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Hacia una arquitectura del placer

HENRI LEFEBVRE

23
Presentación de
Ion Martínez Lorea

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Centro de Investigaciones Sociológicas
Madrid, 2018
Consejo Editorial de la colección Clásicos del Pensamiento Social

DIRECTOR
José Félix Tezanos Tortajada, Presidente del CIS

CONSEJEROS
Antonio Alaminos Chica - Inés Alberdi - Josetxo Beriain Razquin - M.ª Dolores Cáceres
Zapatero - Esther del Campo García - Irene Delgado Sotillos - M.ª Ángeles Durán Heras -
Manuel García Ferrando - Teresa González de la Fe - Julio Iglesias de Ussel - Emilio Lamo
de Espinosa - Ramón Máiz Suárez - M.8 José Mateo Rivas - José Luis Moreno Pestaña -
Benjamín Oltra y Martín de los Santos - Inmaculada Pastor Gosálbez - Alfonso Pérez-Agote
- Ramón Ramos Torre - José Enrique Rodríguez Ibáñez - Carlota Solé y Puig- Eva Sotomayor
Morales - Constanza Tobío Soler - Josep María Valles Casadevall - Fernando Vallespín Oña

SECRETARIA
María del Rosario H. Sánchez Morales, Directora del Departamento de Publicaciones y
Fomento de la Investigación del CIS

Lefebvre, Henri (1901-l991)


Hacia una arquitectura del placer/ Henri Lefebvre; presentación a cargo de Ion Martínez; traducción
de Natalia Ruiz; revisión de Ion Martínez. - Madrid: Centro de Investigaciones Sociológicas, 2018.
(Clásicos Contemporáneos; 23)
l. Sociología urbana 2. Arquitectura 3. Filosofía
316.33

Título original: Vers une architecture de la jouissance.

Primera edición, noviembre 2018

©2018 Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS)

©Traducción: Natalia Ruiz

©Presentación: Ion Martínez

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NIPO: 788-18-024-0
ISBN: 978-84-7476-767-4
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Cyan, Proyectos Editoriales, S.A.
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A Mario Gaviria,
inspirador de esta búsqueda
Confiarse a la diferencia absoluta ...
G. F. W. HEGEL, Fenomenología del espíritu

¡Ven!, para que miremos hacia fuera, para que


busquemos lo que es nuestro, por muy lejos que esté.
F. HÓLDERLIN, Elegías, «Pan y vino»
Índice

Presentación: Henri Lefebvre, en busca del espacio del placer.. 13

I. La pregunta. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59

II. El alcance de la pregunta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 79

III. La búsqueda . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 87

IV. Las objeciones. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 105

V. La filosofía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 115

VI. La antropología. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 135

VII. La historia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 143


. . .
VIII . L a ps1cologia
' y el ps1coana'l'1s1s. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 157

. . '
IX . La semantlca
' y la sem10 l ogia ........................... 171

X. La economía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 181

XI. La arquitectura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 189

XII. Conclusiones (mandatos) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 199


Presentación
Henri Lefebvre, en busca del espacio
del placer1
A Mario Gaviria,
estas líneas que debimos escribir juntos.

DE GAVIRIA Y GAVIRIA

Desde su planteamiento original hasta finalmente su publicación, Hacia


una arquitectura del placer realiza un singular recorrido que inevitablemen­
te nos lleva de Gaviria a Gaviria. Esta presentación hará algo similar. Permí­
tanme explicarme, ya que fue un encargo expreso de Mario Gaviria realiza­
do a Henri Lefebvre en el año 1973 el que llevó a que este texto fuera
redactado y fue el beneplácito de Gaviria y su implicación en el proyecto lo
que permite ahora su publicación. De hecho, este capítulo introductorio de­
bía haber sido elaborado a cuatro manos entre Gaviria y quien hoy lo firma
en solitario, pues así lo habíamos planificado, pero una cruel enfermedad
que condujo al fallecimiento de Mario unos días antes de cumplir los
ochenta años impidió que tal circunstancia se produjera. Así pues, estas lí­
neas cobran un especial significado tanto por su lógico y preceptivo fin, en
tan to que presentación del trabajo de Henri Lefebvre, como por su carácter
de re cono cimiento a la persona que al fin y al cabo lo inspiró2•

Deseo agr adecer a Josetxo Beriain y Cristóbal Torres su i nterés y apuesta por este proyecto
Y al Departam ento de Publicaciones su labor en la edición del texto.
Buen a par te de la i nformación contenida en este primer apartado procede de las conversacio­
nes que el autor ha mantenido a lo largo de la última década con Gaviria. La información con­
te nid a en él ha sido contrastada con otros protagonistas, así como con las fuentes existentes:
funda menta lmente publicaciones, memorias de proyectos y el archivo personal de Gaviria.
14 I O N M A RT i N EZ L O R E A

Si bien el encargo se produce en el año 1973, la relación entre, permíta­


senos decirlo así, demandante y oferente, hay que situarla prácticamente
una década antes. Fue entonces cuando los que acabaron convirtiéndose
en grandes amigos, y dejaron de hablarse de usted, comenzaron una rela­
ción que arrancó con el clásico encuentro entre profesor y alumno en el
contexto universitario y pronto pasó a ser un vínculo entre maestro y dis­
cípulo que nunca desapareció. Gaviria (1938-2018) y Lefebvre (1901-1991)
se encuentran por primera vez en Estrasburgo (Francia) durante los pri­
meros años de la década de los sesenta. Gaviria, hijo de «rico de pueblo»,
como se autodefinía, llega a la ciudad de Estrasburgo procedente de Nan­
cy, donde había recalado gracias a una beca facilitada por su profesor en
Zaragoza, Ramón Sainz de Varanda, para estudiar el Diploma de Estudios
Superiores Europeos3• Su formación inicial, sin embargo, no era sociológí­
ca, sino que había obtenido el título de licenciado en Derecho por la Uni­
versidad de Zaragoza. Aunque le resultó enormemente útil en múltiples
facetas de su vida, especialmente como activista antinuclear, el Derecho
era para él una disciplina declaradamente aborrecible. Según recuerda,
fue su paso por Londres en los años 1959-1960, como joven que se marchó
a conocer mundo y estudiar cine (sin conseguirlo) y una peculiar estancia
en la London School of Economics and Political Sciences (sin matrícula
reglada, y basada en colarse en las clases que le interesaban hasta que lo
localizaban y lo expulsaban de las mismas), lo que dirigíó su interés hacia
la sociología. Su estancia en Nancy y Estrasburgo no hicieron sino confir­
mar este interés.
Por su parte, con los nuevos estudios de Sociología aprobados pocos
años antes en Francia (1958), Lefebvre comienza a enseñar esta disciplina
en la Universidad de Estrasburgo en 1961, gracias al apoyo de George Gus­
dorf, quien le ofrece ocupar la vacante dej ada por George Gurvitch, figura
relevante, como veremos, en la carrera profesional de Lefebvre. Estará en
Estrasburgo hasta 1965, cuando obtiene una plaza en la Universidad de
Nanterre. Hasta 1964 Gaviria será su alumno. De entonces, este mantiene
el recuerdo de un formato de clases muy cercano, con cerca de quince
alumnos y con lecturas y debates permanentes. Entre los alumnos había
miembros de la I nternacional Situacionista, de segunda o tercera fila, de­
cía, pero cuya presencia le permitió acceder al análisis de problemáticas y
reflexiones inauditas por entonces en España. También se encontraba allí
como alumna Nicole Beaurain, posterior pareja de Lefebvre hasta media­
dos de la década de los setenta, y con quien Gaviria siempre mantuvo una
relación de gran amistad.

Poco después de su fallecimiento, la revista Encrucijadas (vol. 15, 2018) ha dedicado a Gaviria
un dosier In memoriam, coordinado por David Prieto Serrano, en el que se recogen diversos
testimonios de personas que compartieron e xperiencias académicas, de activismo y persona­
les con él. Acompaña al dosier una completa bibliografía de Gaviria.
Estos estudios se desarrollan tanto en la ciudad de Nancy (en el Centro Univers itario Euro­
peo) como en Estrasburgo (en el Instituto de Altos Estudios Europeos).
P R E S E N TAC I Ó N 15

E n esas clases, Gaviria dice haber disfrutado y aprendido enormemen­


te . Le febvre, que para entonces superaba ya los sesenta años, era un eru­
dito que dominaba el magisterio a la perfección: en absoluto dogmático,
transmitía el goce del conocimiento a sus alumnos. Leyeron con meticu­
los idad textos de Chombart de Lauwe, La Carta de Atenas (Le Corbusier,
1989 [1942])4, así como La ciudad en la historia, de Lewis Mumford (2012
[1961]), recién traducida al francés. Compartieron debates sobre infinidad
de cuestiones que para Gaviria fueron iluminadoras: además, claro es, de
la crítica a la planificación urbanística, trataron sobre los acontecimientos
festivos, la sexualidad o las transformaciones de la vida cotidiana. Aunque
también abordaron temáticas que le resultaron ajenas y del todo tediosas,
como el curso que dio lugar a un posterior libro de Lefebvre (1966) sobre
el lenguaje y la sociedad.
La gran relación que ambos establecieron se debe en buena medida al
interés que Gaviria puso por aprender de su maestro. Baste con recordar
que fue él quien, por iniciativa propia, como tantas cosas que haría, se
dedicó a reunir no sin dificultades textos publicados, informes no edita­
dos y transcripciones de conferencias, grabadas por él mismo, de Lefeb­
vre, lo que daría como resultado uno de sus libros más interesantes para
los estudiosos del territorio (De lo rural a lo urbano, 1975 [1970]), donde de
hecho se localizan las primeras reflexiones del autor francés sobre la pro­
ducción del espacio, una de sus líneas de trabajo más fructíferas5•
De un modo sucinto se puede decir que Gaviria toma de Lefebvre algu­
nos puntos fundamentales de su pensamiento para incorporarlos a su aná­
lisis sociológico6: en primer lugar, la crítica al urbanismo funcionalista, su­
brayando cómo la especialización y fragmentación urbanística aniquilan la
vida de las ciudades y particularmente la vida de sus calles: espacio de en­
cuentros, cruces y desencuentros, espacio de agitación permanente y de
celebración, de apropiación; por tanto, y a la contra, reivindica la ciudad
densa con mezcla de usos y de gente donde se puedan producir encuentros
Y mom entos para el disfrute. En segundo lugar, y derivado de su crítica al
u rbanismo funcionalista, incorpora su crítica a la ideología urbanística, la
cual, apunta, sirve para legitimar la reproducción de las desigualdades so­
ciales en la ciudad. En tercer lugar, reivindica el valor de uso de la ciudad,

Con rel ación a las referencias bibliográficas, entre paréntesis aparecerá l a fecha de la edición
uti l i zada. Si la fecha fuera distinta a la de l a edición original, esta última aparecerá entre cor­
chetes después de la fecha de la edición uti l i zada. Los títulos de las publicaciones aparecen en
castellano si existe traducción, en caso contrario, aparece el título original.
En este libro se reconoce expresamente la preparación de l a antologia por parte de Gaviria.
En el cierre de la introducción comenta Lefebvre: «Es d i fícil e ncontrar términos lo suficiente­
mente e fusivos para agradecer a Mario Gaviria su colaboración al escoger, clasificar y revisar
estos textos. En particular, ha tenido la amabilidad de recoger algunos informes de conferen­
cias, de las que sólo había escrito el plan, y poner en evidencia las ideas contenidas en ellas.
Por esto, el autor (ego) le debe un reconocimiento sin límites» (1975 [1971]: 18).
Nos apoyamos aquí en el prólogo que Gaviria preparó para l a primera edición de l a versión
castellana publicada por Península de El derecho a la ciudad (1978 [1968]). E xiste una edición
revisada publicada en 2017 por C apitán Swing.
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entendido como espacio practicado y disfrutado (en definitiva, creado) so­


cialmente frente al valor de cambio de la ciudad de los promotores que in­
corporan el espacio edificado (y edificable: el suelo) a las dinámicas de mo­
vilización del capital. En cuarto lugar, y como continuación de un escenario
dominado por el valor de cambio estaría su crítica a una vida cotidiana em­
pobrecida, monótona y donde el goce obtenido actúa las más de las veces
como mero simulacro que deriva en la autocomplacencia y en la asunción y
reforzamiento de la desigualdad social. Finalmente, en quinto lugar, Gaviria
reivindica la exploración de la utopía experimental, donde lo posible inter­
pela, cuestiona y adquiere forma concreta en lo real, por tanto, donde lo
imposible se hace posible.
En un plano más personal, había otros elementos de coincidencia que
unían a Gaviria y Lefebvre: existe un origen geográfico común. Como hacen
todas las fronteras, los Pirineos unían y separaban los lugares de procedencia
de ambos. Los dos provenían de contextos rurales, se consideraban «pirenai­
cos» y subrayaban sus orígenes vascos. Lefebvre, había nacido en la localidad
de Hagetmau, en el sur de Francia, pero su casa materna era la Maison d�rrac
en la localidad de Navarrenx, en el Bearn, con fuertes vínculos geográficos,
históricos y sociales con Navarra. El propio Lefebvre recordaba cómo había
atravesado en bicicleta los puertos pirenaicos para llegar hasta a Pamplona,
ciudad a la que había regresado en mucha ocasiones posteriormente7. Por
su parte, Gaviria, nacido en la localidad de Cortes (Navarra), en el límite con
Aragón, destacaba el origen pirenaico de su familia materna, los Labarta
(en la Baja Navarra francesa), quienes a través de las tradicionales rutas de
la trashumancia entre las montañas y la ribera del Ebro se asentarían en la
localidad de Caparroso (Navarra). Algo más los unía. La etxea (casa en euske­
ra), que solía decir Gaviria. El caserón que a un lado y a otro del Pirineo se
convertía en refugio y espacio de puertas abiertas, de acogida y reunión de
familiares, amigos y visitantes. Tanto Navarrenx como Cortes y Caparroso
fueron pues testigos de este ejercicio de retorno y hospitalidad que Lefebvre
y Gaviria practicaron y fomentaron, y donde mezclaron las reuniones de ín­
dole intelectual con aquellas que servían para celebrar, en torno a una mesa
(oda a la comensalidad, fundamental espacio del placer), el propio encuentro.
Como ya se ha apuntado, el primer periodo que comparten Lefebvre y
Gaviria tras su encuentro inicial en Estrasburgo culmina en 1964. Aunque
esto no supone una interrupción en su relación, la cual se mantendrá a lo
largo del tiempo. Ese año, Gaviria vuelve a Zaragoza, donde se había ins­
talado con su familia procedente de Cortes en la década de los cincuenta
para estudiar el bachillerato en el colegio de los Jesuitas y donde tendrá
su residencia principal hasta el final de su vida. Trae consigo las enseñan­
zas fundamentales de su maestro (que se fueron ampliando a lo largo de

Así lo señalaría en un texto titulado « Pampelune-Pamplona» (que aparecerá en una guía mu­
nicipal d e Pamplona di rigida por Gaviria) y en el que rememora cómo en su pueblo, Nava ­
rrenx, existía un relato que comenzaba con la siguiente frase: « Pamplona, del otro lado de la
luna» (Gavi ria , 1985: 132-133).
P R E S E N TA C I Ó N 17

los años) y una avidez por ponerlas, sin saber muy bien cómo, en práctica.
En un texto fundamentalmente autobiográfico y con sus preceptivas dosis
de humor, Gaviria lo explicaba así:

Yo llego de Francia con el título de sociólogo, que no sabía para qué me servía
[...]. Entonces, como soy hiperactivo, decidí hacer unos artículos en el Heral­
do de Aragón. Fueron tres series de cinco articulas sobre Zaragoza y su futu­
ro. Eran los artículos de un novato que intuía algo pero que no sabía mucho
y estaba viendo si servía para algo lo que yo hacía (Gaviria, 2014: 350).

Esos artículos son leídos por Pedro Bidagor, entonces director general
de Urbanismo, quien propone a Gaviria el análisis sociológico de diez o
quince grandes ciudades españolas.

A mí me empezó entonces a entrar un sudor frío. Yo creo que él pensaba


que tenía un equipo y una consultora gigante. Le dije: «he venido [de Zara­
goza a Madrid] en el tren de noche, he venido mal dormido, estoy alojado
en una pensión cerca de la Puerta del Sol». Y Bidagor dijo algo que no olvi­
daré en la vida: «éste está un poco verde». Y tenía toda la razón. Don Pedro
era un tipo listísimo. Yo creo que dijeron: «la Sociología no sabemos muy
bien para qué sirve pero se lo echaremos a [Fernando] Terán, que es un
urbanista que discurre mucho, y al principio le encargaremos folletos pu­
blicitarios sobre los polígonos de descongestión de Madrid» (en Toledo,
Guadalajara y Manzanares) (Gaviria, 2014: 351).

Es el momento pues en que Gaviria se traslada a Madrid, a trabajar


junto a Terán en el Ministerio de Viviendaª. Fiel a su forma de proceder,
se le otorgó un despacho que no frecuentó en exceso y se dedicó a hacer
sociología urbana desde la práctica, en el terreno y a través de estudios
concretos en los denominados nuevos barrios periféricos. En este sentido,
puede decirse sin lugar a dudas que se están gestando los dos primeros
hitos de la sociología urbana en España9 que se concretarán en el «Estudio
de funcionamiento de la Ampliación del Barrio de la Concepción» (publi­
cado en 1966 en el número 92 de la revista Arquitectura) y en el estudio
«Gran San Bias. Análisis socio-urbanístico de un barrio nuevo español»
(publicado en 1968 en el número 113-114 de la revista Arquitectura).

Junto a Terán y Alonso Velasco, Gaviria participará en disti ntos proyectos como el «Concurso
Nacional de Ideas para la Urbanización de un barrio de viviendas: ordenación del Polígono
Canaletas» (en 1966) o el «Proyecto de Centro direccional. Sandanyola, Barcelona» (en 1969).
El carácter de «iniciador» de la sociología urbana en España es señalado por Jesús Leal y Anna
Alabart en el capítulo « Sociología urbana» editado dentro del volumen titulado La Sociología
en España, editado por el CIS en 2007. En el 1 Encuentro I ntercongresual del Comité de So ­
ci ol ogía Urbana de la Federación Española de Sociología celebrado en noviembre de 2017 en
Mad rid, Jesús Leal, que fue quien realizó la conferencia inaugural, insistió en la condición de
pio nero de Mario Gaviria de esta disciplina en España.
18 I O N M A RT Í N EZ L O R E A

El valor de estos trabajos que se convertirán en referencia para varias


generaciones de sociólogos y urbanistas se basa, en primer lugar, en la
incorporación por parte de Gaviria de la perspectiva crítica que ha apren­
dido con Lefebvre en sus años en Francia. La paradoj a es que esta pers­
pectiva se va a desarrollar inicialmente10 desde dentro del propio que­
hacer urbanístico franquista. En este sentido, ambos estudios (el de La
Concepción y el del Gran San Bias) analizan la vida urbana en contraposi­
ción a la ciudad ideada por promotores y urbanistas (ciudad como valor
de cambio, ciudad como estructura física a la que los residentes simple­
mente se adaptan). Poniendo, por tanto, el foco en los habitantes y usua­
rios se incide en la ciudad como valor de uso, como espacio vivido y prac­
ticado. Ante ello, recordaba que los planeadores urbanos deben

[ .] comprender si las necesidades que suponían satisfacer al diseñar los


..

barrios o las ciudades con determinadas formas son satisfechas en la rea­


lidad, una vez que los barrios y las ciudades están construidos (Gaviria,
1966: 1).

En segundo lugar, supone la reivindicación de la observación experi­


mental, evitando las lógicas urbanísticas que se basaban en abstracciones
como las «necesidades del hombre» que no serían otra cosa que la proyec­
ción de los gustos arquitectónicos y urbanísticos hegemónicos impuestos
a los usuarios.

Se crea y se construye siguiendo técnicas adecuadas, pero se subestima el


aprendizaje que supone el análisis de lo construido. La creación del arqui­
tecto «debe» satisfacer a los usuarios; en caso contrario, el arquitecto su­
pone que éstos no están preparados para utilizar y comprender la creación
técnico-estética del arquitecto (Gaviria, 1968: 3).

De igual modo, los dos estudios presentados tampoco quieren conver­


tirse en recetas estandarizadas sino que se presentan como trabajos de­
limitados que surgen de una experiencia concreta y de un análisis concre­
to que tienen valor en tanto que se adaptan a la realidad específica. Con
ello, se busca responder a las exigencias expresadas por los usuarios en
cada caso, sin renunciar, no obstante, a la cientificidad del procedimiento
y de los resultados obtenidos y a su valor como saber acumulado genera­
lizable a partir de esa práctica específica:

Hay que señalar que e l trabajo sobre La Concepción se encarga en 1966 desde el propio
M i n isterio de la Vivienda, en el que Gavi ria trabajaba entonces, mie ntras que el trabajo
sobre el Gran San Bias se real i z a desde el C u rso de Sociología Urbana, 1966-1967, dirigi­
do por Gaviria en el marco del Centro de Enseñanza e I nvestigación Sociedad Anónima
(C E I SA), que l i deró José Vida ] Beneyto (véase Vida] Beneyto, 2007; Á lvarez-Uría y Vare la,
2000).
P R E S E NTAC I Ó N 19

Partimos del análisis d e l a realidad concreta en s u expresión más acabada,


y sólo después podremos pasar a la elaboración de conceptos abstractos.
Nos apoyamos en un método inductivo: de la observación de lo particular
a la elevación hacia conceptos más generales (Gaviria, 1968: 9).

E n tercer lugar, estas investigaciones, por u n lado, son auténticas escue­


las de sociología práctica (la experiencia didáctica que le llamará Gaviria)
donde trabajarán codo con codo profesionales con años de experiencia y
responsabilidades varias, junto con estudiantes y licenciandos sin expe­
riencia previa de disciplinas diversas como la sociología, el urbanismo, la
arquitectura, el derecho, la filosofía o las ciencias políticas. Esto no está
exento de problemas por la falta de diálogo práctico tanto entre disciplinas
como entre niveles profesionales y jerárquicos (estudiantes, licenciados,
profesionales). Sin embargo, este es un reto que no se cuestiona sino que
simplemente se manifiesta destacando las ventajas e inconvenientes del
método. Por otro lado, las investigaciones se ejecutan a través de un trabajo
de campo novedoso en el contexto español, basado en el estudio de los ba­
rrios a partir fundamentalmente de encuestas cerradas, entrevistas abier­
tas, técnicas de mapeo y observación-participante que se traduciría en una
práctica convivencia en el espacio analizado, en muchos casos durante me­
ses, cuando no años, como comprobaremos más adelante.
Enlazando con esta metodología investigadora, se observa cómo, a ca­
ballo entre las décadas de los sesenta y setenta, Gaviria aplica también una
metodología docente, basada en la lógíca de seminarios que desarrollara
Lefebvre, en instituciones y espacios muy diversos como la Universidad
de Madrid, la Escuela Superior de Arquitectura de Madrid, el Instituto de
Estudios de la Administración Local, la Universidad de Pensilvania o el
Centro de Estudios e I nvestigación, S.A. (CEISA). Baste como ejemplo la
presentación del trabajo sobre el Gran San Bias por parte de Gaviria para
confirmar esa metodología de trabajo a la par dentro y fuera del ámbito
académico, más o menos institucional, más o menos reglado:

La investigación en el Gran San Bias ha surgido en el seno del curso 1966-


1977 de Sociologia Urbana de CEISA. El primer cuatrimestre del curso,
compuesto por ocho alumnos de tercer curso de Sociologia, ha sido dedica­
do a la iniciación de los conceptos básicos de la Sociologia Urbana. Para ello
se ha procedido a la lectura y exposición consecutiva de una serie de textos
[...]. Cada alumno resumía alguno o algunos de estos textos, resumen que
servía de base introductoria a una discusión posterior. En el segundo cuatri­
mestre del curso, se ha procedido al análisis de un barrio periférico madrile­
ño, incorporando a las investigaciones personas procedentes de otras disci­
plinas [...]. Los trabajos prácticos han tenido extraordinario interés como
experiencia didáctica, pues tras una ligera iniciación a la sociología urbana,
los estudiantes proceden a una investigación sobre un tema nuevo: un barrio
(Gaviria, 1968: 4).
20 I O N M A RTÍNEZ L O R E A

Durante este periodo, Gaviria mantiene un contacto permanente con


Lefebvre, a quien invita a realizar diversas visitas personales y encuentros
académicos e intelectuales en España. Así, por mediación de Gaviria, Le­
febvre entra en contacto con el arquitecto catalán Ricardo Bofill, con
quien colaborará en proyectos como «La ciudad en el espacio». Además
de formar parte del elenco de profesores que acompañan a Gaviria en los
seminarios que promueve, Lefebvre es convocado para participar, de la
mano también de José Vida! Beneyto, en simposios que se celebran en
Madrid, Barcelona o incluso en Burgos11• Cabe recordar que nos encontra­
mos con el trasfondo de Mayo del 68 en el que Lefebvre juega un papel
relevante como inspirador y dinamizador del movimiento en el caso fran­
cés (Lefebvre, 1976 [1975]), lo cual va a conferir una mayor relevancia a su
figura también en el contexto español12• Asimismo, deber tenerse en cuen­
ta, como se ha apuntado antes, que nos encontramos en el momento de la
publicación en castellano de algunas de sus obras más destacadas (El de­
recho a la ciudad, 1978 [1968]; De lo rural a lo urbano, 1971 [1970] o La revo­
lución urbana, 1972 [1970]).
Con todo, Gaviria no se asienta definitivamente en Madrid, sino que se
mueve entre diferentes lugares. Así, por ejemplo, en el año 1971 realiza
una estancia como profesor en Estados Unidos. Allí, influenciado por di­
versos autores, como Barry Commoner, George Borgstrom o Donella y
Dennis Meadows, que centran su análisis en los límites del desarrollo so­
cial y económico del capitalismo, Gaviria afirma sentir un «momento de
crisis teórica y metodológica profunda» (1973: 49). Dicho de otro modo,
atraviesa un periodo de gran pesimismo, consecuencia de la constatación
de los riesgos sociales y medioambientales del avance del capitalismo. Es
a partir de esa crisis que se propone introducir el pensamiento ecologista
en España a través de los autores citados: Ciencia y supervivencia (Com­
moner, 1970 [1966]); Planeta hambriento (Borgstrom, 1972 [1965]), Los lí­
mites del crecimiento (Meadows y Meadows, 1972), etc. Coincidiendo con
esta circunstancia, llega a él a través de un conocido la información acerca
de un concurso de la Fundación Juan March para el estudio de los proble­
mas ecológicos de las nuevas ciudades turísticas surgidas en España. Ga­
viria se presentará a dicho concurso junto a siete candidaturas más. Acaba
ganándolo con un proyecto que finalmente titula «Estudio ecológico de
las concentraciones urbanísticas creadas en España durante los últimos
años como centros receptores de turismo».
Antes de iniciar la investigación, Gaviria regresa al Instituto de Estu­
dios de la Administración Local (IEAL) donde dirige el Seminario de So­
ciología Urbana, Rural y del Ocio al que asisten técnicos profesionales y de
la Administración. Mientras continúa con el seminario va perfilando algunos

Véase Triunfo, n.0 433, 19/9/1 970: 36-37.


Vale recordar la entrevista que le dedica la revista Triunfo a finales del mismo año 1968: Triun­
fo, n." 341, 14/12/1968: 32-36.
P R E S E N TAC I Ó N 21

detalles como el lugar donde localizar las sedes desde donde esperaba diri­
gir la investigación: una en las islas Canarias y otra en las islas Baleares. Sin
embargo, por casualidad, en el Seminario del IEAL coincide con el secreta­
rio del Ayuntamiento de Benidorm, quien acaba convenciéndolo para esta­
blecer la base de operaciones en la ciudad alicantina. Es en 1972 cuando
Gaviria se traslada allí y se instala en la calle Santa Rita con su equipo del
seminario y otros miembros que fueron incorporándose, hasta contar con
cerca de cuarenta personas implicadas en el proyecto. Pasarán en Benidorm
los cuatro siguientes años vinculados a la beca de la Fundación Juan March.
Después, otros dos años más, contratados por el Ayuntamiento para reali­
zar el prediagnóstico del Plan General de Ordenación Urbana.
Las premisas de la investigación financiada por la Juan March se apo­
yan explícitamente en los postulados de Lefebvre (quien por otra parte se
convertirá en asesor del proyecto): las preguntas que van a guiar la inves­
tigación son cómo se produce y cómo se consume el espacio del ocio y del
turístico (Gaviria, 1971; Gaviria, 1974; Gaviria, 1977). En este sentido, la
arquitectura y el urbanismo turísticos ejemplifican para Gaviria las máxi­
mas contradicciones de la sociedad de consumo donde se sitúa, por un
lado, el uso necesario del tiempo libre conquistado (no alienado, dirá Ga­
viria) y, por otro, la generación de un espacio profundamente mercantili­
zado. La existencia de un espacio urbano del ocio y del turismo no es nin­
guna novedad histórica, pero sí lo era la intensificación y la especialización
territorial que se estaba produciendo en España como destino vacacional
preferente de la Europa rica. Esto es algo que empieza a detectar Gaviria
y que considera crucial estudiar y también planificar.
En esta línea de trabajo, Gaviria se empeña en poner de manifiesto las
contradicciones presentes en la arquitectura y el urbanismo del ocio y del
turismo. Así, aunque hace hincapié en la existencia de un espacio frag­
mentado, depredado medioambientalmente, colonizado y privatizado,
escenario de la producción y reproducción social, cultural y económica
capitalista, pone también énfasis en la existencia a un espacio del ocio
como un ámbito para el disfrute. Por tanto, además de considerar funda­
mental controlar y planificar el urbanismo tal como se estaba dando, así
como la necesidad de que tanto los habitantes como los trabaj adores de
los espacios turísticos formen parte de la toma de decisiones y del reparto
de los grandes beneficios que se estaban generando, Gaviria incidía en la
rei vind icación del derecho al disfrute, a la búsqueda de placer, aquí y aho­
ra, en el marco tanto de una gran metrópolis, con un valor histórico y cul­
tu ral incuestionable como París, en una ciudad histórica como Florencia,
e n un m edio natural como un parque nacional o en la playa urbana de una
c iu d ad tur ística nueva como Benidorm donde, gracias a la alta densidad
Y a la m ezcla de usos, la gente puede disfrutar del encuentro, de la compa­
ñí a, de la visión y del contacto de los cuerpos al descubierto, del sol y del
mar, de la música en los bares y cafés o de la comida y la bebida de los
c h ir ingu itos.
22 I O N M A R T I N EZ L O R E A

Va a ser en este momento cuando Gaviria en 1973 encarga a Lefebvre,


quien pasaría algunas temporadas en Benidorm invitado por su discípulo,
la redacción de un texto que reflexionara sobre la arquitectura del placer,
sobres esos lugares, construcciones o edificaciones que hacen gozar y dis­
frutar a quienes las usan y a quienes en realidad les dan sentido y forma
social. No obstante, el resultado del texto no es el esperado por Gaviria.
Pareció querer llevar al maestro a su terreno, el del leniniano y sociológico
«análisis concreto de la realidad concreta», sin conseguirlo. De modo que
el texto fue descartado y archivado por Gaviria. Esto no supuso ningún
desencuentro entre ambos y, de hecho, las colaboraciones y el disfrute
compartido se siguieron manteniendo a lo largo del tiempo, aunque el
texto pasó a dormir la noche de los justos durante más de cuatro décadas.
Durante el segundo lustro del siglo XXI, la visita a Gaviria del investi­
gador polaco Lukasz Stanek (2011)13, experto en la obra de Henri Lefeb­
vre, con el objeto de realizar una serie de entrevistas, tuvo como conse­
cuencia que Gaviria acabara recordando y recobrando ese texto perdido
entre los archivos de los múltiples proyectos realizados que cobijaba la
biblioteca de su casa de Cortes. La suerte hizo además que dicho docu­
mento se salvara de unas graves inundaciones que afectaron al sur de Na­
varra en el año 2005, las cuales provocaron la destrucción de infinidad de
materiales del mismo periodo (década de 1970) guardados en Cortes. Este
feliz cúmulo de circunstancias es el que permite que ahora estemos pre­
sentando ese trabajo. Una especie de pieza recobrada que completa el
puzle que Lefebvre fue confeccionando sobre la producción del espacio,
centrada en este caso en una de las dimensiones que más atraían a Gaviria:
la generación de espacios del placer.

HENRI LEFEBVRE: TESTIGO Y PROTAGONISTA DEL CORTO SIGLO XX

Centrándonos ya específicamente en la figura de Henri Lefebvre no puede


sino afirmarse que nos encontramos ante un polímata contemporáneo, eru­
dito y multifacético testigo y protagonista de lo que el historiador británico
Eric Hobsbawm (2001 [1994]) definió como el corto siglo XX14• Durante su
vida, Lefebvre tuvo infinidad de ocupaciones (taxista, operario de fábrica,
soldado, docente de educación secundaria y universitaria, filósofo, intelec­
tual y cargo relevante del PCF hasta su expulsión, sociólogo, consultor en
urbanismo e incluso formador teórico en estrategia militar para el ejército
francés), completó una vastísima obra escrita (casi sesenta títulos) en infi­
nidad de temáticas (urbanismo, crítica del Estado, vida cotidiana, mands­
mo) y tuvo una fuerte influencia en el pensamiento marxista y en el

Stanek ha sido el responsable de una cuidada edición para la versión inglesa de este trabajo
(Lefebvre, 2014; Stanek, 2014).
Como es sabido, la particularidad que atribuye Hobsbawm a este siglo xx corto es que abarca
desde el comien zo de la Primera Guerra Mundial hasta la desintegración de la Unión Sovi ética.
P R E S E N TA C I Ó N 23

urbanismo de los años centrales de la segunda mitad de siglo. Fue asimismo


fundador de numerosas publicaciones periódicas, se involucró de un modo
u otro en algunos de los principales acontecimientos políticos y sociales de
la centuria, como la Segunda Guerra Mundial o Mayo del 68, colaboró y
participó en movimientos como el surrealismo o la Internacional Situacio­
nista, y frecuentó y entabló amistad con figuras tan relevantes como André
Breton, Theodor Adorno, Gyürgy Lukács, Roland Barthes, Herbert Marcu­
se, Edgar Morin, Guy Debord, Raoul Vaneigem, Cornelius Castoriadis, Eric
Hobsbawm, Octavio Paz, Jean Baudrillard, Ricardo Bofill o el propio Mario
Gaviria.
Apoyándonos en la propia obra de Lefebvre y particularmente en tex­
tos autobiográficos como La Somme et le reste (1989 [1959]) o Tiempos
equívocos (1976 [1975]), en trabajos fundamentales consagrados a su per­
sona y a su obra, como los de Rémi Hess (1988) o Hugues Lethierry (2009),
en otros textos complementarios que servirán para ilustrar y completar la
información aportada, así como en conversaciones mantenidas de forma
directa con Mario Gaviria o por vía epistolar con Nicole Beaurain, realiza­
remos ahora un recorrido por los principales hitos de su vida personal e
intelectual con el objeto de situar al lector ante esta enorme figura, testigo
y protagonista, como se ha dicho, del siglo xx corto.
Lefebvre nace un 16 de junio de 1901 en la localidad de Hagetmau, en
el departamento de Las Landas, en el seno de una familia perteneciente a
estratos sociales medios15 que combina un cierto fanatismo religioso por
parte de su madre y una actitud más liberal por parte de su padre. Duran­
te sus primeros años reside en diferentes ciudades francesas. Debido a
una grave pleuresía («una estúpida enfermedad occidental» dirá) debe
interrumpir sus estudios en el Lycée Louis-le- Grand de París y su prepa­
ración para ingresar en L' É cole Polytecnique con el objeto de formarse
como marino. Es entonces cuando, con dieciocho años, se traslada a Aix­
en-Provence a estudiar Derecho y Filosofía bajo la tutela de Maurice
Blondel, profesor que tendrá una fuerte influencia intelectual en Lefeb­
vre, sobre todo en una dimensión religiosa (estudian a San Agustín y en
p articular el libro x de Las confesiones), tan relevante para él debido al
rigor materno en este ámbito y al progresivo descubrimiento del amor y
los problemas y tensiones que ello le generaba. Respecto al peso de este
últi mo elemento es su vida, baste decir que Lefebvre afirmó haber consi­
derado solo tres únicas realidades: la de la filosofía, la del partido y la del
am or.

