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I NTRODUCCIÓN

[15] En enero de 1985, en respuesta a las preguntas y preocupaciones que el


clero de la diócesis de Newark me planteaba, pedí a la convención de nuestra
diócesis que autorizara un estudio sobre los cambios en los hábitos de la vida
sexual y familiar para dar una respuesta adecuada a los nuevos modelos de
comportamiento.
Muchas veces los clérigos de la diócesis y yo hemos compartido que los
criterios que reflejan en su ministerio difieren sustancialmente de las posiciones
oficiales de la iglesia (2). La iglesia ha afirmado en numerosas ocasiones que las
relaciones sexuales no son apropiadas ni morales si no es en el marco del
matrimonio. Sin embargo, muchas parejas, si no la mayoría, de las que acuden a
recibir la bendición de la iglesia en el «santo sacramento del matrimonio»
mantienen relaciones sexuales antes y en muchos casos ya viven juntos.
Feligreses de mayor edad, tal vez divorciados o viudos, mantienen, cada vez
con mayor frecuencia, amistades especiales con alguna persona del sexo
opuesto con quien comparten intimidad sexual pero con quien no piensan
casarse. En muchos casos, estas personas no están al margen de la vida de la
iglesia sino que son muy activas dentro de ella y participan, con un alto grado
de compromiso, en las actividades laicas de las congregaciones locales. Muchos
de ellos [16] han hablado abiertamente de sus vidas con sus pastores, quienes,
sin dejar de reconocer la contradicción, no se sienten movidos a señalar a estos
feligreses los conflictos entre la doctrina de la Iglesia y la vida que éstos llevan.
Les impresiona más ver la calidad de la vida que viven estas personas que las
prédicas y directrices morales habituales de la institución a la que sirven.
Otros miembros de nuestro clero se han vuelto tan sensibles y abiertos a las
realidades de la minoría homosexual (3) que acogen y dan la bienvenida a las
personas y parejas gais y lesbianas en sus iglesias. Lo hacen a pesar de
reconocer que la postura oficial de su iglesia afirma que el celibato es la única
opción moral que el cristianismo ofrece a estas personas gais y lesbianas.

2 ) N del T: En este libro, por lo general, Spong utiliza el término «Iglesia» sin dejar claro si se refiere a la Iglesia

Episcopaliana, a la que él pertenece, o a la «iglesia de Cristo» que se visibiliza en «las iglesias cristianas» en general.
Independientemente de las intenciones del autor, creemos que esta indefinición es oportuna, no sólo por su espíritu
ecuménico sino porque permite que cada lector lea el texto desde las nociones que su propio imaginario religioso
y cultural le proporciona. Por lo mismo, el lector también distinguirá cuándo este término se refiere a la jerarquía
únicamente, o al conjunto de los cristianos. Tal es el motivo de haber puesto el término a veces en minúscula y
otras en mayúscula.
3 Como escritor y como pastor, sé que algunos miembros de la comunidad gay y lesbiana rechazan el uso del

término «homosexual» y lo comparan con el empleo de la palabra «negro» para el negro (black en inglés). El
lenguaje que usamos para hablar de este tema está en un estado de constante cambio y refinamiento. He hecho
todo lo posible para soslayar el uso de esta palabra y encontrar palabras, frases e imágenes aceptables. Sin
embargo, el término todavía se utiliza ampliamente en la iglesia y en la sociedad sin intención ni efecto
peyorativo. Es simplemente una palabra que usa la mayoría de la gente en los círculos clínicos y coloquiales. En
un número limitado de casos, he utilizado el término como forma práctica de enfatizar un punto con claridad y
hacerlo fácilmente comprensible a todos los lectores de este libro, sin ofender a nadie.

