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La mañana del Viernes Santo

Trabajo final de Teología de las religiones (curso 2017-2018).

Abel Hernández Llanos.

Nadie recordaba un viernes santo tan lluvioso como aquel en el que Edwin Miranda
llamó a la puerta del despacho parroquial de la Parroquia del Salvador.
—Adelante. Pase.
—Buen día, don Severino.
Don Severino Fuertes, el párroco, estaba sentado en su viejo escritorio, una antigua
mesa de madera maciza sobre la que había un ordenador de sobremesa, quizá moderno a
finales de los años noventa, pero cuya forma y tamaño llenó al padre Edwin de nostal-
gia. La mesa no desentonaba con las gruesas estanterías llenas de libros, las sillas ater-
ciopeladas y el solemne crucifijo que presidía la habitación, que estaba prácticamente
oscura, excepto por la tenue luz que entraba por la puerta recientemente abierta y por la
luz de una lámpara de bombilla incandescente sobre el escritorio.
—Debería usted pasarse a las bombillas led, don Severino. Verá cuánto se ahorra
en la factura.
Severino, que era muy mayor, quizá demasiado mayor para ser párroco de una pa-
rroquia tan grande, levantó la mirada muy lentamente por encima de las gafas, y le miró
con escepticismo.
—¿Ha traído los oleos? Muchas gracias. Nunca había faltado a la misa crismal, pe-
ro ya sabe, los años no pasan en balde.
—De nada, ya que los traigo para mí los traigo para usted, que nada me cuesta. Y
menos mal que no ha ido. La ciudad estaba hoy a reventar. Tuve que dejar a la catequis-
ta con el coche para no llegar tarde.
—¿Ha ido usted con la catequista?
—Sí, claro, fui con Laura, es muy buena. Es comunista, ¿sabe usted?
A don Severino se le abrieron los ojos como platos.
—¿Comunista ha dicho? ¿Tiene una comunista dando catequesis? A lo que hemos
llegado. Ya solo falta que vengan a predicarnos los evangélicos del Barrio Nuevo.
—Y, ¿por qué no? También ellos son creyentes en Cristo. Como Laura. No sea tan
antiguo, don Severino, por favor —dijo riendo— que también hay salvación fuera de la
Iglesia.
—¿La hay dentro para usted?
Severino se había puesto muy serio, sintiéndose muy desafiado por lo que conside-
raba una desafortunada afirmación. Durante sus más de cuarenta años dando clase de
teología fundamental en la facultad, había tenido que bregar con muchos alumnos apa-
sionados por la innovación teológica que difícil mente hacían titubear la férrea ortodo-
xia de la doctrina de su viejo profesor. Edwin, por su parte, a pesar de ser muy joven,
era una de las cabezas más brillantes dentro de la Compañía de Jesús, y no estaba dis-
puesto a desaprovechar esta oportunidad.
—Dios bendito, los latinos siempre estáis igual, asaltando el depósito de la fe para
vender lo que no os gusta al mejor postor. Extra Ecclesiam nulla salus. ¿Lo conoce o
debería explicárselo?

