuesto y futuro
beneficio práctico por delante del interés de practicar una moral ordi­
naria. Desde luego que ambos intereses no tienen por qué ser siempre
contradictorios, pero pueden llegar a serlo; y, si prestamos una delicada
atención a las bagatelas de la vida ordinaria, pueden llegar a serlo mu­
cho más a menudo de lo que parece a simple vista.
Así pues, lo que quiero defender en este texto es una idea moral, y,
como tal, según mi propio punto de vista que extenderé al final de este
ensayo, un mera sugerencia muy debatible, pues soy de los que piensan
que los juicios morales no tienen más fundamentación que el juicio pro­
pio, ni más solidez que su comunicabilidad y su fuerza de convicción. Este
es el enunciado moral: los anclajes morales más firmes de un etnógrafo se
encuentran en el sentido común local, y así, en el concreto compromiso
de coparticipación y reciprocidad con las personas del campo.
En mi opinión (moral) cualquier alteración de este marco básico,
debida, por ejemplo, a la repugnancia práctica del etnógrafo en rela­
ción con las situaciones concretas de coparticipación, debería provocar
una profunda e incómoda reflexión sobre las intenciones reales de co­
nocimiento analítico, la pertinencia de la etnografía basada en trabajo
de campo en tales situaciones, y la posibilidad de configurar esa misma
problemática analítica en otro campo. Naturalmente, este escenario pue­
de complicarse por el hecho de que esa incómoda reflexión puede no
conducir, en la mayoría de los casos, a respuestas de todo o nada. Estos
dilemas, a mi juicio, son inevitables y no existe para ellos ninguna clase
de solución universal.
Un poco más adelante mostraré cómo este simple punto de partida
moral —tratar a las personas como tales— penetra indirectamente en el

62
LOS A N C L A J E S MORALES DE U N A EXPERIENCIA ETNOGRÁFICA

sentido analítico de la investigación etnográfica. Pero ya puedo avanzar


que, de una manera general, una coparticipación guiada por ese princi­
pio conllevará decisiones en cuanto a una autolimitación práctica en la
búsqueda de la información de campo. En mi opinión, esa autolimitación
suele verse ampliamente compensada con el tiempo por la calidad y la
validez de la información que, de hecho, se obtiene. Como indicábamos
en La lógica de la investigación etnográfica, la información de campo es
un regalo, no un botín de guerra (Velasco y Díaz de Rada, 1997).

BAGATELAS

Los anclajes morales de la experiencia etnográfica basada en trabajo de


campo se asientan en los pequeños detalles prácticos de la coparticipa­
ción y la reciprocidad ordinaria, y no en esos grandes principios univer­
salistas que comúnmente —y equívocamente— denominamos «valores»
(Díaz de Rada, 2007c). El primero de esos detalles prácticos consiste en
el reconocimiento público y explícito de la condición de doble agencia
ante las personas de nuestro campo, hasta donde sea posible. Esto se cifra
en el reconocimiento abierto de las intenciones de nuestra investigación
y muy especialmente cuando esas personas nos demandan esta clase de
explicación. Me opongo firmemente a la denominada investigación «en­
cubierta» (Hammersley y Atkinson, 1994) que muchas veces tiene más
de la paranoia moral del investigador que de las posibilidades prácticas y
complejas de comunicación que presenta cualquier trabajo de campo real.
En el orden de las bagatelas de la moralidad ordinaria se encuentra
la anécdota de la tocaya y la amante, con la que abría esta contribución.
Se trata de un principio elemental de coparticipación comunicativa,
que en el caso de trabajos de campo realizados entre personas con sus
propias lenguas maternas, exige del etnógrafo el aprendizaje de esas
lenguas, hasta el máximo nivel de competencia posible. Este principio
básico de la intersubjetividad, asentado en el sentido común de cual­
quier grupo humano, sólo puede llegar a contravenirse (y creo que esto
sucede demasiado frecuentemente) desde una óptica aún deudora de las
viejas prácticas coloniales, que llega a exigir de aquéllos que nos per­
miten observar su acción y nos regalan su palabra, el que lo hagan en
nuestra propia lengua materna. Es ésta una forma de operar bien rara, si
se piensa un instante. Naturalmente, como no hay universales morales
ni siquiera en este plano tan aparentemente trivial, hay grupos de per­
sonas que pueden de hecho articular su vida social sobre la base de una
lengua franca. Todo lo que tiene que hacer ,el etnógrafo es potenciar al

63
ÁNGEL DÍAZ DE R A D A

máximo sus recursos lingüísticos adaptándolos a los de esas personas.


Eso es todo.
Un segundo aspecto de estas bagatelas de la moralidad ordinaria en
el campo consiste en potenciar, igualmente al máximo, el significado de
nuestra presencia en el campo. Esto conlleva el reconocimiento de que
esa presencia probablemente nunca se convertirá en una plena copre-
sencia, debido precisamente a la conciencia pública de nuestra condi­
ción de doble agencia.
Hacer nuestra presencia lo más significativa posible para las perso­
nas del campo presenta varias facetas que puedo ilustrar con algunos
ejemplos de mi trabajo en Sápmi.
En cierta ocasión, una de las personas que trabajaba en la directiva
de la Escuela Sami de Estudios Superiores (Sámi Állaskuvla) me pidió
ayuda sobre la posibilidad de enviar a la prensa española una nota sobre
las reticencias del Gobierno noruego a conceder a una escuela pública
una cierta cantidad de dinero en concepto de financiación institucional.
Hizo esta petición en el contexto de una restricción general de liquidez
que el Gobierno noruego estaba practicando sobre las instituciones pe­
riféricas del Estado, incluidos los municipios, y que en esos días sumía
a todas las autoridades locales en serios apuros económicos. La petición
que me hizo ese directivo consistía en difundir una carta en español cuyo
contenido vendría a mostrar el tratamiento que el Gobierno noruego,
protagonista muy activo en todos los foros internacionales de «pueblos
indígenas», estaba dando a su minoría interna. Era un ejemplo más de
la estrategia de internacionalización que en muchas ocasiones ayuda a
los agentes de las minorías a movilizar una visibilidad pública de sus
problemáticas. N o dudé en hacer lo posible por ayudarle; aunque tam­
bién he de decir que mi ayuda no llegó a concretarse de ninguna ma­
nera, porque el Gobierno Noruego atendió finalmente a sus demandas
en pocos días. En mi trabajo de campo en Sápmi, algunas personas se
sirvieron de mí para traducir textos al español, desde la solicitud de tra­
ducir un curriculum para el acceso de una muchacha a una Universidad
en América Latina, hasta la de poner unas líneas en español a un niño
peruano, un chaval ahijado de una mujer de Guovdageaidnu a través de
una organización internacional de protección de la infancia. Siempre
estuve atento a estas pequeñas contribuciones, y siempre intenté res­
ponder inmediatamente a ellas, incluso si ello podía suponer un retraso
en mi propia agenda de investigación. Sería por otra parte incontable
la lista de ayudas que esas y otras personas me prestaron a mí en todos
los órdenes de mí vida práctica, algunas de ellas enormes, como cuando
una trabajador de la Állasukvla me llevó en coche, sin pedir nada a cam­

64
LOS A N C L A J E S MORALES DE U N A EXPERIENCIA ETNOGRÁFICA

bio, a la ciudad de Alta, a más de cien kilómetros, un 24 de diciembre,


para poder viajar a Oslo a reencontrarme con mi compañera después
de tres meses de fatigoso trabajo de campo. Yo no me había informado
adecuadamente y no sabía que en esa fecha no había transporte de au­
tobús. Este ejemplo sólo es uno entre un millón de la clase de cosas que
puede necesitar un antropólogo de Madrid viviendo en pleno invierno
en un lugar del Artico europeoi
Hacer la presencia de uno significativa no consiste solamente en
un elemental intercambio de favores. N o consiste sólo en hacerlos y en
saber recibirlos, creando así un denso tejido de reciprocidades ordina­
rias. Consiste en algo más, y esto ya fue apuntado por Malinowski en
su introducción a Los argonautas (1986). Ese tejido de reciprocidades
se basa, en realidad, en una fina sensibilidad para captar los deseos y las
aspiraciones de esas personas, qué es lo que en concreto ellos estiman
importante, aquello por lo que merece la pena vivir.
Hacer la presencia significativa quiere decir, también, comportarse
con un sencillo supuesto de dignidad interpersonal. No sólo ni funda­
mentalmente esa gran dignidad que se predica en la Declaración uni­
versal de derechos humanos y que tiene como sustrato un concepto
universalista e individualista de igualdad entre todos los seres humanos;
sino la aún más grande pero concreta dignidad que se basa en el respeto
a la diferencia. Un día (mejor dicho una noche), volviendo de una se­
sión del Parlamento Sami situado también a más de cien kilómetros del
lugar donde yo residía, atropellé a un reno. En parte por el accidente,
que pudo haber sido fatal, y en parte por mi total desconocimiento
de qué hacer en esa situación, llegué a pedir refugio a la casa de una
amiga. N o sólo me consoló en mi ataque de desesperación, sino que me
indicó lo que debía hacer en la práctica: denunciar el atropello al día
siguiente en la oficina de la policía local. Mi cuerpo me pedía huir de
la situación; y, si me hubiera dejado llevar por mi propia sensibilidad,
habría ocultado lo sucedido, que yo estimaba como un grave atentado
contra la propiedad del ganado. N i se me hubiera pasado por la cabeza
acudir a la policía. Sin embargo, decidí seguir el consejo de mi amiga. Al
día siguiente, en la misma oficina de policía me encontré con la persona
cuyos renos merodeaban por la zona del atropello y que presumible­
mente era la propietaria del animal. Allí recibí una lección de esa clase
de dignidad, cuando me mostró su agradecimiento por haber seguido
la elemental regla local de denunciar: de ese modo él podría cobrar el
seguro del animal y la persona que me alquilaba el coche podría a su vez
quedar libre de toda obligación por el accidente. Pasé esa noche, antes
de poner la denuncia, sumido en temores irreales que emanaban de mis

65
ÁNGEL DÍAZ de r a d a

propios fantasmas morales, ésos que se nutren del desconocimiento de


una regla básica: la gente suele convivir en mundos mucho más razona­
bles de lo que uno supone desde su sociocentrismo ético.
Esta dignidad de la que hablo tiene también una dimensión analíti­
ca. Esas personas estudian su propia realidad, la analizan reflexivamente
y escriben, muchas veces en sami, otras veces en noruego o en inglés,
sobre su mundo y otros mundos. Mi conocimiento de la lengua sami y
del noruego me ha abierto una valiosa ventana a ese mundo intelectual,
enormemente rico, que incluyo de forma decisiva en las bibliografías de
mis propias publicaciones; y que, por el momento, en un caso puntual,
me he decidido a traducir (Joks, 2006). Esas personas escriben textos
que no pueden ser pasados por alto en ninguna indagación analítica.
Nuevamente, sólo un residuo de la vieja relación colonial puede llevar
a ignorarlos.
Hacer la presencia de uno en el campo significativo implica, ade­
más, construir en la medida de lo posible un rol práctico, una tarea con
sentido local. Yo lo hice en este campo al ofrecerme como profesor de
español. En una de mis estancias llegué a tener más de treinta estudian­
tes en una población de tres mil habitantes. Pensé que enseñar español
podría serles inmediatamente útil para mejorar sus vínculos con el «in­
digenismo» internacional, aunque muchos de esos estudiantes acudie­
ron a mis clases por muy diversos motivos, en muchos casos imprede-
cibles. M e conformo con saber que algo aprendieron, algo concreto e
inmediatamente tangible, y que mi presencia allí fue en algún sentido
útil, más allá de mis quiméricos y futuros propósitos de comprensión
analítica.
Además de hacer localmente significativa la presencia en el campo,
forma parte de este conjunto de bagatelas de moralidad ordinaria, por
fuerza incompleto, el compromiso con la más adecuada interpretación
de las palabras y las acciones de las personas en el campo. Recuerdo
una entrevista con un político local en la que yo estaba interesado en
conocer su opinión sobre la existencia de los diferentes niveles político-
administrativos. Para quienes consideran relevante ser «sámi» y lo tra­
ducen inscribiéndose en el censo electoral sami (sámi jienastuslohku),
existen en Noruega cuatro niveles político-administrativos: el munici­
pio (suobkan), la región (fylka), el Parlamento Sami (Sámediggi), y el
Parlamento y Gobierno noruegos (Stuoradiggi, Eiseváldi). En ese mo­
mento, a mí me cuadraba mejor con mi interpretación de la política
local que este político concreto me mostrase su disconformidad (y la
de su partido) con la existencia del nivel regional; y que se inclinase
por entender que el Parlamento Sami podría suplir sin problemas, al

66
LOS A N C L A J E S MORALES DE U N A EXPERIENCIA ETNOGRÁFICA

menos en la región de Finnmark, la gestión encargada al gobierno re­


gional4. Lo cierto es que él se inclinaba hacia esa interpretación, pero
con esta advertencia: Mun jáhkange. Muhto mun in nu vu_ola_at dán
studeren. Muhto dát lea goit, dát lea goit máid mun nie jurddasan go...
go juo jearat dán («Eso creo, pero no he estudiado esto con mucho
fundamento. Pero, en todo caso... en todo caso eso es lo que pienso,
puesto que lo preguntas»). Escuchar lo que dicen las personas en el cam­
po es prestar una fina atención a estas sutilezas de la comunicación or­
dinaria, que precisamente cualifican al trabajo de campo antropológico
como una potente metodología de lo concreto y de lo complejo. En mis
diarios son muy frecuentes estos avisos para navegantes, en los que las
personas, como en este caso, advierten de modalidades tentativas en
cuanto a su opiniones o juicios; modalidades de opinión o de juicio que
sólo son comunicadas como procesos formativos, en curso, «puesto
que tú me lo preguntas». Debemos saber escuchar estas modalidades
expresivas porque en ellas se encierra lo que esa persona dice o hace. No
deberíamos suponer, al menos en lo que se refiere al registro de sus pala­
bras o acciones, que nosotros somos sus autores primarios. Pero también
debemos escucharlas porque en ellas se encierra el tesoro del proceso
sociocultural, es decir todo aquello que, en el fluido de la vida en curso,
en el discurso cultural, puede conducir a la puesta en duda de nuestros
previos prejuicios estructurales (Díaz de Rada, 2008).

Hasta aquí una pequeña muestra de algunas bagatelas de la moralidad


ordinaria para dar que pensar sobre un único precepto que estimo por en­
cima de cualquier otro: en el trabajo de campo se trata de y con personas.
Como cualquier precepto moral, éste, además de ser discutible no tiene
otra justificación que la que le queramos dar, ni otra solidez que la que se
alcance en nuestro acuerdo comunicativo. Sin embargo, no me resisto a
sugerir que este sencillo precepto es además enormemente productivo en
términos analíticos. Es decir, no sólo contribuye a hacer de nosotros me­
jores personas (que eso seguramente es imposible), sino también mejores
investigadores. No importa cuánta información concreta podamos «per­
der» al conceder prioridad e este principio (aunque hay que recordar que
no la teníamos), tratar a las personas del campo sencillamente como tales

4. Esta duplicidad institucional de la Fylke y el Sámediggi encierra en realidad enor­


mes problemas de política nacional y étnica, parte de los cuales se han puesto en eviden­
cia en el proceso de elaboración y promulgación de la denominada Ley de Finnmark
(Finntnarkslov: Finnmárkku Láhka, Storting 2004-2005). En ella se establece el estatuto
jurídico de propiedad y gestión de las tierras y las aguas en la región.

67
ÁNGEL DÍAZ DE R A D A

contribuye enormemente a mejorar nuestra aprehensión de los procesos


concretos de la identificación local. Esos procesos configuran el subtexto
analítico de cualquier etnografía, pero muy especialmente de aquéllas
que, como la mía propia en Sápmi, tratan directamente con problemas
de identificación y etnicidad. He expresado ya en otro texto esta idea:
«lEn mi trabajo de campo] tomé conciencia de que la alteridad radical no
es sino una ficción improductiva; y descubrí que el valor de las personas
de nuestro campo no radica en ser ‘otros’, sino sencillamente en que son
seres humanos» (Díaz de Rada, 2008: 202).

INTERSUBJETIVIDAD

Estoy manejando aquí dos ideas que pueden sonar contradictorias. Por
una parte, estoy insistiendo en la intersubjetividad como proceso uni­
versal en el que se cimientan los mundos morales, y eventualmente los
acuerdos acerca de la buena vida. Por otra parte, estoy insistiendo en que
los juicios morales no tienen más fundamentación que el juicio propio, ni
más solidez que su comunicabilidad y su fuerza de convicción. El prime­
ro es un enunciado universal de carácter empírico y analítico, no moral,
y pertenece a la familia de enunciados antropológicos acerca del Homo
Sapiens Sapiens. Lo que predica ese enunciado es que los seres huma­
nos, al entrar en copresencia, entran inevitablemente en comunicación
(Watzlawick et al., 1985; Giddens, 1984,1987) y se construyen recípro­
camente como sujetos en el ir y venir de sus acciones, gestos y mensajes.
Este primer enunciado es, pues, del mismo tipo que los siguientes: cual­
quier miembro de nuestra especie puede usar el lenguaje verbal, cualquier
miembro de nuestra especie puede caminar sobre sus dos pies, cual­
quier miembro de nuestra especie puede tocar la punta del índice de su
mano con la punta del dedo pulgar de la misma mano. Enunciar, en este
sentido, que cualquier ser humano puede construir intersubjetivamente
sus formas de acción social, es apuntar hacia esa categoría general que
Schütz y Luckmann definieron como mundo de la vida (Lebenswelt):

Por mundo de la vida cotidiana debe entenderse ese ámbito de la reali­


dad que el adulto alerta y normal simplemente presupone en la actitud
de sentido común. Designamos por esta presuposición todo lo que ex­
perimentamos como incuestionable; para nosotros, todo estado de cosas
es aproblemático hasta nuevo aviso [...] (Schütz y Luckmann 2001: 25).

El segundo enunciado podría entenderse en contradicción con el


primero sólo a costa de suponer que, en él, la expresión «juicio propio»
LOS A N C L A J E S MORALES DE U N A EXPERIENCIA ETNOGRÁFICA

alude a una realidad exclusivamente individual. Pero esto no es nece­


sario. «Juicio propio» es, aquí, el juicio que sostiene un individuo-en-
relación con otros, en un concreto escenario social.
Ambos enunciados dejan de ser contradictorios tan pronto como in­
troducimos la idea de proceso. En el terreno de la reflexión sobre la m o­
ral, introducir la idea de proceso significa renunciar a dos cosas al mismo
tiempo, que no por casualidad se desvanecen entonces conjuntamente:
el individualismo moral como idea extrema de reclusión de los juicios
morales en el interior de un único cuerpo biológico (Dumont, 1987;
Harris 1989); y la idea de una moral definitiva, plenamente conseguida
y acabada. Un ser humano concreto nunca es solamente un individuo en
estado puro. Esa persona se construye a cada paso de su acción social,
comunicativa, de forma intersubjetiva, y así construye también sus esce­
narios de convivencia, sus mundos morales.
Naturalmente, este punto de partida, que se asienta en un juicio em-
pírico-analítico, presenta diversos gradientes, de los cuales merece aquí
la pena destacar dos. En primer lugar, contra el ideal habermasiano,
ningún par de seres humanos concretos produce una intersubjetividad
libre de restricciones (Habermas, 2010)5. Toda interacción comunicati­
va implica estructuras previas en cuanto al poder de definición de la rea­
lidad social, o poder político. Toda interacción comunicativa es, en este
sentido fundamental, asimétrica. El hecho igualmente observable de que
esas estructuras de asimetría sean hasta cierto punto negociables no nie­
ga la condición asimétrica de las interacciones. Cuando las instituciones
que median en el intercambio comunicativo han alcanzado la suficiente
solidez histórica, incluso las apariencias de flexibilidad de los marcos de
poder suelen producir nuevas estructuras asimétricas, que pueden llegar
a apoyarse tácitamente en las anteriores (Foucault, 1992).
En segundo lugar, y muy especialmente en nuestro mundo contem­
poráneo fuertemente burocratizado, la interacción comunicativa difícil­

5. Aunque cito aquí la obra central de Jürgen Habermas Teoría de la acción comuni­
cativa, el supuesto de una comunicación «libre de restricciones» es fundamental en toda su
obra. Ese supuesto es básico para el experimento filosófico central de su trabajo: la demarca­
ción de las condiciones de posibilidad de una pragmática comunicativa universal (Habermas,
2010). Al referirme aquí a una posición contraria al ideal habermasiano quiero indicar sola­
mente que tal marco «libre de restricciones» es empíricamente improbable en la mayor parte
de las situaciones inter subjetivas de la vida humana. También quiero indicar que, si como
consecuencia de lo anterior, ya es dudoso que pueda alcanzarse un marco pragmático de in­
tersubjetividad universalmente válido, es decir, unas condiciones comunicativas de posibilidad
de una ética universalmente válida, mucho más dudoso es que pueda alcanzarse una semántica
ética (por ejemplo, una formulación lingüística de principios morales) con validez universal.

69
ÁNGEL DÍAZ de r a d a

mente puede entenderse en términos de mera copresencia inmediata


(Bourdieu y Wacquant, 1992). Entre un agente y su propia acción me­
dia una cadena de instituciones, que, como cuando un individuo se
enfrenta a la tarea de reconstruir su curriculum vitae para un puesto de
trabajo, intervienen en una construcción distalizada de su experiencia
proximal. La lejanía de esas instituciones en relación con la experiencia
concreta del agente puede ser extremada en el escenario que denomi­
namos globalización, de manera que pocas acciones humanas (desde la
aparentemente sencilla de tomar dinero de un cajero automático, hasta la
de contratar la revisión médica de un hijo o elegir para él una escuela)
incorporan una relación directa y sin mediaciones entre el agente y su
propia acción (Velasco et al., 2006). El mundo contemporáneo extrema
esta condición de la intersubjetividad. Buena parte de lo que sucede en la
inmediatez de .cualquier interacción proximal (lo que en la clásica socio­
logía constructiva se denominaba «interacción cara a cara») se incorpora
al diálogo concreto con formatos y códigos elaborados distalmente, lejos
del escenario concreto de las acciones en el aquí y ahora.
Estos gradientes confluyen, junto con otros, en la etnografía como
práctica dialógica. Desde la intervención de los enormes esquemas asi­
métricos de la lógica colonial hasta los pequeños, ínfimos detalles que
pueden llevarte a escribir en el diario expresiones como la siguiente:
«Biret me ha pedido la traducción al español de un carta, con la can­
tidad de diario que llevo atrasado». La doble agencia penetra así en la
moralidad de la práctica ordinaria como una tensión entre la recipro­
cidad interpersonal y las obligaciones de la academia, una tensión más
en el prolífico juego de tensiones que configura la investigación etno­
gráfica (Velasco y Díaz de Rada, 1997). La lógica del etnógrafo prescribe,
para el éxito de su empresa, una radical separación entre el campo y
la mesa de trabajo, dos sentidos de la acción que han de ser higiénica­
mente separados y en la medida de lo posible deformados del lado de
la mesa; pues un etnógrafo es ante todo un académico, es decir, alguien
que puede en el extremo prescindir de las empatias del campo, pero en
ningún caso de sus obligaciones analíticas (Wolcott, 2003). La práctica
etnográfica se configura, en cambio, con grandes zonas grises entre
esos espacios pretendidamente separados: fragmentos del registro, o
del análisis, que a uno le recuerdan que trata con personas y no sólo
con información o saber; momentos de la experiencia de campo en
los que uno mira, casi despiadadamente, únicamente a través del filtro
instrumental de las propias categorías analíticas.
Sea como sea, lo único que tienes —creo yo para ti, que lees este
texto— es un proceso moral siempre en construcción; y en relación con

70
LOS A N C L A J E S MORALES DE U N A EXPERIENCIA ETNOGRÁFICA

él, como proceso concreto, de poco sirve ignorar que lo que obtienes,
es decir, lo que no tenías antes de acudir al campo y ahora tienes en ese
alijo de conocimiento que denominamos «datos», depende crucialmen­
te de quienes te lo entregan.

GRANDES PRINCIPIOS

Así pues, aunque creo en la evidencia de la universalidad de la inter­


subjetividad, no creo en la posibilidad de fundamentación racional de
una moral universal y, mucho menos, definitiva. Creo que cualquier
orden moral es un orden situado (Díaz de Rada, 2007c), y que ningún
rodeo o atajo filosófico puede evitar esta cruda realidad. Creo tam­
bién, en consecuencia, que la única moralidad útil es la que se construye
en el diálogo intersubjetivo. Si hay algún espacio para la racionalidad, en
el sentido que Habermas concedió a esta palabra pero, como he indi­
cado, en parte en contra de sus propias opiniones, ése es el del diálogo
situado entre interlocutores, el del diálogo próximo, en constante reno­
vación. Michael F. Brown lo ha expresado virtuosamente en un reciente
ensayo de revisión del concepto de «relativismo cultural»:

Los principios morales que ofrecen los universalistas tienden a ser lo su­
ficientemente abstractos como para flirtear con la trivialidad; como en la
expresión «cualquier sociedad sostiene que la vida humana es sagrada y
no puede ser quitada sin justificación». No se trata exactamente de que tal
enunciado sea incorrecto, pero en todo caso no es particularmente útil,
dado el rango de circunstancias que pueden ser cualificadas como justifi­
cación en diversos escenarios culturales. Una aplicación contextualmente
sensible del derecho natural requeriría heroicas proezas de casuística para
incluir las variadas circunstancias del género humano. Sospecho que el re­
sultado empezaría a parecerse mucho al relativismo (Brown, 2008: 368).

La única propiedad universal de la acción humana —en lo que a


moral se refiere— es su construcción situada, intersubjetiva y relacional,
en condiciones concretas de asimetría política y, especialmente en nues­
tro mundo contemporáneo, de mediación burocrática. Esta propiedad
se asienta sobre otra más básica: la acción moral humana es inevita­
blemente convencional. He discutido en otra parte este mismo asunto,
a propósito del establecimiento de una edad penal para los menores
(Díaz de Rada, 2003): esa edad será siempre fruto de un pacto inter­
subjetivo. Podrá o no estar informada científicamente, analíticamente,
técnicamente, instrumentalmente (Díaz de Jlada, 1996); fundamentada

71
ÁNGEL DlAZ DE R A D A

en discursos de «expertos» con pretensión de universalidad. Con todas


las ventajas prácticas de tal fundamentación —que puede haberlas, sin
lugar a dudas— nada impedirá que la fijación de esa convención conten­
ga un inevitable depósito de pacto intersubjetivo, inexplicable en térmi­
nos diferentes de los del mero ejercicio de comunicación y sociabilidad
humana. N ada lo impedirá, ni cuando se trata de los legisladores que
deben fijar esa edad penal ni cuando se trata de los jueces que deben
aplicar su doctrina. Pero la aprehensión instrumental del mundo social
de la vida (Díaz de Rada, 1996) tiene tal fuerza en nuestra tradición
intelectual que la moral universalista parece habernos encandilado con
el brillo de la piedra filosofal. Una moral fundamentada umversalmen­
te, declarada como tal, parece prometer una solución final al problema
básico de la vida humana: vivir con otros, convivir. Yo creo que, por el
contrario, la pretensión de construir una moral universal es inevitable­
mente aporética y en mi opinión (moral) haríamos bien en reconocerlo
así, de una vez por todas y ponernos manos a la obra con las consecuen­
cias prácticas que de ello se derivan.
Algunas de esas aporías se han hecho evidentes en los discursos an­
tropológicos de las últimas décadas (y también en otros discursos). Si
se sostiene el valor moral positivo de cada universo de convenciones
sociales (aún en el caso de que tal insularismo sea convincente, que
generalmente no lo es), entonces ¿hay que sostener el valor moral posi­
tivo del imperialismo occidental? (AAA, 1947; Steward, 1948; Barnett,
1948). Si se sostiene que la moral «occidental» es superior porque se
funda en un refinado y avanzado sistema gnoseológico, entonces, ¿he­
mos de asumir que el único sentido de la ciencia social es la producción
de verdad, en lugar de, por ejemplo, la producción de crítica?6 (contra
Washburn, 1987), ¿hemos de creer que la verdad conduce a la bondad?,
¿hemos de creer que sólo los sabios tienen el derecho de un ejercicio
moral y por tanto político? ¿Seremos entonces clasistas para evitar ser
inmorales? Si se predica que la indagación antropológica puede con el
tiempo ofrecer un auténtico mapa de principios morales universales,
empíricamente fundado (Renteln, 1988), ¿habremos de sostener el va­
lor positivo del crimen, que es uno de los universales más universales
en nuestra especie?

6. Debo esta formulación al profesor Honorio Velasco, que la expresó literalmente


en el seminario que cito en la nota de agradecimiento. Naturalmente, la producción de
crítica puede no colisionar con la producción de verdad; pero desde luego que también
puede hacerlo. En la indecidibilidad de esta problemática radica esencialmente la aporía
a la que aquí me refiero.

72
LOS A N C L A J E S MORALES DE U N A EXPERIENCIA ETNOGRÁFICA

¿Es necesario, para producir una moral que nos gusta, con la que
nos sentimos identificados y que nos ayuda a convivir, que ésta se en­
cuentre sustentada en cosas como el relativismo moral (una idea uni­
versalista), la verdad analítica, o el empirismo factual? En mi opinión,
no. N o lo es. En esos tres pilares no se encierra ninguna piedra filoso­
fal, porque tal piedra filosofal no existe. La moral se construye dialo­
gando y llegando a pactos convencionales, siempre provisionales, en
el enrevesado camino de la vida práctica, poblado de bagatelas y de
delicados ejercicios comunicativos. La moral, en una nueva expresión
de Michael F. Brown, o es una moral dialógica (Brown, 2008: 369),
o es un simple discurso de grandes principios con una muy escasa uti­
lidad práctica.
Forma parte de nuestra tradición intelectual ese momento histórico
crucial en el que los expertos de la ONU, redactores de la Declaración
universal de derechos humanos, pidieron la opinión de la Asociación
Americana de Antropología. La respuesta vino de la pluma de Melville
J. Herskovits que redactó un contundente alegato de relativismo cul­
tural llevado en volandas, por la propia situación comunicativa, hacia
el relativismo moral (el que respondía era «antropólogo», pero los que
preguntaban eran «políticos»). Ninguna sociedad concreta tendría, a
juicio de Herskovits, la exclusiva capacidad de promulgar una D ecla­
ración universal de derechos humanos, pues cada sociedad conforma
su propio horizonte moral (AAA, 1947). H a llovido mucho desde en­
tonces. H oy en día la antropología ofrece un variado rango de posicio­
nes frente a este problema7, en un terreno en el que — como en tantos
otros— es muy sencillo caer en la tentación de las exageraciones, las
interpretaciones torcidas y los golpes bajos (Brown, 2008). En general,
a mí me caben pocas dudas de que tanto Herskovits como sus críticos
han intentado hacer lo humanamente posible para resolver un proble­
ma que, desde mi punto de vista, no tiene solución (Steward, 1948).
Creo que Herskovits, como podría haber hecho cualquier otro, entró
al trapo de un reto eminentemente tecnoburocrático, respondiendo
con un universalista relativismo cultural (y moral), pretendidamente
fundado en el juicio experto de los antropólogos, a la petición igual­
mente universalista que le estaba haciendo Naciones Unidas: «Como
experto danos una respuesta eficaz para resolver de una vez por todas
el misterio de la moralidad, danos un instrumento que nos permita re­
solver para siempre estos incómodos problemas prácticos». Pero ¿qué

7. Entre otros lugares, puede encontrarse una bibliografía ilustrativa de este proce­
so de discusión en Goodale (2006) y en el ya citado artículo de Brown (2008).

73
ÁNGEL D Í A Z DE R A D A

hubiera pasado si Herskovits no hubiera entrado a ese trapo y, en lugar


de ello, hubiera dado la siguiente respuesta?: «N o daré mi opinión
sobre la Declaración universal que me envían como antropólogo, ni
como experto, sino como persona. Y no daré mi opinión sobre una de­
claración que pretende ser absoluta, a través de su universalidad. M is
colegas Alfred L. Kroeber y Clyde Kluckhohn distinguen claramente
entre ambas cosas (por ejemplo, en Kroeber y Kluckhohn, 1963: 351)
y convendría que ustedes también lo hicieran. Sí diré en cambio que la
mejor manera de llegar a lo más parecido a esa declaración universal,
es reunir a un representante legítimo de cada sociedad del planeta,
sentarlos a todos en torno a una mesa, y pedirles que, hablando, lle­
guen a algún acuerdo básico. Esto no puede ser un instrumento, al
menos no en el sentido de ayudar a llegar a conclusiones definitivas.
M ás bien, ese conjunto de representantes debería tener que reunirse
con carácter permanente, pues su materia de trabajo no es otra que la
explicitación de convenciones, es decir, acuerdos que pueden ser útiles
hoy e inútiles mañana».
Representarnos esta fantaseada respuesta de Herskovits es repre­
sentarnos una especie de escenario utópico, lo que de algún modo mues­
tra fehacientemente que, en asuntos de moral, nuestros anclajes son
realmente frágiles. Tal vez como personas sólo nos queden los anclajes
de esas bagatelas ordinarias; y no digamos ya como etnógrafos o an­
tropólogos. Por lo demás tender a institucionalizar un foro planetario
de debate moral, de la forma en que sea factible, me parece una tarea
urgente, para la cual la Declaración universal de derechos humanos será
sin duda un importante antecedente histórico.

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76
CONFLICTO DE INTERESES.
REFLEXIÓN SOBRE
UN TRABAJO DE CAMPO EN LA ESCUELA*

M a r g a r ita d el O lm o
Centro de Ciencias Humanas y Sociales
Consejo Superior de Investigaciones Científicas

INTRODUCCIÓN

Me gustaría introducir el tema del presente capítulo utilizando dos citas.


La primera procede del prólogo de un libro titulado en inglés The
Shadow Side ofFieldwork. Exploring the Blurred Borders between Ethno-
graphy and Life, que en español vendría a ser «La cara oculta del trabajo
de campo. Una exploración de los límites inciertos entre la etnografía
y la vida» escrito por Athena Malean y Annette Leibing. El prólogo lleva
por título «In the Shadow: Anthropological Encounters with Modernity»
y está firmado por Gillian Goslinga y Gelya Frank, quienes afirman:

El trabajo de campo ha sido definido precisamente como el uso de


una persona como herramienta de la investigación (Gosinga y Frank,
2007: XI)1.

La segunda cita a la que me refiero pertenece al libro de Karen


O ’Reilly Ethnographic Methods:

El trabajo cualitativo suele provocar cuestiones de ética que es necesario


abordar y la etnografía no es una excepción. Los etnógrafos nos trasla­
damos a las vidas cotidianas de la gente, hablamos con ellos, los observa­

* Este trabajo se ha realizado en el marco del proyecto de investigación «Estrate­


gias de participación social y prevención de racismo en las escuelas II» (FFI2009-08762).
La mayor parte del material procede de la monografía, aún manuscrita, Re-Sbaping Kids.
1. Todas las citas han sido traducidas por mí.

77
MARGARITA DEL OL M O

mos, les preguntamos, pensamos sobre lo que dicen, incluso escribimos


sobre ello, analizamos lo que hacen y algunas veces lo criticamos todo.
Es muy fácil pensar que todas estas actividades son inherentemente con­
trarias a la ética. Pero afortunadamente, en vez de abandonar la investi­
gación, estos problemas éticos provocan debates que han obligado a los
investigadores a ser más conscientes, estar mejor informados, mostrarse
más reflexivos y adoptar una postura más crítica con respecto a sus ac­
ciones, perspectivas y responsabilidades (O’Really, 2005: 59).

Mis razones para elegir estas dos citas para introducir el tema que
me propongo discutir a continuación vienen determinadas por el hecho
de que me parece que la primera resume admirablemente en una frase,
la situación: los etnógrafos somos investigadores que usamos personas
como herramientas. La segunda delimita con gran maestría la clase de
problemas que nuestro trabajo suscita: lo que hacemos en el trabajo
de campo son actividades intrínsecamente contrarias a la ética, pero
este hecho no nos conduce a abandonar el trabajo a los que seguimos
haciendo etnografía a pesar de ser conscientes de ello.
No quiero negar con esto la idea de que abandonar el trabajo sea una
respuesta ética y en este libro se incluye un capítulo en el que se aborda
precisamente este tema de una forma directa (véase López Rodríguez-
Gironés en este volumen), pero mi propósito aquí es el de poner encima
de la mesa algunos de los conflictos que mi último trabajo de campo me
ha suscitado y junto con ellos quiero presentar mis limitadas respuestas.
Soy consciente de que algunas de ellas, quizá las más relevantes, se han
quedado sin resolver; en estos casos sólo puedo ofrecer mi incomodi­
dad para transformarla honestamente en materia de reflexión.
He realizado mi último trabajo de campo a lo largo de los tres cursos
escolares 2005-2006, 2006-2007 y 2007-2008 en un Aula de Enlace de
secundaria de un colegio concertado de la Comunidad de Madrid en enero
de 2002. Un Aula de Enlace es una medida puesta en marcha por la Con­
sejería de Educación de la Comunidad de Madrid para iniciar la escola-
rización y facilitar la integración de los niños que vienen del extranjero
a nuestro país y se incorporan durante el curso escolar. En un Aula de
Enlace los estudiantes pasarán un periodo de hasta nueve meses apren­
diendo castellano e idealmente solucionando las lagunas académicas que
las Comisiones de escolarización hayan detectado, en grupos de hasta
doce alumnos y de ocho a doce años, si se trata de un Aula de Enlace de
Primaria, o de doce a dieciocho si hablamos de un Aula de Secundaria2.

2. He tratado este tema más extensamente en Del Olmo (2007, 2009).

78
REFLEXIÓN S O BR E UN T R A B A J O DE C A M P O EN LA E S C U E L A

M i trabajo de campo tenía dos ejes, el primero consistía en realizar


observación participante en la clase propiamente dicha, para lo cual he
compartido un día por semana con los chicos y las profesoras. El se­
gundo eje tenía la intención de entrevistar al personal técnico de la Co­
munidad de M adrid relacionado con esta medida. Por último, y con la
intención de emplazarlo en una perspectiva comparativa, he hecho una
exploración de programas semejantes en la ciudad de Viena (Austria)
y en Texas (Estados Unidos), pero no un trabajo de campo etnográfico
propiamente dicho.
Este es el contexto en el que se inscriben los conflictos de intereses
que tengo intención de explorar aquí con el objetivo de provocar a con­
tinuación una reflexión significativa sobre determinadas cuestiones de
ética que, en mi caso, se inscriben en el epígrafe de «Relaciones con los
estudiados» del Código ético de la Asociación Americana de Antropo­
logía (1998).

EL PROBLEMA DEL ACCESO AL TRABAJO DE CAMPO

Llevo trabajando en escuelas desde el año 2000, centrando mi atención


en los profesores desde el 2001 y en los estudiantes a partir del 2004.
Los contactos que he desarrollado a lo largo de estos años me han
permitido la posibilidad de visitar colegios y entrevistar a profesores
y estudiantes. Sin embargo, una vez que me propuse realizar un tra­
bajo de campo etnográfico de larga duración, las relaciones que tenía
establecidas me sirvieron únicamente para conseguir palabras amables
y promesas vagas, que invariablemente quedaban pospuestas hasta la
próxima reunión. Pero estas promesas nunca se materializaron en un
permiso definitivo para empezar mi trabajo de campo en un lugar con­
creto. Comprendo perfectamente que mi propuesta sólo podía ser per­
cibida como un proyecto intrusivo de dudoso objetivo, que requería
una estancia demasiado larga y con un fin incierto.
Después de varios intentos fallidos que siguieron el mismo camino
de buenas palabras, vagas promesas y un aplazamiento de mi entrada
en la clase hasta la próxima reunión, acabando en nada, pensé que era
necesario replantear el proceso de negociación aceptando que como
investigadora no tenía nada interesante que ofrecer a los profesores,
así que lo que necesitaba era cambiar el marco de referencia de la re­
lación.
Mi colega y amiga Caridad Hernández es un miembro del equipo de
investigación en el que yo trabajo. A difereñcia de mí, ella ejerce como

79
MARGARITA DEL OL M O

profesora en la Facultad de Educación de la Universidad Compluten­


se. Su Departamento tiene establecidos convenios de cooperación con
distintos colegios para que sus alumnos realicen las prácticas. En este
acuerdo voluntario, las escuelas reciben un suplemento extra de profeso­
res ayudantes para las aulas y los responsables de las mismas se muestran
menos suspicaces a este tipo de presencia, quizá porque no se sienten
juzgados por ellos o a lo mejor porque les importan menos sus juicios.
Se trata en todo caso de una relación desigual en la que los profesores
de aula mantienen una posición de poder clara frente a los profesores en
prácticas. En mi caso, la relación que se establece es mucho más ambigua
en términos de poder, o al menos más incierta. En este sentido, segura­
mente implica un riesgo demasiado difícil de calcular que no puede ser
compensado por lo que yo puedo ofrecerles a ellos a cambio (véase el
capítulo de Caridad Hernández en este volumen sobre su análisis de la
negociación de la entrada en el trabajo de campo).
El caso es que los acuerdos de la Universidad Complutense con las
escuelas siguen las normas de cualquier proceso social de intercambio
y los profesores saben qué esperar y qué recibir. Uno de los colegios;
involucrados en este convenio es la escuela en la que yo he podido rea­
lizar finalmente mi trabajo de campo, pero creo que es necesario señalar
también que se trataba de un colegio concertado en vez de uno público
(como era mi intención inicial) porque este hecho ha jugado un papel
importante a la hora de garantizar definitivamente mi acceso.
Un profesor de aula en un colegio público disfruta de una libertad
considerable a la hora de «hacer y deshacer» en su clase, y también de
una relativa independencia con respecto al equipo directivo. La direc­
ción de un colegio concertado juega un peso específico más importante
en el aula y la independencia del profesor se ve limitada en este sentido
con respecto a un instituto público. De manera que cuando se negocia
la entrada de un investigador en un colegio con un director o un jefe
de estudios, las dos figuras que en mi experiencia han resultado más
abiertas a mis propuestas, creo que sobre todo por el hecho de que no
son ellos los que me van a tener día a día en su clase, es más fácil que su
decisión resulte definitiva.
Al decir todo esto no quiero minusvalorar la generosidad de la pro­
fesora que finalmente me permitió hacer el trabajo de campo en su clase,
sino simplemente introducir un elemento importante a la hora de ana­
lizar las distintas dimensiones de mi papel, mi trabajo, y especialmente
sus consecuencias.

80
REFLEXIÓN SOBRE UN T RABAJO DE C A M P O EN LA E S C U E L A

C O N F L IC T O S D E IN T E R E S E S
P R O V O C A D O S P O R M I TR A BA JO D E CA M PO E N LA C LA SE

El Aula de Enlace en la que he realizado mi trabajo de campo pertenecía


a un colegio concertado madrileño del distrito de Latina, que junto con
el de Puente de Vallecas, es el que ha concentrado el mayor número de
Aulas de Enlace en la Comunidad (17 de un total de 137 para toda la
ciudad)3.
Este centro educativo está emplazado en un barrio de clase trabaja­
dora con una concentración de población inmigrante del 17,4% , se­
gún cifras del 20074. Las casas que rodean al colegio son en su mayoría
antiguos edificios de protección oficial que en los últimos años están
siendo renovados.
La escuela está constituida por dos edificios separados, uno para
los alumnos de Primaria y otro para los de Secundaria. Entre ellos se ha
construido recientemente un polideportivo rodeado de una alambrada.
Este colegio pertenece a una fundación no religiosa que es dueña de
otros cuatro más en barrios diferentes, y también de una escuela dedi­
cada a Garantía Social.
De acuerdo con la información que me ha facilitado la secretaria del
centro5, en las matrículas del colegio no aparecen registrados los alumnos
del Aula de Enlace (parece ser que tampoco los que pertenecen al Pro­
grama de Compensatoria), de manera que los estudiantes con los que yo
he trabajado son invisibles en términos de matrícula oficial. Este hecho,
aunque me sorprendió, creo que refleja perfectamente la posición que
ocupan estos alumnos en el sistema escolar.
La primera vez que entré en el aula, la tutora me presentó como
una profesora de apoyo. M e dijo que prefería hacerlo así para evitar
tener que dar complicadas explicaciones a las familias y yo respeté su
decisión, ya que, por fin, me ofrecía la posibilidad de empezar el tra­
bajo de campo después de tantos retrasos causados por el complicado
proceso de negociación de mi acceso. Soy consciente de que este he­
cho hubiera imposibilitado totalmente mi trabajo en Estados Unidos
o en Canadá, donde las instituciones a las que pertenecen los investi­
gadores les obligan a obtener un permiso escrito expresando explíci­
tamente el consentimiento de cada persona que vaya a participar en el

3. Consejería de Educación (2007). Los datos se actualizan anualmente.


4. Anuario estadístico (2007) http://www.munimadrid.es/UnidadesDescentraliza-
das/UDCEstadistica/Publicaciones/AnuEstadistico/.
5. Entrevista realizada el 20 de abril de 2007.

81
MARGARITA DEL OL M O

trabajo; cuando se trata de menores, el permiso lo tienen que firmar


sus tutores legales.
A lo largo de toda mi investigación he conseguido desarrollar unas
relaciones muy cordiales con la profesora responsable del aula. Ella ha
facilitado mi trabajo y me ha proporcionado cualquier información que
le he pedido; muchas veces me ha ofrecido voluntariamente lo que ella
pensaba que me podía interesar, aunque no siempre mis intereses coinci­
dían con sus expectativas. Me ha tratado con la misma flexibilidad que
utiliza con los chicos y siempre ha esperado que hiciera en el aula lo que
tuviese que hacer, aunque yo preferí siempre preguntar primero cómo
podía serle útil.
Nunca he tomado notas en la clase, con la excepción de alguna refe­
rencia que me facilitara el trabajo posterior de la escritura de mi diario
de campo, pero sí he dibujado esquemas dos veces por día del lugar en
el que nos sentábamos cada uno en la clase, puesto que aunque los sitios
están más o menos adscritos, los alumnos cambian muchas veces al día
de lugar para trabajar en grupos, por parejas o simplemente de acuerdo
a sus gustos en cada momento. M i presencia ha sido siempre un motivo
dé cambio de lugares: cuando no tenía que atender a un alumno en es­
pecial y podía sentarme donde quería, solía hacerlo entre las chicas que
generalmente me hacían un hueco en medio de dos amigas.
A pesar de que la profesora siempre me ha ofrecido las mayores fa­
cilidades para trabajar, creo que nunca ha tenido una idea clara de cual
era mi objetivo, excepto de una forma superficial: mis repetidos inten­
tos de explicárselo han resultado un fracaso estrepitoso. Y tampoco le
he resultado útil más que como una ayuda extra en clase o para pasarle
información sobre los cambios en el programa, ya que las modificacio­
nes que introducen las normativas anuales llegan al aula mucho después
de su publicación.
Para el resto de los profesores del colegio, el jefe de estudios y la
directora, yo era una antropóloga del CSIC que estaba haciendo una
investigación en el colegio, pero soy consciente de que la mayoría de
ellos, al menos al principio, me consideraban una profesora en prácti­
cas. De todas formas, mi estatus de investigadora ha servido en muchas
ocasiones de coartada para mi extraño comportamiento y siempre que
ha surgido un conflicto de intereses, el personal del centro se ha confor­
mado con dedicarme una mirada elocuente de desaprobación, pero casi
nunca ha hecho una objeción expresa.
Por otro lado, los chicos enseguida se dan cuenta de que yo no soy
una profesora, a pesar de que me hayan presentado como tal y me han
preguntado muchas veces sobre cuál es mi verdadero trabajo. Siempre

82
REFLEXIÓN SOBRE UN TRA BA JO DE C A M P O EN LA E S C U E L A

he tratado de explicárselo, pero es una tarea que me resulta práctica­


mente imposible, con ellos más que con los profesores. Los alumnos no
tienen una idea muy clara de qué es la investigación o para qué sirve un
investigador y qué se supone que debe hacer. He intentado siempre apro­
vechar cualquier situación propicia para explicarles, muchas más veces de
las que ellos han preguntado, y lo que suelo decirles es que me interesa
saber cómo funciona el Aula de Enlace, qué cosas están bien y cuáles no,
y que mi objetivo es conocer su opinión para tratar de cambiar lo que no
funciona. Invariablemente me contestan que funciona bien y que están
muy contentos, pero siempre tengo la impresión de que lo expresan de
una manera formal y casi mecánica. Por este motivo creo que es necesario
el trabajo de campo: compartir diariamente sus vidas me permite ver en
qué ocasiones se resisten, cuándo lo hacen y por qué.
Los alumnos siempre me han tratado con mucho cariño y respeto.
He desarrollado relaciones más estrechas con algunos y cuando entraba
en la clase, siempre se me tiraban literalmente al cuello para abrazarme.
Sólo las chicas, los chicos casi nunca se atrevían a tocarme. Son ado­
lescentes muy conscientes del género y del comportamiento apropiado
entre géneros, de manera que los más atrevidos y cariñosos me daban
dos besos formales.
Tengo la impresión de que los estudiantes de la clase «heredaban»
de unos a otros su relación conmigo. El programa está pensado para
que permanezcan en la clase seis meses como máximo, pero en los dos
últimos cursos escolares este periodo de permanencia se ha ampliado
a nueve meses. Sin embargo, la profesora prefiere que se incorporen
cuanto antes a sus cursos de referencia por lo que muy pocos suelen per­
manecer el periodo estipulado. A lo largo de los tres cursos académicos
de mi trabajo he conocido a 43 alumnos en la clase en grupos de doce.
25 eran chicos y 18 chicas. 14 procedían de Brasil, 13 de Rumania, 4
de China, 4 de Ucrania, 2 de Polonia, 2 de Marruecos, 2 de Bulgaria y
2 de la República Dominicana.
Según datos facilitados por la Dirección General de Inspección Edu­
cativa de la Comunidad de M adrid6, durante el curso 2006-2007, es
decir, el segundo año de mi trabajo de campo en la clase, había en la
Comunidad 113.198 alumnos nacidos en el extranjero y los lugares de
procedencia mayoritarios eran, por orden, Ecuador, Rumania, Marrue­
cos, Colombia, Bolivia, Perú, República Dominicana, China, Argentina
y Bulgaria.

6. Documentos consultados en la Subdirección General de Inspección Educativa


el 11 de mayo de 2007.

83
MARGARITA DEL OL M O

Al principio me costó mucho tiempo empezar a desarrollar una re­


lación cercana con ellos, pero una vez que lo conseguí, los chicos que
llegaban nuevos a la clase enseguida se incorporaban a la que los demás
mantenían conmigo, cada uno en su propio estilo. Su lealtad principal,
con alguna excepción, estaba dirigida sin lugar a dudas hacia la tutora
que funcionaba como su persona de referencia, pero a pesar de ello, mi
papel caía más fácilmente en un lugar ambiguo entre el del profesor y
los compañeros. Esta ambigüedad siempre me ha beneficiado a la hora de
lograr mi objetivo de analizar sus resistencias al programa, al sistema es­
colar en general y a las relaciones que los estudiantes desarrollan con los
adultos en el colegio, que siempre funcionan como figuras de autoridad.
Personalmente nunca he intentado ejercer este tipo de autoridad, de
forma que cuando la profesora me dejaba sola en la clase con los chi­
cos, normalmente se escapaban contraviniendo la norma del colegio,
pero nunca he sabido hacerles volver. Al principio lo intentaba, fun­
damentalmente porque me ponía en una situación difícil con respecto
a otros profesores del colegio que cuando oían el jaleo que los chicos
provocaban en el pasillo, sin ninguna dificultad les hacían entrar otra
vez en la clase. Cada vez que ocurría algo así, los profesores en cuestión
mostraban una sorpresa incómoda al verme a mí en la clase porque espe­
raban que, como mínimo, fuera capaz de mantenerlos dentro. Después
de algún tiempo conseguí desarrollar una confianza suficiente para que
su sorpresa no me molestara, de forma que disfrutaba de las ventajas
que me proporcionaba mi papel y era capaz de mantenerme en él cuan­
do implicaba consecuencias desagradables.
Otro tipo de conflictos me ha resultado más difícil de resolver a tra­
vés de mi papel ambiguo. Siempre que había un examen, los alumnos
esperaban que les «soplara». Esta situación siempre me ha resultado in­
cómoda y nunca he conseguido encontrar una respuesta satisfactoria. Era
consciente siempre de estar «de parte» de los chicos, pero por otro lado
no podía poner en peligro mi relación con la profesora. De manera que
algunas veces hice lo que los chicos suelen hacer en estas situaciones: so­
plar cuando la profesora no me veía. Muchas veces he tenido la suerte de
no saber las respuestas a las preguntas del examen y en la mayoría de las
ocasiones, la propia profesora ha resuelto el conflicto: ella misma acaba­
ba cediendo y dándoles las respuestas. Me he sentido cómoda cuando he
conseguido que los chicos llegaran a las respuestas con un poco de ayuda
por mi parte, pero francamente, no ha sido siempre así.
He tenido muchos menos conflictos personales cuando tenían que
ver con otros profesores del colegio, por ejemplo cuando he vagabun­
deado por los pasillos con algunos alumnos, generalmente alguna chica.

84
REFLEXIÓN SOBRE UN T RABAJO DE C A M P O EN LA E S C U E L A

Andar por el colegio sin un objetivo conocido por un profesor está ab­
solutamente prohibido y, a pesar de ello lo he hecho en muchas ocasio­
nes, con una excusa a mano por si éramos interpelados. Estaba clara mi
lealtad hacia los chicos en estos momentos, pero con la profesora del
aula las cosas no eran tan sencillas. Siempre he tratado de colocarme en
el lado de los alumnos, pero eso no significa que aprobase su compor­
tamiento. Como antropóloga se supone que tengo que dejar mi juicio
colgado fuera de la clase y utilizar únicamente el relativismo cultural
para aprender, a través del trabajo de campo, por qué la gente hace lo
que hace y cuáles son sus intereses.
Hablando en términos generales, se podría simplificar la situación
diciendo que había dos tipos de normas e intereses en juego y muchas
veces ambas entraban en conflicto, me refiero a las de los chicos (que a la
vez provocaban muchos conflictos entre sí) y las de los profesores (que se
supone son para beneficio de los alumnos). Como antropóloga no tengo
ningún problema en hacer esta distinción entre los valores de los chicos
y los de los adultos, generalmente identificados con los de los profesores.
Pero en algunas ocasiones era necesario aclarar mi postura con respecto a
las dos al mismo tiempo, y muchas veces en franca contradicción.
Sin embargo mis conflictos de intereses más profundos no han te­
nido que ver con las diferencias entre las normas de los chicos y las de
los profesores, sino con las que había entre ellos mismos. Aquí no podía
jugar la carta de mi lealtad hacia los estudiantes, puesto que ambas par­
tes del conflicto lo eran. En estas ocasiones he pretendido quedarme al
margen, pero no lo he conseguido siempre, especialmente en aquellos
casos en los que percibía que se estaban haciendo daño unos a otros.
El problema es que los chicos se hacen daño continuamente, princi­
palmente porque se trata de adolescentes que están aprendiendo sobre
los límites y también porque, como ocurre con cualquier relación entre
seres humanos, los intereses de unos entran a veces en conflicto con los
de otros y nos hacemos daño mutuamente. En estos casos he sufrido
como persona, pero también como antropóloga, porque sinceramente no
sabía qué hacer, echando mano del relativismo cultural en un momento,
para tratar de evadir el conflicto al siguiente y meterme de lleno en él
usando mis normas personales a continuación. En todos los casos me he
sentido inconsistente e insatisfecha y el único provecho ha sido conocer­
me a mí misma y explorar los límites de mi resistencia al sufrimiento.
El trabajo de campo en general me ha proporcionado suficientes
ocasiones para sufrir, y no sólo cuando los alumnos se hacían daño unos
a otros, sino cuando sentía que recibían un golpe más en sus machaca­
das vidas y que ese golpe tenía un efecto inmediato en sus esperanzas.

85
MARGARITA DEL OL M O

He entendido por qué las chicas que son populares e inteligentes, que
sienten que valen más fuera de la escuela que dentro, se dedican con
toda su alma a las fiestas y a ligar, jugando la carta de las relaciones
sentimentales demasiado pronto y demasiado peligrosamente. Ninguno
de los chicos que he conocido en el Aula de Enlace tenía la ventaja de
ser tan atractivo y popular, pero les he visto a veces comprender que
les resultaba más fácil encontrar un trabajo, cualquier trabajo, porque
entendían que iban a valer más así, al menos de momento.
Este tipo de situaciones, unido a la ocasión en la que una de las
chicas de la clase estuvo jugando con el hecho de pertenecer a una
banda latina, han sido las que me han resultado más difíciles en el tra­
bajo de campo. Y la única forma de soportarlas era volver a mi vida,
pero de esta manera sentía que les estaba fallando a los chicos, porque
de hecho les estaba fallando. M i responsabilidad como etnógrafa me
ha permitido estas huidas a cambio de la búsqueda de un tipo de reci­
procidad que fuera más allá.
Cuando hablo de reciprocidad me refiero al hecho de devolver a la
gente que involucramos en el trabajo de campo que nos ofrece sus pa­
labras y su afecto gratis, gracias a lo que los antropólogos construimos
carreras académicas confortables, interesantes y, en mi caso, hasta bien
pagadas.
Pero no me estoy refiriendo a los intercambios que ocurren durante
el trabajo de campo que, como toda relación social, están basados en
algún tipo de intercambio: una ayuda extra en la clase, la posibilidad de
acabar más deprisa los interminables ejercicios gracias a mi ayuda para
dedicarse a cosas mucho más interesantes como escuchar música, prepa­
rar la próxima fiesta, el próximo modelito o la novedad que introducía
en la clase mi papel rompiendo un poco la monotonía y el aburrimiento
durante un ratito, algo de información, un favor personal, un contacto,
algún libro, etcétera.
No me refiero a ninguna de estas cosas que yo he invertido en el in­
tercambio, sino a un marco de referencia distinto en el que nos podamos
colocar frente a frente a la gente con la que hacemos trabajó de campo y
que nos enfrente a nuestras diferencias, especialmente cuando pertene­
cemos a la misma sociedad, que es siempre el caso, a pesar de lo que las
circunstancias indiquen.
Pero voy a dejar mi argumentación suspendida en este momento para
retomarla al final del texto, porque me interesa introducir en la escena
ahora la otra parte de mi trabajo de campo de la que aún no he hablado.
Me refiero a mi papel entre las personas que han diseñado y puesto en
marcha el programa de las Aulas de Enlace en la Comunidad de Madrid.

86
REFLEXIÓN S O B R E UN T R A B A J O DE C A M P O EN LA E S C U E L A

CONFLICTOS DE INTERESES ENTRE LOS RESPONSABLES


DE LAS AULAS DE ENLACE

Puesto que el interés central de mi trabajo no eran los chicos, sino qué
consecuencias tenía en sus vidas la política de integración que ha puesto
en marcha la Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid, mi
trabajo de campo no se limitó al aula, sino que tuvo otro eje cuyo obje­
tivo principal era entrevistar a las personas de la Comunidad que tenían
una relación directa con la medida de las Aulas de Enlace, bien porque
hayan sido responsables del diseño o porque su trabajo tuviera que ver
con la puesta en práctica.
Al final me ha resultado más difícil entrevistar a estas personas que
conseguir un aula para realizar mi trabajo de campó, y mis dificultades
se pueden dividir, a grandes rasgos, en dos tipos.
El primer tipo tendría que ver con la gente responsable del progra­
ma, generalmente funcionarios públicos de categorías altas, rodeados de
personal diverso que limita el acceso a ellos. Cuando hablo del personal
que limita el acceso me refiero a secretarias, porteros y distintos tipos
de asistentes que siempre me indicaban que la persona que yo buscaba
estaba reunida o de viaje, que olvidaban pasar mis mensajes, perdían mis
correos electrónicos, los faxes e incluso las cartas que enviaba para
solicitar una cita con el funcionario en cuestión. Casi todas estas barre­
ras he conseguido salvarlas gracias a mi perseverancia, pero también al
estatus de investigadora que disfruto en el CSIC. Algunas citas me ha
costado un año y medio conseguirlas, pero finalmente nadie se ha negado
a concedérmelas. Desgraciadamente nadie me permitió grabar ninguna
de las entrevistas y cuando me han dejado consultar documentos, me han
permitido tomar notas, pero no hacer copias.
El segundo tipo de dificultades al que me he referido estaba relaciona­
do con otro tipo de funcionarios y trabajadores, cuyos puestos de trabajo
se encuentran directamente de cara al público y que son los que ponen
en práctica las decisiones y las regulaciones que deciden los anteriores.
El acceso a ellos siempre me ha resultado bastante sencillo, pero una vez
que explicaba los propósitos de mi trabajo, el hecho de pertenecer al
CSIC ha jugado en contra mía, porque invariablemente me referían a sus
superiores. Este obstáculo tiene que ver con el funcionamiento jerárquico
de la administración, ya que una vez identificado mi «rango» dentro de
la estructura, me dirigían a las personas que ellos identificaban como mis
interlocutores y hablar directamente con ellos me ha resultado práctica­
mente imposible. De alguna forma percibían que su trabajo podría sufrir
si hablaban francamente conmigo, así que no he insistido. Mi única posi­

87
MARGARITA DEL OL M O

bilidad ha sido la de conseguir entrevistas informales a través de personas


conocidas cuya relación mutua restauraba la confianza, pero incluso en
estos casos me han prohibido expresamente citar sus palabras.
Mis mayores problemas —o quizá debería decir mis mayores desen­
cantos, para ser más exacta— no han sido, sin embargo, las dificultades
de acceso ni los retrasos ni los esfuerzos para conseguir una entrevista,
sino que han estado relacionados con el papel de mi trabajo en relación
con el suyo. Como he dicho anteriormente, siempre me he presentado
como investigadora y, al igual que en el colegio, he tratado de explicar el
objetivo de mi investigación, dejándoles impresa una copia de mi memo­
ria y de alguna de las publicaciones relacionadas con el tema que hemos
ido elaborando en este proyecto y en otros anteriores. Además he tenido
un interés especial en aclarar que me hubiera encantado comentar, dis­
cutir, sugerir en materia de política de integración escolar y de hacerles
llegar nuestras conclusiones. Estas ofertas han sido bienvenidas siempre
con buenas palabras, pero nada más que eso: nunca me han llamado ni
han mostrado ningún interés por el trabajo que yo o el resto del equi­
po realizaba. Me daba la impresión de que lo mejor que podía hacer
era molestar lo menos posible e interferir en su trabajo y sus rutinas de la
forma menos intrusiva y más corta.
Después de este silencio y de otras experiencias desagradables a tra­
vés de otros proyectos, mis ya bajas expectativas sobre el efecto de la
investigación en el diseño o reformulación de la política de integración
educativa han sido borradas de un plumazo. Quizá la causa tenga que ver
con el hecho de haberme comportado de una manera demasiado naíve,
pero también puede deberse a la arrogancia de pensar que, como inves­
tigadora, tengo algo que decir a la sociedad y que la sociedad tiene el
deber de escucharme. En todo caso, creo que puede resultar interesante
partir de esta experiencia para ofrecer algunas preguntas para la discu­
sión: ¿cuál es el papel de una investigadora pagada por el Estado, como
es mi caso?, ¿cuáles son mis responsabilidades con respecto a la sociedad
en general y a la gente con la que trabajo en particular?, ¿para qué sirve
llevar a cabo un trabajo de diseño antropológico sobre la puesta en mar­
cha de una medida de política pública?, ¿solamente para publicar trabajos
académicos y que mi carrera individual se beneficie con ellos?
Todas estas cuestiones me vuelven a enfrentar directamente con el
tema de la reciprocidad. M e gustaría terminar mi argumentación ha­
ciendo un planteamiento final de mi trabajo desde esta perspectiva de
modo que sirva para abrir una reflexión.

88
REFLEXIÓN SOBRE UN T RABAJO DE C A M P O EN LA E S C U E L A

E N B U SC A D E LA R E C IP R O C ID A D D E L TR A BA JO D E CA M PO .
C O N C L U SIO N E S PARA U N D EB A T E

El tema de la reciprocidad ha sido el lugar al que me ha llevado mi


doble reflexión por ambos caminos, desde la escuela y las personas res­
ponsables del diseño y la puesta en práctica de la política. Y ha sido la
perspectiva a partir de la que he planteado mis conclusiones7.
Linda Tuhivai Smith ha escrito un libro muy provocativo titulado
Decolonizing Methodologies (Smith, 1999). Ella se refiere, como maorí,
a la investigación sobre los maoríes en Nueva Zelanda, pero creo que
sus conclusiones y sus desafíos son muy pertinentes aquí y en cualquier
trabajo de campo, porque siempre trabajamos con personas «nativas»,
aunque lo hagamos en nuestras propias sociedades.
Ella afirma y argumenta de manera agresiva, pero clara, y precisa
lo siguiente:

La investigación no es un ejercicio académico inocente y distante, sino


una actividad en la que hay mucho en juego porque tiene lugar en unas
condiciones sociales y políticas determinadas (Smith, 1999: 5).

Y un poco más adelante:

Existen varios modos de dar a conocer el conocimiento y asegurarse que


la investigación llega a las personas que han ayudado a que ésta sea posi­
ble. Dos de ellas, no muy utilizadas por la investigación científica, tienen
que ver con el hecho de «rendir cuentas» a y compartir el conocimiento
con la gente. Estas dos posibilidades tienen que ver directamente con el
principio de reciprocidad y de retroalimentación (Smith, 1999: 15).

M i propio trabajo de campo ha sido posible gracias a tres grupos


de gente, los encargados del diseño y la puesta en marcha de la medida
política, los profesores y los alumnos. Y para seguir este consejo, debo
«rendir cuentas» a y «compartir mi conocimiento» con todos ellos.
En el caso de los profesores mi respuesta ha sido incluirles como
socios en una red europea sobre Educación Intercultural financiada por
la Unión Europea8. El objetivo de esta red es trabajar juntos para hacer
propuestas de innovación en educación a través de la puesta en marcha

7. N o voy a tratar aquí las conclusiones, ya que el objetivo del presente trabajo es
un análisis de las implicaciones éticas de mi investigación.
8. IN TER NetWork, financiada por el Programa Comenius, actualmente en curso
(http://internetwork.up.pt/).

89
MARGARITA DEL O L M O

de la Educación Intereultural en las escuelas de los países participantes.


En este marco, las profesoras del Aula de Enlace con las que he trabaja­
do y la institución a la que pertenece el colegio participan como socios.
La red les proporciona los fondos necesarios para establecer los marcos
en los que podemos discutir, compartir y contradecir nuestras ideas con
respecto a cómo debe atenderse la diversidad en la escuela. Y lo hace­
mos como socios de igual derecho, evitando la relación desigual que
toda investigación establece entre el investigador y el investigado.
Con respecto al grupo de personas responsable del diseño y la pues­
ta en marcha de la medida política, estamos preparando la organización
de una reunión en el marco del proyecto en el que he realizado la in­
vestigación9, en la que podamos presentar nuestras conclusiones de una
forma sintética, clara y sencilla, en un formato que esperamos sea de
interés. El objetivo de esta reunión es doble. Por un lado presentar las
respuestas a n u e s t r a s preguntas, pero por otro, pedirles que compartan
las s u y a s . De esta manera pretendemos provocar un interés que ha pro­
bado ser muy escurridizo durante mi trabajo de campo.
Pero mi mayor deuda la he contraído con los chicos y chicas de la
clase. Y esta deuda es la más fácil de reconocer y la más difícil de pagar.
Es probable que a la mayoría de ellos no la vuelva a ver. Algunos han
vuelto a sus países de origen, muchos se ha marchado del colegio y todos
han dejado ya el Aula de Enlace. Por este motivo, mi única posibilidad
es pensar en los chicos de una forma genérica: como una categoría me­
tafórica elaborada a través de la ficción etnográfica y construida a partir
de unos retales que representan los alumnos y alumnas que estuvieron
en el Aula de Enlace y, por casualidad, se cruzaron conmigo.
Ni siquiera de alguna manera representan la totalidad de los alum­
nos que ha pasado por un Aula de Enlace, de la misma forma que un
trabajo etnográfico, como método cualitativo, no ha sido diseñado con
una pretensión de representatividad10. Los etnógrafos estamos acos­
tumbrados a esta limitación y hemos aprendido a vivir con la inco­
modidad de sus inevitables consecuencias. Pero, de todas formas, la
gente con la que trabajamos f o r m a p a r t e del grupo de población que
nos interesa y su comportamiento es suficientemente s i g n i f i c a t i v o para

9. Un proyecto I+ D del Ministerio de Educación y Ciencia titulado «Estrategias de


participación y prevención de racismo en las escuelas II», citado al principio de este trabajo.
10. He discutido esta cuestión en el Seminario Anthropology in the City: Methods,
Methodology and Theory que se celebró en el Departamento de Antropología de la Lon-
don School of Economics en septiembre de 2008, citado al principio de este texto. El
trabajo resultante de la reunión se publicará en un libro que está en preparación.

90
REFLEXIÓN SO BRE UN T R A B A J O DE C A M P O EN LA E S C U E L A

plantear las preguntas que hemos elegido a través de la investigación.


Creo que el tipo de trabajo que realizamos no es adecuado para r e p r e ­
s e n t a r , pero resulta una herramienta excelente para documentar cómo
vive la gente sus vidas diariamente y, como tal, personalmente me ha
proporcionado una ventana privilegiada para analizar cómo afectan
las políticas a los recursos que las personas tienen al alcance para to­
mar decisiones a la hora de conseguir lograr sus expectativas. Estas
expectativas se encuentran, a la vez, afectadas por las percepciones
que la gente tiene acerca de lo que la sociedad presenta como deseable
y no deseable.
En términos de reciprocidad lo que creo que puedo ofrecer a los
studiantes (a esta vaga categoría etnográfica de estudiante) y también
ios profesores, es un análisis detallado de lo que la medida política
omete y lo que realmente proporciona, y el porqué de estas diferen­
cias. Ello implica un proceso de reconocimiento, explicación y análisis
de los mecanismos que están actuando en contra de la promesa. O para
decirlo de una manera sencilla, lo que trato de explicar con mi trabajo
es por qué uno no puede conseguir el premio a pesar de haber seguido
todas las reglas del juego.
En otras palabras, para resumir en una frase las conclusiones de
mi trabajo, lo que éste pretende argumentar es por qué precisamente
los estudiantes inmigrantes que se incorporan al sistema escolar de la
Comunidad de Madrid con los niveles académicos más altos, los que
trabajan más duro, los que cuentan con las expectativas más ambiciosas,
que aprenden castellano rápidamente y cumplen todas las normas que
establece la medida política, no pueden alcanzar sus objetivos en igual­
dad de condiciones con respecto al resto de los estudiantes, a pesar de
que las aulas de Enlace tienen precisamente ese objetivo.
De esta forma trato de transformar mi trabajo en una etnografía crí­
tica, que ha sido definida en un libro que lleva este mismo título como
«Una etnografía convencional con una propuesta política» (Madison,
2005: 1). Y que más adelante aclara:

La etnografía crítica comienza con la responsabilidad ética de enfrentar­


se a un problema injusto en un dominio particular de la vida (Madison,
2 0 0 5 : 5).

Me gustaría concluir citando unas recomendaciones de esta misma


autora. Con ellas mi pretensión es hacer una contribución concreta al
debate sobre ética:

91
MARGARITA DEL OL M O

• ¿Cómo podríamos ser capaces de reflexionar y evaluar nuestro ob­


jetivo, nuestras intenciqnes y nuestro marco de referencia como in­
vestigadores?
• ¿Cómo podríamos predecir las consecuencias de nuestro trabajo y
evaluar nuestra capacidad potencial de producir daño?
• ¿Cómo podríamos crear y mantener un diálogo de colaboración con­
tinua en nuestra investigación entre nosotros mismos como investi­
gadores y los otros como sujetos de estudio?
• ¿En qué sentido es relevante nuestra historia específica con respecto
al significado más amplio y a la actividad general de la condición
humana?
• ¿Cómo puede contribuir nuestro trabajo de manera más significati­
va a la equidad, a la libertad y a la justicia en términos de en qué
lugar y con qué propuesta de intervención? (Madison, 2005: 4).

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

American Anthropological Association (AAA), 1998, Code of Ethics of the Ame­


rican Anthropological Association (Approved June 1998), http://www.aaa-
net.org/committees/ethics/ethcode.htm (última visita 29 de abril de 2009).
Anuario estadístico 2007, Madrid, Ayuntamiento de Madrid.
Consejería de Educación, 2007, Centros docentes de la DAT de Madrid capital
con Aula de Enlace. Curso 2007-2008 (información a 17 de diciembre de
2007). Documento accesible en la página oficial del Programa «Escuelas de
Bienvenida», y actualizado anualmente (http://www.madrid.org/dat_capi-
tal/bienvenida/ae.htm).
Del Olmo, M., 2007, «La articulación de la diversidad en la escuela. Un proyec­
to de investigación en curso sobre las ‘Aulas de Enlace’», Revista de Dialec­
tología y Tradiciones Populares, Madrid, CSIC, 62/1: 187-203.
Del Olmo, M., 2009, «Un análisis crítico de las Aulas de Enlace como medida
de integración», en M. Fernández Montes y W Müllauer-Seichter (eds.), La
integración a debate, Madrid, Pearson: 170-181.
Goslinga, G. y F. Geyla, 2007, «Foreword: In the Shadows: Anthropological
Encounters with Modernity», en A. Malean y A. Leibing (eds.), The Sha­
dow Side of Fieldwork. Exploring the Blurred Borders between Ethnography
and Life, Malden, MA, Blackwell Publishing: xi-xviii.
Madison, D. S., 2005, Critical Ethnography. Method, Ethics, and Performance,
Thousand Oaks, CA, Sage.
O’Reilly, K., 2005, Ethnographic Methods, Londres-Nueva York: Routledge.
Smith, L. T., 1999,DecolonizingMethodologies. Research andlndigenousPeoples,
Londres-Nueva York/Dunedin, Zed Books-University of Otago Press.

92
ANTROPOLOGÍA Y REPRODUCCIÓN:
LAS PRÁCTICAS Y/O LA ÉTICA*

D ia n a M arre
Universidad Autónoma de Barcelona

En la introducción del libro The Ethics o f Anthropology: Debates and Di-


lemmas publicado en 2003, su editora, la antropóloga británica P. Caplan
(2003), señalaba que en los años precedentes, especialmente desde 1997,
se había producido una «explosión discursiva» sobre aspectos éticos en
Occidente en diferentes ámbitos de la sociedad: la política, los gobiernos,
la economía, la educación, la universidad, la academia y las ciencias, la
antropología entre ellas (Caplan, 2003: 1-3).
Una «explosión discursiva» que se ha incrementado durante 2008
y 2009 en diferentes ámbitos: económico (con la crisis vinculada al
crédito y a los «activos tóxicos» pero, sobre todo, a las remuneracio­
nes percibidas por quienes se dedicaban a ello), político (por las causas
que llevaron a las guerras de Afganistán y, sobre todo, de Iraq, pero,
también, por el conocimiento del uso indebido de dinero público por
parte de parlamentarios británicos que condujo a la primera dimisión
de un presidente del Parlamento en los trescientos últimos años, por no
mencionar los distintos procesos judiciales en que se hallan inmersas
distintas figuras públicas españolas) y religioso (por la difusión de los

* Este artículo se realizó en el marco del proyecto de investigación «Adopción


Internacional y Nacional: perspectivas interdisciplinares y comparativas» (M ICINNC-
S02009-1463-C 03-01) financiado por el M inisterio de Ciencia e Innovación y del que
soy IP. Agradezco a Margarita del Olmo Pintado la invitación a participar en el seminario
sobre «Cuestiones de ética en antropología» y en esta publicación, su enorme paciencia
hacia mis dudas y demoras a la hora de terminar este capítulo, así como la detenida lectu­
ra y sugerencias realizadas sobre el mismo.

93
DIANA MARRE

resultados de diez años de investigación sobre los abusos a menores


cometidos en Irlanda [El País, 3 de junio de 2009; El Periódico, 21 de
mayo de 2009 y 3 de junio de 2009] por miembros e instituciones de la
iglesia católica, similares a casos denunciados también en Italia, Estados
Unidos o Australia).
Desde la perspectiva de Caplan, en el caso de la antropología, la
«explosión discursiva» relacionada con lo ético no tuvo que ver tanto
con la gestación, aceptación y adscripción a un código ético, inherente
a toda ciencia (no sólo las ciencias sociales), sino más bien con el hecho
de que la ética está en el centro o en el corazón de la disciplina antropo­
lógica, es decir, en las premisas con las que operan quienes la practican,
en su epistemología, teoría y prácticas; es decir, en todo eso que podría
resumirse en ¿para qué y/o para quién se hace antropología? Y, en ese
sentido, ¿necesita la ética de la disciplina ser repensada cada tanto tiem­
po porque cambian las condiciones de la existencia y el quehacer de la
propia disciplina? y/o ¿la ética es algo que depende de los diferentes
contextos en que se hace antropología? (Caplan, 2003: 3).
Como un intento de respuesta a esas preguntas y a lo que podría
estar sucediendo en la disciplina en España —reducción de los puestos
de trabajo en las universidades e ingreso de antropólogos y antropólogas
a otros ámbitos del mercado laboral, creación del Colegio Profesional,
aprobación del grado en Antropología, incremento de auditorías y con­
trol de calidad de las tareas inherentes a la profesión en el ámbito univer­
sitario, entre otras—, de lo cual, el presente libro podría ser un ejemplo,
hace tres décadas G. Appell (1978: 1, citado por Caplan, 2003: 5) señaló
que es precisamente cuando los límites de una disciplina se redefinen
cuando los discursos éticos se incrementan. Es decir, que los debates en
torno a la ética son parte del camino a través del cual quienes hacen an­
tropología procuran constituirse como una comunidad moral.
Escribir sobre antropología, reproducción y ética no es tarea sencilla.
Los antecedentes con los que es posible dialogar sobre antropología y
reproducción, antropología y ética o reproducción y ética son escasos.
Sobre antropología, reproducción y ética es imposible porque los ejem­
plos son inexistentes. Sin embargo, al mismo tiempo que considero que
no es una tarea sencilla, probablemente por eso mismo, creo que es im­
prescindible, al menos, intentarlo. Y eso es lo que me propongo hacer en
este trabajo: abordar el tema, al tiempo que reclamar su inclusión no sólo
en la agenda de la disciplina sino también en la de las prácticas sociales y
las regulaciones políticas de las «nuevas» formas de reproducción.
Comenzaré reseñando brevemente los antecedentes existentes so­
bre ética y antropología, antropología y reproducción, para hacer luego

94
ANTROPOLOGÍA Y REPRODUCCIÓN: LAS P R Á C T I C A S Y/O LA É T I C A

un breve recorrido por los cambios que han tenido lugar en la repro­
ducción en España, que la han convertido en uno de los primeros países
del mundo en procesos de reproducción asistida y adopción transnacio­
nal. Finalmente, procuraré responder — o agregar más preguntas— a
aquella que según Caplan (2003) resume la relación entre antropología
y ética: ¿para qué y/o para quién es la antropología?

ANTROPOLOGÍA Y ÉTICA

Cuando en 1959 se publicó uno de los primeros libros sobre antropo­


logía y ética (Edel y Edel, 1968 [1959]), los autores, una pareja com­
puesta por un filósofo y una antropóloga, dedicaron el primer capítulo
a «definir el campo».
Señalaron que la colaboración entre ambas disciplinas hasta entonces
había sido escasa, en la medida en que la filosofía se ocupaba de lo «que
debería ser», mientras que la antropología se ocupaba de lo «que es» y, si
bien era cierto que muchos de los datos etnográficos tenían una relación
estrecha con reglas o actitudes morales, o con sanciones y justificaciones,
o con la forma en que la moral opera en relación con la vida cotidiana,
pocas veces se había tenido en cuenta su relación con la ética en el ámbito
de la antropología.
Una afirmación que los autores constataron a través de la revisión
del índice general de American Anthropologist en el que durante el pe­
ríodo comprendido entre 18*8 8 y 1938 sólo hallaron cuatro referencias
a artículos sobre moral o ética. Esta tendencia se modificó entre 1938
y 1958 en que percibieron un mayor interés por cuestiones de ética a
través de temas vinculados a la conciencia y la culpa, a objetivos y valo­
res, o en torno a las ideas de justicia o de relativismo ético (Edel y Edel,
1968 [1959]: 4).
La necesidad de «definir o acotar el campo», en relación no tanto
con la antropología sino más bien con la ética, es decir, con qué enten­
dían por ética y qué la diferenciaba de conceptos cercanos como moral,
virtud, derecho, bondad, personalidad, pecado, sensación o, incluso,
conciencia, culpa o vergüenza (Edel y Edel, 1968 [1959]: 4) se vincu­
laba, entre otras cosas, a la necesidad y dificultad de diferenciar ética y
moral, algo que continúa sucediendo en la mayor parte de los trabajos
sobre antropología y ética.
En aquel trabajo pionero de 1959, esa dificultad quedó evidenciada
en su título Anthropology and Ethics. The Quest for Moral Understan-
ding (Edel y Edel, 1968 [1959]) y, de alguna manera, a lo largo de todo

95
DIANA MARRE

el texto en el que los conceptos y su carga semántica se superponen


permanentemente. Una dificultad que, como los propios autores mani­
festaron, también se vinculaba al hecho de que si bien todos sabemos
qué estamos diciendo cuando hablamos de moralidad, no nos ocurre lo
mismo cuando observamos otras culturas o sociedades o cuando hace­
mos trabajos comparativos. Es decir, cómo estar seguros de que lo que
tenemos en mente es lo mismo que tienen otras personas o que hemos
comprendido bien lo que traducimos en términos de moral familiar o,
lo que es lo mismo, a través de qué señal conoceríamos «lo moral» (Edel
yEdel, 1968 [1959]: 7).
Casi cuarenta años después, Caplan (2003) señaló que si bien ética
y moralidad son dos palabras que se utilizan frecuentemente de mane­
ra intercambiable, hay quienes las diferencian. Por ejemplo, el filósofo
Williams (1985, citado por Laidlaw, 2002: 316, a quien cita Caplan,
2003: 3) señaló que la ética es cualquier respuesta a la pregunta ¿cómo
debería uno vivir?, mientras que la moral supondría un tipo de contes­
tación que incluiría obligaciones morales, tales como reglas, derechos,
deberes, órdenes y culpas. Por otro lado, Pels (1999, citado por Caplan,
2003: 3) ha señalado que la palabra ética-tiene un «significado vacío»
que puede ser utilizado casi para cualquier cosa. Finalmente, Caplan
concuerda con Lévi-Strauss (citado por Shore, 1999: 124, citado por
Caplan, 2003: 4) en que la ética, tanto sus códigos como los debates
que la rodean, son «algo bueno con que pensar» porque esos pensa­
mientos informarán nuestras prácticas profesionales.
Aunque no tengo la intención de realizar un estado de la cuestión
sobre antropología y ética, ni tampoco una historia de la relación entre
ambas1, sí quisiera, aun a costa de reconocer que se trata de una perio-
dización basada en la antropología británica y norteamericana, siguien­
do a Caplan (2003), reseñar brevemente los distintos momentos por
los que ha pasado la relación entre antropología y ética en las últimas
décadas, sobre todo para conseguir una mejor ubicación del momento
en que se encuentra actualmente.

Antropología y ética en la década de los sesenta

En la década de los sesenta se produjo el final del imperio colonial bri­


tánico en Africa, mientras que Estados Unidos estaba inmerso en una
guerra en el Sudeste asiático y en movimientos internos sobre derechos

1. Para un estado de la cuestión sobre el tema ver Mills (2003); Caplan (2003: 28,
n. 5); Evens (2008).

96
ANTROPOLOGÍA Y REPRODUCCIÓN: LAS P R Á C T I C A S Y/O LA É T I C A

civiles. En 1968, la publicación académica norteamericana Current An­


thropology abordó el papel de la ética en antropología a través de tres ar­
tículos reunidos bajo el título «Simposio sobre Responsabilidad». En con­
junto, los textos analizaban la responsabilidad de los científicos sociales,
particularmente los antropólogos y antropólogas, el estatus de ciencia y
objetividad para la antropología, la antropología como consecuencia del
colonialismo, la relevancia de la misma en un mundo rápidamente cam­
biante y cómo desarrollarla relevantemente, si el trabajo de campo debe­
ría ser realizado fuera o dentro de la propia cultura, así como la naturale­
za del compromiso de los profesionales de la antropología hacia la propia
disciplina, la gente estudiada y los estudiantes (Caplan, 2003: 5-6).
Por lo que respecta a Gran Bretaña, si bien la reflexión fue más abun­
dante en la sociología que en la antropología, el antropólogo J. Barnes
publicó su primer trabajo sobre el tema en 1963 (Barnes, 1963). En
él analizaba en qué medida los parámetros de la antropología estaban
cambiando rápidamente en el contexto de la descolonización, así como
el papel del anonimato, el consentimiento informado y la ética de la
publicación, para señalar la dificultad de separar ética de política y re­
clamar la redacción de un código ético profesional para la antropología
británica que al menos recordarse a los etnógrafos que estos problemas
deben ser resueltos y no pueden ser ignorados (Sjoberg, 1967: 211,
citado por Caplan, 2003: 6-7).

Antropología y ética en la década de los setenta

La década de los setenta se caracterizó por las propuestas de reinven­


ción de la antropología a ambos lados del Atlántico. De acuerdo con
Caplan (2003 : 7-11), cuatro libros compuestos por un conjunto de ar­
tículos publicados durante la década —dos en Estados Unidos (Hymes,
1972) y Berreman (1981), uno en Gran Bretaña (Asad, 1973) y uno en
los Países Bajos (Huizer y Mannheim, 1979) reflexionaron y propusie­
ron formas de «reinvención» o «revisión» de la antropología desde una
perspectiva ética.
Para varios de los dieciséis contribuyentes reunidos en el libro de
Hymes (1972), Reinventing Anthropology, esa reinvención era —o de­
bía ser— tanto un proyecto personal como disciplinario, en el que la
ética debía responder al deseo de relacionar la antropología con el in­
cremento del bienestar de la humanidad.
Berreman (1981) —uno de los autores de los tres artículos publica­
dos en Current Anthropology en 1968—, si bien publicó un libro en los
ochenta, lo hizo con artículos escritos en los setenta en los que argumen­

97
DIANA MARRE

taba reiteradamente que la responsabilidad social y la ética profesional


constituían una obligación moral para quienes ejercían la disciplina con
el objetivo de crear una ciencia social honesta y humana, capaz de so­
meterse constantemente a la crítica de aquellos a quienes estudiaban,
sus colegas y los estudiantes.
Para los autores, mayoritariamente británicos, reunidos en el libro
de Asad (1973), la raíz de los problemas de la antropología estaba en
que aún no había sido capaz de analizar profundamente su relación con
el colonialismo y se preguntaban hasta qué punto éste había afectado
su desarrollo.
El más radical de los análisis fue la colección de artículos reunidos en
el libro de Huizer y Mannheim (1979), uno de los productos del Congre­
so de la International Union o f Anthropological and Ethnological Scien­
ces (IUAES) de 1973. En la introducción, Huizer señaló que si bien los
debates políticos recientes se habían centrado en la «cuestión ética», él
creía que era más importante preguntarse al servicio de quién o cuál es,
realmente, la función de la antropología o su propósito y cuál su utilidad
para la gente investigada. Para ello proponía una «antropología de la libe­
ración» (Huizer, 1979: 5, citado por Caplan, 2003: 10), renombrada por
él mismo en uno de los artículos del libro como «antropología acción», a
través de la «visión desde abajo» que proporciona la discusión en peque­
ños grupos para hallar soluciones a través de la participación de la gente
estudiada (Huizer, 1979: 406, citado por Caplan, 2003: 10).
Por último, hacia el final de la década de los setenta se produje­
ron dos hitos influyentes para la relación entre antropología y ética:
la publicación de Orientalism de Edward Said (1990), a partir del cual
los antropólogos y antropólogas nunca más pudieron volver a escribir
sobre el resto del mundo sin temor a ser acusados/as de alguna forma
de «orientalismo» y el surgimiento de la crítica feminista, que no sólo
llamó la atención sobre la desviación masculina de la antropología, sino
que también sugirió nuevos paradigmas que impidieron volver a anali­
zar la humanidad a través del estándar único masculino.

