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Entre la utopía y el mestizaje.

Algunos comentarios sobre la ciudad barroca en

América Latina

Brayan Zapata

Fig.1. Izquierda. Mapa de Tenochtitlan atribuido a Hernán Cortés. 1524. Derecha. Plano de ciudad
de México. Antonio Álvarez, Alarife Mayor de la Ciudad y Miguel Rivera. 1720.

En 1521, luego de recuperarse de la llamada Noche triste en la que los españoles

tuvieron que huir derrotados de Tenochtitlan, Hernán Cortés regresó a la ciudad con

una flota de bergantines y un millar de balsas indígenas, derrotando definitivamente

a los mexicas. Una de las primeras medidas tomadas por los vencedores fue la

destrucción del Templo Mayor, el centro de la cosmogonía indígena que fue

demolido hasta sus cimientos, con sus escombros se comenzó a levantar la primera

Catedral de la Asunción. Igual suerte corrieron los demás templos y palacios. Más

que una continuación de la antigua ciudad azteca, la fundación de la Ciudad de

México se debe entender como el comienzo de un nuevo proyecto urbanístico que,

para sus creadores, nada tenía que ver con la ciudad indígena debajo de sus bases.

Basta comparar los planos de Tenochtitlan, con sus casas apiñadas alrededor de la

plaza mayor, con un plano de la incipiente ciudad española, controlada por una

cuidada geometría en cuadrícula. Una ideología del orden que buscaba persuadir

sobre el poder de la clase dirigente europea, distribuyendo a sus súbditos en el

espacio controlado por la retícula. Sin embargo, junto a la ciudad española,


cuidadosamente estructurada entorno a la autoridad, comenzaban a surgir barrios

como Santiago de Tlatelolco en el que la base indígena seguía manteniendo sus

tradiciones y sus formas de vida. Incluso, en el corazón mismo de la ciudad

hispánica, en la catedral, el espíritu azteca se dejaba entrever a través de las figuras

rodeadas de arabescos en la fachada.

La situación de Ciudad de México, la más grande e importante ciudad hispánica en

América, bien se puede extrapolar al resto de fundaciones que desde el siglo XVI y

hasta inicios del siglo XVIII se consolidarían en América Latina. El presente texto

busca hacer un breve y superficial acercamiento a la ciudad barroca en el Nuevo

Continente, desde su concepción ideal como tabula rasa en la cual poner en

práctica desde cero un urbanismo dirigido por la razón, hasta la configuración real

en la que la noción ideal se entremezcla con las trazas medievales de sus

fundadores y sobre todo con el mundo indígena sobre el que se cimienta, pese a los

esfuerzos para ocultarlo. Para esto haremos uso de los planteamientos del

historiador del arte Giulio Carlo Argan sobre la ciudad barroca, y de las ideas de

Lewis Mumford sobre el mismo tema. En cuanto a las nuevas caras que esta ciudad

adquiere en Latinoamérica echaremos mano de los textos de José Luis Romero,

Ángel Rama y otros autores que se han acercado al asunto desde distintas

disciplinas.

La ciudad barroca: urbanismo y poder

La transformación de la ciudad que comienza a gestarse en el siglo XVII es una

muestra más de la centralización del poder. Como lo expresa Argan en su libro La

Europa de las capitales las monarquías absolutas de los estados nación exigían una

nueva planificación y un estilo arquitectónico que correspondiera a su omnipotencia.