1
—No se ponga así, ya sabe usted que ya la Iglesia, desde hace mucho tiempo, no
restringe la salvación sólo los bautizados.
—Válgame Dios, padre Miranda. ¿Qué les enseñan en esas facultades? —dijo lim-
piándose un repentino sudor sobre su frente— Fuera de la Iglesia no hay salvación. Si
no, ¿me quiere decir que diablos celebramos hoy?
Entonces don Severino, dándole media vuelta a su silla de escritorio, elevó los ojos
al crucifijo de la pared, hacia el cual, como derramando lágrimas, murmuraba «Pater,
dimitte illis, nonenim sciunt quid dicent…».
—¿Afirma usted entonces que no hay posibilidad de salvación para los no bautiza-
dos?
—Por supuesto que no —dijo girando la silla de nuevo con una inusitada agili-
dad—. Si no, ¿qué debemos entender cuando dice el evangelista: «el que crea y se bau-
tice se salvará y el que no crea se condenará»1? Basta ya de sandeces. Pensáis que po-
déis quitar a la ligera una pieza de la estructura de la Sacra Theologia y pretender que
todo el edificio permanezca en pie.
El joven Edwin se mantenía de pie, con los oleos en la mano, sin disimular una
sonrisa capciosa.
—Usted perdone, don Severino, pero eso que dice me recuerda a los postulados del
pobre Feeney.
—¡No me hable de Feeney! Conozco su caso perfectamente. ¿Acaso no tenía razo-
nes ese jesuita para defenderse frente al arzobispo Cushing? ¿Condenado por qué? ¿Por
repetir acaso lo que la Iglesia siempre había dicho? Sí, hijo, la Iglesia hasta el momento
había sido clara. Por solo citar unos ejemplos: Inocencio III, «fuera de la Iglesia católica
y apostólica absolutamente nadie puede salvarse»2; ¿no le parece lo suficientemente
claro? Unam Sanctam, de Bonifacio VII, «es completamente necesario para la salvación
de cualquier criatura estar sujeta al Romano Pontífice»3. Más aun, el concilio de Floren-
cia, «la Iglesia cree firmemente, confiesa y predica que ninguno que esté fuera de la
Iglesia católica, no solo pagano, sino a un judío o hereje o cismático, podrá alcanzar la
vida eterna; por el contrario, que irán al fuego eterno que está preparado para el diablo y
sus ángeles, a menos que antes de morir sean agregados a ella… y que por muchas li-
mosnas que haga, aunque derrame su sangre por Cristo, nadie puede salvarse si no per-
maneciera en el seno y en la unidad de la Iglesia católica»4. ¿Le parece suficiente? Po-
dría seguir. Desde luego, Feeney no era ningún ingenuo, como espero que usted tampo-
co.
—¿Se sabe todo eso de memoria?
—Muchos años en la docencia, hijo mío.
—Pero, don Severino, usted sabe tan bien como yo que todas esas afirmaciones
eran fruto de la época, y naturalmente deben cambiar. Mire el concilio de Florencia que
ha citado; si no fuera por la dolorosa escisión de oriente, quizá no tendríamos afirma-
ciones tan duras5. Cada formulación hay que leerla en su contexto.

1
Mc 16, 16.
2
DH 802.
3
DH 875.
4
DG 1351.
5
Cf. Ratzinger, J. “El Nuevo Pueblo de Dios”, Herder, Barcelona, 1972. 375ss.

2
—Ah, siempre igual, siempre igual. Todo lo relativizáis. Y al final, no tenéis pudor
en decir exactamente lo contrario al dogma. En fin, los jesuitas, siempre en lo diame-
tralmente opuesto. ¿Pero se va a quedar de pie todo el rato? Siéntese por favor, y pón-
gase cómodo, que con el ayuno necesita descansar. Déjeme esos oleos.
También Severino, después de colocar los óleos en un cajón, se acomodó en su
asiento, reclinando la espalda y entrelazando las manos sobre vieja sotana negra que
vestía en un día tan señalado.
—A ver, padre Miranda, ¿y qué habremos de decir de los padres de la Iglesia? Ya
sabe usted, consensum patris…
Edwin, como aceptando el desafío, cruzó una pierna sobre otra y, poniéndose có-
modo, comenzó a hablar. Hablar de teología era sin duda uno de sus pasatiempos favori-
tos.
—Tampoco los padres fueron unánimes al respecto —respondió—. No conozco a
ninguno que afirma le condenación de los no bautizados antes de la venida de Cristo. Y,
además, también hablaron del bautismo de deseo.
—Y qué me dice de Orígenes —precisó Severino—, que fue el primero que formu-
ló «extra ecclesiam»6 o Cipriano que decía que no puede haber salvación para nadie si
no es en la Iglesia7. Y, ¡para qué hablar del celestial Agustín! ¿Cabe alguna duda de la
dureza del santo a este respecto? No, hijo mío, no hay lugar para la ambigüedad. Los
padres fueron claros: no hay salvación si no hay bautismo.
—Pero tenga en cuenta que en los tiempos de Agustín todo el mundo había escu-
chado ya el evangelio, según su propia cosmovisión. El cristianismo estaba completa-
mente extendido por…
—¡No diga sandeces! —dijo interrumpiéndole— San Agustín no era tonto, sabía
perfectamente que había pueblos que no conocían el evangelio; era africano, por Dios.
Agustín enseñó que ni siquiera podían salvarse los que no hayan oído nunca la predica-
ción, pues Dios sabía que aquellos no habrían de creer8. Y, por qué no decirlo, tampoco
los niños sin bautizar se salvarían, sino que sufrirían los castigos más leves del in-
fierno9.
—Parece mentira —respondió el padre Edwin con una cara de profunda refle-
xión— que haya hecho esas afirmaciones tan descabelladas.
Luego entrelazó las manos bajo su barbilla y tras un momento de silencio prosi-
guió:
—Él mismo, que habló de la Iglesia ab Abel… Bueno, de todas formas, desde san
Agustín se puede decir lo que a uno le dé la gana. Y con respecto a Orígenes, no cabe
duda de que su predicación es parenética en relación a los que abandonan la Iglesia;
nadie menos que él afirmaría, como sabe, la condenación de la mayor parte de la huma-
nidad. Tampoco Cipriano, que hizo sus afirmaciones en el marco de la polémica contra
los “confesores” y lo judíos, que creían tener el cielo ganado con solo el Antiguo Tes-
tamento.
—Muy agudo, hijo mío. Veo que te gusta leer.

