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A M. J. H., el héroe de un sueño que tuve.

A su hermosa y loca mascota.

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I.
No te lleves mi respiración.
No agites mis cabellos.
No me hagas correr así para llegar a ti.
No hagas trepidar mi corazón.
No provoques el temblor de mis sentidos.

No me hagas espiar el reloj,


contando los segundos para verte.
No inspires lo mejor de mí,
que así busco merecerte.

No quiero que te rías.


No quiero que digas nada.
No quiero que me enseñes cosas nuevas.
No quiero que seas agradable.

No me enamores más, en suma,


porque yo ya te adoro,
y mi alma ya te anhela,
y mis ojos sólo pueden ver tu rostro.

Eres tanto…

II.
Vivo en un reino sola,
y me gustaría que aquí estuvieras.

Amanece cada día,


y creo que me desvelas.

Encuentro tu imagen entre las sombras,


y tu sonrisa un sol refleja.

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Te hablo y tú me escuchas,
sin ninguna queja.

Eres un rey en mi reino,


estás envuelto en esplendor.

Quisiera que pudieras sentir


toda mi carga de amor.

Ahora estamos solos,


tú y yo, en mi imaginación.

Por lo menos aquí oyes


cómo late mi corazón.

Por lo menos aquí me tomas la mano


y me miras como te miro yo.

Con eso que en mí despiertas,


ese desatino,
esa vehemencia,
esa dulce fascinación.

III.
He aquí la literatura de los sueños,
de mis deseos, de todo lo que quiero contigo.
Sólo puedo poner en estas palabras
lo que noche a noche, día a día, vivo.
Es tu magia la que me envuelve,
la que me hace vagar por un callejón vacío,
al que lleno con las memorias
de los besos que no han sido.

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Si pudiera abrazarte, y decirte al oído
cuán profundo es mi cariño,
tal como sucede cuando escribo,
yo te juro, príncipe mío,
que mis días serían otros,
y que el sol sería testigo
de que esto que siento
tiene su mismo brillo.

IV.
Fue el azar el que me llevó a tu encanto.
Fue una cadena de casualidades inauditas.
Fue un estallido de tiempos que confluyeron en un día único.
Fueron unos pasos, unas pausas, luces, sombras,
una voz que me habló al oído, indicándome tu hora.
Fue una tarde invernal, un frío cortante, un sol temeroso.
Fue cuando te vi, sin saber nada de lo que iba a pasar.
Ahora lo más cierto es que…
quisiera conocerte para siempre.

V.
Estoy perdida.
He tomado un camino oscuro,
y en él me hallo ahora,
mirando por doquier,
sin ver a dónde me lleva.
Es como un largo laberinto,
pero no temo,
no hace frío.
Me siento acompañada,
deben ser ángeles locos.
Ellos saben que yo di el primer paso
que me sumergió en este delirio.

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Yo no sé dónde estoy,
y aunque no conozco mi destino,
de seguro es divino
lo que hay en este camino.
Han sido tus ojos profundos
los que me invadieron como brujos,
y me condujeron al extravío;
a un rumbo desconocido,
a un sentimiento inmenso, suave, y vivo.

VI.
He volado hasta un cielo infinito pleno de estrellas y planetas.
Es un paraíso vasto y tan bello como el Hombre no puede concebir.
Abundan ríos y mares de densas nebulosas dormidas.
Es el dominio irreal de tantos diamantes…
Hay un polvo flotando hecho de la luz más poderosa.
Se oye como un cántico magno que sólo puede ser la voz del Universo.
Es alto, muy alto…
Jamás mi mente había visto tal espectáculo.
Y este lugar tan solemne, yo no sé si existe o no, pero es lo que se despliega en
mí…
cada vez que estás ahí.

VII.
Poder saludarte es lo mejor que me pasa.
Poder hablar contigo, las mejores palabras.
Poder provocarte una sonrisa, un milagro de mis días.
Poder estar cerca de ti, la mayor alegría.
Poder agasajarte como me gusta me llena el alma de flores.
Poder percibir tu fragancia torna mi mundo a colores.
Y, a la vez, tú me haces creer que puedo hacer muchas otras cosas.
Contigo, nada es imposible.

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VIII.
Vi una nube llegar.
Era tan plomiza que temí desesperar.
Poco a poco, cubrió todo mi cielo.
Y entonces dejó caer un granizo de fuego.
Mi paisaje se veía turbio y desolado.
El mar que había elegido parecía lejano y apagado.
El silencio me ahogaba, y sólo lo rompía
un viento que lastimaba, y la respiración detenía.
No había nadie más allí.
El frío era gris.
La soledad pesó cada vez más.
Mi mundo estaba cerrado.
Por un tiempo creí oír un murmullo.
Como de seres malignos un arrullo.
Me sentía vencida.
Sólo quería saberme partida.
Mi alma estaba desvanecida.
Estaba segura de no hallar la salida.
En aquella costa distante permanecí por horas interminables.
No podía soportar ya esa tristeza abominable.
Sin hablar, sin oír, sin cantar, sin reír.
Ya nada era bueno ni agradable.
Todo lo que amaba era inalcanzable.
Nadie, aunque quisiera, podía salvarme.
No se podía llegar a mi mundo, y eso comenzaba a aniquilarme.
Cada vez estaba más oscuro.
No había pasado, presente ni futuro.
Pronto no hubo ni siquiera sonido.
La tormenta y el mar se hundían en el vacío.
Estaba sola, desamparada y herida.
Pausadamente, todo mi ser se consumía.
Sólo pude atinar a romper en llanto.

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Aquello duró un tiempo eterno de espanto.
De repente, cuando ya estaba muerta,
se destrabó una inesperada puerta.
Abrí los ojos, y encontré lo que buscaba.
Era esa misma playa imaginada.
Pero la tempestad había pasado, y el cielo era distinto.
Arena, nubes y olas lucían colores retintos.
Estaba vivo otra vez.
Al fin, por un milagro, con una sonrisa,
vislumbrando gentes conocidas, viejos amigos,
después de haber temido durante siglos,
de ese sitio terrible y mío había huido.

IX.
Estuve en una habitación blanca.
No había ventanas ni muebles.
Yo estaba de pie en una esquina.
Miraba alrededor, perdida.
No sabía dónde estaba.
No entendía lo que ocurría.
Me hallaba demudada.
Nada podía hacer.
Una fuerza invisible me paralizaba.
Pero tampoco sentía miedo.
Mis latidos eran hielo.
Ya nada importaba.
Ni qué pasaría, ni por qué estaba ahí parada.
Lo único cierto era lo incierto.
Sin duda ni verdad, el silencio estaba muerto.
Si me iría algún día, no me lo preguntaba.
Si por siempre me quedaría, no me interesaba.
Solamente estaba yo, ahí, entre esas cuatro paredes.
Tal vez se olía una melancolía fúnebre.

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No lo sé. Ya no me llegaba ninguna sensación.
Había caído en esa nieve sin fin, sin tiempo, sin razón.
Ahora me parece un sueño que el cazador no atrapó.
Creo que ahora estoy fuera; escapé.
Apenas me doy cuenta; pero lo sé.
Algo acabó con la pesadilla de la habitación.
Triste es que volverá,
y que quizás jamás me libre
de esta tétrica ilusión.