Las iglesias, palacios y parques se convierten entonces en monumentos a la


autoridad de las clases dirigentes, del ejército y del clero. En palabras del historiador

italiano: “El gusto por lo monumental, como expresión de un clasicismo historicista,

se convierte en el gusto de las clases que se consideran investidas por mandato

divino de la autoridad o del poder”.1

La arquitectura barroca es pues una forma de persuadir a los ciudadanos para que

acepten el dominio incuestionable de las clases privilegiadas. Comienzan a hacerse

visibles catedrales ricamente decoradas, amplios jardines y ostentosos palacios

como Versalles, cuya construcción fue ordenada por Luis XIV. Estas nuevas

edificaciones parecían romper con la mesura y el orden armónico de la tradición

clasicista, las columnas comenzaron a doblarse en espiral y las fachadas se

llenaron de arabescos y de bolutas discontinuas. En este sentido, retomando a

Heinrich Wolfflin, el polaco Władysław Tatarkiewicz expresa:

El arte clásico es un arte a la medida del hombre, mientras que el barroco aspira a lo grande,

podríamos decir a lo sobrehumano. El primero pretendía ser y es en cierto modo un arte

exacto; el segundo rico; el primero es monumental y vivo el otro. Las formas clásicas son

económicas y las barrocas generosas; por un lado hay mesura y formas estáticas y por otro

un fortissimo y formas dinámicas.2

Esta característica de la arquitectura barroca coincide con el carácter teatral

propuesto por Emilio Orozco Díaz, cuando afirma que: “...toda la cultura barroca y

su manera de vivir fue un drama religioso y secular. Y su escenario fue la iglesia, fue

la calle, la plaza pública, el palacio de amplias habitaciones ricamente equipadas y a

las que se llegaba por regias escaleras…”.3 Así pues, los edificios hacían parte de

1Giulio Carlo Argan, La Europa de las capitales. 1600-1700 (Ginebra: Skira Carroggio, 1965), 38.
2Wladyslaw Tatarkiewicz, Historia de la esté-ca. III. La Esté-ca Moderna 1400-1700 (Madrid: Akal,
1991), 415.
3 Emilio Orozco Díaz, El teatro y la teatralidad del Barroco (Barcelona: Editorial Planeta, 1969), 110.
una puesta en escena del poder, estaban hechos para ser vistos y percibidos. En

este orden de ideas, Argan dirá que:

Ahora las fachadas no son ya el plano frontal de un volumen cerrado (el palacio), sino las

superficies-límite de un espacio vacío y abierto: también en el campo urbanístico vale el

principio, que resultará fundamental en arquitectura, de la definición del espacio por medio

de límites marginales en vez de por masas y volúmenes plásticos.4

Las fachadas están pensadas pues para que los viandantes las observen

sorprendidos y abrumados, para demarcar el espacio público, más que el espacio

interior de palacios e iglesias. En muchas ocasiones, parecerán incluso ser

elementos separados del edificio al que se anteponen.

Fig. 2. Puerta de los Hierros. Catedral de Santa María. Valencia, España. 1703-1710.

Esta puesta en escena arquitectónica requiere todo un andamiaje para poder

exponerse y ser vista. Argan menciona la construcción de plazas dramáticamente

construidas, como la de San Pedro en Roma proyectada por Gian Lorenzo Bernini,

o grandes avenidas diseñadas para exhibir el poder monárquico y militar como los

Campos Elíseos, en París. Se diseña así un urbanismo controlado que refuerza la

ostentación del poder en los grandes monumentos. El paisaje urbano se comienza a

4 Argan, La Europa de las capitales, 35.


poblar de líneas rectas, manzanas regulares y dimensiones uniformes. Haciendo

que este mismo trazado pueda pensarse incluso como un monumento más.

El aspecto urbanístico cuidadosamente estructurado, comparado a la exuberancia y

desproporción de las construcciones, muestra las contradicciones del barroco.

Frente a la libertad de las líneas en los edificios, el urbanismo rescata esa

necesidad clasicista por el orden y la geometría. Se trata de una noción racionalista

de la arquitectura en la que una figura abstracta determina el contenido social. El

barroco no se preocupaba mucho por la función, el público, o la situación geográfica

del edificio. El sociólogo norteamericano Lewis Mumford recuerda por ejemplo que

al construir sobre un terreno quebrado este se nivelaba, sin importar los esfuerzos

económicos que esto requería, pues el trazado barroco exigía y solo era posible

sobre un terreno llano.5

El urbanismo barroco responde a un ideal racionalista, que ya no ve en la naturaleza

un modelo al cual seguir. Argan lo expresa como: “Uno de los triunfos de la

mentalidad barroca fue organizar el espacio, hacerlo continuo, reducirlo a medidas y

orden, extender los límites de la grandeza, unir los elementos más distantes y los

más minúsculos…”6. En la mentalidad barroca la obra humana se antepone y

mejora los designios naturales como ya lo anunciaba Giordano Bruno en Italia.7 La

ciudad como creación humana se presenta separada de las potencias naturales,

aislada de la tierra por el empedrado de sus calles.

