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LA EVALUACIÓN DEL CURRICULUM

Tomado de :
Argumedo Manuel
El curriculum en la Educación Superior
Facultad de Ciencias Económicas.
Universidad de Buenos Aires
1999

Desde la perspectiva del curriculum como práctica, la evaluación no es apenas un


momento del proceso. Es una actividad que acompaña tanto la etapa de diseño como la de
desarrollo: es la investigación y sistematización permanente de la práctica de la que habla
Stenhouse71.

Este es el enfoque por el que opta la Secretaría Pedagógica de la Facultad de


Ciencias Económicas de la UBA cuando afirma que la reforma cumple su objetivo
si genera un proceso de debate en torno al plan de estudios. Cuando se lo acepta
sin ningún cuestionamiento, cuando se transforma en una rutina más, se hace
necesario ponerlo en marcha nuevamente, provocar el debate para que se reanude
el movimiento.

¿Qué debe entenderse por evaluación del plan de estudios?

En general, se entiende por evaluación una actividad –ubicada casi siempre al fin del
programa o de alguna etapa de su historia- que genera informaciones que permiten tomar
decisiones sobre su marcha o su continuidad futura. Si se considera el tomar decisiones
como el decidir sobre los cambios que deben realizarse en el proceso de formación, la
evaluación es algo así como un motor del cambio. Con otras palabras es una opción por el
cambio orientado, sistemático, planificado; frente a un avance azaroso y sin dirección72.

Sin embargo, en nuestro tiempo, cuando se habla de optar por la planificación y no por el
espontaneísmo, no se está pensando en la razón como guía absoluta de la acción, sino más
bien en un proceso de negociaciones entre las múltiples “razones” de los actores. Como
afirma Tenti, hoy planificar es especular con lo desconocido, por eso la define como un
proceso de aprendizaje social. También el Brunner más contemporáneo llega a definir el
aprendizaje como un proceso de negociación sobre los significados73.

La evaluación permanente del curriculum hace prácticos los conocimientos que la gente ha
producido durante el desarrollo, como resultado de su participación en el proceso y permite
producir nuevos conocimientos74.

Al hablar de cambio en el curriculum Tenti Fanfani afirma, citando a Schein, que el


cambio debe producirse en primer lugar en los sujetos75. Esto implica un momento de
“desestructuración”, una situación de inestabilidad, que los pone en acción para encontrar
una salida y produce una revisión de la práctica, la construcción de alternativas
incorporando nuevos elementos y, finalmente, un nuevo momento de estructuración. Estas

71
Se alude aquí a los textos trabajados en la primera unidad: Stenhouse, L.: Investigación y desarrollo del curriculum, Madrid, Morata,
1984, Capítulo 1; y Grundy, S.: Producto o praxis del curriculum, Madrid, Morata, 1991, 4.
72
Tanto Conrad (Capítulo 1 de The Undergraduate Curriculum, Westview Press, 1979) como Tenti Fanfani (en la primera parte del
libro Universidad y profesiones, Buenos Aires, Miño y Dávila, 1989) se refieren a estas dos posibles maneras de producir el cambio.
73
Bruner, Jerome. Realidad mental y mundos posibles. Barcelona. Gedisa, 1988. Ver en particular el capítulo IX.
74
Morrish, Ivor. Cambio e innovación en la enseñanza. Madrid. Anaya, 1978 (capítulo 4),
75
Tenti Fanfani trata este tema en las páginas finales del texto anteriormente citado.

1
son las etapas del deshielo, movimiento y nuevo congelamiento de las que habla K. Lewin
en el proceso grupal, o los momentos del proceso de aprender según Piaget.

Sin embargo es importante que el momento de “desestructuración” sea un momento de


conocimiento crítico. Esto quiere decir, utilizando aquí palabras de Bléjer, que los sujetos
vivan la situación como un problema que puede y debe enfrentarse, y no como un dilema
fatal. Considerarlo como esto último lleva a optar por lo viejo, por lo que más conviene, lo
que no los perjudica ni les crea dificultades, aunque tenga que “maquillarse” un poco para
pasar inadvertido.

En educación los cambios se han producido por lo general adoptando modelos derivados
de las políticas de modernización de las actividades productivas: el modelo centro
periferia, de difusión por contagio, que se resume en la imagen del sembrador; o el modelo
de investigación y desarrollo, que Morrish denomina “potencialista” y que es propio de una
etapa en la que se controla la calidad de la producción. Pocas veces se intentó el tercer
modelo que describe Havelock: la innovación a partir de los actores, no planteando
“soluciones” sino generando procesos de investigación participante76.

