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Procesos Comunicacionales Unidad 2

Comunicación empresarial responsable


Empresa, comunicación, sentido y cultura
Carlos Álvarez Teijeiro
Prof. de Ética de la Comunicación, Universidad Austral. Investigador asociado, IAE

Antes de comenzar con la lectura del siguiente texto le sugiero que reflexione:
¿Qué es la Responsabilidad Social Empresarial –RSE-? ¿Todas las
organizaciones la llevan a cabo? ¿Para qué sirve? Invesitgue en Internet y luego
lea con detenimiento lo que plantea Carlos Álvarez Teijeiro.

1.1 Introducción
Alguna vez se ha dicho, de manera tan ingeniosa como paradójica y provocativa,
que la función del historiador es “predecir el pasado”, lo que bien podría traducirse
de dos modos, al menos. En primer lugar, recurriendo al castizo refrán español “a
toro pasado, cualquiera es torero”, pues poco mérito cabe conceder a quien nos
cuente lo ya sabido, por muchos “pelos y señales” que se le añadan al asunto para
sazonarlo. Sin embargo, quizá quepa traducir la expresión con la que comienzan
estas líneas de manera menos irónica. Los buenos historiadores, los que narran la
mejor Historia, son aquellos que nos cuentan lo sucedido antes y mejor que otros.
Esos buenos historiadores, desde luego, acuden a los documentos en los que
aparece relatado el momento pretérito que tratan de “predecir”, y de manera
especialmente interesada acuden a los documentos en los que los
contemporáneos tratan de dar sentido a su propia contemporaneidad. Ojalá
consideren los historiadores de tiempos futuros que las páginas de este libro
ofrecen algunas pistas para comprender este presente.
Las dificultades de quienes ahora deben contarlo e investirlo de sentido, ya se
sabe, son las propias de quien forma parte indisociable de la misma realidad que
pretende explicar. La posición del observador ideal, distante y exento, a-histórico,
no deja de ser uno de los muchos elementos mitológicos que nos ha legado el
positivismo. Tal vez el mítico observador omniconsciente pueda verlo todo, pero
su distancia, más que garantizar la perfecta comprensión, quizá le impida
relacionar unos procesos con otros, a cada uno de los cuales considera en sí
mismo y no como parte de un complejo entramado de relaciones, causas y

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efectos, diagnósticos y síntomas, el antes, el después, el “no todavía” y el


“mientras tanto”.
Dejar el presente en manos de los “presentes” supone cierta irremediable
precariedad analítica, pero son –somos– los contemporáneos los únicos que
pueden analizar su contemporaneidad. Esto no significa ignorar el pasado o
minimizar su relevancia. De hecho, la empresa contemporánea se nos volvería
incomprensible al hacer borrón y cuenta nueva de su nacimiento en los comienzos
de la sociedad moderna, de su evolución y de las muy diversas comprensiones
que la empresa y los empresarios han desarrollado acerca de sí mismos y de la
sociedad en la que llevan a cabo sus actividades. Lo anterior no se pone en duda:
los cambios pasados son, en buena medida, señales de los cambios presentes.
No los determinan pero sí, al menos, los prefiguran.
Alejandro Llano ha llamado la atención, hace de esto ya muchos años, acerca de
los problemas que los tiempos posmodernos plantean a quien debe analizarlos.
Tiempos que, a su juicio, se caracterizan por “un pasado que no termina de pasar
y un futuro que no termina de llegar”, y entre tales tiempos y entretiempos no se
encuentran sólo los procesos que deben ser analizados sino también los mismos
actores que deben analizarlos. Así pues, y siguiendo a Llano, lo difícil es dar
cuenta de las autocomprensiones de la empresa en el preciso momento histórico
en el que tales autocomprensiones se modifica, y de manera sustancial: ni se han
abandonado por completo las anteriores autocomprensiones ni las nuevas
parecen haberse instalado ya, y de manera definitiva, como parte de nuestro
sentido común, de nuestro mundo compartido. Así, por una parte, en la nueva
sensibilidad de la época se han redefinido –pero aún se siguen redefiniendo– las
funciones y los objetivos empresariales hacia una perspectiva nueva, todavía en
curso y progreso, la perspectiva de las responsabilidades que le caben a la
empresa en la sociedad (RSE). Pero por otra parte, quienes analizan tales
cambios no son ajenos a esa nueva sensibilidad. En muchos casos no sólo están
de acuerdo con ella, sino que tratan de impulsarla, desarrollar conceptos, matrices
de análisis, fundamentos teóricos, aplicaciones e innovaciones prácticas. Así, a la
perspectiva de la responsabilidad de la empresa en la sociedad, perspectiva que

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parece consolidarse poco a poco, comienzan a añadirse otras que la completan, la


delimitan, la profundizan, la extienden. En resumen, la narran de un modo u otro.

