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Ahí estábamos todos: revueltos como grava y arena, esperando el turno para
entregar nuestros papeles y ser, por fin, inscritos en la que sería nuestra segunda
casa durante los siguientes cuatro años, esperando ansiosos para treparnos a
nuestras bicicletas e iniciar el alucinante recorrido que nos llevaría por senderos
desconocidos e inimaginables, pero sedientos de nuevas aventuras. Las manos
sudadas, el nudo en la garganta, las muecas mal disimuladas, las posturas rígidas
y las voces entrecortadas denotaban a todas luces el nerviosismo que nos
dominaba. El aire tenía un olor a nervios y a expectativas y sobre todo, a ese
miedo que sentimos los seres humanos cuando empezamos a subir por la
escalera de lo nuevo y lo desconocido.
Días antes, los dioses habían conspirado a nuestro favor, derramando cántaros de
bendiciones sobre nuestras frentes, atizando el fuego de nuestra inteligencia e
iluminado el lucero de nuestra suerte. Le llamo suerte porque creíamos que era
parte de nuestro destino el estar ahí
Aunque sea de maestros, a falta de suerte o talento para ser aceptados en otras
escuelas. Muchos otros, ni eso.
Pero ahí estábamos, . Tomé mis papeles y me dispuse a entrar. Si todo salía bien