X.
He tenido un amigo que ha sido el mejor del mundo.
Con él he recorrido muchos caminos, muy largos y profundos.
Juntos navegamos anchos ríos y enfrentamos grandes mares.
Hemos hecho más amigos, y conocido oscuros males.
Magia y aventuras nos depararon nuestras rutas.
En el seno de los bosques y en los rincones de las grutas.
Hemos explorado países que en los mapas no aparecen
Hemos visto sitios donde montañas de súbito crecen.
Recorrimos ciudades ocultas y cascadas de agua encantada.
Eludimos bestias malignas y cabalgamos entre nubes perladas.
Alcanzamos tantos lugares recónditos
que hemos quedado sin aliento.
Sé a ciencia cierta
cuán mágico fue nuestro tiempo.

Extraño a mi amigo.
Hace mucho que nos despedimos.
Pero nos volveríamos a ver.
Ambos lo dijimos.
Así que espero el momento querido
en que otra vez ande con ese niño.
Mi muchacho curioso, valiente y listo,

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que en su vida de milenios tantas maravillas ha visto.
De seguro yo, a su lado,
más que nunca existo.

Pequeño mío, mi anciano caballero,


Mi protagonista más lindo,
Siempre y mucho,
Así te quiero.

XI.
Un negro silencio.
Alguien gritó de repente.
Mi corazón vibró con terror.
Estaba sola en la habitación,
Y no veía mucho más que una luna siniestra
desde un taciturno rincón.
El resto era pavor.
Mi cuerpo era puro temblor.
Un dolor agudo me hipnotizaba.
El grito se repitió.
¿Quién estaba sufriendo?, mi cerebro preguntó.
Seguro que yo debía escapar,
pero mis piernas no se movían.
Percibí por un momento
un puñal que sostenía.
Aquel puñal, en esas tinieblas,
de vez en cuando, se mecía.
Subía, bajaba,
bajaba, subía.
Pude oler algo fresco y repugnante.
Necesitaba mirar hacia abajo,
tuviera lo que tuviese delante.
Un nuevo alarido resonó,

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esta vez cercano a mí.
Un llanto herido estalló;
y mientras bajaba mis ojos, gemí.
Entonces encontré algo.

Alguien me había lastimado.


Pero a mi vez yo a alguien mataba.
No sé qué estaba pensando.
Pero supe que lo disfrutaba.
Ya no podía temer.
Ya no pesaba el silencio.
La luna me sonrió.
Yo era su aprendiz.

Ese aullido lastimero,


esa sangre moribunda,
y la vida que se iba…
Me hacían muy feliz.

XII.
Pensé en esa noche terrible
en que corrí, agitada y jadeando.
El cielo se llenó de un final increíble
de fuegos y rayos estallando.
Todos corrían, huían.
La desesperación robaba las mentes.
En medio de ese infierno demente,
sólo una idea me perseguía.
Irnos, teníamos que irnos.
Mis hermanos y yo debíamos salvarnos.
Así que tomamos algunas pertenencias,
y luego nos tomamos de las manos.
Y seguimos corriendo, sudorosos y espantados.

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Aquel paisaje frente a nuestros ojos
era imposible; era todo rojo.

Nos preguntamos qué habría pasado.


Era aterrador.
Era escalofriante.
No sé cómo terminó.

Pude despertar luego.


Y el calor del evento de mi sueño
aún por horas me asfixió.

XIII.
Iba por en medio de un desierto.
La tarde flotaba en colores celestes.
Había una ruta de piedra azul bajo mis pies.
Todo parecía un inevitable mar.

No había nada más en derredor.


Avancé durante un rato largo;
mi vista llegaba lejos;
era un panorama diáfano.

Podía haberme mareado.


El azul llenaba la vida.
La arena, el sendero, el cielo.
Incluso yo parecía hundirme en su rigor.

Poco a poco sucedió algo increíble.


Aquella plaza comenzó a absorberme.
Enteramente, desde mis pies,
mi anatomía comenzó a asimilarse.

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El suelo del desierto azul me llevó.
Mis ojos, mi cabello, todo mi ser desapareció.
Y yo seguí andando, ya sin rumbo fijo.
Ahora era parte de ese lugar extraño.
Y nada para mí era mejor.
Viví entonces para siempre en ese cuento raro.

XIV.
Siento que mi voz se ha ido.
Y que mis dedos lucen pálidos.
Tengo el peor de los fríos.
No sé qué está pasando.

Camino sin prisa por una calle poblada.


Veo personas que son como sombras.
El sol no tiene el mismo brillo.
Algo ha cambiado; y me ahoga.

Nadie nota que aquí estoy.


Mis pies se mueven como danzando.
Ni siquiera conozco a dónde voy.
Mi mente piensa, pero no se está concentrando.

Creo que el aire me agobia.


Quiero salir de este lugar; temo.
Tengo la sensación ingrata
de que nada volverá a ser como antes.
Es como si una voz siniestra
me dijera al oído
que lo que me infundía calor y sangre
para siempre se ha perdido.
Algo se ha ido,

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irreparablemente.
Ahora sólo es tiempo

de dejarme ir, lamentablemente,

porque creo

que estoy muerta.

XV.
Una vez paseé por entre espejos de fuego.

Eran grandes cristales nacidos en la oscuridad.

No entendí al principio qué llama multiplicaban.

Ni tampoco qué ardor con vigor prodigaban.

Anduve en silencio sin que el reloj me mancillara.

Me colmaba una calma que no quería ser ahuyentada.

Al fin llegué ante un espejo diferente.


En él vi por fin la flama; me observaba radiante.
Comprendí que incluso en mis sueños,
tú me acompañabas.

Porque era mi pecho, que ardía por ti,


como una furiosa hoguera.

XVI.
Un día lleno de recuerdos.
Todo eso volaba por el aire.

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Yo miraba, miraba, y parecía ver lejos.
Y sin lágrimas lloraba,
porque así los extrañaba.

Muchas voces decían cosas distintas.


Contaban historias mágicas de papel y tinta.
Las que yo guardaba en lo profundo de mi memoria,
y que mi corazón rogaba por ver,
hora a hora.

Era un esplendor bendito,


eran cosas que no eran.
Cosas imposibles de antaño,
de otros otoños y primaveras.

Habían sabido intensamente vivir,


en mi pecho, en mi mente, en mi letra.
Quería que volvieran a respirar,
y a encender ese fulgor divino
que fue siempre mi elixir.

Así que yo en aquel día pensaba


en todo lo raro que había hecho.
Y mis ideas pedían a gritos
que eso regresara,
que la locura fuera nuevamente revelada,
que los miles de niños míos bostezaran,
y en un amanecer nuevo se levantaran.

Tan sólo eso ansiaba.


Que los relatos de maravillas
que en mí habían batallado
retornaran al milagro

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de un pequeño libro recién iniciado.

Aún hoy deseo que ellos vuelvan.

XVII.
Después de todo,
puedo concluir…

Después de atravesar años,


vidas,
eras,
noches y sus días,
mares,
tempestades,
nieves tardías,
miles de tristezas,
y así tantas alegrías,
amigos que nacieron,
y otros tantos que se fueron;
batallas remotas,
calmas melosas,
instantes en pausa,
y siglos acaecidos en masa,
en los libros las victorias,
lo mismo que en la Historia,
y triunfos y fracasos,
y sueños en tu regazo,
y pesadillas demasiado vívidas,
y todo lo que vive un inmortal
en sus muchos días;
entonces he concluido…
Bueno, tal vez no quieras que lo diga,

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pero te amo.