A veces se habla del escaso impacto de las innovaciones y de la resistencia al cambio de


los docentes, se resuelve todo en un análisis de “actitudes” sin buscar en los factores de la
realidad objetiva que pueden provocar miedo o inseguridad. La “resistencia” puede derivar
por ejemplo de la poca claridad de la propuesta, de la falta de informaciones o habilidades
para hacer lo que se pretende, de la falta de materiales o condiciones de trabajo adecuadas,
o de la existencia de conflictos de poder o de valores, que fundamentan prácticas
diferentes77.

Plantearse estas cuestiones exigiría adoptar otro estilo para las innovaciones.

Algunos autores reflexionan sobre las posibilidades que tiene una propuesta de cambio de
convocar a los actores a participar: el contenido de la propuesta influye en la actitud de los
actores ante la convocatoria. De las propuestas más fáciles de ser aceptadas a las más
difíciles, Morrish establece la siguiente escala: cambios en el hardware, cambios en el
software y cambios en las interacciones. Conrad plantea casi la misma escala: cambios en
las formas, en los procesos y en las actitudes. Un cambio más superficial que se refiera a
los conocimientos, a los comportamientos individuales y a las técnicas, tiene más
posibilidades de ser aceptado que otro que comprometa las actitudes, los comportamientos
colectivos y las formas de organización.

Estas diferencias conducen a pensar si es posible establecer relaciones entre la evaluación


y aquello que se evalúa.

Algunos modelos de evaluación


Es posible diferenciar al menos dos maneras de entender la evaluación que, con algunas
variantes, dan origen a varios modelos78. Una de ellas tiene que ver con los resultados del
76
Sobre este tema puede consultarse los textos de Stenhouse (capítulo 14) y Morris ya citados.
77
Stenhouse, L. Investigación y desarrollo del curriculum, Madrid. Morata, 1984. Capítulo 14,
78
Ver Lewy, Ariel: “Desarrollo sistemático y evaluación de un programa educacional”, en: Manual de evaluación formativa del
currículo, UNESCO. Instituto Internacional de Planeamiento de la Educación, Voluntad, 1976; y Stenhouse, Lawrence: Investigación y
desarrollo del curriculum, Madrid, Morata, 1984. capítulo 8.

2
proceso; la otra considera también al proceso mismo como objeto de la evaluación. En lo
que se refiere al curriculum estas dos concepciones de evaluación pueden identificarse
claramente desde la perspectiva de Grundy: en un grupo están los que entienden al
curriculum como producto y en el otro los que lo consideran fundamentalmente una
práctica.

Lógicamente, es Tyler uno de los primeros que nos ofrece un ejemplo evidente de la
evaluación de resultados. Para este autor, una vez definidos los objetivos y seleccionadas
las estrategias para alcanzarlos, se pone en marcha el proceso educativo y sólo puede
evaluarse a partir de los resultados que se obtengan. Las conclusiones de este análisis de
los “productos”, nos permitirán decidir si los medios seleccionados eran adecuados o no
para lograr los objetivos. No se cuestionan en este modelo los objetivos. Se supone que han
sido determinados a partir del análisis de las necesidades sociales, por eso, lo único que
puede haber “fallado” son los medios.

Esta posición supone que los ejecutores del plan de estudios no han participado en su
construcción. Se trata de saber qué es lo que no ha funcionado en la puesta en marcha y
cómo puede mejorarse; de regular la ejecución. Stenhouse resume este estilo de evaluación
afirmando que se trata de saber qué curriculum recomendar a otros para su aplicación. Sólo
pueden saber si una propuesta educativa funciona, quienes saben lo que se propone. Por
eso es importante “decidir” qué medidas demostrarán si se han logrado o no los objetivos y
en qué grado. Hay que definir variables e indicadores, cuyo rendimiento se “mide” en
relación con un valor standard.

Frente a esta concepción de evaluación del producto, se han formulado muchas


teorías que la consideran una actividad intrínseca a cualquier proceso.

En rigor, cualquier acción humana –concebida como una secuencia de actividades


intencional, con sentido- incluye necesariamente un momento de evaluación. En esta línea
encontramos, por ejemplo, los trabajos de Scriven, que hablan de dos tipos de evaluación:
la formativa y la sumativa. La primera es la que acompaña todo el desarrollo del proceso,
detectando los obstáculos para ir resolviéndolos durante la práctica; la segunda es la que
considera críticamente los efectos del proceso recorrido. Aquí se hace necesario, entre
otras cosas, establecer metas parciales que permitan evaluar el progreso, diseñar
alternativas de instrucción y construir mediciones del aprendizaje en marcha que faciliten
la predicción.