1.2. ¿QUÉ ES COMUNICACIÓN EMPRESARIAL RESPONSABLE?


La comunicación es uno de los varios elementos que integran ese concepto
amplio y genérico de la responsabilidad de la empresa, y un elemento inexplorado.
Si las empresas comunican, intencional o no intencionalmente, y si la
comunicación influye en la cultura, y de muchos modos, la comunicación es parte
de las responsabilidades de la empresa. Desde tales presupuestos, dar sentido a
cuanto ocurre, por provisional y precario que sea todavía el relato, es un modo de
“predecir” la historia, con la intención manifiesta de que la historia se cumpla de
ese modo y con el deseo de que esa historia sea una historia mejor.

1.3. LA EMPRESA COMO ACTOR COMUNICATIVO

En efecto, soplan vientos nuevos para la empresa, y no pocos de ellos se


arremolinan en la forma de críticas a las comprensiones y autocomprensiones de
la vida empresarial en términos economicistas. Críticas que, además, no se limitan
a constatar las insuficiencias de tales modelos teóricos y prácticos, los modelos
economicistas, sino que aspiran a superarlos, y de manera radical. Como suele
ocurrir con los vientos de tal naturaleza, los que aspiran a cambios de índole
estructural y no meramente funcional, no siempre encuentran la mejor disposición
en sus destinatarios. En algunos casos, los menos, por la voluntad y hasta la mala
voluntad de aferrarse a los mundos ya conocidos y a las ventajas que reportan. En
otros casos, los más, no tanto por mala voluntad como por falta de ella. Sea cual
fuere la postura, lo que parece difícilmente discutible es que la perspectiva de la
RSE entraña el cuestionamiento más profundo, y el más contundente, a las
concepciones economicistas de la empresa. Así, y frente a quienes sostienen que
el auge contemporáneo de la RSE obedece a cuestiones tales como la moda o, en
el mejor de los casos, el imperio de las circunstancias en medio de un clima
antiempresarial y de movimientos antiglobalización, en un libro anterior, al que

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éste continúa, se ha insistido en proponer a la RSE como parte esencial y, por lo


tanto, irrenunciable del deber ser de la empresa.
Esta condición de irrenunciable de la RSE no significa, desde luego, que de hecho
las empresas no puedan renunciar a ella. Significa, más bien, que no pueden
hacerlo sin altos costos tanto para su propia definición y su propio desarrollo como
instituciones relevantes del escenario público, como para la definición y el
desarrollo de las diferentes comunidades (locales, nacionales, internacionales) en
las que las empresas llevan a cabo sus acciones.
No se ignora, desde luego, que durante décadas ha predominado esa visión de la
empresa como organización orientada a la sola consecución de beneficios
económicos a corto plazo. Más aún: que ha predominado esa búsqueda de
beneficios económicos a corto plazo y a expensas de otro tipo de beneficios
(cívico-políticos, socioculturales, éticos y económicos a mediano y más largo
plazo).
Afortunadamente, esta concepción de la empresa –hija de su tiempo– ha entrado
en crisis. No ha desaparecido, desde luego, ya se ha dicho, pero sí puede
afirmarse que hoy compiten con ella otras concepciones empresarias a las que
podría calificarse de mucho más ecológicas, si se entiende por ecología, en
sentido amplio, una mayor atención a las diversas complejidades de todo lo
humano, también a las complejidades de las dimensiones económicas de lo
humano.
No se trata simplemente de vislumbrar las dificultades estructurales a las que el
mundo de los negocios se enfrenta sin la presencia de un entorno desarrollado en
términos positivos de carácter cívico-políticos, socioculturales y éticos. Se trata,
más bien, de comprender que:
a) ser parte de ese entorno genera responsabilidades a la empresa que;
b) ese entorno merece ser desarrollado por el bien que ese desarrollo significa en
sí mismo, aunque ese bien termine beneficiando a la empresa; y que
C) no resulta empresarialmente razonable ni posible esperar que ese entorno o
contexto se desarrolle por sí solo sin la promoción y el apoyo de la empresa,

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aspectos ambos –la promoción y el apoyo– íntimamente vinculados con la cultura,


el sentido y la comunicación, ejes temáticos de estas páginas.