Antropología y ética en la década de los ochenta

La relación entre antropología y ética en la década de los ochenta estuvo


caracterizada, según Caplan (2003: 12-16), por el creciente impacto del
feminismo, el surgimiento del postmodernismo y una presencia laboral
creciente de antropólogos y antropólogas fuera de la academia.
Si bien surgió durante los setenta, el feminismo maduró teórica­
mente en la década de los ochenta y tuvo sus principales órganos de

98
ANTROPOLOGÍA Y REPRODUCCIÓN: LAS P R Á C T I C A S Y/O LA É T I C A

difusión en Signs en Estados Unidos y en Feminist Review y Womerís


Studies International Quarterly en Gran Bretaña. Se ocupó de diversos
temas relacionados con la ética en antropología, pero lo más signifi­
cativo fue su propuesta de análisis de las relaciones de poder entre
investigadores e investigados y lo relacionado con la «teoría del posi-
cionamiento» — el standpoint— , es decir, el lugar desde el cual se hace
etnografía.
El postmodernismo, por su parte, tuvo su máxima expresión en la
antropología de los ochenta en el libro de Clifford y Marcus (Clifford
y M arcus, 1986) Writing Culture dedicado a cuestionar «quién es el
autor» y «quién es la audiencia» de los trabajos antropológicos. En la
misma línea de pensamiento, el postmodernismo también reclamó para
la antropología mirar(se) (desde) su propio bagaje cultural, así como el
análisis de los efectos que había producido sobre las sociedades estudia­
das, en lo que coincidía con el feminismo. Otros/ás, sin embargo, seña­
laron que mientras el feminismo contribuía a señalar que había grupos a
los que escuchar — mujeres, minorías étnicas o sociedades coloniales—,
el postmodernismo parecía negar la importancia de la ética a cambio
de un relativismo que desdibujaba el centro o el discurso autoritario al
que oponerse.
En la década de los ochenta, una de las más prolíficas en cuanto a
producción sobre antropología y ética, se produjo un cambio en la pro­
fesión, tanto en Estados Unidos como en Gran Bretaña, a partir de la
insuficiencia de puestos de trabajo en el ámbito académico que resultó
en un mayor número de antropólogos y antropólogas trabajando en el
campo de la «antropología aplicada», lo que ha empezado a suceder en
España recientemente.
Paul Stirling lideró en Gran Bretaña el movimiento GAPP (Group
for Anthropology in Policy and Practice) que respondió a la antropolo­
gía social británica, argumentando que la antropología aplicada tenía un
estatus de segunda clase y proponiendo a antropólogos y antropólogas
que dejasen de ser «mandarines» para convertirse en «misioneros» que
emplean las herramientas de la disciplina para beneficio de la humanidad.
En la misma línea, en un artículo de 1984, Akeroyd reclamó, como antes
lo habían hecho Appell (1978) y Barnes (1963), que la antropología tenía
que desarrollarse con compromiso ético e intelectual.

Antropología y ética en la década de los noventa

La relación entre antropología y ética en la década de los noventa es­


tuvo caracterizada, desde la perspectiva de Caplan (2003: 16-19), por

99
DIANA MARRE

el surgimiento en Europa de lo que se ha denominado «identidades po­


líticas», de más larga tradición en Estados Unidos, acompañado de la
importancia creciente de un discurso sobre derechos humanos, el cre­
cimiento de la globalización y los cambios profundos acometidos en las
instituciones occidentales de educación superior a partir del impacto de
lo que se ha denominado «nuevas formas de conducción o gerencialis-
mo» y la denominada «cultura de la auditoría».
Las políticas identitarias en Europa emergieron como resultado de
la caída del muro de Berlín en 1989, produciendo en algunos casos
conflictos violentos como la guerra en los Balcanes entre 1991 y 1995
o el genocidio de Ruanda de 1994, por no mencionar los conflictos ét­
nicos e identitarios de «baja intensidad» existentes en diferentes países
europeos, España incluida.
Paralelamente, los discursos sobre los derechos humanos tuvieron
un desarrollo creciente que para la antropología plantearon el grave
problema de la pretendida universalidad, convirtiéndolos en un impe­
rativo categórico que chocaba con el hecho de que la «antropología
procura comprender el contexto de los intereses locales» (Hastrup y
Elsass, 1990: 301, citado por Caplan, 2003: 16).
A mediados de la década de los noventa, Current Anthropology publi­
có el debate «Objectivity and Militancy: A Debate» integrado por el artí­
culo de Roy D ’Andrade, «Moral Models in Anthropology» (D’Andrade,
1995), y el de N. Scheper-Hughes, «The Primacy of the Ethical. Propo-
sition for a Militant Anthropology» (Scheper-Hughes, 1995), sobre an­
tropología, «objetividad» y «ética o moral», con comentarios de Vincent
Capranzano, Jonathan Friedman, Marvin Harris, Adam Kuper, Laura
Nader, Tim O’Meara, Aihwa Ong, Paul Rabinow, y réplica de D ’Andrade
y Scheper-Hughes.
Desde la perspectiva de Scheper-Hughes, el rol de antropóloga y el
de companheira no son incompatibles, sino todo lo contrario. Para fun­
damentarlo comparó la antropología realizada en Estados Unidos y el
Reino Unido con la que se ha hecho en América Latina, Italia o Francia,
donde antropólogos y antropólogas se comunican con «la polis» y «el pú­
blico», y donde la antropología activa y comprometida políticamente es
percibida de una forma menos negativa. Por ello, Scheper-Hughes señala­
ba que dados los «tiempos peligrosos» que se viven, lo mejor es compro­
meterse y practicar una etnografía «suficientemente buena» que incluya
reconocer — en el sentido de dar reconocimiento— a nuestros sujetos.
La antropología, según Scheper-Hughes, debería insistir en una ex­
plícita orientación hacia «el otro», lo que requiere «testificar» o «atesti­
guar» vinculando a la antropología con la filosofía moral, mientras que

100
ANTROPOLOGÍA Y REPRODUCCIÓN: LAS P R Á C T I C A S Y/O LA É T I C A

reservaba la «observación» para las ciencias naturales. Al mismo tiempo,


consideraba que, el hecho de no involucrarse, constituía en sí mismo
una posición moral y un tipo de «ética» (Scheper-Hughes, 1995: 419).
Un debate, el de 1995, en el que resonaban los de la década de 1960 re­
lacionados con la base del conocimiento y la posición de antropólogos
y antropólogas.
También durante la década de 1990, en diversos lugares, pero funda­
mentalmente en Gran Bretaña y Estados Unidos, se produjo una institu-
cionalización de las auditorías, inspecciones, controles de calidad, selec­
tividad de las investigaciones y revisiones de la docencia en la educación
superior, con el objeto de asegurar los estándares y la «transparencia».
Algunos profesionales definieron al proceso como una forma de «auditar
las culturas» a través de principios éticos, entre ellos M. Strathern quien
reunió los artículos de doce autores en un volumen editado en 2000
al que tituló Audit Cultures. Anthropological Studies in Accountability,
Ethics and the Academy (Strathern, 2000).

Antropología y ética en los inicios del siglo x x j

La década del 2000, según Caplan (2003: 20), con el 11S, el 7J y el 11M,
la guerra en Afganistán e Iraq, el interminable conflicto palestino-israelí
y los conflictos latentes en Irán y Corea del Norte, plantea una situación
similar a la de los años sesenta cuando Estados Unidos y Gran Bretaña
estaban involucrados en diversas guerras en los lugares más remotos del
planeta, en relación con los cuales, la antropología no se distinguió ni por
la abundancia ni por la intensidad de sus intervenciones y opiniones.
Para exhortar a sus miembros a actuar como intelectuales públicos,
la Asociación Americana de Antropología propuso en 1971 los Princi­
pies o f Professional Responsability que, en líneas generales, se resumían
en lo señalado por N. Chomsky sobre que los intelectuales tienen la
responsabilidad de «hablar de la verdad y de las mentiras» (Chomsky,
1969: 325, citado por Caplan, 2003: 21).
Sin embargo, decidir qué es verdad y qué es mentira, al igual que
reconocer qué es o no ético en términos de la sociedad y de la cultura
en la que se trabaja, y no de la ética personal, sigue siendo lo suficiente­
mente complejo como para dificultar acuerdos mínimos.

ANTROPOLOGÍA Y REPRODUCCIÓN

Muchos autores coinciden en señalar que la adopción ha tenido, tradi­


cionalmente, un rol periférico dentro de la antropología (Bowie, 2004;

101
DIANA MARRE

Goody, 1969; Howell, 2006; Terrell y Modell, 1994) con escasa inves­
tigación directamente relacionada con el tema, a pesar de la existencia
de numerosas referencias a diversas formas de adopción y/o acogimien­
to en etnografías y monografías sobre diferentes culturas alrededor del
mundo. Se trata de una escasez, que se convierte prácticamente en au­
sencia hasta los primeros años del siglo xxi, si nos referimos más espe­
cíficamente a la adopción transnacional.
Una ausencia incomprensible si se tiene en cuenta que desde la adop­
ción pueden analizarse los sistemas de parentesco, los mecanismos de
movilidad social o las formas de transmisión de la propiedad (Terrell y
Modell, 1994). Un tema que, además, enraíza con conceptos centrales
de la antropología social y cultural como el de persona, familia, infan­
cia, raza, etnicidad, clase, nación, identidad o pertenencia.
Hay quienes han vinculado esa escasez y/o ausencia al declive que
tuvieron los estudios sobre parentesco durante la década de 1980, debido
a cierta forma de disolución de las fronteras que hasta entonces habían
definido estrictamente los campos de estudio de la antropología social en
económico, político, religioso y de parentesco (Carsten, 2000).
Un declive en los estudios de parentesco que había sido precedido
de una larga década de 1970, iniciada por el trabajo de D. M. Schneider
(1980 [1968]) y la primera traducción al inglés de la obra de C. Lévi-
Strauss sobre parentesco (Lévi-Strauss, 1969 [1949]), seguidas de una
singular producción bibliográfica sobre el tema, cuya intensidad y exten­
sión pareciera haber cerrado también Schneider con su trabajo de 1984
(Schneider, 1984).
Se trata de un declive de una década, cuyo final comenzó con las obras
de F. Ginsburg y R. Rapp (1991), M. Strathern (1992) y M. Bouquet
(1993) tras las cuales, la revitalización de los estudios sobre parentesco en
antropología se debió, en gran parte, a las «nuevas» formas de parentesco
y familias emergentes de la expansión de las nuevas técnicas de reproduc­
ción asistida, junto a las que o en el contexto de las cuales debe, desde
mi perspectiva, analizarse la expansión de la adopción transnacional en
España desde mediados de la década de 1990.
Durante esa década, muchos países europeos occidentales modifi­
caron sus leyes de reproducción asistida para incluir diversas formas
de reproducción: con material donado, subrogada (conocida también
como alquiler de vientres) y «otras formas de parentalidad social recons­
tituida» (Akker, 2001). Como consecuencia de ello, en algunos de esos
países, Noruega entre otros, las nuevas tecnologías de reproducción y
la adopción transnacional son consideradas ambas formas de repro­
ducción asistida, en la medida en que constituyen las opciones con que

102
ANTROPOLOGIA Y REPRODUCCIÓN: LAS P R Á C T I C A S Y/O LA É T I C A

cuentan las familias que no pueden concebir «normalmente» para re­


producirse (Howell y Marre, 2006). N o es el caso de España, cuya ley
de Adopción Internacional (54/2007) es, probablemente, la más inclu­
siva del mundo occidental en la actualidad según la cual, cualquier per­
sona puede adoptar si ha sido evaluada como apta para convertirse en
padre o madre adoptiva, lo que sucede en aproximadamente el 98 % de
las solicitudes en primera instancia y en la casi totalidad en la instancia
de apelación o en sede judicial.
M. Inhorn y Birenbaum-Carmeli (2008) han señalado que entre los
hallazgos de la antropología sobre las consecuencias de la utilización
de las tecnologías de reproducción asistida en los últimos treinta años,
está el hecho de que su sola existencia ha servido, hasta cierto punto,
para marginar formas alternativas de constitución de familias a través
de la adopción, en la medida en que las tecnologías de reproducción
asistida se han convertido para el parentesco euro-norteamericano de
base biogenética en la «solución natural» a la infertilidad (Inhorn y Bi­
renbaum-Carmeli, 2008: 182).
Asimismo, señalan las autoras, las tecnologías de reproducción asis­
tida han contribuido a una pluralización de las nociones de vinculacio­
nes de parentesco (relatedness), así como a una noción más dinámica de
«emparentamiento» (kinning) (Howell, 2003 y 2006) y del parentesco
como algo en construcción antes que naturalmente dado. De hecho, las
tecnologías de reproducción asistida también han introducido la ambi­
güedad y la incertidumbre en las relaciones de parentesco, incluidas las
categorías fundamentales de maternidad y paternidad (Collard y De
Parseval, 2007) a través de la incorporación de un amplio conjunto
de casi, semi o pseudo formas biológicas de parentesco (Inhorn y Bi­
renbaum-Carmeli, 2008: 182).
Las tecnologías de reproducción asistida han contribuido signifi­
cativamente también a diferenciar las distintas etapas y actores que
intervienen en la producción de un hijo o hija. Una diferenciación a
la que también ha contribuido la maternidad subrogada al «cuestio­
nar» el indisoluble vínculo que une a una madre con su hijo o hija,
deconstruyendo «la» maternidad en diversas maternidades: genética,
de nacimiento, adoptiva y subrogada, e incluyendo la probable exis­
tencia de varias madres «biológicas» para un solo hijo o hija (Inhorn
y Birenbaum-Carmeli, 2008: 182). Sin embargo, el hecho de que la
maternidad subrogada no haya sido reconocida legalmente en muchos
países del mundo, europeos incluidos (España entre ellos), y los di­
versos casos judiciales a que ha dado origen, dan cuenta de la difícil
aceptación que tiene toda forma de maternidad múltiple o pluri- o

103
DIANA MARRE

comaternaje (Collard y De Parseval, 2007; Inhorn y Birenbaum-Car-


meli, 2008: 182).
Finalmente, las tecnologías de reproducción asistida también cuestio­
naron la necesidad de la relación heterosexual para tener un hijo o hija
(Cadoret, 2003) al incorporar la figura del o la «donante» para quienes
contribuyen con el material genético reproductivo como ovocitos, semen
y/o embriones, permitiendo la maternidad y paternidad a parejas he­
terosexuales con dificultades para concebir, a mujeres solas y a familias
femeninas o masculinas del mismo sexo, si se suma en el último caso una
gestación subrogada (Inhorn y Birenbaum-Carmeli, 2008: 183).
La legislación española, a diferencia de lo sucedido en otros países,
ha mantenido desde la primera ley de reproducción asistida de 19882,
en las dos modificaciones parciales3 y en las reformas de 2003 y 20064,
la prohibición de la maternidad subrogada y el carácter anónimo de la
donación de material genético reproductivo, incluido embriones5, al
tiempo que ha dejado en manos de los equipos médicos la intermedia-

2. Ley 35/1988, BOE de 26 de noviembre de 1988, con corrección de errores en


BO E de 24 de diciembre de 1988, autorizaba la donación anónima de semen y gametos
sin fines lucrativos a Centros Autorizados.
3. La ley 35/1988 fue modificada por Disposición final tercera de la Ley Orgánica
10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal afectando a los artículos 20 y 24 y por
Sentencia 116/1999, de 17 de junio, del Pleno del Tribunal Constitucional afectando al
artículo 20.
4. Leyes 45/2003, BO E de 22 de noviembre de 2003, y 14/2006, BO E de 27 de
mayo de 2006.
5. El incremento del número de embriones sobrantes llevó, entre otras razones, a
la reforma de la Ley de Reproducción Asistida en 2003. La ley 45/2003 limitó a tres los
ovocitos que podían ser fecundados dentro de un mismo ciclo, autorizó la conservación de
semen durante toda la vida del donante y la de óvulos con fines reproductivos y la donación
de embriones sobrantes sólo con fines reproductivos. Cómo consecuencia de la entrada en
vigor de la ley, en octubre de 2004, un Centro de Reproducción Asistida lanzó un Programa
de Adopción de Embriones convocando a parejas o personas a adoptar embriones sobran­
tes de procesos de reproducción asistida cuyos propietarios no habían tomado ninguna
decisión sobre ellos, es decir, que los habían «abandonado», y hubieran pasado más de
cinco años congelados. A principios de septiembre de 2005 nació en Barcelona el primer
niño adoptado siendo embrión de una madre sola, de 41 años, que declaró haberlo senti­
do propio desde el momento en que se supo embarazada y también no estar preocupada
porque su hijo tuviera dos «hermanos» (nacidos de los embriones producidos al mismo
tiempo que el suyo) porque el equipo médico le había asegurado que era imposible que se
encontraran en toda su vida (El País, 3 de septiembre de 2005). Entre los interesados en este
Programa destacó desde el inicio un grupo de parejas italianas, en su mayoría con hijos,
que concurrían acompañadas por el sacerdote Oreste Benzi, presidente de la Comunidad
Papa Juan XXIII y «muy conocido en Italia por su labor a favor de los marginados sociales»
(http://www.cimaclinic.com/plantillas/plant_l l.asp?contenidoc=411& m enu=m 5).

104
ANTROPOLOGÍA Y REPRODUCCIÓN: LAS P R Á C T I C A S Y/O LA É T I C A

ción entre donantes y receptora asignándoles la responsabilidad en la


elección de donantes para que garanticen la máxima similitud fenotí-
pica e inmunológica entre unos/as y otros/as, así como las «máximas
posibilidades de compatibilidad con la mujer receptora y su entorno
familiar». Asimismo, la legislación también ha mantenido desde el prin­
cipio la prohibición de la maternidad subrogada en territorio español
—aunque se permite su inscripción registral cuando han nacido fuera
(El País, 10 de marzo de 2009)— por lo que muchas parejas y personas
han recurrido a ella, inicialmente en California y actualmente en India,
por sus costes más accesibles (Smerdon, 2008) —alrededor de 10.000
euros frente a los 25.000 o 30.000 de California— (El País, 3 de agosto
de 2008; El Periódico, 14 de junio de 2009).
Es evidente que el número de personas que hacen uso de las técnicas
de reproducción asistida se ha expandido singularmente. Sin embargo,
también lo es que las nuevas formas de reproducción son altamente estra­
tificadas y restringidas a las élites globales (Inhorn y Birenbaum-Carmeli,
2008: 179). Como sucedió antes —o sucede aún en otros lugares del
mundo— con la píldora anticonceptiva, el aborto por aspiración, la es­
terilización quirúrgica, la amniocentesis o el diagnóstico preimplantacio-
nal, las nuevas formas de reproducción no son accesibles para mujeres de
todas las clases, ingresos, profesiones y disponibilidad de tiempo. Como
me dijo una madre adoptiva de una niña de origen chino con la que hablé
en un encuentro anual de familias adoptantes en China en 2002 sobre los
tratamientos con técnicas de reproducción asistida:

La adopción es más barata y tiene resultados más seguros. Nosotros no


podíamos afrontar más tratamientos sin saber qué pasaría. [...] Para mu­
chas mujeres la adopción es su primera opción, por razones económicas,
pero también de disponibilidad de tiempo6.

Para otras, sin embargo, las razones económicas o de disponibilidad


de tiempo también inciden en la elección del país donde adoptar. En los
últimos años, si bien América Latina fue el continente donde inicialmen­

6. En 2007 sólo el 36% de las familias catalanas que solicitaron una adopción trans­
nacional había realizado previamente un tratamiento de reproducción asistida (Font Lletjós,
2008). En los diez años que hace que trabajo en adopción transnacional, diversas familias y
mujeres han manifestado su preferencia por adoptar niños o niñas de dos años en adelante
«para que hubieran aprendido ya las primeras cosas como el control de esfínteres, comer
y dormir», «porque los problemas en las lumbares me impiden cargarlo o agacharme du­
rante mucho tiempo por lo que prefiero que camine» o «porque a los tres años se inicia la
escolarización obligatoria» que en Cataluña es de lunes a viernes de 9:00 a 17:00 horas.

105
DIANA MARRE

te la mayor parte de las familias españolas adoptaba, aceptando entre


las condiciones tener que pasar en el país de origen entre cuatro y ocho
semanas, cuando surgieron lugares que, como China, permitían resol­
ver la tramitación de la adopción con una estancia de sólo una semana
o diez días, la mayoría de las familias escogió esa opción.
Algo similar ocurre en algunos casos con Africa, pero por razones
económicas. V Alcaide cita a diversas madres que señalan:

La primera idea que tuve no fue adoptar un niño negro ni africano ni


asiático, al principio quería un niño blanco... a medida que me he me­
tido en la adopción y he visto cómo funciona y he conocido los paí­
ses y he preguntado en las E[ntidades] C[olaboradoras de] A[dopción]
internacionales] me he ido dando cuenta de cómo funciona. Al princi­
pio fui a pedir información a los países del Este y vistas las dificultades
para adoptar allí y los precios descarté que fuese blanco. El primer con­
dicionante es el dinero, yo tengo un sueldo normal y con eso tengo que
vivir, éstos son los países más caros, los descarto de entrada. Entonces
me he ido acercando a otros países (Alcaide Uclés, 2008: 66).

Unas condiciones, las económicas, que según Alcaide propician una


jerarquización de los países de origen:

Africa me atrae también por el dinero, básicamente Rusia es desorbitante,


entonces empiezas a bajar el listón, lo que sale mejor es Kazajstán, nada
de Bulgaria ni Polonia... Vietnam va a abrir ahora, Nepal ha cerrado, y ya
está, ya que Sudamérica está cerrada, los monoparentales también pueden
en Colombia que funciona fatal (Alcaide Uclés, 2008: 66-67).

Pero no sólo los países de origen se jerarquizan por circunstancias


económicas, también quienes acceden a esos países:

Hay los pijos de la adopción que se van a países del Este porque se pa­
recen más a nosotros, la gente adopta en Rusia para tener un hijo más
parecido, cuatro millones cuesta... (Alcaide Uclés, 2008: 67).

Contrariamente a lo señalado por M. Inhorn y Birenbaum-Carmeli


(2008), en el caso de España, la difusión de las técnicas de reproducción
asistida, más que contribuir a marginar formas de maternidad y paterni­
dad vinculadas a la adopción, contribuyó a su aceptación al «normalizar»
la idea de que la reproducción puede incluir más de dos personas y al
cuestionar la «tradicional» oposición binaria entre la — «natural»— re­
producción biológica y la —«social»— reproducción adoptiva. Al mos­
trar como posible la reproducción sin sexo, las técnicas de reproducción

106
ANTROPOLOGÍA Y REPRODUCCIÓN: LAS P R Á C T I C A S Y/O LA É T I C A

asistida profundizaron la separación entre sexo y reproducción, iniciada


en muchos países occidentales en la década de 1950 con la difusión de
la contracepción, aunque instalada en España sólo a partir de 1980.
Así, tener un hijo o hija pasó de estar centrado en el sexo hetero­
sexual al «deseo de ser una familia». Un deseo cuya existencia es uno de
los elementos clave a comprobar por los profesionales y técnicos encar­
gados de valorar a las familias adoptantes para otorgarles el certificado
de idoneidad requerido para una adopción y cuya ausencia o sustitución
por el sentimiento de solidaridad o altruismo puede comportar una no
idoneidad.
Cuando J. Terrell y J. Modell (1994) señalaron en 1994 que la an­
tropología no sólo se había ocupado escasamente de la adopción en ge­
neral sino que lo había hecho aún menos de las políticas y prácticas de
adopción en las sociedades occidentales, lo consideraron un ejemplo
de lo que los antropólogos y antropólogas encuentran interesante en
otras culturas, pero no en la propia, por considerarlo del ámbito de lo
profundamente privado. N o es casual que haya sido J. Modell quien,
junto a J. Terrell, señalara en 1994 el escaso interés de la antropolo­
gía por la adopción. Ella es probablemente una de las primeras y más
importantes excepciones para el caso de Estados Unidos en la ausencia
de estudios sobre adopción desde la antropología social, en tanto ha
estudiado durante los últimos veinte años la adopción en ese país a
través de los testimonios de familias biológicas, adoptivas, hijos, hijas
y profesionales involucrados en procesos de adopción (Modell, 1994;
Modell, 2002; Schachter, Í009). En sus trabajos, incluido uno sobre
adopción «abierta» en la que los padres de nacimiento y los adoptivos
no sólo se conocen sino que, en algunos casos, mantienen alguna for­
ma de relación, ella sostiene que se trata de una relación que no crea pa­
rentesco debido a que las desigualdades entre las familias de nacimiento
y las adoptivas favorecen a estas últimas y se mantienen muy presentes en
las prácticas adoptivas estadounidenses (Modell, 2002: 70).
Al igual que J. Modell para el caso de Estados Unidos, Claudia Fon-
seca ha trabajado durante los últimos veinte años sobre la adopción en
y desde Brasil. Sólo un año después de la publicación del artículo de
J. Terrell y J. Modell (1994), C. Fonseca publicaba un libro (1995) que
reunía y ampliaba un conjunto de artículos publicados previamente en
los que había acuñado y definido el concepto de circulación de meno­
res para referirse a las diversas redes de sociabilidad encargadas de la
crianza de hijos e hijas entre las clases populares brasileras. En aquel
temprano libro, Fonseca iniciaba también el estudio de las cada vez más
frecuentes adopciones de menores brasileros por familias extranjeras, al

107
DIANA MARRE

que dedicaría luego una parte sustancial de sus investigaciones y don­


de proponía considerar como posibilidad, especialmente para los niños
adoptados no siendo bebés, la puesta en práctica de una filiación «adi­
tiva» capaz de sumar la filiación adoptiva a la biológica. Posteriores tra­
bajos suyos han mostrado la eficacia de esas redes sociales en la crianza
de niños y niñas, tan adecuadas como las familias nucleares, con los que
no sólo ha cuestionado el sistema de adopción internacional brasilero
implementado para adecuarse a la Convención de La Haya de 1993, sino
también la aplicación indiscriminada de tratados y convenciones interna­
cionales que no incluyen —ni consideran— la existencia de prácticas cul­
turales diferentes a las del ámbito del parentesco euronorteamericano7.

LA R E P R O D U C C IÓ N E N ESPAÑA

Como en otros países, la adopción transnacional en España se inició


debido a la escasez de niños y niñas adoptables, lo que no significa la
inexistencia o escasez de menores tutelados por el estado o en condicio­
nes de ser adoptados si se realizasen ciertas reformas legislativas8. Se

7. El cambio de siglo trajo consigo una «explosión» en los trabajos sobre adopción
transnacional desde la antropología en forma de artículos, lo que se reflejó también a par­
tir del nuevo siglo en la aparición de diversos números monográficos Family Relations 49
(2000); Law and Society Review 36/2 (2002): Social Text 74/21 (2003) — coordinado por
Toby Alice Volkman y Cindi Katz— , fue reeditado en 2005 como libro (Volkman, 2005);
Journal o f Women’s History 19/1 (2007); Cbildhood 14 (2007) — no completamente de­
dicado a la adopción— y Journal o f Latin American and Caribbean Antbropology 14/1
(2009). Una tendencia similar se produjo en la publicación de libros conjuntos (Marre
y Briggs, 2 009; Selman, 2 000; Volkman, 2005) y de monografías y etnografías sobre
adopción transnacional (Dorow, 2006; Howell, 2006; Leinaweaver, 2009), así como en
la realización de tesis doctorales, algunas de ellas realizádas por adoptados transnacional-
mente (Hübinette, 2005; Kim, 2007).
8. En 2002, la presidenta de la Coordinadora de Asociaciones en Defensa de la
Adopción y el Acogimiento (CORA), en su comparecencia ante la Comisión Especial
sobre Adopción Internacional del Senado, solicitaba la «modificación de la legislación, el
Código Civil en particular, con el objeto de clarificar las razones por las cuales los padres
[biológicos] deberían perder la custodia de sus hijos. De esta manera, los menores insti­
tucionalizados podrían ser adoptados por familias españolas» (Comisión Especial sobre
Adopción Internacional del Senado, 23 de septiembre de 2002). Hubo que esperar seis
años, hasta finales de 2008, y a casi un año de sancionada la nueva Ley de Adopción Inter­
nacional, el 28 de diciembre de 2007, para que se constituyera una «Comisión Especial del
Senado para estudiar la problemática de la adopción nacional y los temas afines relaciona­
dos con ella, como acogimiento, desamparo e institucionalización» (el subrayado es mío).
El 1 de octubre de 2008 la prensa (La Gaceta.es, 1 de octubre de 2008) recogía la noticia de
la aprobación por unanimidad por el Senado (DS. Pleno del 1 de octubre de 2008, p. 598)

108
ANTROPOLOGÍA Y REPRODUCCIÓN: L AS P R Á C T I C A S Y / O LA É T I C A

trata de una decisión facilitada por un bienestar económico que ha per­


mitido a las administraciones autonómicas asumir durante más tiempo la
guarda y tutela de los alrededor de 30.000 menores que hay actualmente
tutelados por diferentes administraciones estatales españolas (El País, 14
de noviembre de 2007, 18 de junio de 2009, 13 de julio de 2009). Lo
que diferencia a España de Estados Unidos, Francia, Suecia o Irlanda,
también con altos índices de adopción transnacional, es que en España,
ese alto número e índice de adopciones transnacionales está acompañado
del índice de natalidad más bajo de la Unión Europea (1,39 hijos por
mujer) y probablemente del mundo, mientras que Francia (2,0), Suecia
(1,9) e Irlanda (1,85) registraron los índices de natalidad más altos
de la UE en 2007 (Reuters, 3 de julio de 2008), al tiempo que Estados
Unidos registra el índice de natalidad más alto del mundo (El Periódico,
18 de enero de 2008) junto a uno también alto de adopción nacional y
de acogimientos familiares.
¿Qué sucedió entre mediados de la década de 1980 y mediados de
la primera década de 2000 para que España pasara de ser un país en el
que algunas familias europeas buscaban niños o niñas para adoptar, a
convertirse en el segundo del mundo en número de adopciones trans­
nacionales y el primero en adopciones transnacionales por habitante y
por menor nacido vivo?
Los anticonceptivos estuvieron prohibidos en España entre 1941
y 1978, cuando la anticoncepción fue despenalizada por decreto9 y se
suprimieron los artículos del Código Penal que establecían que «vender,
prescribir, divulgar u ofrecer cualquier cosa destinada a evitar la pro­

de una propuesta (BO CG 26 de septiembre de 2 0 0 8 ,1, 79, p. 32) del PSOE, y de los grupos
parlamentarios catalán y mixto —también recogida por la prensa unos días antes (Europa
Press, 24 de septiembre de 2008)— de la creación de dicha Comisión Especial, publicada
poco después en el Boletín Oficial de las Cortes Generales (BOCG, 6 de octubre de 2 0 0 8 ,1,
88, p. 6). Según explicó el portavoz de Educación, Política Social y Deporte del Grupo
Socialista en, el Senado, Mario Bedera, el objetivo es conocer por qué habiendo alrededor
de treinta mil menores bajo distintas formas de tutela del Estado, de los cuales un 10%
reuniría los requisitos para ser adoptado, sólo se adoptan unos ochocientos niños y niñas
españoles por año, mientras que las adopciones internacionales están en torno a las cinco
mil anuales. Cinco o seis años resultan demasiados para empezar a estudiar algo que parecía
tan evidente en 2002, lo que hace pensar que, tras la actual iniciativa está el incremento
de la espera de las adopciones transnacionales registrado desde 2005 que ha producido
una disminución en las adopciones transnacionales en 2006, 2007 y 2008, debida más a
las dificultades de tramitación que a una disminución de las solicitudes, con el consecuente
perjuicio económico para las entidades intermediarias, y económico y emocional para las
familias.
9. Real Decreto 2275/78 (BO E de 25 de septiembre de 1978).

109
DIANA MARRE

creación era delito». En 1981, se aprobó la ley de divorcio10. La esteri­


lización quirúrgica voluntaria fue despenalizada en 1983, y en 1985 se
despenalizó el aborto bajo tres supuestos aunque no a libre demanda,
lo que está actualmente en pleno proceso de reforma11. Un conjunto de
medidas que posibilitaron un control de la natalidad que se mantiene
y consolida, como lo muestra la propuesta de nueva ley del aborto y la
venta libre de la pastilla postcoital12.
España pasó de tener uno de los índices de natalidad más altos de
la UE (2,8 hijos por mujer) en 1975, a tener el más bajo (1,17) en 199513¿
una tendencia que también siguió el índice de nupcialidad que descen­
dió desde el 7,60 en 1975 al 5,04 en 200414, actualmente en la media
de la UE. Si bien, después de 1995, la natalidad comenzó a recuperarse,
en parte por las parejas con alguno de sus miembros extranjero, en 2007
estaba en 1,39 hijos por mujer, en último lugar de los países de la UE
(El País, 4 de octubre de 2008) cuya media era de 1,52 hijos por mu­
jer15. Un bajo índice de natalidad acompañado de la media más alta de

10. Ley 30/1981 (BOE de 20 de julio de 1981). Esta ley ha sido modificada por la
de 15/2005, de 8 de julio, por la que se modificaron el Código Civil y la Ley de Enjuicia­
miento Civil en materia de separación y divorcio, con el objeto de agilizar los trámites al
suprimir la exigencia de separación previa.
11. Ley Orgánica 9/1985 (BOE de 12 de julio de 1985).
12. La V Encuesta Bayer Schering Pharma sobre Anticoncepción realizada en España
en 2007 ha mostrado que el uso de los métodos anticonceptivos ha pasado del 49 % en
1997 al 80% en 2007 con la consolidación de la píldora y e:l preservativo como métodos
seguros y reversibles en detrimento de los irreversibles como la esterilización femenina
(4,1% ) y masculina (4,3% ) y otros sistemas como el método Ogino (0,5% ), los parches
y anillos (4,3% ) o el coitus interruptus (2,5% ). El preservativo es el usado por el 38%
de los usuarios mientras que la píldora se sitúa en el 20,3 %, muy lejos del perfil europeo,
donde la píldora es el anticonceptivo más usado (49 % en Francia, 3 8 % en Alemania, 31 %
en Reino Unido y 29% en Italia) (La Voz Digital.es, 24 de octubre de 2007). En algunas
comunidades autónomas, como Cataluña, se ha propuesto considerar la posibilidad de
aborto libre hasta las catorce semanas (La Vanguardia, 22 de abril de 2008), así como
permitirlo hasta las veintidós, por malformaciones o «si las condiciones socioeconómicas
de las gestantes son desfavorables» (El Periódico, 21 de abril de 2008).
13. A finales de los años setenta, en un hospital de Barcelona se atendían cien par­
tos diarios, mientras que actualmente no se superan los 3.500 anuales, de los cuales, un
5 4 % corresponde a mujeres inmigrantes. «Entrevista al jefe del servicio de Ginecología
y Obstetricia del Hospital del M ar de Barcelona» (El Periódico, 22 de abril de 2008).
14. Instituto Nacional de Estadística, Indicadores Demográficos Básicos (http://www.
in e.es/in ebase/cgi/um ?M =% 2Ft20% 2Fp318& 0=in eb ase& N =& L =0).
15. Cataluña, la comunidad autónoma española con el mayor índice de adopciones
internacionales por habitante de España y del mundo, tenía un, índice de natalidad de
1,14 en 1995 y llegó a 1,46 en 2007 como consecuencia de la natalidad inmigrante, cuyos
índices fueron en 2007 de 1,97 frente al 1,33 de la población no inmigrante. Mientras

110
A NTROPOLOGÍA Y REPRODUCCIÓN: LAS P R Á C T I C A S Y/O LA É T I C A

edad a la primera maternidad de la UE desde 1997, que pasó de 28


años en 1976 a 32 en 2006.
Un estudio de 2006, cuyos resultados se difundieron a principios
de 2008, indica que seis de cada diez mujeres españolas consideran que
los hijos truncan su vida laboral, siete de cada diez en el caso de mujeres
de entre 30 y 39 años. El 56% de las 10.000 mujeres del estudio asegu­
ró que la maternidad les obligó a reducir su actividad o interrumpir su
trabajo, el 28 % se manifestó convencida de que, tras tener a su primer
hijo, se le cerraron las puertas a las oportunidades de promoción en el
empleo, el 17 % reconoció haber tenido que dejar de trabajar definiti­
vamente y el 8 % aseguró haber sufrido discriminación en su entorno
profesional, el 42,6 % de las mujeres entre 20 y 44 años manifestó que
no había tenido hijos aún y el 19,4% afirmó no querer tenerlos, una
tendencia incrementada entre las mujeres de mayor nivel educativo que
tienen menos hijos y lo hacen más tarde, a los 33,5 años de media (Del­
gado, 2007)16.
La incorporación al mercado laboral de la mujer en igualdad de
condiciones con el hombre continúa siendo una asignatura pendiente en
España. Las mujeres y los jóvenes —por lo que en las mujeres jóvenes se
duplica la desventaja— siguen siendo los grupos con el índice más alto
de desempleo, así como con los peores contratos y salarios. Asimismo,
la ausencia y demora en la implementación de políticas de conciliación
de la vida laboral y familiar ha sido, en cambio, sustituida por una am­
plia difusión y liberalización de nuevas formas de reproducción, como
la reproducción asistida y la adopción transnacional.
En los últimos años se han producido avances17, así como hechos de
un cierto valor simbólico, como la designación de mujeres al frente del
Senado y del Parlamento por el anterior gobierno del Partido Popular,
la conformación de un gabinete ministerial con igual número de hom-

que en 2007 los nacimientos de menores de padres extranjeros crecieron el 16,5% en


Cataluña, los de padres españoles decrecieron el 2,8 % (Institut d’Estadística de Catalunya
[Idescat], 27 de noviembre de 2008).
16. Un informe de la Fundación Madrina de 2008 señaló que el embarazo es la prime­
ra causa de despido entre las mujeres en España http://www.bebesymas.com/2008/03/06-
el-embarazo-es-la-primera-causa-de-despido-entre-las-mujeres, consultado el 6/10/2008.
17. Ley de promoción de la autonomía personal y atención a personas en situación
de dependencia (BO E de 15 de diciembre de 2006), Ley orgánica para la igualdad efecti­
va de mujeres y hombres (BOE de 23 de marzo de 2007), Plan de Fomento del Alquiler
(BOE 11 de enero de 2008), Ley de Conciliación de la vida laboral y familiar para ayu­
dar a las mujeres embarazadas y madres a través del permiso de paternidad, una ayuda
de 2.500 euros por hijo que nace y ampliación de lasf'guarderías públicas.

111
DIANA MARRE

bres y mujeres, la designación de una mujer embarazada como Ministra


de Defensa y de otras a cargo de dos de las tres vicepresidencias del
poder ejecutivo por parte del Partido Socialista. Sin embargo, la reper­
cusión que todo ello ha tenido en la prensa nacional e internacional18,
da cuenta de su excepcionalidad.
A la menor cantidad de hijos por mujer y la más alta edad a la pri­
mera maternidad de la UE, España sumaba en 2007 — año en que la
crisis no era aún la razón de todas las dificultades relacionadas con el
(des)empleo en España— el último lugar de Europa en contratos de
jornada reducida para mujeres — 8 % frente al 48 y 41 % de Holanda y
Suecia, respectivamente— y el primero en contrato femenino temporal
y precario —5 0 % del total de mujeres trabajadoras frente al 20% de
sus homónimos hombres (El Periódico, 7 de abril de 2007)— . Asimis­
mo, el Barómetro de Clima Laboral Accor 2008 señaló que, mientras en
Europa el porcentaje de conciliación de la vida laboral y familiar ascien­
de al 80% , en España es sólo del 66% y, lo que es peor, está en ocho
puntos menos que en 2005, lo que la sitúa, también en este indicador, a
la cola de Europa (El País, 27 de septiembre de 2008).
Con estos indicadores, quizás resulte 'menos llamativa la trascen­
dencia adquirida por la designación de una mujer embarazada — de 37
años por otra parte— como ministra de Defensa, al tiempo que proba­
blemente resulten más significativas las consideraciones de la vicepresi­
denta del Gobierno —una mujer al final de la década de los cincuenta
sin familia— cuando señaló que «no sólo se trata de una curiosidad,
también es símbolo de la España que queremos construir», [en la que
ninguna mujer tenga que] «elegir entre un trabajo y un hijo», [lo cual]
«sea realidad más pronto que tarde para todos los niveles, para todas las
españolas y en todos los lugares» (El Periódico, 23 de mayo de 2008).
M ás allá de las intenciones, las decisiones, las estadísticas y sus re­
percusiones, en una versión aumentada —que no corregida— de la in­
formación proporcionada por J. Qvortrup (2005 : 1) sobre que el 4 0%
de las mujeres alemanas que trabajaban en la academia no tenían hijos,
y de los resultados mostrados por el estudio de 2006 (Delgado, 2007)
que señalaban las dificultades que manifestaban las mujeres al desarro­

18. El The Daily Telegraph bautizó a las ministras designadas en el último inicio de
legislatura como las «zapettes» (The Daily Telegraph, 17 de abril de 2008; The Indepen-
dent, 16 de abril de 2008; The Sunday Times, 20 de abril de 2008). Silvio Berlusconi,
cuando fue nuevamente primer ministro italiano, dijo que el gabinete de Zapatero era
«demasiado rosa» y que con tantas mujeres tendría muchos problemas para gobernar (The
Independent, 20 de abril de 2008).

112
ANTROPOLOGÍA y REPRODUCCIÓN: LAS P R Á C T I C A S Y/O LA É T I C A

llar al mismo tiempo su profesión y la maternidad, interesa señalar que


las siete últimas plazas numerarias cubiertas en los últimos diez años en
un departamento de ciencias sociales de una reputada universidad espa­
ñola, fueron ocupadas por siete personas —cinco mujeres y dos hombres
en la década de los cuarenta— sin familia, algunas de las cuales, poste­
riormente, adoptaron transnacionalmente.
A principios del siglo xxi, diversos observadores señalaron que está­
bamos entrando en un nuevo mundo de la reproducción que incluía tec­
nologías médicas de intervención genética, gestacional y de parentalidad,
así como la globalización de la adopción (Akker, 2001: 148). Se trata de
una observación que no ha hecho sino confirmarse y, si acaso, incremen­
tarse a lo largo de la primera década del siglo xxi en España. En los últi­
mos tiempos la prensa se ha hecho eco de numerosos embarazos, partos
y maternidades por subrogación entre «famosos»19. Se trata, en la mayor
parte de los casos, de maternidades en edades en que médicos y biólogos
coinciden en que las posibilidades de engendrar mellizos disminuyen sus­
tancialmente, al tiempo que algunos han confirmado haber recurrido a
la reproducción asistida, no sólo para programar una maternidad acorde
con una muy apretada agenda profesional, sino también para reducir al
máximo el «parón» profesional al que la misma obliga.
A diferencia de lo que suele creerse, estas prácticas no quedan cir­
cunscritas al ámbito de la gente «famosa». En julio de 2008, el Congreso
de la Asociación Europea de Embriología y Reproducción Asistida reali­
zado en Barcelona, señaló que en 2005 se habían hecho en España cerca
de 42.000 ciclos de tratamientos de FIV (El País, 9 de agosto de 2008),
una información que confirmaba una anterior que daba cuenta de la
escasez de «óvulos y semen de todas las razas» que padecían las clínicas
de reproducción asistida de Cataluña, donde la demanda de ovocitos
y esperma se había duplicado en los últimos cinco años (El Periódico,
24 de junio de 2008).
Esta demanda, sin embargo, no debería ser sólo atribuida a cierta
forma de «turismo reproductivo», aunque también. En el II Congreso

19. Pueden mencionarse los recientes mellizos —un niño y una niña— de Angelina
Jolie y Brad Pitt (El Periódico, 26 de julio de 2008), los de Jennifer López —también
un niño y una niña— (El Periódico, 20 de marzo de 2008) o los de Lisa Presley — en
este caso dos niñas— (El País, 11 de octubre de 2008), todas ellas en la década de los
cuarenta, la maternidad en solitario — también de dos niñas— de la baronesa Thyssen
(ABC.es, 1 de agosto de 2006), en la década de los sesenta, o la paternidad en solitario
— esta vez de dos niños— de Ricky M artin (El Periódico, 22 de agosto de 2008), estos
últimos a través de subrogación.

113
DIANA MARRE

Internacional del IVI (Instituto Valenciano de Infertilidad)20, celebrado


en Barcelona entre el 19 y el 21 de julio de 2007, su director señaló
que el número de mujeres jóvenes que congela sus óvulos para poder
dedicarse a su profesión y más adelante recuperarlos, no sólo está cre­
ciendo, sino que se produce a edades cada vez más tempranas y sin
que medie una enfermedad que lo indique, ya que se produce como un
mecanismo de regulación de la fertilidad porque, señaló, «la mujer que
está estudiando y acaba la carrera, congela sus óvulos y desarrolla su
carrera profesional» y «cuando quiere tener hijos, tiene guardados unos
óvulos de 22 años y no tiene que recurrir a una donante». Ello le permi­
te, agregó, «liberarse del problema de combinar la vida profesional con
tener un hijo» y «funciona mejor que las políticas de natalidad», ya que
«tener una guardería en el lugar de trabajo no va a hacer que las mujeres
tengan más hijos» (El Periódico, 27 de septiembre de 2007).
Asimismo, en un congreso sobre Diagnóstico Preimplantacional rea­
lizado en Barcelona se confirmó que los centros de reproducción asis­
tida atienden cada vez más mujeres que «rondan los 40 años y que se
plantean tener un hijo por primera vez sin saber que, a esa edad, lo más
habitual es que ya hayan agotado su reserva de óvulos capaces de dar
lugar a un niño sano» (La Vanguardia, 22 de abril de 2008).
El inicio de la incorporación de la mujer al mercado laboral que per­
mitió a muchas mujeres solas mantener a sus hijos consigo, reduciendo los
menores disponibles para la adopción nacional, también incidió en Espa­
ña en el retraso de la maternidad, especialmente entre mujeres de clases
medias que prefieren no tener hijos antes de consolidarse laboralmente,
muchas de las cuales acuden a la adopción transnacional para remediar
esa «estructural» infertilidad inducida por las condiciones laborales.
Las adopciones transnacionales en España no son, por tanto — o al
menos no lo son mayoritariamente—, el resultado de «guerras injustas»,
como lo fueron las de Corea o Vietnam, o de decisiones «injustas», como
la política china del hijo único, aunque las favorezcan y faciliten. En el
caso de España, parecen ser, al menos en parte, una forma de externali-
zación de ciertas funciones reproductivas como el embarazo, el parto y
los primeros tiempos de un hijo o hija.
Esta posibilidad, en términos de poder, de constituir una familia más
allá de cierta edad o a pesar de ciertos problemas de infertilidad, se
incrementó durante la década de 1980 en algunos países del Occiden­

20. Una clínica privada de reproducción asistida, originaria de la Comunidad Va­


lenciana, actualmente con sede en distintas comunidades autónomas españolas, Cataluña
entre ellas.

114
ANTROPOLOGÍA Y REPRODUCCIÓN: LAS P R Á C T I C A S Y/O LA É T I C A

te desarrollado y durante los años de 1990 en España, no sólo por el


desarrollo de las técnicas de reproducción asistida, sino también por
las consecuencias de las desigualdades de distinto tipo que garantizan las
condiciones necesarias para la producción de niños y niñas para la adop­
ción. Se trata de factores que han permitido esa «externalización», es
decir, la «deslocalización» de ciertas funciones reproductivas hacia paí­
ses — en realidad, madres, es decir, mujeres— más baratos en India,
China, Nepal o algunas naciones del Este de Europa, de América Latina
o de Africa —a veces incluso siguiendo la «ruta» de la deslocalización de
ciertas funciones productivas.
E. J. Graff (2008) ha señalado que para muchas familias estadouni­
denses, la adopción transnacional resulta «más segura, más fiable y con
más probabilidades de éxito» que las nacionales donde hay «un enor­
me miedo a que la madre biológica cambie de opinión a última hora»,
algo que no sucede en las adopciones transnacionales, señala la autora,
favorecidas por un océano de por medio, pero también por la menor
regulación existente en los estados donde se adopta, con poca legisla­
ción en temas de derechos de infancia, en los que, además, los padres
— generalmente madres— biológicos, pobres y analfabetos, gozan de
menor protección que en Estados Unidos.
Son fundamentalmente las mujeres de las clases trabajadoras, empo­
brecidas o marginadas, quienes se encuentran ante una reproducción no
deseada que se ampara en un «discurso sobre la moralidad y la familia»
(Kertzer, 1993, citado por Ginsburg y Rapp [eds.], 1995: 4) y resulta en
la (re)producción de niños 'y niñas para las clases medias locales e inter­
nacionales a través de distintos intermediarios que les «hacen el favor» de
liberarlas del «problema» a través de una adopción, justificada en el «su­
perior interés del menor» establecido en la Convención de los Derechos
del Niño —y de la Niña— que en noviembre de 2009 cumplió veinte
años, porque proporcionará al niño o niña «una vida mejor» con una
«buena» familia del «primer mundo» o de las capitales del «tercero».
S. Colen (1995) demostró cómo las formas de violencia de género
operan de manera conjunta —o complementaria— entre el Primer y el
Tercer Mundo siguiendo a las mujeres caribeñas que dejaban a sus hijos
con familiares en las islas para ir a Nueva York en busca de trabajos bien
pagados, en los que cuidaban hijos e hijas de mujeres blancas de clase me­
dia que las contrataban por la ausencia de políticas públicas de apoyo, la
imposibilidad de quedarse en la casa durante un tiempo por maternidad
o una escasa o inexistente división sexual del trabajo.
En España, si bien la contratación de ayuda para los hogares se ha
incrementado desde 1994, facilitada por la inmigración femenina, ello

115
DIANA MARRE

no ha sido suficiente para muchas mujeres y familias que han debido


recurrir a la adopción, es dpcir, a que otras asuman ciertas funciones
reproductivas en su lugar. La diferencia entre éstas y las cuidadoras del
Caribe que iban a Nueva York en busca de un mejor empleo sobre las
que escribió S. Colen, es que no lo hacen como un trabajo bien remune­
rado. Ahora, como antes, la adopción no beneficia de ninguna manera
a la madre biológica de un niño o a sus otros hijos e hijas, ni provee
medios para mejorar su situación. Por el contrario, los beneficios van a
parar a una larga cadena de profesionales, técnicos e intermediarios que
no excluye a administraciones y gobiernos.
En el caso de las madres biológicas, el beneficio consiste únicamente
en evitar alguna forma peor de perjuicio, a pesar de que una adopción
transnacional puede costar hasta 56.000 euros de los que sólo entre el
6 y el 10% (Leifsen, 2008) queda en el país de origen de los menores
y nunca — o casi nunca— en manos de la madre biológica. En general,
estas mujeres lo hacen por falta de recursos económicos, familiares o
personales con que criar un hijo o hija, porque no pueden acceder a la
contracepción, porque su pareja masculina ha tenido que emigrar inter­
na o internacionalmente, o porque una relación temporal las ha dejado
con un hijo o hija que no puede mantener a su lado. Otras son víctimas
de abusos sexuales o violaciones, muchas tienen otros muchos hijos e
hijas para mantener, o son engañadas como sucedió con E l arca de Zoé
y el avión de niños y niñas que fletaba hacia Francia con supuestos huér­
fanos de la guerra de Darfur, cuando en realidad eran niños y niñas del
Chad con familias. Otras simplemente continúan dejando sus hijos e
hijas en una institución cuando su situación no les permite hacer frente
a su cuidado, o durante el invierno, con la idea de volver a buscarlos en
el momento que la situación o el clima mejore, y al volver se encuentran
con que sus hijos o hijas han sido dados en adopción, como ha mostra­
do C. Fonseca en diversos trabajos sobre adopción en Brasil, o como he
escuchado en relatos de familias adoptantes.

PARA SE G U IR P E N SA N D O

En más de diez años trabajando en «nuevas» formas de reproducción,


adopción internacional y técnicas de reproducción asistida, ha habi­
do muchos momentos y situaciones en las que he pensado y me he
preguntado sobre aspectos éticos de mi trabajo. Y no incluyo en ese
pensar o preguntar (me), como señalaba Caplan, cosas tales como soli­
citar autorización ante los comités de ética correspondientes o a aquellas

116
A NTROPOLOGIA Y REPRODUCCIÓN: LAS P R Á C T I C A S Y/O LA É T I C A

personas con quienes trabajaba, o mi compromiso en relación con la


protección de sus datos, su anonimato, o compartir los resultados del
mismo, ineludibles e inherentes a la disciplina. M e refiero, más bien a
cómo considerar ciertos aspectos de las prácticas sociales observadas y
analizadas, sin caer en la dicotomía universalismo versus relativismo,
por saber que el campo de la ética antropológica, como el de la ética
social, es cambiante, pero tampoco sin eludir los aspectos éticos o
morales.
Es posible que la frecuencia de ese preguntar(me) tuviera relación
con el hecho de que tanto la reproducción asistida como la adopción
invocan, al tiempo que desafían, dos profundos tabúes culturalmente ro­
deados de silencio en nuestra cultura (Howell, 2006): el de que los pa­
dres —en especial las madres— no deberían dar sus hijos y el de que no
tener descendencia es todavía causa de dolor, de vergüenza o requiere de
explicaciones y/o justificaciones, en la medida en que diversas disciplinas
han mostrado que convertirse en madre o padre es considerado un logro
importante en el desarrollo de la persona, en tanto profundiza la autocon-
cepción, amplía las conexiones con la comunidad y actúa como un puen­
te con el pasado y las generaciones futuras (Akker, 2001; Homes, 2008).
En ese sentido, las «nuevas» formas de reproducción cuestionan la
frase con que hasta no hace mucho tiempo se definía al parentesco euro-
norteamericano de base biogenética según el cual «madre hay una sola»,
por lo que cualquier forma de pluri o multimaternaje, inherente a la
adopción, la subrogación y la reproducción asistida a través de dona­
ción de embriones o de material genético reproductivo, resulta, cuanto
menos, incómoda.
Una incomodidad que, en el caso de España, a diferencia de otros
países europeos o norteamericanos, la legislación ha interpretado ga­
rantizando el anonimato de quienes han donado material genético re­
productivo, embriones o hijos e hijas, prohibiendo el contacto entre do­
nantes y receptores, aún a costa de correr el riesgo de negar al producto
de esa donación, los hijos e hijas, el derecho a su propia historia.
Se trata de una legislación que al asignar, tanto al material genético
reproductivo como a los hijos e hijas, el carácter de «don-ac(c)ión» y no
de «mercancía» (gift y commodity en sus acepciones inglesas), siguiendo,
probablemente, el camino iniciado a principios del siglo xx por la san­
gre y continuando, más recientemente, por los órganos, intenta impedir
que quien dona se lucre con la «venta» de materiales necesarios para la
supervivencia del individuo y la especie (Marre, 2009).
Sin embargo, los datos etnográficos, los estudios científicos y la pren­
sa a menudo dan cuenta del hecho de que muchas «donaciones», tanto de

117
DIANA MARRE

material genético reproductivo como de hijos e hijas o de órganos, invo­


lucran considerables sumas de dinero que no son recibidas por quienes
«d(on)an» aunque sí desembolsadas por quienes «reciben» la «donación».
Esos mismos datos etnográficos, estudios y medios de comunicación a
menudo también dan cuenta del hecho de que muchas «donaciones» se
originan en la necesidad (El País, 21 de abril de 2006, 9 de mayo de 2008,
3 de marzo de 2009; El Periódico, 18 de noviembre de 2007).
No es difícil hallar en un breve recorrido por la prensa o los materia­
les etnográficos sobre adopción, relatos sobre madres que han d(on)ado
— o aband(on)ado— un hijo o hija por no poder (man)tenerlo. Tampoco
es difícil hallar artículos de prensa o científicos que señalan que muchas
donaciones de órganos se realizan por necesidad (Ferrado, 2009; Sche­
per-Hughes, 2000), como no lo es, salvando las distancias, oír a algunos
estudiantes universitarios alentarse entre sí a donar sangre cuando se
realizan las campañas anuales en las universidades para «desayunar me­
jor», o escuchar antiguas historias de estudiantes que recurrían a la do­
nación de semen para «mejorar la precariedad de la vida universitaria».
Si bien las campañas destinadas a convocar a donantes de óvulos
suelen apelar a la solidaridad de jóvenes estudiantes, proponiéndoles
«hacer algo el próximo verano de lo que enorgullecerte» porque «lo que
te hace extraordinaria no es tener óvulos, sino donarlos», no es menos
cierto que los datos etnográficos también dan cuenta de que algunas jó­
venes suelen ser abordadas en los pasillos universitarios con la pregunta:
«¿Quieres ganar un dinerito?», así como hay quienes donan para hacer
frente a algún gasto imprevisto o a una necesidad.
Si bien quienes «reciben» la donación, lo hacen por necesidad, ésta
se menciona menos, probablemente porque la desigualdad —socioeco­
nómica— entre «donantes» y «receptores» tiende a desdibujar la nece­
sidad de los últimos. Como han señalado algunos estudios sobre mater­
nidad subrogada, aunque ésta ha posibilitado la alianza entre mujeres,
también ha introducido jerarquías cuando la gestación es subrogada
por mujeres de distinta clase y/o etnia a la que pertenece la madre de
intención, que es lo que suele suceder habitualmente. Algo similar ocu­
rre en la adopción. Como ha señalado J. M odell (2002), para que una
adopción —legal— exista, es necesario que alguien sea incapacitado
para que otra persona pueda ser declarada capaz, especialmente cuan­
do, como es conocido, la inmensa mayoría de los menores adoptados
no son huérfanos, sino huérfanos sociales.
Ahora bien, ¿por qué esta donación requiere de la ausencia de con­
tacto entre donantes y receptores, como prescriben las leyes españolas
para los usuarios de técnicas de reproducción asistida y de adopción

118
ANTROPOLOGÍA Y R E P R O D U C C I Ó N : LAS P R Á C T I C A S Y/O LA É T I C A

y como promueven los convenios internacionales para las adopciones


internacionales?
En los últimos años hemos asistido al surgimiento y crecimiento de
un movimiento global «concienciado» que propone la progresiva supre­
sión de intermediarios en la circulación de productos entre partes en
desigualdad de condiciones porque reducen el beneficio de los produc­
tores al tiempo que incrementan los precios, a veces incluso estimulan­
do una demanda artificial y opacando los procesos.
Más recientemente, se ha difundido la decisión del Comité de Cé­
lulas Madre del Empire State, estado de Nueva York, de fomentar eco­
nómicamente la donación de óvulos para investigar la clonación tera­
péutica a través del pago de hasta 10.000 dólares a las mujeres que
donen óvulos para la investigación científica. Una decisión que ha sido
recibida negativamente por quienes temen que las mujeres de bajos re­
cursos acudan demasiado a ella ignorando los riesgos que comporta y,
positivamente, por quienes consideran que la investigación científica
que permiten reporta beneficios para muchos, económicos incluidos
(Elmundo.es, 30 de junio de 2009), de los que no han de ser excluidas
las mujeres que producen los óvulos.
Si bien, como se ha señalado, en el caso de España, las leyes requie­
ren del anonimato de los y las donantes —productoras— de material
genético reproductivo y de hijos e hijas, y de la existencia de intermedia­
rios que impidan el contacto entre partes y el lucro de los y las «donan­
tes»21, sólo muy marginalmente han surgido algunas voces que reclaman
claridad y control de las intermediaciones, mayor transparencia de los
procesos, sus costos y destinatarios de los desembolsos, «visibilización»
de los y las donantes y reconocimiento del derecho de los hijos e hijas
adoptivos y nacidos a través de adopción de embriones o de donación
de material genético reproductivo a su propia historia (Marre, 2009).
¿Cuál debería ser, si acaso cabe alguna, la posición de antropólogos
y antropólogas ante la multiplicidad de matices inherentes a las prácti­
cas culturales relacionadas con las «nuevas» formas de reproducción?
¿Se debería, como hicieron en 1968 los textos publicados por Cu-
rrent Anthropology bajo el título «Simposio sobre Responsabilidad» ape­
lar a la responsabilidad de los y las antropólogas hacia la gente estudia­
da, revisar la relación entre antropología y colonialismo —incluido el
interior— y/o reconocer la relevancia de la antropología en un mundo
rápidamente cambiante?

21. http://w w w .elm undo.es/elm undosalud/2009/06/26/m ujer/1246006682.htm l


(consultado el 30 de junio de 2009). '

119
DIANA MARRE

¿Se debería, siguiendo el trabajo de J. Barnes (1963), reconocer la


dificultad para separar ética de política —y, actualmente, ética de econo­
mía y/o negocios— aunque reclamando la necesidad de un código ético
profesional para la antropología española que recuerde a etnógrafos y
etnógrafas que hay temas que no pueden ser ignorados y/o silenciados?
¿Se debería proponer, como lo hicieron los libros fundacionales so­
bre antropología y ética de los setenta (Hymes, 1972; Berreman, 1981;
Asad, 1973; Huizer y Mannheim, 1979) una reinvención de la antro­
pología como un proyecto personal y disciplinario, en el que la ética
responda al deseo de que la antropología contribuya al incremento del
bienestar de la humanidad además de centrarse en saber al servicio de
quién o cuál es realmente su función o su propósito, y cuál su utilidad
para la gente investigada?
¿Se debería, como sugirió la antropología feminista y postmoder­
nista de los ochenta, centrarse en las relaciones de poder y reflexionar
sobre el lugar desde el cual se hace etnografía y los efectos produci­
dos sobre quienes se estudia?
¿Se debería, siguiendo a N. Scheper-Hughes (1995), aceptar que el
rol de antropóloga y el de companheira no son incompatibles e involu­
crarse, esforzándose por lograr un posicionamiento?
¿Se debería propiciar esa institucionalización de las auditorías, ins­
pecciones o controles de calidad, con el objeto de asegurar estándares
y «transparencia» que M. Strathern (2000) definió como una forma de
«auditar las culturas»?
Entretanto se logran acuerdos mínimos, quizás merezca la pena re­
cordar que Barnes en 1963 definió al etnógrafo competente como alguien
que si bien aprende a vivir con mala conciencia, sigue afectándole.

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DE MUSEOS DEL SABER A MUSEOS DE LOS PUEBLOS.
EL LUGAR DE LOS ANTROPÓLOGOS1

F e rn a n d o M on ge
Departamento de Antropología Social y Cultural
Universidad Nacional de Educación a Distancia

IN T R O D U C C IÓ N : LO S M U SE O S E N LA ACTU ALIDA D

Durante los últimos años los museos están sufriendo una serie de trans­
formaciones radicales. Están cambiando sus funciones, su relación con
las culturas que representan y han pasado de ser espacios en los que
se colecciona, conserva, investiga y muestra, a espacios de polémica y
de discusión en los que las voces que se elevan en contra o a favor de
los mismos no son sólo las de los académicos sino las de los grupos
representados o, incluso las de la sociedad en general (González de
Oleaga y Monge, 2009; Simpson, 2001: 1). Los museos han dejado de
ser los templos en los que se expone el conocimiento, el arte de los es­
tados modernos, su visión del mundo de otros pueblos y culturas, para
convertirse en espacios de interpretación y, a menudo, de lucha abierta
entre los representados y aquellos que tradicionalmente tenían el poder
de representarlos: los conservadores, los académicos y, en el caso de
los museos etnográficos, los antropólogos. Los museos ya no son sólo
templos neoclásicos en los que se ordena y se da sentido al mundo, en
los que el visitante puede leer una historia u obtener una serie de con­

1. En este artículo las descripciones que hago de los museos son producto de mis
propias visitas; se corresponden, por lo tanto, con las fechas en las que las realicé, en
algunos casos en distintos años y en sucesivas ocasiones, y no tienen por qué correspon­
der con el modo en el que los museos están ahora organizados. He preferido sacrificar la
información y las citas a favor de una reflexión más personal que fomente una actitud más
crítica hacia los museos. He tratado, asimismo, de mostrar la llamada antropología de los
museos como un espacio en transformación.

125
FERNANDO MONGE

clusiones recorriendo sus galerías; en los museos actuales la vista ha de­


jado de ser el único de los sentidos en juego: en muchos casos podemos
tocar los objetos expuestos, ver pequeñas películas, escuchar canciones
e, incluso, hablar con aquellos que han producido esos objetos. En los
museos actuales lo representado ya no es sólo un objeto valioso y único,
lo efímero también tiene su espacio, y compite con otros espacios en los
que los ciudadanos, los turistas emplean su tiempo.
Se han convertido en lugares de visita obligatoria para aquellos que
quieren conocer una ciudad, no importa que lo expuesto poco ten­
ga que ver con la ciudad misma, y constituyen una de las instituciones
donde los estados, las ciudades, hacen gala de su importancia, refina­
miento, historia o capital cultural. En los museos, como en los grandes
almacenes o los centros comerciales, se puede pasear, comer, tomar un
refresco o ir de compras; de hecho, en muchos de ellos se puede dejar
a los niños bien cuidados durante algunas horas o, incluso, inscribirlos
en campamentos de día durante los periodos de vacaciones escolares2.
¿Qué mejor sitio que ese bastión de seguridades para dejar a nuestros
hijos y emplear nuestro tiempo libre en ciudades que no conocemos?
En España, sin embargo, los museos apenas son objeto de polémica.
Ocasionalmente se discute sobre ellos: cuando el Estado decide impo­
ner un precio de entrada a todos los ciudadanos alegando que es una
medida impuesta por la Unión Europea (cuando la Unión Europea lo
que denunciaba era la discriminación de los de otros países de la UE,
que tenían que pagar una entrada cuando los españoles entraban gratis),
o la necesidad de «hacer valer» la cultura cobrando en los museos de
las administraciones públicas para impedir que los jubilados pasen en
ellos las tardes de lluvia. Algunas exposiciones estelares, a menudo en
gira por distintos países del mundo, se convierten en fenómenos mediá­
ticos y, otras, en acontecimientos sociales: «Hay que ir». Sin embargo,
no suelen ser espacios de polémica, se discute la ampliación del Museo
del Prado, pero no el modo o lo que se expone en sus salas; se discute
a ciertos artistas de vanguardia o aquellas exposiciones que buscan de­
safiar la estética o las concepciones de los visitantes; sin embargo, no se
discute cómo el museo nos muestra el mundo. Tengo la sensación de que
el museo sigue promoviendo un espectador pasivo, como si fuera una
televisión en la que ni siquiera podemos cambiar de programa porque el
mensaje que emite suele ser único, canónico.

2. En muchos museos de Estados Unidos también se pueden celebrar fiestas priva­


das o banquetes destinados a conseguir posibles benefactores. Para una breve introduc­
ción a los museos y sus transformaciones, véase González de Oleaga y Monge (2009).

126
EL L U G A R DE L OS A N T R O P Ó L O G O S

Algunos museos o, mejor dicho, los edificios que los albergan, se con­
vierten en protagonistas. Poco importa qué aloja el Museo Guggenheim
de Bilbao3, pues lo importante es visitar el edificio diseñado por Frank O.
Gehry, o si el Museo de la Ciencia de Valencia, cuyo nombre real poca
gente conoce4, contiene buenas exposiciones, ya que lo que impone es
la inmensa construcción de Santiago Calatrava; o si el Museo Nacional
de Arte Romano de Mérida (MAR)5, diseñado por Rafael Moneo, con­
tiene buenas colecciones. Por supuesto, muchos de los grandes museos
tradicionales están alojados en edificios con un gran valor intrínseco,
nadie discute su belleza o el interés de hacer una visita.
¿Qué es lo que llama más la atención al visitante? Cuando hablamos
de la bondad de- los museos nos estamos refiriendo a su calidad, a lo
extraordinario de sus colecciones, a la calidad de la experiencia que nos
ofrecen, apenas discutimos su valor ético, su relación con la sociedad o
la cultura que reflejan, con nuestra propia perspectiva del mundo. Parece
que sólo pueden gustarnos más o menos pero no molestarnos, insultar­
nos, engañamos. Los únicos casos que recuerdo en los que los visitantes
reconocen el artificio que los construye, se producen cuando se trata
de museos de otros países, culturas o identidades étnicas. En esos casos,
puede uno mofarse de su falta de antigüedad, del valor «inferior» de lo
mostrado, del nacionalismo pretencioso que esos mismos visitantes no
reconocen en sus propios museos (que generalmente tampoco visitan si
se encuentran en «su» ciudad). Sin embargo, la sensibilidad y capacidad
crítica que los visitantes españoles muestran hacia los museos extran­
jeros no se manifiesta del mismo modo con los que existen en el país.
Algunos, no obstante, pueden ser considerados polémicos por una parte
de la ciudadanía que afirma una visión nacionalista particular, la espa­
ñola, por exclusión de otras como la catalana. Pero estos casos, como el
Museu Nacional d’Art de Catalunya (MNAC)6, apenas incomodan, basta
con no visitarlos. Sin duda, los nacionalistas son los otros y nuestros
museos contienen valores auténticos. Cuando normas como la Ley de

3. http://www.guggenheim-bilbao.es.
4. Su nombre es Museo de las Ciencias Príncipe Felipe y forma parte de la Ciudad
de las Artes y de las Ciencias, http://www.cac.es.
5. http://museoarteromano.mcu.es. Por cierto, el valor de los arquitectos estrella es
tal que no deja de ser curioso el modo en el que se integra su nombre en el museo. En este
caso la página web oficial indica para sorpresa del lector: «El 19 de septiembre de 1986
se inauguraba la sede actual del Museo, obra de Rafael Moneo Vallés, exponente clave de
la Romanización de Hispania, explicada a través de las piezas recuperadas del yacimiento
emeritense» (la cursiva es mía).
6. http://www.mnac.cat.

127
FERNANDO MONGE

la M em oria Histórica han generado tanta controversia, ¿cómo es posi­


ble que los museos sean en España tan poco polémicos? Antes de tratar
de ofrecer algunas posibles respuestas a esta pregunta, abordaré algunos
casos de otros países y me centraré, de forma particular, en aquéllos más
relacionados con la antropología y los antropólogos.

LOS MUSEOS EN ESTADOS UNIDOS Y CANADÁ:


LA EMERGENCIA DE LAS MINORÍAS

En 1989 tuve la ocasión de asistir a la celebración del centenario del


estado de Washington en los Estados Unidos. Entre las celebraciones
programadas se realizó una exposición conmemorativa de las culturas
nativas del estado en el Museo Burke de Historia Natural y Cultura de la
Universidad de Washington7, en Seattle. El modo en el que se mostraron
las piezas representativas de las distintas culturas me sorprendió por su
fragmentación. Por un lado, los conservadores-antropólogos exponían,
contextualizadas en vitrinas, algunas de las piezas más interesantes de
cada grupo, piezas que en su opinión representaban a esos grupos; por
el otro, en la parte opuesta de la sala, los representados se representaban
a sí mismos con carteles, fotos, paneles informativos y algunos objetos.
En el espacio de los antropólogos, a primera vista, se representaba el
pasado (¿acaso los museos no se especializan en eso?), mientras que el es­
pacio que los nativos habían utilizado hablaba del presente y del futuro.
Sin embargo, la división no era el resultado de una serie de decisiones
exclusivamente científicas o académicas, la exposición había terminado
por fragmentarse a causa de la imposibilidad de combinar la lógica y
diseño expositivo que los antropólogos querían desarrollar con la de los
propios nativos representados e invitados a participar. En primer lugar,
existía el problema de qué objetos elegir. Muchos de los más valiosos
objetos que almacena el museo no se pueden enseñar al público, ya que
su valor ceremonial privado lo impide. Ni siquiera los investigadores
invitados teníamos un acceso fácil a esas piezas. En segundo lugar, los
nativos reclamaban una concepción distinta de su pasado y sentían una
mayor urgencia por manifestarse como grupos vivos, con sus problemas
y, en algunos casos, sus reivindicaciones. Tras intensas y difíciles nego­
ciaciones, la exposición se transformó en ese espacio fragmentado, des­
igual en sus técnicas y métodos expositivos, en los mensajes que trans­

7. Burke Museum of Natural History and Culture, University of Washington


(http://www.washington.edu/burkemuseum).

128
EL L U G A R DE L O S A N T R O P Ó L O G O S

mitía y, con todo, bien sugerente de las dificultades que debe afrontar
una exposición de estas características. ¿Quién habla en representación
de quién y qué es lo que dice? ¿A quién debemos escuchar?
Cada sábado por la mañana, un grupo nativo era invitado por el
museo para que bailara, cantara y se representase ante el público. A las
puertas del edificio, frente a una de las esculturas más representativas de
la institución (una ballena asesina esculpida por Bill Holm, artista y con­
servador, nativo y antropólogo), los nativos bailaban y cantaban. Gene­
ralmente los grupos actuaban con sus ropas tradicionales y explicaban a
los espectadores el significado de canciones y bailes. A veces, entonaban
en inglés oraciones a la tierra y la vida y, si llovía, terminábamos den­
tro del museo hablando con ellos. Las fronteras entre el exterior y el
interior del museo no sólo se borraban físicamente, los representados se
auto-representaban y, a veces, de modos bien sorprendentes, no sólo por
la dimensión política y ética de sus espectáculos o actividades, sino
por la chocante ropa de la que hacían uso. Su vestuario nativo parecía
más el de algunas películas que han conformado el imaginario popular
de lo que es ser nativo que los trajes tradicionales que la documentación,
fundamentalmente colonial, había recogido.
Apenas un año más tarde, el Congreso de los Estados Unidos apro­
baba la Ley de repatriación y protección de tumbas de los nativos ame­
ricanos (a partir de ahora, NAGPRA, Native American Graves Protec-
tion and Repatriation Act8; véase Simpson, 2001: 283-287; Mihesuah,
2000). La nueva ley establecía que todos los museos que recibieran fon­
dos federales deberían elaborar inventarios y sumarios de los objetos de
las culturas nativas americanas que existían en sus colecciones y publi­
car dichos inventarios en el Federal Register, con la finalidad de que
todos aquellos restos humanos, objetos funerarios, objetos sagrados del
patrimonio cultural de los nativos americanos con descendientes acre­
ditados en organizaciones y culturas nativas, tanto indias como hawaia-
nas, puedan ser repatriados a sus grupos de origen. Los museos debían
crear un grupo de expertos que se ocupara de seguir las normas que
dictaba la nueva ley, elaborar los inventarios, entrar en contacto con las
comunidades nativas y atender todas las reclamaciones de repatriación
siguiendo la normativa legal.
Aunque la ley y los procedimientos que ésta indica son más comple­
jos de lo que he indicado brevemente, dicha normativa legal trataba de

8. Public Law 101-601,16 de noviembre de 1990. Para acceder a una rica informa­
ción sobre la ley, los programas de desarrollo e información relacionada con la implanta­
ción de la misma, véase http://www.nps.gov/history/nagpra.

129
FERNANDO MONGE

corregir el tratamiento claramente injusto que habían sufrido y todavía


sufrían estas minorías. Ningún otro grupo en Estados Unidos ha sido
despojado de los restos de sus antepasados, ni de los objetos relaciona­
dos con dichos enterramientos, tampoco han sido excavados sus cemen­
terios sin el consentimiento expreso de sus descendientes. NAGPRA
no sólo reconocía esa capacidad de control por parte de los diferentes
grupos tribales, sino el derecho de los nativos a poseer su propio pasa­
do, así como la soberanía tribal truncada por la ruptura de los tratados
—firmados entre naciones con plenos derechos— que habían ratificado
los Estados Unidos en su proceso de expansión hacia el oeste. NAGPRA,
además, se convertía en una poderosa herramienta de reconstrucción y
renovación cultural de los grupos nativos que solicitaban la repatriación
de su patrimonio cultural, al fomentar el reconocimiento del valor de
su historia y la creación de museos y centros culturales para acoger y
promover ese patrimonio en las comunidades nativas. A diferencia de
los museos públicos creados por los estados modernos para fomentar la
ciudadanía educando a sus visitantes en una serie de valores artísticos,
culturales e identitarios, los museos nativos surgían de las propias co­
munidades y de sus necesidades de afirmación cultural y grupal9.
Más al norte, en Canadá, dos museos, el del Departamento de An­
tropología de la Universidad de la Columbia Británica (MOA)10, en Van-
couver, y el Real Museo de la Columbia Británica11, en Victoria, exponen
de modo espectacular y muy cuidado todo tipo de objetos de las culturas
nativas de la Costa Oeste del Canadá. En el primer caso, un edificio de
cemento armado, diseñado en niveles descendentes e iluminado funda­
mentalmente por luz natural, nos va introduciendo en el mundo de las
culturas nativas de la región cultural que conocemos como Costa N o ­
roeste. Las piezas mostradas, muchas de ellas impresionantes, se tratan
de ubicar en el contexto en el que habían estado emplazadas originál-
mente en las propias culturas. Al lado de la gran sala y del jardín exte­
rior, un parque diseñado por varios de los artistas nativos más grandes
del momento muestra unas casas tradicionales. El momento culminante
de la visita tiene lugar en una sala cuidadosamente iluminada, donde se
ubica la escultura de Bill Reid, Raven and the First Men, que explica el

9. Existe un documental de gran interés que aborda esta cuestión: Who Owns the
Past. The American Indian Struggle for Control o f their Ancertral Remains, dirigido y pro-,
ducido por Jed Riffe (Jed Riffe Productions, Berkeley Media, Berkeley, 2001).
10. Museum of Anthropology (MOA) at the University of British Columbia, Van-
couver (http://www.moa.ubc.ca).
11. Royal British Columbia Museum, Victoria (http://www.royalbcmuseum.bc.ca).

130
EL L U G A R DE L OS A N T R O P Ó L O G O S

mito del origen del hombre. Para los visitantes el museo se convierte en
una experiencia total en la que, al final, para los que aún tengan ganas
y tiempo, se ofrece la posibilidad de curiosear por el «almacén visible»
(yisible Storage12): los almacenes y vitrinas en los que se guardan las pie­
zas no expuestas, pero que pueden buscarse y observarse en el orden y
modo que los visitantes deseen... Un poco más al fondo, hay una gale­
ría en la que otros artistas nativos contemporáneos hacen exposiciones
temporales de sus obras. El museo promociona las obras de arte y las
artesanías nativas, y en su tienda, situada a la entrada, se pueden adquirir
desde reproducciones, libros, pósteres, CD y objetos de poco valor hasta
grabados numerados y obras de arte firmadas, de gran valor.
En Victoria (Columbia Británica, Canadá), antes de entrar en el Real
Museo Provincial, se puede visitar un edificio en el que artistas nativos es­
culpen un poste totémico. Aquí, una vez más, las fronteras entre el exte­
rior y el interior, entre los conservadores y los artistas nativos, se diluyen.
Una serie de postes totémicos marcan una de las entradas al museo (la
otra se realiza a través de su tienda) y en el interior los visitantes no sólo
pueden observar, sino convertirse, en algunos momentos, en testigos o en
una parte de las exposiciones. El museo no sólo se compone de vitrinas
o dioramas, o de espacios en los que se muestran las esculturas, ya que
se puede transitar por la reproducción de una antigua calle de la ciudad,
con cine mudo incluido, aprender sobre la vida de los grupos nativos de
la región antes y durante la colonización, pasear por la galería dedicada
a los primeros pueblos (First Peoples Gallery), o entrar en la casa del jefe
Kwakwabalasami, Jonathan Hunt, un jefe KwakwaKa’wakw (antes cono­
cidos por los antropólogos como Kwakiutl) de Tsaxis (Fort Rupert). Su
hijo, Henry Hunt, y sus nietos, Tony y Richard Hunt, construyeron y es­
culpieron esta casa para el museo, pero conservan los derechos de uso13.
En ella se pueden escuchar las canciones privadas de la familia (un gran
privilegio dado que su valor para la familia y la cultura es vital) y hacerse
una idea bastante precisa de cómo era la vida en su interior y cuáles eran
los significados simbólicos de los objetos gracias a la forma en que están
expuestos y adornan y dan vida a la casa. En estas secciones el contexto
que se ofrece a los visitantes para aproximarse y comprender el mundo

12. Pueden abrirse y curiosearse armarios, cajones y cajas en las que se guardan con
criterio museológíco las decenas de miles de piezas que no se muestran, existen guías que
permiten localizar piezas concretas (por supuesto, los cajones y las vitrinas están protegi­
dos por planchas de metacrilato que impide que se puedan tocar, desorganizar o sacar).
13. Los datos relacionados con la casa los he obtenido de la página web oficial del
museo: http://www.royalbcmuseum.bc.ca/First_People_Gall/.

131
FERNANDO MONGE

nativo no se fundamenta exclusivamente en las explicaciones de los an­


tropólogos, sino en la de los propios nativos. El mensaje, a diferencia del
que se ofrecía en la exposición del centenario del estado de Washington,
no está fragmentado, sino que articula los dos registros comunicativos
para ofrecer una experiencia más cercana al mundo representado y, pese
a todo, ha sido criticado por mostrar las secuencias de una controvertida
película etnográfica, In the Land ofthe Head-Hunters (En la tierra de los
cazadores de cabezas), filmada antes de 1914 por el fotógrafo Edward S.
Curtis y que hoy se titula de forma más políticamente correcta: In the
Land o f the War Canoés (En la tierra de las canoas de Guerra, reeditada
en DVD en el año 2000 por The Milestone Collection).
Tanto las casas que se pueden visitar en los museos del Departa­
mento de Antropología (MOA) en Vancouver, como la que se encuen­
tra dentro del Real M useo Provincial de Victoria, representan un tipo
distinto de galería de exposiciones, porque los visitantes no sólo dis­
curren entre los objetos-iconos que representan a los nativos o a un
mundo pasado, sino que entran en los propios objetos, las casas y las
calles, y la experiencia provoca una representación propia, ya que sin
la presencia del visitante los nativos no actúan (y para ello los propios
nativos también tienen que estar allí).
Durante los últimos años, además de las transformaciones de los mu­
seos gestionados por instituciones como el Estado o las universidades, ha
surgido otro tipo de museos que da la voz a quienes no la tenían en las
estructuras tradicionales: los excluidos, las minorías o la propia sociedad
que cada vez se ve menos o peor representada en esos templos de cono­
cimiento.
El 22 de marzo de 1974 un grupo de KwakwaKa’wakw fundó en
Alert Bay, Columbia Británica (Canadá), la Sociedad Cultural U’M ista14
con el objetivo de trabajar por la supervivencia de la tradición cultural
de los KwakwaKa’wakw. Entre sus objetivos más ambiciosos se contaba
también la devolución de las propiedades culturales confiscadas por el
gobierno en el pasado, en concreto reclamaba la devolución de la llama­
da Colección del Potlatch de Cranmer, que se encontraba almacenada
en el Museo Canadiense de la Civilización, en Hull, el Real Museo de
Ontario de Toronto, y el Museo del Indio Americano/Fundación Heye
de Nueva York (Simpson, 2001: 153). La colección por cuya devolución

14. U’M ista Cultural Society: http://www.umista.org. D os excelentes documenta­


les producidos por esta sociedad relatan la confiscación del rico patrimonio cultural, así
como las luchas para recuperarlo y el modo en el que lo exponen y hacen uso de él en la
actualidad: Potlatch: A Strict Law Bid Us Dance (1975) y Box ofTreasures (1983).

132
EL L U G A R DE LOS A N T R O P Ó L O G O S

clamaba la banda Nimkish de los KwakwaKa’wakw fue confiscada por


el agente indio William Halliday en 1922. Durante aquellos años las
ceremonias del potlatch, centrales en las culturas nativas de la zona,
estaban prohibidas15. Las consecuencias de celebrar un potlatch como el
que convocó Dan Cranmer eran muy severas e incluían penas de cárcel
por largos periodos de tiempo; por ello cuando el agente indio que los
había sorprendido, William Halliday, ofreció al grupo un acuerdo en
el que admitían no celebrar otro en el futuro y ceder como muestra de
buena fe al Departamento de Asuntos Indios todos los objetos confisca­
dos, los nativos no tuvieron alternativa. A cambio de la cesión sólo 22
de los 50 acusados sufrieron penas menores de cárcel (dos meses), otros
cuatro de seis meses (pero fueron liberados bajo custodia) y al resto se le
suspendió la sentencia. A cambio de los varios cientos de objetos valio­
sos confiscados, el Departamento de Asuntos Indios les compensó con
1.495 dólares, una cantidad muy inferior al valor de mercado de sólo
algunos de los objetos confiscados (Simpson, 2001: 154).
Para alojar esa colección, cuya devolución reclamaban, construye­
ron en 1980 el Centro Cultural U’Mista. Este centro suponía una refor­
mulación de la concepción del museo tradicional, sin dejar de cumplir
las funciones de conservación y cuidado fijadas por el Museo Nacional
del Hombre del Canadá, además alojaba un aula educativa en la que
esas mismas piezas eran utilizadas por los niños de la banda para apren­
der las tradiciones y a bailar y cantar con ellas del modo adecuado. La
exposición de las piezas muestra a los visitantes un mensaje político
claro: las injusticias que han sufrido por parte de los grupos coloniza­
dores en el pasado y, a los miembros de la banda, el valor de preservar
y exhibir sus propios artefactos, su capacidad de recuperar su pasado e
identidad, así como el objetivo de promover ceremonias, actividades
artísticas, su propio arte y la enseñanza del KwakwaKa’wakw. N o es
casual que la palabra U’M ista describa el retorno de la gente capturada
por partidas de ataque de otros grupos (Simpson, 2001: 155).
En Estados Unidos, la aprobación de la Ley de repatriación y pro­
tección de tumbas de los nativos americanos (NAGPRA) abrió una nue­

15. El potlatch es una ceremonia organizada por un grupo que invita a otros grupos
y bandas cercanas, aliadas y rivales, en la que se ensalza al jefe y a los que la organizan, y
en la que se celebra una larga fiesta con bailes, comida y bebida, en la cual se regalan gran­
des cantidades de objetos de valor, así como comida y bebida a los invitados. El potlatch
marca el estatus del grupo ante sus vecinos, así como el rango de su jefe, superior cuanto
más regala, y compromete a los invitados a superar ese potlatch con uno mayor en un
periodo determinado de tiempo. Entre 1894 y 1951 el gobierno de la Columbia Británica
y luego del Canadá prohibió esta ceremonia.

133
FERNANDO MONGE

va etapa en los museos dedicados a los nativos y les ha devuelto la posi­


bilidad de construir sus propios museos y defender, tanto en éstos como
en otros financiados con fondos federales, los mensajes y la imagen que
se ofrece de ellos. Por supuesto, no todos los museos han aceptado o
aplicado esta ley del mismo modo. Los cambios, las controversias y
luchas por la repatriación del legado nativo continúan. En Berkeley,
el Museo de Antropología Phoebe A. Hearst de la Universidad de Ca­
lifornia en Berkeley16, ha sido objeto de manifestaciones y boicots por
parte de varios grupos nativos de California, que exigen la devolución
a sus descendientes de los numerosos restos humanos y del patrimonio
relacionado con él que allí se conserva. Un nativo, Ishi, muerto en 1915,
ha sido el detonante que ha colocado a este museo y su departamento de
antropología asociado, bajo el escrutinio y la crítica, tanto de los nativos
que lo denunciaron en 1995, como de la sociedad en general17.
El 28 de agosto de 1911, en un matadero a las afueras de Groville,
California, apareció un nativo aterrorizado, desnutrido y con el pelo que­
mado. Se trataba, como pronto pudieron publicar los periódicos tras las
primeras averiguaciones de los antropólogos, del último representante
de un grupo que se creía extinto. Tras conocer la noticia, Alfred Kroeber
(director del Departamento de Antropología de la Universidad de Cali­
fornia en Berkeley) envió a uno de sus colaboradores a conocer al nativo,
alojado por su propia seguridad en la cárcel del pueblo, y poco después
solicitó al Departamento de Asuntos Indios la tutela de este nativo. Unos
días después viajó a San Francisco, lugar en el que se encontraba entonces
el Museo de Antropología de la Universidad de California, y la historia
se convirtió en un fenómeno mediático y popular. Tanto es así que Ishi,
nombre que se dio al nativo Yahi, se convirtió no sólo en el primer em­
pleado nativo de la Universidad, como conserje del museo, sino en su
exposición más popular durante los fines de semana. Atrás quedaban los
años en los que el estado de California pagaba por indio muerto y las
cacerías humanas que se emprendieron contra los nativos; el casi extinto
indio americano generaba una gran fascinación entre los ciudadanos de

16. Phoebe A. Hearst Museum of Anthropology, University of California at Berke­


ley, http://hearstmuseum.berkeley.edu.
17. La historia de Ishi, cómo fue «expuesto» y tratado por su tutor y amigo, Alfred
Kroeber, así como el modo en que los antropólogos actuales del Museo Phoebe A. Hearst
y del Departamento de Antropología de la Universidad de California en Berkeley han
entendido y reaccionado ante las denuncias, por parte de los nativos en 1995 es uno de
los temas de investigación que tengo abiertos en la actualidad (Monge, 2007; existe una
versión española en Müllauer y Monge, 2009; y Monge, en prensa; particularmente inte­
resante para este artículo es Scheper-Hughes, 2003).