XVIII.
En aquel lugar, las estrellas caían,
insomnes.
Alguien las había despertado,
un mago enorme.
No sabían qué hacer,
confundidas.
Perdieron el equilibrio,
distraídas.
Rayaron de luz el cielo,
en silencio.
Qué gran espectáculo fue esa noche
el firmamento.
Yo observaba desde una cima,
obnubilada.
Sólo vestía mi pijama,
estaba congelada.
Pero no podía dejar de ver
de ninguna manera esas estrellas
que de lo alto se desprendían,
para morir, siempre bellas.
Que no temieran,
me llenaba de asombro.
Que así acabaran era triste,
del Universo escombros.
Miré y miré,
y allí abajo,
entre la montaña y las nubes,
en el cementerio de luces,
el resplandor creció,
y los inocentes espíritus

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de astros dulcemente caídos
se llevaron finalmente
aquel extraño mundo,
y con él,
mi sentido.

XIX.
Un espectro y yo nos miramos.
Él luce sólido, pero eso no es raro.
He visto otros de su mismo tipo.
Por toda la ciudad, por todos los edificios.
Pocos me ven, yo a todos observo.
Día y noche, oteo sus cuerpos.
Creo que por segundos nuestros mundos se mezclan.
Cuando estamos frente a frente,
y parecemos leernos la mente.
A veces… los asusto.
No lo hago con gusto.
Les espanta mi visión.
No es que tenga nada malo.
Pero pareciera que mi largo vestido,
blanco y delgado,
y mi cabello suelto y agitado,
y mis pies, pálidos y helados,
y mi andar fantasmal
por su mundo de los vivos
los dejara inmensamente aterrados.

XX.
Sin prisas.
Con la pereza que le quedaba del anterior tiempo.
Con un bostezo propio del tremendo suceso.
El hálito se deslizaba disimuladamente.

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Una tras otra, las luces se encendían.
Había un rumor sordo que por doquier se extendía.
Vamos, vamos, una orden callada se daba.
Algo iba a empezar pronto.
Así que cada partícula
debía estar preparada.
Una turbulencia impensada
punto a punto se movía.
Nadie hubiera creído
en tanta algarabía.
Era un secreto resonante
pero no podían saberlo.
Voces, dibujos, aromas
asomarían ya del suelo.
Vendría una gran explosión
de lo que había estado dormido.
Colosal refulgiría la emoción
de lo que esperaba ser redimido.

No era nada anormal.


Año a año pasaba
que algo empezaba
y algo terminaba,
y tal cosa se vería ese día,
cuando fluyera el nuevo sonido
de la tierra renacida.

XXI.
Tuve una vez un gran perro.
Se llamaba Edgar y era amarillento.
Su pelaje otoñal le hacía ver viejo.
Pero no lo fue nunca,
hasta que ocurrió un mal hecho.

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Corrimos juntos tantas veces,
por praderas preciosas de ensueño.
Dormimos a la intemperie en el campo,
las estrellas velando nuestros cabellos.
Tomamos frutos de sus padres,
bebimos extasiados su suero.
Supimos escalar altas cumbres,
inacabables cordilleras sin dueño.
Y así nuestros pasos
por muchas geografías se perdieron.
Edgar, mi perro, y yo,
fuimos enormes compañeros.
Pero su alegría y entusiasmo
una tarde decayeron.
Nos topamos con hechiceros errantes
que nuestros años maldijeron.
Vagamos, en ruinas, los dos,
desesperados de miedo.
Seguimos por días y noches,
nuestras fuerzas languideciendo.
Hasta que llegamos a la humilde casa
de un bondadoso curandero.
Él poseía el secreto
para sanar nuestro sufrimiento.
Pero de su pócima mágica
tenía poco elemento.
Así, Edgar decidió
que yo tomara el encantamiento.
Y vio mis lágrimas rodar
ante su padecimiento.

Edgar sigue a mi lado,


aunque pierde poco a poco el aliento.

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Que mi perro algún brillante día
vea otra vez la felicidad
es lo único que espero.

XXII.
Las horas gotean.
Los minutos bailan.
Los segundos ríen.
Este cuarto semeja una gran broma.
Yo estoy acostada en una cama de clavos,
Miro el techo perdida,
mis ojos son vidrios de lágrimas y fuego,
mis extremos son lápidas ajadas.
No hay forma de dormir.
Morfeo me ha abandonado.
La noche aplasta otras mentes,
pero la mía aún se mueve.
No sé si piensa en amores imposibles
o acaso en miedos invisibles.
Sólo sé que no descansa,
que inquieta danza,
como las sombras en el muro,
como los habitantes del reloj,
que juegan, mudos.
Una brisa agita afuera los árboles.
La primavera viene y se están encendiendo.
Contraria a ellos, sólo quiero
conciliar la calma.
Pero un rumor siniestro
sacude mi alma.
Es una idea; es una o son varias.
Ni siquiera entiendo de qué se trata;
pero en el cuarto apagado,

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en el escenario callado,
en la penumbra dormida,
en ese devenir indiferente del tiempo,
en mi cabeza
una lámpara ruin sigue ardiendo.

XXIII.
Te sé lejano, pero estás ahí.
Orbitas otro astro, pero estás ahí.
Muchas veces no sé dónde te encuentras, pero estás ahí.
Sé que sólo soy alguien más para ti,
pero para mí,
tú siempre estás ahí.
No te conocía antes de ahora,
pero es ahora cuando estás ahí.
Y no sé si te quedarás,
no sé qué pasará,
los dos podemos cambiar,
los años irán y vendrán,
pero de seguro yo quiero,
con toda la sangre que en mi corazón reina,
que tú en tu presencia callada,
en tu suspiro cansado,
en tu piel dorada,
en tu risa que amo,
todavía estés ahí.

XXIV.
Déjame por ti perder el sentido;
déjanos usarte de musa;
a mí, a poetas y músicos,
que queremos arrancarte las mejores notas.
Deja que los pintores usen tu figura;

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yo qué no daría por retratar tu piel oscura.
Deja que coros angélicos
le canten a tu corcel bermejo;
deja que él avance y te lleve, fiel, lejos.
Deja que tu dama alardee de poseerte;
somos muchos los que tan cercano queremos tenerte.
Deja que haya leyendas que hablen de tu nobleza;
no podría haber Historia a la que falte tu entereza.
Deja que todo el Arte alabe tu esencia;
felices son los ojos que descubren tu presencia.
Déjanos ser, muchacho, tus grandes escuderos;
nada más grato que ser tu leal compañero.

Déjame a mí, adorado rey,


velar por tus sueños.

XXV.
He amado cada una de tus miradas,
tus suspiros,
la calma de tu respiración;
el tacto de tu mano,
el beso de tu saludo,
la alegría de tu visión;
cada paso,
cada esfuerzo,
esos labios bromeando firmes;
tu esencia,
moreno muchacho,
la imponencia que irradias,
tu ternura sin límites.
Te quiero más de lo que crees,
y por ti estoy dispuesta
a seguir soñando despierta,

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porque así, si lo deseo, te acaricio.