© HarperSanFrancisco, 1988 J. S. Spong, ¿Vivir en pecado? - pág. [9]


© Traducción: Asociación M. Légaut Distribución : https://johnshelbyspong.es
Dado que la práctica siempre precede a la teoría, estos sacerdotes me
sugirieron que nosotros, como iglesia, deberíamos revisar oficialmente nuestros
preceptos, teorías y criterios para ver si son, en realidad, lo que pretendemos
afirmar. Tenemos que examinar por qué razón nuestra sensibilidad pastoral nos
obliga, tan a menudo, a dejar de lado las definiciones institucionales del decoro
y de la moralidad.
La 111ª Convención anual de la Diócesis de Newark, reunida en el corazón
de esta maravillosa pero a menudo vilipendiada ciudad, respondió a mi
llamada y autorizó el [17] nombramiento de un grupo de trabajo para estudiar
estas cuestiones y, posteriormente, informar de sus conclusiones a la 112ª
Convención, en 1986. El acuerdo se aprobó por unanimidad, y la convención
pasó a discutir asuntos ordinarios, salarios del clero, presupuestos, etcétera.
Cuando la Convención levantó la sesión, un sacerdote se acercó al estrado
para comunicarme su interés en ser miembro de este grupo de trabajo: era el
Reverendo Dr. Nelson Thayer, profesor de teología pastoral en el Drew
Theological Seminary de Madison, Nueva Jersey. El Drew Th. S. es una
interesantísima institución metodista, suficientemente ecuménica como para
admitir en su facultad a un sacerdote episcopaliano, un erudito de la talla de
Nelson Thayer. El Dr. Thayer me informó de que, como parte de su trabajo
profesional, planeaba hacer una investigación precisamente en esta área, y que
acogería gustoso el compromiso de ser miembro de este grupo de trabajo, lo
cual le sería un estímulo en dicho estudio.
En aquel momento, la composición del grupo de trabajo que, tras la
Convención, ya se me había autorizado formar, era un asunto tan de segundo
orden que ni siquiera había pensado en ello. Sin embargo, allí, de pie ante mí,
estaba un hombre al que admiraba mucho, un hombre respetado por muchos
de nuestros clérigos y laicos, un sacerdote cuyas habilidades académicas y de
comunicación eran notables y que me pedía que lo admitiese como miembro de
dicho grupo de trabajo. Yo sabía que Nelson Thayer es un hombre
pastoralmente sensible pero no tenía ni idea de cuáles eran sus ideas o
convicciones sobre ninguna de las cuestiones específicas que yo había
planteado a la Diócesis que había que explorar. En un momento intuitivo, de
esos que uno vive para luego saborearlo con alegría una y otra vez, le dije:
«Nelson, ¿por qué no preside usted este grupo de trabajo?» Mi propuesta le
sorprendió un poco; quizás era más de lo que esperaba; pero el Dr. Thayer
aceptó esta responsabilidad en el acto y me dije a mí mismo que tal [18]
coincidencia de intereses, de competencia y de oportunidad era providencial.
Al cabo de algunas semanas, el Dr. Thayer y yo nos sentamos para pensar en
quiénes podrían ser los miembros del grupo. Decidimos invitar a dieciséis
personas. Debía haber clérigos y laicos, hombres y mujeres, blancos y negros,
personas casadas y divorciadas, separadas y solteras, mujeres profesionales y
amas de casa, y una persona abierta y declaradamente homosexual, que llevara
largo tiempo viviendo en pareja con un compromiso permanente. Tres
miembros del grupo eran profesionales en distintos campos de asesoramiento.
Uno de ellos formado con una beca Rhodes, de la Universidad de Oxford. De

© HarperSanFrancisco, 1988 J. S. Spong, ¿Vivir en pecado? - pág. [10]


