Sei sulla pagina 1di 122

La noche de los cuchillos largos: Cubierta Karl von Vereiter

1
La noche de los cuchillos largos: Índice Karl von Vereiter

LA NOCHE DE LOS
C U C H IL L O S L A R G O S
(1983)
Karl von Vereiter
ÍNDICE
NOTA PRELIMINAR ................................................................................................................................ 4
PRIMERA PARTE
LA TORMENTA
I ............................................................................................................................................................ 6
II ........................................................................................................................................................... 8
III ........................................................................................................................................................ 12
IV ....................................................................................................................................................... 16
V ......................................................................................................................................................... 21
VI ....................................................................................................................................................... 25
VII ...................................................................................................................................................... 29
VIII ..................................................................................................................................................... 32
SEGUNDA PARTE
EL TRIUNFO
I .......................................................................................................................................................... 39
II ......................................................................................................................................................... 43
III ........................................................................................................................................................ 48
IV ....................................................................................................................................................... 52
V ......................................................................................................................................................... 57
VI ....................................................................................................................................................... 61
VII ...................................................................................................................................................... 65
VIII ..................................................................................................................................................... 69
IX ....................................................................................................................................................... 74
X ......................................................................................................................................................... 78
TERCERA PARTE
30 DE JUNIO DE 1934
I .......................................................................................................................................................... 84
II ......................................................................................................................................................... 88
III ........................................................................................................................................................ 97
IV ..................................................................................................................................................... 100
V ....................................................................................................................................................... 103
VI ..................................................................................................................................................... 108
APÉNDICE 1....................................................................................................................................... 113
APÉNDICE 2....................................................................................................................................... 116

2
La noche de los cuchillos largos: Índice Karl von Vereiter

APÉNDICE 3....................................................................................................................................... 121

3
La noche de los cuchillos largos: Nota preliminar Karl von Vereiter

NOTA PRELIMINAR
Es un fenómeno bastante corriente que la intensa proyección de la Segunda Guerra Mundial,
cuyas características difirieron por completo de su precedente, la llamada Gran Guerra (1914-
1918), nos proporcione ideas nada nítidas respecto a este últimamente citado episodio bélico. La
enorme difusión de lo acontecido entre 1939 y 1945, ha hecho olvidar casi por completo a la Gran
Guerra, y especialmente sus consecuencias, entre las que destaca, como clave de lo ocurrido en la
Segunda Guerra Mundial, el nacimiento, desarrollo y hegemonía casi completamente europea del
Nacionalsocialismo.
Todos tenemos grabadas en la imaginación las escenas de la derrota alemana en 1945. Libros,
tratados, cine y televisión nos han servido esas imágenes, y de esta forma conformado nuestro
espíritu en una idea concreta de cómo y de qué manera fue vencido el Tercer Reich.
De la línea guerrera y de la política nazi durante los años de la guerra, sabemos también
bastante. Pero, quizás apoyándose en los proyectos de una propaganda pro vencedores, y en la
búsqueda exhaustiva del Horror, se ha acentuado de forma especial la dinámica destructiva del
régimen nazi, procurando asociarlo de manera casi absoluta al fenómeno archiconocido de los
Konzentrationslager, los Campos de exterminio.
De las luchas internas del Partido Nazi, de la dicotomía que la equívoca política de Hitler
produjo, de las especiales características que marcó la actitud del Estado Mayor alemán, de eso
poco sabemos, como también ignoramos que el pueblo germano, con una casi entera unanimidad,
llevase, prácticamente en andas, a Adolf Hitler al poder.
Históricamente hablando, hemos de convenir en que el «fenómeno nazi» es ciertamente
apasionante. Si por un solo instante, imaginamos lo que el mundo hubiera sido tras una victoria
alemana, nos daremos cuenta del tipo de encrucijada en la que el planeta se encontró entre los
años 1939 y 1945, en la fase ejecutiva directa del gran proyecto del Reich de los mil años.
No es en este libro donde debemos analizar los resultados de la victoria aliada, y la gigantesca y
hasta monstruosa diferencia entre los resultados concretos y los miríficos proyectos que se
bosquejaron en la Carta de San Francisco, primero, y después en el escenario de la «Gran
Comedia Universal» que se llama las Naciones Unidas.
Eso nos permite, hiriendo seguramente la delicada epidermis de ciertos fanáticos, que del mismo
modo que la «realidad humana» cambió los proyectos de los Aliados, tampoco Hitler, de haber
ganado la guerra, hubiese podido llevar a cabo lo que sus teóricos preconizaban.
Un viejo adagio dice que «entre lo dicho y lo hecho, hay un buen trecho». Nada puede expresar,
con mayor justeza, y eso lo sabemos todos, el abismo que media entre las promesas políticas, de
cualquier tipo, y la realidad en que acaban por convertirse.
Por eso, al mismo tiempo que vamos a intentar proporcionar al curioso lector un cuadro, lo más
claro y sencillo posible, de lo que ocurrió en Alemania a partir de 1918, queremos, ya desde este
mismo instante, demostrarle, en lo posible, que hubo de existir «algo», que por «algo» se ha
mantenido oculto, que explique de manera fehaciente la vertiginosa carrera de Hitler hacia el
poder, con el apoyo, no lo olvidemos, de la mayoría del pueblo alemán.
Si conseguimos aportar algo de claridad a ese oscuro asunto habremos conseguido nuestro
propósito.

4
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here. Karl von Vereiter
PRIMERA PARTE
LA TORMENTA
«L’histoire n’est que le tableau des crimes et des malheurs.»1

1
La historia no es más que una exposición de crímenes y dolores.

5
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: I Karl von Vereiter
I
–¿Cómo dices que se llama ese tipo?
–Adolf Hitler.
Konrad se encogió de hombros.
–Nunca he oído ese nombre. ¿Quién es?
Kilian esbozó una sonrisa. Miró de reojo a su compañero y, una vez más, tuvo la penosa
impresión de que Sleiter había envejecido mucho en los últimos meses, no extrañándole nada el ver
en las sienes de Konrad algunos hilos de plata.
Los dos tenían la misma edad, 23 años, pero Lörzert no había cambiado mucho, y seguía
poseyendo aquella faz rubicunda, de piel tensa y de buen color, muestra de ser hijo de campesinos,
acostumbrado a vivir en el campo.
–Tampoco sé yo mucho de ese Hitler –contestó Kilian–. Me hablaron de él hace una semana. Es
nuevo en el partido, creo que tiene el carnet número 555.
–No está mal. Casi un millar de afiliados.
–No te hagas ilusiones, Konrad. Lo que ocurre es que se empezó a numerar a partir del 500, para
dar la impresión de que éramos más... pero no somos más que setenta, actualmente...
Konrad bajó la mirada, ya que su amigo era más bajo que él.
–¿Cómo te metiste en eso, Kilian?
–¿Qué quieres decir?
–¿Cómo te dio por meterte en política?
Lörzert se encogió vagamente de hombros.
–Cuando nos desmovilizaron no tenía dónde caerme muerto. Ya sabes que mi padre falleció en
1916... y mi madre era viuda desde hacía diez años. No éramos propietarios, sino arrendadores de
unas tierras que mi madre no pudo seguir trabajando, a pesar de que dejó la vida en aquella
parcela...
»Cuando murió mi padre, el propietario buscó nuevos aparceros, mi madre vino a vivir, casi de
caridad, en la casa de unos parientes, aquí, en Munich...
–Debiste venir conmigo, a Berlín.
–Te perdí de vista, ya lo sabes. Estuve matando el hambre como pude, hasta que tropecé con ese
Franz Girisch, el ajustador de un taller, en el que finalmente me admitieron... así fui tirando.
–Pero eso no explica tu ingreso en el DAP.
–Fue Franz quien me dio un pequeño folleto que había escrito Anton Drexler, el presidente... Me
gustó la manera de enfocar las cosas... por eso me afilié... y fue en una de esas reuniones cuando oí
hablar de Hitler.
–¿Un intelectual? –inquirió Konrad con un tono de desprecio en la voz.
–¡Oh, no! Es un pintor... creo que nació en Austria, cerca de la frontera con Baviera. Ahora
ostenta el cargo de director de reclutamiento, pero yo creo que llegará muy lejos... ya me lo dirás
cuando le oigas hablar.
–Estoy harto de papagayos, amigo mío. Desde que llegamos a la patria no me han dejado un solo
instante de descanso... todos hablan, Kilian, todos... pero especialmente esos hijos de perra de
rojos... los que ya osaban, en el frente, en los últimos tiempos, hacer correr bulos para aumentar la
confusión y hacer que perdiésemos la poca moral que nos quedaba.
–Eso mismo dice Hitler... ¡es formidable, Konrad! No es un papagayo, sino un hombre que sabe
lo que se dice... analiza la situación como nunca lo he visto hacer. Desea una Alemania fuerte,
poderosa, unida... un Reich que abarque todos los pueblos germanos...
–Ya veo, un soñador.
–No lo creas. Drexler, nuestro presidente, no se equivoca nunca... es un especialista mecánico en
aserradoras, un hombre lleno de fe y de entusiasmo en el destino del Reich...
–¿Qué otra gente forma el comité?
–Están: Karl Harrer, un periodista que ostenta el cargo de vicepresidente; Muchel Lotter,
maquinista de los ferrocarriles, primer secretario; Adolf Bikhofer, un estudiante que hace de primer
secretario; es decir, de tesorero primero, ya que el segundo secretario es Johann B. Koebl. Luego
6
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: I Karl von Vereiter
está ese del que ya te he hablado, Girisch... el que me colocó en el taller y me hizo ingresar en el
Partido... y, finalmente, Hitler.
–¿Y ahora quieres que ingrese yo también en la DAP, no?
–Si lo deseas, sí... nunca te obligaría a hacer algo que no quisieras...
Sleiter encendió un cigarrillo, siguió con reconcentrada atención las volutas de humo que el aire
de la noche deshacía velozmente.
–Mi idea, una vez viese a mis padres –dijo con voz firme–, era irme con alguno de los Frei
Korps, no importa dónde fuera... a luchar contra los rojos rusos... fuera de este país corrompido por
el bolchevismo, atenazado con la cobardía de los socialdemócratas... ¡Mierda! ¿Sabes lo que nos
pasó en Berlín?
–No.
–Desfilamos por Unter den Linden... y nos silbaron, ¡como lo oyes! Esos hijos de puta de
demócratas nos insultaban, como si fuésemos los culpables de su propia cobardía...
Escupió con rabia en el suelo.
–Ninguno de esos cerdos vio el frente, ni siquiera desde lejos... iban vestidos, aunque estaban
delgados, seguramente de tanto follar en la retaguardia...
»Si en vez de ser un simple Obergefreiter hubiese mandado el batallón, habría ordenado abrir
fuego contra aquellos cabrones...
–Yo leí que os dijeron que no habíais sido vencidos.
–Sí, los políticos querían darnos coba... ¡claro que no hemos sido vencidos! Ningún soldado del
frente estaba dispuesto a abandonar su posición... pero detrás de nosotros, en la asquerosa
retaguardia, hombres cobardes estaban firmando el armisticio...
–No quiero meterme en tus asuntos, Konrad... –dijo Kilian con dulzura–, pero creo que podrás
hacer más labor aquí... que con los Cuerpos Francos... tarde o temprano, los Aliados van a exigir su
disolución...
Sleiter se echó a reír, aunque su risa sonaba falsa.
–¡Veremos si me convence ese Hitler!
Estaban llegando a la Herremstrasse, a la casa número 48, donde poco tiempo antes entró Hitler,
por primera vez, afiliándose poco después al Deutscher Arbei Partei, el DAP, sin darse cuenta de
que aquel simple gesto, el de tomar de la mano de Dexler el carnet número 555, iba a cambiar la
Historia del mundo.

7
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: II Karl von Vereiter
II
–Prosit!
Chocaron las grandes jarras de cerveza. El humo de los cigarrillos formaba una nube sobre las
cabezas de los hombres que ocupaban la gran sala de la cervecería.
Todos ellos llevaban el uniforme de la SA.
Un poco más viejo, pero sonriente y fuerte, Konrad Ludwig Sleiter bebió, sin descanso, el
contenido de su gran jarra, dejándola luego sobre la mesa, antes de secarse los labios, manchados de
espuma, con el dorso de su sólida y velluda mano.
Se puso en pie.
–¡Silencio!
Todas las cabezas se volvieron hacia él.
–¡Camaradas! –empezó diciendo–: Hemos recorrido un largo y glorioso camino. Pocos son los
rostros de los aquí presentes que recuerdo de aquellos primeros tiempos... pero tanto ellos, los
veteranos, como los que han llegado luego, han llevado a cabo un trabajo excelente...
»Estamos cerca de las elecciones... y esta vez, amigos míos, nadie será capaz de detenernos en el
camino hacia el Poder...
»Queda aún mucho por hacer... y ya sabéis todos a lo que me refiero. Hay que limpiar el país de
todo lo sucio que aún vive en él...
»Los traidores, los que se bajaron los pantalones ante las inaceptables exigencias del Diktat de
Versalles, los que deseaban abrir el paso a las hordas bolcheviques, los judíos y los plutócratas, los
grandes capitalistas que desean seguir chupando la sangre del obrero alemán...
Dio un puñetazo sobre la mesa.
–¡Vamos a limpiar el Reich de toda esa basura, camaradas! os lo digo yo, mientras uno solo de
esos bastardos viva en tierra germana, correremos el peligro de volver a contaminarnos...
»También ajustaremos las cuentas a esos prusianos en uniforme... porque el Ejército alemán ha
de dejar de ser para siempre una institución exclusivamente reservada a los niños bonitos, a los
hijos de papá... para convertirse en un Ejército del pueblo y para el pueblo, tal y como ha afirmado
el camarada Roehm...
Se apoderó de la jarra que una de las rollizas sirvientas, cuyas posaderas recibían las caricias o
los pellizcos de los presentes, había llenado poco antes.
–¡Todos en pie! ¡Brindemos!
Se levantaron como un solo hombre.
–Brindemos por todo lo que nos es querido –dijo Sleiter–. ¡Por Alemania!
–¡¡¡POR ALEMANIA!!!
–¡Por el Führer!
–¡¡¡POR EL FÜHRER!!!
–¡Por Ernst Roehm y las Secciones de Asalto!
–¡¡¡POR LAS SA!!!
–¡Por la victoria!
–SIEG!!!
***
El cristal sucio del vagón reflejaba el rostro preocupado de Sleiter. Era como si temiera que el
convoy se detuviese en la pequeña estación de aquel pueblo bávaro donde había nacido hacía ya
veintitrés años...
No había vuelto a la localidad desde hacía casi tres años, con motivo de un permiso de una
semana de convalecencia después de la herida, la cuarta, recibida en el frente de Flandes.
Tres años es mucho tiempo...
Ya entonces, en 1916, su padre luchaba desesperadamente por mantener y defender la propiedad
que había heredado de sus mayores. La inflación, que comenzaba a hacerse sentir, la escasez de
materias primas, la falta de mano de obra, todo contribuía a convertir los campos de Bruno Sleiter
en páramos que nadie podía trabajar, que nadie deseaba trabajar, ya que se había perdido

8
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: II Karl von Vereiter
definitivamente la visión del futuro, y la gente vivía al día, puesto que la seguridad en el mañana se
había esfumado definitivamente.
La certeza de la derrota había abierto ante la mayoría de los alemanes un pozo insondable,
repleto de miedos y de incertidumbres; se empezaba a desconfiar en el poder adquisitivo del dinero,
aunque todavía no hubiese caído el marco en la desvalorización monstruosa en que se derrumbaría
meses más tarde; la gente se aferraba a sus bienes palpables, y no era el oro ni las joyas lo único que
seguía valiendo algo, la comida, las cosechas ocultas formaban ya la base canallesca del futuro
mercado negro.
Aquellos que habían vivido con la esperanza de que las cosas seguirían siendo lo que eran, o
incluso los optimistas y utópicos, que creyeron en una victoria de los Imperios centrales, se
encontraban ahora ante la seria amenaza de la miseria, del desempleo en masa, cosas que conducían
fatalmente por el camino de la Revolución.
Para Sleiter, con el rostro pegado al cristal de la ventanilla, el futuro aparecía tan incierto como
su llegada al pueblo. Había escuchado, sin embargo, las encendidas y vehementes palabras de aquel
Adolf Hitler, en cuyos ojos brillaba la seguridad de una próxima grandeza jamás alcanzada por la
Alemania del siglo XX. Un millar de años se extendía ante la predicción de aquel hombre: un
milenio de prosperidad y de hegemonía mundial para un pueblo que acababa de ser vencido, pero
cuyo destino histórico, unido a la esencia de una raza superior, habrían de abrirle las puertas de una
insuperable grandeza.
Hasta Sleiter, que todavía vivía bajo la pesadumbre de lo que había visto y oído en Berlín, de lo
que vio y oyó al atravesar Alemania, de regreso a Baviera, incluso para él, había en las palabras del
político austríaco algo que le hizo vibrar, como cuando, en los tiempos de la Antigüedad, se oían las
voces de los profetas, cuyos ojos agudos parecían saltar por encima de los tiempos.
De todos modos, Konrad no se había decidido a afiliarse al DAP, prometiendo a su amigo Kilian
que lo pensaría, dándole una respuesta definitiva cuando regresase de ver a su familia.
Si algo le había gustado, más que otra cosa, en las palabras del orador, fue aquella fuerza que
había en sus convicciones, aquella seguridad matemática de que las cosas serían como él pensaba...
Nunca había creído en esa clase de hombres que, según se decía, enviaba la Providencia con el
propósito de cambiar el curso de la Historia.
Había vivido demasiadas miserias, visto demasiados hombres, importantes o no, ensuciarse en
los pantalones, mearse patas abajo, cogidos en el cepo del miedo, de visita en una posición.
Los vio llegar, ufanos, petulantes, destilando orgullo y superioridad por cada uno de los poros de
sus malditos cuerpos, sin dirigir una sola palabra al soldado comido por los piojos y el hambre,
rodeados por una asquerosa pandilla de lameculos que llevaban el mismo uniforme que ellos,
aunque con menos galones y entorchados.
Y luego, maravillosamente, el enemigo había hecho hablar cientos de bocas de fuego; miles de
proyectiles atravesaron el aire y, espectáculo archiconocido por todos los piojosos de la trinchera, la
tierra se había puesto a hervir como una marmita donde se cociese el caldo espeso de la muerte.
De golpe, todo el orgullo de sus caras bien lavadas, de sus bigotes engomados y perfumados, el
brillo de sus ojos altivos detrás del cristal de sus monóculos, todo su porte de grandes señores, de
altos jefes, desaparecía como por ensalmo.
Y, cosa curiosa, perdiendo toda decencia, obraban como ningún miserable comedor de rancho se
hubiese atrevido a actuar.
Konrad no pudo evitar una sonrisa.
Nunca pudo olvidar aquellas escenas denigrantes, cuando echaban a correr como conejos,
asustados, tirándose de cabeza al primer refugio y, una vez allí, ponerse a temblar como niños
asustados...
No, no creía en los hombres... aunque ahora, al pensar en las vibrantes palabras de aquél, en el
brillo de sus ojos, notaba que estaba impresionado por primera vez en su vida.
***
Lloviznaba ligeramente. El minúsculo andén de la pequeña estación estaba vacío. Y aquello
complació a Sleiter, ya que en el fondo no deseaba ver a nadie que no fuera de su propia familia.
9
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: II Karl von Vereiter
«Eres un perfecto idiota –musitó mientras atravesaba velozmente la desierta sala de espera–. Es
como si tuvieses vergüenza de que te vieran en uniforme, como si fueras el responsable directo de
que el país hubiera perdido esta maldita guerra...»
Sabía, no obstante, que aquella sensación no era nada que sólo él experimentase. Conocía a
decenas de soldados que, como él, habían penetrado en su pueblo con las orejas gachas,
avergonzados, procurando que les viese el menor número de personas posibles.
¡Cuando habría de haber sucedido lo contrario!
Hubieran debido ser los paisanos los que agachasen la cabeza... porque si alguien había
traicionado al Ejército, habían sido los pobladores de esta asquerosa retaguardia que no supo medir
el sacrificio de los que murieron por defenderla.
¡Un asco!
Cruzó la plaza en la que la estación estaba ubicada.
Todo seguía igual: la tienda de ultramarinos de Herr Müller, la cervecería de la vieja Frau
Köbler, cuyo marido, un héroe de la guerra de 1870, había regresado de París con una grave
enfermedad venérea que se le había llevado al otro barrio en pocos meses... el almacén de granos de
Herr Schöreder, un acaparador al que Konrad no pudo nunca ver ni en pintura...
«Cada pueblo es un mundo –pensó–. En él se dan todos los casos y aparecen todas las clases de
seres humanos...»
Echó una rápida ojeada a la triste fachada del número 9 de la Hindenburgstrasse, la única mujer
«de costumbres ligeras» de la localidad vivía allí.
Lotta Lamminsky, rubia, alta, hermosa: una mujerona, cuyos padres habían venido a Alemania
desde Polonia, quedándose en Dresden mientras que la muchacha se iba en busca de aventura... y de
dinero.
Los ricos del pueblo, los propietarios de las mejores parcelas, el alcalde, el médico y el
farmacéutico, habían visitado con frecuencia la casa tristona de la Fraulein, y ahora, tantos años
después, Konrad se preguntaba si Bruno Sleiter, su padre, no había sido, eventualmente, uno de los
clientes de la rubia polaca.
Lo cierto era que los chicos de su edad, cuando Konrad Ludwig tenía doce o trece años, habían
permanecido largas horas, a partir del atardecer, ante la ventana iluminada del primer piso por la
cual, de vez en cuando y con un poco de suerte, veían la silueta de Lotta, en ropas menores, como
una sombra chinesca de la que destacaban los dos enormes y tiesos senos...
Muchos se habían masturbado pensando en aquella hembra, y él también lo había hecho,
sudoroso, en la cama, con la imaginación llena de cosas apenas sabidas, cosas oídas a los demás,
mezcladas con las imágenes de algunos libros que corrían de mano en mano.
Sleiter sonrió de nuevo.
No, nada tenía que agradecer a aquel pueblo en lo que se refería al hecho de haberse convertido
en un hombre. Salió tan virgen como le había echado su madre al mundo...
Una furcia de Bruselas se encargó de enseñarle los rudimentos del amor.
Aunque...
Justamente pasaba ante la farmacia, y sintió que el corazón se le encogía un poco, al tiempo que
los recuerdos, lejanos y borrosos, pero dotados de un profundo y limpio sentido emotivo, le
inundaban.
–Anna...
¿Cuántas veces había pronunciado aquel nombre en la soledad de las trincheras, cuando,
paradójicamente, entre miles de hombres, uno se encuentra solo?
Sí, lo había pronunciado cientos, miles de veces, en las jornadas de silencio y de paz, donde sólo
se oía el disparo traidor de un francotirador, o en los días de tormenta de acero y de muerte, en lo
hondo de un refugio, sintiendo caer sobre su casco de acero un chorro de tierra que se escapaba de
entre las vigas temblorosas a cada explosión.
Lo había repetido en los amaneceres de ataque, cuando, inclinado, con el fusil en la mano, la
relampagueante bayoneta en el extremo del cañón, corría por una tierra cubierta de cráteres, como
un paisaje lunar.

10
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: II Karl von Vereiter
Lo pronunció también, con voz ahogada, bajo la máscara antigás, cuando el suelo se cubría del
humo amarillento o del rocío mortífero de la iperita.
–Anna.
¡Qué estupidez seguir pensando en ella cuando, con toda seguridad, estaría casada y con hijos,
quizá con un marido soldado, vivo o muerto, o con un esposo calvo, como Fritz, el hijo del
almacenista de granos...
Bien se las había arreglado el padre para evitar que su hijo fuera a las trincheras. ¡Para que luego
le vengan a uno con el cuento del patriotismo! Sólo los desgraciados, los verdaderos patriotas,
habían estado luchando todos aquellos años...
Al recordar a Fritz Schöreder, frunció el ceño, y la sonrisa que momentos antes se dibujaba en
sus labios, se borró como por ensalmo.
–¡Maldito emboscado!
Por culpa de hombres como aquél, de acaparadores y sucios traidores, de judíos y plutócratas,
Alemania se encontraba al borde de la miseria y de la ruina, a merced de unos Aliados que hubiesen
sido incapaces de vencerla si la retaguardia hubiera mantenido una moral como la de los soldados.
Volvió a pensar en Anna, en sus pocos encuentros, en el único beso que le había dado,
momentos antes de dirigirse a la estación para tomar un tren que iba a llevarle a los confines de la
Muerte.
Movió la cabeza de un lado para otro, al tiempo que llegaba a la esquina de la calle en que vivía.
Y fue entonces, al doblarla, cuando vio el pobre carro, una carreta tirada por un caballo cansino, una
simple plataforma de madera donde unas sogas sujetaban un féretro, y una mujer detrás, envuelta en
velos negros, como único cortejo.
Konrad se hizo a un lado, esperando el momento de que pasase el muerto para, cuadrándose,
hacerle el saludo militar.

11
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: III Karl von Vereiter
III
–Prosit!
Paul tocó ligeramente el brazo de Sleiter.
–Vamos, Konrad...
–Sí.
Sleiter terminó su jarra de cerveza, incorporándose para salir de la sala, seguido por Paul y Josef.
Al verlos, diez hombres les imitaron, mientras que otros seguían cantando y bebiendo.
Una vez en la calle, siguieron la acera, formando dos grupos, el primero de los tres hombres y el
otro, más denso, con los que habían abandonado la cervecería en su pos.
Dos minutos después penetraban en la Casa Parda de Munich, siendo saludados por los
centinelas SA que guardaban la entrada.
Los hombres, todos, se dirigieron al cuarto de armas. Al entrar allí, Sleiter se acercó a la mesa,
en uno de cuyos bordes se sentó.
–Has hecho bien en avisarme, Krimmann –le dijo a Paul–. Debemos empezar el trabajo dentro de
media hora...
Paul Krimmann sonrió.
Era un muchacho alto, rubio, fuerte, de ojos claros, que a veces parecían azules, pero que en
otras ocasiones, al oscurecerse levemente, se tornaban de un hermoso color ágata.
En sus hombreras llevaba los galones de Oberscharführer, un grado que en las SA equivalía a
los de un Unterfeldwebel del Ejército (subsargento).
El hombre que estaba a su lado, pelirrojo y fuerte como un toro, con una cara primitiva, pero con
ojos azules e ingenuos, era Josef Meister, el guardaespaldas personal de Sleiter, que adornaba sus
hombros con las insignias de Oberstumann (soldado de primera en la Wehrmacht).
Los demás, los diez hombres que esperaban en la sala de armas, eran simples SA o Sturmann.
En cuanto a Sleiter, llevaba los galones de Truppführer lo que quería decir que en el Ejército
hubiese tenido la categoría de sargento.
Su grupo era un Trupp, una formación en las SA, una especie de sección de combate,
perfectamente adiestrada, curtida ya, desde los principios del nacionalsocialismo, en la lucha
callejera contra los enemigos de Hitler.
Aunque su viejo amigo y compañero de armas le había aconsejado imitarle, entrando en la tropa
especial cuya misión era proteger al Führer.
Fue en abril de 1925, cuando Hitler requirió la formación de un grupo que le protegiera; ocho
hombres lo formaron en un principio, bajo el nombre de Stabswache (Guardia del Cuartel General),
nombre que se cambió casi en seguida por el Schützstaffel (Grupo o Escalón de Protección).
«S»... chütz... «S» taffel... cuyas dos «S» iban a ser tristemente célebres en el mundo: las SS
habían nacido.
Sleiter prefirió entrar en las SA (Secciones de Asalto), ya que allí se respiraba el verdadero
espíritu de la revolución nacionalsocialista, donde se pensaba en cambiarlo todo, creando, con las
Secciones de Asalto, el ejército nazi que terminaría para siempre con los junkers uniformados y
todopoderosos que habían llevado a Alemania a la más vergonzosa de las derrotas.
Por otra parte, desde que había oído hablar de Roehm, Konrad comprendió que aquel hombre
deseaba hacer una nueva Alemania y que, de una vez, iban a terminarse los privilegios, los ricos, los
plutócratas y, evidentemente, los rojos y los judíos.
Por todo aquello se había afiliado a las SA.
***
–Tenemos veinte minutos para prepararnos –dijo Sleiter a su grupo–. Ya conocéis de qué se
trata... Hace dos semanas, uno de nuestros camaradas fue sorprendido y apaleado por esos puercos
del Rot Front. Nuestro compañero sigue en el hospital, luchando entre la vida y la muerte.
»Conoceremos a los autores, los tipos de una de esas células, la que manda un tal Oberfein, un
mecánico de un taller de la ciudad...

12
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: III Karl von Vereiter
»También sabemos que esta noche se reúnen en casa de la novia de ese puerco de Oberfein, en el
número 48 de la Matildestrasse.
Esbozó una sonrisa cruel.
–Vamos a devolverles, con creces, lo que hicieron al pobre Lamberg...
Sus ojos adquirieron un brillo metálico.
–Si no es necesario –agregó con voz firme–, no utilizaremos las pistolas... creo que los garrotes
bastarán... pero, Sakrement!, deseo que peguéis fuerte... sin vacilar... hay que dejar marcados a esos
hijos de mala madre... ¿entendido?
–Jawolh! –fue la sonora respuesta unánime.
–Bien. Ahora, un consejo... id a la cantina y bebed una buena taza, o mejor dos, de café bien
cargado. Quiero reflejos rápidos... y con la cerveza que hemos bebido, estamos, todos, un poco
embotados... Traed una taza bien cargada, para nosotros... ¡En marcha!
Salieron los Sturmann, no quedando en la sala de armas más que los tres hombres.
–Deberías haberme dejado el mando, Konrad –dijo Paul–. Al menos, por esta noche...
Sleiter se echó a reír.
–¡No digas tonterías!
–Te casas mañana, muchacho.
–¿Y qué?
–Si te ocurriera algo, no me lo perdonaría nunca, ¿verdad, Josef?
–Soy de la misma opinión Sleiter... deberías ser prudente la víspera de tu boda.
–¡Me hacéis reír los dos! –se carcajeó Konrad–. Mañana me caso, es cierto... y todos estáis
invitados... pero, ¿qué puñetas tiene que ver mi boda con el ajuste de cuentas de esta noche? ¿Desde
cuándo he vuelto la espalda a una pelea con esos rojillos de mierda?
–Nadie te está tratando de cobarde –se defendió Krimmann.
–Las mich gehen!1 –protestó Konrad con vehemencia–. Al contrario, amigos... yo veo las cosas
diferentes... no hay nada mejor que los brazos de una mujer para calmar al soldado que viene de la
pelea... y si quedan marcas de los golpes recibidos... ¿qué mejor bálsamo que sus besos?
–A menos que te rompan la crisma.
–Gott verdamm’ mich! ¿Hacerme pupa esos maricas de comunistas? ¿Por quién me habéis
tomado? Además, ya conocéis mi plan... gracias a un chivato, conoceremos la contraseña... es una
palabra mágica «Proletariado»... dulce palabra que pronunciará uno de nosotros, al llamar a la
puerta... mientras que los demás se esconden en la sombra... y cuando abran...
–Dejarás que sea yo quien llame, ¿verdad? –inquirió Meister.
Sleiter miró con amistad al coloso.
–Desde luego que sí, Josef... –dijo con una sonrisa–. Por algo te llaman Panzer...
–Está bien... –concedió Paul–. Ya procuraremos que no cometas ninguna barbaridad...
Les trajeron el café, que bebieron a pequeños sorbos.
Quince minutos más tarde, empuñando los recios garrotes, pero con la pistola en el cinto, el
Sturm, con trío a la cabeza, avanzaba por las sombrías calles de la ciudad.
***
Todo era triste, mísero, deprimente. El jamelgo, viejo, cansado, con ese cabeceo fatalista que
tienen los caballos cuando van hacia el matadero. El carro, sin varas, simple plataforma, las sogas
usadas, y la negra nota del féretro.
Y la lluvia, fina, poniendo una imprecisión movediza en las imágenes, como la capa gris de
ciertas telas impresionistas que dan a los cuadros una infinita melancolía.
Konrad miró al caballo, al carro, al féretro, y le pareció como si todo aquello representase a
Alemania, a cuyo entierro no iba más que una mujer vieja, encorvada por el peso de los años y del
sufrimiento, con ojos enrojecidos y secos, de tanto llorar...

1
¡Dejadme en paz!
13
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: III Karl von Vereiter
Se dispuso a cuadrarse, aunque, de repente, sin saber por qué, se sentía tremendamente apagado,
sombra él mismo, bajo la fina lluvia que parecía disolverlo todo, borrarlo, difuminarlo como para
quitarle toda trascendencia.
–¡¡Hijo!!
La voz de la mujer enlutada le golpeó como si una mano aviesa le cruzase la cara con una fusta.
Alzó los ojos bajo el gorro militar que llevaba, y vio a la mujer que corría hacia él, con sus pobres
brazos abiertos, mientras que el cochero, pequeña figura gibosa con los pies colgantes, seguía su
camino, envuelto en la terrible indiferencia de todos los enterradores.
–¡Madre!
Ella se había echado el velo hacia atrás, y aunque le fue difícil identificar el rostro amado en
aquella masa arrugada, fueron los ojos, los queridos ojos de su madre, que lucían como los
recordaba, los que alejaron de su alma la menor sombra de duda.
Abrazó el cuerpo menudo, con cuidado, pero con veneración. Nunca supo si lo que mojaba su
rostro eran las lágrimas de la mujer... o la lluvia que seguía cayendo sin cesar.
–¡Oh, Konrad Ludwig! ¡Tú aquí! En este momento...
–No sabía nada, madre...
–Lo supongo... llevábamos una eternidad sin noticias tuyas... todas las vecinas me miraban con
tristeza, como si te hubiera ocurrido algo malo... pero yo sabía que seguías vivo...
–Vamos, madre... dame el brazo... el carro se ha alejado.
–El carro donde va tu padre, Konrad Ludwig.
–Lo supongo. ¿Qué ha ocurrido?
–Ya te explicaré.
Siguieron al carro, bajo la lluvia. Las ruedas chirriaban lúgubremente a cada giro, y los cascos
del famélico caballo punteaban el silencio con un cloc-cloc monótono y exasperante.
–Entiendo.
–Tu padre luchó como un loco... yo veía que se estaba matando... no encontrábamos a nadie para
que nos ayudase en los campos...
Movió tristemente la cabeza.
–Trabajaba día y noche... apenas si comía... su carácter se volvió arisco, irascible... le vi
consumirse poco a poco, envejecer diez años cada semana, convertirse en un pobre anciano, que
balbuceaba a cada instante, cuya mente empezaba a vacilar...
–Lo creo.
El del carro, era al mismo tiempo, el empleado de las Pompas Fúnebres, el enterrador y el
sepulturero, pero Konrad le ayudó a bajar el féretro, colocándolo junto a la fosa que el hombre
había cavado durante la noche.
La ceremonia fue corta, con esa brevedad que los sepultureros dan a los entierros pagados por la
Beneficencia municipal.
Luego, mientras el hombre del carro terminaba su labor, dando consistencia al montículo que
sustentaba la cruz, la mujer se aferró al brazo de su hijo, saliendo ambos del reducto del pequeño y
melancólico cementerio.
Había en el gesto de la madre, esa seguridad que da la presencia de un hombre en el núcleo de
una familia de la que la máxima potestad acaba de desaparecer: y al mismo tiempo, había en Elisa
Sleiter, nacida en Oremburg, ese deseo de contar a su hijo todo lo que había padecido y sufrido
durante su ausencia.
–Nos fueron robando todo, Konrad –explicó con voz silbante–. Tu padre tuvo que firmar
pagarés... y luego, al no poder abonarlos, se incautaron de nuestras tierras...
»Tu padre estaba enfermo y cansado... no podía más... yo veía que se iba consumiendo, luchando
desesperadamente... pero no había nada que hacer... y, finalmente, tuvimos que venderlo todo...
–¿Quién fue el comprador?
Lo imaginaba, pero quiso que fuese ella quien diese fuerza a su premonición.
–Fritz Schöreder. ¿Quién quieres que fuese? Es el hombre más poderoso del pueblo... y ahora, un
protegido de los nuevos amos de Berlín, de los de la República de Weimar...

14
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: III Karl von Vereiter
–Hasta que ayer, por la mañana, viendo que no se despertaba... ya... tenía el almuerzo sobre la
mesa... fui a verle... estaba muerto.
–Lo siento, madre... hubiera debido regresar antes, a ayudaros, pero yo estaba también cogido en
un cepo.
–No te reprocho nada, hijo.
–Lo sé.
–Padre pensaba siempre en ti... se llenaba la boca con elogios... y se ponía furioso al ver que el
hijo de Schöreder estaba tranquilamente aquí, mientras tú peleabas en el frente.
–Su padre hizo lo que pudo.
–El viejo murió.
–Debía haber reventado el día en que nació.
Ella apretó con más fuerza el brazo de su hijo.
–Ahora... que estarás aquí, todo cambiará.
Konrad se estremeció, y ella, a través del brazo de su hijo, que seguía apretando con fuerza,
comprendió que su deseo no era más que una ilusión.
–Ya veo... –dijo–. Tienes que volverte a ir...
–Aquí no hago nada, madre, compréndelo... ya no tenemos tierras... y yo tengo mis propios
proyectos... Alemania va a resurgir, tiene que hacerlo...
–Yo no entiendo de esas cosas, Konrad.
–Lo sé, madre... pero no tienes que preocuparte. Voy a ocuparme de ti. No te faltará nada, te lo
prometo. En cuanto regrese a Munich, te enviaré dinero cada semana.
–¿Has encontrado trabajo?
–Sí.
Tenía que mentirle. No soportaba el fatalismo de aquella mujer, que siempre había sido
optimista, y a la que recordaba con una perenne sonrisa en los labios.
–Ya estamos en casa... perdona, hijo, pero faltan muchas cosas... tuvimos que vender casi todo
para pagar los primeros pagarés..
–¿A Schöreder?
–Sí.
Sleiter se mordió los labios.
Ella abrió la puerta. El interior estaba iluminado. Atravesaron el pequeño vestíbulo,
desembocando en el comedor.
Había una mujer allí.
Konrad sintió que sus piernas flaqueaban al reconocer a la muchacha que le miraba con sus
grandes ojos azules inmensamente abiertos.
Era Anna.

15
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: IV Karl von Vereiter
IV
–Quietos...
Los hombres se inmovilizaron. La calle era estrecha y estaba muy oscura. La única farola se
encontraba en el extremo, junto a la Kleineplatz que habían atravesado para llegar hasta la casa de
la prometida del comunista Oberfein.
Maciza silueta, el Obersturmann se adelantó, acercándose a la puerta a la que llamó con algunos
golpes breves.
Konrad se mordió los labios.
Apretaba en su diestra el garrote hecho con un nervio de acero y rodeado por una espesa capa de
caucho. Algo que más tarde se haría tristemente famoso, en los Konzentrationslager, con el nombre
de gummi.
–Esperemos que no hayan cambiado la consigna –murmuró frunciendo el ceño.
–No temas –repuso Paul–. Si algo, entre otras muchas cosas, les falta a los rojos... es
imaginación.
–Así sea.
Justo en aquel momento, alguien abría la puerta de la casa. De un formidable empellón, Meister
lanzó hacia atrás al que abría.
–Vowarts!1 –aulló Sleiter.
Se lanzaron hacia la puerta como un solo hombre.
Josef había derribado al que abrió, propinándole una patada en la cabeza que le puso fuera de
combate. El gigante estaba ya al pie de la escalera, esperando impaciente la llegada de sus
compañeros. Se oía, desde abajo, el rumor acalorado de una discusión, con algunas voces
disonantes y hasta encolerizadas.
Konrad hizo un gesto para mantener quietos a los suyos, mientras prestaba una oreja atenta a lo
que llegaba desde la planta superior.
–Están enzarzados en una de sus famosas charlas dialécticas –murmuró, mientras sonreía.
Y tras un corto silencio:
–Vamos a subir muy despacio y en silencio, para sorprenderlos... ¡seguidme!
Iniciaron la ascensión por la escalera, que subieron peldaño a peldaño, andando de puntillas,
conteniendo casi la respiración.
Las voces fueron haciéndose más y más fuertes, a medida que subían. Oyeron entonces, al llegar
al rellano la de una mujer que tras soltar una risa bastante agradable:
–¡Venga! Aquí tenéis los bocadillos y la cerveza... dejad de gritar como energúmenos... me vais
a levantar un terrible dolor de cabeza...
–La novia de Oberfein... –sonrió ferozmente Paul–. ¡Cómo los cuida, la muy...!
–Deja, deja –sonrió Sleiter, a su vez–. Lo malo para ellos, es que van a hacer una mala
digestión...
–¿A qué puñetas estamos esperando? –intervino el gigante que apretaba entre sus manos el
terrible gummi.
–Un poco de paciencia, Josef –le dijo Sleiter–. Hay que esperar a que empiecen a comer... si
sorprendes a un hombre en plena comilona, con una jarra de cerveza en la mano, tarda el doble en
reaccionar que si estuviese con la boca llena...
Y mirando con fijeza a Meister.
–Óyeme bien, Josef... quiero que lo entiendas... el jefe, ese cabrón de Oberfein, es asunto mío...
¿comprendes? –Sí.
–Quiero ajustarle las cuentas personalmente. Porque él es el responsable de todos los golpes que
han recibido los SA de esta ciudad... voy a hacerle ver lo malo que es atacarnos... ¿de acuerdo?
–Perfectamente.
Una risa llegó desde el fondo del pasillo. El rostro de Sleiter se endureció, mientras que sus ojos
adquirían un frío brillo metálico.

1
¡Adelante!
16
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: IV Karl von Vereiter
Comido por la impaciencia, Josef preguntó con tono ansioso:
–¿Vamos?
–¡Vamos!
Avanzaron velozmente por el pasillo.
***
Se quedaron quietos, como congelados súbitamente, mirándose, sin saber qué decir ni qué hacer,
como si la sorpresa que habían experimentado les hubiese arrancado incluso la facultad de moverse.
Elisa Oremburg miró a su hijo, después a la joven. La mueca que dibujaron sus labios debía
intentar ser una sonrisa, pero aquel rostro arrugado era ya incapaz de sonreír de una manera abierta.
–Voy a ir a casa de Müller por un poco de carne –dijo–. Hoy tenemos un invitado...
–Iré yo, señora Sleiter.
–No. Voy yo.
Cogió Elisa el capazo y salió prestamente, no sin echar una última ojeada a la estampa marcial
de su hijo.
Sleiter, que había notado sin dificultad el tono precipitado de la oferta de Anna, como si ésta
hubiera querido agarrarse a la oportunidad de salir de la casa, se preguntó si realmente la muchacha
deseaba quedarse a solas con él.
También él estaba nervioso, inquieto, envarado. No habían intercambiado, antes de la guerra,
más que un rápido beso, hecho más de ternura que de otra cosa, sin el menor asomo de deseo: uno
de esos besos que, sin embargo, dejan una profunda huella en las almas.
–Te has hecho toda una mujer...
Sabía que estaba diciendo tonterías, que se servía de una frase hecha para romper el molesto
silencio que reinaba en la estancia; pero, ¿qué podía decir?
–Tú también has cambiado.
–He envejecido.
–Sí, es cierto... has debido sufrir mucho.
–¿Y tú?
El hermoso rostro de Anna se ensombreció, y la luz que daba una irreal luminosidad a sus ojos
azules perdió algo de brillo.
–No ha sido fácil... –dijo–. Papá murió en 1916... Yo no podía hacerme cargo de la farmacia...
además, cosa que yo ignoraba, mi padre tenía deudas, muchas...
–¿Vendiste la farmacia?
–Los acreedores se hicieron cargo de ella. Apenas si me quedaron unos cuantos marcos... Fue
entonces cuando alguien del pueblo quiso brindarme ayuda...
–¿Quién?
–Fritz.
Los dientes de Sleiter rechinaron, aunque el ruido se ahogó en su boca cerrada.
–Rechacé su ofrecimiento –se apresuró a decir ella–. Preferí venir a vivir aquí, con tus padres,
que tener que convertirme...
–¿Está casado?
–Sí, con una mujer muy rica... la hija de Lowestein, el más importante terrateniente de la
región...
–Le recuerdo.
–Me dijo que me pondría un piso en Munich... Las cosas le han ido muy bien durante la guerra...
y ha comprado algunas casas en la capital.
–No me extraña. Para esa clase de tipos, la guerra ha sido un tiempo de vacas gordas.
–Ayudé a tus padres en todo lo que pude... pero ya sabes que yo soy una mujer débil... siempre
he estado delicada... y el trabajo del campo era muy duro para mí...
–No debiste hacerlo.
–Tu madre terminó prohibiéndome que fuera al campo... Iba ella, mientras que yo me ocupaba
de la casa...
–Entiendo.
17
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: IV Karl von Vereiter
–Después, tu padre enfermó... y las cosas fueron de mal en peor... lo malo es que tengo la penosa
sensación de que soy la única culpable de todo lo que ha ocurrido en esta casa.
–¿Qué estás diciendo?
–Es la verdad, Konrad..., él vino a verme unas cuantas veces, cuando tus padres estaban en el
campo... intentó convencerme, una y otra vez, y al ver que yo me negaba, me dijo que terminaría
siendo suya... y que, por el momento, iba a hundir a los Sleiter...
Konrad no dijo nada.
–Ya comprenderás que todo se hubiese arreglado si yo...
–¡No digas eso!
–Tus padres fueron los únicos que me brindaron cobijo... los únicos que se atrevieron, ya que
todos los del pueblo conocían las intenciones de Schöreder hacia mí...
–Tú no tienes la culpa de nada, Anna –dijo él, acercándose a ella–. Ese maldito bastardo ha
hundido a muchos más que a mis padres... es la manera que esa gentuza tiene de actuar... en el
fondo, no les importa más que enriquecerse...
–Así es...
Estaba junto a ella, y seguían mirándose, pero sin atreverse a más.
–Anna...
–¿Sí?
–Tengo que irme... he de comenzar un trabajo del que ahora prefiero no hablar... pero... si tú
quisieras...
La luz de los ojos irradió como si un fuego formidable se encendiera en el fondo de las pupilas
de la muchacha.
–Quiero, Konrad...
–¡Oh!
–Siempre te he querido... y si deseas, antes de irte...
La mano de él se posó blanda pero decididamente en los trémulos labios de la joven.
–No digas nada, pequeña... no digas nada...
***
Al final del pasillo, la puerta de la derecha, ampliamente abierta, daba directamente el gran
comedor donde los hombres, sentados alrededor de la mesa; comían y bebían.
–Bleiben Sie sitzen!2 –aulló Sleiter, penetrando en la sala, seguido por sus hombres.
Se quedaron las manos a medio camino, con el bocadillo ya mordido, o la jarra ante los labios
que dejaban ver en sus comisuras la jabonosa huella de la espuma de la cerveza.
–Al primero que se mueva o que haga un gesto –amenazó Josef con su terrible voz de bajo–, le
aplasto la cabeza...
Palidecieron la mayor parte de los rostros, se endurecieron otros, en los que los ojos adquirieron
un brillo de rabia difícilmente contenida.
Oberfein estaba a la cabeza de la mesa, sentado en el único sillón y, sobre uno de los codos, su
novia, una hermosa muchacha, que se apoyaba en el hombro del hombre.
Sleiter, rodeando la mesa, se acercó al jefe comunista.
–¡Hola, Oberfein! –le dijo con un tono burlón en la voz–. Por lo que veo, te cuidas... antes de
hacer la Revolución... ¿eh?
Oberfein no despegó los labios.
–Sabrás –siguió diciendo Konrad–, que uno de nuestros muchachos sigue en el hospital... en
pésimo estado... se nos fue un poco la mano, ¿verdad?
Oberfein alzó el rostro hacia Sleiter; no había en los ojos del comunista el menor asomo de
miedo.
–¿No ha muerto? –inquirió.
–No.
–¡Es una lástima!