Como recuerda el historiador británico Perry Anderson, existe una coincidencia en los oríge­
nes sociales (medios y medios altos) de los principales pensadores del marxismo occidental:
«Lukács era hijo de un banquero; Benjamin, de un marchante; Adorno, de un comerciantes
de vinos; Horkeimer, de un fabricantes textil ; Della Volpe, de un terrateniente ; Sartre, de un
oficial de la Marina; Korsch y Althusser, de directores de banco; Colletti, de un empleado
bancario; Lefebvre, de un burócrata, y Goldman, de un abogado. Solamente Gramsci se crió en
u nas condiciones de verdadera pobre za» (Anderson, 2012 [1976] : 37).
24 I O N M A R T Í N EZ L O R E A

Antes de llegar a Aix-en-Provence, Lefebvre ya había leído en la ado­


lescencia a Nietzsche y a Spinoza, lo que supuso para él el descubrimiento
de dos dimensiones básicas en la elaboración de su pensamiento: lo vivido
y lo concebido. Después vendrán las lecturas de Schopenhauer y Schelling.
A los veinte años llega a París nuevamente y se diploma en Filosofía por
La Sorbona. Estas idas y venidas entre distintas ciudades secundarias y
París representan algo que marcará su vida, a saber, su condición periféri­
ca y su amor-odio a la capital:

Que París se crea el ombligo del mundo me ha irritado siempre. Aunque


haya hecho mis estudios [allí), sigo siendo provinciano. Soy periférico.
Después de la Primera Guerra Mundial, se percibía que la «mundializa­
ción» comenzaba, que el destino del mundo y de la guerra no se había de­
cidido en París, sino en Washington, Londres, Moscú. Jamás he aceptado
el «parisinismo», aunque participé inmediatamente en la creación de la
llamada vanguardia (1976 [1975]: 34).

Allí, en París, entra en contacto con un grupo de j óvenes estudian­


tes (Pierre Morhange, Norbert Guterman, George Politzier, George
Friedmann y Paul Nizan), con quienes fundará la revista Philosophies
(1924-1925), en lo que Lefebvre describe como un relevante ej ercicio
de concreción de sus múltiples inquietudes y de oposición a otras pu­
blicaciones existentes como Clarté (en la que se encuadra la intelec­
tualidad oficial comunista), pero a la vez como momento de gran con­
fusión ideológica.
La década de 1920 supone el inicio de sus contactos con Dadá y con el
surrealismo. Sobre Dadá escribe un notable artículo en Philosophies que le
granjeará la amistad de algunos de sus más relevantes representantes y en
particular del rumano Tristan Tzara. Contacta también con André Breton,
Max Jacob, Louis Aragon y Paul É luard. Con este último mantiene una
relación más estrecha, en un clima general de fuerte desconfianza hacia
Lefebvre entre las posiciones de vanguardia ejemplificada por la actitud
de Breton. No obstante, nuestro autor reconoce la influencia que tuvo
Breton en su acceso a las lecturas de Hegel inicialmente y después de
Marx:

Ya no sé en qué momento me convocó Breton a su casa para someterme a


examen, que en cierta medida, me recordó el sufrido unos años antes en
casa de mi eventual «suegro» [ .]. «¿Qué ha leído usted?». No me atreví a
..

contestar que había leíd o y que apro baba a Nietzsche, porque esto me
planteaba dificultades respecto al problema de Dios, en fin, con Dios como
Problema [...]. Mostrándome sobre su mesa una mala traducción de la Ló­
gica de Hegel hecha por Vera, pronunció despectivamente una frase del
estilo de: «¿Es que no ha leído ni esto?». Unos días más después comenza­
ba la lectura de Hegel que me condujo a Marx (1976 [1975]: 47).
P R E S E N TA C I Ó N 25

Las controversias entre e l grupo Philosophies y e l surrealismo lleva­


ron a la búsqueda de una mayor concreción filosófica y política por parte
de Lefebvre. Tras la Primera Guerra Mundial se plantea la necesidad de
crear una nueva realidad, la cual perecía emerger solo con nombrarla. To­
dos buscaban su palabra para cambiar la vida. La problemática de la len­
gua está muy presente desde el origen de Dadá. El surrealismo, por su
parte, plantea ese cambiar la vida a través de la poesía. El empobrecimien­
to de la vida cotidiana, sobre el que Lefebvre empieza a vislumbrar su re­
levancia en la sociedad occidental, sería afrontado por el surrealismo a
través de la «acción poética». Por su parte, para Lefebvre y el grupo de fi­
lósofos cambiar la vida cotidiana requiere de un proceso revolucionario.
La relevancia del surrealismo como cuestionamiento de la realidad exis­
tente y como necesidad de definirla de otro modo y cambiarla, aunque
considerada como limitada por parte de Lefebvre, resulta un paso impres­
cindible en su pensamiento. En este contexto se explica la fundación de la
revista L'Esprit (1926-27) como respuesta a las posiciones filosóficas más
asentadas, pero también en favor de una apuesta intelectual por la acción
(revolución política) más allá de la dimensión estética jugada por el su­
rrealismo (revolución a través de la poesía).
Entre 1926 y 1928, Lefebvre experimenta un paréntesis vital e intelec­
tual: realiza el servicio militar. En ese momento comienza su interés por
la estrategia militar. Por entonces tiene ya dos hijos y en 1928 nacerá el
tercero16• Trabaja como operario en la factoría de Citroen del Quai de Ja­
vel y como taxista, lo cual, dirá, tendrá una influencia importante para su
abordaje y comprensión de la dimensión espacial. Un grave accidente en
el taxi le hace dejar este empleo y centrar sus esfuerzos en la docencia. En
ese año de 1928 ingresa en el Partido Comunista Francés junto al grueso
de sus colegas del grupo de filósofos, de los que progresivamente se irá
distanciando. Algunos de ellos pasan a ser intelectuales del partido, como
Nizan o Politzier. Mientras profundiza en sus lecturas de Marx, Engels y
Lenin, ahonda en el materialismo dialéctico y mantiene una posición difí­
cil dentro del partido: de oposición interna, pero de disciplina de cara al
exterior. Es el momento en que se afianza la estalinización del movimien­
to comunista internacional en torno a los PC's. En este sentido, vale la
pena recordar las palabras del historiador británico Perry Anderson:

El campo para la actividad intelectual dentro del marxismo se había redu­


cido mucho dentro de las filas de los partidos comunistas europeos. Sólo
Lefebvre mantuvo un nivel y un volumen relativamente elevados de pro­
ducción escrita y la fidelidad pública al PCF. Pudo hacerlo mediante una
innovación táctica que más tarde se haría característica de los teóricos
marxistas posteriores en Europa occidental: dar al César lo que es del

'"
Recordemos que Lefebvre tendrá seis hijos: Jean-Pierre, Joel, Roland, Janine, Olivier y, fi nal­
mente. Armelle.
26 I O N M A RT I N EZ L O R E A

César, es decir, una lealtad política combinada con una labor intelectual lo
suficientemente disociada de los problemas centrales de la estrategia re­
volucionaria como para escapar al control o la censura directos. Los prin­
cipales escritos de Lefebvre de los años treinta fueron sobre todo de carác­
ter filosófico, con un nivel de abstracción que le permitía mantenerse
dentro de los límites de la disciplina del partido. La publicación de su obra
más importante, El materialismo dialéctico, retrasada durante tres años
después de su conclusión, fue recibida con recelos oficialmente; por su
tono y sus preocupaciones, se la puede situar entre la obra anterior de
Lukács, de carácter directo, con sus apelaciones explícitas a la «historia»,
y la obra contemporánea de Horkheimer, de carácter evasivo, con sus ape­
laciones cada vez más escurridizas a la «teoría crítica». Lefebvre, aunque
leído por Benjamín (con quien compartía la simpatía por el surrealismo)
en París, permaneció internacionalmente aislado a fines de los años trein­
ta; dentro de Francia, su caso era único (Anderson, 2012 [1976]: 50)17•

Mención especial merece la fundación de la revista Revue Marxiste en


1929. Esta revista viene a sustituir a L'Esprit y su recorrido apenas llega al
año. Lefebvre señala en sus memorias a Nizan y a Politzier como respon­
sables de filtrar supuestas actividades desleales con el PCF desde el grupo
que componía la revista. De este modo, la revista es suspendida y se expul­
sa del partido, entre otros, a Guterman y a Morhange. Para Lefebvre esta
publicación representaba un reducto de libertad intelectual, alej ada del
economicismo al que se iba reduciendo la mayor parte de la producción
marxista. Y su abrupto final ejemplifica también el férreo control al que
sometía la dirección del partido cualquier disensión que pudiera adquirir
un mínimo impacto en el campo político y académico.
En el cambio de década de 1920 a 1930, Lefebvre confirma su carácter
periférico y disidente dentro del partido a través de dos evidencias. Por un
lado, se aleja físicamente de París y del círculo de amistades que frecuen­
taba. Esto le lleva a dar clase de filosofía en el Lycée de Privas, al sudeste
del país, y en el de Montargis, en la zona centro del hexágono. Comienza
una actividad política que combina la militancia de base con la realización
de algunos trabajos sociológicos, sin un método definido aún (pero que
servirán de base a posteriores investigaciones), centrados en el sector in­
dustrial. Las relaciones entre el PCF y Lefebvre continúan siendo tensas a
pesar de la nueva situación del autor francés alejado de la centralidad pa­
risina. No puede publicar sin permiso de la dirección y sufre el secuestro
de algunos de sus trabajos. No obstante, sigue negándose a abandonar el
partido.

Además de Anderson, otros autores han abordado desde perspectivas y rigores diferentes este
tipo de posturas de los intelectuales particularmente en el ámbito francés. Es el caso de M i ­
c h e l Winock ( 2 0 1 0 [1997]); Pascal O r y y Jean-Fran �ois Sirinelli (2007 [2002]); Herbert Lott­
man (1982 [1981]) o Tony Judt (1992).
P R E S E N T A C I ÓN 27

Por otro lado, además d e s u trabajo d e militancia d e base y d e investi­


gación sobre el terreno, concentra sus esfuerzos en el trabajo intelectual
a lejado de la oficialidad marcada por el PCF («aislado en el plano teóri­
co», dirá) y aprovecha también para desplazarse al extranjero. De este modo,
viaj a a Alemania, en 1932 y 1935, de donde regresa en la primera ocasión
con una mezcla de fascinación y esperanza por la situación política del
país (no exenta de inquietud por la división entre comunistas y socialde­
mócratas), y, en la segunda ocasión, con una sensación de derrota, perci­
biendo angustia y violencia por doquier (subrayando la vertiente estética
del fascismo). Sus amigos comenzaban entonces a exiliarse. En 1935 viaja­
rá también a Estados Unidos. En este país se reencuentra con Norbert
Guterman que en 1933 se instaló allí tras su expulsión del PCF. Descubre
las primeras obras de la Escuela de Frankfurt, en particular, las de Horkhe­
imer, y lee a Lukács (Historia y conciencia de clase, 1969 [1923]).
Con Guterman emprende una de las labores más destacadas como in­
troductor y divulgador del pensamiento de Marx, pues comienzan a tra­
ducir las obras de juventud del autor de Treveris, en lo que supone un
verdadero descubrimiento para el lector francés. Los primeros fragmen­
tos traducidos aparecen en la revistaAvant-Poste (revista de literatura
y crítica), fundada en 1933 por Lefebvre, Guterman y Morhange, entre
otros. Esta publicación contará solo con tres números y entre los autores
que participaron se encuentra el español Rafael Alberti. La colaboración
con Guterman se extenderá a la labor de traducción de Hegel y Lenin en
Francia. En la revista Avant-Poste Lefebvre vuelca también sus reflexio­
nes, junto a Guterman, sobre el ascenso del fascismo en Francia. Dichas
reflexiones darán lugar a la publicación de La conscience mystifiée (1999
[1936]). Un texto terriblemente incómodo para el partido que lo silenció
cuanto pudo, obteniendo, si las había, críticas del todo destructivas. Así lo
recuerda:

Fui acusado por Politzier de transmitir doctrinas fascistas, cuando La


conscience mystijiée analizaba precisamente la ideología fascista llevada
hasta la mistificación, o sea, hasta la inversión de las relaciones en la socie­
dad. En aquellos días había que respetar la idea de que la clase obrera y su
conciencia de clase permanecían intactas y que esta clase realizaría su vo­
cación eterna y su misión histórica: la revolución en Europa. El fascismo,
Hitler, no serían más que episodios, pues estos regímenes iban a caer in­
mediatamente [...]. En este libro, Guterman y yo intentábamos un análisis
concreto de la situación, demostrábamos cómo la clase obrera no está ais­
lada en la sociedad, dotada del privilegio de la veracidad, mostrábamos
cómo y por qué se puede dejar arrastrar a la mistificación, último extremo
de la ideología (1976 [1975]: 73).

El mismo año de la publ icación de este libro, 1936, el Frente Popular se


alz a con la victoria en las elecciones francesas. Lefebvre vive esta not i c i a
28 I O N M A R T i N EZ L O R E A

con esperanza pero siente la amenaza de la inestabilidad internacional y


del ascenso del fascismo. Entre noviembre de 1936 y marzo de 1937 escri­
be un texto donde aborda el auge de los nacionalismos en el momento de
expansión de los mercados y las comunicaciones: Les nationalismes contre
les nations (1937). En 1938 publica un nuevo texto que logra un cierto im­
pacto, con varias decenas de miles de ejemplares vendidos: Hitler au pou­
voir, hilan de cinq années defascisme en Allemagne (1938). Posteriormente
este libro se incluirá en la lista de publicaciones prohibidas por el régimen
colaboracionista de Vichy (la Liste Otto). Durante los años finales de la
década de 1930, lee a Car! von Clausewitz, una de las figuras más impor­
tantes de la historia y la teoría militar moderna (De la guerra, 1998 [1832]),
y retoma su lectura de Nietzsche, a quien pretende rescatar de las adulte­
raciones que ha sufrido con el auge de los fascismos y con el rechazo pro­
movido por el marxismo oficial. Realiza así una lectura propia publicada
originalmente en 1939 (Nietzsche, 1972 [1939]). Ese mismo año publica El
materialismo dialéctico un libro que en palabras de Perry Anderson supo­
ne el primer intento relevante que asume el pensamiento de Marx (1980
[1932]) como un todo, a partir de la reciente aparición (en esa misma dé­
cada de 1930) de los Manuscritos de economía y filosofia, de 1844.
El estallido de la Segunda Guerra Mundial tendrá graves consecuen­
cias para Lefebvre. El Gobierno de Vichy revoca en febrero de 1941 su
plaza como profesor del Lycée de Saint-Etienne, a donde había llegado el
año anterior procedente de Montargis. Es el momento en que accede a la
Resistencia contra el régimen colaboracionista. Durante dos años vivirá
en Aix-en-Provence. De los tres grupos que conforman la Resistencia (de­
pendientes directos de la URSS, dependientes del PCF y dependientes de
la llI Internacional), Lefebvre se inserta en aquel vinculado a la III Inter­
nacional. Por encargo de la misma realiza trabajos de análisis económico
a través de la prensa suiza y alemana. Su dependencia de la llI Internacio­
nal le deparará una situación bien delicada con la disolución de la misma
en 1943. Posteriormente participa en la organización de la Resistencia en
Marsella, a donde Lefebvre se desplaza y desde donde, a pesar de que la
orden del partido era quedarse, ve partir a infinidad de amigos y camara­
das, como André Breton.
En 1943, después de haberse negado a cumplir con una misión de espio­
naje que se le había encomendado, Lefebvre se refugia en los Pirineos, en
Campan, cerca de la ciudad de Tarbes, no muy lejos por tanto de su casa
materna. Allí actúa en la Resistencia de la zona (liberación de Tarbes), sien­
do capitán de las denominadas Forces Fran�aises Combattantes (FFC). Por
petición de George Henri Riviere trabajará en un estudio de la vida de la
comunidad local de Campan a partir del material existente en los archivos
del municipio. Ese trabajo le servirá de base para la investigación de su tesis
doctoral presentada en 1954 (Une république pastorale: La vallée de Cam­
pan. Organisation, vie et histoire d'une communauté pyrénéenne. Textes et
documents accompagnés d'une étude de sociologie historique).
PRES ENTACIÓ N 29

Una vez finalizada la contienda, en 1945 Lefebvre se encuentra en una


situación de gran precariedad. Es entonces cuando el general Gambier,
con quien Lefebvre había realizado el servicio militar, intercede por él y le
propone dar clases de estrategia en la Escuela Militar del Ejército Fran­
c és, en París. Allí se hospeda en casa de un amigo y antiguo alumno en
Montargis, Henri Raymond. A su vez, su viejo amigo Tristan Tzara le faci­
lita el contacto para ejercer como jefe del servicio de transmisiones cultu­
rales de Radio-Toulouse. Pero este puesto no le durará mucho tiempo y
vuelve a un escenario de gran incertidumbre, que en realidad se va a con­
vertir en una constante durante los años siguientes.
En cualquier caso, durante la posguerra Lefebvre adquiere una posi­
ción muy relevante entre los intelectuales del Partido Comunista Francés.
Entre 1945 y 1947 es considerado, en palabras de Rémi Hess, «el filósofo
del partido». Y su figura trasciende los límites del partido y de Francia, a
diferencia de lo que sucedía en la década anterior, como había explicado
Anderson (2012 [1976]). Del interés que suscitaba Lefebvre en ese mo­
mento da cuenta el historiador Eric Hobsbawm al relatar en sus memo­
rias, Años interesantes (2003 [2002]), su relación de amistad precisamen­
te con Henri Raymond:

Durante toda esa década [de 1940] y hasta la trágica ruptura de su matri­
monio, mi base parisina sería el piso más bien sencillo de clase trabajadora
que Henri Raymond y la encantadora Heléne Berghauer tenían en el Bou­
levard Kellerman [ ... ] . El piso compensaba la austeridad del mobiliario con
el chispeante humor de Heléne y con un espectacular tapiz de Lurc;at que
más tarde sería vendido en un momento de penuria económica. Como la
amistad de Henri con el novelista libertino Roger Vailland y el filósofo y
sociólogo marxista Henri Lefebvre, el tapiz era una reliquia de la Resisten­
cia, en la que había ingresado siendo muy joven. (Fue con el fin de que me
presentaran a Lefebvre por lo que cierta joven, a la que había conocido en
un congreso, también con un pasado en la Resistencia, me llevó al piso de
los Raymond) (Hobsbawm, 2003 [2002] : 301).

En 1 946 Lefebvre publica un virulento texto (L'existentialime, 2001


[1946]) en el que sanciona el idealismo y ambigüedad del existencialismo
sartrean o. En 1947 viajará a Hungría, coincidiendo con Lukács y constatan­
do las dificultades de los intelectuales y científicos para desarrollar su acti­
vi dad b ajo la presión estalinista (recuerda el Affaire Rajk, obligado a auto­
incu lparse como traidor siendo después ejecutado), algo de lo que hablará
en e l libro Problemes actuels du marxisme (1970 [1958)). Continúa por tanto
c o n esa postura de crítica interna y cierta autonomía intelectual a la que le
aco mp aña, en palabras de su amigo y colega Edgar Morin (1982 [1959)), la
se rv idu mbre política, por otra parte, marcada con fecha de caducidad.
D os grupos de publicaciones van a ilustrar bien cómo actúa en este sen­
ti do nu estro autor. Por un lado, recordando lo dicho por Perry Anderson
30 I O N M A R T Í N EZ L O R E A

-en su caso referido a la década de 1930-, entre los años 1947 y 1955 Lefe­
bvre publica una serie de trabajos de divulgación de grandes autores fran­
ceses de la literatura en lo que en apariencia es una nueva vía que se aleja de
los cuestionamientos de índole filosófica y política que tanto incomodan al
partido. Escribe así sobre Descartes (1947), Pascal (1949 y 1954), Musset
(1955), Rabelais (1955) y Pignon (1956). Sin embargo, estos trabajos no son
meros «divertimentos» ni ejercicios de simplificación, sino que sirven al
autor para confeccionar una suerte de mapa de los sustratos de la cultura y
el pensamiento burgueses, con el objeto de aprehender mejor la realidad
social, política y cultural de Francia.
Por otro lado, Lefebvre también se convierte en divulgador del pensa­
miento marxista, en una labor que podría pensarse facilitaría su situación
dentro del partido pero que acabaría por reforzar su disidencia interna
hasta hacerla insoportable. Las acusaciones de revisionista, reformista y
burgués irán acompañando la publicación de unos textos que evidencia­
ban y cuestionaban la ortodoxia estaliniana y estructuralista (que separa­
ban al joven Marx del Marx maduro, al Marx «hegeliano» del Marx «ma­
terialista») asumida por el partido. Su objetivo no era otro que ofrecer un
pensamiento marxista vivo, en movimiento, insistiendo en el método dia­
léctico, alejado pues de clausuras dogmáticas. Todavía dentro del partido
(aunque estuvo suspendido de militancia desde 1953) publicará los si­
guientes textos (algunos ya mencionados): Le matérialisme dialectique
(1974 [1939]); Marx et la liberté (1947); El marxismo (1985 [1948]); Pour
connaitre la pensée de Karl Marx (1977 [1948]); Pour connaitre la pensé de
Lenin (1977 [1957]); Problemes actuels du marxisme (1970 [1958]). Ya fuera
definitivamente del partido publicará: Marx (1977 [1964]); Sociología de
Marx (1969 [1966]); El pensamiento marxista y la ciudad (1973 [1972]) y De
l'E tat II. Théorie marxiste de l 'E tat de Hegel a Mao (1976).
Retornando a su experiencia vital, en 1947 se produce su vuelta al
campo educativo, nuevamente como profesor de Filosofía en el Lycée de
Toulouse. Justo un año después, en 1948, accede al Centre National de la
Recherche Scientifique (CNRS) gracias al apoyo de Goerge Gurvitch, a
quien sustituiría, como se ha apuntado antes, en Estrasburgo. En este mo­
mento, Lefebvre centra su trabajo en el ámbito de la sociología rural, estu­
diando la política agraria y las reformas que en este campo se han produ­
cido en la URSS. Señala la cuestión agraria como problema central no
abordado para muchos países y, por ende, considera que debe hacerse un
análisis serio y no dogmático desde la perspectiva marxista. Durante tres
años prepara un «tratado de sociología rural», que se perderá debido al
robo del vehículo donde se encontraba el material destinado al mismo. A
pesar de ello, su ritmo de producción no se detiene, como atestigua la pu­
blicación también en 1947 del que será el primer volumen de su trilogía
Critique de la vie quotidienne (2001 [1947]) .
Respecto a los trabajos de temática rural, al margen de la posterior
versión de su tesis doctoral en forma de libro (La vallée de Campan - Étude
P R E S E N TAC IÓN 31

de sociologie rurale, 1963) y del encargo d e u n texto titulado Pyrénées


(2000 [1965)) para la colección Atlas des Voyages (donde ofrece muchas
de sus vivencias personales), solo logrará publicar tres artículos sobre so­
ciología rural, entre los años 1949 y 1953, y lo hace en la revista que dirige
Gurvitch, Les Cahíers Internatíonaux de Sociologie. Estos tres textos y una
intervención en el Congreso Internacional de Sociología de Ámsterdam
en el año 1956, recogídos todos ellos por Mario Gaviria para De lo rural a
lo urbano (1975 [1970)) son los únicos trabajos, sumados al libro de Cam­
pan y de Pyrenées, que han quedado de este importante periodo centrado
en el estudio de lo rural. Pero su trabajo no se limita a Francia. Durante la
década de los cincuenta es invitado por la Federación de aparceros y tra­
bajadores agrícolas de Toscana a estudiar la cuestión agraria en Italia. Allí
entra en contacto con Emilio Sereni, miembro del PCI, con quien trabaja
sobre la redistribución de la tierra. Es entonces cuando comienza a vis­
lumbrar una teoría del espacio que va a llevarle progresivamente del estu­
dio de lo rural al estudio de un nuevo fenómeno que irá cobrando fuerza
en la segunda mitad del siglo xx: lo urbano.
La situación insostenible que vive dentro del PCF en la década de los
cincuenta va a trasladarse en cierto modo a su posición en el CNRS. Por
un lado, en el partido va a estar suspendido entre 1953 y 1958, cuando es
expulsado definitivamente. Lo recuerda así:

Contrariamente a lo que se ha dicho no fui excluido, sino suspendido, siendo


yo el que ha transformado libremente esta suspensión en exclusión. Tengo
todavía mucho que decir respecto al Partido; durante la guerra, en la Resis­
tencia y después de ella. Quisiera resumir aquí el largo periodo antiestalinis­
ta [.. .]. Si seguí como miembro del Partido después de 1948, fue precisamen­
te porque la lucha ideológica, teórica y política había comenzado en su
interior. La crítica al estalinismo no data de la muerte de Stalin [en 1953], ni
del informe Krutchev al xx Congreso [del PCUS, en 1956]. Poco a poco se
reunían informes. Naturalmente casi todo era ocultado, pero a pesar de todo
llegaban algunas pequeñas revelaciones (1976 [1975] : 88).

En este sentido, Lefebvre señala cómo se había situado en la oposición


i nte rna del partido especialmente con motivo de la controversia entre
«ciencia burguesa» y «ciencia proletaria» en torno al denominado Affaire
Lyssenko, en referencia a Trofim Lyssenko, ingeniero agrónomo y científi­
co oficial del régímen estalinista en cuyos trabajos, del todo inconsisten­
tes y encuadrados en una supuesta «ciencia proletaria», se basó una serie
de intervenciones y planificaciones agrarias en la URSS. El cuestiona­
miento de Lyssenko por parte de Lefebvre le valió ver truncadas varias
p ublicaciones previstas.

Recuerdo haberme p ro nu nciado [...] contra la «ciencia proletaria» en nom­


b re de la lógica. El tratado de Lógica [Lógica formal. Lógica dialéctica (1975
32 I O N M A RT f N EZ L O R E A

[1947])] publicado en las ediciones del Partido había sido retirado de la


circulación a causa de la disconformidad con la línea oficial del mismo, es
decir, la ciencia de clase. El segundo volumen de ese tratado de materialis­
mo dialéctico [...] no se publicó. Yo decía a los responsables: [que] uno y
uno hacen dos es tan verdad o mentira aquí como en Moscú [ .. .] . Una lógica
de clase es absurda [.. .] . Aquí se trata de filosofía, del método, del concepto
y no de trivialidades (1976 [1975] : 90).

Valga recordar que Lefebvre fue un receptor privilegiado del conteni­


do del Informe Kruschev, presentado en el xx Congreso del PCUS. En un
viaje a Alemania (invitado por la Academia de las Ciencias, en Berlín-Es­
te) en febrero de 1956 se le facilita el citado informe donde se denuncian
las prácticas del periodo estalinista. Con estas noticias, Lefebvre vuelve a
Francia donde intenta transmitir la información pero el PCF lo rechaza y
es tachado de traidor. Finalmente, cuando sale del partido en 1958 reivin­
dica su defensa del marxismo y de la revolución así como la necesidad de
renovar el partido desde la base, acentuando el factor democrático frente
al centralismo reinante.
En lo que respecta a su situación en el CNRS cabe decir que en 1953,
justo en el mismo día en que asume su cargo como Maítre de Recherche,
recibe la suspensión de su destino en la institución científica. De este
modo, debe regresar a las clases de filosofía, en este caso en el Lycée de
Laon, en la Alta Francia. En octubre de 1954, pocos meses después de ha­
ber presentado su tesis doctoral, es restituido en su cargo, lo cual no le
garantiza, como era ya costumbre para él, ningún tipo de estabilidad. De
hecho, en el año 1957 una comisión del CNRS amenaza con expulsarlo
alegando «baj a productividad». La respuesta que ofrece Lefebvre es el va­
liosísimo texto ya citado antes (La somme et le reste, 1989 [1959]). Una
suerte de «autobiografía filosófica» en la que a lo largo de sus casi ocho­
cientas páginas ajusta cuentas consigo mismo, con su pensamiento, con
su época y con el partido. Las críticas, especialmente desde el marxismo
oficial, no se harán esperar.

UN PUNTO DE INFLEXIÓN

La Somme et le reste funciona como un punto de inflexión en la trayecto­


ria vital e intelectual de Lefebvre, donde empieza a esbozarse su teoría de
los momentos y la construcción de situaciones y a centrarse en su estudio
de lo urbano. A dicho trabajo se le debe sumar otro pequeño texto que en
cierto modo da entrada a un nuevo periodo, acercándose ya a los sesenta
años, de gran efervescencia y creatividad, donde los deseos y su concre­
ción, la imaginación y la vida cotidiana son objeto central de su reflexión.
Nos referimos a Hacia un romanticismo revolucionario (2012 [1957)). Am­
bos trabajos leídos entre otros por Guy Debord tendrán una gran trascen­
dencia para la posterior fundación d e la Internacional Situacionista (IS),
P R E S E N T A C I ÓN 33

c on siderada como l a última vanguardia del siglo xx (Piernola, 2008 [1972]),


Ja cual en un primer momento tiene en Lefebvre uno de sus referentes
fu ndamentales18• No obstante, y aunque se lo proponen, rechazará incor­
p ora rse a la IS. No desea contar con discípulos ni formar parte de una es­
cu ela o corriente determinada. Así explica su animadversión a la creación
de capillas de discípulos:

Lo he evitado siempre. En Nanterre en 1967, combatí esta tendencia indi­


cando a los profesores ayudantes -Jean Baudrillard, René Lourau y Henri
Raymond- que cada uno diera un curso sobe su propio trabajo, sus pro­
pias perspectivas, y siguiera su propia dirección, innovando una tradición
universitaria, donde los profesores normalmente formaban grupo y capilla
en torno al catedrático. Fuera de la Universidad, en otros medios, tanto en
la É cole des Beaux Arts, Unidad de Arquitectura, como en los diversos mo­
vimientos políticos de oposición al Partido, he evitado entrar a formar par­
te de un grupo. Me horroriza el espíritu de capilla. En él me siento inme­
diatamente asfixiado. Si rompí con los situacionistas fue porque tendían a
construir un grupo cerrado (1976 [1975]: 163).

En todo caso, Lefebvre asume su influencia sobre Debord y la IS así


como reconoce la influencia de Debord en su crítica de la vida cotidiana.
Cabe destacar el fuerte vínculo intelectual y personal que se creó entre
ellos (aunque años después acabará rompiéndose: «una historia de amor
que acaba mal»), el cual fue enormemente estimulante para ambos, y del
que participan también otras figuras destacadas de la IS, como Raoul Va­
neigem o Michele Bernstein. Asimismo entra en contacto con el arquitec­
to Constant, del que cabe destacar el proyecto «New Babylon» y el grupo
CoBrA.
En este periodo que se abre, el de las décadas de los sesenta y setenta,
se producen tres coincidencias relevantes para nosotros: son los años en
que Lefebvre se asienta en la docencia universitaria, en que se encuentra
con Mario Gaviria en Estrasburgo y en que se centra en sus trabajos ins­
critos en lo que podemos llamar el «periodo urbano», dentro del cual hay
que encuadrar la redacción del libro que introducimos. Como ya se ha
apuntado, se traslada a Estrasburgo a enseñar sociología. El germen de la

Basta con revisar los primeros números de la publicación Internationale Situationnsite para
confirmar las reiteradas referencias a Lefebvre. Entre ellas. la cita de La Somme et le reste
que rescata Debord para explicar su «Teoría de los momentos y construcción de situaciones»:
«Esta intervención se reflejaría en el plano de la vida cotidiana en una mejor repartición de
sus elementos y de sus instantes en los "momentos", de forma que intensifique el rendimiento
vital de la cotidianidad, su capacidad de comu nicación, de información, y también y sobre
to do de goce de la vida natural y social. La teoría de los momentos no se sitúa por tanto fuera
de lo cotidiano, sino que se articulará con él uniéndose a su crítica para introducir en ella la
ri q ueza que le falta. Tendrá así que pasar a u na forma nueva de goce particular, unido al total
e n el seno de lo cotidiano, las viejas oposiciones de la ligere za y la pesadez, de lo serio y de la
au se ncia de lo serio» (He nri Lefebvre, La Somme et le Reste). En Internationa/e Situationnsite,
n. º 4, junio de 1960.
34 I O N MARTÍNEZ LOREA

IS hay que situarlo allí. Lefebvre es profesor de alguno de los miembros


que la fundan y tiene una importante influencia sobre ellos (tanto en Es­
trasburgo como en París, a donde sigue vinculado), sobre todo en sus
planteamientos sobre la vida cotidiana y la crítica de la separación de las
dimensiones de lo vivido y lo concebido (Jappe, 2008 [1993]).
Llega a Estrasburgo con ideas innovadoras que no son excesivamen­
te bien recibidas en la universidad. Es el momento en que se evidencia
con fuerza su doble vertiente de filósofo y sociólogo que aboga por si­
tuarse en lo concreto, insistiendo en que la formación del alumnado
debe pasar por los contenidos teóricos pero también por la aplicación
práctica del conocimiento adquirido. Por ello, insiste en una metodolo­
gía que conduzca a un análisis sobre el terreno en clave cualitativa, pero
también hace hincapié en la relevancia de la estadística y se preocupa
por la inmersión práctica y profesional del alumnado. Todas estas cues­
tiones influirán decisivamente en el trabajo posterior de Gaviria, como
se ha señalado antes.
El abandono del CNRS y el tiempo que dura su estancia en la Univer­
sidad de Estrasburgo (1961-1965) coinciden con una nueva serie de pu­
blicaciones: el segundo volumen de la Critique de la vie quotidienne. Fon­
daments d 'une sociologie de la quotidienneté (1997 [1961]), donde ahonda
en la teoría de los momentos y en la búsqueda de nuevas situaciones;
Introducción a la modernidad (1971 [1962]); el ya comentado texto sobre
el valle de Campan (1963); en 1964 publica diversos fragmentos selec­
cionados, j unto a Guterman, de Marx (Karl Marx: <Euvres choisies, vol. I
y vol. 1 1 , 1964) y un texto de divulgación sobe el autor de Tréveris titula­
do simplemente Marx; al año siguiente aparecerá su Metaphilosophie
(1965).
Ciertamente, su periplo en Estrasburgo no supone una desconexión
respecto a París, como lo atestigua la fundación en la capital francesa del
Instituto de Sociología Urbana (ISU) en 1963, que dirigirá desde su inicio.
Compuesto por Nicole Haumont (psicosocióloga), Marie- Genevieve Ray­
mond (demógrafa), Antoine Haumont (geógrafo) y Henri Raymond (so­
ciólogo), el ISU produjo textos fundamentales sobre las formas de vida en
las zonas de vivienda unifamiliar de clase trabajadora (pavillon) o sobre
los equipamientos culturales19•
En 1965, Lefebvre abandona Estrasburgo y comienza un nuevo perio­
do docente en la recién creada Universidad de Nanterre (1964)20• Surgida
de la nada, en un baldío de la periferia oeste de París, rodeada de vivienda
social y chabolas, Nanterre representa la nueva universidad francesa, que
debía acoger en sus edificios con aspecto de fábrica a una nueva población

1'
La Revue franfaise de sociologie dedicó su número 9-2 de 1968 a los trabajos de investigación
del !SU. El prefacio de Lefebvre al L'habitat pavillonnaire (Raymond et al., 1967 (2001]) es de
hecho uno de los textos más destacados recogidos en De lo rural a lo urbano (1975 [1970]).

