Reverendo Padre Provincial, Asamblea de la Promotora, autoridades todas, señores y señoras,
amigas y amigos todos. En nombre de quienes en esta ceremonia asumimos con mucho optimismo la posta en la tarea de liderar y animar la vida institucional y académica de la Universidad, cabe en primer lugar, agradecer a la Asamblea de la Promotora la confianza en que podremos dar continuidad al trabajo de hacer de la Universidad una casa de estudios, un espacio de saber, un espacio de encuentro entre saberes diversos, un espacio en el que la búsqueda de la sabiduría sea nuestra pasión. El licenciamiento obtenido en el 2017 bajo la batuta de las actuales autoridades nos ha abierto el camino y nos ha señalado cuáles deben ser nuestras prioridades. Cuento con toda la comunidad universitaria para hacer frente a estos desafíos, cuento con sus capacidades y sobre todo con su deseo de hacer las cosas cada vez mejor. Agradezco en nombre propio y de la Universidad, el trabajo, la disciplina y el desgaste que han supuesto los diferentes logros de los que hoy nos felicitamos y los agradezco en particular en las personas de Ernesto Cavassa, Aldo Vásquez y Edwin Vásquez y agradezco a quienes junto conmigo han estado dispuestos a asumir las responsabilidades de la vicerrectoría académica, y las direcciones del Medio Universitario y de investigación, es decir, Isabel Berganza, Dafne Zapata y Juan Dejo. Tenemos como saben un desafío inmenso por delante y a estas alturas podríamos decir: ¡qué Dios nos ayude! Nuestros documentos fundacionales recuerdan que nuestra Universidad busca formar ciudadanos capaces de transformar activamente su entorno desde el piso firme de las humanidades, de las ciencias humanas, de las ciencias humanizadas, es decir desde una sabiduría que no se reduce a un número de créditos o de cursos; ella debe ser capaz de transmitir "un estilo de vida". Y es verdad, la educación solo puede constituirse en una genuina formación cuando ella está comprometida con el ideal de ofrecer un estilo de vida capaz de un impacto visible y no solo con el procurar un instrumento para ganarse la vida. La ansiedad tan típica de nuestro tiempo y que consiste en la urgencia de ganarnos la vida, de ganarle al tiempo asegurándonos lo suficiente para nuestra vejez ha hecho olvidar demasiadas veces el sentido de una vida que se debe a algo más que lo inmediato. La verdad, creo que el sentido de la vida viene de algo que es ajeno a ella misma. Como lo dijo alguna vez el filósofo Wittgenstein, "el sentido de la vida reside fuera de ella"; así como el sentido de una palabra nunca se explica por ella misma. Cuando Ignacio de Loyola decidió estudiar en una universidad (de hecho en más de una porque el hombre o no aprovechaba lo que estudiaba o terminaba encarcelado por la inquisición), siguió una intuición. Este buen hombre no tenía idea del lugar al que lo llevaría su intuición, pero sabía que no estaba haciendo las cosas al acaso, sino que obedecía a un sentido, a un orden superior. Y así se lanzó al mundo para aprender en diferentes lugares como Alcalá, Salamanca y París. Pero junto con esta intuición lo que lo obsesión aba era descubrir cómo podía sacar más provecho de sus estudios. De allí que cada vez haya dado a su formación una impronta práctica. Es como si con cada cosa que aprendía se hubiera preguntado en su interior: "¿y esto para qué me sirve?" O mejor todavía: "¿con esto como sirvo mejor?" Allí está es quid del asunto: el único modo de impedir que los estudios se queden en uno mismo haciendo más gordo nuestro propio narciso es procurando que el servicio se convierta en una pieza central de la persona. Lejos de ser una propuesta edulcorada, ingenua o cucufata, el servicio (les pido que me sigan en el razonamiento con la imaginación), el servicio representa el momento preciso en el que una persona sale de sí misma; en ese momento la persona florece. Ese momento maravilloso debería merecer toda nuestra atención porque, aunque suene poético, en este momento se realiza la vida. Así pues, a la sabiduría como estilo de vida le sigue la claridad de haber construido un sentido de la vida y a éste, la certeza de hacer del servicio el lenguaje por excelencia. La Ruiz de Montoya necesita conservar su identidad humanista y es indispensable que todos los que formamos partes de la comunidad universitaria entendemos perfectamente lo que esto quiere decir; el humanismo es y será el mejor baluarte para una sociedad en búsqueda de nuevos sentidos porque los que les daba el sistema están agotados o, en el mejor de los casos, en proceso de reelaboración. Y a este respecto, queremos tener el coraje de ofrecer un modelo en el que se busque hacer universal el servicio al que me he referido o, mejor todavía, el amor, la justicia y la solidaridad; incluso aunque hasta ahora no hayamos descubierto los instrumentos para medir o cuantificar una enseñanza de este tipo. El humanismo se nos ha convertido en un deber por el que cejaremos de predicar la pertinencia ya no solo del amor a la sabiduría, sino más bien la sabiduría del amor. Cierto no hay receta, pero la vida sabia o plena o con sentido supone un proceso a veces largo y penoso y otras simplemente lleno de gozo. Este proceso, sin receta, fue resumido por un jesuita que el Padre General Kolvenbach resucitó; me refiero a un jesuita del siglo XVI, teólogo y educador, Diego de Ledesma. Sus