134
EL L U G A R . D E L O S A N T R O P Ó L O G O S

Estados Unidos y se estaba convirtiendo en uno de los motivos centrales


de las Exposiciones Universales que se celebraban en ese país y en otros18.
Algunos de los nuevos espectáculos de masas, como los Wild West Shows
protagonizados por personajes como Toro Sentado y Buffalo Bill, tenían
un gran éxito y contribuían a fijar una imagen de la realidad de los sal­
vajes indios americanos. Dichos espectáculos, junto con las exposiciones
de seres humanos vivos, tanto populares como científicas, contribuye­
ron a modelar una pintura de los nativos o de pueblos exóticos y, como
indican Nicolás Bancel, Pascal Blanchard y su equipo, «respondieron a
los fantasmas de Occidente sobre los otros y dieron realidad al discurso
racial en construcción» (Bancel et al., 2002: 5). Ishi vivió en la ciudad de
San Francisco, en una habitación que existía en el museo, y contó con
la amistad de varios antropólogos, entre ellos Alfred Kroeber, quien se
encargaba de su tutela, como he indicado. Sin embargo, una enfermedad
muy común entonces y particularmente virulenta entre los nativos, la tu­
berculosis, acabó con él apenas cinco años después de su aparición (25 de
marzo de 1916). En ese momento Kroeber estaba trabajando en Nueva
Cork, pero Ishi fue incinerado por sus amigos y enterrado con todo el
respeto que establecía el protocolo de su grupo en un cementerio situado
al sur de la ciudad. Años después, su vida, relatada por la segunda mujer
de Kroeber, Theodora Kroeber (1964), se convirtió en un gran éxito edi­
torial, de hecho es el libro más vendido de la editorial de la Universidad
de California. Este debería haber sido el final de una triste historia de
reconciliación, como indica Jam es Clifford (2000); sin embargo, el 8
de junio de 1997 apareció un artículo en el diario Los Angeles Times
que denunciaba el maltrato que, según un grupo de nativos, había recibi­
do Ishi y exigía la devolución de sus restos para celebrar un entierro dig­
no en su propio territorio. De acuerdo con los denunciantes, Ishi había
sido diseccionado tras su muerte, una costumbre rechazada por él y por
los nativos, y no había sido enterrado completo, un requisito para poder
a viajar a la tierra de sus antepasados, ya que su cerebro se conservaba
en el propio Museo de Antropología. Tras una larga investigación en la

18. N o voy a entrar a desarrollar aquí este tema que cuenta con una amplia biblio­
grafía; baste recordar que algunos de los espacios que hoy habitamos en las ciudades
fueron diseñados para estas exposiciones, unos como arquitectura efímera que no fue
desmontada (como el caso de la Torre Eiffel de París), otros como salas de exposiciones
(como las que alberga el Retiro — el Palacio de Cristal y el Palacio de Velázquez— ubi­
cados en una zona del parque real de El Retiro de Madrid, recién abierto al público en­
tonces, y que acogió, en esos edificios, el pequeño lago artificial y la zona circundante, la
Exposición General de las Islas Filipinas de 1887, o las exposiciones de Ashanti africanos
en 1897, o la de esquimales en 1900).

135
FERNANDO MONGE

que estuvieron involucrados los nativos, la historiadora de la Universidad


de California en San Franciscp, Nacy Rockafellar y el antropólogo Orin
Starn, se localizó el cerebro de Ishi en el Museo Nacional de Historia N a­
tural de la Smithsonian Institution en Washington D.C. Las noticias del
maltrato de Ishi se convirtieron en un escándalo a nivel estatal y se cons­
tituyó una Comisión de Investigación del Congreso de California ante la
que tuvo que responder el Museo y el Departamento de Antropología de
la Universidad. El escándalo no sólo activó la movilización de diversos
grupos nativos californianos para la recuperación de los restos nativos así
como otros objetos relacionados, sino que, además, colocó al M useo
Phoebe A. Hearst ante la difícil situación de aplicar las normas que es­
tablecía NAGPRA. No he entrado aquí en la dimensión ética que tuvo sin
duda la exhibición de Ishi en el museo o del trato que recibió por parte de
sus amigos una vez muerto, tampoco me interesa desarrollar esta historia
de los desencuentros entre los antropólogos y los nativos. Sólo quiero se­
ñalar cómo las exposiciones etnológicas o antropológicas que diseñaron
los antropólogos con intención de interpretar y enseñar a los visitantes
las culturas de otros pueblos pueden no ser el modo en el que los propios
nativos quieren representarse, ni una estrategia adecuada para fomentar
la multiculturalidad y convivencia. Tampoco parecen haber conseguido
sensibilizar suficientemente a aquellos que visitan los museos de la despo­
sesión, colonización y racismo que han sufrido por parte de los poderes
institucionales y la sociedad mayoritaria.
NAGPRA ha abierto en los Estados Unidos una etapa nueva para los
museos y las comunidades representadas en lo mismos, tras las dudas y
conflictos originados por las reivindicaciones de repatriación, y a veces la
polémica aplicación de la ley, los museos han ido aprendiendo a ajustarse
a las exigencias de los nativos y las normativas de la ley. Desde el 15 de
septiembre de 2008 existe en el M useo Phoebe A. Hearst un Comité
de Repatriación, compuesto por seis miembros, profesores e investigado­
res reconocidos de derecho, ética, estudios nativos, antropología, biolo­
gía y antropología de los museos. Asimismo, el museo está realizando el
inventario de los bienes comprendidos por la ley y estableciendo relacio­
nes con las comunidades nativas afectadas.
En el Museo Burke de Seattle, mencionado anteriormente, un tótem
de bienvenida preside hoy la entrada, y en honor de Bill Holm, artista
nativo, conservador del museo y antropólogo, se ha creado el Centro Bill
Holm para el Estudio del Arte de la Costa N oroeste19. Dicho Centro

19. Bill Holm Center for the Study of Northwest Coast Art. http ://www.Washington,
edu/burkemuseum/bhc.

136
EL L U G A R DE LOS A N T R O P Ó L O G O S

promociona el arte nativo de la región y mantiene una serie de becas


para artistas nativos residentes. Como el resto de los museos de estas
características en los Estados Unidos, tiene su comisión relacionada con
el NAGPRA y desarrolla lazos cada vez más fuertes con las comunidades
cuyas piezas atesoran y exponen.
Muchos de estos museos tienen ahora consejeros o consejos nativos
que les asesoran en sus actividades. En Canadá, el Museo de Antropo­
logía (MOA) de la Universidad de la Columbia Británica de Vancouver
está sometido a un profundo proceso de renovación y expansión en
colaboración con las comunidades nativas de la zona. El proyecto se
llama: Renewal Project - A Partnersbip o f Peoples (Proyecto de reno­
vación - Una asociación de pueblos) e incluye no sólo mayor espacio
para la exposición o una renovación del Almacén Visible que se conver­
tirán en las Multiversity Galleries, sino el desarrollo de un Centro de
Investigación Cultural en el que también trabajen nativos y ofrezcan su
propia perspectiva, además existe una Red de Investigación Recíproca
(Reciprocal Research NetWork, RRN) en la que se integran, online, este
centro de investigación y los que desarrollan las propias comunidades
nativas.
Si bien el panorama existente esta todavía relativamente lejos de ser
idílico, la nueva sensibilidad de los museos que alojan objetos de culturas
nativas o exóticas, potenciada sin duda en Estados Unidos por NAGPRA
o en Canadá por la Ley India, está transformando radicalmente la na­
turaleza y el lugar de los museos. Los antropólogos involucrados en los
museos y las comunidades nativas tienen mucho que aprender y es en el
museo como espacio de contacto y colaboración donde se pueden redi-
rigir muchas de las prácticas de la antropología, así como su función de
mediación entre las minorías y la sociedad mayoritaria.
He abordado hasta ahora instituciones de gran importancia para
las culturas nativas de ciertas áreas de Norteamérica, sin embargo,
no me he referido a los grandes museos nacionales cuyo papel, sin
duda, ha estado más claramente relacionado con la acción de las élites
intelectuales que construyen el Estado moderno y lo elaboran en el
museo a través de los objetos, narrando los orígenes y características
básicas de la identidad nacional. En estos museos más que divulgar,
se tiende a mostrar cómo son las personas que componen la nación.
N i en Estados Unidos ni en Canadá ha existido hasta épocas más re­
cientes, un M useo Nacional que represente a las minorías nativas. En
el M alí de Washinton, D .C., (la calle que comprende desde el Capi­
tolio al monumento a Lincoln y aloja en sus orillas la Casa Blanca y
los M useos Nacionales de la Smithsonian Institution) no existía un

137
FERNANDO MONGE

museo dedicado a los nativos. Hoy, tras su creación en 1989 por una
ley del Congreso, albergado en el edificio diseñado por un arquitecto
nativo y dirigido por un nativo del M useo Nacional del Indio Ameri­
cano20, ocupa su lugar simbólico en esa calle que representa a todos los
estadounidenses. El M useo Nacional del Indio Americano, que tiene
otra sede en un edificio neoclásico de la ciudad de Nueva York (en la
antigua Casa de las Aduanas en Manhattan), es una institución pecu­
liar. En este museo muchos de los conservadores no son antropólogos,
sino nativos, y la relación con sus comunidades es muy intensa, tanto
que conciben los museos comunitarios de los distintos grupos como
una extensión del M useo Nacional. Existe un sistema de ayudas que
permite el desarrollo de esos pequeños museos y abre la posibilidad
de exponer piezas o celebrar exposiciones del M useo Nacional en sus
locales. La revista que publican (American Indian) atestigua la vitali­
dad artística y cultural de los nativos y promueve su desarrollo. Las
primeras exposiciones inauguradas en la antigua Casa de las Aduanas
de Nueva York, en 1994, All Roads are Good: Native Voices on Life
and Culture (Todos los caminos son buenos: Voces nativas sobre la
vida y la cultura) y Creation’s Journey (Viaje de Creación21) dejaban
claro al visitante su nuevo espíritu. Las culturas nativas no están muer­
tas, sus obras de arte, sus obras maestras, significan algo para ellos y
en esas exposiciones podían escucharse las opiniones acerca de cómo
las entendían ellos mismos y, sobre todo, cómo las sentían. Al lado de
las interpretaciones de antropólogos e historiadores de arte, los guías
y la exposición abrían las perspectivas nativas sobre su mundo. En una
esquina habilitada para sentarse en tom o a un narrador, una anciana
relataba a quien lo deseaba historias de su pueblo. Los mensajes que
recibía el visitante no se limitaban, como he indicado, a la interpre­
tación antropológica, sino que ofrecían la posibilidad de acercarse a
la visión ofrecida por los nativos y de interactuar con las piezas y los
guías que las mostraban. El museo no sólo ayuda a reforzar la identi­
dad indígena y de enorgullecer a sus comunidades, sino que pretende
construir una sociedad multicultural basada en el conocimiento y res­
peto mutuos.

20. National Museum of the American Indian (http://www.nmai.si.edu).


21. T. Hill y R. W Hill, Sr. (eds.), Creation’s Journey. Native American Identity and
Belief, Washington y Londres: National Museum of the American Indian, Smithsonian
Institution Press, 1994). La exposición se celebró en Nueva York entre el 30 de octubre
de 1994 y el 1 de febrero de 1997.

138
EL L U G A R DE L OS A N T R O P Ó L O G O S

L O S M U SE O S A N T R O P O L Ó G IC O S E N ESPAÑA
Y LA SO C IED A D M U LTIC U LTU R A L

¿Cómo han cambiado los museos de orientación y contenido antropoló­


gico en España? Sin duda, como en los casos que ya he mencionado, los
museos en España también están sujetos a un fuerte proceso de transfor­
mación que, quiero pensar, no sólo está motivado por la sensibilidad y
esfuerzos de sus conservadores y gestores, sino por los propios cambios
socioculturales a los que está sometido el país. Denunciaba al principio
de este trabajo el relativo desinterés por renovar los museos, la poca
sensibilidad de la sociedad hacia la transformación de los mismos. ¿De
qué modo representan los museos a los españoles? ¿Cómo muestran
o interpretan su pasado? Se discute la Ley de la memoria histórica, el
derecho del Estado democrático a eliminar o modificar los mensajes de­
jados en los espacios públicos por la dictadura de Franco y, sin embargo,
apenas se discute de qué modo nos representan nuestros museos. Los
antropólogos españoles, en concreto, presumimos de desarrollar una
visión crítica de la sociedad y de la acción de nuestros antepasados en
los territorios colonizados: ¿de qué modo se muestra América en el
Museo de América22?, ¿representa ese museo a los muchos españoles e
inmigrantes de origen latinoamericano? La respuesta parece obvia y, sin
embargo, podemos alegar, en primer lugar, que se trata de un museo
que se centra en piezas arqueológicas procedentes del pasado, así como
de objetos de arte colonial. Sin embargo, su atractiva y moderna presen­
tación muestra una América en la que los esclavos procedentes de Africa
o los trabajadores forzados de Asia «inmigraron»; en la que la caída de
la población indígena se debió, sobre todo a las epidemias, y desde lue­
go donde el genocidio (que no se menciona) sólo se produjo en las áreas
de colonización británica; una América en la que la voz nativa apenas
se manifiesta y aparece acompañada al mayor logro de la colonización:
un lenguaje común. ¿Tienen los museos que ofrecer un mensaje único,
incontestable, naturalizado por el prestigio de las ciencias, entre ellas
la antropología, o pueden ofrecer una ventana para que los visitantes
desarrollen sus propias conclusiones?
Durante los últimos años, los museos han aprendido a reorganizar
sus colecciones permanentes y a mezclar partes de éstas con las de otros
museos para mostrar historias o aspectos que ilustren dimensiones no

22. El análisis y parte de las reflexiones que vierto aquí han surgido de una investiga­
ción conjunta que realizamos M arisa González de Oleaga y yo sobre los museos en general
y el Museo de América en particular: «El Museo de América: M odelo para armar» (2007).

139
FERNANDO MONGE

evidentes para el visitante, que no es un experto. Por ejemplo, el Museo


del Prado y el M useo Nacional Centro de Arte Reina Sofía23 realiza­
ron en el año 2006 dos exposiciones conjuntas, Picasso, Tradición y
Vanguardia24 que conmemoraban los veinticinco años del retorno del
Guernica a España, en las que mostraba, en la primera, de qué modo
la tradición artística española influyó en la creación vanguardista de
Picasso (de un solo vistazo se podía comparar las Meninas de Velázquez
con las de Picasso), y en la segunda, cómo retrató Picasso la guerra y de
qué forma se relacionan sus cuadros con otras denuncias artísticas de la
misma (en una sala convivieron durante la exposición el Guernica con
El 3 de mayo de 1808 en Madrid. Los fusilamientos en la montaña del
Príncipe Pío de Francisco de Goya, L a ejecución del emperador M axi­
miliano de Edouard Manet y, también de Picasso, Masacre en Corea.
El visitante no sólo disfrutaba del arte y aprendía sobre el proceso de
creación de Picasso, sino que salía de la exposición horrorizado).
El Museo de América o el Museo Nacional de Antropología tam­
bién programan y diseñan exposiciones temporales sobre múltiples te­
mas. La variedad, las visiones de los antropólogos, de los fotógrafos, del
patrimonio que atesoran nos permiten acceder a la diversidad humana,
sin embargo la voz nativa no suele aparecer nítidamente o dirigir las
exposiciones. En el Museo de América se celebra, según me ha indicado
algún miembro del mismo, el día nacional de los países latinoamerica­
nos con una mayor presencia en España. Los talleres del verano per­
miten a los niños, jugando, ponerse en lugar de ciertos nativos, pensar
sobre las piezas que se exponen en el museo y aproximarse al mismo.
Sin embargo, esos juegos, no los hace un nativo americano cuando de
sus piezas se trata. En el M useo de los Niños de Boston25 he podido
asistir con mi hijo a un taller de bailes americanos del área realizado
por un nativo americano al que luego tuvimos ocasión de conocer en
un pow-wow en la Universidad; en el M useo de Bellas Artes26 de la
misma ciudad, participé en un taller sobre danzas de Bali, por parte de
un balinés afincado en los Estados Unidos, o en talleres de tambores y
ritmos africanos. En ese mismo museo los niños pueden buscar, como

23. http://www.museoreinasofia.es
24. Picasso. Tradición y Vanguardia (6 de junio / 4 de septiembre 2006): 25 años con
el Guernica (Madrid, M useo Nacional del Prado, Museo Nacional Centro de Arte Reina
Sofía, 2006).
25. Boston’s Childrens M useum (http://www.bostonchildrensmuseum.org, http://
www.bostonkids.org).
26. Museum of Fine Arts, Boston (http://www.mfa.org).

140
EL L U G A R DE L O S A N T R O P Ó L O G O S

detectives, personajes en los cuadros, pintar sus propias versiones de los


mismos, pasar la mañana jugando en las salas. El Museo de los niños
muestra la diversidad de la ciudad, cómo es un mercadillo de productos
de comida mexicanos, cómo se organizaban las casas japonesas o cuánta
gente viaja en el metro de Tokio.
La antropología y los antropólogos de y en los museos tienen mucho
que hacer y decir en estos espacios. En primer lugar, pueden manifestar
su compromiso ético con aquellos de los que hablan y escriben y también
con su propia sociedad y con las personas que visitan el museo. Hasta
ahora parece, que nos basta con ofrecer interpretaciones académicamente
correctas de las sociedades o mundos nativos, de los objetos expuestos,
pero creo que tenemos que tratar de aproximarnos a nuestra tarea de un
modo más reflexivo y crítico, mediar y comunicar en exposiciones en las
que los nativos se muestren a sí mismos, ser aconsejados por ellos y llegar
a acuerdos. Uno de los grandes beneficios que ha tenido la aprobación y
desarrollo de NAGPRA ha sido la de relacionar los museos con las comu­
nidades nativas, abrir un medio estable de comunicación y asesoría que
está generando mayor comprensión mutua y exposiciones socialmente
sensibles. Los nuevos museos comienzan a mostrar a la sociedad cómo
quiere ser representada y esa sociedad es, en muchos casos, multicultural.
Los museos también son, como hemos visto, espacios de confron­
tación y eso no es malo; y pueden también emitir mensajes duros y
desagradables para sus sociedades, museos y monumentos, como es el
caso del Museo y Monumento al Holocausto en Berlín, ubicado al lado
de la puerta de Brandenburgo, en el espacio que ocupaban algunos de
los edificios, hoy destruidos, del régimen nazi: no es una experiencia
agradable para el visitante, y sin embargo su visita hace mucho por la
construcción de una sociedad más respetuosa y más abierta.
Es obvio que el M useo de América en M adrid no puede ser una
reproducción del Museo Nacional del Indio Americano, el contexto y
la sociedad a la que se dirige y con la que se relaciona son distintos. La
interacción con comunidades nativas es más difícil y, se puede argumen­
tar, menos relevante para los españoles, sin embargo también es posible
con un sistema de ayudas económicas que permitan la estancia de ar­
tistas y expertos nativos para ofrecer su visión de las piezas, o trabajar
con ellas, para hacer talleres o celebrar conciertos. Las propias comu­
nidades inmigrantes pueden relacionarse con los museos y desarrollar
conjuntamente actividades con ellos que ayuden, en un plazo más largo
del que duran esas actividades, a modular mensajes más acordes con
las sociedades que mantienen esos museos. El Museo de América o el
Museo Nacional de Antropología no son instituciones comunitarias, sin

141
FERNANDO MONGE

embargo pueden actuar como tales para visibilizar a esas comunidades


que viven en España, afianzar su identidad y ayudar a que ellos se sien­
tan parte de y nosotros contemos con ellos. ¿Por qué los antropólogos
no hemos hecho más en esta dirección?
Este artículo no pretende acusar a los museos españoles, ni ofrecer
un retrato de los esfuerzos que sin duda hacen los antropólogos conser­
vadores que trabajan en ellos, tampoco denunciarlos por falta de ética27.
Los cambios que se han producido en los museos españoles a los que me
he referido, y otros muchos, han sido notables durante los últimos años,
y lo han sido a pesar de las pobres financiaciones y falta de interés de los
gestores políticos de las administraciones autonómicas y estatal. Algunos
museos han nacido durante las últimas décadas como heraldos de admi­
nistraciones autonómicas o urbanas demasiado deseosas de visibilidad,
otros que son estandartes del país se someten a renovaciones que no pa­
recen tener fin. Los museos a los que me refiero, y los antropólogos que
pueden relacionarse con los mismos, pueden desarrollar políticas más
acordes con la dimensión multicultural que habitamos y adecuar los men­
sajes que emiten a una ética en consecuencia, más relativa y, por tanto,
iftás cercana a los principios de los distintos componentes de la sociedad.
En España apenas hemos abordado el tema de la devolución o re­
patriación del patrimonio a sus comunidades originarias. Sin duda éste
es uno de los problemas más complejos y predominantes que tienen los
museos de la era postcolonial (Simpson, 2001: 171-266). Parece que las
únicas controversias con respecto a la repatriación surgen con la deman­
da de Elche por recuperar su Dam a, o la de Guernica por alojar el famoso
cuadro de Picasso que muestra el horror del bombardeo durante la gue­
rra civil. Nadie parece poner en duda que los fondos que conservan el
Museo de América o el Museo Nacional de Antropología estén con toda
legitimidad en España. Cuando el pasado 6 de abril de 2009 apareció en

27. El Museo de América forma parte, tal como indica en su página web, de un
proyecto de investigación europeo Museos como lugares de Diálogo Intercultural (http://
www.mapforid.it en el que participan instituciones de Italia, Hungría, Holanda y Espa­
ña). El Ministerio de Cultura de España y el M useo Nacional de Antropología también
participan en este proyecto piloto. He podido trazar la participación en este proyecto de
antropólogos y sus primeros resultados apenas se pueden evaluar. Entre otros, el Museo
Nacional de Antropología ha lanzado, en este marco, una iniciativa llamada Contamos y
nos cuentan. Diálogo intercultural en el Museo Nacional de Antropología en la que distin­
tos representantes de la sociedad, expertos y no expertos (entre ellos inmigrantes), hablan
sobre una serie de piezas expuestas en el museo. Comparada con las experiencias que he
relatado de otros países, ésta parece un poco más cauta y recelosa de la toma de posesión
que puedan hacer de la pieza y del museo las comunidades invitadas a hablar.

142
EL L U G A R DE L O S A N T R O P Ó L O G O S

el diario El País un artículo28 sobre el aumento de las demandas por parte


de muchos países y comunidades de la devolución de su patrimonio, los
lectores que comentaron la noticia señalaron con toda rapidez la rapiña
con la que se han construido museos como el Británico de Londres, y
absolvieron la torpe colonización española que apenas se llevó nada de
esos países. Esos mismos lectores denunciaban, a su vez, la expoliación
del arte español que hoy está en Estados Unidos al mismo tiempo que,
algunos de ellos, defendían que museos como el Británico, el Louvre de
París o el de Pérgamo en Berlín, son instituciones de la humanidad y que,
gracias a ellos esas piezas, hoy reclamadas por otros países, se han conser­
vado magníficamente. La antropología puede explicar a los defensores de
los museos universales el valor que esas piezas tienen para aquellos que
se sienten identificados con ellas y pueden colaborar en la resolución de
esos conflictos si suplantar la visión de esas comunidades.
«Los museos considerados tradicionalmente templos del arte y el
conocimiento, así como guardianes de tesoros nacionales, se han trans­
formado en espacios de disensión y polémica, centros de actividad y
discusión; ‘zonas de contacto’29 entre representaciones y aquellos repre­
sentados», se han convertido, en nuestra opinión (González de Oleaga
y Monge, 2009: 730), en espacios de flujo, «zonas de contacto» donde
una colección de objetos multimedia (cultura material, tradiciones orales
en formatos de audio o vídeo, etc.) no sólo se reúne, preserva, investiga
y muestra a los visitantes, sino también en espacios donde el papel de lo
público es esencial. Hoy más que nunca, los museos necesitan ser lo que
son y demandan las comunidades de su circunscripción; es decir, deben
llevar a cabo un servicio público variado. N o sólo son un excelente cam­
po de estudio y actividad para la antropología sino, además, escenarios
en los que es tan necesario desarrollar buenas prácticas como reflexionar
críticamente sobre el papel y la ética de los antropólogos contemporá­
neos. ¿Qué podemos aprender y compartir entre todos?

R E F E R E N C IA S B IB LIO G R Á FIC A S

Bancel, N., P Blanchard, G . Boetsch etal., 2002, «Introduction. Zoos humains:


entre mythe et réalité», en Id. et al. (eds.), Zoos Humains, de la Vénus Hot-
tentote aux Reality Shows, París, Editions La Découverte: 5-18.

28. C. Sierra, «Devuélveme el arte de mi país» (http://www.elpais.com , 6 de abril de


2009),
29. El término zona de contacto fue acuñado por M. L. Pratt, Imperial Eyyes. Travel
'Writing and Transculturation, Londres-Nueva York; Routledge, 1992.

143
FERNANDO MONGE

Clifford, J., 2000, «Ishi’s Store» (adaptación del manuscrito inédito de la con­
ferencia impartida en la Universidad de California, Santa Cruz, con motivo
de la 35.a Faculty Research Lectures el 26 de octubre de 2000).
González de Oleaga, M. y F. Monge, 2007, «El Museo de América: modelo
para armar», Historia y Política. Ideas, procesos y movimientos sociales,
18: 273-293.
González de Oleaga, M. y F. Monge, 2009, «Museums», en Iriya y Saunier (eds.),
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tury to the Present Day, Nueva York, Palgrave Macmillan: 729-732.
Kroeber, Th., 1964, Ishi in Two Worlds. A Biography of the Last Wild Indian in
North America, Berkeley, University of California Press.
Mihesuah, D. A. (ed.), 2000, Repatriation Reader. Who Owns American Indian
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tice: Live Ethnological Exhibits, and Ishi’s Legacy», en Bodzsár y Zsákai
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bridge Scholars Publishing: 46-55.
Monge, F. (en prensa), «Exposing Ourselves: Live Ethnological Exhibitions in
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Simpson, M. G., 2001, Making Representations. Museums in the Post-Colonial
Era, Londres y Nueva York, Routledge.

144
LA POSICIÓN DEL ANTROPÓLOGO
EN LA REVALORIZACIÓN DEL PATRIMONIO.
EL DILEMA DE LA «PARTICIPACIÓN OBSERVANTE»
EN LA BATALLA NAVAL DE VALLECAS

E lís a b e th L o r e n z i F e rn án d e z
Universidad Nacional de Educación a Distancia

Antes de comenzar la reflexión sobre los dilemas éticos surgidos en la


relación con mi trabajo de campo, quisiera llamar la atención del lector
sobre una cuestión que será el eje vertebrador de este texto: el compro­
miso del investigador con sus sujetos de estudio y la riqueza de conoci­
mientos que se genera desde esta interacción. Transformando el binomio
«observación-participante» en «participación-observante» mi intención es
marcar la importancia de la participación en un trabajo de campo, pero
ante todo interrogarme sobre la tan requerida imparcialidad del obser­
vante y el arraigo del choque cultural y el extrañamiento del investigador
como fuente de análisis social.
Toda esta reflexión parte de mis vivencias relacionadas con la pu­
blicación de mi trabajo que tomó una cierta relevancia en el entorno
que estudié. Los acontecimientos en este contexto y mi posición en
el campo me provocaron algunos dilemas éticos que no me dejaban
sentir tranquila, pero en aquel momento no me detuve a reflexionar
sobre ellos. Sin embargo, el presente capítulo, no surgió tanto de la
necesidad personal de planteármelos, sino gracias a la pregunta de otra
persona: ¿podrías presentar un dilema ético que haya surgido de tu
práctica como etnógrafa? La pregunta y la reflexión me han llevado
hasta aquí y son una preciosa oportunidad para dar forma a cuestio­
nes que, por otro lado, han estado determinando mi trabajo de forma
implícita.
Para responder a la pregunta me remití al trabajo más intenso que
había realizado hasta la fecha: una investigación en el madrileño barrio
de Vallecas sobre una de sus fiestas más originales y polémicas, la Bata-

145
ELÍSABETH LORENZI FERNÁNDEZ

lia Naval. Como etnógrafa y como autora de un libro sobre esta fiesta,
jugué cierto papel a la hora de legitimarla ante los medios de comuni­
cación y la Administración. Y para desarrollar este capítulo sobre mis
argumentos acerca de la ética profesional, lo que hice fue atrapar las
controversias que generó la publicación de mi trabajo.
Antes de continuar debo advertir al lector que en este texto la cues­
tión ética se ha convertido en un punto de partida para reflexionar
sobre los dilemas que sentí durante los procesos participativos que im­
plicó mi práctica etnográfica. Pero para desarrollarlo no voy a hacer
hincapié en la fase del trabajo de campo, donde la observación par­
ticipante juega un papel fundamental y donde podrían ubicarse cla­
ramente los dilemas ante las oportunidades de participación. Davydd
Grenwood (2000: 27-49) reflexiona magistralmente sobre este m o­
mento de la investigación y las implicaciones para la metodología de la
observación participante señalando cómo desestabiliza al investigador
el hecho de que sus «informantes» se sientan también participantes de
la observación. En mi caso, esta disposición no me generaba este con­
flicto, sino que me hacía sentirme más cómoda porque sus formas y el
lenguaje me resultan familiares. Las controversias, en mi caso, llegaron
después.
Las reflexiones que voy a exponer a continuación se centran en las
cuestiones que surgen al devolver los resultados de la investigación; es
decir, cuando salí del sombrío refugio de la observación y quedé expues­
ta a la luz de las observaciones de los observados, además del «público»
en general y de la academia.
Pero para explicar bien los dilemas que afronté, debo primero ex­
poner por qué se generaba un clima de polémica en torno a la fiesta
de la Batalla Naval, y por qué este clima me forzaba a situarme como
antropóloga en una pequeña, pero compleja arena política local.

LA P O L É M IC A BA TA LLA NAVAL

Desde hace ya casi tres décadas, la Batalla Naval consiste en una gran
guerra de agua colectiva en la cual todos y todas son víctimas y verdu­
gos. Con esta fiesta se conmemora y se defiende la irreverente y utópica
independencia de Vallecas, proclamando la localidad como Puerto de
Mar. Se celebra todos los años el domingo de julio más cercano a la
mitad del mes, como punto y final extraoficial de las fiestas del distrito.
El evento se convoca en el bulevar del distrito y allí, desde las cinco de
la tarde, llueve gente cargada con cubos y pistolas, con la sana intención

146
LA P O S I C I Ó N DEL A N T R O P Ó L O G O EN L A R E V A L O Rl Z A C I Ó N D E L P A T R I M O N I O

de mojar y recibir con buen humor los chapuzones propinados por los
demás. Gente arremolinada en torno a cualquier fuente de agua se apre­
sura a llenar sus armas acuáticas para poder mojar a sus contrincantes.
Los que se disfrazan de piratas, marineros y bañistas excéntricos ponen
su nota de color. «Atrezzaturas» de barco representan sus propias bata­
llas y la charanga y la percusión riegan el ánimo con desordenadas notas
musicales. Los cubos, pistolas y disfraces pincelan con su colorido la
alegría y la algarabía de una fiesta a la cual han acudido cada vez, en los
últimos años, más de siete mil personas.
Desde sus inicios, en julio de 1982, cuando se proclamaba por pri­
mera vez «iVallekas, Puerto de M ar!», la Batalla Naval ha estado estre­
chamente ligadá a los movimientos sociales del distrito, una densa y cam­
biante red de asociaciones y colectivos, desde la cual se ha dinamizado
la vida cultural del distrito. Este hecho, junto a otros factores, ha ido
contribuyendo a fomentar una especificidad cultural vallecana, porque
se han ido creado referencias comunes, lugares y momentos de encuen­
tro, tareas colectivas, conceptos, símbolos e iconos. Por otra parte, este
trabajo cultural ha ayudado a cimentar la idea de Vallecas como barrio
particular e independiente.
M i objetivo al investigar la Batalla Naval era llegar a comprender la
cabida que un evento así tenía en un distrito en rápida transformación,
y cuál era su papel en la conformación de una identidad vallecana tan
arraigada en el barrio, y en muchos elementos, ligada a una cultura de
izquierdas. Con el tiempo esta observación dio lugar a mi tesis doctoral
y a la publicación de un libro Vallekas Puerto de Mar. Fiesta, identidad
de barrio y movimientos sociales (Lorenzi, 2006).
El libro trata principalmente de responder la siguiente cuestión: ¿por
qué en Vallecas el sentimiento identitario de barrio se manifiesta de
forma tan intensa? M i trabajo no trata tanto de definir las condiciones
que propician un sentimiento que es difícil de medir, sino de exponer
la labor de promoción identitaria y de práctica cultural que llevan ha­
ciendo durante tantos años los movimientos sociales y que se encarna
claramente en la Batalla Naval.
Esta fiesta se celebra sin interrupción desde 1982, pero conseguirlo
requiere un gran despliegue de esfuerzos y estrategias por parte de sus
promotores, ya que no se trata precisamente de un evento que destile
conformismo. Es una fiesta que proclama independencia y autonomía,
tanto en su forma como en su contenido. La manera de usar y reclamar
lo público en espacios y recursos (el agua) choca con las formas de en­
tender esta gestión por parte de los representantes locales del ayunta­
miento. Por otra parte, la alarma social >de los últimos años, generada

147
ELÍSABETH LORENZI FERNÁNDEZ

en torno al problema de la sequía, nutre de argumentos a la prensa y a


la administración para polemizar sobre la celebración1.
En sus inicios, la fiesta tomaba cuerpo en un contexto en el cual el
ayuntamiento de Madrid, con su espíritu de renovación, daba cabida en
los programas festivos del distrito a las propuestas del entorno y cuan­
do las asociaciones de barrio promovían con especial ahínco las fies­
tas populares como parte esencial de su proyecto político. Durante esta
convergencia de intereses, las fiestas de barrio y otro tipo de iniciativas
(carnavales, festivales de rock...) encontraron cierto apoyo institucional.
Es en este contexto cuándo nació la Batalla Naval. Con el tiempo, las
juntas de distrito, consolidadas en sus funciones, empezaron a manifes­
tar su rechazo ante el uso que se hacía de la calle y de las bocas de riego.
El momento en el que las reticencias se convirtieron en clara oposición
se consolidó cuando el Partido Popular llegó a la Junta de Distrito, pro­
hibiendo la fiesta.
A pesar de ello, la fiesta no se dejó de celebrar, pero sí supuso un re­
doblado esfuerzo para los distintos colectivos y promotores que tenían
que idear diferentes estrategias que permitieran materializarla cada año.
Durante cinco años (1995-2000) estuvo expresamente prohibida. La
Junta levantó la prohibición cuando un grupo de personas se constitu­
yeron como la asociación «Cofradía Marinera de Vallekas» y negoció las
formas de celebración de la fiesta, comprometiéndose a controlar el uso
del espacio y del agua. Desde ese momento se ha celebrado de forma
normalizada, aunque las polémicas en torno a las restricciones de agua
a causa de la sequía han servido de argumento para problematizarla y
negar recursos para su celebración.
Por tanto, a pesar de que la fiesta tiene lugar una tarde al año, son
cíclicos los numerosos esfuerzos que van dirigidos a conseguir materia­

1. Ofrezco aquí una pequeña muestra de los titulares de prensa más polémicos en
los últimos años: «La guerra de los rebeldes», E l País, 19 de julio de 1993; «La sequía no
amargó la ‘batalla naval’», Ya, 18 de julio de 1994; «La Batalla Naval de Puente de Valle-
cas terminó con la intervención de la Policía Nacional», ABC, 17 de julio de 1995; «Bata­
lla Naval, batalla campal», E l País, 17 de julio de 1995; «La Batalla Naval clandestina de
Vallecas se salda con ocho detenidos», 16 de julio de 1996; «La edil de Vallecas prohíbe
la Batalla Naval por apología del terrorismo», E l Mundo, 18 de julio de 1998; «Ley Seca
en Vallecas», Diario 16, 19 de julio de 1999; «La Batalla Naval de Vallecas será una fiesta
pese a la prohibición», Diario 16, 17 de julio de 2000; «La edil de Vallecas autoriza la
Batalla Naval tras cinco años de prohibición», E l País, 13 de julio de 2001; «Los valleca-
nos ‘se mojan’ por un puerto de mar», E l Mundo, 15 de julio de 2002; «Batalla Naval en
plena sequía», ABC, 14 de julio de 2006; «Polémica en Vallecas por la batalla naval del
domingo», 20 Minutos, 13 de julio de 2007; «Vallecas libra una batalla de 80.000 litros
de agua para exigir mejores servicios sociales», E l Mundo, 20 de julio de 2008.

148
LA P O S I C I Ó N DEL A N T R O P Ó L O G O EN LA R E V A L O R I Z A C I Ó N DEL P A T R I M O N I O

lizar la Batalla Naval, calmando o desafiando al ayuntamiento, generan­


do opinión pública favorable y articulando un apoyo social en torno a
su celebración. Bajo la piel de este esfuerzo, sus promotores buscan que
la fiesta sea una ocasión para generar un momento lúdico de encuentro
participativo y de activación de contenidos alternativos y de barrio.
Tener en cuenta estos hechos es importante para que el lector pueda
comprender cuáles son los dilemas éticos que voy a plantear en este
capítulo, ya que en esta arena de despliegue de estrategias y argumentos
legitimadores, la publicación de mi libro y mi papel como antropóloga
cobró cierta relevancia como un elemento para reforzar la imagen de la
Batalla Naval. Y a la inversa, esta arena me ha proporcionado una gran
riqueza de oportunidades para difundir mi trabajo.

E L IN T E R É S D E LA FIESTA

La Batalla Naval, que en definitiva conjuga con particular localismo los


elementos de un Reclaim the Streets (reclama las calles), se caracteriza
fuertemente por la implicación de los movimientos sociales en la pro­
moción de un sentimiento de barrio. Esto es lo que ha hecho despertar
interés hacia la fiesta lejos y cerca de las humildes fronteras vallecanas.
N o es casual que el libro haya visto la luz gracias a dos editoriales, La
Tarde y Traficantes de Sueños. Esta última se implica intensamente en la
publicación de materiales y textos valiosos para los movimientos socia­
les, ya sea porque puedan representar una valiosa herramienta de análisis
o porque se trate de materiales producidos desde la reflexión y la prácti­
ca2. En este sentido, para ellos, el principal objetivo de la publicación de
mi trabajo era impulsar el libro como herramienta de reflexión sobre los
movimientos sociales en el proceso de articulación de una identidad
local. El libro promueve objetivamente el reconocimiento de la Batalla
Naval como patrimonio cultural, pero para los editores y para muchos
de sus lectores, su valor reside en que pone énfasis en la cultura como
algo activo y resultado del trabajo colectivo.

2. «Traficantes de Sueños nace con el propósito de ser un punto de encuentro y


debate de las diferentes realidades de los movimientos sociales. Intentando trascender
este ámbito, trata de ir aportando su granito de arena para enriquecer los debates, sensi­
bilidades y prácticas que tratan de transformar este estado de cosas. Para ello construimos
una librería asociativa, una editorial y un punto que coopera con redes de distribución
alternativa. Los textos de la editorial se publican con licencia Creative Commons y con
copyleft» (http://traficantes.net).

149
ELl'SABETH LORENZI FERNÁNDEZ

Lo que sucede con la Batalla Naval en Vallecas es particular, pero no


único. Promover el barrio como una plataforma politizada para fomentar
una mejora en la democratización de la sociedad es un fenómeno exten­
dido que considero que tiene fuerte arraigo en muchas ciudades españo­
las, especialmente en aquellas donde el Movimiento Vecinal tuvo cierta
fuerza durante el periodo de la Transición (Barcelona, Zaragoza, Sevilla).
Esta herencia es muy interesante, pero lo que me más me ha llamado
la atención de la Batalla Naval es la reactualización de este concepto ba­
rrial desde claves contra-culturales. La reivindicación de la fiesta como
evento articulador de una identidad, de unas relaciones, de un conte­
nido, y como catalizador de la recuperación del espacio público es un
fenómeno que se encarna en diversos lugares y sigue siendo en muchas
ocasiones la «punta de lanza» de diferentes colectivos y redes de diver­
sos movimientos sociales. Sólo en M adrid podría nombrar decenas de
situaciones similares que tienen que ver con diferentes contextos donde
distintos colectivos son agentes y promotores de eventos lúdicos y fes­
tivos que acaban siendo referenciales de la escena cultural madrileña:
ocupación lúdica de la calle por parte de la Bicicrítica el último jueves de
cada mes, la participación del Espacio Popular Autogestionado El Patio
Maravillas en las fiestas del barrio de Malasaña, la promoción de fiestas
alternativas por colectivos de barrio en Aluche y el Barrio del Pilar...
En Vallecas hay un amplio espectro de la población dispuesta e in­
teresada en la exposición y análisis sobre su fiesta más particular. Fuera
de estas fronteras, el público más sensible a este tipo de análisis es aquel
que participa en los movimientos antes descritos, para quien impulsar el
componente festivo e identitario tiene un gran importancia.
El libro vio la luz en junio del 2007, apenas un mes antes de la ce­
lebración de la Batalla Naval, por tanto, y gracias a la presencia que
siempre tiene la fiesta en los medios de comunicación, recibí una intensa
atención por parte de éstos, y durante un mes fui entrevistada al menos
una docena de veces, primero en los medios locales, y más tarde en otros
de alcance nacional. La Batalla Naval siempre ocupa un espacio preemi­
nente en los medios vallecanos, ya que es uno de los acontecimientos con
más arraigo en el barrio. Ciertos medios de comunicación con fin social
(Radio Vallekas, Tele-K) participan activamente en la fiesta, ya que la
consideran una ocasión para promover el desarrollo comunitario.
Para los de mayor alcance, la fiesta tiene cierto tirón, ya que es lla­
mativa, pintoresca y polémica, y encaja perfectamente en la parrilla de
noticias veraniegas. La Batalla Naval en julio y la carrera de San Silves­
tre en Nochevieja son los dos momentos periódicos del año en los que
el barrio de Vallecas es objeto de atención en los medios nacionales.

150
LA P O S I C I Ó N DEL A N T R O P Ó L O G O EN L A R E V A L O R l Z A C I Ó N DEL P A T R I M O N I O

Aunque conociera de sobra el reclamo que representa la Batalla N a­


val, ello no quiere decir que me sintiera preparada para que el libro
recibiese este pico de atención. Dependiendo del interlocutor mediático
que me tocara en cada ocasión, me sentía más o menos cómoda en mis
entrevistas y exposiciones, pero cada vez que me pedían mi criterio
sobre la fiesta, sentía el vértigo de la responsabilidad, ya que era cons­
ciente de que aquello que fuera a decir tendría impacto en la imagen
que se proyectara del evento.
Por otro lado, ante los medios de comunicación del barrio o cuando
tenía que presentar el libro en Vallecas, siempre sentía cierta timidez,
por la dificultad que implica el hecho de contar el estudio a sus prota­
gonistas, una vez que han visto desmenuzado el impacto de sus acciones
aunque, con el paso del tiempo, las reacciones que recibí del público
fueron para mí lo más enriquecedor y satisfactorio de este trabajo. El
hecho de exponerme a mí misma y presentar mi trabajo al criterio de
los «observados», aunque pudiera parecerme duro al principio, creo que
han sido los mejores momentos, sin ellos, todo lo anterior hubiera per­
dido gran parte de su sentido.
Pero lo que me producía mayor vértigo era la atención de los medios
de mayor alcance porque era ahí donde se me pedía una posición bien
clara sobre el nudo polémico de la fiesta: el uso del agua y del espacio
con fines lúdicos y la controversia con la gestión municipal. Ante estos
requerimientos sentía que debía actuar con responsabilidad y coherencia
y creo que mi postura ante el tema se resume muy bien en este titular que
he extraído de la prensa local: «No estamos despilfarrando el agua, la es­
tamos usando»3. Ante la polémica me posicionaba intentando acentuar el
valor de la fiesta como una práctica social donde el agua es disfrutada en
las fechas más calurosas del año por la población que se queda en Madrid
y además es usada como un aglutinante social. Mi acento en el uso que se
hace del agua, remite directamente a la perspectiva preformativa que uti­
licé para analizar la Batalla Naval como un ritual (Lorenzi, 2007: 26-28).
Por este motivo, cuando me pidieron hacer una reflexión sobre mi
trabajo de campo, la cuestión evocó enseguida la tensión que me generó
esta situación en la que se me pedía tomar postura como antropóloga
sobre el tema que había estudiado. íntimamente temía que esta toma de
postura llegara a socavar la consideración sobre la calidad «científica»
de mi obra, al no mantenerme en mi neutralidad. Este sentimiento de
incomodidad chocaba con mi predisposición, porque personalmente

3. Madrid Sureste, agosto de 2007, p. 3.

151
ELÍSABETH LORENZI FERNÁNDEZ

consideraba que afirmar la legitimidad de la Batalla Naval no implicaba


hacer ninguna afirmación qué no fuera válida. Además estaba apoyando
una causa que consideraba buena. También era consciente de que mi
mensaje sería más efectivo si mantenía las formas de la ciencia ante el
público. Así y todo, defender mi trabajo y defender la Batalla Naval
implicaba posicionarme como antropóloga.

IM P L IC A C IÓ N C O N E L TR A BA JO D E CA M PO

Com o he afirmado al principio, voy a utilizar la cuestión ética como


trampolín para lanzarme a problematizar sobre la implicación del an­
tropólogo en la práctica etnográfica.
En numerosas ocasiones se ha afirmado que el método etnográfico se
distingue de otras metodologías por la implicación del investigador con
aquello que investiga. Esta no es una afirmación banal porque nuestro
objeto de estudio son, ante todo, las personas. El código ético más ci­
tado por los antropólogos, el de la Asociación Americana de Antropo­
logía (AAA, 1998), organiza los valores éticos según el tipo de trabajo
(investigación, enseñanza, intervención aplicada) y el vínculo que esta­
blece con su labor: los financiadores, los sujetos estudiados, la academia
o ciencia, estudiantes, colegas, público en general...
Este código no establece una jerarquía entre estos vínculos, pero en
el apartado que se refiere al proceso de investigación, marca intensa­
mente el compromiso que se genera con las personas que investiga. En
concreto afirma que «el investigador debe estar atento a la demanda de
la ciudadanía o de los anfitriones. La contribución activa y el liderazgo
en la búsqueda de estas formas puede ser tan éticamente justificable
como la inacción, el desapego, o la no cooperación, según las circuns­
tancias» (AAA, 1998: l ) 4.
Desde que se inicia un proceso de investigación, hay distintos mo­
mentos en los que el antropólogo puede encontrarse frente a cuestiones
éticas en su relación con los observados y la primera es la propia elec­
ción del tema de investigación. En mi caso, y gracias a la libertad que
tuve, admito que esa fase estuvo determinada por cierta fascinación y
por una intensa curiosidad hacia la politización barrial; debo admitir
que esta cuestión me ha interesado desde hace tiempo y no sólo desde el
punto de vista etnográfico. Quizás la elección del tema vino también im­
pulsada por el afán de desentrañar y situar por qué estas cuestiones eran

4. Las traducciones son propias.

152
LA P O S I C I Ó N DEL A N T R O P Ó L O G O EN L A R E V A L O R I Z A C I Ó N D E L P A T R I M O N I O

significativas para mí, al mismo tiempo que quería poder ofrecer una
reflexión para los colectivos que trabajan dentro de estos parámetros.
El segundo momento tiene lugar durante el propio trabajo de cam­
po, cuando uno despliega sus formas de observación participante. Se
podría afirmar que el método etnográfico se distingue de otras aproxi­
maciones metodológicas por la implicación del investigador en el con­
texto de investigación (Estalella y Ardévol, 2007) ya que su objetivo es
lograr una aproximación holística que implique a todos los actores. Sin
embargo, según Davydd Grenwood (2000: 27-49), ésta es una metodo­
logía con ciertas peculiaridades, ya que privilegia la observación como
meta central y sólo invoca la participación de forma adjetivada. Esta
idea, con una fuerte carga positivista, evoca un observador separado
de/y distinto a sus «objetos» de observación.
Efectivamente, cuando uno se encuentra situado plenamente en su
trabajo de campo, tiene ya sus contactos establecidos y las rutinas de ob­
servación normalizadas, es el momento en el que puede desarrollar una
nueva fase de compromiso en función de que el antropólogo se sienta más
o menos implicado con las personas con las que trabaja. Ello depende de
muchos factores: afinidad personal o política, posicionamiento metodo­
lógico, tiempo, capacidades, demanda de los sujetos... En este momento
entran en juego dos sentimientos contrastados, pero complementarios:
la sensación de que uno se siente integrado y la de que converge con las
impresiones de choque, personal y/o cultural. En la tradición etnográfica
esto supone una de las fuentes de reflexiones más ricas para la descripción
etnográfica y el punto de partida básico para el análisis. Personalmente
y a la hora de referir mi experiencia de campo, sentía que existía cierta
mistificación del valor de este choque en el imaginario antropológico y
ello me llevó a preguntarme si es tan necesaria esta sensación de extraña­
miento para identificar hechos culturales significativos.
No quiero decir con esto que sintiera una total identificación con mis
sujetos de estudio, pero en mi caso, el sentimiento de afinidad con las
iniciativas que estaba observando era más fuerte que el del choque y esto
hizo posible e incluso fácil que la observación participante se convirtiera
en participación observante, no sólo desde lo que pudiera ofrecer como
antropóloga, sino desde las demás facetas de mi persona (habilidades,
contactos...). Admito que fue esta sensación de identificación previa con
el objeto de estudio lo que me empujó a realizar simultáneamente tra­
bajo de campo comparativo en un barrio de Milán (Italia), con el fin
de agudizar mis sentidos y tener una mayor capacidad de identificar las
peculiaridades y recurrencias de las categorías culturales a las que me
estaba acercando en Vallecas.

153
ELÍSABETH LORENZI FERNÁNDEZ

Pensando en futuros proyectos de investigación que estoy intere­


sada en llevar a cabo, me cuestiono si será el choque lo que remueve
realmente al etnógrafo a individuar procesos y particularidades cultu­
rales. También me pregunto si no serán las herramientas de la disci­
plina y la capacidad de abstracción las que realmente ofrecen la capa­
cidad de identificar e interpretar los hechos. La extrañeza surgida del
contacto cultural ha sido, en un modelo etnográfico clásico, la fuente
de reconocimiento de las particularidades culturales por parte de un
observador externo y la experiencia del etnógrafo, la piedra de toque
que lo saca a la luz. Según Raúl Sánchez M olina (2009: 15-16) Bro-
nislaw Malinowski cimentó este modelo de trabajo, respaldado con
estancias más o menos largas e intensas entre la «cultura observada»,
y así sentó las bases de las formas etnográficas, aunque su perspectiva
empírica, que tiene más en cuenta las diferencias que las semejanzas
culturales, ha sido ampliamente discutida a lo largo del siglo xx. Por
ejemplo, Harris (1968: 484) señala cómo su óptica poco ayuda a dar
cuenta de los procesos de cambio ya que sitúa a los observados en ni­
chos estáticos con sus propias particularidades. Por tanto, ¿no es hora
de que empecemos a promover y legitimar formas de investigación de
campo cuyo punto de arranque sean las semejanzas?
Una última fase donde se sigue estableciendo el compromiso entre
el investigador y las personas de su estudio (o penúltima, o antepenúl­
tima, nunca se sabe) es cuando éste da forma final a su trabajo convir­
tiéndolo en una obra. Es en este momento cuando surgen las ocasiones
para devolver y exponerse ante el público en general, la academia; pero
es también la ocasión en la que los observados podrán reconocerse en
el texto y contrastarse con la descripción y análisis que se hace de ellos.
Esta situación puede ser más o menos enriquecedora y satisfactoria, y el
resultado depende pocas veces sólo del autor.
En mi caso, la publicación del libro me proporcionó la oportuni­
dad de devolver lo tomado en el campo de trabajo. Varias presentacio­
nes del libro tuvieron lugar en Vallecas con todo lo que ello implicaba:
sentirme expuesta, ser discutida, quizás reprochada, porque es cuando
pueden aflorar las suspicacias de aquellos que no se sintieron incluidos
o se perciben mal reflejados. Pero también es el momento de los agra­
decimientos, de recibir aportaciones interesantes y, sobre todo, de sentir
el impacto que ha tenido una obra en las personas entre las que se ha
realizado el estudio. Esto me llena de satisfacción. Cuando se acercaban
las fechas de la Batalla Naval, la atención mediática me dio la valiosa
oportunidad de usar mi trabajo como palanca de legitimación de la fies­
ta. En este sentido debo admitir que no era sólo una oportunidad para

154
LA P O S I C I Ó N DEL A N T R O P Ó L O G O EN L A RE V A L O R I Z A C I Ó N D E L P A T R I M O N I O

los promotores de la misma, sino que también suponía un reconocimien­


to para mí y mi trabajo.
A pesar de la satisfacción que ello me proporcionó, debo admitir
que se me presentaran algunos dilemas sobre el uso de mi trabajo: ¿no
irá en detrimento de cierto principio de inmutabilidad de la ciencia?, mi
posicionamiento ¿no pondría en duda su calidad científica?

E L A N T R O P Ó L O G O Y E L P A T R IM O N IO D E L O S «N A T IV O S»

En definitiva, el dilema que me estaba planteando era el siguiente: ¿era


¿tico desde el punto de vista científico formar parte de este juego de
’iortunidades de legitimación de la fiesta? Voy a intentar situar al lec-
■r mejor ante este debate, y para ello me voy a permitir cambiar por
completo de escenario.
En cierta ocasión tuve la oportunidad de estar presente en una dis­
cusión entre estudiantes de antropología que estaban desarrollando tra­
bajo de campo en diferentes ámbitos, pero que se reunían para discutir
en torno al concepto de «patrimonio»5. En esta ocasión la cuestión del
patrimonio enmarcaba el debate sobre las formas de control que la co­
munidad de los indios Kuna de Panamá ejercían sobre los investigadores
de campo que «extraían» conocimientos de su comunidad.
Según Posey Darrel (1999: 19) este control forma parte de las estra­
tegias de ciertas comunidades indígenas, van dirigidas a evitar la dismi­
nución de la diversidad cultural y biológica y su explotación por parte
de terceras corporaciones. Estas formas de control comunitario se ins­
piran en los conceptos de derecho de propiedad intelectual occidental
y abarcan tanto elementos tangibles como algunos más etéreos como el
patrimonio cultural (autentificación de artesanía, preservación y forta­
lecimiento de los conocimientos tradicionales), y consiste en compensar
a los pueblos nativos por la utilización de sus conocimientos y recursos.
Este tipo de estrategia depende de la capacidad indígena de controlar
sus tierras y puede convertir a los investigados en colaboradores exper­
tos y controladores del flujo de información.
El debate que se estableció en el seminario sobre patrimonio, a par­
tir de la experiencia de un investigador entre los Kuna, surgía del cues-
tionamiento de la legitimidad de establecer ese tipo de control por parte
de cualquier agente sobre el conocimiento científico. Se planteaba si la

5. Seminario de doctorandos de la Universitá degli studi di Siena, noviembre


de 2003.

155
ELÍSABETH LORENZI FERNÁNDEZ

«ciencia» es un valor universal que no puede ser sometido a este tipo de


restricciones comunitarias ni dependencias políticas.
Durante este debate, me revoloteaba una pregunta en la cabeza:
¿No somos acaso conscientes del valor que obtenemos de la informa­
ción que recibimos? ¿Asumimos que, de cierta forma, extraemos una
ganancia (ya sea material o de prestigio) al interpretar o articular la
información que nos dan? Al igual que el investigador, ¿no tienen dere­
chos los sujetos estudiados a participar de ello? Insertos como estamos
en una sociedad que se mira en los poderosos espejos mediáticos, ¿no es
consecuente que los sujetos a los que nos acercamos sientan necesidad
de participar en la elaboración de la imagen que se va a trasmitir?
Volviendo a Davydd Greenwood (2000: 31) y a sus reflexiones so­
bre la observación participante, él señala con gran agudeza que la par­
ticipación supone en definitiva una manera de adquirir conocimientos,
pero normalmente los etnógrafos consideran que esos conocimientos
son de su propiedad.
En este caso, aquello que desestabiliza al etnógrafo en su relación
con su campo de trabajo era el hecho de que el nativo fuese activamente
consciente de los beneficios potenciales de sus contenidos culturales y
que quisiera tomar parte en ellos y controlarlos para que repercutieran
primero en beneficio de su comunidad y no sirvieran a fines contrarios.
¿Es ésta una situación característica de la contemporaneidad? Según
Luis Vázquez León (2006), citando ajam es Glifford, ha pasado el tiem­
po en que el antropólogo podía presentar, sin contradicciones, el punto
de vista nativo. Vivimos en la era de la «susceptibilidad identitaria».
Cuando los grupos estudiados se «empoderan» es cuando el investiga­
dor empieza a preguntarse cuál es su papel. Incluso en esta situación, la
mirada del etnógrafo se convierte en moneda de cambio para propiciar
el «empoderamiento» étnico. Por otra parte, han sido numerosos los de­
bates en los que se planteaba el papel del antropólogo como exportador
de la voz nativa. Ahora hay nativos que buscan su reconocimiento como
tales y por tanto quieren tener su propia voz.
El objetivo de exponer este caso ha sido el de facilitar al lector la
capacidad de apreciar el valor de la identidad, factor que ahora vamos
a extrapolar al contexto urbano de Madrid. Puede requerir un salto ex­
traño, pero quizás si hacemos explícito un condicionante fundamental,
el de la identidad étnica, puede resultar más sencillo reconocer su ob­
jetivo: la susceptibilidad identitaria y el «empoderamiento» étnico son
hechos a los que se llega a partir de un proceso activo que en muchos
casos conlleva una dimensión de movimiento social. Los indios Kuna
llevan años articulando activamente el concepto de comunidad étnica

156
LA P O S I C I Ó N DEL A N T R O P Ó L O G O EN LA R E V A L O R l Z A C I Ó N DEL P A T R I M O N I O

que están manejando, un concepto que es producto de la confluencia de


varios factores, su propia memoria y su relación con un contexto políti­
co, económico y social más amplio.
Por eso me refiero a este debate, aunque resulte alejado del contexto
de barrio que me interesa en Madrid, porque es precisamente la activa­
ción identitaria del hecho cultural lo que me interesa observar en Valle-
cas. La demanda de control sobre su patrimonio cultural por parte de
los Kuna me hizo reflexionar sobre el valor que podría tener mi trabajo
para los colectivos de Vallecas, la posición en la que ello me colocaba
y las oportunidades que se podrían ocasionar en un contexto activo de
promoción identitaria y patrimonial.

LA PR Á C T IC A P A TR IM O N IA L E N M O V IM IE N T O

El eje central de mi trabajo en Vallecas se vertebraba en torno a la prác­


tica identitaria y la activación cultural. La Batalla Naval surgió de la
mano de movimientos sociales que en ocasiones trabajaban la idea de
barrio. M uchos han sido los colectivos que han contribuido a su or­
ganización hasta el día de hoy. Como tales, han promovido con otras
actividades y eventos, la activación cultural del distrito, ensanchando el
espectro y la idea de la especificidad cultural vallecana. Me interesaba
especialmente el papel de los movimientos urbanos en la Batalla Naval y
también el lugar que ocupa la fiesta y la cultura en el imaginario político
del distrito. Plantear la «cuestión ética» en este capítulo me obliga a dar
otra vuelta de tuerca a mis experiencias de campo y plantearme cuál es
el papel de un investigador inserto en esas dinámicas culturales cuyos
agentes reclaman un reconocimiento patrimonial.
Para comprender este papel debemos primero situarnos en un con­
cepto multifocal de movimientos sociales y una noción problematizada
de patrimonio cultural, que considero son dos hechos que interactúan
de forma dinámica, dando cuerpo a múltiples casos tan similarmente
singulares como el de Vallecas.
En primer lugar, para referirme a movimientos sociales, empeza­
ré por emplear la definición de Sydney Tarrow (1997), precisamente
porque presta una especial atención a la importancia de la dimensión
cultural en la activación y desarrollo del concepto. Para Tarrow, es aquel
fenómeno histórico y no universal que funciona como una campaña
sostenida para realizar demandas, utilizando un repertorio de actuacio­
nes que publicitan la reclamación, basada en distintas combinaciones de
organizaciones, redes, tradiciones, solidaridades que sostienen esas ac­

157
ELÍSABETH LORENZI FERNÁNDEZ

tividades. Las acciones colectivas se basan en redes compactas y estruc­


turas de conexión y utilizan marcos culturales consensuados orientados
a la acción. Obviamente es el hincapié en la dimensión cultural lo que
me atrae de las teorías de Tarrow, aunque coincido con M. Martínez
(2002: 119-149) en su propuesta más dinámica, que considera los mo­
vimientos sociales como un conjunto de procesos sociales (actores más
o menos implicados, organizaciones, actividades, discursos...), más que
como una campaña sostenida, en relación directa con contextos sociales
significativos a través de prácticas de intervención social. La relevancia
de estas prácticas reside en su transversalidad y sus efectos abarcan di­
versos ámbitos (dentro y fuera del movimiento) y le proporcionan un
carácter constructivo y creativo.
Lejos de querer detenerme en la visión del expresivismo, que se cen­
tra en una «nueva» cultura política para explicar los procesos de desarro­
llo de los nuevos movimientos sociales, considero que ese carácter cons­
tructivo y creativo que señala Martínez es lo que nos aporta una visión
más dinámica de la dimensión cultural en la teoría de la acción colectiva.
Con esta perspectiva se desdibuja la dimensión teleológica de las activa­
ciones culturales («el trabajo cultural sirve para sostener la campaña») y
apunta hacia sus efectos en aspectos amplios de la vida cotidiana.
Desde mi punto de vista, me interesa señalar que uno de los fac­
tores para la conformación de un movimiento social es el fomento de
una identidad común y de valores compartidos. La celebración de m o­
mentos de encuentro, de eventos, además de crear la conciencia de
que existe una causa común, facilita la articulación de redes sociales
en torno a esa cuestión, como formas de comunicación más fluidas que
permiten la posibilidad de apelar a las personas para la acción colecti­
va y, lo que es más importante, potencian ratinas vitales que conectan
todas estas dimensiones.
Desde el punto de inflexión que supusieron las luchas del 68 se ha
escrito mucho sobre la emergencia de los movimientos sociales. Yo no
sabría si afirmar la novedad de este fenómeno, pero lo que me resulta cla­
ro es que una de sus características fundamentales actuales es una mayor
conciencia del valor de la activación cultural y de su gran potencial. Por
eso, el caso que me ocupa en Vallecas, me obliga a remitirme a una visión
transversal de los movimientos sociales, ya que en las motivaciones de
los promotores y participantes de la Batalla Naval, la dimensión cultural
festiva y la socialización tienen un papel central dentro de su ideario.
Es común oír decir que Vallecas es uno de los lugares de Madrid
donde sus habitantes manifiestan con mayor intensidad un sentimiento
de identidad barrial. Pero ¿cómo se mide el sentimiento identitario? No

158
LA P O S I C I Ó N DEL A N T R O P Ó L O G O EN LA R E V A L O R I Z A C I Ó N DEL P A T R I M O N I O

es que Vallecas tenga claves históricas y sociales especialmente diferen-


ciadoras del resto de las localidades de M adrid, pero sí es cierto que
cuenta con un mayor número de iconos propios, eventos y referencias
comunes manifestadas de forma pública. Entonces ¿qué es lo que dife­
rencia a Vallecas de otros barrios y distritos madrileños? La respuesta se
encuentra en la práctica identitaria y uno de los motores principales de
esta práctica son los movimientos sociales.
Cierto es que, en este distrito, se da una serie de condiciones que
puede facilitar este sentimiento, pero ninguna de ellas es determinante
para marcar la diferencia si no se da el paso de la definición. Jeff Pratt
(2003), gran estudioso de diferentes expresiones de movimientos obre­
ros y nacionalistas, en su obra Class, Nation and Identiy se pregunta
sobre los mecanismos identitarios de su conformación como movimien­
to. Para ello hace un amplio repaso de manifestaciones de este tipo que
tuvieron lugar en la Europa del siglo pasado.
Respondamos a la pregunta que nos hacemos en Vallecas jugando,
al igual que hace Pratt, con los dos paradigmas que han definido la
posición de los antropólogos a la hora de definir los cimientos del sen­
timiento identitario: sustancialidad e identidad relativa. ¿Qué es más
importante en la constitución de la identidad: las vivencias personales
que van conformando la percepción del yo (o el nosotros) o la relación
con el otro que nos hace más conscientes de nuestras similitudes y di­
ferencias? Pratt afirma que la identidad no es sólo una narrativa, que
es parte de una práctica. N o se puede construir una identidad desde la
nada, tiene que tener cierto calado social para ser activada.
Existe en Vallecas una multitud de focos que congregan a la gente
apelando al sentimiento vallecano. Con la Batalla Naval he estudiado
uno de ellos, y podemos entender que la fiesta pueda tener un gran po­
tencial, ya que actúa como marco de relación y activación de las redes
sociales, pero nos queda plantearnos por qué es tan importante para sus
promotores el que se reconozca como patrimonio cultural del barrio y,
en consecuencia, qué papel juega en este contexto mi mirada de antro­
póloga.
Para desarrollar este argumento quisiera recordar a Lloreng Prats
(1999), quien define el patrimonio cultural como todo aquello que so­
cialmente se considera digno de conservación, independientemente de
su interés utilitario. La activación del repertorio patrimonial, escoger
un elemento cultural y dotarlo de los «valores sacros», no es un acto
neutro o inocente, responde a unas estrategias políticas. Primero habrá
un impulso inicial que se concretará en determinados sujetos sociales
y/o personalidades, quienes después buscarán la legitimación social que

159
ELÍSABETH LORENZI FERNÁNDEZ

emana del poder político. Estas estrategias no sólo son propias del po­
der constituido, sino también del alternativo, del de la oposición, del
informal. Este fenómeno se dará con mayor impulso cuando esta opo­
sición no pueda luchar abiertamente o con la misma fuerza en la arena
política. ¿Están todas las estrategias encaminadas a reforzar la legitimi­
dad de la Batalla Naval?
Creo que la comprensión de este fenómeno será más completa si
atendemos a la reflexión de José Luis García García (1998) en torno al
concepto de patrimonio cultural, llamando la atención, no tanto hacia
lo que representa en sí mismo, sino a los procesos que genera. Ade­
más de incidir en el concepto de patrimonio cultural como un mismo
fenómeno cultural que debe ser explicado históricamente, aporta una
idea que resulta muy útil para estudiar la Batalla Naval: el marco del
patrimonio cultural se convierte en un recurso y por ello adquiere una
dimensión política.
Esto lo podemos observar en las estrategias desplegadas tanto por los
indios Kuna de Panamá, como en el barrio de Vallecas. La bandera del
patrimonio cultural se convierte en un recurso en un contexto donde su
defensa es parte de la nueva generación de derechos, una punta de lanza
para conseguir una mayor autonomía. Si pensamos en cuál es el objetivo
principal de la Cofradía Marinera de Vallekas (la conservación específica
de esta fiesta) y cuáles son las estrategias que se manejan para conseguir­
lo, daremos otro paso más en el análisis. El fin último del grupo gestor,
la Cofradía Marinera, aunque vaya encaminado a enfatizar una imagen
legitima de la Batalla Naval, no es reforzar una identidad vallecana, esto
es algo que se hace en el camino, sino defender la fiesta en sí misma por­
que está en peligro, porque es independiente, divertida y parte de su vida.
Es aquí donde volvemos a situar al investigador ante la defensa del
patrimonio. Al hilo de esta cuestión, Silvia Paggi (2003: 95-98) nos re­
cuerda que un elemento cultural es etnológico cuando es reconocido
en el ámbito de la disciplina. Importa poco que el elemento sea poten­
cialmente etnológico (porque todos los son), importa su apropiación
por parte de los etnólogos. En general, los bienes tienen un aspecto
volátil que no es más que su contexto de uso. Según Paggi, la escritura
textual se convierte en el lugar de la mediación etnológica si se encuen­
tra el equilibrio entre las exigencias de la investigación y la necesidad
de divulgación.
Por eso, de la misma manera que he identificado la importancia de
la activación cultural y la práctica identitaria en la articulación social
y cultural de Vallecas, me planteo por qué no participar con mi trabajo y
su devolución. Suele pasar que, ante la cuestión del patrimonio, el an­

160
LA P O S I C I Ó N DEL A N T R O P Ó L O G O EN L A R E V A L O R l Z A C I Ó N DEL P A T R I M O N I O

tropólogo es más consciente del papel que juega en la revalorización de


unos elementos, materiales o inmateriales, ante las instituciones y ante
la opinión pública. Sabe que a la larga puede generar resultados y con­
secuencias para los sujetos estudiados. La conciencia del impacto genera
en los profesionales un planteamiento más intenso sobre su papel y el
valor ético de sus actos.
Si desde la reflexión teórica sobre el patrimonio esta cuestión queda
más o menos reconocida, ¿por qué la participación en este proceso de
activación me ocasionaba contradicciones desde una ética profesional?
Recordando la dificultad de encontrar en España reflexiones éticas en
antropología, me daba cuenta de que pasa justo lo contrario al explorar
los textos relacionados con el patrimonio cultural, ya que muestran una
mayor conciencia del valor político que está contenido en una etiqueta
etnológica y del impacto social que pueda generar la identificación y el
reconocimiento etnográfico.
La fuerza de la identidad de barrio está en el trabajo que hay detrás.
En este sentido sentí que podía no sólo identificar y reconocer el valor
de este trabajo de promoción identitaria, sino participar en este proceso.
Esto no quiere decir que defienda aquí un arribismo irreflexivo, sino que
insisto en el potencial del trabajo antropológico como herramienta de
reflexión, y también que su calidad puede medirse en los procesos de los
que participa.
A partir de este punto puedo decir que el dilema ético que me plan­
teaba al principio de este texto se ha trastocado. Si al principio el cues-
tionamiento era, ¿está bien participar en estas dinámicas que observo?,
ahora la pregunta cambia: ¿estaría bien no participar de estas dinámicas
que observo?

LA IM PA RCIA LID A D D E LA C IE N C IA
Y L A O B SER V A C IÓ N PA RTICIPAN TE

Tan antigua como la antropología es su preocupación sobre cómo el


impacto de la observación puede condicionar a la «verdad científica». En
este sentido, Marvin Harris (1968: 191-192) alude a uno de los pri­
meros debates que tuvo lugar dentro de la disciplina y que se generó a
partir de la obra de Karl M arx, quien afirmaba que la única teoría de la
historia que podía valer la pena es aquella que permita a los hombres
hacer su propia historia. Harris señala que los críticos de este posicio-
namiento, como fuera Wittfogel, pensaban que esta imbricación de la
teoría y la práctica, el hecho de que la ciencia esté ligada explícitamen­

161
ELÍSABETH LORENZI FERNÁNDEZ

te a un program a político, suponía que los valores de dicho programa


podrían alcanzar cierta prioridad sobre los valores de la ciencia.
Si nos remontamos al origen, no podemos eludir el hecho de que
la antropología nace con una fuerte vinculación al naturalismo y sus
formas de observación. Considero que esto ha marcado una impronta
muy fuerte en la metodología de la disciplina, tanto que la observación
participante, herramienta pilar de la etnografía, entra en contradicción
con el miedo de influir en aquello que se está observando, propio del
naturalismo, socavando la posibilidad de entenderlo en su desarrollo
espontáneo, al igual que un ornitólogo debe hacer el menor ruido para
no espantar a los pájaros que observa.
El origen de la antropología tiene un marcado carácter pragmático,
intentando responder a las cuestiones planteadas por la historia y otras
disciplinas humanísticas, pero aplicando una perspectiva naturalista.
Durante décadas, la objetivación del «otro» estuvo fuertemente influida
por las oportunidades que brindaban las relaciones desiguales con los
«primitivos». La relación con estos pueblos se establecía desde el colo­
nialismo y el servicio que podía prestar era en su forma aplicada, inves­
tigando «nativos» y aportando herramientas para el diseño de políticas
de gestión de las colonias, lo que alcanzó su punto álgido en la Segunda
Guerra Mundial. Es por eso por lo que después de este periodo mar­
cado por una intensa implicación metodológica, cobra gran fuerza una
honda preocupación por la neutralidad de la antropología. La crítica
a las políticas coloniales influye en la evolución de nuevas corrientes y
una de las respuestas desde la disciplina fue replegarse en los muros de
la academia para conservar la pureza científica.
Es herencia del periodo colonial el nacimiento y desarrollo de la
metodología más caracterizante de la antropología, la observación par­
ticipante. Malinowski, consagrado como el padre de esta metodología,
es también uno de los principales propulsores de la profesionalización
de la antropología aplicada al servicio de la administración colonial bri­
tánica (Malinowski, 1945).
Según Toulmin (citado por Greenwood, 2000), la observación par­
ticipante no es más que la repetición de la posición clásica positivista,
basada en el dualismo cartesiano. Por eso no es casual que el méto­
do característico de nuestra disciplina provoque continuamente una
contradicción en la persona del antropólogo, que observa resignado
cómo su presencia genera impacto en el entorno que estudia6. Por eso

6. Este tema se trata en otros capítulos de este libro desde diferentes perspectivas.

162
LA P O S I C I Ó N DEL A N T R O P Ó L O G O EN L A R E V A L O R l Z A C I Ó N DEL P A T R I M O N I O

Greenwood (2000: 31) afirma que, más que de una metodología, se


trata de una idea vaga e incoherente, que ofusca el papel del observa­
dor y difumina los eslabones entre las acciones que produce un análisis
y las teorías antropológicas.
En torno a esta contradicción, sobre todo con la emergencia de la
antropología post-estructuralista, se han establecido numerosos proto­
colos y formas de explicitar el impacto del etnógrafo con el objetivo de
resolver esta paradoja. Todas ellas implican una continua auto-revisión
de las experiencias y sensaciones del observador, siempre atento al cho­
que, tanto cultural como personal, ya que es este choque lo que afina
sus sentidos. Es aquí donde el cuaderno de campo se convierte en una
herramienta tan importante.
¿Pero qué pasa si el investigador no siente tan marcado este choque
en su experiencia de campo? ¿Tiene tanto peso el choque cultural? ¿Si
el choque no se produce de forma marcada el investigador no será capaz
de percibir e identificar los elementos y procesos que tienen lugar en el
campo de observación?
La vuelta gradual de la mirada etnográfica hacia las cuestiones más
cotidianas de sus culturas de origen ha hecho que la cuestión del con­
tacto y del choque cultural pierdan centralidad. Antes el investigador
debía sentir el extrañamiento, ahora debe interrogarse ante todo lo que
se supone que es culturalmente obvio. Aún así, el momento del ex­
trañamiento sigue siendo una figura lingüística fundamental a la hora
de redactar el texto, el punto de partida de la narración etnográfica y
ello significa una búsqueda sistemática de las raíces de ese sentimiento,
aunque no protagonice la relación del investigador con sus informantes.
Para profundizar en las contradicciones que pueda generar la impli­
cación del autor con aquello que estudia y centrándonos en el momento
de la redacción del texto, me remitiré a las reflexiones de Antón Fernán­
dez Rota (2008) sobre las políticas de narración en nuestra disciplina.
Este autor identifica dos marcadas tendencias de realismo enfrentadas
en la historia de la antropología: la representación, el «hablar en nom­
bre de», del realismo trascendental, y la evocación, el apelo a la multi­
plicidad inestable y de distintas articulaciones emergentes, del realismo
reflexivo postmoderno.
El realismo trascendental forma parte del primer proyecto antro­
pológico del siglo xx. En aquella época el antropólogo tenía que lidiar y
competir por su legitimidad como emisor de juicio con una serie de figuras
presentes en el campo de estudio que llevan allí más tiempo: misioneros,
funcionarios, nativos. Por eso, en este contexto era necesario recubrir al
antropólogo de cierta aura de profesionalidád, desautorizando al resto de

163
ELÍSABETH LORENZI FERNÁNDEZ

las figuras en tanto que observadores amateur. Es aquí donde el autor del
texto etnográfico se erige en ¡representador de las culturas.
Según Fernández (2008), a partir de los acontecimientos de los años
sesenta tiene lugar un punto de inflexión en la política de la narración
determinado por las luchas contra el colonialismo, la emergencia de
las contraculturas, las luchas feministas y la eclosión de nuevas formas
de concebir el mundo a las que se le ha asignado el ambiguo nombre de
posmodernidad. Se abrió la posibilidad de experimentar con los límites y
contenidos de la disciplina, pero también con las formas narrativas, en
la conciencia de que no es posible representar una cultura. En este sen­
tido hay una fuerte corriente de autores, como James Clifford (2001),
que se abren al carácter reflexivo, polifónico y dialógico. Esta es una
característica que les une a las formas de representación de los movi­
mientos sociales, eludiendo la paradoja de la soberanía.
Si por una parte la calidad de un producto antropológico se mide
por la profundidad de la inmersión del investigador en el contexto de la
vida de sus protagonistas, por la otra se exige el contrapeso de una agu­
da y argumentada visión externa, un estilo de narración que lo marque
y suficientes referencias que den cuenta de su distanciamiento. Porque
la legitimidad del etnógrafo se construye en este frágil equilibrio entre
el dentro y el fuera.
Gracias a esta relación de preocupaciones metodológicas, quizás
pueda entenderse que mi intención es aportar reflexiones éticas sobre
la imparcialidad de la ciencia y el miedo a la ingeniería social que se
ha generado desde la aplicabilidad de la antropología en el periodo
colonial. Pero el objetivo de este texto no es ése, sino abordar el de­
bate desde otro punto de vista, quizás desde el otro extremo. Para mí
la pregunta es: ¿hasta qué punto es ético mantenerse en el refugio de la
imparcialidad? Con esta pregunta mi intención no es relativizar hasta
el último extremo la naturaleza imparcial de la disciplina, sino señalar
que la tendencia más normalizada es la estigmatización de la obra del
investigador que se coloca en una posición.

E L C Ó D IG O IN T U ID O

Placiendo memoria y una revisión sobre los valores y contenidos éticos


asumidos en nuestro quehacer profesional, me doy cuenta de una cues­
tión fundamental: a lo largo de mi aprendizaje académico y mi desarro­
llo profesional en España, en ningún momento me he topado con una
reflexión elaborada, ni con un código ético de referencia, pero tampoco

164
LA P O S I C I Ó N DEL A N T R O P Ó L O G O E N L A R E V A L O Rl Z A C I Ó N D E L P A T R I M O N I O

he sentido ninguna presión o apremio desde la disciplina para buscarlo.


H a sido gracias a este libro y al seminario que lo originó que me he
planteado detenidamente la cuestión ética y he buscado con intensidad
alguna referencia bibliográfica. Pero ¿por qué no existe un mayor de­
bate ético?
Aquí confieso mi propia ignorancia que considero herencia del que­
hacer profesional y académico en nuestro contexto. Eso no quiere decir
que no se adquiera un cierto patrón ético en la praxis, pero este patrón es
intuido, rige nuestra forma de trabajar de una forma no explícita, por lo
que es difícil, reflexionar sobre él. En mi propio caso, a partir de mi traba­
jo en Vallecas, este código intuido, asumido de forma acrítica, me indujo
a plantearme este dilema: ¿la implicación o identificación con el objeto
de estudio no va en detrimento de la calidad científica de mi trabajo?
Si leemos el código ético redactado por la Asociación America­
na de Antropología (1998) podremos considerar que el compromiso
ético del antropólogo se establece en varios niveles: con el sujeto de
estudio, con la ciencia o la Academia, con los colegas y con la sociedad
en general. Pero no se determina de forma explícita una prioridad en
el orden de los compromisos.
En mi propio caso, mi bagaje académico me hizo intuir que debía
mantener mayores compromisos con la academia que con los sujetos que
estaba estudiando, esto es algo que caracteriza fuertemente la práctica
profesional en este país, y yo creo que la causa fundamental es la falta de
referentes antropológicos fuertes fuera de la academia. Esta tendencia,
unida a otros hechos, facilita la reclusión de la disciplina en este ámbito
exclusivo, a pesar de que en muchas de sus vertientes converjan con prác­
ticas de intervención social y de que en la actualidad resurjan con fuerza
los defensores de la antropología de orientación pública.
Desde esta «intuición» me preguntaba si la excesiva implicación con
el trabajo de campo podía ir en detrimento de su calidad académica.
Precisamente esta idea implícita era la que me provocaba una serie de
contradicciones con mis propias aspiraciones, y también con el bagaje
metodológico y de valores adquirido en contextos fuera de la disciplina,
donde estas premisas pierden todo sentido. El distanciamiento, el no
tomar una posición de forma explícita, es realmente lo que me hubiese
creado un verdadero dilema ético inserto en el contexto de relación que
estaba desarrollando en el campo de mi trabajo.
¿Es lícito participar en la promoción de lo que se está estudiando,
apoyar y promocionar la Batalla Naval? ¿Sería lícito no hacerlo? ¿Por
qué no interrogarnos en cambio por la fina línea que separa la observa­
ción participante de la participación observante?

165
ELÍSABETH LORENZI FERNÁNDEZ

D E L A O B SE R V A C IÓ N PA R TIC IP A N T E
A LAS M E T O D O L O G ÍA S PARTICIPATIVAS

Siempre me ha llamado la atención en esta disciplina el escaso desarro­


llo de corrientes y metodologías participativas, al contrario de lo que
ocurre en otras disciplinas sociales (sociología, intervención social, his­
toria...). N o estoy afirmando que no existan inquietudes, ni produccio­
nes en esta dirección, pero esta emergencia no ha alcanzado el desarro­
llo y la sistematización que ha tenido en otras disciplinas. Un ejemplo lo
encontramos en el fuerte desarrollo de la Investigación-Acción-Partici-
pación sociológica. El mismo Davydd Greenwood (2000: 30-32), uno
de los referentes más cercanos sobre Investigación-Acción-Participación
antropológica, afirma que hay muy pocos investigadores dispuestos a
deshacerse de sus bienes profesionales, ya que las técnicas participativas
se perciben como una demolición de la observación participante y una
pérdida de poder. Según este autor, la Investigación-Acción-Participa­
ción no es una disciplina ni un método, es un grupo de prácticas mul­
tidisciplinares orientadas hacia una estructura de compromisos intelec­
tuales. Democratizar las relaciones sociales en la investigación es un valor
ético de la Investigación-Acción. Este enquistamiento de la antropología
quizás se deba al fuerte arraigo del esquema del trabajo individual por
evitar a toda costa trastornar aquello que se está observando (pocas
veces podemos encontrar a los antropólogos trabajando en equipo) o
a esa necesidad de marcar fuertemente el distanciamiento por sistema,
para limpiar las trazas de la inmersión.
Por otro lado, debo admitir que en la actualidad la cuestión ética
y la de la participación empiezan a tomar fuerza desde el creciente
interés de etnógrafos por los medios virtuales, un contexto en el cual
surge con fuerza el término «mutualidad», que es una condición que se
debe establecer entre investigador e investigados. Por ejemplo, Estatella
y Ardévol (2007), en su proceso de investigación del fenómeno blogger,
establecieron como estrategia de reciprocidad y propuesta de ética dia-
lógica la elaboración de un «blog de campo», donde subyace la idea de
que el investigador no sólo debe tomar, sino que también está obligado
a dar, y que no debe únicamente interpelar, sino también exponerse a
ser interpelado por los otros.
La etnografía virtual, curiosamente, se está convirtiendo en un cam­
po donde se plantean con mayor frecuencia cuestiones éticas en rela­
ción con «los observados» y son numerosos los textos que dan cuenta de
ello. Por sí mismo, internet es un medio en el que se plantean numero­
sos dilemas éticos que son de dominio general, como es la desdibujada

166
LA P O S I C I Ó N DEL A N T R O P Ó L O G O E N L A RE V A L O R I Z A C I Ó N D E L P A T R I M O N I O

frontera entre lo público y lo privado, el control o no de las redes y de


los contenidos que circulan, la emergencia de trabajo colectivo y parti-
cipativo de software libre... Muchos antropólogos están enriqueciendo
los conceptos de la disciplina desde su posición en internet.
Finalmente debo insistir en que mi intención no es afirmar que el
planteamiento participativo sea aplicable en todo contexto, ni tampoco
que en todos los contextos que he investigado este planteamiento me
haya funcionado. Es más, en determinadas ocasiones me ha generado
cierta frustración el hecho de no llegar a alcanzar al público al que me
dirigía, publicar una obra y no tener la oportunidad de usarla, modelar­
la en la interacción con los demás y sus devoluciones.
Por eso Vallecas se convierte aquí en un eje vertebrador de este plan­
teamiento, porque precisamente ha sido ahí donde ha tenido lugar esta
confluencia, porque existe una articulación política y cultural que es una
llamada constante a la participación, porque allí la reflexión sobre su pro­
pia historia propicia momentos de encuentro. Es éste el entorno donde
he sentido la llamada, la curiosidad, la suspicacia, el interés y las oportu­
nidades de vertebrar las conclusiones de mi trabajo como una herramien­
ta aplicable. N o puedo presumir del hecho de haberme erigido en calidad
de experta vallecana o de la Batalla Naval ni que esto significara una
especial atención a mis sugerencias o mis criterios dentro de las redes que
promueven esta fiesta u otros eventos. Pero la sensación que me queda al
final de este texto es que yo estudiaba la práctica identitaria y que al final
mi trabajo ha servido de recurso para la pragmática de la identidad.

LA A N T R O P O L O G ÍA Y L A IN T E R V E N C IÓ N SO C IA L

Antes de acabar me gustaría hacer un apunte sobre otra cuestión que


pende sobre nuestra disciplina y cuya reflexión me ha surgido de mi
contacto con Vallecas, ya que tuve ocasión de usar mi trabajo para una
intervención socio-educativa. En la formación de esta oportunidad in­
fluyó mi propuesta, pero sobre todo porque es un tema que despierta
fuerte interés y abre oportunidades de diálogo en este contexto.
Muchos y muchas profesionales de mi generación, además de an­
tropólogos somos técnicos de la intervención social (enfermería, trabajo
social, educación social, pedagogía...) y la antropología ha constituido
una continuación en nuestra formación. Por eso, un profesional con un
currículum anterior, como ha sido mi caso, puede desarrollar una fuerte
tendencia a proyectar formas de intervención en el contexto de inves­
tigación. Es bastante usual que esta tendencia pueda chocar con lo que

167
ELÍSABETH LORENZI FERNÁNDEZ

se espera de su trabajo y con la proyección curricular a la que aspire. Es


duro intentar hacer converger' la intervención social y la antropología, no
por su potencial ni por falta de referencias en otros lugares, sino por la
falta de reconocimiento de una práctica integrada desde ambos sectores.
En concreto, desde un marco profesional diferente, ejerciendo de
mediadora vecinal en Vallecas, tuve la oportunidad de retomar los ma­
teriales de mi trabajo para realizar talleres socio-educativos en varios
institutos de secundaria del distrito. El tema era exponer la participa­
ción de la juventud en la historia más reciente de Vallecas para poten­
ciar la comunicación intergeneracional e intercultural y conseguir una
identificación más intensa con el entorno urbano.
Con esta actividad quise incidir en una cuestión puesta de mani­
fiesto por otros investigadores locales: se valoraba que gran parte de la
población de este barrio, sobre todo la más joven, no fuese consciente
del gran valor que tuvieron los procesos de participación social en la his­
toria urbana, social y cultural del barrio. Por otra parte, de este estudio
y de otros indicadores, se presumía cierta desconexión intergeneracio­
nal con respecto a los problemas de convivencia en el barrio y cierto
sentimiento de inseguridad entre la población adulta.
En el marco de las asociaciones de vecinos del distrito todo esto se
valoró para facilitar el acercamiento y se construyó argumentando que
una mejora de la convivencia sería más fácil si se potenciaba la transmi­
sión de la memoria local. También consideré que la ocasión podía ser
una excelente oportunidad para recoger las percepciones y opiniones de
la población más joven del barrio sobre su entorno más inmediato y su
historia más reciente.
La riqueza de este trabajo no sólo residía en el material trasmitido
al alumnado de tres centros, sino en la posibilidad de haber contrastado
estos materiales, la línea histórica y el imaginario vallecano que articulé
con la realidad y la experiencia vital de los más jóvenes del distrito. Ele­
mentos que resultan extraños, otros que se reactualizan, y la emergencia
de nuevos conceptos y expectativas con el entorno... Las impresiones del
alumnado fueron recogidas y analizadas para proponer un proyecto
de intervención dirigido a la juventud en el contexto del tejido asocia­
tivo de la zona.