No será este el último destino universitario de Lefebvre, pues a comienzos de la década de
1970 impartirá docencia en Arquitectura dentro de la Escuela Nacional de Bellas Artes.
P R E S E N TAC IÓN 35

estudiantil que se ha duplicado en Francia durante esa década y que es


dirigida como una empresa industrial, según dirá Lefebvre. Sin embargo,
distingue el ambiente autoritario y represivo que se vive en el conj unto de
J a universidad frente al ambiente mucho más abierto del Departamento
de Sociología:

El Departamento se titulaba oficialmente «Departamento de Sociología».


La misma palabra «sociología» ha originado equívocos. Hay quien tomán­
dola al pie de la letra ha despreciado el departamento entero bajo el pre­
texto de que la sociología contiene una ideología integrada en el capitalis­
mo. Idea no siempre equivocada. De hecho, en el ambiente de Nanterre y
dentro de su Departamento de Sociología el término significaba: teoría
crítica, crítica de la sociedad burguesa [...] . Puedo asegurar que el ambien­
te del departamento era absolutamente excepcional. Todos los viernes, en
mi despacho, celebrábamos una fiesta ayudantes y estudiantes mezclados.
Bebíamos un excelente burdeos que traía una ayudante, Marie- Genevieve.
Naturalmente uno de los asistentes era el alumno Daniel Cohn Bendit.
Para el resto de la universidad había algo anormal en el tono de aquel de­
partamento (1976 [1975] : 113).

De ese periodo es también uno de sus libros más relevantes: La procla­


mation de la Commune (1965). Un trabajo que Lefebvre tenía preparado
años antes pero que por problemas con el coordinador de la colección
aparecerá con retraso. Lefebvre plantea aquí la reflexión sobe la dimen­
sión urbana de la lucha de clases y a su vez lee el fenómeno de la Comuna
de 1871 como una experiencia festiva, una reapropiación festiva del centro
urbano de París por parte de la clase trabaj adora que previamente había
sido expulsada de dicho espacio. Según señala el propio Lefebvre, este
texto habría resultado un estímulo para los estudiantes franceses en los
acontecimientos de Mayo del 68 y particularmente en la decisión de enca­
minarse al centro de la ciudad para localizar allí la protesta.
Sin embargo, este libro también supuso la ruptura definitiva con Guy
Debord y con el resto de miembros de la IS. Y es que Debord y sus colegas
acusan a Lefebvre de la apropiación de una serie de ideas relativas a la
Comuna de París, a la fiesta y a la vida cotidiana, aparecidas en La procla­
mation de la Commune y en un artículo previo de 1962, en el número 27-28
de la revista Arguments («La significatión de la Commune»), fundada
también por Lefebvre, sin hacer referencia alguna a la autoría de aquellos.
Lefebvre les había solicitado unas páginas por escrito donde se concreta­
ran las reflexiones que habían ido generándose en diversos encuentros
e n tre ellos (en jornadas de efervescencia, dirá). Aunque Lefebvre, que
ci e rt am ente no cita a los otros autores, considera que este trabajo es el
res u ltado de una discusión colectiva, desde la IS es acusado de plagio, lo
qu e pro dujo el divorcio definitivo con sus entonces amigos. No obstante,
e l d istanciamiento ya se había ido dando derivado de interpretaciones
36 I O N M A RT Í N EZ L O R E A

divergentes sobre el alcance de los análisis de la realidad de cada uno de


ellos, así como a consecuencia de diversas disputas personales21•
Volviendo a la imparable producción de Lefebvre, destaca la publica­
ción de Le langage et la société en 1966, resultado, recordemos, de uno de
los cursos que impartió en Estrasburgo donde entonces se encontraba Ga­
viria, y Position: contre les technocrates en 1967. Posteriormente, con la lle­
gada del decisivo año 1968, Lefebvre comienza su publicación de trabajos
relativos a la producción del espacio. Hablamos del llamado «periodo ur­
bano», compuesto, hasta ahora (antes de la publicación del trabajo que
presentamos aquí), por seis textos que van a girar fundamentalmente so­
bre el fenómeno de la urbanización de la sociedad, sobre el diseño y go­
bierno de las ciudades, sobre el uso (valor de uso, apropiación) y la mer­
cantilización (valor de cambio) del espacio y el empobrecimiento de la
vida en las ciudades especializadas (habitat vs. habitar). El primero de
esos textos es El derecho a la ciudad (1978 [1968]), publicado apenas unos
meses antes de los acontecimientos de mayo; el segundo se corresponde
con la ya citada compilación preparada por Gaviria, De lo rural a lo urbano
(1975[1970]). Aquí es interesante recordar la presencia de los dos prime­
ros textos donde Lefebvre plantea un análisis del fenómeno urbano: por
un lado, «Los nuevos conjuntos urbanos. Un caso concreto: Lacq-Mou­
renx y los problemas urbanos de la nueva clase obrera», aparecido origi­
nalmente en la Revue Frans:aise de Sociologie de 1960 y, por otro lado,
«Utopía experimental: por un nuevo urbanismo», aparecido en la misma
revista en 1961; posteriormente, el tercero de ellos La revolución urbana
(1972 [1970]) se publica también en 1970; el cuarto será El pensamiento
marxista y la ciudad (1973 [1972]); el quinto, Espacio y política (1976
[1972]), que aparece con el subtítulo de Derecho a la ciudad JI; y, finalmen­
te, el sexto, La producción del espacio (2013 [1974]). Como puede apreciar­
se, son seis libros que se publican entre 1968 y 1974, es decir, en apenas
siete años.
Pero no será su única actividad vinculada a este ámbito, pues también
trabaja como consultor, asesor, se implica en los debates junto a arquitec­
tos y urbanistas sobre las transformaciones urbanas que experimenta
Francia y continúa con su labor como dinamizador de publicaciones es­
pecializadas. En este caso, cabe destacar la fundación junto a Anatole
Kopp de la relevante revista de estudios socioespaciales Espaces et Socié­
tés. Valga decir que en esta revista aparecerán algunos de los artículos o
ideas que luego, convertidos en capítulos, formarán parte de los libros
ahora mencionados. En su primer número (de 1970) escriben, por ejem­
plo, Raymond Ledrut, Manuel Castells o Eric Hobsbawm, mientras que, al
año siguiente, en el segundo número aparece un texto titulado «Le pater­
nalisme urbain» de un tal Marcos Pavia (1971), que no es otro que Mario

Lefebvre había recibido furibundas críticas especialmente en los números 10 y 1 1 de Interna­


tionale Situationnieste.
P R E S E N TA C IÓN 37

Gaviria (1975) firmando bajo seudónimo u n artículo cuya versión resumi­


da en castellano («El paternalismo urbano») apareció en el n.0 72 de la
revista Andalán, lo que le costó a la publicación el secuestro de dicho nú­
mero, siendo Gaviria procesado por delito de injurias al jefe del Estado.
A sus publicaciones hay que sumarle una más en 1968 que ilustra la
vigencia del pensamiento sociológico y filosófico de Lefebvre y su fuerte
impacto en la generación que protagonizó Mayo del 68: La vida cotidia­
na en el mundo moderno (1972 [1968]), un resumen de una serie de cur­
sos que había ofrecido en Nanterre. Junto con los textos de la IS, Lefeb­
vre fue probablemente quien con más lucidez supo captar y denunciar la
banalidad del consumo dirigido, así como la necesidad de atacar y supe­
rar el empobrecimiento de las prácticas de la vida cotidiana. Sin dete­
nerse un instante, a los pocos meses de los acontecimientos de Mayo,
publica un texto redactado en caliente, L'Irruption. De Nanterre au som­
met (1968). En él realiza un diagnóstico de la sociedad francesa del mo­
mento (profundizando en las contradicciones del capitalismo) y una
evaluación de lo acontecido (subrayando la espontaneidad informada y
el carácter lúdico-festivo que tuvieron por momentos las reivindicacio­
nes y las protestas) .
Ya sin el aprisionamiento que le generaba su actividad intelectual en el
interior del partido, Lefebvre trabaja intensamente en la producción de
algunas publicaciones en el marco del pensamiento marxista (citadas an­
teriormente) y se enfrenta enérgicamente al estructuralismo althusseria­
no (Más allá del estructuralismo, 1976 [1971] ; L'idéologie structuraliste, de
1975) que comenzaba a hacer sombra a toda una pléyade de autores, entre
los que estaba Lefebvre, que, a pesar de las limitaciones impuestas desde
el marxismo oficial, había dominado el debate durante las décadas ante­
riores. Tal como apunta Perry Anderson, la publicación por parte de Louis
Althusser en 1965 de Para leer El Capital (2010 [1965]) y La revolución
teórica de Marx (2004 [1965]) sitúa en un segundo plano a autores como
Lefebvre, Sartre o Goldmann:

La innovación y genialidad del sistema althusseriano [que incorpora al


marxismo anti-humanista de Levi-Strauss] eran innegables por derecho
propio [ .]. Rápidamente adquirieron gran prestigio e influencia en la iz­
..

quierda francesa, desplazando a corrientes teóricas anteriores representa­


das no sólo por Sartre, sino también por Lefebvre, Goldmann y otros, y
prácticamente presentes todas en una generación más joven de marxistas
(1986 [1983] : 41).

Languideciendo en parte como pensador marxista de referencia, con­


ti n ú a, no obstante, trabajando en temáticas y perspectivas absolutamente
o r igi nales, ignoradas las más de las veces por la izquierda intelectual y
a c adé mica, la cual comi enza a saltar (especialmente a partir de las déca­
das de 1970 y 1980) del barco estructuralista al, nunca mejor dicho,
38 I O N M A RT f N EZ L O R E A

trasatlántico posestructuralista. En 1970 publica, entre otros, El fin de la


historia (1986 [1970]) y el muy destacable Le manifeste différentialiste
(1972 [1970]); en 1975, el ya conocido Tiempos equívocos (1976 [1975]), que
no es otra cosa que una entrevista convertida en relato biográfico; entre
1976 y 1978, sus cuatro volúmenes sobre el Estado, De l 'Etat y, en 1980, La
presencia y la ausencia (2006 [1980]).
Merece la pena señalar brevemente la posición marginal que Lefebvre
mantuvo en el último tercio del siglo xx en el marco del boom posestruc­
turalista de autores franceses que se produjo especialmente en la univer­
sidad estadounidense y posteriormente, por reflejo, en la universidad eu­
ropea. Ello incluso a pesar de tres puntos que j ugarían a favor de una
mayor centralidad de nuestro autor en este proceso: en primer lugar, du­
rante los últimos años de la década de los setenta comienza un intenso
periplo viajero que en diversas ocasiones le lleva a Estados Unidos, lo cual
le permite difundir su pensamiento con mayor facilidad; en segundo lu­
gar, no se abstrae del estudio de temáticas clave en este ámbito como es el
lenguaje o el cuerpo; y, en tercer lugar, su discurso posee un nivel de abs­
tracción lo suficientemente elevado para encontrar receptividad en el
amplio y agradecido caldero de la French Theory. A pesar de ello, Lefebvre
no termina de cuaj ar. É l tampoco lo busca. De hecho, como recuerda An­
derson (1986 [1983]), Lefebvre se mantiene imperturbable a los vaivenes
de las modas teóricas (aunque toque temas «de moda»). Un dato: en el
crítico ensayo de Franc;ois Cusset sobre la French Theory (2005 [2003])
Lefebvre aparece casi accidentalmente en un par de ocasiones. Nada que
ver con las grandes estrellas del firmamento posmoderno como Foucault,
Derrida, Lacan o Lyotard, así como su amigo Roland Barthes o su antiguo
alumno Jean Baudrillard, profusamente citadas, dando la medida de su
centralidad en tal escenario.
No obstante, es necesario recordar que, a pesar de haber quedado en­
sombrecido frente al resplandor de los grandes figurones de la French
Theory o frente a los nombres que se evocan cuando, por ejemplo, se hace
referencia a Mayo del 68 (Sartre, Marcuse, etc.), Lefebvre ha sido reivin­
dicado, también desde el contexto anglosajón, en un ámbito más específi­
co: el de la producción espacial. Al calor del denominado «giro espacial»,
y particularmente en el marco de las facultades de Literatura y Geografía,
Lefebvre ha adquirido una considerable relevancia desde finales de la dé­
cada de los ochenta. En casos, esto ha llevado a interpretaciones no dema­
siado alej adas del oscurantismo y la abstracción especulativa -en la que
se movía buena parte del posestructuralismo- donde los autores toman a
Lefebvre para afirmar una cosa y la contraria, como apuntan Busquet y
Garnier (2011) y donde, de esta forma, nuestro autor puede quedar a la vez
como un reformista y un revolucionario, como un radical moderno y como
un posmoderno. Sin embargo, en otros casos, Lefebvre ha sido el sostén de
muy valiosas propuestas desde distintos prismas, que sitúan el estudio de
los conflictos sociales, políticos, económicos y culturales desde el ámbito
P R E S E N T A C IÓN 39

espacial y las posibilidades que s e abren a l asumir e l espacio como u n es­


cenario vivo, cambiante, sobre el que intervenir. Es el caso de autores
como Doreen Massey (1994, 2005), David Harvey (1990 [1989] , 2003
(2003] , 2007 [1977] , 2018 [1996])22, Edward Soj a (1996, 2008 [2000]) o
Fredric Jameson (1996 [1991], 1999 [1998]). Otra recepción e interpreta­
ción relevante de la teoría del espacio de Lefebvre la encontramos en au­
tores como Neil Smith (1984, 1998), Neil Brenner (2004) y Stuart Elden
(2003), quienes conjuntamente introducen algunos textos de Lefebve
(Brenner y Elden, 2009), Andy Merrifield (2006) o Rob Shield (1999).
Volviendo la vista a los lectores en lengua castellana, es importante
recordar la recepción que tendrá Lefebvre particularmente en las déca­
das de 1960 y 1970, tanto en su condición de pensador marxista, gracias
a las tempranas traducciones realizadas especialmente desde México,
Argentina y España, como, en su condición de teórico del espacio, gra­
cias, claro es, a la apuesta que hace Gaviria por traducir sus textos de
temática urbana apenas han sido publicados originalmente en francés.
Bien es cierto que la influencia de Lefebvre comienza a menguar, sobre
todo en los ámbitos más cercanos a su planteamiento sobre la produc­
ción del espacio (geografía, arquitectura, urbanismo, sociología) en la
década de 1990, justo cuando va a hacerse cada vez más presente su teo­
ría en la academia anglosajona. En este sentido, tras años de desaten­
ción, asistimos a un resurgir de interpretaciones de la teoría de Lefebvre
en lengua castellana23• Sin duda, esto tiene que ver con el impacto alcan­
zado por algunos de los autores anglosaj ones citados, en el ámbito aca­
démico español y latinoamericano, quienes a través de su recepción en
lengua original o mediante las sucesivas traducciones de sus obras se
han convertido en referentes permanentes durante los últimos años.
Véase el caso particular de David Harvey. A este respecto cabe realizar
una consideración: la ausencia en más casos de los debidos de una pre­
vención frente al vicio recurrente en el campo docente e investigador de
asumir acríticamente los planteamientos de los autores más relevantes,

El caso de David Harvey supone una excepción temporal pues se nutre de los textos de Lefe­
bvre antes que otros autores y hace referencia a los mismos de un modo más temprano. Véase
Ciudades rebeldes. Del derecho a la ciudad a la revolución urbana, Madrid, Akal (2013 [2012]).
l.'
Valgan de ejemplo las traducciones y reediciones que se están realizando (La producción del
espacio en 2013 y El derecho a la ciudad en 2017, ambas en la editorial Capitán Swing), así
como otras i nteresantes publicaciones monográficas a un lado y a otro del Atlántico: la revis­
ta Veredas (Universidad Autónoma Metropol itana de México) dedica a Lefebvre un dosier
coordi nado por Daniel H iernaux-Nicolas e n su número 8 de 2004; la revista Urban (Univer­
sidad Politécnica de Madrid) dedica también al autor francés su número 2 (nueva serie) de
2011-2012, coordinado por Á lvaro Sevilla Buitrago; desde l a Pontificia U niversidad C atólica
de Chile, Carlos A. de Mattos y Felipe Link coord i na n e n 2015 el ejemplar titulado Lefebvre
revisitado: capitalismo, vida cotidiana y el derecho a la ciudad; fi nalmente, desde la U niversi­
dad Alberto Hurtado también de Chile, Fuente: Ivo Gasic, Angelo Narváez y Rodolfo Quiroz
coordinan igualmente en 2015 Reapropiaciones de Henri Lefebvre: Crítica, Espacio y Sociedad
Urbana. Han sido también numerosos los seminarios, jornadas y encuentros dedicados parti­
cularmente a la re lectura de El derecho a la ciudad, coincidiendo con el c i ncuenta a niversario
de su publicación origi nal e n 1968.
40 I O N M A R T f N EZ L O R E A

olvidando pasar sus análisis por el tamiz y la comparativa de la propia


realidad que pretende estudiarse. No está por ello de más apelar al «aná­
lisis concreto de la realidad concreta» de Gaviria a la hora de proponer
un estudio inspirado en Lefebvre o en sus posteriores intérpretes. Val­
gan de ejemplo, pasados también por el tamiz de los cambios espaciales
y temporales habidos en estas décadas, los trabajos antes referidos del
autor navarro.
Tras este paréntesis centrado en la recepción de sus trabajos relati­
vos al «periodo urbano» nos acercamos ya al final de su periplo vital . Su
jubilación le ha permitido viajar y disfrutar del descanso, del mar Medi­
terráneo y de la intensa vida de Be.n idorm. Allí colabora con Gaviria,
interviene en el seminario que este ha trasladado desde Madrid, realiza
pequeñas aportaciones como consultor o encargos de más calado como
el texto que presentamos, Hacia una arquitectura del placer. Aún le que­
dan algunos materiales por publicar: entre ellos, trabajos de autoría conjunta
como los que escribe con su última mujer, Catherine Régulier, La révo­
lution n'est plus ce qu'elle était (1978), y el fundamental «Le projet ryth­
manalytique» en la revista Communications (1983); el cierre de su trilo­
gía de la crítica de la vida cotidiana, Critique de la vie quotidienne III. De
la modernité au modernisme (1981) o una entrevista realizada por Patri­
cia Latour y Francis Combes (Conversation avec Henri Lefebvre, 1991)
pocos meses antes de su fallecimiento el 29 de junio 1991, aunque publi­
cada ya póstumamente.
A punto ya de cumplir los noventa años nuestro autor recibe un duro
revés. Paradój icamente, a alguien que había estudiado y escrito como po­
cos sobre la vida de las ciudades y que particularmente disfrutaba y ama­
ba (por otra parte, recordemos, tanto como odiaba) la ciudad de París,
ahora esta le daba la espalda, lo derrotaba y lo expulsaba. Lefebvre, que
disfrutaba de su vida en el céntrico apartamento de la Rue Rambuteau,
del Distrito 1 , que gozaba de lo que veía, oía, olía, tocaba, comía y bebía,
que sentía el placer de escribir, de amar, de reunirse, de estar solo, de los
paseos, de perderse, de marcharse y del volver allí, se vio privado de todo
ello porque simplemente no logró que su contrato de arrendamiento fue­
ra renovado. Una broma de mal gusto si no fuera porque a él y a su mujer
les tocaba padecer lo que a tanta gente en las ciudades: se le sustraía su
derecho a la vivienda y con él su derecho a la ciudad. Mario Gavirira rec
cordaba que había intentado mediar y contactar con algunos amigos co­
munes para evitar tal situación sin lograrlo. En este caso, la ciudad sepa­
raba más que unía. Encarnando la hostilidad de quienes comercian con
ella y de quienes se sienten ajenos al apoyo entre iguales, la ciudad lo
echaba. Y Lefebvre volvía a convertirse en lo que siempre se sintió, un
periférico. Regresaba, inevitablemente, como siempre, a la Maison d'Arrac,
a su casa de Navarrenx. Ahora, definitivamente. Allí pasaría su último año
de vida. Seguiría trabaj ando, escribiendo, paseando, disfrutando también
de la vida.
p R E S E N TAC I Ó N 41

HACIA U N ESPACIO DEL PLACER A TRAvÉS D E UNA ARQUITECTURA


DEL PLACER

La propuesta

Comenzábamos este capítulo d e presentación destacando la relevancia de


Gaviria en la existencia de Hacía una arquitectura del placer. Volvemos
pues al comienzo, cerrando el círculo, de Gaviria a Gaviria, explicando
cómo se gestó este trabajo. Como ya se ha apuntado, el encargo se produce
en el año 1973, en el marco de la investigación que Gaviria está dirigiendo
en Benidorm desde el año anterior, tras haber recibido una beca de la
Fundación Juan March para estudiar las nuevas ciudades españolas del
ocio. Recordemos que se ha desplazado allí desde Madrid a comienzos de
julio de 1972 con un grupo multidisciplinar aglutinado en torno a su Semi­
nario de Sociología Urbana, Rural y del Ocio. Una de sus exigencias es
trasladarse al terreno, lo cual suponía residir en Benidorm e imbuirse de
la vida local. Dicho lo cual, afirmará Gaviria, aquello fue «más que una
obligación, un placer y un privilegio. Benidorm es un excelente lugar para
vivir y trabaj ar» (Gaviria, 1977: 13).
Siempre hubo en Gaviria un gusto por la provocación, por generar des­
concierto, y esto sucedía, cómo no, también en su defensa y reivindicación
de Benidorm. Sin embargo, su amor por esta localidad era completamente
sincero y también informado (aunque no exento de contradicciones): él
veía un espacio del placer basado en una localización inmejorable (lati­
tud, orientación y orografía contribuían a una climatología excelente), un
urbanismo que reducía el impacto medioambiental (bajo consumo de
suelo, menor uso del vehículo privado, creciente control del uso y calidad
del agu a) y que fomentaba el encuentro entre extraños (por la compaci­
dad y alta densidad de edificación así como por la gran concentración de
locales de hostelería y ocio: bares, restaurantes, pubs, etc.) y, claro es, una
gran playa de alta calidad de arena, muy cuidada desde instancias munici­
pales. De algún modo, esto también atrajo a Lefebvre quien, como ya se ha
dicho, pasará varias temporadas en la zona junto a su entonces compañe­
ra Nico le y su hij a Armelle, así como también junto a su hijo Olivier, fruto
de un matrimonio anterior. Su atracción por la zona llegó a tal punto que
acab ó c omprando una casa en la vecina localidad de Altea. Allí firmará,
p or ejem plo, el prólogo al Libro negro sobre la autopista de la Costa Blanca
(Gaviria, 1973).
Más allá o, mejor dicho, a la par que captar y gozar de la parte lúdica de
Ben ido rm y la Marina Baixa, Gaviria era consciente de las consecuencias
s ocioe spaciales del turismo de masas. De hecho, ya en el año 1969 había
h abl ado del «Urbanismo del ocio» en España, un trabajo que luego reco­
ger ía en su Campo, urbe y espacio del ocio (1971), donde se señalaba las
c o ntradicciones sobre las que se asen taba el modelo turístico español
p l anteadas entre espacio del trabajo y espacio del ocio; entre espacio
42 I O N M A R T f N EZ L O R E A

urbano carente de servicios básicos (especialmente en las periferias cre­


cientes) y espacio turístico sobredotado de infraestructuras; entre ausen­
cia de viviendas principales en las ciudades y existencia de viviendas
secundarias vacías durante diez meses al año; entre la conformación de
espacios bellos y estimulantes para los turistas (sobre todo extranjeros) y
el deterioro de los valiosos centros urbano;, o entre el superdesarrollo de
la costa y el subdesarrollo del interior. Asimismo, presta especial atención
a los límites ecológicos del crecimiento de la ciudad de Benidorm inci­
diendo en los riesgos que entraña, más que la contaminación de sus aguas
(menor que en otras importantes ciudades turísticas como Salou o Torre­
molinos), la escasez de agua potable (Gaviria, 1977). Igualmente destaca
las difíciles condiciones laborales sobre las que se sostiene el «milagro»
económico español:

Todo el «milagro» económico del país encuentra su razón de ser en la acti­


tud y en los actos de la población trabajadora [ ... ]. Esa población laboral
excedentaria que, soportando sobre sí todos los defectos estructurales de
la industria turística del país, hace posible su existencia. Un testimonio
sobe los «braceros del ocio». La expresión anterior es algo más que un pre­
texto literario. Las notas que caracterizan el trabajo del bracero en el me­
dio rural son, asimismo, definitorias del realizado por la gran masa laboral
de los servicios turísticos: eventualidad, falta de formación profesional y
dureza (Gaviria, 1974: 153).

En todo caso, las preocupaciones de Gaviria en el ámbito urbanístico,


laboral o medioambiental no suponen una negación del modelo turístico
sino un «perfeccionamiento crítico» del mismo. Dicho de otro modo, ape­
la a un control sobre la edificación (y la especulación a ella vinculada) y
sobre los costes sociales y ecológicos de este tipo de urbanización24• La
clave estaría en buena medida en romper con la producción neocolonia­
lista del espacio (Gaviria, 1974), que partiendo de la profundización en la
utilización del espacio como objeto de consumo se asienta en la extrac­
ción de las rentas por parte de los agentes turísticos e inmobiliarios ex­
tranjeros. Derivado de ello, reclama controlar los recursos naturales, cul­
turales, históricos por parte de los actores locales de un territorio que
resultaba para Europa imprescindible por lo difícilmente sustituible de
sus características turísticas: «España es una primera potencia turística
mundial que puede permitirse una estrategia propia en la escena turísti­
co-espacial internacional» (Gaviria, 1974: 354).

Hay que subrayar que Gaviria en todo momento está pensando en un urbanismo compacto y
denso que fomente la mezcla de usos, con el menor impacto posible sobre el territorio (asu­
miendo u n impacto visual que para él tendría sobre todo una dimensión subjetiva), exigiendo
los menores y más eficientes consumos de recursos. Igualmente, destaca la importancia de los
hoteles (con uso mucho más intenso) frente a los apartamentos particulares (util i zados en las
mejores épocas dos meses al año) .
P R E S E NTAC IÓN 43

Dirá Gaviria que los nuevos espacios del ocio y del turismo son cierta­
m ente lugares especializados, artificialmente confeccionados para incidir
en una dimensión aislada de la vida social, donde se busca deliberada­
mente la obtención del placer, pero que, sin embargo, tienen la capacidad
de atraer a los visitantes debido a la confluencia de las características di­
fícilmente replicables de su medio natural y social y ausentes, nunca me­
jor dicho, en otras latitudes. Muchas de estas ciudades son descritas por él
como la apoteosis de la «fiesta dionisíaca», con un bello entorno natural,
gran número de horas de sol, agradable temperatura de sus aguas, abun­
dancia de alcohol y estimulantes y facilidades para las aventuras eróticas
(Gaviria, 1971).
Sin embargo, asume que del mismo modo que el sector turístico no
puede concebirse al margen de las dinámicas económicas globales ni, por
tanto, de las propias dinámicas económicas de un Estado, el urbanismo
del ocio tampoco puede ser abordado sin tener en cuenta el conjunto del
desarrollo urbano y urbanístico de una sociedad concreta. De hecho -y
aunque esto se produzca desde un análisis, como casi siempre en Gaviria,
netamente optimista, cuando no eufórico-, piensa que el espacio del
ocio, como especialización de la búsqueda de placer, sirve en parte como
laboratorio desde el cual pensar y éjecutar otro urbanismo para el conjun­
to de las ciudades. En términos claramente lefebvrianos, evocando a He­
gel, apuntará:

La ciudad es la más bella obra de arte de la Humanidad, en la que el espa­


cio central tenía la máxima calidad lograda por el hombre y en la que el
tiempo tenía su máxima utilidad [.. .] . Sigue siendo lugar de producción,
información, decisión y acumulación de capital, pero va perdiendo la cali­
dad de la vida cotidiana de los que en ella residen (Gaviria, 1971: 166).

Inicialmente las clases dominantes y luego, con el turismo de masas,


los estratos sociales medios y populares, buscan salir de la ciudad, espacio
de la cotidianidad empobrecida y subordinada al tiempo de trabajo y del
automóvil, en busca de mejores condiciones de forma temporal o perma­
nente: buen clima, condiciones espaciales agradables. El urbanismo y la
arqui tectura formal tienden a cuidarse más en las nuevas ciudades del
o cio qu e en las ciudades existentes: se buscan las vistas al mar y al paisaje
Y se p rofundiza en la sensorialidad y en lo lúdico.

Parece evidente que vaya a producirse lo que pudiera a llamarse un «retor­


no cósmico», es decir, la Humanidad comienza a valorar el contorno tras
dos siglos de industrialismo y productivismo. Las exigencias que tiene
quien compra un apartamento o un piso en la playa son muy superiores a
las exigencias que tendría al comprarlo en la ciudad, al menos en cuanto a
su inmediatez al agu a y sus condiciones de vistas, etc. Esta es la causa por
la que puede ser interesante seguir de cerca las realizaciones de tipo
44 I O N M A R T Í N EZ L O R E A

urbanístico, ya que se suelen hacer más esfuerzos que en los proyectos de


tipo urbano convencional (barrios nuevos periféricos, por ejemplo) (Gavi­
ria, 1971: 167).

Por tanto, siguiendo a Gaviria, de un lado, el espacio del ocio interpe­


laría al espacio urbano convencional y pondría de manifiesto las carencias
de lo lúdico, del juego, del goce, del entretenimiento y de las satisfaccio­
nes cotidianas en la ciudad industrial, su pérdida y la necesidad de recu­
perarlas. Algo parecido a lo que haría el espacio festivo -suspensión de la
rutina, impugnación del orden cotidiano, apropiación lúdica, ensayo de
un orden-desorden diferente al existente- dentro de la propia ciudad,
como puso de manifiesto en El espacio de la fiesta y la subversión (García
Tabuenca, Gaviria y Tuñón, 1978) ejemplificado por las fiestas de San Fer­
mín en Pamplona. Pero, de otro lado, supondría un modelo más perfeccio­
nado de mercantilización del espacio, apoteosis del consumo del espacio
y del espacio de consumo en tanto que «parque de recreo de los europeos»
(Gaviria, 1974: 353). En medio, los usuarios, prestos a gozar del espacio
turístico -de esas «periferias del placer», que dijeran Turnes y Ash
(1991)- lo que supondría su inserción en las lógicas de reproducción de la
fuerza de trabajo:

Resulta altamente rentable disponer de países soleados y baratos en que


los países industriales europeos puedan reproducir su fuerza de trabajo.
Los operadores turísticos ya han subido los precios, y los seguirán subien­
do hasta que entren en contradicción con la estrategia y los objetivos de los
gobiernos europeos, que desearían una mano de obra relativamente satis­
fecha de sus vacaciones que les compensen las frustraciones de la vida co­
tidiana (Gaviria, 1974: 75).

Por tanto, las contradicciones de este tipo de espacios están servidas y


Gaviria se movía en ellas, entre la crítica profunda a las ciudades turísticas
como soportes reproductivos de las dinámicas de producción capitalista y
las propuestas reformadoras de regulación del negocio, entre la denuncia
por el riesgo de deterioro medioambiental y el pragmatismo y voluntaris­
mo de un «se hace lo que se puede» y «Se va haciendo cada vez mejor». En
todo caso, no podrá cuestionarse el carácter pionero y ambicioso del pro­
yecto (enmarcado, recordemos, todavía en el escenario político del fran­
quismo), detectando las posibilidades del negocio turístico pero también
subrayando las graves consecuencias sociales y ecológicas que podría aca­
rrear de mantenerse sin control ni planificación por parte de administra­
ciones, trabaj adores, vecinos y usuarios.
Es justo en este contexto en el que Gaviria plantea a Lefebvre una re­
flexión propia sobre la arquitectura del placer. No tanto encuadrada en la
crítica de las dinámicas funcionales de reproducción de la fuerza del tra­
bajo como en la búsqueda de una experiencia liberadora y gozosa aún e n
P R E S E N TACIÓN 45

una sociedad profundamente desigual. N o entendida, pues, como una


mera evasión de la realidad cotidiana sino como la expresión del derecho
al placer aquí y ahora. Este planteamiento coincidía perfectamente con la
crítica lefebvriana a toda una corriente de pensamiento, muy presente
justamente en la de izquierda de la época que, como apunta Stanek (2011,
2014), sospechaba de cualquier búsqueda de disfrute que no se pospusiera
a la superación de las contradicciones de la sociedad capitalista. En este
sentido, desde una crítica al marxismo dominante se pregunta Lefebvre
«¿no denunció acaso [Marx] al ascetismo y la sequedad de un materialis­
mo más abstracto que el idealismo, que discurre sobre la vida ignorando
Jo vivido?» (2006 [1980] : 10).
A Lefebvre, quien evidentemente se sabía inspirador de buena parte
del trabajo y las reflexiones propuestas por Gaviria, le atrajo el proyecto y,
evidentemente, recogió el guante lanzado por su amigo y discípulo. Sin
embargo, como señalara con ironía y afecto Gaviria, «hizo lo que le dio la
gana», alej ándose por tanto de la propuesta original enfocada ante todo
hacia las experiencias cercanas, que estaban viviendo en la costa medite­
rránea en ese momento. Nicole Beaurain, compañera de Lefebvre, tam­
bién socióloga y colaboradora imprescindible en este periodo25, recuerda
haber trabajado muchísimo con él sobre este texto durante el año 1973 y
justifica la distancia entre la petición de Gaviria y el trabajo desarrollado
por Lefebvre sobre todo apuntando al origen de la investigación de Gavi­
ria y al perfil más empírico y pragmático del navarro quien buscaba res­
puestas para su «utopía concreta» de esos espacios del placer, con pro­
puestas y ejemplos cercanos y mucho más precisos. No hay que olvidar
que el encargo de Gaviria forma parte del proyecto financiado por la Fun­
dación Juan March y que se desarrolla en estrecha colaboración con el
Ayuntamiento de Benidorm. No obstante, podría decirse que sabiendo
que estaba solicitando el trabajo a un filósofo, no esperaba, claro es, un
mero informe de consultor, aunque sí percibió que Lefebvre redactaba un
texto con un nivel de abstracción y erudición demasiado elevado como
para incluirlo en las memorias y publicaciones del proyecto.
La reflexión sobre la generación de espacios del placer que planteaba
Gaviria poco tenía que ver con la arquitectura palaciega o con la belleza
esc ultó rica de la que por momentos trata Lefebvre y sí con el explícito
disfrute del cuerpo, con «placeres más directos, tomar el sol y bañarse
durante el día, para acumular energia para la juerga de la noche» (Gaviria,
1 990: 83). Sin embargo, al leer el texto comprobaremos cómo todo eso es
re cogi do de un modo u otro, en un nivel de mayor complejidad y, por qué
no decirlo, aridez, por parte de Lefebvre. Quizá tuviera que ver más el

Es Nicole Beaurain quien trascribirá el texto manuscrito de Lefebvre a máquina. C abe desta­
car, igualmente, que fue ella quien propuso el famoso título al l ibro El derecho a la ciudad. Asi­
mismo, formaría parte del entorno de jóvenes que fundaría la Internacional Situacionista en
Estrasburgo y París. Además de traductora y editora, durante años fue directora de la revista
L'Homme et la Société.
46 I O N M A R T i N EZ L O R E A

rechazo del texto por parte de Gaviria con su carácter impugnatorio fren­
te ese tipo de espacios del ocio y del turismo en los que él quería ahondar
y que para el autor francés ejemplificaban una de las grandes contradic­
ciones de la sociedad capitalista. Cierto es que, como se ha dicho, Lefeb­
vre no cuestionaba en ningún caso la búsqueda y generación del placer
sino el marco en el que estas se producían así como la profundidad y al­
cance de las mismas. En el fondo, Lefebvre no hace sino mantenerse fiel a
una línea de trabajo abierta durante la década anterior y que concluiría al
año siguiente, en 197426• Nos encontramos pues con una pieza nueva de un
proyecto común, el que tiene que ver con la reflexión sobre la producción
del espacio en la sociedad moderna: sobre la crítica a la planificación ur­
banística y a la mercantilización del espacio que se está practicando en
ese momento y sobre las posibilidades que se abren (toma de decisiones,
autogestión, creatividad, uso y disfrute) al asumir el espacio como una
dimensión viva (vivida) y consustancialmente conflictiva.