En otras palabras, las hipótesis generales de trabajo pueden enunciarse en las


siguientes tres proposiciones:
1) La empresa es la organización social especializada en: a) dar trabajo a las
personas; en b) producir y distribuir productos y servicios; y en c) generar
rentabilidad de todo ello. Puede afirmarse, pues, que a), b) y c) son las funciones
manifiestas o explícitas de la empresa.
2) Pero la empresa tiene y desarrolla otras funciones latentes o implícitas, aunque
igualmente centrales: toda la comunicación que la empresa lleva a cabo, todos sus
mensajes –internos y externos reproducen una determinada forma de cultura. Esta
cultura se caracteriza por el modo en que se entiende qué es y para qué sirve la
empresa.
3) La comunicación en sentido amplio es el mecanismo que usa la empresa para
cambiar de modo intencional y no intencional a la cultura.

1.4. ¿POR QUÉ LA COMUNICACIÓN EMPRESARIAL RESPONSABLE?

Ahora bien, este planteo sitúa a la empresa en un horizonte nuevo, complejo y


desafiante: ¿qué tipo de contribuciones puede realizar la empresa para ayudar al
desarrollo integral de la sociedad en la que se encuentra? Si la empresa asume
como su responsabilidad el desarrollo integral de las comunidades con las que
interactúa, quizá el concepto de desarrollo integral pueda entenderse como
desarrollo básica y primordialmente cultural, aunque no únicamente cultural.
La comprensión de la empresa como organización que también es creadora de
cultura, como organización que no puede alcanzar los objetivos que ha definido
como estratégicos desentendiéndose de que todas y cada una de las acciones
que lleve a cabo para conseguirlos construyen significados, es decir, construyen

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sentidos, invita a comprender que una dimensión esencial de la RSE podría


consistir en desarrollar en la sociedad los valores y la cultura que ésta necesita,
extensión que se realiza de manera comunicativa.
Este nuevo escenario, desde luego, se hace presente acompañado de sus propias
preguntas: ¿cómo crear una cultura que contribuya a la realización y mejora de las
personas que trabajan en la empresa, de la empresa misma, de la comunidad en
la que se encuentra y de las diferentes comunidades con las que interactúa? ¿No
exige este nuevo paradigma –la empresa como actor también comunicativo que
crea cultura– que se vuelva a reflexionar sobre el sentido y el alcance del trabajo
directivo? ¿Por qué tiene un lugar central la comunicación en este dinamismo, en
este esfuerzo por repensar la responsabilidad de la empresa en la sociedad desde
esta nueva perspectiva cultural?
La cultura, como conjunto de significados compartidos, no es un bien material,
aunque se manifieste materialmente en tantas ocasiones. Así, la materialidad de
las creaciones culturales remite a un ámbito de inmaterialidad que es el sentido, el
conjunto de significados socialmente compartidos. De alguna manera, lo mismo
puede afirmarse de la comunicación: aunque utilicemos elementos materiales para
comunicar, el resultado personal de la comunicación es tanto la construcción como
la comprensión de sentido. En consecuencia, si las empresas desean hacerse
cargo de sus diversas responsabilidades en la sociedad, deben hacerse
igualmente cargo de la responsabilidad de crear cultura, esto es, sentido, del
modo más eficaz y más compatible con la especificidad de la tarea: comunicar lo
que las empresas hacen es crear cultura, porque una cultura no se crea verdadera
e intencionalmente si no se la comunica.
Dicho de otro modo: cada empresa enmarca sus actividades en un entorno con
muchas dimensiones, todas las cuales pueden quedar incluidas en el concepto
general de cultura; en ese entorno, la empresa posee una misión, debe ser
rentable para llevarla a cabo, y logra esa rentabilidad al ofrecer productos y/o
servicios con el valor añadido de un trabajo con sentido; esos productos y/o
servicios, más el valor añadido de un trabajo con sentido, se comunican a la
sociedad, y el efecto de esa comunicación es la creación y recreación cultural

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De este modo, al comunicar a todos sus públicos las acciones propias y su


significado, la empresa se convierte en una organización que no sólo crea una
cultura interna: la empresa se comprende a sí misma como organización creadora
de cultura para el conjunto de la sociedad.
Jerarquizando el Sentido, una de las actividades cuyo profundo significado más
necesita conocerse y valorarse en la cultura contemporánea, la empresa estará
ofreciendo a la sociedad una de sus contribuciones más novedosas, contribución
que no sólo no anula las funciones y acciones empresariales básicas sino que las
enmarca, las amplía y las trasciende.
Esto no significa, desde luego, que todas las acciones comunicativas tengan el
mismo resultado ni que toda creación de cultura por medio de la comunicación sea
igualmente fecunda. Contra el relativismo cultural, también contra el que preconiza
la inconmensurabilidad de las culturas empresariales, aquí se defiende tanto que
hay culturas mejores y peores como que las indefiniciones e incertidumbres en el
uso de la comunicación pueden obstaculizar la fecundidad potencial de una cultura
empresaria.
En todo caso, en estas páginas se considera que profundizar en la reflexión
orientada a la acción de las relaciones entre la empresa, la cultura, el sentido y la
comunicación pueden ser un paso importante para valorar qué comunica la
empresa, cómo debe comunicarlo y qué resultados pueden esperar tanto la
empresa como la sociedad a partir de esa comunicación.