XXVI.
Cuando te ensamblas al mundo de los misterios,
y te dejas llevar por el abrazo tibio
que te conduce a un neblinoso abismo incierto,
colmado de nociones y palabras
tan verdaderas como falsas,
es porque has conciliado el sueño.

XXVII.
Eres una primavera que no muere
en el escándalo del verano,
déjame tomarte la mano
y sentir tu corazón como mío.

Eres unos ojos verde oliva


que se pierden en una multitud de voces y vidas
que van y vienen,
y atraviesas su existencia…
como una flecha envenenada de amor.

Ven, amor mío, vamos a estacionarnos


en el mundo de los sueños. Quizás así
podamos vivir juntos por siempre,
en esa flor azul que te di en tu recuerdo.

Éstas han sido un montón de cosas


que pude haber dicho y no dije.
Ahora están calladas para siempre.

XXVIII.
La Gran Senda de Aerion.

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Aleksy vio una luz enorme y sintió que volaba.
Luego su tiempo se detuvo y creyó viajar
a través de espacios sin fronteras
y de siglos numerosos y perdidos.

Hubo un amplio silencio, y entonces...


Abrió sus ojos, y se encontró con un nuevo aire.
Y ante él, una puerta.

En los alrededores había un valle de neblinas,


Pura penumbra, perlada ligeramente
por una luminosa luna plateada.
Apenas se veían las siluetas de algunas colinas.
Más allá, sólo se extendían las tinieblas.

Aleksy miró la puerta.


Estaba tan sola como sus pensamientos.
Pero, quizás, a algún sitio llevaría.
Pues entonces asió un antiguo picaporte,

y un olor a humedad y viejas memorias


le recibió allí dentro.

Primero.
Primer Paso.
Aerion, el muchacho,
entró a un vestíbulo oscuro.
Tuvo dos sensaciones,
la de estar en un sitio más antiguo que el tiempo,

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y la de flotar en un ámbito repleto
de un potente encantamiento.

Parecía tratarse de una casa muy grande,


y pese a que lucía vacía,
había una presencia extraña,
como si alguien hubiese estado esperando
desde siempre
que Aerion llegara.

Él dio unos pasos por aquella pequeña sala.


Se asomó a una escalera que conducía a las alturas.
Por ella subió, expectante.
Por alguna razón, sentía que no recordaba nada de lo que había pasado antes.
Ahora todo era curiosidad.
Un espíritu singular
corría por sus venas
y lo único que quería
era saber
y ver.

Era como si la casa le invitara


a adentrarse en su profundo seno.
Había allí cosas raras
que esperaban ser descubiertas.
Quizás un destino oculto que le mostraría
grandes caminos
y una verdad eterna
unida a su ser.

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Había un pasillo angosto y tenebroso.
Aerion avanzó, oteando cuatro puertas enfrentadas.
De ellas, tres permanecían cerradas.
De la cuarta, que era la primera, asomaba un débil resplandor.
Ésa debía ser, pues, la señal.
Aerion se acercó, y empujó la puerta.
Y entonces, su tenue voz oyó.

En la bruma celeste que el lugar inundaba,


yacían, como en un recuerdo, distintos muebles.
Desde un escritorio, sobre el que se hallaba sentada,
una joven con las piernas cruzadas
sonrió al visitante, y le habló.

“Hola, gran niño”, dijo aquella aparición.


“¿Recuerdas tu nombre, o es un misterio?
No sería extraño; puesto que aquí
muchas cosas sufren cambios.”

“Sólo sé una palabra, y es Aerion”,


dijo el muchacho, y miró alrededor.
“No sé de dónde vengo,
y desconozco dónde estoy.”

“Ahora otra palabra sabrás,


y ésa Luomena será.
Acércate a la dueña de ese nombre,
y ella te acompañará.
He de guiarte por un nuevo universo,
en el que algo importante se te revelará.

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No tengas miedo,
de nada te preocupes;
solamente déjate llevar.”

“Lo haré, Luomena”, dijo Aerion,


“pero dime una cosa, una verdad.
¿Es que he estado aquí antes,
tal vez en otra realidad?”.

“Mi querido muchacho, es eso cierto.


Pero más no puedo decirte.
Sólo al final de tu Senda
entenderás lo que descubriste.”

“Ahora, déjame mostrarte algo.


Debes oír una canción.
Ella te contará
lo que verás a continuación.”

Luomena extendió una mano.


A un costado, había un pequeño aparato de radio.
Unas palabras lejanas brotaron de sus fauces;
y Aerion escuchó un canto
que habló sobre la distante vida
de sorprendentes astros.

Los vería pronto.


A través de un camino imaginado,
tras los pasos de Luomena, su compañera.
Solo, y cada vez más aislado.

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Un dominio magno se abriría ante sus ojos.

Aerion tragó saliva.


Se llenó de nervios y expectativa.
Pero comprendió que no se negaría.
No podía hacer más que seguir adelante.
Su corazón se lo llevaba.

La radio se hundió en el silencio.


Luomena abandonó su puesto,
y pidió al muchacho
que a la ventana se acercara.
Él lo hizo, con los ojos muy abiertos.
No sabía qué esperaba.

Su vista cruzando un cristal etéreo


vislumbró un extenso campo de luminarias,
que llegaba hasta aquella línea invisible
que separaba un ser inmenso y nocturno
de planetas y galaxias
de una tierra de prodigio
que parecía exudar magia.

Luomena se aproximó a Aerion.


Su sonrisa parecía infinita.
Apoyó una mano de confianza
en la manga azul del joven,
y susurró:
“Ha llegado la hora.
Vamos a la caverna de Eligir.

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Allí verás la Primera Señal.
No esperes saberlo enseguida.
Todo tiene su tiempo.
Esta ha sido tu Bienvenida.”

Aerion miró a Luomena.


Buscó en ella su aliento.
Sin dudar; no debía temer.
Luego todo estaría bien.

Algo sucedió en ese momento.


Luomena permaneció de pie,
pero Aerion se levantó,
y otra vez flotó,
y una fuerza desconocida
lo condujo con suavidad,
sin que entendiera cómo,
allí abajo,
a la luz que manaba aquel campo.

Aerion recibió una brisa tibia en su rostro.


Su cabello se sacudió efímeramente.
Había un leve aroma a perfumes
que quizás alguna vez había conocido.

Pero nada de eso podía importar ya.


Solamente quedaba un camino.
Una Gran Senda
que Aerion tenía que tomar.

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La voz de Luomena le dijo al oído:
“Vamos, mi gran niño.”

La casa quedó atrás.


Aerion no se volvió a mirar.
Sus iris negros se fijaron delante,
en la línea invisible del horizonte.
Sus latidos pudieron calmarse,
y su mente, decidirse.

Segundo.
En la caverna de Eligir.

Sedoso era el tacto de las plantas


que alumbraban los pasos de Aerion.
Las manos del muchacho, a sus lados,
sobrevolaron el campo, sintiendo en ellas
la maravilla de la luz que aquél desperdigaba.

Semejante se veía el cielo,


que en su negro seno, por Aerion contemplado,
guardaba los secretos de mundos recientes,
y el espectáculo de todo lo creado.