La apuesta

Situando pues el presente libro, diremos que para entender de dónde par­
te hay que ir más allá de la estricta solicitud realizada por Gaviria. Por lo
que debe enmarcarse en su indagación sobre la teoría del espacio. Recor­
demos que Lefebvre, llegada la década de 1960, comienza a centrar sus
análisis sobre las problemáticas de la sociedad moderna no ya en los fenó­
menos rurales ni en el proceso de industrialización, tampoco en la hege­
mónica dimensión temporal que había dominado la reflexión filosófica,
sino en el proceso de urbanización y, por tanto, en las peculiaridades de la
dimensión espacial. La ciudad se convierte en el gran laboratorio social de
la época. Experimentando un proceso de degradación en su centro urba­
no y de expansión en sus periferias se le está sustrayendo cualquier carac­
terística elemental de la vida urbana. La ciudad como valor de uso desapa­
rece y se impone la configuración de un espacio urbano como mercancía
(valor de cambio), que se explica sobre todo cuando apuntamos al ámbito
inmobiliario. Dicho sector viene a superar las debilidades que en ese mo­
mento estaba mostrando el sector industrial. Cuando los circuitos econó­
micos convencionales se repliegan, dirá Lefebvre, el capital se precipita a
la producción de espacio (espacio como instrumento del capitalismo). La
mercantilización de la vivienda contribuye a un empobrecimiento de la
vida social, una sustitución del habitar en tanto que experiencia de la vida
urbana, apropiación espacial, por un hábitat en tanto que prescripción
arquitectónica y urbanística de una forma a la que deberán adaptarse las
prácticas de los habitantes y usuarios de la ciudad. De este modo, denun­
ciará Lefebvre, asistimos a una reducción del espacio vivido a un conjunto

" Aunque ciertamente podemos encontrar en textos posteriores como De /'Etat una conexión
con estos trabajos del periodo urbano.
P R E S E NTACIÓN 47

de formas y composiciones dotadas de una total coherencia sobre el plano


(representaciones del espacio) en las que las prácticas urbanas solo co­
bra n sentido como ejercicio de la función preasignada27•
Sobre todo a través del segundo volumen de su Crítica de la vida coti­
d iana , publicado en 1961 y reactualizado en 1968 a través de La vida
cotidiana en el mundo moderno, Lefebvre subraya el deterioro que padece
esta dimensión fundamental de la vida humana. Esto es claramente visible
en el espacio urbano: la calle ha sido sustraída al uso cotidiano que pre­
tende ir más allá del desplazamiento funcional (de casa al trabajo y del
trabajo a casa). Se reducen a la mínima expresión las posibilidades de la
socialización, de lo lúdico, de la multiplicidad y simultaneidades en los usos
y prácticas espaciales. Desaparece el espacio cotidiano (espacio de la co­
tidianidad) como esfera de generación de deseos, de potenciales cambios,
como posibilidad de la autoorganización. El espacio urbano confecciona­
do por el arquitecto-urbanista contiene todas las respuestas que, a su vez,
se reducen a una: no hay alternativa. Sin embargo, Lefebvre insiste en la
necesidad de desvelar y recuperar trazas, marcas, señales de la compleji­
dad y también la conflictividad consustanciales de un espacio (repolitizar
la vida social) que se muestra puro, simple, transparente. Esta propuesta
de exploración del espacio como posibilidad de realización de lo lúdico,
de lo festivo -que se nutrió de la relación de Lefebvre con figuras como
Debord o Constant (o posteriormente con el propio Gaviria)-, tiene una
expresión muy clara en La proclamation de la Comunne, de 1965 y está
también presente en sus otros textos del periodo urbano.
El empobrecimiento de la vida cotidiana detectado por Lefebvre,
consecuencia de la reducción planificadora del espacio, permite, por tan­
to, la trasmutación de este en producto intercambiable, vendible, en de­
finitiva, una mercancía global (aunque por momentos pueda verse acom­
pañado por simulacros estéticos: el decorado arquitectónico de los centros
históricos; o incluso simulacros participativos: una determinada auto­
complaciente participación ciudadana) . Nos encontramos así ante la
«tecnificación» de la dimensión espacial. Ante una ciencia especializada
Y fr agmentada, encarnada en la figura del arquitecto-urbanista que cum­
ple un a doble función: la de demiurgo y la de marioneta. Dos caras de una
mis ma moneda. Por un lado, el arquitecto-urbanista se muestra como
crea dor del espacio. Sin duda, Lefebvre tiene en mente el urbanismo fun­
cionalista que emerge de la teoría y la práctica del movimiento moder­
no, cuyo representante más destacado fue Le Corbusier. No en vano, no
p o demo s entender el título de este libro sino como un guiño provocador
Y de co ntestación al famoso trabaj o de Le Corbusier publicado en la dé­
ca da de 1920, Hacia una arquitectura, donde se encuentran algunas

27
En otro lugar (Martínez Lorea, 2013) hemos p lanteado con mayor detenimiento la relación
entre el espacio percibido, concebido y vivido, propuesto por Lefebvre de una forma más de­
sarrollada en La producción del espacio (2013 [1974]), para e xplicar las dinámicas restrictivas
y las posibilidades liberadora s del espacio.
48 I O N M A RT I N EZ L O R E A

premisas básicas del pensamiento y la acción del movimiento moderno


(«arquitectura o revolución. Se puede evitar la revolución» (1998 (1923] :
243) proclamará L e Corbusier en este trabajo). Por otro lado, sin embar­
go, Lefebvre recuerda que el arquitecto cumple también otra función que
siendo ornamental resulta elemental: la de legitimar las transformacio­
nes e intervenciones sobre el espacio a través del halo de genio (ingenie­
ro, ingenioso), culto y sofisticado que firma como artista y como científi­
co la incorporación del espacio a las lógicas mercantiles guiadas, en el
fondo, por promotores y gestores.
Sin embargo, la pregunta sería: ¿podemos restringir la labor del arqui­
tecto y de la arquitectura solo a estas funciones señaladas? Este libro se
interroga precisamente sobre esta cuestión, sobre las posibilidades del
arquitecto y la arquitectura para ser otra cosa, para permitir que el espa­
cio creado sea diferente, donde los usuarios sean capaces de generar y
profundizar en momentos y experiencias de placer, de gozo. Es ahí donde
cobra sentido la preocupación de Lefebvre por la generación de una ar­
quitectura del placer -el marco que permita que se generen esos momen­
tos de placer-, y donde problematiza las limitaciones de una arquitectura
para el placer, escenario que prescribiría las prácticas placenteras. No
obstante, cabe plantearse si es este libro un texto de o sobre arquitectura.
Es evidente la relevancia que le otorga Lefebvre incluyéndola en el título,
algo que no había sucedido antes, y a la centralidad que tiene la figura del
arquitecto sobre todo al comienzo y al final del este trabajo. Pero, toman­
do sus otras publicaciones del periodo urbano, comprobamos que el ar­
quitecto y la arquitectura no son una novedad ni una rareza, sino que po­
seen una gran relevancia, fundamentalmente en tanto que objeto de las
críticas del autor (ciencia fragmentaria y reductora al servicio de unos
intereses concretos).
No obstante, y aunque aquí Lefebvre avanza sobre las posibilidades de
este especialista (imprescindible en cualquier caso), restringir el texto a
una dimensión arquitectónica resulta cuanto menos limitado. En el fondo
Lefebvre se está interrogando sobre quién produce el espacio, cómo se
produce, para qué, sobre quiénes más intervienen en esa producción, si es
la única manera de producirse, usarse y/o utilizarse, lo cual nos sitúa más
allá de la arquitectura. Ello nos lleva a transitar de la búsqueda de una
arquitectura delplacer a un espacio del placer, que es ciertamente de lo que
nos habla el autor. Y nos conduce a la vez a la pregunta más específica
que se da aquí: qué relación existe ente necesidad y deseo, trabajo y
placer, a través de la arquitectura, pero más allá de ella. Basta con repasar
los capítulos que componen el libro para comprobar que Lefebvre realiza
un recorrido más allá de la arquitectura, por otras muchas dimensiones
(filosofía, antropología, historia, psicología y psicoanálisis, semántica y
semiología, economía y, fi nalmente, arquitectura) a través de las cuales
(con todas sus limitaciones) pretende encontrar las claves que permitan
liberar el espacio social y con él también el espacio arquitectónico de
P R E S E N TA C I Ó N 49

formas y normas preestablecidas, que se hacen pasar por las únicas posi­
bles e incluso por necesarias y deseables, para experimentar (o generar la
ilusión de que así se experimenta) placer.
En este sentido, este libro es una búsqueda. Podemos decir que Lefeb­
vre nos ha entregado un cuaderno de viaje. Un conjunto de anotaciones
ace rca de una búsqueda, aquella que le propusiera Gaviria, pero que él
decidió emprender a través de un camino distinto (no marcado, no señala­
do), sinuoso, por medio de distintas disciplinas. Confirma esta sensación la
propia estructura del texto, dividido en capítulos/etapas y subdividido
por puntos que recogen las indagaciones realizadas en forma de impulsos,
de tramos realizados con más o menos energía, con mayor o menos fasci­
nación. C ada etapa una disciplina, cada disciplina una averiguación, un
escrutinio, muchas veces frustrante y, al final de la etapa, casi frustrado
en su totalidad. O eso pareciera. Lefebvre reconoce la importancia de la
arquitectura, como también de la economía, la filosofía o la historia, pero
sobre todo subraya sus limitaciones, su condición de ciencias especiali­
zadas que actuando en solitario, por separado, no hacen sino ejercer
como legitimadores de unos mecanismos de producción del espacio que
refuerzan las desigualdades sociales. Sin embargo, esa frustración se tor­
na en esperanza (que no espera) cuando al leer las notas que dej a el autor
de su búsqueda/recorrido por aquello que él detecta que no es ni la arqui­
tectura ni el espacio del placer ofrece las pistas para localizar; a modo de
negativo fotográfico, las grietas, los resquicios desde los que generar un
espacio del placer (utopía negativa). La búsqueda del espacio del placer,
como parte de la problem ática del espacio planteada por el autor, subraya
la centralidad de los usuarios del espacio y de su derecho a autoorgani­
zarse, a autogestionarse, a decidir sobre el espacio que desean generar
(como utopía concreta) pero también a cómo desean disfrutarlo (como
creación, como obra).
Antes de continuar, inevitablemente debemos referirnos al término
placer utilizado en este trabajo. Cuando Gaviria recibió el texto entregado
por Lefebvre, se encontró con un cambio muy evidente. Si la propuesta
inicial hablaba de la arquitectura y el espacio del placer (plaisir), Lefebvre
tituló su manuscrito Vers une architecture de lajouissance, lo cual traduci­
do literalmente sería Hacia una arquitectura del goce o Hacia una arquitec­
tura del disfrute. En este caso, en la traducción castellana se ha optado por
e l uso generalizado del término placer sin pretender con ello un retorno a
la fórmula planteada por Gaviria. El motivo no es otro que el mejor ajuste
a la amplitud de la idea que propone Lefebvre abarcando lo material, lo
sensorial-sensual y lo simbólico, renunciando así a los términos goce o
disfrute por considerarlos más restrictivos y limitados en castellano. En
todo caso, la traducción ha mantenido la máxima coherencia en el uso de
los términos, resp etando siempre el sentido del texto desde la mayor fide­
l i dad posible a la literalidad del original francés. Esto no supone la renun­
cia a términos como alegría, gozo o disfrute que, como se comprobará, son
so I O N M A R T Í N EZ L O R E A

convocados en unos casos como sinónimos en otros como grados distin­


tos de la búsqueda (momentos previos, limitados, por ejemplo, el disfrute)
y/o experimentación del placer. La propia lectura del texto permitirá di­
lucidar el uso de unos y otros. Esto sucede también en otros textos de
Lefebvre, por ejemplo, con ideas tan relevantes en la teoría del espacio
como la ciudad y lo urbano, y que, a pesar de formar parte de una clásica
oposición lefebvriana (la ciudad vs. lo urbano), en momentos puntuales
puede ser utilizados incluso como sinónimos.
En este sentido, y sin más pretensión que la.de advertir sobre la forma
que adquiere la escritura en Lefebvre, es conveniente recordar que el pro­
pio autor establece una relación complej a con el lenguaje y con los con­
ceptos convocados en sus textos. Así, Lefebvre es alguien que, por un lado,
pelea por rescatar los conceptos tanto de la ambigüedad como de los re­
duccionismos. Pero, por otro lado, parte de un ejercicio de plasmación de
su pensamiento sobre el papel que pareciera cuasidirecta, lo cual supone
un uso del lenguaje en nada solemne que en no pocas ocasiones deviene
reiterativo, confuso e impreciso. Por tanto, diremos que Lefebvre da mu­
cha más relevancia al contenido de lo expresado que a la forma en cómo
lo expresa.

No trabajo la lengua; las palabras no son mi materia prima. Si otros lo ha­


cen, perfecto ¡ allá ellos! No juego con las palabras; y si llego a hacerlo, es al
margen y por otros motivos. Tampoco fantaseo con los conceptos [. .] lo .

que me redime además de caer en la seriedad solemne (1976 [1975) : 7).

Escribo y sobre todo publico teniendo presente un objetivo: convencer y


vencer; este objetivo me hace olvidar el medio, el lenguaje del que me sirvo
para actuar, y que manejo siempre pensando en el contrincante a vencer.
Contrariamente a tantos de nuestros contemporáneos, entre ellos muchos
de mis amigos, no pienso en el lenguaje y en el discurso por separado. Am­
bos me sirven. Los utilizo. Acierte o falle. Escribo pues con y por convic­
ción, comprometiéndome, diría que a muerte, sin sostener por ello una
teoría literaria o filosófica sobre el compromiso (Lefebvre, 1976 [1975) : 7).

Tomando pues ese «compromiso a muerte» a través del cual entiende


su escritura Lefebvre, diremos que Hacia una arquitectura del placer es
ante todo una indagación en el pasado que, sin embargo, no se queda en el
pasado. Lejos, por tanto, de ningún tipo de posición nostálgica, al igual
que proponía en Hacia un romanticismo revolucionario. Es una búsqueda
en la historia del pensamiento y en la historia del arte y la arquitectura,
que no se mantiene en un orden meramente discursivo ni rememorativo,
sino que establece una imprescindible relación/interpelación con lo
« re al » y c o n el presente en tanto que realidad imperfecta, inacabada,
cuestio n a da/ble (perfección inacabada, inacabamiento perfecto). En eso
consiste su apuesta por la utopía concreta. De i gu a l modo, el l ector d e l
P R E S E N T A C I ÓN SI

presente e s interpelado y requerido por Lefebvre, situándolo como prota­


gonista (posible) de una travesía (por construir) hacia ese espacio del pla­
cer, hacia la realización (imperfecta y permanentemente impugnada) de

las potencialidades del ser humano en un espacio propicio (apropiable y


apropiado) sin obviar ingenuamente las contradicciones y los conflictos
en que se sustenta hoy dicho espacio que nuestro autor invita a detectar,
explorar y afrontar.
Dej a pues Lefebrve sus pistas, sus claves establecidas en esta suerte de
cuaderno de viaje, en esta búsqueda hacia el espacio del placer. Camina
sobre familiares hombros de gigantes (Hegel, Marx y Nietzsche28), pero
también de la mano de otros autores igualmente relevantes (desde Aristó­
teles, Platón o Arístipo, a Breton, Bataille, Heidegger, Barthes u Octavio
Paz, pasando por Brillat- Savarin, Fourier, Mallarmé, Proust o Dostoievs­
ki). Con (o contra) ellos nos habla de la belleza, de la sensualidad, del ero­
tismo, pero también de la dominación, del poder, de la imposición de un
pensamiento, de unas formas y de unos usos determinados. Nos habla del
espacio construido, pero también de la necesidad de profundizar en la
imaginación, en la desviación como modo de apropiarse del espacio y de
vivirlo al margen de la funcionalidad que lo erigió. Nos habla, como no,
de la búsqueda de la utopía del placer en el espacio del ocio, pero también del
simulacro de placer que se encuentra en el espacio del turismo (valor de
cambio, espacio del trabajo). Recuerda que el espacio para el placer o el
espacio de las representaciones del placer no tienen por qué resultar pla­
centeros: «El lugar de la voluptuosidad no tiene por qué ser voluptuoso».
«No puede haber pasión, deseo, en el Paraíso, lugar demasiado perfecto».
Lo mismo que afirmara Barthes respecto al texto del placer: «no es forzo­
samente aquel que relata placeres». Subraya la importancia de hacer pasar
el placer por una corporalidad recobrada, lo mismo que se había empe­
ñado en espacializar las prácticas sociales. Asimismo, destaca la necesidad
de que los usuarios frecuenten y ej ecuten el arte (la obra) desbordando
los códigos artísticos y arquitectónicos. Reivindica la transformación de
lo cotidiano como espacio de la subversión frente a la restricción de las
transformaciones al ámbito de las fábricas, de los lugares de trabajo. Tam­
bién reivindica un espacio concreto del placer alej ado del espacio abs­
tracto del intercambio y del crecimiento económico. Por ello, insistirá
u n a y otra vez en la superación de las limitaciones impuestas por el es­
p acio mental (abstracción, absolutización, instrumentalización) frente
al espacio social de las prácticas concretas. Y, de este modo, exigirá que
e l ej ercicio de reducción operado por el pensamiento (en la elaboración
d e conc eptos), se produzca desde una lógica dialéctica, retornando de
nuevo a la realidad y no quedándose en el mero reduccionismo mental.

'" Recordemos que Lefebvre tiene precisamente un texto publicado en 1975 donde realiza su
propia lectura de estos autores: Hegel, Marx, Nietzsche (2010 [1975]). Este libro en la edición
original tiene el significativo título de Hegel, Marx, Nietzsche. O el reino de las sombras.
52 I O N MARTÍNEZ LOREA

En numerosas ocasiones Lefebvre insistió en que la filosofía ni basta y ni


se basta. Algo parecido podríamos decir ahora con la arquitectura. La
arquitectura no puede alcanzar el espacio del placer (imponiendo una
utopía abstracta), pero puede generar las condiciones para que se desa­
rrolle una utopía concreta, un espacio del placer, siempre que no se crea
con el supuesto poder de un «efecto arquitectónico». De hecho, para al­
canzar un espacio del placer, el arquitecto debe pensar en una «creación»
abierta, trans y polifuncional, multisignificante. « No es por la forma
como el arquitecto (considerado como quien concibe el diseño) puede
influir en la práctica social sino por un contenido» (veáse p. 204). Habla­
mos pues de una utopía imperfecta, de una perfección inacabada que no
tiene como protagonista al edificio, a la sala, a la plaza, sino a un

[ ] espacio de los momentos, los encuentros, la amistad, la fiesta, el des­


...

canso, la calma, la alegría, la exaltación, el amor, la voluptuosidad y tam­


bién el conocimiento, el enigma, lo desconocido, el saber, la lucha y el jue­
go (veáse p. 205).

No obstante, aviso para navegantes: sería un error aspirar a un espacio


todo del placer, como no puede pensarse en un espacio entero como obra
y en que cada fragmento de espacio sea considerado una obra única. El
objetivo sería ante todo desembarazarse de las condiciones que impiden
la generación en momentos concretos de espacios del placer también
concretos, evitando pues que de nuevo la obra sea dominada por el pro­
ducto. Que comience el viaje.

Ion Martínez Lorea


Universidad Pública de Navarra
P R E S E N TACIÓN 53

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1 *: **

La pre gun ta

l . Por «arquitectura» n o entiendo ni el prestigioso arte de erigir monu­


mentos ni la simple contribución de un profesional a la indispensable
actividad constructora. En su primera acepción, el arquitecto se erige a sí
mismo en demiurgo; en la segunda, responde a un mandato externo y
superior, dejándose sustituir por el ingeniero o el hombre de empresa.
Por «arquitectura» voy a entender la producción del espacio a un
cierto nivel, que puede ir desde el mobiliario hasta los j ardines y parques
e , incluso, el paisaje. Esto excluye, por tanto, el aspecto urbanístico y el

de la planificación espacial, llamado comúnmente «ordenamiento o pla­


nificación del territorio».
Esta acepción del término «arquitectura» corresponde a su uso desde
comienzos del siglo xx, es decir, desde que los arquitectos empezaron a
diseñar muebles y dieron su parecer o presentaron sus proyectos sobre el
«m edio ambiente», como se suele llamar, pese a que evitaré cuidadosa­
mente dicho término, pues no posee un sentido preciso y además está ya
gastado por el empleo abusivo que de él se ha hecho.
¿Por qué dejar en suspenso la ciudad, lo urbano, el urbanismo, la planifi­
cación espacial? ¿No son importantes las cuestiones que se refieren a los di­
ve rsos niveles del espacio? ¿Acaso podemos borrarlos del mapa cuando nos

La edición de este l ibro es el resultado de l a traducción del manuscrito redactado por Henri
Lefebvre durante el año 1973. Salvo contadas excepciones (hechas con el fin de clarificar la
lectura del texto), se ha mantenido el estilo tipográfico y los signos de puntuación tal como los
plasmó Lefebvre de un modo no siempre sistemático en su manuscrito.
'* Las notas a pie de página pertenecen a la labor de edición y traducción realizadas para esta edi­
ción, salvo aquellas que Lefebvre indicó en el manuscrito, l as cuales aparecerán entre corchetes.
60 HENRI LEFEBVRE

referimos a la obra arquitectónica? ¡No! Al contrario. Es en estos niveles


donde intervienen unos «agentes» y unos poderes capaces de aplastar al ar­
quitecto y a su obra, aunque sea simplemente al situar la obra arquitectónica
en un lugar subordinado, el de la ejecución de un programa. Precisamente
por ello, el procedimiento de esta investigación nos permite situar estos po­
deres entre paréntesis y suspender su acción por medio del pensamiento,
a fin de definir el lugar -olvidado, borrado- de la obra arquitectónica.
Lo repito: esta suspensión es la única manera que permite pensar, en
lugar de repetir y de volver a decir incesantemente la misma cosa: nada
que decir, nada que pensar, todo se bloquea, porque «el capitalismo» es
quien ordena y recupera, porque el «modo de producción» funciona como
sistema y totalidad para aceptar o rechazar, según la ley de «todo o nada».
Cualquier otra aproximación solo puede incorporar el statu quo, es
decir, la anulación del pensamiento, y por consiguiente de la acción, sea
cual sea el aspecto contemplado.
Esforzaos en pensar por un minuto, con la seriedad que conviene, en
el peligro nuclear, en los mecanismos de muerte planetaria (por conta­
minación, por agotamiento de los recursos, etc.); en resumen, en todo lo
que amenaza a la especie humana, con o sin el capitalismo. ¿Cómo dejar
de pensar en ello? ¿Cómo alej ar la mente de esta cuestión? Porque no se
puede mantener la atención sobre el tema, es inevitable. Desde el mo­
mento en que pensáis en otra cosa, desde que queréis vivir algunos mo­
mentos pese al peligro, lo ponéis en suspenso, manifestando así el poder
de vuestro pensamiento contra los temibles poderes de la muerte. ¿Signi­
fica esto que negáis los peligros? No, si tenéis un poco de perseverancia.

2. He aquí otros argumentos para apoyar esta reducción inicial y no final.


¿Mejores? No. Diferentes. Complementarios.
Actualmente, la arquitectura implica por partida doble una práctica
social. Primero, la práctica de habitar Oa del habitante o si queremos em­
plear un término equívoco, la del hábitat) . Después, la del arquitecto en
sí, que desempeña un oficio constituido, como tantos otros, a lo largo de
la historia, que tiene su lugar (o no lo tiene, porque está por comprobar)
en la división social del trabajo, que produce o al menos contribuye a
producir (si tiene realmente su lugar en el proceso de producción) el es­
pacio social. Doblemente en relación con la práctica, la arquitectura in­
terviene a un cierto nivel, que denomino el orden cercano, por oposición
al orden lejano, distinción inevitable incluso si hoy en día viene impuesta
por el modo de producción o por la estructura política (el Estado).
Pero en esto reside la paradoja. Al dej ar en suspenso el orden lejano,
si se considera con fuerza la relación con la práctica, la reflexión sobre la
obra arquitectónica libera lo imaginario. Puede lanzarse al espacio de la
utopía, conjurando l a abstracción y asegurando de antemano el carácter
concreto de esta utopía (carácter que deberá y podrá mostrarse en todo
momento en relación con lo practicado y lo vivido).
L A P R E G U N TA 61

¿ No existe ningún riesgo e n esta aproximación? ¡Qué ilusión o qué


er ror! Numerosos peligros acechan a la reflexión en este camino resbala­
dizo. Asumir los riesgos y evitar el accidente es un precepto de conducta
obvio. Pongamos un riesgo como ejemplo. Actualmente, algunos arquitec­
tos atribuyen un carácter compensatorio al espacio ocupado por la vivien­
da (el hábitat). Desde su perspectiva, el apartamento (burgués) se convier­
te en un microcosmos, que tiende a reemplazar a la ciudad y a lo urbano.
Se coloca una barra que simula la amplia sociabilidad de los espacios pú­
blicos de encuentro. La cocina imita la tienda de alimentación, el comedor
pretende ser el restaurante, la terraza y el balcón con plantas y flores apor­
tan el analogón (por hablar en términos filosóficos) del campo y de la natu­
raleza. El espacio individual o familiar, supuestamente «personalizado», y
en realidad sometido a la propiedad privada, imita el espacio colectivo,
que ha sido apropiado por una vida social activa e intensa. Esto es lo que
ponen de manifiesto los últimos logros de la retórica publicitaria. Ya no
solo se vende la felicidad, o el estilo de vida, o el «listo para entrar a vivir»,
sino que se proclama, desviando abusivamente el sentido del concepto «Vi­
vid de forma diferente». De manera que el apartamento burgués y la apro­
piación de tipo capitalista, que sustituyen el carácter «privado» del espacio
por un carácter social o colectivo, se erigen como criterios de la diferencia.
Esto es válido tanto para la ciudad, o para la residencia secundaria, como
para el gran y bello apartamento. Se lleva la oposición «privado-colectivo»
e «individual-social» hasta el antagonismo, hasta la disolución de la rela­
ción «hábitat-ciudad», hasta la dislocación de lo social. ¿Con qué objetivo?
Proporcionar una ilusión de disfrute, para lo que se produce la degrada­
ción de lo real y de la práctica social por la apropiación «privada», en otras
palabras, por la propiedad privada del espacio.
En cuanto a la vivienda proletaria, posee los caracteres inversos. Redu­
cida al mínimo apenas «vital», depende de los «equipamientos», del «entor­
no» y, por tanto, del espacio social, aunque no esté bien cuidado. Su única
relación con el placer es en y por el espacio externo, que sigue siendo pues
e l de la apropiación social, incluso si esta apropiación solo se cumple según
las normas restrictivas y las limitaciones del modo de producción existente.
Esto no solo es válido respecto a las zonas de chabolas, o los nuevos
b lo qu es, sino que también puede aplicarse a los adosados de las afueras
p ara los trabaj adores expulsados a las periferias urbanas.
La reflexión puede partir entonces de esta contradicción del espacio,
qu e solo tiene sentido en relación con un eventual disfrute de este espa­
cio so cial, evitando cuidadosamente suprimirla o eludirla (ponerla en
s usp enso), ya que es esta contradicción la que define el espacio a la vez
pr áctico y utópico de este punto de partida.

3. Ha habido y hay una arquitectura de la muerte: las tumbas, las pirámi­


d es, el Taj Mah al, el C astel de Sant'A ngelo en Roma (al que enseguida se
le cambió su funció n), la Vía Appia, grandes obras imperecederas.
62 HENRI LEFEBVRE

Puedo escuchar una objeción: «No, no hay arquitectura de la muerte


sino una arquitectura de los ritos de la muerte; los ritos provienen de la so­
ciedad, de una sociedad bien determinada que mantiene así una relación
con los que ya no están, con los antepasados, a veces con sus fundadores.
Indecible, irremediable, la muerte no suscita nada, no permite construir
nada. Los ritos de la muerte tienen un sentido preciso. Impiden el olvido,
pero sobre todo hacen inofensivo e incluso favorable al desaparecido; este
figura entre los poderes ctonianos o cósmicos; puede hacer daño, vengarse
de las injurias e injusticias sufridas durante su vida, de los ultrajes recibidos
tras su muerte, e incluso de la falta de memoria y, por tanto, de veneración.
Los ritos funerarios protegen a los vivos, exorcizan al muerto y a la muerte
en general. Dependen de una religión o de una magia, o de ambas. La arqui­
tectura tiene en cuenta estos gestos y ritos, funerales, procesiones, purifica­
ciones, ofrendas, y les proporciona un espacio que los hace posibles».
Admitamos que la arquitectura funeraria nace del contraste entre la
breve vida del individuo y la duradera vida de las sociedades. Admita­
mos que estas utilizan para reafirmarse la desaparición de sus miembros
-individuos, familias, generaciones-. Admitamos que el monumento
funerario encarna gestos, ofrendas, cortejos, actos expiatorios. Y cierto
es que estos gestos por sí solos permiten comprender la composición de
los monumentos. I ndudablemente, las obras maestras de la arquitectura
han apostado por la apariencia, la de la inmortalidad de las sociedades,
para transformar en belleza monumental, en sueños de piedra, esta ilu­
sión. De manera que las obras sobreviven a las instituciones que en ellas
proclamaron su eternidad. Y, en este sentido, aún nos hablan. ¿De qué?
De la muerte. De una muerte metamorfoseada pero cuyo aspecto trágico
reaparece acentuado a través de la obra «inmortal». Así el faraón, o la
bella sultana del Taj Mahal, o Cecilia Metella: sueños de piedra.
Puede suceder que la arquitectura religiosa no se aparte del cuerpo.
En Occidente, a veces -raramente- el cristianismo reencuentra el cuer­
po o el sentido del cuerpo, en escasa medida, a propósito de Cristo resuci­
tado y del dogma bastante vago de la resurrección de la carne en la vida
eterna (carne de la que el cristiano ignora que tiene un sexo), vida eterna
análoga a la de los ángeles que sin deseo carnal cantan la gloria del Señor.
En su conjunto, en Occidente, la religión y la arquitectura religiosa pro­
claman una idea de trascendencia que se trasluce en la obra material, igle­
sia parroquial o catedral. Lo cual implica la apología de la muerte y del
destino mortal: la carne debe morir y solo renacer espiritualizada. Tras la
prueba, las almas salvadas solo comen el pan de los ángeles. No hacen el
amor, aun después de haber reencontrado su cuerpo.
En esto, el arte románico difiere muy poco del arte gótico, aunque
ocasionalmente este haya hecho florecer el tema de la resurrección física
de la carne y del cuerpo entero.
Sucede todo lo contrario en Oriente. Allí, la trascendencia divina no
destruye necesariamente el cuerpo, lo absoluto no abole lo relativo, lo
L A P R E G U NTA 63

in finito contiene lo finito y su sentido inmanente. De manera que la ar­


qu itectura posee sentidos físicos, simbolismos del cuerpo (es portadora
de signos sensibles del cuerpo), y es en sí misma simbólica del cuerpo en
Ja naturaleza y en lo divino, de lo relativo en lo absoluto, de lo sensible y
de lo finito en lo infinito. Esto supone incorporar en el seno del elemento
material y natural una diferencia radical entre Oriente y Occidente, he­
cho que ciertamente no es exterior a su expresión arquitectónica.
A propósito de esto dice Octavio Paz (Conjunciones y disyunciones):

El arte románico conjuga las ideas de orden y de ritmo. Concibe el templo


como un espacio que es el ámbito de lo sobrenatural. Pero es un espacio te­
rrestre: el templo no quiere escaparse de la tierra sino que, trazado por la ra­
zón y medido por el ritmo, es el lugar de la manifestación de la Presencia. [...]
En la India, una racionalidad estricta y devastadora rompe los límites
entre la realidad fenomenal y lo absoluto y recupera al signo cuerpo, que
deja de ser lo opuesto del no-cuerpo. En Occidente, la razón traza los lími­
tes del espacio sagrado y construye templos a imagen de la perfección ab­
soluta: morada terrestre del no-cuerpo. [...]
El arte gupta y postgupta corresponden, en sentido inverso, al gótico. [ ... ]
El arte gótico es sublime: la catedral no es el espacio que recibe a la
presencia sino que vuela hacia ella. El signo no-cuerpo volatiliza las figuras
y la piedra misma está poseída por un ansia espiritual. El arte gupta es
sensual incluso en sus expresiones más espirituales, tales como los rostros
contemplativos y sonrientes de Visnu o el Buda. El gótico es flecha o espi­
ral atormentada; el estilo gupta ama la curva que, se repliegue o se desplie­
gue, palpita: el fruto, la cadera, el seno.
La espiritualidad sensual postgupta -tal como se ve en Ajanta, Elefan­
ta o Mahabalipuram- es ya un estilo de tal modo sabio que no tarda en
desembocar en un barroquismo: las inmensas y delirantes catedrales eró­
ticas de Khajuraho y Konarak. Otro tanto sucede, en dirección inversa, con
el gótico florido. En los dos estilos triunfa la línea sinuosa. 1• ..

La arquitectura religiosa no puede apreciarse, por tanto, de manera


con sta nte y unívoca. En Occidente, se parece al monumento funerario.
Toda iglesia católica alberga un altar concebido como una tumba, la de
C risto, y varias reliquias, normalmente en un relicario, lo que supone una
forma plural de memoria y conmemoración; Cristo está presente porque
la tumba es también el lugar de la resurrección, pero este es además el
l ugar de un santo, un testigo de Cristo, un mártir. Si consideramos la ar­
quitectura religiosa como género, en su totalidad, viene marcada por una
i ntensa contradicción entre lo que Octavio Paz llama los signos del cuer­
p o y los signos d el no-cuerpo. Incluso si estos últimos ocupan el lugar
P re p onderante en la religiosidad y el sentimiento religioso.