T R A SLA D A R E L D IL E M A É T IC O

Para concluir, quiero resaltar la línea que vertebra la reflexión en este


artículo: el gran peso que mantiene la perspectiva positivista en nuestro

168
LA P O S I C I Ó N DEL A N T R O P Ó L O G O EN LA R E V A LO R I Z A C I Ó N DEL P A T R I M O N I O

quehacer antropológico generando dilemas, por lo menos en mi caso,


en contraposición con una práctica participativa y una formación desde
la intervención social. Considero que esta convergencia de tendencias
no debería debilitar la voluntad del profesional, sino, al contrario, de­
bería servir de fuente de enriquecimiento de la disciplina, y por tanto
ofrecer mayores oportunidades de reconocimiento profesional. A pesar
de que en el ámbito antropológico las metodologías participativas no
parecen maduradas, su desarrollo y práctica es toda una realidad en
otros contextos y el acercamiento interdisciplinar ayuda al trasvase de
estas perspectivas.
El recorrido hecho tenía como objetivo tratar del dilema ante la
toma de posición del investigador en una arena política y trasladarlo al
otro extremo: el dilema ante la no implicación. Consciente de que no
es posible generalizar mi experiencia a todos los campos y casos de in­
vestigación, considero importante subrayar el fuerte peso del esquema
positivista en nuestra práctica. En la frágil balanza de los compromisos
éticos que adquiere el investigador durante su trabajo, este esquema
influye con fuerza en todas las posturas efectivas que toma, colocándole
más cerca de la ciencia que de sus sujetos de estudio.

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ELÍSABETH LORENZI FERNÁNDEZ

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170
DE RESPONSABILIDADES, COMPROMISOS Y
OTRAS REFLEXIONES QUE LLEVAN A
LA ANTROPOLOGÍA APLICADA*
A lic ia Re C ru z
Department of Anthropology
North Texas University

Nuestra disciplina está inexorablemente sujeta a sus contextos históricos


y socioculturales, lo que significa que hay formas diversas de entender y
practicar la profesión. Es el antropólogo/a y sus circunstancias quien ge­
nera la reflexión y discusión sobre «lo ético» del trabajo antropológico, al
estilo de Ortega y Gasset, o al del «habitus» de Bourdieu, en relación con
aquellos con los que trabaja, con sus colegas y con la profesión. Por este
motivo, para trabajar en este texto he revisado mi pasado y analizado mis
encuentros con las diferentes caras con que se me ha presentado la an­
tropología a lo largo de mi ejercicio profesional, con el fin de identificar
cómo y cuándo apareció la discusión de «lo ético» y cómo ha ido cam­
biando a lo largo de la vida y la profesión. Ello me ha permitido hacer un
recuento reflexivo de mi trayectoria como persona y como antropóloga,
como madrileña que vive y trabaja en Texas, después de haber pasado
por Nueva York y Yucatán. Desde este momento me gustaría expresar
mi agradecimiento al lector, que me va a dar la oportunidad de contar
esta historia que nace con la pasión por lo exótico de otras culturas y
que termina con la pasión por el compromiso y la justicia social, como
dimensiones fundamentales del trabajo antropológico.

D E V A LLECA S A N U EV A Y O R K , PA SA N D O P O R LA C O M P L U T E N SE

Nací en Vallecas, en la misma casa donde nacieron mi padre y mis abue­


los; era una córrala en la que vivían cuarenta familias muy humildes, la

* Este trabajo se ha realizado en el marco del proyecto de investigación «Estrate­


gias de participación y prevención de racismo en las aulas II» (FFI2009-08762).

171
ALICIA RE C R U Z

gran mayoría muy pobres. Había cuatro retretes sin agua para atender
las necesidades de los vecinoá. Algunas casas no tenían agua corriente.
Historias de hambre, muerte y bombardeos de la guerra civil pululaban
por doquier; creo que me llegaron antes que las de Caperucita Roja o
la Cenicienta. Aprendí pronto que pertenecía al mundo de los pobres,
de los humildes, al bando de los que perdieron y a uno de los barrios
que fue más castigado por el franquismo durante la postguerra. Qui­
zás el temor y la rabia fueron responsables de que nunca se hablara o
discutiera de política con mis padres en mi casa. Aprendí también que
había nacido en el bando de «los de la capital», pues no había ni un solo
miembro de mi familia que no fuera de Madrid, lo que significaba que
no había ninguna posibilidad de ir de visita o vacaciones «al pueblo»;
es decir, que en los veranos, la oportunidad que tenía de «saborear» las
vacaciones era cuando íbamos al Parque Sindical de Madrid. Creo que
fue el hambre por conocer otros lugares que no fueran Vallecas lo que me
llevó durante mi adolescencia a desarrollar y nutrir una pasión desafo­
rada por saber cómo eran, pensaban, jugaban los niños de otros lugares,
países y culturas. Por lo tanto, no es un accidente que eligiera Antropo­
logía como carrera universitaria.
Cursé Historia en la Universidad Complutense de Madrid, en la es­
pecialidad de Antropología y Etnología de América. Quedé fascinada
por el exotismo cultural con el que se me presentaban las culturas pre-
hispánicas americanas y caí rendida ante las posibilidades que ofrecía
el análisis estructuralista. El estructuralismo fue el modelo teórico que
me permitió conectar el ser humano, su conducta, su pensamiento y su
cultura, y admiraba la brillantez con la que Lévi-Strauss nos decía que
las estructuras del lenguaje son equivalentes a las de la sociedad, que es
posible descubrir estructuras universales del pensamiento humano por­
que están formadas de oposiciones binarias que se entretejen a modo de
bricolaje de significados en cuentos, mitos y leyendas. Quizá lo que me
parecía más revolucionario del mensaje estructuralista era que no hay
forma de entender la realidad social sin el pensamiento crítico que nos
muestra la estructura profunda, el origen de la lógica cultural. Aunque
la discusión sobre ética en el trabajo antropológico no tuvo un papel
central en mi formación inicial, el discurso académico apuntaba a la
necesidad de establecer una clara distinción entre el sujeto y el objeto
del análisis; el mensaje implícito era que el trabajo antropológico no
debía interferir en la vida social de la comunidad, y que el antropólo­
go debía evitar promover cambios en el grupo que estudiaba, tanto, que
intervenir era algo que se no consideraba ético. Los principios funda­
mentales de mi entrenamiento y formación apuntaban a la distinción

172
LA A N T R O P O L O G Í A A P L I C A D A

entre sujeto y objeto, y entre teoría y praxis en el trabajo antropológico,


la condición sine qua non de la neutralidad científica y de imparcialidad
del investigador/científico.

LA CU LTU RA MAYA:
D E «L O O T R O E X Ó T IC O » A «L O H U M A N O M ÁS C E R C A N O »

Cuando recibí una beca para asistir a uno de los cursos de verano en la
Universidad Menéndez Pelayo de Santander, tuve la oportunidad de co­
nocer a Gary Gossen, jefe del Departamento de Antropología de la Uni­
versidad de Nueva York, en Albany. El me habló de las ayudas que ofrecía
la Universidad a estudiantes extranjeros y me invitó a solicitar un puesto
de ayudante en su Departamento. Lo hice, me aceptaron y allí empezó mi
aventura profesional y personal en el Nuevo Mundo.
Corría el año 1985 y estaba recién licenciada en Antropología y
Etnología Americana por la Universidad Complutense de Madrid. En
SUNY Albany abracé con pasión el modelo de antropología simbólica e
interpretativa de Victor Turner (1967, 1969) y Clifford Geertz (1973).
Descubrir el concepto de «liminalidad» fue tremendamente liberador,
pues facilitaba el análisis del «proceso» cultural, instaba a pensar en «la
cultura» como un constante flujo de cambios y transformaciones y, sobre
todo, invitaba a proponer la articulación de la idea de caos y orden como
principio fundamental en el entendimiento de la cultura y sociedad.
Cuanto más leía a Clifford Geertz, más me apasionaba su humanismo
y la forma en que proponía entender la cultura: como texto en acción
que incita al antropólogo a una búsqueda explicativa de los significados
contenidos en las ideas, creencias y valores culturales.
Tuve la oportunidad de hacer mis primeras exploraciones de trabajo
de campo entre los mayas de Yucatán, en 1986, en una pequeña comu­
nidad campesina, muy conocida en el ámbito antropológico norteameri­
cano, Chan Kom. Avatares del destino me llevaron justo a la comunidad
maya en la que no quería acabar haciendo trabajo de campo, porque ya
la habían estudiado numerosos antropólogos, profesionales y aprendi­
ces. Respondiendo a la llamada de «lo exótico», que había sido ya mati­
zada por mi entrenamiento en el estructuralismo y el simbolismo, tenía
interés en la vida ritual y en la tradición oral de la comunidad. Aunque
tuve oportunidad de vivir en casas no tradicionales, con electricidad,
elegí una casa maya tradicional de bajareque y techo de guano. Todo
ello suponía que por fin podía culminar el sueño de estudiar y vivir en­
tre un «otro» radicalmente diferente a mis orígenes en el asfalto urbano

173
ALIC IA RE C R U Z

de Madrid. El ansia por conocer la vida campesina, en oposición a la ur­


bana, me llevó a esta comunidad de la que fácilmente quedé enamorada
por su exotismo, también expresado en el empeño con que se presen­
taban sus gentes: «Aquí todos somos pobres, somos campesinos, somos
mayas». Caí en Chan Kom durante la «Canícula» de 1986. La Canícula
es percibida como «época de crisis», ya que, según sus habitantes, trae
enfermedades infecciosas provocadas por parásitos (diarrea, disentería,
vómitos, etc.). La Canícula aparece todos los años, a mitad de julio, y
dura un mes. Este periodo es anómalo en muchos aspectos: hay sequía
aunque es la época de lluvias, el maíz se encuentra en la etapa más
vulnerable de su desarrollo y necesita el agua de lluvia para crecer; las
enfermedades amenazan la salud pública, etcétera.
Apasionada por el carácter simbólico «liminal» de la Canícula, regre­
sé en el verano de 1987. Fue entonces cuando pude identificar una nue­
va dimensión del fenómeno: durante la Canícula aparecían acusaciones
de brujería que tenían que ver con muertes y enfermedades que pare­
cen aflorar durante este periodo. Aquéllos sobre los que se hacía recaer
anónimamente la culpa eran, curiosamente, miembros de la familia del
cacique de la comunidad, en su mayoría, jóvenes mayas que habían emi­
grado a mediados de los años setenta, cuando Cancún estaba naciendo
como estrella turística internacional en la costa de Yucatán. Esta nueva
dimensión social de la lectura «liminal» del fenómeno de la Canícula, me
permitió descubrir la necesidad de incluir un nuevo modelo teórico para
analizar críticamente la homogeneidad social y económica con que la
comunidad se presentaba. Si los hijos del cacique, emigrantes en Cancún,
era a quienes se acusaba de los males que aquejaban a la comunidad du­
rante este periodo liminal, ¿sería entonces cierta la imagen de igualdad
social que pretendidamente presentaba la comunidad? ¿Cómo se articula
la lectura liminal de la Canícula con la realidad social de la comunidad?
Estas preguntas fueron las que impulsaron el diseño de la agenda de los
dos años de investigación y trabajo de campo que realicé en Chan Kom,
entre 1989 y 1990. El estudio estaba dirigido a mi tesis doctoral y fue
financiado por una beca Fulbright del Ministerio de Culturá.
Aunque mi entrenamiento en análisis estructuralistas y simbólicos
me había proporcionado una lectura interesantísima de la Canícula como
periodo liminal en el ciclo anual entre los mayas, las mismas contra­
dicciones sociales expresadas en las acusaciones de brujería demanda­
ban la necesidad de articular otros modelos teóricos más productivos
para identificar la realidad social de la comunidad. Enfoques marxistas
y de economía política me ayudaron a desvelar una realidad social mu­
cho más diversa y desigual. El censo socioeconómico que realicé en la

174
LA A N T R O P O L O G I A A P L I C A D A

comunidad desenmascaró profundas diferencias entre los campesinos


ricos, inmersos en actividades comerciales y ganaderas, y los campesi­
nos pobres, dedicados a la siembra del maíz. Dentro del conjunto de los
emigrantes se incluía tanto un grupo minoritario que había conseguido
realizar el sueño de hacerse con sus pequeñas empresas, como una ma­
yoría de trabajadores de la construcción.

CU A N D O E L PA RAD IGM A D E C O N O C IM IE N T O SE TA M BA LEA

Profundamente revelador fue el hecho de descubrir las estrategias del


gobierno mexicano a la hora de presionar a los campesinos para que emi­
graran a Cancún, pues la estabilidad económica y financiera de México
depende enormemente de la industria turística. Durante mi estancia en
Chan Kom fui testigo, por ejemplo, de campañas publicitarias desti­
nadas al consumo de herbicidas y fertilizantes para nutrir los campos
de cultivo de maíz, llamados milpas. Una economía de subsistencia no
permite al campesino la posibilidad de acumular capital para la compra
de estos productos. La migración a Cancún se convertía entonces en la
oportunidad de obtener dinero rápido a través de empleos temporales.
El dinero ahorrado se podía invertir en estos productos y al mismo
tiempo el gobierno obtenía mano de obra barata en la construcción para
el desarrollo del imperio turístico de Cancún.
Además de las muchas lecciones personales y profesionales que apren­
dí en Chan Kom, tuve el gran privilegio de ser testigo de un hecho que
hizo tambalearse el paradigma de conocimiento y trabajo antropológico
que me había alimentado hasta entonces. Debido al agotamiento de los
nutrientes del suelo, la SARH (Secretaria de Agricultura y Recursos H i­
dráulicos) puso en marcha un programa agrícola de desarrollo comuni­
tario que tenía como meta conseguir que los campesinos mayas tuvieran
una cosecha de maíz más abundante. Para ello, el proyecto tenía dos
objetivos, el primero era convencer al campesino para que utilizara una
semilla de maíz híbrida, y el segundo, hacer que cambiara su sistema tra­
dicional de siembra en triángulos, por un sistema de siembra lineal. El
equipo técnico del proyecto estaba formado por un ingeniero agrícola
y dos ayudantes. Celebraron numerosas reuniones con los campesinos
para mostrarles cómo sembrar en línea y convencerles de los beneficios
de la utilización de la semilla híbrida. Con una actitud de saber cómo
hacer las cosas, respaldada por la autoridad que impone el conocimien­
to occidental, el ingeniero de la SARH no tenía ningún interés en ente­
rarse por qué el campesino maya había sembrado en triángulos durante

175
ALIC IA RE C R U Z

cientos de años, ni le interesaba la opinión del maya respecto al uso de


la semilla híbrida. Llegó la época de la siembra y la gran mayoría de los
campesinos sembró en triángulos, utilizando la semilla natural.
No me parece éste el lugar apropiado para presentar la documenta­
ción etnográfica que respalda el conocimiento del campesino maya sobre
su entorno ecológico, las características y composición de los suelos, ni
de los sistemas más efectivos y productivos de cultivo. Baste decir que
este caso claramente presenta un choque de paradigmas de conocimiento
diferentes, el local maya y el gubernamental modelado por premisas occi­
dentales, entretejidos ambos por obvias relaciones de poder. Este ejemplo
representa uno de los tantos casos de errores culturales, particularmente
en el ámbito de programas de desarrollo, al intentar transferir un cono­
cimiento occidental a ecosistemas naturales y culturales locales, como
muy elocuentemente ha denunciado Escobar (1995). No sólo fracasó el
proyecto de desarrollo, sino que corroboró el estereotipo del campesino
maya como incapaz de subirse al carro de la modernidad, anclado en
sus hábitos y tradiciones antiguas. ¿Qué hubiese pasado si el ingeniero
hubiera sido capaz de entender la importancia cultural que tiene para el
campesino maya el hecho de utilizar su semilla natural y el sembrar en
triángulos? ¿Habría cambiado su discurso explicativo si hubiera conoci­
do la conexión espiritual del maya con su milpa y con el cosmos? ¿Habría
entendido que sembrar linealmente descabala la lógica epistemológica de
pensamiento maya que está más centrada en el círculo? Simbólicamente,
el círculo representa un futuro originario en el pasado, muy diferente
de la tradición epistemológica judeo-cristiana que propone un concep­
to temporal lineal en el que el futuro no tiene retorno. Dos triángulos
unidos por el vértice conforman una estructura geométrica regular,
con un centro; al sembrar en triángulos, el campesino maya reproduce
una estructura geométrica similar a la forma en que concibe el cuerpo
humano, dividido en cuatro cuartos unidos por el centro, el tipte, el ge­
nerador de orden y salud en el ser humano. De la misma forma, la milpa,
para el maya, tiene cuatro esquinas, y el centro esta dedicado a levantar
el altar en el que se celebra el ritual diario de pedir permiso a su dios para
trabajar la naturaleza con que les ha provisto.
N o sólo fue la falta de conocimiento, sino la actitud de imposición
de un saber foráneo, descalificando el local maya, lo que dio al traste
con el programa de la SARH.
Con el tiempo, al reflexionar sobre este incidente, me di cuenta del
papel revolucionario que puede tener nuestra disciplina si se pone en
acción, si permite poner el saber científico al servicio de su acción po­
lítica. Aunque no formó parte, ni siquiera como anécdota de campo en

176
LA A N T R O P O L O G Í A APLICADA

la redacción de la tesis doctoral, me sorprendieron las repercusiones


teóricas, metodológicas y éticas que tuvo el hecho de haber sido obser­
vadora participante del descalabro de este programa de desarrollo de la
SARH en Chan Kom.
Fue en SUNY, Albany, durante mi formación como estudiante de doc­
torado en Antropología, cuando conocí la obra de Kuhn (1992), que
plantea una concepción de la ciencia que se transforma a golpe de revo­
luciones, lo que rompe con la consabida idea de que la ciencia avanza en
un proceso lineal de acumulación de conocimientos. La obra de Kuhn
provocó gran revuelo, al proponer la idea de paradigma científico para
entender el avance de la ciencia, en vez de una sucesión de teorías que
avanzan en sofisticación y refinamiento gracias a la acumulación de cono­
cimiento, sino como un complejo donde teoría y lógica científica abrazan
los procesos sociales y la visión del mundo social. La propuesta de Kuhn
caía en un terreno crítico y reflexivo ya abonado por el movimiento post­
modernista. El postmodernismo proponía unos postulados más volcados
en la necesidad de mantener unas relaciones más horizontales y simétricas
con aquellos que creíamos constituían el objeto de nuestra investigación
y que en realidad estaban tan sujetos como nosotros mismos, los propios
científicos. Todo ello supuso para mí la introducción a una visión más
crítica del paradigma antropológico con el que me crié como aprendiz
de antropóloga; con nuevas lentes me adentraba en el incómodo deba­
te de colonialismo intelectual, de los efectos de modelos de desarrollo.
En definitiva, la reclamación positivista de mantener neutralidad ante
el trabajo científico fue intensa y profundamente cuestionada. Pero el
dilema se transformó entonces en la pregunta ¿intervenir o no intervenir
para efectuar un cambio social?, y la respuesta reclamaba urgentemente
conocer los precedentes antropológicos en los que se había hecho. Los
casos latinoamericanos y en concreto los mexicanos, proporcionaban las
primeras experiencias a la hora de contestar.

TE X A S Y SUS M IST E R IO S

Llegué a Texas en 1992 como miembro del Instituto de Antropolo­


gía de la Universidad del Norte de Texas, un grupo de tres profesores.
Deseando conocer las zonas de esta parte del país en la que vivían los
mexicanos, pregunté por sus barrios en una fiesta de bienvenida en la
universidad; mi interlocutor me espetó un «aquí no tenemos». La con­
notación de posesión implícita en el verbo «tenemos» me alertaba de las
relaciones de poder y la respuesta, al mismo tiempo que encerraba un

177
ALICIA RE C R U Z

misterio por resolver, abría la puerta mágica de la curiosidad antropoló­


gica: ¿cómo es posible que no haya mexicanos en Texas? Como es fácil
imaginar, me estrené como doctora en antropología dedicándome a los
inmigrantes mexicanos del norte de Texas. Me entregué ciegamente a
la tarea no sólo de identificar sus barrios, sino de divulgar su presencia
en el área, para sacarles de su anonimato e invisibilidad. En el proce­
so de acercamiento a la comunidad, me sorprendió profundamente la
habilidad, destreza y sabiduría de las mujeres inmigrantes a la hora de
sobrevivir en un país que resulta profundamente hostil para los inmi­
grantes mexicanos que no entienden la cultura ni la lengua. Quedé aún
más impresionada cuando me di cuenta de que los propios estudiantes
de la universidad desconocían o conocían mal la realidad social de su
entorno. En una de mis clases sobre «Migrants and Refugees» incluí una
visita de campo a unos apartamentos donde la mayoría de los inquilinos
eran inmigrantes procedentes de México. Al anunciar la visita, varios
alumnos llamaron la atención sobre la «peligrosidad» que suponía llevar
al grupo a un área en la que «había prostitución y crímenes casi todos
los días». Dependiendo del contexto, la comunidad de inmigrantes se
convertía en «invisible» o en «fuente del mal». En este discurso no te­
nían cabida ni la explotación económica ni la discriminación política que
sufre el inmigrante latino. Así nació la necesidad de involucrarme como
agente instigadora del conocimiento de la realidad social entre los estu­
diantes. Nunca se me había presentado tan claramente la responsabili­
dad social del antropólogo como científico social. N o me parecía sólo
injusto, sino inmoral el hecho de mantenernos sujetos al objetivismo
que reclama nuestro paradigma positivista, sin cuestionarnos lo que de­
bemos hacer con los resultados del trabajo. Como indica el aforismo
marxista, para que exista la posibilidad de cambio social, es necesario
nutrir la conciencia social; el camino que lleva a la justicia social, difí­
cilmente puede ser alcanzado por los que no conocen la composición
social y el juego de poderes políticos y económicos. ¿Cómo es posible
que el estudiante en Texas investigue, analice la diversidad cultural en
sus cursos de antropología, sin conocer la diversidad cultural que encie­
rra su propio entorno?
Como apuntaba anteriormente, me sentí fascinada por el mundo
de las mujeres inmigrantes en Texas y aún más cuando descubrí que
su respuesta de acomodación a su condición de inmigrante está com­
puesta por un entresijo de redes de asistencia en el que entran en juego
servicios, información e incluso dinero. La que tiene coche da rides (o
conduce) a las que tienen que llevar a sus niños a la escuela, ir al médico
o a la tienda; a cambio, éstas cuidan los niños de aquéllas, cocinan para

178
LA A N T R O P O L O G Í A A P L I C A D A

ellas o las proveen de algún otro servicio. Se reúnen y forman tandas,


sistemas de crédito exentos de intereses (Re Cruz, 1998). Me pidieron
que les enseñara inglés. La gerencia de los apartamentos nos habilitó
una pequeña oficina en la que nos reuníamos dos veces a la semana, por
la mañana; yo les enseñaba inglés, y ellas, entre historia e historia, me
abrían las puertas etnográficas de su mundo «entre dos mundos», y
me regalaban incontables lecciones como mujeres, madres y esposas.
En resumen, mis avanzadillas profesionales en Texas empezaron a
desligarse de la neutralidad que se exigía al científico social, delimitada
por la clara distinción entre sujeto y objeto de investigación, y teoría
y práctica en el trabajo antropológico. De alguna forma, los modelos
metodológicos aprendidos para mantener la neutralidad y conseguir la
validez científica del trabajo no encajaban. La experiencia antropológica
con los mayas de Yucatán y con los inmigrantes mexicanos en Texas me
señalaban la necesidad de utilizar paradigmas alternativos en el ejercicio
etnográfico, más acordes con la praxis social. Efectivamente, la antro­
pología aplicada presenta una forma diferente de pensar y de ejercer
nuestra profesión. Responde a las necesidades de la práctica profesional
que requieren de la intervención para el cambio social y cultural; de
hecho, esta forma de ejercer la antropología no se queda atrapada en la
dimensión de servicio o de resolución de problemas sociales, sino que
su esencia dialéctica la conduce a generar conocimiento a través de la
investigación aplicada. Además, el antropólogo aplicado está sujeto al
diseño y uso de técnicas y métodos muy rigurosos que, por estar encami­
nados a la resolución de problemas sociales, la mayor parte de las veces
requieren el trabajo disciplinario en equipo y demandan la inclusión de
los grupos afectados en el proceso de investigación. A mediados de los
años noventa, el Instituto de Antropología contaba con cuatro miembros
especialmente motivados por las incursiones en el área de antropología
aplicada (Naylor y Jordán). Así surgió la idea de crear una especialidad
universitaria en antropología aplicada.

LIBER TA D H E R N Á N D E Z
Y LAS L E C C IO N E S D E A N T R O P O L O G ÍA A PLICA D A E N M É X IC O

México ha contribuido con uno de los capítulos pioneros y más pro­


ductivos, en el área de la investigación antropológica aplicada. Avalada
por la obra de Gamio o Gonzalo Aguirre Beltrán (por nombrar sólo dos
ejemplos de un grupo de grandes trabajadores sociales), la antropolo­
gía mexicana ha estado históricamente muy vinculada al planteamiento

179
ALIC IA RE C R U Z

de políticas públicas, particularmente las relacionadas con los grupos


indígenas. De hecho, para Gamio, la antropología era una forma de co­
nocimiento político; es decir, que el trabajo de campo y la investigación
antropológica debían promover la acción social y política encaminada a
integrar a los grupos indígenas en el proyecto de nación. Gamio (1916),
considerado uno de los progenitores del indigenismo en México, propo­
ne forjar patria, buscando una ciencia que ayude a resolver los problemas
más urgentes de la nación.
Angel Palerm es un personaje legendario en el mundo de la an­
tropología mexicana y para mí tiene una relevancia particular porque
representa al investigador aplicado forjado en el nuevo mundo, proce­
dente del viejo. Exiliado de España por la guerra civil, Palerm lleva su
impronta marxista que cae en terreno fértil, abonado por la situación de
marginalidad y desprotección de los grupos indígenas en México. Palerm
llega a crear un modelo de saber y de hacer antropología, una escuela
centrada en la praxis social y profesional que exige una relación dialéc­
tica entre teoría y práctica como fuente generadora de conocimiento.
En 1996 conocí a Libertad Hernández, cuando era directora de
PROCOMU (Programa Comunitario de la Mujer) y profesora del Depar­
tamento de Psicología Comunitaria en la Universidad Veracruzana de Xa-
lapa. Vino al mundo con su hermana gemela y, en honor a la Revolución,
recibió el nombre de Libertad. Tierra fue el que le dieron a su hermana que
no sobrevivió. Antropóloga de formación y de corazón, fue la fundadora
de un programa dirigido a impulsar y promover los derechos de los más
desprotegidos y marginales en M éxico, mujeres y niñas de áreas rurales
y de barrios pobres. Para ello, se valió de su alianza con el gobierno, ya que
era funcionaria del PRI en Veracruz y utilizó las herramientas metodoló­
gicas de la investigación-acción. El reto que se propuso fue luchar contra
las desigualdades sociales promoviendo la participación de las mujeres y
niñas en la vida económica, política y social en condiciones de igualdad
con el hombre. El espíritu sagaz y carismático que llevaba prendido en
su nombre, Libertad, le permitió establecer vínculos entre instituciones
oficiales, organismos no gubernamentales, el sector académico y la socie­
dad civil, confabulándolas en proyectos y programas relacionados con las
demandas y necesidades de las mujeres y sus familias. La clave de su éxito
era la construcción colectiva que nacía de la práctica, del acercamiento
y del trabajo con las mujeres, gracias a una metodología participativa
por la que la comunidad deja de ser objeto para convertirse en sujeto.
Desde 1974, defendió la necesidad de involucrar a la comunidad en la
identificación de sus problemas de salud y llegó a convencer a la Aca­
demia de Medicina Comunitaria de la Facultad de Medicina de la zona

180
LA A N T R O P O L O G Í A APLICADA

Xalapa de la necesidad de diseñar un programa académico que incluyera


modelos alternativos de salud, incorporando antropología médica, me­
dicina social y los datos y el conocimiento etnográfico procedente del
trabajo de campo. Este modelo metodológico no sólo pretende implicar
al programa académico, sino que también expresa la necesidad de trans­
formar el modelo pedagógico tradicional. La metodología participativa
entreteje relaciones dialécticas entre docencia, investigación y servicio
social, de tal forma que el aula se lleva a la comunidad y la comunidad
se transforma en el aula. Los grandes inspiradores de la obra de Libertad
en México son los fundadores del legado latinoamericano del modelo in­
vestigación-acción: Paulo Freire, Fals Borda y Carlos Rodríguez Brandao.
La destreza que Libertad tenía para la investigación-acción, unida a su
alianza constante con los desprotegidos, marginados y explotados, tuvo
resultados sorprendentes. No era extraño que entre grupos de mujeres
con las que Libertad trabajaba, alguna de las integrantes se presentara
a cargos políticos en sus comunidades. Muchas, intensas y profundas,
fueron sus repercusiones y frutos como antropóloga líder en el uso de
la metodología participativa, en su corta vida. Murió a los cuarenta y
dos años, el 7 de agosto de 1998, violada y asesinada, según la versión
oficial, por un taxista en México D.F. mientras asistía al seminario in­
ternacional «Nuestras niñas: derecho a la equidad desde la infancia»,
convocado por UNICEF. Hay otras versiones que apuntan a la amenaza
en que se habían convertido sus programas y proyectos, empoderando
las mentes, los espíritus y las manos de las mujeres en comunidades
marginales. Descanse en paz.
Con Libertad Hernández, organicé dos escuelas de campo en Xa-
lapa, en 1997 y 1998. Un grupo de estudiantes de la Universidad del
Norte de Texas se unía así a los proyectos que Libertad, como directora
de PROCOMU, tenía en comunidades rurales del estado de Veracruz.
Así fue como aprendí la praxis de la Investigación Acción Participativa
(IAP), tanto de sus errores como de sus aciertos, pero sobre todo, de
su poder revolucionario de cambio que da al traste con los presupues­
tos metodológicos y teóricos del paradigma antropológico tradicional.
La IAP se centra en la propia realidad social de los propios participantes
del proceso. Para la IAP, la realidad no es un conjunto de datos objeti­
vos sobre la población, ya que implica, además, la percepción que las
gentes tienen de esta realidad, es decir su percepción subjetiva, de tal
forma, que la objetividad y la subjetividad actúan dialécticamente. De
manera que lo que resulta crucial para la investigación es permitir que
la propia comunidad defina, analice y resuelva sus propios problemas,
buscando la transformación de la realidad concreta. Es así como se pue­

181
ALIC IA RE C R U Z

de llegar a restituir la historia de culturas populares, reforzando su iden­


tidad (Fals Borda, 1986). A este respecto Freire nos recuerda que «hacer
la historia es estar presente en ella y no simplemente estar representado
en ella» (Freire, 1983: 130).
Igualmente reveladora en la práctica de IAP en los proyectos de Li­
bertad, era la relación entre el investigador y las comunidades; lo que
en el paradigma tradicional era una relación de sujeto-objeto, propia
del positivismo-empirista, en la práctica de IAP se transforma en una
relación de sujeto-sujeto. En oposición a la relación maestro-alumno en
el «modelo de enseñanza bancario», que deposita los conocimientos de
manera vertical, asimétrica, la relación sujeto-sujeto se transforma en una
relación dialógica de maestro a maestro (Freire, 1983), de tal forma que
ambas partes investigan, enseñan, aprenden al mismo tiempo que trans­
forman. Para Fals Borda (1986, 1987) este diálogo es el que permite al
investigador deshacerse de su papel de erudito para convertirse en el
que aprende, al saber escuchar los discursos procedentes de diferentes
sintaxis culturales, al mismo tiempo que considera a sus representantes
como sujetos activos y pensantes en el proceso de investigación.
Es cierto que la IAP, con sus profundas raíces latinoamericanas ejem­
plificadas en la obra de Libertad Hernández, se aleja de los cánones
antropológicos tradicionales y presenta una nueva lógica en la praxis,
basada en el diálogo y en la relación simétrica de sujeto a sujeto, como
generador de conocimiento. En este nuevo paradigma, la intervención
es el requisito fundamental para conseguir el objetivo propuesto: la jus­
ticia social.

ANTROPOLOGÍA APLICADA
EN LA UNIVERSIDAD DEL NORTE DE TEXAS

Tras varios años dedicados a pensar en el diseño y composición de la


especialización de antropología aplicada, el programa se comenzó a im­
partir en el año 2000. Tiene varios objetivos; uno de ellos es el preparar
al estudiante para desarrollar las herramientas antropológicas en terre­
nos que no sean exclusivamente académicos, por ejemplo en el trabajo
con organizaciones no gubernamentales, agencias de gobierno, estatales
o federales, incluso escuelas, empresas y negocios. Para ello, es indis­
pensable entrenar al candidato en la resolución de problemas por medio
de diferentes estilos de colaboración. En la práctica de la antropología
aplicada, es fundamental que el estudiante entienda las bases éticas de
la investigación y práctica antropológicas.

182
LA A N T R O P O L O G Í A APLICADA

Quizás uno de los conceptos que más trabajo me costó incluir en


mi vocabulario antropológico fue el de «cliente», es decir, la persona,
agencia u organización que encarga el trabajo de investigación y que paga
por él. Pero de esta manera las fuentes de empleo del antropólogo se
han diversificado enormemente; hoy día podemos ser contratados en
oficinas consultoras, organizaciones no gubernamentales, empresas, cor­
poraciones, escuelas e incluso oficinas de marketing. Esta diversificación
laboral a la que el antropólogo aplicado se expone hoy, nos obligó a dise­
ñar un programa igualmente diversificado; de manera que contamos con
asignaturas tales como: «antropología de los negocios», «antropología
de las organizaciones», «antropología de la educación», «antropolo­
gía del medio ambiente», «antropología médica» o «antropología de
la frontera», que incluye temas relativos a migraciones. El programa se
compone de asignaturas troncales tales como «Teoría y métodos cuali­
tativos y cuantitativos en la investigación antropológica», además de un
curso en el que se prepara al estudiante en la elaboración de propuestas
de investigación, escritura técnica y creación de redes profesionales. De­
pendiendo de los intereses del alumno, el programa exige que se cursen
dos asignaturas de otras disciplinas, con el fin de reafirmar el carácter
interdisciplinario del programa y para que se acostumbre a trabajar en
equipo. La parte más importante del programa está constituida por el
diseño y desarrollo de un plan de investigación que se tiene que ajus­
tar a los intereses y necesidades del cliente con quien el estudiante elija
trabajar. Contamos con una gran lista de clientes para quienes hemos
trabajado: el Departamento de salud pública de Dentón, el Ayuntamien­
to de Dentón, el programa bilingüe de las escuelas públicas de Dallas,
organizaciones no gubernamentales que trabajan con casos de violen­
cia doméstica y de asilo político, DELL (la multinacional productora
de ordenadores y material tecnológico), etcétera.

DISCUSIÓN

Me crié en una tradición antropológica que tenía tendencia a descalifi­


car la antropología aplicada como a una hija ilegítima de la disciplina.
Se valoraba más el trabajo etnográfico con lo exótico foráneo que el
hecho de inmiscuirse en nuestros problemas y necesidades sociales. Me
eduqué en una disciplina que se basaba en unos criterios fijos para de­
terminar lo que constituía conocimiento antropológico y lo que no lo
era y quién podía generar y trabajar con este conocimiento y quién no
(Foucault, 1971). La antropología pura, abstracta, ceñida a grupos et­

183
ALICIA RE C R U Z

nográficos pequeños era considerada legítima, mientras que lo aplicado


era descartado como un ejercicio subversivo y a veces corrupto, tal y
como el proyecto Camelot desveló en su momento. El intervencionis­
mo resultaba demasiado arriesgado, particularmente cuando se trataba
de trabajos con el gobierno o con agencias de desarrollo internacional.
La no intervención era, definitivamente, la posición ética más segura.
Consecuentemente, los antropólogos que ponían en práctica sus cono­
cimientos para resolver problemas sociales reales, eran considerados de
segunda categoría.
Con los pocos y breves documentos etnográficos que he utilizado
en este artículo, he intentado mostrar cómo el trabajo de campo, bien
con los campesinos y emigrantes mayas en Yucatán, bien con inmigran­
tes mexicanos en Texas, me ha empujado a considerar la responsabi­
lidad ética del antropólogo, particularmente cuando discriminación e
injusticia social quedan al descubierto. Para mí, son estas situaciones
las que mueven al antropólogo a considerarse un mero observador o
un testigo. Si el primero acerca la antropología al ámbito de las cien­
cias, el segundo conecta nuestra disciplina directamente con la filosofía
moral (Scheper-Hughes, 1995). El antropólogo como testigo va más
allá de la observación, descripción y entendimiento cultural; intenta
poner en acción los marcos teóricos, las técnicas y métodos antropo­
lógicos en la consecución de resultados y en la mejora de casos reales.
Por eso considero el ejercicio de la antropología aplicada la alternativa
más productiva de la práctica antropológica y, al mismo tiempo, creo
que es el tipo de antropología que puede ejercer un papel clave como
agente de cambio social en la construcción de una sociedad más justa
y equitativa.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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185
«NO ESTAMOS DE ACUERDO CON ALGUNAS
DE TUS INTERPRETACIONES»;
GESTIÓN DE LA INFORMACIÓN EN EL TRABAJO
DE CAMPO CON PERSONAS ESTIGMATIZADAS *

V irtu d es T é lle z D e lg a d o
Grupo de Investigación sobre Patrimonio y Culturas Populares
Centro de Ciencias Humanas y Sociales
Consejo Superior de Investigaciones Científicas

«The West still has tremendous discursive, military, and


economic power. Our writing can either sustain it or tvork
against its grain».
E. W Said (1989: 224)

La reflexión sobre la ética profesional enriquece el trabajo de campo, a


la vez que lo desafía. En cualquier caso, permite identificar las posiciones
políticas, las demandas morales bajo las que se realiza y cómo éstas se in-
terrelacionan entre sí. Pude experimentar y reconocer este pensamiento
tres años después de comenzar mi investigación con distintas asociaciones
socioculturales madrileñas, formadas por jóvenes musulmanes universita­
rios. Cuando inicié mis contactos no pensé que llegaría un momento en el
que no sería bien acogida. No podía imaginar que un día escucharía que
por sobrecarga laboral no seguirían colaborando con mi investigación
con la que, a su entender, se estaba estigmatizando a un grupo de perso-

* Las reflexiones de este texto fueron enriquecidas por los comentarios de M ar­
garita del Olmo y Fermín del Pino tras su exposición en una sesión del XXVIII Curso
Julio Caro Baroja del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, en diciembre
de 2008. Posteriormente el texto fue discutido con Nancy Konvalinka quien me ayudó
a reconducirlo orientándome hacia otras experiencias similares que habían sido útiles
para reflexionar sobre la práctica antropológica. La versión final del texto que presenté
en dicho curso se ha beneficiado de los comentarios constructivos de Angeles Ramírez,
Elísabeth Lorenzi y José Mapril. A su vez, agradezco la confianza y amabilidad de Angel
Díaz de Rada, quien ha inspirado mis reflexiones al cederme, antes de ser publicado, el
ensayo que elaboró para este mismo curso. f

187
VIRTUDES TÉLLEZ DELGADO

ñas que luchaba en su cotidianeidad para desprenderse de las etiquetas


con las que social y mediáticamente se les estigmatizaba.
La asociación con la que he vivido esta situación se creó en un mo­
mento en el que el atentado terrorista del 11M —perpetrado por per­
sonas que decían actuar en nombre del islam— hacía que ellos, en tan­
to que musulmanes, estuvieran en el punto de mira como sospechosos
sociales. En esta ocasión el ataque se había producido en la ciudad en
la que residían. Esta vez se sentían directamente señalados como poten­
ciales radicales terroristas y por esto, y por los sentimientos de dolor
que compartían con él resto de la sociedad, decidieron tomar un papel
social y político más activo para informar a la población en general so­
bre su ideología y creencias y para mostrar que no se les puede ni debe
vincular con personas que han decidido acudir al terrorismo como arma
política ni con terroristas que, en su opinión, no pueden ser represen­
tantes de su mismo grupo religioso, puesto que entre éste y los actos
terroristas no existe ninguna vinculación exegética directa.
En este texto, se habla de un grupo de población que se siente es­
tigmatizado, pero que por su alto nivel educativo cuenta con las herra­
mientas y el capital cultural necesario para trabajar en pro de revertir
esa estigmatización y criticar y evaluar cualquier reflexión teórica que
se realice sobre ellos. Con este capítulo se pretende partir de este ejem­
plo para trascender sus características y considerar las ideas que aquí
aparecen a la hora de trabajar con cualquier persona, grupo o colectivo
social que se sienta portador de un estigma en un contexto fuertemente
politizado. Por eso, a través del caso expuesto, se procura reflexionar
en primer lugar sobre esta situación de sentirse un colectivo estigmati­
zado que ha decidido resignificarse social y políticamente y sobre cómo
la interiorización de un estigma y su uso político les impulsa a pensar
que cualquier investigación que se realice sobre ellos lo que busca es
incidir más en esa estigmatización. En segundo lugar, se reflexiona so­
bre supuestos éticos a tener en cuenta ante la realización y publicación
de un trabajo de campo con este tipo de población. Porque ¿cómo se ha
de gestionar la información producida tras la realización de un traba­
jo de campo cuando sus informantes no están de acuerdo en el modo en
que es interpretada? ¿Quién establece los límites y convergencias entre
lo que se piensa, se dice y se hace: han de ser los informantes o el/la an­
tropólogo/a? ¿Debemos limitarnos en exclusiva a repetir lo que dicen los
informantes y nada más? ¿Cuándo se ha de explicitar nuestra posición
política ante la situación encontrada?
Con la intención de ofrecer una respuesta a estas preguntas, este
texto se inicia con la exposición de los actos que las motivaron y su re­

188
GESTIÓN DE LA I N F O R M A C I Ó N EN EL T R A B A J O DE C A M P O

flexión ética a partir de su comparación con otras experiencias similares,


anteriormente explicitadas por otros/as antropólogos/as. Posteriormen­
te, se reflexiona sobre la condición estigmatizada del grupo y las reper­
cusiones que ello tiene sobre la información producida en el trabajo de
campo. A continuación, se utiliza el ejemplo expuesto para cuestionarse
cómo ha de gestionarse la moral y ética en él. Finalmente se sugieren
unas pautas de conducta que conduzcan a una adecuada gestión de la
ética y moral en las relaciones que se establecen durante y posteriormen­
te a su realización.

LAS MALAS INTENCIONES DESPROVISTAS DE MALA INTENCIÓN

Cuando en marzo de 2006 comencé mi trabajo de campo y contacté con


la asociación que motiva esta reflexión ética, ya habían transcurrido dos
años desde que comenzara su actividad. Les conocí en un acto público
al que acudieron como invitados y les solicité recibir información de
sus actividades con la anterioridad suficiente como para poder asistir
a las mismas. Así lo hicieron y, gracias a ello, empecé a acudir a estas
actividades y a prestar atención al funcionamiento, estructura, objetivos
e intereses de la asociación.
Los procesos de negociación por los que sus miembros definían sus
intereses sólo podían ser conocidos si asistía a las reuniones internas de
la asociación, por lo que, en varias ocasiones, les solicité permiso para
acudir a ellas. Sin embargo, siempre obtuve una negativa por respuesta.
Las explicaciones que ellos me daban no me parecieron inicialmente
muy claras. Siempre me decían que tenían que plantearlo en las re­
uniones de la junta directiva, pero nunca me comunicaban su decisión.
Ante el paso del tiempo, volví a solicitar acudir a las reuniones pero me
contestaron que su contenido no era importante para mi investigación
porque se dedicaba a tratar los temas de gestión de las actividades, qué
material se compraría para las mismas, quién organizaría cada una de
sus partes, etc. A esto añadieron que las reuniones sólo eran de interés
para los miembros de la junta directiva. Aquí, influida por la perspec­
tiva de mi investigación, pensé que esta negativa se debía a que yo no
compartía con ellos la fe religiosa por la que se unían y así fue como lo
reflejé un año después en el apartado metodológico de mi investigación.
Cuando redacté ese apartado ya les había realizado una entrevista
colectiva en la que me habían hablado de los sentimientos de conmo­
ción con que vivieron los atentados terroristas, que fue la causa por la
que decidieron crear la asociación. Por un lado, sentían todo el dolor

189
VIRTUDES TÉLLEZ DELGADO

que cualquier ciudadano madrileño experimentó en aquel momento y,


por otro, necesitaban actuar reafirmándose políticamente para evitar que
se les identificara o relacionara con aquellos que habían cometido el
ataque, para evitar esa estigmatización.
Mi malentendido con los miembros de la asociación surgió cuan­
do al leer la descripción que había hecho en este apartado metodológi­
co, sobre el modo de acceder a la asociación, la estructura y dinámicas
de la misma, entendieron que esta descripción servía para alimentar
o reforzar su estigmatización así como para representar erróneamente
su proyecto político. Las dificultades descritas en el acceso fueron in­
terpretadas como una crítica hacia ellos por elitismo y/o separatismo.
Las descripciones de sus miembros fueron vistas como si se les estu­
viera definiendo como discriminadores. Y el relato de algunas de sus
dinámicas fue observado por ellos como si se les estuviera tratando de
autoritarios e impositivos.
La ingenuidad con la que abordé el modo de escribir aquel texto y la
tranquilidad con la que ofrecí mis reflexiones para que fueran leídas y
debatidas con ellos, no me permitió caer en la cuenta de que las palabras
pueden ser leídas de distintas maneras, o que pueden ganar o perder
significado en función del lector, sus experiencias y su posición política.
Y con esto, lo que puede ser peor es que, sin tener una intención da­
ñina —y desde el convencimiento de que lo escrito no es interpretado
como dañino por parte de algunos lectores— , podía estar olvidando la
máxima que ha de dirigir los trabajos antropológicos: no perjudicar a
las personas que aparecen en ellos.
Inicialmente no encontraba ningún problema en el modo en que me
estaba expresando y bajo esa idea les entregué por correo electrónico
el informe que había redactado después de mi año de trabajo de cam­
po. Esperé su respuesta por un tiempo y al ver que no me contestaban
preferí hablar con ellos para conocer sus opiniones, pues consideraba
de gran importancia la retroalimentación que pudieran darme. Además
conocía el malestar con el que le habían hablado a un colega sobre el
modo en que ellos aparecían reflejados en otros trabajos. Así es que,
cuando conseguí hablar con uno de sus miembros comprobé que su res­
puesta confirmaba mis temores. M e dijo así: «Algunos datos forman
parte de tus interpretaciones y sobre eso no podemos decirte nada, pero
no estamos de acuerdo con algunas de esas interpretaciones».
Ante esta respuesta me urgía saber sobre qué no estaban de acuerdo
y busqué una cita para conocer sus opiniones. En aquella ocasión me
reuní con uno de los miembros de la asociación, tomé unas notas de los
aspectos que más les habían disgustado y di mi explicación sobre lo que

190
GESTIÓN DE LA I N F O R M A C I Ó N EN EL T R A B A J O DE C A M P O

quería decir con cada uno de ellos, porque yo tampoco estaba de acuer­
do con las interpretaciones que ellos habían hecho de las intenciones de
mi texto. Algo fallaba. Como les dije, me encontraba en el camino de mi
investigación y si obtenía por escrito los comentarios a las referencias
que habían generado el malestar, podía procurar solucionarlo. Valga
este artículo como parte de mi intento de superar los malentendidos y
reflexionar sobre los posibles motivos por los que han podido surgir los
mismos.
Sobre el texto que yo escribí y las reacciones posteriores, hay varios
aspectos que destacar desde un punto de vista ético. En el caso que nos
ocupa, el contexto social y político en que se produce el texto es visto
de manera enormemente hostil por las personas que aparecen en él, al
ser observado inicialmente como un producto de ese contexto y ser leído
desde esa óptica. Se crea así una comunicación en la que los roles de emi­
sor y receptor son distribuidos atendiendo a una supuesta escala de poder
en la que el emisor sería el redactor al que se le presupone la conniven­
cia con el contexto hostil para el receptor (protagonista) del texto. Esta
situación viene a reforzar la afirmación de Steve Tyler, quien aseveraba
que no se puede decir que haya nada que es observado, ni nadie que esté
observando, sino que lo que se encuentra es una producción discursiva
construida en un diálogo mutuo entre distintos agentes o actores (Tyler,
1986: 126). Y el diálogo que pretendo entablar aquí, constriñe a sus
actores desde el momento en que parece establecerse entre oponentes
sociales y políticos.
La situación puede ser entendida como un ejemplo de la produc­
ción de los procesos de «indexicalidad» o dependencia de significado
contextual y de «reflexividad» o doble proceso por el que los datos y
situaciones descritas en un texto y contexto se elaboran y modifican
recíprocamente, definidos por Graham Watson cuando reflexionaba so­
bre algunas circunstancias en las que se lleva a cabo la metodología de
investigación antropológica (Watson, 1991: 75). Así, las palabras que
conforman el texto que elaboré se cargan de un significado contextual
que se impone a su voluntad descriptiva y analítica inicial, otorgándole
un nuevo significado que no podría tener si se hubieran escrito en un
contexto diferente social y político. Por esto, cuando sus protagonis­
tas lo leen, no dejan a un lado la situación a la que se enfrentan en su
cotidianeidad diaria, sino que lo abordan desde la misma. Y en ella
adoptan un rol y otorgan otro a su autor/a, reflejando cómo entienden
el contexto, que como se ha dicho con anterioridad, contiene distintas
circunstancias con las que se estigmatiza a las personas gracias a las cua­
les pudo escribirse el texto.

191
VIRTUDES TÉLLEZ DELGADO

Esta disposición puede observarse también en otros trabajos de cam­


po como el que Nancy Scheper-Hughes llevó a cabo en Irlanda (véa­
se su capítulo en este libro)! En ambos casos el contexto cobra fuerza
para darle otro enfoque al texto y las posiciones políticas de las partes
implicadas en la investigación se someten a cuestionamiento. Cuando
Scheper-Hughes volvió a West Kerry, el lugar donde había realizado su
trabajo de campo, observó cómo las personas que veinte años atrás ha­
bían sido informantes y amigos rechazaban o temían su presencia en el
pueblo. Uno de ellos le espetó «¡Nos has atropellado, chica, nos has atro­
pellado! ¿Y tú llamas ciencia a lo que haces?». Su libro titulado Saints,
Scholars and Schizophrenics: mental Illness in Rural Ireland (Scheper-
Hughes, 1979) había sido interpretado en aquellas tierras como un em­
peño (una calumnia) por manchar el buen nombre de la comunidad. Al
conocer esta reacción Nancy preguntó: «¿Hay algo que pueda hacer?», y
su informante le contestó: «Deberías haberlo pensado antes. Mira, hija,
el problema es que no nos has dado ningún reconocimiento» (Scheper-
Hughes, 2000)1.
Esta demanda de reconocimiento es la que también me han solici­
tado los miembros de esta asociación que fue creada con un proyecto
político e identitario que buscaba revertir su estigmatización. Su deseo
es que se hiciera saber que su primer esfuerzo tras los atentados fue la
edición de un libro en el que recogieron, a través de dibujos y textos, los
sentimientos de conmoción que se mencionan más arriba; y que la pu­
blicación de ese libro fue el motor de trabajo de la asociación. Pero mi
trabajo de investigación era analítico y no podía limitarse a una exposi­
ción de las actividades e intereses de la asociación. De ahí que surgiera
un malentendido entre los objetivos de mi presencia en sus actividades
— que pudieron ser comprendidos como testimoniales de sus actos— y
el texto producido tras reflexionar e interpretar las mismas. Como James
J. Fox señalaba, el grupo, acostumbrado a recibir periodistas, no se había
preparado para la llegada de una antropóloga cuya agenda no conocían
de antemano. La aceptación de su presencia conllevaba un compromiso
moral mucho mayor que el experimentado por la propia antropóloga
(Fox en Carrithers, 2005: 448) y un compromiso político determina­
do, no definido por la antropóloga, sino otorgado por sus informantes.
Mis intenciones eran conocer el funcionamiento, objetivos e intere­
ses de la asociación para valorar cómo los acontecimientos por los que
ellos habían decidido unirse influían (y de qué modo), o no, en dichos

1. Esta cita ha sido extraída de la edición inglesa original y traducida por mí. La
traducción completa del texto se incluye en este volumen.

192
GESTIÓN DE LA I N F O R M A C I Ó N E N EL T R A B A J O DE C A M P O

objetivos e intereses. N o era mi intención hablar de ellos como un gru­


po cerrado, sino exponer unas situaciones que creía les serían útiles para
comprender el devenir de la asociación. Pero ese interés no había sido
demandado por la asociación y por eso, no era ni valorado ni aceptado
en sí mismo, es más, hasta podía servir para poner en cuestión la viabi­
lidad de su proyecto político. Las primeras críticas me acusaban de des­
conocer a las personas que formaban la asociación y de inventar activi­
dades que habían llevado a cabo durante mi trabajo de campo pero que,
sin embargo, reconocían indirectamente la celebración de las mismas, al
añadir que, en su opinión, no debían ser dichas o publicadas.
Como en el caso de Nancy Scheper-Hughes, mi propuesta no se
trataba sólo de describir lo «bueno» o lo que estaba «bien» en la asocia­
ción. Y como ella destaca, es aquí donde reside la violencia simbólica e
interpretativa de mi presencia en ese campo (Scheper-Hughes, 2000).
M i intrusión en él, sin ocultar su identidad, es aquí vista como parte del
problema (aunque tengo la sensación de que con pseudónimos, la reac­
ción habría sido la misma, pues las personas se habrían visto igualmente
identificadas en la lectura)2.
Pero ¿es esto suficiente para afirmar que estoy reforzando su estig­
matización? ¿La diferencia de intereses implica una diferencia de enten­
dimientos? ¿Esta falta de consenso se debe sólo a trabajar con una p o­
blación estigmatizada en un contexto fuertemente politizado? ¿Cómo
media el conocimiento de los significados del contexto en las interpre­
taciones de los acontecimientos que suceden en el mismo? ¿Cuáles son
las implicaciones de trabajar con personas que son conscientes de tener
un estigma? ¿Qué sucede cuando pretende revertirse ese estigma y uti­
lizarlo como categoría identitaria con la que reafirmarse políticamente
en lugar de silenciarse y acatar una estigmatización? ¿Qué es el estigma?

EL ESTIGMA

En 1963, Eric Goffman reflexionó sobre el origen del término «estig­


ma» en su libro Estigma. L a identidad deteriorada. La obra comienza
situando este origen en la Grecia clásica, cuando los griegos de aquella
época crearon el concepto para referirse a signos corporales con los
cuales se intentaba exhibir algo malo y poco habitual en el estatus moral
de quien los presentaba. Los signos consistían en cortes o quemaduras

2. Aquí he preferido omitir algunas características o no entrar en más detalles para


respetar la petición de un miembro de la asociación.

193
VIRTUDES TÉLLEZ DELGADO

en el cuerpo, y advertían que el portador era un esclavo, un criminal o


un traidor —una persona corrupta, ritualmente deshonrada, a quien
debía evitarse, especialmente en lugares públicos— . Goffman relata
cómo, más tarde, durante el cristianismo, se agregaron al término dos
significados metafóricos: el primero hacía alusión a signos corporales
de la gracia divina, que tomaban la forma de brotes eruptivos en la piel;
el segundo, se refería indirectamente a cómo la medicina había incor­
porado esta alusión religiosa para describir los signos corporales de per­
turbación física. En la actualidad, de acuerdo a Goffman, la palabra
es ampliamente utilizada con un sentido bastante parecido al original,
pero designando preferentemente al mal en sí mismo y no a sus mani­
festaciones corporales, que no son más que indicadores de aquello a lo
que están haciendo referencia (Goffman, 1963: 11).
Este mal y sus diferentes modalidades que despiertan preocupación
cambian a lo largo del tiempo y a lo ancho del espacio, puesto que las
condiciones estigmatizantes son sociales, políticas, históricas y culturales.
Es la sociedad quien tácitamente establece los medios para categorizar a
las personas y los atributos que se perciben como corrientes y naturales
en los miembros de cada una de esas categorías. De este modo, el medio
social establece las categorías de personas que en él se pueden encon­
trar, las «corrientes» y las «estigmatizadas». De ahí que en el intercam­
bio social rutinario tratemos con «otros» que no despiertan atención o
reflexión especial y «otros» que nos descolocan internamente desde que
nos ponemos cara a cara o conocemos las historias personales por las
que podemos identificar en ellos un estigma. Por consiguiente, es pro­
bable que al encontrarnos frente a un extraño las primeras apariencias
nos permitan prever en qué categoría se halla y cuáles son sus atributos,
es decir, su «identidad social» (Goffman, 1963: 11-12).
Esta confluencia o no de lógicas y estructuras de pensamiento que
también están imbuidas de ética, en cuanto a los efectos éticos derivados
de las consecuencias teóricas de su enfoque, son mencionadas también
por Miguel Alberto Bartolomé, quien lanza una propuesta a modo de
metáfora para procurar una solución que supere la lógica de construc­
ción especular en los datos obtenidos en el trabajo de campo. Este autor
entiende que estos datos no son más que un reflejo de la realidad pero
no la realidad, y proyectan frente al espejo «un nosotros» o «un ellos»
que no es más que la apariencia de ambos pero no ellos mismos (Barto­
lomé, 2003: 214).
La propuesta de Bartolomé consiste en releer Alicia a través del es­
pejo de Lewis Carrol para aprender del modo en que Alicia trasciende
las fronteras refractivas del espejo y penetra en el mundo contenido en

194
GESTIÓN DE LA I N F O R M A C I Ó N E N EL T R A B A J O DE C A M P O

su interior. Bartolomé destaca que son las peripecias dentro de un uni­


verso aparentemente caótico las que la obligan constantemente a acep­
tar o moverse dentro de distintas lógicas que le proponen los diferentes
personajes que encuentra en su camino. Aunque estas lógicas se mos­
traban irreductibles a la suya, las acepta desde el reconocimiento de su
propia ignorancia del mundo de los otros y la indudable legitimidad de
la diferencia. Sabe (o intuye) que los acontecimientos aparentemente
caóticos dependen de una estructura subyacente definida y representa­
da por las reglas del ajedrez. Pero reconocer la presencia de ese tablero
de ajedrez, prosigue Bartolomé, implícito en toda cultura, no equivale
a la necesaria búsqueda de una reducción estructural. Las sociedades
se mueven dentro de reglas predeterminadas que necesitamos conocer,
al igual que en el ajedrez, pero las posibilidades de combinación de
esas reglas son infinitas y lo que realmente importa es la configuración
resultante que exhibe la especial lógica combinatoria de cada cultura
(Bartolomé, 2003: 214).
He decidido detenerme en esta observación de Bartolomé porque,
a mi parecer, sirve para darnos una pista del modo de proceder antro­
pológico que puede ser útil tanto en cualquier entrada en el campo
como ante el trabajo con personas cuyo reflejo es estigmatizado. Este
procedimiento, en el caso del antropólogo, le obliga a atravesar varios
espejos. Uno es el del estigmatizado, para conocer su lógica y otro es el
del estigmatizante, para controlar con recelo el modo en que esta otra
lógica toma en cuenta la información producida en el intermedio. Pues­
to que, volviendo a Goffman, tanto la información sobre una persona
estigmatizada como la devaluación de su condición humana inherente a
su estigma pueden ofrecer argumentos para practicar diversos tipos de
discriminación y construir una teoría del estigma, esto es, pueden ofre­
cer una ideología que sirva para explicar su inferioridad y dar cuenta
del peligro que representa esa persona, racionalizando así su animosi­
dad (Goffman, 1963: 15).
El hecho principal de llamar la atención sobre la trampa en la que
podemos caer con las diversas interpretaciones realizables de nuestros
trabajos es que la persona estigmatizada alberga la sensación de ser una
«persona normal», un ser humano como cualquier otro, un individuo
que, por consiguiente, merece una oportunidad justa para iniciarse en
alguna actividad (Goffman, 1963: 17) y busca una y otra vez los lugares
desde los que mostrar esa «normalidad», también en nuestros textos.
Esta negociación de representaciones habla del contexto y puede remi­
tirnos a la «indexicabilidad» a la que se aludía antes. Como Carrithers
recuerda, la información del contexto hace que conozcamos nuestro pro-

195
VIRTUDES TÉLLEZ DELGADO

pió mundo en las alternativas y posibilidades del mundo de otras per­


sonas (Carrithers, 2005: 43,5). Por eso, en este caso, la interpretación
de la existencia de malas intenciones en la redacción del texto, puede
hablarnos de cómo sus protagonistas entienden las relaciones presentes
en su contexto cotidiano fuertemente politizado, donde de cada per­
sona se espera distinta ética o moral en función de la posición política
elegida por ella misma u otorgada por las demás.
Al tomar conciencia de esta posible interpretación, he de analizar los
supuestos éticos subyacentes en las relaciones establecidas en el trabajo
de campo y la moral que hemos de mantener en él, en la escritura de
los textos que de él se van derivando y en la devolución de los mismos.
En este sentido, lo que busco es reflexionar sobre los acontecimientos
vividos en y por el trabajo de campo para transformar la propia práctica
antropológica y no adecuar a nuestros intereses los modos de proceder
y entender de nuestros informantes (Scheper-Hughes, 1997: 35).

LA M O R A L E N LA P R Á C T IC A A N T R O P O L Ó G IC A

Decía Angel Díaz de Rada que «los anclajes morales más firmes de un
etnógrafo se encuentran en el sentido común local, y así, en el con­
creto compromiso de coparticipación y reciprocidad con las personas
del campo» (véase Díaz de Rada en este volumen). El problema de esta
afirmación aparece cuando se cree estar respondiendo a las relaciones
de reciprocidad dando a conocer un trabajo encomiable, pero el modo
con el que se describe su acceso a él rompe esas relaciones porque sus
protagonistas encuentran violencia en él. De esta afirmación me gus­
taría destacar que el compromiso es válido e inicial, pero los anclajes
morales locales son conocidos a veces con posterioridad a la realización
del trabajo de campo, mediante los malentendidos que pueden crearse
una vez que se escribe sobre la experiencia en él. Aunque a lo largo del
trabajo de campo se pueda captar la sensibilidad ética y/o moral de las
personas con las que se investiga, no siempre se pactan las palabras que
se utilizarán al hablar de ellos y la devolución de los textos no suele ha­
cerse antes de que éstos aparezcan publicados. Lo importante es tener
en cuenta que estas palabras tienen un contenido político que puede
poner en cuestión la moral y las intenciones con las que se ha vivido en
el campo o con las que se ha reflexionado lo ocurrido en él.
Aquí es donde reside el problema porque, si sólo decimos aquello
con lo que están de acuerdo nuestros informantes, ¿podremos ir más
allá del discurso y la práctica oficial para encontrar contradicciones o

196
GESTIÓN DE LA I N F O R M A C I Ó N EN EL T R A B A J O DE C A M P O

debates internos donde reside parte de la información que buscamos?


N o sólo se ha de ser cuidadoso acerca de cómo se escriben los textos,
sino que en su devolución habría que esperar contar con una capacidad
de autocrítica de los que aparecen reflejados, y con esta capacidad, no
siempre se cuenta cuando hay déficits de comunicación. Y, por otro lado,
¿qué autoridad tiene un/a antropólogo/a para pensar que la interpreta­
ción realizada en su investigación ha de ser concebida como una crítica?
Visto así, ¿de qué sirven las reflexiones postmodernas y el análisis de la
desigualdad de poder entre las partes implicadas?
Si una manera de superar esa desigualdad de poder es dar a conocer
el trabajo que se está realizando y la posición que se tiene en el campo
como investigador (aparte de cualquier otra función que pueda adop­
tarse), el hecho de hacerlo puede ser, a la vez, un motivo para ser ex­
pulsado de él. Y ése es el poder con el que cuentan las personas con las
que establecemos la comunicación dialógica. Así es que, para ser justos,
habría que dejarse llevar por él y poner a prueba la capacidad de análisis
antropológico cuando ésta contraviene a los informantes con los que
se ha establecido una relación intersubjetiva. Es esta intersubjetividad,
a la que también se refería Díaz de Rada, la que está indexicalizada al
contener los significados del contexto y será más o menos posible, en
relación a los formatos y códigos que externamente se hayan elaborado,
es decir, con relación a una demanda moral que se proyecta y entreteje
desde fuera, en otra esfera en la que se refleja la experiencia particular
de las relaciones establecidas en el trabajo de campo. Y es esta demanda
moral externa, observable en un ámbito más amplio que aquel en el que
se realiza el trabajo de campo, la que lo relaciona con el exterior por
medio de vínculos establecidos por la imaginación o por las posibilida­
des que ofrecen los nuevos medios de comunicación. A veces no se sitúa
o localiza en un contexto geográfico sino en una comunidad imaginada
que transgrede las dimensiones de tiempo y espacio. Por esto, para co­
nocer las características de la moral localmente situada no basta —como
afirma Díaz de Rada— con las relaciones inter subjetivas con los infor­
mantes, sino que habría que conocer igualmente las intersubjetividades
que ellos establecen en otras esferas «reales» o imaginadas, porque éstas
también influyen en las particularidades de los contextos desde los que
se accede a ellos.
En este conocimiento del proyecto político del grupo y de la moral
que esperan encontrar en torno a él, o en el proceso de su búsqueda,
el aprendizaje de lo correcto a partir de lo incorrecto y no sólo a partir
de una suma de hechos, es de gran utilidad para transformar una situa­
ción desagradable de malentendidos en el análisis y conocimiento de las

197
VIRTUDES TÉLLEZ DELGADO

demandas morales de los miembros de la asociación que con anteriori­


dad no se había mostrado con claridad en la observación participante
realizada en el grupo. Habría sido deseable no forzar una situación y
haber accedido a este conocimiento de otro modo, pero las posiciones
políticas y sus consecuentes demandas morales no son únicas u homogé­
neas, sino variadas y retroalimentadas en el tiempo y contexto social en
el que se encuentran. De ahí que una parte del texto partiera con unos
imponderables básicos, mientras que otra se escapara de unos preceptos
mutables. A diferencia de lo que opina Carrithers de que en el estable­
cimiento y comprensión de las relaciones sociales que se dan en la rea­
lización del trabajo de campo se crea una moral que permite desarrollar
códigos éticos para proceder en él (Carrithers, 2005: 439), éstos pueden
no ser suficientes cuando el trabajo de campo finaliza y se elaboran textos
en los que no sólo se describe, sino que también se analizan los datos
producidos en él. También son insuficientes cuando en estos textos se
presuponía que el/la antropólogo/a mantendría la posición política otor­
gada por los informantes, quienes pasan a cuestionar la moral del/de la
investigador/a al manifestar su desacuerdo con lo interpretado por él/ella.
Es en este salto en el que se ha de tener en cuenta no sólo lo que se dice
sobre la gente, sino a la gente (Carrithers, 2005: 439) y donde aparecen
los límites constrictivos a los que más arriba hacía referencia.
Las demandas morales son situadas, pero no siempre en lo local.
Además las personas entran en diálogo y negociación con esas deman­
das, las amplían, transforman, complican y enriquecen en función de
sus posiciones políticas. Lo más importante ha de ser prestar atención
a esa agencia individual o grupal para conocer el dinamismo con el que
se mueve a lo largo del tiempo, puesto que lo que uno dice hoy puede
convenir con los preceptos políticos y morales de otro momento y no
con los actuales. Es de interés prestar atención a estas distintas posturas
para conocer el punto de vista y la posición política de las personas con
las que hemos trabajado. Como Alcita Rita Ramos resalta, podemos
obtener ventajas en la práctica antropológica cuando los malentendidos
improductivos se transforman en productivas oportunidades de pensa­
miento (en Carrithers, 2005: 450).
En el caso expuesto en este artículo, una de las ventajas puede ser,
por ejemplo, la de motivar la reflexión metodológica sobre cómo ha de
gestionarse la información en contextos donde las personas, el colecti­
vo, o el grupo con el que se está trabajando tiene la conciencia de estar
estigmatizado y decide afirmarse políticamente en el estigma por el que
se le reconoce, resignificándolo.

198
GESTIÓN DE LA I N F O R M A C I Ó N EN EL T R A B A J O DE C A M P O

G E S T IÓ N D E LA IN F O R M A C IÓ N
D E L TR A BA JO D E CA M PO C O N PE R SO N A S EST IG M A T IZ A D A S

¿Cómo debería un antropólogo considerar los potenciales impactos ne­


gativos que en la población estudiada pueden tener los datos de una
publicación sobre un estudio realizado en esa población? Esta pregunta
fue planteada por la Asociación Americana de Antropología (AAA) que
se cuestionaba cómo gestionar los resultados de un trabajo cuando pue­
den volverse en contra de las personas con las que se ha realizado3.
La AAA recuerda que la antropología consiste en la recolección de
datos relacionados con el estudio de las culturas humanas, por lo que
es imperativo que el antropólogo entienda que la presentación de la in­
formación, incluso científicamente hablando, tendrá un efecto en la po­
blación estudiada. Por esto^ existe la posibilidad de que el antropólogo
se encuentre con un dilema ético relativo al interrogante de publicar o
no publicar determinados datos. Incluso, a veces, la auto-censura que
puede llevar a cabo cuando decide no publicar puede tener un efecto
negativo para la disciplina y para la población estudiada que puede no
quedar lo suficientemente representada o mal representada por la omi­
sión de la información.
Pero, a veces, es el antropólogo el único investigador cualificado
para entender la complejidad de las estructuras sociales de la población
estudiada y presentar la información de tal modo que se facilite su com­
prensión en el resto de la sociedad. Así, es quizá mucho más importante
que el antropólogo sea consciente de que una presentación sensacio-
nalista de sus datos puede tener un mayor efecto en su población de
estudio que la presentación en sí misma.
Cuando redacté el texto al que me he referido actué movida por el
sentido común y el principio moral de no maleficencia como el primer
principio ético a procurar. Pero la experiencia demuestra que las buenas
intenciones pueden ser insuficientes en algunos casos.
En realidad, creo que todos somos conscientes de estos aspectos y
procuramos que guíen nuestras investigaciones. Para evitar los efectos
que el trabajo de campo antropológico puede acarrear en la recogida y
publicación de los datos, se recomienda desde aquí consultar la guía ge­
neral elaborada por la AAA, en concreto los apartados de la Sección III,
cuyo título es Información retrospectiva sobre el efecto del trabajo antro­
pológico y la colecta y publicación de datos y cuyo apartado c) reza:

3. Code ofEthics o f the American Antbropological Association, 1998, http://www.


aaanet. or g/committees/ethics/ethcode.htm. -

199
VIRTUDES TÉLLEZ DELGADO

Los antropólogos no son los únicos responsables en el contenido de sus


afirmaciones, deben considerar cuidadosamente las implicaciones socia­
les y políticas de la información que ellos divulgan. Deben hacer todo lo
que está en su poder para asegurar que su información es bien entendida,
correctamente contextualizada y usada de una manera responsable. A su
vez, deben estar alertas del posible daño que el uso de su información por
parte de otros colegas puede causar entre las personas que han colabora­
do en la investigación4.

Este compromiso es el que motiva la elaboración de este artículo


que cobra mucha más fuerza cuando además coinciden el lugar del tra­
bajo de campo con el lugar de residencia. En este caso, se presupone un
mayor conocimiento de las circunstancias en las que día a día viven los
informantes con los que se trabaja. La toma de conciencia de este com­
promiso, de la existencia de distintas relaciones entre las personas pre­
sentes en el contexto, así como de las lógicas en las que éstos participan,
ha de ser tenida en cuenta, principalmente o con mucha más atención,
cuando se ha de gestionar la producción de información antropológica
en el trabajo con personas estigmatizadas cuyo estigma está fuertemente
politizado por él contexto en el que se encuentran.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Bartolomé, M. A., 2003, «En defensa de la etnografía. El papel contemporáneo de


la investigación intercultural», Revista de Antropología Social, 12: 199-222.
Code of Ethics of the American Anthropological Association, 1998, http://www.
aaanet.org/committees/ethics/ethco de.htm.
Carrithers, M., 2005, «Anthropology as a Moral Science of Posibilitéis», Cu­
rrent Anthropology 46/3: 433-456.
Fox, J. J., 2005, en comentarios a M. Carrithers, 2005, «Anthropology as a
Moral Science of Posibilities», Current Anthropology 46/3: 448.
Goffman, E., 1963 [2001], Estigma. La identidad deteriorada, Buenos Aires,
Amorrortu.
Ramos, A. R., 2005, en comentarios a M. Carrithers, 2005, «Anthropology as a
Moral Science of Posibilities», Current Anthropology 46/3: 450.
Schepher-Hughes, N., 1997, La muerte sin llanto. Violencia y vida cotidiana en
Brasil, Barcelona, Ariel.
Schepher-Hughes, N., 2000, «Ira en Irlanda», Ethnography, 1: 117-140 (véase
el capítulo de la autora traducido al castellano en este volumen).

4. Code ofEthics o f the American Anthropological Association, 1998, http://www.


aaanet.org/committees/ethics/ethcode.htm.

200
GESTIÓN DE LA I N F O R M A C I Ó N E N EL T R A B A J O DE C A M P O

Tyler, S., 1986, 126, citado en R. G. Fox (ed.), Recapturing Antbropology. Wor-
king in the present: Santa Fe (Nuevo México), School of American Resear­
ch Press: 73-92.
Wattson, G., 1991, en R. G. Fox (ed.), Recapturing Antbropology. Working in
the present: Santa Fe (Nuevo México), School of American Research Press:
73-92.

201
IRA EN IRLANDA*

N a n c y S c h ep er-H u g h e s
Universidad de California, Berkeley

«Bueno, Nancy, siento decirte que no eres bienvenida, ya no. ¿Te han
permitido alojarte en el pueblo?». Al oír estas palabras me invadió una
sensación de torpeza. Yo estaba de pie en la entrada de la casa de campo
de Martin que para mí había sido tan familiar, un caserío emplazado
en escarpadas colinas de An Colchan, que era un lugar compuesto de
nueve o diez granjas vetustas. En un tiempo fuimos buenos vecinos. En
el verano de 1974 Martin entabló amistad con nosotros a pesar de las
advertencias de sus hermanas mayores, hasta el punto de escudriñar mis
simpatías políticas por las distintas actividades del IRA en la localidad,
en las que tanto él como su extensa familia estaban implicados. «¡Ay!
Debería haber escuchado a Aine», dijo Martin.
A lo largo del último cuarto de siglo algunas de las memorias de An
Colchan habían sido esculpidas en piedra. Los nombres de los Moriarty
y O ’Neill estaban epigrafiados en las tiendecitas de West Kerry, para
dar a entender que esta casa pública, este nombre o esta familia eran
para siempre. Pero en esta ocasión, de lo que se estaba hablando era de
mi empeño (una calumnia desde la óptica del pueblo) en manchar el
buen nombre de la comunidad. Incluso un orgulloso nacionalista como
Martin me estaba dando el consejo de que tuviera en cuenta las adver­

* Este artículo fue publicado en el año 2000 en la revista Ethnography y se re­


produce aquí traducido por Margarita del Olmo con permiso de la autora (la traductora
quiere expresar su agradecimiento a Thomas Ordoñez por su cuidadosa lectura y sus suge­
rencias a la versión final). Desgraciadamente el juego de palabras que el título implica en
inglés (Ira en la tierra de la ira) se pierde en la traducción al castellano.

203
NANCY SCHEPER-HUGHES

tencias del pueblo: «¿No esperarás recibir correo mientras estás aquí?»,
me preguntó de manera inquietante.
Martin conservaba una apariencia atractiva en su corta estatura,
ahora llevaba gafas de diseño con montura dorada y aquella tarde vestía
una impecable camisa blanca almidonada. Al lado de la puerta se po­
día apreciar un coche nuevo reluciente. Su casa de soltero, que compar­
tía algún fin de semana con una hermana mayor que vivía en la ciudad,
había prosperado sin lugar a dudas a lo largo de las últimas dos décadas.
Casi todos los signos de trabajo activo en el campo habían desaparecido:
no había trazas de heno en estos preciosos pero escasos días templa­
dos de mitad de junio. Ni rastro del almiar que solía tener delante de la
casa. Una rápida mirada hacia la derecha era suficiente para comprobar
que el granero estaba vacío y completamente limpio. Además, la ropa
tendida en la cuerda fuera de la casa no incluía ni pantalones de peto
de trabajo ni camisas vaqueras. Lo que había sido una granja activa y
productiva se había convertido en la casa de campo de un caballero,
y ofrecía un tremendo contraste con lo que había sido en la infancia de
Martin, cuando su adorado padre, el patriarca de una gran familia, se
levantaba temprano las mañanas de invierno para bajar al mar a recoger
distintas especies de algas marinas de la zona, medio congelado, embo­
zado en su camisa de faldones, y tratando de calentarse golpeando sus
fornidos brazos contra el pecho. Todo ello, antes de empezar el trabajo
real diario en la granja.
Cuando Martin era aún muy joven, la familia envió a un hermano
mayor y más fuerte a América con el objetivo de que Martin, uno de los
hijos más jóvenes y vulnerables, pudiera quedarse al cargo de la granja
familiar. A pesar de que el derecho de primogenitura todavía se respe­
taba, el padre patriarca tuvo la libertad de elegir entre los hijos quién
le iba a heredar, y para ello tuvo en cuenta las habilidades, personalida­
des, aptitudes y necesidades de sus hijos, y también las suyas y las de su
mujer cuando empezaron a envejecer. El padre se decidió por Martin,
pero en vida del señor, la granja había dejado ya de ser un medio de
vida envidiable, y por eso la rivalidad que hubiera podido surgir entre
los hermanos se transformó en simpatía hacia el que quedaba atrás para
cultivar la pequeña granja pedregosa de An Colchan. Los hermanos de
Martin que se desperdigaron, tuvieron suerte y consiguieron llegar a
pertenecer a las filas de la academia universitaria y del clero1.

1. El excelente estudio cuantitativo de Michael Hout (1089) sobre la movilidad


social y la industrialización en Irlanda entre 1959 y 1973 indica que el «exceso» de hijos
en las familias de las granjas rurales prosperaron mejor en las ciudades irlandesas a las que

204
I RA EN I R L A N D A

Aine, la hermana mayor, que secaba un plato con el ceño fruncido


y miraba por encima del hombro de Martin, salió de la casa para pro­
pinarme una regañina: «¿Quién te ha nombrado a ti como autoridad?
N o eras una persona tan importante cuando viniste a vivir a nuestra
casa con tu familia. N o podías casi ni controlar a tus propios hijos. ¿Por
qué no te vas a tu casa y escribes sobre tus propios problemas? ¡Dios
sabe que tienes suficientes: los niños disparándose en las escuelas y los
aviones americanos bombardeando hospitales en Kosovo! ¿Por qué la
tomaste con nosotros?».
Martin interrumpió: «¡Admítelo! Has escrito un libro para compla­
certe a ti misma a nuestras expensas. ¡N os has atropellado chica, nos
has atropellado! ¿Y tú llamas ciencia a lo que haces?». Antes de que yo
pudiera negar lo que había dicho, continuó «Ciencia, seguro, pero la
ciencia de los escándalos. Cuando nuestros hijos van a Cork o a Dublín,
les decimos que tengan cuidado con los libros sobre Irlanda escritos por
extranjeros». Viendo que sus palabras habían hecho huella y que las lá­
grimas me resbalaban por las mejillas, ablandó su postura un poco, pero
no así su hermana que rechazó rotundamente mis disculpas: «Dices que
lo sientes, pero no te creemos. ¡Tus lágrimas son lágrimas de cocodrilo!
Estás llorando por ti».
Cambiando de tema, Martin se dirigió a mi hijo Nate que se en­
tretenía escondiéndose detrás de un gran seto que había al lado del
granero. Las palabras de Martin fueron amables y respetuosas: «Tú eres
un chaval estupendo y siento hablar así a tu madre delante de ti». A
continuación dirigió su mirada hacia mí y dijo: «Está claro que nadie es
perfecto. N o somos ningunos santos, todos tenemos defectos, pero tú
nunca has escrito sobre nuestras virtudes, ño has hablado de lo bonito
y ni de lo seguro que es nuestro pueblo. Tampoco has mencionado la
vista que tiene el pueblo sobre el mar hacia el desfiladero de Conor. Ni
has contado nada de nuestros músicos y poetas o de los bailarines que
se mueven en el aire con la gracia de un hilo de seda. Además, hoy día
no estamos estancados, hay mucha gente educada en el pueblo. Vale que
hayas escrito sobre nuestros problemas, pero nunca te has ocupado de
nuestras virtudes. ¿Por qué te has olvidado de hablar sobre la hospitali­
dad de los vecinos?, ¿y qué hay de nuestro amor a la madre patria que
es Irlanda o del orgullo de defenderla?». Cuando yo protesté diciendo
que no había escrito nada sobre las actividades radicales del pueblo por
temor a que hubiera represalias desde el exterior, Martin me contestó:

emigraron, incluso comparados con los hijos de la clase trabajadora nacidos en las propias
ciudades.

205
NANCY SCHEPER-HUGHES

«¡Ah, pero en este caso te estabas protegiendo a ti misma!». «¿Hay algo


que pueda hacer?», pregunté yo. «Deberías haberlo pensado antes. Mira,
hija, el problema es que no nos has concedido ningún reconocimiento».

VUELTA A CASA

Habían pasado veinte años desde que una joven y un poco descarada
etnógrafa, que venía con su familia tan poco convencional (un marido
greñudo, amable y hippie y tres niños pequeños indisciplinados), trope­
zara, un poco aturdida y casi por omisión, con la relativamente aislada
y rocosa comunidad de Ballybran, justo encima del espléndido desfila­
dero de Conor, en las montañas Slieve Mish, más allá de las Maharees,
en las orillas de la Bahía Brandon. Un lugar sin salida en la punta este
de la Península Dingle, en West Kerry.
Era el final de la primavera de 1974 y habíamos llegado al final
del camino, figurativa y literalmente. Habíamos pasado varias semanas
en un coche alquilado reconociendo el terreno de West Kerry y West
Cork, buscando una comunidad anglo-parlante (o al menos bilingüe),
suficientemente amable como para que nos aceptara durante un año de
trabajo de campo. Nuestras tentativas de procurarnos una casa solían
empezar con el cartero local o el párroco residente, pero siempre nos
contestaban que la gente que vivía en ese o en otro pueblo no iba a ver
con buenos ojos el hecho de que un observador extranjero se instalara a
vivir en la propia comunidad. El trabajo de campo etnográfico era aún
un concepto extraño para la gente del campo, una gente que era cono­
cida por su extraordinaria hospitalidad, lo extremadamente reservados
que eran y por la lealtad familiar. Los turistas que venían a pasar la esta­
ción de pesca del salmón en la península Dinge eran una cosa, suficien­
temente molesta ya, pero una antropóloga escritora que viniera a vivir
era algo totalmente distinto. En un país que se dedica a prohibir libros
y reverencia la letra escrita al mismo tiempo, cualquier autor tiene que
aprender a pisar con cuidado y a elaborar un plan de huida rápida.
La primera vez que llegamos a Ballybran me presenté y presenté
a mi familia al pastor local de la bellísima media-parroquia con cierta
inquietud. Mis documentos oficiales no me sirvieron para deslumbrar
a este sacerdote con los pies en la tierra. Lo que sí conseguí es que
hicieran cierto efecto las cartas que traía escritas por el cura de una
universidad local, donde se decía que tanto Michael como yo éramos
«suficientemente buenos católicos», aunque quizá un poco caprichosos,
en nuestro entusiasmo post-concilio Vaticano II, en lo que se refería a

206
I RA EN I R L A N D A

la transformación de la Madre Iglesia. También apreció una nota casi


ilegible de un antiguo amigo y mentor informal, el desaparecido estu­
dioso de derecho canónico David Daube, asegurando que éramos gen­
te decente y merecedores de confianza. De manera que, irónicamente
gracias a las referencias y bendiciones de la misma Iglesia católica a la
que me dedicaría a reprender en las páginas de mi libro, conseguimos
acomodarnos en Ballybran unas semanas antes de la fiesta del Corpus
Christi en junio de 1974, y nos quedamos hasta la primavera del año
siguiente.

UN TOQUE EXQUISITO DE LOCURA IRLANDESA

Llegué a Ballybran con una serie de preguntas iniciales extrañas (en el


sentido de raras y extranjeras): ¿por qué los irlandeses tienen las más
alta tasa de hospitalizaciones por enfermedades mentales del mundo?,
¿por qué la esquizofrenia es aquí un diagnóstico de carácter primario?
Yo creía que estudiando la «locura» podría aprender algo sobre la na­
turaleza de la sociedad irlandesa y su cultura como un todo. Profunda­
mente influenciada por los primeros trabajos de Michel Foucault, pensa­
ba que una sociedad se revela siempre más a sí misma en lo que excluye,
en lo que rechaza y en lo que recluye. Según mi hipótesis, la locura
irlandesa podía verse como una proyección de la especificidad de sus
conflictos y cuestiones.
¿Qué estaba pasando en el remoto y supuestamente bucólico oeste
de Irlanda donde había tantos casos psiquiátricos de jóvenes? ¿Quié­
nes eran los candidatos más plausibles para el hospital mental? ¿Qué
acontecimientos podían desencadenar una crisis psiquiátrica? ¿Había
realmente más enfermedades mentales en Irlanda o eran simplemente
más proclives a clasificar de locos a los inconformistas? ¿Era tan recta y
estrecha la vida en el campo irlandés que metía a algunos literalmente
en una camisa de fuerza? ¿Qué ocurría en las familias campesinas irlan­
desas, en los espacios públicos de la vida del pueblo, en las escuelas, los
pubs o la iglesia?
El resultado fue un libro titulado Saints, Scholars and Schizophre-
nics: mental Illness in Rural Ireland (1979) [Santos, eruditos y esqui­
zofrénicos: enfermedad mental en la Irlanda rural], que suponía una
mezcla de las nuevas y las viejas perspectivas: cuidados en la infancia y
personalidad adulta, tests TAT y antropología reflexiva/interpretativa.
De una forma teóricamente ecléctica, aplicaba ideas de Freud, Erikson,
Durkheim, Gregory Bateson, R. D. Laining y Michel Foucault a una

207
NANCY SCHEPER-HUGHES

pequeña población de granjeros, pastores y pescadores que hablaban


irlandés. Como metodología utilicé los métodos de trabajo de campo
heterodoxos de un etnografía cualitativa e interpretativa, y a través de
ellos conseguí reunir una gran cantidad de evidencias circunstanciales
que permitían sustentar la patologenia de ciertos aspectos de las rela­
ciones sociales de la vida rural irlandesa, particularmente las que tenían
lugar entre los sexos y entre padres e hijos. Mi conclusión fue que la
Irlanda rural era un lugar donde resultaba difícil ser «sano» y que los ve­
cinos «normales» podían parecer más «pervertidos» que los que estaban
internados en el hospital mental de County Kerry.
La locura era, según argumenté, el guión social y había maneras
correctas e incorrectas de «volverse» y de «estar» loco en la Irlanda ru­
ral, donde se permitía y hasta se alimentaba una excentricidad extrema,
siempre que pudiera pasar por inocente ridículo, o si venía arropada
bajo el manto de la espiritualidad irlandesa. «Mihal, bendito sea, no
ha sido el mismo desde la muerte de su madre, ¿pero qué daño hace si
se pasa toda la noche sentado en el establo cantando a las vacas? Mihal
no verá nunca las paredes del manicomio de St. Finian. Sin embargo,
no hay excusas que valgan para Seamus, un reacio soltero de 44 años
que expresó su frustración en un baile de la parroquia, saltó al escenario
borracho, exponiendo sus genitales delante de las chicas del pueblo. El
sí que estaba bastante loco».
En mi tesis, algunos de los puntos centrales fueron la anomia y la
imagen moribunda del campo irlandés, consecuencias de los efectos
acumulativos de la colonización británica, la gran epidemia de hambre
(1845-1849), y de varios proyectos de desarrollo y «modernización» del
siglo xx que consiguieron convertir la economía rural del oeste de Irlan­
da en un sector dependiente de Gran Bretaña primero y, a partir de la
entrada de Irlanda en la Unión Europea en 1973, de Europa occidental
en general. La consecuencia de estos procesos fue la destrucción de los úl­
timos vestigios de una economía campesina de subsistencia para preparar
la transformación a los modos de producción capitalista. Los síntomas
del mal que yo veía a mediados de la década de 1970 eran muy variados:
el descenso en la población de los pueblos de la costa oeste como resul­
tado de una emigración hacia el exterior y una soltería permanente, la
dependencia generalizada de los jóvenes del sistema de bienestar social, el
desplazamiento de los granjeros pastores y pescadores, depresión, alco­
holismo y episodios de locura que estaban consiguiendo los índices más
altos del mundo de hospitalización mental en las instituciones irlandesas.
Bajo los tejados pintorescos de paja y entre los gruesos muros de
arcilla de las casas rurales estaba transcurriendo un extraordinario dra­

208
I RA EN I R L A N D A

ma emocional que consistía en poner etiquetas y negar, y que permitía


a algunos niños irlandeses en el campo (especialmente las hijas y los
hijos primogénitos) adquirir el estatus de personas adultas, una educa­
ción, y finalmente la emancipación con respecto a sus familias, mientras
que reducía a otros (generalmente los que habían nacido después) a la
situación de «sobras» que carecían de valor, en patéticos aindeiseoir.
Cada familia rural tenía su primogénito de éxito como hijo preferido,
y los hermanos menores, considerados solteros retrasados, dolorosa­
mente tímidos, sin esperanza y estigmatizados como ovejas negras. La
aspiración de los padres de mejorar en estatus descansaba en los primo­
génitos, y todo se sacrificaba para que mejoraran sus oportunidades en
la vida. Antiguamente, cuando la agricultura era todavía un medio de
vida valorado y productivo, el primogénito hubiera heredado la granja,
pero con la entrada de Irlanda en la Unión Europea, al primogénito se
le criaba para «exportar», para ser emigrante.
Los padres campesinos irlandeses se veían entonces enfrentados a
un problema nuevo, el de cómo conseguir que al menos un hijo se que­
dara para trabajar en la granja y cuidarles cuando fueran mayores. Esta
tarea implica el ejercicio de una cierta violencia psicológica: el recorte
y la amputación de las aspiraciones del que ha sido designado para he­
redar la granja. En colaboración con profesores, dueños de tiendas y el
párroco local, los padres campesinos tienen tendencia a crear un «hijo
sacrificado», curiosamente no en la forma de un hijo desheredado o
desposeído, sino en la versión más letal y ambigua del heredero de la
granja. Desde que nace, se etiqueta al designado heredero como «la so­
bra», «el último de la camada», «los restos del puchero», «el cachorrito»,
«el ternero de la vieja vaca», y este niño se convierte en alguien que no
podrá sobrevivir fuera de los límites tolerantes y familiares del pueblo.
«Benditos los sumisos», dicen los textos, «porque ellos heredarán la tie­
rra»..., y con ella (me gustaría añadir a mí) una vida de soltería involun­
taria, pobreza, obediencia y abnegado servicio a los mayores.
A través de un proceso continuo que consiste culpabilizarle y ridiculi­
zarle, el heredero de la granja acaba creciendo para cumplir un papel con
unas expectativas de vida reducidas, y acaba creyéndose que sólo sirve
para la granja y para el pueblo, lugares que generalmente no son buenos
en ningún sentido. Desde el principio de mi carrera antropológica, me
ha sorprendido la tremenda elasticidad y capacidad de resistencia del
espíritu humano, a pesar de la violencia que la sociedad y la cultura nos
imponen muchas veces. Y además en el caso de la Irlanda rural había un
cierto tipo de recompensa: al chico que se queda en la granja se le reco­
noce su sentido del deber, su lealtad y la «santidad» como hijo.