Una infinidad de cuerpos celestes


brillaban allí arriba, solemnes.
Era tan hermoso y tan imposible
que Aerion deseó no despertar de esa ilusión.

Anduvo por entre el éter y su tierra,

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cuál más irreal y bello;
se sentía muy extraño;
pero su corazón sólo quería seguir.

Pronto vislumbró, muy cerca,


la caverna de Eligir, por Luomena mencionada.
Aerion se volvió; y ella, ¿dónde estaba?
Entonces alguien le indicó que se aproximara;
él miró, y encontró a su guía,
perdiéndose, risueña, entre los fulgores.

Fue tras ella, y así llegó


al final del campo,
y a la continuación del sueño.

Desde la entrada de la cueva,


Luomena llamó a Aerion;
el joven se acercó, presto,
y al ver de Eligir el interior
sus ojos se llenaron de asombro,
y sus labios de temblor;
era demasiado fascinante
la escena que tenía delante;
bajo la roca, yacía, gigante,
custodiada por esferas luminosas,
flotantes,
una sustancia que una pantalla formaba,
de un tono blanco, y muy delgada.
En ella se veía una imagen difusa.

32
Luomena habló, a espaldas de Aerion.

“Aquí verás
la Primera Señal.
Y así comenzarás
(espero, deseo)
a entender todo esto,
y de qué se trata,
y qué pasará.”

Aerion asintió, y miró la pantalla,


fijamente, hundiéndose en ella.
De su nívea corteza surgieron más luces,
que dibujaron un singular paisaje.

Y Aerion oyó, y tras él, Luomena,


una voz que era la misma que cantara.
A medida que ella sonaba,
la sustancia alba reflejó unos destellos.

Y se vieron en su faz los sucesos


que el cántico increíble proclamaba.

Una onda de negro profundo


hacia un espacio en blanco avanzaba.
Galaxias, astros y nebulosas contenía,
todo ello revolucionándose, mientras se expandía.
Sus fuegos milenarios iban y venían,
como el resplandor que la onda negra despedía.
Era colosal, era terrible,

33
era algo que no se podía observar.
Divino para los ojos humanos,
a los que debía destruir, tras dejarlos extasiados.
Y allí Aerion miraba, y sabía que era una Gloria.

La voz explicó que era una frontera.


Era el Universo llegando a su final.
Esa visión estaba prohibida.
El muchacho no la podía dejar de admirar.

Transcurrieron unos minutos,


y después de tal contemplación,
Aerion vio a Luomena con agitación
y le preguntó qué tenía que hacer entonces.

La guía sólo respondió: “Escucha.”

La voz nuevamente habló,


pero ahora Aerion no comprendió.
Desapareció en ese momento
el Universo en terminación.
En la pantalla, unas letras de oro rezaron:
“Concluirá.”

Aerion se estremeció.
Sus ojos, muy abiertos,
no podían apartarse de su objeto.
Luomena le tomó por un brazo,
y, lentamente,
lo llevó de regreso.

34
Tras haber visto tal magnificencia,
tras haber probado de lo Inmenso la esencia,
Aerion cruzó el campo iluminado,
bajo un cielo grandemente estrellado,
y apenas percibió cómo su ser regresaba
a la casa solitaria, que le aguardaba.

De repente, se encontró en aquel tenebroso pasillo.


Luomena estaba frente a él.
La puerta se había cerrado.
Una segunda habitación esperaba.
Él era el especial invitado.

“¿Recuerdas lo que te ha dicho


la Ventana al Universo?”, preguntó Luomena.
Y como Aerion asintiera,
ella pidió: “Tenlo presente, y bien guardado”.

La puerta segunda crujió lentamente.

Tercero.
El templo de Belear.

“Luomena”, dijo Aerion,


aún con los ojos muy abiertos.
Por toda respuesta, ella,
con amable rostro,
señaló la puerta correcta.

35
Aerion la miró, y luego a la joven.
Entonces a la habitación segunda se dirigió.
Empujó suavemente la madera,
y a un raro ámbito entró.

Observó cómo volaban, por doquier,


cientos de hojas, de todo tamaño, de papel.
Una lámpara amarillenta las vigilaba.
En el centro del cuarto,
un escritorio y su silla,
que parecían más viejos que muchas otras cosas,
descansaban;
Y, sobre la añeja superficie,
yacía una inocente lámina.

Aerion se sentó, observándola.


Luomena se puso junto a él, expectante.
La escena en el papel era una fábula.
Y llevaba un aura intrigante.

Aerion tomó la hoja con las dos manos.


Sus ojos se inundaron de lo irreal.
Vagaron por esas gigantes montañas lejanas,
y por las cimas que, como islas,
por los aires moraban.
Vislumbraron los barcos que, a su alrededor,
entre las nubes, danzaban.
Se abrieron de asombro
ante un cielo de ceniza
que un grande edificio

36
de columnas abrigaba.
Creyeron en la imagen entrar,
y los pies afirmar
en una colosal escalera
que llegaba hasta lo bajo del valle.

Luomena nada dijo.


Sólo se limitó a ver.
Pero Aerion, extrañamente,
pudo saber qué hacer.

Levantó la fantástica lámina,


cada vez más,
acercándola a su rostro.
El dibujo se difuminó.
Estaba tan próximo a su ser…
Aerion cerró los ojos.

Repentinamente, sintió una cálida caricia.


Y fue invadido
por una tristeza infinita.
Abrió los ojos.
Sus cabellos se mecían en el viento de otro mundo.

Luomena estaba a su derecha.


Aerion la miró.
Ella dirigió su vista al frente,
y sonrió.
Aerion tragó saliva.
Ahora debía recorrer, sin saber qué encontraría,

37
ese panorama color arena
que tan desolado lucía.

Dio un paso para descender


por la gran escalera
que a las columnas conducía.
Un segundo después,
Luomena le detenía.
“Ante todo, debes conocer
que la Segunda Señal
será vista allí y a continuación,
en el templo de Belear.”

Aerion asintió, y marchó.


Poco a poco, se acercó a las columnas
que eran un templo.
Mientras empezaba a oír a un hombre
que hablaba en alta voz,
se paró a leer una inscripción
que había, en inmensos signos,
sobre el portal del sitio.

“La Sociedad Gala muere hoy.


Se llamó por milenios Humanidad,
hasta que sus sabios comprendieron
que sólo somos partículas
de nuestra majestuosa galaxia.
La Historia termina
con el último ocaso.
El planeta, envejecido,

38
dará su suspiro postrero.
Y nosotros aquí nos reuniremos
para celebrar lo que hemos tenido.”

Aerion bajó la mirada.


Se adentró entre las columnas calladas.
Había salones vacíos,
brillantes de mármoles
y recuerdos perdidos.
Luces y sombras danzaban,
solemnes, veloces,
por altos ventanales.

Aerion avanzó, sin prisa ni demora.


La voz tronaba cada vez más fuerte,
en una lengua que no había existido.
Al fin, entre más columnas,
el muchacho halló una sala monumental y blanca,
iluminada en cada rincón,
y plena de hombres y mujeres
ataviados con prendas de nívea seda.

Una de las paredes era sólo cristal.


Hacia ella miraba la sonriente multitud.
Contra su paisaje se recortaba, en un púlpito,
la figura del dueño de la voz tronadora.