Por lo tanto, en este capítulo se pretende ofrecer un marco de análisis que ayude
a responder los siguientes interrogantes: ¿son conscientes las empresas de esa
relación entre cultura, sentido y comunicación? ¿Puede ser concebida la
comunicación como parte importante de la definición de la responsabilidad de la
empresa en la sociedad? ¿Por qué deberían incluir las empresas a la
comunicación como parte esencial de esas responsabilidades? ¿Qué beneficios
se seguirían de todo ello? ¿Cuánto más hay que saber acerca de cuánto y cómo
comunican las empresas?

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En otras palabras, se pretende argumentar que la comunicación forma parte de la


RSE, porque tanto las acciones de la empresa como su comunicación influyen
sobre la cultura.

1.5. UN NUEVO MODELO: LA EMPRESA COMO CREADORA DE CULTURA Y

SENTIDO A TRAVÉS DE LA COMUNICACIÓN

Uno de los axiomas más aceptados de la teoría de la comunicación sostiene que


“es imposible no comunicar”. Todo lo que se hace y dice comunica, pero también
“comunica” lo que se omite y calla. Este axioma, enunciado originariamente por
Paul Watzlawick para explicar las interacciones humanas, resulta igualmente
válido para explicar el modo en que comunican las empresas: todo cuanto la
empresa hace, dice, omite y calla influye sobre el entorno cultural en el que la
empresa se encuentra y en el que lleva a cabo sus actividades. Por lo tanto, y
dado que todo comunica, y dado que la comunicación influye en el entorno al
afectarlo, la comunicación merece ser incluida y considerada dentro de los
ámbitos de responsabilidad de la empresa para con la sociedad.
Ahora bien, que todo comunique no significa que toda comunicación posea el
mismo valor ni para la propia empresa ni para la sociedad. Tampoco significa que
las empresas embanderadas en una visión economicista de su lugar en el espacio
público ignoren la relevancia de la comunicación. Lo anterior significa, más bien,
que las empresas enmarcadas en el restrictivo modelo economicista, ajeno a la
consideración de responsabilidades para con la sociedad, terminan desarrollando
una concepción igualmente restrictiva del papel de la comunicación en el proceso
global de creación de valor.
De hecho, en un contexto empresarial orientado cada vez más a los servicios, y
servicios cuyas diferencias son percibidas por los consumidores cada vez más
como distinciones simbólicas, intangibles, la comunicación se ha convertido en un
área estratégica de la nueva economía: el valor de los servicios debe convertirse
en un valor percibido como tal para resultar elegible entre servicios / valores en
competencia.

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Sin embargo, la comprensión inadecuada o insuficiente de las relaciones entre la


comunicación que la empresa lleva a cabo y la cultura influida por esa
comunicación puede desembocar en diferentes escenarios que, tarde o temprano,
repercutirán de manera negativa tanto sobre la empresa como sobre la sociedad.
Estos escenarios, entre otros posibles, son los siguientes:
a) Contradicción externa entre los valores que la empresa declara profesar y los
valores que aparecen encarnados en su comunicación, ya sea en la imagen de
marca de la empresa o en la publicidad de sus productos y/o servicios, ya sea en
los valores de los contenidos mediáticos a los que la empresa termina apoyando al
realizar publicidad en determinados medios y programas, ya sea en el modo en
que la empresa utiliza la comunicación para gestionar las crisis a las que deba
enfrentarse.
b) Contradicción interna entre los valores que la empresa declara, postula y exige
y los que, de hecho, obliga a vivir a sus propios trabajadores.

No obstante, y aunque se considera cierto lo anterior, sería erróneo pensar que


ambos escenarios surgen de una mala intención empresarial. Por el contrario, en
la mayor parte de los casos las causas de tales contradicciones –externas e
internas– deben buscarse en el desconocimiento, por parte de los directivos, de la
importancia estratégica de la comunicación, lo que termina por relegarla a un lugar
no central en las organizaciones –generalmente dependiente de las áreas de
Marketing o Recursos Humanos–, lugar que legitima que se la defina y gestione
de maneras sumamente informales y desprovistas del específico profesionalismo
requerido.
Así, la comunicación sigue siendo entendida de hecho como una herramienta
táctica, el engranaje final en una cadena de creación de valor y no como lo que da
valor y consistencia a esa cadena: una vez concluida la definición del producto y/o
servicio, la comunicación se limita al conjunto de tácticas referidas al hacer pública
la oferta para abrir o mantener un mercado.
En los mejores casos, la comunicación es –además de lo anterior– el conjunto de
políticas de comunicación institucional asociadas directa o indirectamente al