209
NANCY SCHEPER-HUGHES

Algunos herederos de granjas nunca acaban ajustándose a lo que se


espera de ellos y maduran de mala manera, convirtiéndose en individuos
malhumorados, huraños y amargados, apartados de la vida humana.
Otros se transforman en solteros deprimidos y alcohólicos, que pasan
la vida en los distintos pubs que atienden una población de cuatrocien­
tos vecinos y algunos granjeros más. Algunos otros se convierten en
excéntricos eremitas, y otros se apartan tanto de los márgenes de la
estrecha vida del pueblo que acaban siendo pacientes del hospital men­
tal de St. Finian en Killarney. Muchos de ellos se sienten asaltados por
miedo paranoico a que su cuerpo sea invadido, o están obsesionados
por deseos, fantasías y necesidades sexuales reprimidas.
¿Por qué no se escapan? Algunos lo hubieran hecho si hubieran po­
dido, pero casi siempre se ven a sí mismos como hombres incompletos a
los que les falta algo, demasiado blandos. Yo he oído decir en presencia
de uno de esos hijos que se quedan en casa: «Seguro, nuestro Paddy
es un viejo vago, blando y sentimental, lleno de dutcas (refiriéndose a
una camaradería cálida, casi maternal)», mientras el hombre en cuestión
asentía con la cabeza para confirmarlo. De ahí el «doble vínculo» (dos
órdenes contradictorias) de la Irlanda rural, por un lado, «no vales
nada, no puedes vivir sin la granja; si hubieras tenido coraje, te habrías
ido hace años», y por el otro, «te necesitamos, tú eres todo lo que tene­
mos, ¿cómo puedes pensar en dejar a tu pobre viejo padre? ¡Eres la úl­
tima esperanza que nos queda!». Una tercera orden impide escapar del
centro de este dilema: «Quédate y serás siempre un niño, o márchate y
serás un hijo desleal». Todo esto está reforzado por una poderosa ideo­
logía: una versión autoritaria y puritana del catolicismo que reafirma la
violencia simbólica derivada de la explotación social y familiar.
Había reinterpretado la hipótesis de Gregory Bateson de que la es­
quizofrenia está generada por un doble vínculo (Bateson y otros, 1963),
aplicándola a un contexto social más amplio, para demostrar que no son
sólo las familias las que pueden ser partícipes de patrones de comunica­
ción distorsionados, sino que puede darse el caso en comunidades ente­
ras que pueden perjudicar al individuo para rescatar un sistema social.
Comportamientos que incluyen el uso de chivos expiatorios, conspira­
ciones, mitos familiares y relaciones de «mala fe» es posible encontrar­
los, no sólo en familias enfermas y débiles, sino también en comunidades
vulnerables. Las situaciones sociales y económicas pueden crear un do­
ble vínculo hasta el punto de que las familias campesinas se encuentren
fuertemente presionadas para utilizar tácticas desleales con el objetivo de
preservarse a expensas del hijo elegido, y la comunidad entera puede no
sólo aceptar, sino reforzar estos «mitos familiares» distorsionados. No

210
I RA EN I R L A N D A

era mi intención echar la culpa a los padres, sino iluminar un aspecto


del inconsciente colectivo en la Irlanda rural y que, una vez reconocido,
pudiera ser posible que el chivo expiatorio que se ha creado —el hijo
bueno para quedarse en casa— se emancipara y se liberara.

LA REACCIÓN DE LOS «NATIVOS». ANTROPOLOGÍA DE SOFÁ

Irónicamente, a principios de 1980, justo cuando me acaban de notificar


que iba a recibir el premio Margaret Mead de la Sociedad de Antropolo­
gía Aplicada a un libro que «comunicaba ideas y conceptos antropológi­
cos a un público interesado más amplio», Saints, Scholars, and Schizofre-
nics se vio envuelto en una polémica transatlántica. Las primeras críticas
al libro consistían en argumentar que Ballybran no existía en absoluto,
y que era una composición construida a partir de trocitos de decenas de
comunidades rurales, tanto reales como imaginadas. Pero en la primavera
de 1980 un columnista del Irish Times, Michael Viney, se fue a la penín­
sula Dinge, pedaleando en su bicicleta de diez marchas, entre vendavales
y recias lluvias, para buscar lo que describió más tarde en una de sus
columnas como el «valle mítico de Ballybran».
Después de algunos intentos fallidos y otros de confusión de identi­
dad, Viney (1980) por fin pudo alegrarse de haber alcanzado su deseada
meta, al conseguir materializarse en la atmósfera acogedora del Pub de
Peg. «Sí», le dijo la persona que estaba al frente del establecimiento,
identificándose a sí mismo, «iYo era uno de los que [en el libro] no creía
en estadísticas sociológicas!». «La señora Scheper-Hughes había pasado
su tiempo allí con regularidad», especuló Viney con una pinta de Guin-
ness en la mano, «de la misma forma que lo hacía yo en ese momento,
mientras se veía la lluvia arreciar desde las montañas a través de la puer­
ta abierta». En una columna posteriot (1983), Viney se describió como
pensaba que podía haberle visto la antropóloga:

A veces, pedaleando por la colina hacia la oficina de correos, atravesando


muros viejos, recubiertos de una costra de helechos y liqúenes, dirigía mi
mirada hacia las casitas (que para el propósito de mi historia se empeque­
ñecen con la bruma del Atlántico), me preguntaba cómo habría podido
entender la antropóloga nuestra comunidad (y particularmente a mí, un
personaje bizco y despeinado, embozado en un chubasquero negro y una
gorra chorreando agua, alienado e irremisiblemente alejado de su gente
de ciudad, el epítome de la anomia sobre ruedas). ¿Habría llegado a la
conclusión de que nuestra media-parroquia... ofrecía una perspectiva to­
talmente nueva con respecto a [su] derecho y capacidad de existir?

211
NANCY SCHEPER-HUGHES

Tanto la academia irlandesa como el pueblo irlandés y en particular la


comunidad irlandesa-americana, estaban listos para empezar la batalla.
La perspectiva que yo había desarrollado, una versión de la crítica cul­
tural, se calificaba de prejuiciada y etnocéntrica. Hay que admitir que mi
propuesta se distanciaba bastante de la etiqueta antropológica que con­
siste en describir sólo lo que es «bueno» o está «bien» en una sociedad y
cultura determinadas. Se supone que uno no debe usar la antropología
para hacer diagnósticos sobre determinados miembros de un cuerpo
social, como una especie de patólogo cultural. Fui cuestionada acerca
de por qué mi descripción de una sociedad rural infeliz y agobiada de
conflictos era tan distinta de la clásica de Conrad Arensberg (1937), que
presentaba una pintura casi adorable del campesino. Quizá en parte la
diferencia radicaba en el hecho de que mi etnografía estaba contada, no
desde la perspectiva de un hombre mayor sentado confortablemente en
el pub y en el centro de la vida campesina irlandesa, sino desde la ópti­
ca de los frustrados hijos de mediana edad. Aquellos que tendrían que
esperar hasta los cincuenta, si tenían suerte, para convertirse en adultos
propiamente dichos, e incluso entonces les decían que aún tenían que
servir (de pies y manos) a los mayores que se habían retirado a la habi­
tación del oeste de la casa y que, a diferencia de sus padres antes que
ellos, nunca se casarían, dada la disparidad demográfica de los sexos
(las chicas del pueblo hacía mucho que lo habían abandonado, atraídas
por la libertad que representaba una migración hacia el exterior), ni
tampoco tendrían una familia y con ello un poder propio.
Saints, Scholars, and Schizofrenics ofrecía una mirada contra-hege-
mónica de la vida rural irlandesa, pero esta mirada resultó chocante
para algunas sensibilidades que la vieron como «anti-irlandesa», «anti­
católica» o «anti-clerical»2. Sydney Callahan (1979: 311), en su incisiva
reseña de mi libro para la revista católica progresista Commonweal, me

2. El debate se desarrolló en los siguientes artículos: S. Callahan, «An Anthro-


pologist in Ireland», Commonweal, 25 de mayo de 1979: 310-311; M . Viney, «Geared
for a Gale», The Irish Times, 24 de septiembre de 1980; N . Scheper-Hughes, «Replay to
Viney and to Ballybran», The Irish Times, 21 de febrero de 1981; E. Kane, «Cui Bono?
Do Aon Duine?», RAIN, 51, agosto de 1982; N. Scheper-Hughes, «Ballybran - Replay to
Eileen Kane», RAIN, 51, agosto de 1982; E. Kane, «Replay to Scheper-Hughes», RAIN,
52, octubre de 1982; J. Messenger, «Replay to Kane», RAIN, 54, febrero de 1983; P.
N ixon y P. Buckley, «Replay to Kane», RAIN, 54, febrero de 1983; E. Kane, J. Buckling,
M. M cCann y G. McFarlane, «Social Anthropology in Ireland - A Response», RAIN, 54,
febrero de 1983; M. Viney, «The Yank in the Córner: Why the Ethics of Anthropology
Are a Concern for Rural Ireland», The Irish Times, 6 de agosto de 1983; Nancy Scheper-
Hughes, «From Anxiety to Analysis: Rethinking Irish Sexuality and Sex Roles», Journal
ofWomen Studies, 10, 1983: 147-160.

212
IRA EN I R L A N D A

acusa de prejuicios religiosos y sugiere que soy «extrañamente suspicaz


hacia el idealismo religioso de la gente», y dice que «mi hostilidad hacia
la represión sexual jansenista en Irlanda, una hostilidad fomentada [pre­
sumiblemente por humanistas seculares como yo], me ha vuelto [a mí]
sorda para [que yo pueda] interpretar fenómenos religiosos». Donde
yo he visto autosacrificio innecesario, Callahan cuestiona si «algunas
de las represiones no merecen la pena» y sugiere que «la inteligencia, el
aprendizaje, la música, la ética del trabajo y el sacrificio altruista por la
familia y por ideales más altos pueden crecer en Irlanda exactamente a
costa de reprimir severamente el sexo, la agresión y el individualismo.
Si los valores de la Irlanda rural de autodisciplina y mortificación de la
carne contribuyen al aislamiento, al celibato, a la depresión, a la locura
y al alcoholismo de los campesinos solteros, también hay que tener en
cuenta que son las causas del bajo índice de asaltos físicos, violaciones,
adulterio y divorcio en la República de Irlanda».
Otro tipo de críticas procedía de la irlandesa-americana Eileen Kane
(1982), quien describe Saints como una violación no ética de la priva­
cidad de la comunidad y del derecho a mantener «sus secretos». Esto se
refiere tanto a los secretos mejor guardados, como a todo lo contrario
(Bourdieu, 1977: 173), es decir, los que cualquiera en la comunidad
debe preservar para mantener la complicidad colectiva y todas sus for­
mas de mala fe que hacen posible la vida social; tales como la violencia
simbólica contra el heredero de la granja, disfrazada de preocupación
y generosidad hacia los pobres e ineptos hijos pequeños del pueblo. En
mis variadas respuestas niego el hecho de que los antropólogos tengan
la obligación de guardar secretos comunales, especialmente aquellos que
protegen lo que Sartre (1956) entendía por relaciones de «mala fe».
En From Anxiety to Method, George Devereux (1977) argumentó
que, tanto en el campo como en el sofá, las dinámicas de la transferen­
cia y contratransferencia pueden tener una influencia en las relaciones
del etnógrafo y en el análisis resultante. De hecho, el campo puede con­
vertirse en un gran test de Rorschard para un antropólogo ingenuo. Si
no se guarda la suficiente distancia crítica ni una perspectiva reflexiva,
el resultado puede estar distorsionado por culpa de omisiones impor­
tantes, interpretaciones, descripciones ambiguas, etc. Los etnógrafos
pueden usar el campo para resolver sus propias ansiedades y sus con­
flictos neuróticos sobre los vínculos, el poder, la autoridad, la sanidad,
el género o la sexualidad. De hecho, confrontar y proyectar en vez de
evitar o negar pueden llevarnos a la distorsión, haciendo interpretacio­
nes claramente subjetivas que contradicen lo que los nativos entienden
sobre su cultura y sus relaciones sociales.

213
NANCY SCHEPER-HUGHES

De vez en cuando, Devereux advierte que el etnógrafo debería pa­


rar y analizar la naturaleza de las relaciones que ha establecido, tanto
en el campo como en casa, en el proceso de análisis y en la escritura. El
objetivo de este autoanálisis etnológico sería sacar a la luz y desembara­
zarse de las capas de subjetividad y de los prejuicios que se van creando,
y que distorsionan la percepción de una realidad etnográfica objetiva.
Devereux fue un empiricista hasta el final, que creía en la perfección
objetivista de los hechos, datos e interpretaciones antropológicas.
Sin embargo, después de la controversia, la solución de Devereux me
pareció poco satisfactoria. Tal y como yo lo veía, el verdadero dilema y
las verdaderas contradicciones consistían en argumentar cómo se puede
saber lo que sabemos si no es filtrando la experiencia a través de cate­
gorías enormemente subjetivas, tanto a la hora de pensar como a la de
sentir, y que representan nuestra propia forma de ser, como en mi caso
sería el hecho de haber sido una mujer educada en una escuela católica
americana, considerarse una católica rebelde y ambivalente, post-freu-
diana, neo-marxista y feminista en mi primer encuentro con los vecinos
de Ballybran.
Tanto el peligro como el valor de la antropología residen precisa­
mente en el choque entre las culturas y las interpretaciones de los antro­
pólogos y sus sujetos de estudio, cuyos encuentros están inspirados por
un compromiso abierto, por la franqueza y la receptividad. M i conclu­
sión fue entonces que no había una forma «políticamente correcta» de
hacer antropología. La antropología es por naturaleza intrusiva e impli­
ca un cierto grado de violencia simbólica e interpretativa con respecto a
percepciones del mundo intuitivas, y también parciales, de las personas
«nativas». La pregunta entonces se transforma en una cuestión de ética
y se podría formular así: ¿Cuáles son las relaciones apropiadas entre el
antropólogo y sus sujetos de estudio? A quién debe su lealtad y cómo
se puede respetar este compromiso a lo largo del trabajo de campo et­
nográfico, en la escritura y especialmente en el problemático dominio
de la antropología psicológica y psiquiátrica, que centra su atención en
la enfermedad y la aflicción, en la diferencia y la marginalidad, y por lo
tanto, determina una visión especialmente crítica.

SUPERACIÓN: EN RECONOCIMIENTO A AN CLOCHAN

A lo largo de las dos últimas décadas, Ballybran ha recibido un número


pequeño pero estable de antropólogos y sociólogos europeos y norte­
americanos —con la edición de bolsillo de Saints, Scholars and Schizo-

214
IRA EN I R L A N D A

phrenics en la mano— en busca de algún protagonista del libro por las


aldeas dispersas por las montañas. Y de esta forma el drama ha conti­
nuado imperturbable hasta hoy, gracias a un juego del escondite que se
desarrolla entre los aldeanos y sus defensores, los curiosos y sus interlo­
cutores a escala global.
Por supuesto que hoy día ni «Ballybran», ni la antropología, ni los
propios etnógrafos son lo que eran a mediados de la década de 1970.
El Ballybran que yo describí es casi irreconocible, sus últimas granjas
techadas de paja han sido arrasadas para dejar paso a modernas casas
construidas al estilo de ranchos suburbanos. La única casa de techo de
paja que queda de verdad es la de Nellie Brick que fue una tienda de
té, pan y mantequilla, y que ahora ha sido renovada y transformada en
un pub romántico y acogedor para turistas. El interior es de estilo rústi­
co inglés y la paja ha sido importada de Polonia, pero por lo menos los
que han construido el tejado son de Killarney, aunque hayan aprendido
su oficio «tradicional» gracias a los fondos de desarrollo de la Unión
Europea. Pero el tejado sigue oliendo tan dulce y resulta tan acogedor
como siempre; algún alma generosa ha decidido colgar un letrero de
cartón en el alféizar de la ventana para indicar que se trata de «La ven­
tana de Nellie», el mismo punto privilegiado desde el que antiguamente
se podía fiscalizar la vida del pueblo.
Por supuesto que si yo escribiera el libro ahora por primera vez, con
la ventaja de la retrospectiva, algunas cosas las hubiera hecho de manera
distinta. Hubiera evitado el uso de pseudónimos «bonitos» y «conven­
cionales», y no habría mezclado las señas de identidad cuando describía
los personajes, presumiendo de manera inocente que este disfraz y esta
máscara podían impedir que las personas del pueblo se identificaran
fácilmente entre sí. He llegado a comprender que la práctica tradicional
de conferir anonimato a «nuestras» comunidades e informantes engaña
a pocos y no protege a nadie —excepto, quizá, al propio antropólogo—,
y creo que esta práctica picaresca nos da demasiada libertad a la hora de
escribir, de hablar, de traducir e interpretar la vida del pueblo.
El anonimato nos hace olvidar que debemos a nuestros sujetos de
estudio antropológico a la hora de escribir el mismo grado de cortesía,
empatia y amistad que les prestamos cara a cara en el campo, cuando
aún no son nuestros sujetos de estudio, sino la gente que nos puede
servir de gran ayuda, y sin la cual, literalmente, seríamos incapaces de
sobrevivir. Sacrificar el anonimato significa que tendremos que escribir
etnografías menos conmovedoras y más cautelosas, lo que desde lue­
go es un precio alto para cualquier escritor. Pero nuestra versión del
juramento hipocrático —no causar daño, en la medida de lo posible,

215
NANCY SCHEPER-HUGHES

a nuestros informantes— parece que nos debería exigir precisamente


eso. Además, una hermenéutica de la (propia) duda podría ser útil para
atenuar la franca brutalidad de los relatos de la vida de otras personas
tal y como las vemos: de cerca, pero desde fuera, y a través de un cristal
oscuro.
Y con respecto a la selección de mis observaciones, lo que no dije y
podía haber dicho sobre An Clochan a mediados de la década de 1970,
era que el pueblo ofrecía una perspectiva extraordinaria para observar
una comunidad rural cerrada sobre sí misma, en la que la jerarquía y
las diferencias sociales habían sido limadas con bastante éxito, donde
se veía con malos ojos el hecho de «darse importancia», en interés de
la communitas, y donde, a pesar de la regla general del patriarcado fa­
miliar en la granja, se criaba a las niñas para que alcanzaran gran éxito;
las mujeres no tenían que casarse, y las solteras podían tener ovejas,
cuidar vacas, estar al frente de un pub en el pueblo, dirigir una escuela
de primaria o de secundaria, regañar a los charlatanes o mandonear al
cura hasta que se rindiera en una discusión teológica o política concre­
ta. Las mujeres rurales podían elegir entre casarse pronto o esperar y
casarse más tarde con hombres mucho más jóvenes. De la misma forma,
especialmente cuando se trataba de una familia sólo de hijas, podían
rechazar distintas propuestas de matrimonio para quedarse en casa y
heredar las tierras de su padre, junto con su pipa favorita, o el pub
familiar, incluyendo el tambor de piel de cabra. M ás aún, las mujeres
casadas conservaban su apellido y sus identidades sociales e individuales
previas al matrimonio.
Es posible que no haya otro lugar donde las mujeres pudieran sen­
tirse más libres para andar por las carreteras rurales solas por la noche,
sin miedo a ser asaltadas o al cotilleo malicioso. N o he visto en ningún
otro sitio mujeres y hombres bromeando entre ellos en público, sin que
el humor se reduzca a un doble sentido, ni tampoco donde los solteros
y solteras sean aceptados como miembros normales de la sociedad sin
problemas, capaces de vivir vidas autónomas, aunque solitarias. Nadie
se sorprendía de que un hombre soltero, además de atender su cose­
cha, cocinara sus patatas, criara sus ovejas y tejiera calcetines y jerséis.
Qué diferente es este panorama del que describe Ivan Illich (1982: 67)
de la lamentable situación de los hombres solteros en algunos lugares
tradicionales de Europa que están caracterizados por la «complementa-
riedad» de géneros:

Se puede reconocer a un soltero desde lejos por su aspecto fétido y lú­


gubre... Hombres solitarios que no dejan ni sábanas ni camisas cuando

216
I RA EN I R L A N D A

se mueren... Un hombre sin mujer, sin hermana, madre o hija no puede


hacer su ropa, ni lavarla ni coserla; tampoco puede cuidar a sus hijos ni
ordeñar una vaca.

Cuando yo hice mi estudio, la vida social de An Colchan no se re­


ducía a la pareja. Ambos sexos se vestían de manera informal y la figura
que uno podía ver delante caminando en la carretera, embozada en
capas de pantalón, chaleco de lana y abrigo largo, calzada con botas
verdes Wellington embarradas y con un bastón, podía ser una mujer
conduciendo su pequeña manada de vacas. Puedo haber malinterpreta-
do algunos aspectos importantes de la vida en la comunidad, especial­
mente aquellos en los que los vínculos de género y parentesco eran tan
o incluso más importantes que un vínculo sexual o erótico. Si las rela­
ciones matrimoniales eran problemáticas, la causa se debía, en parte, al
hecho de que el matrimonio interrumpía y se entrometía, compitien­
do con otros afectos y lealtades igualmente valorados. Estoy segura de
que ningún antropólogo hoy día sugeriría la existencia de una jerarquía
apropiada de afectos, tales como que las amistades de toda la vida, se­
mejantes por naturaleza a las que existen entre hermanos y hermanas,
tendrían menos valor que las relaciones conyugales.
El índice de hospitalizaciones psiquiátricas era alto, pero las viola­
ciones y agresiones sexuales no se conocían. El robo era tan raro que
una de las definiciones de excéntrico era la de una persona preocupada
por la seguridad de sus propiedades, y se podía diagnosticar un caso
de esquizofrenia paranoica por el simple hecho de haber acusado a los
vecinos de querer robarle a uno el rebaño, o de mover a su favor las
piedras que marcaban la linde entre las tierras. «Brendan el violador», a
quien yo entrevisté en un hospital mental rural en Killarney, había pe­
cado sólo con sus pensamientos y, según su propia historia, era virgen y
sin éxito en cuestiones de sexo. De la misma forma, en An Colchan, una
mujer joven y casada como yo podía aceptar ir a la espalda de Morris,
en su moto, sin miedo a ninguna traza de escándalo, del mismo modo
que podía sentarme y hablar con el sacerdote local tomando un taza de
té a media mañana, en pijama, en el salón de su casa.
Las tareas de la casa, la jardinería y la preparación de las comidas
estaban reducidas al mínimo, dejando libertad tanto a hombres como a
mujeres para acometer cualquier otra actividad voluntaria, y se pasaba
mucho tiempo libre fomentando amistades y camaradería —los hom­
bres en alguno de los pubs locales, en torno a las ovejas o en los mer­
cados regionales, las mujeres en las tiendas, en actividades relacionadas
con la iglesia o la escuela, y las mujeres más mayores en las ventanas o

217
NANCY SCHEPER-HUGHES

haciendo visitas a amigos o parientes lejanos— . Había tiempo para con­


tar historias y tiempo para jugar, para reunirse alrededor de los muertos
en velatorios y entierros —un día completo se pasaba en el funeral de
cada uno de los 38 vecinos que murieron en 1974— . Todo el mundo te­
nía radios y algunos televisores, pero la mayor parte de la gente prefería
aún «entretenimiento vivo», y se reunían con frecuencia, especialmente
en invierno, en los pubs, en la iglesia y en las casas de los demás para
disfrutar tocando música, cantando, bailando o recitando poesía. Tanto
a jóvenes como a viejos, a hombres y a mujeres, se les fomentaba que tu­
vieran su propio repertorio de canciones, poesías o pasos de baile, que
la gente les pedía que representaran en cuanto se quitaban el sombrero.
Y si bien la timidez y la modestia de los hombres solteros podían quitar
el aliento, la costumbre institucionalizada de la «persuasión» podía con­
vencer al pescador o pastor más reacio a representar su «número para la
fiesta» y deslumbrar a la audiencia.
La ética de la modestia y la deferencia aseguraba que ningún can­
tante sobresaliera de los demás y también que a nadie se le prestase me­
nos atención. Para ello tendría lugar el intercambio de llamadas y res­
puestas — «Cántanos una canción, Paddy»; «No, no puedo», etc.— que
permite una cierta expresión de alabanzas y agradecimientos, pero
que a veces podía desembocar en la burla — «Seguro que es el mejor
cantante del pueblo»— . Todo ello promueve un firme sentido de soli­
daridad comunitaria a costa del individuo, suprimiendo cualquier tra­
za de arrogancia o engreimiento. En otras palabras, la igualdad social se
promovía también a través del ingenio de las burlas que he descrito en
Saints, Scholars, y que tiene un efecto adverso en los individuos más
vulnerables psicológicamente, porque son menos hábiles a la hora de
valorar y responder a estos mensajes de doble sentido: si uno rechaza la
alabanza está echando a perder la alegría de sus camaradas, si la acepta,
hace el ridículo de tomársela seriamente.
Gragory Bateson, que desarrolló la teoría del «doble vínculo» en la
esquizofrenia que he utilizado en mi libro, entendía que las pautas de
comunicación humana eran extremadamente complejas, y argumentaba
que algunas de las órdenes de un doble vínculo podían dañar a los indi­
viduos, mientras que otras, al contrario, podían ser beneficiosas para dis­
tintas personas, incluso terapéuticas. Los duelos verbales y los desafíos
interactivos, tan característicos del ingenio de la Irlanda rural, pueden
haber contribuido a la disonancia cognitiva que sufren algunos esquizo­
frénicos que no son capaces de distinguir entre lo literal y una verdad
metafórica, pero también es cierto que estas pautas de comunicación han
contribuido a la larga tradición de santos, poetas y eruditos en Irlanda.

218
IRA EN I R L A N D A

De manera que, igual que conté la anécdota de la burla cruel a un


tímido soltero en el pub, a quien tomaban el pelo sin misericordia por­
que no era capaz de hablar conmigo sin tartamudear, cometí el error
de no hablar de otra anécdota, el mismo día que nos marchábamos del
pueblo, cuando, mirando a través de la ventana de mi casa, apareció el
mismo tímido soltero de pie, debajo de un árbol, al final del sendero
que llevaba a nuestra casa. Me preguntaba qué haría ahí, merodeando
tanto tiempo, pero me fui a seguir haciendo el equipaje y terminar de
limpiar la casa. Sin embargo, cada vez que miraba por la ventana, allí
seguía él, quieto y casi en la misma postura. Después de varias horas, se
me ocurrió que estaba esperando a que yo saliera de la casa y recorriera
'se sendero para ir al pueblo a hacer algún recado, así que metí a los
bés en el cochecito y en la mochila y salí como si fuera a la oficina
correos. Cuando me acerqué a Paddy, levanté un dedo tímidamente
y doblé el cuello hacia él, haciendo el gesto que se entendía en Kerry
como un saludo. Paddy vino hacia mí, me tendió una mano que yo cogí
entre las mías y me dijo: «Nos dejas. Yo sólo quería..., me gustaría...,
bueno..., qué Dios te bendiga, señora. Qué Dios bendiga también a Mi-
chael y a los pequeños». En todas mis idas y venidas como antropóloga
no he recibido un adiós tan precioso para mí como éste, que tanta lucha
interior le había exigido al que lo ofrecía y que al final había conseguido
hacer con tanta dificultad.
Lo más irónico del caso es que una antropóloga como yo, que siem­
pre había estado buscando una sociedad relativamente igualitaria, exen­
ta de diferencias de clase y género, se había tropezado justo con ella al
principio de su carrera y no había sido capaz de reconocerla ni de saber
apreciarla. El igualitarismo del pueblo se expresaba también a través de
las difíciles decisiones que tenían que hacer sobre la herencia, el tema
central de mi tesis. Y si estas decisiones no resultaron nunca fáciles para
ninguna de las generaciones, padres e hijos acababan adquiriendo al
final un estrecho compromiso de justicia, comprometiéndose a tratar de
corregir cualquier pérdida que un hermano hubiera tenido a expensas
del otro. A diferencia de las normas de primogenitura en la Inglaterra
rural, basadas en el modelo de que «el ganador se quedaba con todo»,
las familias campesinas irlandesas hacían un gran esfuerzo para que los
hijos e hijas «desheredados» tuvieran también algún tipo de seguro de
vida, bien a través de una cuidadosa búsqueda de relaciones con perso­
nas que se dedicaban al comercio o a otros oficios en el pueblo vecino
(véase Arensberg, 1937), bien gracias a la Iglesia católica y su exten­
sa red de instituciones educativas o de caridad, e incluso buscando la
ayuda de parientes y antiguos vecinos en él extranjero. De esta forma,

219
N AN CY S C H E P E R - H U G H E S

ningún hijo irlandés desheredado era enviado al mundo a «buscar for­


tuna» por sí solo como ha ocurrido con tantas generaciones de hijos
«desheredados» en la Inglaterra rural (véase Bird-well-Pheasant, 1998).
Como resultado de ello, la diáspora de los irlandeses que a lo largo de
las generaciones ha contado con un número significativo de vecinos de la
parroquia de An Colchan, ha contribuido significativamente a la cultura y
a la civilización del mundo angloparlante (véase Hout, 1989, capítulo 5;
Keneally, 1998). Por todas estas razones y para lo que pueda valer aho­
ra, vaya mi reconocimiento hacia An Colchan.

E N R E C O N O C IM IE N T O D E LA E T N O G R A FÍA

Para empezar, he querido que la verdad de la vida tenga


una realidad concreta y me he sentido más satisfecho
cuando el poema es más directo, cuando supone una re­
presentación franca del mundo que reemplaza, defiende
o contradice (Seamus Heaney, 1995: 12).

Uno de los puntos centrales del método antropológico consiste en la


labor de hacer de testigo, lo que requiere una inmersión comprometida
en los mundos de nuestros sujetos de estudio durante un periodo de
tiempo largo. Como la poesía, la etnografía es un acto de traducción
y el tipo de «verdad» que produce no puede ser sino profundamente
subjetiva, porque resulta de la colisión entre dos mundos y dos culturas.
Por eso la pregunta sobre los peligros de «perder la objetividad» en el
campo, bastante frecuente por otro lado, está fuera de lugar. Nuestro
trabajo exige simplemente una subjetividad muy disciplinada, y aunque
existen métodos y modelos científicos, apropiados para otras formas de
hacer antropología, la etnografía, tal y como yo la entiendo, no es una
ciencia.
Igual que el poeta que decide meterse en otra obra con el propósi­
to de traducirla (Seamus Heaney, por ejemplo, describe su entrada en
la poesía de Dante3), el antropólogo ha visto algo intrigante en otro
mundo. Puede ser tan simple como: «¡Ah!, ¡me gusta eso!, voy a ver
si puedo entender cómo funciona ese particular modo de ser, pensar
y sentir el mundo; es decir, qué sentido tiene, qué es lógico y qué no;
en definitiva, la pragmática y la poesía de esa otra forma de vivir». Y

3. Esta sección está inspirada en una discusión entre Seamus Heaney y Robert Haas
sobre «el arte de traducir poesía» en la Universidad de California en Berkeley, el 9 de
febrero de 1999.

220
I RA EN I R L A N D A

entonces pensamos: «Sí, voy a ir allí y a ver si puedo volver con una
narración, una historia natural, una descripción densa (llámese como
se quiera) que podría enriquecer nuestra forma de entender el mun­
do». Igual que cualquier otra forma de traducción, la etnografía tiene el
mismo objetivo que un depredador y un escritor. N o se hace «a cambio
de nada», de una forma totalmente desinteresada, es por algo, muchas
veces para ayudar a entender, da lo mismo que sea la esquizofrenia, que
una proyección de temas culturales o las formas de resolver los dilemas
humanos perennes sobre la reproducción de los cuerpos, las familias,
los hogares o las granjas.
El propio Seamus Heaney (1999) cuando habla de su ambicioso
proyecto de traducir el «Beowulf»* recurre a una metáfora generativa
basada en la relación de los vikingos con Inglaterra e Irlanda, distin­
guiendo entre el periodo que se conoce como los ataques vikingos y
el que se denomina de asentamiento. El ataque es un excelente motivo
para una traducción poética. El poeta puede atacar la poesía italiana
o alemana y volver con una especie de «botín» llamado, por ejemplo,
«imitaciones» de Homero o «imitaciones» de Virgilio. Alternativamen­
te, como hizo el propio Heaney en la traducción de Beowulf, el poeta
puede aproximarse a la traducción como si se tratara de «asentarse»,
lo que significa entrar en la obra «haciéndola propia», apoderándose
de ella para sus propios propósitos artísticos. Esta última perspectiva
requiere más tiempo porque es necesaria la imaginación: uno cambia la
obra y la obra le cambia a uno.
De la misma manera se podría decir que hay una forma de «incur­
sión» y una de «asentamiento» a la hora de llevar a cabo una traducción
antropológica, aunque tenemos garantizado el hecho de que en nuestra
disciplina, ambas perspectivas pueden convertirse en las peores pesa­
dillas. Ninguna de las dos posturas tiene muchos adeptos en el mun­
do postcolonial en el que la mayoría seguimos trabajando. En nuestro
vocabulario «incursión» fue lo que Margaret Mead hizo algunas veces,
entrando en una cultura en busca de una idea o una práctica que pudie­
ra ser útil para las madres jóvenes de Boston o los adolescentes de Los
Angeles. Otra forma de incursión es el tipo de investigación «rápida y
sucia» que a veces hacemos con un objetivo concreto: evaluar un pro­
grama de prevención de SIDA en Bostwana o en cualquier otro lugar,
de una agencia internacional o gubernamental, sobre la supervivencia

* El legendario héroe de un poema inglés anónimo del siglo vin que vence a un
monstruo y se convierte en rey, pero luego muere luchando contra un dragón (http://
www.wordreference.com). (N . de la T.)

221
NANCY SCHEPER-HUGHES

de los niños en el norte de Brasil. Rápida y sucia (una incursión si se


quiere) pero necesaria y a veces valiosa por derecho propio.
Y además están la etnografía y la observación participante, activi­
dades de asentamiento por excelencia. Entramos, nos acomodamos y
tratamos de quedarnos el máximo tiempo que la gente sea capaz de
tolerar nuestra presencia. Como «personas viajeras» que somos, esta­
mos a merced de los que nos recogen, igual que los que nos acogen
están a nuestra merced a la hora de representarles, después de que vivir
entre y con ellos se acabe. Los antropólogos somos una tribu nómada
e inquieta, cazadores y recolectores de valores humanos, casi siempre
motivados por nuestro propio sentido de estrañamiento en la sociedad
y en la cultura que existencialmente nos expulsa. Yo me fui a la Irlanda
rural en gran parte buscando mejores formas de vivir, y las encontré
fundamentalmente entre algunos de los viejos con los que pasé la mayor
parte de los días y largas noches de invierno en An Colchan, los mismos
que quizá me predispusieron a desarrollar una visión abiertamente crí­
tica de la vida en el pueblo a mediados de 1970.

L A H U ID A D E L C O N E JO : LA PARTIDA

La fatídica visita de Martin fue el augurio del principio del final de mi


vuelta a An Colchan. Al día siguiente empecé a sentir el peso de la cen­
sura social cerrándose, no en torno a mí personalmente, sino alrededor
de los que me alojaban (en la expresión vernacular del pueblo, los que
me habían «alimentado y sustentado») o los que me habían tomado bajo
su protección. Cuando por ejemplo S. vino a desayunar conmigo la ma­
ñana siguiente, llegó en un estado de profunda agitación. No había dor­
mido bien la noche anterior: «Me despertó una pesadilla terrible», dijo.
«Era una sensación horrible: mi casa era invadida por una fuerza oscura,
un viento malintencionado o un invasor extraño». Y me miró a mí de
una manera vacilante, como si buscara una explicación para su horrible
sueño. Yo le respondí que las casas suelen ser símbolos del cuerpo, de
uno mismo, y lo dejé ahí.
Pero esa noche me tocó a mí despertarme por una visita fantasma,
una criatura con capucha que con un dedo largo y delgado señalaba ha­
cia el mar por encima de mi cabeza. Igual que Scrooge*, me desperté fe­
liz de ser la de siempre por la mañana y resistí la necesidad de abrazar la
madera del cabecero de la cama prometiendo: «Ya no soy la misma que

* El personaje de Cuento de Navidad de Charles Dickens. (N. de la T.)

222
I RA EN I R L A N D A

era», pero sabía que no era verdad en muchos aspectos fundamentales.


Entonces cogí mi cuaderno de notas (que al final acabó por causarme
problemas) y anoté algunos pensamientos entrecortados.
Impresionada, terminé mis rondas diarias por el pueblo, pero ya
con el corazón pesaroso y el paso incierto. Saludé con la mano a un
solitario segador, el primero que había visto en varios días. N o me reco­
noció y paró para tomarse un descanso. Hablando de nada, le pregunté
por qué se tomaba tanto trabajo en hacer pequeños montones de heno
en vez de grandes almiares. «Porque el heno es mucho más delicado así
y les gusta más a los animales», me respondió, y se tocó la gorra en señal
de saludo cuando me fui. Después de la vista de Martin empecé a andar
por las carreteras rurales con la cabeza gacha, y mirando de una forma
que no supusiera automáticamente que la persona que me encontraba
me tenía que responder, no fuera a ser que luego tuviera que lamentar­
lo. Y adopté la costumbre de anunciarme así ante las puertas abiertas de
mis antiguos amigos y conocidos: «Es Crom Dubh, la falsa, que ha vuel­
to a An Colchan». De hecho empecé a sentirme muy parecida a Crom
Dubh, la fuerza pagana que como un alter-ego del pueblo simbolizaba
todo lo oscuro, lo escondido, lo secreto, lo gigante, lo enredado entre
las zarzas del viejo cementerio; en definitiva, todo aquello a lo que uno
debe resistirse. Mi presencia era un recuerdo diario de «la sal en la heri­
da», como dijo uno de los vecinos del pueblo, de todo lo que les hubiera
gustado esconder, negar o dejar que permaneciera secreto.
Sin embargo, la mayoría de los habitantes del pueblo no me evitaba.
Muchos de ellos volvían a la costumbre de contarme dolorosas historias
y me ponían al día de la vida de la gente del pueblo, de lo que había ocu­
rrido y de los cambios que había habido en la parroquia. Algunas veces
parecía que algo les hacía hablar, en ocasiones por pura necesidad. Una
tarde Kathleen, con un movimiento de cabeza, me dijo: «Tú eres como el
psicoanalista del pueblo y nosotros los que estamos en el diván. Parece
como si no pudiéramos parar de hablar». Y el hecho de que yo no fuera
buscando secretos no significaba la más mínima diferencia, simplemente
porque no había manera de escapar de ellos. Y como mi estancia en el
pueblo no tenía otro objetivo que el de visitar a la gente, mi presencia
se convirtió en un obstáculo, incluso para mí misma. En este mundo tan
pequeño, las palabras eran tan peligrosas como las granadas o las balas,
tanto para aquellos que las ofrecían como para los que las escuchaban.
Una pareja anciana se arriesgó a pasear conmigo en público, co­
rriendo un riesgo social considerable. Según dijeron, era lo que debía
hacer un cristiano, sin pensar en lo que otros podían pensar o decir.
Aiden llegó a convertirse en mi camarada de combate y, después de una

223
NANCY SCHEPER-HUGHES

tarde que pasamos haciendo visitas de casa en casa juntos, me comentó


cansinamente: «¡Ay! Es cansado este trabajo de campo». Cuando la si­
tuación se puso más espinosa le pedí al nuevo sacerdote de An Colchan
que me ayudara a convocar una reunión en la parroquia para que pu­
diera disculparme en público, de manera general, por el dolor que hu­
biera podido causar a la comunidad, y para que los vecinos del pueblo
pudieran expresar su ira colectiva. De esta forma esperaba, seguramente
de manera ingenua, que podíamos limpiar la atmósfera y seguir hacia
adelante. Le expliqué lo difícil que era hacer este trabajo de arrepenti­
miento y explicación casa por casa. El sacerdote no estaba seguro, sin
embargo, y me preguntó: «¿Estarás dispuesta tú?, ¿estarán dispuestos
ellos}, ¿no crees que supondría reclamar demasiada atención hacia una
vieja herida?, ¿deberías pedir perdón?, ¿sería bueno que lo hicieras?».
El buen padre me prometió reflexionar sobre ello con algunas personas
de confianza de la parroquia y ponerse luego en contacto conmigo. «Pero
ven a misa este domingo», me insistió. Cuando, días después, me dirigí
a la fila de los que comulgaban, el padre M ., sosteniendo la hostia sa­
grada en alto y mirando a su alrededor, pronunció mi nombre en alto?
muy alto en realidad, y me dijo: «Nancy, recibe el cuerpo y la sangre de
Cristo». Pero después de la misa me comentó que celebrar una reunión
en la parroquia iba a ser muy arriesgado y que debía seguir haciendo
lo que hasta entonces: rondas de visitas a las casas, de la mejor manera
que pudiera. Cuando volví andando a casa sola después de la misa me
preguntaba cuánto tiempo más debía quedarme.
La respuesta del pueblo llegó enseguida y me sacudió los oídos. Hubo
señales de aviso unos días antes de que el problema se avecinara, en el
pub: las conversaciones enmudecían de repente en el momento que yo
entraba, de manera que les devolvía una sonrisa y giraba sobre mis talo­
nes para salir. Una tarde pasé por delante de algunos lugares que habían
sido objeto de acoso por parte de los locales, incluyendo bombardeos
de casas y coches; nunca hubo ningún herido en estos ataques, pero el
daño a las propiedades era considerable y el mensaje que transmitían,
suficientemente claro. La parroquia estaba controlada, en parte, por un
grupo pequeño pero activo de nacionalistas locales que amenazaban e
intimidaban. Entre la gente «indeseada» del pueblo estaban los propie­
tarios ingleses, los que se sospechaba que eran homosexuales, los que
aparentemente se dedicaban al negocio de la droga, hombres gombeen
(pequeños capitalistas locales que compraban viejas granjas), y yo, esa
nueva especie de extraña y amiga, la antropóloga.
M is amigos en la localidad estaban impresionados por la ola de
rechazo, y sus lealtades se veían, lógicamente, divididas. La última tarde

224
I RA EN I R L A N D A

de mi estancia en An Colchan volví a mi B & B * llena de historias que


contar. Había sido un buen día porque había conseguido tomar contac­
to con algunos queridos conocidos, y mi desfallecido espíritu estaba re­
puntando, pero en cuanto metí la cabeza en la cocina de B. para decirle
que bajaría en unos minutos para tomar el té, se dio la vuelta y la vi con
la cara enrojecida por algo más que la llama del fuego de la cocina. «Ten­
go muy malas noticias», me soltó. «¿Pasa algo malo en casa?», le pregun­
té con la garganta agarrotada. «¿Le pasó algo a Mitchel o a los niños?».
«No, no, nada de eso. Pero, Nancy, tienes que marcharte ahora mismo,
esta tarde. N o puedes ni comer aquí, no puedes volver a dormir aquí».
«¿He hecho algo mal?», pregunté, «¿he ofendido a alguien en el pue­
blo hoy?». Estaba ya entrada la tarde, me sentía cansada, me dolían los
pies y no tenía ningún medio de transporte a mi alcance. ¿Sería posible
llamar a esta hora un taxi al pueblo de Tralee, tan lejos? «¿Te podría
alojar alguien por esta noche?», me preguntó B. «Déjame pensar», le con­
testé estúpidamente, «mientras voy arriba a hacer el equipaje». En la
pequeña habitación del ático me movía como si estuviera en un sueño,
metiendo mis escasas pertenencias en la maleta que saqué de debajo
de la cama. N o había comido desde la mañana, y me había saltado la
cena la noche anterior, así que además de cansada, estaba hambrienta.
Pero ¿dónde podía ir?, ¿quién podía estar a salvo de la amenaza que
le habían hecho a B.?, y ¿qué le habrían dicho?, «¿saca a esa mujer de
aquí antes de que alguien resulte herido?». Sentada en el borde de la
estrecha cama, garabateaba en mi cuaderno pensamientos para aclarar
mi cabeza, pero estaban tan revueltos que arranqué la página, la arru­
gué convirtiéndola en una pelota, y la tiré a la papelera.
Fuera se estaba haciendo de noche. La casa más cercana en la que
pensaba que podía quedarme estaba a más de una milla, pero caminé
rápidamente hacia allí. Me recibieron de manera amable pero cautelosa,
y mi nuevo amigo me hizo saber que, al final, la comunidad se había
cerrado en lo que a mí concernía. «No es justo», dijo, «pero no te he
dicho que no fuera a ocurrir. Ahora nadie debe ser visto contigo». Sin
embargo, insistió amablemente en que me quedara esa noche e incluso
una semana si quería. Se negaba a que le intimidaran, según dijo. «Bue­
no, entonces me voy a buscar mis maletas, pero sólo me quedaré hasta
mañana por la mañana, y te pido perdón por ponerte en esta situación».
«Se trata sólo de un libro», dijo, «y la gente de aquí te diría a ti aparte
que les ha hecho pensar un par de cosas, por ejemplo, cómo criar y tra­
tar a los propios hijos», y se rió, «todas las madres jóvenes aquí se han

* Bed and Breakfast. (N. de la T.)

225
NANCY SCHEPER-HUGHES

propuesto dar el pecho a sus bebés, y se pasan todo el tiempo abrazán­


dolos. A veces creo que es para demostrarte algo».
Cuando volví a mi casa de «huéspedes» para recoger mis maletas,
mi antiguo amigo y mentor en el pueblo estaba esperándome en el salón.
«¿Dónde has estado? Estábamos preocupados. Hemos encontrado
una solución», dijo desanimado, «Puedes pasar aquí la última noche,
yo me encargo de que nadie eche la culpa a B., y a primera hora de la
mañana volveré a buscarte. Estáte completamente preparada. Te llevaré
hasta Limerick y desde allí puedes coger el autobús para Dublín. N o
protestes, insisto. Por lo menos así iremos a despedirte hasta el próximo
condado, y mientras podemos hablar».
La mañana siguiente, cuando bajaba las escaleras con cuidado de no
hacer ruido, un cuenco de té fuerte y un plato con tostadas me estaban
esperando en la «habitación de los huéspedes». ¡Ah!, pensé, es la Lon na
Bais, la costumbre de la última comida que se deja justo antes de que
muera un viejo ser querido4. La familia de la casa se había reunido alre­
dedor de la larga mesa de la cocina para tomar el desayuno que comie­
ron en medio de un silencio casi monástico. Yo traté de quedarme tam­
bién callada en la habitación de al lado. Cuando me separé de B. para
marcharme es cuando por fin ella me hizo afrontar mi crimen: «Todo
ese tiempo que pasabas arriba en tu habitación, no estabas sólo leyendo,
¡estabas escribiendo! Has dejado un reguero de papeles en la papelera.
La gente dice que estabas escribiendo. Te han visto garabateando en tu
cuaderno fuera del pub en Branden». «No lo voy a negar», dije yo, «pero

4. De acuerdo con la tradición de West Kerry, se espera que los «viejos» sientan la
llegada de la muerte, que generalmente suele estar representada en el dicho «La muerte
no ha salido aún de Cork de camino para venir a buscarme», o «Me ha dado, he sentido
el golpe en el corazón». Muchos viejos vecinos hablan con gran satisfacción del momento
en que su madre o padre ancianos se metieron en la cama y mandaron a buscar al sacer­
dote diciendo: «H oy es mi último día», o «Seguro que no llego a la noche». Una manera
más discreta de señalar que la muerte está próxima era pedir la última comida, cuando los
viejos pedían el Lon na Bais, la «tía» Ana explicaba lo siguiente:
«Una mañana, como dos semanas después de que yo volviera de América, me llamó
mi padre a la cabecera de su cama y me pidió que le llevara un gran cuenco de té y dos
rebanadas finas de pan recién hecho. ‘Padre’, dije yo, ‘debe estar equivocado. Nuestra
gente no ha usado cuencos desde hace más de un siglo. Supongo que querrá decir una
taza grande de te’ . ‘Es un cuenco lo que quiero’, replicó. Le ofrecí coñac para aliviarle el
dolor, pero me paró y me dijo: ‘N o hija mía, no necesito ya eso, ya tomé suficiente cuando
era niño. Hoy voy a ver a D ios’. Así que le llevé el té y la tostada, lo dejé al lado de su
cama, pero nunca llegó a tocarlo. Se quedó sentado en la cama sonriendo y esperando
con ansiedad. Murió aquella noche... ¿verdad que fue una muerte bonita? Era lo que los
antiguos llamaban Lon na Bais, la comida de la muerte».

226
IRA EN I R L A N D A

¿es un pecado tan grave? Tenía necesidad de escribir sobre mi confusión


y mi soledad». Después B. me dio un abrazo rápido y me dijo al oído:
«Siento todo esto. Ignórales y sigue haciendo un buen trabajo».
Después continuó el ritual de Lon na Bais, cuando mi mentor me
acompañó a hacer la última ronda de visitas por el pueblo, regalándo­
me los ojos por última vez. Fue como una procesión fúnebre, me llevó
en coche lentamente por todos los lugares queridos para mí. «Echa una
última mirada», dijo, «aquí está tu Brandon Head, y allí tu lechería, o lo
que queda de ella. Y ahí está tu escuela, en unas horas los niños se pon­
drán en fila para entrar. Y ahí está tu Pub de Peg, tu casa del sastre Dean,
y tu casita de la viuda Bridge comida por las zarzas». Cuando llegamos
a la última curva y pasamos el caserío de Ballydubh, cuando ya casi no
se veía el pueblo, me obligó a darme la vuelta y apreciar la vista de las
montañas y el mar. «Y aquí está tu An Colchan», dijo, «pero ahora lo
mejor que puedes hacer es despedirte».
Parece que al final estábamos hechos el uno para la otra, nos cono­
cíamos bien y nos entendíamos bien. Los dos más duros que los clavos,
orgullosos y cabezotas. La impenitencia casa con lo inexorable. Así que
de alguna forma, los vecinos tenían razón cuando decían: «No creemos
que realmente estés pidiendo perdón». En su forma de ver las cosas, hu­
biera supuesto una renuncia a mí misma y a mi controvertida profesión,
algo que no podía hacer. Escribí Saints desde una perspectiva concreta,
en un momento de tiempo determinado, y siendo una antropóloga-
etnógrafa particular. El tiempo, como dicen, lo cura todo, no existe
la ira eterna ni el amor eterno. Todo puede cambiar. El sentido de la
proporción y el sentido del humor pueden acabar por restaurar el orgu­
llo herido. Y mientras tanto, como el sastre de Ballybran habría dicho
«déjalo como está». Los próximos veinticinco años pueden pasar más
rápidos que los veinticinco últimos. Y, si Dios quiere, tanto Crom Dubh
como yo descubriremos un camino para volver a «nuestro» pueblo.

R E F E R E N C IA S B IB LIO G R Á FIC A S

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227
NANCY SCHEPER-HUGHES

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228
«MI COLEGIO SIN MÍ»: DILEMAS EN LA DEFINICIÓN
DE MI ROL COMO ETNÓGRAFA*

C arm en O su n a N e v a d o
Becaria MAEC-HECI
Centro de Ciencias Humanas y Sociales
Consejo Superior de Investigaciones Científicas

Este texto está inspirado en la charla que impartí en el curso «Cues­


tiones de ética en antropología». La finalidad de mi intervención era
poner en evidencia los problemas éticos con los que me encontré al
realizar trabajo de campo en un aula de bachillerato. Estos problemas,
probablemente, no hubieran surgido en otro contexto —si mi elección
de instituto hubiera sido otra— por lo que considero importante seña­
lar brevemente la finalidad principal de mi observación y de la elección
del aula donde realicé mi investigación, en la que surgieron todos los
dilemas que iré presentando más adelante.
La investigación a la que me refiero está enmarcada en el proyecto
«Estrategias de participación social y prevención del racismo en las escue­
las II»1. En un momento en el que términos como integración y racismo
están totalmente vinculados a otros como inmigración, minorías étnicas
y necesidades educativas especiales, pensé que sería interesante hacer ob­
servación en un aula donde los alumnos compartiesen —al menos apa­
rentemente— nacionalidad, estrato social y capacidades de aprendizaje,
es decir, en un grupo «homogéneo». La idea era comprobar si en un aula
«homogénea» —como la calificarían los profesores— el nivel de integra­
ción era completo y, por tanto, el desenvolvimiento de las clases y del
proceso de enseñanza-aprendizaje, carente de escollos y posibles proble­

* Los problemas éticos aquí expuestos surgieron en el curso de una investigación


cuyos resultados han sido publicados como «La diversidad negada. Factores de inclusión
y exclusión en un aula de bachillerato», en Fernández Montes y Müllauer-Seichter (2009).
1. FFI2009-08762. Mi estudio estuvo más relacionado con el concepto de «inte­
gración».

229
CARMEN OSUNA NEVADO

mas. Por otro lado, como el proyecto de investigación ya estaba avanzado


cuando yo comencé mi trabajo, uno de los desafíos era conseguir, lo antes
posible, un aula donde realizar mi trabajo de campo.
De este modo, la elección vino determinada por una doble moti­
vación:
1. observar las dinámicas en un aula aparentemente «homogénea»;
2. comenzar cuanto antes con la observación.
Teniendo en cuenta estos dos factores, me incliné por intentar hacer
el trabajo de campo en el instituto donde yo estudié. En otras sesiones,
había escuchado a mis compañeras hablar de lo difícil que puede resul­
tar conseguir permiso para realizar observación en un aula; pensé que
las relaciones que mantenía con mi antiguo colegio podrían facilitarme
a mí la tarea y darme un rápido acceso al trabajo de campo. No obstante,
tal y como me recomendaron, elaboré un plan de trabajo para que las
personas encargadas de darme permiso supieran exactamente qué quería
hacer y durante cuánto tiempo. Lo cierto es que nunca reflexioné sobre
las implicaciones que podía tener hacer etnografía en un contexto tan
conocido, donde todo —menos los alumnos— sería familiar.

N E G O C IA C IÓ N D E L ESPA CIO PARA E L TR A BA JO D E C A M PO

Tener contactos clave a los que acudir —a la hora de comenzar la ne­


gociación para empezar con la observación— es siempre fundamental.
Así, una vez realizado el plan de trabajo, decidí ponerme en contacto con
una profesora que podía facilitarme la entrada al instituto. Se trata
de una persona muy respetada en la institución, tanto por el profesorado
como por los alumnos, y con la que yo siempre tuve muy buena relación.
Sabía que si ella aprobaba mi proyecto, me ayudaría a que la direc­
tora y la jefa de estudios también lo hicieran. Así, me cité con ella en
una cafetería y allí estuvimos toda una tarde charlando. Le conté las
novedades de mi vida, me contó las de la suya y de ahí pasé a relatarle la
intención de mi investigación y de desarrollarla en un aula del instituto;
le pareció una propuesta interesante y se mostró dispuesta a ayudarme
en la negociación. Por tanto, gracias a ella y a la relación de confianza
establecida entre ambas, un camino que podría haber estado repleto de
obstáculos, se convirtió en un cómodo sendero2. Habían pasado sólo dos
días desde nuestro encuentro en la cafetería y ya tenía cita en el despa­

2. Véase Del Olmo (2003) sobre el tema de la construcción de la confianza y su


importancia en el trabajo de campo.

230
DILEMAS EN LA D E F I N I C I Ó N D E MI R O L C O M O ETNÓGRAFA

cho de la directora para presentarle mi proyecto y pedirle permiso para


comenzar con la observación.
En aquel primer encuentro ya debería haber sido consciente de que
mi rol de antigua alumna podría presentarme algún tipo de dilema,
pero estaba tan centrada en conseguir mi objetivo que pasé por alto los
detalles.
La directora del instituto había sido, en su día, profesora mía. Le
planteé mi idea de investigación y debo decir que aceptó de un modo
un tanto condescendiente, como si su permiso viniese dado más por mi
rol de antigua alumna (y el hecho de no tener argumentos convincentes
para poder negarse) que por el interés que el proyecto podía suscitarle.
Así que, a pesar de haber conseguido mi objetivo a la primera, no pude
evitar sentirme un tanto incómoda por esta «cesión».
Una vez que la directora me dio su permiso, pasé a hablar con la jefa
de estudios que, contra todo pronóstico, me facilitó las hojas de matrí­
cula3 para que yo misma eligiera el curso donde quería hacer observa­
ción. Eso sí, sus recomendaciones iban dirigidas hacia las aulas donde
podía encontrar mayor número de inmigrantes que, por supuesto, se­
rían «las más representativas e interesantes». Quizá sea necesario aclarar
desde el principio que, a pesar de haber explicado ya mis intenciones,
creo que nunca fueron del todo entendidas; el interés general — por
parte del profesorado— por focalizar mi trabajo en clases con presencia
de alumnos extranjeros, así como su incomprensión ante mi elección de
aula, fue una constante durante mi estancia en el instituto.
N ada más entregarme las hojas de matrícula, esperaron que hiciera
una elección inmediata. Obviamente, una decisión rápida, en público y
sin muchos criterios4 no es la ideal..., sin embargo, a veces las circuns­
tancias son las que mandan: debía elegir en ese preciso momento. Fue
una conversación entre ellas (jefa de estudios y otras profesoras presen­
tes) la que facilitó mi elección; hablaban de la presencia en una de las
aulas de un chico cuya nacionalidad no tenían clara y estaba siendo cen­
tro de un interesante debate cuyo objetivo era averiguar si había nacido
en España o si era «inmigrante», por un lado, y, por otro, en caso de ser
extranjero, determinar su nacionalidad, dado que su fisonomía podía

3. Algunas de mis compañeras, después de tiempo trabajando en una escuela, no


han conseguido ver las «famosas» hojas. Podría afirmar que este hecho se debió, también,
a mi rol de antigua alumna y, por tanto, a que me conocían de antemano.
4. Como ya he dicho, mi intención era hacer observación en un aula donde todos
los alumnos fueran españoles, pero más allá de eso no tenía claro qué criterios seguir;
nunca esperé que mi elección debiera ser inmediata.'

231
CARMEN OSUNA NEVADO

ser atribuida a diferentes orígenes. Esa discusión despertó mi interés tan­


to como para decidir realizar fel trabajo de campo en dicha aula.
Mi plan de trabajo contemplaba ir un día a la semana durante diez
sesiones, así que restaba decidir qué día iría a hacer la observación. No
se me ocurrió en ese momento ver qué profesores impartían las mate­
rias en el curso que había elegido, lo que resultó ser un error que me
generaría problemas posteriores.
Una vez decidido el día de observación participante, debía pedir
permiso —uno por uno— a los profesores encargados de impartir las
materias correspondientes. Sólo dos eran nuevos en la plantilla, el res­
to me había dado clase tanto a mí, como a mis hermanas y entre ellos
se encontraba un profesor con el que tuve más de una experiencia
desagradable durante mis años de estudiante en el instituto. Cuando
me di cuenta pensé por un momento en cambiar el día de observación
para evitar ese nuevo encuentro. Sin embargo, el día que había elegido
resultaba ideal por ser el más completo en horario, así que me propuse
lidiar con mis recuerdos y experiencias. Quizá no fue la mejor deci­
sión, puesto que, tal y como me comentarían más tarde algunas colegas,
pudo interferir en mi percepción de lo que ocurría durante sus clases.
En todo caso, nuestra visión como antropólogos nunca está exenta de
la influencia de las experiencias acumuladas y el bagaje personal5; no
considero, por tanto, que este incidente fuera más importante que otros
en el transcurso de la investigación.
Utilicé la sala de profesores para esperar al responsable de cada cla­
se y pedirle permiso para realizar mi trabajo. Debo decir que todos
me escucharon, pero ninguno me pidió explicaciones; sin embargo, me
gustaría llamar la atención sobre un comentario que se repitió con fre­
cuencia: «No has elegido un aula representativa».
Aquel día, me fui del instituto con la sensación de que nadie tenía cla­
ro cuál era mi intención. Al término de mi observación, tuve exactamente
la misma sensación. Este hecho fue la causa de un constante dilema ético,
ya que una de las «obligaciones» más claras de un antropólogo es que las
personas que participan en la investigación estén informadas y entiendan
los objetivos de la misma6. Creo que nunca lo conseguí.

5. Tal y como lo expresan otros autores: «El punto de partida de la investigación


cualitativa es el propio investigador: su preparación, experiencia, y opciones ético/políti­
cas» (Rodríguez, Gil y García, 1999: 65). Sobre esta temática se recomienda especialmente:
Rabinow (1977) y Geertz (1989).
6. Véase «StatementsonEthics. Principiesof ProfessionalResponsibility» (AAA, 1986).

232
DILEMAS EN LA D E F I N I C I Ó N D E MI R O L C O M O ETNÓGRAFA

C O M IE N Z A LA O B SER V A C IÓ N

Cuando llegó el momento de ir al instituto y comenzar con el trabajo de


campo, al sonar el despertador, cruzó mi mente un pensamiento: ¿Por
qué habré elegido bachillerato? Son muy mayores, me van a tomar el
pelo, me voy a sentir ridicula... ¿Y si no voy?...
Toda la seguridad que había mostrado en la elaboración de mi plan
de trabajo, al negociar la entrada al instituto, la elección del aula... todo
se vino abajo y, de pronto, sentí que no era capaz de volver a entrar en
las aulas: sobre todo, por mi propio y nuevo rol y la inseguridad que
éste me provocaba. Me asaltaba la pregunta: ¿cómo voy a entrar en un
aula con antiguos profesores y chavales adolescentes, intentando pasar,
al menos al principio, desapercibida?; ¿cómo voy a manejar el modo en
que los alumnos — a los que no sentía tan lejos en edad— me trataran?;
¿y cómo me voy a sentir con antiguos profesores?
Mi desánimo pasajero era tal que, conscientemente, llegué un poco
tarde al colegio, cuando ya había empezado la primera clase, de manera
que decidí no entrar hasta la segunda, y utilicé ese tiempo para preparar
mi entrada y lidiar con la ansiedad que me producía el hecho de vol­
ver a estar en un contexto demasiado familiar, con la excepción de los
alumnos.
Cuando llegué al instituto me dirigí directamente al despacho de la
jefa de estudios, porque consideraba importante —y ético— recordarle
mi presencia. En un primer momento no me reconoció y tuve que volver
a explicarle mis intenciones, socavando —todavía un poco más— mi
desmejorado ánimo. Acto seguido pasé a la sala de profesores y, cuando
me disponía a salir para encaminarme al aula, me encontré a una de las
docentes. La charla con ella dio lugar a que, de nuevo, se hiciera tarde;
cuando quise llegar al aula, la puerta estaba cerrada. Finalmente, decidí
que cuanto más tiempo pasara sería peor y que no me convenía retrasar
más el momento de la entrada.
H asta este momento, he presentado mi experiencia de campo de
manera lineal, como una lógica sucesión de acontecimientos. A partir
de ahora, paso a ordenar el contenido de este artículo conforme a tres
categorías o apartados, en los que se aglutinan anécdotas que ponen de
manifiesto mis dificultades en este trabajo de campo. Dichas categorías
están ligadas unas con otras, pero considero que, con esta estructura, es
más sencilla la exposición y la comprensión de las ideas: 1) definición
de mi propio rol; 2) relación con los profesores y; 3) relación con los
alumnos.

233
CARMEN OSUNA NEVADO

LA D E F IN IC IÓ N D E M I PR O PIO R O L

Al entrar en el aula, mi principal objetivo era que el profesor o profe­


sora de turno me cediera un hueco para presentarme ante los alumnos
y explicarles, también a ellos, la finalidad de mi presencia en su clase.
Pero como llegué tarde (y toda la responsabilidad fue mía) comencé mi
observación sin que los alumnos tuvieran la más remota idea de qué
hacía ahí y de quién era.
Me dirigí al profesor que, sin prestarme mayor atención, me indicó
que me sentara... el problema era ¿dónde? En un aula de instituto no suele
haber mesas vacías; esta vez, afortunadamente, había una silla. Uno de los
alumnos me indicó que podía sentarme a su lado (en esta silla que él utili­
zaba a modo de mesa auxiliar) así que, sintiendo el peso de casi treinta mi­
radas, me dirigí a la última fila y allí me quedé. Esta situación espacial que
me había tocado en suerte, me pareció una bendición en ese momento:
por lo menos no pueden darse la vuelta para mirarme7 —pensaba—. Pero,
cuando todavía estaba saboreando mi suerte, el profesor me presentó:
ésta es una antigua alumna del instituto que ha venido colaborando con
un proyecto y os va a observar y tomar notas, así que ya podéis ser buenos.
Esta frase fue totalmente desafortunada: tanto por lo que dijo como
por cómo lo dijo. Dio la impresión de que era una inspectora que iba
a fiscalizar su comportamiento y, de pronto, mi situación al final de la
clase se convirtió en una desventaja puesto que podían sentirse vigilados
por la espalda. El profesor de la siguiente hora tampoco me dio lugar
para presentarme, por lo que llegó el recreo y los alumnos seguían sin
saber cuál era mi función. Cuando sonó el timbre de fin de clase, el
alumno que tenía al lado y con el que había intercambiado unas cuantas
palabras me dijo: Profe, ahora hay recreo.
Y como colofón, pude escuchar cómo un alumno de otra clase, al
llegar al aula donde yo estaba, preguntaba:
—<?Y ésta quién es?
—N i idea —fue la respuesta.
Para evitar retrasos innecesarios y poder hablar con la siguiente pro­
fesora, me quedé todo el recreo en el aula hasta que volvió a sonar el
timbre que anuncia el final del mismo.
Esta profesora también había olvidado para qué estaba yo allí. Por
suerte, cuando comencé a explicárselo, lo recordó —o tuvo la delicadeza
de hacer como si recordase— ofreciéndose a presentarme ella misma,

7. Todas las frases en cursiva, de aquí en adelante, han sido extraídas literalmente
de mi diario de campo.

234
DILEMAS EN LA D E F I N I C I Ó N D E MI R O L C O M O ETNÓGRAFA

sin darme opción a hacerlo de manera directa y personal. Un tanto fas­


tidiada, le comencé a explicar: He venido a hacer una investigación en el
marco de un proyecto que se llama estrategias de integración y prevención
del racismo en las aulas y... Y de pronto me cortó: Bueno, bueno, ya está
bien, no les cuentes más que les lías y para qué... Por supuesto, esta frase
me descolocó, ya que para mí era impensable comenzar mi observación
(aunque de hecho ya lo había hecho) sin que todos los actores implicados
tuvieran clara mi función y su papel en el asunto. A veces nuestro rol
—como antropólogas— es difícil de explicar, pero en este caso ni siquie­
ra me dejaron intentarlo... Me presentó con escuetas palabras y anunció
que iban a seguir con el temario. En ese momento no me pude contener y
la interrumpí pára explicarles y aclararles que no había ido a vigilarles
y que, por lo tanto, a mí no me importaba si hablaban o no, si atendían o
no, etc., intentando, así, quitarme el estigma que, según mi apreciación,
me había colocado el profesor anterior8. Entonces surgió la —quizá— in­
evitable pregunta de una de las chicas que, con tono despectivo, me dijo:
Y entonces, équé apuntas? No fue una pregunta directa, sino más bien un
pensamiento en voz alta —que ni siquiera iba dirigido a mí directamente,
porque ni me miró—, así que no tuve opción de responderla. Quizá, una
vez terminada la clase, debería haberme dirigido a ella para explicárselo,
pero el caso es que no lo hice. Debo reconocer que se trató de una cues­
tión personal; lo cierto es que mi posición con respecto a ella no varió a
lo largo del trabajo y ella jamás mostró ningún interés.
Tengo la impresión de que, a pesar de mis charlas con profesores
y alumnos a lo largo de las diez sesiones, nadie terminó de tener claras
ni la intención ni la finalidad de mi investigación.
El problema con los profesores era diferente: siempre intentaban
redirigir mi observación, exponiendo que o bien el aula no era repre­
sentativa y no iba a conseguir nada, o bien que el racismo era un tema
que tocaba muy de lejos a los chavales. Además, mi rol se iba amoldan­
do según las circunstancias: tan pronto algunos alumnos me conside­
raban compañera, como «fiscalizadora» de sus acciones o simplemente
una persona que aparecía y desaparecía periódicamente. Los profesores,
por su parte, me hacían sentir tanto colega, como de nuevo alumna,
moviéndome así en un abanico de nuevas identidades tan cambiantes
como las propias situaciones en las que me movía9.

8. Entendía que no era el momento para explicarles mi proyecto y su papel en el


mismo, así que esa explicación quedó pendiente por el momento.
9. Mirta Ana Barbieri (2006) dice al respecto: «debe mediar [el antropólogo] con
los impulsos que lo llevan a aproximarse o a tomar ,distancia de sus interlocutores, consi-

235
CARMEN OSUNA NEVADO

R E L A C IÓ N C O N LO S P R O FE SO R E S

H ay una palabra que creo define con claridad mi percepción de la


relación con los profesores: instrumentalización. Como anunciaba al
principio, jamás pensé en las implicaciones que podría tener el hecho
de hacer observación en un aula con mis antiguos profesores. Y no
puedo decir que la relación profesor-alumna mantuviera intactas las
diferencias de poder que implica; vieron en mí una aliada para apoyar
sus quejas sobre el comportamiento de los alumnos y el efecto negati­
vo del paso del tiempo que se apreciaba en las sucesivas generaciones.
Esos apoyos los buscaban en mitad de las clases, en voz alta, colocán­
dome en una situación comprometida: primero porque me sentía uti­
lizada por las personas que en ese espacio y en ese momento ejercían
el poder en el aula, y en segundo lugar porque casi siempre me veía
obligada a contestar de alguna manera, y mi intervención implicaba,
por supuesto, una tom a de partido (o les daba la razón o se la quita­
ba), puesto que una respuesta neutra suponía contradecirles a fin de
cuentas.
Voy a ofrecer un ejemplo (el primero de muchos momentos de
este tipo). Una profesora se dirige a mí y dice en voz alta: Es que estos
chicos son insoportables, no se callan, nunca jam ás había visto tanto
alboroto... Carmen, ¿a que en tu época no era asíf Después de unos
segundos de estupor e incertidumbre, contesté: No me acuerdo. A la
profesora — sólo había que ver su cara— no le pareció bien mi res­
puesta pero algunos alumnos expresaron su aprobación abiertamen­
te. En ese momento, había tomado partido y, si de elegir se trataba, yo
iba a estar del lado de los alumnos. ¿Etico? N o lo sé, pero para mí fue
una decisión inevitable. El solo hecho de sentirme utilizada me hacía
sentir tan incómoda que no podía seguir el juego a los profesores; no
podía y no me parecía justo.
Además de esta instrumentalización que, a medida que pasaban
los días, aprendí a manejar —hasta el punto que contestaba con más
desparpajo o me limitaba a sonreír sin más— , se dio otro tipo de

derando simultáneamente aspectos que lo acercan a quienes se dirige para el logro de su


búsqueda y aquellos que lo diferencian de éstos, sobre los que se funda con frecuencia el
propósito de la investigación. En esa pugna del investigador para ingresar a una situación
que es previa a su presencia, los actores sociales mantienen una actitud activa en la que
construyen al investigador alternativamente desde la alteridad y la semejanza, reubicándo-
lo constantemente en distintas locaciones de la escena, independientemente de las alianzas
que aquél haya o no establecido, muchas veces asignándole identidades nuevas, configura­
das desde la perspectiva local».

236
DILEMAS EN LA D E F I N I C I Ó N D E MI R O L C O M O ETNÓGRAFA

situaciones en las que me sentía comprometida y no sabía bien cómo


actuar. Por ejemplo, cuando terminaban las clases, algunos de los pro­
fesores se dirigían a mí y comenzaban a comentar la dinámica del aula
como si los alumnos no estuvieran presentes: tCóm o les has visto?
Hoy no se han portado tan mal pero hay que ver, cómo han cambiado
las cosas, bueno, ya te darás tú cuenta, son mucho más insoportables
y éste, es que éste que he regañado no tiene remedio... ¿Cómo reaccio­
nar? En esos momentos yo hubiera deseado marcharme, porque no
me sentía cómoda con ese monólogo en el que se trataba a los alumnos
como muebles y mi papel de observadora quedaba — desde mi punto
de vista— anulado, y me invitaban (aunque fuera coyunturalmente) a
ser cómplice de sus opiniones. El aula — con los alumnos en ella— no
me parecía el espacio más indicado para dichas muestras de compli­
cidad.
Otro tipo de dilemas surgió cuando yo pensaba que mi obligación
era avisar de algo a los profesores, pero no sabía cómo hacerlo. Lo
ilustro con un ejemplo; subiendo al aula después del recreo me cruzo
con la profesora cuya materia se impartía a continuación. N os vemos
arriba — le dije— , a lo que me contestó: N o... pero yo no tengo clase
ahora. Lógicamente pensé que yo era la equivocada así que, sin darle
más importancia, me fui. Una vez en clase, pasaban los minutos y no
llegaba nadie: cinco minutos, diez minutos... y un alumno dice: Ana10
no ha venido, así que tenemos libre. En ese momento entré en crisis...
éQué hago? Por un lado, sentía que tenía que avisar a la profesora:
yo sabía que sí había venido y —lo que era peor para mí— ella sabía
que yo sabía. Pero por otro lado... ¿cómo hacerlo? N o creía opor­
tuno bajar a la sala de profesores a avisarla, subir con ella y que los
alumnos me etiquetaran de manera negativa por haberles «privado
de su libertad». Fue una situación realmente incómoda en la que me
preguntaba cuál sería la mejor manera de actuar sin ofender a nadie y
en la que me imaginé todas las alternativas posibles; sin embargo, lo
que realmente me causaba más preocupación era ayudar abiertamente
a los alumnos a que pudieran romper las redes de control que tenían
impuestas, de una forma que mi estancia en el aula se viera com pro­
metida. A los pocos minutos apareció la profesora y dijo — sincera­
mente— que se había despistado. N unca me dijo nada, ni ese día ni
más adelante.

10. Nombre ficticio de la profesora que debía dar clase en ese momento; la misma
con la que yo había hablado momentos antes.

237
CARMEN OSUNA NEVADO

R E L A C IÓ N C O N L O S A L U M N O S

M i relación con los alumnos fue buena, especialmente con un grupo


que, desde el principio, se sintió interesado por mí, aunque no tanto por
mi trabajo sino por mi rol de antigua alumna y mi propia vida después
del instituto. Se trata del grupo de alumnos que se sentaban alrededor
de la silla que me había tocado en suerte. Estos chavales se convirtie­
ron en personas clave para la obtención de información. Rodríguez Gil
y García (1999: 73) recomiendan identificar a los «informantes»11 una
vez que se tienen claros los papeles y relaciones entre participantes...
N o obstante, considero que pueden aparecer y consolidarse de formas
más casuales y hay que aprender a aprovechar las circunstancias o a
identificarles de un modo más intuitivo. Pero era, sin duda, mi rol de
antigua alumna el que más interés suscitaba. En ese sentido, también
se dieron situaciones incómodas, puesto que su principal objetivo era
descubrir trapos sucios de los profesores. Jam ás me presté a contarles
nada, puesto que no me parecía ni correcto ni ético contar algo que
pudiera perjudicar a aquellos profesores que — a pesar de algunos m o­
mentos incómodos— me estaban permitiendo, tan amablemente, estar
presente en sus clases y hacer mis anotaciones.
A pesar de mis negativas de entrar en esas «dinámicas del recuerdo»,
mi relación con ese grupo de chicas y chicos se vio afianzada. Siempre
me senté en el mismo lugar, porque el alumno que me había ofrecido la
silla el primer día, se encargaba de guardármela. ¿Hubiera sido mejor
cambiar de lugar de observación? Esa pregunta queda en el aire porque,
si bien el cambio espacial me hubiera permitido diferentes perspectivas
de observación, creo que a la vez me hubiera impedido entablar con­
fianza con los chavales —cambiando cada sesión de compañía— , dado
el corto espacio temporal de mi permanencia en el aula. Como decía, mi
relación de confianza se fortaleció, principalmente, porque interactué
con ellos en algunas actividades de clase y les ayudaba con tareas, ex­
plicaciones o «chivándoles» algunas respuestas de ejercicios. Esto nunca
me generó dilemas, no me planteé si estaba bien o mal ayudarles con
las tareas o si debía o no inmiscuirme. Sentí que era lo que tenía que
hacer, aunque por supuesto no lo hacía abiertamente, lo que me remitía
a mi época de colegio, cuando me pasaba notas con mis amigas o nos
copiábamos en ejercicios y exámenes.

11. Término empleado por los autores. Personalmente prefiero hablar de personas
clave o importantes para la obtención de información.

238
DILEMAS EN LA D E F I N I C I Ó N D E MI R O L C O M O ETNÓGRAFA

Los únicos verdaderos dilemas o problemas éticos que se me pre­


sentaron fueron en contextos de relación profesor-alumno. Voy a po­
ner uno de los ejemplos más explícitos: Una fuerte regañina de uno de
los profesores a dos alumnas a las que ridiculizaba y ponía en evidencia
ante el resto de sus compañeros. N o es que fuera una situación nueva
para mí —ya que en mi época de alumna también viví unas cuantas pa­
recidas— , pero la diferencia está en que desde el rol de alumna/o, se
aguantan esas cosas porque son así y así están dispuestas (cuestiones
de jerarquía y poder). Pero ahora que mi papel había cambiado, estas
situaciones extremas de demostración de poder me parecían totalmen­
te injustas y me violentaban muchísimo más. La regañina acabó con
la expulsión del aula de las dos alumnas. Cuando terminó la clase, el
profesor se fue y entraron las dos chicas, una de ellas llorando. Jam ás
había hablado con esta alumna y no sabía si actuar o no y, en caso de
hacerlo, cómo. Estaba llorando silenciosamente en su mesa y, a todas
vistas, sin ganas de hablar con nadie. ¿Cómo adivinar cuál sería su reac­
ción en el momento en que la persona que observaba en su aula una vez
a la semana se acercara para hablar con ella? Dejé pasar la hora siguien­
te y el recreo también, para que se calmaran los ánimos. Finalmente
decidí que tenía que decirle algo; no me sentía cómoda quedándome
impasible ante una situación tan injusta; me acerqué a ella y le dije:
No importa todo lo que te haya dicho, tú vales mucho más que todo
esto, no te dejes hundir. N o sé si debería haberme inmiscuido, el caso
es que yo me sentí muchísimo mejor a pesar de que la chica me miró
muy seria y no me dijo absolutamente nada. En la sesión siguiente, me
saludó con una sonrisa por primera vez desde que llegué; en el recreo
me contó su historia.

A M O D O D E C O N C L U S IÓ N

Para finalizar quisiera, únicamente, volver a reflexionar sobre algunas


de las ideas que considero más importantes. Supongo que los problemas
éticos no se pueden controlar y siempre van a surgir situaciones en las
que hay que decidir sobre la marcha qué hacer, se arrepienta uno luego
o no. Sin embargo, sí es cierto que, en esta situación en particular, al­
gunos dilemas eran predecibles y no me di cuenta de ellos hasta que no
estuvieron encima. Quizá una de las lecciones que he aprendido es la
necesidad de reflexionar sobre la situación antes de empezar el trabajo
de campo: los actores y el contexto en el que una se introduce. Es po­
sible que no cambie nada..., pero pudiera/ser que sí. Fíabía situaciones

239
CARMEN OSUNA NEVADO

en las que me sentía como una alumna más a la que podían regañar
por hablar, o por poner cara de aburrimiento durante las explicaciones;
pero en otras me sentía fiscalizada por algunos alumnos y contemplada
como profesora. Esa doble identificación causaba una indefinición en
mi papel que me hacía sentir incómoda.
Por otro lado, creo que es muy complicado mantenerse al margen
en un espacio donde las relaciones de poder están tan marcadas y de
un modo tan claro, habiendo, por tanto, dos grupos bien diferenciados:
profesores y alumnos. Tomar partido —en algunas situaciones— no es
siempre fácil y la pregunta de si se habrá hecho bien o no, se repite una
y otra vez.
Quiero señalar, una vez más, que quizá lo más desesperante — si
se me permite la palabra— fue la inseguridad que causaba la certeza
de que nadie tenía claro cuál era mi verdadero rol ni mi función en el
aula: ¿Era yo la que no sabía explicarme o ellos los que no termina­
ban de sentir interés y, por tanto, no les importaba qué hiciera o dejara
de hacer? Supongo que la sensación podría haberse disipado con una
observación más larga ¿o no?... En todo caso, quizá la definición del
propio rol de antropóloga sea uno de nuestros desafíos más grandes a
la hora de hacer trabajo de campo: cómo actuar y hasta dónde actuar.
Cuando se establecen relaciones de confianza con personas, estable­
cer estas fronteras puede resultar muy complicado. Graciela Batallán
(1994: 99) se refiere a la observación participante como «más observa­
ción que participación». Pero... ¿qué pasa cuando el orden se invierte
o se iguala? Quizá es ahí donde los problemas éticos se vuelven inevi­
tables en cualquier trabajo de campo, sea cual sea su naturaleza.

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Del Olmo, M., 2003, «La construcción de la confianza en el trabajo de cam­
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240
DILEMAS EN LA D E F I N I C I Ó N D E MI R O L C O M O ETNÓGRAFA

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Rodríguez, G., J. Gil y E. García, 1999, Metodología de la investigación cuali­
tativa, Puebla, Aljibe.

241
DELITOS DE OMISIÓN.
MÁS ALLÁ DE ESCRIBIR O NO ESCRIBIR:
ACTUAR O NO ACTUAR

P ila r L ó p e z R o d ríg u e z -G iro n é s


Universidad Nacional de Educación a Distancia

Margarita del Olmo me ha propuesto escribir una contribución para un


debate sobre «Etica y antropología» y me sugiere hacerlo a partir de una
pregunta sencilla: ¿qué problemas éticos me han surgido durante mi tra­
bajo de campo?
Pero en el «durante» encuentro mi primer obstáculo para responder
con claridad. ¿Cuándo comienza y cuándo termina el trabajo de cam­
po? El mío, al menos... y asimismo, ¿qué es «trabajo de campo» y qué
es «campo»?
Se ha escrito mucho en los últimos tiempos sobre la dificultad de de­
limitar «campos» que antes eran inmóviles y sobre ello quiero incidir en
este texto, pero no siempre se ha hecho explícito que esa dificultad para
establecer barreras espaciales ante la que se encuentra hoy la disciplina
implica o puede implicar una dificultad añadida: la de establecer barre­
ras temporales. Como afirma Vered Amit, «no importa cuánto intenten
los etnógrafos dejar el campo... no pueden evitar llevarlo consigo por­
que el ‘campo’ ha pasado a incorporarse a sus biografías, sus aprehensio­
nes y sus asociaciones»1 (Amit, 2000: 9). Más es así cuando también las
personas estudiadas se desplazan, los campos se mueven. «El trabajo de
campo, sin fronteras», entonces, y en palabras de Margarita del Olmo,
«a menudo nos deja la vida ‘empantanada’» (Del Olmo, 2008: 85).
Escribo hoy con mi vida empantanada. M is experiencias en «el
campo», uno de los campos, no se han traducido todavía en un texto
escrito, en parte quizá porque no estoy muy segura de haber dejado el

1. Todas las traducciones son propias.

243
PILAR LÓPEZ RODRÍGUEZ-GIRONÉS

campo, y es en este texto donde tendré que comenzar a resolver algunos


de los problemas éticos que me plantea su escritura.
Además, y más allá de los problemas con los que me encuentro a la
hora de enfrentarme a un texto por escribir, quisiera exponer aquí algu­
nas de las situaciones en las que, desde que decidí iniciar un «trabajo de
campo», he tenido que decidir (o me he dejado llevar por la corriente...)
entre actuar o no actuar. Hacerlo es abordar, por una parte, el proceso en
el que la relación antropólogo-informante se transforma en una relación
diferente que llamaré simplemente relación persona-persona, y desde
ahí, las situaciones de las que quiero hablar son situaciones que transcien­
den el hecho de estar realizando trabajo de campo; es decir, situaciones
en las que, finalmente, lo que menos me importó cuando se presentaron
fue qué consecuencias tendría mi acción o mi inacción sobre el estudio
que estaba llevando a cabo; sencillamente, situaciones, dilemas, en los que
sentí que la vida me ponía (iy me sigue poniendo!) a mí como ser humano
interactuando con otros seres humanos (¿soy poco profesional por ello?).
Se trata de un proceso que es paralelo a otro al que en cierto modo con­
tradice, el proceso de contextualización progresiva que necesariamente
acompaña a la inmersión (y yo me sumergí hasta casi ahogarme...).
En relación directa con estos dos procesos creo que se articula mi ac­
tuación en los campos, y desarrollarlos es el objetivo final de este artículo.

M IS C A M P O S: PALOS D E C IE G O Y M U C H O A U TO BÚ S

Puesto que se trata de poner al descubierto para su discusión algunos


de mis propios dilemas éticos creo que es necesario primero situar en el
tiempo y en el espacio mi investigación, exponer también algunas de mis
relaciones en el campo y destapar lo que seguramente fueron errores.
N o es tarea fácil, de ahí los verbos escogidos: descubrir, exponer, desta­
par. Y seré sincera sólo hasta donde me lo pueda permitir.
Cuando me refiero a mi trabajo de campo estoy pensando siempre
en los dos años que pasé en Ecuador (desde octubre de 2004 a octubre
de 2006) becada por la Agencia Española de Cooperación Internacional
para estudiar el fenómeno de la migración ecuatoriana hacia España
desde el origen, para lo que parecía fundamental la convivencia con
«familias migrantes» o «familias de migrantes».
Pero llegar a Ecuador requirió de un trabajo previo. Al comienzo
de 2003 me había instalado en el huerto2 que poseen mis tíos en las in­

2. Los huertos son una forma de propiedad característica de Murcia. Cuentan con
una casa, por lo general grande y con un jardín de uso particular, pero también y en el
mismo terreno, con cultivos de cítricos de extensión variable.