6
Homilia in Jesu Nave 3,5.
7
Cf. Epist. 4,4.
8
Epist 102, 11-15.
9
Enchiridion ad Lurentium de fide et spe et caritate, 23, 93.

3
Luego ambos quedaron un momento en silencio, como reflexionando sobre lo di-
cho. La lluvia había parado.
—Quizá debería irme —dijo Edwin—, hoy tenemos un lío montado en la parro-
quia…
—¿No le apetece un café?
—No gracias, ya he…
En ese momento sonó el teléfono del despacho y don Severino respondió.
—Ave María purísima…
Edwin se levantó a observar los libros en la penumbra. Tomó entre sus manos uno
que se llamaba “Ejercicios espirituales para niños”, de los años cuarenta.
—…dígale que si no está en situación regular, que se olvide de ser madrina…
Pero apenas se detuvo en mirarlo pues advirtió que justo a su lado había una vieja
edición bilingüe de los documentos del Concilio Vaticano II. A penas había comenzado
a ojearlos cuando Severino terminó la conversación.
—Y nada de fotos, ¿eh? Hasta después. Perdone, padre —dijo mientras colgaba—
era Dolores, la sacristana.
—Don Severino —dijo sentándose de nuevo—, ¿qué me dice del concilio? Sus do-
cumentos son muy abiertos a la hora de hablar de la salvación fuera de la Iglesia.
—¡Ya le he dicho que no hay salvación fuera de la Iglesia! A mí me va a hablar del
concilio! Déjeme ese libro…, sí, a ver, aquí. Lumen gentium 14 —poniendo el libro
bajo la lámpara leyó con detenimiento— «La Iglesia, apoyándose en la Sagrada Escritu-
ra y en la Tradición, afirma que esta Iglesia peregrina es necesaria para la salvación». Y
más adelante, «no podrían salvarse quienes, sabiendo que la Iglesia católica fue institui-
da por Dios a través de Jesucristo como necesaria, desdeñaran, sin embargo, entrar en
ella o no quisieran permanecer a la misma».
Severino parecía regocijarse manejando a su gusto los documentos del concilio,
cosechando de aquí y de allá lo que él consideraba que eran sus mejores frutos.
—Pero esta es mi favorita, una frase muy ponderada, de Dignitatis humanae: «Esta
única religión verdadera subsiste en la Iglesia católica…»10.
—No deja de sorprenderme que use el concilio para sus intransigencias. Déjeme
eso —Edwin tomó velozmente el libro en sus manos—. Mire, lo que le decía… aquí:
«La Divina providencia no niega los auxilios necesarios para la salvación a aquellos que
inculpablemente…»11.
—Sí, sí, ya lo sé. Que la Iglesia dice ahora que todo el mundo se salva —dijo con
la ironía—. En todo caso, también los padres y los escolásticos afirmaron que nadie sin
culpa puede ser condenado por Dios. La misericordia de Dios debe trascender los lími-
tes de la Iglesia, eso está claro. Pero, en fin, hay que ser especialmente prudentes frente
al vano optimismo conciliar, al que tantas veces me he referido en mis clases. Está claro
que ahora la Iglesia ha relajado mucho el contenido enunciativo del dogma, ¿quién lo
puede negar? Pero a duras penas puedo concebir ese salto cualitativo. En todo caso, el
Magisterio no podrá negar que la Iglesia y el bautismo son necesarios para la salvación.
Oh, por Dios, ¿se puede entender el mensaje de nuestro Señor desde una posición laxa o
pluralista? ¿Se puede relativizar hasta ese punto la Sagrada Escritura? Como dicen los
Hechos: «No hay otro nombre bajo el cielo dado a los hombres por el que nosotros po-