Octavio Paz, Conju nciones y disyunciones, Barcelona, Seix Barral, 1991 [1969], pp. 73-75.
64 H E N R J LEFEBVRE

¿Contradicción del espacio? ¿O contradicción proveniente del tiempo


histórico y de la realidad social que se inscriben en un espacio? Esta últi­
ma hipótesis acapara la mayoría de los argumentos. ¿Se puede enunciar
una proposición aceptable sobre las contradicciones del espacio antes de
la modernidad, es decir, antes del neo-capitalismo? Ciertamente, no. Sin
embargo, en este sentido -la contradicción del tiempo social en el espa­
cio, de una práctica materializada-, la contradicción aquí expuesta no
debería ser excluida de la reflexión que se ha iniciado. ¿Por qué? A causa
de su dureza, en razón de la violencia que implica y contiene, pues esta
oposición apunta a lo trágico.
A esta contradicción espacio-temporal (la de un tiempo desgarrado
que se inscribe en el espacio religioso, es decir, en un espacio absoluto o
tomado por tal) habría escapado el templo griego. Este no es portador de
la huella de un intenso conflicto entre el cuerpo y el no-cuerpo. En él,
decimos, todo es medida, luego armonía planteada espacialmente sin
trasposición. ¿Por qué? Porque la religión griega fue política, no en la
acepción moderna - religión de Estado-, sino en la acepción antigua:
religión de la Ciudad, aceptada sin otra forma de proceso, sin conflicto,
por los ciudadanos, que le dan su «consensus». Lo que haría al templo
admirable para siempre. He aquí lo que de él decía Heidegger:

Un templo griego no copia ninguna imagen. Simplemente está ahí, se alza


en medio de un escarpado valle rocoso. El edificio rodea y encierra la figu­
ra del dios [ .. .]. Gracias al templo, el dios se presenta en el templo. Esta
presencia del dios es en sí misma la extensión y la pérdida de límites del
recinto como tal recinto sagrado. Pero el templo y su recinto no se pierden
flotando en lo indefinido. Por el contrario, la obra-templo es la que articula
y reúne a su alrededor la unidad de todas esas vías y relaciones en las que
nacimiento y muerte, desgracia y dicha, victoria y derrota, permanencia y
destrucción, conquistan para el ser humano la figura de su destino. [...]
La obra-templo, ahí alzada, abre un mundo y al mismo tiempo lo vuel­
ve a situar sobre la tierra, que sólo a partir de ese momento aparece como
suelo natal. [ ... ]
Es el templo, por el mero hecho de alzarse ahí en permanencia, el que
da a las cosas su rostro y a los hombres la visión de sí mismos. [ ... ] No se
trata de ninguna reproducción fiel que permita saber mejor cuál es el as­
pecto externo del dios, sino que se trata de una obra que le permite al pro­
pio dios hacerse presente y que por lo tanto es el dios mismo'.

Es un poco cruel poner el dedo en la llaga, el acento sobre el fallo


fundamental de esta hermosa meditación poético- filosófica. El ilustre

Martin Heidegger, «El origen de la obra de arte» (1935-36), en Martin Heidegger, Cam in os
de bosque, Madrid, Alianza, 2003 [1950], pp. 29-30. Edición y traducción de Helena Cortés y
Arturo Leyte.
L A P R E G U N TA 65

filósofo silencia la sensualidad y l a sensibilidad, la sexualidad y e l placer.


Todo lo que le interesa es que el Ser se manifieste simultáneamente en la
mente y la lengua griega. Solo presta atención al singular juego del escon­
d ite que mantiene el Ser con sus criaturas: se desvela al velarse, se revela al
ocultarse, disimula al mostrarse. No hay lugar para el disfrute. No es una
cuestión de placer. ¿Cómo aprehenderlo y de quién? El filósofo comenta
con una abundancia verbal y un talento incontestables estas curiosas dis­
tr ac ciones del Ser. Ningún otro movimiento interviene aparte de estas co­
queterías del ser con los seres, este Ser que no tiene ni sexo, ni ardor, ni
vida ni calor que se sume a la pura claridad y a la pura sombra. La casta
relación del Ser con los Seres es en cierto modo incluso cómica.
¿Por qué estas objeciones prematuras? Porque las ascéticas conside­
raciones heideggerianas sobre la Morada, el Construir y el Habitar, que
después examinaremos más detalladamente, nos servirán a continuación
de apoyo para nuestras reflexiones. No solo, sino junto a otros enuncia­
dos intensos, metafísicos o científicos, tan diferentes de la práctica poé­
tica que se oponen a ella. Práctica poética que transfigura lo cotidiano,
transforma los residuos que dej a atrás el conocimiento, sin presuponer
más que la capacidad de captar en sí misma la experiencia vital para su­
perarla.
La experiencia vital supone lo sensorial y lo sensual, el dolor y el pla­
cer, la angustia y la alegría. Superarla supone sobrepasar la ambigüedad,
la incertidumbre, la ceguera de dicha experiencia. A su tiempo demos­
traré que esta práctica solo puede definirse aproximándose a la música, a
la poesía, a la arquitectura, al teatro y, por tanto, a lo imaginario, aleján­
dose del saber verbalizado. La arquitectura, considerada en sí misma, se
beneficiará de esta aproximación. En el mejor de los casos, el ascetismo
filosófico anuncia una espiritualidad que no tiene nada que ver con una
obra sensorial y sensual, añadiendo simplemente el placer a ciertas acti­
vidades (a una «función» o a varias «funciones», por usar la jerga del
cientificismo, que la ideología sobrecarga de un sentido a veces favora­
ble, a veces peyorativo, sin nunca llevar hasta el final la interrogación
sobre la validez de los conceptos y sus límites).

4. L a arquitectura religiosa no se limita a los templos, iglesias, basílicas y


c ate dra les. También hay monasterios. No solo los conventos occidentales,
c ató lic os o no, sino también los monasterios budistas. ¿Espacio absoluto o
e � p acio de muerte? Ninguno de ellos. La contemplación ha suscitado un
ge n ero a rquitectónico de espacios específicos. Por ejemplo, el claustro. ¿Es
e� te el esp acio de la contemplación? No exactamente. Este espacio es inte­
r i o r Y en caso de que adquiera una realidad objetiva lo será en la celda
ll1o nástica. El claustro permite a los contemplativos encontrarse sin per­
d e r el se ntido de su vida, sino al contrario lo refuerza. Este espacio se mide
e n to rn o al cuerpo y a los gestos: los monjes deambulan conversando (si la
r egl a de la orden lo permite) . Aunque el sentido del espacio es contener
66 HENRI LEFEBVRE

cuerpos móviles y sus movimientos, estos son cuerpos apenas carnales; en


tanto que cuerpos están privados de pasiones, sus gestos mesurados per­
miten la exacta medida del claustro, camino rectangular (nunca redon­
deado) que puede llenarse de objetos simbólicos, las columnas con los
capiteles esculpidos, los arcos oj ivales. Alrededor de estos cuerpos meta­
morfoseados en paseantes de espíritu puro se multiplican los signos del
no cuerpo. En el claustro, la contemplación está protegida y se afirma
como sociedad de contemplativos.
En los claustros más bellos (¿qué quiere decir la palabra «bello»?), el
espacio tiene cualidades tan finas que todavía hoy nos llegan, el turista se
siente al mismo tiempo preso y liberado. Hay algo que se ajusta a cada
cuerpo, «justo» lo que hace falta. El espacio dice y hace lo que dice. ¿Es el
ser humano presente en este lugar quien recibe el mensaje de este espacio
adecuado a su sentido, es decir, la contemplación? ¿No será, al contrario, el
espacio quien recibe el confuso y perpetuo mensaje del ser humano a la
búsqueda de sí mismo y de la verdad y quien se lo refleja o se lo restituye
clarificado, intensificado? ¿Qué significa el término «bello» si no esta inte­
racción, este efecto? Quien se entrega a la vida contemplativa aprende en
el claustro la diferencia entre contemplar y observar. Ya no es un especta­
dor. ¿Qué tiene para ver? Casi nada. El contemplativo percibe algunos ob­
jetos en el centro del cuadrado o del rectángulo, algunas plantas. Muestra
desinterés por lo que percibe y solo puede interesarse por lo absoluto. Su
contemplación se aparta de la estética, con la que se correría el riesgo de
perderse al convertirse en artista. Y, sin embargo, es un sostén de orden
estético lo que le inclina a franquear las barreras (ficticias) que separan lo
sensorial de lo intelectual y de lo místico. Se libera de su cuerpo poniéndo­
lo -moderadamente- en acción y en escena. El paseo sin ocupación entre
las horas de los oficios y de los ejercicios espirituales (o de trabajo) refuer­
za los efectos de la austeridad de las tareas monásticas. El claustro se pare­
ce a un desierto por el silencio, por la importancia de la piedra. Aquí cesa
la charlatanería mundana. Análogo al filósofo, aunque diferente, el con­
templativo tiene la necesidad de venerar objetos tranquilos y fríos, a los
que calienta al pasar, prestándoles un poco de su «alma» ardiente. Sin esto,
la contemplación se agota en un discurso sin objeto. Y es aquí, con el ritmo
del paseo, como se reanuda la búsqueda de lo absoluto. Escuchad ahora el
ruido de vuestros pasos, el timbre sordo de las voces acentúa la mínima
entonación, la intensidad del canto de los pájaros y del sonido de las cam­
panas, la fuerza del más mínimo olor de la tierra, de la hierba, de la lluvia
en el espacio del claustro. Aquí se dispensa liberalmente una enseñanza,
incluso para vosotros, gentes del siglo xx, este espacio orientado hacia la
pureza desencarnada no es menos total.
Encuentro ahora una imagen-recuerdo (en concreto: una postal y un
poco de nostalgia), el «garden of dry ocean»3 del templo Daisen-in en

En inglés en el original.
LA P REGUNTA 67

Kioto. Qué ligereza, qué sobria elegancia e n l a construcción que rodea al


jardín. Uno casi se olvida de ella. Los contemplativos que aspiran a lo
eterno y que residen en torno al j ardín parece que a veces abren sus ven­
tanas haciendo deslizar el panel corredizo. Tienen un objeto de contem­
p lación: el jardín. ¿Qué perciben en esa arena estriada con surcos en es­
piral, en esos dos montículos? Ciertamente no lo que puede ver el
p aseante occidental incluso si este presta atención. Quizá una emergen­
cia, un «surgimiento». Puede ser que el menor objeto posible sea, sin em­
bargo, portador de la «visión», que la menor significación remita a la mayor,
que la mínima incertidumbre lo haga a la más grande certeza, y el menor
p lacer a la mayor alegría posible. Sin duda existe un disfrute contemplativo,
depurado, casi evanescente, en el límite incierto entre el placer y el desva­
necimiento carnal (aunque no lo experimente así el contemplativo).
En cuanto al célebre «dry landscape garden»4, el espíritu analítico oc­
cidental lo definiría, encantado, como susceptible de múltiples lecturas.
Microcosmos, muy sensorial pero muy poco sensual, país o paisaje de
montañas en versión reducida y acentuada para los sentidos, este lecho
de arena seca sugiere el río del tiempo, desde su origen en las alturas has­
ta su desaparición inquietante y apenas discernible. El tiempo desciende
de las cumbres, el río rodea los terribles obstáculos, los bloques, un tra­
yecto sembrado de dificultades. Sin embargo, no hay muchos objetos reu­
nidos en este j ardín y su variedad no es muy grande. En su ensamblaje
reside su capacidad estimulante. Ese puente, una pasarela hecha de una
sola y ancha piedra, ¿hacia dónde o hacia quién conduce? ¿Hacia la nada
o hacia un todo?
Sin duda, el oriental iniciado no capta estos sentidos por separado. A su
manera, ¿no es este jardín un ideograma con sentidos múltiples y diferen­
ciados, inseparables en tanto que sentidos de lo sensible? Quizá tenga para
el iniciado otros sentidos, inaccesibles para los occidentales5, y que figure
e n lo sensible como obra privilegiada, concepción global del mundo.
En resumen, ¿podría decir que este «significante» muy pobre, arena y
pi e dras, contiene una «riqueza» indefinida de significados? ¿Una riqueza
a l a m edida de su pobreza (aparente)? Sí, podría decirlo. Pero ¿qué añade
e sta formu lación abstracta a la forma percibida o desapercibida? No mu­
c ho, salvo que los «significados» residen en aquel que percibe; se percibe
a sí m ism o en lo que percibe,
pero él contiene el referente, la reserva o la
fu e n te, sobre todo cuando esos «significados» son portadores de placer o
a l e gr ía. Y también que tales «significantes» no son flotantes, separados
d e sus significados, mensaje confuso o demasiado sorprendente. Al con­
�ra rio: estos «significados» diferentes del «significante», sin relación con
e l , qu e pueden determinarse por un código o por varios bien definidos,

En i nglés en el original.
[ Los bonzos, filósofos y teólogos budistas (zen o no) a los que traté de preguntar no respondie­
ro n a mis preguntas, que fueron incompren didas o desdeñadas] .
68 HENRI LEFEBVRE

no por ello están menos presentes o presentados. El arte (un cierto arte)
consiste en una elección de tales «significantes», suponiendo que la dis­
tinción significante-significado sea aquí pertinente y plenamente escla­
recedora. La pobreza de lo percibido solo es aparente y se reduce a una
pobreza de lo concebido, sugestiva (incitadora) de una extrema diversi­
dad de presencias (no representaciones). Esbozos estos de un análisis
que después utilizaremos.

S. No es necesario demostrar que existe una arquitectura del poder junto


a una arquitectura religiosa, a menudo asociadas, pero distintas. La arqui­
tectura política incluye la arquitectura militar como la arquitectura reli­
giosa incluye la arquitectura de la contemplación. Fortalezas, palacios y
castillos van juntos. El poder siempre intenta presentarse y representarse
en lo eterno, a través de símbolos y obras arquitectónicas imperecederas.
El poder se ejerce sobre un espacio que domina y protege; en él planta sus
símbolos y sus instrumentos, siendo estos inseparables. El torreón tiene
una doble relación, simbólica y práctica, con la tierra circundante que do­
mina y penetra. Vigila el espacio, posee la naturaleza como un guerrero
posee a la mujer conquistada y retenida, en parte por violencia, en parte
por protección. Igualmente, la torre urbana rinde homenaje a lo que po­
see; se mantiene indefectible, como un deseo que nunca desfallecerá. Por
debajo, en los subterráneos, el conquistador guarda a sus prisioneros y sus
tesoros; en lo alto, los centinelas, el vigilante ... es sobre todo una cuestión
de poder y violencia pero cerca de la felicidad y del placer.
La arquitectura del poder no duda ante la crueldad, como si el poder
encontrara en ella una fuente placer. Octavio Paz muestra cómo las pirá­
mides aztecas combinan la política, la religión, el placer y la crueldad.

Para los antiguos mexicanos, danza era sinónimo de penitencia. [. ] La ..

ecuación danza sacrificio se repite en el simbolismo de la pirámide: la


=

plataforma de la cúspide representa el espacio sagrado donde se despliega


la danza de los dioses, un juego creador del movimiento y, por tanto, del
tiempo mismo; el lugar de la danza es igualmente, por las mismas razones
de analogía y correspondencia, el lugar del sacrificio. Ahora bien, para los
aztecas, el mundo de la política no era distinto al mundo de la religión: la
danza celeste que es destrucción creadora es asimismo guerra cósmica. [. ] ..

La pirámide, tiempo petrificado, lugar del sacrificio divino, es también la


imagen del Estado azteca y de su misión: asegurar la continuidad del culto
solar, fuente de la vida universal, por el sacrificio de los prisioneros de gue­
rra. El pueblo mexicano se identifica con el culto solar: su dominación es
semejante a la del sol que cada día nace, combate, muere y renace. La pirá­
mide es el mundo y el mundo es México-Tenochtitlan .. .6.

Octavio Paz, El laberinto de la soledad. Postdata. Vuelta al laberinto de la soledad, México D. F.,
Fondo de Cultura Económica, 1993, pp. 295-296.
L A P R E G U NTA 69

Llegaré incluso hasta hablar de arquitectura trágica, que se hace pre­


guntas como la tragedia. ¿Qué le da su fuerza? La catarsis (purificación
de las pasiones) o por el contrario la intensificación. La arquitectura trá­
gica teatraliza la ejecución del hombre. Se presta a la dramatización más
intensa: la muerte esperada, preparada, consentida (según parece) e in­
cluso querida por el sacrificado, en una extrema tensión casi erótica, casi
voluptuosa (o más que voluptuosa) común al sacrificador y a la víctima.
Una simple plataforma, ofrecida al sol, en lo alto de escalones ascenden­
tes y descendentes ... Allí se despliegan y se ejecutan los gestos rituales
del sacrificio humano (inhumano, demasiado humano).

6. Lo opuesto a esta arquitectura política, que declara sin esconderse su


razón y su función - dominar-, que obtiene su efecto de su sentido, sería
la arquitectura onírica, que realmente existe. Los castillos de ensueño
carecen de función; quizá nunca han sido habitados porque son inhabita­
bles. ¿Nos hacen soñar? No tanto. Son un sueño realizado, más verdadero
que el real. ¿Sueño inofensivo, anodino? Ciertamente no. En los castillos
de Luis 11 de Baviera se abre paso lo terrorífico, la violencia, lo monstruo­
so, como en el célebre bosque sagrado de Bomarzo7• Aquí el horror trata
de realizarse haciéndose ficticio-real, mientras que en la pirámide azteca
el horror arquitectónicamente indicado y permitido se volvía efectivo. El
miedo, el terror, provocados como en sueños por imágenes y figuras ex­
trañas dan un raro placer. Si un poeta destacó en las descripciones volup­
tuosas y crueles fue Ariosto, y todos los amantes de esas sensaciones, in­
cluido Luis de Baviera, fueron (parece ser) lectores de Orlando fu.rioso8
mientras que ignoraron a Sade. Sin duda porque Ariosto, atento al espa­
cio, describe los lugares tanto como las personas o las acciones, y en cam­
bio Sade, más analítico y menos poeta, no llega tan lejos en lo horrible
voluptuoso. No puedo evitar pensar que los príncipes que podían permi­
tirse estos juguetes suntuosos lo hacían como un gesto pueril. Cultivaban
su infantilismo. Si los castillos de ensueño nos hablan del desarraigo de
una época, también lo hacen de la vanidad de un poder, el de príncipes y
reyes, que ya no tenía razón de ser y buscaba coartadas y distracciones.
Estos príncipes, Luis 11 de Baviera, Carlos V de Nápoles9, o el príncipe
Orsini, jugaban a darse miedo; jugaban a disfrutar del horror, del espanto
(fi ngido) y de la aniquilación (diferida). ¿Y por qué no? Los objetos más

[Véase G. R. Hocke, Labyrinthe de /'art fantastique: Le maniérisme dans /'art européen, París,
Denoel, 1967; y Claude Arthaud, Les Palais du reve, Grenoble, Arthaud, 1970) . Edición en cas­
tellano: G. R. Hocke, El m undo como laberinto. El manierismo en el arte europeo, Madrid, Gua­
darrama, 1961. Traducción de José Rey Aneiros.
Ludovico Ariosto, Orlando furioso, Madrid, Espasa, 2000 [1532]. Traducción de José Marí
M icó.
En el manuscrito, Lefebvre escribe C arlos III de Sicilia pero eso no sería correcto. Se refiere
a Carlos 1 1 1 de España o el título que tenía previ amente que era Carlos V, rey de Nápoles y las
dos Sicilias, lo cual sería lo más conveniente pues la referencia aquí tiene que ver con un grupo
es cultórico del palacio de Caserta.
70 HENRI LEFEBVRE

sensuales que representan el placer en la arquitectura de ensueño son los


raptos. Ejemplo frecuente: una bella mujer desnuda, sublime, Deyanira,
se hunde en los brazos de un centauro o de un fuerte guerrero que se la
lleva para su propio placer. La compensación reside en que el significado
es más importante que el significante, que es algo brutal, limitado, un
poco grosero pero eficaz a su manera.
La réplica es la imagen del deseo castigado: Acteón culpable de haber
sorprendido a Diana en el baño, convertido en ciervo, devorado por sus
perros. Tema tan frecuente como el rapto de la bella. Tan cruel y volup­
tuosamente ambiguo: la contradicción del deseo y del rechazo. La inten­
sidad de la contradicción, la violencia de la acción, hablan de la fuerza
del deseo y del contra-deseo. La energía explosiva del acto queda fij ada
en un gesto instantáneo, cuya belleza exorciza su horror del mismo modo
que la belleza arquitectónica de las tumbas exorciza la muerte. Son es­
culturas, conjuntos en los jardines, que representan el rapto tanto en su
crueldad como en su belleza: son obj etos, no construcciones. ¿Escapa­
rían a la arquitectura el placer, el deseo, el disfrute?
No obstante, existen lugares donde el espacio ha superado la plena
sensorialidad, camino de una sensualidad más profunda, donde el placer
(refinado, sofisticado, sublimado con relación al deseo) aflora. Por ejem­
plo, el trono del rey loco, del rey virgen, héroe a la vez wagneriano y
nietzscheano, Luis I I de Baviera, con su trono coronado por pavos reales
de cristal con las alas desplegadas, una suntuosa ironía se añade a la fan­
tasía y al embeleso.
O también el Palazzo Borromeo en Isola Bella. El palacio en sí creo
que no pasa de la sensorialidad: la agradable diversidad de las curvas, de
los objetos expuestos. Stendhal no se equivocaba al encontrar este pala­
cio «tan seco para el corazón» como Versalles10• En los jardines, con sus
grutas y sus ninfeos algo más aflora, intenta materializarse. ¿Es la arqui­
tectura? Sí, en el sentido amplio. ¿Cómo separar los parques, los j ardines,
los alrededores, el paisaje mismo, de los edificios?

7. Largamente preparada, la pregunta llega a su madurez. Hela aquí:


«Dado que ha habido obras arquitectónicas dedicadas a la muerte, a la
violencia, al más allá celestial o al poder terrenal, ¿podemos encontrar
entre esas obras su contrapartida, es decir, una arquitectura consagrada
a la vida, a la felicidad, a la voluptuosidad, a la alegría ... en una palabra, al
placer, al disfrute, en el sentido amplio como cuando decimos "disfrutar
de la vida"?».
Pregunta pérfida, que reúne en una frase interrogativa las reticencias
precedentes, motivadas por el examen de las obras. Sí, muchos palacios y
castillos ofrecieron a la riqueza y al poder algo más que un marco exte­
rior, algo mejor que una obra de arte que ocupara un rincón del espacio:


Véase Stendhal, Oeuvres comlpetes, vol. 5 (181 J-1823), Paris, Le Divan, 1937, p. 63.
LA P R E G U N TA 71

un a realización objetiva d e s u placer. Pero ¿ d e qué disfrutaban estos ricos


y poderosos?
El poderoso se complace en abrumar a los débiles y en triunfar sobre
un adversario que sea su igual o superior en poder. Una vez obtenida la
victoria, el enemigo (de casta o de clase) aplastado, el poder se vuelve
triste. ¡Cuántos palacios y castillos no dan sino la penosa impresión de
se r una pesada masa, de sombrío aburrimiento! El sadismo, con su impli­
cación masoquista, a menudo asociado con oscuras motivaciones «in­
conscientes», solo pude entenderse a partir de la voluntad de poder. Esta
voluntad se ejerce o se realiza como se puede, con o contra las cosas
cuando los seres terrestres y las ficciones celestes se le escapan. Pero la
voluntad de poder insiste en su acción violenta: aplastar, romper. Tras
esta acción, persevera sin razón ni objeto; sobrevive a sí misma. Si tantos
monumentos declaran la victoria, también hablan de su tristeza. Ricos en
sentido, estos monumentos, palacios, ciudades, hablan más bien poco de
alegría.
¿Podemos encontrar en el mundo moderno una arquitectura del pla­
cer? Esta pregunta incongruente lleva en sí su respuesta irónica. ¿Qué
vemos a nuestro alrededor? Alrededor del «hábitat» monótonamente re­
producido con minúsculas variantes presentadas como profundas dife­
rencias cuya apariencia se disuelve enseguida tanto por la mirada como
por los otros sentidos. Monotonía, aburrimiento, combinatoria de ele­
mentos repetidos cuyas variaciones recuerdan obstinadamente su iden­
tidad fundamental. El ascetismo reina, un culto de lo sensorial intelec­
tualizado y de lo abstracto hecho sensible. El pensamiento y la mirada
oscilan entre dos entidades: el «inconsciente» (poco accesible por defini­
ción) y la «cultura» (banalizada por definición), entidades igualmente
secas y despoj adas de vida sensual, reenviando la una a la otra como un
juego de espejos, una puerta giratoria. Y esto en la arquitectura (reducida
a la construcción) como en las otras artes, como en el filosofismo y el
cie nti ficismo, tomados en sí mismos como justificaciones últimas.
¿C asualidad? ¿Coyuntura? No. En este ascetismo de las obras se mani­
fiesta una contradicción del mundo contemporáneo en su forma más de­
sarrollada, la de los grandes países industrializados: por un lado, la abun­
dancia, el despilfarro incluso, el productivismo a ultranza; y del otro,
malestar, inseguridad, ansiedad. El conflicto entre satisfacción (tan bus­
c ada) e insatisfacción (la única encontrada) se agrava en todos los
ca m po s. El ascetismo lntelectualista del arte habla del malestar y de
l a ins atisfacción, mientras que el cientificismo declara l a satisfacción, la
pro duc tividad triunfante. Pero el arte como la ciencia, la literatura como
l a filosofí a, se unen bajo la bandera de una categoría bien determinada: lo
i nt eres ante. No el placer.
De sde el siglo XIX, y en todos los terrenos de lo que generalmente lla­
ma mos arte, las tendencias al barroco, a lo fantástico, al simbolismo, se
vue lven marginales, aberrantes, dominadas por el ascetismo intelectualista,
72 H E N R I LEFEBVRE

o recuperadas por un breve lapso de tiempo. Incluido el Surrealismo. Este


ascetismo a veces disfrazado (el Pop Art frente al Op Art, perfectamente
desencarnado) ha conocido el éxito e incluso ha recibido el sello oficial.
Corresponde a la ideología dominante (a veces disfrazada de protesta), la
incorpora a lo sensible (reducido a la más simple expresión).
¿Sería esta la ocasión de ir, como se dice, hasta el fondo de las cosas,
suponiendo que haya un fondo de las cosas?
A lo largo del siglo XIX, el Edificio destronó al Monumento. Confrontó
los dos términos, con su contenido y su sentido, definiéndolos con clari­
dad, porque ha habido y hay todavía confusiones. El Monumento pasa
por Edificio, puesto que está edificado (construido). En el siglo xvn, el
diplomático inglés Sir Henry Wotton11 definía así la arquitectura: «Un
hermoso edificio tiene tres características: es cómodo, sólido y placente­
ro», fórmula de 1624 que se hizo célebre.
Es durante el siglo XIX cuando el Edificio se opone al Monumento y
esta distinción va calando en la terminología. El Monumento se caracte­
riza por la búsqueda o la pretensión estética, por el carácter oficial o pú­
blico, por la influencia que ejerce a su alrededor; mientras que el Edificio
se define por la función privada, por la preocupación técnica, por la loca­
lización en un área prevista. Hasta tal punto el arquitecto era visto como
un artista dedicado a la construcción de monumentos, que va a surgir la
pregunta de si los edificios son resultado de la arquitectura.
Con la gigantesca promoción del Edificio y la degradación del Monu­
mento, se produce una terrible pérdida de sentido. El Monumento era
rico desde todos los puntos de vista: rico en sentido, expresión sensible
de la riqueza. Este sentido desaparece a lo largo del siglo. Podemos la­
mentarlo, pero por qué volver atrás. La utopía negativa, añoranza del pa­
sado motivada por el rechazo al presente, no tiene más valor que su con­
trapartida, la utopía tecnológica, que pretende hacer surgir lo nuevo de
lo actual apoyándose en un factor «positivo», la técnica.
El sentido de lo monumental ha desaparecido. ¿Cómo y por qué? A
consecuencia de una revolución en múltiples aspectos: político (la revo­
lución democrática burguesa, cuyo modelo proporcionó la revolución de
1789-93), económico (la industrialización y el capitalismo), social (la ex­
pansión de la ciudad, el ascenso cuantitativo y cualitativo de la clase
obrera). El fin de lo monumental y el ascenso del edificio son el resultado
de esta coyuntura, de esta conjunción de causas y razones.
El Monumento era portador de sentido. No solo tenía sino que era
sentido: el de la fuerza y el poder. Estos sentidos perecieron. El Edificio
carece de sentido. El Edificio solo tiene un significado. Una gran canti­
dad de literatura de origen pretendidamente lingüístico o semántico cae

Sir Henry Wotton (1568-1639), poeta y diplomático inglés. Alcanzó cierta posición en la Corte
durante el reinado de Isabel 1 , pero a la ca ida del conde de Essex, de quien era secretario, tuvo
que exili arse en Florencia. Sirvió como diplomático en La Haya, Viena y Venecia. Además de
escribir poesía, se ocupó de traducir al inglés Los elementos de Arquitectura, de Vitrubio.
L A P R E G U NTA 73

en irrisoria ideología cuando falla al hacer esta distinción elemental en­


tre significado y sentido. Una palabra tiene un significado, una obra (al
menos para una sucesión de signos y significaciones, en literatura sería
un encadenamiento de frases) tiene un sentido. Como es sabido, los sig­
nos más elementales (letra, sílaba, fonema) carecen de significado salvo
entrar a formar parte de unidades más amplias, articularse.
La destrucción del sentido, revolución democrática al mismo tiempo
que industrial, suscita una excitación abstracta sobre las significaciones.
La promoción del edificio va acompañada de forma paradójica y, no obs­
tante, muy racional de una promoción de signos, de palabras y de discur­
sos, que aparecen junto a sus significaciones correspondientes. El poder
de la cosa y del signo, complementarios uno de otro, sustituye a los anti­
guos poderes, dotados de una capacidad de hacerse sensibles y aceptables
a través de los símbolos, los de los reyes, los príncipes, la aristocracia. Esto
no supone, nada más lejos, la desaparición del poder político, que es
transferido a una abstracción gigante, el Estado.
Los poderes complementarios de la cosa y del signo se incorporan en
el hormigón, que tiene esta doble naturaleza, si es que aún podemos usar
esta palabra: cosa brutal donde las haya, abstracción materializada y ma­
teria abstracta. Simultáneamente, podría haber dicho sincrónicamente,
el discurso arquitectónico, altamente pertinente, lleno de significados,
ha suplantado a la producción arquitectónica (la producción de un espa­
cio rico en sentido). Y los signos abstractos y falaces de felicidad, de be­
lleza, se multiplican sobre los cubos y bloques de hormigón.
Los edificios ya no tienen nada de morada de los dioses o de los reyes.
Ya no resumen simbólicamente el macrocosmos. Se aburguesan, pero
este aburguesamiento incluye una cierta democratización. ¿Es necesario
recordar el carácter democrático burgués de la gran Revolución francesa,
la más exitosa de las revoluciones habidas hasta nueva orden? Esto indi­
ca una contradicción profunda, que crece y se revela durante los si­
g los XIX y xx, el aspecto «burgués» va dominando lenta pero poderosa­
mente sobre el carácter «democrático». A lo largo de este proceso, en que
el po der estatal se afirma e incluso se erige por encima de la sociedad, lo
Mo nu mental reaparece, con una significación deliberadamente política.
Pero ese es otro tema.
La destrucción del sentido, esta reducción práctica, dej a un vacío.
¿Quién lo llenará? Nada ni nadie. Habríamos querido que la Revolución
(democrática) hiciera tabla rasa del pasado para dar paso a la felicidad, al
pl acer, a sus condiciones. Esta fue, y sigue siendo, la utopía política de los
de mó cratas, utopía que no pretende ser ni negativa ni positivista (tecno­
cráti ca) . Por desgracia o mala suerte, lo que ha sucedido no guarda nin­
guna rel ación con esta gran esperanza. Que el encargo orientado al ren­
di m iento y al benefi cio haya suplantado al lujo y a la fiesta, e incluso a la
de ma nda de los consumidores, que el capitalismo (modo de producción
Y po der del dinero) domine el mercado mundial, que en el mercado del
74 HENRI LEFEBVRE

espacio promotores y banqueros hayan sometido al arquitecto y a la ar­


quitectura, todos son aspectos indisociables de la misma cuestión.
La función domina, se declara, se exhibe; es ella quien se significa. El
edificio tiene por significado su funcionalidad. Nada más. La forma se
fij a: caj as superpuestas, reunidas. La estructura se simplifica, reducida a
la relación «dentro-fuera». Al Monumento se asociaban certezas: religio­
sas, morales, políticas. ¿Certezas ilusorias? ¿Perecederas? Sí, nos hemos
dado cuenta, pero quienes poseían esas certezas no las imaginaban tan
frágiles. El par «seguridad-incertidumbre» ha reemplazado a las certe­
zas desaparecidas. El par «satisfacción-malestar» ha suplantado al anti­
guo sentido de la fiesta, ligado históricamente a la monumentalidad. Pa­
rej as conflictivas, pero siendo la contradicción poco valorada, pasa a lo
inconsciente.
El Monumento exponía un absoluto: valores religiosos y morales bajo
el aspecto de valores estéticos. En la pluralidad de sentidos cabía, junto a
lo visto y lo sabido, lo vivido: sexualidad, violencia, crueldad. La dura­
ción, es decir, la eternidad (representada como posible), el poder com­
partido (el de una casta o una comunidad, la ciudad), la fuerza y el saber
(que celebran su unión) se ofrecían al pueblo. ¿Qué más expresaban los
Monumentos? La trascendencia del poder, su carácter divino, la omnipo­
tencia, significada por la capacidad de matar: guerra, sacrificio, juicio,
ej ecución. Pero también unidad, la de una comunidad establecida y man­
tenida en una tierra.
El palacio, el castillo expresaban, incorporaban sensiblemente, reali­
zaban materialmente en un territorio este poder; lo hacían aceptable y
aceptado por el pueblo, al que protegían y dominaban.
El Edificio es pobre. No es más que pobreza, construido por y para los
pobres, la pobreza mental dirigiéndose a la pobreza social. Incluso la ri­
queza ha tomado el aspecto de la pobreza. La destrucción de sentidos y
de valores, sin nada que los sustituya con «validez», solo dej a lugar a lo
irrisorio: espacios pobres para la pobreza, espacios que, sin embargo, tie­
nen un alcance revolucionario: tierra quemada, tabla rasa para lo posible
o lo imposible. Pero seguimos esperando, y la pérdida de sentido se agra­
va con la pérdida de identidad.
¿Cómo entender de otra forma la obsesión contemporánea por la po­
breza? El más pobre parece el más rico. Lo es, en cierto sentido, porque ha
conservado y conserva un sentido. No es la miseria lo que interesa, ni si­
quiera la comparación fácil entre el confort y el consumo de un lado y del
otro la aspiración insatisfecha. Los barrios, las ciudades, los antiguos
pueblos se vacían de habitantes, que marchan hacia la modernidad, hacia
la rentabilidad; otros llegan a habitar en su lugar, a instalarse en sus cás­
caras vacías: intelectuales, burguesía liberal, artistas. ¿Qué encuentran
en estos cascarones? ¿Con qué disfrutan o qué esperan? Lo pintoresco de
la pobreza y su atractivo necesitan una explicación. ¿Por qué las masas de
turistas y de curiosos invaden los países no desarrollados? ¿Por qué esa
L A P R E G U N TA 75

avalancha devoradora en los barrios antiguos, en las ruinas de los pue­


bl os? El consumo, o más bien el uso, incluso si es caricaturesco, de obras
y de espacios, debe proporcionar un placer; hay en estos lugares algo, una
c ualidad, para ver, para aprehender, para sentir y después devorar, aparte
del consumo habitual de productos industriales. ¿El qué? Las obras, las
últimas: el espacio apropiado, los monumentos, las viviendas (campesi­
nas, aristocráticas), en que todavía rezuma algo de lo perdido. El sueño,
la utopía, lo imaginario, el consumo de símbolos y de obras, y finalmente
el turismo, se refuerzan unos a otros. El Arte Povera ha tenido y sigue
teniendo un éxito bien merecido. Los espacios pobres mantienen la obse­
sión de la pobreza y reenvían a otros espacios donde la pobreza de los
objetos no excluye una riqueza del espacio. La «cultura» y el consumo
cultural empobrecedor reenvían a otro consumo, más sustancioso, la po­
breza obsesionada se dirige a los lugares más pobres para disfrutarlos.
¿ Dónde está pues la arquitectura del placer?