244
DELITOS DE O M I S I Ó N

mediaciones del pueblo murciano de Totana. Desde allí y por un periodo


algo más largo que un mes me desplazaba a diario al pueblo para realizar
algunas entrevistas dirigidas a inmigrantes ecuatorianos a los que conocí
por los canales más sencillos: el primero de ellos había trabajado tiempo
atrás para mis tíos, otros frecuentaban la ONG «Murcia Acoge»... Dos
veces a la semana participaba en las clases de apoyo para adolescentes in­
migrantes que organizaba «Murcia Acoge» e intenté familiarizarme con
algunos lugares de reunión (un restaurante ecuatoriano, el karaoke...)
aunque sin profundidad. Recogí un material suficiente y pude defender
en junio la tesina con la que obtuve el Diploma de Estudios Avanzados
correspondiente a un doctorado en América Latina Contemporánea.
Pero aunque entrevisté repetidamente a varias personas y me encontré
con los adolescentes en varias ocasiones, mi trato con ellos terminaba
al finalizar la entrevista (o la clase) y me resultaba difícil mantener otro
contacto, en parte porque dependía del servicio de autobuses que conec­
taba Totana con el huerto, tres diarios, el último a las siete de la tarde, y
en parte porque mi relación con ellos después de mes y medio era sólo
incipiente y yo muy tímida.
Un año después me concedieron la beca para viajar a Ecuador. Tres
meses antes de partir alquilé3 una habitación en Totana en una casa
que me parecía suficientemente segura (era la habitación que dejaban
libre unos de mis primeros entrevistados, de vacaciones en Ecuador)
y me instalé para pasar el verano ahora sí en el pueblo y conviviendo
con ecuatorianos y bolivianos. Fui a bailar, fui a cumpleaños, retomé
las relaciones que había iniciado un año antes e inicié otras nuevas y
al final del verano estaba ya en situación de ser recibida con los brazos
abiertos por varias familias ecuatorianas al otro lado del océano. En este
punto quiero señalar algo que me parece interesante: el peso del tiempo
en la construcción de una relación. Si el año anterior no tenía manera
de «estirar» las relaciones porque se justificaban por las entrevistas en
sí y difícilmente daban pie a bailes o cafés (tanto por la timidez de la
entrevistadora como por la de los entrevistados), ahora se trataba de
reencuentros, reencuentros con alguien que se conocía desde hace mu­
cho tiempo, la alegría era mutua y el baile se producía casi de manera
espontánea.
Así, cuando llegué a Ecuador lo hacía ya como amiga de la familia,
llevaba vídeos y «encomiendas» y si comencé siendo un punto de enlace
con los perdidos, con los viajeros, de alguna manera, de forma gradual,

3. En realidad no recuerdo si llegué a hacer el pago de ese «alquiler», aunque sí que


lo planteé como tal.

245
PILAR LÓ P E Z RODRÍGUEZ-GIRONÉS

simbólicamente pasé a representarlos y sustituirlos. Donde faltaba un


hijo, yo era la hija; donde no había padres se esperaba de mí consuelo
y socorro. Siendo así, el rol ligeramente distante de antropóloga fue
difícil, imposible, de mantener. Gradualmente, también, pasé de obser­
vadora participante a participante observadora (y ahora ya ni siquiera
observo). Y subrayo la palabra «gradual». El peso del tiempo, de dos
largos años de visitas y convivencias, fue aquí también decisivo.
Aterricé en octubre en Quito y me recibió una familia quiteña, con
globos, carteles de bienvenida y un girasol. ¿Es así siempre la llegada de
un antropólogo al campo?...
Durante un mes permanecí en. Quito: me familiaricé con FLACSO4
y con algunas personas del mundo académico y de la cooperación de las
que tenía referencias, escribí un artículo encargado sobre Totana5, me
puse en contacto telefónico con algunas de las familias que pretendía
visitar, me deshice del piso que había alquilado inicialmente y comencé
a rodar. Y rodé y rodé...
En Guayaquil conocí a Brenda, que durante un año, hasta que par­
tió para España, fue en sí misma el campo, el principal. Brenda tenía
diecisiete años y una barriga de nueve meses. Tenía un marido6 que la
quería, Jorge, y nada más. Brenda y Tomás, mi «marido» a día de hoy,
han sido quizá mis dos relaciones más intensas desde que inicié mi roda­
je aunque nunca, hasta mi regreso a España, consideré que Tomás fuera
parte del campo. Como tales, hablaré de ellos más adelante; ahora lo
importante es señalar que al trabajar con migrantes y sus familias fue
muy difícil situar un campo que fuera realmente un campo.
En la compilación de Vered Amit, varios autores (él mismo, Wilff,
Strauss...) inciden en la necesidad de un «cambio metodológico des­
de viejas concepciones de una presencia extensa a una local» (Amit,
2000: 13) cuando ya no puede considerarse que la localidad, lo que an­
tes era el campo, es el único lugar de producción cultural, y muy parti­
cularmente cuando se trata de abordar las vidas de viajeros, migrantes,
con marcos de referencia y redes sociales dispersas (como son también
dispersas las redes de los que no viajan, de los que se quedan, añado yo).
El cambio metodológico propuesto, o más que propuesto, sencillamen­

4. Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales.


5. Agradezco aquí sincera y afectuosamente a Hernán Ibarra la oportunidad que
me dio de colaborar en la revista Ecuador Debate a mi llegada, así como la ayuda y la
amistad que todavía hoy me sigue brindando a distancia.
6. En Ecuador las palabras «marido» y «mujer» no implican necesariamente un ma­
trimonio legal, y Brenda y Jorge no estaban casados.

246
DELITOS DE O M I S I Ó N

te el que les resultó más útil adoptar, fue combinar una estancia más o
menos prolongada con visitas más cortas a otros lugares. Por su parte,
y en la compilación esta vez de C. W. Watson, Kate Gardner, con la que
encuentro muchos puntos en común que desarrollaré más adelante, ha­
bla de un trabajo previo con migrantes en el lugar de destino, el Reino
Unido, y de un trabajo de campo relativamente tradicional en el origen,
Bangladesh, donde, dice, tuvo «la suerte de encontrar un lugar en el que
trabajar con relativa rapidez» (Gardner, 1999: 53) en el que permaneció
por un periodo de quince meses. Yo no fui tan afortunada: tardé cerca de
un año en encontrar mi campo. Pero tuve muchos otros campos, peque­
ños, algunos tan pequeños como Brenda, su marido y su bebé.
Tuve la enorme suerte de conocer a Julia Ortega, que entonces tra­
bajaba en UNICEF, en Quito a través de una amiga común peruana,
y de que ella me presentara a Marcia Cevallos en Guayaquil. En casa
de Julia tuve mi cuartel general y mi casa; era al lugar al que regresa­
ba cuando necesitaba un respiro y el lugar desde el que partía cuando
reponía fuerzas7. En la costa8, con Marcia sentí siempre que volvía a la
civilización (y lo subrayo) y que tenía una amiga «de las de antes», «de
las de después», de mi vida al margen de la antropología.
La primera vez que llegué a Guayaquil se esperaba de mí que me
alojara con Brenda, pero tuve la precaución de instalarme de entrada en
un hotel algo oscuro del centro de la ciudad. Cuando conocí a Brenda
nos pareció evidente a las dos que no podía instalarme allí. No había
dónde. Y sin embargo durante mucho tiempo su casa fue mi casa de
Guayaquil. Aquí, de nuevo, la palabra «gradual». Durante un mes alqui­
lé una habitación en casa de Marcia, mi amiga periodista, con la suerte
de que entre su casa y la de Brenda (entre un planeta y otro) no había
más que un paseo de quince minutos.
Se esperaba de mí —lo esperaba su madre en España y lo espera­
ba Brenda que había sido mentalizada a distancia— que me alojara con
Brenda, que la protegiera, que me asegurara de que el parto iba bien, que
la asistiese económicamente, que le facilitara los papeles para su reagru­
pación en España... Los antropólogos no son los únicos que «utilizan» al
«otro». Los informantes son seres humanos que persiguen también sus
propios objetivos y que manejan las estrategias que consideran oportu-

7. Y estaré siempre agradecida a Julia por su generosidad, por hacerme sentir en


casa, por ser mi tabla de salvación ante cualquier dificultad (enfermedades, inundaciones,
viajes urgentes al aeropuerto...).
8. Guayaquil es la capital de la provincia costeña del Guayas, a la que pertenecen
los pueblos de Milagro y El Triunfo a los que hago' referencia en este texto.

247
PILAR LÓPEZ RODRÍGUEZ-GIRONES

ñas... y no siempre se plantean si su conducta resulta o no ética. El antro­


pólogo es a veces muy inocenté. Pero lo cierto es que según se establecían
las pautas de esta utilización mutua pasamos mucho tiempo juntas. La
tarde del parto fui yo quien la acompañó a la maternidad, fui yo quien
recogió sus objetos personales (no se permite el acceso más que a la par­
turienta, nunca la compañía de un hombre, y sólo pudo recibir visitas a la
mañana siguiente), fui yo quien avisó a Jorge y con él y sólo con él esperé
hasta las tres de la madrugada en la calle para tener noticias. Para llegar
a eso y después de eso, la relación se había hecho estrecha. Tanto, que en
mis siguientes viajes a Guayaquil tiramos un colchón al suelo, tanto, que
durante más de un año tuve llave de la casa y aparecía y desaparecía entre
viaje y viaje. Y me sentía parte de ese hogar que ya no existe.
A lo largo de un año viajé mucho por Ecuador, conocí muchas de
sus provincias aunque paulatinamente fui centrando mi trabajo en las
costeñas9, había intimado con varias familias y había ido y venido tam­
bién a España, a M adrid y a Totana. Quería y creía en un trabajo de
campo sin campo, pero no encontraba los puntos de unión, sentía como
todavía siento que daba palos de ciego, vértigo. Era difícil establecer un
plan de estudio, incluso un objeto de estudio (todavía no sé exacta­
mente qué estudiaba... aunque lo sabía cuando inicié el rodaje), viajaba
según se sucedían las bodas, las comuniones, los bautizos, las llegadas
de «los españoles», los que vivían en España y venían de vacaciones
después de muchos años, las fiestas de quinceañeras... hasta que caí ex­
hausta en una playa de Manabí.
Mi propia intuición me gritaba que necesitaba un campo, tierra firme
frente a tanto islote. El campo se dibujó también de manera gradual.
He relatado cómo al llegar a Guayaquil me sentí incapaz de ins­
talarme en casa de Brenda. Lo mismo me sucedió con otras muchas
familias. A muchas de ellas las visitaba desde mi centro de operaciones
en Quito o en Guayaquil, con otras me quedé desde un inicio, me sentí
lo suficientemente cómoda o estaban demasiado lejos y lejos también
de cualquier hotel. Pero con las que comencé visitando la relación tam­
bién evolucionó. Las segundas visitas, a pesar de las semanas, de los
meses en ocasiones, eran reencuentros, como habían sido reencuentros
los contactos en Totana al pasar el tiempo. En las terceras, ya era de la
familia. A M ilagro llegué una tarde en los primeros tiempos con idea
de regresar a Guayaquil antes de la noche. Los anfitriones me dijeron:
«Usted se queda aquí». Denegué la invitación. «Usted se queda». N o era

9. Particularmente en Guayas y Manabí.

248
DELITOS DE O M I S I Ó N

una pregunta. «Si viaja después de las seis VAN a violarla». Y me quedé
muchas, muchas, muchas más veces. La primera vez que tuve que que­
darme en El Triunfo, después de un funeral, lo hice en un hotel. Elegí
mal, pasé mucho miedo y no lo repetí. Después me quedé una noche
en el recinto10 que visitaba. Después dos. Pasados unos meses acudí a
una fiesta... Y en mi segundo año ese recinto junto a El Triunfo se fue
perfilando como mi campo, casa tras casa a lo largo de un camino era
una casa de migrantes, aunque la migración había pasado a un lugar
secundario entre todo lo que ahora resultaba de mi interés. Los últimos
seis meses viví allí, con la que también se iba perfilando como mi fami­
lia. N o mi familia de adopción, sino mi familia. Con Brenda hacía un
año que no hablaba, vivía ella ya en España, en Totana, y nuestra rela­
ción había cambiado, porque las relaciones cambian como cambiamos
las personas. Yo estaba en el campo y Brenda, que había sido el campo,
no; había pasado al recuerdo. ¿Pero es que Totana no era también el
campo?
Y si Totana era el campo, porque mucho tiempo antes lo había sido
aunque de manera superficial y porque de tanto en tanto pasaba por allí,
en mis permisos de becaria, entonces tengo que hablar ahora de Tomás.
En Totana conocí a Tomás, dos meses antes de viajar a Ecuador. La
verdad es que me gustó mucho desde el primer momento, pero la idea
de una relación con él no se me pasó por la cabeza, era demasiado dife­
rente, demasiado «otro». Volví a España la primera Navidad, Tomás se
declaró, salí huyendo en un tren. Volví a España en mayo... y «caí»: esta
vez no huí. Pasamos tiempo juntos durante mis quince días de vacacio­
nes, volví a Ecuador, nos peleamos telefónicamente y no volvimos a ha­
blar en ocho meses. Volví a España en septiembre y no nos vimos, volví
de nuevo la siguiente Navidad y volví a caer. Desde febrero del segundo
año hasta que regresé definitivamente a España en octubre hablamos
mucho por teléfono y en los últimos meses empezamos a convencernos
de que éramos novios transnacionales. Por eso Tomás nunca estuvo en
el campo, no en Ecuador.
Durante diez meses después de mi regreso, cuando ya había termi­
nado (¿o no?) mi «trabajo de campo», Tomás siguió viviendo en Tota­
na y yo en Madrid, pero teníamos ya una relación «seria» y «formal».
Finalmente Tomás vino a vivir a Madrid conmigo, seis meses después
llegó su hijo de Ecuador, cinco meses después nos dejó, después llegó la

10. Un «recinto» podría equivaler a una aldea española, un pequeño núcleo rural
poblado. En realidad el lugar que visitaba no tenía siquiera la categoría de recinto, aunque
seguiré refiriéndome al mismo como si lo fuera.

249
PILAR LÓPEZ RODRÍGUEZ-GIRONES

hija de Tomás... y tengo la vida empantanada. Tomás no es el campo, es


mi vida, pero me impide salir del campo.

BRENDA, TOMÁS Y ALGUNAS MENTIRIJILLAS


MÁS O MENOS BIEN RESUELTAS

He situado a grandes rasgos mi deambular por campos dispersos y he


querido hacer hincapié en la dimensión temporal por encima de la es­
pacial. Para ello he presentado a dos de las personas con las que he
tenido una relación especialmente intensa desde que inicié el trabajo
de cam po11: Brenda, que fue protagonista durante mi primer año de
estancia en Ecuador pero que pasado el mismo desapareció del campo
y finalmente también de mi vida12 (no así Jorge, sin embargo), y Tomás,
que nunca estuvo en el campo más que de manera tangencial, pero que
no obstante me mantiene con un píe dentro pese al paso del tiempo.
Como anticipo para debatir situaciones, casos o dilemas éticos con
los que me encontré según avanzaba la inmersión, quiero exponer aquí
dos cuestiones no tan dramáticas que se me plantearon de entrada con
Brenda y con Tomás y lo hago a riesgo de salir poco airosa: mentí u ocul­
té la verdad, en parte, creo, por la propia indefinición de mis campos.
Brenda vivía en la azotea de una casa de tres pisos y entraba y salía
continuamente. En el mismo barrio vivían algunos de los hermanos de
Jorge, pero por lo demás, el trato con el vecindario no parecía muy
profundo. Brenda y yo comenzamos a acompañarnos mutuamente en
gestiones diversas y su relación conmigo era para ella una puerta más
de escape del barrio, Brenda quería escaparse del barrio y de sí misma.
Brenda ha tenido que aprender a sobrevivir en un mundo de escasez
desde muy joven y para ello ha explotado al máximo su belleza — que
es mucha— y una alegría suya, quizá falsa, pero muy convincente. Es, o
era, muy simpática, en el sentido ecuatoriano y en el español también13.
Desde un primer momento Brenda me presentó a sus vecinos y a los
comerciantes de la zona como hermana suya. La primera vez fue una
broma y no quise desmentirla, estábamos en una tienda de alimentación
donde creo que nunca volví, pero poco a poco fue elaborando su peque­
ña fantasía, la historia de nuestro padre, un español que diecisiete años

11. N o obstante quiero hacer notar que otras relaciones a las que apenas (o en abso­
luto) hago aquí mención fueron y son igualmente significativas.
12. Aunque podría reaparecer en cualquier momento...
13. «Simpática» en Ecuador significa «guapa», en España «agradable en el trato».

250
DELITOS DE O M I S I Ó N

atrás pisó tierra ecuatoriana... y seguí sin desmentirla. Pensé que no


estaba bien, pero también pensé que era una mentira inocente que
no hacía daño a nadie ni tampoco a mi tesis. Los hermanos de Jorge sa­
bían la verdad y más allá de ellos cualquier otra relación era superficial,
tanto para Brenda como para mí misma: los vecinos no formaban parte
del campo, no eran informantes engañados. Hacía sólo unos meses que
Brenda vivía en el barrio y pensaba abandonarlo pronto, estaba de paso,
resistiendo hasta poder viajar a España. Pero no es excusa, lo cierto es
que les mentí y que después, cuando Brenda ya estaba en Totana y me
preguntaban por mi hermana, no recordaba los detalles de su fantasía.
Pero al mismo tiempo la mentira de Brenda me facilitó la vida un tiem­
po después, Brenda es enormemente práctica, su madre y las circunstan­
cias le han obligado a ello y no sé ahora si ya desde un comienzo pensó
en la posible utilidad de su mentira. Cuando viajó a España Brenda
insistió en que yo mantuviese la llave de su casa y siguiera alojándome
con Jorge siempre que viajara a Guayaquil, para hacerle compañía. Poco
después volví efectivamente a Guayaquil y pasé unas semanas yo sola
en la casa porque Jorge había viajado al interior del país, pero incluso
siendo así me di cuenta entonces de que como cuñada suya tenía cierta
legitimidad para seguir quedándome allí a ojos de los vecinos, los ca­
seros no me lo hubieran permitido de otra manera. Como antropólo-
ga, como «periodista» o como simplemente «la española» hubiera sido
inexplicable, inadmisible, y reprobable, incluso que siguiera visitando
a Jorge cuando dejé de dormir allí. Y seguí visitando mucho a Jorge,
pero dejé de quedarme... porque Brenda en Totana decidió inventarse,
a sabiendas de que lo inventaba, que yo tenía una relación sexual con
Jorge. Esa mentira suya ya no era tan inocente (aunque tampoco causó
estragos, pudimos hablarlo directamente y no fue eso lo que nos alejó)
pero seguía siendo práctica, lo era para ella en ese momento y le per­
mitía actuar como actuó, evadiendo la mirada crítica de los que ahora
eran sus vecinos en Totana.
En cuanto a Tomás quizá debería discutir aquí si es o no ético tener
con él una relación como la que tengo, pero no lo veo necesario. Una
de las compilaciones que más útiles me han resultado a la hora de dar
cuerpo a este texto es la editada por Don Kulick y M argaret Willson
(1995), Taboo. Sex, Identity and Erotic Subjectivity in Antropological
Fieldwork. En ella los autores reflexionan sobre un tabú al parecer im­
plícito en la antropología: la posibilidad de que los antropólogos, las
antropólogas, puedan sentir siquiera deseo en el campo y la asunción
de que una relación en el campo debería de toda manera evitarse. Vol­
veré a la compilación para referirme a ottos aspectos de las relaciones

251
PILAR LÓPEZ RODRÍGUEZ-GIRONÉS

humanas que me interesa debatir, pero éste no es un punto que piense


que precisa de explicación. Quizá lo que suceda es que la prohibición a
la que se refieren es en efecto tan implícita que yo nunca fui consciente
de que existiese, jamás se me ocurrió. Probablemente mi formación es tan
caótica que tiene muchos vacíos y ése es uno de ellos... o quizá es que la
autocensura, cuando las prohibiciones no son efectivamente explícitas,
no funcione igual para un antropólogo mediterráneo que para uno anglo­
sajón o escandinavo. No sólo es que no fuera consciente de estar traspa­
sando un tabú, es que creí, un poco ingenuamente y de manera algo ado­
lescente, que tener una relación con Tomás era señal de que la inmersión
estaba funcionando. Digamos que pensé que «sumaba puntos». Repito las
palabras de Jill Dubisch, que me parecen llenas de sentido común:

¿Es un asunto de ética? Hacemos prácticamente todo lo demás con


nuestros «informantes»: compartir sus vidas, comer con ellos, asistir a
sus rituales, convertirnos en parte de sus familias, convertirnos incluso
en amigos íntimos, y a veces establecer relaciones que duran para toda la
vida. Al mismo tiempo los «utilizamos» para alcanzar nuestras metas, es­
cribiendo y hablando en contextos públicos sobre asuntos personales o
incluso íntimos de sus vidas, apropiándonos de esas vidas para nuestros
propios propósitos personales. ¿Acaso una relación sexual es algo más
íntimo, comprometido o explotador que nuestras relaciones normales
con los «nativos»? (En algunas sociedades podría incluso serlo menos)
(Dubisch, 1995: 31).

Y añade: «¿O es realmente a nosotros mismos a quienes tratamos


de proteger?». Por mi parte con Tomás nunca hubo intención de hacer
daño, si pensé que podía haber abuso (que sí lo pensé) intenté compen­
sarlo siendo muy honesta, y no hubo engaño. En todo caso, fue él quien
me mintió a mí. Así que creo que no tengo por qué justificarme ante la
comunidad antropológica.
Pero si no mentí a Tomás, sí evadí contar la verdad (que ni yo misma
sabía cuál era) en el campo, en mi campo: en Milagro y en el recinto de
El Triunfo. Conocí a Tomás a través de la que había sido antes su familia
política, con la que tengo lazos estrechos, mis comadres son parte de esa
familia, y siempre sentí vergüenza por no poder hablarles francamente de
Tomás, del mismo modo que lo sentí con la propia familia de Tomás. Pero
por una parte no había nada que contar, cuando yo los conocí realmente
no había sucedido nada entre Tomás y yo y cuando finalmente sucedió
fue breve y terminó mal, y por otra parte, sencillamente, Tomás no que­
ría que se supiera. El, no yo. Los dos hijos de Tomás vivían entonces en
Ecuador, Tomás es un hombre, digamos «serio», y en los diez años que

252
DELITOS DE O M I S I Ó N

habían pasado desde que dejó de convivir con la que había sido su mujer
no había vuelto a tener «mujer» y quería proteger a sus hijos de rumores
e inquietudes. Sus hijos vivían en Quito, a cargo de otras personas14 y yo
evité desde un principio todo contacto con ellos. Pero como los campos
se mueven porque las personas lo hacen, su hijo se trasladó a la costa
cuando yo ya estaba allí... y al conocerme me dijo con bastante inten­
ción: «¿mi papi tiene novia?... porque yo quiero que tenga»... pero no le
contesté.
Llevaba ya meses visitando El Triunfo cuando me peleé telefóni­
camente con Tomás. Puede que sí sea ético tener una relación en el
campo, por qué no, pero quizá no sea lo más conveniente, quizá sea
demasiado arriesgado para uno mismo, y desde luego yo me alegré mu­
cho entonces de que Tomás estuviera tan lejos. Después de esa pelea que
fue muy dura y parecía definitiva sentí terror: sentí que me quedaba sin
tesis ahora que por fin había encontrado mi campo. ¿Cómo iba a visitar
a la familia de Tomás cuando Tomás y yo no nos hablábamos? ¿Cómo
iba a pisar la casa en la que ahora vivía su hijo? ¿Cómo evitar el engaño
y al mismo tiempo no traicionar el deseo de Tomás? Pero fui capaz de
resolverlo adecuadamente. A los pocos días me encontré con la sobrina
de Tomás en un lugar fuera del recinto, quería hablar con ella. Esta
sobrina es particularmente cercana a Tomás, su confidente, había bus­
cado y había conseguido mi amistad desde que pisé por primera vez El
Triunfo y es además especialmente carismática, es una líder natural no
sólo en su propia familia sino quizá en todo el recinto y más allá. Sin
entrar en detalles le expliqué que había tenido algunos problemas con
su tío y no quería engañarles al respecto, que estábamos muy enfadados
y ya no éramos amigos. Y Diana lo resolvió rápido: «Pilar, no te voy a
mentir, te recibimos por mi tío. Pero ahora eres nuestra amiga». Punto
y final. A partir de ese momento comencé a quedarme de verdad en el
recinto. N o sé qué explicaciones daría o dejaría de dar al resto de la fa­
milia, pero todos me trataron siempre con mucho respeto, los que sos­
pecharon algo fueron tan discretos como yo misma, me dieron la bien­
venida entre ellos y me sentí cómoda y querida. Por mí misma. Y olvidé
que eran la familia de Tomás, ese señor que estaba tan lejos del campo.
Y cuando finalmente, un año después, pasamos a convertirnos en
eso que he llamado «novios transnacionales» dejé que el rumor se ex­
tendiera de forma natural, me disculpé en Milagro con los antiguos cu­

14. Como Tomás, su madre vivía también en España, en Madrid. A ella no la conocí
hasta mucho después de haber regresado de Ecuador; nunca ha estado en ninguno de mis
campos.

253
PILAR LÓPEZ R O D R lG U E Z -G IR O N ÉS

ñados, concuñados y sobrinos políticos de Tomás y expliqué que real­


mente esa relación era reciente, que no quería que pensaran que les
había engañado, y tampoco hubo problema, para ellos también yo era
una amiga y se divirtieron a mi costa. De hecho se divirtieron mucho.
Como no sabía realmente si mi relación continuaría o se disolvería a mi
regreso a España insistí mucho en que sólo éramos novios, que ellos
traducían como «enamorados», personas que «vacilan» pero no tienen
relaciones sexuales. De tener relaciones sexuales lo correcto sería convi­
vir, ser «marido» y «mujer». Y era importante que no dieran por sentado
esa convivencia: el hijo de Tomás (que había vuelto a moverse y ya no
vivía en la casa donde yo pasé a instalarme) parecía contento de que su
padre tuviera novia española, pero era prematuro que me mirase como
a «madrastra». ¡Si yo casi no conocía a Tomás!, y, desde luego, lo cono­
cía mucho menos que a todos ellos.
Pero cuando no era explícita con respecto a las relaciones sexua­
les no trataba sólo de proteger al hijo de Tomás, intentaba también
protegerme a mí misma. Los antropólogos queremos ser aceptados por
nuestros informantes y para lograrlo proyectamos una imagen de no­
sotros mismos que, sin tener por qué ser falsa, no es idéntica a la que
proyectaríamos en «casa»15. Hasta el momento, mi comportamiento en
el recinto había sido el de una mujer «decente»16 y, pese a las repre­
sentaciones locales en torno a la accesibilidad sexual de las españolas,
había conseguido mantener comedidos a otros pretendientes. Me hacía
respetar y me respetaban. ¿Quería yo renunciar a esa imagen?, ¿sabía
cuáles podían ser las consecuencias? Pero puesto que hablamos de éti­
ca, mencionaré un aspecto de la reciprocidad de la que a veces se habla
entre antropólogo e informante que parece siempre pasarse por alto: la
reciprocidad en las confidencias. ¿Por qué me sentía obligada a hablar­
les de mi intimidad?: porque yo les preguntaba por la suya.
La mañana siguiente a un bautizo, del que yo, por cierto, había sido
madrina, los «supervivientes» estaban reunidos en corro frente a la casa
de los abuelos de la niña. Yo había descansado en la casa de al lado, me
había despertado «sana», había desayunado bien y me uní al corro. Era
ya mediodía. Circulaban las cervezas. Algunos todavía no habían dor­
mido desde la noche anterior, algunos seguían borrachos; otros habían
caído sin sentido cerca, otros habían recuperado el sentido hacía unas
horas y estaban cerca de perderlo de nuevo. Aunque no llegué a embo­

15. Sobre esto mismo, véanse textos de Dubistch (1995) y Gardner (1999).
16. En realidad, «humilde» y «tranquila» serían términos más acordes con el discurso
«nativo».

254
DELITOS DE O M I S I Ó N

rracharme esta vez, sí estaba eufórica y relajada como ellos. Estaba con
la familia de la antigua mujer de Tomás17. La noche antes algunos se
enteraron por primera vez de que Tomás y yo éramos «enamorados»,
y habían bromeado con ello, pero el anfitrión, don Milton, todavía no
lo sabía y yo quería que se enterase para evitar sentirme incómoda. N o
sé cómo, don Milton comenzó a hablar de Tomás. Decía «para guapo
mi cuñado; ¡siendo yo mujer, me acostara con él!»18. Y yo contesté ante
al corro: «¡Y yo!». Se rieron. Doña Clotilde, la mujer de don Milton
se reía: «¡M ira la española! ¡Y pensábamos que era coco!». Y sin saber
muy bien lo que decía, un poco intimidada por ser el centro de aten­
ción, contesté: «Pues no». Tiempo después recapacité e indagué: «coco»
significa «virgen». Así que bebiendo cerveza, delante de una audiencia
que me rodeaba en corro y que además pertenecía en su mayor parte
a la familia de la esposa de Tomás, me declaré no virgen e hice público
que había tenido relaciones sexuales con Tomás. N o pasó nada. Don
Milton levantó la cerveza: «¡Brindo por mi cuñado!», y doña Clotilde
me pidió que fuera un día la madrina de su boda con don Milton, con el
que convivía ya cerca de cuarenta años. Hacía dos años que compartía
bailes y risas con ellos, era comadre ya de dos de sus hijas, de una de
ellas conocía toda su vida personal, ¿iba a cambiar algo ahora porque
yo no fuera «coco»? Lo único que cambió es que ahora mis comadres
también me preguntaban a mí sobre sexo.
Si he relatado esta anécdota es porque me ayuda a ilustrar ese pro­
ceso de cambio, cambio en las dos partes, desde que se inicia la rela­
ción del antropólogo con el informante hasta que se convierte en algo
distinto, hasta que la noción de la diferencia comienza a difuminarse.
Sin duda, desde que «la española» deniega una invitación para quedarse
en Milagro por miedo y por vergüenza y se queda sólo forzada por las
circunstancias sin saber cómo llenar los silencios de las muchas horas
por delante, hasta que esa misma española, en ese mismo lugar, bromea
sobre su virginidad con un grupo de borrachos, su manera de actuar en
el campo ha cambiado. Sobre ello continuaré hablando en los siguientes
apartados: si vamos a plantearnos consideraciones éticas sobre la con­
ducta del antropólogo en el campo, o sobre la posibilidad de utilizar o
no lo que se le contó, estimo que es desde ahí, desde la idea de cambio
y de proceso desde donde debemos hacerlo.

17. Aunque lo cierto es que legalmente seguían casados, hacía ya más de diez años
que no convivían y nadie les consideraba como «marido» y «mujer».
18. «mi cuñado sí que es guapo... ¡si yo fuera mujer me acostaría con él!».

255
PILAR LÓPEZ RODRÍGUEZ-GIRONÉS

SO B R E N O H A BLA R (N O E SC R IB IR ):
C O N SID E R A C IO N E S E N T O R N O A L «O T R O » Y E L «N O S O T R O S »

Normalmente cuando intento expresar cuáles son mis escrúpulos a la


hora de hablar, de escribir más bien, sobre mis experiencias de campo,
me refiero a la posibilidad de hacer daño a personas que me importan o
han depositado en mí su confianza. Pero también, y esto es importante,
a la necesidad de evitar hacerme daño a mí misma.
Estando en Quito pasé una tarde con dos investigadoras españolas,
profesoras las dos en alguna universidad que honestamente no recuer­
do. Entre canelazos y anécdotas de campo de las que sí hablamos, suyas
y mías, las dos afirmaron: «nunca se puede escribir sobre lo más intere­
sante» (eso sobre lo que sin embargo acabábamos de hablar). Cuando
escribo, como ahora, en parte adultero la información que doy, la re­
corto, y no soy tan expresiva como quisiera. Pero es que escribir no és
inocente. Escribir supone alterar la vida de los otros. Quizá, y atención,
quizá sea más censurable no alterarla, pero lo cierto es que escribir tiene
consecuencias.
Ocultar nombres no garantiza la «inmunidad» de los seres humanos
implicados, ni la propia. ¿De qué sirve que yo denomine «La Rambla» a
Totana como he hecho anteriormente, si cualquiera que me conoce sabe
que hago mi trabajo en Totana y no en otro lugar? ¿De qué cambiar un
nombre?19. N o se trata de que un día salga a la luz ante un hipotético y
abstracto público de lectores. La cuestión es que con muy poca infor­
mación las personas de mi entorno van a poder deducir de quién estoy
hablando. Lo van a poder deducir otros informantes si un día me leen
—y no es descabellado pensar que lo hagan— y lo van a poder deducir
mis familiares, mis amigos, ésos a los que no llamo informantes por­
que nunca fueron objeto de estudio, aunque llamar informantes a mis
otros amigos, a algunos conocidos y a algunos enemigos, es llenar de
artificio académico relaciones humanas que no son las del periodista y
la fuente. En mi caso particular mis «informantes» me' siguen a España
(o me preceden en el viaje) y algunos de ellos se instalan en mi vida, no
son los «personajes» exóticos de mis anécdotas de sociedad, ni tampoco
personas que viven cerca, demasiado cerca, sino personas que poco a
poco conocen a mis padres, a mis primos, a mis amigos de infancia, a
mis gatos, a mis vecinos. Así que hablar de algunos de mis informan­
tes es hablar en parte de «mi» gente. N o son el «otro», y si lo son, no

19. Pero, porque quizá sí sirva de algo, muchos de los nombres que aparecen en este
texto son falsos, como imprecisos algunos de los lugares.

256
DELITOS DE O M I S I Ó N

quiero desnudarlos ante el «nosotros», ante mi otra gente, ni ante ellos


mismos.
Lo anterior me lleva hacia reflexiones que comencé a hacerme al
inicio de mi trabajo de campo y que tienen que ver con el «otro» y el
«nosotros».
Pero antes, y para tirar por tierra de antemano mis propias reflexio­
nes, recojo aquí algunas de las que plantean dos de los autores en Ta-
hoo...
Ralph Bolton considera que el tabú, que él da por evidente y central
en la disciplina, en torno a las relaciones sexuales en el campo establece
una barrera entre nosotros y el «otro» en una situación en la que busca­
mos acortar distancias. Y añade:

Pero debería señalarse que el mantenimiento de la distinción entre el


«yo» y el «otro», del mismo modo que las fronteras culturales (como
si las culturas existiesen realmente más que como una construcción),
resulta al mismo tiempo central para la antropología y profundamen­
te problemático, y es responsable de que la antropología contribuya a
perpetuar más que a solucionar los problemas humanos. Enfatizando
las diferencias —de hecho, a menudo exagerándolas— reforzamos lo
que nos divide y debilitamos el sentido de nuestra común humanidad»
(Bolton, 1995: 140).

En definitiva, afirma, rechazar las relaciones sexuales que crucen


esas fronteras culturales «contribuye a perpetuar la falsa dicotomía en­
tre ‘nosotros’ y ‘los nativos’».
Mis relaciones en el campo —por supuesto no sólo la relación con
Tomás— evolucionaron hacia la disolución gradual de esa falsa dicoto­
mía. Lo cual no supone aceptar que no exista la diferencia, sino pasar a
desdramatizarla: ni el «otro» ni el «nosotros» son homogéneos y expe­
rimentamos la diferencia con frecuencia a lo largo de nuestras vidas...
Somos parte de muchos «nosotros» y «otros», marginales, a veces den­
tro del «nosotros».
Jill Dubisch, por su parte, incide en la jerarquía inherente a la rela­
ción antropólogo/informante donde el antropólogo «ha definido a una
persona como investigador (‘superior’) y a la otra como el objeto de
su estudio (por definición de algún modo ‘inferior’)» (Dubisch, 1995:
35; traducción mía). En su primera experiencia en el campo ella misma
rechazaba como imposible, como lo hacía yo ante los primeros inten­
tos de Tomás, una relación con cualquiera de sus informantes, también
demasiado «otros»:

257
PILAR LÓPEZ R O D R ÍG U E Z- G IR O N ÉS

¿Casarme con un hombre del pueblo? [...] la idea hubiera parecido de­
masiado extraña, impensable incluso. Los del pueblo pertenecían a un
mundo muy lejano al mío, y estábamos además separados por educación
y por clase (Dubisch, 1995: 29).

Educación y clase. Jerarquía de nuevo y quizá barreras más difíciles


de salvar. Pero, también, «es significativo que la gente con la que tra­
bajamos pueda vernos como menos diferentes y más iguales de lo que
nosotros los vemos a ellos» (Dubisch, 1995: 32). Cuando yo rechazaba a
Tomás recuerdo haberle dicho precisamente que éramos demasiado dife­
rentes. El negaba cualquier diferencia excepto la que a él le parecía más
obvia, que él era ecuatoriano y yo española. Claro que tenían que ver
también diferencias de clase, de estatus, pero no veía el abismo que veía
yo, no veía matices entre yo y una trabajadora de un almacén de lechuga
de Totana. Y los hay, yo los veo, pero él no, o al menos no entonces. En
cuanto a la jerarquía que implica el hecho de que uno sea investigador
y el otro objeto de estudio, no hay que olvidar que es el antropólogo, y
nadie más, quien define la relación en esos términos. Quizá el informante
no aprecie esa diferencia. O quizá la aprecie perfectamente, la acepte, y
sencillamente no le conceda ninguna importancia. Cuando comencé a
pasar más tiempo con Tomás me decía: «No vaya a hacer más entrevistas.
Mejor quédese aquí conmigo y estúdieme un poco más».
En todo caso, cuando inicié mis trabajos, mis primeros acercamien­
tos a los informantes, a los «inmigrantes ecuatorianos» en España y a las
«familias de migrantes» en Ecuador, eran acercamientos a la otredad:
por mucha empatia que yo pudiera sentir o despertar, tenía ojos ante
todo para la diferencia.
Tengo un recuerdo particularmente vivido de mi primera entrevista,
en una habitación de Totana. Sentado en la cama estaba un matrimonió,
ella era veinte años mayor que él y me contaba riendo cómo «se lo rap­
tó» cuando tenía catorce años. En la misma cama, había un hombre de
más de treinta años y a él se abrazaba melosa una chica joven, todavía
menor de edad que había llegado de Ecuador una semana antes. La
hija del matrimonio, también recién llegada de Ecuador, miraba a sus
padres con extrañeza. En algún momento la pusieron sobre un orinal
y creo que le gritaban. El orinal, lleno, lo dejaron dentro, a mis pies.
Mientras, yo grababa divertida pero tensa desde una silla frente a la
cama. M i primer viaje hacia la costa, en bus, también me impresionó
enormemente: las «calles» enlodadas y sin asfaltar, las casas de madera
y caña, las hamacas bajo ellas colgando entre dos pilares, y los hombres
con las camisetas de tirantes remangadas, panzas al descubierto... pensé

258
DELITOS DE O M I S I Ó N

que estaba viendo de frente la cara a la miseria y que nunca sería capaz
de convertirme en una intrépida antropóloga. La sensación de pavor, de
inseguridad, era entonces frecuente, en Totana y en Ecuador. H oy la
entrevista la hubiera realizado tumbada sobre la cama y sin grabadora,
el orinal no lo hubiera visto... ni olido. Las casas de caña, como las de ce­
mento por terminar de construir me parecen ahora residencias de verano
realmente agradables... sólo a veces, pocas, recuerdo que no hay dinero
para ir al doctor.
Pero en esos primeros tiempos sentía también que tenía permiso
para contarlo todo. Tenía permiso porque me lo concedían... y porque
eran «el otro». Era capaz de ver, ya entonces, la diferencia en el inte­
rior del «nosotros» y deseaba a menudo escribir sobre esas distancias,
tan dolorosas a veces. Pero no podía: porque de la intimidad del «no­
sotros», del más cercano, del que está cargado de afectos y envidias,
recelos y necesidades, no se escribe. N o se debe, no se tiene permiso y
sería una deslealtad hacerlo. Junto a esa frustración sentía un malestar
que era una advertencia, me parecía que considerar que del «otro», de
su intimidad, sí que se podía escribir, significaba de alguna manera des­
humanizarlo. Hacerlo más otro, «reforzar lo que nos divide y debilitar
nuestro sentido de común humanidad» (Bolton, 1995: 140).
La cuestión es que el tiempo construye nuevos «nosotros». ¿Qué
sucede entonces cuando el «otro» se convierte en un «nosotros», en otro
«nosotros» del que también formo parte, aunque parte, quizá, extraor­
dinaria? ¿Qué sucede entonces con los permisos?
Cuando comencé mi tarea, los informantes consintieron en relatar­
me a mí, una extraña, los «secretos» de su vida y consintieron en que
esos secretos se hicieran públicos un día, con garantías de anonimato
algunos y con ansias de protagonismo otros. Pero poco a poco para
muchos dejé de ser una extraña, sabían que algún día escribiría un libro
sobre ellos y yo misma les advertía, de tanto en tanto, de que seguía
observándolos, pero con muchos, ésa pasó a ser una cuestión secundaria
de nuestra relación (y sin duda hoy lo es). ¿Seguía teniendo su permiso?
¿Hasta cuándo? ¿Para contar qué y qué no? ¿Lo tengo ahora o lo tendré
en el futuro si mi relación con ellos cambia, como seguro cambiará?
Brenda fue muy generosa contándome desde un inicio aspectos
de su vida que a mí me parecían profundamente íntimos. Pero mucho
después Brenda también, llorando, me confesó algo que nunca había
contado a nadie20. La consolé como pude y no hablamos de permisos.

20. A lo que por supuesto no hago ninguna referencia en este texto, ni directa ni
veladamente.

259
PI L AR. L Ó P E Z RODRÍGUEZ-G1RONÉS

M ás adelante, cuando estaba cerca de partir decidió, ella, que grabáse­


mos una conversación, comp regalo de despedida, creo, porque en el
día a día de nuestra convivencia siempre posponíamos una entrevista
que nunca acababa de formalizarse. En un momento de la grabación
admitió haberse portado muy mal dos veces en su vida. Quise saber y
le pregunté. Ella me contestó: «Todos tenemos nuestros secretos». No
porque estuviéramos grabando, era un pensamiento que había repetido
más de una vez esa misma semana. Y efectivamente al final resultó que
Brenda tenía muchos secretos.
Algunos, de Brenda como de otras personas, sé que no debo contar­
los y me encuentro, como las investigadoras del café de Quito, con que
«de lo más interesante nunca se puede hablar». En muchas ocasiones los
secretos que más me interesaron fueron los que todavía no habían su­
cedido cuando mis informantes comenzaron a desnudar sus vidas para
mí, otras veces los que me ocultaron precisamente porque ya no era
una extraña.
Así que, a menudo, en una parte del camino perdemos el permiso. El
permiso tiene límites y es difícil a veces vislumbrarlos cuando se ha tejido
una relación que nos acerca al «nosotros». Es una idea central de este tex­
to que en el proceso de trabajo de campo las relaciones se transforman,
evolucionan, como evolucionan también antropólogo e informantes.
La señora que me recibió en Quito, doña Mercedes, a la que quiero
mucho y que ahora también vive en Totana, me llamó un día por telé­
fono todavía en Ecuador: «Pilar, venga, necesito que me entreviste»,
porque la entrevista tenía para ella un efecto terapéutico. Pero las rela­
ciones humanas no tienen la forma de una entrevista dirigida. Una de
las herramientas de la entrevista dirigida es el «ajá» con el que el antro­
pólogo evita emitir juicios y anima al informante a continuar su charla.
Pero en la vida real, más allá de la entrevista, el informante pregunta al
antropólogo, le pide opinión o le pide consejo. Yo me pronuncio, in­
conscientemente en muchas ocasiones. Una de las veces en que la visité,
doña Mercedes me hablaba de su hija y decía «... pero ya no pienso así».
Me interesó mucho ese cambio que era un cambio en lo más profundo
de sus creencias y le pregunté por qué ya no pensaba así. Su respuesta
me alarmó: «Usted me ha convencido». ¿Cuándo la convencí?... Char­
lando una tarde, atravesando la ciudad en trolebús21.
En mis relaciones en el campo me pronuncio primero tímidamente,
justificando y traduciendo; después, desde los nuevos valores adquiridos,

21. Así, «la investigadora y sus informantes son ambos y al mismo tiempo cambiados
y agentes de cambio» (Gardner, 1999: 52)

260
DELITOS DE O M I S I Ó N

porque quizá yo ya tampoco «piense así», o desde la confusión, el revol­


tijo racional y emocional. Pero me pronuncio, lo hago constantemente. Y
progresivamente pierdo el miedo a hacerlo, progresivamente también
me relajo, abandono normas que me esforzaba por respetar escrupulo­
samente y me burlo de mí misma y de mi «informante». Recientemente
doña Mercedes pasó una noche en mi casa, vino con su hermana, su hija
y el novio de su hija. Se presentaron repentinamente porque su herma­
na había perdido el vuelo de regreso a Ecuador. A la mañana siguiente
fuimos todos, y también Tomás, al aeropuerto creyendo que todo estaba
dispuesto para que viajara ese mismo día y nos encontramos con una
situación desquiciante: estaba en una lista de espera, sólo podría saber
si tenía plaza o no pasando el control de viajeros, pero si finalmente
no se le daba plaza tampoco podría regresar del otro lado del control a
«España», quedaría aprisionada indefinidamente en un limbo aeropor-
tuario. Mientras la familia de doña Mercedes desayunaba plácidamente
en la cafetería, Tomás y yo corríamos al borde del infarto de un puesto
de información a otro. Finalmente viajó ese día. Doña Mercedes, que es
predicadora evangelista, me decía: «Yo estaba muy tranquila, sabía que
Diosito lo resolvería todo». «¡Diosito y yo, señora!». Y ella se reía.
Cuando me burlo de mi informante, o cuando le reprendo como hice
en una ocasión con Brenda (del mismo modo que ellos se burlan de mí
y me reprenden), en realidad he pasado a humanizarlo, he dejado de
vef la diferencia por encima de lo que nos hace iguales, nuestra «común
humanidad». Hay un momento en el proceso del trabajo de campo en el
que algunas de las relaciones antropólogo-informante se convierten en
eso que he llamado relaciones persona-persona: relaciones en las que los
roles de investigador e investigado han dejado de jugarse.

C A SO S/D ILE M A S

He insistido a lo largo del texto en la evolución de las relaciones en el


campo. A esa evolución acompaña otro proceso al que también he he­
cho mención, el proceso de contextualización, que es el que permite al
antropólogo entender paulatinamente las conductas que observa desde
los ojos de los actores. Y he afirmado que es en torno a ambos que se
articuló mi conducta en el campo.
Pero se da también, o se dio en mi caso, una insensibilización pro­
gresiva semejante a la del cirujano o el veterinario. Es una cuestión
de supervivencia. A Marcia le contaba divertida uno de los casos más
extremos a los que me voy a referir. Y le contaba también que una ami-

261
PILAR LÓPEZ RODRlGUEZ-GIRONÉS

ga mía me había relatado que su marido la amenazaba a veces con un


revolver en la garganta, y trataba de comunicarle yo a M arcia en qué
consistía el proceso de contextualización, mi transformación hasta dejar
casi de darle importancia a la «anécdota» del revolver (porque mi amiga
no se la daba), como a otras. Marcia, que es muy inteligente, me decía
que no creía en ese proceso de contextualización, y sostenía que lo que
me pasaba a mí es que estaba en estado de shock, sin capacidad ya para
reaccionar. Tenía parte de razón.
Mi intención con este texto es entonces la de exponer cómo la de­
cisión de actuar o no (cuando efectivamente se trata de una decisión
consciente) en determinadas circunstancias con las que nos encontra­
mos en el campo se ve afectada por el grado de inmersión y la capaci­
dad de contextualización del antropólogo. Para comenzar a reflexionar
sobre algunas de las situaciones en las que me vi envuelta, la lectura de
las contribuciones al Handbook on Ethical Issues in Anthropology de la
Asociación Americana de Antropología (los casos «y soluciones» y los
casos «y comentarios» donde los autores relatan experiencias propias y
sus consiguientes dilemas éticos) me ha resultado particularmente útil
(Casell y Jacobs, 2008), pero si algo me ha sorprendido más que nin­
guna otra cosa ha sido encontrarme con que sus autores tuvieran que
enfrentarse a «tan pocos» momentos de crisis.
Los dilemas éticos no se presentan en el campo siempre de manera
extraordinaria; en mi experiencia al menos se presentaban de forma
cotidiana. A continuación voy a enumerar unos pocos casos escogidos
que me interesa poner en relación y voy a exponer muy brevemente
cuál fue mi actuación, cuando la hubo. Haré después algunas reflexio­
nes generales.

1. En Totana, en el verano anterior a mi primer viaje a Ecuador,


llegó una tarde el marido de una de las inquilinas y golpeó borracho y
violento la puerta de entrada. Ninguno le dejó pasar, la señora había
decidido separarse de él y todos sabían que la había maltratado física­
mente durante años. Pero nadie hizo nada tampoco. Cuando se alejó,
acompañé a la señora a la Guardia Civil donde puso una denuncia y al ^
día siguiente la acompañé también a los juzgados en Lorca. Nadie más
quiso acompañarla. Se dictó una orden de alejamiento y, que yo sepa,
el marido nunca volvió a molestarla. Diez días después ella comenzó a
convivir con otro hombre que se instaló en la casa.

2. Durante mi primer mes en Guayaquil, Jorge recibió una amenaza


de muerte en su teléfono móvil. Brenda y Jorge estaban seguros de que

262
DELITOS DE O M I S I Ó N

la amenaza provenía del antiguo marido de Brenda, con el que había


«desaparecido» cuando tenía catorce años y que la había prostituido de
manera intermitente hasta que Brenda decidió «hacerse de» Jorge. Les
acompañé a poner una denuncia y aunque no recuerdo el motivo, sí re­
cuerdo que tuve que poner mis datos en la misma. Viajé a Quito, me
puse en contacto con Manuel García Solaz22, coordinador general de la
Oficina Técnica de Cooperación de la Embajada de España en Ecuador, y
le expliqué la situación, en parte para asegurarme cierta protección y en
parte buscando acelerar el proceso de reagrupación de Brenda en España.
Tenía mucho miedo, por ellos y también por mí. Nunca pasó nada.

3. Cuando Brenda iba a partir para España supe que estaba min­
tiendo a Jorge, que confiaba plenamente en ella, en un aspecto que
podría perjudicarle gravemente, aunque no sabía realmente hasta dón­
de pensaba llegar. No avisé a Jorge por no traicionar la confianza23 de
Brenda, pero sí intenté que tomara medidas que le protegieran. Brenda
actuó mal, no mal según mis valores, sino mal también desde los suyos.
Una vez en España Brenda se arrepintió y corrigió la situación que había
creado. Antes yo le había escrito un correo electrónico expresando mi
disgusto y me contestó diciendo que estaba de acuerdo con mi «repe­
lada». Si no hubiera cambiado ella de opinión creo que yo me hubiera
sentido siempre muy culpable. Interferí y lo sigo haciendo en muchas
ocasiones, cuando mi malestar es mayor que no hacerlo.

4. Ya llevaba un año yo en Ecuador cuando vino un amigo desde


Totana, llamémosle Washington. Washington era marido de una gran
amiga mía, de la que no he hablado en este texto, pero que continúa
hoy día siendo parte importante de mi vida y nos visitamos a menudo.
Yo a ella como ella a mí, por el gusto de vernos. Washington sospechaba
que su mujer le había sido infiel y había regresado a Ecuador por tiem­
po indefinido. Deseaba asesinar a su mujer y a un hijo común de cinco
años y lo encontraba plenamente justificado. Pasé mucho tiempo con
Washington, discutí sus puntos de vista e intenté convencerle de que,
al menos, no matara al niño. Pero en unos momentos que eran para mí

22. Cuya ayuda, en éste como en otros momentos en que la he necesitado, ha sido
inestimable. M ás allá de un respaldo institucional, M anolo García Solaz me brindó tam­
bién el apoyo humano que necesitaba, por lo que le estoy muy agradecida.
23. Y este saber de unos lo que no querían que otros supieran ha sido —y es— una
constante durante mi trabajo de campo con la que he tenido que debatirme para cada caso
particular.

263
PILAR LÓPEZ RODRÍGUEZ-GIRONÉS

también difíciles porque también yo había interrumpido todo contac­


to con Tomás, Washington fue un gran apoyo: hicimos excursiones, lo
visité en su ciudad y fuimos juntos a bailar a la discoteca. Un tiempo
después viajó de nuevo a España, y se reconcilió con su mujer. Se han
vuelto a separar y ahora, ya después de haber pasado dos años de mi re­
greso a España sentí terror por el niño, un terror que ha demostrado ser
injustificado. Pero ahora mi posicionamiento, o mi sentimiento, hacia el
hecho es otro y, por el momento, me he alejado de Washington. O he
continuado cambiando, o he salido del estado de shock.

5. Un buen amigo en Totana luchó mucho para reagrupar a su hi­


jastra adolescente. H ablaba de ella a veces con un cariño que parecía
excesivo. La visité en Ecuador y conocí a la señora que se hacía cargo de
ella. Esta señora no me tenía ninguna simpatía (al parecer pensaba que
yo era lesbiana) pero me pidió que si le ocurría algo a la niña cuando
estuviera en España la avisara. Sucedió lo que creo que las dos habíamos
imaginado y habíamos intentado desechar de nuestra imaginación: mi
amigo y su hija política, su «entenada», pasaron muy pronto a tener
relaciones sexuales consentidas y buscadas por ambos. Sentí dolor y
una enorme revulsión, pero no hice nada. Cuando volví a España hablé
con mi amigo. Había tenido ideas de suicidio, había pensado romper su
matrimonio y comenzar una nueva vida con la adolescente —pero, dijo,
no podía— , había pensado dejar a madre e hija y regresar a Ecuador
(ésta era mi opción favorita). Finalmente no hizo nada de lo anterior y
por un tiempo continuó viviendo con ambas. Aunque fue uno de mis
primeros informantes y al que más apreciaba en los inicios, lo he sacado
de mi vida, temporalmente al menos. Hacia su mujer tengo sentimien­
tos contradictorios, entre ellos, rabia. En Ecuador nunca conté lo que
sabía (¿para qué?24).

6. Un adolescente que me importaba mucho cometió algunos deli­


tos durante su proceso de reagrupación. Intercedí para evitar que se le
denunciara por ello, de no hacerlo nunca hubiera podido reunirse con
su familia en España.

24. Se trataba de relaciones consentidas, la señora que estuvo a cargo de la adoles­


cente no tenía ninguna potestad sobre ella y, de haber querido viajar a España, proba­
blemente no hubiera obtenido el visado... ¿qué de bueno hubiera resultado de que yo se
lo contara? Es más, quizá, sólo quizá, la verdad hubiera roto cualquier vínculo entre la
señora y la adolescente.

264
DELITOS DE O M I S I Ó N

7. Cuando vivía en el recinto de El Triunfo unos niños con los que


jugaba a menudo vinieron a buscarme para que pasara la tarde con ellos.
Estaban solos esperando a sus padres. N o querían que me fuera, sabían
que cuando llegaran sus padres iban a pegar al mayor de ellos que no
había tenido buenas notas en el colegio. Otros conocidos en el recinto
me habían comentado que les pegaban mucho, más de lo que es co­
mún, pero me habían contado también que ya habían recriminado a los
padres sin éxito. Cuando llegaron los padres intenté hablar con ellos,
la mirada de la madre me decía que estaba indignada con su hijo no
sólo por sus notas, sino por haber buscado mi auxilio, así que no insistí.
Cuando salí de la casa, subieron el volumen del televisor, señal de que
comenzaba el castigo.

8. A finales del segundo año, faltaba ya poco para que regresara a


España, una amiga en el recinto me contó que estaba muy preocupada
porque sabía que su hermano pensaba asesinar a su marido. Su marido
venía todas las noches a la casa donde yo vivía para conversar, teníamos,
pues, un trato frecuente. M i amiga no quería de ningún modo avisar
a su marido porque entonces su marido asesinaría a su hermano. N o
pude más. N o hice nada25, y salí corriendo del campo. Dos años después
todos ellos siguen vivos y nunca se produjo el enfrentamiento, pero lo
importante aquí es que yo creí que realmente podía producirse el asesi­
nato y salí corriendo26.

La hija de Tomás tiene un dicho muy a propósito: «En asuntos de


indios yo no me meto» y lo aplica para referirse a pequeños conflictos
que surgen en casa de su madre (o en la nuestra). El paradigma de la di­
cotomía del «otro» y el «nosotros». El proceso de contextualización me
llevó a actuar como actuaban las personas con las que vivía, dejando las
cosas seguir su rumbo cuando el sentimiento de impotencia era grande.
Pero si a tiempo pasado parece que si yo hubiera actuado en el caso del
asesinato anunciado o incluso en el del padrastro la situación quizá se
hubiera agravado, no estoy satisfecha con mi pasividad (de ahí el título

25. Parte del proceso de contextualización es también saber qué se puede esperar de
las instituciones. M is expectativas respecto a una posible acción de la policía no eran las
mismas después de dos años de residencia que después de dos meses...
26. Cuando yo misma releo mi texto me pregunto a veces si no tendría entonces una
visión distorsionada de la «realidad»; al fin y al cabo, parece, nunca «pasó nada». N o creo
que sea así. Si ninguno de los casos relatados condujo a una muerte, nada permitía saber
qué podía y no podía suceder. He escuchado las suficientes historias violentas de personas
cercanas como para saber que no era sólo mi imaginación la que me hacía temer lo peor.

265
PILAR LÓPEZ R O D R ÍG U E Z - G IR O N ÉS

que he escogido para este texto), son situaciones en las que sufrí y no
quiero rememorar. Si puedo hacerlo es porque ahora no tengo relación
con los protagonistas, porque he puesto distancia, no física sino vital.
Porque en lo fundamental he salido del campo.

A M O D O D E C O N C L U S IÓ N

Kate Gardner defiende que el antropólogo tiene la responsabilidad de


evitar replicar estereotipos negativos y dar base para argumentos racis­
tas (Gardner, 1999: 66), y quizá sea ésa la primera consideración ética
a la que tenga que atender antes de concluir este texto. Soy consciente
de que los casos que he escogido pueden alimentar estereotipos negati­
vos sobre el migrante ecuatoriano, como soy consciente de que los he
escogido de entre múltiples casos precisamente porque sé que pueden
resultar especialmente chocantes para mi lector más probable. Sólo pue­
do decir que eran efectivamente parte de la normalidad, pero también
que la normalidad estaba hecha de mucho más.
A mis «informantes» ecuatorianos tengo mucho que agradecerles y
no porque hayan sido informantes. Mis dos años en Ecuador no fueron
dos años de sufrimiento, por el contrario, con conflictos y todo fui muy
feliz, y los momentos de paz fueron más, muchos más, que los de crisis.
Por algo uno de mis informantes me preguntaba siempre «¿y cuándo se
le acaban sus vacaciones?».
Por lo demás, éste no puede ser un texto cerrado; más que desarro­
llar unas conclusiones quiero plantear algunas ideas para la reflexión.
En este mismo volumen Nancy Konvalinka, citando el Código de
ética aprobado en 1998 por la Asociación Americana de Antropolo­
gía, nos recuerda que pertenecemos a muchas comunidades (o como yo
digo, a muchos «nosotros») y que los valores en juego en unas y otras a
menudo entran en conflicto. Ese conflicto, a veces contradicción, apa­
rece frecuentemente en el campo, con mayor intensidad, creo, cuando
mayor es la inmersión. N o se trataría entonces, sugiere Nancy Konva-
linka, de encontrar soluciones correctas para los conflictos sino, antes
que nada, de ser conscientes de que el conflicto existe, debatirnos en él
y, en la medida de lo posible, anticiparlo.
En mi experiencia con migrantes y sus familias pude anticipar algu­
nos conflictos pero no evitarlos por completo; otros no eran anticipa-
bles. Los conflictos en los que podía pensar de antemano eran los que
se derivaban de mi posición estructuralmente superior como española
(nacional de pleno derecho del punto de destino), persona con estudios

266
DELITOS DE O M I S I Ó N

(que podría ayudarles a gestionar papeles...) y con recursos económicos


muy por encima de los suyos, por una parte y, por otra, de la posición
ambigua, difusa y difícil de antropóloga-amiga-comadre... Cuando real­
mente existe observación participante, cuando se participa de algo, la
frontera no puede ser clara; para mí no pudo serlo. Si yo planteo una
estancia en un piso de Totana, por poner un ejemplo al que me he refe­
rido antes, como un alquiler, pero, cuando llega el momento del pago,
de ninguna manera me permiten hacerlo, ¿cómo debo corresponder? y
¿hasta dónde llega la deuda?... Y una vez en Ecuador, ¿cómo evitar que
una nebulosa de contraprestaciones implícitas devenga en dependen­
cia?... Son preguntas con las que podría arrancar otro artículo. Aquí
interesa señalar que son preguntas que tuve presentes desde el inicio
de varias de mis relaciones y que funcionaban como alertas que con­
trolaban mi conducta. A vieces encontré el modo de sortearlas y otras
no, pero fui consciente del conflicto, me debatí en él e intenté anticipar
situaciones no deseadas. Pero otras situaciones no podían estar en mi
mente de antemano: ¿de qué manera puedo prever que un adolescente
que es ya muy querido robe una moto borracho?... ¿o debo evitar que­
rer? Y si es así, ¿cómo se hace?
Las lealtades generadas desde el trabajo de campo, las del antropó­
logo con los informantes, son a veces parecidas a las de quien pertenece
a la Mafia: lo primero es «la Familia». Pero no siempre es así, a veces el
antropólogo, como quizá algún mafioso delator, desde su propia crisis
puede decidir que en esta ocasión lo primero no es la Familia. Los an­
tropólogos, cita Nancy Konvalinka, «tienen obligaciones morales como
miembros de otros grupos... igual que las tienen como miembros de la
profesión» y en ocasiones tienen «la necesidad de elegir entre valores
aparentemente incompatibles»27 (véase Konvalinka, en este volumen).
Particularmente pienso que las soluciones adoptadas en unos y otros
casos dependen de factores que tienen que ver con el tiempo de perma­
nencia, con el momento que atraviesa la relación, con los afectos y afi­
nidades y también con el momento personal en el que nos encontramos.
Probablemente, después de mi regreso de Ecuador no hubiera acom­
pañado en su denuncia a la señora con la que compartía piso. N o sé en
cambio hasta dónde podría haber llegado por personas que me eran

27. Y si yo tuviera que dar alguna recomendación a un nuevo intrépido antropólogo


ésta sería algo así como: Intenta no hacer daño, intenta entender qué es lo que hace daño,
y si finalmente tienes que hacer daño hazlo porque estés convencido de que no hacerlo
sería un mal mayor, de acuerdo a tus propios valores, los que estén funcionando en ese
momento. Eso si funciona alguno, si es que no estás1sencillamente en estado de shock.

267
PI L AR. L Ó P E Z RODRÍGUEZ-GIRONÉS

muy cercanas. Y ahora, un tiempo después, en lo fundamental, ya digo,


he salido del campo, estoy saliendo, y mi manera de actuar, de nuevo,
está cambiando.
El título escogido por Kate Gardner (1999) para su texto es signifi­
cativo: «Location and Relocation: home, ‘the field’, and anthropological
ethics». Relocation. Nos recuerda que nuestras identidades son siempre
identidades fragmentadas y cambiantes. Por ello, del mismo modo que
cambiamos continuamente como individuos, continuamente cambia tam­
bién nuestra relación con nuestra experiencia en el campo (1999: 52).
Siendo así y en primera persona, Kate Gardner afirma: «Cada vez que
vuelvo veo las cosas de diferente manera. Esto es en parte porque mis
barreras personales han sido reconstruidas» (1999: 61).
Kate Gardner relata asimismo cómo desde su evolución ideológica
se reposiciona respecto a su propio trabajo de campo. Y cómo cuando
regresa al campo pasado el tiempo no lo hace ya como antropóloga:
deja de suspender el juicio.
Viajé a Ecuador un año después de mi regreso y no lo hice como
antropóloga sino para reunir la documentación necesaria para la re­
agrupación del hijo de Tomás. Tomás y yo ya convivíamos en España.
En el recinto ya no me ven como a una extraña, sino como a la mujer
de Tomás, la madrastra de su hijo, y ello me posiciona, me sitúa más que
nunca en círculos de pertenencia, en alianzas y rivalidades.
Y yo, ahora que soy parte de un nuevo «nosotros», con Tomás y
sus hijos dejo de suspender mi propio juicio. Lo que podía comprender
para un extraño no lo deseo para mi entenado. Mis fronteras persona­
les, como las de Katy Gardner (1999: 61) están en reconstrucción.

A N E X O : LA N IÑ A ...

Incorporo como anexo el texto de un mensaje de un correo electrónico


(y como tal ha de leerse) que envié a Margarita del Olmo y Marisa Gon­
zález de Oleaga, mis directoras de tesis, que refleja dos momentos de la
inmersión e ilustra el proceso de evolución en torno al que he tratado
de explicar mi actuación en el campo. Y también el conflicto.

25 de enero de 2006

[...] revisando archivos viejos he visto un correo que os escribí en noviem­


bre del 2004 y me dio vergüenza enviar (pudor por ser un poco cursi o
pedantilla o algo así...).

268
DELITOS DE O M I S I Ó N

Os lo envío ahora, para que veáis que algunas cosas siguen siendo las
mismas (las preocupaciones) y otras son muy diferentes: principalmente
ahora soy mucho más cínica y me conmuevo menos para bien y para
mal... y comienzo a defenderme de los revoltijos emocionales... pero sigo
siendo más o menos buena gente, no creáis: -)...

Noviembre de 2004

Queridas Marisa y Margarita:


Últimamente ando un poco bloqueada con mi diario de campo (ya
volveré a él en algún momento) y con mi «trabajo» en general, o con la
parte formal del trabajo, la que si deja de hacerse genera unas culpas un
poco bobaliconas, pero que culturales o no (cristianas o no) igual ara­
ñan: escribir, tomar notas, grabar, sumar datos... tener algo concreto que
mostrar, material; E l material. Pero en estos días he mandado el material
a la porra, la tesis a freír monas y todas las enseñanzas antropológicas
a mi ex garaje de Quito (por elegir un mal sitio...). O por lo menos a
dormir; me estoy dedicando un poco a ser más persona que antropóloga,
hasta que pueda digerir no sé muy bien el qué... y vuelva a ser antropó­
loga y persona-persona (¿la que fui?... no sé).
El otro día salvé literalmente a un bebé de un día de morir asfixiado.
Solamente lo tomé en mis brazos, lo puse sobre el hombro y le di golpe-
citos, pero la madre —que es otra niña— lloraba impotente mientras lo
veía amoratarse, ahogarse en sus vómitos; la cuñada lo revolcaba primero
por la cama, luego lo meneaba al aire como una coctelera, la nuca para
arriba y para abajo, los primos corrían por la habitación, otra cuñada
miraba, creo, la madre gritaba.... El niño se estaba m u r ie n d o . Otra vez: se
estaba m u r ie n d o . (Por cierto no es niño, es niña, pero como esperaban niño
—querían esperarlo— todavía no nos hemos hecho mucho a la idea... si­
gue sin nombre y es «el bebe»...). Aunque lo cuente muy trágicamente, la
verdad es que lo viví con mucha tranquilidad, me puse autoritaria, lo tomé
y respiraron el niño y la madre. Y todo esto no es para contar la historia
de la antropóloga heroína, como dice Judith Okeley o Ruth Behar o no me
acuerdo quién, sino la historia de la antropóloga atrapada en el papel de
heroína, la antropóloga que quiere seguir salvando al niño y a la madre...
o salir corriendo de una vez. La niña (la madre...) tiene ahora fiebres muy
altas y ni os cuento los cuidados que puede (que No puede) recibir, ni os
hablo de la maternidad (el centro de beneficencia), los partos, las infec­
ciones... no sabes hasta qué punto desdramatizo ya, Marisa, pero intento
no pasarme de rosca con esto de la disolución de la identidad... no quiero
dejar de escandalizarme, no quiero acostumbrarme a la muerte (aunque

269
PILAR L Ó P E Z RODRÍGUEZ-GIRONÉS

dejo de escandalizarme y me acostumbro). Y para recuperarme a mí mis­


ma ceno en sitios caros (cuatro dólares...) con baldosas en el suelo.
Pensaba que nuestro mundo (el de las baldosas en el suelo) no era
real, un escenario de Walt Disney... pero quizá el que no sea real sea
éste... équé tiene de real dejarse morir?
Ayer la niña me dijo que había vuelto a soñar conmigo (la noche
anterior soñó que la regañaba por utilizar mi cámara... vaya...), pero esta
vez era un sueño triste: no era verdad que volvería en marzo, yo me iba
para no volver nunca al Ecuador. Quedé atrapada con su sueño. L a niña
lee despacio, silabeando, pero escribe en el ordenador más rápido que yo.
La niña es blanca, muy inteligente y una belleza (a mí me recuerda a Ema-
nuelle Beart —como se escriba— pero más sensual o más dulce depende
del momento). La niña ha sido puta, raptada. La niña se ha defendido con
cuchillos y ha fajado y pateado a otras mujeres (es que cuando le mientan
a la madre....). L a niña —y el bebé— está amenazada de muerte. La niña
quiere a su marido que es un chico estupendo (esto lo digo yo, empiezo a
darme cuenta, aunque ella es más amiga). La niña quiere ser bióloga, el
marido arquitecto. La niña ha sido violada. L a niña cree en sirenas. La
niña tiene un padre muerto pero como no ha visto el cadáver cree que lo
encontrará algún día. El padre muerto visitó a la madre un día que ella
dormía. La niña mira los peces de colores, les escupe al agua, y los mira
y los mira fascinada... la niña me cuenta su vida sin casi respirar, le caen
las lágrimas y sigue hablando, habla y habla, se ríe... y yo no grabo nada.
Vemos la televisión, dormimos la siesta.
La verdad, cada vez necesito menos escribir una tesis bonita: quisiera
ganar mucho dinero (¿para seguir siendo heroína y para cenar en sitios
caros...?) [...]
En fin, que aunque me ponga profunda, la verdad es que me lo sigo
pasando muy bien por aquí, que por suerte no todo me da igual, pero
también por suerte y pese a los sustos ocasionales, nada me agobia de­
masiado, y que ahí ando intentando ver dónde están los límites, cuáles
quiero poner y cuáles no, queriendo poner distancia y queriendo no po­
nerla. Y al final a lo mejor hasta me sale una tesis bonita. O no, tampoco
importa. Pero espero que le pasen las fiebres a la niña.
Un abrazo muy fuerte

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Amit, V (ed.), 2000, Constructing the field: Fieldwork in the Contemporary


World, Londres-Nueva York: Routledge.

270
DELITOS DE O M I S I Ó N

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Watson, C. W (ed.), 1999, Being there. Fieldwork in Anthropology, Londres-
Sterling (VA), Pluto Press.

271
HABLAN LOS NIÑOS.
EVALUACIÓN CRÍTICA DE PLAZAS Y ESPACIOS VERDES.
LA «OPINIÓN EXPERTA» DE NIÑOS DE LAVAPIÉS
PARA REFORMAR SU ESPACIO VITAL*

W altrau d M ü l l a u e r - S e i c h t e r
Departamento de Antropología Social y Cultural
Universidad Nacional de Educación a Distancia

«La ciudad es un lugar donde las personas pueden apren­


der a vivir con extraños, a compartir experiencias e inte­
reses de vidas ajenas a las suyas».
Richard Sennett (2007: 20)

«Cierra los ojos por un momento y recuerda tu niñez.


¿Cuál era tu lugar favorito?, ¿un manzano viejo?, ¿el cha­
sis de un camión abandonado en un descampado?, ¿el
parque del barrio?».
Clare Cooper Marcus1 (Millar, 2007: 1)

El presente trabajo tuvo su origen en la invitación de Margarita del Olmo


a participar en el XXVIII Curso de Etnología española «Julio Caro Ba-
roja» dedicado en esta ocasión al tema de la «ética». Yo lo he abordado
pensando que me proporcionaba la oportunidad de analizar el propio
trabajo en curso, repensándolo y centrando la atención en los desafíos
y posibles modificaciones que provoca el dilema de seguir las pautas
éticas auto-impuestas a este estudio.
Al elegir la unidad de estudio donde pensamos desarrollar la inves­
tigación, a veces, por su peculiaridad ideológica o por la línea educativa

* Este estudio se ha realizado dentro del proyecto FFI2009-08762 «Estrategias de


participación social y prevención de racismo en las escuelas II».
1. Clare Cooper Marcus enseña como profesora emérita en el Department of Ar-
chitecture and Landscape Architecture de la Universidad de California, Berkeley.

273
WALTRAU D MÜLLAUER-SEICHTER

que se aplica, dejamos de analizar explícitamente aspectos puntuales que


considerábamos posibles en el planeamiento inicial de la investigación.
Mi intención en el presente capítulo es la de relatar el transcurso del es­
tudio, sus resultados y, al final, detenerme a analizar más detalladamente
aspectos en los que durante el desarrollo del trabajo no fue posible pro­
fundizar debido a las circunstancias puntuales de la unidad de estudio.
En los barrios del centro antiguo de M adrid ha aparecido, en los
últimos años, una actividad notable de reformar y adaptar viviendas y
edificios que se encontraban en estado lamentable. Uno de estos barrios,
que pertenece al distrito Centro, es Lavapiés, que presenta una nueva
apariencia — en comparación con hace unos cinco o seis años— , con
fama de ser uno de los lugares más bohemios e interculturales de la
ciudad. Paseando por las calles estrechas, uno puede fácilmente cruzar
la barrera idiomática de cinco o seis lenguas diferentes en apenas el
transcurso de quinientos metros.
Tal y como se acaba de mencionar, Lavapiés, al igual que otros ba­
rrios castizos de Madrid, ha cambiado mucho, pero la realidad del día
a día muestra que queda tarea pendiente. Los que viven y frecuentan el
barrio son conscientes del alto porcentaje que queda de infraviviendas,
sobre todo habitadas por inmigrantes y ciudadanos de pocos ingresos y
en situaciones familiares complicadas. En otras palabras, no es lo mismo
«visitar» Lavapiés para tapear o tomar copas en las noches veraniegas,
disfrutando de la gran oferta de teatros independientes, que convivir y
compartir el espacio común que ofrece a sus vecinos, que son muchos
y diversos.
Las experiencias de otras ciudades europeas en la recuperación del
centro ha mostrado que no es suficiente invertir el dinero público para
sanear las infraestructuras inmobiliarias, sino también el entorno, in­
cluyendo plazas y espacios verdes, adecuándolo a la situación de su
composición vecinal. Se trata de casar retos arquitectónicos con las ne­
cesidades de la gente que «vive el lugar» día a día, rellenando de esta
manera con memoria colectiva las calles, esquinas y plazas de lo que
llamamos lo «local». Para resolver este reto, la administración (como
reflejan muchos informes2), por ejemplo en el ámbito germánico, tiene
que atender cada vez más a los «eslabones» importantes entre residentes
y administración: incorporar la opinión de los ciudadanos (dtizens in-
volvement) que frecuentan y usan estos espacios. Esto se traduce en una

2. Un ejemplo sería el informe del Ayuntamiento de Múnich: Mitdenken, mitreden,


mitplanen. Planen und Bauen für und mit Kindern und Familien. Kinder- und Jugend-
beauftragter des Referáis für Stadtplanung und Bauordnung, Múnich, 2004.

274
LA O P I N I Ó N DE N I Ñ O S DE L A V A P I É S P A R A R E F O R M A R SU E S P A C I O V I T A L

invitación a que participen los adultos, jóvenes y niños3 de la zona en


cuestión. Aprendiendo de la experiencia que tuvimos en varios distritos
de Viena (Austria), que cuentan con un alto porcentaje de inmigración
durante las últimas décadas (Müllauer-Seichter, 2008), se podría señalar
la necesidad de sintonizar tres aspectos importantes: los problemas de
seguridad, la estética del lugar y el hecho de que las pequeñas plazas y
parques han acumulado «historia» en el transcurso de la evolución del
barrio y forman parte de la memoria colectiva de los de «siempre». Para
procurar que la llegada de los nuevos ciudadanos, los inmigrantes, tenga
las menos repercusiones posibles y evitar el rechazo de los vecinos au­
tóctonos, habrá que coordinar esta memoria con la necesidad de nuevos
usos que ayude a aliviar la situación complicada, en muchos casos, de
los recién llegados a su nuevo hábitat geográfico y cultural. Y además los
informes oficiales de ayuntamientos y municipalidades prestan atención
a la opinión de los ciudadanos más jóvenes, la «opinión experta» de
niños en el diseño de las plazas y parques. Somos conscientes de que
el trabajo participativo es costoso en cuanto a organización y tiempo.
El dialogo entre profesionales (arquitectos y urbanistas) y ciudadanos
responsables constituye una práctica que todavía cuenta con poco «en­
trenamiento» (Müllauer-Seichter, 2004, 2007).
Durante el tiempo que llevamos a cabo la investigación sobre el es­
pacio público en el barrio de Lavapiés (Müllauer-Seichter, 2004, 2007,
2008) pudimos observar la «repetición» de reformas en varias plazas;
en el caso de la de Agustín Lara, se trata de la tercera reforma desde
el año 2000. ¿Por qué? Nos preguntamos: después de tantos cambios,
tanto tiempo en obras, la gente que lo frecuenta ¿está satisfecha con
el resultado? Conociendo la situación de uso de la plaza, nos parecía
interesante hacer esta pregunta a un colectivo que hasta el momento
no había sido tenido en cuenta en la toma de decisiones: los niños que
acuden al centro «Paideia» casi todos los días durante el curso escolar
para pasar su tiempo libre hasta que sus padres les puedan recoger.

ANTECEDENTES

Los niños han conquistado un sitio privilegiado en la agenda de discur­


sos públicos del siglo xx, que ha sido designado por Ellen Key como el
suyo. Y sin embargo, las contradicciones son patentes. Los niños son
víctimas y culpables. Sufren pobreza pero son objeto de la publicidad.
Son mimados y desatendidos. Estas paradojas culminan en un campo de

3. Véase también: Perrazo (2003), Tonucci (2é06), Alderoqui (2000) y Miller (2007).

275
W ALTRAU D MÜLLAUER-SEICHTER

la política social, la política infantil, nueva en lo que a su denominación


explícita se refiere (Lüscher, 2005: 1).

Con relación a una serie de investigaciones puntuales sobre el uso del


espacio público en Viena desde 2004 hasta 2006, tuve la oportunidad
de entrar en contacto con la Leitstelle für Alltags- und Frauengerechtes
Planen und Bauen4, sub-sección del ayuntamiento de la capital austríaca.
La directora de la sección, Eva Kail, nos hizo llegar una serie de informes
de estudios empíricos sobre la modificación de parques que se desarrolló
con participación de niños y jóvenes, prestando una atención especial al
punto de vista de género5. Fuimos entonces a visitar una serie de parques
en diferentes distritos de la ciudad que, en su mayoría, contaban con un
alto porcentaje de población inmigrante. Además tuvimos la oportunidad
de conocer a miembros de equipos ejecutivos que nos contaron sus ex­
periencias de primera mano. Además de las experiencias recogidas en el
ámbito germánico6, donde se suele promover esta línea de participación
ciudadana, hemos trabajado, también, con una serie de materiales sobre
el diseño urbano en relación con la calidad de vida de niños y jóvenes que
se basan en proyectos puestos en práctica en Argentina, Chile y Brasil7, y
finalmente con documentos publicados por la UNESCO8.
Coincido con Diana Milstein cuando afirma que «son escasos los
trabajos antropológicos que se interesan por integrar los puntos de vista
de los niños y de las niñas a los informes etnográficos. Esto, en términos
generales, es llamativo si tenemos en cuenta la importancia de los niños
y de las niñas en los procesos de reproducción cultural»9.
En gran parte de la literatura que utilicé para este trabajo se narran
situaciones en las que los niños están involucrados, se habla de buenas
prácticas, se presta atención a que las decisiones sean para su protec­
ción, pero, como menciona Mistein, «sus historias y viviencias narradas,
sus percepciones e interpretaciones apenas se incluyen como parte de lo
que se denomina ‘perspectiva de los actores’»10.

4. Sección para la planificación y construcción, orientada desde una mirada de gé­


nero. Leitstelle für Alltags- und Frauengerechtes Planen und Bauen, Stadtbaudirektion
DEZ2, MA 57, Magistratsabteilung für Frauenfórderung und Koordination von Frauen-
angelegenheiten.
5. Véase Kail (1991), Buchegger (1991), Dirnbacher (1991).
6. Véase Tokarski y Schmitz-Scherzer (1985).
7. Perrazo (2003), Jáuregui (2003) y Aponte M otta (2003).
8. Driskell (2002).
9. Milstein (2006: 1).
10. Ibid., 2.

276
LA O P I N I Ó N DE N I Ñ O S DE L A V A P I É S PARA R E F O R M A R SU E S P A C I O VITAL

INTENCIONES

Como propusimos en un texto anterior, nuestras intenciones en el pro­


yecto de Lavapiés eran:

[...] analizar qué es lo que se entiende por «participación ciudadana», es­


pecialmente el programa Agenda 2111, sus bases legales, los ámbitos de su
aplicación, los problemas que surgen durante estos procesos y, finalmente,
sus resultados concretos. Relacionado con este tema muestra un estudio
en curso que lleva a cabo en cooperación con la asociación «Paideia», en el
que se. analiza la percepción y visión del espacio público por un grupo de
niños en el madrileño barrio de Lavapiés (Müllauer-Seichter, 2008: 120).

Para conseguir los objetivos propuestos se pretendía llevar a cabo


un trabajo etnográfico con los niños que, al final, podía servir como
estrategia para traspasar «las puertas» de la institución y «conseguir si­
tuarla en la comunidad y en la sociedad»12. De este modo los intereses
y la opinión «experta» de los niños tomará parte como grupo (entre los
demás grupos) en lo que llamamos participación ciudadana.

BASE TEÓRICA Y METODOLÓGICA: LA PERSPECTIVA DE LOS NIÑOS

Siguiendo a Tonucci (2007: 63) cuando habla de las experiencias del


proyecto de «La ciudad de los niños», el niño, cuando expresa sus exi­
gencias, transmite perfectamente las de todos los ciudadanos a partir
de los más débiles, como pueden ser los que sufren algún tipo de dis­
capacidad y los ancianos. Hay una respuesta a la pregunta de cómo los
niños querrán que sea la ciudad, pronunciada por una niña de once
años que produjo tanto impacto al autor mencionado que se convirtió
en el leitmotiv del proyecto: «¡Queremos que esta ciudad nos deje salir
de casa!». Pensamos que esta frase tiene un contenido tan sencillo como
fundamental. Basándose en este razonamiento Tonucci explica que «La
ciudad de los niños», proyecto en el que participan más de sesenta ciu­
dades italianas, algunas españolas y argentinas, se sostiene en torno de
dos ejes principales: la autonomía y la participación de los niños.

El concepto de perspectiva nos remite a que los hombres tienen un punto


de vista de su medio ambiente y vital ligado a su entorno. De esta manera
se ligan experiencias y conocimientos. Pero se trata de más: se trata de su

11. http ://www.bcn.es/agenda21/A2 l_AGENDA_CAST.htm.


12. Milstein (2006: 2).

277
W A LTRA U D MÜLLAUER-SEICHTER

concepción dei mundo así como de la organización de las relaciones del


sujeto (o una categoría de sujetos) hacia su medio ambiente y vital. Me
refiero a la concepción del mundo que incluye, consciente o inconsciente­
mente, la experiencia del propio punto de vista y permite así conclusiones
sobre la identidad propia o colectiva (ver Lüscher, 1990 a y b). La pers­
pectiva determina el «yo». De ahí que la conciencia de la propia perspec­
tiva influya en las posibilidades de la auto-socialización. [...]
En referencia a este concepto diferenciado de perspectiva, y desarro­
llándolo, Honig (1999b) distingue cuatro concepciones: «con los ojos
de los niños» (mit den Augen der Kinder), «el niño como un extraño»
(idas Kind ais Fremder»), «el contexto de la identidad, el conocimiento y
las actuaciones» (die Kontextualitdt von Identitat, Wissen und Handeln)
(que muestra la mayor relación hacia el concepto de Mead), así como el
«punto de vista de los niños en el orden generacional» (der Standpunkt
der Kinder in der generationalen Ordnung). De ahí que haya que aspirar
a la reorganización, o reorganización, de las experiencias y creencias de
aquellos sujetos, cuya perspectiva es representada. En último término se
trata de la problemática del entendimiento de lo extraño (Schütz, 1960).
Pero hemos de tener en cuenta que en el concepto de la perspectiva en la
forma descrita están incluidas las posibilidades de la experiencia subjeti­
va. Su expresión idiomática está ligada por otro lado a contextos socia­
les, de manera que está marcado institucionalmente. Por eso se debería,
aunque apenas suceda en la literatura especializada, distinguir entre una
perspectiva referida al sujeto y otra referida al componente institucional
que se complementen. Puede ser relacionada entre otros con el modelo
de la personalidad de Mead (Lüscher, 2005: 15 y 17).

Como relatábamos en un texto anterior (Müllauer-Seichter, 2008), la


metodología tuvo varias «etapas» que incluyeron un grupo de discusión,
una parte «práctica» sobre el terreno del problema y, finalmente, otro gru­
po de discusión que terminó con el dibujo ideal de la plaza de Agustín Lara.
Empezamos a trabajar con el grupo de niños pequeños, y una vez terminado
todo el proceso, con los niños de edad avanzada, corrigiendo algunos de­
talles en la aplicación sobre la base de las experiencias con el primer grupo.
Después de aclarar nuestras intenciones a los responsables de la ins­
titución, se concertaron las fechas y horas con los monitores del centro
de «Paideia», el lugar donde los dos grupos en cuestión pasan el tiempo
extraescolar durante los días laborales. Los monitores incluyeron la
cuestión de «la plaza» como punto de su agenda de trabajo días ante­
riores, así que el grupo ya estaba sensibilizado, tanto para realizar la
entrevista como a la hora de comprender que no se trataba de un juego,
sino de un trabajo importante y útil. Ese día13 el grupo estaba formado

13. Primera entrevista: 26 de noviembre de 2006 en el centro de «Paideia», Lavapiés.

278
LA O P I N I Ó N DE N I Ñ O S DE L A V A P I É S P A R A R E F O R M A R SU E S P A C I O V I T A L

por diecisiete niños, de ellos siete niños y diez niñas14. Aprovechamos la


«ronda de presentaciones» para saber el origen de procedencia de cada
niño; sólo dos niñas del grupo eran españolas con padres autóctonos,
la mayoría ha nácido en España pero sus padres eran de origen extran­
jero15. En este momento de la investigación, la plaza estaba en obras y
varias vallas verdes la cubrían ya desde hacía varios meses. El acceso a
las puertas del centro era difícil, la movilidad de los niños —que solían
usar la plaza como «descarga de energías» más inmediata— resultó com­
plicada en estos días. Teniendo en cuenta esta situación, la percepción
más frecuente de los niños durante esta entrevista era generalmente
negativa: mucho ruido, mucha suciedad, contenedores llenos de basu­
ra, material de obra que dificultaba el juego. Un aspecto que nos llamó
la atención en la suma de respuestas a la pregunta: ¿Os gusta la plaza
Agustín Lara?, fue la mención de coches.
Dado que la obra duraba muchos meses, los bordes de la plaza —úni­
co sitio que en estos momentos todavía permitía el juego, aunque de
manera muy reducida— fueron poco a poco apropiados por los vecinos
para convertirlos en aparcamiento16. Varios de los niños mencionaban el
hecho de que aparte de utilizar la plaza como estacionamiento, algunos
conductores además la usaban como «atajo» entre dos calles paralelas17.
El material de esta primera toma de contacto con el grupo de los más pe­
queños muestra en gran parte la desesperación que provocaba la situación
vivida en este momento. Debido a la edad de los niños y la tardanza de
las obras, saltó a la luz un hecho sorprendente: algunos del primer grupo
ni siquiera sabían cómo era la plaza antes de que comenzaran las obras
y, en consecuencia, sólo deseaban que se quitase las barreras y las vallas
para jugar en ella. En cambio, la memoria de los niños del segundo grupo
(que llevaba yendo al centro varios años) era capaz de relatar los dos úl­
timos cambios llamativos que sufrió la plaza en los pasados cuatro años.
El siguiente paso de la investigación consistió en dotar a los niños de
cámaras digitales para que recorriesen su entorno habitual tomando fotos
en los espacios que frecuentan para el juego y sacando las imágenes que

14. Esta anotación tiene que ver con el interés que el aspecto de género tenía en
nuestro trabajo, relacionado con los resultados del que realizó un grupo interdisciplinar
en los parques de Viena.
15. Origen: 2 España, 5 Ecuador, 2 Colombia, 1 Venezuela, 1 República Dominica­
na, 5 M arruecos, 1 India.
16. La observación participante durante el periodo de investigación muestra que la
intervención por parte de la policía para despejar la plaza era casi nula.
17. La plaza tiene dos entradas: una desde la calle de Embajadores, y la otra, desde
la calle de M esón de Paredes.

