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Oralidad, escritura e historia: notas breves.

Quienes hemos crecido dentro de una tradición cultural en la que el saber, en general y de
manera sustantiva, se elabora, consolida y, sobre todo, se aprende y se transmite a través de
la escritura, albergamos algunos prejuicios acerca de la historia, prejuicios que, por lo demás,
no son el efecto de una negligencia o de un comportamiento dogmático en nuestro modo de
cultivar la historia, sino que se dan de manera tan arraigada que, en efecto, no podemos
advertir su carácter prejuicioso mientras permanecemos dentro de nuestra tradición: son, en
breve, prejuicios “naturales”.
El prejuicio más enfáticamente arraigado es el que nos dice que la historia es un saber
que consiste —únicamente— en la construcción de un discurso, preferentemente narrativo,
que procura mostrarnos las cosas acontecidas a partir del registro de lo pasado en documentos
escritos. El extremo de esta concepción de la historia se encuentra, por supuesto, en la
práctica positivista de la historia para la cual, con la disciplina de la “crítica de fuentes”, sólo
concibe como res gestae aquellas que se encuentran en el archivo documental, que
necesariamente consiste en textos escritos. Si la historia es, según cierta etimología y según
cierta consideración de origen, la escritura de aquellos acontecimientos de los que tenemos
un saber porque hemos sido testigos de ellos, es decir, si el historiador (el hístor) es el sabio
que, a diferencia del poeta, del retórico y, en cierta medida, del filósofo, sustenta su sabiduría
en su condición de testigo, la práctica de la historia pronto se desplazó a la necesidad de que
el testimonio del pasado ya no fuese la presencia del sujeto ante los acontecimientos, sino la
transmisión de lo acontecido en los documentos. Y la historia es, entonces, por necesidad,
historiografía, “la historia es algo que se escribe”, según reza un tópico recurrente.
Pero, en conformidad con lo anterior, podemos preguntarnos ¿qué pasa con los pueblos
cuya vida y práctica lingüística no ha buscado el destino de la escritura o que, en todo caso,
la tradición oral es, además del uso preferente de la lengua, también el del saber mismo? Es
decir, vale la pregunta ¿es posible la historia en tradiciones culturales preeminentemente
orales, habida cuenta de que, como hemos señalado, nosotros concebimos la historia como
necesariamente historiográfica? Es evidente que, si consideramos que la historia es
necesariamente una formación discursiva que se sustenta en el acervo documental escrito,
definitivamente los llamados “pueblos sin escritura” no podrían se creadores de historia, pues
no podrían elaborar una historiografía.
En general, no sólo de construcción de historia, sino que parecería que la pura tradición
oral no podría ser un sustento legítimo para que pudiésemos hablar de la elaboración de
conocimientos, pues en todo caso lo que le reconocemos a la oralidad es su distintiva
capacidad de creación retórica, pero no un conocimiento epistémicamente apreciable como
objetivamente verdadero. Y asumimos, por supuesto, que la historia y su valor de veracidad
no puede ser una mera discursividad retórica, sino que debe portar un elemento epistémico
que le dé un sentido de verdad y que habría de radicar, precisamente, en que reposa en
referentes de los testimonios de la escritura.
Sin embargo, a poco que nos acercamos a formaciones culturales que son
marcadamente ágrafas en sus manifestaciones epistémicas, es posible reconocer un sentido
profundo de lo histórico pero que, por su marcado énfasis en lo oral, no podrían ser culturas
historiográficas. En ellas, la historia no se sustenta en un discurso narrativo de referentes
documentales sino en el acervo de la memoria que se estiliza según la tradición retórica. La
tradición oral nos da una historia-retórica que bien se podría oponer a la historia-escritura
pero que, empero, no le haría justicia para distinguir su singularidad.
Nosotros, que vivimos en una cultura en la que se ha proscrito a la memoria como una
capacidad intelectual del mayor relieve y que nos encontramos con una precariedad retórica,
nos sentimos profundamente ajenos a la historia sustentada en la memoria. Pero aún hasta el
siglo XVII, antes de la tecnificación del conocimiento, la cultura humanística, incluso la
altamente letrada heredera del humanismo renacentista, tenía una imagen profunda de la
memoria a la que se veía, en alegoría distintiva, como el gran tesoro del intelecto a cuyo
acervo se podía acudir para la elaboración del discurso del saber, en general.
Pues bien, lo que habría que señalar, por lo menos en principio, es la perfecta
posibilidad de un saber histórico en una tradición cultural oral-ágrafa en la medida en que lo
que se enfatiza como fuente de dicha conciencia histórica no es, por supuesto, el registro
documental del pasado y su testimonio escrito, sino la memoria que se efectúa en la viva voz
de su exposición; una memoria que es, por otro lado, preferentemente comunitaria y cuyo
valor de verdad, en su marcado carácter retórico, no es el de ser un testimonio cierto de cosas
que efectivamente sucedieron, sino que se ostenta como verdadera en el acto mismo de ser
transmitida y recibida generacionalmente. La prueba de verdad de la historia que se elabora
desde el punto de vista de la oralidad no es el de la crítica de fuentes ni el de la contraposición
documental, sino el de la permanencia de su transmisión comunitaria.

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