2
¡Seguid sentados!
18
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: IV Karl von Vereiter
Los dedos de acero de Sleiter apretaron con tal fuerza el gummi que los nudillos se tornaron
completamente blancos, pero no alzó la mano armada, al tiempo que una sonrisa, más amplia aún
que la anterior, se dibujaba en su boca.
–Cometes un grave error haciendo el chulo, Oberfein –le dijo con calma–. Tú estás loco... ya que
yo, en tu lugar... y en tus circunstancias... me mostraría más precavido.
–Sé que vais a darnos una paliza –repuso el otro–. Si tal cosa ha de ocurrir, nada puedo hacer, al
menos por ahora, para evitarlo... pero no te hagas ilusiones, Sleiter... tarde o temprano, tendremos tu
piel colgada en la Casa de Partido... y con la tuya todas las de los camisas pardas de Munich...
–¿Todavía te haces ilusiones?
–No son ilusiones, sino marxismo puro... no podéis seguir engañando al pueblo... tarde o
temprano, Alemania se convertirá en un país socialista...
Sleiter se echó a reír.
–Por una vez, Schweinehund3, estoy de acuerdo contigo... Alemania será socialista, no hay duda
de eso, pero nacionalsocialista...
–Ya veremos...
–¡Konrad!
La voz tonante de Josef sonó como un trallazo.
–¿Qué quieres?
–¿Y me lo preguntas? ¿A qué mierda estamos esperando? Me hormiguean los dedos... y ya
deberíamos haberles dado su merecido... mientras tú te entretienes diciendo estupideces...
Konrad conocía lo suficiente al impetuoso Meister como para no tomar en serio sus palabras
aunque convino que el gorila tenía toda la razón del mundo.
–Bien... –dijo–. Yo tengo que seguir charlando con éste... pero vamos a salir, con la señorita
también... ¿quieres acompañarme, Paul?
No hacía falta que mirase a Krimmann. Estaba seguro, desde el mismo momento en que entraron
en el comedor, que Paul no había despegado los ojos de la muchacha, especialmente de los
hermosos senos que alzaban provocativamente el tejido de la blusa que llevaba puesta.
A Krimmann le volvían loco las faldas, era incansable con las mujeres y, de día o de noche, en
cualquier momento, estaba siempre dispuesto a complacerlas... y complacerse...
–¡Con mucho gusto!
–¡Vamos, Oberfein!
El jefe de la célula comunista se puso en pie de mala gana; encuadrado por los dos SA abandonó
el comedor, pero antes de atravesar el umbral, se volvió hacia los otros.
–Apretad los dientes, camaradas... nuestra hora llegará... y entonces...
–¡Vamos! –se impacientó Sleiter dando un empellón a Oberfein.
La puerta de enfrente daba al dormitorio de la muchacha, que vivía sola, ya que sus padres
estaban ausentes, visitando a un pariente en Colonia.
Apenas había abierto la puerta de la alcoba, se oyeron los primeros gritos de dolor procedentes
del comedor.
Sleiter cerró la puerta.
–Sentaos en la cama –dijo.
Oberfein le dirigió una mirada aguda.
–Erika no tiene culpa de nada –dijo muy serio–. Deberías dejar que se fuera...
–No, Oberfein –repuso Sleiter–. Ella es tan culpable como todos vosotros... es una roja... que
cuida y alimenta a las ratas de vuestra especie...
–No es de hombres permitir que una chica vea golpear a su novio...
Konrad lanzó una carcajada.
–¿Y quién te ha dicho que vamos a golpearte, rojillo? Yo no tengo intención de hacerte el menor
daño... te lo harás tú mismo... ¡¡átale a una silla, Paul!!
–Enseguida.

3
Sucio, puerco.
19
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: IV Karl von Vereiter
–¿Qué vais a hacer? –dijo Oberfein con un brillo de inquietud que aparecía por vez primera en
sus ojos.
–Ahora lo verás... y no te resistas, si no quieres que te parta la cabeza...
Con un gruñido, Oberfein se dejó atar.
Arrastra la silla hasta la ventana –ordenó Sleiter–, y átala al postigo.
–Bien.
La inquietud crecía en los ojos del comunista.
–Espero que no vayas a hacer algo sucio, Sleiter –dijo Oberfein mirándole con fijeza–. Puedes
golpearme... o matarme, si quieres... nuestros asuntos políticos, son cosas de hombres... ¿me
entiendes?
–Perfectamente... ¡Paul!
–Sí...
–¿Te gusta la chica?
–Mucho... está como un tren...
–Tuya es...
–¡¡NO!!!
Oberfein dio un rugido, intentando echar a rodar la silla, pero la cuerda atada a la ventana se lo
impedía.
Mientras, en contra de lo que los dos SA esperaban, la muchacha había empezado a desnudarse.
–Scheisse! –exclamó Krimmann.
–¡No, Erika, no! –rugió Oberfein.
–No te preocupes, amor mío –repuso ella–. No vayas a creer que voy a entregarme... si no me
prometen antes no tocarte ni un pelo de la ropa...
–¡No lo hagas!
–Tienes una novia valiente, Oberfein... –y volviéndose a la muchacha, cuya desnudez le
conturbó un poco–: te entrego un buen macho, Erika... Paul va a hacerte mucho más feliz que lo
hubiese hecho este idiota...
Ella le miró con fijeza.
–¿Me prometes no tocarle?
–Sí.
Ella se volvió entonces hacia Krimmann:
–Aquí me tienes, sucio fascista...

20
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: V Karl von Vereiter
V
–No puedo darte más, Konrad...
–Lo comprendo, Kilian... los tiempos son duros... pero te prometo que te devolveré hasta el
último pfenning...
–No es eso, Konrad, amigo mío... Ya sabes cuál es mi sueldo en la SS... de vez en cuando, el
Führer nos hace algún regalo; pero, puedes creerme, tampoco él anda muy bien de dinero...
–No digas... ¿Le falta pasta a Hitler?
–No es que le falte, pero tampoco le sobra... por fortuna... y que esto quede entre nosotros...
parece ser que algunos capitostes renanos y del Ruhr van a cascar fuerte...
–¿Qué quieres decir?
–Que esos ricos han comprendido que si nos ayudan, podrán escapar al dominio de los rojos...
Sleiter frunció el entrecejo.
–No me gusta eso, Lörzert.
–¿Por qué no te gusta?
–Por que nunca amé a los ricos: al contrario... creí que lo nuestro era una revolución
nacionalsocialista... que íbamos a terminar con los poderosos...
Movió la cabeza de un lado para otro.
–¿Cómo has podido olvidar lo que hablábamos en las trincheras? Tu y yo, no sabíamos gran cosa
de política, en aquellos momentos... pero los rojos se encargaron de abrirnos los ojos... ellos sí que
sabían cosas... y las demostraban. Sólo que a nosotros no nos gustaba la manera de resolver los
problemas alemanes... ¿de veras que has podido olvidar todo aquello?
–No, no lo he olvidado.
–Incluso sin meterme demasiado en política, los soldados de las trincheras se percataron de la
clase de carnicería que hacían con ellos los generales.
»Porque no hay que ser una lumbrera para darse cuenta de que, muchas veces, demasiadas tal
vez, murieron miles de hombres por algunos cuadrados de posición, que era abandonada, por
motivos «estratégicos» algunas horas más tarde de haberla conquistado.
–Es verdad.
–Después de pasar más de tres años entre el barro, la mierda y los piojos, los soldados alemanes
comprendieron la inutilidad de sus esfuerzos... el simple papel de carne de cañón que estaban
representando.
–Así es...
–Y tú pensabas como yo Kilian.. que no sólo eran culpables esos viejos cabrones de los Estados
Mayores, sino que la munición, los proyectiles de obús y las granadas de gas estaban enriqueciendo
a unos cuantos que comerciaban con nuestro pellejo.
–Tienes razón.
–Por eso, escuchamos las palabras de los hombres que deseaban una nueva Alemania, pero nos
apartamos de aquéllos que intentaban que todos fuésemos iguales, que los judíos siguieran
mangoneando por todas partes... aquellos que estaban convencidos de que todos los pueblos son
hermanos...
Escupió desdeñosamente en el suelo.
–Por eso escuchamos a Hitler...
–Hitler dice la verdad.
–Lo sé... estoy convencido de ello. Por eso llevo el uniforme de las SA como tú llevas el de las
SS pero, sigo diciéndote que no me gusta nada el que los ricos nos tiendan su asquerosa mano...
»No necesitamos su dinero, porque es más nuestro que suyo, porque vamos a arrancárselo a
golpes... antes de lanzarlos al otro lado de las fronteras de un buen puntapié en el trasero.
»Tampoco deseamos a los militares de carrera, a los junkers, a los que estaban bien calientitos en
los puestos de mando mientras los soldados temblaban de frío y de miedo...
Su voz subió de una octava.
–¡Hay que hacer tabla rasa, Kilian! Eso es lo que el pueblo espera de nosotros: una Alemania
fuerte, una nación por encima de las demás, y un régimen socialista, nacional naturalmente, pero
21
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: V Karl von Vereiter
que nos libere de los chupópteros que se han alimentado, desde hace siglos, con la sangre del
pueblo germano.
***
Rellenó el impreso. Luego tendió los pocos billetes que enviaba a su madre cada semana. Él no
necesitaba nada. Comía en el Cuartelillo de las SA, dormía, como lo había hecho durante tanto
tiempo, en un camastro militar, en el mismo cuartel, y fumaba de lo que le daban y de la exigua
ración que le entregaban una vez por semana.
Con el recibo del giro, fue hacia el buzón para echar la carta que había escrito a Anna.
«...un poco más de paciencia, amor mío, y todo se arreglará... mi trabajo va muy bien, pero no
quiero que estés a mi lado hasta que consiga proporcionarte una vida tan digna como la que
mereces...»
No era mucho lo que enviaba, agregando a su propio salario el dinero que había ido pidiendo a
Lörzert, su viejo compañero de las trincheras de Flandes, que ahora andaba estirado y orgulloso,
como él mismo lo hacía...
Porque ambos pertenecían a la Nueva Alemania. Porque ambos seguían al hombre que había
prometido hacer del país una nación fuerte y temida. Porque ambos gritaban con frecuencia, aquella
frase que estaba en los labios de todos los buenos patriotas:
Deutschland erwache!1
***
Cenaron en silencio. Konrad estaba tenso, y dominaba con visible dificultad el estado de sus
nervios. Sentía ese enervamiento que le producía una sensación extraña en la carne, como si cientos
de hormigas le corrieran bajo la piel.
Apenas si alzaba la cabeza del plato, temeroso, sobre todo, de encontrarse con la mirada de su
madre, que suponía no se separaba de él.
Anna estaba sentada a su derecha, en uno de los tres lados ocupados de la mesa. Era ella quien se
levantaba para traer la comida de la cocina, y en aquellos instantes, cuando sólo quedaba su madre,
Konrad se sentía más tenso que nunca.
Le hubiese gustado hablar, pero no sabía cómo hacerlo. Además, cosa curiosa, le parecía que la
muerte del padre había acontecido hacía mucho tiempo, y que aquel triste paseo hasta el cementerio
era ya, casi, una cosa olvidada.
En realidad, el contenido de las pocas cartas que recibió en el frente, todas ellas escritas por su
madre, llevaban ya el mensaje de lo que iba a ocurrir.
Elisa no le ocultó nunca nada, aunque sus últimas líneas, en cada misiva, llevaban aquella
esperanza, aquella nota de optimismo que parecía destinada a arrancar de la boca de su hijo el sabor
amargo del largo y detallado relato de sus cuitas.
Como tantos otros soldados, como casi todos, Konrad hubiese deseado estar junto a los suyos en
aquellos tiempos difíciles, poder ayudarles, evitar la ruina y la miseria.
Al principio, cuando fue movilizado y enviado al frente, la cosa era bien distinta: se iba a la
guerra lleno de gozo y de alegría, orgulloso de que la Patria contase con él para aplastar a sus
enemigos, lleno de esperanza de que la victoria, de la que no se dudaba un solo instante, le
proporcionara la gloria y la abundancia para el resto de su vida.
Luego, lenta e inexorablemente, el contacto con la realidad iba apagando todas aquellas
luminosas quimeras, y la amargura penetraba en el cuerpo como una enfermedad incurable.
Hasta que el asco y la desilusión dominaban la mayor parte de los pensamientos del soldado.
Hasta que el odio rebotaba en el enemigo para dirigirse hacia la retaguardia, hacia los mandos, hacia
los poderosos que se veían en las fotos de los periódicos que corrían por el frente, siempre limpios,
lustrosos, sonrientes...
Como si la guerra fuera un simple juego.
La mano blanca y un tanto trémula de Anna puso ante él la taza de café.

1
¡Despierta, Alemania!
22
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: V Karl von Vereiter
–Frau Hollizer me ha dado un poco –dijo la madre–. Lo guardaba para su hijo... así como esa
botella de alcohol... pero Hans no ha vuelto... murió, el año pasado, en el frente del Este...
Konrad se quedó mirando la taza de café y la botella, casi media, que Anna había puesto ante él.
Imaginó cuántas y cuántas veces debían haberse repetido aquellas escenas, y le pareció ver a los
cientos de madres que habían guardado celosamente aquellas raras cosas para el regreso del hijo...
Lanzó un suspiro, sirviéndose una copa de alcohol que se llevó lentamente a los labios.
–Hans y yo fuimos juntos al colegio –dijo, recordando al muchacho.
–Era un buen hijo –suspiró Elisa–. Un muchacho fuerte y bondadoso, que creció en la herrería
del viejo Otto...
–¿Cómo sigue el herrero?
–Ya no está. Se fue...
–¿Se fue?
–Se lo llevaron. Cuando le comunicaron que Hans había muerto destrozó todo lo de la herrería...
luego se dio a la bebida, hasta que el alcohol le disolvió los sesos. Se lo tuvieron que llevar para
encerrarlo en un manicomio...
–¡Ah!
Hubo un corto e intenso silencio, hasta que la anciana madre se puso en pie.
–Quita la mesa, Anna –dijo en voz baja–. Yo voy a pasar la noche con la señora Hollizer... no se
encuentra bien... y hemos de ayudarnos entre vecinas...
Se acercó a Konrad, al que besó en la frente.
–Buenas noches, hijo.
–Buenas noches, madre.
Tampoco se atrevió a mirarla. No era necesario ser demasiado inteligente para comprender que
Elisa, al dejar la casa aquella noche, pensaba en lo que los dos jóvenes estaban deseando hacer.
***
–¿Me permite?
Acababa de salir de la Casa de Correos, y se volvió, sorprendido al oír que alguien le llamaba, y
más sorprendido se quedó al ver que la muchacha que se dirigía a él era una hermosa mujer, un
tanto demasiado acicalada, pero realmente atractiva.
–¿Es a mí? –inquirió, creyendo a pies juntillas que la bella muchacha se había equivocado.
–Sí –dijo ella con una luminosa sonrisa–. Usted es el señor Sleiter, ¿no?
–Sí.
–Yo soy Margarethe Müger... alguien desea hablar con usted... y me ha encargado venir a verle...
–¿Cómo sabía usted...?
La sonrisa cobró más luz en la boca de la joven.
–Le he seguido desde que salió del cuartelillo. Deseaba que ultimase usted sus recados, antes de
abordarle.
–¿Puede decirme quién desea verme?
–Alguien muy importante... si viene usted conmigo... está muy cerca de aquí... desea proponerle
algo muy interesante.
–Está bien. Vamos.
Caminaron, en silencio, hasta detenerse poco después ante una casa de aspecto rico, en un barrio
cercano a la Alcaldía de Munich.
–Es aquí –dijo ella oprimiendo el timbre con su pequeña mano enguantada.
Una vez dentro –les abrió una mujer de cierta edad, rigurosamente vestida de negro–, penetraron
en un lujoso salón, con muebles y cortinas en terciopelo verde. Volviéndose hacia él, sin dejar de
sonreír, Margarethe dijo:
–Tenga la amabilidad de esperar unos instantes. Voy a avisar a Herr Zunker... tome asiento si lo
desea...
–Estoy bien de pie, gracias.

23
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: V Karl von Vereiter
Examinó el salón, una vez que se quedó solo, al tiempo que hacía conjeturas sobre todo aquello,
preguntándose quién podía ser aquel importante personaje –debía serlo por el aspecto y riqueza de
la mansión en la que habitaba– y qué podría desear de él...
La reaparición de la hermosa muchacha cortó el hilo de sus cogitaciones.
–Tenga la amabilidad de seguirme...
Lo hizo, hasta que ella empujó una puerta, haciéndose a un lado para dejarle entrar.
–Pase, por favor.
–Gracias.
La puerta se cerró tras él.
Se encontraba en un amplio despacho-biblioteca, aún más lujoso que el salón que acababa de
abandonar. Las paredes estaban atestadas de libros, colocados en estanterías que llegaban hasta el
techo. Frente a él, una enorme mesa de caoba, pulcramente ordenada; detrás de la mesa, un hombre
delgado y elegantemente vestido, de unos cuarenta años de edad. Y detrás del hombre, en un gran
marco, un retrato del Emperador Guillermo II.
–Tenga la amabilidad de tomar asiento, señor Sleiter –dijo el hombre–. Me llamo Erich Zunker...
Konrad estrechó la mano que el otro le tendía por encima de la mesa, dejándose caer después en
la confortable butaca que Zunker le había ofrecido.
–¿Un cigarrillo? –ofreció el hombre.
–Sí, gracias.
Zunker le dio fuego con un gran encendedor de oro macizo, acercando luego la llama.
–Antes que nada –dijo Erich tras haber lanzado el humo hacia el techo–, deseo pedirle perdón
por la forma, un tanto inhabitual y extraña de entrar en contacto con usted.
Konrad no dijo nada.
–Hacía tiempo, un cierto tiempo –siguió diciendo el dueño de la mansión– que seguía con interés
su carrera dentro de las SA. Tengo amigos en esa formidable organización... y aunque no debiera
decirlo, he tenido el gran honor de recibir en esta casa... a su jefe... el señor Roehm...
Konrad siguió guardando silencio.
–Sé de buena tinta –y esta vez esbozó una sonrisa– que va usted a ser ascendido muy pronto... al
grado de Truppführer, y que se le confiará una sección de asalto, cosa perfectamente merecida, ya
que desde que ingresó usted en las SA ha demostrado un valor y un patriotismo a toda prueba...
Dejó caer un poco de ceniza en el amplio cenicero que estaba ornado con el águila imperial.
–También... perdone usted, señor Sleiter, conozco sus actuales dificultades económicas...
Suspiró antes de seguir.
–Poseo amigos por todas partes –dijo– y no me ha sido difícil saber los esfuerzos que hace usted
para ayudar en lo posible a su anciana madre...
–Son asuntos de mi absoluta incumbencia –no pudo por menos de decir Konrad, rompiendo el
largo mutismo en el que se había encerrado hasta el momento.
–Por eso le he pedido perdón, amigo mío –dijo el otro con voz melosa–. Aunque, en el fondo,
estos detalles carecen de importancia práctica, y que lo que me ha guiado a fijarme en usted ha sido
su manera de actuar en las filas de las SA, su entusiasmo y lealtad hacia sus jefes, su buena
disposición para llevar a cabo cualquier misión que se le encomiende...
Konrad miró con fijeza al elegante caballero.
–¿Puedo hacerle una pregunta, señor Zunker?
–Las que desee.
–¿De qué clase de asuntos se ocupa usted?
Erich sonrió ampliamente.
–Es muy sencillo –repuso–. Poseo los cuatro burdeles más importantes de la ciudad.

24
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: VI Karl von Vereiter
VI
Oyó la puerta de la calle, que su madre cerraba, pero siguió con la vista baja, alzando la taza de
café para degustar lo poco que quedaba en el fondo.
Anna salió de la cocina, subiendo después al piso, donde la oyó moverse a lo largo del pasillo.
Cesaron luego los pasos, y un silencio profundo envolvió la casa, como si un paréntesis extraño
acabara de cerrarse.
Konrad miró en derredor suyo.
Anna había quitado la mesa, no dejando más que la taza, la botella y la copa. El comedor ofrecía
el mismo aspecto que Konrad recordaba, con sus viejos muebles baratos, sus policromías que
representaban algunos paisajes alpinos, amarillentos ya por el paso del tiempo.
Y el viejo reloj de péndulo, con sus cifras góticas y, a un lado de la esfera rayada, el orificio que
dejaba ver el dorado extremo del tallo metálico donde se introducía la llave, exclusivamente
destinada a mantener dada la cuerda del carillón.
Todo estaba igual...
Y, sin embargo, ninguna cosa era ya la misma, empezando por los habitantes de aquella casa
donde él había nacido, donde había crecido... aunque ahora le pareciese que el niño primero, luego
el mozalbete que correteó por aquel comedor, no tenía nada que ver con él.
Empujó la silla con suavidad, al tiempo que se ponía en pie. Cogiendo la taza, el plato, la copa y
la botella, fue a la cocina en cuya mesa, cubierta por un hule a cuadros, depositó su carga.
¿Por qué diablos estaba tan nervioso?
Sabía lo que iba a ocurrir, adivinaba a Anna, esperándole en su habitación del piso de arriba;
pero, a pesar de que, dentro de él se iba encendiendo la llama del deseo, de la curiosidad, intentaba
defenderse contra la idea que su última aventura amorosa había dejado en él.
Bruselas...
Apenas si conseguía recordar el rostro de la mujer, una de las ocho o diez que se amontonaban
en aquel salón maloliente de un vulgar burdel para soldados.
Habían tenido que beber no poco para decidirse. Y ni siquiera se lavaron. Tenían muy poco
tiempo, ya que habían llegado a la ciudad con su compañía, para cargar de munición unos camiones
que habían de escoltar y proteger hasta el frente.
–¿Vamos, Konrad?
Kilian parecía mucho más embalado que él, pero cuando se ha olvidado cómo está hecha una
mujer, cuando se llega directamente del infierno, incluso si en el fondo el deseo no se manifiesta
como algo necesario, hay que hacerlo, porque así lo dictan las reglas de la vida militar, porque no se
puede regresar a las trincheras sin tener que contar algo escabroso a los camaradas...
La mujer le había dicho su nombre, pero él lo había olvidado.
En realidad, todo había sido tan rápido, tan fríamente mecánico, que le era sumamente difícil
recordar hasta los más voluminosos detalles.
–Faut se dépecher, mon chéri... on a un monde fou, aujourd’hui...1
No había entendido muy bien las palabras de la mujer, pero ella se había hecho comprender
perfectamente, desnudándose, parcialmente, a una velocidad tremenda.
Se había quedado con una camisa negra, con puntilla roja, y sus muslos, en los que el frío había
dibujado sinuosas líneas moradas –¿o eran varices?– estaban cubiertos por las gruesas medias de
lana negra, sujetas por unas ligas con un lazo verde...
Bajo él, ella se encabritó con una prisa que se manifestaba en cada uno de los gestos que hacía,
consiguiendo que el placer llegara al soldado en unos pocos minutos.
¿Placer?
Se levantó, poniéndose los pantalones mientras que las piernas seguían temblándole, como
cuando se ha hecho el amor de forma insuficiente... o como cuando una chica le enerva a uno sin
darle satisfacción completa...
Pagó y salió.

1
Hay que darse prisa, querido. Hay mucha gente hoy.
25
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: VI Karl von Vereiter
Lörzert le esperaba en el salón, y salieron juntos, contándose mutuamente las mentiras que se
dicen siempre, especialmente cuando uno ha salido del encuentro tremendamente defraudado.
Konrad había encendido otro cigarrillo, y lo consumió antes de decidirse a subir al piso superior.
Imaginaba que Anna se albergaba en su antiguo cuarto, pero se sorprendió al abrir la puerta y ver
la cama hecha, aunque comprendió que era la muchacha quien vivía allí, ya que los detalles que ella
había aportado a la habitación así lo demostraban.
Frunciendo el ceño, avanzó unos pasos hacia la puerta del fondo, la que daba a la habitación de
sus padres.
Empujó la puerta.
La lámpara de la mesilla, con su campana de pergamino, difundía una luz tenue sobre la gran
cama en la que estaba Anna, con el embozo de la sábana hasta el cuello, sus grandes ojos azules
mirándole con una intensa fijeza.
Durante unos cortos instantes, Konrad se sintió profundamente atemorizado al encontrarse en el
dormitorio de sus padres, junto a la cama donde, hacía mucho tiempo, en una escena que le
avergonzaba imaginar, su vida había dado comienzo.
Estuvo a punto de dar media vuelta y dirigirse a su propio cuarto, pensando que la muchacha
había cometido una grave falta de respeto y de consideración, pero Anna pareció estar leyendo en
su mente, ya que incorporándose un poco, dijo con voz dulce:
–Tu madre lo ha querido así.
Konrad asintió con la cabeza.
Cerrando la puerta tras de sí, empezó a desnudarse, colocando cuidadosamente la ropa en una de
las sillas, cerca del peinador en cuyo espejo se reflejaba parte de su imagen.
Se dirigió luego al lecho, introduciéndose en él. Las sábanas estaban frías, pero se mantuvo en un
extremo, quedándose quieto, rígido, como envarado.
–Apaga la luz.
Lo hizo.
Un cuerpo se acercó al suyo. Notó, en seguida, que Anna estaba completamente desnuda, y sus
manos, vacilantes, empezaron a recorrer aquella piel suave, cálida, cuyo contacto le produjo
escalofríos.
Volviéndose hacia ella, pegó su cuerpo al de la mujer; las manos abarcaron la redondez mórbida
de los senos, y sintió en sus palmas primero, luego en las yemas de sus dedos, la rigidez excitante
de los pezones.
Descendieron luego sus ávidas manos a lo largo del cuerpo, hasta posarse en el almohadillado de
las caderas.
Anna lanzó un suspiro.
–Desnúdate del todo, Konrad.
Lo hizo.
Entonces ella, con suavidad, hizo que él se colocara encima. Sus cuerpos mantenían un íntimo y
total contacto.
Ella separó entonces sus piernas, y tras algunos precipitados y nerviosos tanteos, Konrad la
penetró con suavidad, antes de encabritarse, como ella acababa de hacerlo, lanzando un pequeño
grito, que ahogó casi enseguida el ritmo precipitado de una respiración que intentaba acordarse a los
sobresaltos del hombre que estaba sobre ella.
***
–¿Burdeles?
–Sí –dijo el hombre elegante–. ¿Le extraña?
–Un poco.
–Lo imaginaba... pero, como mi deseo es el de tranquilizarle desde el comienzo, puedo decirle
que las sumas que mensualmente entrego al NSDAP, a nuestro Partido, son muy importantes...
–Entiendo.
–Ese dinero es necesario, amigo Sleiter, y causa satisfacción obtenerlo, ya que su procedencia es
altamente instructiva... porque viene, en gran parte, de los judíos ricos de la ciudad.
26
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: VI Karl von Vereiter
–¿Dinero judío? –se encabritó Konrad–. No cuente conmigo, señor Zunker... por nada del mundo
tocaría ese dinero.
El otro sonrió.
–Esperaba su reacción... la esperaba, de veras. Es el producto natural de ese impetuoso carácter
de la juventud alemana... Aplastó el cigarrillo en el amplio cenicero.
–Todos sabemos –dijo bruscamente serio– el destino que vamos a dar a esa raza infecta... ¿Ha
leído usted Los Protocolos de los Sabios de Sión?
–No.
–Debería hacerlo... así comprendería el nefasto papel que la judería internacional ha jugado en el
mundo... pero pasemos... No podemos, por el momento, mi joven amigo, enseñar los dientes.
»La situación política internacional y la poca fuerza que nuestro Partido tiene en la actualidad,
nos obligan a mostrarnos prudentes, muy prudentes...
»Está bien que combatamos con todas nuestras fuerzas a los rojos y a los que han vendido el
honor de Alemania a las fuerzas de la reacción, a los politicastros que se han doblegado ante las
autoridades de las Potencias vencedoras...
»Pero si pusiésemos las cartas sobre la mesa, si mostrásemos nuestro juego al mundo, no nos
dejarían dar un solo paso más.
»El Führer, amigo Sleiter, sabe perfectamente lo que se hace. Nada de lo que dice va más allá de
los deseos de un pueblo que desea volver a recobrar su libertad y el lugar que merece en el mundo...
»Pero... cuidado... los Aliados, que siguen siendo los más fuertes, pueden comprender que el
NSDAP se alce contra Versalles... aunque lo que a ellos les interesa más, y por eso en cierto modo
nos toleran, es que nos alcemos, como un poderoso valladar, ante la invasión de las ideas
bolcheviques...
–Lo de los judíos vendrá más tarde, cuando seamos lo suficientemente poderosos como para
poder hacer frente a todos los enemigos de Alemania.
–Y... mientras tanto...
–Ser fuerte significa, además de otras muchas cosas, tener dinero...
–¿Dinero judío?
–El dinero de los judíos es dinero alemán... robado al pueblo...
–Eso es verdad.
–No podemos mostrarnos escrupulosos, Sleiter... necesitamos armas, vehículos, propaganda... en
una palabra, dinero.
–¿Y qué papel juego yo en todo esto?
–Muy sencillo. Voy a proporcionarle los nombres y direcciones de todos los importantes clientes
de mis establecimientos... usted y su grupo habrán de vigilar para que nada malo les ocurra... por el
momento...
Konrad no pudo evitar que una risita agria escapara de sus labios.
–¿Cuidar de sucios judíos? ¿Proteger a esos malditos sionistas?
–Eso es.
–No lo haré.
La sonrisa se acentuó en los labios de Erich... Abrió uno de los cajones del despacho, sacando un
papel que tendió al SA.
–No deseaba utilizar este argumento, amigo mío... de veras... ahí tiene usted la orden firmada por
el propio Ernst Roehm... su jefe superior y comandante general de las SA.
Konrad leyó atentamente el documento, viendo que su nombre estaba allí, y que la firma, como
Zunker acababa de decir, era la de Roehm.
–Esto lo cambia todo –suspiró–. Si se trata de una orden, la obedeceré.
–Perfecto. Además... a partir de ahora, podrá enviar sumas sustanciosas a su madre... ya que
tendrá usted un sueldo muy bueno... y espero, amigo mío, que arranque usted de su corazón esa
costumbre burguesa de oler el dinero... venga de donde venga, el dinero siempre es bueno... se lo
dice un experto.
***
27
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: VI Karl von Vereiter
Notó que ella estaba sudorosa; algo pegajoso y frío cubría la piel de Anna.
–¿Te encuentras mal?
Ella le sonrió.
La luz del día penetraba ya a través de los finos visillos que cubrían las ventanas.
–No, no es nada, amor mío... ¿sabes que eres insaciable?
También sonrió él.
–Nunca había sido tan feliz como esta noche, cariño...
–No sabía que eras tan fuerte, Konrad... la verdad es que me has agotado.
–Perdona.
Ella le ofreció sus labios; luego:
–No es nada, cariño... yo también me siento inmensamente feliz... ¡Dios mío! Te he estado
deseando desde que te conocí... y han pasado años y años antes de que mis sueños se convirtiesen
en realidad.
–Ahora no dejarán de serlo, Anna... vamos a casarnos.
–Como quieras.
–Sí, lo haremos... en cuanto haya organizado mi trabajo en Munich, vendré a buscarte y nos
iremos.
–¿Y tu madre?
–Si quiere venir con nosotros, que lo haga... aunque no creo que desee abandonar esta casa.
La tos brotó, iracunda, de la boca de Anna; todo su cuerpo se estremecía. Incorporándola un
poco, Konrad le golpeó enérgicamente en la espalda, pero la tos tardó mucho tiempo en ceder, y la
muchacha se dejó caer, visiblemente agotada, sobre la almohada, el rostro blanco como el yeso.
–Tienes que cuidarte, cariño –dijo Konrad patentemente asustado–. Esa tos no me gusta nada.
–Me pondré bien... –dijo ella quedamente.
–Has de alimentarte mejor... yo te procuraré todo lo que necesites..
–No sufras, Konrad... esto no es nada...
Besó la frente helada de la mujer, y tuvo que hacer un esfuerzo para que la cólera no contrajese
de forma aparente hasta el último músculo de su cuerpo. Estaba pensando en Fritz Schöreder.
Y se juró, para sí, que algún día le ajustaría las cuentas.

28
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: VII Karl von Vereiter
VII
Se habían reunido, después de la ceremonia, en la gran sala de una de las más importantes
cervecerías de Munich. La mayor parte de los hombres llevaban la camisa parda de las SA, sólo
algunos ostentaban el uniforme negro de las SS.
Las mujeres iban ataviadas con una cierta elegancia, destacando entre ellas, por su contraste, el
blanco vestido de la novia y el negro de la madre del novio.
La vieja Elisa Oremburg permanecía sentada en un rincón, con las arrugadas manos en el regazo,
los ojos tristes y aún enrojecidos, extraña en aquel ambiente de grito, juramentos, risas y
exclamaciones que la aturdían un poco.
Konrad iba de un lado para otro, saludando a unos y otros, alzando el brazo ante los jefes que
iban llegando, pendiente de recibir a los que le hacían el honor de asistir a la ceremonia.
Paul y Josef se ocupaban del servicio, bebiendo como un cosaco el segundo, mientras que
Krimmann no dejaba escapar un solo trasero de camarera sin pellizcarlo astutamente.
El resto del Trupp estaba allí, los hombres recordando aún, ante los ojos abiertos de las mujeres,
la formidable paliza que habían dado a los comunistas.
Y cuando los que hablaban veían pasar a Paul, guiñaban el ojo, bajando un poco la voz para
decir:
–Ese granuja fue el que salió más beneficiado... fue él quien se acostó con la novia del jefe
comunista...
–¿No le dio asco? –inquirió una rubia alta y delgada, cuyo escote mostraba generosamente las
esferas carnosas de sus senos.
–¿Asco? –dijo el que estaba hablando–. ¿Por qué habría de darle asco?
–Todo el mundo dice que las mujeres comunistas son poco limpias...
El SA rompió a reír.
–¡Tonterías! Esa chica estaba muy bien... yo la vi desnuda, cuando Paul había terminado con
ella... y te aseguro que hubiese tomado su puesto con muchísimo gusto.
–¿Y el novio?
–Ya puedes imaginarte el mal rato que pasó, preciosa. Pero estaba muy bien atado, y tuvo que
aguantarse...
–¡Seguro que habrá enviado a paseo a esa mujer!
–En absoluto. Si ella se entregó a Paul, fue por la promesa que el Truppführer le hizo que no
íbamos a maltratar a su novio...
Intervino una morena, cuyas anchas caderas mostraban ya un irremediable camino que
terminaría convirtiéndola en una matrona obesa y deforme:
–Hay que querer mucho a un hombre para sacrificarse por él de esa manera...
–¡Qué dices! –rió la rubia–. Estoy segura de que lo que hizo esa puerca no tuvo nada de
sacrificio...
El SA le guiñó picarescamente el ojo:
–¿Conoces acaso la forma de trabajar que tiene Paul, encanto?
–¡Vete a paseo, sucio!
***
–¡Hola, Lörzert!
–¡Hola, Konrad...!
–Te agradezco mucho que hayas venido. Temí, por un momento, que tu trabajo te impidiese
venir.
–Nunca hubiese faltado a la boda de un viejo camarada del frente.
–Ven... bebamos algo.
Kilian lanzó una aguda mirada a su compañero.
–Recibí tu dinero, amigo.
–Querrás decir el tuyo. Ya te dije que te devolvería hasta el último pfenning.
–Por lo visto, te van bien las cosas...

29
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: VII Karl von Vereiter
–No puedo quejarme.
Habían llegado ante uno de los buffets, y Sleiter sirvió a Kilian un sándwich y una jarra de
cerveza.
Lörzert bebió un sorbo antes de decir en voz baja:
–Espero que no te hayas metido en un asunto sucio, camarada.
–En absoluto. Lo que hago es, simplemente, obedecer las órdenes de mis superiores. ¿Ves algo
malo en ello?
–No, en absoluto...
–Gano dinero. Eso es todo. Un poco por aquí... un poco por allá... la verdad es que estoy
reuniendo lo necesario para pagar ciertos pagarés... y recuperar la casa de mis padres y los terrenos
que teníamos en el pueblo.
–Me parece muy bien.
Konrad frunció el ceño.
–Aunque, en realidad –dijo con un tono hosco–, hubiese preferido dar una paliza al que engañó a
mis padres...
El rostro de Kilian se ensombreció.
–Tenemos que tener mucho cuidado, Konrad... nos lo vamos a jugar todo en las próximas
elecciones... pero no debemos asustar a la gente...
Una sonrisa cargada de desprecio se pintó en los labios de Sleiter.
–¿Con que esas tenemos, amigo? ¿Sabes una cosa? Todo revolucionario sueña con asustar... es,
al principio, su pequeña venganza, la válvula de escape de todo lo que ha sufrido. Asustar al
burgués despreciable, al rico y poderoso, a todos aquellos que se cagan en los pantalones en cuanto
su precioso orden social se tambalea...
Lanzó un breve suspiro.
–Es la arma de los de abajo, Kilian... Porque ellos han sido los que vivieron asustados desde que
nacieron: asustados por la fuerza que los de arriba poseen en exclusiva, aterrorizados por unas leyes
inventadas por los poderosos para poder manejarlos mejor...
–Hablas casi como un comunista, Konrad.
–Te equivocas. Hablo como un revolucionario nacionalsocialista, un hombre que no piensa más
que en la grandeza de la patria alemana, pero entendiendo por alemán al pueblo esclavo, a las
fuerzas populares, las que van a dar el triunfo al Führer.
–No lo creas. Claro que el pueblo, o al menos una parte, va a votar por nosotros... pero contamos
también con el apoyo de la pequeña burguesía, a la que precisamente, como tú acabas de decir,
asusta la revolución de los rojos...
–¿Y contáis también con los militares?
–¡Naturalmente! Si algo temen las Fuerzas Armadas, es la posibilidad del establecimiento de un
Ejército Rojo, como en Rusia... un ejército formado por jefes populares e inexpertos, controlados
por comisarios políticos... Y ya sabes que necesitamos al Ejército...
–¿Por qué?
–Porque ellos son los únicos que pueden servir los deseos de expansión de nuestro pueblo.
Porque han hecho la guerra desde siempre, porque son verdaderos especialistas...
–¡Nosotros podemos hacer un ejército nazi mil veces más poderoso y entusiasta que el de ellos!
–Sueñas, Konrad, amigo mío... De acuerdo en que hay que limpiar las filas del Ejército alemán,
que hay que eliminar a los que siguen soñando con un ejército de tipo imperial, incluso con una
restauración... o con el dominio del país de que ha gozado hasta ahora el Alto Estado Mayor...
–No podréis hacerlo.
–Lo haremos.
–Incluso si lo lográis, jamás podréis confiar en ellos... son una casta, Kilian... se creen superiores
a los demás... y si el Führer comete el grave error de confiarles la conducta de una guerra... ¡la
perderemos irremisiblemente!
–No pienso lo mismo. El Führer es un hombre único, Konrad... una criatura excepcional. Y
puedes estar seguro de que jamás se dejará dominar por los militares...

30
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: VII Karl von Vereiter
Sleiter movió negativamente la cabeza.
–Si Hitler se decidiera a hacer de las SA y de las SS las fuerzas armadas del país... si se olvidase
de los militares, de los burgueses y de los ricos... ¡Alemania se convertiría en la dueña del mundo!
–Lo será.
–¡Ojalá no te equivoques...!
La mano derecha de Lörzert se posó amistosamente en el hombro de Sleiter.
–Dejemos eso ahora, Konrad... tengo que darte una hermosa sorpresa...
–¿De veras?
–Sí. Alguien va a llegar dentro de pocos minutos.
Los ojos de Konrad se dilataron.
–¿No?
–Sí. Mira, me parece que ya está aquí...
Un grupo de SS, armados hasta los dientes, penetró en tromba en el salón. El oficial que los
mandaba, un Obersturmführer, se adelantó, abriendo paso entre los que ocupaban el centro del
local.
–Achtung! –gritó con voz estentórea–. Der Führer!
Se desplazaron todos hacia las paredes.
Acompañado por Josef Dietrich, al que todos llamaban familiarmente Sepp y terminaría
convirtiéndose en SS OberstGruppenführer und Panzer Generaloberst der Waffen-SS, Adolf Hitler
penetró en la sala.
Un formidable «Heil!» estalló entre los presentes, al mismo tiempo que los brazos se alzaban.
Doblando el suyo, a su manera, Hitler sonrió a los allí reunidos. Entonces, Kilian se acercó a él,
cuadrándose, mostrándole a Sleiter que se mantenía respetuosamente apartado. Luego Lörzert hizo
un gesto a su amigo, que se acercó a Hitler, saludándole con el brazo en alto.
–Heil, mein Führer! Infinitamente agradecido por su presencia aquí...
Hitler le sonrió, tendiéndole la mano enguantada, que el SA estrechó con fuerza.
–Danke, mein Führer.
–Estoy contento de ver que mis fieles SA están dispuestos a dar hijos al Reich... ¡Mis felicidades,
Truppenführer Sleiter!
–Gracias.
–¿Y la novia?
Pero ya se acercaba Anna, quien se inclinó ante Hitler, el cual la tomó por la mano, obligándola a
incorporarse.
–Mi encantadora señora –dijo Hitler–. Al contraer matrimonio con un miembro de las gloriosas
SA, dais un paso fundamental en vuestra vida... Alemania, la nueva Alemania que estamos
forjando, necesita de mujeres como usted... y el futuro, de los hijos arios y germanos que daréis al
Reich...
–Danke, mein Führer!
La mirada de Hitler se volvió hacia Sleiter.
–No puedo permanecer por más tiempo aquí, Truppenführer. Me espera una pesada jornada de
discursos... a través de todo el país... De nuevo, mi enhorabuena... y un pequeño regalo que le
entregará mi ayudante de campo...
Alzó el brazo, al tiempo que gritaba.
–Heil!
–Sieg! Sieg! Sieg! –le respondieron todos los presentes.
Dio media vuelta, y seguido por sus fieles guardianes, los miembros de las SS, que un día se
transformaría en la poderosa 1.ª División Panzer de las SS Adolf Hitler, abandonó la sala.

