Profesor Titular - Dpto. Filología Española III Facultad Ciencias Información - Universidad Complutense Madrid – España. Septiembre 2001 aguirre@eucmax.sim.ucm.es
Articulo exclusivo para Literaturas.com
Por motivos que todos conocemos, el término “Intertextualidad” ha
sido puesto de moda por algunas personas para justificar su forma especial de trabajar con los textos que producen. Como supongo que muchos se habrán sentido perplejos ante las explicaciones dadas, me gustaría abordar el término y sus implicaciones para deshacer los equívocos que se pudieran haber producido en la mente de algunos lectores inocentes. Creo que la idea de intertextualidad es lo suficientemente importante en la Teoría literaria como para que sea tratada con ligereza o usada, como es el caso, como cortina de humo para tapar los desmanes intelectuales de algunos.
Para fijar inicialmente la idea de intertextualidad, lo mejor es
comenzar por su introducción formal en el panorama de la crítica y el análisis literario. Comúnmente se acepta que fue Julia Kristeva la que tomó el concepto del crítico y teórico ruso Mijaíl Bajtín. El destino de los textos de Bajtín, como sabrán algunos lectores, fue complicado debido a las especiales condiciones que se daban en la Unión Soviética. La historia es bastante compleja y bástenos aquí señalar que Bajtín es recuperado por la crítica occidental de forma bastante tardía respecto a la fecha de producción de los escritos. Veamos cómo expresa Kristeva la idea de Bajtín:
“[...] la palabra (el texto) es un cruce de palabras (de textos) en que se
lee al menos otra palabra (texto). En Bajtín, además, esos dos ejes, que denomina respectivamente diálogo y ambivalencia, no aparecen claramente diferenciados. Pero esta falta de rigor es más bien un descubrimiento que es Bajtín el primero en introducir en la teoría literaria: todo texto se construye como mosaico de citas, todo texto es absorción y transformación de otro texto. En lugar de la noción de intersubjetividad se instala la de intertextualidad, y el lenguaje poético se lee al menos como doble.” (Julia Kristeva: Semiótica 1, Madrid, 1981 2ª ed, p. 190)
La noción de intertextualidad ha sido reformulada con algunas
variaciones y extensiones, pero básicamente está aquí expresada de forma clara. Pero, aunque se han dado múltiples explicaciones textuales y se ha aplicado al análisis, a mi entender, no se ha profundizado demasiado en lo que el concepto implica respecto a la dimensión del sujeto [i]. Trataremos de aclarar algo esto.
La idea de intertextualidad tiene una implicación evidente: ningún
sujeto puede producir un texto autónomo. Al decir “autónomo” nos referimos a un texto en el que no existieran vínculos con otros textos, un texto que surgiera límpido, impoluto de la mente del sujeto que lo produjera. Esto implica que los sujetos producen sus textos desde una necesaria, obligada, vinculación con otros textos. El sujeto, pues, no es una entidad autónoma, sino un cruce, una intersección discursiva, un “diálogo”, en última instancia. Como señalaba Kristeva, “absorción” y “transformación” pasan a ser los dos momentos de la secuencia productiva textual.
El primero de ellos, la absorción, es un mecanismo que funciona de
forma consciente e inconsciente, voluntaria e involuntaria. La absorción es el medio por el que los seres humanos nos desarrollamos en el seno de una cultura; es el aprendizaje. Aprender no es solo aquello que hacemos de forma ordenada, más o menos sistemática u organizada. Aprender es algo que nos es natural, consustancial, puesto que nos permite desarrollarnos en el seno de una cultura. El ser humano es un ser que aprende, un ser que transmite culturalmente. Aprender es recibir un legado, un conjunto de instrucciones textualizadas —verbales, escritas, ritualizadas— que nos sirven para desarrollarnos en un contexto sincrónico dado, en un aquí y un ahora. Aprender es, también, acumular junto a lo recibido las propias experiencias, que son enmarcadas en los patrones recibidos o dan lugar a nuevos patrones.
El segundo momento, el de la transformación, es precisamente aquel en
el que se permite a los sujetos desarrollarse históricamente; es el componente dinámico que posibilita que los patrones aprendidos se adapten a las nuevas situaciones o contextos. También es el componente que permite el desarrollo específico de los sujetos. Es en la transformación donde los seres humanos podemos volcar nuestra capacidad individual —nuestro potencial transformador—, donde podemos ser nosotros, en donde nos definimos como sujetos específicos, en donde nos reconocemos como nosotros mismos. Ser nosotros mismos es, desde este supuesto, ser desde los otros; es ser una contestación, una respuesta a los contenidos textuales en los que los otros se nos dan. Cuando hablamos, respondemos.
Aprendemos y transformamos, pues. Este es el movimiento básico del
proceso de la cultura, su dinámica. Afecta a todos los parámetros y dimensiones de la actividad humana individual y socialmente. La culturas están vivas en la medida en que son capaces de transformar su capital informativo, que es el conocimiento acumulado o tradición. De igual forma, los individuos son capaces de evolucionar en la medida en que integran lo recibido y lo introducen en sus propias vidas transformándolo.