279
WALTRAUD MÜLLAUER-SEICHTER

representarían ejemplos de los elementos que debían o no formar parte


de «su plaza ideal». Su recomido se desarrollaba tal y como se muestra en
la figura 1, entre la plaza Agustín Lara, el parque Casino de la Reina, la
plaza de la Córrala y la plaza Tirso de Molina. Cada uno de estos lugares
«cubre», según la información de los monitores18, una de las vertientes a
las que el centro se dedica al ocio, dependiendo del lugar que exigen los
juegos que emprenden con los niños.

Figura 1: Plano del Barrio Lavapiés.

Fuente-, Ayuntamiento de Madrid.

18. Agradecemos en general la cálida acogida que nos mostraron las personas que tra­
bajan en «Paideia», tanto en la dirección (plaza de Tirso de Molina) como en el centro de día
(plaza de Agustín Lara), especialmente los monitores de los grupos: Ruth, Óscar, Javi y Alicia.

280
LA O P I N I Ó N DE N I Ñ O S DE L A V A P I É S PARA R E F O R M A R SU E S P A C I O VITAL

Las fotos, ordenadas aquí según la división plaza/parque, se expu­


sieron en una pared en el centro y sirvieron como «fondo» o escena­
rio para la segunda «vuelta» de grupo de discusión trabajando en este
caso lo que significan para los niños los términos plaza y parque. La
experiencia mostró que los pequeños tienen una visión difusa de los
conceptos y trabajan en sus relatos con las categorías grande o peque­
ño, que aplican en relación con la especie de juego que tienen asignado
en un lugar determinado19. En cambio, los niños mayores elaboraron
una muestra más amplia de categorías, distinguiendo además entre:
plazuelas, bloques de viviendas y aceras más am plias, que también dan
juego para el ocio20. Una vez terminado el trabajo con los pequeños, se
repitió con el segundo grupo teniendo en cuenta algunas variaciones
que adaptamos a la edad.

Figura 2: Calle Embajadores. Madrid, otoño 2008.

Fotografía de W. Müllauer-Seichter.

19. Fútbol y baloncesto se relacionan en general con el parque del Casino de la


Reina. Allí hay un campo de juego vallado.
20. Pensamos aquí en la calle de Ribera de Curtidores, que pasa lateralmente por el
parque del Casino de la Reina. En este caso, ambas aceras tienen una anchura de casi tres
metros. Durante los meses cálidos, los vecinos — en su mayoría gitanos de medio y alto
nivel— bajan por las tardes y noches las sillas a la acera; mientras los adultos comentan
temas de actualidad, los niños corren o juegan a la pelota. Una de las costumbres más
castizas que casi ha desaparecido en la capital.

281
W A L T RAU D M Ü L L A U E R - S E I C H T E R

MAPAS COGNITIVOS Y ESBOZOS

Siguiendo a Piaget (1961 y 1965), la percepción del niño está basada


en las experiencias personales y adaptaciones que se alternan de for­
ma dialéctica. Entre los cinco y los ocho años, los niños comienzan a
dominar su entorno y distinguirlo de otros a los que no pertenecen.
Llegan a desarrollar intereses concretos y aprenden el uso de las co­
sas. En relación con nuestro trabajo parece que a esa edad poseen una
visión concreta del espacio y aprenden a orientarse usando puntos de
referencia que tienen que ver con el lugar donde crecen: en las zonas
rurales a través de árboles, montañas, etc., y en el entorno urbano,
más bien por edificios, glorietas, plazas, etc. La noción de tiempo en
esta edad es vaga, los términos del ciclo vital (ayer, hoy, mañana, una
semana, un mes) se manejan con dificultad. Los niños de esta edad se
guían más bien por la espontaneidad y el impulso. El primer trabajo
que realizaron consistía en representar la plaza «real». Es interesante
lo que identificaron como «lugares de peligro»: zonas donde se reúne
gente sin techo para beber o para dormir. Estos lugares parecían «eclip­
sados» de los dibujos, de manera que quedó reflejado sólo el espacio
«positivo», apto para el juego.
La posición de estos lugares que conllevan peligro quedó aclarada
por los niños gracias a preguntas como: éPor qué no has dibujado este
rincón de la plaza?, a la que reaccionaron diciendo: Allí no jugamos,
están los hombres bebiendo.
En nuestro trabajo se mostró que una vez elaborada una idea de
la visión de qué elementos debería tener la «plaza ideal», vimos una
cierta paridad en las respuestas. Esto nos demostró que la capacidad
de desarrollar una idea propia para los niños de este grupo era una
tarea demasiado complicada. Para superar esta barrera decidimos tra­
bajar en la línea de «quitar» y «añadir» elementos en nuestra «plaza
imaginaria», preguntando si gustaba o no. Pudimos coincidir con los
argumentos de Piaget (1965) al observar los mismos problemas a la
hora de elaborar un dibujo de la «plaza ideal». Como los niños hicie­
ron esta tarea estando juntos, comenzaron a mirar a los que les rodea­
ban y, finalmente, copiaron mutuamente los elementos. El resultado
fueron dibujos bastante parecidos donde resaltaban algunos elementos
como el cubo de basura o la fuente de agua potable. Era sorprendente
el dibujo y la seguridad con la que propusieron su plaza i d e a l , inte­
resante porque nunca había visto la plaza como un espacio tan alegre
y seguro como el que veía allí dibujado. Digo seguro porque los que
vivimos y estudiamos la zona sabemos que muchas personas que vienen

282
LA O P I N I Ó N DE N I Ñ O S DE L A V A P I É S PARA REFORMAR SU E S P A C I O VITAL

de otras partes de la ciudad califican Lavapiés como «lugar peligroso»,


al que no se recurriría para realizar ninguna actividad escolar o lúdica
si se puede evitar. Es también interesante que los niños sepan perfec­
tamente los diferentes puntos de «peligro» que se encuentran dentro
de su espacio lúdico, y, como los conocen, saben usar el terreno de tal
manera que les afecten lo menos posible las inconveniencias que pro­
vocan ciertas personas o actividades dentro de su perímetro espacial
de juego.
Las entrevistas muestran los problemas propios de la edad a la hora
de razonar sobre cambios propuestos y su argumentación. Este hecho
puede presentar un handicap para el estudio, ya que puede inducir a
’ )S responsables del diseño del espacio de la urbe a asignar, de nuevo,
"a tarea exclusivamente a especialistas: arquitectos y urbanistas cua-
’cados. A primera vista las propuestas de los niños para problemas
puntuales pueden parecer «fantásticas», rompedoras con las lógicas que
suelen seguir la planificación territorial. Sin embargo, el acercamiento
del niño es puro, el motor de sus ideas no es el afán de marcar el lugar
con un sello personal, sino que persigue el máximo disfrute, la diversión
y la aventura que quiere compartir con los de su edad, igual que con las
personas queridas y, si puede ser, al mismo tiempo. En esta capacidad
creadora, que no tiene ningún problema en hacer desaparecer todo lo
que existe para luego construir sin escrúpulos algo totalmente diferente,
habrá que comprender el mundo infantil para escoger las piezas clave
que unen este mundo con el otro real, dando de esta manera a la urbe
una dimensión más. Como dice Tonucci (2006: 62), los niños no sólo
quieren un «nicho» que les aparta o se «adapta», quieren toda la ciudad
y, que la ciudad juegue con ellos.
Los siguientes fragmentos de entrevistas con el grupo de los peque­
ños tuvieron lugar en el segundo grupo de discusión, que fue un mo­
mento previo a la apertura de la plaza de Agustín Lara después de varios
meses de obras en la misma.
Trabajamos el aspecto del «tiempo» y la memoria:

¿Cuánto duró la última obra?


S a ra : Ya no me acuerdo realmente. Hace mucho que pusieron las vallas.
Mucho, ¿cuánto será?
V a r io s : «Un mes». «¡No, más!». «No, estaba {la obra) todo el verano!
(La última respuesta refleja bastante la realidad).
¿Os gusta la nueva plaza?
J o n a t h a n : Está bonita. (¿Por qué?) Hay plantas. Porque no hay obras. Y
ya no hay coches.

283
W A LTRA U D MÜLLAUER-SEICHTER

Sam uel: Mal. No me gusta. Me gustaría que lo quitaran y la hicieran


como antes. /
H a n n e : A mí no me gusta, porque antes podíamos jugar, auque había
coches, había un hueco de plaza para jugar al fútbol bien. ¿Eso en qué
parte de la plaza era? «Donde las plantas» (se refiere también al elemento
zig-zag).
M e l isa : M u y b ie n , a n te s n o m e g u s ta b a la o b r a , p o r lo su c io y p o r ...
p o r q u e h a n q u ita d o y a la s v a lla s y h a n p u e s t o p la n ta s.
S a ra : Pues a mí me parece bien. Porque también en mi casa están hacien­
do obras. (¿Así que estás feliz porque han quitado la obra?) S í, porque
también en mi casa lo paso mal. Ahora está mejor, tiene mucho espacio
para jugar.
I s m a e l : A mí me gustaba antes. ¿Yahora? No me gustaba cuando estaban
las obras. Había mucho ruido.

Trabajando sobre el aspecto de cambio, pasamos la palabra en círcu­


lo preguntado:

Si os dejan: ¿qué quitáis o ponéis?


N atalia : Un semáforo (risas).
A l ic ia : Plantas y árboles.
L la d y : A mí me gustaría que estuviera limpio.
J o a n a : Me gustaría un parque mejor. (¿Que vuelvan a hacerlo de nue­
vo?) Sí, que sea mejor... más árboles, ¡que lo hagan más grande!
L id ia : Que haya bancos de verdad ¡Estos son muy sucios, para poner los
pies sólo. Los asientos que hay ahora son muy feos. ¡Ah, y más césped!
¡No hay nada de césped!

Hay dos elementos que se repiten en varios de los dibujos como


asumidos dentro del espacio en cuestión: una rejilla enorme que airea
un parking subterráneo y una caja gris o negra que es una de las dos sa­
lidas del parking en la. plaza. Preguntando por estos elementos los niños
opinan que la reja forma ya parte asumida en el diseño de la plaza y les
obliga a ser prudentes para que no se les caiga nada de los bolsillos o a
no desarrollar juegos encima de ella por resultar incómodo, podían caer­
se o engancharse con los tacones. En relación con la salida del parking
que está justo enfrente de la entrada al centro, piensan que se podría
quitar ya que hay otra en frente, o en el caso de que no fuese posible,
hacerla de cristal (como otra que hay al lado del parque del Casino de
la Reina); de esta manera sería traslucida y permitiría ver toda la plaza
desde su centro.

284
LA O P I N I O N DE N I Ñ O S DE L A V A P I É S P A R A R E F O R M A R SU E S P A C I O VITAL

Figura 3: La rejilla real y su reflejo en los dibujos.

Rejilla dibujada por Lidia.

Fotografía de W Müllauer-Seichter.

Al repetir el ejercicio con el grupo mayor nos dimos cuenta de que


los resultados iban a darnos una dimensión más amplia en el terreno de
la memoria, coincidiendo con la argumentación de Piaget, el medioam-
biente se convierte en objeto de análisis. Observaciones directas y ana­
líticas aportan capacidad de juicio propio, el niño razona y clasifica de
manera autónoma. El estudio del medio local sirve para adquirir un
método de comprensión de los fenómenos naturales y de la vida huma­
na. Para ello, a partir de lugares conocidos, como la plaza, museos, etc.,
puede pedírsele que se ubique en un mapa, que encuentre rutas alter­
nativas; luego los centros urbanos cercanos y finalmente toda la región,

285
W A L T RAU D M Ü L L A U E R - S E I C H T E R

pero siempre a partir de los lugares que ya conozca. Puede pedírsele


que identifique los lugares que le gustaría conocer en las cercanías, lo que
luego podría dar lugar a un proyecto de aula. La memoria puede ser el
medio para el aprendizaje de un vocabulario fundamental, al igual que
una retención de los datos imprescindibles. Se debe orientar al niño a
que «utilice sus conocimientos elementales de otras materias para una
mejor comprensión e integración», según muestran los cuadros de desa­
rrollo de Piaget (1968).

Figura 4: Trabajo común: Nuestra plaza ideal21.

Fotografía de W Müllauer-Seichter.

Efectivamente, la memoria de este grupo, como ya anteriormente


hemos mencionado, refleja por lo menos el conocimiento o .recuerdo de
las últimas dos reformas de la plaza. El grupo de los chicos mayores ha
decidido elaborar un dibujo (chicos/chicas) común de su «plaza ideal»
y, en este caso, trabajar en forma de grupo de discusión y no centrarse
en las fotos sacadas, marcando puntos débiles que, según su criterio,

21. Tal como está elaborado el dibujo, se entiende que lo generaron los monitores,
recogiendo las ideas en la discusión con los niños. Este paso se desarrolló en nuestra au­
sencia, un «plus» añadido que nos dedicaron los niños y los monitores.

286
LA O P I N I Ó N DE N I Ñ O S DE L A V A P I É S PARA R E F O R M A R SU E S P A C I O V I T A L

muestra el diseño actual de la plaza. Trabajando en su propia interpre­


tación del dibujo se manifiesta que hay elementos específicos en relación
con el género. Los chicos reivindican las casas en los árboles, mesas de
ping-pong, mientras que las ideas de poner una hamaca, la fuente y la
piscina de bolas surge más bien de las niñas22. Llama la atención que
en este dibujo «revive» el merendero que en la reforma de las plazas ha
desaparecido por completo y con él una comunicación más estrecha al­
rededor de la mesa con la opción de compartir juegos o comida llevada
de casa, en el espacio público sin necesidad de consumir en las terrazas
de los bares. Además de que restringe el acceso a gran parte de las per­
sonas que habitan el barrio, pensamos que se pierde también para los
niños la oportunidad de «conocer» otros países y costumbres a través de
sus sabores y elaboraciones distintas.

Figura 5: Imagen aludida por el grupo de los mayores.

Fotografía de W Müllauer-Seichter.

En los siguientes fragmentos de entrevistas se puede apreciar una


claridad de razonamiento coherente con el enfoque de solución de con­
flictos:

22. Creemos que el «alquiler de bicis y cascos» parece ser una idea apoyada por los
monitores. l

287
WALTRAUD MÜLLAUER-SEICHTER

Las preguntas que hicimos a los niños fueron, por orden: ¿De dón­
de vienes? ¿Qué te parece el cambio de la plaza? ¿Por qué te gusta / no
te gusta?23.

J o sel: Me parece bien... pero con bastantes peligros para los niños [por­
que] si..., porque estas barras están así... oxidadas y los niños pequeños
se las meten en la boca. Y se pueden cortar... [<?Yesto ha mejorado en la
reforma?] No, todavía no.
A y e n : Me gustaría que la cambiaran [Y eso, ¿por qué?] Pues el parque in­
fantil, que hagan un cambio para que no entren perros... ya había mucha
gente que se ha resbalado por culpa de los excrementos... Y poner sillas
cómodas, para las señoras mayores...
D a m iá n : Me gustaría también que cambiaran el parque (tiene el brazo
escayolado) que la parte de la me he caído sea más baja (risas entre los
niños)... es la parte que tiene el tobogán...
M a n u e l : A mí me gustaría que cambiasen el parque y quitasen el porche
y también los zigzags, porque ahora no puedes pasar con las bicis.
J o n a t h a n : Yo también quiero que quiten eso (zigzags) porque ahora que
queremos jugar fútbol no podemos....
J e n n if e r : Me gustaría que quitaran todo y lo volviesen a hacer de nuevo
como en este dibujo... (risas de los demás), ¡pues sí, así y ya está!
M e l is a : Deberían cambiar la entrada del garaje. Porque nos tapa (la
puerta y las ventanas del centro «Paideia»), Entonces habrá más espacio.
En las dos puertas pueden entrar las personas. ¡Pues, que quiten una!
(¿Cuál?) La que tenemos delante y que tapa también las flores, la otra
(casi incorporado en una de las escaleras que bajan a la plaza) no molesta
a nadie..., que la gente entra allí.

El grupo de niños mayores sólo cuenta con uno de M adrid de pa­


dres españoles y dos, nacidos aquí pero con padres inmigrantes, el resto
del grupo, en total dieciséis, proceden de Santo Domingo, Ecuador,
Colombia y Marruecos. La queja más frecuente de los niños se centra en
la reciente incorporación de un elemento extraño, que los niños llaman
el «porche» o «zigzag», y que ocupa casi un tercio de la plaza actual. En
este momento, ya ha pasado más de un año de la última reforma de la
plaza, el tiempo dio la razón a los niños. Este elemento casi no ha tenido
uso real. Aunque, en una segunda vuelta de reforma se pusieron colum­
nas de colorines con una especie de tejado de reja que tampoco protege
de la lluvia, sino que sólo oscurece esta parte de la plaza. Su extraña
forma, en vez de animar la fantasía de los niños (por eso se explican las

23. En estas entrevistas habrá que tener en cuenta que estamos trabajando sobre los
contenidos de las fotos sacadas.

288
LA O P I N I Ó N DE N I Ñ O S DE L A V A P I É S P A R A R E F O R M A R SU E S P A C I O VITAL

columnas de diferentes colores), ellos lo ven como obstáculo e invita a


dejar basura. Los padres con niños pequeños lo evitan porque los bancos
de cemento con sus picos sin protección ofrecen más bien una fuente de
peligro para los más pequeños.
Prestando atención a la dimensión de memoria entre los niños p o­
demos ver que nos ofrecieron un relato de la trayectoria en la evolu­
ción de las obras de las plazas de Agustín Lara, Cabestreros y Tirso de
M olina que se efectuaron durante los últimos dos años y medio. Pre­
guntado por la tardanza de la última obra en su plaza, se pusieron de
acuerdo en que fueron unos nueve meses (que significa casi un curso
escolar en el que tuvieron que trasladar sus actividades a otros lugares
más lejos del centro).
Por lo que respecta a la imagen de la plaza antes de esta última
reforma, los niños recuerdan que sólo se introdujo el elemento del
porche, razonando que antes se podía jugar al fútbol y a otros juegos
de balón que les gustaban bastante, pero que los vecinos se quejaron
por el ruido.

H anna: Bueno, yo he venido aquí mucho antes [de la reforma] pero


eso [el porche] no es para sentarse... Los bancos siempre están sucios.
(Se refiere a un momento en el que la plaza quedó diáfana con una parte
elevada en el parque infantil, después retiraron una especie de merendero
que hubo originalmente y que echaron de menos los usuarios «de toda
la vida».)

Trabajando su visión mental (en vez de elaborar esbozos cognitivos),


preguntamos sobre el hecho de que hubiera o no determinados elemen­
tos del mobiliario urbano. Interesante fue la reacción de los niños a la
pregunta de si había teléfonos en la plaza: respuesta uniforme: ¡No hay!

T e l é fo n o s
J onathan: ¡Sí hay, aquí en la esquina hay un locutorio!
J e n n if e r :¡Todos tienen teléfono! (se refiere al hecho de los móviles).
S a id a : ¡Pero no hay cabinas, en la plaza! ¿Estás ciego? (risas).

F u e n t es
S aea : ¡ N o hay!
D ia n a : Si c u a n d o e s ta m o s ju g a n d o y te n e m o s se d , te n e m o s q u e ir d e n ­
t r o ... d e b e r ía h a b e r u n a p o r lo m e n o s .
S aida : Sí hay, en el Casino, hay tres, una está llena de arena, sólo hay
una que funciona.
S afa : ¡¡Ya te dije que aquí no había!!

289
W A LTRA U D MÜLLAUER-SEICHTER

Haciendo memoria sobre el conjunto de plazas y parques en los que


estamos trabajando, llegamos a la conclusión de que en ninguno de los
lugares en cuestión existe una fuente de agua potable. (En en la plaza de
Tirso de Molina hay nuevas fuentes, una grande y otras pequeñas que
funcionan de «vez en cuando».)

C ésped
J onathan: ¡Sí hay, en el Casino! ¡Pero muy poco, cuando llueve se ve la
arena! ¡Y dicen que está prohibido pasear perros, pero hay muchísimos
perros!
I s m a e l : Me gustaría hacer volteretas, tirarme al suelo, ¡ahora te haces
daño!

Para la mayoría de los niños que acuden al centro «Paideia», las pla­
zas y el parque también forman el entorno que frecuentan con sus fami­
liares, o, en algunos casos, bajan solos para encontrarse con sus amigos.
Según lo que nos cuentan los niños a esta edad, a diferencia de las niñas
que suelen venir con las madres y otros familiares, los chicos ya acuden
ppr su cuenta para quedar aquí con sus amigos. Lo que observamos
entre los niños del centro, que se compone en su mayoría de niños de
inmigrantes, es que se refleja una experiencia de una avanzada autono­
mía en comparación a niños autóctonos de su edad, una realidad que
coincide con las observaciones en el ámbito germánico y en Austria. Otra
conclusión es que los niños tienen desarrollados criterios muy claros so­
bre la calidad del mobiliario urbano, lo que queda claro en su discusión
sobre la naturaleza de los bancos:

En el Casino podrán poner bancos más cómodos para las madres.


S a id a :
¿Más cómodos?
¡Que no dejan apoyarse a las señoras! Son de piedra.
¡Y en la plaza Cabestreros! Son todos iguales, unos trozos de cemento.
¡Y ahí pegados, no se pueden mover!
Son fríos, muy fríos, el culo se te pega mucho (risas).
¿Y en verano?
V a rio s ju n t o s : ¡Caliente! ¡No! Huy, ¿qué dices?, ¡yo me he quemado!

Resulta interesante, desde el punto de vista de género, que el grupo


de los mayores decidió elaborar dos «plazas ideales» diferentes, una de
chicos y otra de chicas. A la pregunta de si creen que las chicas necesitan
otras cosas que los chicos, concluimos que a las chicas les gustarían que
hubiera más mesas de ping-pong, aunque en otras ocasiones durante
las entrevistas vimos que estas mesas estaban claramente presentes en la

290
LA O P I N I Ó N DE N I Ñ O S DE L A V A P I É S P A R A R E F O R M A R SU E S P A C I O VITAL

lista de los chicos en relación con sus deseos sobre el mobiliario urbano
de la plaza. Una explicación de esto puede encontrarse en la filosofía
educativa de «Paideia» que se inclina en el trabajo por nivelar, tanto las
diferencias de género, como de país de origen.

JEN NIFER d e sc r ib e el d ib u jo d e la s c h ic a s:
Hay una hamaca, pues aquí, las bicis, los cascos... eh, puedes montarte
en el tren para conocer el barrio, o también para ir a la piscina (no hay
ninguna cerca) o jugar el ping-pong. Hay un merendero, por si estás
cansado de jugar o tienes hambre. Y... una huerta y una fuente...

que distingue su dibujo del de la parte de los chicos, describe:


D a m iá n ,
Hay una casa del árbol, que tenga llave, que no venga nadie y se eche
a dormir (alusión a los sin techo que pernoctan en la plaza)... la llave la
dejamos aquí en el centro... y hay una cancha de fútbol grande.

RESULTADOS Y CONCLUSIONES

Lo urbano de la ciudad se construye. Cada ciudad tiene su propio estilo.


Si aceptamos que la relación entre cosa física, la ciudad, vida social, su
uso, y representación, sus escrituras van parejas, una llamando a lo otro
y viceversa, entonces podemos decir que en una ciudad lo físico produ­
ce efectos en lo simbólico: sus escrituras y representaciones. Y que las
representaciones que se hagan de la urbe, de la misma manera afectan y
guían su uso social y modifican la concepción del espacio (Silva, citado
en Jiménez, 1993: 1). !

Terminamos este «microestudio» en otoño 2007, casi un año des­


pués de la primera entrevista con los niños de «Paideia». Quedan por
formular respuestas a preguntas como: éQué nos aportó esta investi­
gación? ¿A quién sirvió? éPodíamos cumplir los objetivos con los que
abrimos la hipótesis de este trabajo?
En este estudio hemos aprovechado experiencias, conocimientos y
herramientas de disciplinas afines a la antropología urbana, como son
el urbanismo, la arquitectura. El trabajo juntó a expertos de todas ellas,
y por ello las discusiones y, como resultados fructíferos, los reajustes de
diferentes enfoques disciplinarios sobre un mismo espacio resultaron, no
sólo enriquecedores para la mirada antropológica, sino que hicieron pal­
pable la presencia y responsabilidad de nuestra disciplina en el terreno
político de la toma de decisiones. Digamos que el papel de la antropolo­
gía en este campo sería el de transformar la opinión ciudadana, la «opi­
nión experta» de los niños, el interés de los niños, en un texto válido que
debería ser considerado como participacióñ activa por los órganos oficia­

291
WALTRAUD M Ü L L A U E R-S EI C H T E R

les en la toma de decisión relacionada con la transformación del espacio


común, en la búsqueda de la ihejora de la calidad de vida en la ciudad.
Como experimento, tal como se propuso esta investigación desde un en­
foque de antropología urbana, queda dar el último paso: ofrecer nuestros
resultados a la municipalidad como contribución de participación ciuda­
dana, si así se quiere, como un informe de opinión experta elaborado por
niños sobre la situación del espacio lúdico del barrio de Lavapiés.
La aportación que vemos en este trabajo se puede resumir en estas
palabras de Silvia Alderoqui sobre el espacio público en general, no sólo
sobre los dedicados específicamente al recreo para niños y jóvenes: «de­
berían estar pensados en función de la actividad perceptiva y cognosciti­
va característica de las etapas de desarrollo y de cómo el espacio enseña»
(Alderoqui, 2000: 1). Los niños, como dice esta autora, necesitan arras­
trarse y trepar, subir y bajar; es importante que perciban el ciclo vital del
año, que frecuenten lugares para el encuentro con otros de su edad y
también con todos los grupos que —al fin y al cabo— componen nuestra
sociedad urbana y representan la realidad contemporánea que vivimos.
En una reflexión sobre los espacios de los niños en la ciudad, Norma
Martínez (2005) distingue, desde su experiencia de la ciudad de M éxi­
co, entre niños urbanos y niños de la calle. Creemos que esta realidad
no existe generalmente en las ciudades de Europa. La situación de las
ciudades europeas exige más bien una distinción entre el mundo social
de niños urbanos autóctonos y la de la los niños de inmigrantes ur­
banos de pocos ingresos económicos. La realidad de Lavapiés, además
de ser uno de los lugares bohemios de la capital, está caracterizada por
su alto porcentaje de inmigrantes y la gran mezcla de grupos étnicos.
Aquí, como mencionamos en la introducción, conviven colectivos de
América Latina, de China, Bangladesh, de Marruecos, del Africa subs-
ahariana y, últimamente, del Este de Europa junto a los «de siempre».
Por la estrechez de la situación de una gran parte de las viviendas, el
espacio público, podemos decir, tiene el valor del oro para el funciona­
miento vecinal y, en muchas ocasiones, la misión de funcionar como un
colchón del posible choque social. Sobre todo en las noches calurosas
del verano, los escasos espacios que contienen elementos verdes ponen a
prueba la convivencia. No hay parque en el pleno sentido de la palabra;
únicamente existe el parque del Casino de la Reina que, por su reducido
tamaño y la variedad de sectores dedicados a actividades específicas, no
consigue realmente «alimentar» las ansias de descargar los pulmones de
sus vecinos, que echan en falta, con mucha razón, los pocos enclaves
verdes que habían tenido sus plazas antes de las reformas durante los
últimos años. Sin duda, el barrio está más limpio y algo más tranquilo

292
LA O P I N I Ó N DE N I Ñ O S DE L A V A P I É S P A R A R E F O R M A R SU E S P A C I O VITAL

tras cortar el acceso de coches en algunos sectores y después de impedir


o reducir el aparcamiento en gran parte de las calles estrechas. Pero al
lavar la cara de Lavapiés se ha barrido también una parte de la memoria
colectiva, dejando la mayoría de las plazas bastante «clónicas»24.
A partir de la muestra de niños o, mejor dicho, gracias a su gran di­
versidad de procedencia étnica, esperábamos saber en esta investigación
algo sobre una posible diferenciación de usos de los espacios públicos,
relacionada con hábitos y costumbres de los países de origen de los ni­
ños, o de sus padres. Pensábamos que sería una posibilidad de ver nuevos
juegos, quizás una manera distinta de comportarse en el espacio público,
etc. En definitiva, algo que enriqueciera la cultura autóctona urbana en el
campo de ocio y tiempo libre en relación con nuevas connotaciones.
Al optar por el centro «Paideia», que sigue una filosofía propia de
la igualdad y lo común, no hemos podido ver más a fondo, como nos
hubiera gustado, las diferencias culturales que puedan existir entre los
niños a causa de su procedencia25. Lo mismo ocurrió, esta vez en el ám­
bito de género: se impedía demasiada visibilidad de gustos o tendencias
ambiguos entre niñas y niños con relación a juegos o actitudes para pa­
sar el tiempo libre. Tan sólo en la decisión de los niños de elaborar dos
dibujos diferentes de la plaza (la plaza de las niñas y la plaza de los ni­
ños) se mostró ligeramente que hay distintas maneras de disfrutar según
el género; una realidad que ya comprobamos en estudios de Viena, que
fueron entonces llevados a cabo especialmente desde esta perspectiva.
Queda añadir que tales diferencias se suelen mostrar, sobre todo, a par­
tir de una edad de ocho años, como ilustró el equipo de científicos del
ministerio vienés sobre niñas y jóvenes de colectivos turcos y de la ex-
Yugoslavia en la capital austriaca. Para el ayuntamiento de Viena, tanto
el hecho de que los jóvenes se impliquen en la creación de su espacio en
la urbe, como la planificación de actividades para ellos en los parques26
se concibe como un esfuerzo más para la seguridad urbana. Se entiende

24. Durante las obras y después de su finalización tuvimos muchas conversaciones


con los vecinos. El termino «clónico» resume gran parte de las opiniones recogidas, como:
«ya no es lo que era esta plaza», «se parecen todas», «ya nos sabes si estás en Cabestreros
o en la Córrala», etc. Son impresiones sobre el nuevo look de las plazas, pronunciadas por
vecinos que viven desde hace décadas en el barrio.
25. N os gustaría que no se entendiera como crítica negativa a la línea educativa de
«Paideia»; simplemente queremos decir que esta opción no nos dio pie para trabajar las
diferencias culturales.
26. Parkbetreuung es una oferta del ayuntamiento de Viena que incluye la mayoría
de los parques urbanos durante la temporada que va de la primavera hasta el otoño, sobre
todo en los distritos de elevado porcentaje de inmigrantes.

293
WALTRAUD M Ü L L A U E R-S E I C H T E R

como una intervención preventiva para que los niños y jóvenes, sobre
todo aquéllos con una situación familiar más complicada, no se desvíen
hacia la marginalidad.
Como queda reflejado en este texto, a veces el trabajo de campo
nos desvía de la puesta en práctica estricta de las técnicas metodológi­
cas que proponíamos al inicio de la investigación, y ello es debido a las
peculiaridades que muestra el «campo real» donde recogemos los datos
e interactuamos con aquellos que nos aportan conocimiento. Aunque
hubiéramos deseado más interacción directa con los niños, al fin y al
cabo, los protagonistas de esta investigación, pensamos que el resulta­
do de generar una voz más en el abanico de opiniones sobre el diseño
urbano ha valido la pena. Las reglas del juego nos las cambiaron los
monitores del centro «Paideia», pero quizás nos ayudaron a llegar a los
resultados por otro camino que antes no vimos. En este sentido resulta
valiosa la siguiente reflexión de Paul Willis:

El punto de compromiso con el trabajo de campo, lo que te impulsa a


enfrentar las dificultades, dilemas y peligros en el campo, es darte a ti
mismo la posibilidad de sorprenderte, de tener experiencias que gene­
ren nuevos conocimientos no totalmente prefigurados en tus posiciones
iniciales (Willis, 2005: 113).

EL TIEMPO NO SE DETIENE.
LO QUE OCURRIÓ EN LAVAPIÉS MIENTRAS TANTO

Teniendo en cuenta el crecimiento de la inmigración en los últimos años


y por tanto la nueva «composición de la ciudadanía madrileña», resulta
prioritaria la protección de los escasos espacios de libre acceso que que­
dan en la ciudad, que son en realidad los últimos enclaves lúdicos, libres
de la obligación de consumir. Esto no debe entenderse como una crítica
a la creciente industria de ocio, tales como las terrazas que ocupan cada
vez una superficie más importante, también en Lavapiés, la plaza de Tirso
de Molina y las aceras de casi todas las calles (estrechas de por sí) que
conducen desde la glorieta de Embajadores o la plaza de Lavapiés hacia
el Centro. Haciendo referencia a la situación de la sociedad actual en la
que nos movemos, y teniendo en cuenta el hecho de que cada vez es ma­
yor el porcentaje de grupos con ingresos precarios, se debería entender
casi como una obligación moral por parte de los responsables políticos el
mantenimiento (o, si no existe, la creación) de unas condiciones adecua­
das para todos los ciudadanos en el disfrute del tiempo libre, sin tener la
necesidad de gastar dinero. En este sentido preocupa el crecimiento 11a-

294
LA O P I N I Ó N DE N I Ñ O S DE L A V A P I É S P A R A R E F O R M A R SU E S P A C I O VITAL

mativo de instalaciones de «casetas» y puestos de mercadillo que crecen


«como setas» en las plazas de la urbe, sobre todo cuando se acercan las
fechas de Navidad. Nuestro lugar de estudio, que se había librado hasta
ahora de fenómenos similares, ha sufrido recientemente su primera ex­
periencia en este terreno, como se puede ver en las imágenes siguientes.

Figura 6: Instalación de casetas en la plaza Agustín Lara


y plaza de la Córrala, noviembre 2008.

Fotografía de W. Müllauer-Seichter.

Durante todo el mes de diciembre el conjunto de puestos quedó ce­


rrado, y pocos días antes de las fiestas de Navidad se pudo apreciar la
clase de artículos en venta. Se trataba de otro de los numerosos mercadi-
llos de productos étnicos y artesanos que han inundado este año la ciudad
de Madrid. Aparte del diseño de los módulos de puestos de forma clónica
y poco estética, la mitad de las casetas no llegó a encontrar «dueño» y
permanecieron inutilizadas, ocupando inútilmente el poco espacio que
queda para el juego. La visión del conjunto mostró más bien una impre­
sión lamentable. La semiapertura provocó, en vez de una evocación
del espíritu navideño, una sombra que reflejaba la complicada situación
económica que está pasando el país en este momento.
Amparadas en el término dinamización del espacio público, última­
mente bastante utilizado y gastado hastá el punto que cabe definir de

295
W A L T R A U D M Ü L L A U E R-S E I C H T E R

nuevo qué entendemos por él, han surgido una serie de actividades en
Lavapiés, durante y después deíla realización de nuestro estudio. Quere­
mos acabar este texto con el breve relato de una iniciativa que aumenta
la calidad de vida en el barrio para los niños. Es interesante también el
hecho de que ha surgido, como muchos de los fenómenos que se mues­
tran en el espacio público, de repente y por iniciativa personal. En este
caso, en otoño del 2007, trabajando con «Padeia», nos dimos cuenta de
que en una tarde soleada paró un camión en la plaza, «descargó» con
la ayuda de niños y padres, vecinos de la plaza, un tremendo rollo que
se convirtió en una cancha verde de tamaño gigante, sacaron además
varios elementos móviles de la furgoneta y en unos minutos se montó
un campo de fútbol entre todos, y gracias a él, durante un par de horas
pudimos observar una plaza llena de vida, alegría y complicidad entre
grupos de distintos intereses.
Tales escenas no parecían comunes aquí. En Viena, por ejemplo, sí
lo son, porque el ayuntamiento organiza este tipo de actividades desde
hace años en varios parques de la ciudad, sobre todo en aquellos que
cuentan con gran porcentaje de niños inmigrantes que suelen acudir en
su mayoría solos y saben los días y horarios de los grupos de animadores
que vienen para emprender actividades creativas y deportivas27.

Figura 7: Fotografía de la actividad.

Fotografía de P. Aillapán.

27. Gerlich, Ritt y Schawerda (1997); Jessen, Scháfers y Weeber (2002) y Lebensmi-
nisterium (2004).

296
LA O P I N I Ó N DE N I Ñ O S DE L A V A P I É S P A R A R E F O R M A R SU E S P A C I O VITAL

N os pusimos en contacto con Paulo Aillapán, el responsable de


este evento lúdico y varios más de carácter social en el centro de la capi­
tal, especialmente en Lavapiés. Aillapán es un artista nacido en Chile,
lugar donde cursó sus estudios de Bellas Artes, que está realizando ac­
tualmente su doctorado en la Universidad Complutense de Madrid.
H a desarrollado sus proyectos de arte público en esta última ciudad
intentando hacer visible o dar respuesta a aspectos como la carencia
de vivienda, la exclusión social o el uso del espacio público. Ultima­
mente está trabajando de manera crítica el modelo habitable de plaza
madrileña, generando espacios de participación y apropiación de las
mismas28. N os alegramos de que estos proyectos de Paulo, de los que
hablábamos en una entrevista29 un día de octubre del 2007 en una
cafetería de Lavapiés, hayan tenido suficiente éxito como para dar vida
fresca a estas plazas. En aquella ocasión le contábamos nuestras expe­
riencias en Viena y le animábamos a proponer sus acciones al ayunta­
miento de M adrid para conseguir que se pudieran realizar estos actos
lúdicos con más frecuencia, con apoyo oficial y financiación desde los
organismos.
La dinámica que existe en el espacio público suele ser rápida. Igual
que estas actividades mencionadas, durante los últimos meses tuvimos
la oportunidad de observar varias más en el ámbito en que se desarro­
lló nuestra investigación; tales como conciertos en la plaza de Tirso de
Molina durante la primavera y el verano del 2008, un festival dedicado
al cine indio y otro al género de música hip-hop en la plaza de Agustín
Lara en junio y octubre del 2008; este último estuvo patrocinado por
una empresa dedicada a la venta de videojuegos30.
Aparte de estas acciones lúdicas que estuvieron obviamente apoya­
das por el ayuntamiento y tenían el visto bueno formal, asistimos, a lo
largo del marco temporal de nuestra observación participante, a varias
acciones espontáneas e informales, generadas por los propios niños que
introdujeron nuevos elementos lúdicos en su espacio vital, aprovechán­
dose de la nueva topografía arquitectónica que dejaron las reformas. En
el caso de las imágenes de la siguiente figura vemos cómo «reciclaron»
viejas puertas de un armario, depositado en un lateral de la plaza, utili­
zándolo de trineo para bajar las escaleras.

28. Así se presenta el artista en su blog: http://paulo-aillapan.blogspot.com.


29. Entrevista con Paulo Aillapán (1 de octubre de 2007).
30. Información proporcionada por una investigadora social en una entrevista in­
formal.

297
WALTR.AU D MÜLLAUER-SEICHTER

Figura 8: Juego improvisado en la plaza Agustín Lara.

Fotografía de W. Müllauer-Sichter.

Concluimos este texto con una apuesta por la esperanza que supuso
la observación a lo largo de los últimos meses: aunque el espacio público
está sometido en muchas ocasiones al diseño y a la estética global, que
deja a veces poco lugar para las necesidades locales de la gente que lo
frecuenta, al mismo tiempo, ese mismo espacio impide la visualización de
nuevos fenómenos sociales y los problemas que surgen del cambio social.
Queda por hacer una última observación que es importante men­
cionar: Lavapiés es uno de los barrios en que la gran mayoría de los
niños que juegan en la calle o en las plazas suelen ser hijos de inmigran­
tes; prácticamente nunca hemos visto jugando en la calle a niños de la
clase intelectual española que ha elegido residir en este barrio por su
carácter bohemio o «multicultural». Esto quiere decir que precisamente
estos niños educados y preparados por sus padres para una convivencia
sobre la base de la tolerancia y la igualdad con otras culturas no llegan a
tener en la práctica contacto con los niños inmigrantes. Cuando regre­
san por la tarde en los autobuses escolares y se reúnen con sus madres
o cuidadoras (inmigrantes) ya no tienen tiempo para «bajar a la plaza» a
jugar. En general conocen mejor el entorno de su colegio en otra zona
de la capital que el de la plazoleta a la vuelta de la esquina de su casa.

298
LA O P I N I Ó N DE N I Ñ O S DE L A V A P I É S P A R A R E F O R M A R SU E S P A C I O VITAL

Resulta extraño, pero los niños que todavía gozan de libertad de jugar
en el espacio socializado de las calles y las plazas en este barrio (y otros
parecidos) suelen ser hijos de la comunidad gitana y de una gran varie­
dad de diferentes grupos de inmigrantes.

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301
SUJETOS COMO OBJETO DE ESTUDIO*

M a tild e F e rn á n d e z M o n tes
Instituto de Lengua, Literatura y Antropología
Centro de Ciencias Humanas y Sociales
Consejo Superior de Investigaciones Científicas

Toda investigación científica tendría que estar sometida a unos princi­


pios éticos, tan rígidos e inviolables que, en los casos de coñflicto más
extremos deberían dar lugar a desechar el proyecto antes de su inicio,
su interrupción o abandono mientras está en curso, o la no difusión de
los resultados. Dicho esto, me veo obligada a confesar que precisamente
son las cuestiones éticas, surgidas durante la realización de un trabajo
de campo todavía en curso, las que me han atormentado en todo el ra­
lentizado periodo de gestación de este escrito, del que finalmente me
ha parecido lo más conveniente eliminar cualquier mención a este caso,
para centrarme en datos y reflexiones extraídas de las experiencias de
otros antropólogos mucho más notables, con alguna mínima alusión a
trabajos personales del pasado.
La selección de un determinado tema como objeto de estudio, sobre
todo si es de una cierta envergadura o está abordado por personas que
se inician en las labores investigadoras (por ejemplo, la tesis doctoral),
tiene una enorme importancia por las múltiples repercusiones que afec­
tan y condicionan no sólo los resultados de ese trabajo sino muchas
otras facetas académicas, incluso, la posterior trayectoria profesional
del individuo y su consideración o valoración por el resto de la comuni­
dad científica y el público al que se destina. Esto es así porque inevita­
blemente el investigador establece toda una serie de relaciones con ese
«objeto de estudio» que no se limitan al tiempo en el que se ocupa de él
sino que se extienden a los periodos anteriores y posteriores.

* Este trabajo ha sido realizado dentro del proyecto de investigación de I+ D «E


trategias de participación y prevención de racismo en las escuelas II» (FFI2009-08762).

303
MATILDE FERNÁNDEZ MONTES

Se tiende a pensar que la elección de un determinado tema de in­


vestigación es libre, fruto de déterminadas preferencias personales, mi­
nimizando todos los condicionantes derivados del tipo de formación
recibida (especialización, universidad, personalidad de los diversos pro­
fesores, etc.). Pero, además, con frecuencia pesan más otros factores que
no se contemplan, como por ejemplo las directrices del director o tutor,
que de manera inevitable tratará de orientar o reconducir el proyecto a
un campo de su propio interés. Esto puede ser de gran utilidad porque
su mayor experiencia en las labores investigadoras le permite prever
qué proyectos son viables o no, si supondrán una aportación relevante y
también las dificultades o ventajas que presentan. Sin embargo, es inevi­
table que esta persona, supuestamente de mayor categoría profesional,
pretenda que quienes están a su cargo realicen trabajos afines al suyo, en
su propia línea, lo que les podría situar en el incómodo y anodino papel
de segundones, eternos alumnos de una brillante figura que es en rea­
lidad quien se lleva el reconocimiento y la fama que pudieran derivarse
de la investigación realizada. Habría que pensar y sopesar muchas cosas
antes de solicitar la dirección de un trabajo a una determinada persona,
y entre ellas su dimensión ética, o si se prefiere su «altura moral».
Pero si nos situamos en el otro extremo, asimismo el joven tutelado
también tendría que ser sometido a un «examen» previo, sobre sus plan­
teamientos y principios éticos, por parte del director; quien, a su vez,
debería rechazar a los «pelotas» y oportunistas o a cualquier persona
de la que pensara que antepone el éxito de su carrera profesional a las
cuestiones éticas. Además, al menos desde mi punto de vista es inmoral
aceptar la dirección de un alumno sin dejarle bien claro la viabilidad y
obstáculos de sus expectativas profesionales y los riesgos o ventajas que
podrían derivarse del hecho de colocarse bajo su tutela.
El principal condicionante a la hora de elegir un tema de estudio es,
sin ningún lugar a dudas, la posibilidad de obtener una fuente de finan­
ciación para llevarlo a cabo, no sólo para garantizar la subsistencia, sino,
sobre todo, porque si se pretende desarrollar una carrera profesional en
el curriculum vitae tendrán que figurar esas becas y proyectos dentro
de los que se ha inscrito la investigación. Quedan ya muy lejos aquellos
tiempos en los que determinadas figuras, sabios o «ricos de familia»
llevaban a cabo sus trabajos de una forma completamente autónoma,
sin ningún tipo de dotación económica, ajenos a las demandas sociales o
las modas de cada momento. En la actualidad las principales fuentes de
investigación en España: planes nacionales de I+ D , convocatorias de las
Comunidades Autónomas, entidades internacionales y locales, públicas
o privadas establecen y dan a conocer sus propias directrices. Así hay

304
SUJETOS COMO OBJETO DE E S T U D I O

líneas de investigación preferentes o prioritarias que acaparan una ma­


yor cantidad de recursos económicos y humanos; inscribirse o formar
parte de una de estas, sin duda incrementa la posibilidad de obtener una
subvención. Pero, a su vez, esto puede conllevar una renuncia personal,
generando un sentimiento de frustración y un conflicto interior «de tipo
ético» que afecta a todo el desarrollo de la investigación y sus resulta­
dos, ante la consciencia de que estamos volcando nuestras energías en
un tema por el que no sentimos especial motivación, lo que sin duda
mermará su calidad.
Por último en más de una ocasión, la elección del objeto de estudio
no es fruto de una decisión personal más o menos matizada por todos
los condicionantes ya expuestos, sino que es una determinada entidad
quien realiza un encargo muy concreto, estableciendo, incluso, la for­
ma de hacerlo, su duración, la cuantía de la subvención y el tipo de
resultados que se deben entregar. Aunque pueda parecer que esta última
situación es la menos deseable porque anula las preferencias personales
y la libertad de elección, mi experiencia me dice que esto no siempre
es así, por el contrario, los «encargos» que se aceptan porque son com­
patibles con la especialización y los intereses personales suelen obtener
resultados satisfactorios para todas las partes implicadas, siempre que
se combine la confianza mutua, el rigor y la puntualidad en el cumpli­
miento de los compromisos, con una cierta flexibilidad para solucionar
los imprevistos.
Todos estos condicionantes que afectan a la elección y desarrollo
de cualquier investigación se complican aún más en el caso de la an­
tropología porque el objeto de estudio de esta ciencia son sujetos; es
decir, personas entendidas como seres sociales. Además no se limitan
a los «informantes» seleccionados sino que de alguna manera, muchas
veces muy evidente, afectan o incluyen a toda la comunidad descrita
en el análisis realizado, incluso a sus antecesores o a su memoria y a
los futuros descendientes. La aparente contradicción que se crea al ser
contemplados unos determinados sujetos como un objeto por parte del
investigador es la que ha motivado el título de esta reflexión. Sin duda,
su principal inconveniente es que, siguiendo las normas machistas del
castellano, la palabra «sujeto» sólo se aplica a los varones. En contra­
partida, este término con sus diversas acepciones permite, además del
ya mencionado, otros juegos de palabras, especialmente fructíferos en
nuestro contexto. Por una parte, «sujeto» es sinónimo de individuo o
persona, que según el Diccionario de la Real Academia Española (RAE,
2009) se emplea frecuentemente:

305
MATILDE FERNÁNDEZ MONTES

[...] «cuando no se quiere declarar de quién se habla, o cuando se ignora


su nombre» y también aludiendo a una «persona despreciable, o gente
de poca monta».

Al menos en este contexto, yo matizaría la última acepción cambián­


dola por la de «individuo señalado, o que llama la atención», tal y como
se emplea en expresiones como «¡Vaya sujeto!» o «Todo un sujeto» que
tornan el matiz de desprecio por el de curiosidad o asombro por sus
peculiaridades. Así el objeto de estudio de la antropología serían sujetos
desconocidos (precisamente la labor de los antropólogos será ampliar el
conocimiento sobre ellos) y que presentan unas características llamativas.
Pero además el vocablo «sujeto» tiene una conocida función gra­
matical:

6. m. Gram. Función oracional desempeñada por un sustantivo, un pro­


nombre o un sintagma nominal en concordancia obligada de persona y
de número con el verbo. [...]
7. m. Gram. Elemento o conjunto de elementos lingüísticos que, en
una oración, desempeñan la función de sujeto (RAE, 2009).

Es decir, se trata de uno de los elementos de las oraciones, el que


realiza la acción descrita en el verbo, el protagonista; lo que, aplicado al
trabajo de campo dejaría al estudioso en un lugar secundario. Esto por
supuesto depende de la posición de partida, pero conviene tener siem­
pre bien presente que ambas partes, investigador e investigado, tienden
a considerarse cada uno en el primer plano y el otro en el segundo.
Ante la pretensión de tratar a un sujeto como el objeto de un estu­
dio, inevitablemente éste adoptará una posición. En primer lugar, para
obtener su colaboración habrá que informarle de las intenciones y ob­
jetivos del trabajo; lo que casi siempre se hace de una manera somera
y que no se ajusta por completo a la realidad, porque, con o sin razón,
se tiende a considerar que los individuos a estudiar carecen de los ne­
cesarios conocimientos académicos o disciplinares. Es por ejemplo muy
normal que para iniciar un contacto o una entrevista se diga: «quiero
hacer un trabajo o escribir un libro sobre tal tema», y que éstas sean las
únicas explicaciones con las que cuentan aquellas personas que deben
convertirse en los imprescindibles informantes, los cuales se verán obli­
gados a reinterpretar los objetivos y propósitos del investigador para
acomodarlos a un tipo de categorías comprensibles.
Tras ello, de manera más o menos consciente o inconsciente, se valo­
ran las ventajas e inconvenientes que pudieran derivarse de la realización

306
SUJETOS COMO OBJETO DE E S T U D I O

del estudio y se acepta o rechaza al investigador, decidiendo si quiere


colaborar con él y en caso positivo, el tipo de información que conviene
proporcionar. Así y antes de que verdaderamente empiece el trabajo de
campo, la actitud o la predisposición de los informantes desempeña el
papel de un primer filtro que selecciona la información o las activida­
des que permitirá que documente u observe el antropólogo, con lo que,
como es evidente, se está condicionando la fase de elaboración de los
datos y los resultados. Un rechazo de la colaboración, extendido a todos
o a la mayoría de los miembros significativos del colectivo objeto de es­
tudio, en buena lógica debería dar como fruto el abandono del proyecto,
o, al menos, un radical replanteamiento de aquellas posiciones iniciales
que han provocado semejante situación. Lo que a su vez podría suponer
una claudicación o un sometimiento a un tipo de exigencias y condicio­
nantes externos que pueden llegar a restar toda validez al trabajo.
Las expectativas, el rechazo o las suspicacias son reacciones tan ló­
gicas como inevitables cuando aparece un extraño (supuestamente in­
vestido de una mayor cualificación y con más posibilidades de difundir
los resultados) que declara su intención de conocer e interpretar un
fenómeno o una sociedad que son propias o intrínsecamente unidas
a la realidad del sujeto. Al fin y al cabo se trata de una persona ajena
(el Otro) que, con la única excusa de su formación académica, se arroga
el derecho de tratar y analizar algo que de manera legítima forma parte
de la vida del sujeto estudiado. Además el objetivo final del antropólogo
es (o debería ser) aportar, con sus datos e interpretaciones, algo origi­
nal, no una reiteración de lo ya dicho o sabido, por lo que será normal
que el resultado no se ajuste a la visión íntima y personal de los infor­
mantes; incluso puede entrar en total contradicción con el pensamiento
o la interpretación que ofrece al grupo del tema en cuestión.
Esto es así porque, de hecho, el análisis antropológico no está di­
rigido al colectivo estudiado, que en buena lógica se sentiría halagado
y satisfecho porque un experto y desconocido mostrara interés por su
caso y quisiera difundir sus prácticas o costumbres, sino que se destina
a la comunidad científica pertinente, lo que no deja de ser una contra­
dicción y una fuente interminable de problemas éticos. ¿Quién y por
qué ha otorgado una autoridad superior a este individuo? Además, el
estudio realizado tiene como fin una difusión lo más amplia posible a
través de conferencias, publicaciones, internet, documentales, etc., me­
dios a los que normalmente no tienen acceso, o ni siquiera se lo han
planteado, los sujetos objeto de estudio. Lo que provoca que lo dicho
por un forastero sea más conocido y por lo tanto se generalice como la
«verdad»; como es evidente, esto puede ser percibido como un peligro

307
MATILDE FERNÁNDEZ MONTES

y, de manera casi inevitable, el «informante» tratará de dar una visión


personal, acorde a sus conocimientos y sentimientos en la que de mane­
ra intencionada medirá y dosificará el tipo de información que facilita
con el objetivo de que el resultado que se difunda resulte aceptable.

Uno de los principales problemas de la colaboración entre infor­


mantes e informado está íntimamente relacionado con el punto de vista
desde el que se realizará el análisis, tema que, por supuesto, ya desde
hace tiempo ha sido abordado en las ciencias sociales difundiéndose los
conceptos emic-etic para aludir a dos tipos de puntos de vista o enfo­
ques que normalmente proporcionan distintos resultados. Los trabajos
emic utilizan en su interpretación de los fenómenos estudiados catego­
rías (conscientes o inconscientes) que son significativas para el sujeto
o la colectividad que proporciona los datos, mientras que el análisis
etic parte de conceptos o categorías elaborados por el investigador o la
colectividad a la que pertenece y por tanto no tienen por qué coincidir
con las explicaciones de tipo emic. Estos conceptos fueron elaborados
por el lingüista Kennet Pike (1967) y se basan en las palabras «fonolo­
gía» (phonemic) que se ocupa de la pronunciación característica y única
que cada individuo tiene al hablar y «fonética» que recoge las normas
oficiales o académicas sobre cómo se debe pronunciar cada palabra.
Con posterioridad varios antropólogos, entre los que destaca Marvin
Harris (1985 [1979]: 47-61), adoptaron esta distinción a la disciplina
ofreciendo un amplio desarrollo y uso de ambos conceptos, además de
algunos ejemplos de análisis etic y emic, en relación, por ejemplo, con la
desproporción en el número de bovinos de cada sexo en distintas partes
de la India. Según las explicaciones emic de los nativos, vacas, toros y
bueyes son sagrados y no se pueden sacrificar o realizar cualquier acción
que merme sus posibilidades de supervivencia. Pero en el análisis etic
realizado por el autor se comprueba que el número de reses, según su
sexo, se corresponde a los intereses humanos y los distintos aprovecha­
mientos que se realizan de machos y hembras en el norte y sur del país.
Como ejemplo español suelo utilizar la romería de la Virgen del Rocío,
que desde el punto de vista emic de los propios romeros podría ser ex­
plicada como un acto multitudinario de devoción popular que propicia
la protección de la Virgen a los asistentes, además de la concesión de las
peticiones particulares. Por su celebración al principio de la primavera
más de uno recordaría, como fin primordial, los beneficios obtenidos en
el campo por el incremento de su fertilidad y la obtención de buenas co­
sechas. Incluso los propios romeros podrían mencionar objetivos menos
acordes con la costumbre religiosa, como son los intereses económicos

308
SUJETOS COMO OBJETO DE E S T U D I O

y mediáticos subyacentes, pero jamás realizarían ni aceptarían las inter­


pretaciones de tipo etic donde se afirma que la imagen sustituye el culto
al árbol en las culturas paganas, por lo cual en realidad no es más que
un símbolo fálico de exaltación de la fertilidad en la primavera, siendo
toda la romería una manifestación de ello.
La cuestión del punto de vista desde el que se aborda una investiga­
ción antropológica está íntimamente ligada con el conocimiento que los
sujetos estudiados tienen de los resultados. En tiempos no tan remotos y
con comunidades más o menos aisladas de la cultura occidental, esto no
suponía ningún tipo de problema para el investigador, el cual daba por
sentado que jamás tendrían acceso a las publicaciones y no se planteaba
ningún tipo de dilema ético por la reacción que sus análisis pudieran
provocar en la comunidad. M ás de una vez me he preguntado qué ac­
titud habrían adoptado los indios boroboro de las selvas brasileñas, si
hubieran tenido acceso a los análisis estructuralistas, incomprensibles
incluso para buena parte de la comunidad científica, qué Lévi-Strauss
(1986) realizó de los mitos que le narraron. Aunque para el correcto
entendimiento de los escritos de este autor se requieren amplios cono­
cimientos de teoría lingüística, filosófica y antropológica, además del
dominio de la propia metodología aplicada, por lo que, lo difícil de
comprender o incomprensible, se convierte en algo totalmente inofen­
sivo, en buena parte con una nula capacidad de afectar o molestar a la
comunidad descrita. Por otra parte, Lévi-Strauss en las conclusiones de
todas sus obras aspira a implicar a toda la humanidad, lo que de nuevo
merma la posibilidad de agraviar a personas o comunidades concretas.
Esto no siempre es así, y menos aún en la actualidad, donde los pro­
cesos de globalización y la extensión del uso de internet dejan pocos
resquicios al anonimato y casi cualquier grupo, incluso los más remotos
y aislados, conocen todo lo que se dice de ellos. Además suelen tener la
posibilidad de opinar y rebatir, públicamente, cualquier aspecto de una
investigación basada en ellos, gracias a los foros abiertos en internet y a
la posibilidad que ofrecen muchas páginas web, de añadir comentarios,
tras los escritos en ella volcados.
Salvando las distancias, siempre he considerado un deber enviar a mis
informantes las publicaciones fruto del trabajo de campo, especialmente
cuando todavía no existían los ordenadores personales, ni por supuesto
internet. En mis primeras investigaciones sobre temas no problemáti­
cos, como la documentación de oficios y artesanías en vías de extinción,
esta actitud me ha procurado más satisfacciones que disgustos. Incluso
con trabajos de más envergadura, la difusión de mi tesis doctoral sobre
la Sierra Pobre de Madrid (Fernández Montes, 1990), me ha investido

309
MATILDE FERNÁNDEZ MONTES

en el área de una cierta fama de «experta» y un reconocimiento de mi


figura que no puede dejar de sorprenderme al considerarlo absoluta­
mente desproporcionado. Sobre este trabajo, muchos años después fui
invitada a dar una conferencia en una de las localidades de la comarca y
un ánciano al que mostraron la obra publicada, tras un breve hojeo, se
detuvo en un cuadro sobre la titularidad de las dehesas y otras tierras,
y con voz y gesto airado exclamó: «Claro, lo que pasa es que en estos
libros ponen cosas que son mentira», en alusión a un terreno del lugar.
Incapaz de defender lo dicho veinticinco años antes, tuve la inmensa
suerte de que otro paisano salió en mi defensa y fueron ellos quienes se
enzarzaron en la discusión sobre un tema del que en su día traté pero en
aquel momento desconocía totalmente. La queja del lugareño tenía un
trasfondo mucho más serio, porque lo que en realidad le enfadaba era
mi presencia allí y el hecho de que una extraña y forastera apareciera en
su pueblo para contar cómo eran y vivían ellos mismos.
Volviendo a situaciones que afectan a figuras de prestigio interna­
cional, quiero terminar estas reflexiones con la exposición del compor­
tamiento de quien hoy es considerado un eminente hispanista, objeto
de numerosos actos de reconocimiento en los que de forma sistemática
se minimizan o silencian las opiniones y pareceres de los que fueron los
sujetos objeto de su estudio.
Vagamente se sabe de la existencia de reacciones adversas entre los
habitantes de Yegen, un pueblo de la Alpujarra granadina, hacia un via­
jero inglés, Gerald Brenan (Sliema, Malta, 1894 - Alhaurín el Grande,
Málaga, 1987), que residió en el lugar varios años entre 1920 y 1934
y sobre el que escribió una memorable monografía Al sur de Granada
(Brenan, 1974) que junto con otras obras sobre la realidad de España, le
han convertido en un eminente y homenajeado hispanista. La animad­
versión colectiva que genera esta figura, no se debe a lo que narraba en
su obra, que tras su publicación en inglés (1957) fue considerada como
un nuevo e interesante modelo antropológico de descripción de una co­
munidad, sino por su comportamiento en Yegen, sobre lo que el artículo
dedicado a él en la Wikipedia (5-5-2009), sólo dice:

[...] El 13 de enero de 1920 se instaló en el pueblo de Yegen, donde tuvo


numerosos hijos fruto de sus relaciones con muchachas andaluzas del
lugar. [...]

Pero no se hace ni una sola mención a su relación con Juliana Pele­


grina, aquella bella chiquilla de quince años que entró en su casa para
realizar las labores domésticas y pronto quedó locamente enamorada

310
SUJETOS COMO OBJETO DE E S T U D I O

del forastero, quien asimismo le hizo creer que ella era el amor de su
vida. Sin embargo, no sólo fue abandonada en el pueblo tras quedar em­
barazada, sino que, incluso, tiempo después y ya casado con una inglesa,
mientras la muchacha esperaba el regreso de su amado, el autor efecti­
vamente volvió, pero fue para arrebatarle a su hija con el pretexto de
proporcionarla una mejor educación. Al parecer no tenía ningún interés
por los numerosos vástagos masculinos que también dejó en el pueblo y
Juliana nunca más volvió a tener contacto con la niña, lo que la sumió
en la profunda tristeza y melancolía que la acompañaron hasta su muerte
(Taller de Creación, 2007). Los homenajes que a nivel andaluz y nacional
ha recibido Brenan no han aplacado la baja consideración que aún hoy
día tienen los habitantes de Yegen, los cuales, por el tiempo transcurrido,
sólo conocen la historia por los relatos de sus antecesores.
La utilización de los datos obtenidos en «La Red» y el trabajo de
campo virtual tampoco están exentos de problemas éticos, por el con­
trario, el manejo de la información se puede complicar hasta extremos
inverosímiles, más aún si se combina el trabajo de campo real, con el
virtual, tratando de respetar los intereses y valores éticos y morales de
los sujetos objeto de estudio. Pero, en este caso concreto, con el noble
propósito de sacar a la luz comportamientos escasamente éticos, me voy
a permitir la libertad de reproducir a continuación la serie de «Comen­
tarios» que siguen a un artículo sobre la relación de Gerald y Juliana
descargados de una página web sobre literatura, de libre acceso y, ade­
más, los de mayor relevancia van firmados con nombres y apellidos.

Diez respuestas a «Gerald Brenan, Al sur de Granada»


1. Ramón Fernández Palmeral - January lst, 2008 11:27
Este artículo anónimo está muy bien, es ajustado a la realidad de la vida
de Gerald y Juliana, la alpujarreña. Adjunto una página donde se puede
conocer con más detalle esta relación amorosa: «Buscando a Gerald Bre­
nan en el Sur»: http://www.revistaperito.com/ramonfernandez/Buscan-
doaGerald.htm
[...]

4. Eduardo Estibador gracias a ti. - February 2 lst, 2008 16:11


Mi nombre es Edu, mi apodo en el puerto de Tarragona es Pelegrina, ya
que trabajo de estibador como mi padre, el hijo de Juliana Pelegrina, la
mujer más bella de la Alpujarra y si no os lo creéis os mandaré una foto,
vaya andaluza bonita. Buscando información sobre Mamajulia [es como
se la llama en la familia] he topado con esta página y supongo que lo que
le importa a la gente es el legado histórico que nos dejó Gerald, pero que
se sepa que fue un cabroncete ya que1a mí me importa más mi abuela, en

311
MATILDE FERNÁNDEZ MONTES

paz descanse, que un aprovechado de los pobres. Acaso Maradona no


es un drogadicto, siendo e¡l mejor del mundo en el fútbol, pues Gerald
nos dejó un gran legado pero era un c a b r o n c e t e . Sé que esto que escri­
bo caerá en saco sin fondo, pero tenía que decirlo. Besitos Mamajulia
donde quiera que estés.

5. Marta - April 4th, 2008 23:15


Edu, pienso como tú y considero una injusticia a tu abuela los homena­
jes que el pueblo le ha hecho al escritor, por buen hispanista que fuera,
hoy en día su forma de actuar hubiese sido delito y cuanto menos de
«cabroncete».

6. María - August 21st, 2008 17:33


Siempre me fascinó la historia de amor, y tienes razón, fue un aprove­
chado, me encantaría ver una foto de tu abuela. Yo vivo en Barcelona y
me gustaría saber más de la historia.

7. Mipsuk - March 2nd, 2009 14:57


Edu, te doy la razón en lo que respecta a tu abuela. El mundo está plaga­
do de «hombres benefactores», por decirlo de una forma, pero que son
totalmente incongruentes y recabroncetes. Son «farol de la calle y obscu­
ridad en casa». Es el caso de mi abuela. Sigue honrando a tu abuela.

8. Juani - March 21st, 2009 16:53


Soy una mujer de Yegen. Mi abuela Encarnación era prima de tu abuela
j u l i a n a . Te diré que aquí en Yegen cada vez que lo nombran o le dan un
homenaje al 90% de los yegeros se nos revuelve el estómago, más vale
ser pobre y honrado que un listo rico aprovechado. Saludo

9. Almudena Valentín - may 23rd, 2009 9:50


Por desgracia, la vida, la historia y los mundos de ficción de la literatura,
por supuesto, están cargados de falacias. Hay que conformarse con ser
sincero con uno mismo, y con los que quieres y te rodean de cerca... que
ya cuesta trabajo. Mi apoyo a todos los familiares que sufren estas men­
tiras universales, que, por otro lado, dan de comer a tantos «eruditos,
investigadores e intelectuales». Un saludo, Almudena Valentín.

10. Erica - May 28th, 2009 1:48


Soy argentina por nacimiento y española por adopción e hispanista has­
ta la médula pero estos casos me indignan y no entiendo cómo la gente
del pueblo permite que se glorifique a este personaje lo que significa una
afrenta a su dignidad de gente honesta y ética, vaya mi repudio vehe­
mente! !!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! (Taller de Creación, 20071).

1. He realizado una somera corrección ortográfica de los escritos consistente en


añadir acentos y mayúsculas y eliminar erratas evidentes.

312
SUJETOS COMO OBJETO DE E S T U D I O

He querido incidir en este episodio, no tanto para resaltar la abso­


luta falta de ética de Gerald Brenan, como para sumarme a aquellos que
con medios muy modestos y escasa capacidad de llegar al gran público
«ni olvidan ni perdonan» a los que se creen con derecho a violar las
normas más elementales de la sociedad donde viven y de la que han he­
cho su objeto de estudio. Pero esto no es suficiente, además habría que
desenmascarar también a todos aquellos que le homenajean y ensalzan
su vida y obra, silenciando su comportamiento, entre ellos Carmelo Li-
són Tolosana que nada menciona en su brevísimo prólogo a la primera
edición en español de la obra (Brenan, 1974: xi-xv). Y todavía más: ¿el
fin justifica los medios?; ¿qué valen más, las personas o los libros?; ¿una
obra maestra o la vida de una humilde muchachita?
¿Cómo y por qué hay que juzgar a un antropólogo? ¿Por lo que hace,
por lo que escribe para el público, o por lo que piensa o refleja en diarios
de uso personal? Y como le ocurrirá a más de uno, estoy recordando el
escándalo y la polémica que se produjo tras la publicación postuma del
Diario de campo en Melanesia de Malinowski (1989), a causa de algunos
de los comentarios y pensamientos más íntimos en él vertidos. Lo que
considero absolutamente injusto y desproporcionado, puesto que el dia­
rio de campo es de uso personal e intransferible, y como tal está concebi­
do y redactado. Quizá los antropólogos tengamos derecho a conocer los
sentimientos y sensaciones de uno de los grandes pilares de la antropo­
logía moderna y las circunstancias concretas de un trabajo de campo que
por su intensidad supuso una ruptura con las prácticas del pasado. Tal
vez la viuda de Malinowski actuó correctamente al permitir que se pu­
blicara veinticinco años después de su muerte. Pero personalmente creo
que debe existir y se debe respetar la privacidad del diario de campo, ese
reducto inviolable, necesaria válvula de escape, muchas veces con claras
funciones terapéuticas, donde además de los datos de interés etnográfico,
se da rienda suelta a todo un conjunto de sentimientos personales.
Tras estas reflexiones en las que hemos visto cómo algunos inves­
tigadores utilizan y manipulan a los sujetos objeto de estudio en aras
de sus intereses, y también cómo estos últimos en buena medida tratan de
hacer exactamente lo mismo con el antropólogo, me resulta casi im ­
posible llegar a una conclusión general sobre las normas éticas de esta
relación. Tal vez podría añadir algunas vagas generalidades, como que
la principal responsabilidad siempre recaerá en el investigador, el cual
debe, por encima de cualquier otra consideración, respetar las normas
del colectivo al que se acerca, lo que no tendría que restarle lucidez
para detectar las trampas que le serán tendidas y condicionarán toda su
investigación. Una conducta ética es algo que se puede y debe aprender,

313
MATILDE FERNÁNDEZ MONTES

hay normas y experiencias ajenas que nos guiarán, pero al final el estar
o no estar a la altura de las circunstancias, con un comportamiento mo­
ralmente ejemplar, casi siempre es fruto de la improvisación. Y, además
de las circunstancias concretas, depende de la calidad humana de cada
persona y esto es algo personal e intransferible.

R E F E R E N C IA S B IB LIO G R Á FIC A S

Brenan, G., 1974 [1957], Al sur de Granada, Madrid, Siglo XXL


Fernández Montes, M., 1990, Cultura tradicional en la comarca de Buitrago,
Madrid, Patronato Madrileño de Áreas de Montaña, Comunidad de Ma­
drid.
Harris, M., 1985 [1979], El materialismo cultural, Madrid, Alianza.
Lévi-Strauss, Cl., 1986, Mito y significado, Madrid, Alianza.
Malinowski, B., 1989, Diario de campo en Melanesia, Barcelona, Júcar.
Pike, K. L., 1967, Language in Relation to a Unified Tbeory ofStructure of Hu­
man Behavior, La Haya, Mouton.
Real Academia Española, 222009, Diccionario de la Lengua Española, Versión
digital accesible en http://buscon.rae.es/draeI/SrvltGUIBusUsualPTIPO_
H TM L= 2 &TIPO_BUS= 3 &LEM A=sujeto, página consultada el 21 de
enero de 2009.
Taller de Creación. November, 10, 2007. Gerald Brenan - Al Sur de Granada,
http://www.tallerdecreacion.com/gerald-brenan-al-sur-de-granada/, página
consultada el 3 de junio de 2009.
Wikipedia, 5-5-2009, Gerald Brenan, http://es.wikipedia.org/wiki/gerald_bre-
nan, página consultada el 4 de junio de 2009.

314
ANTROPOLOGÍA Y CUIDADOS:
DILEMAS ÉTICOS EN LA INVESTIGACIÓN
CON PACIENTES

M a n u e l M oren o P re c iad o
Universidad Europea de Madrid

INTRODUCCIÓN

La investigación etnográfica plantea para los investigadores del sector


de la salud diferentes dilemas éticos que voy a intentar analizar en este
artículo. Algunos de ellos se corresponden con los propios de toda in­
vestigación de corte cualitativo, en un mundo científico dominado por
el paradigma del positivismo que, según Martyn Hammersley y Paul
Atkinson (1994: 18-19), tiene como aspecto central «determinada con­
cepción del método científico, siguiendo el modelo de las ciencias natu­
rales y, en particular, el de la física».
Otros dilemas tienen más que ver con la propia naturaleza de la bio-
medicina y con las repercusiones de las intervenciones sanitarias, muy
particularmente en la utilización de las nuevas biotecnologías. Un tercer
elemento de debate surge ante la presencia de una creciente diversidad
cultural que plantea, sin duda, nuevos problemas y cuestionamientos
éticos en la relación profesional/paciente, y la necesidad de aportar nue­
vas ideas y conceptos para hacer frente a esta nueva realidad.
Aunque para realizar este análisis me apoyaré en autores reconoci­
dos en la materia, quiero servirme, también, de mi propia experiencia
etnográfica con relación al contexto inmigración y salud. En este sentido,
quiero iniciar esta introducción con algunas consideraciones respecto a
los procesos migratorios, realizadas desde la mirada antropológica.
Fui inmigrante en Suiza durante muchos años, en los tiempos en que
los españoles tenían que salir fuera para buscarse un lugar al sol. Cuan­
do empecé a interesarme por la actual inmigración en nuestro país no
era consciente de la influencia de aquella experiencia personal, pero

315
MANUEL MORENO PRECIADO

más tarde —fundamentalmente al pisar el campo etnográfico— me di


cuenta de que algunas cosas eran muy familiares, como deja vu. Alguien
podría preguntar: ¿qué tienen que ver los emigrantes españoles que se
fueron a Europa hace unas décadas con las personas que ahora llegan a
España? Esta es una pregunta para la que no hay demasiadas respuestas
basadas en estudios científicos, ni tampoco desde otros ámbitos más ge­
nerales de la cultura. La propia historia de nuestra emigración es poco
conocida más allá de los medios especializados1. La salida de más de
tres millones de personas durante los años cincuenta, sesenta y setenta,
que vaciaron de juventud muchas partes de España, apenas ha dejado
huella, ni en la literatura ni en el cine, y son escasos los libros de di­
vulgación amplia que tratan este tema. ¿Por qué? Se podría avanzar la
hipótesis de que no nos gusta que se nos recuerde que un día fuimos
pobres. De ahí que tampoco se quiera hacer comparaciones molestas
y cuando uno se siente forzado a hacerlas, siempre se argumenta que
«no tiene nada que ver una cosa con la otra». A veces pregunto a mis
estudiantes sobre la relación entre ambas experiencias, por aquello del
valor pedagógico de la memoria. Suelen barrer para casa: «nosotros íba­
mos con papeles y con mayor formación»; «a nosotros nos apreciaban
más»; «nosotros respetábamos más las normas de la sociedad de acogi­
da», etc.; son respuestas realizadas no desde la experiencia, sino desde
el convencimiento etnocentrista de pertenecer a una cultura superior. Y
es que los que vivieron la emigración —directa o indirectamente— no
quieren recordarlo ni contarlo, y a los más jóvenes no les gusta, ni les in­
teresa, saber que un día sus mayores fueron los «negros» y los «moros»
de la Europa desarrollada. Este «desperdicio de la experiencia» (Santos,
2000: 44) es un obstáculo para entender esta nueva realidad.
Para encuadrar mi análisis en el contexto de este libro sobre cues­
tiones de ética en antropología quiero partir de los planteamientos de la
Asociación Americana de Antropología al respecto de las obligaciones
éticas en la producción, distribución y utilización del conocimiento an­
tropológico, y relacionarlos con el ámbito específico de los estudios con
pacientes. Enmarcar los planteamientos éticos de la disciplina antropo­
lógica dentro del contexto sanitario lleva necesariamente a penetrar en
el campo de la bioética. Este término fue utilizado por primera vez por
Potter Van Rensselaer y hacía alusión a los problemas derivados del de­
sarrollo de la tecnología. Refiere Juan Masía que en el pensamiento de

1. Recomiendo para los estudiosos el documento Guía de las fuentes para el estudio
de la emigración española elaborado y editado por el Centro de Documentación de la
Emigración Española (CDEE) de la Fundación 1.° de Mayo, Madrid, 2008.

316
DILEMAS ÉTICOS EN LA I N V E S T I G A C I Ó N CON PACIENTES

Potter expresado en su obra Bioética; puente hacía el futuro (1971) se


encontraba el objetivo de «relacionar hechos biológicos y valores huma­
nos, construir un puente entre la cultura y la ciencia» (Masía, 1998: 26).
A la hora de analizar las dificultades de las investigaciones basadas
en un análisis sociocultural nos encontramos con las barreras que in­
troduce la biomedicina, favoreciendo los enfoques biologicistas y las
aproximaciones de corte cuantitativista, en detrimento de los enfoques
sociales y culturales del proceso salud/enfermedad/atención2. Eduardo
Menéndez define la biomedicina como M odelo Médico Hegemónico
que se constituye y se instituye en los países capitalistas centrales, «coe­
táneamente con el proceso de obtención de hegemonía por parte de
la burguesía, y cuando la relación de clases fundamentales en dichas
sociedades se establece a través de las relaciones burguesía/proletaria-
do» (Menéndez, 1986: 49). Menéndez señala que las características do­
minantes de este modelo son: «su biologicismo, ahistoricismo, asocia-
bilidad, pragmatismo, individualidad, participacionismo subordinado,
etc.» (Menéndez, 1986: 52).
Pero no todas las dificultades deben ser puestas a cuenta de este
modelo y sus condicionantes. Creo necesario también, para entender
los dilemas éticos de la investigación sobre factores sociales y culturales
del proceso salud/enfermedad/atención, analizar el papel que están ju­
gando tanto la antropología, por ser la disciplina más representativa de
los estudios culturales, como la enfermería, por el importante espacio
que cubre en el contexto sanitario.
La propia antropología, con su tradicional «mirada», ha favorecido
más el estudio de unos procesos que otros, inclinándose de forma selec­
tiva por aquellos con mayor carga exótica. Señala Menéndez que esa mi­
rada exotizada sigue marcando la tendencia en los estudios sobre salud:

La antropología parece reconocer lo cultural más en unos factores y pro­


cesos que en otros, y así mientras que lo religioso o lo mágico aparecen
aceptados unánimemente como fenómenos culturales, no pasa lo mismo
con una parte de los factores referidos a los campos educativo, jurídico
o de la salud... y es la no inclusión o secundarización de los factores de
tipo político, y/o sobre todo de tipo económico, cuando se describen e

2. Eduardo Menéndez (1986) teoriza el concepto salud/enfermedad/atención como


el pilar alrededor del cual cristalizan muchas de las creencias y prácticas sociales que son
diferentes según las culturas y sistemas organizacionales, pudiendo incluso, dentro de una
cultura, convivir diferentes sistemas sanitarios con sus consiguientes concepciones sobre
la enfermedad, salud y atención, y el ser humano en general.

317
MANUEL MORENO PRECIADO

interpretan procesos y factores culturales referidos al proceso salud/en-


fermedad/atención (Menéndez, 2000: 166).

Con frecuencia se define a la enfermería —tanto dentro del colec­


tivo profesional, como fuera de él— como una disciplina y un cono­
cimiento subordinado a la disciplina y al conocimiento médico. Para
Xavier Irigibel, el sometimiento de la enfermería a la biomedicina la
hace cómplice de este modelo y del rol de control social del Estado so­
bre los ciudadanos, «renunciando a uno de sus principios éticos cons­
titutivos fundamentales: la abogacía y defensa de los derechos del ser
humano» (Irigibel, 2008: 278). Convendría, sin embargo, analizar has­
ta qué punto esta dependencia es real, hasta qué punto es forzada o
consentida, y hasta qué punto algunos elementos de actualidad están
modificando las claves de esta relación entre la profesión enfermera y
la profesión médica —me refiero, por un lado, al incremento del nivel
formativo de las enfermeras, lo que posibilita el acceso a la investiga­
ción y, por otro lado, al cambio que se está produciendo en los pacien­
tes con un mayor grado de información y también de exigencia— ; y,
por supuesto, de qué forma afecta y condiciona los aspectos éticos de
la investigación con pacientes.
N os encontramos, pues, con la necesidad de analizar la confluen­
cia de determinados factores relacionados con el mantenimiento de ac­
titudes éticas en los estudios de corte antropológico. Reflexionar sobre
la forma de avanzar en la investigación antropológica preservando al
mismo tiempo los derechos de los informantes en este complejo entra­
mado de dificultades y de cruces de intereses es el objetivo principal de
este análisis. En el aparatado «Etica y bioética» quiero detenerme, de
forma somera, en las claves de la investigación biomédica para poder
analizar los condicionantes y barreras que ésta impone a las investigacio­
nes sobre los factores sociales y culturales del proceso salud/enfermedad/
atención. El apartado «Trabajo de campo en salud» lo dedicaré a diluci­
dar diferentes cuestiones y consideraciones de carácter ético, partiendo
de mi experiencia de trabajo de campo etnográfico; me apoyaré tam­
bién en las reflexiones y aportaciones de reconocidos expertos de la
investigación cualitativa. En el apartado «El culturalismo, un discurso
poco ético», quiero situar un aspecto central de este trabajo que es
intentar desvelar la voluntad de exclusión que se esconde detrás de
sutiles estrategias en relación con la diversidad cultural. Finalmente,
en el apartado «Etica, investigación y diversidad. Reflexiones finales»,
relacionaré los diferentes elementos de análisis tratados a lo largo del
artículo para intentar hacer una reflexión de carácter global sobre los

318
DILEMAS ÉTICOS EN LA I N V E S T I G A C I Ó N CON PACIENTES

aspectos éticos con relación al estudio de los factores sociales y cultu­


rales del proceso salud/enfermedad/atención.

ÉTICA Y BIOÉTICA: ¿DE QUÉ ESTAMOS HABLANDO?

La bioética persigue, como ya hemos apuntado, la humanización de la


asistencia sanitaria incidiendo en el papel protagonista del paciente y su
derecho a intervenir en todas aquellas decisiones que le afectan. Veamos
algunas de las preguntas clásicas de la bioética: ¿tiene el paciente dere­
cho a saber lo que le ocurre?, ¿hasta qué punto podemos informarle?,
¿estamos legitimados para informar a la familia?, ¿es necesario el con­
sentimiento informado?, ¿qué hacer cuando el paciente rechaza un tra­
tamiento y/o diagnóstico adecuado?, ¿por qué hacer cumplir el derecho
a la intimidad? Estas preguntas prístinas de la bioética toman gran inten­
sidad cuando giran en torno a los tradicionales debates sobre la vida y la
muerte, como la eutanasia o el aborto, a los que, en la actualidad, hay
que añadir las no menos fuertes controversias sobre las consecuencias y
riesgos del desarrollo de las nuevas biotecnologías. Francis Fukuyama en
su ensayo El fin del hombre. Consecuencias de la revolución tecnológica
afirmaba que la amenaza más significativa de la biotecnología contempo­
ránea estriba en la posibilidad de que altere la naturaleza humana y, por
consiguiente, nos conduzca a un estadio «posthumano» de la historia, y
planteaba las contradicciones y los dilemas éticos de estos avances:

La tecnología médica ofrece, en muchos casos, una suerte de pacto con


el diablo: una mayor esperanza de vida, pero con capacidades menta­
les disminuidas; liberación de la depresión, junto con la supresión de
la creatividad y del ánimo; tratamientos que dibujan la frontera entre
aquello que conseguimos por nosotros mismos y lo que logramos gracias
a las concentraciones de sustancias químicas diversas en nuestro cerebro
(Fukuyama, 2003: 26-27).

Cada día estos dilemas éticos toman mayor relevancia, desbordan­


do el espacio científico y transformándose en un auténtico debate so­
cial. A ello está contribuyendo de forma notoria el discurso mediático.
Son muchos los aspectos sujetos de debate: reproducción asistida, po­
sibilidad de elegir determinados trazos del futuro hijo, etc. En otros
casos los avances tocan aspectos tan esenciales como la identidad de
la persona; tomemos por ejemplo los transplantes de rostro. El pri­
mer transplante de cara realizado en 2005 en Francia levantó enorme
expectación: ¿una persona con un rostro nuevo sigue siendo la misma

319
MANUEL MORENO PRECIADO

persona? Sin embargo, la protagonista de este suceso al despertarse y


después de dar las gracias a los médicos dijo: «Esta es mi nueva cara...
sólo quiero una vida normal, sin que me rechacen a todas horas» (Rojas
M arcos, 2007: 105).
El debate social tan importante en torno a estos temas afecta y con­
diciona cualquier tipo de investigación en el campo de la salud. Ade­
más, es preciso tener en cuenta el enorme poder de la biomedicina
como modelo imperante en las instituciones sanitarias, que ya Michel
Foucault, en su conocida obra El nacimiento de la clínica. Arqueología
de la mirada médica, analizaba cómo para este modelo cualquier acción
en torno al paciente tendrá como principal referencia lo biológico, re­
legando cualquier otra perspectiva a la de rasgo secundario, y también
lo que el paciente exprese sobre su vivencia de la enfermedad tiene la
condición secundaria de síntomas, los cuales tienen poco interés si no
sirven o ayudan a objetivar los signos que van a evidenciar la presencia
de una enfermedad o, como dice Foucault, si no permiten «desentrañar
el principio y la causa de una enfermedad a través de la confusión y de
la oscuridad de los síntomas» (Foucault, 1999: 129).
La biomedicina, como también señala Eduardo Menéndez (1986:
52), fragmenta a la persona para poder estudiarla; todo se traduce en
sistemas y órganos biológicos que han provocado una superespeciali-
zación profesional, donde cada uno es experto en una parte determi­
nada del cuerpo humano, lo cual, a su vez, ha conducido a una me­
canización y robotización de la práctica profesional; sabido es que el
modelo médico nace con la era industrial y copia sus métodos de pro­
ducción y efectividad. Estas características de la biomedicina explican
la actual despersonalización de la asistencia sanitaria bien evidenciada
desde diferentes autores, por lo que en la actualidad este modelo está
siendo bastante cuestionado.
Está siendo cuestionado, con la emergencia de un perfil de paciente
más informado, menos conformista y más exigente, que considera la
asistencia sanitaria como un derecho y no como producto de la caridad.
También desde la enfermería este rol dependiente del médico se ha pues­
to en duda; se aspira a una mayor autonomía profesional. La enfermería
ha entrado en una fase de profesionalización muy avanzada; muchas
enfermeras y enfermeros tienen hoy titulaciones «superiores»3, se doc­
toran, etc. La puesta en marcha del Grado en Enfermería permitirá un

3. El entrecomillado es para remarcar que se trata de una connotación de carácter


social ya que, a mi entender, el calificativo superior es aplicable a cualquier tipo de forma­
ción universitaria.

320
DILEMAS ÉTICOS EN LA I N V E S T I G A C I Ó N CON PACIENTES

mayor reconocimiento en lo académico, pero también una reordenación


identitaria de la enfermería en el orden social y simbólico.
Entonces hemos ya situado dos importantes condicionantes para la
investigación antropológica o desde cualquier perspectiva que pretenda
indagar sobre los factores sociales y culturales del proceso salud/enfer-
medad/atención: el predominio de la investigación biológica sobre los
factores sociales y culturales, y también, como consecuencia de las nue­
vas biotecnologías, la especial sospecha que despierta cualquier tipo de
investigación con pacientes. Naturalmente el segundo tiene mucha rela­
ción con el primero, porque aún siendo normal que se pongan límites a
la investigación con pacientes, el problema es que la investigación sobre
los factores sociales y culturales del proceso salud/enfermedad/atención
es poco conocida —y reconocida— en las instituciones sanitarias. Así
los comités de ética imponen requisitos para la investigación con pacien­
tes que están pensados exclusivamente con relación a la investigación
biológica y a su método más emblemático: el ensayo clínico4. Consiste
en estudiar productos para poder evidenciar su efecto benéfico en los
pacientes; es un tipo de investigación causa-efecto que se presta muy
bien a las metodologías cuantitativas. Se trata de un método absolu­
tamente dominante en la medicina; cualquier investigación de carác­
ter distinto, en primer lugar, sorprende, extraña, y por eso necesita
ser muy bien argumentada y superar muchas reservas y barreras. Todo
aquello que no se base en el método científico positivista lleva, de en­
trada, la sospecha de la falta de credibilidad científica, como de ser poco
serio o riguroso: «pero ¿qué es esto de metodología cualitativa?», «pero
esto ¿qué es?»; esto son frases que se oyen muy a menudo.
En este tipo de investigación biomédica aparece como principal
garante de los derechos de los informantes el denominado «consenti­
miento informado» (Morse, 2003: 430), sin el cual no puede hacerse
absolutamente nada. Este documento se presta muy bien para este tipo
de investigación que parte de hipótesis y que tiene un tiempo de estu­
dio delimitado; sin embargo, en la investigación de corte cualitativo,
cuando, muchas veces, no hay ni hipótesis de partida, ni está previsto
el tiempo para el trabajo de campo, etc., surgen innumerables barreras
para poder avanzar; una de las más importantes es el propio complejo
de inferioridad de los propios «cualitativistas» que creen que una in­
vestigación sin algún tipo de datos cuantitativos no va a ser tomada en

4. Un ensayo clínico es una evaluación experimental de un producto, sustancia, me­


dicamento, técnica diagnóstica o terapéutica que, a través de su aplicación a seres humanos,
pretende valorar su eficacia y seguridad.

