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El bar es como un potro


(1994)

A Juan Carlos Santaella

…el bar, amigo mío, es un mar de palabras que se acuchillan en el espacio, es una
trifulca perenne de improperios que desafían al universo para converger en la
nostalgia, es un haz de mil direcciones sonoras, dirigidas a cualquier parte, sin
destinatario fijo. Es el sitio para hacer realidad los más escondidos deseos, el lugar
para consagrar sus perversiones y atormentar a sus amores.

Allí ve usted la voz y escucha cientos de imágenes aglutinadas en torno a los


deslizamientos de botellas fugaces. Por eso hemos venido nosotros aquí, a matar
nuestras querencias mundanas, a pudrirnos en esta avalancha de cebada espumosa.

Aquí nos vemos, nos ven, estamos usted, yo, los otros que nos acompañan, los que
aparecerán luego, y los demás. Alrededor de esta mesa circular redundamos en los
recuerdos, nos abrumamos en las mundanadas de nuestras existencias, nos limpiamos
la conciencia de culpas, al menos por un rato.

Aquí vinimos hoy, precisamente, a dar cuerpo a esta historia de cuatro costados y
muchas balas, tejida, descosida, amalgamada entre torrentes de palabras y
anécdotas confusas. El bar, amigo mío, es como un potro salvaje que se alebresta
ante la inmensidad de lo pequeño, para darnos aliento y servir de soporte a lo que no
hemos sido capaces de construir con nuestro lenguaje.
El bar, queridohermano, es la historia del adolescente obsesionado en perseguir la
figura mítica del personaje llamado Julio Garmendia a lo largo de aquella avenida
brumosa y escarpada; es el escenario para desglosar los intersticios de un extraño
atentado contra el autor de la historia universal de la infamia; la consumición de los
afectos declarados hacia la poesía de un caballero andante de nombre Rafael
Cadenas, el poeta amargado por la decadencia del lenguaje.

… el bar, sépalo usted, es este lugar sagrado donde hemos entrado hace unas dos,
tres, cuatro horas, a evacuar relatos y maldecir venganzas.

Desde que nos sentamos en esta mesa, hemos ya girado varias veces en torno al caso
de Don Julio. Usted ha dicho que lo conoció, mientras yo me alejaba de la
conversación para pedir otras cuatro jarras heladas, caldosas, amarillas; usted
recordó en mi ausencia que ese curioso, extraño-huraño, esquivo y volátil personaje,
gustaba deslizarse solitario al borde de aquella hilera de automóviles cuyos
conductores jamás hubieran imaginado la presencia de un escritor ante tanto ruido,
tanta iracundia, tanta neurosis acumulada…

Y ha recordado, entre sorbo y sorbo, que era usted apenas un chico de secundaria,
un rapaz que todavía llevaba alhucema en el ombligo, cuando descubrió que aquel
hombre viejo con cara de niño conservaba detrás de unos espejuelos oscuros la
historia de una tienda de muñecos y, la más atractiva aún, de ciertas enaguas
perdidas, deslizándose entre las nubes. Hasta que una de esas tardes comparó a un
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anciano que pasaba frente a la pensión donde usted vivía con la fotografía de un libro
de bachillerato y descubrió que ambas imágenes coincidían. Entonces, cada tarde se
dedicó a seguir sus pasos, a acosarlo desde lejos con la precisión de Agatha Christie,
a construir usted mismo una serie de secuencias que al final habrían de convertirse
en un cuento donde el sujeto fuera un personaje tan importante como el escritor y
donde muriera acribillado a pedradas por la mano celosa de algún tinterillo envidioso
de su magnificencia entre los nuevos plumarios.
Usted, el otro, el tercero de nosotros, me ha confesado también que lo suyo era la
indagación en otros terrenos; que en su delirio desde los días empasillados de la
escuela de letras, usted era, fue, es, siempre ha sido y será, apasionado incansable,
admirador incondicional de ese poeta que, hastiado de la verborrea, se lanzó por un
camino de falsas maniobras para convertirse en hombre de pose neurótica, en
portavoz del silencio, en una leyenda imbuida por la sapiencia, la meditación, la
rígida templanza. Otros habrán escogido, dice usted, el camino de emular las
tremenduras del escritor ciego que siempre se inventó a sí mismo para los demás,
pero yo, yo prefiero los barriales de esta poesía nuestra en la que el poeta
encadenado se ha detenido para recordarnos que somos hombres de palabra. Y que
sin palabra fracasaremos en el propósito de persistir por el camino del pensamiento.
Hasta se jacta usted de decirnos que lo ha amado desde que lo conociera, en sus
primeras lecciones de “literatura y vida”, y que nunca ha confesado a nadie que sería
el único escritor y el único personaje por el que se sentía capaz de defender la
vapuleada literatura nacional. Vive usted de su mitología y avizora días gloriosos en
castillos de poesía, para buscar a toda costa una salvación en el mundo de los
fantasmas.