8 . ¿Sería esta una razón teórica, seguida de la práctica espacial y arqui­


tectónica, para volver al pasado, a los palacios y a los castillos, al ágora y
al foro para la ciudad, a la casa campesina para el «habitar»? Después de
un largo desvío, volveríamos a encontrar la filosofía de los Premios Roma12,
o algo parecido.
No. La vivienda campesina, regional (la arquitectura llamada verná­
cula) fue adaptada a una práctica (una forma de vivir) ligada a la tierra,
inscrita en un lugar y en un paisaje, espontánea (orgánica). La lista de sus
virtudes y cualidades, las de su espacio y su apropiación del espacio, po­
dría alargarse: equilibrio, robustez, una cierta comodidad, una cierta be­
lleza en los mejores casos, una actividad reglada por las horas y las esta­
ciones, recompensada por una cierta abundancia. Una huella de felicidad,
pero sin señal de placer.
La desmitificación de la erudita arquitectura monumental que ape­
nas había empezado se extiende a la arquitectura inmediata, popular y
espontánea, que ha constituido su opuesto a lo largo de los tiempos. El
castillo, la fortaleza, las murallas de la ciudad, la torre de vigilancia vela­
ban un espacio de pueblos, de chozas, de cabañas, a veces de casas cons­
tru id as por generaciones sucesivas, testimonios de un enriquecimiento
Y u na c onsolidación de campesinos acomodados (los «labradores» de su
ti err a, conquistada o adquirida). La Vivienda habla de la voluntad de
durar, la victoria pasa al futuro, la alegría, el placer, la voluptuosidad
vienen después de la perseverancia y dependen de ella: raras son las
fiestas que suspenden el severo orden de los trabajos y los días, y solo se
casa n una vez.

Premios creados en el siglo XVII por el Estado francés, bajo el reinado de Luis x1v, con el fin de
que los ganadores realizaran una estancia de varios años en la Academia de Francia en Roma.
Se otorgaron en su fo rm a to original hasta finales de la década de 1960 en distintos campos
artísticos, entre ellos, l a arquitectura.
76 HENRI LEFEBVRE

Una mistificación: el Chateau de Anet. En París todos -arquitectos,


urbanistas, sociólogos- exclaman: «Estás buscando la arquitectura del
placer por todas partes, en Oriente, en España, cuando la tienes cerca de
París, en Anet. El Renacimiento, los reyes más sensuales de Francia, Dia­
na de Poitiers, Philibert Delorme . . . » .
Porque el rey Enrique 1 1 ofreció este castillo a su amante, la ilustre
Diana de Poitiers, que se suponía había perdido la virginidad con Fran­
cisco 1 , padre del monarca reinante, porque Philibert Delorme puso todo
su genio como arquitecto al servicio de la fantasía real, este edificio pasa
por sede de la voluptuosidad. Es así como se construye una mistificación
artística, una reputación ilusoria.
Diana de Poitiers, duquesa de Valentinois, se identificaba con la dio­
sa pagana del mismo nombre: diosa cazadora y virgen, cuyo símbolo era
la luna, de ahí el simbolismo de las tres crecientes y la D entrelazadas de
forma ingeniosa. Sobre el monumental pórtico hay una estatua de Diana
desnuda; su cuerpo alargado, atlético y lleno de gracia, al estilo de Fon­
tainebleau, está inspirado en la señora del lugar, el más puro de los des­
nudos. Con su brazo derecho, la diosa abraza el cuello de un gran ciervo,
mientras que en lo alto del pórtico el ciervo, con los cuernos levantados,
es cercado por cuatro perros que se preparan para atacar. La noble y pura
construcción del pórtico presenta esas figuras a los que entran y a los
que salen.
¿Voluptuosidad? ¿Disfrute? ¡ Pureza y crueldad! Lo que coincide con
lo que sabemos de la bella Diana: solo el rey podía acercarse y profanar a
la diosa, transgrediendo la ley que la protegía. Ella tenía veinte años más
que su real amante, que se desquitaba violando a jóvenes italianas duran­
te sus campañas. Más ambiciosa que sensual, Diana era la diosa de la fri­
gidez: divinidad lunar, gélida. Los símbolos de la frigidez y de la pureza
se entrelazan con un virtuosismo perfecto sobre todos los techos y mu­
ros, que cantan a la caza y a la castidad.
A decir verdad, si examinamos todo el horizonte arquitectónico, un
solo caso hasta ahora legitima esta búsqueda: Granada, la Alhambra, el
Generalife. Y aun así este ejemplo no escapa a ser contestado. Nosotros
no vemos la Alhambra en su estado original. Nos la imaginamos, amue­
blada con tapices y divanes, perfumada, poblada de páj aros, j uegos de
agua y bellezas de Las mil y una noches. Pero ¿qué significaba el arabes­
co para los árabes? ¿La razón de la voluptuosidad o la razón en la volup­
tuosidad? ¿Su límite o su causa? ¿O la advertencia del fi nal? Porque la
flexible línea separa y define tanto como une e imita los movimientos
más armoniosos de la vida. ¿Ordena ella el placer? Para nosotros, occi­
dentales del siglo xx, lo sugiere. ¿Quizá para otros ordenaba l a sereni­
dad más que la pasión? Respuesta: la sola existenc ia de la Alhambra
justifica l a pregunta. ¿Alegría, serenidad, voluptuosidad, felicidad?
Poco importa. M i decisión es asignarle un signo + . Y la pregunta se con­
vierte en: «¿ Por qué entonces las construcciones neutras o marcadas
LA P R E G U N TA 77

fu ertemente con el signo -, el del dolor, la angustia, la crueldad, el poder,


recubren la tierra habitada mientras que lo contrario, el signo +, es raro?
¿Tan raro que hasta que no tengamos más información tenemos un solo
ej emplo para examinar? ¿Por qué? ¿Tiene algún sentido esta situación?
¿ Cuál? ¿Qué conclusiones se pueden sacar para el futuro? ¿Esta situa­
ción se puede invertir, cambiar, transformar? ¿Cómo y cuándo y en qué
condiciones? . . . ».
11

El alcance de la pregunta

l . La pregunta va más allá de una cuestión especializada o técnica con­


cerniente a la arquitectura. Tiene un alcance más amplio que un análisis
simplemente estético. Si se quiere designar por un término común, po­
dríamos llamarla filosófica, salvo por el hecho de que la reflexión o me­
ditación filosófica se centra en la prueba (la experiencia) del filósofo,
mientras que aquí se trata de una práctica social.
El filósofo clásico, cuando somete a análisis una actividad productiva
o creadora -el arte, la ciencia, el trabajo-, empieza por establecer el te­

rreno de la filosofía, su dominio reservado, su método propio y sus con­


ceptos. No examina, por tanto, esta actividad en sí misma sino que la su­
bordina a través de una hipótesis. Aquí, nada semej ante. Lo vivido, la
práctica, se plantean inicialmente, no para reducirlos, sino para com­
pre n derlos en sí mismos, sabiendo (por la crítica del saber) que esta com­
pre nsi ón los modifica y a veces los transforma, y anuncia así una meta­
mor fosis más profunda.
La pregunta resiste a todos los esfuerzos por reducirla. La arquitectu­
ra p uede eventualmente definirse por la ambigüedad, por la disponibili­
d ad : el espacio y la arquitectura de la contemplación -el claustro, el mo­
na ste rio- dej an sin determinar la conciencia del contemplativo. Es decir,
l e conce den el mérito de la decisión. Se libera del mundo, se vacía, pero
¿para alcanzar qué estado cerca de la nada (del nirvana)? ¿Se impregna,
s e llena de contenidos y saber, de presentaciones y representaciones?
¿ Cómo y por qué, para llegar a qué plenitud? La arquitectura y el espacio
d e la contemplación tienen quizá este obj etivo y este sentido: hacerse
o lvi dar remitiendo a «otra cosa», a un «otro lugar» . El mausoleo niega
o rechaza la muerte. La trasciende de una manera a la vez ficticia y real en
lugar de plantearla como un absoluto, pero quizá dej a en la incertidum­
bre lo que el análisis ulterior disocia en dos certezas opuestas, el fin mor­
tal y la supervivencia inmortal. Admitámoslo. Sin embargo, ¿qué arqui­
tectura deja elegir entre el placer y el no-placer, entre la alegría y la
tristeza? Ninguna. Ninguna se deja olvidar ante la alegría, ante la volup­
tuosidad, salvo a veces en un momento privilegiado, el más neutro, el más
anodino. Ninguna es aparentemente insignificante en relación con la feli­
cidad, siendo al mismo tiempo profundamente significante: cargada de
significados - de sentidos «positivos»-, en la acepción adoptada ante­
riormente.

2. ¿Esta pregunta cuestiona alguna cosa? Ciertamente. ¿El qué? Inicial­


mente, el poder y su esencia. La voluntad de poder, normal y profunda,
que solo tiene en común con el sadismo y lo patológico la capacidad de
provocarlos, proporciona placer. La moral que utiliza la voluntad de po­
der prohíbe disfrutar; los amos de esta sirvienta de gran corazón y espí­
ritu limitado, la moral, no se privan de ello. La energía que saben acumu­
lar se gasta explosivamente, en un estallido y un estertor. Vencido el
adversario, llevarle a pedir clemencia, qué placer. Pero dura poco, incluso
en el sexo, un destello y terminado, y la amargura sale a flote. ¿Un pecado
original para cada actividad? ¿Finitud ontológica? ¿Limitación histórica
o social, en función de la división del trabajo? La causa importa poco. La
obra que quiere eternizar el instante no dice ni es de él más que su som­
bra. Representa en lugar de presentar, formando parte esta confusión de
la ilusión estética. Los monumentos a la victoria, los arcos de triunfo, tan
pesados y tristes como las esculturas que representan una violación, un
rapto, un acoplamiento apasionado, solo tienen una relación analógica
lejana con lo que conmemoran, el instante de la gloria. La voluntad de
poder como fuente de voluptuosidad se expresa en un acto y el recuerdo
de ese acto desespera por su vanidad. Lo que quiere decir que nada se
edifica sobre la voluntad de poder y por el poder sino aquello que les
sirve. La arquitectura del poder, palacios y castillos, a menudo es porta­
dora de los signos del poder sin alegría, ni felicidad, ni voluptuosidad.
Es entonces la esencia del poder la que se pone en cuestión, con sus
medios, igual que la esencia del saber y el sistema del saber. El conoci­
miento también aporta una alegría, pero se destruye a sí misma. Fuente,
recurso, apelación de la filosofía, esta alegría de saber (la única alegría ,
dijeron desde la antigüedad los socráticos, y después los renacentistas,
Petrarca entre otros con un texto célebre, y después los filósofos del la­
gos cartesiano) se agota y se desmiente. ¿Qué hay más frío que el con­
cepto si no es el poder político del Estado? ¿Qué hay más seco que ese
centro de saber? La alegría de saber se reseca desde el momento en que
el conocimiento adquirido se define y enseguida se enseña, convirtiéndo­
se en institución. Del mismo modo, el placer del poder se hiela, excepto
E L A L C A N C E D E L A P R E G U N TA 81

cuando n o duda e n volverse obsceno exhibiéndose, alardeando; la obsce­


nidad con sus decorados no lo salva mucho tiempo de esta aridez, de esta
glaciación. Toda la obra de Hegel lo revela, y después la de Nietzsche
culmina la fundación de una crítica radical que va a demoler estos monu­
mentos, análogos teóricos de palacios y castillos: los Sistemas. El sistema
filosófico del saber y el sistema político del Estado, apoyándose uno en
otro, uno contra otro. La alegría del puro saber dura tan poco como el
placer impuro del poder; quiere durar, perseverar en el ser, renovarse.
Para ello son necesarios nuevos actos, nuevas conquistas, sin descanso.
El conocimiento solo progresa convirtiéndose en pasión, y cuando reina
la pasión por el conocimiento, la alegría de saber se torna en ansiedad, en
dolor, pues reconoce su vanidad. Para qué saberlo todo dice el Doctor
Fausto antes de invocar al diablo.
El monumento promete la continuación de la alegría finita, del breve
placer. No mantiene sus promesas. Falla el objetivo: es el fracaso de la
monumentalidad en todos los órdenes, planos y terrenos. ¿Pero qué o
quién ocupan su lugar?
Lo que precede concierne solo a la sensualidad del guerrero -la ale­
gría de la sabiduría que se separa de la lucha-. Decir que esas alegrías y
esos placeres son breves, finitos, y que están marcados por la finitud,
agridulce, y que querrían alargarse, prolongarse, que los poderosos y los
sabios inventaron el arte acogiendo a artistas, que la arquitectura j unto
con la pintura y la escultura tienen ese sentido, ¿no equivale a condenar
ípso facto tanto la búsqueda de la felicidad como el proyecto de un lugar
para acogerla? Si no gusta la palabra «felicidad», se puede reemplazar
por «placer» en el sentido amplio: disfrutar del cuerpo, disfrutar de la
naturaleza o de los descubrimientos o de la creación, disfrutar de la vida.
¿En qué se diferencia el «alegre saber» del «triste saber»? El propio
Nietzsche no pudo responder a la pregunta que había planteado. ¿No
residirá la diferencia en que el «alegre saber» renueva la alegría de lo vivi­
do en lugar de apartarse y en lugar de engendrar un marco abstracto
enseguida sabrá producir, inventar, crear un entorno sensible, sensorial
y sensual?
Pero esta hipótesis revela una perspectiva, la de una subversión radi­
cal: p oner el mundo al revés, abrir una nueva vía, arrancar al poder y al
s aber asociados o disociados sus privilegios, entre otros, el de modelar el
es pa cio a su antojo y el de construir según sus diversos «intereses», de los
más superficiales a los más esenciales, siendo el interés superior el de du­
rar y perseverar en el ser: mantener, entre la ficción y la realidad, la im­
p resión y la expresión de su duración.
¿Llamaré revolución arquitectónica a esta transformación del edifi­
cio ? ¿Por qué no? Es obvio que este proyecto no basta para transformar el
mu ndo. Dejar aparte las relaciones de producción no las modifica; al con­
t rario, pone ta mbién en evidencia su papel, su importancia. Lo mismo
s ucede con las in stituciones políticas y el papel del Estado, sea capitalista
82 H E N R I L E F EBVRE

o no. La revolución arquitectónica no reemplazará otras formas de cam­


bio y subversión.
Pero ¿cómo será posible otra vida, otro mundo, si lo que tanta gente
llama con palabras pobres y términos inadecuados el «marco vital», el
«decorado», o lo «morfológico» no han cambiado? ¿Puede haber cambio
sin previsión, sin exploración de lo posible y de lo imposible? ¿Habrá que
esperar indefinidamente declarando que el presente está bloqueado y lo
real (insoportable) completamente saturado? La revolución arquitec­
tónica solo puede definirse como una parcela de la inmensa transforma­
ción mundial que todos saben que se está produciendo de maneras di­
versas, violentas o no violentas, sangrientas o pacíficas, políticas y no
políticas. Al lado de otros muchos proyectos, compitiendo o no con ellos,
el proyecto arquitectónico tiene una existencia propia, es solidario del
movimiento pero con una relativa autonomía.
Por otra parte, es demasiado fácil llamar «revolucionario» a cual­
quier proyecto empíricamente motivado -y la retórica publicitaria no se
priva de ello- que sabe añadir las connotaciones más audaces a las de­
notaciones más vulgares (por emplear una vez más la jerga de la cienti­
ficidad y del «triste saber»). El término «proyecto» se toma aquí en su
acepción más fuerte. Implica el recurso a la utopía y la apelación a lo ima­
ginario. No de cualquier manera, en el desorden de una propuesta sin
hilo conductor. El pensamiento ha despej ado el camino y lo abre a través
de los escombros y de los materiales disponibles, a través de los obstáculos,
a su manera, teórica y práctica (ligada a la práctica y a sus dificultades y
esfuerzos) .
Políticamente hablando, la revolución arquitectónica se concibe como
un logro de la revolución democrática que destruyó la monumentalidad
y como superación de la época burguesa que solo supo multiplicar los
Edificios. Esto inaugura una cierta superación de lo político como tal,
necesaria pero no suficiente.
Poner el mundo al revés, primero por la teoría, después por lo imagi­
nario y el sueño, para contribuir a la multiforme transformación práctica,
sin encerrarse en una forma limitada (política, «cultural», ideológica y,
por tanto, dogmática), de esta manera se da el sentido de la iniciativa que
aquí seguimos.

3. Si es necesario constatar el fracaso de esta tentativa, habría también


que sacar conclusiones, que pueden llegar lejos: si el fracaso consiste en
una respuesta negativa, en una no-respuesta, en una respuesta decep­
cionante.
Quizá se llegue a probar que nada quebranta la voluntad de poder con
los efectos y las obras del poder. Lo nuevo, desde Marx (¿en su orienta­
ción? No, pero sin entrar en conflicto con él, crítica del Estado), es el
descubrimiento y el análisis de la voluntad de poder. Voy a ponerla en
suspenso por un acto del pensamiento, en mi mente, lo que parece simple
E L A L C A N C E DE LA P R E G U NTA 83

reflexión o meditación profunda, pero que me sitúa ya en lo imaginario.


I nmediatamente el poder y la voluntad de poder restablecen sus dere­
chos en la práctica. Mi imaginación nada puede contra ellos, ni la imagi­
nación de nadie, ni lo imaginario, ni tampoco apelando a la creatividad.
¿Por qué? Porque la voluntad de poder, omnipresente, está también en
mí, en mi acción de pensar, que intenta oponer mi voluntad débil y des­
provista de medios (la de un «intelectual» dirán ciertos maliciosos) a los
enormes poderes que la rodean. En consecuencia, nada la perturba si no
es un acto puro, purificado y purificador, puramente poético, que la tras­
ciende subjetivamente. Acto que lleva a cabo Nietzsche cuando abando­
na el «alegre saber>>1 para franquear de un salto el abismo que separa lo
humano de lo Sobrehumano, no confrontado o no confrontable a una
práctica social. Mientras que el « alegre saber» afrontaba lo real y lo ac­
tual cantando, danzando, riendo o bromeando, hasta analizar e inventar
la arquitectura2, Zaratustra, todo grandeza y amplitud, comicidad y uni­
versalidad, sometido a una sola prueba -la horrible visión del eterno re­
torno-, elige entre la infinitud de interpretaciones posibles y de perspec­
tivas, infinitud que define el carácter prospectivo de la existencia, nuevo
infinito que produce escalofríos, que exalta la nueva alegría3• Solo con
Zaratustra adquiere consistencia la «visión trágica» atribuida a toda la
meditación nietzscheana, mientras que La gaya ciencia se resume en el
consejo: aprender a amar, y para ello saber odiar4•
I ncluso aquí, un cierta perspectiva, abierta en tanto que elegida, in­
tenta unirse con la de una modificación radical de las relaciones sociales
y del modo de producción. Convergencia que se define en un terreno o
más bien que define un terreno: el espacio en sí mismo e, inicialmente,
el espacio para habitar (del orden cercano). Si solo el poder (el poder
político) ha sabido y aún sabe hacerse sensible, materializarse mediante
la realización de sentido, utilizando hábilmente las relaciones sociales,
entonces, si falla esta convergencia, ¿qué fracasa al mismo tiempo? ¿Una
perspectiva entre otras? ¿La idea de la revolución «total»? Un filósofo
tendría la tentación de decir: quizá Europa y el Lagos, quizá Occidente,
quizá la especie humana. Porque lo humano, demasiado humano, ha­
brá perdido la capacidad de designar una vía posible, de reconstruirse
proyectando la construcción de formas nuevas. Sin esta capacidad, la

En esta ocasión, como en otras anteriores, el autor, a l utilizar el término «Gai Savoir» juega
con el sign ificado en francés («alegre saber») y el título de uno de los libros más importantes
de Nietzsche, Die frohliche Wissenschaft, de 1882. Edición en castellano: La gaya ciencia, Ma­
drid, Tecnos, 2016. Traducción de Juan Luis Yerma!.
[Aforismo 240, sobre la casa que el poeta, caso de construirse una, querría levantar, y aforismo
291 sobre Génova], ambos en Friedrich Nietzsche, La gaya ciencia, Madrid, Akal, 2001 (1882],
pp. 195, 213-14. Traducción de Charo Crego y Ger Groot, [Asimismo, sobre l a arquitectura
generalizada, arquitectura de los conceptos y arquitectura de l a sociedad], véase Friedrich
Nietzsche, El libro de/filósofo, Madrid, Taurus, 2000 (1875]. Traducción de Ambrosio Berasaín
Villanueva.
Aforismo 374, en Friedrich Nietzsche, La gaya ciencia, op. cit. , pp. 302-303.
Aforismo 334, en Friedrich Nietzsche, La gaya ciencia, op. cit. , pp. 240-241.
84 H E N R I L E F E BV R E

conciencia y la humanidad son solo errores de la naturaleza, y la vida


misma una enfermedad, una falta; esto es lo que asume el pesimismo y
declara el nihilismo, sea europeo o no, sea religioso o no. Solo se trata
secundariamente del arquitecto (demiurgo o peón) y de los límites de la
arquitectura (como actividad especializada, estética o técnica) . Se trata
del hombre y de su futuro.

4. «Nada es verdad, todo está permitido», dice uno; «Dios ha muerto,


todo es posible», dice el otro casi al mismo tiempo. Uno es Dostoievski y
el otro es Nietzsche5• Poco antes, Hegel declaraba: «Todo es verdad, por­
que todo lo que existe es real y verdadero a la vez. Lo verdadero se ha
cumplido, todo se ha consumado, el todo se ha realizado en su verdad, el
Estado». Según Marx: « No, lo verdadero no se ha cumplido, una vía se
abre, la vía de lo posible, la de la clase obrera, que implica y estimula el
crecimiento económico y el desarrollo de la sociedad». Palabras realistas
y críticas a la vez, llenas de promesas concretas.
¿Dónde estamos nosotros? Cuántas cosas suceden, o no suceden,
como si Hegel tuviera razón: bloqueo, culminación de lo real pese a sus
dramáticos desfallecimientos, nada más que detalles a añadir al tablero
del mundo, técnico y político. ¿Apostar por la clase obrera? ¡ Qué decep­
ciones pasadas, presentes y futuras, para aquel que ha puesto su vida en
juego por ello! A largo plazo, «históricamente» como se dice vulgarmen­
te, quizá ...
¿Hasta qué punto la voluntad de poder y el poder político han utiliza­
do al proletariado para construir un aparato de dominación y extenderse
por un espacio? ¿Qué conciencia o conocimiento tiene de ello la clase
obrera mundial?
En efecto, todo está permitido: cualquier uso y abuso de la violencia.
Dios ha muerto, pero el Estado, su sustituto, no está muerto. ¿Qué es po­
sible entonces?

S. El fracaso supone el retorno al Monumento y a la Monumentalidad,


para todo lo que en la sociedad depende, inmediatamente o no, del Esta­
do, del aparato de Estado, del poder llamado «público» por los que lo
detentan, de la voluntad de poder. Esta monumentalidad privada de los
antiguos sentidos -cósmicos, religiosos, estéticos- se levantará en su
rigidez. De hecho, se levanta ya, se erige como expresión sensible de lo
que se instituye por encima de la sociedad, el Estado.
Significa, pues, que el arte en general, y el arte de construir en particular,
se conforman en expresión oficial del poder. Lo que ya fueron en tiempos
en que el poder legitimaba, religiosa y cósmicamente, sus capacidades exor­
bitantes: matar, humillar, oprimir, explotar. El fracaso es la proliferación de

La cita de Dostoievski proviene de Los hermanos Karamazov, Madrid, Alianza, 2011 [1880] .
Traducción de Augusto Vidal Roget. L a cita de Nietzsche procede de La gaya ciencia, op. cit.
E L A L C A N C E DE LA P R E G U N TA 85

estructuras (edificios) intercambiables, l a continuación d e una arquitectu­


ra reducida a la comunicación, dentro de un marco bien definido, el del es­
pacio producido por el intercambio (la compra y venta). Esto supone, al
amparo del poder del Estado, la dictadura de la cosa y del signo, dicho de
otra forma, del dinero, del capital y de las mercancías, los productos entre­
gados al mercado revistiéndose con signos de la obra, del arte, del «estilo»,
de la felicidad incluso. Supone, indefinidamente, cajas para habitar en que
la gente duerme y hace niños para que se perpetúe la mano de obra.
Un fracaso que también significa el fracaso de la democracia, que
puede esconderse tras una apariencia democrática y liberal: el derecho a
la vivienda, el acceso a la propiedad, la construcción intensificada (por y
para la especulación), incluso la participación de los usuarios en estos
programas. Esto puede llegar a tener como consecuencia una vaga sínte­
sis entre el edificio, que ha caído en una vulgaridad excesiva, y el monu­
mento, erigido en su arrogancia.
Ni la participación ni la síntesis darán a la arquitectura la dignidad de
ser portadora del signo +, el de la alegría, la felicidad, el placer, el disfru­
te, el vivir.

6. Comentarios añadidos a las consideraciones precedentes que ponen el


acento sobre la crítica radical -marxista y nietzscheana- al Estado, al
poder político y a la voluntad de poder. En términos más estrictamente
«marxistas», Marx nunca disoció el crecimiento (económico, cuantitati­
vo) del desarrollo (cualitativo) de la sociedad. Admitía, no obstante, un
desfase, una «distorsión» (término tomado de la cientificidad modernis­
ta), entre crecimiento y desarrollo, es decir, el retraso de uno respecto a
otro. Según él, las superestructuras (políticas e ideológicas) generalmen­
te van retrasadas respecto a las fuerzas productivas (base) y a las relacio­
nes sociales de producción y propiedad (estructuras). Este retraso en el
capitalismo habría de superarse de forma revolucionaria.
Nuestra situación es más complej a. Ha tenido lugar un crecimiento
económico bastante grande y han aumentado las fuerzas productivas
(tecnología, control destructivo de la naturaleza) sin que se transformen
las relaciones sociales de producción. Hasta tal punto que, de forma ge­
neralizada, los políticos han apostado todo al crecimiento indefinido sin
preocuparse por el desarrollo. Una estrategia que con el tiempo parece
cada vez más extraña. ¿Han recuperado las superestructuras su retraso?
No. El desarrollo no ha mantenido el ritmo en todos los ámbitos. De ahí
la amplitud que ha alcanzado el concepto de desigualdad en el crecimien­
to y el desarrollo.
Ahora bien, el espacio tiene una relación con todos los niveles de la
realidad social: fuerzas productivas (base), relaciones sociales de pro­
ducción y de propiedad (estructuras), formas políticas e ideológicas (su­
p erestructuras) . El esp acio, su organización, su producción dan lugar
a nuevas contradicciones.
86 HENRI LEFEBVRE

La arquitectura, el edificio, el monumento, sus contradicciones pue­


den, por tanto, relacionarse con este conjunto relativamente nuevo de
desigualdades y conflictos. ¿El concepto de desigualdad entra dentro del
de contradicción, o bien por el contrario lo integra subordinándolo? No
se puede deducir lógicamente. Lo desarrolla y lo enriquece; no se sujeta
a la noción clásica (hegeliana) d e movimiento dialéctico.
La aproximación que aquí seguimos deberá pues ayudar al pensa­
miento y a la imaginación a recuperar un retraso, a llenar un vacío debido
a un desfase en el interior de una maraña de conflictos.
111

La búsqueda

l . Entreabierta la puerta del sueño, u n camino sinuoso la franquea. Al


otro lado, causando escalofríos, como si el audaz fuera por delante de
los monstruos, ¿qué encontraré? El vacío quizá. ¿Un viaj e por el vacío
interplanetario o quizá monstruos en medio de las maravillas? Para
descubrir los lugares del placer, partamos soñando, pues lo real traicio­
na la alegría.

2. Este punto de partida se parece a otros: los viajes iniciáticos, Alicia en


el país de las maravillas1, Wilhelm Meister2 (analogía peligrosa, pero Wil­
helm atraviesa el imaginario del teatro, antes de completar su formación
personal). Lo particular de este caso es que de partida sé lo que busco: no
la felicidad, ni el disfrute, ni la alegría, ni la voluptuosidad, sino el lugar
en que yo querría experimentarlos, el lugar en que podría quedarme con
uno de esos felices encuentros. ¿Absurdo? No, puesto que existen lugares
de la contemplación, de la serenidad, del poder, de la crueldad. ¿Sería lo
que busco, una vez despertado junto a la puerta de los sueños, simple­
mente la belleza? Sí, la belleza, «promesa de felicidad»3•

Véase L. Carroll, Alicia en el país de las maravillas, Madrid, Alianza, 2010 [1865] . Traducción
de Jaime de Ojeda.
Véase Johann Wolfgang von Goethe, Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister, Madrid, Cá­
tedra, 2000 [1795] . Traducción de M iguel Salmerón.
Alusión a la expresión de Stendhal «La beauté c'est la promesse de bonheur>> («la belleza es la
promesa de la felici dad»). Véase Stendhal, Del amor, Madrid, Alianza, 2011 [1822]. Traducción
de Cnnsuelo Berges.
88 HENRI LEFEBVRE

3. Es un punto de partida largamente preparado. Desde hace años, inten­


to cultivar y educar (problemáticas palabras: «cultura», «cultivar», «edu­
cación») mi cuerpo, darle un sentido del espacio. Lo que complica la si­
tuación es que para descubrir o construir el espacio del placer, ¿no haría
falta disfrutar del espacio y, por tanto, haber aprendido a hacerlo como
un niño aprende a andar?
He preguntado a un gran número de personas, y he de constatar que
ninguna percibe con fuerza su cuerpo en el espacio, la relación de su
cuerpo con lo que lo rodea. ¿Quién me ha servido de revelador? Un bra­
sileño encantador, A., flexible y largo como una liana, que poco después
de su llegada a París me decía: «Este espacio no me conviene; he perdido
el paso danzarín que tenía en mi país; avanzo rígido, camino inquieto, las
paredes me dan la impresión de cerrarse sobre mí, los ángulos parecen
instrumentos crueles».
Ciertamente, la mayor parte de la gente solo percibe su cuerpo en el
espacio a través de las palabras que designan, separándolas, las partes de
ese cuerpo, y este se dispersa para su conciencia, fragmentándose. Es
igualmente cierto que esas mismas personas no tienen de sí mismas más
que una percepción narcisista, reducida a la piel, al rostro (apreciado en
términos de fealdad o de belleza), a los ojos, a algunos lugares privilegia­
dos (pero marcados por un signo nefasto como el sexo). ¿La causa o ra­
zón? ¿Será el lenguaje? ¿O el espejo? ¿O el inconsciente? No. Será más
bien la cultura occidental, más bárbara que los bárbaros, que subestima
el cuerpo. Será la ideología de la imagen y del lenguaje, será la tradición
judía y cristiana de desprecio por la carne agravada por el reino de la re­
tórica publicitaria, de signos y significaciones, en un espacio social don­
de la referencia al cuerpo ha desparecido, suplantada o sustituida por la
sola referencia al discurso.
Volver al cuerpo no quiere decir: volver al cuerpo de antaño, cuando el
niño, el adolescente, el adulto poseían a su alrededor los «elementos» in­
dispensables para vivir su cuerpo sin extraviarlo. ¿Un árbol? ¡Qué usos para
el cuerpo y qué dones prodigaba este ser de la naturaleza al alcance de la
mano! El árbol se tiene en pie, alto y tranquilo, de sus raíces a sus más altas
ramas. El niño da vueltas alrededor del árbol, trepa, se esconde, y su cuer­
po toma como modelo y medida este árbol enraizado, sólido, alzado en
toda su longitud. Lo mismo sucede con la hierba más endeble o la roca más
estable, lecciones de cosas vivas; nada que ver con las cosas abstractas, las
cosas temibles, las cosas-signo, la moneda, el billete de banco, el monedero
y la cartera, la bombilla, la maquinilla Gillette o Phillips, los aparatos y lo
k itsch. En todos estos objetos no hay nada que aporte a los sentidos (a los
órganos y a la conciencia) el cuerpo entero. Todo fragmentado, todo dis­
perso, degradando a la vez que extrapolando las percepciones y las expe­
riencias del cuerpo (a través de un proceso de metaforización).
La mayor parte de la gente ignora su cuerpo y lo desconoce. Unos,
atrapados en la división del trabajo, solo tienen los gestos de un trabajo
LA BÚSQUEDA 89

pa rcelario, gestos que influyen fuera del trabajo y que modelan el cuerpo
y la vida cotidiana. Otros, hasta en la «élite», han quedado atrapados por
la s imágenes, el narcisismo y la abstracción. El espacio social abstracto
incluye esta paradoj a (diabólica) que pasa desapercibida. Es a la vez
homogéneo, en tanto que se somete a normas y obligaciones generales
(el poder político, la dominación económica del dinero), y fragmentado
(dividido en parcelas, en partes, en lotes, en migajas).
La reducción del cuerpo ha seguido a la del «sentido» (valores religio­
so y otros). Los órganos han seguido al espacio y el deterioro de este ha
determinado la degradación de aquellos. Reducción y destrucción de lo
vivido por un saber, por un espacio de cosas-signo, sustitución de un re­
manente de significaciones (de significantes) por los significados del
cuerpo, suplantación de lo natural por las palabras (la cultura), he aquí la
escena. ¿Qué ofrece al «habitar» una casa moderna? Ninguna referencia
para el cuerpo. Los mismos niños, cuando se les reserva un espacio lúdi­
co, no encuentran ni aportan apenas nada más que los juguetes-signo:
fusiles y pistolas en miniatura, escalas, tiovivos. Un objeto más concreto,
un montón de arena, parece una maravilla (y en la periferia lo es tanto
como en un templo budista en Kioto).
No, imposible volver a ese cuerpo-naturaleza, a ese espacio-naturale­
za, a esa educación natural con los seres vivos y naturales en la naturaleza.
N o se trata de volver a la naturaleza, a lo original y espontáneo que se
alejan irremediablemente. La tesis de que un estado de gracia, que sería
el estado de naturaleza, podría ser recuperado por los humanos es propia
de una crítica humanista ingenua. Pero el cuerpo está ahí: el mío, el tuyo,
el nuestro. Una especie de pedagogía del cuerpo, de sus ritmos, una espe­
cie de enseñanza vendrá a rellenar las enormes lagunas. ¡ Pero qué pala­
bras tan feas: pedagogía, enseñanza, rellenar! Claro está que uno no se
apropia del cuerpo con discursos y las referencias al lenguaje caen por su
propio peso en un momento dado. Hace falta una práctica que se dirij a a
la experiencia vital para llevarla al nivel de lo percibido. ¿Cómo reeducar
los cuerpos en el espacio? El deporte ciertamente no basta (aunque el
cuerpo de un portero de fútbol se apropie admirablemente de su espacio
Y se adecúe a él perfectamente), ni las enseñanzas bautizadas como «ex­
presión corporal», «aprendizaje mímico»; son solo testimonios de una
exigencia, de una llamada.
Si el espacio-naturaleza ya no puede tener su papel, que el espacio
restringido lo supla, haciendo uso del conocimiento.