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negocio empresario, todo lo cual no hace sino reafirmar una concepción restrictiva
del papel de la comunicación en las organizaciones, esto es, la comunicación al
servicio de la sola dimensión económica de la acción humana de trabajar.
En esa visión economicista y, por ende, visión restrictiva de las acciones humanas
y de las organizaciones empresariales en las que se llevan a cabo, la
comunicación se entiende en términos meramente utilitaristas, instrumentales.
Para tal comprensión, la comunicación no es, pues, el modo específico e
insustituible a partir del cual el trabajo entendido como servicio crea cultura, sino
una herramienta, una técnica o tecnología –entre muchas otras– utilizada para
maximizar los beneficios económicos de la organización empresarial, únicos
beneficios que se tienen en cuenta. Una vez más, la empresa pierde de vista lo
que Bauman sostiene respecto de las sociedades: “Todas las sociedades son
fábricas de significados. (…) Su servicio es indispensable”.
Ahora, si lo que aquí se pretende es tanto diagnosticar las causas profundas de
esta visión restrictiva de la empresa como atender a sus consecuencias y a las
vías de superación de un modelo que parece agotado, cualquier redefinición de la
empresa atenta a la nueva complejidad como organización también creadora de
cultura debe contemplar así mismo, una redefinición del lugar central, y no
meramente instrumental, de la comunicación en ese proceso. En consecuencia,
urge proponer que la comunicación es mucho más que un elenco de herramientas
para definirla como la forma específica e irremplazable a partir de la cual la
empresa crea cultura.
En la perspectiva que aquí se defiende, la responsabilidad de la empresa en la
sociedad va más allá de las acciones particulares que la empresa lleva a cabo
para atender las áreas que ha definido como objeto de su responsabilidad. Y ese
más allá, ese valor agregado y diferencial, se refiere tanto al conjunto de valores y
significados que encarnan sus acciones particulares como al modo de realizarlas y
darlas a conocer. Por ejemplo, una empresa que lleva a cabo una campaña
comunicativa de bien público para mejorar el respeto a las leyes de tránsito no
sólo busca contribuir a la resolución de un problema: contribuyendo a la solución
de un problema, la empresa está construyendo una cultura cívica en la que se

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encarnan valores como el respeto, el cuidado, la solidaridad, la importancia de la


educación y la prevención, la colaboración entre el sector público y el privado.
Por lo tanto, la comunicación es la energía de las empresas que se conciben a sí
mismas como generadoras de múltiples riquezas (económicas, cívico-políticas,
socioculturales y éticas) a partir de una comprensión más fecunda del significado
de las acciones humanas. Si la empresa quiere entenderse a sí misma como
también creadora de cultura, debe aceptar que el dinamismo propio de todo
proceso cultural es un dinamismo de naturaleza esencialmente comunicativa. El
problema se plantea como tal cuando ni las empresas ni los empresarios quieren
entenderse a sí mismos como reproductores de cultura; y se plantea precisamente
en calidad de problema porque tanto empresas como empresarios, quiéranlo o no,
ya son de hecho reproductores de una cultura que, en muchos casos, ni siquiera
los beneficia.

1.6. MARCO QUE IMPULSA A REPENSAR LA RELACIÓN

EMPRESA/COMUNICACIÓN

Si en circunstancias empresariales y sociales ordinarias, por así llamarlas, la


comunicación debiera entenderse como un elemento estratégico de la vida
empresaria y como parte indisociable de sus responsabilidades en la sociedad,
esta exigencia se vuelve acuciante en las cambiantes y extraordinarias
circunstancias empresariales y sociales que se viven desde hace un tiempo
(escándalos por corrupción empresarial, desconfianza hacia la empresa como
institución…), circunstancias que invitan a repensar la conveniencia del modo en
que se han definido hasta el momento las relaciones entre la empresa y la
comunicación. Tales circunstancias empresariales y sociales extraordinarias bien
pueden resumirse en la que se ha denominado crisis del modelo economicista de
empresa.