Esta es la dimensión existencial de la intertextualidad, entendiendo que
no es un proceso referido únicamente a los textos, sino que, en la medida en que los textos forman parte de la producción y experiencia humana a través de su elemento más específico —el lenguaje—, se rigen por el mismo principio. Para mí es evidente, aunque puede que para otros no, que el lenguaje no es solo el resultado de nuestra evolución como especie, sino su motor principal. Lo es no solo porque tiene una dimensión individual, sino porque además es la base de la sociabilidad en la medida en que permite la transmisión de experiencias y conocimientos del individuo al grupo y del grupo al individuo. El lenguaje permite codificar información, transmitirla y compartirla. La Naturaleza nos dio el lenguaje y el lenguaje nos mantiene unidos y dependientes como especie. Nuestra evolución es la que ha sido gracias a nuestra capacidad de transmitirnos nuestras experiencias unos a otros y de legarlas a las siguientes generaciones. Otras especies también aprenden, también tienen experiencias, pero sus vías de transmisión son mucho más lentas que las nuestras.
Quizá recuerden la crítica de Platón a la escritura: permitiría solo la
apariencia de sabiduría porque las personas podrían absorber los conocimientos que otros hubieran adquirido por sus propios medios, sin el esfuerzo que los primeros realizaron. Lo que en Platón tenía una fundamentación negativa, es un hecho capital para el desarrollo cultural, y la Cultura es nuestra segunda naturaleza, nuestro nicho grupal. Gracias a que podemos aprovechar las experiencias de otros podemos avanzar más deprisa, evitar errores y sacar rendimiento a los aciertos.
Volviendo a la dimensión literaria de la intertextualidad, el conflicto
principal se produce con uno de los lemas de la modernidad que surge en el siglo XVIII: el mito de la originalidad o, más específicamente, la cuestión del genio. El genio es aquel que produce sus propios patrones, sus propias reglas, en abierta oposición a lo existente. Al genio se le sigue, mientras que él, como fuerza de la naturaleza, está destinado a la creación original. Toda la valoración estética desde el romanticismo se basa en la idea del genio, de su capacidad innovadora, revolucionaria, de su originalidad. El genio, al igual que la Naturaleza de la que es hijo predilecto, produce de forma original: es origen y no tradición. La tradición es la que se genera después del genio que crea, es la legión de imitadores sin genio. No imitar y ser imitado es el destino del genio. Como puede apreciarse, esta idea de la genialidad (como autonomía) casa mal con la de intertextualidad. O, al menos, lo parece. Solo desde una idea radical de la genialidad —la revolución absoluta— existe la incompatibilidad. La teoría de Harold Bloom sobre la angustia (o ansiedad) de las influencias es una forma de entender cómo los textos tratan de disfrazar su vinculación (su intertextualidad) con otros textos, de cómo la tradición se disfraza de genialidad para lograr el reconocimiento. La Poesía sería el escenario de un combate por imponerse luchando con otros textos. La idea de Bloom es que solo puede entenderse un poema descubriendo cúal es el rival con el que mantiene la relación agonística, descubriendo con qué poema se está enfrentando. Esto no tiene ningún sentido negativo; por el contrario, es el motor de la evolución literaria.
La intertextualidad es un estado necesario del texto, una condición
básica. También lo es de la condición humana. Como humanos recibimos un legado y dialogamos con él. Tejemos nuevos textos con los hilos que recibimos. Los tejidos resultantes son valiosos en la medida en que mantienen ese equilibrio entre “lo dado y lo creado”, por utilizar una expresión bajtiniana. Un texto es tanto más valioso cuando es capaz de producir transformaciones que sirvan, a su vez, para estimular nuevas aperturas dialógicas. Así se teje la Cultura, como eslabones de una cadena, no como aros sueltos.
Decía un autor —al que no mencionaré— para defender su actos
presuntamente intertextuales que qué se podía decir de Grecia que no se hubiera dicho ya.[ii] La respuesta es muy sencilla: solo debería hablar de Grecia aquel que sienta que tiene algo nuevo que decir. “Nuevo” debe ser entendido conforme a lo dicho anteriormente: una voz que entre en el debate de las ideas, en el coro polifónico (otro término caro a Bajtín) de la Cultura. Pero algunos de los textos que han sido objeto de escándalo y ridículo últimamente no son voces en ese coro, sino simples espectáculos de ventriloquía, es decir, unos muñecos sin vida a los que otros les ponen las voces. Parecen que son ellos los que hablan, pero enseguida se capta el truco.
El problema parece estar en que ya no escribe el que tiene algo que
decir, sino al que le pagan por ello. Antes se decía de algunos escritores, cuando se les agotaba la imaginación, que se copiaban a sí mismos. Ahora ya ni eso.
[i] Un ejemplo interesante de esto es el ofrecido por James V. Wertsch en su obra
Vygotsky y la formación social de la mente (Barcelona, Paidos Ibérica, 1988), en la que se relacionan las ideas de Bajtín con las de L.S. Vygotsky señalando las concordancias existentes entre ambos. Por otro lado, los intereses de Bajtín iban más allá de los simples análisis textuales. Los textos son un trampolín hacia la Cultura y el ser humano. [ii] El problema se puede extender más allá: quién encarga un libro sobre Grecia a alguien que no tiene nada que decir sobre Grecia. En el fondo, todo esto no es más que el efecto de la sustitución de la figura del autor por lo que podríamos pasar a denominar los “abajofirmantes”, ya que su papel se limita al que nos suelen dejar en los contratos: firmar. Lo peor es cuando tratan de dar explicaciones. A través de las pantallas de televisión hemos visto todo tipo de confesiones. Gente que confiesa, sin pudor, ante millones de personas que ha robado, estafado, violado, torturado, asesinado, etc. Jamás he visto a nadie confesar que ha copiado. Podríamos aventurar que quizá esta pertinaz negativa esté vinculada con barreras psicológicas producidas en la infancia por haber sido pillados en alguna acción similar en los exámenes escolares. En el fondo, son como niños.