Sin embargo, estos trazados geométricamente compuestos generalmente se

quedaron en el papel, o se limitaron a pequeños barrios o plazas aisladas. Las

5 Lewis Mumford, La cultura de las ciudades (Logroño: Editorial Pepitas de calabaza, 2018)

6GiordanoBruno, citado por Wladyslaw Tatarkiewicz, Historia de la esté-ca. III. La Esté-ca Moderna
1400-1700 (Madrid: Akal, 1991), 35
7Wladyslaw Tatarkiewicz, Historia de la esté-ca. III. La Esté-ca Moderna 1400-1700 (Madrid: Akal,
1991), 367.
grandes ciudades europeas llevaban siglos construyéndose de manera horizontal e

intuitiva por las sociedades medievales, respondiendo a las necesidades del grupo

social y transformándose de acuerdo al contexto histórico. A los planos de la ciudad

ideal, se oponían las estrechas y serpenteantes calles medievales, como lo describe

Mumford al referirse al Renacimiento: “Podemos descubrir una plaza o una calle del

Renacimiento, pero buscaríamos en vano una avenida o una ciudad del

Renacimiento, ya que ambas no existieron más que en la imaginación”.8

La realización de este orden ideal, en el que la razón humana se impusiera

completamente a la naturaleza y al pasado irracional, sólo fue posible en las

ciudades creadas como residencias reales, que escapan de los muros cerrados de

la ciudad medieval como Versalles y en los palacios campestres dedicados a la

cacería. Sin embargo, estos ejemplos son contados. Otra opción, que se presentó

mucho más fértil, la brindaron las colonias de ultramar en la recién descubierta

América. En las ciudades hispánicas se intentó establecer desde se fundación ese

orden geométrico y lógico con el que soñaba la sociedad barroca europea.

La ciudad latinoamericana como utopía racional

Situados frente al lugar elegido, con la mano apretada sobre la empuñadura de la espada, la

mirada fija en la cruz y los pensamientos puestos en las riquezas que la aventura les

depararía, los hombres del grupo fundador de la ciudad que ya tenía nombre pero de la que

nada existía sobre el suelo, debían experimentar la extraña sensación de quien espera el

prodigio de la creación surgida de la nada.9

Así describe José Luis Romero la escena de la fundación de una de tantas ciudades

latinoamericanas. Aunque, Europa durante la Edad Media había atravesado un largo

período feudal y rural; y si bien, con contadas excepciones, las sociedades de

8Mumford, La cultura de las ciudades. 169.


9José Luis Romero, Latinoamérica. Las ciudades y las ideas (Bogotá, Madrid, México: Siglo veintiuno
editores,1984), 64.
nativos americanos también habían vivido en pequeñas aldeas, el proyecto de

colonización española tuvo en las ciudades su principal foco de difusión, pues la

ciudad era considerada la forma de vida más elevada. La urbe latinoamericana

respondió a las ideas de la época y siempre se pensó como una extensión de la

metrópoli. España atravesaba la llamada Edad de Oro, la cultura continental estaba

en su punto más alto, con figuras como el Greco o Velázquez. Las urbes fundadas

en el nuevo continente se convirtieron en el eje a partir del cual partían los distintos

grupos de conquistadores a llevar la civilización y evangelizar un territorio

desconocido y que sin embargo ya había sido repartido y bautizado con nombres

como Nueva Galicia, Nueva Granada o Nueva España en un intento por mantener

las raíces con el centro colonial.

