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Borges y yo (Jorge Luis Borges, ​El hacedor,​ 1960)

Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me
demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de
Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un
diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVII,
las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias,
pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar
que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir para que Borges pueda tramar su
literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas
válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni
siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a
perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a
poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar.
Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente
quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien
soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso
rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del
arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y
tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o
del otro. No sé cuál de los dos escribe esta página.

En la riqueza y la pobreza (Sergio Arroyo, ​Placton, ​2016)

Nunca se desprendía de su celular. Se bañaba con él a la vista. A la hora del almuerzo,


mientras conversaba con sus compañeros de trabajo, le lanzaba miradas curiosas a la pantalla,
como a la espera de una llamada importante.
Dormía con él, se vestía en su presencia y sin pudor. A veces su vibración bajo las
sábanas la despertaba de una forma que jamás se atrevería a confesarle a nadie.
Sin embargo, en cuanto salió el nuevo modelo, no dudó ni un instante en cambiar el
viejo.

Amor 77 (Julio Cortázar, ​Un tal Lucas, 1979)

Y después de hacer todo lo que hacen se levantan, se bañan, se entalcan, se perfuman,


se visten, y así progresivamente van volviendo a ser lo que no son.
El dinosaurio (Augusto Monterroso,​ Obras completas​, 1959)

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

Microrrelato

Texto narrativo muy breve, destinado a ser leído en forma autónoma, o sea, sin nexos
aparentes con textos previos o subsiguientes. Manifiesta con frecuencia una actitud
experimental frente al lenguaje (...) apela a la intertextualidad, la reescritura de temas clásicos
o la parodia de los mismos. (David Lagmanovich, ​Abismos de la brevedad, ​2013)

Llamada (Frederic Brown, 1948)

El último hombre sobre la Tierra estaba solo en una habitación. Sonó una llamada a la
puerta…

La fatiga (Jorge F. Hernández)

Luego de doce horas de vuelo, el viejo cerró su libro y se bajó de la hamaca.

El dinosaurio (Pablo Urbanyi)

Cuando despertó, suspiró aliviado: el dinosaurio ya no estaba allí.

La herida (Roberth Ramírez, ​La frágil ciudad de las bestias​, 2016)

Lo que no pudo perdonarle al puñal fue que hubiese entrado por la espalda.

Hombre de pocas palabras( Cristopher Montero,​ Los cerdos comen bellotas​,


2018)

Solía tener un amigo que se definía como “hombre de pocas palabras”. Realmente era
un reto lograr una conversación con él, nunca paraba de hablar. Acompañado a ese desvarío,
un repudio por las personas hablantinas. Entendí que su finalidad era callar a los demás.
Recordé al niño que esconde las canicas para que nadie se divierta, y cuando todos se han
ido, las saca y nunca logra jugar.

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