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Antes de comenzar con la lectura del siguiente texto le sugiero que reflexione:
¿Qué es la Responsabilidad Social Empresarial –RSE-? ¿Todas las
organizaciones la llevan a cabo? ¿Para qué sirve? Invesitgue en Internet y luego
lea con detenimiento lo que plantea Carlos Álvarez Teijeiro.
1.1 Introducción
Alguna vez se ha dicho, de manera tan ingeniosa como paradójica y provocativa,
que la función del historiador es “predecir el pasado”, lo que bien podría traducirse
de dos modos, al menos. En primer lugar, recurriendo al castizo refrán español “a
toro pasado, cualquiera es torero”, pues poco mérito cabe conceder a quien nos
cuente lo ya sabido, por muchos “pelos y señales” que se le añadan al asunto para
sazonarlo. Sin embargo, quizá quepa traducir la expresión con la que comienzan
estas líneas de manera menos irónica. Los buenos historiadores, los que narran la
mejor Historia, son aquellos que nos cuentan lo sucedido antes y mejor que otros.
Esos buenos historiadores, desde luego, acuden a los documentos en los que
aparece relatado el momento pretérito que tratan de “predecir”, y de manera
especialmente interesada acuden a los documentos en los que los
contemporáneos tratan de dar sentido a su propia contemporaneidad. Ojalá
consideren los historiadores de tiempos futuros que las páginas de este libro
ofrecen algunas pistas para comprender este presente.
Las dificultades de quienes ahora deben contarlo e investirlo de sentido, ya se
sabe, son las propias de quien forma parte indisociable de la misma realidad que
pretende explicar. La posición del observador ideal, distante y exento, a-histórico,
no deja de ser uno de los muchos elementos mitológicos que nos ha legado el
positivismo. Tal vez el mítico observador omniconsciente pueda verlo todo, pero
su distancia, más que garantizar la perfecta comprensión, quizá le impida
relacionar unos procesos con otros, a cada uno de los cuales considera en sí
mismo y no como parte de un complejo entramado de relaciones, causas y
Por lo tanto, en este capítulo se pretende ofrecer un marco de análisis que ayude
a responder los siguientes interrogantes: ¿son conscientes las empresas de esa
relación entre cultura, sentido y comunicación? ¿Puede ser concebida la
comunicación como parte importante de la definición de la responsabilidad de la
empresa en la sociedad? ¿Por qué deberían incluir las empresas a la
comunicación como parte esencial de esas responsabilidades? ¿Qué beneficios
se seguirían de todo ello? ¿Cuánto más hay que saber acerca de cuánto y cómo
comunican las empresas?
negocio empresario, todo lo cual no hace sino reafirmar una concepción restrictiva
del papel de la comunicación en las organizaciones, esto es, la comunicación al
servicio de la sola dimensión económica de la acción humana de trabajar.
En esa visión economicista y, por ende, visión restrictiva de las acciones humanas
y de las organizaciones empresariales en las que se llevan a cabo, la
comunicación se entiende en términos meramente utilitaristas, instrumentales.
Para tal comprensión, la comunicación no es, pues, el modo específico e
insustituible a partir del cual el trabajo entendido como servicio crea cultura, sino
una herramienta, una técnica o tecnología –entre muchas otras– utilizada para
maximizar los beneficios económicos de la organización empresarial, únicos
beneficios que se tienen en cuenta. Una vez más, la empresa pierde de vista lo
que Bauman sostiene respecto de las sociedades: “Todas las sociedades son
fábricas de significados. (…) Su servicio es indispensable”.
Ahora, si lo que aquí se pretende es tanto diagnosticar las causas profundas de
esta visión restrictiva de la empresa como atender a sus consecuencias y a las
vías de superación de un modelo que parece agotado, cualquier redefinición de la
empresa atenta a la nueva complejidad como organización también creadora de
cultura debe contemplar así mismo, una redefinición del lugar central, y no
meramente instrumental, de la comunicación en ese proceso. En consecuencia,
urge proponer que la comunicación es mucho más que un elenco de herramientas
para definirla como la forma específica e irremplazable a partir de la cual la
empresa crea cultura.