Fig. 3. Izquierda. Catedral metropolitana de la Ciudad de México. 1571-1813. Derecha. Catedral de


la Asunción de Jaén. 1249-1724.

Guardando las medidas, los palacios e iglesias de los virreinatos más ricos y

grandes, con capitales en Lima y México, copiaban la suntuosidad de los edificios

de España. Así, por ejemplo, catedrales como la de México tomaron como modelo a

la Catedral de la Asunción en Jaén. Las torres de las iglesias y los conventos con

profusión de decoración pueblan las nuevas colonias. Como sus contrapartes

europeas las grandes edificaciones americanas se identifican con el monumento

barroco, en estos casos más que persuadir se trataba de catequizar y convertir al

catolicismo a los pueblos paganos recién sometidos.


En este sentido, la ciudad latinoamericana también nace pensada como un teatro,

en el que se hace público el poder de la Iglesia y el gobierno virreinal. Las

catedrales y los palacios de gobierno son los principales edificios en la plaza

pública. Alrededor de estas figuras de autoridad, las élites latinoamericanas también

crean su propia sociedad cortesana de intelectuales y privilegiados. Costumbres

como las fastuosas puestas en escena y las ostentosas fiestas, son comunes en las

grandes capitales de los virreinatos. Vale recordar que en 1701 se estrena en Lima

La Púrpura de la Rosa primera Ópera producida y exhibida en Latinoamérica,

confirmando el afán de las urbes coloniales por mantener y copiar la cultura de la

Europa continental.

Fig.4. Mapa de Cusco. 1597.

Sin embargo, hay un elemento que parece dar ventaja a las ciudades

latinoamericanas frente a sus contrapartes europeas, como bien lo expresa Rodrigo

Castro de Orellana cuando describe a la ciudad latinoamericana como la

manifestación de un sueño de la inteligencia conquistadora. El impulso europeo por

modificar la urbe de acuerdo a un conjunto de ideales abstractos habría encontrado


una oportunidad única en el Nuevo Mundo para materializarse. América se asumió

como un espacio desprovisto de valores propios, una especie de tabula rasa en la

cual que sería posible iniciar una nueva historia de la ciudad y el hombre.10

Los colonizadores españoles creían fundar sus ciudades sobre la nada, ignorando la

naturaleza y las formaciones culturales que se utilizaban como bases. Al inicio de

este texto, vimos como Tenochtitlán fue destruida y sobre sus ruinas se levantó

Ciudad de México, orgullosa capital de la Nueva España. Aparentemente el único

vínculo entre ambas ciudades era haber sido construidas en el mismo espacio

geográfico, con las mismas piedras como material. Igual suerte correría Cusco

capital de los incas, y ni hablar de las ciudades construidas en terrenos

deshabitados o poblados por grupos indígenas de menor importancia.

Los trazados de Cusco, Lima, México, Bogotá responden al ideal de control y orden

espacial. Las calles se organizaban en manzanas uniformes alrededor de una plaza

con la iglesia y el edificio de gobierno como centro. Esta ordenada distribución

acusaba el ideal colonial de una sociedad homogénea y estratificada, una sociedad

española, militante y católica. Los individuos negros e indígenas eran despojados de

sus sistemas culturales, sociales y económicos y obligados a encajar dentro de esta

reglamentada cuadrícula. De manera estratégica, la distancia respecto a la plaza

central mostraba que tan lejos o cerca estaba cada grupo del poder. Se trataba de

crear un grupo compacto, aunque fuertemente jerarquizado, para cumplir las

órdenes de la metrópoli.