Yo, tenaz observador, más que parlante activo, de esta confraternidad que
disfrutamos cada cierto tiempo entre las brumas de este bar, me resigno a morir
apaleado por la ignorancia, ya que no soy ni la mampara ni la conciencia de ningún
escritor famoso de los nuestros; yo, nada más que personaje de esta aventura de
folletín, solazo mis carencias en la palabra de un tipo al que jamás conocí pero
siempre imaginé: Marcial Lafuente Estefanía.

“Procaz actitud”, me dicen ustedes en tono ripioso, siempre que asomo ante el
tribunal de la barra la posibilidad de que uno de aquellos vaqueros de seis o siete
pies de altura, con cananas henchidas y una puntería insospechable, fuera alguno de
esos tipos por los que ustedes empeñan sus apetencias literarias. Claro que mi
procacidad es natural y espontánea porque vengo de las tinieblas, de la escoria
maldita que pare en nuestras ciudades de lechos rojos seres como yo, preparados
para todo, menos para asimilar la valentía, la sapiencia, la espesura de la palabra
poética.

El cuarto del grupo, el juez, el que no confiesa militancias, ha levantado ahora la voz
para ordenar otra ronda, sin opinar acerca de nada. Se queda siempre allí. Lo
invitamos y acepta sin remilgos al mover la cabeza dos veces. Sonríe ante la
incitación del garmendiano, frunce el ceño al escuchar la solicitud de declaratoria de
adhesión del segundo en el grupo. Pero no suelta nada, no exhala palabras, no se
deja tentar por la malicia de los demás y, sin embargo, se viene siempre con
nosotros. Sólo se sabe que alguna vez llegó a decir que él era el equilibrio, que los
demás estábamos obsesionados por la otredad. Los tres queríamos siempre ser otro y
él era él. Único entre todos, hacedor de su propia fuerza, aunque fuera todavía una
pequeña gota de nada en el universo. Nunca habíamos sabido qué tenía en mente
hasta que hoy, por fin, nos hemos topado con su decisión última, con la
determinación que comenzaba a revelarnos apenas abrimos la puerta para este
relato:
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Llegamos los cuatro y entramos sonrientes, desparpajados, repletos por los deseos de
la juerga y la buenaventuranza. Miramos hasta encontrar un lugar disponible y vimos
entonces la mesa circular, como esperándonos, pulcra, recién limpia, con un
cenicero triangular en el centro, un ramilletico de flores de plástico, un mantel rojo
de cuadros, deshilachado, desplegado sobre toda la esfera superior, y cinco sillas
labradas con nuestros nombres en sus espaldares.

Casi sin creer que era para nosotros, escrutamos todo el ambiente con la mirada: la
barra atragantada de comensales y bebientes, las botellas detrás del mostrador,
alineadas como para galería de tiro, una fotografía inmensa de Jorge Luis Borges en
el centro de una pared rojinegra y una hermosa leyenda debajo que recordaba la voz
de un poetica de segunda que siempre quiso ganarse el cielo de los bares: “Confieso
que he bebido”.