10
DiH 1.
11
LG 16.

4
damos salvaros»12 y «solo hay un mediador», dice también el apóstol13, por citar unos
ejemplos. La Iglesia siempre tuvo consciencia de que nuestro Señor es el camino, el
único camino. Los mártires murieron sin apostatar; ¿fueron unos ingenuos? Si hay sal-
vación fuera de la confesión de Cristo resucitado, ¿entonces qué sentido tienen sus vidas
y sus muertes? Si todos vamos al cielo, de qué sirve el mensaje de Salvación. ¿Qué im-
portancia tiene el bautismo entonces? Oh, Virgen Santa, al final todo tiene “carácter
parenético”, como dice usted. Y al final, el evangelio es un género literario. Y los dis-
cursos escatológicos de Jesús, mera apocalíptica judía. Y al final el infierno está vacío.
Y Jesuscristo era tonto, Dios me perdone. Estoy harto de eso.
—Don Severino. El evangelio hay que entenderlo en su contexto. No todas las
afirmaciones son absolutas. Todo enunciado está condicionado por la mediación de la
experiencia, por la cultura y el leguaje, por la historia y las motivaciones… Las afirma-
ciones del cristianismo primitivo solo adquirieron absolutez en el desarrollo posterior.
Pero no me sorprende, todo ello es fruto del lenguaje del amor, ¿ha leído usted a Knit-
ter? Muy interesante, sí, muy interesante.
Severino se llevó las manos al corazón, como experimentando una dolorosa punza-
da.
—¡Knitter!
—Sí, Knitter —reafirmó Edwin—, el teólogo norteamericano.
—Ese debe ser uno de los que dijo la Santísima Virgen de Fátima que eran seme-
jantes a las pavesas en los grandes incendios, refiriéndose a las almas que sufren los
horrores del infierno.
—Pues este teólogo sostiene, como digo, que la primera comunidad incorporó ele-
mentos ajenos al mensaje de Cristo, y cambiaron el tema central de su predicación: ya
no se pregonaba el reino, sino la persona de Jesús. Y así con tantas cosas. Al final, con-
fundieron universalidad como unicidad y necesidad. Esto ocurre en la dinámica del len-
guaje del amor: “tú eres la única y la mejor del mundo”, dice el enamorado. Pero lo que
es cierto emocionalmente en el clima de intimidad, no lo es en el ámbito filosófico14.
—Osea, que hay que cambiar la doctrina desde, digamos, el siglo I —apuntó Seve-
rino—.
—Siempre se puede cambiar la doctrina. ¿No cambió la Iglesia su postura con res-
pecto a la posibilidad de salvación fuera de ella, como decimos?
—Ya le he dicho mil veces que la Iglesia no afirma que haya salvación fuera de
ella…
—Da igual, el mismo Knitter apunta otros ejemplos de cambios que ha realizado la
Iglesia respecto a algunas de sus enseñanzas: los esclavos, los judíos... «El cambio más
drástico no ha de ser necesariamente anticristiano»15. Verdaderamente pienso que el
Jesús histórico no arrogó para sí el ser la única mediación existente. ¿No dijo acaso el
Señor, «el que no está contra nosotros está a nuestro favor»16?
—El Jesús histórico es el Cristo de la fe —dijo con contundencia.
—Bueno, don Severino, eso ya es otro tema.