La ciudad latinoamericana fue concebida como un funcional teatro del poder. Sin

embargo, la estabilidad y la homogeneidad sólo existían en la mente de sus

10Rodrigo Castro de Orellanas. Ciudades de Sísifo. Urbanismo colonial y contingencia. En


Villacañas, José Luis y Lomba Pedro (Editores). Ciudad Latinoamericana y Representación. (Madrid:
Escolar y Mayo Editores, 2016), 130.
creadores, pues como afirma José Luis Romero: “...fue propio de la mentalidad

hidalga —y no solo en Indias— acogerse a esa concepción barroca de la vida

equiparable al sueño según la cual podía casi borrarse la dura realidad,

encubriéndola con la vasta ficción del gran teatro del mundo”.11 Frente a esta faceta

institucional y colonial, la ciudad latinoamericana tenía una cara oculta, una cara

que emergía tanto en las obras arquitectónicas, como en el urbanismo mismo.

Una utopía fragmentada y mestiza

Fig. 5. Templo de Santo Domingo y restos del Coricancha. Cusco, Perú.

En 1950 la iglesia de Santo Domingo en Cusco sufrió graves daños a causa de un

terremoto. Cayeron los arcos de la torre, los muros se resquebrajaron y el balcón

que dominaba la ciudad se derrumbó. Sin embargo, el temblor también reveló un

extraño basamento que seguía en pie. En 1533 el templo fue construido sobre el

saqueado Coricancha o templo del sol. Fueron los restos de este primer edificio los

que salieron ilesos del sismo. Los despojos del Coricancha presentes, aunque

ocultos, bajo la iglesia católica por siglos, son un ejemplo de cómo el mundo

indígena seguía latente bajo la superficie de la organizada ciudad barroca.

11 Romero, Latinoamérica. Las ciudades y las ideas, 117.


José Luis Villacañas en su artículo Ciudad hispánica teoría y práctica explora cómo

la ciudad hispánica en Latinoamérica, poseía una doble cara, por un lado el

proyecto ideal dominado por la razón y el proyecto colonial, la sociedad homogénea

y dispuesta a seguir los modelos de la metrópolis; por el otro, la situación real de la

ciudad que se trataba de ocultar y enterrar, los basamentos indígenas a nivel

arquitectónico y social, además de las trazas medievales, moriscas y judías de los

conquistadores y las fuerzas naturales incomprendidas que terminarían por poner

en aprietos al urbanismo español.

Villacañas diferencia entre la ciudad ficta y la ciudad real. Esta disparidad se hace

evidente en las urbes móviles, aquellas que por diferentes motivos tuvieron que ser

trasladada geográficamente, a veces cientos de kilómetros y muchas veces

cambiando inclusive de población. Como ejemplos podemos citar el de Panamá que

había sido fundada en 1519, y sería reconstruida en otro punto luego de ser

destruida en un ataque del pirata Henry Morgan en 1673; o el de Guatemala que,

fundada en 1542 como sede de la capitanía del mismo nombre, en 1776 sería

trasladada 25 kilómetros luego de un fuerte terremoto. Ambas ciudades conservan

su nombre y su identidad a pesar de su traslado espacial. En el caso de Guatemala

el primer poblado no sería totalmente abandonado conservando el nombre de

Antigua Guatemala.

Esa ciudad ideal, compuesta por el trazado ordenado y las imponentes

construcciones barrocas trataba de negar e impedir cualquier contaminación

indígena a la sociedad colonial hispánica. Sin embargo, las fuerzas ocultas

comienzan a surgir de manera subterfugia e imprevista. En palabras de Villacañas:

La vida crece salvaje en otra parte y emerge en el espacio de lo visible como motín, como la

irrupción de lo ciego en el régimen de visibilidad, como lo que no se quiere ver, pero se teme
de forma constante, como una amenaza sin rostro. Sin duda en esta tachadura emerge el

rostro del indio.12

Esta cara negada a veces explotará a manera de revuelta social como las que

atravesaron San Luis de Potosí en 1777, la dirigida por Tupac Amaru en Cusco en

1870, o los diferentes levantamientos populares que sufrió la ciudad de México en

su historia y que tendrían su punto más álgido en la Revolución de 1910. Sin

embargo, la presencia de las clases populares también se hacía sentir de manera

más sutil en la arquitectura y el urbanismo.