obras nos resultan algo lejanas porque no están traducidas al español. Peter Hans Kolvenbach extrajo del Padre Ledesma cuatro pilares de la formación ignaciana que hemos escuchado en más de una oportunidad: humanitas, utilitas, fídes y iustitia; estos pilares han sido reelaborados de diferentes formas hasta las famosas cuatro C de las que hablamos hace algún tiempo. Por mi parte propongo una síntesis personal de estos cuatro elementos en tres: sentir (sentire), discernir (cernere) y comprometerse (committere). Estos tres verbos además se mantenernos en una tensión dinámica, guardan el sentido práctico de la utilitas, el sentido trascendente de la fides, el sentido de la búsqueda de equidad de la iustitia y, sobre todo, el sentido de un proyecto en común de la humanitas. Así, el sentir se refiere no sólo o no tanto a la dimensión sensorial externa que finalmente es muy sencillo de estimular o de irritar, sino que se refiere a la experiencia por la que nos dejamos impregnar de lo que ocurre en nuestro entorno. En una sociedad que tiene pánico a sentir, la formación puede enseñarnos a sentir con y desde los demás, es decir podemos aprender a tener compasión. No me puede resultar indiferente una revuelta en Chile, ni tampoco un cuadro de El Greco. Esta capacidad se desarrolla con el hábito de explorar el corazón de la persona y se evidencia en la pasión por construir relaciones sanas alrededor. No se puede sentir si estamos llenos de temor. Pero estar en movimiento, gracias al sentir, no significa todavía que haremos lo correcto. El sentir se convierte muchas veces en una tiranía y mala consejera si no se ha depurado antes; en algún momento, todos hemos pagado caro la ausencia de filtros en el sentir y el actual desarrollo de las redes sociales puede ser el ejemplo de un concierto o más bien de un desconcierto de sensibilidades mal digeridas; de emotividades que se desbordan hasta convertirse en un síntoma de malestar. Hay que responder con nuestra vida, cierto, pero responder de manera razonable. De allí la necesidad de discernir, de detenernos en el camino, de marcar el paso sobre el mismo sitio, como solía decir Heidegger al explicar el oficio del filósofo. Discernir supone darse tiempo, ponderar hasta adquirir una certeza que estoy dispuesto a defender con mi vida. No se puede discernir si seguimos mirando nuestro ombligo, nuestro orgullo y nuestro deseo. Discernir exige someter nuestro cálculo a la mirada de otro para testimoniar que mi decisión, siempre falible, brota de un encuentro; si esa mirada es la de Dios tanto mejor porque culturalmente hemos convenido en llamar Dios a esta trascendencia que nunca se confunde conmigo ni con mis inclinaciones más infantiles. Su mirada puede ser la de un interlocutor que ayude a salir de autoengaños y autocomplacencias. No se puede discernir en ausencia de los demás. Pero una vez que decidimos tenemos que confiar; hacerlo de verdad supone entregarse como si no tuviéramos necesidad de guardar fuerza para el retorno. Permítanme recordar la historia de un relato que me ha venido a la mente. Dos hermanos que vivían frente al mar solían competir entre ellos nadando desde la orilla hasta un muelle cercano y desde el muelle hasta la orilla. El hermano mayor solía ganar de lejos. El hermano menor estaba cargado de debilidades y parecía condenado a perder siempre. Muchos años después se encontraron los hermanos en la casa familiar y como antaño se echaron al mar para competir. Esta vez, y por primera vez, ganó el hermano menor. El hermano mayor no salía de su asombro y preguntó al hermano menor qué había hecho para ganar. Y este respondió: siempre que nadábamos lo hacía reservando energía para el retorno; esta vez lo hice sin pensar en el retorno. Nuestro tiempo es el de la entrega a un proyecto que va más allá de las personas; a esta entrega la llamo compromiso y es un signo ineludible del amor. No es posible comprometerse si todo el tiempo me reservo para después. Vuelvo a la sabiduría que necesitamos cultivar. Si tememos amar, perdonen que sea tan claro, pero no tenemos sitio en esta institución. Esta es una escuela en la que se busque enseñar a amar y se procura mostrar cuáles son los beneficios del amor. El licenciamiento nos dio tareas y prioridades que tenemos que atender sin descuido y con mucha diligencia y completa corresponsabilidad. No sólo a quienes les corresponde liderar nuestro bello proyecto, sino a quienes han entendido el cometido de esta Universidad. Se hace indispensable que, en un clima de austeridad, no abandonemos la riqueza de crear y fortalecer las redes internas y externas sin olvidar que las redes solo tienen sentido con esta condición: tenemos que tener bien claro lo que podemos ofrecer a los demás. Agradezco desde ahora a todos y todas las personas e instituciones no solo por su presencia, sino sobre todo porque estoy seguro de que podremos abrir camino para fortalecernos mutuamente y para hacer que la Ruiz de Montoya realice plenamente su fin que no es otro que el de servir al país, a sus ciudadanos y ojalá que al mundo también. No quiero apropiarme de una responsabilidad que nos pertenece a todos, a todas y más bien les invito, muy sinceramente, a hacer un ejercicio de toma de conciencia de lo que podemos y de lo que debemos hacer porque lo que está en juego no es una institución, sino la historia que habrá de juzgarnos mañana.