Aerion entró al salón,


pero solamente se quedó en la puerta.
Observó en derredor;

39
nadie de él se dio cuenta.

Escuchó al orador por unos minutos,


y entonces Luomena a su lado apareció.
Intercambiaron una mirada,
y ella al púlpito señaló.

De súbito Aerion comprendió sus palabras,


las que marcaban el final,
las últimas cosas en ser pronunciadas.

“Y así, gente Gala,


es como acaba la Tierra nuestra.
Es inevitable.
Esperemos que no nos duela.
Sepamos, que,
concluirá.”

El orador sonrió, apartándose de su lugar.


La multitud se puso de pie,
aplaudiendo, y vivando, y riendo.
Aerion se sorprendió.
Pues ellos estaban felices,
pero él tenía miedo.

Aquello continuó durante pocos segundos.


Pronto el salón comenzó a temblar.
El ventanal inmenso trepidó y se esfumó.
Los Galos se tomaron de las manos.
No iban a dejar de sonreír.

40
Aerion vio más allá.
El mundo cambiaba y fascinaba.
Las montañas que había en los aires,
sumisas, llenas de calma,
desmayaban y caían a pedazos;
lentamente,
así se despedían.

Los barcos, vacíos o no, viraron,


y se tambalearon,
y no pudieron saber más;
y al fin, pausadamente,
se desplomaron.

La tierra, de punta a punta,


vibró, y vibró, partiéndose,
separándose, desmoronándose,
convirtiéndose en una detenida
y destinada tragedia.

En lo alto, las nubes se confundieron,


se amilanaron ante el final;
Aerion las vio atormentarse,
y resignarse pronto,
comenzando a dar vueltas,
a la muerte de su planeta.
Fue por eso que,
vehementemente,
empezaron a llorar.

41
Y entonces, la imagen de un mundo
comenzó a oscilar.

Todo se agitó, y se agitó,


en un profundo silencio,
como en un distante sueño,
porque eso era.

Aerion vio cómo aquel grande sitio


se acababa.
Y siguió temiendo,
y sus ojos siguieron muy abiertos,
y en torno a él,
los Galos siguieron sonriendo.

En un rincón, un hombre negro y feliz,


vestido como un campesino, y con pies descalzos,
cantó, y se acompañó con aplausos.
Era la última música que se oiría.

Y él decía, en su lengua extraña:


“Yo pertenezco al fin del mundo.
Yo aquí moriré.
Y no puedo sentirme triste.
No me preocuparé.
Todo ha sido muy bonito,
y muy divertido.
Ahora nuestro hogar necesita descansar.”

42
Aquel hombre continuó cantando,
y aplaudiendo.
Luomena tocó el brazo de Aerion.
Era hora de irse.

Por el pasillo, por los otros salones,


las luces y sombras
que el joven ya había visto
viajaban de un lado a otro, violentamente.
Al volver a observarlas,
Aerion pensó, con asombro,
que nunca había conocido nada tan magnífico.

Luomena y él salieron del templo.


Se dirigieron a los escalones enormes
de los que habían venido.
En derredor, una tierra se iba.
Todo estaba inundado de la gran melancolía
de una larga vida terminada.

Aerion y Luomena se detuvieron.


Aquel edificio de columnas se sacudía mucho.
No tardaría en caer.
Y no podrían salvar a los Galos.
No era el plan; ellos ya acababan su suspiro.

“Aerion”, dijo Luomena.


Él la miró, lleno de pena.
“Has dejado atrás el templo de Belear,
y con él, la Segunda Señal.

43
¿Has sabido distinguirla,
entre tantas cosas nuevas?”.
Aerion asintió, mientras el mundo desaparecía.
“Entonces, gran niño,
como la otra, consérvala.”

El muchacho miró hacia Belear.


Las columnas se alejaron.
Y el cielo de ceniza,
y las montañas de la tierra y el aire,
y los barcos.
Esa escena extraña regresó a una lámina
que Aerion sostenía,
sobre una mesa muy antigua,
entre un montón de hojas voladoras.

Aerion miró hacia la puerta del cuarto.


Luomena le esperaba.
Él se acercó a ella.
La guía le sonrió,
y le pidió que no temiera.

“Todo estará bien.


Yo te acompañaré.
Aún debes vislumbrar
una Tercera Señal.
Te acercas, poco a poco,
a tu gran verdad.
Confía en mí, y te podré llevar
al encuentro de lo más increíble

44
que puedas ver jamás.”

Aerion asintió otra vez.


Luomena se apartó,
y él dio un paso
para salir de la habitación.

Y dijo entonces,
con entera convicción:
“Vamos”.

Cuarto.
Evenor, el Reino Iluminado.

La casa se había puesto muy fría.


Daba la impresión, sin que fuera probable,
de que pronto nevaría.
Luomena y Aerion avanzaron por el corredor,
presos de un blanco aliento
y de expectativa.

Poco a poco, Aerion se calmó.


Pudo recordar a los Galos,
y su resignación.
Y las palabras que Luomena
acababa de decirle.
Confiar en ella, y en su proceder
era lo único que podía hacer.

La tercera puerta les recibió,

45
abriéndose lentamente,
con un viejo crujido.
Dentro, resplandecía con fervor
el dominio ilusorio de un sol eterno.

La habitación era nívea,


plenamente iluminada.
Había una cama grande,
con mullidas almohadas,
y sábanas suaves
de resbalosa seda.

Se respiraba un aire frío,


pero no lastimaba,
era tranquilo.

Entre la cama, las mesas de noche,


ropas y un sillón
que Aerion no recordaba,
él fue con prisas
hacia una ventana muy alta.
La abrigaba una cortina
que permanecía quieta,
y que parecía que,
hacía mucho, mucho tiempo,
en solaz esperaba.

Aerion apartó la cortina.


Un brillo de diamante le cegó.
Había allí un balcón,

46
del cual manaba una angosta
y perlada escalera.
Ella se hundía en una región verde
de ondulantes colinas,
tan llenas de hierba
que más bien aparentaban
un enorme y hermoso animal
de suave y cálido pelaje.

Más allá, Aerion vio,


bajo un cielo en el que se mezclaban,
cómodamente,
el día y la noche,
con sus lunas y auroras,
un resplandor grande y sin igual,
que rodeaba las altas cumbres de una ciudad
que refulgía como el oro.

Luomena dijo: “Aerion, baja.


Ve hasta la ciudad que se pierde en la luz.
Halla tu Tercera Señal.
Presta atención.
Evenor será, ahora y más tarde,
tu punto final”.

Aerion asintió, y salió al balcón.


Descendió por la escalera,
y pronto sintió un intenso frío.
Cuando llegó a la hierba,
vio al mismo tiempo

47
una azul bicicleta,
que tal vez le aguardaba,
y unas nubes grises,
que se amontonaron y dejaron resbalar de ellas
unos luminosos copos congelados.

Aerion tomó la bicicleta, y,


montándola, se alejó por un camino.
Las colinas no tardaron en volverse inmensas,
y sobre ellas empezaron a aparecer
seres y eventos extraños.

Mientras aún nevaba,


y aún se vislumbraban todos los astros,
el muchacho dormido vio, a su derecha,
y no sin gran sorpresa,
un niño que se le asemejaba mucho,
y que le miraba como desde otro tiempo,
y que sostenía un atado de globos anaranjados.

