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Ello me llevo a preguntarme sobre el sentido de los comentarios que pudiera hacer aquí
y del objetivo que deben perseguir, llegando a la conclusión nada convencida, de
intentar expresar al menos la miríada de imágenes, sensaciones y agudezas que del
conjunto de textos presentes en el libro y agrupados bajo la imagen de la clandestinidad
extraje.
Así, lo primero que me saltó – o más bien golpeo – de su lectura fueron su contundencia
y su abierta franqueza, la agudeza y claridad con que son expresadas. Ninguna otra
impresión se puede tener, creo yo, de frases tan lapidarias y concisas como:
Nada de lo que se lea a continuación puede ignorar estas palabras y la fuerza con que
están escritas.
Y, efectivamente, resultan fiel preámbulo a lo que viene, puesto que es la ira que
subyace a los sujetos de los sucesos narrados, sujetos subalternos que, como el mismo
Gilly escribe magistralmente, responden con la violencia de sus cuerpos y su acción a la
violencia anónima y desalmada que sistemática e históricamente la estructura social,
política y económica de los dominadores les ha infligido.
Llama la atención la maestría con la que Adolfo Gilly entrelaza y anuda diversos
tiempos y acontecimientos tejidos bajo la urdimbre de procesos sistémicos y de larga
duración que, cual densa niebla, recubren las acciones y los rostros de individuos y
pueblos que tienen en común el estar sometidos, bajo diversos rostros, a una misma
opresión sistémica.
Adolfo Gilly pone frente a nosotros historias clandestinas de seres negados, ocultos a
los ojos de las clases dominantes, que en auténticos momentos de revolución salieron de
esa clandestinidad a la que están cotidianamente obligados por grupos que pretenden
sustentar su posición explotadora en una insostenible superioridad que no tiene más que
la violencia física, política, social y económica, como sustento, intentando así ocultar lo
que a todas luces es una impostura para aquellos individuos que en momentos
“sublimes” deciden, como Los Alteños de Bolivia, decir ya basta.