Stake avanza un poco más en este camino y plantea una propuesta de evaluación más
amplia y compleja que debe tener en cuenta informaciones sobre los antecedentes, es decir,
las condiciones previas relacionadas con los resultados que el programa se propone lograr,
las transacciones o compromisos que se van realizando durante el proceso y los resultados,
concebidos aquí como el impacto del programa sobre los actores. El curriculum es un
“sistema de instrucción”, un anteproyecto, que se adopta en un “medio de aprendizaje”. La
interacción entre sistema y medio modifica a ambos: se produce una cadena de
repercusiones en el medio de aprendizaje que afectan a la propuesta misma, cambiando su
forma y moderando su impacto.

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Evaluar, parar Stake, es establecer el nivel de congruencia entre una línea de contingencias
anticipadas o “lógicas” y otra de contingencias observadas o “empíricas”. En este contexto
considera que la propuesta misma de evaluación debe ir modificándose a medida que el
proceso avanza, debe ser “respondente” y no predeterminada.

Pero estas formas de evaluar suponen todavía la existencia de un técnico que, desde
“afuera” del proceso, acumula datos, analiza “opiniones” de otros, para, finalmente, emitir
un juicio que será utilizado por los que tienen el poder de adoptar decisiones. No se trata de
“comprender” el programa, sino de considerarlo en términos de éxito o fracaso, teniendo
en cuenta tanto los resultados que pueden predecirse a partir de la marcha, como el que
finalmente se obtenga.

Buscando superar esta perspectiva surgen nuevos modelos, que parten del supuesto de que
sería más efectivo describir la situación en la que el programa está actuando e inducir a los
actores a realizar los cambios que les parezcan convenientes. La evaluación aparece en
estos modelos más interesada en el aprendizaje que en la medición, se trata
fundamentalmente de comprender el programa. En esta línea encontramos el enfoque
“holístico” de Macdonald y el “iluminativo” de Parlett y Hamilton. Evaluar es para ellos
diseñar, obtener y comunicar informaciones que marquen una orientación para la toma de
decisiones de los actores respecto de un programa determinado. El método de trabajo se
aproxima al estudio de casos, se trata de estudiar intensivamente el programa como una
totalidad, sus bases, su evolución, sus operaciones, sus realizaciones y dificultades, las
representaciones que tienen de él aquellos a quienes afecta directamente, para “iluminar”
los problemas y abrir camino a su resolución.

El objetivo es proporcionar una explicación inteligible de la iniciativa del programa,


en lugar de medir sus resultados.

Sin embargo, como observa Stenhouse, hay siempre dos papeles claramente definidos que
entran en conflicto: el evaluador como experto, al servicio de los que toman decisiones en
el programa, y los actores. Esta situación exige llegar a acuerdos claros sobre los límites de
la indagación y pensar en estrategias de “comunicación” de las conclusiones de la
evaluación que sean “convincentes”. En el extremo se llega a la propuesta de un evaluador
democrático, que trabaja para los actores/autores. Stenhouse avanza un paso más y propone
que la evaluación del curriculum debe ser tratada como un problema de investigación
educativa, el que desarrolla un curriculum debe ser un investigador y no un “reformador”
cuya única función es difundir un texto que otros han construido. Hay que destruir la
distinción conceptual entre evaluación y desarrollo del curriculum integrando ambos como
momentos de la investigación y sistematización de la práctica.

¿Qué modelo adoptar para evaluar el plan de estudios?

Una primera respuesta a esta pregunta es la que da la profesora Alicia Camilloni: modelos
que tengan en cuenta tanto la especificidad de la acción, como el contexto en el que se
trabaja y las condiciones de la institución. Sin embargo, sin olvidar estas sensatas
recomendaciones, podríamos agregar: un modelo que debe ser necesariamente coherente
con nuestra concepción de curriculum. Pretender evaluar sin tener en cuenta la perspectiva

4
que se ha adoptado en el momento de la construcción del diseño y durante el desarrollo del
curriculum, puede llevarnos a sacar conclusiones equivocadas.

La dinámica propia de la universidad, su “lógica” institucional, parece adaptarse más a una


propuesta de evaluación concebida como proceso de negociaciones en torno a intereses en
conflicto. Si se trata de una institución compuesta por unidades agregadas, con un débil
acoplamiento, que tiene objetivos difusos y opera más como “sistema político” que como
organización, es importante que la evaluación colabore en la construcción de acuerdos y
consensos y en el fortalecimiento de fuerzas centrípetas, que compensen la tendencia al
aislamiento propia de lo que algunos autores han calificado de “anarquía organizada”79.

Avanzado hasta aquí el análisis es preciso detenerse en quiénes


participan de la evaluación.

Los sujetos de la evaluación

Desde esta perspectiva es posible distinguir al menos tres estilos de evaluación:


tecnocrática, participada y participativa. La primera es la evaluación “desde afuera” del
proceso, realizada por los expertos: la segunda es la evaluación en la que se “envuelven”
los actores como ejecutores de decisiones de otros o simplemente como meros receptores
de las conclusiones de la evaluación en procesos que se llaman “de devolución”, la tercera
es la evaluación que realizan los actores, aunque cuenten con la asesoría de los expertos.