El niño se perdió de vista, solitario.


Aerion continuó.

Hubo entonces, más adelante,


por la izquierda,
un grupo de gente cantando a coro.
Vestían túnicas amarillas,
y sombreros redondos y rojos.
Eran muy morenos, y lucían muy contentos.
Cuando Aerion se aproximó, lentamente,

48
aplaudieron, y le señalaron.
Y clamaron en su propia lengua:
“Allí viene, allí viene.
Y no hay más miedo.
Sucederá de todas maneras.
Y él volverá a este Reino.
¡Vamos, vamos!
Ten ánimo en tu marcha.
Esas ruedas te llevarán
muy, muy lejos.”

Aerion tragó saliva, y frunció el ceño.


Siguió andando por ese paisaje sin dueño.
Dejó atrás a los alegres coristas.
La bicicleta rodó, perezosa,
por la senda nevada y silenciosa.

Poco después, dando algunas vueltas,


el joven llegó al punto de Sabielle,
donde una estrella esperaba,
brillando y girando,
y haciéndose muy pequeña,
y creciendo luego, agrandándose,
para estallar por último
en un cúmulo de luces hermosas.
Entonces todo se repetía.
Sabielle otra vez nacía,
y nuevamente, en unos segundos como lágrimas,
su tremendo espíritu moría.

49
Impresionado, Aerion fue hacia adelante.
Unos momentos más tarde,
Luomena, a un lado del camino,
le detuvo, y le pidió que mirara atrás.
El muchacho lo hizo, y contempló,
azorado,
cómo por el cielo abierto
discurrían miles de estrellas fugaces,
encendiendo el firmamento.

Era la Miríada Estelar.


Quizás Aerion nunca lo sabría.
Pero necesitaba verlo.

Siguió, pues, por la senda.


Pasado un tramo, volvió a pararse.
Y observó con desconcierto
lo que se elevaba frente a sus ojos.
Era una monumental piscina de vidrio,
repleta de agua cristalina.
Y en aquel líquido esbelto
se doblaba y retorcía
una espiralada y sumisa galaxia,
que de un extremo a otro resplandecía,
agitándose en algún rincón del Universo.
Se trataba de la Pila Existencial,
que resguardaba el Viento Eterno;
y éste movía siempre,
de tiempo a tiempo,
arrastrándolo por un milagro,

50
el polvo de la materia
que formaba una y otra vez
las vidas de sucesivos seres y planetas.

Era grande su belleza,


y Aerion la contemplaba, anonadado.
Hubiera podido quedarse allí siempre.
Pero aún debía seguir otros pasos.

Así, tomó la bicicleta y anduvo.


La nieve rondaba todavía las colinas,
y su luminosidad,
cayendo incesantemente de las estrellas,
parecía detener, o pausar,
el tiempo de todo Evenor.

Transcurrieron minutos, o lo mismo años.


Luomena, invisible, chistó.
Aerion la buscó con la mirada,
sin verla.
Y luego, casi tropezó
con la imponente imagen de una fuente.

Las ruedas negras giraron despacio,


presas, quizás, de un potente encantamiento.
El mismo, tal vez, que tomó los ojos de Aerion,
cuando encontraron,
en ese sendero,
el Mare Prima,
origen de mundos enteros.

51
El muchacho miró, con la vista
nuevamente ahogada en sorpresa.
Era un júbilo contemplar
en aquel sitio, tanta grandeza.
Se veía una enorme cascada,
llena de luz, y de agua cristalina.
Caía con parsimonia, sosegada,
hacia un estanque redondo y añejo.
Y de esa cascada brotaban,
como burbujas solemnes y bellas,
pausadamente, y alegres,
planetas a escala, uno por uno, por decenas;
todos distintos, en tamaños y colores;
y todos bajaban, y se quedaban flotando,
y girando lentamente,
entre una bruma tibia
que los mecía
maternalmente.

Era aquél, entonces,


el mar primigenio,
la Fuente de Vida,
el generador universal de planetas
que, luego de unos minutos,
desaparecían en un destello.
Y eran así destinados
a puntos lejanos,
recientes y antiguos,
del esplendoroso Cosmos.

52
Aerion observó ese maravilloso paisaje
durante un rato tranquilo y largo.
Después las ruedas volvieron
rápidamente a marchar.
Y la bicicleta del muchacho
dejó atrás
al gran Mare Prima.

Las colinas parecieron eternizarse a su lado.


Hacía cada vez más frío,
pero era placentero.
El verde y el blanco se mezclaban,
como las tonalidades silenciosas
de la pintura de un sueño.

Aerion siguió, siguió.


En el horizonte, la ciudad de la luz
se veía cada vez más cercana.
Alrededor, las luminarias temblaban,
y crecía, paulatinamente, su ardor.

Luego de, quizá, unos días,


Aerion oyó una voz extraña.
Hablaba en la lengua distante
de los caídos Galos.
El joven se detuvo,
dejó su corcel a un costado,
vio de reojo a Luomena,
y trepó a la cima más próxima,

53
situada, como la madre de los planetas,
a su izquierda.

Había allí, en inmensa soledad,


de pie, y plateado,
un catalejo.
Apuntaba a las alturas,
como si quisiera mirar
más allá del infinito
fulgor de Evenor.

Aerion lo tomó y miró,


y vio entonces, entre las nubes de cúmulos
del cielo,
una especie de tenue y albo escenario,
desde el cual un hombre de serio semblante
impartía sabias palabras
a los miles de individuos de blanco
que, aguardando en sus asientos,
le escuchaban desde hacía mil años.

Era asombroso.
El tiempo pasaba,
y todos oían.
Aerion les contemplaba.
La imagen y el sonido le habían atrapado.
Y, aunque no entendía su significado,
bien sabía que se trataba de algo magnífico.

Era, de hecho,

54
la Conferencia del Inicio,
en la que los seres que vendrían
recibían instrucciones
acerca de lo que harían
en eras y espacios.
Todo estaba diseñado
para que,
en cada resplandeciente astro,
se cumplieran todas las misiones.
Y eso había sucedido
en un momento
tan remoto
como el primer recuerdo.

Aerion se perdió,
por unos instantes sempiternos,
en la Conferencia de los cielos.
Hasta que Luomena le llamó,
y él, abandonando el catalejo,
regresó perezosamente al sendero.

Retomó la bicicleta, y anduvo,


hasta llegar casi
a un vasto abismo.
Pero antes de que en él
pudiera fijarse,
sus ojos oscuros se volvieron,
y vieron, arriba,
plasmado contra un sol brillante,
un símbolo de oro refulgente,

55
que era gigante,
y que giraba, vigorosamente.
Esa pieza redonda
se hallaba tallada
con figuras y formas
de materias sagradas.
En su centro,
el rostro de un hombre muy viejo
solamente miraba.

Aerion sintió temor.


El rostro parecía ver todo su ser,
y, a la vez,
regir sobre el territorio entero.

Era una visión terrible,


que infundía un profundo respeto.
Aerion tragó saliva, y ya no pudo mirar.
Aquello era intolerable.
Era demasiado divino.
Así que sólo continuó su camino,
y observó de nuevo
dos veces más.
En la primera, el símbolo poderoso
dejó finalmente de girar.
Y durante la segunda oportunidad
el hombre del rostro
pareció gravemente hablar.
Lo cierto fue que Evenor
se llenó de relámpagos dorados.