En medio de nuestra radical indecisión, merodeamos con la vista por las demás mesas
y descubrimos que no había ni un solo espacio más disponible. En el cenicero
triangular fijamos la vista y allí comenzó el drama que sin éxito hemos venido
intentando relatar.

Cada cual ha dado finalmente su versión de los hechos para convencer a los otros,
aunque ya no haya más remedio que aceptar que somos aspirantes al ataúd: muertos,
yertos, parapléjicos, los cuatro esperamos desde hace más de una hora por la
presencia de un forense que certifique nuestra condición de hombres baleados por
algún desconocido que, sin mediar palabra, abrió las puertecillas batientes que
impiden la mirada directa desde la avenida, buscó con la vista hasta dar con nuestras
voces alebrestadas, desenfundó una Colt cuarentaicinco y la descargó
proporcionalmente en la mesa hasta lograr que ninguno de nosotros sobreviviera para
contarlo. Sólo salió ileso uno que había ido directo al baño, antes de sentarnos, el
narrador.

Era alto, de seis, siete, quizás ocho pies de altura, fornido, atlético, rojizo,
sanguíneo, con nariz de boxeador, la cara marcada por antiguos golpes, el pelo
chorreado hasta la nuca, gestos de malencaramiento insoportable, vestido a la moda
de los clásicos salones del viejo oeste estadounidense, su cara lucía nítidos ademanes
de descortesía y de rabia.

Disparó a mansalva, sin fallar ni una vez. Cargó de nuevo el tambor de su arma y
volvió a disparar, ahora contra la fotografía de Borges, y luego contra las botellas,
hasta romper por lo menos cinco sin fallar. Sonrió cínicamente ante la gordura que el
barman escondía debajo de la barra y se deslizó hasta uno de los asustados
parroquianos de otra mesa para preguntar por la rocola. Alguien le informó que no
había allí tal aparato, que había sido de otras épocas, que ahora no se utilizaba
puesto que no era posible sensibilizarlas, ya que las monedas se habían esfumado del
universo. Lo vieron sonreír de nuevo, ahora grotescamente, al mismo tiempo que
solicitaba que se le inventara una, o acababa también con el relato.

Y yo, narrador, mandamás de todo lo que aquí acontece, como habrán visto, le
imaginé inmediatamente una rocola supersónica, cargada de boleros de vieja data,
de rancheras, de sinfonías, de oberturas y de cuanto se me ocurrió, con tal de que no
fuera el tipejo a destrozar lo que había comenzado como una excelente excusa para
trazar los pasos perdidos de una venganza. Entonces el barman salió de su escondite,
el hombre le pidió en voz imponente que dijera su nombre y el pobrecito, sin
objeción, con tono asustado pero fuerte y seguro, dijo llamarse Guillo Men Eses. El
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gordo sirvecopas agradeció también la llegada de la justicia ante la ignominia y juró


convertirse en ayudante de órdenes de aquel salvador de los principios clásicos.
Nuestros cadáveres continuaron allí, hasta que el ruego de uno de los bebientes
ilesos se hizo notar para solicitar ante el vengador que vinieran los escritores
implicados a reconocer a sus acólitos anónimos.

Así, llegarían después la imagen misma del poeta Rafael Cadenas, el retrato hablado
del cuentista Julio Garmendia, que ya para esos días había fallecido, y un
representante legal de Marcial Lafuente, quien justificaba la ausencia del escritor
por andar en la recolección universal de sus derechos de autor.