En la perspectiva que aquí se defiende, la responsabilidad de la empresa en la
sociedad va más allá de las acciones particulares que la empresa lleva a cabo
para atender las áreas que ha definido como objeto de su responsabilidad. Y ese
más allá, ese valor agregado y diferencial, se refiere tanto al conjunto de valores y
significados que encarnan sus acciones particulares como al modo de realizarlas y
darlas a conocer. Por ejemplo, una empresa que lleva a cabo una campaña
comunicativa de bien público para mejorar el respeto a las leyes de tránsito no
sólo busca contribuir a la resolución de un problema: contribuyendo a la solución
de un problema, la empresa está construyendo una cultura cívica en la que se
EMPRESA/COMUNICACIÓN
Toda teoría general que quiera dar cuenta de la acción humana se fundamenta,
implícita o explícitamente, en una concepción de qué signifique ser persona, el
sujeto de tales acciones. Del mismo modo, toda teoría que aspire a explicar el
significado de ciertas acciones humanas específicas como, por ejemplo, las que
se llevan a cabo en el ámbito empresarial, también se fundamenta en las
comprensiones compartidas, implícitas o explícitas, acerca de qué signifique la
empresa como organización humana, esto es, como organización de personas.
Ahora bien, ni tales comprensiones compartidas son definidas de una vez y para
siempre, ni todas ellas son igualmente fecundas. Cambian, como todo lo humano,
y por diversas razones, ya sea porque han dejado de ser compartidas, ya sea
porque terminan resultando insuficientes para guiar la profunda complejidad de las
organizaciones que pretendían explicar y de las acciones que en ellas se realizan.
En efecto, si algo se ha vuelto característico en el mundo contemporáneo es la
expansión de la complejidad y, en consecuencia, la necesidad de comprenderla y
gestionarla de maneras adecuadas.
En cuanto concierne a la empresa, no son pocos quienes coinciden en
diagnosticar las dificultades para adaptarse a la nueva complejidad desde una
comprensión de las actividades empresariales que no tiene en cuenta la
profundidad de los cambios. Así, Echeverría señala que “la estructura de la
empresa tradicional ha devenido lenta, poco eficaz, distorsionadora de sus
procesos de trabajo y negocio, cara y poco competitiva”, para concluir que “la
empresa tradicional ha muerto y todavía no ha nacido el tipo de empresa que la
remplazará”.
Sin embargo, prosigue el autor, tales diagnósticos –aunque acertados– resultan
incapaces de dar cuenta de esa nueva complejidad si buscan las causas de la
crisis del modelo tradicional de empresa en la sola incidencia de diversos factores
externos (aceleración del cambio, globalización de los mercados, incremento de la
competitividad y efecto de las nuevas tecnologías.) Por el contrario, lo
radicalmente decisivo en la nueva complejidad reside en la importancia de los
factores internos en la crisis del modelo empresario tradicional. Por una parte, los
cambios en el carácter del trabajo; por otra parte, la crisis del mecanismo de
regulación de ese mismo trabajo.
En cuanto a los cambios en el carácter del trabajo, señala Echeverría que “el
trabajo no manual ha llegado a ser no sólo el más numeroso sino, sobre todo, el
más importante en la capacidad de generación de valor de las empresas”.
En lo referido a los mecanismos de regulación del trabajo, la novedad estriba en
las enormes dificultades de las estrategias de mando y control para promover la
productividad pues “cuando se trata del trabajador no manual, muchas veces nos
encontramos con el hecho de que nadie en la empresa –e incluso menos su jefe–
sabe mejor que él lo que podría hacer en el ámbito de su trabajo y cómo debería
hacerlo”.
De este modo, y continuando el planteo de Echeverría, también puede afirmarse
que la crisis de los mecanismos de regulación del trabajo obedece a razones más
profundas que las aquí aducidas. Así, las dificultades del modelo tradicional de
empresa para orientar las acciones de sus trabajadores –sean éstos trabajadores
manuales o no manuales– tienen su raíz en una comprensión insuficiente de las
muy variadas dimensiones de esa acción humana específica que es el trabajo. En
efecto, frente al predominio de una comprensión del trabajo que se ha centrado en
su sola capacidad para generar beneficios económicos surgen ahora, en el
contexto de la nueva complejidad, los reclamos y desafíos de una comprensión
más profunda que atienda no sólo a las dimensiones económicas de la acción
humana de trabajar sino también a sus dimensiones cívico-políticas,
socioculturales y éticas.