56
Tronó el aire, y repentinamente,
veloces, transcurrieron
muchos, muchos años.

Aerion vio esto, desconcertado.


Pronto su temor se esfumó.
Algo le decía que todo estaría bien,
y que eso debía ocurrir,
como ya una vez había sido.

De modo que la calma le acompañó,


hasta que vio a Luomena junto al abismo.
Otra vez se paró, y ella le sonrió,
y le señaló a un hombre,
que, de pie junto a un puente de piedra,
se llamaba Cheeon.

Aquel individuo extendió su mano


hacia el sol cubierto por el oro,
Y con una voz ajada por edades,
explicó: “Ves, joven Aerion,
un calendario muy especial.
Son los Ciclos de Siempre,
que miden el tiempo
de las épocas existentes.
Se revuelven continuamente,
hasta que el Antiguo Visor pronuncia
el fin y el comienzo
de una nueva era del Universo.
No temas, muchacho andante,

57
porque todo lo que Evenor ha iluminado
para ti,
es la clave de un conocimiento.”

Luomena agregó: “Es la Tercera Señal.”

Y Cheeon aún dijo:


“Quédate
en esta orilla de un instante,
y explora en tu pensamiento
lo que te ha sido aclarado.”

Aerion miró hacia el abismo,


bajo el puente que le separaba
de la ciudad extraviada
que no sabía si alcanzaría.

Y mientras sus pupilas se hundían


en un río que allí flotaba,
conteniendo vivas imágenes
y colores y sonidos
de Algo que representaba
el extenso recorrido de unos eventos,
que era el Río de la Historia,
destellante de millones de hechos,
Aerion escudriñó lo que pasaba;
y las Tres Señales
que había visto
en las habitaciones singulares
de la casa de los sueños

58
aparecieron en su mente;
y se unieron;
y poco a poco entendió
que aquello significaba
que algo,
como el fin de la expansión del Universo,
como la muerte de la Humanidad,
como los principios y terminaciones
del punto de Sabielle,
y del Viento Eterno,
y de los mundos que surgían
del seno del Mare Prima,
y de las palabras dichas
en la Conferencia del Inicio,
algo, pues, tanto como todas esas cosas,
pronto concluiría.
Y fue triste comprobar,
comprender, al final,
que el niño de los globos anaranjados
había sido él mismo;
que el coro a él le cantaba;
y que sería Aleksy
el que estaba por terminar.

Miró a Luomena, y ella asintió.

No hubo mucho tiempo más.


Cheeon señaló la ciudad,
y otra vez habló:
“Todavía no.

59
Pero estás por regresar, Aerion.
El Reino Iluminado tiene
más de una puerta.
Evenor y lo y los
que aquí han llegado
te esperarán.”

Cheeon estrechó la mano del muchacho.


Luomena asintió ante el hombre.
Aerion tomó la bicicleta,
y luego que su guía
le pidiera que volviera,
pedaleó hacia el otro lado,
alejándose de ese lugar tan raro.

Quinto.
La Última Puerta.

Había, claramente, cambiado.


Quería llorar mucho, y no hablar nunca más.
Quería estar solo, lejos de lo poco que recordaba.
Pronto vio de nuevo la escalera y el balcón.
Bajó de la bicicleta,
y donde la había encontrado,
la apoyó.

Subió hasta el callado dormitorio,


y allí se reunió con Luomena.
El pesar estaba en los ojos del muchacho,
y la comprensión, en los de ella.

60
“¿Qué sucedió?”, preguntó Aleksy, aturdido.
“Lo siento”, respondió Luomena, descorazonada.
“No lo sé”, aseguró el chico, confundido.

La guía se acercó,
y tocó con una mano
la sien morena de Aerion.
Dijo: “Mira atrás.”

Él cerró los ojos, y volvió a abrirlos,


mientras se volvía hacia la ventana.
Se asombró al averiguar
que las colinas habían desaparecido.

En ese sitio, lo único que había


era una calle,
y motocicletas,
y gentes y árboles,
y locales de vidrieras vistosas.
Había también una esquina,
y una jovencita alegre de cabello corto,
que cruzaba a la acera contraria
hablando animadamente
con un sonriente hombre joven.
Aleksy, allí, en la calle,
no necesitó más que unos segundos
para darse vuelta, con sus ojos oscuros
refulgiendo en su felicidad.
Un automóvil negro se aproximó.

61
Iba demasiado rápido.
Sus faros alumbraron una sonrisa interminable,
y la jovencita que acompañaba a Aleksy,
aterrada, gritó.

Aerion, que era Aleksy,


desde la habitación de cortinas de nieve,
se estremeció.
Vio por último que el automóvil se marchaba,
que la chica, agachada a su lado, lloraba,
y que él quedaba tendido,
sin sentir siquiera dolor,
mientras su visión, poco a poco,
se nublaba.

Los ojos de Aerion


se colmaron de lágrimas.
Ahora lo entendía.
Sabía de qué se había tratado todo.
Y por qué aquellos sueños
le decían que él concluiría.

Echó un vistazo a Luomena,


y cuando se volvió de nuevo a Evenor,
sólo vio que todo era blanco,
hasta que ese espacio se alejó;
puesto que era un copo,
dado que sobre las ondulaciones de hierba verde,
y sobre cada fenómeno mágico,
la luz continuaba nevando.

62
“Es hora de irnos”, indicó Luomena.
Le tendió una mano a Aleksy,
y cuando él la tomó,
salieron juntos.

De regreso en el pasillo,
hallaron una cuarta sala.
Era el final.
La Última Puerta
Estaba entornada,
y de su interior asomaba
un cálido y acogedor resplandor.

Luomena dijo: “Esta es tu puerta correcta


al Reino Iluminado de Evenor.
Ése es tu destino ahora;
aquí acaba tu Gran Senda.”

Aleksy la miró.
“¿Ha sido real?”, preguntó.
La guía sonrió, y asintió.
Después avanzó hacia el umbral,
y, sin más, lo atravesó.

Unas lágrimas rodaron por el rostro de Aleksy.


No tenía miedo.
No sentía dolor.
Sólo era pena,
porque, como tantos,

63
no se había preparado.
Pero iba a estar bien.
Había visto cosas asombrosas,
y quizás seguiría haciéndolo.
El joven, aún llorando,
se acercó a la Última Puerta,
y, cruzándola,
se dejó llevar
por un grato descanso.

...

Él también derramaba su llanto.


Estaba acostado, con los ojos cerrados,
en la cama melancólica
de una sala de hospital.
A su lado, una línea luminosa parpadeó
y cayó.
La muchacha de pelo corto,
cegada por la tristeza,
abandonó su asiento,
tomó por un momento su mano,
y luego, dejando ir a sus lágrimas,
le estrechó en un tierno abrazo.
Varios pasos corrieron fuera.

Pero Aleksy no supo nada de eso.


Él ya estaba inconcebiblemente lejos.
Solamente pudo decir,
desde algún rincón del Universo,

64
a través de milenios y astros,
en un susurro perdido en el tiempo…

“Adiós, amiga. Te quiero…”.

Por Mila J. Sagan.

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