31
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: VIII Karl von Vereiter
VIII
–¿Qué te ocurre, cariño?
Konrad se volvió. Había estado, con el rostro pegado al cristal de la ventanilla, siguiendo el paso
veloz de los postes telegráficos, aunque en realidad su mente volaba lejos del tren.
–¡Es horrible, Anna! –exclamó con el ceño fruncido.
–¿Por qué no me lo cuentas?
–Es algo espantoso... hasta me da miedo pensarlo... pero es así... lo tuve ante mí, hubiera debido
estar hinchado como un pavo, al tenerlo a mi lado, hablándome, estrechándome la mano,
llamándome por mi nombre...
–Te refieres al Führer, ¿verdad?
–Sí.
–Estuvo muy amable –sonrió ella–, y el regalo que nos hizo era precioso...
–Más me hubiese gustado que me regalase otra cosa.
–¿Qué?
–Mi fe en él...
–No te entiendo, Konrad... de veras..
Sleiter se volvió hacia ella; cogió sus manos entre las suyas, y mirándole a los ojos:
–Escúchame bien, cariño, soy un nacionalsocialista convencido... deseo jugarme la piel las veces
que sea, con tal de que Alemania se despierte de una vez para siempre. Pero nosotros, los de las SA,
queremos un país en el que las masas populares dejen de ser esclavos... deseamos terminar para
siempre con los ricos, los parásitos, los militares vendidos al pasado...
»Queremos hacer la revolución nazi, tal y como se nos ha prometido: es el pueblo alemán quien
tiene la palabra... y quien ha de limpiar toda la basura que nos ha conducido a la vergonzosa
situación impuesta por el Diktat de Versalles...
»Pero he ahí que, según me voy enterando poco a poco, Hitler apoya a los militares, defiende los
ideales mezquinos de la burguesía, recibe sin vomitar los cheques de los grandes capitalistas...
Acercó aún más su rostro al de su esposa.
–¿Te das cuenta, Anna, cariño? Esos ricos son los que fabricaron los cañones, no para que
ganásemos la guerra, sino, y eso es cierto como que estoy vivo, para enriquecerse... Ninguno de
ellos olvidó un solo instante los beneficios que le proporcionaban cada boca de fuego, cada
proyectil de obús.
Una risa hiriente brotó de sus labios.
–¡Y se llamaban patriotas! ¡Los muy hijos de perra! Proporcionaban armas al país, pero se las
cobraban con creces... mientras el obrero, el campesino alemán ofrecía lo único que poseía... su
vida...
Un rictus torció su boca.
–Y ahora... Hitler recibe dinero de esa gentuza... y si se lo dan, ya puedes imaginarte lo que
piden a cambio: la continuación de sus privilegios, el que las cosas sigan igual... ellos viajando en
Mercedes, mientras que los obreros van a pie o a lo sumo en bicicleta...
»Huelen la próxima guerra, cariño... son como esos carroñeros que sobrevuelan los restos de una
res... están calculando ya los beneficios que va a proporcionarles una nueva contienda...
»Quieren volver a traficar con la sangre del pueblo del Reich... ¡y esos hijos de puta se atreven a
decirse patriotas... y van a la iglesia... y se creen personas decentes!
Ella admiró la fuerza de los argumentos de Konrad, el brillo luminoso de sus ojos, la fe que
subrayaba cada palabra, al salir de su boca.
–Tienes razón, amor mío...
–¿Cómo quieres que me quedara frío ante el hombre al que he amado y respetado como a un
dios? Para mí, desde que le escuché por vez primera, Hitler era el hombre que nuestro pueblo estaba
esperando... el salvador, el conductor, el Führer...
Movió tristemente la cabeza.

32
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: VIII Karl von Vereiter
–Pero de repente, junto a mí, pareció como si perdiese toda su fuerza... como si no fuera el
mismo y, por arte de magia, se hubiera convertido en uno de esos sucios políticos burgueses... que
no piensan más que en aprovecharse del río revuelto para medrar...
–Yo le miré también –dijo ella–, y no me pareció ser como dices... emanaba algo de él, algo que
me hizo sentir que estaba ante una persona excepcional... y estoy segura de no haberme engañado,
Konrad... era como si me encontrase, de repente, envuelta por una aureola magnética... y en los ojos
de ese hombre había tanta esperanza, tanta fuerza, que me hizo pensar que es de esa clase de
personas que, si fracasan, mueren por su propia idea.
Soltando una de las manos de Anna, Sleiter se la pasó por la frente, como si desease ahuyentar
sus pensamientos.
–Puede ser que tengas razón, querida... puede ser que él sea tan puro y noble como dices... y que
sean los otros, los que le rodean, los que intentan obligarle a escoger otro camino menos limpio...
–Yo diría mejor –rectificó la joven–, que son ellos los que actúan a su espalda, sin que él sepa
exactamente lo que pasa...
»Cuando un hombre se vuelve muy importante, Konrad, no puede controlar todo lo que sus
colaboradores hacen, y ha de fiarse en ellos, ya que a pesar de su extraordinaria personalidad, es
limitado como toda criatura humana.
–Debe ser eso... –dijo él cada vez más convencido–. Pero entonces... ¡hay que desenmascarar a
esos puercos, Anna! Hay que descubrirles y aplastarles la cabeza, porque ellos serán culpables de
que el nacionalsocialismo no sea lo que todos deseamos que sea...
–El pueblo decidirá, cariño.
–Tienes razón. El pueblo tendrá la última palabra... y las SA, porque ellas representan al pueblo,
a ese pueblo que quiere que Alemania sea lo más grande del mundo, el ejemplo vivo de que puede
destruirse el capitalismo, sin necesidad de caer en los errores de los marxistas.
Ella acercó su rostro al de su marido, besándolo tiernamente en los labios.
–Cálmate, amor mío... descansemos un poco... pronto estaremos en ese lugar maravilloso que
hemos escogido para pasar la luna de miel.
–Un rincón tranquilo de los Alpes –sonrió él–. Es verdad, Anna... olvidemos ahora todas esas
porquerías de la sucia política...
***
–¡Aquí tenemos al feliz mortal!
–¡Saludos, Sleiter!
–Viene un poco más delgado, ¿lo habéis notado?
–¿Y cómo quieres que estuviese, idiota?
Risas, abrazos, estrechones de mano, exclamaciones, guiños.
Konrad atravesó la alegre barrera de sus hombres, dio un amistoso empujón al gigantesco
Meister... y se fijó en el fondo de la sala, en los ojos de Paul Krimmann que le miraban con toda
atención.
–Gracias, gracias... perdonad un instante, camaradas...
Cruzó la sala, al tiempo que Paul empujaba la puerta del gimnasio, que dejó entreabierta. Siguió
a su amigo, cerrando la puerta tras él.
Krimmann se había subido al potro, y estaba encendiendo un cigarrillo.
–¡Hola, Paul...! –dijo Sleiter acercándose a él.
–¡Hola!
Konrad esperó unos instantes, mientras examinaba el rostro hosco de su compañero.
–¿Puede saberse lo que te ocurre? –le preguntó luego–. Está bien que no me recibas como los
otros, pero esa cara...
Antes de contestar, Krimmann dio una chupada más a su pitillo, lanzándolo luego lejos con una
toba. El cigarrillo describió una larga parábola, antes de caer sobre el cubo de arena.
–Han estado en mi casa, Konrad.
–¿Quién?
–Ellos... los rojos...
33
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: VIII Karl von Vereiter
–¿Y bien?
–Han pegado a mi madre... tiene setenta años...
–Scheisse!
–No es que le hayan pegado muy fuerte... algunos golpes, unas bofetadas... pero la han
asustado... y se ha ido, muerta de miedo, a casa de su hermana...
Lanzó un suspiro.
–Me he quedado solo...
–¿Has ido a verla?
–Sí... y me ha escupido a la cara. Esos puercos, además de ponerle la mano encima, le dijeron lo
que pasó con la novia de Oberfein...
–¿Estuvo él en tu casa?
–No lo sé... mi madre no conocía a nadie, pero al enterarse de lo ocurrido, me llamó de todo... y
me dijo que ellos le habían anunciado que me matarían como a un perro... y añadió que era lo mejor
que podía ocurrirme...
–Entiendo.
–Lo que ellos deseaban, lo han conseguido... dejarme solo en casa... y, al mismo tiempo, hacer
que mi madre me odie y me desprecie...
–¿Has vuelto por tu casa?
–No. Duermo aquí, en el cuartel... No estoy loco, Konrad... quieren mi pellejo, y no voy a darles
facilidades.
–Está bien... ¿cuándo ocurrió lo de tu madre?
–Hace ocho días...
A su vez, Sleiter encendió un cigarrillo.
–No perdonan lo que hicimos a esa chica... ¿qué ocurrió con el camarada al que ellos apalearon?
–Murió, a los dos días de tu viaje de novios...
–Sakrement! Hubiésemos debido destripar a ese bastardo de Oberfein...
–No irás a creer que se ha olvidado de ti.
–Yo lo sé... si han empezado contigo, es porque yo estaba fuera.
–¿Vas a hacer algo?
–Desde luego... hablaré primero con el Obersturmführer Wunter... él es nuestro jefe, y no
podemos hacer nada sin consultarle antes... pero tenemos que pasar a la acción... hay que devolver
golpe por golpe... y esta vez no nos limitaremos a repartir unos cuantos palos...
Paul alzó hacia él una mirada amistosa.
–Ya sabes que no tengo miedo, Konrad... pero te confieso que estoy intranquilo... la sola idea de
caer en sus manos... me da escalofríos...
–Te comprendo.
–Ese Oberfein es capaz de todo para vengar lo que le hicimos a su chica... es un mal bicho,
Sleiter. Y debe estar muriéndose de impaciencia por tenernos a su merced.
–No vamos a darles ese gusto.
–Otra cosa, Konrad... la chica, la novia de ese asqueroso rojo, ha desaparecido.
–¿No la habrá matado ese bestia, no?
–No lo creo, pero lo que sí creo es que la ha mandado a paseo... y la chica ha salido de Munich...
–Nos importa un bledo todo eso.
–Ya lo sé... sólo que desearía decirte algo, sin propósito de asustarte...
–¿Asustarme?
–Sí... ten cuidado con Anna...
Sleiter se envaró, al tiempo que sus ojos lanzaban peligrosas chispas.
–Tienes razón, Paul... mucha razón... soy un estúpido... voy a volver ahora mismo a casa... y
tomaré las medidas que se imponen...
–¡Voy contigo!
–¡No!

34
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: VIII Karl von Vereiter
–¿Estás loco? Es posible que ya te hayan tendido una trampa... no sólo voy a acompañarte, sino
que iremos a todos los miembros del Trupp...
Sleiter reflexionó unos instantes.
–Tienes razón, Paul... no debemos cometer ninguna clase de error... prepara a los hombres... voy
a llamar por teléfono a Anna... quiero estar tranquilo.
–Bien.
Mientras Krimmann se precipitaba fuera del gimnasio, Konrad se dirigió a la centralita, pidiendo
comunicación urgente con su casa.
Había alquilado un piso del lado del Mercado Central, en un barrio bastante tranquilo. Un
apartamento con tres habitaciones, cocina, baño y teléfono.
El hombre de la centralita, un simple Sturmann, alzó hacia Sleiter un rostro preocupado.
–No contestan, Truppenführer.
–¡Insista!
Konrad encendió un cigarrillo con una mano que la cólera y el miedo hacían temblar. Quizá se
había mostrado demasiado confiado... olvidando el mundo de lucha áspera que había abandonado
durante tres semanas...
¡Había sido tan feliz junto a Anna!
Todo lo que su esposa tenía de frágil, era, en la intimidad, una furia inexplicable, un ansia
tremenda de gozar, de ser dichosa, y había tanta vehemencia en cada gesto, tanta impaciencia en
cada ademán, que Konrad se preguntó más de una vez el motivo de aquel apresuramiento, de
aquella febril ansiedad, sin encontrar una respuesta adecuada.
Para no cansarla, la obligaba a permanecer largas horas extendida en la hamaca, en la terraza de
la habitación del hotel en el que se hospedaban.
Y allí, frente a la colosal dimensión montañosa de los árboles, en un paraje boscoso, un rincón
privilegiado, como un regalo de la Naturaleza, sentado al lado de la hamaca, Konrad miraba el
rostro sereno de su mujer que, con los ojos cerrados, respirando profundamente, le parecía cada vez
más hermosa.
Durante la corta estancia en los Alpes, Anna se había recuperado bastante, y hasta aparecieron en
sus mejillas de una blancura marfileña, redondos rosados, así como la luz de sus ojos parecía haber
ganado en brillo.
–Siguen sin contestar...
–¡Bien! Continúe insistiendo... y si mi mujer coge el teléfono, dígale que voy para allá...
–¡A sus órdenes!
***
El camión estaba ya a la puerta de la Casa Parda, con el motor en marcha. Los hombres, armados
hasta los dientes, estaban agrupados en la caja del vehículo. Desde la cabina, con la puerta
entreabierta, Paul hizo un gesto a Sleiter que subió de un salto al coche.
–¡Vamos!
Josef, que conducía el camión, lo arrancó bruscamente, apretando el acelerador mientras
recorrían la ancha calle.
–¿Y bien? –inquirió Paul al cabo de unos instantes.
–No contesta al teléfono.
Krimmann hizo una mueca.
–No te preocupes, Konrad... es posible que haya salido a comprar...
–Es posible.
–No creo que esos cabrones se atrevan... además, estoy convencido que ignoran que has
regresado.
–Puede ser.
Paul se percató de que su amigo apenas le escuchaba. Miró de reojo a Sleiter, viendo que el
rostro del Truppenführer enarbolaba una expresión feroz, determinada, como si intuyese que podía
haber ocurrido algo grave a su mujer, y dándolo por sentado, se complaciese en pensar lo que iba a
hacer a sus enemigos.
35
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: VIII Karl von Vereiter
–Por favor, Konrad... cálmate.
Sleiter se volvió hacia él, mostrándole una sonrisa que era más bien una mueca.
–Estoy tranquilo, Paul, no te preocupes por mí... he sido un idiota, eso es todo. La verdad es que
había olvidado la clase de jodido mundo en el que vivimos... quizá me haya pasado eso porque he
sido, últimamente, un hombre completamente feliz.
–Y lo seguirás siendo, camarada.
–Así lo espero.
Desembocó el camión en la plaza del Mercado, tomando después la estrecha Charlottenstrasse, al
final de la cual estaba la casa de Sleiter.
Al paso de las SA, la gente alzaba los ojos, en los que se pintaba el miedo y la intranquilidad.
Las luchas entre los nacionalsocialistas y las organizaciones revolucionarias de izquierdas,
especialmente los comunistas del Roí Front, eran pan de cada día, aunque aún no se había llegado a
la batalla que se daría más tarde: el combate decisivo y a muerte, en el que todos sabían que uno de
los contendientes desaparecería para siempre del suelo alemán.
Apenas había frenado el coche, que Sleiter ya había bajado, al mismo tiempo que los miembros
de su Trupp saltaban ágilmente desde lo alto del camión.
Seguido de cerca por Paul, Konrad subió las escaleras de cuatro en cuatro hasta el segundo piso.
Allí se detuvo un instante, introduciendo luego la llave en la puerta.
No tuvo necesidad de hacer girar la llave en la cerradura.
–¡Está abierta!
Paul empuñaba ya decididamente su Walter, pero Konrad no pensó siquiera en desenfundar la
suya; dio un empujón a la puerta, penetrando en el vestíbulo con la fuerza de un tifón.
–¡Anna!
Nadie contestó.
Echó a correr por el corto pasillo, atravesó el minúsculo comedor, penetrando rabiosamente en el
dormitorio.
Paul le pisaba los talones.
El lecho estaba deshecho, mostrando aún la huella del cuerpo de la mujer. El armario estaba
abierto, y Konrad constató que faltaban algunas cosas.
–¡Se la han llevado!
–¡Cabrones!
Krimmann notó que el cuerpo de Sleiter temblaba como si una poderosa corriente eléctrica lo
estuviese atravesando.
Fue en aquel momento cuando la maciza silueta de Meister apareció en el umbral de la alcoba.
–¡Konrad!
–¿Sí?
–La portera quiere hablar contigo...
–¡Vamos!
Abandonaron el piso con la misma precipitación con que lo habían invadido. Los dos SA
tuvieron que correr para alcanzar a Sleiter, que bajaba como un loco.
La portera, una mujer vieja, con un cabello canoso en greñas, se apoyaba filosóficamente en la
escoba, a la puerta de su cubil.
–¿Qué ha ocurrido? –inquirió Sleiter con una voz terrible.
–Se la han llevado.
–¿Los comunistas?
La mujer se encogió de hombros.
–¿Qué comunistas o qué niño muerto? Los enfermeros, los del hospital...
–¿Está herida? ¿La han golpeado?
–Nadie le ha hecho daño, señor Sleiter... Yo estaba barriendo el rellano... y noté que tosía
mucho... ya sabe que tengo la llave de su piso... y que usted me dijo que echase una ojeada a su
esposa...
–Sí, ya lo sé... siga, por favor.

36
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: VIII Karl von Vereiter
–Entré... y estaba muy mal..., con una tos desgarradora... yo intenté calmarla, pero no había nada
que hacer... le tendí un pañuelo y, de repente, vomitó sangre...
–Siga.
–Ella me mostró el teléfono, pero no podía hablar, ya que la tos la ahogaba... Creí que deseaba
que llamase al hospital, pero ella quería llamarle a usted... Creo que hice bien, sin embargo...
vinieron con una ambulancia... y se la llevaron...
–¿A qué hospital?
–Al Central... allí llamé...
–Gracias, muchas gracias... ¡Vamos!
Salieron, ordenando a los hombres que subiesen al camión, que se puso en marcha
inmediatamente.

37
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here. Karl von Vereiter
SEGUNDA PARTE
EL TRIUNFO
«A partir de hoy, el Partido se ha convertido en el Estado. Todo el poder reside en las manos del
gobierno central. Hay que impedir que el centro de gravedad de la vida alemana se transfiera, de
nuevo, a territorios periféricos o a grupos particulares. El poder no pertenece ya a ninguna fracción
territorial del Reich ni a ninguna clase de la nación, sino al pueblo en su totalidad.»

Adolf Hitler
6 de julio de 1933

38
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: I Karl von Vereiter
I
–¡Feliz año nuevo, amor mío!
Tuvo que contener las lágrimas. Se mordió los labios, pero consiguió entreabrirlos para que
dibujaran la sonrisa que deseaba que ella recibiera como el más íntimo de los homenajes.
–Igualmente, Konrad, cariño...
Dos metros más allá, luchando también con el dolor que les causaba la escena, Paul Krimmann y
Josef Meister, sujetaban en sus manos las cajas con los regalos que habían comprado a Anna.
Anna...
¿Qué había, en aquella criatura yaciente en el lecho, que recordase a la Anna de cinco años
antes?
Los huesos de la cara se dibujaban netamente, con sus feas aristas, alzando una piel amarillenta y
enfermiza en la que los labios, blancos, exangües, tenían la apariencia de una herida...
Los cabellos habían retrocedido a lo largo de la frente, que ahora parecía descubierta como la de
ciertas viejas; unos cabellos que habían perdido definitivamente el brillo de antaño, la suavidad
luminosa de otrora, la belleza y finura que les dieron, en otro tiempo, el aspecto de una luminosa y
maravillosa aureola.
Los ojos, profundamente hundidos en las cuencas, parecían dos pobres animales aprisionados en
la jaula ósea de las órbitas, sin luz, medrosos, apagados, inquietos y asustados como los de una
cierva acosada por los mastines furiosos...
–Pronto estarás bien, cariño. El invierno pasará... y al llegar la primavera, nos iremos de nuevo a
la montaña, a aquel lugar...
¿Cuántas veces había repetido aquellas mismas palabras a lo largo de los cinco años que ella
llevaba en el hospital?
Pero la primavera llegaba; subía desde el jardín que rodeaba al hospital el aroma fuerte de las
flores, que se iba intensificando a medida que las semanas transcurrían. Y llegaba el verano, con ese
dulce sopor de las cosas. Y volvía a asomar el rostro amarillento del otoño.
Y caían las hojas de los árboles, enloquecidas en el torbellino de los primeros vientos.
Y llegaba el invierno; se pintaba el cielo de gris, el agua caía como rayos minúsculos, azotando
las ventanas con un repiqueteo obsesivo.
Y pasaban los años.
–¿Volveremos a aquel hotel, Konrad?
–¡Pues claro que sí! Y te tenderás en la terraza, al sol, frente a las montañas... y yo estaré sentado
a tu lado, como entonces...
–Será muy hermoso.
–Pasaremos unas vacaciones allí, tan largas como sea necesario... hasta que te restablezcas por
completo...
–Será maravilloso.
La blanca figura de la monja apareció en el umbral. Miró unos instantes, acercándose luego al
lecho, junto al que Sleiter estaba sentado.
–Debería dejarla descansar un poco, señor.
–Sí, hermana, ya me voy...
Se inclinó, para besar la frente helada de Anna. Luego, incorporándose:
–Dejad los regalos en la mesa...
–Yo misma se los daré después –dijo la monja.
–Gracias... volveré dentro de un par de días...
–Como quiera.
Se volvió de nuevo, sonriendo al pobre y demacrado rostro de su mujer.
–Descansa, cariño...
–Gracias, Konrad... cuídate...
***

39
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: I Karl von Vereiter
El Opel esperaba fuera, con un Rottenführer, cabo de las SA, al volante. Al verles salir, se
precipitó para abrir la puerta al Sturmbannführer que era ya Sleiter, cuya vertiginosa carrera, en
aquellos cinco años, le había llevado al grado de mayor.
También habían ascendido sus dos camaradas: Paul era un Haupstumführer, capitán, mientras
que Meister llevaba las insignias de Sturmführer, teniente.
Ocuparon los asientos posteriores del vehículo, mientras que el conductor regresaba a su puesto.
–No hay nada que hacer... –suspiró Konrad.
–Nunca hay que perder las esperanzas –dijo Josef.
Sleiter se encogió de hombros.
–Es inútil engañarse, Meister. Cada vez que he hablado con los médicos, me han dicho lo
mismo... de no ser por la naturaleza fuerte de Anna, hace tiempo que hubiese dejado de resistir. ¡La
tisis no perdona, amigo mío!
–Es una mujer maravillosa –intervino Paul.
Sleiter asintió tristemente con la cabeza.
–Tienes razón, Krimmann... es la mujer más maravillosa del mundo... pero la vida le ha negado
todo. Apenas unos cortos momentos de felicidad... un mes a lo sumo... ¡Todo eso por la culpa de...!
Josef torció el gesto.
–Ya llegará el momento de ajustarle las cuentas, Konrad. Por el momento, como otros muchos
puercos, se escuda detrás, de ese maldito partido Deustch-National... y las órdenes que tenemos son
de respetarlos... al menos por ahora...
–Son ellos los culpables de todo –dijo Sleiter–. Desde que gobierna la derecha, las cosas han ido
de mal en peor... no hay dinero en ninguna parte... y el número de parados ha alcanzado la cifra de
seis millones...
–Y los rojos se organizan para dar el golpe final –dijo Josef–. Todas las células comunistas se
preparan para la gran batalla.
Sleiter rechinó de dientes.
–La tendrán, esa gran batalla... y más pronto de lo que imaginan... ya es hora de que ajustemos
las cuentas, definitivamente, con esos bastardos...
–Llevan mucho tiempo sin meterse con nosotros –sonrío Josef.
–Están preparándose... –dijo Sleiter–. Saben que el momento decisivo se acerca... hasta ese
cabrón de Oberfein está tranquilito...
Torció el gesto.
–Terminaremos con ellos en pocos días –afirmó–. Será una limpieza general... y no sólo de rojos,
sino de toda la pandilla de traidores que han crecido a la sombra de esa puta de República de
Weimar.
–¿Y los judíos? –inquirió Josef.
–Esos no pierden nada por esperar... su hora llegará después... desde luego, no hay prisa... son
una pandilla de castrados, incapaces de defenderse como lo hacen los rojos...
–Konrad...
–¿Sí?
–¿Sigues siempre con el asunto de los burdeles?
–¡Qué remedio! Hay que buscar dinero donde sea... Anna me ha costado todo lo que he sacado...
pero no me pesa: por lo menos, sé que no le ha faltado de nada.
Meister hizo unos gestos, antes de decidirse a decir:
–¿Queréis dejarme en la Albertplatz?
Los otros dos se miraron velozmente, y Sleiter asintió.
–Desde luego qué sí... ¡Rottenführer!
El conductor no volvió la cabeza.
–Lo he oído, herr Sturmbannführer... Pararé allí.
–Bien.
Momentos después, Meister descendía del coche, alzando el brazo para despedir a los otros dos
SA.

40
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: I Karl von Vereiter
–Heil!
–Sigamos.
Konrad esperó unos instantes, antes de volverse ligeramente hacia su acompañante.
–Por lo visto, va en serio...
–Así parece.
–¿Quién es?
–¿No lo sabes?
–No, nunca me he preocupado por averiguarlo.
–Es un chico muy joven... un Scharführer de la 13.ª Trupp...
–Ya.
–Llevan casi un año liados.
–De veras que no entiendo a Meister.
–Jamás se sintió atraído por las mujeres. Yo no sabía nada, pero pensé que alguna vez tenía que
ocurrir.
–Allá él. Después de todo, no es el único caso.
–Tienes razón. Si le gustan los efebos... es asunto suyo... pero...
–Pero... ¿qué?
–No quiero ser indiscreto, Sleiter... pero no soy ciego... ¿sabes que llevas cinco años sin tocar a
una mujer?
–¿Y qué?
–¿No te parece excesivo?
–No. Y no tocaré a ninguna mientras Anna siga viva. Es una promesa que hice, aquella tarde,
cuando fuimos a casa, creyendo que los rojos habían ido por ella.
–Eres un hombre extraordinario.
–No lo creas. He estado muchas veces a punto de caer... muy cerca de dejarme llevar por esa
debilidad natural... pero he conseguido resistirlo...
–Te admiro.
Sleiter esbozó una sonrisa.
–Tú sí que eres de admirar... nunca tienes bastante, Paul... ¿cómo diablos te las arreglas para no
pasar una sola noche solo?
Una risa breve brotó de los labios de Krimmann.
–Se ha convertido en una especie de costumbre, amigo mío... como alguien que tiene que beber...
ya sé que puede parecerte curioso, también a mí, te lo juro... pero la noche en la que estoy solo, cosa
que me ocurre en muy raras ocasiones, no puedo conciliar el sueño...
–¿Tienes que hacer el amor para dormir?
–Eso es.
–¡Formidable!
–Cosas de la vida... pero deja que te cuente algo... ¿sabes a quién me encontré en el burdel de
Madame Sieglinde?
–Nunca frecuento esos lugares... ya lo sabes...
–Pero vives de ellos, ¡granuja!
–No exactamente... pero sigue...
–No lo adivinarías nunca.
–No me gustan las adivinanzas.
–Encontré a la chica de Oberfein.
–¡No!
–Sí... y volví a acostarme con ella... ha cambiado mucho. Ese estúpido de comunista la echó de
su lado... ella, según me contó, se fue a Colonia... intentó trabajar, pero ya sabes cómo anda el
trabajo... finalmente, se puso a hacerlo en una de las casas de allá.
–Muy interesante.
–Luego le entró morriña... y vino a Munich...
–¿No te guarda rencor por lo ocurrido?

41
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: I Karl von Vereiter
–¡Qué va! Se ha convertido en una furcia la mar de experta... además, aunque esté mal decirlo,
afirmó que yo era el hombre que más placer le había proporcionado... y el primero...
–¡No cuentes camelos!
–Es la verdad, Sleiter. Lo creas o no, aquella noche, cuando la tomé en su casa, me di cuenta de
que era virgen...
–No puedo creerlo... ese Oberfein no puede ser tan idiota... y tan burgués... justamente cuando
ellos afirman hacer el amor libre.
–Pues es la pura verdad... y hay más aún... ella se decidió a acostarse conmigo cuando tú me la
ofreciste, porque estaba harta de insinuarse a su novio... sin que éste le hiciera el menor caso.
–¡Es formidable! Aunque, en el fondo, nada me extraña de los comunistas... dicen que Stalin
estudió para cura...
–Son como curas, Konrad... igual... Stalin es el Papa de todos los comunistas... el cielo que
prometen es el comunismo... y los rezos son las consignas que respetan como si fueran nuevos
mandamientos...
–¡Qué cosas tienes!
–Me dijo también... que le gustaría verte... que te desea, ya que tiene que agradecerte el que
perdiera la molesta virginidad... ¿por qué no vas a pasar un rato con ella, amigo?
El rostro de Sleiter se ensombreció.
–Dejemos eso, Paul. Ya te lo he dicho: mientras Anna viva, no tocaré a ninguna mujer.

42
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: II Karl von Vereiter
II
A Konrad le impresionó el edificio ocupado por los SS. No por su importancia, ya que la Casa
Parda era mucho más grande, sino por algo que flotaba en él, desde la puerta donde los dos
centinelas del Leibstandart-SS Adolf Hitler parecían figuras de cera cuajadas en una inmovilidad
casi mineral...
Mostró la convocatoria a uno de los centinelas, quien le dirigió hacia el oficial de guardia, el cual
le acogió con una cierta frialdad.
–Tenga la amabilidad de seguirme, Sturmbannführer –le dijo–. El Standartenführer le está
esperando...
¡Standartenführer!
Nada menos que un coronel de las SS.
Sleiter no pudo por menos que sonreír al pensar en el Gefreiter (cabo) que era Kilian Lörzert
cuando se conocieron en el frente del Oeste.
Un simple cabo, inferior a él, que era Obergefreiter, cabo primera...
Claro que Hitler había sido también un simple Gefreiter...
Subió la escalinata en pos del oficial de guardia, quien llamó a una gran puerta, que abrió
seguidamente, haciéndose a un lado, al tiempo que decía:
–Puede pasar, por favor...
–Danke!
Sleiter penetró en un despacho de dimensiones colosales, pero tremendamente severo. Detrás de
la mesa, en pie, enfundado en su uniforme negro de ala de cuervo, estaba Kilian, un poco más viejo
que la última vez que Konrad le vio, pero tan tieso como siempre, con aquella mirada fría, naciendo
de sus pupilas heladas, de color azul claro, casi como el de esos icebergs que ocultan el peligro de
su gran masa sumergida bajo la apariencia de simples montones de hielo...
–¡Mi viejo amigo! ¡Pasa!
Salió de detrás de la mesa, yendo al encuentro de Sleiter, cuya mano estrechó con efusión.
–Te conservas bien, Konrad... aunque veo un poco de tristeza en tus ojos.
–Puede ser. Tú estás magnífico...
–Gracias... ven, siéntate... ¿te apetece saber alguna cosa?
–Saber el motivo de esta convocatoria.
Una risa breve escapó de los labios del SS.
–¡Siempre tan directo! No cambiarás nunca, Konrad... mi viejo amigo de las trincheras... ¿un
cigarrillo?
–Bueno.
Fumaron, en silencio, algunos instantes. Ambos se observaban, midiéndose como dos gallos de
pelea antes del combate. Los dos pensaban en la lucha que iba a entablarse dentro de unos instantes,
aunque Sleiter estuviera en franca inferioridad, ya que no conocía los motivos de aquella cita.
Casi habían pasado tres años desde la última vez en que tuvo ocasión de estar junto a su viejo
camarada del frente.
Siguiendo al Führer, a través del país, en el que Hitler iba sembrando, discurso tras discurso, la
semilla del nacionalismo. Lörzert apenas si había pasado por Munich, la cuna del nazismo.
Ascendiendo velozmente de grado, era, en la actualidad, el segundo hombre, después de Sepp, en la
fuerza, cada vez más poderosa, de la unidad encargada de la seguridad del futuro amo del Reich.
–Siento lo de tu mujer...
Konrad enarcó las cejas, mostrando así su sorpresa.
–¿Cómo lo has sabido?
Kilian sonrió levemente.
–Lo sé todo, Sleiter... es parte de mi misión. De veras que lo siento... has debido sufrir mucho.
–Menos que ella.
–Lo sé... no te muestres tan agrio. Comprendo tu dolor... y lo comparto. Lo creas o no, sigues
siendo para mí el camarada de la guerra.
–Gracias.
43
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: II Karl von Vereiter
–Si hubiera sabido que necesitabas algo, me habría apresurado a procurártelo... pero el dinero no
es tu problema...
–¿También sabes eso?
–Sí.
–No hice más que obedecer órdenes.
–Lo sé.
–De todos modos, ¿qué diablos me está ocurriendo? Estoy aquí con aire de pedir excusas,
cuando nada te importa lo que haga o deje de hacer...
Kilian frunció el ceño.
–Te equivocas...
–¿Tú crees?
–Sí, Konrad... la prueba es que estoy aquí, que te he rogado que vinieras, que deseo hablar
contigo... todo eso demuestra que sigo considerándote como siempre... que deseo tu bien...
–Eres muy amable, pero ese tono paternalista no te va nada... ¿que es, concretamente, lo que
quieres?
Kilian aplastó el cigarrillo en el cenicero.
–Lo pones muy difícil, Sleiter... aunque afortunadamente te conozco... y sé que tienes un carácter
muy vivo...
Se echó hacia atrás, apoyando su estrecha espalda en el respaldo del sillón que ocupaba.
–Quisiera convencerte para que ingresaras en las SS.
–¿Era eso?
–Sí.
–Debe existir algún motivo importante que te haya hecho tomar esa decisión.
–Hay más de un motivo...
–¿Puedo saber cuáles?
–Me gustaría mucho enumerártelos, pero no puedo, Sleiter... y créeme que lo siento... aunque
quizá mi deseo sea simplemente el de tenerte a mi lado. Sé lo que vales y el importante papel que
llegarías a jugar entre nosotros...
–Me encuentro muy bien en las SA.
–Lo sé, pero eso es secundario...
–Hay algo, más, ¿verdad?
–Es posible.
Konrad se echó a reír.
–Como siempre, te gustan los misterios... eres un hombre sibilino, Kilian... siempre lo fuiste.
¿Por qué diablo no tiras tus cartas sobre la mesa? Tenemos suficiente confianza como para que
llamar las cosas por su nombre...
–Hay cosas que no puedo comentar con nadie.
–¿Ni conmigo?
–Ni contigo.
–Bien... entiendo... No me tomes por tonto, amigo... huelo a una legua que has venido a
salvarme... y me pregunto de qué diablos quieres salvarme...
–De nada, de ti mismo. Obro por puro egoísmo, Konrad... Conozco lo que vales... y por eso
quería que formases parte de las SS.
–¿Y por qué no seguir en las SA? ¿Hay alguna diferencia entre ambas? ¿Son... por casualidad...
fuerzas antagónicas, rivales, enemigas?
–¡De ninguna manera!
Sleiter se echó a reír.
–¡Viejo zorro! Sé que me estás tendiendo una mano generosa... pero también me huelo que
ocultas algo de mayor importancia...
–Dejémoslo... si deseas seguir como estás, es asunto tuyo... Hablemos de otra cosa... ¿sabes que
se acerca el momento en que Hitler será investido Canciller?

44
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: II Karl von Vereiter
–Lo supongo, aunque me ha extrañado mucho que hiciera las paces con ese granuja de Von
Papen...
–Pura política.
–No soy un político, Kilian, sino un revolucionario nacionalsocialista... no entiendo nada de
sutilezas ni de componendas... pero si tú lo dices...
–El viejo mariscal no tardará mucho en nombrar Canciller del Reich a nuestro Führer.
–Mejor que mejor... sobre todo para vosotros... y vuestros amigos los militares...
–¿Sigues pensando mal del Ejército?
–No del Ejército, sino de sus jefes, de los prusianos, de los Junkers... de los amigos del
emperador, de los monárquicos, de los burgueses, de los capitalistas.
–Ya veo la influencia que los discursos de tu jefe han hecho en ti.
–Roehm es un hombre honesto...
–... y un homosexual.
Sleiter se encogió de hombros.
–Nunca me atrevería a juzgar a un hombre por la clase de compañía que busca para la cama... La
intimidad no tiene nada que ver con los sentimientos, Kilian... yo tengo a un amigo, un
nacionalsocialista de los pies a la cabeza, un hombre valiente, generoso y de ideas puras... que
prefiere los jovencitos imberbes a las muchachas...
–¿Sabes que el Führer va a tomar medidas drásticas contra las perversiones sexuales?
–No lo sé... pero si lo hace, tendrá que matar a muchos de sus colaboradores... Vivimos tiempos
turbios, viejo camarada... y lo que importa es saber quién va a luchar por el nazismo... y quién ve en
él la posibilidad de encumbrarse... de acercarse al fuego que más calienta...
–¿Lo dices por mí?
–No, porque si así fuera, te lo diría a la cara. Ya me conoces... No es menester repetir una vez
más que estoy contra toda forma de oportunismo político, contra toda tergiversación de las ideas del
NSDAP, contra todo aquello que intente atentar contra el pueblo alemán.
–El pueblo no es sólo masa...
–Sí, ya sé... –sonrió Konrad.
Y agitando levemente la cabeza de un lado para otro:
–La masa ha molestado siempre a cierto tipo de gobernantes, aunque haya sido gracias a ella que
han accedido al poder. La Historia, amigo Kilian, está llena de injusticias y de traiciones a la masa,
a la que se le prometió lo mejor.
El SS enarcó el ceño, mirando a su amigo como si fuera aquella la primera vez que lo veía.
–No quiero suponer que estás criticando al Führer... –dijo con una voz que la cólera hacía
temblar.
Sleiter se encogió de hombros.
–¡No digas tonterías! Si tú has defendido personalmente la vida del Führer, yo he luchado por él
desde que ingresé en las SA...
Y clavando su mirada en la del otro:
–Es a mí a quien no me gusta tu actitud Kilian... No tolero que alguien, incluso tú, dude de mi
lealtad hacia el Führer. Además, ahora me haces pensar en esos comunistas del Rot Front que
escupen a la cara a quien se atreve a criticar a Stalin.
–No tiene gracia que me compares con esa gentuza, con esos bastardos...
–Te picas, ¿eh? Pues ten cuidado con tu lengua... así nadie tendrá que decirte cosas amargas...
Suspiró:
–Has cambiado mucho, pero no me extraña... Desde que perteneces a la Leibtandarte has
empezado a codearte con gente importante... has acompañado al Führer a todas sus visitas... y el
contacto con esa gente de categoría ha terminado por deformar tu óptica... la que poseías en las
trincheras... la que poseíamos los dos... Yo he seguido junto al pueblo, con la gente de abajo, tanto
amigos como enemigos, de la gente que siente las cosas con pasión, que es incapaz de dominar sus
propios sentimientos, de disimular lo que desean, lo que quieren o lo que odian...
Siguió mirando fijamente a su amigo.

45
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: II Karl von Vereiter
–Esa es la diferencia entre tú y yo, Lörzert... y lo malo, sin quererlo ni desearlo, es que adivino
que el abismo que nos separa se va haciendo cada vez más profundo...
***
–«El Señor te acoja en su seno... Fuiste ejemplo de virtud... y todos sentimos en lo hondo de
nuestro corazón la pérdida que significa tu muerte, hermana Elisa...»
Junto a la tumba, Konrad, con su uniforme de Sturmbannführer, miraba fijamente el negro ataúd,
sobre el que iba a ser él quien echara la primera paletada de tierra. Un poco más atrás, igualmente
en uniforme de las SA, estaban Paul y Josef, que habían acompañado a su amigo.
–«Señor... ten piedad de tu sierva, Elisa Oremburg... ella te amó y respetó a lo largo de su vida...
y espera que le concedas el premio que ofreces a todos los que sufrieron en este valle de
lágrimas...»
Le hicieron un gesto a Sleiter, que se bajó para coger un puñado de tierra que lanzó al fondo de
la fosa. Le imitaron los demás: sus dos amigos y la vecina que había venido a acompañar a Elisa a
su último viaje. Luego, las paletadas sonaron lúgubremente, y la fosa se llenó velozmente.
Quitándose la gorra, con la que se secó torpemente la sudorosa frente, el jefe de los sepultureros
se acercó a Sleiter.
–Como le he prometido, señor, me ocuparé personalmente de que se instale la lápida...
–Bien...
Konrad sacó unos billetes del bolsillo, que le entregó al hombre.
–Danke, mein Herr!
Volviéndose hacia sus amigos, Sleiter les hizo un gesto, se inclinó ante la amiga de su madre,
dirigiéndose luego, con los otros dos SA, hacia el coche que les esperaba al otro lado de la verja del
pequeño cementerio.
El Rottenführer mantuvo la portezuela abierta, yendo después a ocupar su sitio tras el volante.
–Volveremos a este pueblo –dijo Sleiter que había encendido un cigarrillo–. Y os aseguro que la
próxima vez lo pasaremos mejor que ahora...
–¿Te refieres a ese tipo del que nos hablaste? –inquirió Josef.
–Sí. El joven Schöreder tiene que pagarme una cuenta atrasada.
Paul se volvió hacia él.
–Oye, Konrad... aquellos dos tipos que esperaban a la puerta de la casa, ¿eran qué...
exactamente?
–Agentes de ese cabrón de Fritz... la casa les pertenece, ya que mi padre tuvo que hipotecarla... o
fue mi madre... no lo recuerdo bien... No se pudieron pagar los plazos de la hipoteca... pero ese hijo
de perra no se atrevió a poner a mi madre en la calle... Ahora que ha muerto, ha enviado a los
cuervos...
–Que vaya contando lo poco que le queda –dijo Paul–. De un momento a otro, Hindenburg va a
tener que confiar el poder al Führer... y entonces...
–Eso es precisamente lo que estoy esperando... si las cosas salen como pienso...
–¿Qué quieres decir?
Sleiter se encogió de hombros.
–No lo sé, Paul... no lo sé... estoy hecho un verdadero lío. Ya os he contado lo que discutí con
Lörzert. No me gusta nada el sesgo que van tomando las cosas... y no me extrañaría mucho que
Hitler, una vez en el poder, se asociase con la gentuza a la que hemos combatido hasta ahora...
–¿Estás loco?
–No, no lo estoy... ¿acaso no ha pactado con los ricos? ¿No ha tendido la mano para recibir
dinero de los poderosos industriales alemanes? ¿No sonríe a esos cabritos del Alto Estado Mayor,
que desean seguir mangoneando a su gusto en el destino del país... como han hecho desde hace
mucho tiempo?
–Son cosas de la política, Konrad.
–¡Una mierda! La política está en cumplir las promesas hechas al pueblo, con el que se ha
contado siempre... un pueblo que, en gran parte, y en lo que se refiere a las SA, se ha colocado
incondicionalmente al lado de la revolución nacionalsocialista...
46
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: II Karl von Vereiter
Dio una precipitada chupada al pitillo, tirándolo luego por la ventanilla que Josef había dejado a
medio bajar.
–Ahora que llega el momento de ajustar cuentas, ya veréis que van a frenarnos en todas partes.
Hubiera sido el momento, cuando Hitler acceda al poder, de liquidar de una vez toda la basura del
país, de hacer en Alemania una grandiosa limpieza...
–La haremos –dijo Paul.
–¿De veras?
–De veras –sonrió Krimmann–. No quería decirte nada, Sleiter, porque sé lo apasionado que
eres... pero, como sabes, estuve la semana pasada en Berlín...
–Sí, ya sé... vamos a preparar el desfile cuando Hitler sea Canciller...
–Eso es. Allí estuve hablando con algunos camaradas de la jefatura superior de las SA... gente
que habla con Roehm a cada instante.
–¿Y...?
–Todo está dispuesto, camarada... somos un buen montón de gente... millones de SA, dispuestos
a todo para evitar que el Reich vuelva a las andadas, que los cerdos que han hundido a la Alemania
vuelvan a levantar la cabeza...
–Eso me gusta.
–No te preocupes, Sleiter. La fuerza está a nuestro lado... De todos modos, no creo que Hitler
vaya a cometer el incalificable error de ponerse en contra de las SA, con las que sabe que puede
contar hasta la última gota de sangre.
–¿Y las SS?
–Son mucho menos fuertes que nosotros. Ya sé que se han subido a las nubes, que revientan de
orgullo... especialmente desde que ese Himmler se ha hecho cargo de ellas... se creen superiores a
los demás, superhombres... pero si se ponen tontos... no tendremos más remedio que ponerles en su
sitio.

47
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: III Karl von Vereiter
III
–Heil!
Kilian alzó el brazo, saludando a los hombres que, impecablemente formados, guardaban las
entradas del Opera Kroll, en Berlín.
El cielo, en aquella tarde del 21 de marzo de 1933, era de un gris plomizo, que hacía resaltar con
mayor fuerza los negros uniformes de las SS.
Momentos después de haber ocupado su sitio en el interior del lujoso edificio, tras haber
saludado a los oficiales y jefes de las SS, alzado ligeramente el brazo en dirección de los asientos
ocupados por las SA, Kilian vio entrar, al tiempo que todos se ponían en pie, a Hermann Göering,
quien llegaba para abrir oficialmente el nuevo periodo legislativo.
–Heil! Heil!
–Sieg! Sieg!
Los estentóreos gritos de los miembros del Partido, de las SA y de las SS ensordecieron el
ambiente. Guirnaldas y banderas adornaban el interior y el exterior del edificio.
La presencia de miembros de otros partidos pasaba verdaderamente desapercibida, y cuando
Göering subió a la entrada, pudo percatarse de que la fuerza estaba de su lado.
Había llegado el gran momento.
A los ojos de Lörzert las cosas transcurrían tal y como él había previsto en los oscuros años de la
lucha en Munich. No, no se había equivocado. Desde el principio, desde que pasó a formar parte del
grupo de hombres decididos cuya misión era preservar la vida de Hitler, comprendió que el futuro
Führer era el hombre que Alemania necesitaba.
Le gustó el realismo político de Hitler, su visión del futuro, y especialmente aquella
determinación que le hacía no separar jamás su vista de águila del objetivo final.
La llegada, momentos después, de Adolf Hitler, hizo estallar la sala en una ovación sin
precedente. Hitler fue a ocupar su sitio, y tras unos segundos de silencio, Göering se puso en pie.
–Ha llegado el momento –rugió Hermann– de decir las cosas por su nombre. De aquí va a salir,
no lo dudo, la nueva Alemania, el comienzo de un Reich poderoso, de una patria que volverá a ser
lo que siempre mereció ser...
»Desde el final de las hostilidades, nuestro país ha estado en manos de gente que no comprendía
en absoluto los deseos del pueblo alemán...
»Gente de toda clase: traidores que volvieron la espalda a los deseos del pueblo, incapaces y
cobardes que no supieron comprender cuál era su deber en tan amargos y tristes momentos.
»Al instaurar la desdichada República de Weimar, llegamos a lo más profundo del abismo, en
que la incapacidad por una parte y la cobardía por otra, han sumido a nuestro amado país.
»Es posible que algunos hablen de victorias, al referirse a las actividades de ciertos diplomáticos.
Y hablo, por un lado, del señor Stresemann y sus actividades en Locarno y, por otro, del señor Von
Papen y sus trabajos en Lausanne...
»Es cierto que ambos señores han conseguido anular el criminal impuesto de las Reparaciones de
guerra y la evacuación anticipada de la Renania...
»Pero... yo pregunto, ¿es eso bastante?
–Nein! –gritaron los nacionalsocialistas.
–Al lado de esos pequeños logros, y sin despreciarlos, están las tristes realidades de un país que
se encuentra en el punto más bajo de su historia.
»Los veintitrés gobiernos que nos han precedido, desde el Armisticio, nos dejan el hermoso
regalo de su incompetencia... nuestra economía sufre hoy, ni más ni menos, que de un déficit de
siete mil millones de marcos oro... y no quedan, en las cajas del Reichsbank más que cuatrocientos
treinta y nueve millones... mientras que, además del déficit, nuestra deuda exterior asciende a...
diecisiete mil millones de marcos...
»Tenemos actualmente más de seis millones de parados y cientos de miles de familias no tienen
nada que llevarse a la boca...