Ante cada entrada para mirar los cadáveres y verificar su autenticidad, la


concurrencia, ya acostumbrada a los cuatro cuerpos, aplaudía incesantemente,
ruegos del vengador mediante. Cuando llegó Cadenas con su frente marchita y su
adusto ceño fruncido, casi caen algunas sobrevivientes botellas, removidas por las
vibraciones. Hubo desmayos, desgarres, gritos de furia explosiva. Su estatura alta y
desgarbada venía seguida de pelotones de fanáticos que coreaban sus versos como si
fueran canciones de Rock. Da la impresión de que hubiera querido dar un discurso
ante la multitud desenfrenada, pero lo detuvo la exquisitez de su alta investidura
lírica. El vengador exigió silencio y conminó al visitante a acercarse más si no
deseaba ser perforado in situ. Le recitó sus derechos constitucionales y le puso como
condición única que antes del reconocimiento escuchara en la rocola la novena de
Bethoven interpretada por un tal Juan Gabriel. El poeta sintió resquebrajarse la
intimidad de su ego pindárico, mas no encontró otra salida que aceptar la propuesta,
aunque sus tímpanos se encogieran al primer acorde. Los fanáticos guardaron
silencio, aglomerados por todos los rincones del bar, y fueron invitados a corear el
tono homosexual que asumía el cantante en la rocola. Luego, el poeta no tuvo
inconveniente en reconocer la espalda siquitrillada de su ex alumno y seguidor. Se le
ordenó continuar allí hasta que todo terminara.

Las zonas erógenas de una mujer de espaldas eran mostradas en una fotografía que
traía entre sus manos el retrato hablado de Julio Garmendia. Espléndida en carnes,
la imagen recordaba una venus pintada en cierta ocasión por un célebre pintor
venezolano proveniente de una ciudad sin habitantes. El relato cambió de la
atmósfera real a un sueño extraño en el que una multitud de damas de “alta
suciedad” escoltaban la imagen tímida, insignificante en apariencia, del famoso
personaje.

-Vengo a decirles adiós a los muchachos y me acompaña la pandilla de Burdeler.

Flotaron como enaguas en las nubes sus palabras mágicas, después de atravesar las
puertecillas batientes. El altísimo protagonista del relato observó con desgano no
disimulado aquella humanidad hirsuta que se hacía pasar por escritor fantástico.
Barajó miradas debajo de los espejuelos oscuros, deambuló la vista por las cursis
bacterias dibujadas sobre la tela de fondo de la corbata del recién llegado. Alcanzó a
precisar la antigüedad de unos pantalones estilo “padrino” y, por último, alzó el
rostro con orgullo para pedir gentilmente a aquel hombrecillo que continuara, que no
pondría por delante ninguna acción ignominiosa porque respetaba su alcurnia y su
cercanía con las novelas y cuentos de los que él había salido.

-Afinidad de origen me une a sus personajes, pero sólo permitiré a usted reconocer a
los difuntos y nada más.

Las “damas de suciedad” que rodeaban al escritor fantástico hicieron una mueca
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común de desprecio hacia aquel grandulón, sin evidenciarla demasiado por temor a
la represalia.
Ahora el hombre alto reposaba sus codos, recostándolos hacia atrás, de espaldas a la
barra, y en sus manos brillaban los cañones de dos inmensos revólveres. El escritor se
acercó hasta la mesa donde flotaban los cuerpos y aseguró no conocer ni reconocer a
ninguno de ellos como pertenecientes a su estirpe. Fue cuando las cosas comenzaron
a complicarse para todos los presentes.

Se esperaba desde el comienzo de la historia que todo lo imaginado ocurriera de una


manera imperturbable. El narrador había tenido confianza en que cada personaje
desempeñaría su papel a cabalidad. Y ahora el autor de sus propios difuntos se
negaba a ejecutar el reconocimiento de rigor. El vengador volteó hacia donde estaba
Guillo Men Eses y lo instó a acercarse:

-Sirve para todos -le dijo- que beban también las ancianas de “alta suciedad” y la
pandilla de Burdeler, que los cadáveres dejen de serlo, para ofrendar por un instante
la palabra de este hombre que parece más bien uno de sus propios personajes.
Convierte durante una mínima porción de tiempo este bar en un castillo de Elsinor y
ordénale a ese poeta que se faje con sus cuadernos del destierro.