Si bien, la ciudad ficta cubría el trazado organizado, y ordenado en damero, con sus

plazas y sus conventos, alrededor de este centro ideal se comenzaban a aglomerar

barrios de indígenas, mestizos, negros y blancos pobres. Barrios desorganizados

que respondían más a la noción de construcción medieval y nativo americana que al

cuidado proyecto urbanístico y su representación del poder, Villacañas dirá que: “El

arrabal, el espacio extramuros, puede ser urbano, pero no cívico.”13 Es en esta

ciudad marginal, pueblo de indios, canalón, donde ocurren las fiestas que escapan

al control católico, donde se sigue bebiendo pulque y chicha, donde los prostíbulos

liberan al sexo de la moral cristiana y donde comienzan a gestarse los diferentes

levantamientos. El Alto, ciudad aymara que crece paralela a La Paz en Bolivia es un

ejemplo de estas desviaciones del ideal colonial.

Por otro lado, dentro de los mismos modelos arquitectónicos puestos en práctica por

la Iglesia y el gobierno es posible encontrar elementos indígenas. Así, por ejemplo,

en México es común el sistema de atrio y posas, en el cual los conventos se

construyen a partir de un gran atrio amurallado y cuatro capillas para la catequesis

de los indios en sus esquinas. También fueron comunes en todo Latinoamérica las

12José Luis Villacañas, Ciudad hispánica: teoría y práctica, en Villacañas, José Luis y Lomba Pedro
(Editores), Ciudad Latinoamericana y Representación (Madrid: Escolar y Mayo Editores, 2016),147.

13Villacañas, Ciudad hispánica: teoría y práctica, 145.


capillas a cielo abierto, que consistían en un gran patio con un altar cubierto por un

baldaquino, estructuras que rememoraban los cultos prehispánicos al aire libre. Los

elementos indígenas se oponen pues al ideal colonial. En palabras de Teresa

Gisbert:

A diferencia del barroco europeo contemporáneo, el ‘estilo mestizo’ muestra una

despreocupación total por las plantas que se mantienen aferradas a la simple cruz latina o a

la planta jesuítica. Es arcaizante y planiforme conservando del barroco el ‘horror vacui’

característico.14

Así, dentro de la decoración de iglesias y palacios, estructuras que sirven como

demostración del poder colonial, también se hacen sentir elementos que escapan al

control racional de los conquistadores. Como lo expone Argan:

...las nuevas iglesias trazadas según el esquemático diseño de los misioneros, son

construidas y decoradas por la maestranza local. La contaminación de iconografía pagana e

iconografía cristiana, al menos en los temas menos comprometidos, es normal; en la

ornamentación, excepto en la inserción de algún motivo simbólico, los indígenas tienen

prácticamente mano libre sirviéndose de ella para recubrir los edificios por dentro y por fuera,

con una profusión de oro, de imágenes que, a menudo, traicionan la supervivencia de un

culto pagano que reduce sus actos al ofrecimiento de frutos, de flores, de objetos votivos. 15

Fig.6. Iglesia de Santa María Tonantzintla. Santa María Tonantzintla, México.

14Álvaro Tarazona Acevedo, Ciudad, arte y poder en América, XIV Anuario de Historia Regional y de
las Fronteras (Bucaramanga: Universidad Industrial de Santander: 2006), 201-202
15 Argan, La Europa de las capitales, 47-48.
En México, el llamado barroco novohispano deja ver la inspiración indígena en los

grandes decorados sobre las fachadas, altares y capillas de las iglesias. Dentro de

la exuberante y colorida decoración interior de la Iglesia de Santa María Tonantzintla

—cuyo nombre ya revela el sincretismo entre la Virgen María y las divinidades

femeninas mexicanas— es posible encontrar un sinfín de figuras vegetales y

animales, junto a representaciones de ángeles con penachos y plumas, el típico

atuendo de los guerreros águilas prehispánicos.