12
Hch 4, 12.
13
1Tim 2, 5-6.
14
Cf. KNITTER, Paul F. En Theologica Xaveriana 46 (1996) 127-140.
15
KNITTER, Paul F. En Theologica Xaveriana 46 (1996), 132.
16
Lc 9, 50

5
—Pero hijo, ¿no cree usted que Jesucristo es el camino, la verdad y la vida17?
—Pongamos que sí, —respondió Edwin— pero, ¿quiere decir eso que los que no
hayan conocido la verdad no alcanzan la vida?
—¿Cómo se atreve a separar tan fácilmente verdad y salvación?
—Además, hasta el concilio dice que «la Iglesia no rechaza lo que en las otras reli-
giones hay de santo y verdadero»18. Las otras religiones tienen elementos de verdad, por
supuesto. No crea que yo coincido plenamente con Knitter y los otros pluralistas. Está
claro que Cristo es la plenitud…
—Menos mal —dijo el viejo Severino, recibiendo sus palabras como una bocanada
de aire fresco.
—…pero igualmente pienso que la pluralidad de religiones es buena y enriquece-
dora, y que no hay que imponerle a nadie una religión diferente a la suya.
—¿Y usted ha estado siete años de misionero? Ave María.
—Sí, padre. Y nunca se me hubiera ocurrido, en esos siete años que pasé con los
aborígenes en el Amazonas, violentar el sentido de sus tradiciones. ¿Quién soy yo para
cambiar eso? El primer evangelizado es siempre el evangelizador. El mejor servicio que
se les puede hacer es ayudarles a vivir conforme al amor, pero en su propia religión.
—El mejor servicio que se le puede hacer a una persona es anunciarle a Jesucris-
to—sentenció Severino—. Por Dios, padre Miranda, ¿quién es Jesucristo para usted?
Luego el padre Edwin se quedó en silencio. Por primera vez, los ojos veteranos de
Severino sobre él, supusieron un verdadero interrogante.
—¿Me permite que habrá el ventanal?
El joven sacerdote movió una vieja tranca y, abriendo el pesado ventanal, dejó pa-
sar la claridad en la oscura habitación, donde parece que nunca había entrado la luz del
sol.
Estos eran los primeros días de Semana Santa, después de siete años, que podía ce-
lebrar con normalidad los misterios de la redención. La relectura de la Pasión y la medi-
tación sobre la humanidad de Cristo habían tocado de manera especial lo más profundo
de su corazón. Y así, dirigiendo también sus ojos durante unos instantes al crucifijo,
finalmente, se rindió.
—Quizá tenga razón.
«Por supuesto que la tengo», pensó el anciano párroco.
—No sé. La misión no es nada fácil. ¿Ha visto la peli de los jesuitas en Japón?
Severino negó con un movimiento de cabeza.
—Hace mucho que no veo películas.
—Realmente, don Severino, creo que la pluralidad es buena.
—Pero Cristo es la única verdad, hijo mío. No se puede tapar el sol con un dedo.
—Quizá deberíamos decir, que Cristo es el camino de los caminos, ¿no le parece?
—Dupuis… —afirmó Severino—.
—Sí, Dupuis.
—Un poco atrevido ese profesor, ¿no le parece?