Nadie comprendió mucho de lo que ocurría, hasta que alguien se percató de que,
desde la fotografía saltaba al centro de la sala el autor de la historia universal de la
infamia, para quedarse allí, congelado como una estatua intocable. Los ayudantes
del grandísimo hombre se habían hecho presentes y ahora se disponían a cumplir el
mandato que acababan de escuchar. Vistieron al escritor ciego a la usanza de los
westerns italianos, colocaron en su pecho un correaje preñado de proyectiles, en su
cabeza un sombrero Borsalino, sobre los tobillos un par de afiladísimas espuelas.
Luego movieron una de sus piernas para que cobrara vida, encendieron la rocola para
que se escucharan algunos estribillos de la edad media y el gran vengador decretó el
inicio de un baile a todo dar. Cadenas y el retrato hablado de Garmendia saltaron de
sus lugares y bailaron desaforadamente, asidos a dos de las empicotadas damas. La
pandillla de Burdeler bailó toda a un mismo paso. El escapado del cuadro retozaba
solo, a lo ancho de la sala. Los cadáveres oscilaban colgando sobre la mesa, movidos
por los deseos del narrador. Todo se convirtió en una fraternal fiesta de cumpleaños,
con torta, con papelillo, con gelatina, pudín, quesillo y hasta con la cancioncita
cursilísima de un tal Emilio Arvelo y la típica reunión alrededor de la mesa circular:
las caras largas con los labios de trombón expeliendo “cumpleaaaaños feeeeliz...que
los cumplas feliiiiz…”

Parecía llegar todo a su final complaciente como en las telenovelas, cuando uno de
los asistentes, ya borracho, reclamó al intruso vengador más respeto para la
literatura nacional: su voz gangosa se perdió en el remolino de sangre que se le
formó en los labios al recibir el golpe fuerte y seco de uno de los escoltas del hombre
alto de las dos pistolas.

Los cadáveres volvieron a su posición de origen. Los dos personajes-escritores


visitantes guardaron silencio. Alguien preguntó por el representante de Marcial
Lafuente cuando, desde la penumbra de una puerta que se abría en ese momento,
una voz desconocida alertó sobre la posibilidad de que el famoso autor de novelas de
vaqueros hubiese enviado a alguien que todavía no se identificaba. Cundió el temor
colectivo y todas las miradas se concentraron en la fotografía, detrás de la barra, a
la que su imagen había retornado luego de la finalización del baile. Nunca se supo si
realmente había sido así, pero quedó la duda sembrada en los cientos de corazones
que allí compartían la incoherencia de la aventura. Entonces el vaquero corpulento y
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asesino sacó a relucir de nuevo sus brillantes revólveres, amenazó con reventar las
sienes de quien no se sometiera a sus designios; salió elegantemente, empujando las
puertecillas plegables que daban hacia la avenida y, sin avisar nada a nadie, se
percató de que estaba escapándose ahora de un relato en el que había entrado
equivocadamente: antes de que su verdadero autor lo rescatara, apenas tuvo el
tiempo necesario para leer de reojo la portadilla del libro al que había ingresado por
equivocación.

Ante su evanescencia, todo regresó a una primera escena en que cinco hombres
sonrientes avanzan (hacia) (por) (entre) las ruinas circulares de un antiguo bar de
buena muerte. Allí han venido para escaparse de la cotidianidad y convertir cada
historia, cada nombre, cada personaje conocido, en algo que los saque de la rutina y
los coloque en el mundo fantástico de la realidad mundana. El más sonriente camina
despacio, detrás de todos los demás, cuando decide responder a la pregunta que
alguien le hizo, antes de venir a ese lugar:

-El bar, amigo mío, es un mar de palabras que se acuchillan en el espacio, es una
trifulca perenne de improperios que desafían al universo para converger en la
nostalgia…

(1994)

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