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I

Ahí estábamos todos: revueltos como grava y arena, esperando el turno para
entregar nuestros papeles y ser, por fin, inscritos en la que sería nuestra segunda
casa durante los siguientes cuatro años, esperando ansiosos para treparnos a
nuestras bicicletas e iniciar el alucinante recorrido que nos llevaría por senderos
desconocidos e inimaginables, pero sedientos de nuevas aventuras. Las manos
sudadas, el nudo en la garganta, las muecas mal disimuladas, las posturas rígidas
y las voces entrecortadas denotaban a todas luces el nerviosismo que nos
dominaba. El aire tenía un olor a nervios y a expectativas y sobre todo, a ese
miedo que sentimos los seres humanos cuando empezamos a subir por la
escalera de lo nuevo y lo desconocido.

Días antes, los dioses habían conspirado a nuestro favor, derramando cántaros de
bendiciones sobre nuestras frentes, atizando el fuego de nuestra inteligencia e
iluminado el lucero de nuestra suerte. Le llamo suerte porque creíamos que era
parte de nuestro destino el estar ahí

Aunque sea de maestros, a falta de suerte o talento para ser aceptados en otras
escuelas. Muchos otros, ni eso.

Cuando supimos que habíamos sido aceptados no faltaron las fiestas.

Como ocurre en el grueso de la historia, con la ayuda del sublime violín de la


admiración, siempre se entona la cantata de los héroes, pero me pregunto: ¿y
qué habrá sido de los aspirantes que no fueron aceptados?

Pero ahí estábamos, . Tomé mis papeles y me dispuse a entrar. Si todo salía bien

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