48
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: III Karl von Vereiter
»Las estadísticas oficiales hablan de que en el periodo que va desde junio de 1919 hasta enero de
este año 1933, 224.900 personas se han suicidado, desesperadas por no poder procurarse lo
necesario para comer y seguir viviendo...
»¡Esa es la herencia, señores, que nos ha legado la incapacidad y la traición de gente que osa aún
llamarse alemán!
Un rugido de cólera sacudió la sala.
–Desde hace dos años –prosiguió diciendo Göering–, los cancilleres de este desdichado país no
han conseguido gobernar más que aplicando a rajatabla el artículo 48, que les concede los plenos
poderes... pero, ni siquiera echando mano a ese remedio, han conseguido nada positivo...
»Además, el país está dividido en veintidós Estados, sin sentido alguno de unidad, luchando los
unos contra los otros, contribuyendo criminalmente a que la Historia entierre para siempre el deseo
de todo buen germano: la unidad de la Gran Patria alemana...
Un nuevo silencio; luego:
–Ahora, las cosas van a cambiar... el nuevo canciller, Adolf Hitler, ha presentado un proyecto de
ley encaminado a solucionar todas esas tareas que hemos heredado de un periodo político nefasto
para la patria.
»Ha llegado el instante de poner a votación ese proyecto... pero antes deseo ceder la palabra al
nuevo canciller...
Una selva de aplausos hizo vibrar el local. Hitler, que se había puesto en pie, esperó a que el
silencio se restableciera.
–El número de diputados de los que el gobierno dispone –dijo– podría hacer obvia esta votación.
No obstante, el gobierno desea especialmente que le deis una aprobación por vuestro voto claro e
inequívoco. El gobierno ofrece a los partidos del Reich la posibilidad de una colaboración pacífica.
Pero está dispuesto a hacer frente a una negativa y a las hostilidades que resultarían de ella...
Una corta pausa; después, con voz firme:
–Está en sus manos, señores diputados, escoger entre la paz y la guerra...
Se vio enseguida, y esto lo percibió Lörzert con toda claridad, que el centro iba a inclinarse ante
Hitler.
Y así fue.
A pesar de la oposición de los socialdemócratas, la nueva ley fue aprobada por 441 votos a favor
y 94 en contra.
Una vez realizado el escrutinio, Hitler, visiblemente satisfecho, se volvió hacia los escaños
ocupados por los que se habían opuesto a la ley.
Y mirando con fijeza a los diputados socialistas, les dijo:
–Ahora que ya no os necesitaré más... ¡podéis iros!
La República de Weimar acababa de morir.
Y un hombre, antiguo Gefreiter del XVI Regimiento de Infantería bávara, acababa de cumplir el
juramento que hizo el 11 de noviembre de 1918:
Adolf Hitler.
El Tercer Reich acababa de nacer.
***
–¡Para un momento! –exclamó Josef, y volviéndose hacia Sleiter–. ¿No te importa, verdad?
Konrad sonrió.
–No... tenemos tiempo... pasaré por el hospital a primera hora de la mañana. No quiero molestar
en plena noche.
–¡Gracias!
Meister saltó del Opel, acercándose al gran brasero cuyas llamas se reflejaban en las fachadas de
los edificios de la plaza.
–Ha debido verle... –dijo Paul con una sonrisa.
–¿A quién? –inquirió Sleiter que pensaba en otra cosa.
–A Rupert...
–¿Rupert?
49
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: III Karl von Vereiter
–Sí, hombre, sí... ¡pareces tonto! Rupert Koppen... su amigo.
–¡Ah!
–No lo conocías, ¿verdad?
–No.
–Yo sí... mira, es aquel alto y rubio... un chico muy guapo, ¿no?
–¡Vete a paseo!
–La verdad es que Rupert parece una chica... yo lo vi, hace dos semanas, en el gimnasio... tiene
un cuerpo blanco... delicado... con una piel como la de una muchacha...
–¡Basta! Ya sabes que no me gusta interferir en la vida de los demás... pero sobran los detalles...
Esta es la quinta hoguera que visitamos, ¿no?
–Exactamente.
–Están quemando millares de libros.
–¿Te duele?
Sleiter sonrió.
–¡No digas tonterías! Lo que ocurre es que nunca tuve muchos libros... demasiado caros para
comprarlos... y, lo quiera o no, me hace sentir una cosa rara verlos arder por millares... pero
comprendo que toda esa basura debe desaparecer, ya que lo que esos libros contienen ha hecho
mucho daño a los alemanes...
–Así es... libros escrito por judíos, por degenerados burgueses... por católicos... ¡Pura bazofia!
–Los chicos de las Hitlerjugend lo están pasando de miedo...
–Y haciendo el tonto. Saltan sobre las llamas... y como has visto, ya hay media docena que han
tenido que ser llevados al hospital...
La última palabra hizo que el rostro de Sleiter se ensombreciera.
–Perdona... –se apresuró a decir Paul.
–No importa... la pobre está muy mal, cada vez peor. ¡Maldita sea! Hubiese dado cualquier cosa
porque estuviese a mi lado, en estos días de victoria...
–No pienses más... yo también daría cualquier cosa por salvarla...
–Gracias.
–Es una mujer extraordinaria, Konrad... una criatura que se hace querer... pero dejemos eso...
¿Sabes que tenemos que subir a Berlín dentro de unos días?
–Sí.
–Va a ser maravilloso... un desfile como nunca se habrá visto... Vamos a hacer temblar el suelo
de las calles de la capital...
–Lo que me alegra es que Alemania se ha salvado.
–Y que la limpieza, la seria, la de verdad, va a empezar... ya has oído la radio... Hitler va a
quedarse solo en el Reichstag y en cuanto declare fuera de la ley a los demás partidos... ¡la caza
empezará!
–No va a quedar ni un gerifalte... y empezaremos por los comunistas.
–Desde luego... recuerdo a Oberfein... debe estar oculto como una rata asustada...
–Déjale... pronto llegará su hora... y la de los demás...
–¿Piensas en Schöreder?
–Sí, A ese pájaro le ajustaré las cuentas personalmente... es asunto mío, Paul...
–Te creo... mira, aquí vuelve Meister.
Josef subió al coche; enarbolaba una expresión de felicidad completa.
–Es un espectáculo maravilloso –dijo.
–¿Las llamas... o Rupert? –inquirió Paul con sorna.
–¡Vete al infierno! –rió Josef.
–Sigamos –ordenó Sleiter al Rottenführer–. Vamos a visitar de nuevo las otras hogueras...
tenemos que hacer un informe... y evitar que esos locos de las Juventudes Hitlerianas se quemen...
***
El alba puso en la negrura del cielo una aureola gris, triste, sucia como un trapo mal lavado. En
las plazas de Munich, como en el de todas las ciudades alemanas, las pavesas se arremolinaron,
50
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: III Karl von Vereiter
levantadas por el viento, volando hacia las fachadas de las casas, y quedando únicamente entre las
cenizas las gruesas tapas de los libros que el fuego no había conseguido consumir.
Quedaban también, en las tapas medio lamidas por las llamas, nombres de fama universal:
directores de orquesta y compositores como Viertei y Lanz; psicólogos como Wertheimer; pintores
como Grosz, escritores como Mann y Zweig; filósofos como Bloch y Goldstein; físicos como
Einstein.
Dieron una vuelta más a las calles desiertas; estaban cansados, hartos de gritos y saltos. Ahora
que los jóvenes habían regresado a sus casas, con los rostros y las manos tiznados, los ojos aún
brillantes del reflejo rojizo de las llamas, los tres amigos se dejaban llevar por el creciente sopor de
las horas de vela y de tensión.
–Si no os molesta –dijo Josef–, yo quisiera descansar un poco... dejadme en casa, por favor.
–Desde luego.
Paul miró de reojo a Meister; adivinaba que el joven Rupert debía estar esperándole, y maldijo el
haber perdido aquella noche sin pasar un rato junto a una hermosa mujer, de las que frecuentaba en
los burdeles.
–Yo también me voy a casa.
Sleiter miró por la ventanilla el gris y sucio aspecto de las calles desiertas.
–Rottenführer...
–¿Sí?
–Llevemos a casa a estos dos amigos... luego me conducirás al hospital.
–Zu Befehl, herr Sturmbanfiihrer!
–¿Quieres que me quede contigo? –propuso Krimmann.
–No es necesario.
–No importa nada que no duerma... en realidad, ya sabes que no conseguiré conciliar el sueño...
–Es igual, Paul. Te lo agradezco de nuevo... pero la verdad es que prefiero ir solo... esta vez.
–Como quieras.

51
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: IV Karl von Vereiter
IV
Lo leyó en los ojos del médico, pero se negó a admitirlo, y sabiendo perfectamente que su
pregunta era tan vana como inútil, la hizo:
–¿Cómo está?
El doctor parpadeó; en el fondo de sus pupilas, la tristeza puso notas grises, apagadas, y cuando
sus labios se movieron, había un temblor en ellos que daban la justa medida de su pena:
–Ha muerto...
Un breve suspiro escapó de los labios de Konrad.
–¿Cuándo ha sucedido?
–Anoche... a las doce...
Mentalmente, Sleiter pensó en lo que estaba haciendo a aquella hora precisa, pero sus recuerdos
eran demasiado vagos para proporcionarle una idea concreta. Debía estar recorriendo la ciudad o
detenido ante una de las numerosas hogueras que habían ardido durante la noche...
–¿Sufrió?
El médico movió negativamente la cabeza.
–No... nada... expiró como un pajarito... se extinguió como la llama de una vela...
–¿Puedo... verla?
–Sí. La hemos dejado en la habitación, pensando que usted vendría a verla... Anoche llamamos a
su casa... y al cuartel, pero nos dijeron que estaba de servicio.
–Es cierto.
Hubo un corto y denso silencio. El médico se quitó las gafas, limpiando los cristales con un
pañuelo que sacó de uno de los bolsillos de su bata.
–¿Preguntó por mí?
El doctor alzó hacia él sus pequeños ojos miopes, con una luz distraída en las pupilas.
–No... es decir, sí... lo hizo durante las últimas horas de la tarde... luego entró en un estado de
semiinconsciencia... perdió contacto con el entorno... era... como si ya estuviese muerta...
–Entiendo.
–Fue una mujer muy valiente, ya que sabía, desde hace mucho tiempo, que no tenía salvación
posible.
–Permita que la vea, doctor.
–Sígame.
***
Al terminar de escribir la nota de servicio, Kilian Lörzert alzó la cabeza, sonriendo a su ayudante
de campo, el Hauptsturmführer Heinz Rademann.
–Tendremos que soportarlos aún una vez más. Heinz, amigo mío... aquí están las instrucciones
para el viaje del Führer a Munich.
–Todavía falta mucho tiempo...
–No importa. El Reichsführer desea que todas las medidas de seguridad se tomen, sin faltar
una... aunque, como podrás ver en uno de los anexos, se ordena a las SA que terminen de una vez
con la peste roja.
–Debieran haber hecho lo que hemos llevado a cabo en Prusia.
Kilian se encogió de hombros.
–Soy de Baviera, Heinz, pero me siento completamente extraño a aquella región... Aquí, en
Berlín, he aprendido muchas cosas...
–Y yo, mi coronel... sobretodo aquella célebre noche... del 22 de febrero.
–¿Cómo olvidarlo? Tuvimos que trabajar como topos, pasando hasta el interior del Reichstag
para prenderle fuego...
–... y al acusar a los comunistas de ese incendio, conseguimos lo que deseábamos: ponerles fuera
de combate.

52
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: IV Karl von Vereiter
–Lindos recuerdos, en verdad... pero vayamos a lo nuestro. Hoy se ha cursado la orden de
terminar para siempre con lo que queda de la peste roja... y no sólo los comunistas, sino los
socialistas... Hay que limpiar Alemania de esa porquería lo más rápidamente posible.
–¿Son órdenes exclusivamente enviadas a las SS, mi coronel?
–No. Vamos a dejar que sean las SA quienes liquiden el asunto. Después de todo, ¿no presumen
de ser la vanguardia del nacionalsocialismo?
–Es cierto.
–Que trabajen, entonces... mientras puedan.
Rademann miró interrogativamente a su superior.
–Van mal las cosas, ¿verdad, Standartenführer?
–¿Cómo quieres que vayan, amigo? Roehm no para de vomitar amenazas... en cada discurso,
ataca al Führer, más o menos veladamente, aunque la verdad sea dicha... no tiene pelos en la
lengua...
–¿Le has oído alguna vez?
–Una sola, señor. Y me dio asco...
–Es diabólicamente peligroso... tiene, no hay que olvidarlo, millones de SA, locos fanáticos
como él, a su lado...
Lanzó un suspiro.
–El Führer tiene mucha, muchísima paciencia... Le apena tener que enfrentarse a uno de los
pocos hombres que le tratan de tú...
–¿Roehm?
–Sí. Se tutean desde los tiempos de Munich...
–¿Y cómo ha podido?
–La ambición, Heinz. He ahí la clave del misterio... y una idea equivocada de lo que es la
realidad alemana. Roehm exige una revolución que no tiene nada de nazi... y mucho de socialista...
habla de suprimir al capital, de distribuir fábricas y tierras...
–Hubiera debido irse a Moscú.
–No, eso no... Ernst no es comunista, ya que lo que piensa hacer no tiene más límites que los del
Reich... es un nacionalista, de eso no hay duda... pero un nacionalista equivocado... y demasiado
poderoso para que el Führer pueda dormir tranquilo...
–Entonces...
–No precipitemos las cosas. Rademann... por el momento, esperemos la desaparición de todos
los partidos políticos, excepto, naturalmente, el NSDAP...
–¿También vamos a atacar a los de derechas?
–Sí. El Deustch-National y ese estúpido de Hugenberg, su jefe, ya están, virtualmente
eliminados... Por otra parte, la formación derechista de los Stahlhelm, los Cascos de Acero, ha sido
incorporada a las SA.
–¿Y por qué no a las SS?
–¡De ninguna manera...! Nosotros no queremos mezclas Heinz... somos la pureza de la raza, la
élite del nacionalsocialismo, los guardianes del Führer y del Reich.
–¿Y la camarilla de generales?
–No hables como un SA... el Ejército es algo que Alemania necesita... Hitler tiene razón al
afirmar que sin él, el Reich no podrá llegar nunca a alcanzar los objetivos que ha de cubrir.
»No se puede formar un grupo de generales, jefes y oficiales, en poco tiempo, Rademann...
serían necesarios años, muchos años, y nosotros no disponemos de tanto tiempo...
–Entiendo.
–Pero, no obstante, al lado de esa camarilla, como tú la has llamado, estamos nosotros... que
pronto formaremos un Ejército SS, cuya misión será demostrar al Alto Estado Mayor que no se
puede jugar con las órdenes emanadas del Führer. ¿Lo entiendes?
–Perfectamente.
Kilian alargó la mano, cogió un cigarrillo, inclinándose hacia adelante para recibir el fuego que
su ayudante le daba.

53
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: IV Karl von Vereiter
Soltó una bocanada de humo.
–¡El pobre idiota!
–¿De quién habla usted, coronel?
–De un amigo mío... un tal Sleiter... un viejo camarada del frente...
Esbozó una sonrisa.
–El Obergefreiter Konrad Ludwig Sleiter... ¡Casi nadie! El mismo día en que le conocí, me di
cuenta de que era un hombre excepcional...
»Dos veces me salvó la vida... dos veces, demostrando que era un hombre de verdad. Y no he
podido olvidarlo, a pesar de que ese animal es, además de valiente, el peor cabezota que me he
echado a la vista en toda mi vida.
–¿Dónde está ahora?
–En Munich. Es un SA, un hombre importante, un Sturmbannführer... pero tan envenenado por
las locas ideas de Roehm, como los demás SA.
–¿Ha intentado usted que viniera con nosotros, señor?
–¿Que si lo he intentado? ¡Pues claro que sí! Mi error, en los viejos tiempos de lucha, fue no
incorporarle a las fuerzas de protección de Führer... dejando que fuese a echarse en brazos de esas
malditas SA.
–Tendrá usted ocasión de volver a verle cuando vayamos a Munich, con el Führer...
Lörzert lanzó un suspiro.
–Será inútil, Heinz... tú no le conoces... es testarudo como una mula... y ahora está amargado...
su madre ha muerto... y también su esposa...
–¿Está casado?
–Sí, con una mujer verdaderamente extraordinaria... yo fui a la boda... y también el Führer...
¡aquellos viejos tiempos en que todos parecíamos hermanos!
Aplastó la colilla en el cenicero, al tiempo que se endurecía su rostro.
–Que esos mensajes se transmitan inmediatamente, Haupsturmführer.
Heinz se puso rígido, alzó el brazo derecho, gritando con fuerza:
–Zu Befehl, herr Standartenführer!
***
La mujer atravesó la calle oscura. Miró por encima de su hombro. Había dado un gran rodeo,
para evitar que la siguiesen.
No era que temiera nada, ya que estaba lejos de toda sospecha; al contrario, su posición en la
ciudad era inmejorable, pero precisamente por eso no hubiera sido bueno que la viesen en compañía
del hombre con el que iba a reunirse.
Había sido hábil, muy hábil, y ahora se alegraba del cambio de personalidad que había hecho
posible que ascendiese velozmente desde la posición humilde de su familia.
Podían considerarla como ambiciosa y carente de escrúpulos, pero había pasado demasiada
hambre, viviendo en la miseria, y estaba harta de sufrir. Por eso se determinó a romper la barrera
que su origen pobre levantaba a su alrededor.
Antes de tomar una determinación, hizo que el hombre al que iba a ver supiera de ella. Lo
conocía lo suficiente como para temer que no deseara verla.
Pero había accedido y eso era lo que importaba.
Avanzó por la calle, con cuidado. No sabía en qué portal podría estar escondido. Por eso
disminuyó paulatinamente sus pasos.
–¡Eh, aquí!
Se quedó inmóvil, volviendo lentamente la cabeza. Apenas distinguía la mancha clara de un
rostro, la del hombre escondido en el primer portal de la derecha.
–¡Walter!
–¡Klara!
Se abrazaron, y ella sintió el cuerpo trémulo de él junto al suyo. Entonces, ahora podía
permitírselo, dejó que las lágrimas corrieran libremente por sus mejillas.
Lo apartó de sí, mirándolo a la luz lejana de las estrellas.
54
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: IV Karl von Vereiter
–Walter... hermano mío... ¡cómo has envejecido!
–No te extrañe, Klara... pasamos malos tiempos...
–Lo sé.
–¿Y tú?
–Estoy muy bien... no me falta nada... y me respetan como nunca lo hizo nadie. Aunque... sé que
tú no lo aprobaste nunca...
–¿Qué importa lo que yo piense? Ahora, en estos momentos, me alegro que tomaras ese
camino... por lo menos, sé que vas a seguir aquí... cuando yo ya no esté...
–¡No digas bobadas! ¿Por qué crees que he venido a verte?
–No lo sé... de veras... cuando me lo dijeron, estuve a punto de decir que no...
–¿Habrías sido tan duro con tu propia hermana?
–No lo sé... quizá, si viviésemos como antes, no hubiese querido verte... pero ahora, ya nada
importa.
–¿Por qué te muestras tan pesimista?
–Porque he de serlo: más que pesimista, realista... Han vencido, Klara... son los amos... y sólo
esperan el momento adecuado para acabar con nosotros.
–Lo sé.
–¿Sabes también cuándo será?
–Sí.
–¿Cuándo?
–Mañana por la noche.
Él se calló, pero las manos que tenía en los hombros de su hermana le transmitieron el temblor
que la cólera ponía en su cuerpo.
–¡Malditos bastardos! Pero... que no crean que nos dejaremos matar como borregos... tenemos
armas...
–No, Walter... tú eres el último Oberfein que queda. No quiero que mueras.
–No veo otra solución.
–La hay. Yo puedo ayudarte, esconderte en mi propia casa... nadie pensará que te encuentras
allí...
Oberfein se separó bruscamente de la mujer.
–No, Klara... no puedo hacerlo... Tengo que quedarme con mis camaradas... morir a su lado... si
no lo hiciera, no me lo perdonaría nunca...
–¡No quiero que mueras, Walter!
Se acercó de nuevo a ella, besándola dulcemente en las mejillas.
–No pienses más en eso, Klara...
–Quiero ayudarte.
–¿De veras?
–Sí, hermano... lo deseo con toda mi alma –dijo ella con el corazón lleno de esperanza.
–No, no es lo que piensas. Me quedaré aquí, Klara, en mi sitio. Pero... si es verdad que deseas
hacerme un favor...
–¡Lo que quieras!
–Entonces... escucha... tú no has vuelto a saber nada de mí, pero yo... quería a una mujer...
–Eso sí que lo recuerdo. La querías desde que no eras más que un niño... ¿No te refieres a...?
–¡No la nombres! Me traicionó, pero la culpa de todo la tuvo un hombre... pero no el que la
poseyó ante mis propios ojos...
–¡Oh! ¿Hicieron eso...?
–Sí.
–Es horrible.
–Deja eso... si es cierto que deseas hacer algo por mí... ¡busca a ese hombre y véngame!
Ella se calló unos instantes.
–¿Cuál es su nombre?
–Sleiter, Konrad Ludwig Sleiter.

55
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: IV Karl von Vereiter
–¿Qué es?
–Un SA... Sturmbannführer...
–Bien.
Él la cogió por los brazos.
–¿Lo buscarás?
–Sí, Walter. Te lo prometo.
La abrazó con fuerza.
–¡Gracias, hermana!
–Walter...
–Sí.
–Ven conmigo... podemos buscar juntos a ese hombre.
–No, Klara... me quedo... dame un beso... y gracias... Ahora, ya puedo morir tranquilo. Después
de todo, eres una Oberfein... y llevas mi sangre en las venas...

56
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: V Karl von Vereiter
V
–¿Dónde estoy?
Intentaba emerger de aquella especie de niebla que, estaba seguro, no podía llegarle más allá de
la cintura. En el confuso mundo de sus pensamientos, se veía en una ancha vereda, con aquella
bruma atada a los muslos, como si arrastrase tras sí largos pañuelos de un tejido tan débil, pero al
mismo tiempo tan extraordinario, que se desgarraba para rehacerse casi enseguida.
La senda... se preocupaba cada vez más por saber lo que había al final de aquella calle de arena,
bordeada por altos y tiesos árboles.
–¿Dónde estoy?
Ahora las gasas subieron por su cuerpo, dejando un rastro húmedo, para terminar apresándole la
cara. Y algo aún más húmedo, o muy parecido, se posó en su boca.
–¡Puah!
Movió los brazos, intentando desembarazarse de aquella extraña cosa, y sus manos encontraron
la carne firme de un cuerpo, la curva ampulosa de unas caderas, las semiesferas turgentes de unos
pechos...
Pudo comprobar que hasta aquel momento, había tenido los ojos cerrados; al abrirlos, comprobó
que estaba echado en una cama.
Nada de vereda arenosa, de árboles tiesos ni bruma pegajosa. La mujer estaba a su lado, tendida
cuan larga era, completamente desnuda, con unos grandes ojos fijos en él.
–¡Creí que no ibas a reaccionar nunca! Ya te iba a dejar... por imposible.
Poco a poco, las piezas del rompecabezas empezaron a colocarse en el confuso magma de su
conciencia recién recuperada.
–¿Dónde estoy?
–En un burdel.
Miraba a la mujer, pero aún tenía dificultad en la visión, y no percibía de ella más que la mancha
clara del rostro con las zonas sombreadas correspondientes a los ojos, y otra, la de su boca, cuando
ella movía sus labios.
–¿Quién me ha traído aquí?
–Tus amigos... No debí hacerles caso... llevo más de una hora intentando que reacciones... tenía
ganas de ti, pero me lo estás haciendo sudar, Sleiter...
–¿Me conoces?
–Claro... y tú a mí... ¿o es que has perdido también la memoria?
–¿Por qué dices también?
Ella se echó a reír. Su risa era clara y bastante agradable, pero le pareció a Konrad como si cada
modulación se clavase en su dolorido cerebro.
–Deja de reír, por favor... me estalla la cabeza...
Perdona. Llevabas encima una merluza de miedo... una curda fenomenal... jamás había visto, en
mi vida, a un hombre tan borracho como tú...
Él se llevó las manos a las sienes.
–Sí... bebí mucho, aunque apenas lo recuerdo... Lo que sé es que no fue cerveza... la cerveza no
me ha hecho daño nunca...
–Debiste beber algo más fuerte. Claro que es comprensible...
–¿Por qué lo es?
Ella se encogió de hombros, como quitando importancia a lo que acababa de decir.
–¡Bah! tonterías mías... anda, te he preparado todo para que te recuperes... vamos a la ducha...
luego tomarás un poco de café...
–Sí.
Le ayudó a incorporarse, llevándole al cuarto de baño. Lo puso bajo la ducha, ocupándose
personalmente de abrir alternativamente los grifos de agua fría y caliente, enjabonándolo luego,
antes de que acabase la sesión de hidroterapia.
Al cabo de pocos minutos, Konrad se encontraba como nuevo, a excepción de un pésimo sabor
de boca.
57
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: V Karl von Vereiter
Salió de la ducha, cogiendo la toalla que ella le tendía.
–Eres muy buena, Erika...
–Ya veo que me reconoces... ¡Granuja! ¿Sabes que desde aquella famosa noche he pensado
mucho en ti?
–Siento de veras lo que ocurrió...
–¡No digas memeces! Creía que Paul te había contado lo que le dije...
–Lo hizo.
–Entonces; ¿a qué vienen esas lamentaciones? Me hiciste un favor, Konrad... eso es todo.
Vosotros, los hombres, no podéis imaginar lo que la virginidad puede pesar a una mujer... ¡yo ya no
podía más!
–Yo creía que Walter...
–¡Bah! Todo el mundo lo creía... pero Oberfein es un apóstol... un santo del Partido. Un hombre
puro, sin tacha, incapaz de tomar a una mujer sin haberle entregado a cambio la seguridad de un
anillo de compromiso...
–Eso me parece bastante burgués.
–Y lo es... como él, a pesar de sus palabras y de su fe en el Partido...
Él le devolvió la toalla, y Erika se quedó mirándole.
–¿Sabes que estás muy bien hecho, Konrad?
–Bobadas...
–Desde que te vi, supe que eras un hombre de los pies a la cabeza... y yo no me equivoco
nunca... por eso he pensado tantas veces en ti... Las circunstancias, cariño... –repuso ella con un
tono cínico en la voz–. No me gusta pensar en ello... anda, vamos a la cama... creo que, después de
lo que he hecho por ti, merezco una buena recompensa...
***
–Estás sudando otra vez, Fritz...
Schöreder cerró los ojos, sintiendo que también sus pestañas estaban cargadas de aquel pegajoso
y desagradable sudor que cubría su cuerpo.
Greta, su mujer, sentada en el lecho, le miraba con atención. Por debajo del tejido de la camisa
que ella llevaba puesta, los senos, grandes y pesados, caían sobre los pliegues del vientre.
Las dos maternidades y el aborto que había tenido entre los dos niños, habían estropeado en poco
tiempo el cuerpo de Greta, aunque era posible que los efectos morales hubiesen contribuido tanto
como la deformación habitual en las multíparas.
Los ojos de la mujer estaban cargados de odio.
Y de desprecio.
Así lo decía la sonrisa que entreabría sus labios, en los que aún había la huella del pintalabios
rojo que ella se ponía para acicalarse. Una sonrisa que mostraba su satisfacción de ver al hombre
que tanto daño le había hecho presa de un terror indecible.
La había tratado como a un animal, sirviéndose de su cuerpo, al principio del matrimonio, como
lo hacía con las furcias que se llevaba a una de sus numerosas casas del pueblo o a alguna de
Munich.
Nunca se ocultó para engañarla; muy al contrario, paseaba a sus amantes al aire libre, en pleno
día, en alguno de los tres automóviles que poseía, vanagloriándose de su manera de ser, orgulloso
de llevar siempre a su lado a jóvenes hermosas de las que disponía a su capricho.
Ella había sufrido en silencio, comprobando cómo su hermoso cuerpo iba desmoronándose lenta
y fatalmente, hasta hacer de ella, a los treinta años, una mujer gorda, arrugada, sin posibilidad
alguna de volver a atraer a nadie...
Ahora, por fin, la fortaleza que había sido su marido se derrumbaba velozmente. Y ella se
complacía en la observación minuciosa de aquel hombre sintiendo un gozo intenso ante el miedo
que le hacía sudar como un cerdo.
–Estás sudando, Fritz...
Él abrió los ojos, miró el techo pintado de azul. Se sentía enfermo, desdichado, en una soledad
que era como un negro camino que le conducía hacia un final que nunca pudo concebir.
58
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: V Karl von Vereiter
Había formado parte del partido de derechas Deustch-National, al que ayudó sin mesura, seguro
de estar sembrando una prosperidad futura que engrandecería sus negocios.
La aparición de Hitler y del NSDAP, su actitud feroz hacia las fuerzas de la izquierda, le llenó el
corazón de alegría, completamente convencido de que los viejos tiempos volverían, aunque en
modo distinto, acabando de una vez para siempre con el peligro rojo que parecía estar a punto de
apoderarse de Alemania.
Y ahora...
No podía comprenderlo.
Estaba seguro que una vez en el poder, Adolf Hitler agradecería el decidido apoyo que la derecha
le había prestado. Y había ocurrido lo imprevisible; tras la prohibición del partido socialdemócrata,
del comunista y de otras fracciones de la izquierda, el Führer había suprimido al Deustch-National,
incorporando la otra fracción derechista, los Cascos de Acero, en las filas de las SA.
Las SA.
Aquellas siglas no poseían para Fritz más que una sola y terrible significación; una traducción
irreversible, que las transformaba en un nombre que le había perseguido, como una pesadilla, desde
hacía años:
Konrad Sleiter.
–¿Sudas de miedo, verdad, Fritz?
Volvió unos ojos suplicantes hacia su esposa.
–¡Por Dios, Greta! Te necesito...
Una risa breve, amarga, escapó de los labios medio pintados de la mujer.
–¿Me necesitas a mí? ¿Estás seguro, Fritz? ¿No sería mejor que llamases a una de esas zorras
con las que has estado fornicando todos estos años? Ellas te comprenderían...
–No digas eso...
–Me has tratado como a una perra, Fritz... como a un animal... ¿y quieres que ahora tenga piedad
de ti? ¿La has tenido tú alguna vez de mí... o de alguien? Mil veces te aconsejé que no hicieras daño
a los que no podían defenderse... que no les robaras o explotaras...
Sus ojos lanzaron chispas.
–Pero tú eras demasiado fuerte, demasiado poderoso para dejar de tratar a la gente como si
fueran hormigas que se pueden aplastar sin prestarles la menor atención.
–Voy a devolverlo todo.
–No es bastante, Fritz... ¿Podrías devolver la vida de Bruno Sleiter, la de su mujer... o la de la
joven Anna Zumwerg?
–¡Calla, bruja!
–Eso es lo que me has estado llamando todos estos años: bruja, sucia, puerca, estropajosa... mi
cuerpo, que tú mismo has estropeado, te daba asco, y preferías el de esas furcias con las que salías...
estabas tan pagado de ti mismo, que llegaste a creer que eras irresistible. Por eso, cuando la pequeña
Anna te envió a paseo... le hiciste todo el daño que pudiste, arruinaste al viejo boticario, su padre
que murió de pena, arremetiendo luego con la viuda de Sleiter, porque la buena mujer había tenido
la valentía de acoger a Anna en su casa.
–Me arrepiento de veras.
–Es demasiado tarde, Fritz... Konrad no lo habrá olvidado... y vendrá a buscarte...
–¡No!
–Sí... vendrá y te matará... y yo, si puedo, estaré delante, para ver cómo sufres... y si fuera más
joven, más hermosa... me entregaría a él ante tus propias narices, antes de que te arranque la piel a
tiras...
***
–Himmelgott!
Le echó las manos al cuello, besándole en la boca, en los ojos... Los suyos, los de Erika,
chispeaban como una copa de champán.
–Cariño... ¡eres formidable! ¿Cómo has podido ocultar todo lo que llevas dentro?
Él sonrió.
59
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: V Karl von Vereiter
También se sentía inmensamente feliz. Había conocido, en los brazos de Erika, un placer que no
recordaba ya.
–Hacía mucho tiempo que no amabas a una mujer, ¿verdad?
–Sí.
–No, no quiero hacerte daño, Konrad, cariño... no deseo remover en tus recuerdos, pero has de
saber que respeto todo lo tuyo... ¿de veras que no tocaste a ninguna mujer desde que la tuya cayó
enferma?
–Así es.
–¡Eres maravilloso! Y yo que creí que eras como Paul, como todos los que vienen aquí... ¿puedo
decirte algo?
–Desde luego.
–Tienes que creerme... ¿me lo prometes?
–Te lo prometo.
–Bien... yo no soy más que una pobre prostituta... una mujer que tiene que acostarse con
cualquiera... aunque, y eso es cierto, en esta casa podemos escoger, lo que ya es una suerte...
–¿Por qué estás intentando hacerte daño?
–No, no es eso... lo que quiero decirte, aunque ya debes saberlo, es que una mujer de mi clase no
experimenta nada... a pesar de que simule gozar...
–Lo imagino.
–Contigo ha sido distinto, Konrad... puedes creerme. Por primera vez en mi vida, me he sentido
distinta... ya sé que puede parecerte una tontería, pero así ha sido. Más aún... ni siquiera aquella
noche, con Paul, experimenté algo parecido... aquella fue, más que otra cosa, la satisfacción de dar
una lección a ese estúpido de Walter...
–Comprendo.
–¿Me crees?
–Sí.
Ella lanzó un suspiró.
–No estoy muy segura de que me creas... pero no importa. Porque vas a creerme... aunque me
tomes por una loca.
–No te entiendo.
–Es muy sencillo: no volveré a acostarme con ningún hombre... a no ser que sea contigo...
–¡De veras que has perdido la chaveta!
–Tómalo como quieras... Hoy mismo, voy a despedirme de Madame... tengo unos pocos ahorros,
cogeré un pisito en la ciudad... me pondré a trabajar... y te esperaré, Konrad...
Sleiter movió la cabeza de un lado para otro.
–Todo esto es una locura, Erika.
–Puede ser. Para mí, es la locura más hermosa que ha podido ocurrirme... Ya sé que no puedo
esperar que me ames, que me quieras... pero al menos, de vez en cuando, podrá ocurrirte que me
desees... y yo estaré siempre dispuesta, día y noche, en cualquier momento...
El rostro de Sleiter se ensombreció.
–Acabo de enterrar a mi esposa, Erika...
–Lo sé. Ya te he dicho que respeto su memoria tanto como tú... pero tú sigues vivo, Konrad... y
estoy segura de que ella aprobaría lo que pienso hacer: dedicarme exclusivamente a ti... para
siempre.
–No puedo prometerte nada Erika... estoy confuso, muy confuso...
–No importa... estoy segura de que, tarde o temprano vendrás a mí...

60
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: VI Karl von Vereiter
VI
–¡Ya era hora! –exclamó Josef–. La verdad, amigos, es que creía que las SA empezaban a
aburguesarse.
–¡Nunca! –dijo Paul con los ojos brillantes–. Es ahora cuando vamos a empezar a llevar a cabo
nuestra querida revolución. ¿No oíste anoche a Roehm?
–No me perdí ni una sola palabra. Casi estuvo a punto de llorar de rabia... ¿Cómo es posible que
quieran hacer baldíos todos los esfuerzos hechos por lo mejor del pueblo alemán?
Krimmann esbozó una sonrisa cargada de cinismo.
–Siempre que ocurre lo mismo camarada... los de arriba, así como los emboscados y traidores,
dejan que sea el pueblo quien les saque las castañas del fuego... luego, cuando los de abajo, con su
sangre, han conseguido el triunfo, los de siempre, los puercos dirigentes, toman las riendas del
poder y obligan a los verdaderos triunfadores a entregar las armas.
–¡Pandilla de cabrones!
–En nuestro caso, Josef, la cosa está clara como el agua... Incluso puedes leerlo en Mein Kampf...
Allí está escrito, que las fuerzas de las SA se convertirían, una vez conseguido el Poder, en el
embrión del nuevo Ejército alemán.
»De esa forma, serían eliminados los señores de la lista roja en los pantalones, los generales y
toda esa pandilla de mierda... los hijos de esa maldita casta que jamás amó ni se preocupó del
pueblo...
–Entiendo.
–Por otra parte, Meister, está el gran capital... esos cerdos que han engordado con la sangre de
los soldados, fabricando cañones para una guerra que sólo iba a beneficiarles a ellos...
»También se nos prometía en el Mein Kampf una profunda revolución social, socialista, como el
nombre de nuestro Partido, pero dentro de los límites de la nación germana... por eso se llama
nacionalsocialista...
–Es cierto.
–Falta algo para explicar el sentido de las siglas de nuestro partido... que, no hay que decírtelo,
se llama exactamente National Sozialiste Deustche Arbeit Partei... NSDAP... pero la palabra
«Arbeit» parece como si nada significase entre las demás letras... y bien significa «Trabajo», luego
trabajadores, luego gente del pueblo... ¿te enteras?
–Desde luego.
–Dos palabras de esas siglas: «Sozialiste» y «Arbeit» han sido escamoteadas, al menos
ideológicamente... y de ahí que los capitostes capitalistas, los grandes capitanes de empresa,
presentan ahora su factura...
–«¡Alto ahí, Canciller! –le dicen al Führer–. Te hemos ayudado económicamente; ahora llega tu
turno de cumplir el compromiso... nada de chusma en el poder ni en las fuerzas armadas... queremos
una Alemania seria, apoyada en la burguesía, con clases sociales bien definidas... la plebe, ¡a su
sitio de siempre! A trabajar y a callar... ahora que les hemos dado una nueva Alemania, barriendo
del suelo patrio a los rojos y revolucionarios, ¡nada de huelgas ni protestas! La gentuza de abajo
tiene que trabajar sin rechistar... y los que no trabajen en nuestras empresas, que entre en la
Reichwehr para que sirvan de carne de cañón, ya que ahora vamos a fabricarlos más grandes y
gordos que nunca...»
Josef sonrió.
–¡Tienes una manera de decir las cosas, Paul!
–¿Acaso no es cierto lo que digo?
–Desde luego que sí... sigue...
–Por otro lado, están los militares... «¡Oiga, señor Canciller! –le dicen al Führer–. Nosotros
hemos mantenido la llama de la fuerza germana en todos estos años turbios... los Cuerpos Francos,
incluso después de la guerra, han seguido luchando mientras pudieron para mantener en alto el
honor del Ejército germano...
»Durante ese desdichado aborto que fue la República de Weimar, continúan diciendo los
generales, hemos mantenido el orden, luchando contra la revolución roja, aplastando
61
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: VI Karl von Vereiter
implacablemente todos los intentos de los comunistas... Ahora, señor Canciller, tiene usted que
pagar la cuenta...
»Deseamos seguir mandando en las Fuerzas Armadas, gozar de la importancia de ese nuevo
Ejército que se propone usted formar a partir de la Reichwehr, y que se llamará Wehrmacht...
»Espero, desde luego, ningún individuo de la plebe, de los que visten camisa parda, tendrá
cabida, a no ser de soldado raso, en nuestras filas...»
Josef, sonriendo, movió la cabeza de un lado para otro.
–¡No nos quiere nadie, Paul! Somos la Cenicienta del Reich...
–¡Una mierda! Somos los que los tenemos mejor puestos... y vamos a demostrarlo, donde y
cuando quieran... No tenemos miedo, Meister... hemos estado partiéndonos la jeta todo este tiempo,
y sabemos manejar las armas... Roehm, que tiene mucha vista, nos ha organizado como una gran
unidad militar, en compañías, batallones, regimientos y divisiones... tenemos un montón de armas...
y estamos dispuestos a emplearlas...
–Como dentro de un par de horas, ¿verdad?
–Eso es distinto. Aplastar a los pocos rojos que quedan en Munich, es una simple operación de
limpieza...
–¿Cumpliste las órdenes de Sleiter?
–Al pie de la letra. Los camiones, con nuestros muchachos, han cercado el barrio de los rojos...
Nadie sale ya de allí...
–¿A qué hora vamos a ir por ellos?
–A las diez y media... nos llevará poco tiempo... No temas amigo, podrás ir a dormir temprano...
–¿Y tú?
–Yo ya tengo una chica en perspectiva... una morena hermosa, hija de mi sastre... una muchacha
tan ardiente, que si le metes la mano debajo de la falda, te quemas los dedos...
–Las buscas de clase extra –rió Meister.
–Es cierto... y no es por modestia, pero me he convertido en un especialista...
–¿Dónde te dijo Konrad que debíamos ir a buscarle?
–En la esquina de Silesiastrasse...
–¿Es allí donde ha cogido ella el piso?
–Sí.
–Sakrement! Nunca hubiese pensado que nuestro querido Sleiter, el hombre puro y de principios,
se acoquinase con una golfa.
–¡Cuidado, Josef! No se te ocurra hablar así delante de él... te haría pedazos... Además, tienes
que acostumbrarte a respetar lo que los demás hacen... cuando se enteró de lo tuyo...
Los ojos de Meister lanzaron breves reflejos coléricos.
–¡No compares a Rupert con esa...!
–¡Cierra el pico, mierda! No seas idiota... Nadie critica lo que hacen con Koppen... allá tú... en
las SA, somos hombres sin prejuicios burgueses... si Sleiter se ha encaprichado de una prostituta,
recuerda que fue él, directa o indirectamente, quien la lanzó a esa vida... además, ¿qué carajo nos
importa lo que haga Konrad?
–Esta bien...
–Vamos a buscarle. De ninguna manera, estoy seguro, que querría perderse esa mise a morí.
–¿Qué es eso?
–La hora de matar, la hora de la verdad... es así como los españoles llaman al momento en que el
toro debe morir... y ese toro tiene un nombre: Walter Oberfein...
***
–Te quiero, Erika...
Ella se echó a reír, al tiempo que miraba al hombre, a su hombre, mientras éste se vestía junto al
lecho deshecho.
–No digas eso, cariño... me haces daño.
–¿Por qué?

62
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: VI Karl von Vereiter
–Porque creo que confundes el placer que te proporciono... con algo muy distinto, como es el
amor...
–¿Me crees incapaz de amar?
–¡Oh, no, nada de eso! ¿Cómo podría yo pensar algo así? Te conozco lo suficiente para saber que
tienes un corazón maravilloso... pero no me hago ilusiones... es imposible, por el momento, que te
sientas atraído hacia algo que no sea mi cuerpo, este cuerpo...
–¿Qué tienes que decir de ese cuerpo de diosa?
–Por favor, Konrad... me haces daño, sin quererlo... ¿crees acaso que puedo olvidar todas las
sucias manos que han tocado este cuerpo?
–Debes olvidarte de todo eso.
–No puedo...
Serio, aunque una extraña sonrisa flotaba en sus labios, Sleiter se acercó al lecho, arrodillándose
junto a la mujer.
–Voy a demostrarte que yo lo he olvidado... y eso es lo importante... para mí, amor mío, es como
si fueras tan limpia como la nieve...
Puso las manos en las rodillas de ella, obligándola a abrirse de piernas.
–Eres mía... y sólo me has pertenecido a mí... ningún otro te ha tocado jamás... métete esto bien
en la cabeza, Erika...
–Pero...
–¡Calla! Quiero demostrarte que te considero la más pura y maravillosa de las mujeres... la más
hermosa y buena de todas...
Se inclinó sin dejar de sujetar las rodillas. Y la besó en el sexo.
***
Acompañado por su inseparable Rademann, Kilian Lörzert salió de la Cancillería, subiendo
velozmente al imponente Mercedes que le esperaba junto a la escalinata.
–¡Volveremos a Lichterfelde! –ordenó al chófer.
Lichterfelde Barraks era el normal acuartelamiento de las fuerzas SS que formaban la
Leibstandarte «Adolf Hitler», la guardia pretoriana del nuevo Canciller del Reich.
Los hombres que utilizaban la Cancillería, los que acompañaban al Führer en todo momento, los
que guardaban celosamente la vida de Hitler, todos ellos pertenecían a la Leibstandarte, fuerza
armada desarrollada a partir de los ocho SS que Hitler tuvo como guardaespaldas en los ya lejanos
días de Munich.
–¿Te has dado cuenta? –inquirió Kilian encendiendo nerviosamente un cigarrillo.
–Sí –repuso Heinz–. ¡Verdaderamente vergonzoso!
–El diplomático británico no quiere saber nada... Esos cerdos de las SA están dificultando la
política exterior del Reich.
–Desde luego.
–Tenemos que tranquilizar al extranjero... en estos momentos que tanto necesitamos para
proceder al rearme, para volver a ser fuertes, para poseer un Ejército digno de ese nombre... Por eso
se multiplican las consultas con otros países... Inglaterra, Polonia, Bulgaria...
–El Führer estaba furioso.
–¿Y cómo no iba a estarlo? Los ingleses desean una Europa tranquila, con gobiernos estables y
fuertes... y esas malditas SA, que no hacen más que cometer barbaridades por todas partes, dan al
país el triste aspecto de una nación en la que una nueva revolución va a estallar de un momento a
otro.
–Es cierto.
–¡Maldita sea! También es casualidad que cuando el plenipotenciario británico iba a la
Cancillería, tropezase con una de esas manifestaciones monstruo de los camisas pardas...
–Las hay casi cada día.
–Pero esto tiene que acabar, Heinz... Hemos llegado al poder, y tenemos que dar al mundo el
rostro de una país unificado, sin disensiones internas... unido bajo el providencial mandato del
Führer.
63
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: VI Karl von Vereiter
–Yo no sé cómo el Führer tiene tanta paciencia...
–Le duele tener que tomar medidas drásticas contra las SA... después de todo, estos idiotas han
luchado a nuestro lado desde el principio...
–La culpa la tiene Roehm...
–¡Ese mariquita con la cara llena de cicatrices! –rugió Kilian–. El muy idiota se ha empeñado en
seguir en Munich, en vez de venir, como sería su deber, a trabajar en Berlín al lado de Hitler, quien
le ha brindado generosamente un puesto...
–Roehm quiere más.
–Desde luego... da miedo decirlo, pero los deseos de ese ambicioso están claros como el agua, al
menos para mí: quiere ocupar el puesto del Führer... ni más ni menos.
–Los militares están que arden.
–Ya lo has visto... Blomberg, el ministro de la guerra, estaba pálido como un muerto... pero se ha
mantenido firme y de completo acuerdo con Hitler... jamás permitirá el Ejército que las SA entren
en él con sus cuadros actuales..
–¡Es una locura!
–Desde luego. Algunos de los generales que Roehm ha nombrado no saben ni dónde tienen la
mano derecha... son gentuza. Como muchos de las SA... en la que han entrado no pocos antiguos
miembros del Rot Front, comunistas hasta la médula.
–Que esperan que se arme jaleo para arrimar la sardina a su ascua, ¿verdad?
–Así es, Heinz... pero esto tiene que arreglarse... Tenemos que estar preparados... porque estoy
seguro de que el Führer va a pedirnos, y sin tardar mucho, que salvemos, una vez más al Reich.
–¡Ojalá sea mañana mismo! Oiga, ¿cómo se llama ese ministro inglés que acaba de visitar al
Führer?
–Anthony Edén.