17
Jn 14,6
18
NA 2.

6
—No —dijo Edwin—. El Espíritu de Cristo desborda los límites visibles de la Igle-
sia, ¿no es cierto? Si no hay gracia fuera de la Iglesia Romana, ¿cómo se iban a salvar
todos los que no hay oído hablar de Cristo? ¿Qué pensar de esos niños indígenas sin
bautizar?
—Como sabe —apuntó Severino—, la Iglesia no afirma que se salven y ya está.
—Pero la Iglesia confía en la misericordia divina19. Oh Dios, ni siquiera en la Edad
Media triunfó esa teoría de Agustín. ¿Alguien podría ser condenado sin culpa personal?
¿Debería haber ido bautizando con manguera al estilo de Francisco Javier? ¿Sirve eso
de algo sin fe? No, don Severino, habría que plantear la cuestión en profundidad. Por
cierto…
Edwin sacó su móvil del bolsillo y comenzó a buscar.
—Quisiera leerle algo del Émile de Rousseau, una obra muy interesante desde lue-
go.
—¿Le cabe una obra entera en ese cachivache?
Edwin no pudo reprimir la risa.
—Claro, don Severino. Está todo en Internet. Aunque dudo mucho que usted tenga
Internet en esa antigualla que tiene por ordenador.
—Ni falta que me hace —respondió Severino—.
—Aquí está, ya lo encontré. «[…]. Se dice que nuestros misioneros van a todas
partes… Incluso aunque fuera verdad que el evangelio es anunciado en todo el mundo,
¿qué se ganaría con eso? La víspera de la llegada del primer misionero a un país, se-
guro que murió allí alguien que no pudo escucharle…»
—Cierto —interrumpió Severino—, ahí la importancia de la misión.
—«Entonces, decidme, ¿qué haremos con ése? —continuó leyendo— Con un solo
hombre en todo el universo a quien Jesucristo nunca le hubiera sido anunciado, la ob-
jeción sería tan fuerte por él solo como por un cuarto de la humanidad. Me anuncias a
un Dios que nació y murió hace dos mil años en un lugar lejano en no sé qué pequeña
aldea, y me dices que todos los que no hayan creído en este misterio serán condenados.
¿No son cosas muy extrañas para creerlas tan rápidamente por la sola autoridad de un
hombre al que no conozco? ¿Por qué tu Dios hizo que ocurriesen tan lejos de mí suce-
sos que él quiere que conozca? ¿Es un crimen no saber que ocurre en las antípodas?
¿Puedo adivinar que hubo en otro hemisferio un pueblo hebreo y una ciudad de Jerusa-
lén? También podrías considerarme responsable de saber lo que ocurre en la luna».
Aquí Severino hizo un esfuerzo titánico por reprimir una carcajada. «Jamás me
reiré públicamente de las ocurrencias de ese ilustrado majadero» pensó.
—«Vienes, me hablas me instruyes sobre eso —prosiguió Edwin—; pero ¿por qué
no viniste a enseñar a mi padre? O, ¿por qué condenas a ese buen anciano por no ha-
ber oído nada sobre ello? ¿Debe ser condenado por toda la eternidad por tu holgaza-
nería, él que era tan bueno, tan caritativo, y que buscó solo la verdad? Obra de buena
fe y ponte en mi lugar; mira si debo, sólo por tu palabra, creer todas las cosas increí-
bles que me dices y conciliar tantas injusticias con el Dios justo que tú me vienes a
anunciar»20. Don Severino, yo coincido en decir que el Dios de esa religión sería el más
cruel de los tiranos.

19
Cf. “La esperanza de los niños que mueren sin bautizar” CTI, 2007.
20
ROUSSEAU, J. J. “Profesión de fe del Vicario Saboyano” en Émile. 402.412-413.