Al sur del continente, en los virreinatos de la Nueva Granada y el Perú también se

mezclan las imágenes cristianas con los elementos autóctonos. En las fachadas,

entre los arabescos y las imágenes de santos y ángeles, aparecen representaciones

de la fauna y la flora americana, junto a representaciones mitológicas como el sol o

la luna. La exuberancia del barroco se nutre pues de la rica iconografía

latinoamericana, permitiendo a los elementos indígenas hacerse presentes en la

nueva configuración e integrarse al modelo típicamente europeo. Surge de esta

manera un estilo mestizo que marca una diferencia con esa noción de la ciudad

latinoamericana como reproducción de una sociedad hispánica, homogénea,

política, económica y culturalmente dependiente de la metrópoli. Dentro la

construcción barroca, también los elementos nativos entran en escena, aunque de

manera disimulada en ese gran teatro que es el mundo.


Fig. 7. Izquierda. Iglesia de San Miguel de Pomata, Perú, s. XVI. Centro. Basílica menor y Convento
de Nuestra Señora de la Merced, Lima, Perú. 1535. Derecha. Detalle de Santa María Tonantzintla,
México.

Algunas reflexiones finales

La idea utópica con la que fueron fundadas las ciudades latinoamericanas, como

realización de los sueños de las metrópolis europeas que comenzaban a vislumbrar

una nueva forma económica, el capitalismo, se comienza a resquebrajar al enfrentar

la realidad geográfica e histórica. La naturaleza indómita destruye ciudades cuyos

fundadores ignoraban completamente el territorio sobre el cual se edificaban y los

indígenas se levantaban en motines contra encomenderos y virreyes. Sin embargo,

el punto decisivo en la fractura de esta utopía sería el reconocimiento de la

diferencia propia que terminaría por romper el hilo que las vinculaba a las ciudades

europeas. Los elementos mestizos que revelan el barroco andino, o el barroco

novohispano, definirán cada vez más la identidad de cada ciudad y región. Esto,

sumado a la diferenciación entre españoles nacidos en el continente y criollos,

terminaría por alentar las revoluciones burguesas que marcarían la independencia

definitiva durante el siglo XIX.

En este proceso, el barroco —como período o como estilo contradictorio y

divergente— se presta para dar cabida a las expresiones culturales autóctonas,


importante para el surgimiento de las ciudades latinoamericanas. No sólo porque

absorbiéndolas. Como lo expresa José Luis Romero el barroco fue la influencia más

bajo este estilo se produjo el mayor número de obras arquitectónicas importantes;

sino porque ofreció un esquema general, tanto constructivo como decorativo en el

que cupieron todas las posibilidades de expresión que surgieron en esa nueva

sociedad que se constituía en el Nuevo Mundo.16 El barroco favorece la apropiación,

presenta una matriz abierta en la que los elementos mestizos pueden hacer

aparición, una aparición que en sistemas más cerrados hubiera sido imposible,

como lo demuestra el esquematismo del neoclasicismo republicano que lo seguirá.

Dentro del sistema de poder absoluto de monarcas y clérigos, el barroco

latinoamericano deja entrever la sociedad horizontal sobre la que se sustentan estas

jerarquías: permitiendo la presencia de lo indio y lo mestizo. El barroco permitió el

surgimiento de una identidad latinoamericana, por lo que las creaciones e ideas

durante este período son el sustento del devenir histórico que luego tendría el

continente.

Igualmente, el entender el controlado orden de la ciudad barroca, el diseño de sus

cuadrículas y sus orígenes como reflejo de una ideología de poder, permiten

entender un poco mejor los rostros que esta cobra con la llegada del siglo XX: la

industrialización descontrolada que generará la transformación radical de ese

trazado original. Una transformación que hará más evidente la distancia entre

excluidos y poderosos, y que sin embargo hunde sus raíces en el gesto de ese

conquistador que victorioso imaginaba una ciudad nueva, después de haber

arrasado un poblado indígena.

16Romero, Latinoamérica. Las ciudades y las ideas, 107.


Bibliografía

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