1.7. LA CRISIS DEL MODELO ECONOMICISTA DE LA EMPRESA:

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Toda teoría general que quiera dar cuenta de la acción humana se fundamenta,
implícita o explícitamente, en una concepción de qué signifique ser persona, el
sujeto de tales acciones. Del mismo modo, toda teoría que aspire a explicar el
significado de ciertas acciones humanas específicas como, por ejemplo, las que
se llevan a cabo en el ámbito empresarial, también se fundamenta en las
comprensiones compartidas, implícitas o explícitas, acerca de qué signifique la
empresa como organización humana, esto es, como organización de personas.
Ahora bien, ni tales comprensiones compartidas son definidas de una vez y para
siempre, ni todas ellas son igualmente fecundas. Cambian, como todo lo humano,
y por diversas razones, ya sea porque han dejado de ser compartidas, ya sea
porque terminan resultando insuficientes para guiar la profunda complejidad de las
organizaciones que pretendían explicar y de las acciones que en ellas se realizan.
En efecto, si algo se ha vuelto característico en el mundo contemporáneo es la
expansión de la complejidad y, en consecuencia, la necesidad de comprenderla y
gestionarla de maneras adecuadas.
En cuanto concierne a la empresa, no son pocos quienes coinciden en
diagnosticar las dificultades para adaptarse a la nueva complejidad desde una
comprensión de las actividades empresariales que no tiene en cuenta la
profundidad de los cambios. Así, Echeverría señala que “la estructura de la
empresa tradicional ha devenido lenta, poco eficaz, distorsionadora de sus
procesos de trabajo y negocio, cara y poco competitiva”, para concluir que “la
empresa tradicional ha muerto y todavía no ha nacido el tipo de empresa que la
remplazará”.
Sin embargo, prosigue el autor, tales diagnósticos –aunque acertados– resultan
incapaces de dar cuenta de esa nueva complejidad si buscan las causas de la
crisis del modelo tradicional de empresa en la sola incidencia de diversos factores
externos (aceleración del cambio, globalización de los mercados, incremento de la
competitividad y efecto de las nuevas tecnologías.) Por el contrario, lo
radicalmente decisivo en la nueva complejidad reside en la importancia de los
factores internos en la crisis del modelo empresario tradicional. Por una parte, los

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cambios en el carácter del trabajo; por otra parte, la crisis del mecanismo de
regulación de ese mismo trabajo.
En cuanto a los cambios en el carácter del trabajo, señala Echeverría que “el
trabajo no manual ha llegado a ser no sólo el más numeroso sino, sobre todo, el
más importante en la capacidad de generación de valor de las empresas”.
En lo referido a los mecanismos de regulación del trabajo, la novedad estriba en
las enormes dificultades de las estrategias de mando y control para promover la
productividad pues “cuando se trata del trabajador no manual, muchas veces nos
encontramos con el hecho de que nadie en la empresa –e incluso menos su jefe–
sabe mejor que él lo que podría hacer en el ámbito de su trabajo y cómo debería
hacerlo”.
De este modo, y continuando el planteo de Echeverría, también puede afirmarse
que la crisis de los mecanismos de regulación del trabajo obedece a razones más
profundas que las aquí aducidas. Así, las dificultades del modelo tradicional de
empresa para orientar las acciones de sus trabajadores –sean éstos trabajadores
manuales o no manuales– tienen su raíz en una comprensión insuficiente de las
muy variadas dimensiones de esa acción humana específica que es el trabajo. En
efecto, frente al predominio de una comprensión del trabajo que se ha centrado en
su sola capacidad para generar beneficios económicos surgen ahora, en el
contexto de la nueva complejidad, los reclamos y desafíos de una comprensión
más profunda que atienda no sólo a las dimensiones económicas de la acción
humana de trabajar sino también a sus dimensiones cívico-políticas,
socioculturales y éticas.
Si, como se dijo, toda teoría general de la acción humana presupone un concepto
de persona –el agente de tales acciones–, a una comprensión de la persona como
agente eminentemente económico sucederá una teoría que explique las acciones
humanas como si sólo estuvieran motivadas por razones económicas.
Sin embargo, y en esto radica no la ilicitud sino la insuficiencia de tal
consideración, la persona humana es un bien tal que su riqueza no puede ser
explicada en términos unilateralmente económicos. Es más: hasta podría
afirmarse que sería anti-económica y anti-ecológica una visión de la persona que

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no tuviese en cuenta las múltiples dimensiones que confluyen en la acción


humana. De hecho, existe una demanda de coherencia personal, una demanda de
ecología humana, y atenderla de manera adecuada significa reconocer que la
persona es un ser con dimensiones económicas, pero también cívico-políticas,
socioculturales y éticas, una teoría específica sobre la acción humana de trabajar
debe contemplar tales dimensiones si pretende convertirse en una teoría con
alcance y densidad explicativos.