Si, como se dijo, toda teoría general de la acción humana presupone un concepto
de persona –el agente de tales acciones–, a una comprensión de la persona como
agente eminentemente económico sucederá una teoría que explique las acciones
humanas como si sólo estuvieran motivadas por razones económicas.
Sin embargo, y en esto radica no la ilicitud sino la insuficiencia de tal
consideración, la persona humana es un bien tal que su riqueza no puede ser
explicada en términos unilateralmente económicos. Es más: hasta podría
afirmarse que sería anti-económica y anti-ecológica una visión de la persona que
como ámbito donde la realidad del trabajo cobra sentido. La empresa, como
ámbito de trabajo, permite la comunicación de sentido a la realidad.
En segundo lugar, porque además de comunicar sentido a la realidad, pueden
comunicarse, es decir, darse a conocer los modos a partir de los cuales se lleva a
cabo ese proceso. Sólo una visión integral del trabajo que contemple tanto las
múltiples dimensiones de la persona como la manifestación/comunicación de tales
dimensiones múltiples, convierte al trabajo en un ámbito de realización integral de
la persona.
La nueva solidaridad de las organizaciones es, pues, una solidaridad
comunicativa, y en ella la ética es imposible si no se la entiende también
comunicativamente. Por decirlo en una sola fórmula, la comunicación es la cultura
de la ética en las organizaciones, esto es: que el modo cultural en virtud del cual la
ética debe expresarse es un modo comunicativo –precisamente porque se espera
de las empresas mayor transparencia– y no entender esto dificulta entender qué
tipo de organizaciones sobrevivirán en el nuevo modo de organizar el trabajo en el
tercer milenio. Como en el viejo adagio, ya no basta con ser fuente de riqueza
económica, cívico-política, sociocultural y moral. Inmersa en un clima
antiempresarial, minada en sus fundamentos institucionales, además de ser todo
lo anterior, la empresa está ahora obligada a parecerlo.
1.10. CONCLUSIONES
Si las crisis son oportunidades para el diagnóstico, la criba y el discernimiento,
como tantas veces se ha dicho, la crisis por la que atraviesa la institución
empresarial debiera ser aprovechada no sólo para redefinir el alcance de sus
responsabilidades en la sociedad sino también para comprender los modos más
fecundos de llevarlas a cabo. En las páginas precedentes se ha sostenido que esa
nueva fecundidad depende de que la empresa se conciba a sí misma como
modelo de organización coherente tanto con su propia riqueza como con las
exigentes demandas de una nueva complejidad.
Así, en la hoy denominada sociedad del conocimiento, las empresas se enfrentan
a la oportunidad de redefinirse como organizaciones también creadoras de cultura
y sentido, interna y externamente. En ambos casos, el dinamismo del proceso es
siempre el mismo, un dinamismo comunicativo: la empresa crea cultura
comunicativamente no sólo al comunicar lo que hace sino también, y sobre todo,
porque la cultura no puede ser creada de modos no comunicativos.
Sin embargo, las implicaciones éticas de lo anterior no se reducen al uso de la
comunicación en la creación de cultura. Los desafíos más profundos radican en la
elección de qué cultura empresarial desea crearse comunicativamente y en la
elección de los modos comunicativos más adecuados para concretar ese
proyecto.
Quiéranlo o no, las empresas crean cultura con cada una de sus acciones y
omisiones. Comuniquen o no tales acciones, lo hagan o no de los mejores modos
posibles, la inmaterial vitalidad de la cultura hace que ésta se extienda siempre
más allá de los intentos por definirla de una vez y para siempre. Ya no es posible,
pues, aspirar a ser una empresa atenta a sus responsabilidades en la sociedad
ignorando que todo cuanto la empresa hace, omite, dice y calla conforma sus
valores más profundos, su lugar en la escena pública y las razones para seguir
suscitando verdadera confianza.
Frente a los modelos empeñados en explicar la racionalidad de todas las
interacciones humanas –también las actividades empresariales– como juegos de
suma negativa o de suma cero, la comprensión de la empresa como organización
también creadora de cultura puede antojarse excesiva.
Pero, en el fondo, de eso se trata, del exceso. Crear cultura, crear sentido, es la
acción más superavitaria, más económicamente exitosa que pueda concebirse. A
diferencia de otro tipo de réditos, la creación cultural es el único bien cuyo valor
aumenta precisamente cuando se lo comunica y comparte, es el único juego de
interacciones humanas en el que todos ganan.