7
—Mire, padre Miranda, déjese de juegos. Claro que no creo en un Dios que castiga
a los inocentes. Ni siquiera san Agustín. Pero usted tendrá que entender, que no hay
salvación fuera de la Iglesia. Y que si los indígenas llegan a la fe, de manera solo por
Dios conocida, como afirma el concilio21, es solo en virtud de la obra salvífica de Cris-
to, único mediador.
—Insisto, las otras religiones poseen en sí elementos de salvación. Por favor, don
Severino, eso es algo que incluso reconoce la Comisión Teológica Internacional.
—No me engañe, bribonzuelo —dijo Severino levantando su dedo índice y adop-
tando su clásica postura docente—. Lo que reconoce la comisión es la posibilidad de
una “cierta” función salvífica. Pero lo plantea como un interrogante, no como una defi-
nición. Además, ¿me quiere decir que valor doctrinal tiene ese texto? Más valor doctri-
nal tendría el Syllabus de Pío IX, que condenaba la pluralidad.
Para sorpresa de Edwin, don Severino se levantó y salió de la habitación muy len-
tamente, como es propio de su edad.
Al quedarse solo en sus propios pensamientos, Edwin se dio cuenta de que tenía
que darse prisa si quería llegar a tiempo de la reunión del equipo de liturgia para las
celebraciones de la vigilia pascual. «Dónde se habrá metido este hombre», pensó mien-
tras miraba el reloj. Movido por su propia impaciencia se levantó y comenzó de nuevo a
explorar las estanterías. Tras unos grandes tomos de concordancias de santa Teresa de
Jesús había un polvoriento portarretratos. Sin ni siquiera evitar la tentación de mirarlo,
Edwin lo sacó a la luz, limpió con su propia manga el cristal y contempló una inespera-
da imagen de don Severino. Era él, mucho más joven, con aproximadamente cuarenta o
cincuenta años de edad, con unos pantalones cortos, no muy por encima de la rodilla,
una camiseta que solía ser blanca y una mochila a los hombros. Alrededor de él, dece-
nas de niños negros se agolpaban para salir en la foto. A uno de ellos, quizá el más pe-
queño de todos, lo cargaba sobre sus propias manos.
—Costa de Marfil, muy cerca de Abiyán. En esa aldea no tenían ni siquiera un po-
zo común.
Don Severino había entrado con una bandejita, dos tazas y una cafetera.
—Vaya, lo siento —reclamó Edwin—, no quería curiosear sus cosas pero…
—Espero que no le guste el azúcar, me he olvidado de ella —dijo con desinterés—.
Edwin dejó la fotografía en su sitio y le ayudó a colocar la bandeja sobre la mesa.
Cuando ambos se sentaron, don Severino prosiguió:
—No es usted el único que ha estado en las misiones, padre Miranda. Cuatro años
enteros estuve en África, hasta que me requirieron de vuelta en la facultad. Bonita expe-
riencia la de África, sí señor —dijo mientras bebía un sorbo de café—.
—Vaya, no me lo esperaba.
—La curiosidad nos hace reos, pero no conocedores, querido Miranda. El verdade-
ro conocimiento nos viene de Dios. Hagamos oración y nacerá la verdadera teología.
Hable con él, y entenderá las religiones. Así podrá al fin resolver el enigma del equili-
brio inestable entre universalidad y unicidad. Ego Alpha et Omega, primus et Novissi-
mus, Principium et Finis22.
—¿Realmente cree que Cristo quiso un mundo romano?

21
AG, 7.
22
Ap 21, 13.

8
—Hijo mío —respondió—, los planes de Dios siempre superan nuestros niveles
más altos de comprensión.
—Eso es cierto, desconocemos más de Dios de lo que conocemos.
—«Como dista el cielo de la tierra, así nuestros planes de sus planes»23. Quién sabe
los planes del Dios vivo. Pero tú y yo sabemos cuál es la fuerza de Cristo para dar pleni-
tud a los deseos más profundos del corazón del hombre, y que nadie fuera de él ha pre-
dicado sobre la tierra palabras de vida eterna. ¿Alguien puede arrogarse una autoridad
semejante a la suya? ¿Ha muerto y resucitado Buda en una cruz por ti?
—Pero, padre, la primera comunidad pudo haber magnificado…
—¿Ves? Ese es el problema de los pluralistas. La falta de fe, siempre la falta de fe.
Dios no es un “mero símbolo de nuestra búsqueda”, como han querido algunos, sino la
respuesta que Dios nos da a ella24. Solo buscáis justificar a Dios, vosotros los liberales;
hacer a Dios racional según nuestra racionalidad. Habéis tirado la toalla con el cristia-
nismo y no queréis más que retroceder y retroceder hasta abandonar toda pretensión de
verdad.
—Pero, don Severino, yo he tenido la experiencia de no poder dialogar con aque-
llos que creen tener la verdad.
—Nosotros la tenemos —dijo arqueando mucho las cejas—, ¿te atreverás a negar-
lo? Nosotros tenemos la verdad.
—No, don Severino, la Verdad nos tiene a nosotros.
Ante estas palabras, Severino hizo un momento de reflexión y miró a través de la
ventana.
—Es cierto, hijo mío, en eso tiene razón. Ah, la verdad…
Luego quedaron en silencio un buen rato. Hasta que Edwin, como queriendo rom-
per el hielo, apuntó:
—¿Puede un budista encontrar a Cristo en el budismo? Entonces también encontra-
ría plenitud en su religión, ¿no es cierto?
—No sé yo.
—Cualquiera que busque la verdad está buscando a Dios al fin y al cabo. ¿Podrá un
budista que no ha conocido el cristianismo verse privado de plenitud en esta vida? Creo
que la religión es algo que ha de ser superado. ¿No la superaron los místicos?
—Puede ser hijo, puede ser.
—Digo que el budista debe ser buen budista, el hindú buen hindú…
—Y el caníbal un buen caníbal —dijo Severino—.
—No padre, eso no.
—Es, sin embargo, la consecuencia lógica de tus torpes planteamientos. Todos esos
que hablan de la fidelidad a la conciencia me hacen reír —y rió con ganas—. ¡Fidelidad
a la consciencia! Por favor, nada más enfermo que la propia conciencia.
—Hablan de la recta conciencia.