64
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: VII Karl von Vereiter
VII
Muchas puertas, casi todas, se abrieron sin dificultad; las otras, fueron las culatas de los fusiles,
golpeando salvajemente en la madera, quienes obligaron a que se abrieran, derribándose aquéllas de
las casas cuyos ocupantes tardaron un poco en contestar a los golpes de las armas de los SA.
Los camisas pardas se extendieron como una mancha de aceite por las calles y plazas del barrio
obrero en el que aún vivían, en silencio, escondidos o saliendo apenas, los últimos miembros del PC
de Alemania, los hombres del Rot Front, cuyos jefes nacionales, tales como Rosa Luxemburg y
Karl Liebknecht, pensadores y revolucionarios, habían sido asesinados en 1919, en los tiempos de
la revolución espartaquista.
A culatazo limpio, los últimos comunistas fueron conducidos hasta los camiones, que luego se
detuvieron, tras atravesar la ciudad, en el patio de la Casa Parda.
Allí esperaba Konrad Sleiter.
Cuando los prisioneros fueron empujados hasta una de las tapias, rodeados por los hombres de
las SA, arma en mano, el Sturmbannführer Sleiter, al que se habían unido Paul y Josef, se acercó a
ellos, deteniéndose exactamente ante Walter Oberfein.
–Te predije que te llegaría la hora, cerdo comunista –le dijo.
Sin pestañear, Walter miró fijamente a su enemigo.
–También te llegará la tuya, Sleiter... y antes de lo que te imaginas.
–Nunca temí a la muerte, Walter. Pero, por el momento, eres tú quien va a irse directamente al
infierno.
–Allí estaré esperándote.
Sleiter sonrió.
–No creo que vayamos al mismo sitio, Oberfein. Los rojos según tengo entendido, van a parar a
un paraíso que Stalin les ha preparado...
–Puedes reírte... si crees que vas a atemorizarme.
–Puedo.
–¡Pruébalo!
Konrad apretó los dientes. No le gustaba en absoluto aquel tono de franco reto en los labios del
comunista. Especialmente ante sus hombres, que estaban pendientes de él, molesto al ver que el
prisionero desafiaba abiertamente a su jefe.
–No me tientes...
Creyó Walter que aquello era una muestra de la debilidad del nazi. Como todo el mundo en
Munich, conocía el tipo de relaciones que unían a su antigua novia con el comandante de las SA.
–Lo único que te faltaba, asqueroso nazi... –dijo sin bajar los ojos–, era unirte a una zorra como
Erika... una asquerosa puta que está harta de satisfacer los caprichos de cientos de clientes...
Se hizo un silencio tremendo.
Incluso los compañeros de Walter, que comprendieron que las palabras de su camarada podían
torcer el destino de unas cuantas balas, con el que todos contaban en una muerte rápida, miraron a
Oberfein con odio y desprecio.
Konrad, que era presa de una cólera terrible, tuvo la suficiente presencia de ánimo como para
percatarse de lo que aquellas miradas querían decir.
Y sonrió.
Separando los ojos de Oberfein, se dirigió a los otros detenidos.
–Sé lo que estáis pensando –les dijo–. Y también sé que esperabais que todo iba a terminar ante
un pelotón de ejecución... ésa era mi idea... pero este puerco se ha atrevido a pronunciar palabras
que no puedo permitir...
Hizo una corta pausa, comprobando con placer que los otros comunistas le escuchaban con una
gran atención.
–La locura de este puerco va a caer sobre vosotros, a menos que hagáis lo que os ordene... y es
esto: si matáis a Walter a palos, os fusilaremos lo más rápidamente posible... si os negáis, mis
hombres os matarán a palos a todos... y ya podéis imaginaros lo que se sufre antes de estirar la
pata...
65
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: VII Karl von Vereiter
–¡No le hagáis caso, camaradas! –gritó Walter, que había palidecido–. ¡Muramos como dignos
comunistas, sin importarnos cómo lo hagan estos cerdos fascistas!
–Espero vuestra respuesta.
La leía ya en los ojos de los prisioneros, y sonrió antes de que uno de ellos diese un paso al
frente.
–Queremos morir fusilados...
–Bien... ¡Krimmann!
–¡A la orden, herr Sturmbannführer!
–Haz que entreguen palos a estos hombres.
–Bien.
–Formad un círculo a su alrededor... y si no pegan fuerte, como es debido, les arrancaremos los
palos y lo haremos nosotros.
Entregaron sendos garrotes a los detenidos. Pálido como un muerto, Walter retrocedió hasta que
la tapia le detuvo.
–¡No, camaradas! Estáis haciendo el juego a los nazis... No quiero morir de las manos de los que
han luchado a mi lado...
–¡Calla, idiota! –gruñó uno de ellos–. Todo esto es por tu culpa... si hubieras cerrado el pico...
–¡No!
Se lanzaron hacia él.
Oberfein gritó largo tiempo, como un hombre al que le estuviesen arrancando la piel a tiras. Pero
la fuerza de sus gritos fue disminuyendo, pasando a ser lamentos, luego quejidos, al final gruñidos
incoherentes... luego silencio:
Sleiter aulló entonces una orden:
–¡Armen!
Sonaron los cerrojos de las armas: casi en seguida, la voz de Konrad sonó como un trallazo.
–Feuer!
Vomitaron plomo las armas. Acribillados a balazos, los detenidos se desplomaron, cayendo
algunos sobre el cuerpo destrozado de Walter Oberfein.
***
Apoyada en el quicio de la ventana, mirando sin ver el gris del amanecer, la mujer dejaba que las
lágrimas corrieran libremente por sus mejillas pálidas.
Hacía una hora larga que el teléfono la había sacado de la cama, y que alguien le había
comunicado que los comunistas habían sido fusilados en el patio de la Casa Parda.
La mujer miraba a la calle desierta a la que daban las ventanas de su elegante apartamento.
Sentía rabia de que Walter no hubiese escuchado sus consejos, pero, al mismo tiempo, las
imágenes de un lejano pasado desfilaban ante sus ojos húmedos.
Se veía, teniendo apenas cuatro años, de la mano de su hermano, yendo al colegio, orgullosa de
sentirse protegida, mirando de reojo al muchacho al que todos temían ya, mucho antes de que se
colocara por primera vez, en la solapa, la estrella roja con el martillo y la hoz.
Ella había dejado la casa poco después de la guerra, pero tuvo ocasión de volver a ver a Walter,
con un uniforme de soldado.
Y dependió de él, en aquellos tiempos de miseria y de hambre, sabiendo que trabajaba catorce
horas diarias para que nada faltase en la casa.
Se habían querido intensamente, aunque ella no compartiera en absoluto las ideas de Walter.
Klara era una mujer tremendamente realista que sabía lo que quería.
Había sufrido demasiado para no aspirar a una vida cómoda, en la que nada le faltase, sin
importarle un bledo los medios que hubiera de utilizar para conseguir su propósito.
Y lo había logrado.
Mucho mejor de lo que ella misma había imaginado. Poder y riqueza cayeron en sus manos, y
ahora podía vanagloriarse, sin exageración alguna, de poseer una posición envidiable.
–Walter...

66
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: VII Karl von Vereiter
Su hermano estaba muerto, detenido por unas ideas absurdas que ella no comprendió ni
compartió jamás; pero el cadáver del patio de la Casa Parda era el del hombre por cuyas venas había
corrido su propia sangre.
Y todo por culpa de Sleiter.
También sabía que Konrad estaba viviendo con aquella mujeruca, con aquella furcia en la que su
hermano cometió el error de colocar su confianza... y su amor.
Se secó los ojos con rabia.
Su proyecto, simple al principio, era ahora doble. Porque doble era el objetivo que se había
propuesto. Y la experiencia le decía que antes de desaparecer, Sleiter debía sufrir como ella estaba
sufriendo.
Se separó de la ventana, encendió un cigarrillo y se dirigió hacia la elegante alcoba.
Una cruel sonrisa se dibujaba en sus hermosos y trémulos labios.
***
–Hay que ir a Berlín...
Paul sonrió.
–¿Con qué motivo esta vez?
–El de siempre.
Meister lanzó un bufido.
–¿Otra vez? –se quejó–. ¿Es que no desfilamos bastante en esta jodida ciudad? ¡Ni que fuésemos
coristas!
Una sonrisa divertida apareció en la boca de Sleiter.
–Te comprendo perfectamente, Josef. Porque si no te comprendiera, pensaría mal de ti...
–¿Qué quieres decir?
–Que me diría que estás perdiendo la fe en la victoria.
–¡Menuda gilipollez!
–Lo sé, lo sé... no te aproveches ahora de mi buena fe al confesar mi error...
–Bueno, bueno... –intervino Paul–. Vayamos al grano: por lo visto, quieren que desfilemos una
vez más por Berlín, ¿no?
–Eso es.
–A mí me va de perlas. Hay en una casa de Moabib, una pelirroja que me tiene sorbido el seso...
–Tus asuntos de faldas no nos importan –dijo Konrad–. Salimos mañana, en un tren especial...
Haremos el primer desfile, el domingo por la mañana... y por la tarde, asistiremos a un mitin en el
que hablará el jefe.
–Se está hinchando, nuestro querido Ernst... hace, por lo menos, dos discursos por semana...
–Tiene que hacerlo –dijo Konrad–. Nos estamos preparando, camaradas. En cualquier momento,
puede llegarnos la orden de pasar a la acción...
Su rostro se había ensombrecido, al tiempo que sus ojos se alimentaban del fuego que, en
aquellos momentos, le estaba consumiendo por dentro.
–Tenemos instrucciones concretas para obrar en el momento oportuno. Nos apoderaremos, en
cada ciudad, de los centros vitales, paralizando al mismo tiempo la contrarreacción de nuestros
adversarios.
»En cuanto controlemos los sistemas vitales del País, Roehm se dirigirá a la nación, explicándole
los motivos de esta revolución que los otros no deseaban hacer.
»Las SA serán la única fuerza armada de Alemania, y de sus cuadros saldrán los futuros
generales que nos traerán la gloria de las batallas del futuro.
–¡Hablas como un político! –se maravilló Meister.
–¡Tienes un pico de oro! –sonrió Paul.
–No lo toméis a broma –insistió Sleiter–. Y no olvidéis que en estos momentos cruciales, vamos
a jugarnos el destino de Alemania... a cara o cruz.
***
–Son sólo diez días, amor mío...

67
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: VII Karl von Vereiter
Erika lanzó un suspiro.
–Lo sé... pero, ¿qué quieres que haga? Tengo miedo, Konrad...
–¿De qué?
–Las cartas...
Se separó de ella bruscamente, despegando su cuerpo desnudo del de la mujer. Un brillo de
cólera se había encendido en sus ojos.
–¡No quiero que vuelvas a la casa de esa bruja, Erika! ¡Te lo prohíbo! Sakrement! Sé que eres
una mujer inteligente... entonces, ¿por qué diablos crees en esas tonterías?
Ella bajó la cabeza, confusa y desdichada; pero, interiormente, seguía viendo la escena, en el
minúsculo comedor de Frau Wöller, con la mesa camilla y la lámpara que colgaba del techo.
Las manos sarmentosas de la echadora de cartas habían movido los naipes con una agilidad
extraordinaria, y las curiosas figuras del Tarot fueron abriéndose en abanico ante los temerosos ojos
de su cliente.
–El hombre al que amas va a emprender un camino lleno de peligros...
Erika contuvo el aliento.
–Veo una noche terrible... con brillos de acero... como estrellas de muerte...
–¡Oh!
–De todos modos, creo que hay aquí una carta con mucha fortuna... un hombre, al que conocerás
pronto, puede ser el único que salve al que amas...
–¿Un hombre? –inquirió Erika enarcando el ceño–. No veo a ninguno, Frau Wöller... Ahora no,
desde que dejé mi trabajo... no salgo de casa... y sólo veo a...
–Ese hombre vendrá a tu casa.
–¿Eh?
–Lo dicen las cartas, niña... El destino le llevará a tu casa... él te conoce... y te desea...
–¡No!
–Espera... ése es el montón de tu voluntad, lo que puedes o no hacer... saca cuatro cartas... pero
no vuelvas más que la número cuatro... ¡espera!
La mano temblorosa de Erika se detuvo junto al mazo de naipes.
–Espera... deseo concentrarme... Vas a colocar la cuarta carta, boca arriba, encima de ese montón
que significa lo que el futuro puede hacer, si tú así lo deseas...
La vieja lanzó un corto suspiro.
–Piensa, querida, que el sacrificio que se te pide no es grande ya que nadie atentará contra el
gran amor que sientes por el hombre con el que ahora vives. Será un rato... y nadie ha de saber lo
que pasa entre ese hombre y tú...
–Pero... –el tono de la voz de la joven se había hecho desgarrador–, ¡no puedo hacerlo!
¡Compréndalo, meine Frau! Me había jurado, que ningún otro hombre me volvería a tocar jamás...
–¿No ha habido otros... antes?
–Sí. Hubo muchos, pero ninguno de ellos dejó huella en mí, ni consiguió mancharme...
–¿Acaso va a mancharte éste? Piensa que va a ser el instrumento que evite lo peor al hombre por
el que suspiras...
Los labios de Erika temblaban, pero no profirió ninguna palabra más.
–Anda... coge la cuarta carta... y verás, pequeña, como no me equivoco...
Erika obedeció.
Dejó las tres cartas, una sobre otra, sin volverlas. Con la cuarta en la mano, alzó una mirada triste
hacia el rostro arrugado de la vieja.
–¿Qué dirá esta carta?
–Ya te lo expliqué antes, niña... será el destino de lo que más amas, si te niegas a seguir los
mandatos que te impone el destino para salvarlo.
–Bien...
Giró el naipe, y lo soltó, como si quemase.
Era la carta del Tarot que representa la Muerte.

68
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: VIII Karl von Vereiter
VIII
–¿Contenta, mi pequeña pelirroja?
–¡Desde luego! Eres el amante más maravilloso que he conocido...
–¡Embustera!
–Te juro que...
Paul se sentó en la cama, extendiendo el brazo para coger el paquete de cigarrillos que había
dejado sobre la mesilla.
–¡Puñetera hipócrita! –gruñó, al tiempo que encendía el pitillo.
Ella abrió desmesuradamente los ojos.
–Puedes creerme, Paul... te estoy diciendo la verdad. Desde que viniste a verme por vez primera,
me he sentido atraída hacia ti... y si tú quisieras...
–¡Alto! Yo no quiero nada... lo único que digo es que si me encuentras extraordinario, ¿por qué
leche me haces pagar como a los demás?
–No seas así, cariño... yo no te hago pagar... es Madame la que cobra abajo, antes de que subas a
mi cuarto... Yo no deseo más que tu cariño... y la prueba es que nunca te he pedido nada...
–¿Más aún de lo que me saca esa bruja de abajo?
–Tú sabes muy bien que la mayor parte de los clientes nos dan una propina, si quedan
satisfechos...
–¡Yo no quedo satisfecho nunca!
–No digas eso... eres el único al que he permitido hacer el amor dos veces seguidas... con la
misma tarifa... ¡Qué malo eres!
–¡Déjate de tonterías! Me gustas un montón... y me pasaría la noche contigo... si esa Madame
que el diablo se lleve fuera más razonable... ¡os estáis volviendo muy caras, amiguitas!
–Yo lo haría gratis contigo, si tú quisieras...
Krimmann le lanzó una mirada aguda.
–¿Hablas de verás?
–Sí.
–Entonces –dijo Paul colocando el cigarrillo en el cenicero–, ¿a qué mierda estamos esperando?
¡Ven a mis brazos, Bruhilda!
–No –dijo ella retrocediendo al otro extremo de la cama–. Ahora no, cariño... Madame controla
el tiempo de cada cliente... y tendría que ser yo quien pagase, si nos quedásemos un rato más...
–¿Entonces?
–Ven luego, a mi casa... hoy no hago ninguna dormida. Madame lo sabe. Tres veces a la semana,
procuramos acabar antes de medianoche... va por turnos...
–No entiendo... entonces, si yo estuviese dispuesto a gastarme más pasta... ¿no pasarías el resto
de la noche conmigo?
–No, no podría... somos diez chicas en la casa...
–Lo sé.
–Hoy es el turno de cinco de ellas, entre las que me encuentro... Hacia medianoche, me cambio...
y me voy a casa... éste no es un burdel en el que las chicas vivan... además, ya sabes que las
autoridades se han puesto muy serias con nosotras...
–De acuerdo, de acuerdo... no me cuentes tu vida... Resumiendo... ¿dices que me recibirías en tu
casa?
–Sí.
–Y... ¿cuánto me costaría el hospedaje?
Se lanzó sobre él, con afán de clavarle las uñas en el rostro.
–¡Sucio puerco! ¡Eres como todos! No puede una entregar su corazón a ningún hombre... ¡todos
son iguales!
Paul sujetó con facilidad las muñecas de la mujer.
–Calma, calma, Bruhilda... estaba hablando en broma... no te pongas como una fiera...
Ella bajó la cabeza, empezando a sollozar silenciosamente.
–Vamos, vamos pequeña –dijo el hombre, atrayéndola hacia él.
69
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: VIII Karl von Vereiter
Le besó los cabellos rojos, obligándola luego a alzar la cara, para besar dulcemente el húmedo y
brillante camino que las lágrimas habían dibujado en sus mejillas.
–Iré a verte, cariño... de veras que lo deseo... y no me hagas caso. Ya sabes que soy un poco
guasón...
Ella asintió con la cabeza, al tiempo que una sonrisa se dibujaba en sus bien formados labios.
–Si tú quisieras, Paul... estoy harta de todo esto...
–Ya hablaremos de eso, querida –dijo Krimmann sin comprometerse–. Cálmate ahora, por
favor... y dime, antes de que me vaya, dónde podemos encontrarnos...
–Te esperaré en mi casa... vivo en el 76 de la Kolonstrasse, cerca de la estación... es el tercer
piso... no hay más que una puerta en cada rellano...
–Bien.
Saltó de la cama, empezando a vestirse.
–Eres una chica estupenda –dijo mientras se ponía las altas botas–. Voy a pensar seriamente en
lo que me has dicho...
Ella, desnuda, sentada aún en el lecho, le lanzó una mirada llena de agradecimiento.
–¿De veras, Paul?
–De veras.
Se volvió hacia el espejo del armario, mientras se abrochaba el cinturón. Y no se sorprendió
comprobar que estaba sonriendo.
¿Acoquinarse él con una vulgar furcia? ¡No estaba tan loco como Sleiter! Nunca había sido un
romántico... sino un hombre práctico y realista.
Pero, por ahora, no iba a dejar pasar la oportunidad que la estupidez de aquella pelirroja le
brindaba. Toda la noche y parte de la mañana con ella, ya que no tenía que unirse a Konrad y Josef
hasta las cuatro de la tarde.
Una noche de placer, en los brazos de una mujer hermosa... ¡y completamente gratis!
¿Qué más podía pedir?
***
Konrad se llevó a los labios el jarro de cerveza. Como si estuviese en Munich. Los otros bebían
aguardiente, y alguno de ellos, los más refinados, coñac francés.
Pero él estaba unido a su tierra, a la cerveza que se bebe en jarras enormes, y lo único que le
faltaba era el ambiente de una querida cervecería muniquesa, y el hablar fuerte de las gentes del
Sur, sus risas sonoras, sus gritos estridentes, su camaradería ejemplar y ruidosa.
De todos modos, estaba contento. Mucho. Todos los oradores, especialmente los responsables de
las SA en la capital, habían coincidido en afirmar su deseo de convertir en realidad el viejo deseo de
una revolución de veras.
Drummer, uno de los jefes de la región de Hamburgo, se había expresado en vibrantes términos.
–Desde hace un montón de años –dijo– hemos sido los únicos que se han partido el pecho
luchando contra la peste roja... Todos sabéis, camaradas, que no había entonces un solo SS en la
región ni en Hamburgo. Estábamos nosotros y los de la policía, pero de éstos no había nada o casi
nada...
»Nosotros supimos ganarnos la voluntad de muchos obreros del puerto, de las industrias de Kiel,
gentes de la clase media que vivían en Altona... A todos les convencimos que la época del abuso y
del hambre iba a terminar.
»Y esas gentes, camaradas, nos creyeron. Porque, como nosotros, estaban hartos de vivir
explotados por los capitalistas y los judíos, hartos de recibir palos de una policía al servicio de los
ricos, hartos de que el Ejército no se acordara de ellos más que cuando tenían que dar el pecho en el
frente.
Le sucedió un hombre de estatura gigantesca, llamado Lomerfein.
–Yo vengo de Breslau, camaradas... Los de mi región seguimos luchando bastante tiempo, en los
Cuerpos Francos, contra los polacos y los rusos bolcheviques...

70
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: VIII Karl von Vereiter
»Nosotros, después del armisticio, vimos en qué estado se encontraban los pueblos y las
ciudades de la patria... Luego oímos hablar de algunos hombres que se esforzaban en levantar al
país, en convertir al Reich en algo grande...
»Hemos peleado, como muchos de vosotros, como todos, contra la fuerza ascendente de los
rojos... y hemos vencido, a través del país, los conatos de rebelión, como los que nos ha relatado el
camarada de Kiel...
»Los del Rot Front estaban seguros de imponer la Revolución bolchevique en la hambrienta y
desesperada Alemania... contaban ya con la victoria, y a fuerza de ser sinceros que estuvieron bien
cerca de ella.
»Muchos camaradas murieron por impedirlo.
»Pero esos amigos, esos hermanos nuestros, no dieron la vida únicamente por borrar del suelo
patrio la peste bolchevique... murieron porque creían que íbamos a cumplir nuestra palabra, que
íbamos a convertir a nuestra querida Alemania en un país sin abusos ni privilegios...
»Murieron porque estaban seguros de que la revolución nacionalsocialista sería un hecho...
Alzó sus poderosos hombros.
–Cada vez que pienso en ellos –continuó diciendo–, bajo la cabeza de vergüenza... porque
algunos de ellos, camaradas, murieron en mis brazos... y fueron más de uno los que me sonreían,
diciéndome que me envidiaban porque iba a conocer una nueva Alemania...
«¿Es ésta la nueva Alemania que ellos tenían en sus ojos vidriosos?
–¡¡¡NO!!! –gritaron cien gargantas.
–Esta Alemania nuestra de hoy apenas si se diferencia de la que deseábamos destruir... los
Tyssen y los Krupp siguen manejando las riendas de la industria pesada, exigiendo más y más a los
obreros, porque han ayudado al Partido con su asqueroso dinero.
»Muchos judíos han dejado el país, pero quedan muchísimos más. Es cierto que se les ha
prohibido ciertas cosas... pero siguen trabajando en la sombra... como antes, enriqueciéndose con la
sangre de los buenos y confiados alemanes.
»Estamos buscando, rogando... que es peor, el apoyo de países extranjeros que fueron siempre
nuestros enemigos... ésa es la Alemania, camaradas, que podemos ofrecer a nuestros muertos...
–¡¡¡NO!!!
El gigante abrió los brazos.
–No ocurrirá así, camaradas... el poderoso ejército de las SA se pondrá en marcha... y barrerá
implacablemente toda la basura que aún queda sobre nuestro sagrado suelo germano.
Se pusieron en pie, enardecidos, los ojos brillantes como ascuas, los rostros rojos y
congestionados. Juntos, con voz vibrante, entonaron la vieja canción de las Secciones de Asalto:
Die Falme hoch...
Sí, así habían desfilado mil veces, con las banderas en alto.
SA marschiert mit ruhigfesten Schritt...
Con el paso firme, haciendo temblar el asfalto de las calles, el adoquinado de las plazas,
marchando con calma y serenidad.
Karmraden; die Rotfront und Reaktion erschossen...
Camaradas: el Frente Rojo y la reacción os amenazan. ¿Acaso no era cierto? Rojos y ricos,
poderosos y bolcheviques habían intentado, cada uno por su lado, romper la armonía valiosa del
Reich.
Marschiern im geist in unsern Reihen mit...
Pero no importa: marchad en masa, formando un bloque, unidos no sólo en el ritmo de vuestro
paso firme, sino con el mismo espíritu una idéntica decisión de victoria final...
***
Las manos del hombre recorrían amorosamente el cuerpo de la mujer tendida a su lado. Con los
ojos cerrados, ella se dejaba acariciar, aunque el hombre no parecía despertar el deseo que él sentía
ya, morder las entrañas de su carne.

71
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: VIII Karl von Vereiter
Habían hecho el amor una hora antes, pero el hombre estaba tan hambriento como cuando entró
en la casa, porque aunque había conseguido lo que durante tanto tiempo deseó, la entrega de la
mujer le parecía ahora un simple tentempié, comparado con lo que su ardiente deseo esperaba.
–Hilma...
Ella abrió los ojos, volviendo la cabeza ligeramente hacia el hombre. Él sentado en el lecho, tan
desnudo como ella, con las manos apoyadas en aquel cuerpo de diosa y con una luz de incontenible
deseo brillando en lo hondo de sus pupilas.
–¿Sí?
–Por favor...
Una sombra de irritada impaciencia atravesó el rostro de Hilma.
–Yo ya he cumplido, Erich... ahora te toca a ti...
–Ya te he dicho que estaba preparando el asunto...
–Eso no es bastante... me prometiste hacerlo la semana pasada.
–Pero...
Ella volvió a cerrar los ojos.
Había obrado con la mayor malicia del mundo, entregándose de manera torpe, rápida, dejando
que el hombre alcanzase el orgasmo por sí mismo, sin contribuir en lo más mínimo a aumentar su
placer.
Como si Erich leyese lo que ella estaba pensando, aunque incapaz de interpretarlo
correctamente:
–Te has comportado como una estatua, querida...
–Puede ser.
–Sin embargo, adivino todo lo que eres capaz de hacer... cuando quieres...
–No te equivocas.
–Entonces...
Las manos del hombre se tornaron impacientes, traduciendo el deseo creciente en caricias cada
vez más íntimas.
–Pierdes el tiempo, Erich... nosotras, las mujeres, tenemos una voluntad de hierro... no
conseguirás ni conmoverme ni excitarme.
–Pero...
–Como antes te dije, yo ya he cumplido... me prometiste buscar al hombre, y cuando lo
conseguiste, me he entregado a ti... pero esto no es más que la primera parte de la promesa... el
hombre debería haberse presentado en casa de esa mujer...
–Y lo hará.
–Cuando lo haga, regresa, y conocerás lo que es una mujer ardiente...
Saltó él del lecho. Furioso, con el rostro enrojecido.
–Sakrement!
Era un hombre alto, cercano a la treintena, sólidamente construido, con un rostro agradable en el
que una cicatriz, que atravesaba su mejilla izquierda, ponía un cierto acento siniestro.
–Me vas a volver loco...
–Eso es justamente lo que deseo, Erich... volverte loco de placer... hacer de ti el hombre más
dichoso del mundo... cuando cumplas tu promesa...
–¡Será hoy mismo! ¡Ahora mismo! Voy a solucionar de una vez para siempre este jodido
asunto... ¡Verás si cumplo o no mis promesas...! Pero tú...
–Te volveré loco... –sonrió ella–. En cuanto me llamen diciéndome que ese hombre está en la
casa de la mujer... vuelve... y me verás convertida en un volcán de pasión...
Él la miró intensamente. Había empezado a vestirse, poniéndose el uniforme negro de las SS,
cuya guerrera llevaba las insignias de Hauptsturmführer.
–¿Es cierto que no has vuelto a hacer el amor desde que enviudaste, Hilma?
–Es verdad.
–Entonces... no lo entiendo... deberías estar ansiosa, loca de deseo... y en vez de eso...
Ella se encogió de hombros.

72
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: VIII Karl von Vereiter
–Ya te he dicho que las mujeres poseemos una voluntad muy fuerte... además, cuando cumplas
tu promesa, te convertirás, a mis ojos, en el hombre que lo merece todo... y podré desahogar este
deseo que me quema por dentro desde que Hans murió...
–Hace tres años ya, ¿no?
–Sí. Lo mataron los comunistas, en Bremen... después de un desfile...
Erich se sentó para ponerse las botas.
–Le conocí personalmente... era un valiente... y tenía una hermosa carrera por delante... a los 26
años, ya era Sturmbannführer.
–Dejemos eso –dijo ella con un mohín de disgusto–. No quiero pensar más en ello...
Erich se puso en pie.
–Me voy... –dijo–, pero volveré.
–¿Cuándo?
–Esta misma noche. Prepara tu pasión, Hilma...
–Sabes que no puedes engañarme... me llamarán por teléfono cuando ese hombre...
–¡Ya lo sé! –cortó él con una cierta irritación en la voz–. No temas nada, querida... te llamarán,
porque voy a obligarle a ir...
–¿No estaba dispuesto a hacerlo?
Él le lanzó una mirada agria.
–Nadie está nunca definitivamente dispuesto a morir. ¡Hasta luego!
Abandonó la estancia, y oyó, instantes más tarde, el ruido de la puerta de la calle al cerrarse.
Encendió un cigarrillo, marcando luego un número en el teléfono que había sobre la mesilla de
noche.
–¿Sí? –inquirió una voz lejana.
–¿Frau Wöller?
–Sí... ¿quién es usted?
–Frau Weistäter. Quisiera preguntarle algunas cosas...
–Diga.
–¿Ha vuelto a visitarla?
–Sí, vino ayer... está extrañada de no haber recibido la visita... No quisiera que me
malinterpretara, Frau Weistäter... pero me está usted dejando muy mal... yo prometí...
–Hoy irá ese hombre.
–Menos mal... todo había salido muy bien, tal y como usted quería... ella cree a pie juntillas lo
que las cartas decían...
–Descuide. El hombre la visitará hoy... ¿recibió mi dinero?
–Sí, es usted muy generosa, meine Frau...
–No tiene importancia. Llámeme si ocurriera algo... ¿entendido?
–Jawolh!

73
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: IX Karl von Vereiter
IX
–¡Ah, eres tú!
Paul sonrió.
–Te dije que vendría.
–Te esperaba antes...
–Estuve dando una vuelta, Bruhilda... además, me costó un poco encontrar tu calle... ¡diablos!
vives en un lugar apartado de la luz... no hay un puñetero farol en un kilómetro a la redonda...
–Están arreglando la calle...
Se echó sobre ella, cogiéndola por la cintura para alzarla en el aire.
–Eso no tiene importancia, cariño... ¡vamos a la cama! Con esa luz que tienes en los ojos, ¡ni
puñetera falta que me hacen los faroles!
Momentos después, en el lecho, Krimmann daba rienda suelta a su ardor amoroso. La sola idea
de que aquella espléndida mujer no le estaba costando nada aumentaba su placer...
Bajo su cuerpo, el de Bruhilda ondulaba como un mar agitado.
–¡Bájate de la jaca, cerdo!
La voz, al tiempo que se encendía la luz del cuarto, cortó el aliento de Paul, quien se dejó caer
hacia un lado, jurando en voz baja, convencido de que aquella mujer se había olvidado de decirle
que su chulo tenía una llave del cuarto.
Pero en el fondo, sin volverse aún, sonrió para sus adentros, seguro de que el chulo iba a pasarlo
mucho peor de lo que imaginaba.
Cambió de opinión al ver a los tres hombres que habían penetrado en la habitación.
Los tres vestían el uniforme negro de las SS, y el que estaba delante de ellos, dos simples
Sturmann, llevaba los galones de Unterscharführer... y una pistola en la mano, mientras que sus
acólitos empuñaban sendas Parabellum.
–¿Qué broma es está? –inquirió Paul saltando del lecho, pero mucho menos tranquilo que
momentos antes.
Una sonrisa cruel se pintó en los labios del Unterscharführer:
–Has caído en la trampa, pedazo de idiota... si tuvieses dos dedos de frente sabrías que no hay
peor cepo que el coño de una mujer.
Paul se volvió hacia Bruhilda que había saltado de la cama por el lado opuesto, empezando a
vestirse con cierta precipitación.
–¿Has hecho esto? –inquirió mirándola con fijeza.
Ella no dijo nada ni se atrevió a mirarle, continuando abrochándose el vestido con una mano que
temblaba un poco.
–¡Zorra!
–Cuidado con lo que dices, imbécil –le advirtió el SS–. Date prisa, Bruhilda... vuelve
tranquilamente a tu casa... y no temas nada... este idiota no te volverá a molestar nunca más...
Paul enarcó las cejas:
–¿Cómo? ¿No era ésta tu casa?
El SS lanzó una carcajada.
–Este piso es nuestro, cretino... a Bruhilda la apreciamos demasiado como para ponerle el suyo
hecho un asco...
La mujer salió. Krimmann, creyendo que había llegado la hora de acompañar a los SS, se acercó
a la silla donde había dejado su ropa.
–¡No toques nada de eso! –bramó el SS alzando amenazadoramente la pistola–. Te preferimos
así, precioso... en cueros... con ese pingajo que te cuelga entre las piernas...
Alzando los ojos, Paul miró directa y fijamente al hombre.
–Acabemos de una vez... ¿qué queréis de mí?
–No tengas tanta prisa, hermoso... y no nos tomes por tontos. Desde que habéis llegado a Berlín,
pasan cosas muy curiosas...
–Por ejemplo, esta misma tarde alguien ha ametrallado el coche de Göering...
–Yo no sé nada.
74
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: IX Karl von Vereiter
–Lo supongo, encanto... ninguno de vosotros sabéis nada... sólo que ya os atrevéis a atentar
contra la vida de los hombres del gobierno... como lo haríais, si pudieses, contra el mismísimo
Führer...
–¡Estás loco! ¿No hemos combatido juntos todos estos años?
–¡Menos cuento! Nadie ignora lo que ese maricón de Roehm está buscando... ponerse al frente
del Reich... ¡menuda juerga! Si así ocurriera, todas las mujeres alemanas se irían del país...
–Yo soy tan hombre como tú... o más...
–Eso es lo que vamos a ver... después de todo, no quisiéramos hacerte mucha pupa... así que ya
sabes... siéntate en la cama y cuéntanos todo lo que sepas de la organización...
–No sé de qué hablas.
–No seas tontito, encanto... para que veas que venimos preparados... ¡Schmeister!
Un nuevo SS penetró en la estancia. Llevaba un pequeño soldador de los que se alimentan con
gas de ciudad. La goma, que pendía del aparato, debía estar enganchada en el grifo del gas de la
cercana cocina.
–Empezaremos por quemarte la planta de los pies –sonrió el Unterscharführer–. Luego
subiremos por las piernas... hasta chamuscarte un poco los huevos... un poco nada más, ya que estoy
seguro de que hablarás entonces como una cotorra...
Paul se mordió los labios.
–... a menos –dijo el SS tras una corta pausa– que empieces a hablar ahora mismo...
–¡Vete al infierno!
–De acuerdo... ya le has oído, Schmeister. Enciende el cacharro...
Sonó el chasquido de un fósforo y, casi al mismo tiempo, el rugido de la llama que brotaba
furiosamente de la boca del soldador.
***
–Buenas tardes...
Erika miró al hombre. No era muy joven, debía frisar la cuarentena, pero su aspecto era
agradable, su mirada era dulce, aunque había en su rostro un no sé qué que impresionó oscuramente
a la mujer.
Ella se hizo a un lado, comprendiendo que aquel hombre era el que ella esperaba, el que habían
anunciado los naipes de Frau Wöller, el hombre que el destino le enviaba para salvar la vida de
Konrad.
–Pase, por favor...
–Gracias.
Penetraron en el saloncito, y ella le invitó a que se sentara en uno de los sillones confortables,
ocupando ella el borde del sofá, lo que indicaba claramente la tensión que la embargaba.
Tampoco el hombre parecía tranquilo, y sus manos, de largos dedos, cuidados, se agitaban sin
cesar, así como los párpados, coronados por largas y negras pestañas.
–Me llamo Klaus..
–Yo soy Erika.
–Ya lo sé...
De nuevo el silencio. Erika deseaba formular una sola pregunta, para luego actuar en
consonancia. Estaba deseando terminar de una vez para siempre, pagar el precio que el destino le
imponía para garantizar la vida del hombre al que amaba.
–Sólo deseo saber una cosa...
–Sí.
–¿Nada le ocurrirá a Sleiter?
–Puedo prometérselo.
Ella se puso en pie, al tiempo que una sonrisa fatalista se encendía en sus labios.
–Vamos, entonces... haga el favor de seguirme...
Bien.
Pasaron a la alcoba. Ella no llevaba encimas más que un batín que se quitó con un gesto
decidido, dejando ver al hombre su hermoso cuerpo.
75
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: IX Karl von Vereiter
–Desnúdese...
–Pero...
–¡Desnúdese! Cuanto antes terminemos, mejor...
–Bien.
Había algo extraño en aquella mansedumbre que el hombre manifestaba. Ella se tendió en el
lecho, procurando no mirar a su visitante, que se iba desnudando con una desesperante parsimonia.
Finalmente, desnudo ya, con las manos cubriéndose la intimidad de la entrepierna, el hombre
ofrecía un aspecto lastimoso, muy lejos de lo que Erika había supuesto.
–Venga a la cama...
Se sentó en el borde, siguiendo ofreciendo un aspecto de tremenda timidez. Aquello exasperó a
la mujer, que se volvió hacia él, tendiéndole los brazos.
–¡Venga, hombre! Si hay alguien a quien repugna lo que vamos a hacer, es a mí... démonos
prisa... por favor...
Él retrocedió, abriendo desmesuradamente los ojos.
–¡No puedo! No puedo tocarla... no lo deseo...
–¿Eh? –inquirió Erika abriendo desmesuradamente los ojos.
–No puedo... de veras... diremos que lo hemos hecho... yo no le deseo mal alguno, señora,
tampoco quiero pecar. No deseo dejar este mundo con el peso de un horrible pecado...
–Pero ¿qué diablos está diciendo? Yo creí que me deseaba...
–¿Yo? ¡Dios me perdone! Tengo una esposa y dos hijos a los que adoro...
Ella se percató en aquel preciso instante del significado exacto de lo que, al verlo poco antes, le
había llamado la atención en la configuración de su rostro.
–¡Usted es judío!
–Sí.
–¡Mierda! ¿Qué significa todo este lío... ¿cómo es posible que un judío tenga poderes para librar
del mal a mi Konrad?
–Yo no tengo poder alguno... vinieron a buscarme... y me dijeron que si no obedecía, mi familia
moriría... aunque también me dijeron que yo debía morir... pero que nada malo ocurriría a los
míos...
Ella se llevó las manos a la boca.
–Himmelgott! –exclamó pálida como un muerto–. Ahora comprendo... todo ha sido una trampa...
esa bruja adivina y echadora de cartas debía estar en combinación con... pero, ¿con quién?
–No lo sé... perdóneme...
–No se preocupe –dijo ella echando mano al aparato telefónico que había en la mesilla–. Voy a
llamar a las SA, todo esto tiene que aclararse...
Golpeó la base del aparato.
–Qué extraño... diría que no hay línea... ¡Aprisa! Vistámonos... no sería bueno, ni para usted ni
para mí, que nos encontrasen aquí juntos...
Hizo ademán de levantarse, pero justo en aquel momento se abrió la puerta de golpe.
–¡Demasiado tarde, zorra!
Cuatro SS penetraron en tromba en la estancia.
–No nos habían engañado –dijo el que parecía llevar la voz cantante, y cuyas hombreras se
adornaban con los galones de Rottenführer–. Era verdad la denuncia: una puta y un judío... juntos...
–La furcia será tu madre... –empezó a decir airadamente Erika.
Dos pasos bastaron al Rottenführer para acercarse a la mujer; torció el brazo hacia el cuerpo, y la
enguantada mano salió disparada chocando brutalmente con los labios de Erika, que se abrieron
como frutos maduros.
–Detén la lengua, ramera...
La sangre brotaba abundantemente de la boca de la mujer.
–Mi hombre te matará... tendrás que ponerte de rodillas ante él... es un Sturmbannführer de las
SA.

76
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: IX Karl von Vereiter
–Tu hombre, como todos los SA, nos chupan el culo... Anda vístete, zorra... nos vamos... la
Gestapo tiene que preguntarte por qué recibes en tu casa a un sucio judío... cuando un ario cien por
ciento te da de comer...
–¡Es una trampa! Yo no tengo que ver nada con ese hombre.
El SS se echó a reír.
–¿Os dais cuenta, compañeros? Somos cuatro hombres sin tacha; cuatro SS que han jurado decir
la verdad... y, por favor, decidme: ¿qué estaban haciendo estos dos puercos cuando hemos entrado
en la habitación?
–Fornicando –dijo uno.
–Follando –dijo el otro.
–Haciendo el amor –resumió el tercero, un joven de delicados rasgos casi femeninos.
El SS se volvió hacia la mujer, sin dejar de sonreír.
–¿Te das cuenta? Todos afirmaremos que os hemos sorprendido jodiendo... eso está claro como
el agua...
–¡Mi hombre no lo creerá cuando se lo diga!
–¡Ilusa! Tú no le dirás nada... porque no volverás a verle nunca más... ¡Andando! Y tú, puerco
judío... o te vistes aprisa o te llevamos desnudo por la calle...