1.8. LA EMPRESA COMO CREADORA DE CULTURA Y SENTIDO


Ahora bien, si el cambio en la auto comprensión de la empresa ha de producirse
en el sentido propuesto en el apartado anterior, ni parece menor la tarea a la que
deben enfrentarse las organizaciones empresariales en la sociedad del
conocimiento, ni parecen convencionales los modos de llevarla a cabo. No basta,
pues, con experimentar nuevas variantes de lo ya conocido. Se necesita, por el
contrario, adentrarse en un nuevo modelo de organización en el que los conceptos
de cultura, sentido y comunicación desempeñan el papel de principios de
crecimiento del sistema.
Se trata, en suma, de comprender que las organizaciones inteligentes crecen en
tanto que aprovisionan sentido, y que tal proceso sólo puede acontecer en
términos comunicativos. En efecto, si se propone a la empresa como organización
que crea cultura y sentido tanto por medio de sus acciones como a través de la
comunicación de tales acciones, sólo podrá hablarse con propiedad de
crecimiento de toda la organización si se construye una cultura más sólida,
cimentada en torno a mejores valores y en torno a significados más profundos y
más compartidos.
De hecho, crear cultura es siempre un crecimiento de la organización porque la
construcción de cultura sólo acontece expansivamente, y esto, al menos, por dos
grandes razones, al menos. En primer lugar, porque crear cultura supone una
ganancia de sentido para la organización y para la comunidad en la que ésta se
encuentra; es decir, crear cultura significa una expansión del ámbito de la empresa

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como ámbito donde la realidad del trabajo cobra sentido. La empresa, como
ámbito de trabajo, permite la comunicación de sentido a la realidad.
En segundo lugar, porque además de comunicar sentido a la realidad, pueden
comunicarse, es decir, darse a conocer los modos a partir de los cuales se lleva a
cabo ese proceso. Sólo una visión integral del trabajo que contemple tanto las
múltiples dimensiones de la persona como la manifestación/comunicación de tales
dimensiones múltiples, convierte al trabajo en un ámbito de realización integral de
la persona.
La nueva solidaridad de las organizaciones es, pues, una solidaridad
comunicativa, y en ella la ética es imposible si no se la entiende también
comunicativamente. Por decirlo en una sola fórmula, la comunicación es la cultura
de la ética en las organizaciones, esto es: que el modo cultural en virtud del cual la
ética debe expresarse es un modo comunicativo –precisamente porque se espera
de las empresas mayor transparencia– y no entender esto dificulta entender qué
tipo de organizaciones sobrevivirán en el nuevo modo de organizar el trabajo en el
tercer milenio. Como en el viejo adagio, ya no basta con ser fuente de riqueza
económica, cívico-política, sociocultural y moral. Inmersa en un clima
antiempresarial, minada en sus fundamentos institucionales, además de ser todo
lo anterior, la empresa está ahora obligada a parecerlo.

1.9 LA COMUNICACIÓN COMO PARTE DE LA RSE


La empresa, institución fundamental nacida al amparo del mundo moderno,
atraviesa una crisis que aún no alcanzamos a vislumbrar en toda su hondura.
Quizá porque se trate de la crisis de ese mismo mundo, tal vez porque la crisis de
la institución empresarial no pueda ser calibrada de modo adecuado si no se
acepta que cuanto está esencialmente en estado crítico es nuestra auto
comprensión del trabajo como actividad humana.
Tal vez debamos pensar que llegaron los tiempos en los que las organizaciones
entendidas como tecno sistemas deben dar paso a las organizaciones
comprendidas como ecosistemas, organizaciones en las que las concepciones del
trabajo como libertad y creatividad, como diálogo, comunicación y cooperación,

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como solidaridad y realización personal conviven armónicamente con las


comprensiones del trabajo como orden, disciplina, eficacia y eficiencia. Y, llegados
tales tiempos, el urgente compromiso ético exige recrear las condiciones
institucionales para que las empresas actúen funcionalmente en sociedad y para
que sean percibidas como tales.
Los nuevos escenarios exigen mayor transparencia a todas las organizaciones
que aspiren a resultar funcionales y sustentables. Sin embargo, nada de todo ello
será posible si las empresas ignoran cómo y cuánto se han modificado las
expectativas públicas compartidas acerca de lo que se espera de ellas: no sólo
rédito económico sino también rédito cívico-político, social-cultural y moral. Ahora
bien, satisfacer esas nuevas expectativas públicas compartidas es algo que sólo
puede alcanzarse comunicativamente.
Si de lo que se trata es de atender a las múltiples inteligencias de las
organizaciones empresariales, cada una de las cuales configuran ámbitos de
acción cuyas esferas de responsabilidad se encuentran relacionadas entre sí,
queda superado definitivamente el dilema entre hacer o parecer, es decir, entre
llevar a cabo acciones en las que se manifiesta la responsabilidad de la empresa
en la sociedad y comunicar internamente y al conjunto de la sociedad la
realización de tales acciones.
De hecho, tal dilema sólo puede pensarse en una comprensión economicista de la
acción humana y de las actividades empresariales. Para ese caso, y sólo para ese
caso, cabe enfrentarse a los problemas éticos derivados de las profundas
diferencias entre la comunicación y el simulacro, esto es, la simulación –con fines
economicistas– de que han sido satisfechas las exigencias de cada una de esas
diversas aunque interdependientes inteligencias empresariales.
Por el contrario, cuando la autocomprensión de la empresa es la de una
organización que alcanza sus diversos fines creando cultura a través de sus
diversas inteligencias (económica, cívico-política, sociocultural y moral), no se
trata de decidir cambios culturales y de pensar a posteriori las estrategias de
comunicación más efectivas para llevarlos a cabo o darlos a conocer.