23
Is 55, 9.
24
Cf. Cf. Ratzinger, J. “El Nuevo Pueblo de Dios”, Herder, Barcelona, 1972. 375ss.

9
—Sí, ya. Como se nota que no han vivido la guerra. Tres rojos mataron a mi padre,
en obediencia heroica a su conciencia. El amor, es cierto, nos salva, y el odio nos con-
dena. «Quamdiu fecistis uni de his fratribus meis minimis…»25.
—Entonces, hallará plenitud el budista que practique la perfecta caridad.
—En eso estoy de acuerdo.
Edwin se sorprendió de su repentino éxito.
—Pero,
«Ahí está el “pero”», pensó.
—pero, ¿hay amor fuera de Cristo? —Preguntó Severino— Recuerda, el amor es
de Dios26. El mandamiento no está, ni puede estarlo, disociado del mandamiento de la
fe. «Este es su mandamiento, que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y que nos
amemos unos a otros»27.
El móvil de Edwin sonó de pronto.
—¿Diga…? Sí, ya voy de camino. Tardo diez minutos… Hasta ahora.
Severino sonrió.
—Márchese ya, que tengo muchas cosas que hacer.
—Gracias, don Severino, de verdad.
—No, por Dios, gracias a usted por los oleos.
—Seguiremos hablando.
—No, hijo mío, déjese de tantas vanidades. Mejor gaste el tiempo en orar por las
almas.
Edwin se levantó. También lo hizo el párroco. Juntos se dirigieron a la puerta.
—Qué bonito sol, hijo. Me preguntó cómo será el sol de la vida eterna y me pre-
gunto cómo será el rostro de Cristo. Siempre he albergado estas dos dudas en mi inte-
rior.
—¿Sólo tiene esas dos dudas? Vaya, yo tengo muchas más.
—Lo sé hijo, lo sé. Pero según pasan los años, uno cada vez tiene menos dudas, y
también menos certezas. Vaya con Dios, hijo.
—Adiós, don Severino. Feliz Pascua.
Mientras sacaba las llaves del coche, Edwin se alejaba calle arriba. Pero Severino
aprovechó la ocasión para darle un último apunte desde lo lejos:
—Y déjate de comunistas para dar catequesis. Del comunismo no puede salir nada
bueno, te lo digo yo.
Edwin se despidió con la mano y Severino volvió a sus ocupaciones.

Aquella misma noche, después de las dos celebraciones vespertinas de la Pasión,


Severino volvió a entrar en su despacho, donde tenía el portarretratos. De él sacó la foto,
amarillenta por los años. Tras él había escrito un francés una frase que nunca olvidó:
«Al padre Severino, que nos enseñó el verdadero rostro de Cristo».

25
Mt 25, 40.
26
1Jn 4, 7
27
1Jn 3, 23.

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«Me pregunto cómo será el rostro de Cristo, me pregunto cómo brillará la luz del
sol…», pensó. Luego metió la foto en el bolsillo de su sotana y subiendo a su habitación
se reclinó en el sillón.

***

Aquella misma noche el Señor llamó a Severino a su presencia. Y cuenta un ángel,


testigo de lo que sucedió, que cuando el viejo párroco entró al cielo lo primero que tuvo
ocasión de pronunciar fue «ahora lo entiendo» y que las dos dudas más profundas del
corazón de Severino habían sido resueltas para siempre.

Granada, 19 de enero de 2018

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