4. Por razones que ignoro, siempre he tenido una noción muy viva de mi
cuerpo. Más viva que la gran mayoría de la gente a la que he preguntado.
I nspirada por una especie de sabiduría que bien habría que llamar instin­
t iva u orgánica. Mi cuerpo sabe lo que quiere, lo que necesita (incluso en
am or, aunque a quí las cau sas de perturbación se amontonan, y se podrían
d enominar alie nantes) . Sé q ué líneas no hay que traspasar en el trabaj o
90 H E N R I L E F E BV R E

y la fatiga, en la tensión, en el comer y en el beber. Si las traspaso es que


«algo» no va bien: quiero castigarme, destruirme. A esta feliz disposición
del cuerpo le debo la salud y una vitalidad tenaz. Ni mi lucidez ni mi re­
flexión son ajenas a este cuerpo; es él quien piensa, quien reflexiona,
quien intenta esto o aquello, y no un «YO», un «cogito», un «sujeto», una
cerebralidad aloj ada en mi cerebro. Filosóficamente hablando, esta expe­
riencia práctica se aproxima a proposiciones de Spinoza sobre la unidad
del espacio y del pensamiento. Y a los enunciados materialistas de Marx
en los Manuscritos económico-filosóficos de 18444, y finalmente a los afo­
rismos nietzscheanos de La gaya ciencia5•
A esta disposición debo no solo una especie de solidez a través de los
dédalos y los torbellinos de las contradicciones sino también una resis­
tencia absoluta a las causas exteriores de destrucción y degradación.
Esto forma parte de la salud física y mental. Creo deberle también un
interés por el espacio que viene de antiguo; interés que ha encontrado
muy lentamente su formulación conceptual y teórica, pero que no se re­
duce a dicha formulación. Tiene también un lado poético, y se acompaña
de una práctica poética, que tiende a vivificar todo el cuerpo, con todos
sus ritmos y sus sentidos (no se trata pues ni de ceder a una nostalgia de
la naturaleza, ni simplemente de volver a hacer más feliz el ejercicio de tal
sentido -la vista, por ej emplo - , ni incluso de exaltar el conjunto de
los órganos sensoriales). De una manera casi metódica, sin que haya un
método en el sentido estricto del término, lo que denomino práctica poé­
tica intensifica lo vivido al asociarlo a lo percibido, acelerando las inte­
racciones y las interferencias del cuerpo y lo que tiene alrededor: la ca­
rretera y las calles, el paisaje campestre y el paisaj e urbano, los bosques
y el metal, el agua y las piedras.
¡Cuántas veces desde la infancia no habré jugado a caminar a ciegas
con los ojos cerrados o vendados!: «Soy ciego, me han reventado los ojos ...
Camino entre la gente y las cosas, y encontraré al adversario, al enemigo,
y me vengaré ... Lo mataré a tientas, sabré dirigir el cuchillo, sabré gol­
pear... cada cosa tiene su eco... los contornos de los objetos se vuelven
sensibles para la piel, para el oído. Podré rodear los obstáculos sin hacer­
me daño... ».
«Una noche, volaré como los pájaros nocturnos a los que la naturaleza
ha dotado de radar... Llegaré a parecerme al samurái ciego de una popu­
lar película j aponesa, que corta en dos con su catana a la avispa que le
molesta, localizándola solo por el ruido».
Estas experiencias las he diversificado y multiplicado, sin otro objeti­
vo que el estético, en el sentido arcaico de la palabra: agudizar los senti­
dos y las sensaciones, para disfrutar de ellos. De forma imprevisible, me

Véase Karl Marx, Manuscritos: economía y filosofia, Madrid, Alianza, 1980 (1932]. Traducción
de Francisco Rubio L lorente.
Friedrich Nietzsche, La gaya ciencia, op. cit.
LA B Ú S Q U E D A 91

volví así más sensible a la pintura, a la escultura, incluso a la música. Sin


llegar a lo que habría colmado la espera: todo el cuerpo emocionándose y
moviéndose con la danza. Un día, antes o después, llegas al límite de tu
experiencia, y pagas los errores o las debilidades de partida. Nunca llegas
a suplir del todo los fallos que vienen de tus orígenes, de tu infancia, de
tus tradiciones, de la religión, etc. Nunca llegarás al cuerpo total y al pen­
samiento que lo conoce (que lo reconoce). No obstante, en este camino
de la verdad física y práctica, pueden darse algunos pasos.

S. Querría que las experiencias sensoriales de y sobre el espacio dieran


lugar a relatos motivados y precisos, a protocolos. Como los relatos
sobre los sueños o sobre casos psicoanalíticos y psiquiátricos. Un poco
-con otro objetivo y otro objeto- como André Breton proponía «el mo­
delo de la observación médica» como punto de partida para la iniciación
a lo surreal. «Ningún incidente puede ser omitido ni ningún nombre
modificado» de forma que se asegure «la estricta autenticidad del docu­
mento»6.
¿Supone esta referencia un modo de adhesión (póstumo o pastiche) al
método surrealista? ¿O bien un homenaje a la obra perdurable y a la me­
moria del poeta desaparecido (ignorando las disensiones)? Ni lo uno ni lo
otro. Todo lo que ha intentado e intenta superar lo real, lo existente, co­
bra aquí un nuevo sentido y contribuye a apoyar esta investigación, todo
salvo el recurso arcaico a la naturaleza, a lo original, a lo ontológico, a los
absolutos periclitados. Tal es la obra de André Breton, aunque en menor
grado que la de Nietzsche (al que Breton apenas apreciaba, aun cuando
hacía referencia a Hegel, malentendido fácilmente comprensible).
¿Tomaré como guía este pequeño libro, El amor loco, más seductor
que profundo? Quizá. Tanto más cuanto que habla de la espera, de la as­
piración al amor total, y de la búsqueda de lugares donde la alegría inse­
parable del placer puede encontrarse.

El pico del Teide en Tenerife está hecho de los destellos del pequeño
puñal de juguete que las bellas mujeres de Toledo guardan en su pecho
día y noche7.
Cuando lanzado en la espiral de la concha de la isla, sólo se dominan
sus tres o cuatro primeras curvas, parece que se hiende en dos, de manera
que ofrece una mitad levantada y la otra oscilando acompasadamente so­
bre el plato cegador de la mar. Aquí está, en el corto intervalo de sucesión
de las magníficas hidras lechosas, las últimas casas agrupadas al sol, con
sus fachadas revocadas de colores inusuales en Europa, como una jugada
de cartas con los dorsos maravillosamente dispares y bañados, sin embargo,

André Breton, El amor loco, Madrid, Alianza, 2000 [1937] , pp. 51-52. Traducción de Juan Mal­
partida.
Ibídem, p. 79.
92 HENRI LEFEBVRE

por la misma luz, uniformemente desteñidos por el tiempo transcurrido


desde que finalizó el juego•.
Al pie del Teide y a recaudo del mayor drago del mundo, el valle de la
Orotava refleja en un cielo de perla todo el tesoro de la vida vegetal, espar­
cido en abundancia entre las comarcas.
Es que allí, de ese lado del mar, en los límites de un parque relativa­
mente aislado si se juzga desde el exterior pero, desde que he entrado con­
tigo, sobre la pendiente de una esperanza sin fin -como si hubiera sido
transportado al corazón del mundo-, no solamente lo natural y lo artifi­
cial han logrado equilibrarse de una manera perfecta sino que incluso han
reunido electivamente todas las condiciones de libre extensión y de tole­
rancia mutua que permiten el agrupamiento armonioso de los individuos
de todo un reino. [...] Orfeo ha pasado por allí...9•
La suficiencia perfecta que tiende a ser la del amor entre dos seres no
encuentra en este momento ningún obstáculo. El sociólogo deberá quizá
estar prevenido; él que, bajo el cielo de Europa, se limita a pasear una mi­
rada, imbuida de la charlatanería confusa y rugiente de las fábricas, por la
espantosa paz reacia de los campos10•

¿Pero he sustituido mi partida, mi viaj e a lo posible y lo imposible,


por esta peregrinación amorosa de un poeta que inventa el camino del
amor, que crea el tiempo y el lugar de un acto total que supera la acción
y la pasión, el placer banal y el sufrimiento común? No. Su búsqueda, en
cierto modo preciosa, se resume en la «arcadia feliz» que encuentra en
Canarias. Tiene razón, ciertamente, al descubrir un lugar en el que de­
caen «las grandes construcciones, morales y de otra clase, del hombre
adulto, fundadas en la glorificación del esfuerzo y del trabajo», de mane­
ra que «la pretendida vida "ganada" retoma el aspecto que para nosotros
tenía en la infancia: adquiere la forma de vida perdida. Perdida para los
j uegos, perdida para el amor. Lo que exige ávidamente el mantenimiento
de esta vida pierde todo su valor ante el desfile de los grandes árboles
del sueño ... »11•
¿Y dónde está este lugar de placer? Es un lugar de paso, de pasos, un
espectáculo para el paseante, un paisaje. Una rareza efímera. El «paso de
la subjetividad a la objetividad»12, ¿estaría así resuelto el problema? Pero
decir no es hacer, y pronto me sorprendo al descubrir que la imagen al
aparecer sobre una pantalla apropiada -mar, nube, algunas palabras di­
chas aparte, una frase- puede realizar esta transición y aportar objetivi­
dad. No puedo contentarme con esto, aunque se mezcle la fuerza del azar
objetivo. Incluso si en la pantalla aparece escrito lo que el hombre quiere

Ibídem. pp. 8 1-82.


Ibídem, p. 87.
"' Ibídem, p. 87.
Ibídem, p. 92.
Ibídem, p. 98.
LA B Ú S Q U E D A 93

saber con letras de fuego, con las letras del deseo. Esta declaración se
acerca demasiado, en mi opinión, al ej ercicio puramente visual de la fa­
cultad llamada en cierta ocasión «paranoica» (lo que me molesta no es lo
visual sino lo paranoico). «El deseo, único resorte del mundo, el deseo
único rigor que el hombre ha de conocer, ¿dónde podré adorarlo mejor
que en el interior de una nube?»13• «No se acabará j amás con la sensación.
Todos los sistemas racionalistas resultarán un día indefendibles en la
medida en que tratan, si no de reducirla al extremo, al menos de no con­
siderarla en sus supuestos excesos»14•
Sí, pero ¿qué sensación?, ¿qué excesos? ¿La imagen es traicionada por
lo sensible? Una tesis muy generalizada, breve pero intensamente expre­
sada por Marx, declara que todas las formas sociales que han triunfado
en la vida (la sociedad) civil han sido primero experimentadas en la vida
militar. El trabajo asalariado obtuvo sus primeros éxitos, si puede decirse
así, en el ejército. Y también, el gran comercio. De forma natural, el gue­
rrero tiene un sentido de su cuerpo tanto como del cuerpo del enemigo y
del espacio circundante. Sobre todo cuando se bate a espada, sable o pu­
ñal. Lamentablemente es difícil referirse a esta rica experiencia del espa­
cio, quizá demasiado especializada y reservada, sobre todo en Occidente.
En Oriente, no se excluye que la práctica del cuerpo deba mucho a las
«artes marciales». Pero no abordaré esta cuestión.
Tengo mi guía ante mí en la mesa, y la leo como se lee una guía azul15
antes de viaj ar a tal país para saber un poco a qué atenerse. Después de
haberla ojeado distraídamente, uno se cuida muy bien de no llevarla por
temor a quitarle encanto al viaje.
Esta guía es de Brillat- Savarin, Fisiología del gusto16• Esta obra pasa
equivocadamente por ser trivial y pesada, por ser una pedante filosofía
de la cocina. Ahora bien, su autor era filósofo, heredero y continuador de
los empiristas-sensualistas (Condillac), contemporáneo de estos «ideó­
logos» de los que nadie discute ya su misión histórica: la teoría de la edu­
cación y la realización práctica de las instituciones científicas que surgie­
ron de la Revolución francesa (ciencia y tecnología, la Escuela politécnica,
la generalización de la enseñanza de las matemáticas, la concepción de la
universidad laica, etc.). Los ideólogos estudiaron la formación de ideas
que para ellos provenían de los sentidos (individuales). Su pedagogía de­
bía permitir a todos (niños, adolescentes, adultos) llegar, a partir de ex­
periencias sensoriales, a las ideas más abstractas, las de los matemáticos
y los filósofos.

Ibídem, p. 101.
Ibídem, p. 95.
Referencia a las populares guías de viajes.
Jean Anthelme Brillat- Savarin (1755-1826) publicó en 1825, poco antes de su muerte, el li­
bro Fisiología del gusto: meditaciones d e gastronomía trascendente, Barcelona, Óptima, 2001
[1825].
94 HENRI LEFEBVRE

Según esta acepción (¿habría que recordarla?), el término ideólogo


tiene un sentido favorable, diferente del sentido peyorativo que adqui­
rió a partir de Marx. La ideología conlleva una pedagogía que no tiene
nada de academicista, sino que supone una orientación práctica (no
puede llamarse social ya que los ideólogos franceses fueron fe roces in­
dividualistas) .
Brillat- Savarin (os provoco, os desafío Señor Censor, sea usted de iz­
quierdas o de derechas; y me burlo un poco de usted, saltando de André
Breton a Nietzsche, después al filósofo de la cocina, pero estos saltos tie­
nen un sentido, se lo advierto) solo considera la cocina como objeto de
reflexión tras una profunda meditación. Quiere elevar esta práctica al
rango de una de las Bellas Artes, como más tarde en Londres el dulce y
triste Quincey debía elevar el asesinato a ese rango17• Más amante del
placer, Brillat- Savarin se contenta con la cocina. ¿Por qué? Porque el gus­
to va por detrás de los otros sentidos. La Fisiología del gusto aporta un
método para cultivar, para conducir el órgano del gusto al nivel del gusto
estético que j uzga, que aprecia o deprecia, en lugar de tragarse todo lo
que se le presenta. La fisiología, entonces de moda, prolongaba la ideolo­
gía, aplicando al organismo vivo la hipótesis de una sutil elaboración del
elemento natural (véase Balzac o Saint- Simon). Para Brillat- Savarin el
gusto se convierte en algo tan sutil como la vista y el oído, captando obje­
tos tan elaborados como la pintura o la música.
En su primera meditación escribe: «El torrente de los siglos, inundan­
do al género humano... » -este filósofo, que no posee un concepto de la his­
toria, lo suple con metáforas banales- «acarrea sin cesar nuevas mejoras»
-introduce en su lenguaje la idea de un progreso general, en el que inclu­
ye el dominio sensorial-sensual-, «cuyas causas siempre activas, aunque
a menudo ocultas, son en su origen exigencias de nuestros sentidos, que
sucesiva y perpetuamente necesitan agradable entretenimiento»18, teo­
ría sensualista, un tanto débil, pero agradable, del progreso: los sentidos
reivindican. Pero existen desigualdades, luego una especie de injusticia,
en el desarrollo de los sentidos: «Si el tacto ha adquirido un gran desa­
rrollo como potencia muscular, éste, como órgano sensitivo, nada debe a
la civilización; pero no desesperemos por eso, recordando que el género
humano todavía es joven»19• El espíritu crítico agudizado del filósofo no
le priva de mantener el optimismo. Estas consideraciones nos recuerdan
que precede por poco a Fourier, y que en relación con Brillat- Savarin,
este último parece ascético e intelectualista, ya que apela a las pasiones
combinatorias -la composición, la cabalística, lo efímero- más que a los
placeres de los sentidos. Su proximidad se hace incluso más destacable
e interesante cuando el autor comenta: «Nada más que cuatro siglos han

Alusión al libro Del asesinato considerado como una de las bellas artes que Thomas de Quincey
(1785-1859) publ icó en 1827, Madrid, Alianza, 2004. Traducción de Luis Loayza.
Jean Anthelme Brillat-Savarin, Fisiología del gusto, op. cit., p. 29.
•• Ibídem, p. 31.
LA B Ú S Q U E D A 95

pasado desde el descubrimiento de la armonía, ciencia celestial que es


respecto al sonido lo mismo que los colores para la pintura»20• Esto ha
permitido a los sonidos cubrir la distancia que les separaba de las formas
y de los colores, a la música alcanzar a la pintura. De manera que podemos
esperar un avance semej ante en los otros sentidos, «quién sabe si al tacto
no le llegará su turno ... Tanto más probable dado que la sensibilidad táctil
existe en toda la superficie del cuerpo ... »21 •
El estímulo general, o genérico, es lo genésico, es decir, el deseo (se­
xual se entiende). «Apuntamos más arriba que la parte generadora había
invadido los órganos de todos los demás sentidos. Del mismo modo ha
influido enérgicamente sobre todas las ciencias ... ». (Feliz época la de la
Revolución inspirada por el siglo XVIII en que la filosofía podía creer que
el progreso discurriría por los caminos más breves, saber y práctica so­
cial unidos ... ¡hacia el placer!). « ... Atentamente examinadas, vemos que
las partes más ingeniosas y sutiles se deben al deseo ... »22 -he aquí una
apologia del deseo más directa que las elucubraciones modernistas-. El
deseo, bestia monstruosa, agazapada a la sombra del inconsciente, obse­
siva, cargada de angustia y de violencia indecible, nunca posee ese carác­
ter delicado e ingenioso. El deseo, según los discípulos y los críticos del
psicoanálisis, se parece más al celo del hombre de Cromañón que a los
ritos de la voluptuosidad en una civilización del placer. Esta bestialidad
bien se corresponde con la brutalidad del trabajo, tal y como es impuesto
por la sociedad capitalista, constituye su reverso, por más que estos ideó­
logos la confundieran con una crítica que creían radical. A la maquinaria
de producción le corresponde la maquinaria del deseo.
En la segunda meditación, Brillat- Savarin analiza la sensación del gus­
to y distingue tres «momentos» (el término no es suyo): el directo (inme­
diato), el completo (cuando el órgano aprecia el objeto, lo capta a la vez
por el sabor y por el aroma), el reflexivo (cuando solo interviene el juicio,
la apreciación). Estos momentos diferentes se asocian y se distinguen por
y en la sensación total, positivamente en la degustación de un buen vino y
negativamente cuando un enfermo debe tragarse un brebaje curativo. El
gusto, en principio menos rico que el oído o la vista, no es menos comple­
jo: gusto (objetivamente), regusto (perfumes, fragancias), es decir, impre­
sió n de primer grado, de segundo e incluso de tercer grado.
¿Está el hombre mejor organizado para el dolor que para el placer?
B rillat- Savarin considera que así es, aunque el arte puede modificar y
transformar esta enojosa disposición. Actualmente, los análisis clásicos
de Brillat- Savarin parecen revisionistas. La vista logra alcanzar un grado
de sofisticación tal que aporta más malestar que placer. Llevar a este
grado de sofisticación cultural al resto de los sentidos ya no parece

"' Ibídem, p.31.


" Ibídem, p.32.
22
Ibídem, pp. 29- 30.
96 HENRI LEFEBVRE

indispensable. Sería conveniente primero reconducir el ojo del espectá­


culo de la imagen a la verdad física. En cuanto a la sexualidad y al deseo,
su papel de motivo-motor ha sido largamente utilizado. Tanto en el
modo discursivo, con el fetichismo literario del Eros, como en el modo
sofisticado con el erotismo en acción, la sexualidad alcanza también el
estado metafórico o más bien anamórfico, en que supera sus virtualida­
des. Tanto para el sexo como para el ojo ha llegado el momento de reen­
contrar el sentido del cuerpo total.
¿Sería posible aplicar al espacio el procedimiento inventado por el
filósofo «ideólogo», es decir, una pedagogía del refinamiento en el campo
de las sensaciones, para llevar esta estética (aisthesis, sensación) al nivel
de elaboración del arte?
Por qué no. El sentido del espacio ligado al cuerpo (que es un espacio
ocupado, que tiene un espacio circundante) sigue siendo rudimentario.
La relación de cada uno con su cuerpo coincide con la relación de cada
uno con el espacio, pero no se identifica con el discurso sobre el espacio.
La relación espacial reúne, de un modo no menos intenso que el sexo y la
relación sexual, todas las sensaciones; y degenera en el seno de un espa­
cio falso y en una falsa conciencia discursiva de los alrededores. Pobre­
mente desarrollado, atrofiado, este sentido del espacio puede refinarse
evitando las sofisticaciones del esteticismo. Sería capaz entonces de al­
canzar el nivel estético de la arquitectura, fundada también (más bien
mal) sobre la sensación y la percepción del espacio (sobre lo vivido y lo
percibido de los cuerpos en el espacio -sobre el concepto y el discurso
concernientes al espacio-).

6. Y ahora, dej a a un lado este libro. No apunta ni muy alto ni muy pro­
fundo. Se queda en la superficie, lo que no está mal ya que marca, seña­
la la línea entre lo sensorial y lo sensual. Dej a los libros y ahora empren­
de el vuelo ... Sube a tu alfombra mágica, la alfombra voladora de la
imaginación. ¿Dónde quieres ir? Puedes atravesar las épocas y los con­
tinentes.
Imagínación: imágenes-recuerdos-sueños y a veces meditaciones y
huellas de reflexiones. Un destello. Como en una novela de ciencia-fic­
ción. Paso de un bucle del espacio-tiempo a otro, a través del hiperespa­
cio o del continuum. ¿Dónde estoy? ¿Habré regresado a un momento an­
terior al capitalismo e incluso al judeocristianismo? ¿A un tiempo original
sin pecado? Es lo que sucede cuando se va demasiado rápido. Retorno al
Paraíso terrestre. Conchas habitadas, chicas-flores, plantas y frutas ani­
madas, amantes, desnudos en una burbuja de cristal... ¡Cielos! ¿Estoy
frente al Señor? ¿O voy a encontrarme con la Serpiente? ¿Qué va a suce­
derme? Nada. Desgraciadamente, me he perdido en el país de El Bosco.
Huyamos: no hay arquitectura (cosa que ya sabía), ni casas ni vestidos en
el Paraíso. Evito cuidadosamente un espacio de Patinir: a la izquierda, las
delicias de un Paraíso, a la derecha hay magníficas casas y una ciudad
LA BÚSQUEDA 97

ardiendo presas de los demonios del Infierno23• La búsqueda onírica tie­


n e sus riesgos y peligros. Otro destello. Heme en el encantador palacio de
Ali Qapu, que domina la magnífica plaza de Isfahán. Reconozco mi tur­
b ación: hay algo de exquisito y de sutil en la ligereza de las columnas, de
los arcos, de las cúpulas. Lamentablemente, los especialistas levantaban
con una sabia lentitud la capa de enlucido que recubría los frescos desti­
nados, parece ser, a sugerir el placer, pero no se veían más que pequeños
fragmentos. ¡Ah! Ya recuerdo: una terraza perfecta, coronada por una li­
gera construcción sombría, pavimentada de mosaicos. ¿Para qué? Para
quedarse allí un momento, para esperar. ¿El qué? I nútil precisarlo. Me
viene a la mente un término pedante, leído en algún tratado de arquitec­
tura: «soporte de espera»24• ¿Qué se espera? Todo, o nada quizá. El que
espera, espera sin aburrirse, en este lugar que no tiene por función la es­
pera. El amigo iraní que me acompañaba me dij o algo burlón: «¿Sabe que
este encantador palacio pasa por haber sido construido por pederastas
para pederastas?». «Querido amigo -le respondí-, cuando el ascetismo
reina en una sociedad, cristiana o islámica, solo los aberrantes conocen el
sentido del placer del cuerpo, las prostitutas y las cortesanas, las bailari­
nas y los bailarines, los bufones, los mimos, los drogadictos y los pederas­
tas. Se me olvidaban los carteristas, los ladrones y los rateros... ».
(E interrumpo mi búsqueda onírica para dirigírme a usted, Señor
Censor. Veo desde aquí su rostro ceñudo, que habla de su interpretación
malintencionada. Pues usted se equivoca y lo lamento, porque hay tantas
cosas, tantas impresiones, tantas sensaciones y placeres que no he disfru­
tado y que no conoceré antes de desaparecer. Y si se despierta el compo­
nente homosexual, es como el letargo que cesa, y más vale tarde que nun­
ca, Señor Censor. ¿De dónde viene este extraño malestar ante la belleza
del cuerpo? ¿Y esta inquietud ante la desnudez? ¿Y este absurdo temor a
los contactos y a los olores? ¿Y esta huida? Una parte del cuerpo se hiela,
otra se seca, un órgano se exagera, otro se atrofia, y al final el cuerpo en­
tero queda roto, atrapado por un frío sol helado. Vea usted, Señor Censor,
luchamos con muchas y excelentes razones contra los malditos y los mal­
hechores; defendemos a las buenas gentes del crimen y del mal; y he
aquí, poco a poco, que el cuerpo, el mío, el suyo, el de sus hijos y el de sus
hijas, queda hecho trizas, fij ado, este cuerpo, extranjero de sí mismo, de
su espacio, del espacio exterior, extraño al placer y a la alegría).
Basta ya de Censor. Salut, adiós, ciao a la soberbia de Ali Qapu e Isfa­
hán. Un destello. Entre Haguenau y Bitche, no lejos de Reischoffen, cómo
abrumaron nuestra infancia (¡los coraceros ! , ¡ 1870 ! , ¡cuánto tiempo ha
pasado!). Y he aquí el castillo de Falkenstein. Un castillo, si se prefiere.

"' El autor hace referencia a dos obras de la colección del Museo del Prado. Pri mero alude al
tríptico de El jardín de las delicias (1490-1500), obra de Jheronimus van Aken, El Bosco (1450-
15 16). Después se refiere a un cuadro de Joachim Pati nir (1480-1524), El paso de la laguna
Estigia (1520-1524).
l4
El térm ino de construcción equivalente en español es <<armadura de espera».
98 HENRI LEFEBVRE

Inmensas rocas unidas por pasarelas, por escaleras, que soportan mura­
llas y torres. Abajo, grutas, en el suelo de arena seca y blanca. Más arriba,
corredores en las rocas, unos en su estado natural, otros transformados
en salas con chimeneas, asientos tallados en la piedra. Y por todas partes,
plantas, hierbas, matorrales, árboles. Lo mineral y lo vegetal, lo natural y
lo construido, mezclados como piezas de un juego, que se juega yendo de
una a otra, separando o mezclando. Corremos, nos encontramos, encen­
demos fuego en una chimenea medieval, saltamos de una roca a otra evi­
tando las pasarelas.
Atención a las trampas del sueño. Falkenstein es un espacio de juego,
un castillo de ensueño. Más radiante (en mi opinión) que los de Luis 11 de
Baviera. ¿Placer? Sí, un cierto o incierto placer. Me puedo imaginar me­
jor un cuento de hadas que una escena voluptuosa. ¿Arquitectura? Sin
duda. Una nota: las transiciones ofrecen mayor disfrute, placer, alegría,
son más generosas que los estados definidos. Y los elementos mal discer­
nibles más que las combinaciones demasiado claras y precisas que se di­
rigen al intelecto apartando sentidos, sensaciones y sentimientos. Sin
embargo, el castillo de Falkenstein no me ha convencido. Vayamos pues
más lejos. A otro lugar.
¿A dónde? ¿A la Naturaleza? Una ilusión. El cuadro de paisaje es una
trampa. Una obra, anterior a los productos y, por tanto, al capitalismo.
Viva pues el campo ... hasta cierto punto. Abajo la naturaleza, el naturis­
mo, el naturalismo, el retorno a lo espontáneo, a la barbarie, incluso cali­
ficada con las palabras del salvaj e (arquitectura salvaje). ¿La Naturaleza?
¿La Physis? Nacimiento perpetuo y muerte incesante. Surgimiento, como
dicen otros, y caída. Juventud y declinar. Lo uno y lo otro, lo uno en lo
otro. Entonces: contraste, ambigüedad, transición. Lo que puede decirse,
no, presentarse en un lugar. ¿Cuál? ¿Los j ardines zen en Kioto? Sí, pero
cuidado con los simulacros helados que fabrica el primero que llega con
cuatro piedras y un saco de arena. ¡Cuidado con reemplazar la naturaleza
por los signos muertos de la naturaleza!
El alto campanario de una iglesia batido por el viento. Bajo el tejado,
al lado de las campanas, una plataforma, una escalera. Una chica desnuda
bajo el abrigo que grita, llora, se inclina. Un sacerdote, otro chico, amante
de la prostituta, hermano del cura, al que el primero persigue maldicien­
do, y los dos hermanos tienden los brazos hacia la chica, una prostituta.
Escena muy erótica. ¿El lugar? Este erotismo requiere un doble y triple
sacrilegio. El lugar no tiene nada de propicio para el placer, al contrario
(la escena sucede en El cura C de Bataille25).
Los palacios se suceden: Pitti, Ca' d'Oro, Borghese, los Incas, Angkor
Vat, Tokio, Nagoya ... ¡ Palacios, castillos! Fuera de la cotidianeidad, los
soberanos dioses llevan una vida inhumana y sobrehumana. Cosmos,

" Georges Bataille publicó L"Abbé C en 1950. Edición en castellano: El cura C, Barcelona, Icaria,
1991. Trad ucción de Antonio Desmont.
LA BÚSQUEDA 99

soberanía, trascendencia. El palacio ejerce un poder mediador entre los


otros hombres y el hombre divino. En el palacio, el teócrata suspira de
aburrimiento, debe someterse a interminables ceremonias, acepta una
etiqueta rigurosa, vigilada hasta en el más mínimo detalle por los sacer­
dotes. Las relaciones de fuerza y de poder están tan unidas, tan ritualiza­
das, que el más mínimo gesto de más o de menos conlleva la caída, el fin.
¡ Qué .tacto! ¡ Qué porte! Imagínense la fatiga. ¡Vayámonos! ¡Con las alas
del sueño! ¡Sobre la alfombra mágica!
La Isla Verde, la Isla de la Alegría, la utopía perfecta, se sitúa en el
ningún-lugar: no en ninguna parte, sino en todas partes. Al final de la
novela de Chrétien de Troyes, Erec y Enide26, Brandigán construye una
ciudad en la Isla de la Alegría, rodeada de murallas que dominan el río y
su desembocadura en el mar. Para la alegría hace falta un vergel lleno de
frutas y un árbol maravilloso lleno de páj aros cantores. Recordemos esto.
En el j ardín de Erec, un camino que sube en luminosa espiral lleva al
santuario: un gran lecho de plata. El agua que corre, abundante y límpida,
fluye del manantial de la vida.
El j ardín contiene el árbol que acaba con la maldición, no el árbol de
la ciencia sino el árbol de la vida. El santuario, lugar central antes es­
condido, se descubre en la cima del j ardín de Erec tras la subida iniciá­
tica, con las estatuas marcadas por los ritos de la voluptuosidad, el san­
tuario es un lecho. El narrador medieval nos dirige un mensaj e contrario
al mensaje cristiano: la ascensión al Gólgota se invierte en un ritual de
placer.
« ¡ Bello! ¡ Bello ! » ... ¿Será verdad lo que afirman Henry Cabin y Pierre
Gallain, que el narrador medieval aprendió la noción de placer de los
cuentos orientales, algunos de los que entran en la gran compilación de
Las mil y una noches, y sobre todo el cuento chiita «En el país del amor
oculto»? ¿Se convierte así el castillo fantástico del Grial en el de Brandi­
gán? Me gustaría que así fuera. Y que el camino del ascetismo haya susci­
tado su parodia y su contrario. Como la búsqueda del grial da lugar a su
parodia y su contrario en la búsqueda de la Santa Botella en Rabelais. Y
me agrada saber que, en su propio declinar, Oriente enseñara a Occiden­
te que cualquiera (¿quién? Tú, él, yo) podía hacer «tot el» de forma dife­
re nte a los otros, incluso antes que ellos.
Pero ¿la arquitectura? El j ardín de Erec me parece más sutil que el
jardín del Edén. Una isla bienaventurada, una ciudad ... y, sin embargo,
solo el jardín aporta el placer. ¿Entonces la arquitectura? ¿La ciudad?
Ello sin contar con que ya no hay Islas Bienaventuradas.
Un destello. La alfombra mágica se sumerge en la bruma. Aterrizo en
m itad de la multitud, invisible. C amino. Masivos palacios de sombría

'" Chrétien de Troyes, poeta y escritor de la corte de Champaña en el siglo x 1 1 . La novela É rec et
É nide se fech a hacia 1 1 76. Edición en castellano, Erec .y Enide, Madrid, Alianza, 2011. Traduc-
ción de C arlos Á lvarez Ezq uerra.
100 H E N R I L E F E BVRE

arquitectura, propia de un poder imperial. He querido ver la ciudad y mi


obediente fantasía enseguida me conduce a ella. ¿Dónde estoy en el espa­
cio-tiempo? ¿En Trentor, capital de la galaxia? No. «Una tarde medio
brumosa ... ». A mis oídos llegan algunas frases murmuradas, unas conoci­
das, otras extrañas, extranjeras. «Sin duda nos habremos estado buscan­
do mutuamente, al mismo tiempo, por los ingentes laberintos... ». ¡ Lon­
dres ! ¡ Londres! «Quizá hemos llegado a estar a pocos metros uno del
otro. ¡ No es más ancha la barrera de una calle londinense, que, a menudo,
al cabo puede resultar una separación para toda la eternidad ! »27• En este
instante estoy siguiendo a Quincey, dulce y casto bebedor de opio, a su
pobre alma camino del sueño. En ese tiempo, Londres estaba cubierta
por una niebla espesa. Angustia de la ciudad, alfabeto de símbolos desco­
nocidos, infinito. Jeroglíficos secretos. Silencio, violencia. Lenguajes que
huyen. La inminencia (de qué) y el suspense (hacia qué). La huida y la per­
secución sin fin. La más mínima cosa es reflejo de la más grande: la ciudad
en el adoquín, el charco, las huellas. Lo sublime oscuro: una luz en la bru­
ma. Grito pidiendo ayuda. Tengo miedo. Qué bien hice en poner en sus­
penso la ciudad y lo urbano.
Un vértigo. Un destello. A medio camino entre un grueso libro y la
imagen que describe. ¿Como una ilustración? No. Un poco más. Escucho
el texto. Sé lo que dice. ¡ Sorprendente! ¿Convincente? Aún no lo sé. He
aquí lo que dice:

De cómo se construyó y dotó la abadía de Telema

El edificio fue construido con planta hexagonal, de forma que en cada


ángulo había una corpulenta torre, con un diámetro de sesenta pasos, to­
das semejantes en volumen y aspecto. El río Loira corría del lado de Sep­
tentrión [...] Entre cada torre había un espacio de trescientos doce pasos.
Todo construido a seis pisos, contando las bodegas, en el subsuelo, como
uno. El segundo era abovedado, con bóveda deprimida; los demás estaban
enlucidos con yeso de Flandes, formando pinjantes. El tejado cubierto de
delgada pizarra con el remate de plomo, formando figuras de pequeños
hombrecillos y animales variados [.. .] .
El edificio era cien veces más suntuoso que Bonnivet, Chambord o
Chantilly, pues contaba con nueve mil trescientas treinta y dos habitacio­
nes, cada una dotada de antecámara, gabinete, guardarropa, capilla y sali­
da a una gran sala. Entre cada dos torres, en el centro de dicho cuerpo de
edificio, se hallaba una escalera de caracol con rellanos, encastada en ese
mismo cuerpo, cuyos peldaños eran parte de pórfido, parte de mármol rojo
de Numidia, parte de mármol serpentino, de veintidós pies de largo, con
un espesor de tres dedos. Cada tramo entre los descansillos con doce

Thomas de Quincey, Confesiones de un inglés comedor de opio, Madrid, Cátedra, 2001 [1827],
pp.133-134. Traducción de Miguel Teruel.
LA B Ú S Q U E D A 101

peldaños. En cada descansillo había dos hermosas arcadas a la antigua, por


las que entraba la claridad, y por ellos se pasaba a un gabinete con clarabo­
ya, de la anchura de dicha escalera, la cual ascendía hasta por encima de la
techumbre, y allí terminaba el pabellón. Por esa escalera se accedía, a un
lado y a otro, a sendas grandes salas, y desde las salas a las habitaciones.
Desde la torre Ártica hasta Criera había grandes y hermosas bibliote­
cas [. .. ]. En el centro había una maravillosa escalera [ . .] . La escalera estaba
.

construida con tal simetría y capacidad, que seis jinetes armados, con la
lanza sobre el muslo, podían subir al tiempo, en línea, hasta lo más alto del
edificio28•

Muy bien, pero la Abadía de Telema n o es otra cosa que un castillo


medieval del que se ha desviado su uso militar para darle una utilidad
más agradable. Lo que no está tan mal. Sería necesario explicar este cam­
bio, este desvío en su uso. El lector se dirá, impaciente, que el camino
seguido tanto a través de lo imaginario como a través de lo analítico, a
veces a través de su fusión y de su confusión, es un camino sinuoso, inclu­
so tortuoso. Dirá que el autor está dando vueltas en círculo. Es el sentido
común el que me habla. Mi sentido común. ¡Cuánta razón tiene! Pero aún
no sé dónde encontrar la solución ... «Buscas un enemigo invisible ... »,
añade mi sentido común. ¡ Qué razón tiene! A este enemigo invisible, sin
embargo, lo conozco. ¿Invisible? Sí, porque es omnipresente. Es lo real,
un hueso duro de roer. Es el poder, más pesado que el aire, actuando por
todas partes y efectivamente invisible como el aire, como los vientos de­
vastadores.
Haciendo camino (me gusta esta expresión, que enuncia bien lo que
dice: hago, hacemos, inventamos, producimos el camino), al hacer el ca­
mino, cuántas ideas para retener, cuántos temas: en último lugar la apro­
piación (de un espacio, de una arquitectura preexistente). Antes de nada,
la importancia del agua y de la hierba, los contrastes: la Naturaleza y la
Anti-naturaleza, el nacimiento y la muerte. Y también la importancia de
las transacciones, los pasajes, los recorridos (no solo de un lugar a otro,
de un estado a otro). Y, por consiguiente, el sentido mayor del laberinto,
de la gruta, de la terraza, de los escalonamientos, esos curiosos conceptos
cercanos al «discurso arquitectónico» pero quizá utilizables: el «soporte
de espera» de la arquitectura discretamente eficaz en el seno de un espa­
cio altamente complejo. Créanme, señores (lector y censor, sean distintos
o no) que nunca hubiera querido interrumpir el sueño para hacer balan­
ce, si no fuera porque mi sentido común me lo dijo, en vuestro nombre,
seguro. Oh, sentido común prematuro, ¿qué me obliga a escucharte?
Dicho esto, y siendo este el caso, la descripción de la Abadía de Tele­
ma me convence, cuando Rabelais excluye a santurrones y moj igatos,

Fran<;ois Rabelais, Gargan túa y Pantagruel (Libro primero, capítulo L I I I), Barcelona, Acanti­
lado, 2011 [1532-1564]. pp. 327-328. Traducción de Gabriel Hormaechca.
102 H E N R I L E F E BV R E

cuando recibe allí a gentiles damas de esbelto porte. ¿La arquitectura?