77
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: X Karl von Vereiter
X
Los dos hombres, agentes de la Kripo, policía criminal, saludaron levemente a los dos SA.
Ambos estaban recogiendo sus cosas, ya que el regreso a Munich se había fijado para las cinco de
aquella tarde... y ya habían dado las tres.
–¿Es usted el Sturmbannführer Sleiter? –preguntó uno de los policías.
–Sí –repuso Konrad–. ¿Qué desean?
–¿Es que no ha notado la falta de uno de sus hombres... por azar?
Josef, que acababa de cerrar la maleta, colocando una rodilla encima, ya que había comprado
algunos regalos para su amigo, se volvió, echándose a reír.
–¡Pues claro que nos hemos dado cuenta, agente! Aunque, para decir la verdad, cada vez nos
ocurre lo mismo... nuestro amigo Paul llega en el último instante.
–Es cierto –dijo Konrad–. Por eso no nos hemos preocupado demasiado... aunque su presencia
aquí me hace pensar que ha cometido alguna barbaridad...
Los dos de la Kripo guardaron silencio, con expresiones serias, como gente acostumbrada más a
escuchar que a hablar.
–¿Se ha metido en algún jaleo? –insistió Sleiter.
–Sí –fue la lacónica respuesta.
–¿Grave?
–Sí.
Konrad lanzó un suspiro.
–De veras que lo lamentamos... en el fondo, no es un hombre malo ni perverso, aunque a veces
se pone como ciego... Naturalmente, estamos dispuestos a pedir excusas... o a pagar los gastos...
El policía que llevaba la voz cantante se pasó la mano por el mentón, acariciándoselo como si
buscase huellas de una barba que hubiese sido un milagro en su rostro lampiño.
–Lo mejor es que vengan con nosotros.
–De acuerdo –dijo Sleiter echando mano a su gorra que estaba colgada de la percha.
–¿Voy contigo?
–Sí, Josef... nos daremos toda la prisa posible... y si ese maldito Krimmann nos hace perder el
tren...
Salieron, subiendo al coche de los policías. Ninguno de los de la Kripo despegó los labios
durante el camino, lo que obligó, en cierto modo, a los dos amigos, a guardar igualmente silencio.
Pero poco después, al ver que se alejaban hacia los extrarradios de la ciudad Konrad, frunciendo
el ceño, se dirigió a los policías que iban sentados en la parte delantera del coche.
–¿Es que vamos a salir de Berlín? –preguntó.
–No mucho, apenas dos kilómetros... vamos a llegar de un momento a otro.
No volvieron a decir nada. Diez minutos más tarde, el auto se detenía junto a unos terrenos en
los que iba a empezarse a construir, mostrando ya las trincheras para colocar los cimientos.
–Bajen, por favor...
Tomaron un camino estrecho, una especie de pasillo entre dos altas tapias. Pasaron junto a dos
vehículos policiales, antes de desembocar en una explanada. Allí había media docena de hombres,
tres de ellos con uniforme de la Kripo.
–Pero... –dijo Josef poniéndose pálido.
–Vengan...
El coro de los hombres se abrió, permitiendo que los recién llegados pudieran ver lo que ellos
habían estado contemplando.
El cuerpo de Paul Krimmann estaba allí, desnudo, ennegrecido. Su rostro expresaba el dolor
indecible que el sufrimiento había dejado inscrito en sus rasgos; la boca, torcida en una fea mueca,
tenía todo el aspecto de ir a lanzar una risa sardónica.
–Himmelgott! –exclamó Meister aterrado.
Sleiter no dijo nada.
Se quedó mirando el cadáver de su camarada, con los dientes apretados, el ceño fruncido,
intentando saber, comprender...
78
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: X Karl von Vereiter
Se volvió luego hacia los policías.
–¿Cómo han conseguido identificarle? –preguntó.
Uno de los que estaban allí, con galones de inspector, fue quien respondió:
–Dejaron su uniforme tirado junto a él... con la documentación en el interior... así comprendimos
que pertenecía a la unidad de SA que usted manda...
–¿Sospechan de alguien?
El policía se encogió de hombros.
–De nadie, por el momento... vamos a iniciar inmediatamente las investigaciones pertinentes...
pero no quiero que se haga ilusiones, Sturmbannführer... en estos tiempos turbios ocurren cosas que
mejor es no comprender...
–¿Cómo murió?
Fue otro hombre, de paisano, quien alzó la cabeza hacia Konrad.
–Soy el médico forense –explicó–. No puedo decir nada concreto hasta que no haya hecho la
autopsia, pero el examen del cuerpo me ha demostrado que fue cruelmente quemado, en las
extremidades y en los genitales... quemaduras muy graves, muchas de ellas de tercer grado...
–¿Producidas con qué?
–Con toda seguridad, con un soldador de gas.
–Entiendo.
–Es muy probable que perdiese el conocimiento, ya que los dolores que padeció debieron ser
espantosos.
Sleiter cerró los puños.
–No se tortura así a un hombre por el mero placer de hacerlo... –dijo con voz sorda–. Debieron
interrogarle...
–Es posible –concedió el inspector de la Kripo.
Se adelantó Meister, cuyas mejillas llevaban las huellas húmedas de las lágrimas que no había
podido contener.
–Herr Doktor...
–¿Sí?
–¿Es necesario que se le haga la autopsia?
El médico hizo un gesto de asentimiento.
–Absolutamente necesario, Sturmführer... es la ley quien lo exige... compréndalo...
El inspector intervino entonces:
–Quisiera saber, una vez hecha la autopsia, quién va a hacerse cargo del cuerpo...
–¡Nosotros! –dijo Sleiter sin la menor vacilación–. Nos quedaremos en Berlín hasta que el
cuerpo haya sido embalsamado... luego lo llevaremos a Munich.
–Como usted quiera.
***
Al encender el cigarrillo, Sleiter entornó los ojos para impedir que el humo le irritase. Frente a
él, Josef intentaba conciliar el sueño. El ruido de las ruedas sobre los rieles hacía vibrar el vagón, y
Konrad, con un corto suspiro, pensó que también debía temblar el féretro de Krimmann que iba en
el furgón de cola.
Había pensado mucho en aquellos tres días más que los dos amigos pasaron en Berlín, esperando
que las disposiciones legales les permitieran hacerse cargo de los restos de Paul.
–Han tenido que ser ellos... –repitió en voz alta.
Josef abrió los ojos, mirando con fijeza a su amigo.
–Deja de torturarte, Konrad...
–Eso quisiera yo, pero no puedo. Hemos sido demasiado confiados, Josef... una pareja de idiotas
al haber dejado que Paul saliera solo.
–¿Cómo podíamos pensar...?
–Deberíamos haberlo hecho. No nos queremos dar cuenta de qué, a pesar de las apariencias, la
guerra ha empezado... son las primeras escaramuzas, de acuerdo, pero hay guerra...
–¿Sigues pensando que han sido ellos?
79
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: X Karl von Vereiter
–Daría mi mano derecha a cortar... Quieren saber, ¿te das cuenta? Desean conocer nuestros
planes, saber cómo nos estamos preparando para el golpe final...
–¿Crees que Paul habló?
–¿Krimmann? ¿Cómo puedes decir eso? Los tenía muy bien puestos... y estoy seguro de que no
ha pronunciado ni una sola palabra...
–¡Los muy cobardes!
–Lo del soldador los delata... es como si hubiesen dejado su firma... SS y Gestapo utilizan esas
maneras de tortura...
–Es cierto.
–Están empezando a ponerse nerviosos... tendremos que tener mucho cuidado...
–Ya les ajustaremos las cuentas... y hablando de ajustar cuentas... ¿a qué mierda estás esperando
para hacer una visita a Fritz Schöreder?
Una chispa saltó de los ojos de Sleiter.
–Pensaba hacerlo ahora, al regresar... pero primero hemos de rendir las honras fúnebres a Paul...
Donnerwetter! Cuanto más lo pienso, menos verdad me parece...
–¿El qué?
–La muerte de Krimmann... me parece imposible... un hombre como él, lleno de vida... un
luchador nato... y lo han matado como a un perro.
–Oye, Konrad... ¿dónde crees que lo pescaron?
–¡Vaya pregunta! En un burdel...
–Eso mismo estaba yo pensando... últimamente, las dos veces que vinimos a Berlín nos habló de
una pelirroja...
–Es cierto.
–Y dime, mi querido Sleiter... si alguien sabía que estaba con esa furcia... ¿quién podía ser?
–La furcia.
–¿Te das cuenta? Alguien debió informar a esos cabrones de las SS... y no pudo ser más que esa
ramera.
–Tienes razón.
–Nos hemos cegado con la muerte de Paul, Konrad... debimos pensar las cosas más fríamente...
hacer nuestras propias investigaciones... encontrar a esa mujer...
–Lo haremos.
–No, esta vez lo haré yo, gran hombre... Justamente, si la cosa fuera posible, deseaba pedirte un
permiso para Berlín...
–¡Pero si acabamos de salir de él!
–Sí, pero Rupert no lo conoce... nunca tuvo la oportunidad de salir de Baviera.
–Podrías haberlo inscrito en las unidades que han ido a desfilar... si me lo hubieses dicho...
Meister sonrió, bajando los ojos.
–Prefiero hacer el viaje solo... con él.
–De acuerdo... una especie de viaje de novios, ¿eh?
–Me importa un bledo que te burles de mí. Además, sé que no lo haces de corazón.
–Es verdad. Cuenta con el permiso, Josef.
–Iré a ver a esa puta...
–Desde luego, pero ves con mucho cuidado... No es ella la que nos interesa, sino la persona que
está detrás...
Se pasó la mano por la frente.
–También he pensado yo, Josef... y me he preguntado cómo es posible que de los dos mil
hombres de las SA que hemos subido a Berlín, haya sido precisamente Krimmann el que ha caído
en la trampa.
–De verdad que es curioso.
–Para que alguien escogiera a Paul, es necesario que ese «alguien» nos conozca.
–Tienes razón.

80
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: X Karl von Vereiter
–Y que yo sepa, sólo hay un hombre que ha vivido con nosotros, conmigo, en los viejos tiempos
de lucha, en Munich...
Meister miró intensamente a su amigo.
–Creo saber a quién te refieres... hablas de tu viejo camarada del frente, ¿no?
–Sí.
–¿Le crees capaz de eso?
–Sí... éramos amigos, más aún, como hermanos... pero las cosas han cambiado mucho... Hoy
vive en contacto permanente con los hombres que rodean al Führer... con Göering, con Goebbels...
y con Sepp, el jefe de esa unidad de las SS que está al servicio de Hitler.
–Comprendo.
–La amistad, querido Josef, es como un fruto delicado, con una flor externa que hay que guardar
celosamente, sin dejar que ninguna cosa externa la altere y estropee. Yo estaba convencido de que
Lörzert pensaba exactamente lo que yo, ya que hablamos horas y horas en la soledad de las
trincheras...
»Y mierda, ¿qué puede desear un hombre como nosotros? Han procurado jodernos desde que
nacimos, nos trataron siempre como si fuésemos montones de estiércol... no fuimos nunca nada,
pasamos hambre y miseria: antes de la guerra, durante la guerra y después de la guerra...
»Los hombres como nosotros sabíamos perfectamente que nuestros mayores enemigos eran los
ricos y los militares, ya que eran ellos los dueños del cotarro en Alemania.
–Estoy de acuerdo contigo.
–También lo estaba Kilian... como yo, comprendía que había que liquidar de una vez para
siempre a todos los parásitos que nos habían chupado la sangre.
»De todos modos, nosotros, los alemanes, no queríamos complicarnos la vida en revoluciones
internacionales. Puesto que nuestra casa estaba en ruinas, debíamos procurar levantarla, fuera como
fuera, impidiendo que otras naciones metieran la mano en nuestros asuntos.
»Así comprendí las palabras de Hitler, cuando le escuché hablar por primera vez en Munich. Era
el hombre que estábamos esperando.
»Pero lo que no entendí entonces fue que los ricos, los grandes industriales alemanes, se fijaban
también en Hitler, no como promotor de una revolución social profunda, con cambios definitivos,
sino como escudo para salvarles de la otra revolución, la que los rojos estaban tramando.
–Es cierto.
–Además de los ricachos, los militares también se fijaron en él... Hacía tiempo que la acción de
los agitadores comunistas estaba mirando la disciplina de las pocas fuerzas armadas que componían
la Reichwahr. Y esto les picaba el culo a los de los galones.
Lanzó un suspiro.
–¿Lo comprendes, Josef? Por un lado, Hitler se estaba metiendo en el bolsillo al pueblo, a los
obreros, prometiéndoles trabajo y pan, sin necesidad de que se lanzaran a una revolución roja... y
ellos le escucharon, haciendo las delicias de los ricos que estaban cagándose de miedo ante la
acción de los rojos...
»Por otra parte, los militares vieron el cielo abierto, ya que Hitler, además de manifestar su
respeto al Ejército, daba el ejemplo, con sus formaciones paramilitares, las SS y nosotros, las SA,
despertando en la gente el viejo cariño a la disciplina que los germanos tenemos.
»Ricachos y militronchos se frotaban las manos de contentos... todo iba a ser estupendo... ya que
Hitler iba a construir un Reich ordenado, disciplinado, orgulloso de sí mismo...
»Por eso, mi querido Meister, ni ricos ni militares se opusieron al nacionalsocialismo; al
contrario, los primeros dieron el dinero necesario para el triunfo, mientras que los segundos
prestaban un fuerte y decidido apoyo moral.
Así es.
–Claro que lo que Hitler olvidó, una vez encaramado al poder, fue que sus promesas al pueblo se
habían concentrado en el espíritu revolucionario de las SA... y que nosotros esperábamos la fase de
limpieza de la que él tanto había hablado.
Movió la cabeza de un lado para otro.

81
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: X Karl von Vereiter
–Ahora, una vez en la cúspide, Hitler se ha dejado llevar por los viejos enemigos de Alemania.
¿Y por qué? Porque sigue necesitándolos... ellos no fueron nunca tontos... y ahora están dispuestos
a pasar factura...
»Los ricos quieren una buena industria, sin huelgas ni historias de conflictos obreros... y lo han
conseguido...
»Los militares van a tener su ejército, la Wehrmacht, para poder satisfacer por completo su
espíritu de casta. Por eso, Josef, se echaron las manos a la cabeza cuando el camarada Roehm les
habló de incorporar los cuadros de las SA a las Fuerzas Armadas de la nación.
–¿Creen acaso esos cabritos que nuestros jefes no son capaces?
–Eso mismo... afirman que no tienen preparación militar, que no sabrían hacer una guerra...
como si ellos la hubiesen hecho... ¡Hijos de puta! Nos metieron en las trincheras para morir como
topos...
»¡Malditos cabritos! A veces, para conseguir una nueva medalla mandaron al matadero a cientos
de miles de hombres, cuyo objetivo «estratégico» era conseguir avanzar medio centenar de metros...
»Por eso tienen miedo de un ejército popular, de codearse con unos jefes y oficiales de las SA
que llevan la revolución nacionalsocialista en las venas...
–¿Y qué va a pasar?
–Algo muy gordo, Josef... si conseguimos apoderarnos del poder, Alemania será un país nuevo
en el que cada ciudadano se sentirá orgulloso de que hayamos terminado con las lacras que nos
devoran como la peor de las lepras...
–¿Y si perdemos?
–Entonces... el Reich se convertirá en un país militarista y fabricante de cañones... y otra vez
más, amigo mío, seremos derrotados... y puede ser que de una forma definitiva...

82
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here. Karl von Vereiter
TERCERA PARTE
30 DE JUNIO DE 1934
«... están los viejos cuchillos
tiritando bajo el polvo...»

F. García Lorca

83
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: I Karl von Vereiter
I
–¡No! ¡Esta vez no aguanto más! Voy a ir a ver a esos jueces... y les pisaré la cara, uno a uno, les
sacaré los ojos... les...
Arremetió de nuevo contra Meister, pero Josef volvió a descargar su puño de hierro en el rostro
de Sleiter, que llevaba ya marcas patentes de los golpes recibidos.
–¡Déjame pasar, Josef!
Sin contestar, Meister se frotó los nudillos doloridos, algunos de los cuales se habían
despellejado.
–¡Eres un sucio puerco, Josef! Si vuelves a llamarme amigo te mato...
Se había dejado caer, sentándose, en el borde de la cama de su cuarto en la Casa Parda. Colocó
los codos en sus rodillas, cogiéndose la cabeza con ambas manos.
–No hay derecho, no hay derecho... ¿por qué no me atacan directamente? ¿Por qué no han
venido por mí? En vez de eso... ¡hijos de puta!
–No acuses a nadie hasta que no sepas de dónde han venido los tiros...
–¡Vete a la mierda, Josef, mal amigo! ¡No me hables! ¿Es que no te das cuenta de que tengo que
vengarla?
–Ya lo harás, a su debido tiempo, cuando estés frío como el hielo... ahora, pedazo de idiota, te
cazarían antes de que dieses el primer paso...
Sleiter movió tristemente la cabeza.
–¡Acostarse con un judío! ¿Te das cuenta? No podían haber inventado nada más absurdo...
–Es una trampa, ya lo sé... Nada más llegar a Munich, y afortunadamente antes de que fueras a
verla, te informaron los camaradas, te enseñaron los periódicos... y así hemos podido evitar que
hicieras una barbaridad.
–La haré...
–No mientras no pases por encima de mí... Me llamas mal amigo, pero sé que todo eso es de
boquilla... porque ser amigo, de los buenos, es impedirte, ahora, que te lances a la calle como un
toro furioso...
–La han matado, Josef...
–Es probable, aunque se cuenta que se suicidó en la celda... al que colgaron fue al judío...
–Pero... ¿qué judío o qué niño muerto? Erika no se hubiese acercado a un judío por todo el oro
del mundo... ni a un judío, ni a nadie...
–Lo sé, lo sé... ¿o acaso crees que no la conocía? Era una mujer estupenda... de eso no hay la
menor duda.
–Nunca hizo daño a nadie, ni siquiera al imbécil de su novio, aquella noche... cuando se entregó
a Paul para evitar que rompiésemos la crisma a Oberfein... Porque, lo creas o no, lo que contó
después era una mentira, una forma de evitar que la creyésemos demasiado sensible, como lo era en
realidad.
–Siempre he imaginado que, a pesar de lo que dijo luego, se sacrificó sencillamente por Walter.
–Así fue.
Meister estaba contento de que Konrad hablara, era precisamente lo que Sleiter necesitaba:
desahogarse, y ya que era incapaz de llorar, que hablase cuanto quisiera...
–Éramos felices, Josef...
–Lo sé.
–No sé si vas a reírte, pero pensábamos casarnos dentro de un tiempo... cuando todo se hubiese
normalizado...
–Es lógico.
–Es tremendo... ¿qué me ocurre, Josef?
–¡A qué te refieres!
–A mi destino, con las mujeres... Tengo una suerte estupenda con ellas, amigo mío... primero con
Anna... una maravilla de chica, alguien único, excepcional... divino... una de esas mujeres por las
que cualquier hombre normal entrega sin vacilar la vida entera... una mujer para hacer de ella una
madre...
84
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: I Karl von Vereiter
Lanzó un suspiro.
–Y la perdí, Meister, la perdí cuando aún no había conseguido hacerla feliz del todo, cuando
empezábamos apenas a construir un mundo a nuestra medida...
Se pasó la mano por los labios, pero sin conseguir borrar de ellos la intensa mueca de amargura
que los ornaba.
–Ahora, Erika... un ejemplo de mujer, tan formidable como para haber salido limpia de un
lupanar... tan capaz de amar de veras como para borrar de su piel el recuerdo de todas las sucias
caricias que le fueron impuestas... ¿Qué me ocurre, Josef?
–Es la vida, Konrad... el destino de cada uno...
–Sí, ya sé... pero en ambos casos... en Anna y en Erika, la muerte ha sido fabricada por otros...
impuesta salvajemente... y en ambos casos, amigo, yo era el objetivo, lejano o próximo...
–¿Estás seguro de lo que afirmas?
–Por completo... en el caso de Anna, era mi familia. Por tanto, yo como parte de ella, el objetivo
de la maldad, del deseo insatisfecho, truncado...
»En el caso de Erika, el objetivo sigo siendo yo... aunque los ejecutores, los verdugos, no sean
los mismos.
–No pienses de nuevo en eso.
–¿Crees que puedo evitarlo? Ya sé, por lo que he leído, que ha sido la Gestapo la que ha
intervenido, merced a una denuncia, en el caso de Erika... pero no hace falta ser adivino para saber
de dónde llegó esa denuncia...
–¿Las SS?
–¿Lo dudas tú?
–No sé... no quiero aventurar ninguna opinión, al menos por ahora...
Una risa cortante, cargada de vibraciones salvajes, partió de la boca de Sleiter.
–No te hagas el tonto, Meister... ya sé que intentas calmarme... pero no quieras, además, hacerme
comulgar con ruedas de molino...
Rechinó de dientes.
–Tengo que matar, Josef.
–Lo entiendo.
–Tengo que matar, hacer sufrir, gozar con el dolor de alguien... ¿me comprendes?
–Sí.
–Lo he pensado bien. Me he dado cuenta de que tienes razón... en el caso de Erika: no tenemos
pruebas suficientes para poder actuar...
–Menos mal que comprendes...
–Pero tengo que matar... me queman las manos, Josef.
–Lo sé.
–Me queman las manos, como nos ardían a todos cada vez que uno de los nuestros caía bajo las
balas de los comunistas... Tengo que matar, Josef.
–Mata. Tienes algo pendiente... ve y acaba con él. Así te quedarás tranquilo...
–Voy a hacerlo, iré esta noche al pueblo... y lo liquidaré...
–Iré contigo.
Konrad tardó unos segundos en contestar.
–De acuerdo, pero con una condición.
–Habla.
–No te meterás en nada... Fritz es asunto mío, sólo mío...
–Ach so!
***
La miró con arrobo, mientras ella, que acababa de saltar del lecho, se ponía una bata de intenso
color azul.
–Eres un volcán, Hilma, un terremoto... me éstas volviendo loco...
Ella se volvió, clavando en el rostro del hombre, aún desnudo sobre el lecho desordenado, una
mirada fría como el hielo.
85
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: I Karl von Vereiter
–Procura olvidarme, Erich...
–¿Eh?
–No te hagas el tonto... lo nuestro ha sido un rato... y tú lo sabías perfectamente bien. Te prometí
dos semanas de dicha... y te las he dado...
–¡Las dos semanas más hermosas de mi vida! De veras que no podía imaginar que existiesen
mujeres como tú...
–Ya lo has comprobado. ¿No estás contento?
–Sí... pero esto no puede terminar de esa manera... te deseo.
–Lo siento.
–¡No puedes ser tan dura! –exclamó él saltando en cueros de la cama.
Se acercó a ella, comiéndosela con los ojos.
–No puedes despedirme así, como un criado...
–No lo hago. Quiero que nos despidamos como amigos, Erich...
Una mueca irónica, pero maligna al mismo tiempo, se dibujó en el rostro del SS.
–Te equivocas, Hilma... tú has tratado hasta ahora con hombres débiles... con muñecos... y yo no
soy de esa clase... Quiero seguir teniéndote, y te tendré... hasta ahora te he tratado con toda clase de
delicadezas, pero puesto que te pones así, te obligaré a obedecerme... en cualquier momento, a
cualquier hora, cuando me plazca...
–¿Estás seguro?
–Por completo...
Erich no supo dar el justo valor al brillo de desafío que brillaba en los hermosos ojos de la mujer.
–¿Y... qué vas a hacer para obligarme?
–Lo sabes muy bien... Tengo pruebas de lo que has urdido contra esa mujer... sé, sin conocer el
motivo, que el objetivo de todo esto es Sleiter, de las SA.
–Es posible.
–Lo demás es muy sencillo... es suficiente hacer una visita a la Casa Parda, hablar con Sleiter,
contarle algunas cosas que pueden interesarle...
–¿Chantaje?
–Mataría por ti...
–Es muy halagador... por tu parte, pero nada convincente... cuando tomo una determinación,
jamás me vuelvo atrás... y no vas a ser tú quien me dé miedo...
–Lo tendrás. Todo el mundo, en Munich, conoce a Sleiter...
–Pero tú no me conoces a mí.
–¿Qué quieres decir?
–Que deberías haberte dado cuenta de la clase de mujer que soy, idiota... he sido capaz de
volverte loco en dos semanas... nunca he sido inmodesta, pero conozco mi poder, y sé cómo
manejar a los hombres... a otros hombres que me han probado...
El rostro del SS enrojeció.
–¡Zorra! Me dijiste que sólo habías sido de tu marido...
–Y no mentía... para una mujer, «ser de un hombre» significa algo que tú no puedes
comprender... El que amase, a mi manera, a Hans... no quiere decir que no me haya acostado con
otros...
–¡Eres una ramera! Dijiste que no lo habías hecho...
–¡Bah! Una pequeña mentira piadosa, algo que las mujeres tenemos que hacer para revalorizar
vuestro estúpido orgullo de machos.
–No importa... nada importa ya de lo que digas... quiero tenerte a mi disposición... y te tendré a
menos que desees que Sleiter te arranque la piel...
Ella soltó una carcajada.
–¡Pobre imbécil! Todo hubiera sido tan sencillo... pero no, tenías que echar fuera tu asqueroso
afán de mando de macho hambriento...
Erich frunció el ceño, dando un paso hacia ella.

86
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: I Karl von Vereiter
–Voy a empezar por donde hubiera debido comenzar desde que te vi, sucia puta... voy a
enseñarte a tratarme como es debido... rompiéndote tus lindos morros... así aprenderás...
Alzó el brazo.
–¡Quieto!
La voz, tras él, junto a la puerta que acababa de abrirse, inmovilizó el gesto del
Haupsturmführer. Se volvió, poniéndose firmes al ver al Obergruppenführer Tremunger, su jefe
supremo, que le fulminaba con la mirada.
–¡A la orden!
El coronel SS le lanzó una mirada cargada de desprecio.
–La señora tiene razón... eres un estúpido... y yo debería matarte aquí mismo por haber osado
insultar... y casi pegar a la viuda de uno de nuestros héroes...
–Yo...
–¡Silencio! Vas a vestirte y te presentarás en el cuartel, al oficial de guardia, diciéndole que estás
bajo arresto... luego, por idiota, te enviaremos lejos de Munich... a algún sitio donde puedas
reflexionar sobre la manera de no volver a hacer el idiota en tu asquerosa vida.

87
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: II Karl von Vereiter
II
–¿Qué es eso, Greta?
–Sigue, Fritz... por favor... estoy llegando... sigue, sigue...
El hombre se dejó caer al lado de su esposa. Tenía los ojos inmensamente abiertos, pero
confiaba, como tantas y tantas veces, en que sus sentidos le habían engañado y que el timbre de la
puerta no había sonado.
¡Cuántas y cuántas veces, en medio de la noche, había despertado con la absoluta seguridad de
que llamaban a la puerta!
–Fritz, amor mío...
Ella estaba encantada del brusco cambio que su esposo había dado. Desde que Fritz no salía de
casa, atado al cepo del miedo, ella había conseguido lo que jamás soñó: volver a interesarle, ser para
él, otra vez, la mujer y la amante que ella deseó ser siempre.
Aunque, en el fondo, siguiera despreciándole, ahora le tenía a su lado, disponiendo de su
virilidad que, cosa curiosa, el temor parecía haber exacerbado.
Cada noche hacían el amor, naturalmente a requerimientos de ella, que parecía dispuesta a ganar
los años perdidos, cuando él se ausentaba de la casa para llevar a la cama a sus innumerables
amantes.
–No ha sido nada, Fritz... ven, cariño...
Schöreder estuvo a punto de hacerle caso, pero cuando se volvía, para volver a colocarse sobre el
obeso cuerpo de Greta, el timbre de la puerta volvió a sonar, esta vez con una insistencia patente.
Fritz dio un salto, se quedó sentado en el lecho con una flaca desnudez ridícula, al lado del
grasiento cuerpo de su mujer, con los ojos desorbitados, los labios temblorosos.
–Han llamado...
–Sí, ya sé –concedió ella que también había oído el timbre–, pero no temas, puede que se trate de
un vecino, de un amigo...
–¿A estas horas de la noche?
–Pues claro... ¿qué tiene de extraordinario? ¿Por qué tienes tanto miedo?
La hubiera matado, cortado a trozos, aplastado la cabeza, abierto el cuerpo deformado hasta
hacer salir la grasa, a borbotones, de debajo de su piel repugnante.
¡Preguntarle si tenía miedo!
No había dejado de tenerlo. Estaba en él, como algo que formase parte de su propia naturaleza,
como cualquier otro órgano de su cuerpo... de este cuerpo que se cubría ahora de un sudor helado y
pegajoso...
–Voy a abrir...
–Nein!
Ella le miró, con extraña fijeza.
–¿Qué dices? –inquirió Greta agriamente–. ¿Has perdido la razón? Si no abrimos...
El timbre volvió a resonar, más insistentemente que antes, en el piso de abajo. Un ruido de pasos
se dejó oír. Fritz ahogó un juramento.
–¡Esa imbécil de Frida! ¿Quién le ha mandado abrir?
–Pero... es natural... ya que ninguno de nosotros hemos bajado...
Una luz suplicante se encendió en las medrosas pupilas del hombre.
–Ve a ver quién es, querida... y si se trata de una vecina o de un amigo...
–¿Amigos? –inquirió ella saltando de la cama. Y mientras se ponía la bata–: ya no tenemos
amigos, amor mío... ya no es como antes, cuando eras una persona importante...
–¡Ve, por favor!
–No temas... volveré en seguida... y continuaremos donde lo hemos dejado... esta noche, el
cuerpo me pide juerga...
Estuvo a punto de maldecirla, pero se contuvo, en última instancia, mordiéndose rabiosamente
los labios. ¡La muy puerca! Ella, la mujer decente, le había demostrado ser mil veces más viciosa
que la peor de las furcias con las que solía ir antes.

88
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: II Karl von Vereiter
Se había aprovechado de su temor, de que no se atreviera a salir de casa, para lanzarse sobre él
como una perra en celo. Lo deseaba siempre, a cualquier hora, en cualquier momento, sin respetar
siquiera la presencia de la vieja Frida, la única criada que había conservado. Llevaba vestidos con
escotes tremendos o se paseaba en combinación, dejando ver las grasas que rebosaban por todos los
lados de su cuerpo. Se pegaba a él como una lapa, o le metía la mano en la bragueta en cualquier
ocasión.
Sentía náuseas al verse acosado por aquella foca a la que hacía tanto tiempo que había
despreciado, y tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no pensar en ella, especialmente cuando la
tenía debajo; entonces, cerrando los ojos, pensaba en alguna de las innumerables queridas que había
tenido, las mejores mujeres de Baviera, hermosas y jóvenes, con carnes tersas y duras, que se
plegaban a sus caprichos, ya que todo dependía en última instancia del grosor del fajo de billetes
con el que les obsequiaba.
Pero ahora, arrodillado en la cama, no pensaba en sus pasadas hazañas amorosas, en sus noches
de orgía, en su época de poder casi ilimitado, cuando el dinero faltaba o la inflación le había
arrancado todo valor.
Todos sus sentidos estaban concentrados en el de su oído, y estaba tenso, con la cabeza
ligeramente inclinada hacia adelante, pendiente del menor sonido que llegase a la alcoba,
procedente de la planta baja.
No oyó nada.
Sentía los acelerados latidos de su corazón que le golpeaban en las venas del cuello,
produciéndole una sensación de angustia; además, el sudor seguía pegado a su piel, como una
espuma helada, y la boca le sabía a rayos.
–¡Ya subo, amor mío! Se han ido...
La voz de Greta le colmó de dicha. Sonriendo, se dejó caer en el lecho, comprobando con placer
cómo la tensión de cada uno y de todos sus músculos desaparecía. Era una sensación deliciosa,
como cuando despierta uno del cogollo de una pesadilla terrible...
Nada le importaba tener que volver a montar a la vaca de su mujer; al contrario, estaba dispuesto
a complacerla, cosa que consentía muy pocas veces, haciendo el amor «a la francesa», como a ella
le gustaba:
Entornó los ojos, antes de cerrarlos, dejándose arrastrar por aquella dulzura que había sucedido a
la gran tensión de los momentos precedentes.
–¡Hola, puerco!
Se quedó helado.
Ni siquiera tuvo fuerzas para abrir los ojos, agarrándose desesperadamente a la única explicación
válida, a que sus sentidos le engañasen, a que aquella voz no existiese más que en su calenturienta
imaginación.
–Soy yo, asqueroso bastardo...
Era inútil ya querer engañarse. Tampoco valía la pena mantener los ojos cerrados. En aquellos
momentos, como suele suceder a los timoratos y cobardes, Fritz necesitaba entrar en contacto con la
realidad, como si desease interiormente darse cuenta de que todo estaba definitivamente perdido.
A fuerza de haber imaginado este instante, de mil maneras distintas, era ahora, en aquellos
precisos instantes, como si quisiera comprobar que las cosas iban a pasar tal y como él las había
concebido y temido en aquellos últimos meses.
Abrió los ojos.
El hombre estaba ante él, alto como una torre, con su uniforme de las SA, el rostro duro como el
de la Justicia, los ojos fríos como los de la Muerte.
–Hola...
Era un «¡Hola!» pronunciado con una voz pequeña, apenas un susurro, producto del poco aire
que tenía en los pulmones.
–Vístete.
–Sí, en seguida.
¿Para qué defenderse? ¿Por qué no obedecer?

89
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: II Karl von Vereiter
Para un hombre como Schöreder, que había visto su muerte un millar de veces, lo que estaba
sucediendo era completamente lógico. Mucho antes, al principio de aquel irreversible proceso, se
habría defendido, habría gritado...
Ahora... no.
Se vistió con cierta premura, como si tuviera bruscamente prisa de que todo aquello terminará,
como si, tras una interminable y angustiosa espera, sintiera ahora una especie de íntima satisfacción
al imaginar que nunca más viviría los momentos de pavor por los que había atravesado.
–Vamos...
Bajaron en silencio. En la planta, junto a la puerta, Greta, envuelta en su batín azul, le miró sin la
menor luz de compasión en sus ojos. Al contrario, su mirada decía, al mismo tiempo, todo el
desprecio, toda la satisfacción que sentía.
Separó la mirada de él, clavando una lujuriosa en el rostro viril de Sleiter.
–Ya era hora que viniera por él... lo estaba deseando... tengo un amigo, en la vecindad, un
verdadero macho, que está esperando que me quede sola para venir a vivir conmigo...
Sus ojos que no dejaban de mirar a Konrad, se cargaron de luces lúbricas.
–Si usted quisiera, esta noche... si lo desea...
–Gracias, meine Frau... sería un verdadero placer... pero tengo mucha prisa...
–Bien... –suspiró Greta–. Yo también lo siento... ¡qué le vamos a hacer! Después de todo, lo
importante es que me libren ustedes de este puerco...
–¿Vamos? –inquirió Josef, que estaba impaciente.
–Sí.
Dio un paso hacia la puerta, inmediatamente después de Fritz, que avanzaba con la cabeza gacha.
Y entonces se detuvo, volviéndose hacia la mujer, cuyos ojos se agrandaron, llenándose de una luz
de incredulidad.
–¡Espere, Meister! –dijo Sleiter, y a la mujer–: Usted...
Ella debió equivocarse en todo, ya que sonriendo de forma provocativa:
–¿Va usted a hacer el amor conmigo, bravo mozo?
–No, no es eso...
Ella lanzó un largo suspiro.
–Es igual... una llega a un punto en que sólo se hace ilusiones. ¿Qué desea usted de mí? ¿Por qué
no se largan de una vez?
Konrad comprendió la irritación de Greta; quizá por eso dejó que sus labios dibujasen una tenue
sonrisa.
–Perdone... ya le dije antes... pero ahora desearía preguntarle una cosa.
–Hable.
–Deseo, igualmente, que me diga la verdad.
–No me gusta mentir.
–Así está mejor... ¿de verdad que odia usted a su marido?
–¿A ese hombre? ¿Por qué me lo pregunta? ¿Cree que dejaría tranquilamente que se lo llevasen,
si le amase... aunque no fuera más que así?
Juntó el índice y el pulgar como mostrando algo diminuto.
–Le odio –prosiguió diciendo con voz sorda– y le desprecio. Lo que este puerco me ha hecho
pasar, no es para contarlo... mil veces, Sturmbannführer, mil veces... y quizá me quedo corta, he
soñado con el placer que experimentaría cortándole el cuello como hacemos con los cerdos en el
pueblo...
Hacía tiempo que la sonrisa se había borrado de los labios de Sleiter, y miraba a la mujer como si
se tratara de una criatura de otro planeta.
–Está bien –dijo cuando Greta hubo volcado su odio con aquella voz vibrante y cargada de
violencia–. Está bien, voy a proporcionarle la ocasión de vengarse... le voy a entregar a Fritz, para
que haga lo que quiera con él...
–¡Oh! –exclamó ella juntando las manos–. ¡Es el mejor regalo que puede hacerme, señor! Pero...
no quiero ir a la cárcel...

90
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: II Karl von Vereiter
–No irá... Mi amigo esperará aquí... vístase y vaya con él... cuando haya hecho lo que tiene que
hacer, Josef la traerá a casa...
–De acuerdo... gracias de nuevo... pero, ¿y usted? Yo creía que... usted no pensaba más que en...
–¿Vengarme?
–Sí. Ese cerdo le hizo mucho daño... primero a sus padres, luego...
–Deje... son cosas mías... Ande, vaya a vestirse... yo me voy... le deseo mucha suerte, Frau
Schöreder...
–Danke!
Esperó hasta que la mujer hubo subido la escalera; luego, volviéndose hacia Meister:
–Iré andando hasta la estación. Te esperaré allí, en la cantina, tomando algo...
–Pero... ¿qué te ocurre, Konrad? Has esperado esta ocasión durante años... y ahora...
–No me pasa nada... ¡Hasta luego, Josef!
***
Cuando los otros tres hubieron recibido instrucciones –iban saliendo a medida que Himmler les
despedía–, sólo quedó en el despacho del Reichführer Kilian Lörzert, que seguía tieso como un
palo, en absoluta posición de firmes, esperando escuchar de los labios del poderoso señor de la
Gestapo y de las SS, lo que debía hacer.
Aunque lo esperaba, se había sorprendido, al mismo tiempo que los que ya habían salido, de la
decisión tomada por Hitler.
Ahora ya no cabía la menor duda de que la paciencia de Adolf Hitler se había agotado, y que tras
de tolerar todas las barbaridades que Roehm y sus SA habían cometido a través de todo el país,
había juzgado oportuno terminar de una vez para siempre con aquel peligro creciente que
significaba la ambición de uno de los hombres a los que mejor había tratado.
Ernst Roehm deseaba el poder, estaba claro como el agua. Y había inculcado a las SA el odio
hacia un régimen que, como él afirmaba, había traicionado por completo los ideales y objetivos de
la revolución nacionalsocialista.
–Standartenführer...
Kilian alejó de su mente las ideas que giraban como peonzas, esforzando toda su atención en la
persona de su superior.
–¿Sí, mein Reichführer?
–Ya ha visto usted que hemos llegado a la fatal decisión que se imponía... Como acaba de oír, se
ha fijado la fecha del 30 de junio; es decir, dentro de quince días, para terminar para siempre con
esta dolorosa pesadilla.
Himmler hizo una corta pausa.
–Mañana, Hitler ordenará a Roehm que dé un largo permiso a las SA... estamos en pleno verano,
y nadie podrá pensar que se trata de una maniobra...
»De todos modos, Roehm no es ningún imbécil... y no creo que vaya a tragarse tranquilamente la
píldora... aunque, por el momento y aunque sea por última vez, no se atreverá a desobedecer al
Führer...
Un nuevo silencio.
–Ciertos informes parecen demostrar que el golpe que las SA se proponen dar al país... está, en
principio, fijado para el día uno de julio.
–¿Puedo hacer una pregunta, Reichführer?
–Sí.
–Si la fecha de la rebelión es ésa... ¿por qué no adelantarse para contrarrestar el golpe, en vez de
dejar la solución para última hora?
–Es cierto, amigo mío... pero los hechos lo imponen. En realidad, como le he dicho antes, Roehm
es muy hábil, aunque no sospecha en absoluto que conocemos con todos los detalles su plan.
–Entiendo.
–Hitler, al que acompañaremos unos cuantos, simulará ir a visitar algunos centros de las
Hitlerjugend, asistirá a una boda... pero tanto él como nosotros, estaremos atentos... esperando el
momento de intervenir.
91
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: II Karl von Vereiter
–¿Y el Ejército, señor?
–La Reichwehr ha sido alertada, y permanecerá en este estado hasta que todo haya pasado, pero
sin intervenir... el problema es de orden político, y no militar.
–Ya veo.
–Hitler desea encargarse personalmente del asunto de Bad Wiessee... en el que también
intervendremos sus allegados...
»Como acaba usted de oír, los jefes SS que acaban de salir apoyarán la operación bloqueando las
carreteras y encargándose de ciertos centros de las SA en Baviera.
–Comprendo, señor.
A través de los cristales de las gafas, los ojos de Himmler se clavaron en los de Lörzert.
–Si le he dejado a usted para el último, es porque la misión que voy a encomendarle es...
digamos que muy delicada.
–Le escucho, señor.
–El golpe, en Berlín, será yugulado por Göering... todo está dispuesto. Después de todo, las SA
no tienen mucha fuerza en la capital...
»No ocurre lo mismo en Baviera.
»Munich ha sido siempre el feudo de Roehm, y todas las ciudades del Sur están prácticamente en
manos de las SA.
–Lo sé, señor. Soy bávaro.
–Sí, es cierto... Pues bien, hay una unidad especial a la que Roehm ha encomendado el trabajo de
adueñarse de Munich, extendiendo luego su poder hacia todo el sur de Alemania.
»Se trata de una unidad formada por verdaderos fanáticos, gente que preferiría dejarse partir en
pedazos antes que desobedecer a su jefe...
–Ya veo.
–Esa unidad... estará preparada en los alrededores de Munich, dividida en seis partes, cuyos
lugares de espera conocemos gracias a ciertas informaciones que nos proporcionó un SA capturado
en un burdel...
Hizo una pausa.
–Su unidad de combate, amigo Lörzert, deberá encargarse de ese grupo de asalto de las SA...
Uno de mis ayudantes le proporcionará todos los detalles necesarios.
–Bien.
–Tengo que advertirle que... no deseamos testigos vivos de esa operación. El Führer ha llegado a
la conclusión de que los miembros de las SA pertenecen a dos grupos perfectamente diferenciados:
»De un lado, los recuperables, que terminarán ingresando en el Ejército o incluso en las SS...
»Y de otro lado, los irrecuperables, que han de desaparecer, Roehm entre ellos, naturalmente, así
como otros... y, lógicamente, todos... todos los miembros de esa unidad a la que vengo
refiriéndome.
–Entiendo.
–Mientras sus hombres se encargan de los grupos de esa unidad SA, usted, Standartenführer, con
el grupo que usted mismo determine, se encargará personalmente del jefe de esa unidad...
Himmler hizo una pausa, y sus ojos, tras las gafas con montura de acero, se tornaron fríos como
el hielo.
–... que es el Sturmbannführer Sleiter.
Kilian se puso tenso, rígido: una palidez cerúlea cubrió su rostro, al tiempo que sus ojos perdían
súbitamente su brillo habitual.
Himmler registró mentalmente cada uno de aquellos cambios, y una sonrisa cínica empezó a
dibujarse en sus delgados labios.
–Conoce usted a ese hombre... nich wahr?
–Sí. Fue mi compañero de armas.
–Lo sé.
–Yo le hice ingresar en el Partido... y aunque deseaba que perteneciera a la primitiva SS, él
prefirió las SA.

92
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: II Karl von Vereiter
–También lo sé.
–Nos quisimos como hermanos... en realidad, le debo la vida.
–También lo sé.
Kilian se sentía incómodo. Aunque seguía mirando al Reichführer, sentía la totalidad de sus
músculos en estado de dolorosa tensión, como si su cuerpo estuviera atravesado por una fuerte
corriente eléctrica.
Lanzó un suspiro antes de decir:
–Tengo, por lo visto, que...
–¿Matarlo?
–Sí.
–Sí.
Kilian tragó saliva con visible dificultad.
–Nunca he pedido nada, Reichführer... usted conoce, mejor que nadie, mi hoja de servicios...
jamás he retrocedido ante ninguna misión... nunca he esquivado el peligro...
–Es cierto.
–Pero ahora... tener que hacer eso... ¿puedo hacerle otra pregunta, señor?
–Desde luego.
–¿Por qué se me ha elegido precisamente a mí?
–Porque nadie puede hacerlo mejor... Sleiter es un hombre extraordinariamente listo... va y viene
de un lado para otro... protegido por esa especie de gorila llamado Meister.
–Lo conozco.
–¿Sabe que estuvieron la semana pasada en Berlín?
–¿Aquí? No, no lo sabía...
–La Gestapo no les pierde jamás de vista... Vinieron hace dos semanas... y a pesar de la
vigilancia de nuestros agentes, consiguieron escabullirse, aunque después supimos lo que habían
hecho...
Movió la cabeza de un lado para otro.
–Son dos hombres extremadamente peligrosos, amigo mío... buscaron a una prostituta... y la
degollaron en su casa...
–¿Por qué?
–Esa mujer había trabajado para nosotros, permitiéndonos que cazásemos a uno de los hombres
de Sleiter... al que nuestros servicios especiales hicieron hablar.
–Comprendo.
–Usted conoce a ese hombre... y le considero como la única persona capaz de suprimirlo en el
momento oportuno...
–Señor...
–¿Sí?
–¿No habría medio de recuperar a Sleiter?
Los ojos de Himmler llamearon.
–No. Está en lista personal del Führer... ha de morir, Lörzert... ésa es la orden...
–Bien.
***
–¿No has leído esto, Konrad?
Sleiter, que junto a la ventana abierta, contemplaba los ejercicios de su grupo en el patio del
cuartel SA, no sé volvió, pero preguntó:
–¿De qué se trata?
–Es una invitación.
–¿Una qué?
–Una invitación... Te has convertido en un hombre importante, Konrad... todo el mundo sabe que
eres uno de los lugartenientes de Roehm...
–No digas tonterías.
–Es la verdad... la prueba la tengo en la mano...
93
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: II Karl von Vereiter
–Tírala... o léela en voz alta.
–Como quieras. Escucha: «Con motivo de la celebración de su onomástico, Frau Hilma, viuda de
Weistäter, tiene el honor de invitar a usted, Sturmbannführer Konrad Ludwig Sleiter, a la recepción
que tendrá lugar en su domicilio, Bennenstrasse número 9, el próximo día 20 de junio, a las once de
la noche...» ¿Qué te parece?
–No tengo ganas de fiestas.
–Tienes que ir Konrad... Scheisse! Llevas una vida de monje... ya es hora de que te diviertas un
poco. Además, por lo que he oído... esa viudita...
–No me hables de mujeres.
–¡Bah! Te lo voy a decir, de todos modos... En Munich se dice que es una de las mujeres más
hermosas del país... y... según otros comentarios, una especie de volcán con faldas...
–Te he dicho que no me importa.
Sleiter se volvió, dando la espalda a la ventana. Las voces de mando llegaban desde el patio,
duras y ásperas como trallazos.
–Eres un hombre muy frío, amigo mío... –dijo Meister.
–¿Tú crees?
–Sí. Me das miedo... desde la muerte de Erika, no has vuelto a tocar a una mujer.
–¿Y bien...?
–Igual te ocurrió antes. Desde que tu esposa se puso enferma, no te acercaste a otra hembra.
–No soy un animal, Josef. Siempre he pensado que no debe de hacerse el amor a menos que
existan ciertos requisitos, una mutua atracción, simpatía, ternura...
–Cuando la carne tiene hambre de carne, todo eso importa poco.
–No para mí... Siempre fui así, Meister... Recuerdo, en el frente, que se me ocurrió muy pocas
veces aprovecharme de los cortos permisos que nos daban para echar un polvo...
–Pero lo hiciste.
–Sí. Aunque luego me iba con un pésimo sabor de boca... sintiendo asco de mí mismo... Igual le
ocurría a Kilian... en eso... también nos parecíamos...
–¿Hablas de tu viejo amigo?
–Sí. Pensábamos casi de idéntica manera... éramos dos revolucionarios natos, Josef, de los de
verdad... no sólo en las ideas políticas... también en el amor pensábamos que las cosas no podían ser
sucias...
–¡Bobadas!
–Todo lo que hemos conocido desde que nacimos, amigo mío, nos empuja a creer que la mujer
no es más que algo de lo que puede obtenerse placer...
–Ya sabes que no me gustan las mujeres.
–Sí, lo sé... pero deja que siga: Kilian y yo decíamos con frecuencia que un momento de amor es
demasiado importante como para confundirlo con un simple apetito. No se posee a una mujer como
se come un pedazo de carne o se bebe un tarro de cerveza...
–Todo son puntos de vista...
–Yo he amado de verdad, Josef... y tú lo sabes... Dos veces, nada más... he amado con todas las
fuerzas de mi ser... he querido, porque me parecía haber comprendido la esencia misma del amor,
hecha de sacrificio y de ternura...
–¡Eres una criatura extraordinaria! Bueno, dejemos eso... ¿vas a ir a la recepción?
–No lo sé. Ya veremos.
***
Había mujeres hermosas. Y hombres ataviados con los más variados uniformes; caquis del
Partido, pardos, de camisa, de las SA, negros de las SS.
No existía la menor animosidad en los presentes. Aunque el aire estuviese cargado de negros
presagios, SA y SS charlaban animadamente, como en los viejos tiempos de camaradería.
Después de haber paseado una mirada sobre la animada reunión, Sleiter se fue hacia una de las
mesas buffet, tomando un canapé y un vaso de vino de Mosela.