La evaluación desde “afuera” o heteroevaluación plantea, en caso de las universidades, el


papel del estado. Si las actividades de la universidad se financian con recursos públicos,
parece lógico que el estado intervenga para garantizar la calidad del servicio y el correcto
uso de esos recursos. Sin embargo, ante la restricción presupuestaria que sufre un estado
que el programa neoliberal pretende reducir al mínimo, puede sospecharse que esa
preocupación se limite al racionamiento, más que a la búsqueda de calidad y eficiencia80.

Entre los autores que tratan este tema pueden encontrarse las que no justifican ninguna
intervención del estado en la autonomía universitaria y los que aceptan –e incluso
reivindican- la existencia de un momento en que las universidades “rindan cuenta” sobre el
uso que están haciendo de los recursos que reciben de la sociedad. Es tan inaceptable un
estado autoritario y controlador, que someta la universidad a sus designios, como un estado
complaciente que no asuma ninguna responsabilidad por lo que las universidades hacen.

Quienes argumentan a favor de la “rendición de cuentas” afirman que la cuestión no debe


plantearse tanto en torno a la omisión o al autoritarismo del estado, sino más en cuanto a la
forma y al contenido de esta intervención. El estado actúa de manera autoritaria cuando
hace un control de la calidad de los productos, a partir de criterios que él mismo define, y
distribuye premios y castigos como modo de convencer a las universidades a adoptar esos
patrones. En este caso Follari concluye que la evaluación es “ilegítima”. Cuando la
preocupación por garantizar un nivel mínimo de calidad se fundamenta en búsqueda de

79
Krotsch, Pedro: “Organización, gobierno y evaluación universitaria”. En Universidad evaluación: estado del debate, Buenos Aires,
REI/Aique, 1993.
80
Tanto el trabajo de Pedro Krotsch como el de Follari hacen un análisis crítico sobre el papel del eetedo como evaluador en el caso de
la universidad.

5
equidad y los criterios de evaluación son consensuados y surgen de la propuesta
programática de cada institución, podría afirmarse que la evaluación es legítima.

La resistencia a toda evaluación es inadmisible; no puede fundamentarse el reclamo de


inmunidad para la universidad. En rigor ninguna institución debe omitir este momento de
prestación de cuentas. Quizás las universidades no deberían solamente asumirla como un
deber para sí mismas, sino también participar activamente en le fortalecimiento de las
organizaciones de la sociedad civil para que puedan reclamarla a las otras instituciones y
tengan capacidad para analizar críticamente esas rendiciones.

Es importante no olvidar que, en muchos casos, la heteroevaluación es una decisión de la


propia institución. A veces los conflictos institucionales llevan a quienes gobiernan la
institución a preferir evaluadores externos, o a construir pequeños grupos de especialistas
de la casa, para evitar la movilización y el clima de debate que se originaría en un proceso
de autoevaluación.

La auotevaluación supone la participación de toda la comunidad universitaria en el proceso


de evaluación. Para ponerla en marcha debe haber claridad sobre los propósitos, los
supuestos y los procedimientos a ser utilizados. Son a veces las mismas universidades las
que se resisten a poner en marcha este proceso argumentando que generaría conflictos
internos. Cuando el programa de trabajo se ha decidido en la cúspide la institución, sin
basarse en acuerdos públicos y compartidos por todos los actores, un proceso de
autoevaluación puede poner en riesgo su continuidad.

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Evaluar la evaluación

Cuando la evaluación es realizada sólo por los expertos se producen, en general, informes
que presentan conclusiones y quedan ocultas para los actores cuestiones que son relevantes
para comprender esas mismas conclusiones, los supuestos que han orientado la selección
de indicadores y técnicas y las transacciones que se han ido haciendo a lo largo del
proceso. Esto hace casi imposible el evaluar la evaluación sin recurrir a otros expertos. Con
este sistema, son sólo los evaluadores los que acumulan sabiduría.

En la perspectiva de una evaluación participativa, de una investigación permanente de la


practica, son los mismos protagonistas, estudiantes, docentes y personal de apoyo, los que
van re-orientando su propia práctica como evaluadores, aunque haya –y quizás es
conveniente- un grupo que asuma el monitoreo de la evaluación a nivel institucional.

La evaluación se transforma así en un motor del desarrollo institucional, en


“autoconciencia institucional”. Colabora en la resolución de conflictos y reduce la
autocomplacencia, generando una práctica crítica. Como afirma Pedro Krotsch, al
introducir más información –y de mayor calidad- en los procesos de búsqueda de consenso,
provoca negociaciones más “inteligentes” y actúa como práctica instituyente88.

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