321
MANUEL MORENO PRECIADO

serio. Janine Morse expresa las diferencias entre la investigación biomé-


dica en contraste con la investigación de carácter cualitativo:

En la investigación biomédica o de sondeo, es relativamente fácil (aun­


que no siempre se logra) explicar qué puede ocasionar la participación,
porque las hipótesis o las preguntas de la investigación y el protocolo
se expresan por anticipado, y los «sujetos» por lo general van a estar
comprometidos por un tiempo limitado... Los estudios cualitativos evo­
lucionan con el tiempo; rara vez sabe el investigador con anticipación
exactamente qué clase de preguntas puede formularle a un informante,
o a qué riesgos potenciales pueden estar involucrados en el futuro (Mor­
se, 2003: 432).

He tenido acceso a diferentes proyectos interesantes sobre enfer­


medades crónicas, algunas novedosas como la fibromialgia y otras más
conocidas como el Alzheimer, donde los investigadores —doctorandos,
en general— planteando problemas sobre factores culturales y sociales,
y estableciendo objetivos de carácter cualitativo, no se atreven a pro­
poner consecuentemente una metodología cualitativa. Es como si para
investigar el efecto benéfico de una terapia para aliviar el dolor crónico
que produce una determinada enfermedad y aliviar la calidad de vida en
un grupo de pacientes, después de decir que el umbral del dolor es muy
diferente en unos pacientes con respecto a otros y considerar que influ­
yen en él factores de índole social y cultural, el método de investigación
se basara fundamentalmente en una escala del dolor y/o en pruebas de
laboratorio. M e pregunto si no sería más acertado preguntárselo a los
pacientes sometidos a esa terapia; es decir, dar la palabra a los infor­
mantes. Pues bien, se dan muchos ejemplos de este tipo, pienso que esto
es debido a la falta de experiencia y a la consiguiente inseguridad de los
investigadores cualitativistas que no se atreven a ir más allá de enunciar
los problemas de índole social y cultural, pero que creen que si en su es­
tudio no aparecen tablas, tartas y barras, los barones de la investigación
biomédica dirán: ¿qué tipo de investigación es ésa?
Esta timidez o falta de seguridad en los métodos cualitativos es con­
secuencia de la omnipresencia de la investigación biomédica; sólo ex­
plicar que los problemas se pueden indagar desde otras perspectivas
metodológicas supone un gran esfuerzo. Los barones de la investigación
biomédica dominan todas las plataformas desde las cuales se facilita o se
obstaculiza cualquier proyecto de investigación, concediendo/negando
las autorizaciones pertinentes y los recursos necesarios. Esta realidad es
un lastre con el que hay que contar.

322
DILEMAS ÉTICOS EN LA I N V E S T I G A C I Ó N CON PACIENTES

TRABAJO DE CAMPO EN SALUD: ¿Y USTED QUÉ HACE AQUÍ?

Voy ahora a hacer uso de mi experiencia investigadora con relación al


contexto «salud e inmigración», con el fin de plantear algunos dilemas y
reflexiones éticas al hilo de las situaciones en las que me he visto envuelto
durante el trabajo de campo. Para ello me permito situar brevemente mi
estudio, que tenía como objetivo analizar la relación enfermera/paciente
inmigrado; trataba de evidenciar si el contraste de dos culturas, las cul­
turas de los que llegan y las culturas de los que están dentro —en este
caso las culturas profesionales existentes en las instituciones sanitarias (es
decir, formas de hacer las cosas)— afectaban a la relación profesional/pa­
ciente y más concretamente a la relación enfermera/paciente inmigrado.
Tuve evidentemente que cumplir con algunas formalidades como
hacer una solicitud a la gerencia de los centros estudiados; conté con
«porteros» que me abrieron muchas puertas y facilitaron mucho mi tra­
bajo. Sin embargo, rápidamente pude percibir que no todos los infor­
mantes estaban bien informados del objeto de la investigación e incluso
detecté en algún caso que la persona había sido más o menos presionada
a «colaborar» conmigo, condicionados por su dependencia con respec­
to a mis «porteros», bien por la relación jerárquica en el caso de algún
profesional, o bien, en el caso de algún paciente, por su relación con
el profesional: «Sí, habla con él, es bueno que le expliques...». Esto
ocurrió no tanto en las entrevistas pactadas, donde hay más margen
para escabullirse si uno no está de acuerdo, como en las observaciones
de campo, por ejemplo, cuando al entrar en una habitación y observar
cuerpos desnudos, uno no deja de pensar hasta qué punto no se está
atropellando el derecho del paciente a la intimidad o, dicho de otra
forma, si estas observaciones podrían llevarse a cabo sin la situación de
dependencia del paciente en la institución y sin la particular fragilidad
o vulnerabilidad que la enfermedad produce en muchos de ellos. Estas
dificultades constituyen una fuente de preocupación para el investiga­
dor de campo:
Los límites difusos de los papeles en la investigación etnográfica plan­
tean un dilema: ¿con qué frecuencia y bajo qué circunstancias debe re­
cordar el etnógrafo a sus informantes que está haciendo una investiga­
ción? (Morse, 2003: 433).

Entonces, ¿qué hacer? Entiendo que el investigador tiene que te­


ner la pericia y la delicadeza —yo procuré ser muy cuidadoso en esos
aspectos— para saber retirarse al menor signo de que su presencia está
resultando intrusiva para el paciente. Si fto hay una ética del investiga­

323
MANUEL MORENO PRECIADO

dor, de nada vale un pulcro «consentimiento informado», dado que,


una vez obtenido el permiso formal, hay muchas posibilidades de entrar
en situaciones complejas donde es difícil delimitar hasta dónde es ético
llegar. Recuerdo que estando en una habitación compartida por varios
pacientes, observando las rutinas de enfermería junto con una enfer­
mera y una auxiliar de enfermería, había en la habitación una mujer
colombiana de unos cincuenta y tantos años a la que iban a operar de
un tumor y estaba llorando; la enfermera le dijo: «Anda, mujer, no estés
triste, habla con Manolo que él está estudiando a la gente que viene de
fuera como tú... cuéntale cosas de tu país y de por qué te viniste a Espa­
ña». Ella empezó a hablarme de lo muy agradecida que estaba a España,
donde ya llevaba cierto tiempo, y también que en el hospital estaba
siendo bien tratada; pero cuando en un momento dado le pregunté por
su familia, se puso de nuevo a llorar con más fuerza y, entre lágrimas,
me contó que sus hijos y nietos vivían en Colombia y que su marido
había fallecido, que era la segunda intervención quirúrgica y que sabía
que tenía cáncer; lloraba por el miedo a la muerte, me dijo, miedo a no
volver a ver más a su familia.
M i reflexión es la siguiente: yo tenía necesidad de observar la inte­
racción entre profesionales y pacientes para alcanzar el objetivo de mi
estudio; para ello las rutinas del proceso técnico son excelentes porque
permiten contrastar lo que los informantes dicen con lo que hacen, y
así es posible extraer conclusiones en torno a los hechos empíricos; la
enfermera sabía bien lo que me interesaba y actuó de forma eficaz apro­
vechando la circunstancia, pues a mí, como observador participante,
me interesaba esa posición secundaria en la que yo intervenía sólo a
demanda de terceros; no me interesaban los datos relativos a la enfer­
medad ni tampoco los del proceso técnico; pero, claro, ¿cómo no oír, ni
ver cosas que se encuentran en las vivencias de los actores? ¿No estaba
condicionado este testimonio por el hecho de no querer aparecer como
mala paciente? M e pregunté si era ético haberle hecho esas preguntas
cuando esa mujer estaba preocupada y angustiada porque iba a entrar
en un quirófano y por el miedo a la muerte. Son muchas las situaciones
similares que he vivido en el trabajo de campo. Entiendo que todas ellas
tienen que ser dilucidadas sobre el terreno, mediante la combinación
de la experiencia y también de los valores éticos del investigador, para
saber hasta dónde se puede y se debe llegar en las observaciones de
campo y si esas informaciones se podrían obtener de otra forma, sin
forzar situaciones.
Esto me lleva a hablar sobre la investigación encubierta, asunto
muy delicado y debatido en los estudios con pacientes. Recordemos el

324
DILEMAS ÉTICOS EN LA I N V E S T I G A C I Ó N CON PACIENTES

muy discutido trabajo realizado hace ya bastantes años por David Ro-
senhan (1973), titulado Acerca de estar sano en un medio enfermo, que
está considerado como el paradigma de la investigación encubierta, en
el que los investigadores se introdujeron como falsos pacientes menta­
les en diferentes psiquiátricos, ninguno de ellos fue detectado como tal,
y por ello Rosenhan concluyó que los diagnósticos psiquiátricos sólo
estaban en la mente de los psiquiatras.
En ese sentido, la investigación encubierta con pacientes no goza de
buena prensa y, efectivamente, yo también pienso que en los estudios
de campo con metodologías cualitativas es preferible —y, por supuesto,
más ético— actuar de forma descubierta. Pude comprobar que, aunque
parezca que «a escondidas» sea más fácil conseguir datos, al final de for­
ma descubierta, y quizá con algo más de tiempo y paciencia, los datos
se obtienen igualmente. Se podría pensar que decirle a una enfermera
que uno va a acompañar mientras hace sus tareas y rutinas con los pa­
cientes podría llevar a ésta a actuar de otra forma distinta de la habitual
mostrando sólo aquello que le interesa. Sin embargo, eso no suele ser
así; al menos en mi experiencia pude constatar que los profesionales,
al poco de estar con ellos, se olvidan de que están siendo observados y
actúan de forma natural.
En una ocasión, un enfermero se mostró reticente a que hiciera ob­
servación participante en su consulta, decía, porque dado que los pa­
cientes no estaban al corriente de mis observaciones y no habían dado
su consentimiento, no le parecía ético; y, claro, hice la observación en
otra consulta. Entiendo que cuando lo que se está investigando son las
interacciones cotidianas entre personas y las prácticas rutinarias, no sus
aspectos íntimos, esas objeciones son exageradas, aunque respetables. En
este sentido, insistí con mis «porteros» en que dieran la más amplia
información y en que las observaciones se hicieran en lugares y con las
personas que se consideraran más favorables; aunque, claro está, no es
posible llevar esto hasta el punto de decir en una habitación de pacien­
te: «Me está acompañando un investigador de campo, ¿da su aproba­
ción para que entre en la habitación?».
Creo que vale mucho más la pena decir abiertamente lo que uno
pretende y observar hasta donde sea factible y, cuando se cierre un es­
pacio, intentar abrirlo en otro lugar o circunstancia. Esto también suce­
de con las entrevistas pactadas, donde pude constatar que informando
adecuadamente del objeto del estudio, las personas que aceptan suelen
ser más colaboradoras y dan una información más rica.

325
MANUEL MORENO PRECIADO

EL «CULTURALISMO»: UN DISCURSO POCO ÉTICO

En la introducción hacía alusión a que la antropología ha mantenido


tradicionalmente una mirada selectiva hacia los factores sociales y cultu­
rales, privilegiando aquellos con mayor carga exótica. Sostiene Eduardo
Menéndez que, como consecuencia de esa ascendencia culturalista, se
están realizando enfoques descontextualizados que introducen sesgos im­
portantes en los estudios antropológicos sobre salud. Así, apunta:

[...] siguen describiéndose síndromes culturalmente delimitados, «mal


de ojo», «susto» o «empacho», sin dar datos, no ya en términos de tasas
de mortalidad, sino en términos del número de casos de mortalidad o de
enfermos, así como de toda otra serie de rasgos significativos en térmi­
nos de epidemiología sociocultural (Menéndez, 2000: 166).

Comparto este análisis de Menéndez, y pienso que en los actuales


estudios que, fundamentalmente desde la enfermería, vienen aparecien­
do con relación a la salud y el cuidado de la población inmigrada, expli­
can muy bien los planteamientos y argumentos mayoritarios:

El auge de los discursos culturalistas ha impregnado el debate en torno a


la inmigración. Los conceptos de diversidad cultural y de multicultura-
lismo han acaparado el interés de las instituciones y de los profesionales
sanitarios derivando sus preocupaciones hacia las diferencias culturales:
hábitos alimentarios e indumentarios, barrera lingüística, prácticas re­
ligiosas, tradiciones controvertidas, como la ablación del clítoris, etc.
Esta atención a los aspectos derivados de la diversidad cultural obedece
al hecho de que los profesionales sanitarios tienen que hacer frente a los
problemas que esta diversidad plantea, pero pueden, sin embargo, en­
mascarar la etiología mayoritariamente social de los problemas de salud
de los inmigrados (Moreno, 2008: 53).

Creo que esta preponderancia del culturalismo en la disciplina en­


fermera se debe a la conjunción de tres factores; el primero es la in­
fluencia del discurso mediático que ha penetrado en las instituciones
sanitarias, convenientemente traducido y filtrado a través de los secto-
res corporativos y su correspondiente prensa especializada y atalayas;
el segundo es el tradicional paternalismo de las profesiones sanitarias
y, particularmente, de la enfermería; y por último, el creciente interés
enfermero por los estudios culturales, como consecuencia de la incor­
poración de un gran número de enfermeras a los estudios de antropo­
logía. Así, han confluido generalización mediática (Checa, 2002: 427),
paternalismo profesional y exotismo antropológico. La consecuencia es

326
DILEMAS ÉTICOS EN LA I N V E S T I G A C I Ó N CON PACIENTES

la cristalización de una imagen negativa del inmigrado mediante un


proceso de etiquetaje que trataré de describir más adelante.
Pero antes me gustaría detenerme brevemente en el análisis del tra­
tamiento de la otredad. El rechazo al extranjero ha existido en todas las
culturas y épocas, es universal. Ortega y Gasset decía que el extraño, por
el hecho de serlo, parece potencialmente peligroso. Es un trazo común de
la visión del «otro» a través de todos los tiempos y civilizaciones. Utilizo
a veces lo que denomino la «metáfora del forastero» para explicar que
existe ese temor inicial al diferente, pero que, rápidamente, es suplantado
por el deseo de aprovecharse de él. Las legendarias películas «del Oeste»
de hace unas décadas empezaban, a veces, con escenas similares a ésta: el
granjero está cortando leña a la entrada de su cabaña cuando, mientras
con una mano se quita el sudor de la frente, observa cómo en el horizonte
se perfila la figura de un caballo y su jinete; lo mira bien y no hay duda:
es un desconocido; entonces deja el hacha y empuña su rifle e incluso
realiza un par de disparos disuasorios. Pero cuando constata que el fo­
rastero viene en son de paz, la escena siguiente podría ser así: el granjero
se encuentra sentado a la entrada de la cabaña, fumando tranquilamente
su pipa mientras observa cómo el forastero termina de cortar la leña, a
cambio de un plato caliente y/o pasar la noche en el cobertizo. Así, pues,
el temor inicial ante la presencia del «otro» va seguido del deseo de apro­
vechamiento; es una respuesta en dos tiempos.
Wanted, but not welcome es una conocida frase anglosajona que
explica bien esta aparente contradicción ante la llegada y presencia de
inmigrantes; en nuestro contexto español se utiliza otra con similar sig­
nificado: «Pedimos brazos y vinieron personas»; estas frases reflejan los
paradójicos problemas de la convivencia. El profesor Zig Layton-Henry5
(Warwick University, UK) explicaba muy bien este fariseísmo con el ejem­
plo de un conocido suyo, sacerdote en California, que venía a decir algo
así como: «El problema no está en encontrar hispanos trabajando en el
supermercado, o en la gasolinera, sino cuando te los encuentras en misa».
Es decir, como mano de obra vale, pero no como vecinos.
El culturalismo ha configurado una imagen negativa del paciente
inmigrante mediante la asignación de etiquetas. El etiquetaje social es
un mecanismo no anodino sino que, como señala Pujadas (1993: 54),
se aplica a los grandes grupos afectando a las personas etiquetadas: del
prejuicio al perjuicio. Por un lado, se proyecta la imagen del inmigrado
como riesgo y peligro (Douglas, [1973]: 148-149): importador de en-

5. Discurso pronunciado en la Conferencia Internacional sobre la Nueva Ciudada­


nía, celebrada en Bilbao durante los días 15 y 16 de enero de 2004.

327
MANUEL MORENO PRECIADO

fermedades que habían sido erradicadas; abusador del sistema sanitario


que no respeta las normas institucionales; privilegiado, que se beneficia
de ayudas de las que no disponen los autóctonos; promiscuo, que ad­
quiere enfermedades como consecuencia del mantenimiento de formas
de vida amorales, etcétera.
Pondré un ejemplo en relación con esta etiqueta de promiscuidad
muy particularmente asociada a la mujer latinoamericana: «Van ceñidas,
escotadas... no tienen pudor...». Tuve una joven informante dominica­
na que ingresó debido a un proceso febril de origen desconocido y, a
pesar de que todo apuntaba a la presencia de una hepatitis, los médicos
no se conformaban con tan vulgar patología, por lo que indagaron a
fondo intentado encontrar algo más «exótico»; le hicieron mil pruebas
y la acribillaron a preguntas: «¿Has tenido relaciones sexuales? ¿Has
viajado a tu país recientemente?». «No, sólo a Italia», «Bueno, Italia no
importa», le dijeron. Refiere mi informante que cuando no quedó más
remedio que rendirse a la evidencia del diagnóstico de hepatitis, notó
en los médicos una cierta decepción.
También se visualiza al inmigrante como alguien a quien hay que
tutelar y proteger con el manto de la compasión: «pobre» y «enfermo»,
«marginal», son otras etiquetas con las que se exagera y generaliza la vul­
nerabilidad de estos pacientes; es una etiqueta que sitúa al inmigrante
como discapacitado, en palabras de Manuel Delgado (2003: 68), no por
su situación sino por su adscripción cultural; esta imagen del «pobrecito
inmigrante» (Retis, 2004: 128) cuadra muy bien con el especial pater-
nalismo de la enfermería. Tanto la mirada sospechosa como la mirada
compasiva son dos pilares que sostienen un mismo edificio: el discurso
de la exclusión, que viene a significar «te excluyo porque eres un peligro
o te excluyo porque eres menor» (Moreno, 2008: 280).
Estas etiquetas han calado hondo sobre todo en aquellos profesiona­
les que no tienen especial contacto con los pacientes inmigrantes; por
el contrario aquellos profesionales que tienen contacto frecuente y cer­
cano con ellos cuestionan estas etiquetas y aportan argumentos basados
en la experiencia y la práctica. Además, ya hay datos de organismos im­
portantes6 que confirman lo que las personas con un conocimiento cer­
cano al contexto migratorio ya sabían: a saber, que en contra de lo que
a la gente se le ha hecho creer, los inmigrados usan en menor medida el
sistema sanitario que los autóctonos, tienen menos enfermedades cróni­
cas y degenerativas, y que sus demandas en salud se relacionan con sus

6. Así lo refleja la Encuesta N acional de Salud, realizada en el año 2006 por el


Instituto Nacional de Estadística y cuyos datos han sido publicados en marzo de 2008.

328
DILEMAS É T I C O S EN LA I N V E S T I G A C I Ó N CON PACIENTES

condiciones de vida en el país: trastornos psicosomáticos, depresión,


accidentes, etc., unidos a los propios del área materno-infantil, como va­
cunas, trastornos alimentarios, concepción y anticoncepción, etcétera.
El etiquetaje aparece con especial relevancia en relación con el gru­
po de origen magrebí, como consecuencia de las fuertes connotaciones
negativas que la cultura magrebí tiene en la sociedad española. Con re­
lación a la mujer magrebí frecuentemente se escuchan manifestaciones
del tipo: «pobrecillas, están atadas a la pata de la cama» o «mira ésa,
siempre con el pañuelo y la túnica... que no se la quita ni para lavarse...
no veas cómo huele»; son expresiones para manifestar el sentimiento
del M agreb como una cultura atrasada y machista. Muchas mujeres
magrebíes rechazan estas etiquetas, porque señalan que aun teniendo
otra cultura más tradicional, también consideran que disponen de cierto
poder en el ámbito doméstico y además, dicen que la sociedad magrebí
está en un proceso del que aquí no nos damos cuenta. Marruecos es se­
gún algunos autores el «vecino desconocido» (Martín Muñoz, 2003: 34),
seguramente por la fuerza de los prejuicios.
Es cierto que hace unas décadas teníamos costumbres parecidas a
la de los pueblos de origen de nuestros inmigrantes. He escuchado a
matronas enfatizar sobre las diferencias culturales de los magrebíes ante
el parto: «¿Te imaginas cómo son, a qué nivel están, que los hombres no
asisten al parto?». ¡Dios mío!, pero si la presencia del marido en los pa­
ritorios del mundo occidental en general es bastante reciente. Recorde­
mos aquellas imágenes de películas —de casa y de fuera— de hace dos o
tres décadas en las que se veía al marido nervioso en una sala de espera,
rodeado de colillas, esperando el momento en que la matrona abriera
la puerta y le mostrara a su nuevo hijo. Entiendo que estas creencias se
mantienen por los efectos del discurso culturalista, que ha proyectado
imágenes peyorativas sobre el carácter inmanente de las culturas y ha
descuidado la necesidad de contextualizar los hábitos y costumbres en
el marco del proceso migratorio.
En cualquier investigación sobre diversidad cultural en general y so­
bre inmigración en particular, el tema del prejuicio es central. Como ya
es sabido en las instituciones se encuentra en un lugar velado (Douglas,
1996 [1986]: 113); se esconde porque no es políticamente correcto
emitir prejuicios en público —y menos aún en una institución sanitaria
regida por códigos deontológicos—, pero, sin embargo, sabemos que
vivimos en una sociedad cargada de prejuicios. El etiquetaje al que he
hecho referencia se produce, en la mayor parte de los casos, de forma
soterrada: Margarita del Olmo (2002: 141) pone el ejemplo del iceberg
para señalar que en la expresión del prejuicio y el racismo es mayor, y

329
MANUEL MORENO PRECIADO

por tanto más temible, la parte oculta que la visible. Por ello, desvelar
los prejuicios requiere del investigador el despliegue de una serie de
habilidades y estrategias —por ejemplo, ganando la confianza del infor­
mante— que permitan que esos prejuicios afloren. Cabe preguntarse:
¿no es abusar de la confianza del informante captar sentimientos que no
expresaría en un ámbito más público?
También con relación al prejuicio es necesario saber discernir lo que
es un prejuicio de carácter general, un prejuicio étnico, y lo que es par­
ticular de un paciente inmigrado, o lo que es aplicable a cualquier tipo
de pacientes. Un análisis ligero nos puede llevar a una visión etnicista de
los hechos observados; por ejemplo, podemos pensar que un paciente
rechaza la comida porque no es culturalmente congruente, y a lo mejor
resulta que el rechazo se debe a que la comida está fría, mal cocinada,
o simplemente a un estado de inapetencia. Hay, pues, que hilar muy
fino antes de afirmar la existencia del prejuicio étnico; en este sentido
es necesario contrastar lo que los actores dicen con lo que hacen, y de
ahí la importancia de las observaciones de campo, ya que nos podemos
encontrar con sorpresas. Por ejemplo, en una de mis observaciones en
uri servicio hospitalario de obstetricia, con gran presencia de pacientes
inmigrantes, escuché frases cargadas de prejuicios hacia ellos — algu­
nas podrían considerarse como abiertamente racistas— , que si son unas
guarras, que no quieren a los hijos, que los maridos son todos machis-
tas, etc., y, sin embargo, luego en la observación de las prácticas me he
encontrado con actitudes muy humanas y un trato respetuoso y cariño­
so con los mismos hacia los que se habían expresado frases que podrían
hacerme pensar en un rechazo de carácter étnico. Es necesario ser muy
cuidadoso y no precipitarse en el análisis, porque la expresión abierta
de prejuicios obedece, a veces, a contiendas y problemas existentes en
un determinado contexto. En el caso referido, la explicación había que
buscarla en el contexto de desmotivación y deterioro del clima laboral
existente en ese momento entre el personal sanitario; también influyó,
claro está, el hecho de que las manifestaciones estaban dirigidas al inves­
tigador y se realizaron desde la confianza que inspira un «compañero».

ÉTICA, INVESTIGACIÓN, CUIDADOS Y DIVERSIDAD:


REFLEXIONES FINALES

Una primera reflexión se impone en relación con el objetivo central de


este capítulo, es decir, cómo avanzar en la investigación de corte antro­
pológico preservando al mismo tiempo los derechos de los pacientes.
Las dificultades que han sido señaladas son de gran envergadura, por­

330
DILEMAS ÉTICOS EN LA I N V E S T I G A C I Ó N CON PACIENTES

que se ubican en la naturaleza de diferentes disciplinas: existencia de


un modelo biomédico que prioriza los procesos técnicos relacionados
directamente con el orden biológico, una enfermería condicionada por
un estatus subalterno dentro del modelo biomédico y una antropología
que sigue teniendo una mirada selectiva hacia los procesos, inclinándo­
se más en el campo de la salud por saber quién es el paciente, antes que
por saber qué le pasa.
La contradicción entre una sanidad altamente tecnificada y una des­
humanización asistencial es el principal dilema que el investigador ne­
cesita resolver. La biomedicina impone unas formas de trabajo mecani-
cistas, propias de la industria que afecta profundamente a las relaciones
entre las personas, fundamentalmente a la relación profesional/paciente.
La mirada clínica entiende al paciente como objeto y no como sujeto.
Cuanto mayor sea el nivel tecnológico de la institución, mayor será la
despersonalización. Esto lo captan bien —y lo sufren— los pacientes y
familiares; lo que ocurre a su alrededor les resulta incomprensible, nada
les es familiar; ellos son «los otros», los recién llegados a un lugar orde­
nado e instituido y al que tendrán que adaptarse o conformarse, y todo
ello en circunstancias marcadas por la fragilidad que conlleva la enfer­
medad. Isabel Allende, en Paula, refleja ese contexto extraño de quien,
al mismo tiempo que sufre y espera, no comprende la vida hospitalaria:

El hospital es un gigantesco edificio cruzado de corredores, donde nunca


es de noche ni cambia la temperatura, el día se ha detenido en las lám­
paras y el verano en las estufas. Las rutinas se repiten con majadera pre­
cisión; es el reino del dolor, aquí se viene a sufrir, así lo comprendemos
todos (Allende, 1994; 91).

Cuanto mayor sea el nivel tecnológico de la institución, mayor será


la despersonalización. ¿Por qué se produce esta incompatibilidad aparen­
te entre tecnología médica y relaciones humanas? Josep M .a Comelles
(2000) describe las formas en que se materializan las relaciones pacien­
te/familiar y personal sanitario en un contexto de alta tecnificación7. En

7. El trabajo al que hago alusión se titula «Tecnología, cultura y sociabilidad. Los


límites culturales del hospital contemporáneo», en E. Perdiguero y J. M. Comelles (eds.),
Medicina y cultura. Estudios entre la antropología y la medicina, Barcelona, Bellaterra,
2000: 305-351. Se trata del análisis de una vivencia personal del autor como consecuen­
cia del tratamiento al que tuvo que ser sometida su esposa, tras unas gravísimas quemadu­
ras. Es una descripción cruda y descarnada de cómo la cultura profesional sanitaria está
orientada al manejo de la tecnología médica, pero muestra grandes carencias e incluso
indiferencia hacia pacientes y familiares. t

331
MANUEL MORENO PRECIADO

los servicios especiales, con gran concentración tecnológica, es donde la


mirada clínica se focaliza más en-el paciente como objeto y no como su­
jeto. Todavía es frecuente que a los pacientes se les nombre por el órga­
no enfermo: «es un bazo», «es un riñón», «es un hígado», se suele decir,
como si el resto de la persona no interesara. Las normas en los servicios
especiales son también especiales, por lo general más restrictivas, más
aisladoras para los pacientes:

Así descrito, un servicio de quemados es una versión quintaesencia de


un hospital completo: UCI, salas generales, quirófanos, consultas exter­
nas y una constelación de profesiones: cirujanos plásticos, intensivistas,
rehabilitadores, enfermeras, fisioterapeutas, terapeutas ocupacionales,
ortopédicos, auxiliares, epidemiólogos y microbiólogos, ocasionalmente
un psiquiatra y un cura. La similitud con el gran hospital es mayor si
añadimos la naturaleza multidisciplinar de los tratamientos y los cuida­
dos y la complejidad de su organización (Comelles, 2000: 312).

Pero en la actualidad este modelo biomédico está siendo cuestio­


nado desde diferentes ámbitos. La puesta en marcha del Proceso de
Bolonia ha permitido a la enfermería, como apunta Manuel Amézcua
(2008: 229), resolver de golpe una aspiración de décadas, alcanzando
con el nuevo Grado el acceso directo al segundo y tercer ciclo de
enseñanza. Los cambios demográficos que se están produciendo en la
sociedad también están afectando al rol de la enfermera, porque están
revalorizando los «cuidados». El cambio en el perfil del paciente es
otro factor que viene a cuestionar la esencia de la biomedicina. Hoy co­
existen el perfil del paciente tradicional, más mayor, que espera pacien­
temente y que no cuestiona la asistencia recibida y se queja poco, con
otro grupo de pacientes más informados y más nerviosos, que se mues­
tran menos satisfechos, son más exigentes y más propensos a reclamar
e incluso a demandar. Este último grupo no quiere trato paternalista,
sino actuaciones eficaces en su tiempo. N o le basta con la calidad técni­
ca, sino que quiere información y participar en la toma de decisiones.
Como se ha dicho anteriormente, los comités de ética mantienen unos
criterios de vigilancia en los proyectos de investigación que están pensa­
dos fundamentalmente para la investigación biomédica y no para las de
carácter sociocultural. Si bien esto supone llevar a cabo enormes esfuerzos
para que estas investigaciones puedan autorizarse y más aún financiarse,
lo cierto es que hay pocas posibilidades de control sobre el investigador,
una vez que éste se encuentra en el campo. La fragilidad de los pacientes
es tal que sólo la ética del propio investigador permite limitar sus activi­
dades. Es lo que ocurre con relación a la preservación de la intimidad del

332
DILEMAS ÉTICOS EN LA I N V E S T I G A C I Ó N CON PACIENTES

paciente. No basta con que el paciente esté vestido, porque la enfermedad


hace que la persona se sienta siempre desnuda y desnudada:

La persona doliente se descubre ante el mundo, se manifiesta en su más


completa desnudez. En la enfermedad no hay representación alguna,
pues en el dolor no hay lugar para el disimulo ni la comedia. La persona
enferma se muestra desnuda, completamente transparente en el mundo.
Esta desnudez la convierte todavía en un ser más vulnerable desde el
punto de vista social (Torralba, 1998: 340).

El mantenimiento de una actitud ética en relación a la diversidad


cultural requiere huir de los enfoques basados en los «imaginarios cul­
turales» y apostar por las definiciones basadas en la experiencia empírica
— etnográfica— , encuadrando estas experiencias en los procesos his­
tóricos, políticos y sociales. Esto ayudará a entender al paciente inmi­
grado no como miembro de una cultura de carácter inmanente, sino
en tanto que persona sometida a un proceso de cambio, que está re-
elaborando sus prácticas, reteniendo de su cultura aquello que aún le
sirve e incorporando nuevos hábitos. La cercanía al paciente, hacia su
perspectiva, facilitará la comprensión de los procesos que van más allá
de la enfermedad, tales como el desequilibrio biológico, para captar
los hechos sociales y culturales asociados a la enfermedad y el padeci­
miento. El ser humano es un animal narrativo y es necesario favorecer la
expresión de la narratividad de la experiencia de enfermar, es decir,
la expresión del padecimiento. Esta perspectiva antropológica consiste
en tener en cuenta al paciente, partiendo de su proceso de enfermedad y
relacionarlo con su edad, género y contexto particular; es decir, con su
situación social y cultural, lo cual requiere una cercanía con la persona
cuidada para poder aprehender los lazos de significación:

En contra de todos los sistemas de aplicación teórica aprendidos en el


curso de las formaciones profesionales, a despecho de una sublimación
ideológica de la persona —es decir: persona— la aproximación consiste
en hacerse próximo a la gente, dejando llegar a uno lo que se puede
captar, lo que se puede aprehender de ellos a partir de lo que revelan
ellos mismos. Es un reencuentro con las personas. Parte de ellas, de lo
que ellas son, tal como se expresan. Obliga a distanciarse de lo que sabe
a priori. Se trata de captar en el desorden lo que es el orden del otro.
Se trata de captar aquello a lo que la persona que requiere cuidados le
concede importancia (Colliére, 1993: 79).

Finalizaré afirmando la convicción de que en los estudios con pa­


cientes se requiere del investigador cualitativo de campo un compromi­

333
MANUEL MORENO PRECIADO

so ético para poder superar las barreras y condicionantes que impone la


biomedicina y preservar los derechos de los informantes. Coincido con
Janice Morse cuando afirma:

También planteo que impregnemos nuestras decisiones éticas con sen­


sibilidad cultural, con conciencia de nuestros propios valores éticos y
qué tan fuertemente necesitamos imponerlos, y confianza en nuestros
sentimientos internos sobre lo que está bien en la situación inmediata y
en si habrá repercusiones posteriores (Morse, 2003: 443).

Efectivamente, no hay fórmulas mágicas. El compromiso del antro­


pólogo y la ética del cuidado son los valores con los que debemos echar
a andar; la creatividad y la pericia vendrán después, pues, como dijo
Machado, «se hace camino al andar».

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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334
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335
CONCLUIR EL INICIO DE UN PROCESO
DE REFLEXIÓN CONJUNTA

P ila r C u c a ló n
Centro de Ciencias Humanas y Sociales
Consejo Superior de Investigaciones Científicas

El Diccionario de la Real Academia Española define la palabra «con­


clusión» como acción y efecto de concluir, como fin y terminación de
algo, y la palabra «concluir» como acabar o finalizar algo, determinar y
resolver sobre lo que se ha tratado, inferir, deducir una verdad de otras
que se admiten, demuestran o presuponen. En el Diccionario de uso del
español, de M aría Moliner, «conclusión» puede entenderse como la ac­
ción de concluir (se), en el sentido de fin, terminación, término. Precisa
la definición explicando conclusión como conocimiento o idea a la que
se llega como final de un razonamiento y como decisión o acuerdo que se
alcanza después de hablar una cosa o pensar sobre ella.
Cuando Margarita del Olmo me pidió que escribiese las conclusio­
nes de este libro, pensé que iba a ser un trabajo difícil, porque nunca me
había enfrentado a una tarea de este tipo. Una vez he leído los textos
y realizado algunas revisiones bibliográficas sigo pensando que se trata
de una labor compleja, pero —contando con una expresión de Antonio
Machado que utiliza Manuel Moreno: «se hace camino al andar»— voy
a proseguir.
Si concluir es acabar o finalizar algo, creo que esta sección del li­
bro tiene dicha finalidad; pero ¿en qué sentido?, ¿en el de elaborar sus

* Este trabajo se ha realizado en el marco del proyecto «Estrategias de participa­


ción social y prevención de racismo en las escuelas II» (FFI2009-08762).
En la elaboración de este texto ha resultado fundamental escuchar las intervenciones
de M arta M alo, M onserrat Galcerán y Franco Ingrassia en la M esa redonda «Universa­
lismo desde abajo», que tuvo lugar en la Universidad Internacional de Andalucía: Arte y
Pensamiento, en 2006.

337
PILAR C U C A L Ó N

últimas hojas?, ¿en el de determinar, resolver, inferir, deducir y llegar


a una decisión, acuerdo o razonamiento terminante? Si atiendo a ta­
les explicaciones puedo deducir que no he alcanzado ninguno de estos
objetivos, porque en sus capítulos no se pretende determinar, resolver,
inferir, deducir y llegar a decisiones, acuerdos o razonamientos cerrados.
Cada uno de sus autores presenta la posibilidad de componer, a través de
sus dilemas en el campo etnográfico, un proceso de reflexión conjunta,
construido en un aquí y ahora, y abierto a todas posibles interpelaciones.
Al terminar de leer todas las aportaciones al libro, me sentí incapaz
de hilar todas las cuestiones expuestas, pero consideré que podía en­
contrar el modo de iniciar mi trabajo. Di con la manera de hacerlo al
comprender que encuentro, escucha, exposición y discusión son algu­
nas de las sugerencias trazadas en sus páginas. Todos los autores hacen
mención a su compromiso como antropólogos: ¿compromiso con las
personas sujeto de estudio y sus intereses?, ¿con el campo académico?,
¿con la investigación?, ¿con las resistencias de carácter político? En las
páginas siguientes iré desmembrando estos compromisos.

TRABAJAR SIN CAUSAR DAÑOS

Jesús Adánez explica los dilemas surgidos en el interior de su equipo de


investigación, como consecuencia del trabajo etnográfico desarrollado
en una comunidad del Valle de Chalco (México). En este lugar la situa­
ción política era complicada. Sin embargo, estas personas ofrecieron
su cuidado y confianza a los académicos extranjeros. Adánez reconoce
el perjuicio que su presencia podía haber generado al pueblo, sin que
fueran conscientes de ello a su llegada. A pesar de esto, afirma que la
obligación de los antropólogos se encuentra en la construcción de cono­
cimiento sobre esa realidad en la que se profundiza y en el tema de aná­
lisis. Me pregunto: ¿los responsables de este grupo se deberían haber
informado previamente de los acontecimientos acaecidos en Chalco?,
¿los posibles daños eran predecibles? El campo ofrece el día a día y el
contacto directo; las situaciones surgidas a raíz de ambos se concretan
en temas sobre los que reflexionar y discutir incluso mucho tiempo más
tarde, como en este caso que narra el autor.
Nancy Konvalinka explica los cambios que las declaraciones sobre
ética de la Asociación Americana de Antropología han sufrido a lo largo
de su historia. Uno de los preceptos recogidos por dichas normas es:
«anticipar los daños que pueden causarse a las personas que dirigimos
nuestras miradas».

338
CONCLUIR EL I N I C I O DE U N PROCESO DE R E F L E X I Ó N CONJUNTA

«No estamos de acuerdo con algunas de tus interpretaciones», escu­


chó Virtudes Téllez por parte de una de las asociaciones sociocultura-
les madrileñas formada por jóvenes musulmanes universitarios con las
que ha realizado su trabajo de campo. Cuando Nancy Scheper-Hughes
volvió a An Clochan, la comunidad irlandesa en la que había trabaja­
do veinticinco años antes de la publicación del texto compilado en este
libro, se encontró con las siguientes palabras: «Bueno, Nancy, siento de­
cirte que ya no eres bienvenida, ya no».
Ninguna de estas dos mujeres pensó que sus escritos podían causar
daños, pero las dos frases recogen el rechazo a sus ensayos por parte
de algunas de las personas con las que convivieron en el campo. Antici­
par posibles dificultades o malentendidos no es directamente relacional
con la capacidad real de los etnógrafos para calcularlos, argumenta Té­
llez. En ocasiones, hasta que no se producen, es imposible enfrentarse
a ellos; pero, una vez se han dado, es preciso desvelarlos y construir
procesos de reflexión común, explica esta misma autora. A la luz de
sus experiencias en el campo, ambas han intentando matizar y perfilar
la regla mencionada. Vivencias condicionadas por el contexto social,
político y económico en el que se ven inmersas las comunidades en las
que trabajan. Aunque sea simplificando, me pregunto: ¿cómo son vistas
las personas de religión musulmana a partir de los atentados del 11-M?,
¿qué lugar han alcanzado los procesos de identidad nacional en Irlanda?
La Asociación Americana de Antropología ha elaborado a lo largo
de su historia diferentes declaraciones sobre ética, al mismo tiempo que
ha sido cuidadosa a la hora de entender que la complejidad y variedad
de situaciones vividas por los antropólogos es complicado que sean re­
cogidas en un conjunto de preceptos (Nancy Konvalinka en este libro).
Scheper-Hughes escribe Saints, Scholars and Schizofrenics en 19711,
tras su trabajo de investigación en An Clochan. Cuando regresó a esta
localidad veinticinco años más tarde, sus vecinos habían leído la obra y
no consideraban correctas algunas de las interpretaciones que esta autora
había escrito sobre sus vidas. Ira en Irlanda, el capítulo que está reco­
gido en el presente libro, reconoce los errores de Saints, Scholars and
Schizofrenics. Pero indica:

La impenitencia casa con lo inexorable. Así que de alguna forma los


vecinos tenían razón cuando decían «no creemos que nos estés pidiendo
perdón». En su forma de ver las cosas hubiera supuesto una renuncia
a mí misma y a mi controvertida profesión, algo que no podía hacer.

1. Libro al que se refiere Nancy Scheper-Hughes en este volumen.

339
PILAR C U C A L Ó N

Escribí Saints en un momento de tiempo determinado y siendo una


antropóloga, etnógrafa particular. El tiempo, como dicen lo cura todo,
no existe la ira eterna ni el amor eterno.

ESCRIBIR, PARA QUÉ Y PARA QUIÉN

Diana Marre utiliza una pregunta que introduce y resume el desarrollo


de este epígrafe: «¿para qué y/o para quién escribe la antropología?».
Se (nos) interroga sobre los aspectos éticos surgidos en sus indagacio­
nes etnográficas sobre reproducción en España, concluye diciendo que
«el etnógrafo competente es aquél que aprende a vivir con mala con­
ciencia, pero sigue afectándole».
Esta autora y otros como Jesús Adánez, se refieren directamente al
trabajo de Nancy Scheper-Hughes para dar respuesta a su interrogación.
Esto no significa que compartan sus planteamientos, pero hacen men­
ción a ellos para construir su propia visión y hacer referencia a discusio­
nes que están articulando la disciplina desde hace tiempo2. Comprender
los encuentros y desencuentros de estos investigadores con esta contro­
vertida antropóloga, requiere conocer algunos de sus planteamientos:
entiende la antropología como una forma de resistencia, reclama la in­
versión de energías hacia prácticas que ella denomina más «humanas»,
rechaza una dedicación exclusiva a la academia, propone la elaboración
de textos transformadores del hacer académico, niega la existencia de
una neutralidad científica privilegiada y suscita el intento de hacer aná­
lisis detallados que den voz a todos aquellos que están silenciados por la
opresión política y económica (Scheper-Hughes, 1997). Los presupues­
tos mencionados no han sido abarcados en su totalidad en este libro:
Marre ha hablado de la necesidad de visibilización de las situaciones
injustas para el antropólogo y Adánez de la necesidad de esfuerzos hacia
el campo académico en el relato de su trabajo en Chalco, aunque este
mismo autor introduce la reflexión sobre las investigaciones en función
de los intereses de las comunidades estudiadas.
Margarita del Olmo realiza trabajo de campo durante tres años en
un aula de un colegio de Madrid. Este proceso genera en ella una serie
de pensamientos que la animan a infundir reflexividad y autocrítica a
sus colegas y a expresar un malestar sentido. Estas situaciones la han lle­
vado a plantearse la necesidad de cambiar su relación dentro del campo,
dado que las interacciones establecidas no han sido recíprocas. ¿Qué ha

2. Véase Clifford y Marcus (1986), Fox (1991), Scheper-Hughes (1994) y D ’Andrade


(1994).

340
CONCLUIR EL I N I C I O DE U N PROCESO DE R E F L E X I Ó N CONJUNTA

ofrecido a estas personas, a pesar de todo lo que ellas le han brindado?,


se pregunta. Le preocupa la utilidad de su trabajo para las que con­
forman su campo de estudio, ¿cómo les puede servir su conocimiento
antropológico y de esta forma generar mejoras en el trabajo escolar?
Díaz de Rada incide en que la vinculación moral del etnógrafo pasará
para bien o mal por la inmediata relación intersubjetiva que mantiene
con las personas en el campo y no por el supuesto valor práctico que en
un futuro más o menos distante les será devuelto como producto de
investigación. Considera que su trabajo en Guovdageaidnu (Noruega) no
tiene por qué resultar útil a los vecinos de este municipio, aunque sí pue­
de servir a otros investigadores. En la elaboración teórica de sus observa­
ciones y entrevistas no va a producirse una devolución recíproca, pero sí
va a darse en las relaciones de confianza establecidas con estos habitantes
del norte de Noruega. Para este autor el compromiso moral del etnógra­
fo tiene que ver con la sociedad del saber, que se refiere directamente
a sus colegas y estudiantes y no a la utilidad práctica de su trabajo para
las personas que dan forma a su campo de estudio. En relación con ello,
Matilde Fernández resalta la importancia del aprendizaje de conductas
«éticas» en el desarrollo de la disciplina, señalando la necesidad de dirigir
con cuidado este tipo de reflexiones a la formación de los antropólogos.
Argumenta que la existencia de normas y la explicitación de experien­
cias pueden ser elementos que ayuden a guiar el desarrollo del trabajo
de campo. Sin embargo para esta antropóloga, la resolución de todo
tipo de aconteceres producidos en la etnografía se encuentra en la im­
provisación y calidad humana de quién está indagando.
Los textos de Angel Díaz de Rada y M argarita del Olmo profun­
dizan en el compromiso moral de los antropólogos en su sentido más
epistemológico. Ambos usan sus vivencias en dos contextos de trabajo
diferentes para expresar cómo entienden esta obligación. Ninguno de
estos autores se refiere en sus capítulos a la labor del otro, pero yo ima­
gino el transcurrir de una conversación entre ellos, trazada por puntos
de distanciamiento y acercamiento sobre cómo comprender y actuar su
responsabilidad como investigadores.
Aunque Del Olmo no interrumpa su interés analítico con el ámbi­
to académico, cuestiona que dicha responsabilidad no pueda resultar
provechosa a los centros escolares en los que labora. Insiste en que esta
orientación hacia su quehacer no tiene por qué significar que su trabajo
carezca de un análisis enriquecedor y complejo. Me figuro la respues­
ta de Díaz de Rada a dicha afirmación, insistiendo en la existencia de
dos planos de compromiso moral diferentes en el desarrollo de la labor
antropológica: por un lado en el campo, como moralidad ordinaria en

341
PILAR C U C A L Ó N

términos de coparticipación y reciprocidad y, por otro lado, en la mesa


de trabajo, como buen hacer analítico. Este autor defiende la desco­
nexión y la no confluencia entre estos dos órdenes de moralidad para el
etnógrafo. Reflexiona sobre la innecesaria correspondencia entre las ex­
ploraciones de carácter aplicado o práctico y el deber en la cotidianidad
del campo, que implica tratar a las personas «sujetos» de dichos estudios
como personas y no como meros informantes. Del Olmo, aunque se si­
túe en esa necesidad de satisfacer los intereses de los actores implicados,
especialmente de los profesores de la escuela, no niega la necesidad de
una relación de colaboración en esos espacios directos de relación inter­
subjetiva. Es en la importancia de tratar a las personas como personas
donde pueden hilvanarse puntos de unión entre ambos.
Caridad Hernández señala que la antropología se ha constituido a
lo largo de su historia como una disciplina reflexiva y crítica consigo mis­
ma. Considero que el planteamiento de todas estas cuestiones ético-epis­
temológicas no tiene que significar que se tenga que encontrar soluciones
únicas a ellas, el esbozarlas como el desarrollo necesario de toda práctica
profesional quizá ayude a tomar decisiones con serenidad. Margarita del
Olmo resalta la importancia de mostrar a los lectores de trabajos antro­
pológicos la existencia de aquellas preocupaciones que el etnógrafo no ha
podido resolver en su devenir.

INTERVENIR Y ACTUAR EN EL CAMPO

En el capítulo que Fernando Monge ha elaborado en este libro, propo­


ne a los antropólogos un espacio de intervención en nuestras socieda­
des. Les invita a participar y responsabilizarse de la organización de los
museos. Aunque dicha participación y responsabilidad deben ejercerse
de una forma ética y para ello propone guiarse por algunos de los prin­
cipios básicos que han organizado la práctica de la disciplina a lo largo
de su trayectoria. Finaliza su escrito explicando que los museos:

No sólo son un excelente campo de estudio y actividad para la antro­


pología sino, además, escenarios en los que es tan necesario desarrollar
buenas prácticas como reflexionar críticamente sobre el papel y la ética de
los antropólogos contemporáneos. ¿Qué podemos aprender y compartir
entre todos?

Vallekas, Puerto de Mar. Fiesta, identidad de barrio y movimientos


sociales es el libro que Elízabeth Lorenzi escribe tras su investigación
sobre la Batalla Naval de Vallecas. Esta última se crea como un evento

342
CONCLUIR EL I N I C I O DE U N PROCESO DE R E F L E X I Ó N CONJUNTA

vecinal para conmemorar la independencia del barrio por parte de los


movimientos sociales locales. Tiene lugar desde los años ochenta y con­
siste en una gran guerra de agua.
En su capítulo, la autora explica cómo Vallekas, Puerto de M ar y
el conocimiento antropológico que lo avala fueron usados para legi­
timar la imagen de una fiesta y reivindicación vecinal como la Batalla
Naval, aclarando que no sólo trató de reconocer o dar valor a dicho
acontecimiento a través de su obra, sino que formó parte de las luchas
locales. Esta posición le llevó a plantearse si su trabajo contaría con el
apoyo de la comunidad científica. Además, propone el desarrollo de
otras formas de investigación, en las que el análisis va acompañado de la
intervención sobre el medio, como es el caso de la Investigación Acción
Participativa (IAP).
Al respecto de la Investigación Acción Participativa Alicia Re Cruz
expone cómo cambió su forma de entender y pensar la disciplina. No
queda claro si Lorenzi y Re Cruz comprenden del mismo modo la IAP.
Sin embargo, los límites entre ésta y la antropología aplicada son difusos
en el texto de la última, que la define como herramienta de intervención
y cambio social, capaz de construir una sociedad más justa y equitativa.
Carmen Osuna vivió una situación difícil en el aula de bachillerato
del instituto en el que realizó su estudio. Actuar o no actuar, presencian­
do el castigo y la ridiculización de un profesor hacia una de sus alumnas,
parecen plantearle una serie de dilemas. La etnógrafa «no actúa» en ese
momento, en el sentido de recriminar cara a cara al docente el daño que
con sus palabras puede estar causando a la niña, sino que espera y mues­
tra su apoyo a ésta una vez la riña y la humillación han finalizado. ¿Por
qué replantearse el haber obrado en el momento en el que se está produ­
ciendo el castigo?, ¿querría esta chica que lo hubiera hecho Carmen?, ¿lo
necesitaba? Esta autora plantea que en espacios donde las relaciones de
poder son explícitamente desiguales resulta complicado no inmiscuirse.
Pilar López narra algunas de las circunstancias vividas durante su
estancia de investigación en Ecuador, intentando complejizar los pro­
cesos migratorios entre este país y España. Hechos incómodos de re­
cordar y ante los que su inacción puede resultarle en este momento
injustificable. Entabla amistades en el campo que cada vez hacen más
complicado mantener su rol de antropóloga distante. Tenía miedo a
hacerse daño a ella misma y las personas que depositan su confianza en
ella. Replantea la dicotomía nosotros/otros, en la que ese nosotros está
lleno de muchos otros.
La cuestión de fondo que me planteo es si M onge, Lorenzi y Re
Cruz responden en sus capítulos a la píegunta de «para qué y para quién

343
PILAR C U C A L Ó N

escribe la antropología» y si proponen intervención sobre el campo para


el cambio. Sus propuestas a la hora de interpretar dicha intervención
¿son iguales?, y, respecto al cambio, ¿lo son? La mejora en la gestión de
los museos, ¿puede ser entendida de la misma manera que las transfor­
maciones reivindicadas por los movimientos vecinales?
Osuna y López llevan a sus lectores hacia lo minucioso del trabajo
de campo, a los dilemas surgidos en esas interacciones marcadas por
el aquí y el ahora, a lo cotidiano, a lo particular, a la vivencia del con­
flicto entre los compromisos personales y profesionales. Angel Díaz
de Rada habla de coparticipación y reciprocidad en el campo, mientras
que estas dos autoras explican y destapan lo desconcertante de estos
vínculos.
En mi trabajo de campo3, he encontrado una realidad semejante
a la que narra Margarita del Olmo: los profesores y alumnos con los
que me he relacionado nunca han tenido muy claro mi objetivo dentro
del Aula de Enlace. Desconozco qué esperaban de mí, tanto unos como
otros, pero me planteaban preguntas que me ponían en un aprieto. Los
docentes no sólo me han interrogado sobre la imagen que tengo sobre
las Aulas de Enlace, sino que han esperado mi consejo sobre sus pre­
ocupaciones a la hora de resolver determinadas vivencias en clase. La
expresión de mi parecer sobre aquello que me sugerían podía condicio­
nar sus prácticas y con ello verse distorsionado mi estudio. Intentaba
ser sincera en mis opiniones y cuidadosa a la hora de expresarlas. En
este decir o no decir, contestar o no contestar, actuar o no actuar ante el
docente no me siento cómoda. Me inquieta examinar en qué lugar me
estoy colocando respecto a educadores y alumnos: ¿como asesora de
docentes?, ni soy quién, ni quiero serlo; ¿como protectora de alumnos?,
ellos tienen sus propios medios; o simplemente ¿como una persona que
interactúa con otra en un contexto concreto?

3. Esta reflexión surge como consecuencia de un trabajo de investigación etnográfico


desarrollado durante los cursos académicos 2005/2006 y 2008/2009 en dos Aulas de Enlace
diferentes. El Aula de Enlace es un servicio educativo puesto en marcha por la Comunidad
Autónoma de Madrid, dirigido a alumnos y alumnas extranjeros/extranjeras con descono­
cimiento del castellano o con carencias en sus conocimientos básicos. Su finalidad principal
es la adquisición por parte de dicho alumnado de las competencias comunicativas y lin­
güísticas necesarias para la incorporación a su entorno escolar y social. Los destinatarios
son alumnos y alumnas del segundo y tercer ciclo de Educación Primaria y de Educación
Secundaria (Cucalón, 2007). Dicho trabajo de investigación se encuentra enmarcado en
el desarrollo de mi tesis doctoral, y tiene como objetivo último conocer los procesos de
«inmersión» de estos chicos y chicas en los centros escolares madrileños a través de este
dispositivo al que he hecho mención.

344
CONCLUIR EL I N I C I O DE U N PROCESO DE R E F L E X I Ó N CONJUNTA

Fuera y dentro del lugar de estudio vivo toda una serie de situacio­
nes perversas para mí. Incomoda y cuestiona mi moral el no enfren­
tarme a ellas directamente, ¿por qué no hacerlo?, ¿por qué no actuar
ni en el campo ni fuera de él? Preguntas que quedan para un debate
posterior.

CONTAR O NO LO INTERESANTE

¿Por qué lo interesante nunca sale?, se pregunta Pilar López al narrar los
afectos, contradicciones, conflictos y soluciones tomadas antes, durante
y después de su etnografía entre España y Ecuador.
¿Cómo contestaría Nancy Scheper-Hughes a esta pregunta? A la luz
de su artículo compilado en este libro, diría que siempre debemos res­
peto y empatia en nuestra escritura a las personas de nuestro estudio.
Manuel Moreno Preciado indica que es la propia ética del investigador
la que limitará sus actividades indagatorias frente a una persona, preser­
vando sus derechos en cada momento.
M e aventuro a contestar a la sugerente e interesante pregunta de
Pilar López, manifestando que mostrar en nuestros textos algunas infor­
maciones expresadas por parte de los actores sociales en una situación
comunicativa concreta va más allá de los intereses de la investigación,
así como de aquello que se espera que pueda aportar al campo para el
que se escribe. Las personas hacia las que se dirigen nuestras miradas
y preguntas, aunque puedan olvidar que somos investigadores como
consecuencia de nuestra estancia prolongada en su día a día, saben qué
hacer, qué decir y cómo hacerlo ante nuestra presencia. Se trata de una
situación como otras de su vida, marcada por relaciones de poder, en las
que cada uno acaba jugando un papel.
A la hora de analizar y escribir es preciso hilar fino y no dejarse
llevar por las primeras impresiones. En este sentido, Manuel Moreno
explica que en su estudio sobre la diversidad cultural en salud era nece­
sario confrontar las frases abiertamente racistas de algunos profesiona­
les sanitarios hacia sus pacientes, con lo cariñoso (como el autor las de­
fine) de las acciones de estos mismos profesionales hacia estos mismos
usuarios. A esto añade la importancia de contextualizar el día a día de
los centros hospitalarios en el clima de precarización al que se ven so­
metidos. Ser minucioso en el trabajo de campo implicaría para Waltraud
Müllauer-Seichter incorporar las imágenes de actores sociales muchas
veces olvidados, como son los niños.

345
PILAR C U C A L Ó N

C O N C L U S IÓ N

En la lectura y escritura de este texto he intentado aproximarme a las


reflexiones y deliberaciones que los artículos revelan. Imagino que no
he sido capaz de captar con la minuciosidad que se merecen todas las
ideas presentadas. Probablemente habré olvidado lo más interesante,
pero he intentado en todo momento plasmar contradicciones y pos­
turas, confrontar posiciones y reflejar el carácter cambiante y abierto
de éstas.
Marina Garcés explica que inicia otra relación con el mundo a partir
de sus estudios en filosofía. Este comienzo pasa por el descubrimien­
to de la amistad como instrumento político (Marina Garcés, 2008: 263).
Sospecho que para cada uno de los lectores de este libro la antropología
ha supuesto, supone o está suponiendo comienzos, transformaciones,
conflictos y un largo etcétera. En mi caso, la formación en esta disciplina
genera un proceso de descubrimiento que poco a poco sigue constru­
yéndose.
En mi trayectoria como antropóloga todavía no he encontrado una
respuesta precisa a todas las cuestiones planteadas en este libro. De cada
uno de estos investigadores tomaré unas formas de entender y de tra­
bajar y desecharé otras, así poco a poco iré elaborando y configurando
mi propio quehacer. Espero que este quehacer se vaya transformando
y matizando.
Mi último compromiso con estas conclusiones es explicitar que en
la escritura de este texto he incorporado a mi cuerpo y mis palabras el
miedo a traicionar lo que cada uno de los autores estaba proponiendo.
M e perturba que mis interpretaciones no sean fieles a lo que se estaba
pretendiendo expresar, a configurar una serie de conexiones impreci­
sas para los creadores implicados. Sin embargo, considero que

Como todo trabajo antropológico contemporáneo, no tengo ningún


problema en contribuir con mis textos a abrir distintos debates y creo
que no debería ser una causa para la desesperación sino, al contrario,
para obligarnos a reflexionar sobre dilemas de la práctica antropológica
que no podemos seguir ignorando (porque vivimos en tiempos en los que
es más difícil mantener en su sitio las fronteras de la «cultura» y porque la
política global es menos clara). Este tipo de problemas nos permite hacer
uso de estrategias provisionales que pueden tener que ver con nuestras
expectativas siempre y cuando estén despojadas de la ilusión de que
nuestras contribuciones tengan mayor valor (Abu Lughod, 1991: 160).

346
CONCLUIR EL I N I C I O DE U N PROCESO DE R E F L E X I Ó N CONJUNTA

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347
ACERCA DE LAS AUTORAS Y AUTORES

Jesús Adánez Pavón es profesor en el Departamento de Historia de América II


(Antropología de América), en la Universidad Complutense de Madrid. Como
arqueólogo, sus líneas de investigación están centradas actualmente en el área
maya, si bien anteriormente participó en proyectos de arqueología prehispánica
en el área andina y de arqueología histórica en las Antillas. Como etnólogo, sus
trabajos iniciales tuvieron lugar en España y se ampliaron luego en México.

Pilar Cucalón estudió antropología social en Madrid, después de haber termi­


nado su diplomatura en trabajo social y al considerar que necesitaba seguir
estudiando y dejar su ciudad natal, Zaragoza. Gracias a una beca predoctoral
otorgada en el Centro de Ciencias Humanas y Sociales del CSIC, y a Margarita
del Olmo que la animó para que la pidiese, realiza su tesis doctoral con una de­
dicación mucho mayor de la que ella había planeado en el año 2008. Recalca
este año porque es en el que le fue otorgada dicha beca y porque se encontraba
con una estancia en la Universidad Nacional Autónoma de México. Su tesis
doctoral trata sobre los procesos de «problematización» e «inmersión» de los
chicos y chicas inmigrantes/extranjeros en los centros escolares madrileños a
través de las Aulas de Enlace.

Margarita del Olmo es doctora en antropología y trabaja como investigadora


en el Centro de Ciencias Humanas y Sociales del Consejo Superior de Inves­
tigaciones Científicas. Como miembro del Grupo INTER participa en diver­
sos proyectos relacionados con la educación. Ha trabajado en varios países,
entre ellos, Estados Unidos, Canadá, Argentina, Sudáfrica y Austria. Su línea
de investigación principal está articulada en torno al tema del racismo y a su
prevención, pero su carrera investigadora se engloba en el tema del contacto
cultural. Ha realizado trabajo de campo sobre los siguientes temas: reservas
indias en Canadá, argentinos exiliados en España, conversos españoles al islam,

349
DILEMAS ÉTICOS EN A N T R O P O L O G I A

inmigración e integración, identidad cultural, multiculturalismo y Educación


Intercultural. Su último trabajo de campo lo ha realizado entre 2006 y 2008 en
la Aulas de Enlace de la Comunidad de Madrid (un programa de la Consejería
de Educación para facilitar la integración de los alumnos inmigrantes) sobre el
que está a punto de salir una monografía titulada Reshaping Kids Througb Public
Policy. Lessons from Madrid.

Angel Díaz de Rada (Madrid, 1963) se doctoró en la UNED en 1993 con una
tesis en el ámbito de la Antropología de la Educación. Ese trabajo fue publicado
con el título Los primeros de la clase y los últimos románticos. Una etnografía
para la crítica de la visión instrumental de la enseñanza (1996). Angel Díaz de
Rada ha realizado trabajo de campo en el Valle del Jerte (España), dos institu­
ciones escolares de Madrid, la ciudad de Leganés (Madrid), una oficina de aten­
ción al ciudadano de la Comunidad Autónoma de Madrid, y en Guovdageaidnu
(Noruega). Por orden de realización, estos trabajos de campo tienen reflejo en
los siguientes trabajos, entre otros: J. L. García, H. Velasco y otros, Rituales
y poceso social (1991); la tesis doctoral mencionada; F. Cruces y A. Díaz de
Rada, La ciudad emergente. Transformaciones urbanas, campo político y campo
asociativo en un contexto local (1996); H. Velasco, A. Díaz de Rada y otros, La
sonrisa de la institución. Confianza y riesgo en sistemas expertos (2006); A. Díaz
de Rada, «¿Dónde está la frontera? Prejuicios de campo y problemas de escala
en la estructuración étnica en Sápmi» (2008), Revista de Dialectología y Tradi­
ciones Populares, LXIII/1: 187-235. A lo largo de este repertorio de trabajos de
campo, Angel Díaz de Rada ha perseguido (y sigue persiguiendo) unas pocas
obsesiones básicas. En el plano teórico, el examen de la cultura expresiva en el
contexto de instituciones burocráticas, desde las escolares hasta las etnopolíti-
cas, y la formación de los vínculos humanos allí donde las burocracias buscan
producir sistemas abstractos de acción. En el plano metodológico, estas dispares
experiencias de campo, que sólo cobran sentido en el seno de la producción
etnográfica, han ofrecido una gama de pruebas para una idea general, carente
por completo de originalidad: el valor de la etnografía (cuanto más clásica me­
jor) en el examen de las sociedades contemporáneas. A este respecto, el trabajo
fundamental ha sido el siguiente: H. Velasco y A. Díaz de Rada, 620 09 [1996],
La lógica de la investigación etnográfica-, su última publicación lleva por título
Cultura, antropología y otras tonterías (2010); los dos últimos títulos publica­
dos en esta misma editorial.

Matilde Fernández Montes, doctora en Prehistoria y Etnología por la Universidad


Complutense de Madrid e Investigadora Científica del Centro de Humanidades
y Ciencias Sociales del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. En los úl­
timos años se ha centrado en estudiar cómo se generan las identidades locales en
los barrios de inmigrantes, concretamente en el de Vallecas, donde hoy se buscan
fórmulas de convivencia entre los inmigrantes de origen nacional que se asenta­
ron allí durante el franquismo y los actuales de origen internacional.

350
ACERCA DE LAS A U T O R A S Y A U T O R E S

Caridad Hernández es doctora en Antropología por la Universidad Complutense


y trabaja como profesora en el Departamento de Didáctica de las Ciencias Socia­
les de la Facultad de Educación de la Universidad Complutense de Madrid. Ha
realizado trabajo de campo en España en distintos lugares y en diferentes mo­
mentos. Ha trabajado en numerosos proyectos relacionados con la educación, en
algunos de ellos como miembro del Grupo INTER. Tanto sus publicaciones como
sus líneas de investigación se vinculan a dos campos: la antropología y la ense­
ñanza de las ciencias sociales. Ultimamente su interés se centra en Educación
Intercultural y formación de profesorado, enseñanza de las ciencias sociales en
contextos multiculturales, Racismo y Educación e Integración de los alumnos
extranjeros en el sistema educativo.

Nancy Konvalinka es profesora ayudante en el Departamento de Antropología


social y cultural de la UNED. Ha llevado a cabo trabajo de campo sobre los va­
lores, el género y la organización familiar y laboral en una zona rural de León.
Se interesa especialmente por las relaciones de género, de propiedad y de poder
interfamiliares e intra-familiares y en las tranformaciones de las formas de la
familia en la actualidad. Otro campo de interés está relacionado con los proble­
mas éticos que surgen en el trabajo de campo y las posibilidades de prevenirlos
y estar preparado para dar respuesta a ellos a través de una reflexión preliminar
cuidadosa.

Filar López Rodríguez-Gironés se licenció en 1995 en Sociología, especialidad


en Antropología Social y Cultural en la Universidad Complutense de Madrid.
Después de años apartada de la vida académica inició estudios en el doctorado
interdisciplinar «América Latina Contemporánea» del Instituto Universitario de
Investigación Ortega y Gasset, en Madrid, y obtuvo una beca MAE-AECI para
la realización de trabajo de campo antropológico en Ecuador, donde permane­
ció entre los años 2004 y 2006. Su tesis doctoral está todavía por escribir.

Elísabeth Lorenzi es doctora en Antropología Social por la Universidad Com­


plutense de Madrid. Sus intereses prioritarios se centran en el medio urbano, la
participación y los movimientos sociales, perspectiva que la ha llevado a hacer
trabajo de campo en Milán y en el madrileño barrio de Vallecas a cuya fies­
ta, la Batalla Naval, ha dedicado un libro. A esta experiencia se han sumado
otras publicaciones sobre la historia de la articulación social en Vallecas y la
inmigración. Actualmente sus intereses se centran en dos temas convergentes:
el Movimiento de Okupación en Madrid y la Critical Mass (movimiento de la
bicicleta). Además de antropóloga es trabajadora social y a lo largo de su tra­
yectoria profesional ha tenido la posibilidad de entrelazar las dos perspectivas
de sus especialidades hacia el campo educativo y comunitario, combinando la
teoría y la práctica para intervenir con un enfoque intercultural.

Diana Marre es profesora e investigadora del Departamento de Antropología


Social y Cultural de la Universidad Autónoma de Barcelona y directora del

351
DILEMAS ÉTICOS EN A N T R O P O L O G Í A

Área de Investigación en Adopción Internacional y Circulación de Menores


del Instituto de Infancia y Mundo ürbano de Barcelona. Sus libros recientes se
titulan International Adoption. Global Inequalities and the Circulation of Chil-
dren (2009) coeditado con Laura Briggs, La adopción y el acogimiento: presente
y perspectivas (2004), coeditado con Joan Bestard Mujeres argentinas. Repre­
sentación, territorio, género y nación (2003). Sus artículos más recientes son
«The family body: person, body and resemblance» en J. Edwards y C. Salazar
(eds.), Kinship Matters: European Cultures ofKinship in the Age of Biotechnolo-
gy (2009); en coautoría con Joan Bestard, «‘I Want Her to Learn Her Language
and Maintain Her Culture’. Transnational Adoptive Familes’ Views on ‘Cultural
Origins’», en P. Wade (ed.), Race, Ethnicity and Nation in Europe: Perspecti-
ves from Kinship and Genetics (2007). Es codirectora de la la Newsletter AFIN
(Adopciones, Familias, Infancias).

Fernando Monge es profesor de Antropología en la UNED, ha investigado tam­


bién en el CSIC y en algunas universidades de Estados Unidos, Canadá y Sudá-
frica. Cuando le preguntan cuál es su área de investigación suele generar algo de
confusión con sus respuestas, ¿qué le vamos a hacer? Se ha preocupado por el
modo en que eran percibidos los nativos de la Costa Noroeste de Norteamérica
por los exploradores ilustrados, cómo éstos nos legaron un modo de escribir
y percibir a los indígenas de ese área en particular, y a los «otros» en general;
cómo se han transformado las ciudades portuarias y los modos en el que los
viejos puertos se han renovado; por los museos; y por los procesos de enseñan­
za intercultural. En todos los casos sus obsesiones han sido fundamentalmente
dos: introducir la dimensión temporal en los análisis antropológicos y llevar las
perspectivas de la antropología y conceptos como el del «relativismo cultural» a
los usos de los ciudadanos del siglo xxi.

Manuel Moreno Preciado es enfermero y doctor en Antropología de la salud.


Emigró como obrero industrial y permaneció durante dieciséis años a Ginebra
(Suiza) donde se formó como enfermero, antes de regresar a España en 1985.
Actualmente es profesor titular de la Universidad Europea de Madrid y director
del Departamento de Enfermería. En al año 2000 se licenció en Antropología
Social y Cultural por la UCAM y también obtuvo el título superior en Enferme­
ría y la especialidad de Antropología de la Salud. El año 2006 se doctoró en An­
tropología de la Salud con una tesis titulada «La relación enfermera/paciente
inmigrado». Ha realizado y publicado numerosos trabajos relacionados con
la inmigración, las relaciones interétnicas y la diversidad cultural, apostando
por los enfoques sociales y culturales del cuidado de la salud, subalternos en
el actual modelo biomédico. Entre todos estos trabajos cabe destacar el libro
recientemente aparecido El cuidado del otro. Un estudio sobre la relación enfer­
mera/paciente inmigrado (2008). Su interés por la temática migratoria tiene su
base en la hipótesis de que las diferentes formas de entender el proceso de salud
y enfermedad por parte de la población inmigrada y su confrontación con el mo­
delo biologicista imperante produce, necesariamente, un desajuste en la relación

352
ACERCA DE LAS A U T O R A S Y A U T O R E S

profesional/paciente. Ha querido indagar esta realidad en los centros sanitarios


y también entre los estudiantes de Enfermería, desarrollando diferentes estudios.

Waltraud Müllauer-Seichter se formó en Antropología en el Instituí für Social


und Kulturanthropologie en Viena (Austria) donde obtuvo el grado de docto­
ra en 1995. A partir del año 1999 reside en Madrid donde ha sido becaria
postdoctoral del CSIC (2000-2002). Desde el año 2003 forma parte del profe­
sorado del Departamento de Antropología Social y Cultural de la UNED. Sus
líneas de investigación han estado centradas en la historia de la antropología y
desde hace ocho años, también en el espacio público, Landscape y la antropo­
logía urbana y la participación ciudadana. Sobre estos temas ha trabajado de
manera interdisciplinar con arquitectos, urbanistas y responsables de la admi­
nistración en Viena, Madrid y Lima.

<rmen Osuna Nevado realiza su doctorado en Antropología en el departa­


mento de Antropología Social y Cultural de la UNED y es miembro del Grupo
INTER de investigación en Educación Intercultural. Ha disfrutado de varias
estancias de investigación en diversos países de Europa y América Latina. Ac­
tualmente disfruta de una beca MAEC-AECI en Bolivia, donde realiza trabajo
de campo sobre Educación Intercultural. Le encanta viajar y leer.

Alicia Re Cruz es profesora de Antropología aplicada en la Universidad del Norte


de Texas desde 1992. Antes trabajó en comunidades mayas de Yucatán estudian­
do los movimientos migratorios de campesinos a la ciudad de Cancún y publicó
un libro titulado The Two Milpas of Chan Kom. Cuando llegó a Texas intentó
aplicar sus conocimientos de los procesos culturales de la migración rural-urbana
en México al análisis de los movimientos migratorios a través de la frontera
entre este país y Estados Unidos. Ha dedicado especial atención a las mujeres
inmigrantes, sus estrategias de acomodación cultural algunas veces acompaña­
das de conversiones religiosas a denominaciones protestantes, en función de sus
nuevos roles sociales y económicos. Y se ha centrado en particular en el tema
de mujeres inmigrantes indocumentadas («sin papeles»), víctimas de violencia
doméstica, entre las cuales ejerce de antropóloga, asistiendo a ONG que asisten
a estas mujeres en sus procesos judiciales de denuncia de los malos tratos que
les pueden permitir conseguir la residencia legal en Estados Unidos. Un capítulo
muy especial de su trabajo como antropóloga está dedicado al análisis de las
trayectorias de los niños inmigrantes en el sistema escolar.

Nancy Scheper-Hughes es profesora en el Departamento de Antropología de


la Universidad de California en Berkeley y dirige el programa de antropología
médica. Sus áreas de interés se centran la antropología médica y psiquiátrica,
la violencia, el desorden y la justicia popular, el tráfico global de órganos, los
derechos humanos, la ética en antropología y en medicina y la antropología
pública. La violencia, el sufrimiento y la muerte prematura tal y como se viven
en los márgenes y en las periferias del mundo contemporáneo son los temas

353
DILEMAS ÉTICOS EN A N T R O P O L O G Í A

más importantes de sus textos, su labor investigadora y práctica docente. Una


selección de su currículo se puede consultar en: http://anthropology.berkeley.
edu/nsh.html.

Virtudes Téllez Delgado es licenciada en Antropología Social y Cultural por la


Universidad Autónoma de Madrid en 2004 y becaria predoctoral del Centro de
Ciencias Humanas y Sociales del Consejo Superior de Investigaciones Científi­
cas desde el 2006 en el proyecto de Investigación Archivo del Duelo. Creación
de un archivo etnográfico de los atentados del 11 de marzo de Madrid. Ha reali­
zado estancias de investigación en Chile, Reino Unido, Holanda y Francia. Sus
intereses profesionales se centran en el estudio de la religiosidad en contextos
globales y su proliferación gracias a las nuevas tecnologías de información y
comunicación. Su tesis doctoral trata sobre los procesos de redefinición del con­
cepto «musulmán» entre jóvenes musulmanes del ámbito asociativo madrileño y
sobre la construcción y práctica de su religión en su vida cotidiana.

354
ÍNDICE GENERAL

Contenido.............................................................. .................................................................... 7

In tro d u c c ió n : Margarita del Olmo ....... .................................................................... 9


La d eclara ció n so bre ética d e la A so cia c ió n A m erican a de A n tro po lo gía
y su r e le v a n c ia p ara l a ín v e s t ig a c ió n e n E sp añ a: Nancy Konvalinka.... 13
L o s a n t r o p ó lo g o s v a n a la g u e r r a ......................................................................... 13
L a a n t r o p o lo g í a y el p o d e r m ilita r en E s t a d o s U n id o s ............................. 14
L o s c ó d ig o s d e é tic a d e la A s o c ia c ió n A m e r ic a n a d e A n t r o p o lo g í a .. 19
L a a n t r o p o lo g í a y el Human Terrain System .................................................. TI
L a r e le v a n c ia d e e s to s p r o c e s o s p a r a la in v e s tig a c ió n a n t r o p o ló g ic a y
la fo r m a c ió n d e a n t r o p ó lo g o s e n E s p a ñ a ................................................. 30
R e fe r e n c ia s b ib lio g r á f ic a s .......................................................................................... 32

L a n e g o c ia c ió n d e l t r a b a jo d e cam p o : Caridad Hernández........................... 35


I n t r o d u c c i ó n ..................................................................................................................... 35
L a d e c la r a c ió n d e la A s o c ia c ió n A m e ric a n a d e A n tr o p o lo g ía ( A A A )... 37
T r a b a jo d e c a m p o e n c e n tr o s e s c o l a r e s .............................................................. 40
R e fe r e n c ia s b i b l i o g r á f i c a s .......................................................................................... 45

N ovato e n V a lle de C h alco : r e fl e x io n e s so b r e la é t ic a d e l a n t r o p ó l o ­


go DESDE EL RECUERDO DE UNA ETNOGRAFÍA EN UNA BARRIADA MEXICANA:
Jesús Adánez Pavón ....................................................................................................... 47
P u b lic id a d , p r iv a c id a d , c o n s e n t im ie n t o ............................................................ 48
E tic a y m i l i t a n c i a ............................................................................................................... 52
R e fe r e n c ia s b ib lio g r á f ic a s .......................................................................................... 56

B a g a t e l a s d e l a m o r a lid a d o r d in a r ia . L o s a n c l a je s m o r a le s d e u n a ex p e­
r ie n c ia e t n o g r á f i c a : Angel Díaz de R ada .......................................................... 57
¿ Q u é d e m o n io s h e d i c h o ? .......................... .............................................................. 57

355
DILEMAS ÉTICOS EN A N T R O P O L O G I A

Q u im é r ic o s p r o p ó s i t o s ................................................................................................ 59
U n e n u n c ia d o m o r a l ...................... j ............................................................................ 60
B a g a t e l a s ............................................................................................................................ 63
In te r su b j e t i v i d a d ........................................ .................................................................... 68
G r a n d e s p r i n c i p i o s ............................................................................ ........................... 71
R e fe r e n c ia s b i b l i o g r á f ic a s ........................................................................................... 74

C o n f l ic t o d e in t e r e s e s . R e f l e x ió n so b r e u n t rabajo d e ca m po e n la e s ­
cu ela: Margarita del Olmo .............................. ........................................................ 77
I n t r o d u c c i ó n ................................................................................................................... 77
E l p r o b le m a d e l a c c e s o a l tr a b a jo d e c a m p o .................................................. 79
C o n f lic t o s d e in te r e s e s p r o v o c a d o s p o r m i t r a b a jo d e c a m p o e n la
c l a s e ............................................................................................................................... 81
C o n flic to s d e in te re se s en tre lo s r e sp o n s a b le s d e la s A u la s d e E n la c e .. 87
E n b u s c a d e la r e c ip r o c id a d d e l t r a b a jo d e c a m p o . C o n c lu s io n e s p a r a
u n d e b a t e .................................................................................................................... 89
R e fe r e n c ia s b ib lio g r á f ic a s .......................................................................................... 92

A n t ro po lo g ía y r e p r o d u c c ió n : las prácticas y/ o la ét ic a : Diana Marre .... 93


A n t r o p o lo g í a y é t i c a ...................................................................................................... 95
A n t r o p o lo g í a y r e p r o d u c c i ó n .................................................................................. 101
L a r e p r o d u c c ió n e n E s p a ñ a ...................................................................................... 108
P a ra s e g u ir p e n s a n d o ................................................................................................... 116
R e fe r e n c ia s b i b l i o g r á f i c a s .......................................................................................... 120

De m u se o s d e l sa b er a m u se o s d e lo s pu e blo s . El lugar d e los a n tr o pó lo ­


gos : Fernando Monge................................................................................................... 125
I n tr o d u c c ió n : lo s m u s e o s e n la a c t u a l i d a d ...................................................... 125
L o s m u s e o s e n E s t a d o s U n id o s y C a n a d á : la e m e r g e n c ia d e la s m in o ­
r ía s ..................................... .............................. .............................................................. 128
L o s m u s e o s a n t r o p o ló g ic o s e n E s p a ñ a y la s o c ie d a d m u lt ic u lt u r a l... 139
R e fe r e n c ia s b i b li o g r á f i c a s .................................................. ....................................... 143

La p o sic ió n d e l a n t r o p ó l o g o e n la rev a lo r iza c ió n d e l p a tr im o n io . El


d ile m a d e la « participació n o bserv a n te » e n la B atalla N aval d e V a-
lleca s: Elísabeth Lorenzi Fernández ................................................................ ... 145
L a p o lé m ic a B a t a lla N a v a l ......................................................................................... 146
E l in te r é s d e la f i e s t a .................................................................................................... 149
Im p lic a c ió n c o n el tr a b a jo d e c a m p o .................................................................. 152
E l a n t r o p ó lo g o y el p a tr im o n io d e lo s « n a t i v o s » .......................................... 155
L a p r á c t ic a p a tr im o n ia l e n m o v i m i e n t o ........................................................... 157
L a im p a r c ia lid a d d e la c ie n c ia y la o b s e r v a c ió n p a r tic ip a n t e ................ 161
E l c ó d ig o i n t u i d o ....................................................................................................... 164
D e la o b s e r v a c ió n p a r tic ip a n t e a la s m e t o d o lo g ía s p a r t i c i p a t i v a s ....... 166

356
ÍNDICE GENERAL

L a a n t r o p o lo g í a y la in te r v e n c ió n s o c i a l ........................................................... 167
T r a s la d a r e l d ile m a é t i c o ............................................................................................ 168
R e fe r e n c ia s b ib lio g r á fic a s ......................................................................................... 169

De r e spo n sa bilid a d es , c o m p r o m iso s y otras r e fl e x io n e s q ue llev an a la


a n t r o p o lo g ía a plica d a : Alicia Re C ru z .............................................................. 171
D e V a lle c a s a N u e v a Y o rk , p a s a n d o p o r la C o m p l u t e n s e ....................... 171
L a c u ltu r a m a y a : d e « lo o t r o e x ó t i c o » a « lo h u m a n o m á s c e r c a n o » .. 173
C u a n d o el p a r a d ig m a d e c o n o c im ie n t o se t a m b a l e a ................................. 175
T e x a s y su s m i s t e r i o s .................................................................................................... 177
L ib e r t a d H e r n á n d e z y la s le c c io n e s d e a n t r o p o lo g í a a p lic a d a e n
M é x i c o ........................................................................................................................ 179
A n t r o p o lo g ía a p lic a d a e n la U n iv e r s id a d d e l N o r t e d e T e x a s ............... 182
D i s c u s i ó n ............................................................................................................................. 183
R e fe r e n c ia s b i b lio g r á f ic a s ................. ........................................................................ 184

«N o esta m o s d e a c u e r d o c o n a lg un a s d e tus in t e r p r e t a c io n e s » : g e st ió n
DE LA INFORMACIÓN EN EL TRABAJO DE CAMPO CON PERSONAS ESTIGMATIZA­
DAS: Virtudes Téllez D elgado ................................................................................... 187
L a s m a la s in te n c io n e s d e s p r o v is t a s d e m a la i n t e n c i ó n ............................. 189
E l e s t i g m a ............................................... ........................................................................... 193
L a m o r a l e n la p r á c t ic a a n t r o p o l ó g i c a ............................................................... 196
G e s tió n d e la in f o r m a c ió n d e l t r a b a jo d e c a m p o c o n p e r s o n a s e s tig ­
m a t i z a d a s .................................................................................................................... 199
R e fe r e n c ia s b i b l i o g r á f i c a s .......................................................................................... 200

I ra en Irlan da : Nancy Scheper-Hughes..................................................................... 203


V u e lta a c a s a ..................................................................................................................... 206
U n to q u e e x q u is it o d e lo c u r a i r l a n d e s a ............................................................ 207
L a r e a c c ió n d e lo s « n a t iv o s » . A n t r o p o lo g í a d e s o f á .................................. 211
S u p e r a c ió n : e n r e c o n o c im ie n t o a A n C lo c h a n .............................................. 214
E n r e c o n o c im ie n t o d e la e t n o g r a f í a ................................................................... 220
L a h u id a d e l c o n e jo : la p a r t i d a ......................................................... ................... 222
R e fe r e n c ia s b i b li o g r á f i c a s .......................................................................................... 227

« M i COLEGIO SIN MÍ»: DILEMAS EN LA DEFINICIÓN DE MI ROL COMO ETNÓGRAFA:


Carmen Osuna N evado ............................................................................................. 229
N e g o c i a c i ó n d e l e s p a c io p a r a e l t r a b a jo d e c a m p o .................................... 230
C o m ie n z a la o b s e r v a c i ó n .......................................................................................... 233
L a d e fin ic ió n d e m i p r o p io r o l ...................................................................... ........ 234
R e la c ió n c o n lo s p r o f e s o r e s .................................................................................... 236
R e la c ió n c o n lo s a l u m n o s ........................................................................................... 238
A m o d o d e c o n c l u s i ó n ................................................................................................ 239
R e fe r e n c ia s b i b l i o g r á f i c a s .......... ................................................................................ 240

357
DILEMAS ÉTICOS EN A N T R O P O L O G Í A

D elito s d e o m isió n . M ás allá d e e sc r ib ir o n o e s c r ib ir : a ctu a r o n o a c ­


tu a r : Pilar López Rodríguez-Gironés.................................................................. 243
M is c a m p o s : p a lo s d e c ie g o y m u c h o a u t o b ú s .............................................. 244
B r e n d a , T o m á s y a lg u n a s m e n tir ijilla s m á s o m e n o s b ie n r e s u e lt a s ... 250
S o b r e n o h a b la r (n o e s c r ib ir): c o n s id e r a c io n e s e n t o r n o a l « o t r o » y el
« n o s o t r o s » ................................................................................................................. 25 6
C a s o s / d i l e m a s .................................................................................................................. 261
A m o d o d e c o n c l u s i ó n ................................................................................................ 266
A n e x o : L a n iñ a ................................................................................................................. 268
R e fe r e n c ia s b ib lio g r á f ic a s .......................................................................................... 270

H a bla n l o s n iñ o s . E valuación cr ít ic a d e plazas y espacios v e r d e s . L a « o pi ­


n ió n ex pe r t a » d e n iñ o s d e L avapiés para r e fo r m a r su espacio v it a l :
Waltraud Müllauer-Seichter...................................................................................... 273
A n t e c e d e n t e s ................................................................................................................. 275
I n t e n c i o n e s ........................................................................................................... ............ 277
B a s e t e ó r ic a y m e t o d o ló g ic a : la perspectiva de los niños ........................ 277
M a p a s c o g n it iv o s y e s b o z o s ..................................................................................... 282
R e s u lta d o s y c o n c lu s i o n e s ......................................................................................... 291
E l tie m p o n o se d e tie n e . L o q u e o c u r rió en L a v a p ié s m ie n tra s ta n to .. 294
R e fe r e n c ia s b i b l i o g r á f ic a s .......................................................................................... 299

S u je t o s c o m o o b je t o d e e s t u d io : Matilde Fernández Montes......................... 303


R e fe r e n c ia s b i b l i o g r á f i c a s .......................................................................................... 314

A n t r o p o l o g ía y cu id a d o s : d ilem a s é t ic o s e n la in v e st ig a c ió n c o n pa cien ­
tes: Manuel Moreno Preciado.................................................................................. 315
I n tr o d u c c ió n .................................................................................................................... 315
E tic a y b io é tic a : ¿d e q u é e s ta m o s h a b l a n d o ? ................................................. 319
T r a b a jo d e c a m p o e n s a lu d : ¿y u s te d q u é h a c e a q u í ? ................................ 323
E l « c u lt u r a lis m o » : u n d is c u r s o p o c o é tic o ....................................................... 326
E tic a , in v e stig a c ió n , c u id a d o s y d iv e r s id a d : r e fle x io n e s f i n a l e s .......... 330
R e fe r e n c ia s b i b li o g r á f i c a s .......................................................................................... 334

C o n clu ir e l inicio d e un pro ceso d e r e fl e x ió n c o n ju n t a : Pilar Cucalón ... 337


T r a b a ja r sin c a u s a r d a ñ o s .......................................................................................... 338
E sc rib ir, p a r a q u é y p a r a q u i é n ............................................................................. 340
In te rv e n ir y a c tu a r e n el c a m p o ............................................................................ 342
C o n ta r o n o lo in t e r e s a n t e ....................................................................................... 345
C o n c l u s i ó n ........................................................................................................................ 346
R e fe r e n c ia s b i b l i o g r á f i c a s ........................................................................................... 347

Acerca de las autoras y autores ........................................................................................ 349


Indice general........................................................................................................................... 355

358

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