94
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: II Karl von Vereiter
Ahora se arrepentía de haber venido. ¿Qué diablos estaba haciendo allí? Hubiese estado mejor,
como hacía cada noche, repasando los planes que Roehm le había confiado...
«Himmelgott! –exclamó para sus adentros–. ¡Qué llegue la acción cuanto antes! Tengo ganas de
hacer algo importante... de moverme... de luchar...»
Ya que el amor a lo concreto había sido un fracaso para él, concentraba ahora toda su pasión en
la lucha que se avecinaba, estando completamente convencido que la pelea cercana iba a dar al
pueblo alemán lo que tanto deseaba.
Una de las misiones que Roehm había confiado a su unidad, tras la conquista de Munich, era el
hacerse cargo, por la fuerza de las grandes instalaciones fabriles del sur del país.
Pensaba en la cara que pondrían aquellos capitalistas de industria, aquellos asquerosos ricachos,
cuando las SA penetrasen en sus lujosos despachos.
¡Había que barrer toda aquella basura!
Y, al mismo tiempo, cerrar el dogal alrededor del cuello de los militares, de todos aquellos
generales que seguían creyéndose lo más importante del país, pero que soñaban siempre con un
emperador que tornara a concederles los privilegios de casta que les eran tan necesarios como el
aire que respiraban...
–¡Hola!
Se volvió, con la copa en la mano. Y pudo por menos que sorprenderse.
La mujer que le sonreía era, sin duda alguna, lo más hermoso que había visto jamás. Ella llevaba
un vestido negro, uno de esos vestidos de noche que se ceñían a su bello cuerpo como un guante...
Los hombros desnudos estaban construidos como por la mano de un Fidias, y el escote,
cuadrado, dejaba ver generosamente unos senos que no necesitaban sujeción alguna para demostrar
su absoluto y triunfal desafío a la ley de la gravedad.
–¡Hola...! –repuso él.
–Usted... es...
–Konrad Sleiter.
–¡Ah! Sí... recuerdo haberle invitado.
–¿Por qué lo hizo?
–¿Y me lo pregunta? Todo el mundo habla de usted... el más activo de los lugartenientes de
Roehm... y, ¿por qué no decirlo?, el más apuesto...
–Es un elogio que no merezco, meine Frau...
–Soy yo, como mujer, quien puede hablar de ello... y no me llame así... mi nombre es Hilda...
–Está bien, siempre que usted me llame Konrad.
–Perfectamente de acuerdo.
Ella le sonrió.
Pero, en el fondo, la mujer estaba profundamente turbada. Había visto a Sleiter en las fotos que
de él publicaron los periódicos, pero era la primera vez que lo tenía ante ella.
«Mein Gott! –exclamó para sí–. ¿Qué diablos me está ocurriendo? Hay algo en este hombre que
no llego a comprender... y aunque no pienso más que en lo que prometí... me siento rara...»
Tenía que luchar contra aquella sensación extraña que se estaba apoderando de ella.
La dominó, momentos más tarde, volviendo a plantearse el problema de la misión que se había
encomendado, sabiendo que tenía que obrar con cierta celeridad, aunque con prudencia.
–Sé que voy a parecerle un poco rara, Konrad –dijo, acompañando sus palabras con una sonrisa
encantadora–, pero prométame que no me juzgará usted con demasiada severidad.
–No lo sé... aún...
–Soy la anfitriona, pero todo esto me cansa... me aburre... ¿qué le parecería si le invitase a tomar
algo... en mi cuarto?
–Me parecería muy extraño.
–Todo es extraño ahora, Konrad... la vida es extraña, nosotros somos extraños... y también es
extraño, lo comprendo, que una mujer a la que acaba usted de conocer le haga ese tipo de
invitación...
–En efecto, lo es.

95
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: II Karl von Vereiter
–¿Tiene usted prejuicios?
–No, pero no concibo que algo se me ofrezca... por nada.
–Touchée! –rió ella–. Sin embargo, yo misma no sé por qué le he hecho esa invitación... aunque
siento que debo hacerlo...
–Si es así...
–¿Acepta?
–¿Por qué no?
***
Mientras, conversaba de cosas insulsas con aquella rubia sosa y linfática, el Haupsturmführer
Heinz Rademann, el ayudante y hombre de confianza de Kilian Lörzert, observó la salida de
Konrad y de la hermosa viuda.
Heinz llevaba dos semanas en Munich, adonde había sido enviado por su superior y amigo, para
que vigilara estrechamente a Sleiter.
–No debes perderle de vista –le había dicho Kilian–. A medida que se acerca el día uno de julio,
Sleiter, al que conozco muy bien, procurará hacerse invisible, desaparecer, para organizar en la
sombra el golpe que las SA le han confiado.
–No se me escapará.
–Ten mucho cuidado. Es muy listo, más de lo que crees...
Sin escuchar las estupideces que estaba diciendo la rubia, Rademann se dijo que aquel
sinvergüenza tenía mucha suerte, ya que era fácil adivinar lo que la viuda y él iban a hacer al piso
de arriba.
Un hombre que se deja engatusar por una mujer no es tan listo como parece...
Y aquello tranquilizó a Heinz, quien se volvió con la clara intención de meter mano a la rubia,
que era justamente lo que ella estaba esperando.
Acompañó a la rubia al amplio jardín que rodeaba la casa.
Momentos más tarde, bajo un seto, habiendo desnudado a la hermosa rubia, Heinz se disponía a
cumplir como un hombre, pensando que su misión, además de ser mucho más sencilla que lo que
Lörzert había supuesto, le proporcionaba deliciosos momentos de placer.

96
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: III Karl von Vereiter
III
–Siéntate, Konrad... voy a servirte algo...
No le extrañó que le tuteara; se acomodó en el gran sofá que ella le había señalado. El salón era
grande, y frente a él, una doble puerta entreabierta dejaba ver la alcoba, con un lecho inmenso que
cubría una colcha azul marino.
–¿Te gusta el coñac francés?
–Sí.
Le sirvió una copa, sin dejar de mirarle.
–Crees que debería ponerme cómoda, ¿verdad?
–Como quieras.
–Vuelvo en seguida...
Tomó él un sorbo del excelente coñac, encendiendo luego un cigarrillo.
No sentía deseo alguno hacia aquella mujer, a pesar de que su rara belleza le había impresionado.
Ni siquiera pensaba en la posibilidad, más certeza que duda, de que ella acabaría ofreciéndose a él.
No sentía gana alguna de hacer el amor.
Ella estaba equivocada, si pensaba excitarle con esas argucias que casi todas las mujeres
emplean. Ningún vestido ni ropa semitransparente conseguiría arrancarle de aquel mundo frío en el
que se sentía tan a gusto.
–¡Hola...!
Alzó los ojos, y se puso tenso como la cuerda de un arco. No lo esperaba, de veras que no.
Porque la mujer estaba allí, ante él, completamente desnuda, con el cuerpo húmedo aún de la ducha
que acababa de tomar, la piel mate salpicada de gotas de agua con apariencia de perlas
desgranadas...
Él le miraba, intensa, detenidamente, como si sus ojos fuesen capaces de penetrar en la mente del
hombre.
–Deseo que me tomes, Konrad... pero sólo si me deseas, si lo quieres... Un gesto tuyo, y volveré
a vestirme... como antes.
Algo estaba ocurriendo en él.
No era puro deseo, sino más bien necesidad de tener alguien al lado, de volver a sentirse junto a
un cuerpo vibrante...
Después de todo, ¿qué importaba que aquella mujer, como tantas otras, viciosas y lúbricas,
ofreciera su hermoso cuerpo?
No iba a poseerla, porque pensaría en Anna y en Erika, y sería como si estuviese con una o con
otra...
Se puso en pie, dirigiéndose hacia el dormitorio.
***
Las manos del hombre recorrían lentamente el cuerpo de la mujer.
Eran manos trémulas, dulces, lentas, parsimoniosas, como si rozasen los delicados pétalos de una
flor...
Los labios del hombre entraron seguidamente en liza; labios tan suaves como dedos, dotados de
una sensibilidad especial, que más que besar ponían en la carne de Hilma un despertar de
sensaciones inéditas, que luego corrían vertiginosamente a lo largo de su cuerpo.
Cerró los ojos.
¿Qué le estaba ocurriendo?
Nunca, en su vida, había sido tratada de aquel modo, con aquella exquisita delicadeza, como si
fuera una criatura frágil, quebradiza, y al mismo tiempo llena de resonancias...
Todo lo que hasta entonces había sido deseo brutal, caricia salvaje, presión incluso dolorosa, era
ahora ternura... y la mujer no estaba acostumbrada a ser tratada de aquel modo singular.
Entre beso y beso, cortas palabras escapaban de los labios del hombre.
–Cariño...
Y otra vez:

97
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: III Karl von Vereiter
–Anna, amor mío...
Ella comprendió entonces que Konrad no estaba a su lado, y que su cuerpo, el que ella deseaba
ofrecerle como el más seguro de los cepos, la más artera de las trampas, no significaba nada para él,
sino la mera presencia que le permitía regresar a un pasado sin retorno posible.
Entonces, comprendiendo lo que al hombre le ocurría, Hilma sintió celos de aquella misteriosa
mujer que vivía de nuevo en los labios del hombre, y cuando, otra vez, pronunció él el nombre de
Erika, también Hilda se sintió furiosa ante la nueva rival, cuyo fantasma invisible se concretaba en
su propio cuerpo.
Estaba descubriendo, con verdadero asombro, la inmensa capacidad de amor que escondía el
corazón de aquel hombre al que se había propuesto odiar y perder.
Pero al mismo tiempo, su cuerpo le estaba traicionando.
Hasta la última fibra vibraba bajo las caricias de Konrad. Como nunca lo había hecho,
mostrándole por vez primera una dulzura amorosa que ni siquiera había conocido con su difunto
esposo.
Además, ¿no se había casado con Hans para escapar a la miseria de su familia?
Nunca le amó, como jamás había querido a ninguno de sus circunstanciales amantes. Y ahora,
como si acabase de alzarse el telón que hasta entonces le había ocultado un mundo desconocido,
descubría algo inédito... aunque era primero su carne trémula quien tomaba conciencia de la
indescriptible dimensión en la que había penetrado.
–Amor mío...
No fue él, sino ella quien acababa de pronunciar aquellas palabras; dichas con verdadera pasión,
en ese estado de maravilloso encantamiento que conocía por primera vez en su vida.
Se pegó a él, intentando que sus cuerpos se fundiesen en uno solo. Deseaba ser ardientemente
suya, pero sin aquel querer ser dominada por la violencia de un macho ansioso de placer, sino
poseída con esa dulzura que ella misma, incomprensiblemente, estaba dispuesta a dar.
Eran lentos los gestos, larguísimos, como si cada uno fuera un dulce y prolongado camino que
ambos deseasen recorrer lo más despacio posible.
Ni siquiera se percató de que el hombre la había penetrado; fue, en realidad, como la
continuación lógica y deliciosa de aquel largo combate amoroso que se había desarrollado desde
que se tendieron en el ancho lecho.
Ella sintió, mucho antes de que el orgasmo llegara, una felicidad mil veces superior al placer que
su carne iba a brindarle.
Y entonces, con terror, comprendió que algo inesperado le había acontecido.
***
Inclinándose sobre Rupert, que conducía el Opel, Josef le besó tiernamente en el lóbulo de la
oreja.
–¡Cuidado! –le advirtió Koppen–. Pueden vernos, tonto...
–Se me hace el tiempo largo.
–Hay que tener paciencia. Cuando se está cumpliendo un deber, no hay que pensar en otra cosa.
–No puedo.
–¿Quieres que me enfade, Josef?
–No, eso no...
–Entonces, estate quieto... Y piensa en ese tipo y en lo que ha venido ha hacer a Munich...
–¿Estás seguro de conocerle?
–Pues claro que sí... Le he visto varias veces... junto a ese amigo de Sleiter.
–¿Lörzert?
–Sí.
–Ha venido siguiendo a Konrad.
–De eso no hay duda.
–¡Hijos de perra! Desde que Roehm ha puesto su confianza en Sleiter, los cabrones de las SS
están más que mosqueados.

98
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: III Karl von Vereiter
–Es natural... No olvides, cariño, que Sleiter conoce a todos los SS de Munich, y que llegado el
momento de limpiar la ciudad, será él quien los descubra, aunque se metan bajo tierra.
–Es cierto.
Rupert lanzó un suspiro.
–Yo creía que, como me prometiste, íbamos a pasar este permiso juntos, lejos de la ciudad...
–No sabes cuánto lo lamento. Pero compréndelo, pequeñín... Konrad es el único amigo que me
queda... y tras lo que le pasó a Paul...
–¡No me lo recuerdes!
–Tenemos que vigilarle, Rupert... Sleiter suele ser muy descuidado...
–¿Cuándo nos vamos de Munich?
–Dentro de unos días. Sleiter ha escogido un lugar, no muy lejos de la ciudad, donde pasaremos
los últimos días... antes del gran día...
–¿Iremos con él?
–Sí, Estaremos los tres... pero no temas, Konrad no nos molestará. Ya le conoces... es un lobo
solitario.
Koppen lanzó un suspiro.
–¡Lástima que no sea...!
–No digas burradas, cariño... y no te atrevas a insinuarte con él...
Volviendo la cabeza hacia Josef, Rupert le lanzó una mirada burlona.
–¿Celoso... ograzo mío?
–No es eso, idiota... Konrad es de otra pasta... ni siquiera es como los otros hombres... es un tipo
raro, un jefe nato... un hombre que va a golpear con una fuerza terrible...
–Me estás haciendo la boca agua...
–¡Calla!
–No te enfades, Josef... ya sabes que para mí no hay nadie como tú...
–Deja eso. Me estoy preguntando si Konrad habrá conseguido algo en esa fiesta.
–¿Una mujer?
–Sí.
–¡Puah! ¡Qué asco!
–Me gustaría que se divirtiera un poco. Está siempre triste, pensando en lo mismo... en las dos
mujeres a las que ha conocido... Scheisse! No ha tenido mucha suerte, que digamos...
–Con las mujeres, un hombre de verdad no puede tener nunca suerte.
–Veremos... de todos modos, cuando hayamos triunfado, me gustaría que Sleiter llegara a ser
verdaderamente feliz...
La mano del jovenzuelo SA se posó en el muslo de Josef.
–Deja a tu amigo, cariño... y piensa en cómo vamos a pasarlo cuando vayamos al campo... y
estemos solitos...

99
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: IV Karl von Vereiter
IV
Heinz Rademann adoptó una postura un tanto tensa, ya que hasta entonces, ni la amabilidad ni la
cortesía le habían proporcionado los resultados que esperaba.
La actitud de la mujer le había ido enfureciendo progresivamente, y ya hacía unos cuantos
minutos que intentaba dominarse, luchando desesperadamente contra aquellas ganas de gritarle que
le quemaban la garganta.
«¡La muy zorra! –pensó–. Debe todo a las SS, desde que su marido murió... ninguna otra mujer
ha sido tratada, mimada como ella...»
Se pasó la lengua por los labios, como si estuviesen súbitamente resecos. Y dijo:
–Bitte, meine Frau... Por favor, señora... nunca le negamos el apoyo que solicitó de nosotros...
Hilma Weistäter no despegó los labios. Hacía un par de minutos que parecía absorta en la
contemplación de la circulación que había en Kanalstrasse, a donde daban las vidrieras de los
amplios balcones de su casa.
–Le concedimos todo... –insistió el SS.
Sin volverse hacia él, la mujer mostró la tensión en que se encontraba. Sus dedos retorcieron el
visillo que había estado acariciando momentos antes.
¡Puercos! Cierto que, de alguna manera, no le había faltado el apoyo de las SS, especialmente el
de los más importantes de sus hombres locales... pero ¿a cuántos había tenido que admitir en su
cama...?
¡Favores!
Una mujer sabe que los favores sólo se pagan en la vida, mientras se es joven y hermosa, de una
sola manera. Y aunque ella se había resistido... aunque procuró no mostrarse demasiado «abierta»...
Se volvió hacia él, más para romper el insufrible silencio que dominaba en la estancia, que por
responder a las insistentes demandas de Heinz.
–Ya le he dicho que no sé nada.
La misma respuesta había despertado en el hombre una sonrisa irónica, todas las veces que la
había escuchado. Pero ahora, no.
–¿Por qué insiste? –inquirió con una irritación que ya no podía dominar–. Usted le recibió en su
casa, se lo llevó a la cama, yo lo vi.
Ella le fulminó con la mirada.
–¿Usted? ¡No me extraña nada...!
Había tanto asco, tanta repugnancia en los encolerizados ojos de la mujer, que Rademann sintió
el placer que le hubiera causado encontrarse lo más lejos posible de aquel lugar.
Maldijo, una vez más, el haber sido elegido por el Standartenführer Lörzert para aquella misión
que se iba haciendo más y más complicada por momentos.
–Para eso ha quedado, ¡estúpido! –le dijo ella con aquel desagradable brillo de desprecio en las
pupilas–. Para vigilar la cama de los demás... puesto que ha de faltarle algo para estar encima de
ellas...
–¡Señora!
–¿Por qué no me deja en paz? Puedo llamar a la Kommandantur de las SS, incluso a Berlín...
–¿Por qué no lo hace usted? Terminaríamos mucho antes...
Hilma sabía que era verdad, que aquel monigote ni hubiese osado jamás molestarla como estaba
haciéndolo, de no haber estado apoyado desde arriba...
Cambió de tono, al tiempo que se separaba la colérica mirada del rostro del SS.
–Lo lamento mucho. No tengo más que decirle... ya le he dicho que no sé nada respecto al
paradero del Sturmbannführer Sleiter...
–Pero...
–Y ahora, por favor... déjeme... estoy francamente cansada...
Se puso rígido.
–Como usted quiera...
Dio un taconazo, inclinándose levemente ante ella.
–¡Buenos días, señora!
100
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: IV Karl von Vereiter
–¡Adiós!
***
–Konrad...
–¿Sí?
–Deberías habértela traído aquí.
–¿De qué estás hablando?
–De esa mujer... Te hubiese dado un poco de ánimo... Te encuentro apagado desde que llegamos
aquí...
–¡No digas tonterías! Escogí un sitio estupendo, todo lo tranquilo y reposado que necesitábamos,
después de los años de lucha que llevamos sobre la espalda... Y especialmente ante las horas
decisivas que nos esperan.
–Entonces, ¿crees que esta vez irá de veras?
–Sí, Josef... se acerca el momento crucial... y todos lo saben: ellos y nosotros... no hay sitio en
Alemania para dos fuerzas contrarias... y una de ellas ha de ceder... o desaparecer...
Meister frunció el ceño.
–No nos tocará bailar con la más fea, ¿verdad, amigo?
Konrad sonrió.
–No lo creo. Estamos en mayoría, con el apoyo del pueblo alemán que se siente engañado por los
que tantas cosas buenas le prometieron... cuando necesitaban sus votos... «Históricamente,
dialécticamente», como dicen los marxistas, la victoria ha de ser de las SA... Yo estoy
completamente convencido de que así debe ser, a menos que...
–¿De qué...? –inquirió Josef con una nube de duda sobre los ojos.
–Que alguien nos traicione... Un Judas cualquiera... porque, desdichadamente, siempre los hay...
–Si le conociera, le cortaría el cuello...
La sonrisa se amplió en los labios de Sleiter.
–Estás tomando vagas suposiciones por ideas reales, camarada. Lo del Judas es una posibilidad,
remota pero no despreciable... De todos modos, incluso si alguien intentase impedir que las SA se
pusieran en marcha en el momento preciso, nuestra unidad especial cumpliría con su misión... que
ya sabes que es ocupar los puestos clave de Munich, de toda Baviera, e inmediatamente después,
nos ocuparemos de todo el sur del país, dando un buen susto a esos hijos de mala madre de
capitalistas: los Tyssen, los Krupp...
–Por nada del mundo me perdería eso –sonrió Meister con los ojos brillantes.
–Sí, tienen razón... será algo digno de ser visto. Esos cerdos bien cebados están tan seguros de
tener al Estado nacionalsocialista en su bolsillo, que van a abrir los ojos como platos cuando vean
entrar a los camisas pardas en sus fábricas...
–¿Y en Berlín?
–Hay otros camaradas de las SA que se harán cargo de la capital... al igual que en las demás
ciudades del Reich...
–¿Por qué no la haces venir, Konrad?
Divertido por la insistencia del astuto Josef, que había cambiado de conversación en el momento
oportuno, pero bruscamente serio, Sleiter dijo:
–Deja que me ocupe yo de mis propios asuntos, camarada... ¿quieres?
–Perdona.
Se puso en pie, despidiéndose de Sleiter con un vago gesto.
Una vez solo, Konrad encendió un nuevo cigarrillo, y mirando la mancha verde de los bosques
vecinos, que ascendían por las laderas de las cercanas colinas, lanzó un profundo suspiro.
Tiempo tendría de verla.
Las dos desdichadas experiencias amorosas que había tenido en su vida le ponían en guardia. En
las dos ocasiones, invariablemente, la mujer había dejado la vida...
¿Por su culpa?

101
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: IV Karl von Vereiter
No lo sabía ni le interesaba después de todo. Lo cierto era que bastaba que amara de verdad a
una mujer, para que extrañas circunstancias de la existencia se encargasen de liquidarlo todo, como
si el destino tuviera prisa por saldar sus cuentas...
Esta vez no ocurriría así...
Por eso había rogado a Hilma que le dejase marchar solo, prometiéndole que, en cuanto
terminara todo, se reuniría con ella, para no volverse a separar nunca más.
Ella conocía el lugar del escondite, pero Konrad confiaba plenamente en aquella mujer que había
sido capaz, desde el primer momento, de hacerle olvidar el dolor de sus dos anteriores tragedias
amorosas...
No, ella no vendría allí... se lo había jurado, y al hacerlo, sus labios estaban tan cerca de los
suyos, que la mitad del juramento se convirtió en beso.
***
–Verdammte idiot!1 ¿Es que no te has dado cuenta de que te ha estado tomando el pelo? Ninguna
mujer, al menos de la talla de ésa, puede ignorar en qué lugar se halla su amante...
–No pude hacer nada, Standartenführer; y puede creer que lo intenté...
Kilian dejó caer el puño sobre la mesa.
–¡Hemos sido demasiado amables con esa furcia! Hemos olvidado todo... echado tierra a los que,
al contrario, hubiésemos debido mantener a la luz del día, para que todo el mundo supiera quién es
verdaderamente Hilma Weistäter...
Heinz le lanzó una mirada aguda.
–¿Qué quiere usted decir, mi coronel? –inquirió, mordido por la curiosidad.
Lörzert se encogió de hombros.
–Son cosas que ya no importan, Rademann... cosas pasadas, sobre las que voluntariamente
echamos tierra encima, particularmente por respetar la memoria de Hans Weistäter... un símbolo de
las SS, un mártir del Reich...
–Yo hice cuanto pude, señor.
–Déjalo... Está visto que tendré que jugar personalmente la última baza... lo que no podemos
estar es sin saber dónde se oculta esa unidad... y su jefe.
Y tras un corto silencio, al mismo tiempo que su voz cambiaba de tono, haciéndose más
profunda, como si las ideas que expresaba llegaran desde zonas más hondas de su personalidad:
–Es la única pieza del rompecabezas que no poseemos, Heinz... y, aunque parezca mentira, es
para mí la más importante...
–¿Incluso más que el mismísimo amo de las SA?
–Sí. Conocemos el lugar exacto en el que se encuentra Roehm y su asqueroso estado mayor de
homosexuales... pero incluso si los neutralizásemos, deteniéndolos, la máquina infernal se pondría
en marcha... y esa máquina es la unidad especial que manda Konrad Ludwig Sleiter.
–Ya.
–Una máquina digna de tal jefe... puedes creerme. Tan fría como un mecanismo que se mueve
con carencia absoluta de cualquier clase de sentimientos o de pasiones... fría y exacta como un
cálculo matemático... y capaz de dar el golpe rápida y certeramente. Si esos hombres se ponen en
marcha, nadie les detendrá...
–¿Ni la muerte?
Kilian lanzó una rápida mirada a su ayudante.
–¿Qué muerte? Son ellos... la muerte.

1
¡Condenado idiota!
102
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: V Karl von Vereiter
V
Estaba segura de que volverían. Los conocía demasiado bien para no temerlo. Eran insistentes, y
no iban a abandonar la presa, una vez habían clavado sus sucias garras en ella.
Konrad le había dicho muy pocas cosas.
No era un hombre hablador. Y a ella le gustaba que no lo fuese. Como todos los hombres qué
sienten intensamente, Sleiter prefería actuar a hablar... y para una mujer tan ardiente de un amor que
no había conocido hasta entonces, al menos de aquella manera, era mucho más importante que los
labios de su amante besaran... en vez de moverse para articular palabras.
¡Santo cielo! ¡Y cómo seguía sintiendo aquella ansiosa necesidad de la presencia de él! ¡Cómo lo
deseaba!
Era, y esto la hacía temblar de placer, como si cada milímetro cuadrado de su piel lo deseara,
como si cada parcela del exterior de su cuerpo sintiera envidia, la una de la otra, y todas ellas juntas
lo estuviesen llamando a gritos...
Sin embargo... ¡qué diablos!... ella había conocido a otros hombres; entonces, ¿qué clase de
misterioso filtro le había proporcionado éste? Porque, de repente, sin saber cómo ni por qué, todo su
cuerpo, toda su alma... le reclamaban sin cesar.
¿No se estaría haciendo vieja?
Se encogió de hombros, mientras seguía peinándose ante el espejo del elegante tocador. Si se
puede ser vieja a los veintiséis años, entonces sí que lo era... aunque le parecía exactamente lo
contrario: era como si una nueva pubertad se hubiese encendido en su carne... y para encontrar una
cierta similitud entre lo que ahora sentía y lo que experimentó otrora, tenía que pensar en el primer
beso que recibió, en la primera vez que la torpe y tímida mano de un chico del barrio envolvió la
morbidez del seno que apenas se dibujaba en la planicie de un pecho núbil.
Sí, aquello le parecía una explicación bastante lógica... era como si tuviera otra vez doce o trece
años, pero con la indudable ventaja, ahora, de saber que poseía todo lo que podía complacer a su
hombre... y que no tenía, como por aquel entonces, que meterse trapos bajo el vestido, para simular
tener lo que aún no tenía... o al menos en la cantidad y volumen capaces de atraer las miradas de los
chicos...
Sonrió.
Le gustaba pensar en aquellas cosas, pensar en lo que fuese, menos exactamente una parte de su
conciencia contra la que había estado peleando, duramente, desde que descubrió en Sleiter al
hombre que había estado buscando desde siempre...
El timbre de la puerta la sobresaltó, pero no excesivamente. Los estaba esperando. Sabía
perfectamente que volverían. Y que no cejarían hasta obtener lo que deseaban; aunque ella estaba
segura de no decirles ni una sola palabra.
La criada, una muchacha del campo que seguía tan estúpida como cuando había llegado, seis
meses antes, oliendo todavía a vaca, abrió la puerta del saloncito.
–Un señor, señora...
–Te habrá dicho un nombre... ¿verdad?
Las gruesas mejillas de la campesina enrojecieron un poco más de lo que naturalmente estaban.
–Ha debido decírmelo, pero con algo muy largo y raro, como dicen todos... terminado en
«führer».
–Bien. ¿Dónde lo has dejado?
–En el salón, señora.
–Voy para allá... prepara un poco de café... o, mejor dicho, de té...
–Bien, señora.
***
–¿De qué demonios te has vestido?
Volviéndose hacia Josef, Sleiter sonrió.
–No seas animal, Meister. Voy vestido de paisano... ¿o es que no te has dado cuenta de ello?

103
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: V Karl von Vereiter
–Sakrement! Creo que no te recuerdo vestido de esa manera... ¿o te he visto alguna vez sin el
uniforme de las SA?
–Tienes razón. Creo que nunca.
–Por eso me has causado una impresión tremenda... pero aún no me has dicho por qué te has
vestido así... de paisano.
–Voy a Munich.
Josef parpadeó; luego, como solía hacer cuando algo le sorprendía, jugó con las articulaciones de
sus dedos, tirando de cada uno de ellos, hasta hacer sonar las junturas.
–No lo dirás en serio...
–En serio lo digo.
–Pero las órdenes...
Sleiter esbozó una sonrisa.
–Ya me conoces, Josef... nunca he faltado a una orden. Acabo de hablar con el jefe... todo ha
quedado pospuesto cuarenta y ocho horas... irreversiblemente.
–¿Irreversiblemente?
–Sí. Eso quiere decir que no habrá contraorden y que, por lo tanto, puedo disponer de doce horas,
sin temor a cometer una falta contra mi deber.
–Entiendo.
–Hitler anda por Baviera... ha ido a casar a no sé quién... y está visitando algunos campamentos
juveniles...
Movió la cabeza de un lado para otro, sin dejar de sonreír.
–¿Te das cuenta si tuviésemos que detenerlo nosotros mismos? El plan había previsto que él,
junto con sus colaboradores, fueran detenidos por nuestros camaradas de Berlín, pero si se empeña
en seguir paseándose por Baviera...
Meister se pasó la lengua por los labios. Estaba visiblemente nervioso.
–¿Hay orden de atentar contra... su vida?
–No. Nadie matará a nadie, excepto si alguno de esos jefazos de las SS se pone chulo... Por el
momento, hay que detenerlos... luego veremos. Pero no creo que, pase lo que pase, Roehm desee
hacer mal al Führer que, a pesar de todo, es un viejo compañero de lucha.
–Yo tampoco creo que Ernst fuera capaz de una felonía así... Claro que, si ocurriera lo
contrario...
–¿Qué quieres decir?
–Es una simple idea... pero imagina que fueran ellos quienes ganasen la partida... los SS... ya
sabes... ¿crees que Hitler haría daño a Roehm?
–No, no pudo creerlo.
***
–Señora...
Miró Hilma al hombre, buscando en sus recuerdos algo que le dijera si le había visto antes, pero
llegó a la conclusión de que aquélla era la primera vez que le veía.
–¿Con quién tengo el gusto...?
–Standartenführer Kilian Lörzert, señora... Weistäter... porque usted es la viuda de Hans
Weistäter, ¿no es así?
–Bien sabe usted que sí.
–Perdone. Es la primera vez que nos vemos, señora... Weistäter...
–¿Hilma, verdad?
–Sí.
–¿O acaso prefiere que la llame Klara?
Ella pestañeó, pero recuperó en seguida la compostura.
–No entiendo.
–Es muy sencillo. Usted es Klara Oberfein... es comprensible que, al casarse, cambiara usted de
apellido, tomando el de su esposo... pero lo sorprendente es que cambiara también de nombre... que
de Klara pasase usted a ser Hilma...
104
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: V Karl von Vereiter
–Fue una idea de mi esposo.
–Es posible... ¿o no fue el apellido de su hermano el que le molestaba más?
Ella le lanzó una mirada aguda.
–Tiene usted una extraña afición a no dejar tranquilos a los muertos.
–Perdone, meine Frau... aunque hay muertos y muertos: su esposo cayó asesinado por los
comunistas... y su hermano era uno de esos comunistas...
–¡Miente usted! Mi hermano no tuvo que ver nada con la muerte de Hans...
–Eso ya lo sé. No estoy culpando a Walter... ¿se llamaba así su hermano, no es cierto?
–Así se llamaba.
–¡Qué vida tan curiosa la suya, señora! Se escapa usted de su círculo familiar, cambia de nombre
y de apellido, se casa usted con un futuro héroe del nacionalsocialismo, tiene un hermano del Rot
Front... que... a menos del hombre al que usted ama ahora...
Ella se mordió los labios.
–Porque... le ama... nitch wahr?
–¿Y si le amase? No tengo que dar cuentas a nadie. Ni usted... ni el mismísimo Reichführer
tienen nada contra mí... poseo amigos influyentes, y usted lo sabe, en el seno de las SS... y sigo
siendo la viuda de uno de sus héroes...
–Todo eso es cierto... pero dígame, ¿le ama?
Le miró fijamente, a los ojos, y sin que su voz traicionase el menor temor:
–Sí, le amo –afirmó rotundamente.
–Eso está muy bien... ¡Lástima que él, en cierto modo como usted, posea una vida especialmente
turbadora...! Él también amó, dos veces... la primera a una mujer que sufrió mucho... pero él ya la
vengó, a su manera... la segunda...
Notó que la mujer se mordía nerviosamente los labios, al tiempo que palidecía un tanto.
–¿Le ha dicho usted que fue su mano la que terminó con la vida de la que estuvo a punto de ser
la esposa de su hermano?
–¡Curiosa familia! El hermano muere a manos del amante de hoy... y ese amante pierde a la
mujer que fue la novia de ese hermano... y cayó en la trampa que su amante actual le tendió... si la
vida no fuera, como lo es, tan extraordinaria, diríamos que esto es un increíble folletín...
Lanzó un corto suspiro.
–La existencia es una cadena de hechos que marchan unidos los unos a los otros... aunque a
veces los eslabones sean invisibles para nosotros...
»Nosotros le ayudamos a usted para que destruyese la vida de una mujer... e hiciera sufrir a un
hombre... del que también deseaba vengarse...
»Lo es... y usted lo sabe. Al invitar a Sleiter a aquella fiesta, usted deseaba destruirle, al menos
moralmente...
–¿Cómo puede usted saber...?
Kilian sonrió.
–Todos los hombres de las SS que han colaborado con usted lo han hecho porque yo se lo he
ordenado, aunque a veces... usted... para «convencerlos»...
–¡Calle!
–Está bien... No, no crea que yo obraba con desinterés... también perseguía un objetivo... por un
camino largo y lleno de rodeos, lo confieso.
–No entiendo.
–Yo también deseaba la pérdida de Sleiter, pero la pérdida moral, emocional, lo suficientemente
fuerte como para que dejara de ser un peligro... para él mismo.
–¿Se refiere usted a su labor política?
–Eso es.
Le miró la mujer, con extraña fijeza, con una nueva curiosidad, como si fuera la primera vez que
lo tenía delante.
–Si deseaba aniquilarle... existen otros medios...
–¿Matarle?

105
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: V Karl von Vereiter
–Sí. Yo también hubiera podido hacerlo, aunque hubiese sido arriesgarse demasiado. Lo que yo
quería era verle retorcerse de dolor... primero ante la muerte de la segunda mujer a la que amó...
luego a mis pies... cuando le hubiera vuelto loco de deseo...
–No ha ocurrido así.
–No. He sido yo quien ha caído en el cepo que le había preparado... a él...
–Comprendo.
–¿Cómo puede entenderlo? Yo tampoco lo comprendía... hasta que le conocí, como sólo una
mujer puede conocer a un hombre... y descubrir entonces que es la criatura más extraordinaria que
ha existido jamás... ¡un hombre de oro!
–Pienso como usted.
–¿Acaso le conoce como yo?
Sonrió Lörzert.
–No es lo mismo... pero le conocí antes que usted... mucho antes... cuando los dos éramos dos
jóvenes... soldados en el frente del Oeste...
Lanzó un corto suspiro, antes de agregar:
–... me salvó la vida. Dos veces.
–¿Y cómo puede odiarle?
Alzó la cabeza, y su expresión fue como la de un hombre que acaba de recibir una bofetada que
no esperaba.
–¿Cómo puede decir eso? Nunca he odiado a Konrad... al contrario...
–No me haga reír... es usted un hombre muy hábil... la prueba... ha sido el último en venir, tras la
serie de idiotas que ha enviado a verme, a convencerme... y ahora, incluso cuando sabe que amo a
Konrad más que a mi propia vida, quiere convencerme de decirle dónde está... porque le quiere...
como a un hermano...
–Y así le quiero, me crea usted o no...
–Pierde usted el tiempo, Standartenführer... lo pierde usted lamentablemente... incluso si se
atreviese a torturarme, no conseguiría nada...
–Ni puedo torturarla ni lo deseo... Ya lo sabía, antes de venir a verla, lo que ocurría... A Sleiter
no se le puede odiar... pertenece a esa clase de hombres que sólo odian los idiotas y los ignorantes...
a Konrad hay que amarle...
–¡Enternecedor!
–Déjeme hablar... ¿cree acaso que si no me importase Konrad... estaría aquí, perdiendo el
tiempo? Sleiter ignora que los suyos han perdido la partida... esta noche, mi querida señora, los
amigos de Konrad van a recibir una terrible lección... la última..
»Sleiter está escondido... y yo sé que aunque desaparezcan sus jefes, él obrará como si estuviesen
vivos. Se lanzará, como un loco, a una batalla que tiene perdida por adelantado...
»Si, al menos, muriese en el empeño... pero incluso si tuviese esa suerte, su nombre será
maldecido para siempre...
»Y si lo cogen vivo... le ahorcarán... a él no se le puede cazar como se hará a los otros... porque
Sleiter es un hombre de los pies a la cabeza...
Ella le miraba profundamente interesada.
–No puedo creer que haya venido usted para salvar a Konrad...
Una triste sonrisa se dibujó en los labios del SS.
–No, no he venido a salvarle, porque sé que eso es imposible. Nada sería más sencillo para mí
que disponer de un coche... y hacerle pasar la frontera... pero eso es no conocer a Konrad...
–Es verdad. No es de los que huyen.
–Lo sé... por eso, el motivo de mi visita es sólo uno: el único posible...
–¿Cuál? –inquirió ella. Y su voz temblaba.
–Tiene que morir.
–¡No!
–Tiene que morir... decentemente. No en la horca, rodeado por sus camaradas, oyendo sonar los
tambores... mientras que le arrancan las insignias... y las medallas que ganó en Francia...

106
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: V Karl von Vereiter
Hilma había bajado la cabeza.
–Lo entiende ahora, ¿verdad? Los dos le amamos... yo como un hermano, usted como una
mujer... y los dos, si nuestro amor es verdadero, hemos de procurar que muera... como deseamos
que lo haga.
Se puso en pie.
–Yo no puedo hacer más, amiga mía... Si me hubiera dicho el sitio donde se esconde, habría
procurado obrar a mi manera... pero sé que no me lo dirá nunca...
Ella no abrió los labios:
–He cumplido con mi deber... ahora, es usted y su conciencia quien tiene que actuar... Si evita a
Konrad la deshonra de una muerte repugnante... habrá demostrado que su amor valía la pena... si no
lo hace... ¡maldita sea!
Cuando ella alzó los ojos, el hombre había desaparecido.

107
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: VI Karl von Vereiter
VI
Los camiones, atiborrados de SS, avanzaban en la noche. Ante ellos, los vehículos de turismo, un
Mercedes y dos Opel, llevaban en sus asientos a los hombres llegados desde Berlín, y que
acompañaban a otro hombre... que de Canciller, iba a convertirse en Verdugo.
Aquel hombre era Adolf Hitler.
Iba nervioso. Estaba furioso. Llevaba tres días conteniendo apenas la cólera que le habitaba.
Desde que abandonó la capital del Reich, con el banal y falso propósito de visitar centros
juveniles del sur del país y asistir a la boda de un SS, sabía que el destino de Alemania, tal y como
él lo deseaba, estaba en sus manos.
A menos que lo dejase en las manos de las SA.
Hitler sabía muchas cosas.
Le dolía que su viejo amigo Roehm le atacase públicamente, aunque no les nombrase de forma
específica, demostrando a los que le oían que se había traicionado el espíritu de la revolución
Nacional Socialista, prometida al pueblo... o por la que el pueblo había votado.
Hitler sabía que los votos de sus poderosos amigos, los industriales, así como los de la pequeña
burguesía que le era completamente fiel, no le hubiesen hecho ganar las elecciones.
Fue el pueblo, gente de las capas inferiores de la sociedad alemana, obreros y campesinos,
muchos de ellos excombatientes en las filas de las organizaciones de izquierda, quien había
confiado en sus palabras que esperaba que, naturalmente, las cumpliera.
Hitler sabía que no podía cumplir ninguna clase de palabra.
Porque, a pesar de que su mando era indiscutible, estaba tras él la industria pesada, los poderosos
señores del acero y del carbón, a los que necesitaba para dar alimento al gran ejército que soñaba
poseer sin tardar mucho tiempo.
Hitler sabía...
Por eso estaba a punto de convertirse en Verdugo.
***
Se detuvo, al llegar a la esquina, mordiéndose los labios hasta casi hacerlos sangrar.
–Sakrement! –exclamó luego con voz ronca.
La silueta del hombre que acababa de salir de la casa, justo en el momento en que él se disponía
a doblar la esquina para penetrar en ella, le era tan conocida que su sola vista le puso tan tenso
como la cuerda de un arco.
¿Qué diablos estaba haciendo Kilian allí?
Durante unos instantes, se dijo que había cometido una estupidez al venir a Munich.
Josef tenía toda la razón del mundo.
No era por su propia persona, sino por lo que significaba, ya que lo quisiera o no, él era la
cabeza, el motor y el corazón de la unidad especial de la que tanto esperaba el Alto Mando de las
SA.
Vio a Lörzert subir al coche que le estaba esperando, y no se movió hasta que el vehículo torció
por una calle, cien metros más allá.
Corrió entonces hacia el portal, al mismo tiempo que su mano derecha buscaba en la cintura la
Lüger que había pasado entre el pantalón y el cuerpo, al vestirse de paisano.
Con el arma en la mano, subió al segundo rellano, deteniéndose entonces ante la puerta,
escuchando con reconcentrada atención, hasta que convencido de que era muy probable que no
hubiese nadie en el interior, extendió el brazo para oprimir el botón del timbre.
Le abrió la puerta la moza campesina, quien abrió unos ojos enormes al ver a aquel hombre, al
que tanto conocía, vestido de aquella guisa... y con la pistola en la mano.
–¡Oh!
–No temas, pequeña –le dijo él con una sonrisa–. Anda, ve a la cocina... quiero dar una sorpresa
a la señora...
–Bien.

108
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: VI Karl von Vereiter
Cerró la puerta Sleiter, atravesando luego el salón para dirigirse directamente al dormitorio al
que había regresado Hilda, volviéndose a sentar ante el tocador.
Fue en el espejo de la peinadora donde la mujer vio la silueta del hombre vestido con traje de
calle... y la pistola en la mano.
Parpadeó un instante, diciendo luego con una voz que temblaba un poco:
–Ya veo que sabes la verdad... y que has venido a matarme...
***
Los coches y los camiones navegan por el negro océano de la Noche.
La Noche de los Cuchillos Largos.
El convoy se acerca velozmente al lugar donde se han reunido, aparentemente para pasar el
permiso de verano, los hombres que forman el Estado Mayor de las SA.
Los hombres que desean apoderarse del Poder.
Hitler se muerde nerviosamente el labio superior, mordisqueando al mismo tiempo el curioso
bigotillo que se ha hecho famoso en el mundo entero.
Necesita un Ejército, pero no de aficionados como los SA. Lo desea profesional, con los
generales que no hicieron otra cosa en su vida, gente de la que espera la gloria que la Nueva
Alemania necesita.
Por eso, precisamente por eso, está dispuesto a convertirse en Verdugo.
***
–¿Eh?
Konrad se acercó a la mujer. Estaba profundamente sorprendido por lo que acababa de escuchar,
pero su sexto sentido le previno a tiempo, y no demostró sorpresa alguna ni se desprendió del arma
que empuñaba.
Deseaba saber.
Por su parte, la mujer se percató en seguida de que acababa de cometer un gravísimo error,
comprendiendo al mismo tiempo de que él estaba esperando... y que no era el momento ni
muchísimo menos de ocultarle nada.
No, no era el momento.
Giró sobre el asiento aterciopelado en el que estaba sentada.
–Tenías que saberlo... era fatal que tarde o temprano te enterases...
Él se limitó a asentir con la cabeza, sin comprometerse.
–Soy la hermana de Oberfein... de Walter Oberfein... el novio de Erika...
–Lo sabía.
–Hace poco...
–No. Desde antes de que me invitaras a aquella fiesta...
Ahora fue ella quien se sorprendió.
–No es posible...
–Sí. Yo también poseo mi servicio de información... Después de todo, Munich no es más que un
pueblo grande en el que nos conocemos todos...
–Pero entonces... también sabrás...
–Lo sé todo, Hilma...
–Me llamo Klara.
–No, para mí eres y seguirás siendo Hilma. Y dejemos eso... –dijo posando la pistola sobre un
sillón–. ¿Quieres decirme ahora qué estaba haciendo Lörzert aquí?
–¿También sabes eso?
–Le vi al llegar... por poco nos topamos en el portal.
–Vino a verme...
–¿Por qué?
–Vinieron otros tres... deseaban que les dijera dónde te escondes... están interesados...
–Es natural, pero yo sabía que no dirías nada... ¿o me equivoco?
–¿Cómo puedes decir eso?