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los invitados, aceptaron trece y el grupo quedó constituido. Me reuní con ellos,
la primera vez, para hacerles el encargo oficial y para explicarles por qué se les
había convocado. Entonces, delegué el grupo a Nelson Thayer y me fui. Ya eran
libres, ya podían moverse en cualquier dirección a la que su estudio los llevara,
para llegar a las conclusiones que desearan, para formular las recomendaciones
que quisieran. La única instrucción formal era la de informar de sus
conclusiones a la Convención diocesana en enero de 1986.
La fecha se acercaba y no llegaba ningún informe. Me pregunté si no sería
éste uno más de esos comités de iglesia que nacen con entusiasmo pero cuyo
destino es no llegar a nada. El Dr. Thayer informó a la Convención de que el
grupo de trabajo no había terminado su cometido y que solicitaba una prórroga
de un año, con la promesa de entregar un informe completo antes de la
convención de 1987, para dar tiempo a que los delegados pudieran decidir si
daban su aprobación o no a dicho informe, cuando la convención se reuniera.
Su petición de prórroga se aprobó por unanimidad y el grupo tuvo otro año de
vida. Tras esta convención de 1986, me volví a reunir otra vez con el grupo para
recordarles el encargo y para alentarles a proseguir en dicha [19]
responsabilidad. Fue la segunda y última vez que participé en la marcha de la
comisión.
Mientras tanto, en otoño de 1985, el Obispo Presidente de la Iglesia
Episcopaliana, el muy Reverendo Edmond Browning, me había nombrado
miembro de la Comisión Permanente de Asuntos Humanos y de Salud de la
Iglesia. A esta comisión, se le asignó el estudio de muchas de las cuestiones
cruciales y sensibles que son objeto de debate apasionado en la iglesia, como el
aborto, la homosexualidad, el racismo institucional, la ingeniería genética y
otros. Mi misión particular fue trabajar en temas relacionados con la sexualidad.
Acepté este encargo del presidente de la comisión, el muy reverendo George
Hunt, obispo de Rhode Island, y empecé a leer amplia y profundamente sobre
esta materia.
Decidimos que la Iglesia Episcopaliana necesitaba iniciar un debate de
concienciación sobre la adecuación entre las venerables tradiciones y
convicciones de la iglesia y de la gente de iglesia, y la influencia de los nuevos
conocimientos sobre la sexualidad humana que diariamente aportan la
psicología, la biología, la genética, la bioquímica molecular y la biofísica. Con la
colaboración del periódico episcopal nacional, acordamos organizar el debate
en The Episcopalian, a través de una serie de artículos a favor y en contra,
escritos por las personas más competentes que encontráramos y que pudieran
escribir, con claridad e integridad, en apoyo de sus puntos de vista.
Me pidieron que escribiera una introducción a esta serie de artículos. En
principio, este artículo introductorio tenía que ir sin firma, pero por tres veces
resultó infructuoso intentar hacer una introducción que fuera lo suficientemente
extensa como para satisfacer los alejados puntos de vista de los miembros de la
comisión. Finalmente, decidí firmar el artículo y dejar claro que se trataba del
punto de vista de un solo miembro de la comisión, para que así nadie pudiera
[20] sentirse comprometido a identificarse con alguna parte con la que no

© HarperSanFrancisco, 1988 J. S. Spong, ¿Vivir en pecado? - pág. [11]


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estuviera de acuerdo. Descubrí entonces que lo que algunos miembros de la
comisión llamaban un enfoque «equitativo» significaba, en realidad, una
pretensión de que no hay ningún cambio que sea legítimo y que, por tanto, no
hay necesidad de tratar el tema. Curiosamente, incluso mi artículo firmado
produjo consternación en algunos círculos donde ciertas personas parecían
sentirse molestos por el hecho de que yo, como cristiano, tuviera un punto de
vista diferente del suyo.
Esta serie de artículos, además de mi introducción, incluía parejas de ellos
que debatirían los pros y los contras de las relaciones sexuales
prematrimoniales, de si las personas del mismo sexo, que viven relaciones de
compromiso, deberían poder encontrar alguna otra respuesta de la iglesia que
no fuera la condena de su forma de vida, y de si hay, o no, otras opciones
aceptables que no sean o bien el matrimonio o bien la soledad, para los adultos
mayores que viven civilmente solteros por diversas circunstancias. Los artículos
se completaron el uno de diciembre de 1986, y aparecieron en las publicaciones
de The Episcopalian durante los meses de febrero, marzo, abril y mayo de 1987.
Mi papel fue de editor general de la serie. …/…

© HarperSanFrancisco, 1988 J. S. Spong, ¿Vivir en pecado? - pág. [12]


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