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De lo que se trata, propiamente, es de comprender que la comunicación ya se


encuentra en el corazón mismo de la decisión de llevar a cabo tales cambios o de
realizar determinadas acciones: cuando se comprende que la empresa es un
ámbito propicio para la realización integral de la persona, y no sólo para la
realización de sus capacidades como agente económico, se abre un horizonte de
posibilidades que no puede sino ser comunicado, compartido.
La comunicación es, pues, la dinámica propia de la cultura, y todo proceso de
creación de cultura es un proceso esencialmente comunicativo. De este modo,
comunicar las acciones exigidas por las distintas inteligencias de la organización
es mucho más que una cuestión de justicia: es la culminación exigida
naturalmente por la misma energía que ha estado en la raíz de tales cambios.
En efecto, siendo una ganancia o expansión de sentido la consideración de las
dimensiones económicas, cívico-políticas, socioculturales y éticas de la
organización, esa ganancia se consuma una vez que se comunica. No comunicar,
o no hacerlo adecuadamente, supone extirparle a la creación de sentido la
dimensión expansiva que la constituye y consolida, al tiempo que priva a la propia
empresa y a la comunidad no sólo del conocimiento de esos beneficios, sino
también del conocimiento de su mutua y enriquecedora dependencia.
Si la empresa desea superar su autocomprensión tradicional y estática como
tecnosistema para adaptarse en un modelo vital de ecosistema a la nueva
complejidad, deberá aceptar también que si algo diferencia radicalmente a los
ecosistemas de los tecnosistemas es su capacidad de conciencia y de
comunicación. Y que sólo los capaces de adaptarse son capaces de sobrevivir.

1.10. CONCLUSIONES
Si las crisis son oportunidades para el diagnóstico, la criba y el discernimiento,
como tantas veces se ha dicho, la crisis por la que atraviesa la institución
empresarial debiera ser aprovechada no sólo para redefinir el alcance de sus
responsabilidades en la sociedad sino también para comprender los modos más
fecundos de llevarlas a cabo. En las páginas precedentes se ha sostenido que esa
nueva fecundidad depende de que la empresa se conciba a sí misma como

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modelo de organización coherente tanto con su propia riqueza como con las
exigentes demandas de una nueva complejidad.
Así, en la hoy denominada sociedad del conocimiento, las empresas se enfrentan
a la oportunidad de redefinirse como organizaciones también creadoras de cultura
y sentido, interna y externamente. En ambos casos, el dinamismo del proceso es
siempre el mismo, un dinamismo comunicativo: la empresa crea cultura
comunicativamente no sólo al comunicar lo que hace sino también, y sobre todo,
porque la cultura no puede ser creada de modos no comunicativos.
Sin embargo, las implicaciones éticas de lo anterior no se reducen al uso de la
comunicación en la creación de cultura. Los desafíos más profundos radican en la
elección de qué cultura empresarial desea crearse comunicativamente y en la
elección de los modos comunicativos más adecuados para concretar ese
proyecto.
Quiéranlo o no, las empresas crean cultura con cada una de sus acciones y
omisiones. Comuniquen o no tales acciones, lo hagan o no de los mejores modos
posibles, la inmaterial vitalidad de la cultura hace que ésta se extienda siempre
más allá de los intentos por definirla de una vez y para siempre. Ya no es posible,
pues, aspirar a ser una empresa atenta a sus responsabilidades en la sociedad
ignorando que todo cuanto la empresa hace, omite, dice y calla conforma sus
valores más profundos, su lugar en la escena pública y las razones para seguir
suscitando verdadera confianza.
Frente a los modelos empeñados en explicar la racionalidad de todas las
interacciones humanas –también las actividades empresariales– como juegos de
suma negativa o de suma cero, la comprensión de la empresa como organización
también creadora de cultura puede antojarse excesiva.
Pero, en el fondo, de eso se trata, del exceso. Crear cultura, crear sentido, es la
acción más superavitaria, más económicamente exitosa que pueda concebirse. A
diferencia de otro tipo de réditos, la creación cultural es el único bien cuyo valor
aumenta precisamente cuando se lo comunica y comparte, es el único juego de
interacciones humanas en el que todos ganan.

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