109
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: VI Karl von Vereiter
Se acercó más a ella, posando sus fuertes manos en las curvas suaves de las caderas de la mujer.
–Es una broma, amor... ¿qué te dijo Kilian?
–Deseaba salvarte... quería que te fueras del país.
–Entiendo. Si puedo, también haré algo por él... no quiero que le ocurra nada malo...
–¿Puedo decirte algo?
–Lo que quieras, cariño.
–Kilian te aprecia, te quiere... de veras.
–Ya lo sé. Pero eso no va a cambiar en absoluto la marcha fatal de los acontecimientos.
Lanzó un suspiro.
–Hay momentos en la vida, Hilma, en los que los sentimientos han de ceder el paso a cosas que
se convertirán en Historia.
–Así es... Él quisiera facilitarte los medios para que te fueras... para que nos fuésemos, si deseas
que vaya contigo...
Él la miraba con fijeza, y ella sonrió, aunque sus hermosos labios dibujaron únicamente la mueca
dolorosa que le retorcía, al mismo tiempo, el alma.
–Sí, ya sé que no es posible... soy una tonta al hacerme ilusiones...
–Luego tendremos mucho tiempo para vivir juntos...
–Como tú quieras.
Se apretó convulsivamente contra él.
–Te deseo, Konrad... quiero ser tuya... ahora mismo... durante toda la noche... si es que tienes
tiempo para mí...
Sleiter le besó en la oreja.
–Tonta... ¿por qué crees que he venido a Munich? Tengo toda la noche para ti, para nosotros...
–Ven.
Le cogió de la mano, llevándolo hacia el lecho inmenso.
–Prométeme una cosa, amor mío.
–Lo que quieras, Hilma.
–No vamos a hablar de nada... esta noche... hablaremos sólo de nosotros mismos... sólo de
nosotros...
–Te lo prometo.
Le echó los brazos al cuello.
–Deja que te desnude yo, Konrad... ¡estás tan curioso vestido así!
Fue quitándole la ropa, sin dejar de acariciarle y besarle.
–Ahora te toca a ti... desnúdame...
Lo hizo Sleiter, con una impaciencia que se traducía en la agitación de sus manos.
–Ven...
Hilma cerró los ojos, como hacía cada vez, mordiéndose los labios, con ansiedad, deliciosa
ansiedad cada vez, hasta que sentía el hombre en ella.
Entonces, dejaba escapar un breve gemido de placer.
***
Los SS abrían las puertas, penetrando luego en las habitaciones, con los subfusiles en la mano.
En las camas, los hombres generalmente formando pareja, se alzaban, abriendo desmesuradamente
los ojos.
–El Führer ha ordenado...
Miraban a los SS, sin comprender, procurando ocultar sus cuerpos desnudos, que a veces seguían
aún entrelazados.
–... que seáis ejecutados por traición al Reich.
Ni una palabra más.
Los subfusiles ladraban ásperamente.
Y los cuerpos que un amor confuso había unido en la larga noche, se bañaban ahora en la sangre
mezclada de los dos amantes.
–El Führer ha ordenado...
110
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: VI Karl von Vereiter
Otras habitaciones. A veces, hombres solos. En las sillas, chaquetas con insignias de altos grados
de las SA Rostros de gente que había combatido junto a Hitler desde los lejanos años 1920...
–... que seas ejecutado por traición al Reich...
Otras veces, el hombre hecho y derecho, la cincuentena, junto al SA imberbe, con cuerpo núbil
de efebo. Jovencitos que sentían ganas de gritar y que, al ver los cañones amenazadores de las
Schmeisser, se ocultaban –como lo hubiera hecho una muchacha– detrás del pecho del hombre, de
un amplio pecho cubierto por una pelambre generalmente gris.
–En nombre del Führer... –decía otra de las fórmulas.
Era lo mismo, y mientras se alzaban las armas.
–... os ejecutamos por traidores al Reich.
Las balas se clavaban arteramente en la carne.
***
Sonriendo, dichosa, Hilma se fue separando lenta y cuidadosamente del cuerpo de su amante. Se
deshizo del brazo que Konrad tenía aún sobre su hombro, haciendo rodar su cuerpo hacia el otro
extremo de la cama.
Estaba deliciosamente cansada, maravillosamente agotada...
¿Cuántas veces había hecho el amor?
No lo sabía. Y hubiera sido incapaz de precisar un número. Además, ¿para qué? ¿Qué
importaban los datos concretos? ¿Qué importaba lo demás? Se habían amado sin interrupción,
pasando de la pasión salvaje y tormentosa a la entrega dulce y acompasada, para volver a enredarse
en una junta amorosa, más casi como enemigos rabiosos que como dulces amantes...
Bajó lentamente de la cama. Sin dejar de mirarle. Sin separar los ojos de aquel cuerpo que
consideraba tan suyo como el suyo propio. De aquel cuerpo al que tantas veces se había fundido
aquella noche, en aquellas horas, como si una fuerza misteriosa le empujara a no hacer, de los dos
cuerpos, más que uno solo...
Fue dando paso tras paso, con lentitud tremenda, hasta llegar junto al sillón en el que él había
dejado la Lüger.
Empuñó el arma, sintiendo que el frío del acero le penetraba como si alguien acabara de abrir la
ventana a un viento helado...
Fue acercándose de nuevo al lecho, mirando el cuerpo, pensando en lo horrible que sería verle
colgado de un poste, con una fina cuerda al cuello.
–¡Jamás! –dijo en voz baja, echándose de nuevo junto a su amante.
***
–¡Tú!
Hitler penetró en la habitación de Roehm. El jefe supremo de las SA estaba solo en la cama. Sin
ninguna clase de compañía... a pesar de sus conocidas aficiones...
–Eres un traidor, Ernst...
–¿Cómo puedes decir eso... tú? ¿Quién ha traicionado, Adolf? Vas a entregar a Alemania a sus
enemigos de siempre... a los poderosos y a los militares... quieres aplastar la revolución que tú
mismo prometiste al pueblo del Reich...
–Tenía confianza en ti...
–Y yo en ti... pero es la confianza del pueblo la que importa...
Salió Hitler, furioso, del cuarto, ordenando que pasasen a Roehm una pistola. Pero Ernst se negó
a matarse.
Los ojos de Hitler brillaron como ascuas.
–Hacedlo... ordenó a los SS de los subfusiles.
Se cerró la puerta.
–En nombre del Führer... por traición al Reich...
Y las armas ladraron de nuevo.
***
Acercó el cañón de la Lüger a la sien de Konrad, que dormía profundamente.

111
La noche de los cuchillos largos: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want to
appear here.: VI Karl von Vereiter
–No voy a consentir que te hagan daño, amor mío... ni quiero que tu nombre se ensucie en la
boca de eso puercos...
Las dos primeras lágrimas se desprendieron de los ojos de la mujer, deslizándose, como gotas de
mercurio, por la curva fina de las mejillas.
–¡Cómo he podido quererte, amor mío!
Porque había que querer de aquella sublime manera que poder alcanzar el poder suficiente de
cortar el hilo de la vida del hombre por el que graciosamente hubiese dado mil vidas, de haberlas
poseído.
Tú vas a morir con el perfume de mi carne en la tuya, con mi imagen en tu mente... yo he de ser
ahora quien pague todo lo malo que he intentado hacerte... y que te he hecho... porque moriré con la
amargura de no haber recibido la muerte de tu mano...
Apretó el gatillo.
Se quedó luego mirando el cuerpo sin vida del hombre, que apenas si se había movido, que
seguía mostrando en sus labios la sonrisa que la muerte ¡no había podido arrancar!
Se llevó el cañón de la Lüger a la boca... y volvió a apretar el gatillo...
***
El convoy regresaba a Munich. Igual que en Baviera, en Berlín habían sonado los disparos de los
pelotones de ejecución.
–En nombre del Führer...
Hitler iba en el Mercedes, silencioso, con los ojos entornados. La victoria era suya, el futuro de
Alemania también.
Por eso había acometido su sucio trabajo de Verdugo.
La noche terminaba en una palidez de fría alba: La Noche de los Cuchillos Largos tocaba a su
fin...

112
La noche de los cuchillos largos: Apéndice 1 Karl von Vereiter

APÉNDICE 1
LA CURIOSA DERROTA DE ALEMANIA EN LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL
Si rememoramos rápidamente la situación de Alemania a principios de 1945, comprobaremos
enseguida que se reunían en ella la totalidad de circunstancias que habían de abocar fatalmente a
una derrota sin precedentes.
Los ejércitos aliados habían penetrado profundamente en territorio germano, la totalidad de los
países que lucharon del lado del Eje estaban en poder de sus enemigos. La nación alemana,
sometida a un castigo aéreo sin precedentes en la Historia, no era más que un montón de ruinas, con
sus ciudades arrasadas su industria aniquilada y sus vías de comunicación rotas por doquier. La
moral de los habitantes había llegado a ese punto en el que se desea el final, sea cual fuere. Un
cansancio acumulado a lo largo de años de duras pruebas, la escasez y la dureza de los ataques por
el aire, habían conseguido desmoronar la poca fe que en la victoria tenían los alemanes. Por otra
parte, las Fuerzas armadas habían visto cambiar de signo su potencia de otrora, luchando desde
hacía tiempo en franca inferioridad con un adversario cada vez más poderoso y bien dotado.
Desde el punto de vista político, a pesar de la aparente sumisión de los altos responsables, se
notaban serias fisuras en el bloque dirigente, lo que daría como inmediato resultado las «traiciones»
de Himmler y de Göering, con sus intentos de pactar con los aliados occidentales, deseosos de
salvar el pellejo y volver a hallarse al mando de una Alemania, sin Hitler, que luchara junto a
Francia, Inglaterra y los Estados Unidos contra el viejo enemigo de la civilización occidental, la
Unión Soviética.
Algún día hablaremos de lo bien basadas que estaban las pretensiones del poderoso señor de las
SS, Himmler, y del fin del régimen, aquel obeso caballero, de corte renacentista, que fue el dueño
de la malparada Luftwaffe, Hermann Göering.
No constituye ningún misterio que «ciertos medios» afiliados, encabezados y dirigidos por
Churchill, soñaron más de una vez en aliarse con una Alemania democrática, para alzarse,
definitivamente contra el molesto vecino del Este de Europa. Basta leer la aleccionadora
correspondencia entre el premier británico y Josef Stalin, para percatarse de que sólo la potencia
alemana y el peligro que ésta representaba, hizo que el astuto hombre del cigarro puro «tragase
quina», sabiendo perfectamente que el apoyo de los Estados Unidos no era, en aquellos momentos,
suficiente para aplastar a los ejércitos germanos.
Pero regresemos a nuestro lejano año 1918.
La derrota de Alemania se va cristalizando, pero las condiciones difieren en absoluto con las de
1945. Son, respecto a éstas, profundamente extrañas... y hasta curiosas.
El 11 de noviembre va a firmarse el armisticio –algo muy distinto a la «capitulación sin
condiciones» exigida por los Aliados en 1945–. Pues bien, en marzo de este dichoso 1918,
exactamente el 21, el comandante en jefe de las fuerzas imperiales, Ludendorff, desencadena nada
menos que cinco ofensivas al Oeste. Al resultar fallidos estos sangrientos intentos, las cosas
empeoran en el momento en que los Aliados a su vez atacan.
El 13 de septiembre, la llamada Línea Hindenburg se rompe. El 21 de octubre, Guillermo II
prescinde de los servicios de Ludendorff. El 3 de noviembre, inspirados por lo que ha ocurrido en la
Rusia de los zares el año anterior, los marinos alemanes de la base de Kiel, se sublevan. El 30 de
noviembre, el emperador hace sus maletas y abandona el país, rumbo a Holanda. Y finalmente,
como ya dijimos antes, el 11 de ese mismo mes, se firma el armisticio en Rethondes.
¿Ha perdido Alemania la guerra? Eso dicen todos. Pero, y eso es lo curioso, millones de soldados
alemanes siguen ocupando vastos territorios en Francia. Y no hay un solo soldado aliado en terreno
alemán.
El Ejército va a regresar, abandonando los territorios conquistados, pero lo hará sin considerarse
como vencido. Su moral, incluso después del armisticio, sigue siendo alta. No se consideran
derrotados. Y muchos de ellos no pueden explicarse lo ocurrido. Igual ocurrirá con muchos
oficiales, suboficiales y jefes. Ninguno de ellos aceptará la derrota. Porque no ha habido derrota. Y

113
La noche de los cuchillos largos: Apéndice 1 Karl von Vereiter

esto, recordémoslo, es muy importante. Lo va a ser, junto a otros hechos que citaremos a
continuación, a lo largo de los años que seguirán al fatídico 1918.
Nadie cree en la derrota. Y menos que nadie, un Gefreiter –cabo– llamado Adolf Hitler.
Acumulando cosas curiosas, podemos agregar que mientras las tropas alemanas del Oeste se
disponen a abandonar las trincheras para regresar a su Patria, otros hermanos suyos luchan y vencen
al Este. Alemania ocupa los países bálticos, y después de la firma del Tratado de Brest Litovsk, ente
los bolcheviques y los alemanes, éstos avanzaron ocupando las tierras obtenidas con la firma del
tratado, apoderándose de una región verdaderamente enorme de la joven República rusa: una buena
zona de la Rusia Blanca, con la ciudad de Minsk, la casi totalidad de Ucrania, hasta la orilla derecha
del Donetz y Crimea. No eran estos territorios los que Rusia cedía a los alemanes, que se
concretaban a Letonia, Lituania y Polonia, pero habían sido ocupados por germanos, austríacos y
rumanos, lo que se traducía a una ocupación permanente, esencialmente germana, cuando austríacos
y rumanos se retiraron a capitular ante los Aliados.
Tenemos, pues, resumiendo, un Ejército alemán que va a retirarse del Oeste, y otro que sigue
ocupando amplias zonas al Este de Europa.
No derrotado el primero, victorioso el segundo.
¿Qué va a suceder en este galimatías?
Wilson, el Presidente de los Estados Unidos al que se puede considerar como el responsable
directo del surgimiento del nacionalsocialismo, quiere «aplastar» a Alemania. Naturalmente,
esconde sus verdaderos propósitos bajo el elegante eufemismo que le hace decir que lo que desea es
destruir el «militarismo germano o prusiano», más concretamente.
Detrás de esas palabras se esconde el deseo de «participar» en el gigantesco negocio que se
ofrecerá a los vencedores cuando la poderosa industria alemana deje virtualmente de existir. Los
Estados Unidos de América no son, en 1918, un país sin problemas. Francia e Inglaterra, sobre todo
la segunda, son dos peligrosos competidores en el mercado mundial. Se perfila ya, en los Estados
Unidos, la crisis económica que estallará en el comienzo de la década de los años 1930. La derrota
«industrial» y competitiva del Imperio germano es una oportunidad que Wilson no puede dejar
pasar.
Además la política no es una cosa sencilla.
Mientras que los ojos de Wilson están fijos en poder gozar de una gran parte de la hegemonía de
expansión en Europa, Francia e Inglaterra, especialmente ésta, ven con muy malos ojos la
turbulencia que las ideas bolcheviques están produciendo en algunos países balcánicos,
extendiéndose velozmente hacia esa Alemania con la que acaban de firmar un armisticio.
Queriendo imitar a las huestes de Lenin, que han dirigido una Revolución profunda, sin apenas
verter sangre, apoderándose del poder pro-aliado de Kerensky, firmando un hábil tratado con el
poderoso vecino germano, sacrificando parte del país para gozar del tiempo y la paz necesarios para
construir el socialismo, los soldados vencidos, hartos de guerra, desean imitar a los rusos, y los
levantamientos se producen por doquier, apareciendo en la confusa Alemania los primeros conatos
revolucionarios, la creación de comités de soldados y marinos.
Ante los astutos ojos de los políticos británicos, que son los que van a llevar el ritmo de los
acontecimientos, se presenta un terrible dilema:
a) las cláusulas del armisticio especifican claramente que el nuevo ejército alemán no podrá
rebasar de ningún modo los 100.000 hombres.
b) es condición sine qua non que el Alto Estado Mayor germano se disuelva, siendo sustituido
por dos comandantes supremos.
Eso es, entre otras muchas cosas, lo que impone el armisticio.
Pero:
a) la inquietud social y el ansia revolucionaria se extienden por doquier. Las tropas germanas
tienen que intervenir contra los espartaquista (de los que luego saldrá el Kommunistische Partei
Deutschland o KPD, fundado el 30 de diciembre de 1918). Los Cuerpos Francos, tropas
procedentes del Este, han de combatir diversos focos rojos y separatistas en el seno de la comunidad
alemana.

114
La noche de los cuchillos largos: Apéndice 1 Karl von Vereiter

b) al Este, sigue existiendo un Poder que se ha burlado de los consejos aliados, que deseaban que
la Rusia republicana luchase a su lado. Y lo más importante, es que ese poder soviético es el foco de
infección que extiende sus ideas, desarrollándolas en el terreno propicio de los países que han salido
derrotados de la contienda.
Ni a Francia, ni a Inglaterra, ni a los Estados Unidos les interesa una Europa frenéticamente
agitada «desde abajo». Para que los buenos negocios se lleven a cabo, se necesitan poderosas
inversiones, y no hay más remedio que imponer el orden, para garantizar plenamente a los futuros
inversores el cobro de sus cupones sin ninguna clase de anomalía.
Por eso, sencillamente por eso, tapándose los ojos a la realidad de un positivo desarrollo
militarista en Alemania, los Aliados consentirán que el «desarme» no sea más que palabras,
permitiendo la existencia de fuerzas especiales, rabiosamente nacionalistas, como los famosos Frei
Korps, los cuerpos francos, semilla que germinará hasta concretarse en la aparición del NSDAP, el
National-Sozialistische Deustche Arbeiter Partei, sencillamente, el Partido Nazi.
Creemos haber bosquejado un somero cuadro de la situación para que el lector, tras haber leído
la parte novelada del libro, pueda empezar a comprender cómo se llegó a aquella trágica noche del
30 de junio de 1934.
La Noche de los Cuchillos Largos.
Para aclarar ideas de este apartado, concretamente:
a) al Oeste, las tropas alemanas no tienen conciencia de haber sido derrotadas. Regresan a la
Patria con la clara idea que han sido traicionadas.
b) al Este, los germanos, especialmente los Cuerpos Francos, siguen imponiéndose. Cuando la
«oleada roja» amenaza al país, regresan en parte a su Patria, aniquilando a los insurgentes.
c) los Aliados desean desmembrar al poderoso Estado Mayor germano, pero saben que sin una
fuerza en Alemania, las ideas bolcheviques terminarán extendiéndose por ella.
d) por otra parte, el Capitalismo mundial ve con muy malos ojos el «ensayo socialista» de los
rusos. Y desea destruirlo, va a intentarlo, aunque tenga que contar con los soldados alemanes.
El escenario como vemos es harto confuso. Y es entonces cuando los pequeños personajes de
aquella turbulenta época van a aparecer, sin que nadie sospeche que se convertirán, en poco tiempo,
en los protagonistas de uno de los más sangrientos dramas que ha conocido la Historia de la
Humanidad.

115
La noche de los cuchillos largos: Apéndice 2 Karl von Vereiter

APÉNDICE 2
ROEHM
Cuando se ha escrito tanto sobre un personaje histórico y, sobre todo, cuando se ha mentalizado
al mundo con una serie de clichés que han ido incorporándose al personaje hasta formar materia
indisoluble con su imagen es, más que difícil, casi imposible verlo de otra forma.
Desde hace muchos siglos cuando a un hombre se le coloca la etiqueta de «homosexual», es
indefectiblemente que junto a ella aparezcan virtudes o defectos, influidos, yo diría mejor
«capitalizados», por ese activo fermento que es el desprecio que los hombres experimentan o han
experimentado en su totalidad hasta hace muy poco tiempo, sienten y sintieron hacia alguien que,
sexualmente hablando, escapaba a la norma, a la normalidad de algunos.
Hablar de Roehm o de las SA, es hablar de homosexuales, y nada debe extrañarnos que incluso
alguien con la «fama» de un Fellini, haya resumido sus «conocimientos» sobre las Secciones de
Asalto, a las escenas generalizadas y absolutamente falsas, en su mayor parte, de su film La caída
de los dioses.
La homosexualidad no hay que buscarla únicamente en las SA, sino en todas partes y lugares
donde los hombres viven juntos sin presencia femenina. La homosexualidad se encuentra ya como
«conducta tipo» en las huestes de Esparta, en las legiones romanas, en las hordas bárbaras, en los
ejércitos napoleónicos, en todas las prisiones del mundo, en los campos de concentración de todos
los países del globo, y en altas, medianas y bajas esferas de todas las sociedades existentes o por
existir.
La homosexualidad estaba «de moda» en el ejército prusiano, y allí seguramente la adquirió
Roehm. Pero esa vertiente sexual no altera la facultad intelectiva, ni modifica las ideas políticas, ni
la sensibilidad estética ni, mucho menos, aminora el valor personal, la ambición o el coraje ante el
mundo de los hombres que son de ese modo. Hablar hoy, después de Freud, de Master y de tantos
otros, de normalidad sexual, es como pretender afirmar que los genes de todos los seres humanos
son idénticos.
Todo esto viene a coleto para precisar que no deseamos arrancar de la personalidad de Roehm
sus «defectos», dejando únicamente brillar sus «virtudes». Y como prevemos que lo que sigue
puede erizar el vello a más de un lector, especialmente de los que han consultado libros sobre la
Historia del nacionalsocialismo, pensamos que sólo un análisis profundo de la personalidad de
nuestro personaje en cuestión, podrá aclararnos muchos puntos dentro de lo inmensamente
complicada que suele ser la naturaleza humana.
Ernst Roehm nace en 1887, y lo encontramos en escena el 21 de enero de 1919, siendo oficial
del 2.º Batallón de Infantería, en Munich, en plena crisis bávara. Durante la guerra, combatió a las
órdenes de Ludendorff.
Como tantos otros oficiales, Roehm, al regreso a su Patria, y después de haber echado una ojeada
al conjunto de acontecimientos que ocurren o están por ocurrir, primeras fuerzas armadas cuyo
objetivo primordial es «mantener el orden» contra la oleada progresiva de ansia revolucionaria que
ha llegado desde el Este.
Todos los oficiales alemanes de aquella época, saben perfectamente que los «agentes rojos» se
han infiltrado en las filas de las tropas que acaban de regresar del frente, vertiendo en ellas la
«ponzoña bolchevique», materializada primero por las enseñanzas de los espartaquistas y más tarde
por el Partido Comunista alemán.
¿Cómo puede explicarse este fenómeno?
Son numerosos los historiadores que lo justifican por el archisabido «espíritu de casta». Entre la
propaganda aliada durante la Gran Guerra, no faltan las caricaturas en las que se ve a los oficiales
prusianos, con su monóculo y su fusta, sus altas botas, relucientes, bebiendo en alegre compañía. Es
muy sencillo olvidar que detrás de esa máscara que intenta ponerse al ejército alemán están los
hombres que lo mueven, y no nos referimos a los altos cargos militares, sino a los que se sirven de
las tropas para llevar a cabo sus propósitos políticos.

116
La noche de los cuchillos largos: Apéndice 2 Karl von Vereiter

Es curioso, o puede parecerlo, pero el Ejército alemán nunca intentó hacerse con el poder, jamás
ningún general –como en tantos y tantos países latinos– quiso apoderarse de las riendas del país. Un
Franco o un Pinochet no son concebibles en Alemania. Ni lo fueron nunca, en el estricto sentido
que los dos generales tuvieron en sus respectivos países. Ni siquiera un De Gaulle.
El Ejército alemán, se tomó siempre por el defensor del orden interno y para respaldar con su
fuerza y su eficacia la política exterior del país. Ni más ni menos. Lo que no podemos esperar del
Ejército alemán es que fuera democrático. Ninguna fuerza armada lo es. Puede defender principios
democráticos, pero los ejércitos verdaderamente populares: el francés revolucionario, el creado por
Trosky, el español de la Guerra Civil, y tantos otros, tuvieron que dejar de ser populares y
democráticos para volverse ejércitos de verdad.
Lo que sí es cierto, por lo menos en Alemania, es que el Ejército no se «tiñe» del color de la vida
política del país, se sitúa al lado de las instituciones y, terriblemente conservador como todos los
ejércitos, digiere con dificultad profundos cambios políticos, los asimila muy despacio:
sencillamente, porque el marco de su propia esencia responde a la arquitectura de la sociedad a la
que sirve.
No es nada nuevo. Desde siempre, jefes y oficiales han surgido del manantial de las clases altas o
de la burguesía media. Y esto revela una gran importancia, ya que así como la tropa va y viene, en
una ininterrumpida sucesión de reemplazos, los cuadros permanecen, destinados a la defensa de un
orden social que les ha dado vida.
Ante el inevitable fenómeno de la República de Weimar, el Alto Estado alemán y la Reichwehr
provisional sudaron lo lindo para identificarse con una forma política de gobierno que les era
completamente nueva. Acostumbrados a servir al Emperador y a los gobiernos que de él dependían,
con objetivos perfectamente señalados, sin complicaciones ni sutilezas democráticas, sin cambios
en la rígida estructura del estado, acostumbrados al equilibrio y a la fuerza de unas instituciones de
una solidez a toda prueba, vacilaron al verse al servicio de gobiernos débiles, suplicantes ante los
enemigos de ayer, compuestos por hombres cautos y pusilánimes, que se echaban a temblar al tener
que decidir el empleo de la fuerza que el Ejército, aunque pequeño y desmembrado, representaba.
Otra de las cosas que no hay que olvidar, metiéndose en la piel de los oficiales germanos, es su
costumbre a ser respetados, queridos y admirados por el pueblo alemán. En las retinas de todos ellos
quedaban aún las imágenes de las aclamaciones que el gentío había lanzado a su paso, cuando se
dirigían a los campos de batalla, de las flores que sembraron las calles, de las jóvenes que salían del
público para abrazar y besar a los «héroes».
Y, de repente, al regreso, cuando se tiene plena conciencia de haber cumplido con su deber y,
especialmente, cuando se está seguro de no haber sido vencido, la gente les insulta, les increpa, les
ataca y hasta les arranca medallas y condecoraciones. Y por si fuera poco, los soldados empiezan a
dar muestras de rebeldía, y cuando se sublevan, hacen prisioneros, hieren o hasta matan a la
oficialidad, imitando a los bolcheviques.
La terrible diferencia entre un oficial zarista y un oficial germano estriba en eso: el oficial
alemán no ha tenido jamás conciencia de contribuir a la explotación del pueblo. Es más, lo ama y lo
respeta, y le hiere ser ofendido por él. Mientras que el oficial zarista ha desenvainado más de una
vez el sable, desde que no era más que un cadete, para atacar a los campesinos o a los obreros de las
grandes ciudades.
Y eso va a ocurrir en Alemania.
Pero, para poder «asimilar» esta dolorosa experiencia, para que el oficial alemán se decida a
disparar contra el pueblo, ha de estar convencido, y lo está, que esa parte del pueblo que, de manera
incomprensible, se alza contra algo tan sagrado como el Ejército, no es el pueblo alemán, sino
marionetas en manos de agentes extranjeros, porque, a los ojos de un oficial prusiano, un
bolchevique deja de ser un ciudadano alemán para convertirse en un «soldado» de un país al que
siempre consideró como enemigo de Alemania.
Todo lo expuesto está destinado a comprender un poco la urdimbre psicológica del oficial
alemán, y así podremos llegar a imaginar lo que «pasaba» por la cabeza de uno de aquellos
oficiales, como en todos ellos, refiriéndonos a Ernst Roehm.
Él mismo afirma rotundamente: «Desde mi niñez, no tuve más que un deseo: ser soldado».
117
La noche de los cuchillos largos: Apéndice 2 Karl von Vereiter

Si ya tenemos, en cierto modo, «definida» la personalidad del oficial germano en general y la de


Roehm en particular, podemos acometer su papel dentro de las fuerzas que iba a mandar, las
Sturmabteilun, SA, o Secciones de Asalto.
¿Cómo nacieron las SA?
Si pensamos en la creciente actividad, dentro de Alemania, de los agentes aliados, encargados
del control en el cumplimiento de las cláusulas del Tratado de Versalles, el Diktat, comprenderemos
que todos aquellos que intentaban salvaguardar la estructura militar del disuelto Ejército alemán,
camuflaban sus formaciones paramilitares de mil modos distintos.
La actividad política creciente del Partido Nazi, recién estrenado, chocaba, inevitablemente, con
las fuerzas que se oponían, especialmente con las huestes comunistas, mucho más numerosas y
mejor organizadas. Cada mitin ofrecía problemas y peligros. Por eso, camufladas
convenientemente, se formaron pequeñas unidades de protección a los oradores nazis,
particularmente a Hitler que era el mejor y el más activo de todos ellos. Estos grupos de protección
se extendieron por diversas ciudades germanas, amparándose bajo el hipócrita nombre de
«secciones gimnásticas y de deporte», que se colocaron bajo el mando de un antiguo insignia de la
Marina, llamado Johann Ulrich Klintzsch.
Todos los miembros de aquella organización deportiva adoptaron el uniforme que iba a ser luego
el símbolo de la gigantesca fuerza armada con la que contaría Roehm. Camisa parda, gorro
característico, pantalón de montar y, cuando podían, botas altas.
La adopción del nombre definitivo tuvo efecto en unas circunstancias históricas, curiosas e
importantes.
La Casa del Partido acababa de instalarse, en noviembre de 1921, en un amplio piso, dotado de
numerosos despachos, en la Corneliusstrasse. Poco después, Hitler debía hablar, como ya lo había
hecho varias veces, en la cervecería muniquesa de Hoffbräukeller. El ambiente de la sala estaba
muy tenso, ya que los comunistas habían enviado a 800 de sus miembros para impedir el acto, para
abuchear a los oradores; en una palabra, a armar el mayor escándalo posible.
Y así lo hicieron, justamente cuando Adolf Hitler se disponía a intervenir.
Las voces, los gritos y las imprecaciones degeneraron muy pronto en una verdadera batalla, en la
que además de las cachiporras y los palos, intervinieron las armas de fuego.
La victoria se colocó del lado de las fuerzas que protegían a Hitler y a los demás oradores. Las
secciones gimnásticas y deportivas, que no contaban más que con 80 miembros presentes en el acto,
derrotaron a los 800 contrarios.
Y fue entonces cuando Hitler les dio el nombre que se haría famoso, llamándolas Sturm-
Abteilung Secciones de Asalto o, más sencillamente, SA.
¿Qué hace mientras tanto Ernst Roehm?
Va de un lado para otro, agobiado por su obsesión de crear una fuerza armada capaz de detener
la amenazadora crecida de la «ola roja».
Le vemos llegar a la localidad de Ohrdurt, en Turingia, donde se pone a las órdenes del coronel
Von Epp, y a su jefe de Estado Mayor, el comandante Von Hörauf. Los dos hombres, siguiendo las
instrucciones de Noske, estaban formando una Cuerpo Franco bávaro.
Ha llegado la hora, para evitar que el lector se pierda en una exposición de fechas y hechos, de
aclarar el papel de Noske y los motivos que le llevaron a Berlín.
Digamos antes que nada que Noske era un «socialista». Hombre duro, de decisiones rápidas y
golpes firmes, al ser llamado para hacerse cargo del puesto de gobernador de Berlín, justo en el
momento en que los espartaquistas se habían adueñado de media ciudad, impone sus métodos,
aplastando la rebelión, no sin dificultad, pero consiguiendo imponerse por la fuerza. Los dos
personajes importantes, espartaquistas ambos, que dirigieron la rebelión roja, Liebknecht y Rosa
Luxemburg son detenidos y asesinados. Las rebeliones rojas prosiguen, y otras ciudades conocen la
lucha sangrienta entre espartaquistas y tropas de las que van surgiendo los famosos Cuerpos
Francos. Munich es una de las ciudades que sufren los combates más cruentos, sólo semejantes a los
de Berlín. De tal modo que se instala en la ciudad una verdadera República soviética. Y las tropas
tienen que intervenir, solicitadas por Noske, hasta que los llamados «Rusos» huyen de la ciudad.

118
La noche de los cuchillos largos: Apéndice 2 Karl von Vereiter

Tenemos en resumen, como ya hemos apuntado con anterioridad, una situación caótica que,
poco a poco, consigue dominar la Reichwehr, apoyada por los Cuerpos Francos.
Cuando Hitler llama a Roehm para que se haga cargo de las SA, nadie puede imaginar la
importancia que adquirirán las Secciones de Asalto. Hitler aprecia sinceramente a Ernst, y a una de
las pocas personas, muchos historiadores dicen que fue el único, al quien el Führer trata de tú.
Dejemos que Adolf Hitler prosiga ahora su vertiginosa carrera política que le conducirá, en
1933, al poder. Y quedémonos junto a Roehm quien va organizando más y más intensamente las
SA, otorgándoles ampliamente la misión para la que han sido creadas: más que para proteger a
Hitler, que ya tiene su guardia personal que habrá de convertirse en las tristemente famosas SS,
Ernst lanza sus huestes a la lucha callejera, a esas calles y plazas de todas las ciudades alemanas que
dominan los rojos.
Hitler ha hablado mucho, ha dicho infinidad de cosas. En los primeros tiempos de su actividad
política, siguió la corriente, complaciendo a los que se sentían heridos por una guerra que había
terminado de forma verdaderamente absurda.
En aquel triste año de 1918 y en el siguiente, cuando las tropas del Oeste regresaron, sin haber
sido derrotadas militarmente, hubo de buscarse una fórmula que justificase lo ocurrido. La
necesitaban, en primer lugar, las tropas y sus mandos. Pensemos un poco que el pueblo estaba
acostumbrado a ver regresar a los soldados victoriosos, y que el triunfo de 1870 seguía en todas las
almas. Tampoco estaba acostumbrado el Ejército a tener que justificar una derrota.
Nació entonces lo que algunos califican de leyenda, especialmente los historiadores franceses, y
que tomó el tétrico, el terrible y brutal nombre de Dolchstoss, el golpe de puñal o más claramente
«la puñalada por la espalda».
¿Quién había dado aquella puñalada por la espalda al Ejército? Sin duda alguna, la retaguardia,
pero sin englobar a todo el pueblo germano: «los traidores de Noviembre», sobre cuyas espaldas
caerían todas las culpas, eran los políticos inclinados hacia la izquierda, los socialdemócratas, los
católicos del Zentrum y, lógicamente, los socialistas radicales y los comunistas, inspirados y
pagados por los revolucionarios bolcheviques que habían derrotado al zarismo en Rusia.
Y los judíos.
No hay lugar en este libro para estudiar a fondo el problema del antisemitismo en Alemania, cosa
que dejaremos para otras obras. De todas formas, el judío se hizo rápidamente impopular, ya que a
los ojos de los nacionalistas, no eran verdaderos alemanes y estaban íntimamente ligados, comercial
e ideológicamente, con las potencias enemigas del Reich. Y todo esto se producía mucho antes que
los teóricos del nazismo diesen justificación «científica» a la pureza de la raza aria.
Inmediatamente después de su campaña contra la puñalada, Hitler, convencido de que la mayor
parte del pueblo alemán cree en la traición de gente sin honor y gobernantes cobardes que han
hecho posible la falsa derrota del Ejército, ataca la esencia político-social del país.
Su partido, en el que no tardará en ostentar el cargo de jefe supremo –Führer–, contiene una
palabra que hay que analizar con cuidado, para llegar a comprender la posición de Roehm y de las
SA, que estaban dispuestos a seguirle.
El NSDAP, primitivamente DAP, es:
1.º Nacional. Lo que quiere decir que va a limitarse a la geografía del pueblo alemán, luego al
concepto de germanidad de Hitler, con la anexión de Austria y del país de los sudetes.
2.º Socialista. Con amplias visiones en profundos cambios socioeconómicos. Y aquí está ya lo
grave: puesto que Hitler ataca implacablemente, para justificar el «socialismo» de su partido a los
estamentos superiores de la sociedad germana, grandes capitalistas y poderosos terratenientes.
3. º Del Trabajo. Arbeit, o de los trabajadores, dando una mayor fuerza a la defensa de las clases
populares, adquiriendo la importancia primaria y definitiva del esfuerzo cotidiano de los de abajo.
Una de las primeras promesas de Hitler, en este sentido, es acabar con el paro. Y la cumplió. A su
modo.
4. º Partido. Lo que significa que tiende a ser el «único» partido, representando a todas las
fuerzas germanas. Esta tendencia hacia el monopartidismo se clasifica desde el principio por los
símbolos, especialmente la cruz gamada, y la ausencia de importantes asociaciones y componendas
con otros elementos políticos del país.
119
La noche de los cuchillos largos: Apéndice 2 Karl von Vereiter

El NSDAP es pues, en traducción correcta: El Partido nacional-socialista alemán de los


trabajadores.
Así hablaba Hitler... y así lo creyó Roehm.
Vamos a pasar por alto los enfados entre los dos camaradas, y la marcha de Roehm a Bolivia,
donde ejerció un cargo de consejero militar. Preferimos volver a encontrarle, a su regreso, de nuevo
jefe supremo de las poderosas SA.
¿Qué son las SA para Ernst Roehm?
En su primera fase, el elemento de asalto contra los enemigos del Reich, los comunistas en
primer lugar. Pero después de 1933, con Hitler como Canciller, tras la desaparición de las demás
formaciones políticas y la sola presencia del Partido Nazi en Alemania, ¿qué van a ser las Secciones
de Asalto?
Para Roehm las cosas están muy claras.
Las SA son el Ejército del pueblo, la fuerza revolucionaria que va a hacer posible alcanzar los
objetivos que el Führer marcó como líneas maestras del futuro Gran Reich Alemán. Y estos
objetivos están muy nítidamente dibujados en la mente del amo de las Secciones de Asalto:
A) imponer el socialismo en Alemania. Un socialismo nacional, esencialmente germano, pero
socialismo al fin y al cabo. Y para conseguirlo, hay que proceder a la destrucción o, al menos, a la
neutralización de los estamentos que se oponen a un tal tipo de concepción ideológica, a saber:
a) el capitalismo dominante, los grandes capitanes de la industria, que han sido los únicos en
enriquecerse con las guerras y los padecimientos del pueblo alemán.
b) los grandes latifundistas, cuyas inmensas propiedades, muchas de ellas improductivas, deben
distribuirse, poniendo en marcha una Ley Agraria que termine definitivamente con los latifundios.
c) hay que proceder a la «descapitalización» del Ejército; es decir, a la renovación completa de
sus cuadros, ya que empezando por su Estado Mayor, el Ejército ha sido siempre el defensor de las
grandes injusticias sociales, ha cultivado un insoportable espíritu de casta, creando una aristocracia
que se ha desentendido de forma absoluta de los intereses del pueblo alemán.
A pesar de que los equívocos sigan hoy día, de que al pensar en el Tercer Reich veamos los
clichés astutamente generalizados por la propaganda aliada de la posguerra, no podemos dudar un
solo instante que la gran masa humana del pueblo alemán y específicamente los miembros de las
SA, en aquellos tiempos, estaban al lado del «socialismo» del Partido, ansiando profundos cambios
en la estructura socio-económica del país y, aunque parezca paradójico, imbuidos por un sentido
general marxista y una línea de acción leninista, se mostraban dispuestos, sabiendo que era el único
medio factible para conseguir sus propósitos, de hacer la revolución.
No es extraño que Hitler, cuando empezó a enfadarse de veras con Roehm, lo tachase de
marxista.

120
La noche de los cuchillos largos: Apéndice 3 Karl von Vereiter

APÉNDICE 3
EN BUSCA DE LA JUSTIFICACIÓN HISTÓRICA DE LA NOCHE DE LOS CUCHILLOS LARGOS
«Je vous prie de remarquer, Messieur,
que je ne blame ni approuve: je raconte».

TALLEYRAND

Informado de una manera sui géneris por Himmler y Göering, los enemigos jurados del jefe de
las SA, Hitler se percata de que su viejo camarada, el Alter Kampfter –viejo luchador, miembro de
los primeros grupos que lucharon a su lado en los inicios del movimiento nazi– Ernst Roehm, «ha
descubierto su turbio juego».
Puede ser que haya muchos más que se extrañen de ese cambio en la dirección política que el
Führer señaló en los comienzos de la lucha. Pero se callan, obedecen, se pliegan a las nuevas
directrices: los más, por miedo; la elite porque desea medrar al lado de Hitler, ser poderosos y ricos.
Poderoso, Himmler, la araña negra que va a tejer sobre Alemania y parte de Europa la vibrante tela
del Terror. Rico, inmensamente rico, Hermann Göering, el personaje que se equivocó de época, ya
que hubiera encajado mucho mejor en pleno Renacimiento.
Detrás de ellos, el elegante espadachín, excelente jinete, antiguo oficial de la Marina imperial,
mujeriego, conquistador y cien veces más cruel que Himmler, Heydrich, el amo del Servicio de
Seguridad, el Sicherheitsdienst, el criminal nato que sería eliminado con una bomba, en 1942, en
Checoslovaquia, y por cuya muerte pagaron miles de inocentes, vilmente asesinados en la
tristemente célebre localidad de Lidize.
Todos ellos influyen en Hitler, advirtiéndole del peligro que significa la agresiva conducta del
jefe de las SA.
Pero, ¿qué es lo que Roehm echa en cara al Führer?
1.º Haber traicionado el espíritu de la primera revolución, la que llevó al Partido al Poder. Haber
olvidado las promesas hechas al pueblo alemán y los principios socializantes del NSDAP.
2.º Haber hecho promesas de seguridad y de negocio con los grandes capitalistas alemanes, a
cambio de recibir de éstos fuertes sumas de dinero y la promesa de producir para el Nuevo Reich,
siempre que el dogal impuesto a los obreros fuera mantenido: nada de subidas de salarios ni de
huelgas.
3.º Haberse asociado con el Estado Mayor alemán, permitiendo la formación de un Ejército de
clase, con las mismas prerrogativas de siempre.
¿Qué propone Roehm?
1.º Una segunda revolución, apoyada en los millones de miembros de las SA, con los objetivos
que el mismo Hitler había prometido al principio, a saber:
a) socialización de la economía y de los medios de producción.
b) eliminación del gran capital de la industria.
c) desaparición de los latifundios.
d) disolución del Estado Mayor.
e) creación, a base de las SA, de un Ejército popular, semejante en todo el Ejército Rojo de
Trosky.
¿Podía aceptar el Führer estas premisas?
Era evidente que no. Hitler era un político astuto y sin escrúpulos. Y tremendamente realista,
además de osado y visionario. Tras la primera fase, profundamente revolucionaria y radical, se echó
atrás, deseando jugar al mismo tiempo con muchas barajas distintas.
Ahora que sabemos que su política le llevó a la derrota más grande que Alemania haya sufrido
jamás, podemos calificar de errores las premisas de su actuación.
Hitler deseaba:

121
La noche de los cuchillos largos: Apéndice 3 Karl von Vereiter

1.º Establecer una forma de mando absolutista. La imposición del Führerprinzip fue la prueba
patente de este modo de pensar. Todo emanaba del Führer, y las órdenes por él impuestas no podían
ser discutidas, sino obedecidas ciegamente.
2.º Contar con el apoyo económico y la tremenda fuerza de producción de la industria germana,
sin la que no era posible dotar al país de la fuerza agresiva que necesitaba para llevar a cabo sus
ambiciosos planes.
3.º Ganarse la confianza del Estado Mayor alemán, entregándole, sólo de forma aparente, el
mando del Ejército, la Wehrmacht, para lograr los objetivos de conquista propuestos.
4.º Aunar el mando político con un solo Partido, remozando el ideario. De eso se encargaría el
doctor Goebbels, el jefe de la Propaganda del Reich, creando las consignas que habrían de regir en
el país: amor a la Patria, espíritu de sacrificio, orgullo de pertenecer a la raza aria, odio a los judíos
y minorías no germanas y desprecio a la civilización decadente de los países occidentales. Promesa
de un Reich cuya hegemonía duraría un milenio.
5.º Conseguir, en una primera fase, la base suficiente para proceder; en una segunda, a lograr el
«espacio vital» que Alemania necesitaba para volver a convertirse en una gran nación. Para ello,
tras la jugada de dados de la ocupación del Sarre, anexionarse Austria y ocupar la zona de los
Sudetes de Checoslovaquia.
6.º Posteriormente, arreglar la suerte de Polonia, eliminando la vergüenza de Danzig, preparando
así el terreno para pasar el objetivo número uno de la política agresiva del Reich: la marcha nach
Ost, la conquista de Rusia como base económica del futuro Tercer Reich.
Por eso, sencillamente por eso, Hitler no podía admitir la oposición de Roehm. Y por eso en la
noche del 30 de junio de 1934, se afilaron los cuchillos de las SS, precediéndose a la «limpieza» de
los adversarios internos.
Por eso, precisamente por eso, se produjo la Larga Noche de los Cuchillos Largos.

122

Potrebbero piacerti anche