Esas torres me parecen severas, calcadas de los edificios del poder; y las
soberbias escaleras no bastan para transformar estas masas en lugares
para el disfrute. La intención y el proyecto no carecen de valor. Telema:
una fecha, el Renacimiento, en Francia, apelando solo a la recuperación
del pasado (Grecia y Roma antiguas, Jerusalén y la Roma papal) para
invertir (como decimos ahora) en el placer. Metamorfoseando ese glo­
rioso pasado.
Un destello. ¿Qué veo en el horizonte? Un seno de mujer, cortado y
posado en el suelo como un tazón volcado sobre una peana. ¿Qué es eso?
¿Una imagen? ¿Un recuerdo? ¿Una pesadilla? ¿Un texto? ¡Ah! El texto se
proyecta sobre una gran pantalla: «Centro de diversiones sexuales». Bas­
tante lejos de la ciudad del trabajo, las líneas curvas dominan el diseño
del edificio, situado en medio de un parque, recordando la forma de un
seno prominente. Una pendiente suave y larga, en espiral, a través de un
auténtico espectáculo de formas abstractas.
¡ No y no! ¡He ahí todavía el discurso arquitectónico! ¡Y las buenas
intenciones! Se confunde el significante y el significado, y se le confía al
significado el papel de significante del arte. El tecnócrata considera que
puede producir placer como se produce metal o cemento. Y entonces un
fragmento del cuerpo femenino se convierte en máquina de placer,
cuando la ausencia de placer se debe precisamente a haber roto ese
cuerpo, a fragmentar el deseo. El todo en una visualización llevada al
límite, exhausta.
La alfombra mágica ya me ha sacado de allí. Sobrevuelo las orillas, las
playas. Desde muy alto, como desde un jet, una minúscula franj a de are­
na; y desde cerca, la playa.
La playa. Los elementos están ahí, todos, la tierra, el aire, el fuego o el
sol y el agua. Los cuatro diría un heideggeriano, refiriéndose a los ele­
mentos, a los puntos cardinales. Pero qué se aprende al decir «los cua­
tro», una apariencia de conocimiento, de decir mucho. Con una insisten­
cia algo solemne, como un sacerdote).
Los elementos se encuentran aquí, pero su entrecruzamiento marca
el final de cada uno. La tierra se termina, y el mar y el cielo acaban en la
tierra y el agua. Esta superficie de encuentros lo es de interferencia: la
arena fina, su deliciosa fluidez. Los cuerpos aquí ya no tienen que sufrir
solo el agua o solo la tierra, o el aire o el sol aisladamente, iba a escribir
abstractamente. C ada elemento tiene su parte, recibe a los otros y se
protege de ellos, amparando a los cuerpos vivientes. El agua protege del
sol, y la tierra arenosa de los asaltos del sol y de las olas (qué bello nom­
bre, las olas, siempre repetidas, siempre diferentes, inciertas, definidas,
cada una con su forma, acariciadora, violenta) . El fuego, por su propia
fuerza, quema y consume; el agua traga y el aire barre y seca. En su final
comienza la playa. Transición, pasajes, reencuentros. Espacio de dis­
frute.
LA B Ú S Q U E D A 103

A la vez formados y deformados por los gestos del trabajo, los cuerpos
recuperan aquí una cierta plenitud. La desnudez tiene aquí su espacio: al
abrigo de los elementos, gracias a su encuentro. Una especie de cultura
del cuerpo, algo torpe, se esboza. Los niños encuentran aquí el placer
perfecto. No solo ellos. Lo sensual y lo sensorial se reencuentran tam­
bién. ¿Quién no ha deseado hacer el amor sobre un lecho de arena, o so­
bre las caricias de las olas? ... El cuerpo total empieza a tomar forma. ¿Qué
eran las playas hasta hace muy poco? Lugares temidos, dej ados a los pes­
cadores de conchas, a los campesinos recolectores de algas para abonar
los campos, a los rateros de naufragíos. La época moderna ha descubierto
el espacio del disfrute. ¿Quién? ¿Para quién? A fin de cuentas, para el
pueblo, toda distinción de clase se disuelve en esta franj a de tierra junto
al mar. Al menos en nuestros países.
Lamentablemente, las playas no soportan ninguna construcción salvo
las que se hacen olvidar. Un poco más y los edificios aplastarían el espa­
cio para disfrutar, perdiendo este su aspecto más característico: la flui­
dez, la transición.
Y entonces, ¿la arquitectura?
IV

Las objeciones

l. El viaje imaginario y la exploración onírica de lo posible dej an tras de


sí una decepción. La capacidad de «hacer camino» parece no haber sido
tan útil como se presumía. ¿Qué nos queda entonces?
Llega el momento de examinar seriamente las objeciones, todas ellas.
¿Por orden de gravedad creciente o decreciente? Poco importa.
Este momento podría haber llegado antes, incluso desde el principio.
No obstante, era necesario descubrirlas. Se las ha intentado evitar duran­
te el camino, sortear los obstáculos. La pregunta maduraba y los argu­
mentos adversos se fortalecían. Ahora los obstáculos se muestran de
frente y hay que abordarlos.

2 . Primera objeción, filosófica: el placer, la alegría, el disfrute, la volup­


tuosidad huyen en cuanto nosotros (el ser humano) los perseguimos.
Son dones, oportunidades -los psicólogos las llaman «gratificaciones»-.
Lo que se marcó por hipótesis (arbitrariamente) con un signo + tiene algo
de espontáneo, de salvaje. ¿La alegría? ¿La felicidad? ¿El placer? Vienen
de «nosotros»; tienen su fuente en nuestras disposiciones interiores, y,
por consiguiente, en la subjetividad. Se trate del pensamiento o de la
pasión, son indiferentes a lo externo, marco, decorado. No hay código
para el placer.
Para bien o para mal, el placer y el dolor están relacionados de forma
oscura, lo que ofrece poco interés para el conocimiento y la técnica. El do­
lor, sufrido o infringido, proporciona extraños placeres. E incluso la vecin­
dad, la proximidad o alejamiento de la muerte. Si creemos a Robert Jaulin,
la muerte diferida en el camino a la muerte es Occidente, y también su
106 H E N R I LEFEBVRE

único placer. «El individuo es referencia para la vida esencialmente fren­


te a su muerte, y el privilegio occidental del individuo no es más que el
privilegio de la muerte, es decir, la orientación hacia la muerte de Occi­
dente. Bien entendido, tal proposición no es de orden metafísico; hablo
del urbanismo, de la soledad de las j aulas-apartamentos, de la desapari­
ción de las calles, de las plazas, de los campos donde pasear, espigar, ha­
blo de los discursos ... »1• ¿Hasta dónde llegarán la nostalgia, el nihilismo,
la autodestrucción de Occidente?
La objeción es grave. Se refiere a la esencia del placer y de la alegría,
por una parte, y, por otra, a la acción creadora y productiva. Las socieda­
des humanas pueden producir lo real, las necesidades y la satisfacción,
las cosas y también la saturación, el aburrimiento, el dolor mediante los
instrumentos de tortura (materiales o espirituales). Nunca el placer, la
alegría o el gozo. Las recompensas escapan a la producción, al saber, a la
previsión. Vienen de la naturaleza. El notable libro de Robert Jaulin tien­
de a mostrar que los «salvajes», los «primitivos», en su miseria y pese a
sus privaciones, tienen incomparablemente más placer y alegrías que los
europeos modernos. La etnología y la antropología van hasta el final: has­
ta la crítica radical de la sociedad que ha engendrado esas investigacio­
nes, ese saber, esa búsqueda. Los «primitivos» no son solo ejemplares de
la especie humana en vías de desaparición, disponen de un cierto bagaje
conceptual, lingüístico, mental, mítico, que habría que darse prisa en in­
ventariar antes de su final. Tienen más cosas que enseñarnos, especial­
mente que ellos no tienen la obsesión de la muerte, que viven, y que les
exterminan. Occidente ha firmado su condena. La sinrazón del Logos
occidental sobrepasa los límites extremos que podría haberse impuesto
para no destruirse.
Para responder a esto, es necesario apelar a toda la filosofía. Y escru­
tar el modo de existencia de los actos y los estados considerados. ¿En qué
consisten el placer, la alegría, el gozo, la felicidad, la voluptuosidad?
¿Azar? ¿Suerte? ¿Recompensas imprevistas, mínimas o nobles? ¿En qué
se diferencian de la satisfacción, del confort, del «bienestar» y de la satu­
ración? ¿De la sobreexcitación que resulta de la llamada de la muerte, el
dolor, los tormentos (materiales y espirituales)?
No es seguro que se llegue a una respuesta favorable, pero tampoco
está demostrado de antemano que el placer y la alegría no tengan ningu­
na ley salvo el dolor, el aburrimiento, la descomposición en la vecindad
de la tumba.

3. Segunda objeción, que no trata ya sobre la «naturaleza humana» sino


sobre la arquitectura, sobre la producción y la práctica arquitectónicas.
Los lím ites de l a arquitectura y del arquitecto no tienen mucha
i mportancia. El «dominio de la edificación», las construcciones y los

Robert Jaulin, Gens du soi, gens de /'autre, París, Union Générale d'Éditions, 1973, p. 225.
LAS OBJECIONES 107

edificios son resultado d e muchos elementos y factores. La morfología de


tal sociedad, el territorio de su espacio, las formas de la vida cotidiana
influyen más que el talento (o la ausencia de talento) de los arquitectos.
Poco a poco, en el marco de las sociedades modernas (industriales,
capitalistas, organizadas en Estados-Nación, etc.) se ha definido una ra­
cionalidad arquitectónica. Parte integrada-integrante de la racionalidad
reinante, esta se sitúa en la práctica social. Construye edificios públicos o
domésticos en el seno del espacio existente, dominante- dominado (orga­
nizado según las exigencias económicas por los poderes políticos). Esta
racionalidad cubre todos los aspectos de la construcción, desde los fines
últimos hasta los medios y las condiciones (esto es, desde la compra del
terreno hasta la función de inmuebles y edificios, desde el empleo de los
materiales hasta los instrumentos y los materiales de construcción). Bus­
car lo simbólico, lo onírico, es situarse fuera de la práctica social y poner­
la en suspenso en lugar de desarrollar el concepto.
Por otra parte, «la gente» sabe que los objetos se valoran por su en­
canto: los muebles, los instrumentos de la vida cotidiana, los equipa­
mientos diversos. El confort es lo primero que introducen en el «marco».
Por encima de lo necesario se sitúa lo superfluo; por encima del confort,
el encanto, después el lujo. Para la mayor parte de la gente, la idea de
disfrutar va asociada al lujo: pieles, alfombras, joyas. En cuanto al placer
y la alegría, cualquier lugar puede ser conveniente, sea porque se ocupa o
se cambia su uso, como un hangar convertido en sala de baile o de espec­
táculo. El efecto arquitectónico, por más que exista, no llega a suscitar
alegría o placer. Se puede proporcionar a la gente ciertas condiciones de
existencia, pero no el sentido de su existencia. ¿No haría falta evitar una
grave confusión de partida entre el disfrute de un espacio (un parque, un
estadio, un inmueble bien concebido) y el espacio del placer? Todo espa­
cio bien compuesto, en una medida apropiada, hace disfrutar. De ahí a
imaginar un espacio del disfrute, ¿no hay una extrapolación, una aproxi­
mación errónea desde el principio?
Los estrechos límites asignados al «efecto arquitectónico» por la «ra­
cionalidad arquitectónica» tienen, no obstante, algo que puede sorpren­
der. Es verdad que el arte «moderno» ha sufrido una reducción análoga:
decora, o incluso interesa o divierte. Parece haber renunciado a propor­
cionar placer, gozo, alegría, y, sin embargo, entre otros «efectos», «objeti­
vos», «fines» y «significados», ¿la obra de arte no ha intentado siempre
gustar, es decir, dar placer? Entre el placer, el disfrute y la alegría, incluso
si hay más que diferencias de grado o intensidad, ¿habría un problema de
i ncompatibilidad? Las más grandes obras no solo han sabido adornar, en­
tretener o distraer, sino regocij ar, dar (¿producir?) placer y alegría, in­
agotablemente. C ierto es que nadie habita en un cuadro, en una escultu­
ra, en un poema. Podemos, sin embargo, «quedarnos», «frecuentarlos»,
entrar y salir de ellos. Sin llegar a recordar al arquitecto su antigua voca­
ción de demiurgo, su misión soberbiamente artística, sin proponer a la
108 H E N R I L E F E BV R E

arquitectura un modelo monumental, quizá se acuerde de que el efecto


estético es más profundo que el simple agrado de los ojos y los oídos.
Sin embargo, para responder a la objeción, habría que escrutar el arte
y su destino, la estética y su alcance. «Cuando adquiere su peculiar posi­
ción conforme al concepto, la arquitectura sirve con su obra a un fin y a
un significado que no tiene en sí misma»2, escribió Hegel. ¿A qué fin?
Hegel pensó mucho sobre la arquitectura. La caracteriza por una doble
determinación: la independencia, que la constituye como esfera autóno­
ma, que tiene objetivos prácticos, y la finalidad, que la subordina a «cual­
quier cosa» del exterior y le da un sentido. ¿No es posible que esta finali­
dad, antaño llamada belleza, o verdad, reciba nombres nuevos: alegría,
felicidad, placer?

4. El mundo moderno estaría regido por la comunicación, por la tenden­


cia a la legibilidad, a la comunicabilidad y, por tanto, a la transparencia.
¿Escapa la arquitectura a esta tendencia? No. Es una forma de comunica­
ción. Existe un mensaje arquitectónico, y un código o varios para desci­
frarlo. Una arquitectura puede compararse a una lengua, y el acto de
habitar a la palabra. La institución, la realidad social se realiza en un
acontecimiento, pero este solo existe a través de dicha realidad.
Esta objeción realista, apoyada en un cientificismo «resuelto», está de
hecho muy extendida, incluso cuando aquellos que la admiten ignoran el
apoyo «positivo» o «pertinente». El deseo de comunicabilidad, la comu­
nicación efectiva bastarían para modificar las relaciones sociales; los me­
dios de masas cambian el mundo. Esta ideología sumaria es la de Mars­
hall McLuhan, quien ha prestado un gran servicio al formularla; de
manera que la ideología difusa ha dado lugar a una especie de filosofía de
los medios de masas, influyente (éxito asegurado) pero simplista, e inclu­
so vulgar.
Para responder, es necesario dirigir la atención hacia la semiología y
la semántica contemporáneas. No obstante, ya se ha dado un principio de
réplica. El emisor, el que lanza un mensaje, ¿es el edificio, el inmueble?
No. Hay que invertir este punto de vista. El mensaje viene de acciones
humanas, y es un mensaje caótico, dramático, pasional, mal compuesto
con redundancias y sorpresas imprevistas. Lo «edificado», lo «construi­
do» establecen un orden. No reciben un mensaje descodificado sino que
refractan hacia el emisor prescripciones prácticas, gestos, actos, ritmos.
La comunicación no cubre toda la práctica social; solo es un momento de
ella. Y el criterio de «legibilidad», de «transparencia», es particularmen­
te tramposo: tiende a reducir la experiencia vital en la práctica.

G. F. W. Hegel, Lecciones sobre la estética (parte 1 1 1 , sección 1 , capítulo I I), Madrid, Akal, 2007
[1842] , p. 485. Trad ucción de Alfredo Brotons Muñoz.
LAS OBJECIONES 109

5 . También hay objeciones políticas. No está claro cuáles son las más gra­
ves. Algunos dirán que semej ante investigación, la búsqueda de un sueño,
va más allá del reformismo. Un proyecto con apariencia e intención pos­
revolucionaria, ¿no es contrarrevolucionario cuando se expresa de forma
prerrevolucionaria?
Poner en suspenso, por un acto de pensamiento, el modo de produc­
ción, el Estado, las relaciones sociales y su totalidad, no los dej a fuera ni
los trasciende. Solo la ingenuidad filosófica puede imaginar algo así. En
el modo de producción existente, domina una división del trabajo. La
producción arquitectónica, o simplemente la producción de edificios,
tiene su lugar en esta división del trabajo. A lo sumo, no es cierto que
ocupe un lugar más importante que la producción del acero o del azúcar.
Solo es una rama de la industria entre otras muchas. El modo de produc­
ción, como totalidad, como sistema, engloba esos trabajos productivos
repartidos según su ley interna; se impone de tal manera que todo pro­
yecto que llega a expresarse es por este hecho recuperable y, antes o des­
pués, recuperado.
En el fondo ya se ha respondido a esta vehemente acusación. A me­
nudo, solo la tenacidad del dogmatismo puede explicar esta interpela­
ción. La concepción de una totalidad cerrada, de un sistema cerrado,
sometido a la ley del todo o nada, que, por tanto, solo puede perseverar o
hundirse, esta concepción desesperante hace ininteligible al pensamien­
to que la concibe. ¿De dónde vienen las palabras?, ¿los conceptos?, ¿la
posibilidad de tomar distancia, de tener una perspectiva que permita
aprehender esta totalidad? ¿Cómo un miembro, un partido, un detalle, o
un elemento, pueden comprender el todo? Si «todo» está sometido a una
total idad semej ante, dicha totalidad ordena las ideas, las representacio­
nes, el saber, la ciencia. ¿Cómo podría cerrarse una sociedad que consiste
en una base sobre la que se levantan estructuras y superestructuras, o si
se prefiere otra formulación, que consiste en una práctica de la que se
toman representaciones, racionalizaciones y teorizaciones? ¿Cómo po­
dría someterse a una sola y única lógica? Las instituciones y los políticos
se esfuerzan en ello, sin nunca lograrlo. Las contradicciones surgen o
renacen. Lo que no quiere decir que, abierta, la sociedad no tenga ningu­
na consistencia, ninguna cohesión, y se ofrezca sin defensa a iniciativas
practicadas o espontáneas. Esto significa que puede intentarse abrir una
brecha aquí y allá, aprovechando fisuras, intersticios, fallos y debilida­
des. Dicho de otro modo, llevar las contradicciones -unas latentes, otras
manifiestas- hasta el antagonismo. El pensamiento teórico que llega a
definir lo «real», lo existente (la sociedad, el modo de producción), ¿no
es ya una apertura? Atraviesa lo «real» de parte a parte, de su origen a su
eventual desaparición.
¿Recuperación? ¿Reintegración? Sin duda, pero también « apertura»
por vía de la imaginación, que puede poner fin al pseudobloqueo del pen­
samiento, a la parálisis de iniciativas prácticas. Por esta vía, o bien se
110 HENRI LEFEBVRE

llega a una incompatibilidad con lo real, lo que haría estallar las contra­
dicciones, o bien se llega a una compatibilidad, que no podría dej ar de
aclarar lo real.
Lo grave sería que el proyecto que se cree entregado a lo real se des­
vele inspirado por esta realidad (capitalista, estatal, tecnicista y tecno­
crática, etc.). Pero es labor de la censura el mostrarlo.
Efectivamente, para qué sirve preguntarse sobre el placer y la morfo­
logía adecuada, cuando se sabe que, de aquí a final del siglo, faltarán en el
planeta millones, decenas de millones de viviendas, las más humildes, los
simples abrigos. ¿Para qué, pues, la poesía y esto a lo que todavía llama­
mos arte?
Faltan aún algunas preguntas que deben recibir respuesta: ¿Quién
construye la arquitectura del placer, si es que esta es posible? ¿Para
quién? ¿Con qué medios? ¿Qué sistemas, qué técnicas? ¿Será un inmue­
ble, un edificio, un castillo, un pueblo, una ciudad? ¿Una «locura» como
se decía en el siglo xvm?
No podemos seguir dejando mucho más tiempo en suspenso las de­
mandas y las peticiones sociales. Sin embargo, estas preguntas ¿son per­
j udiciales?, ¿son condiciones previas y decisivas? Si la arquitectura del
placer es posible, la demanda va implícita.

6. En mi opinión, esta es la objeción más grave. Tiene un contenido polí­


tico, pero no responde a una estrategía política. Al contrario, su sola for­
mulación implica una reticencia (teóricamente formulada) ante lo político
en tanto que tal. «¿No existe una conexión interna entre la arquitectura,
la monumentalidad, el poder político y la voluntad de poder? ¿No ha te­
nido la arquitectura, y no sigue conservando, ese sentido? ¿Servir al po­
der? La voluntad de poder, con todos sus medios, se disimula y al mismo
tiempo se manifiesta en la obra arquitectónica. En ella adquiere una exis­
tencia práctica, sin la cual quedaría reducida a ideología. Los edificios
contienen más que la expresión del poder, más que los ritos de su mani­
festación. Son sus instrumentos. No hay ejército sin fortalezas y cuarte­
les. No hay justicia, ni fiscalidad, ni notables, sin las morfologías corres­
pondientes, que poco tienen que ver con la alegría y el placer. En la
sociedad actual, el rigor técnico aparente y las estructuras ostentosas cu­
bren mal y dej an al descubierto la preocupación por el rendimiento y el
beneficio, la explotación a muerte de los contribuyentes y los consumi­
dores. En el mejor de los casos, la gente se explota entre sí. ¿La alegría?
¿El placer? La porción que se les asigna de espacio y los lugares que se les
otorga solo les permite ser humildes y estar ocultos, habitar en los inters­
ticios.
«Desde el punto de vista de la sociedad, es decir, políticamente, estas
intenciones individuales difieren poco de los vicios que se persiguen y
sobre los que cae la represión ideológica y policial. ¿No os dais cuenta de
que una sociedad que dej ara lugar a las disposiciones interiores de sus
LAS O B J E C I O N E S 111

miembros, a s u placer, desaparecería después d e u n periodo d e decaden­


cia? El poder proporciona el verdadero placer. El único. Mirad alrededor
al pueblo que tanto amáis. ¿Cuál es la mayor voluptuosidad? Hacerse ser­
vir. A falta de servidores, los esposos tienen a sus esposas, los padres a sus
hijos ... Omnipresente, la voluntad de poder a nivel cotidiano solo tiene
una relación indirecta con el marco y el decorado. Solo cuenta lo subjeti­
vo, las relaciones personales».

7. Todas estas objeciones merecen una respuesta. Y, sin embargo, uno


puede preguntarse si cada una por separado y todas en conjunto no for­
man parte de lo que denuncian. Habría que considerarlo «sintomática­
mente». ¿No ejercen también una acción reductora sobre el pensamiento
y la acción práctica?
Los conceptos (metodológicos) de reducción y reduccionismo han
sido ya ampliamente tratados, aquí y allá. Lo que no ha supuesto su elu­
cidación, sino por el contrario una confusión que actualmente ha llegado
al máximo.
En efecto, habría que distinguir claramente entre la reducción dialéc­
tica y la reducción lógica, las reducciones metodológicas, teóricas, ideo­
lógicas, prácticas (efectivas).
La reducción lógica es al mismo tiempo una reducción a la lógica. La
reflexión decide (acto que no aparece como decisión sino como exigen­
cia) separar las contradicciones, no examinar más que las cohesiones y
las coherencias de sistemas y subsistemas, de equilibrios actualizados en
lo posible. Ú nico método: la lógica, considerada bien sea como operación
sobre los símbolos y los signos bien sea como operaciones sobre las «rea­
lidades».
La reducción dialéctica, método elegido en la presente investigación,
pone en suspenso un cierto número de elementos, de aspectos, de «mo­
mentos» de lo real, para luego redescubrirlos. Reducir para situar y resi­
tuar, así podría formularse su precepto. Es el método de Marx, separando
las necesidades y la materialidad de los productos para definir el inter­
cambio de bienes materiales en el valor de cambio. Después, los momen­
tos separados reencuentran su lugar en el encadenamiento: el trabajo, el
dinero, las relaciones de producción, el capital, etc. El encadenamiento
de esas razones obedece a la lógica formal, integrada en la progresión
di aléctica.
La reducción dialéctica difiere también de la reducción fenomenoló­
gica, método de los filósofos que pone en suspenso el «mundo» para si­
tuar contra la subjetividad filosófica al «sujeto» pensante, definido por el
filósofo como subjetividad. Esto es lo que evita con el mayor cuidado la
metodología dialéctica, aun cuando la subjetividad como momento ni se
pueda ni se deba eliminar, Jo que contribuye a una cierta confusión.
La reducción teórica e ideológica da lugar al reduccionismo. Este
comporta una actitud, una toma de partido (consciente o inconsciente),
un desconocimiento, que concierne a ciertos momentos separados que la
reflexión rechaza volver a tomar en consideración, y que, por consiguien­
te, niega lógicamente y elimina en ese plano. Esto no deja de servir para
ciertos aspectos prácticos, ciertas estrategias. La mayor parte de las estra­
tegias presuponen en principio operaciones reductoras que, después, la
acción intenta realizar. Reducir por la ideología primero, por la violencia
después, las clases y los pueblos, sus aspiraciones, sus diferencias, es una
operación consciente. Por este método, la reflexión pasa del saber a la
ideología. El reduccionismo es una ideología, incorporada a la marcha le­
gítima del pensamiento. Es importante señalar que el reduccionismo no
puede evitar la trampa del dogmatismo. Se hace dogmatismo por su pro­
pio movimiento constitutivo: tiende al sistema, buscando inevitablemen­
te completarse, rechazando como inválido lo que rehúsa aceptar.
Y así pasamos de la reducción sobre el plano teórico e ideológico a las
reducciones efectivas.
¿En qué consiste la reducción semántica cuya iniciativa se atribuye
a Saussure? ¿Es una reducción metódica y legítima del caos de los he­
chos sociales y lingüísticos al lenguaje, separando capas sucesivas, in­
cluida la palabra? ¿No sería una reducción (abusiva) de los hechos por
el lenguaje?
¿A quién, a qué se debe imputar la pérdida de sentido que ha sufrido
la arquitectura con el declinar de la monumentalidad? ¿Es una reduc­
ción (legítima) de los «sentidos» sobreañadidos al edificio por los aris­
tócratas caídos? ¿O una desaparición dramática del sentido, restringido
a la significación, un desencantamiento, como dicen algunos sociólogos
como Max Weber?
¿Quién ha operado esta reducción? ¿Dónde comienza? ¿Dónde ter­
mina? ¿No empieza por la reducción a lo abstracto de lo espontáneo, lo
orgánico y lo natural? Esto de lo que originariamente parecía encargar­
se la religión. ¿Quién actúa más eficazmente? ¿La mercancía y el dine­
ro, al instituir el espacio histórico? ¿La industria tomada como « factor»
autónomo? ¿El capitalismo, basado en la industrial ización dentro de
unos determinados contextos, relaciones sociales y medios de produc­
ción? ¿La burguesía, como clase, dotada de «gustos» y «necesidades»
particulares, buenos o malos, y de ideologías bautizadas como «cultu­
ra»? ¿O bien la revolución, destructora del pasado, primero democráti­
co-burguesa, después democrático- obrera, al menos en principio? ¿O
quizá la novela, es decir, la abstracción, que procede reductivamente
privilegiando el concepto y lo concebido frente a la experiencia vital?
¿O quizá la «modernidad» con sus acentos propios, el espectáculo, los
medios de masas, el tecnicismo? ¿O quizá en fin el poder político como
tal, con el Estado y sus instrumentos diversos, obl igac ión y persuasión?
¿Cómo retoma el poder político por su cuenta la monumental idad a
través de la pérdida de sentido y pese al sentido perdido? ¿Cómo la obra
arquitectónica conserva una carga afectiva y simbólica? ¿Cómo el poder
LAS OBJECIONES 113

en acción impone significados nuevos a significantes antiguos, recon­


virtiéndolos, utilizando en su provecho la «obra abierta», transparente,
humana y demasiado humana? Pues esa forma de desviar los significa­
dos da lugar a resultados contradictorios; no se realiza siempre por y
p ara un «progreso».
¿Supone esto dramatizar la situación, teatralizarla, cuando táctica­
mente sería mejor minimizarla? No. El sentido completo de la situación
debe desvelarse, estallar.
La reducción, sea semántica o de otro tipo, ¿es la causa o el efecto, o
ambos? ¿No se desarrolla simultáneamente en el plano teórico por el sa­
ber y en el plano práctico por el poder? ¿No se situaría de esta manera la
asociación «poder-saber» en el centro de la reducción? ¿Y hasta dónde
llega esto? ¿Acaso no se extiende, gradualmente, del sentido o de los sen­
tidos de lo vivido al cuerpo entero, y por consiguiente al placer, a la ale­
gría, al goce?
Proposición e hipótesis: las capacidades y poderes reductores forman
un bloque, un bloque enorme. ¡Colosal ! De este bloque forman parte, in­
tegrante aunque inconsciente, las objeciones, cada una por separado y en
s u totalidad. Tienen un papel reductor al admitir, al avalar la reducción.

Aumentan el peso del bloque al establecer que no puede quebrarse. Ocul­


tan la extensión de la amenaza (que ya no es una amenaza sino la «reali­
dad» en sí misma). Las objeciones terminan de constituir en un bloque
las razones y las causas del fracaso.
La situación no mejora sin embargo. Este bloque enorme lo compren­
de todo. Está claro que lo que pesa carece de peso, pero el bloque aplasta
aquello sobre lo que se apoya: el cuerpo, lo cotidiano, el uso y la usura,
símbolos del abatimiento, la feminidad. Ligada al placer y al cuerpo, como
ellos humillada, abatida, explotada, reducida por todos los medios inclui­
da la falsa exaltación, la feminidad no llega a definirse bien. En estado de
revuelta endémica y de vana rebelión, sus gritos de dolor y de llamada se
pierden en la masa de gritos arrancados por la violencia y por el peso del
bloque. ¡Invertir esta situación sería la revolución total!
Que no haya arquitectura, o por usar un término más simple, que no
haya morfología para el placer, que apenas sea concebible y que resulte
inimaginable, ¿no es terrorífico? Tanto más cuanto que esta constatación
no es algo aislado sino que va ligada a otros hechos. Así, adquiere todo su
alcance la pequeña y pérfida pregunta inicial concerniente a la arquitec­
tura insignificante en apariencia.
Todo se concentraría en un mismo lado, el lado pesado, poderoso,
destructivo. Todo: el saber, el poder, la persuasión y la violencia, la eco­
nomía y la política, etc. Lo que indica claramente la autodestrucción de
l a especie.
En el otro lado, nada más que el viejo abatimiento, la i nterminable
queja de la «historia», las lágrimas de los humillados- explotados-opri­
midos.
1 14 H E N R I L E F E BV R E

Antes de abandonar y de reconocer la derrota con sus consecuencias


(esperar que el bloque se desmorone y se hunda o bien reconocer el
fracaso de la especie humana), todavía hay que preguntar a la filosofía,
al arte, a la arquitectura misma. Presionar con preguntas cada vez más
precisas.
V

La filosofía

l. Los filósofos han distinguido con mucha finura diversos matices de


tonalidades afectivas: el placer, la voluptuosidad, la alegría, la felicidad,
la satisfacción. Toda gran filosofía escoge y se apropia de una de estas
cualidades para darle un sentido privilegiado.
Antes de cualquier examen, uno puede preguntarse si esta disocia­
ción filosófica de lo que hemos llamado con un único término «positivo»,
el placer, no supone un error de la filosofía misma.
¿La alegría? Spinoza buscó su secreto y su sentido; viene del conoci­
miento, del más alto, el que toma la sustancia (divina) en su unidad-tota­
lidad, que por consiguiente se eterniza en el instante en que se eleva a ese
grado sublime del conocer: «gaudíum íntelectualle» que no trasciende el
cuerpo y el espacio sino que los comprende como tales y los acepta. La
naturaleza (naturante) que se aprehende en el ser humano consiste en un
saber. La teoría spinoziana de la alegría nunca transige a ocuparse de una
particularidad del cuerpo y del espacio, como la humilde necesidad de
cobijo o la de una «expresión» sensible de la totalidad del arte.
¿La satisfacción? Es Hegel quien determina su esencia, adquiriendo
en su sistema una función primordial. Cuando una necesidad se encuen­
tra con el objeto que le corresponde y lo destruye al conservarlo, se satis­
face. Desaparece momentáneamente y después vuelve si es realmente
una necesidad. Las necesidades del ser humano que vive en una sociedad
racionalmente organizada no están aisladas: constituyen un sistema, el
sistema de necesidades, que figura en la totalidad social como subsiste­
ma. El Estado, que actualiza esta totalidad, se compone de subsistemas;
los contiene y los retiene. Los objetos que satisfacen las necesidades son
116 HENRI LEFEBVRE

el resultado de trabajos socialmente divididos. Al sistema de necesidades


corresponde el sistema de trabajo: a cada necesidad corresponde el tra­
bajo que produce el objeto destinado a satisfacer esa necesidad. Sistema
de necesidades y sistema de trabajos se ajustan como dos piezas de la
máquina estatal (del sistema total, filosófico y político). Del juego de los
objetos (producidos y consumidos), de las necesidades (satisfechas, lue­
go momentáneamente abolidas y después renacientes) y de los trabajos
(que se efectúan según una finalidad rigurosa) resulta la vida, la movili­
dad interna de la sociedad.
No hace falta decir que necesidades y trabajos cambian, que tienen
una historia y que participan en la historia. Además, la arquitectura for­
ma parte del conjunto; satisface necesidades en la práctica, lo que no le
impide ser un arte (respondiendo a necesidades muy sutiles) y figurar
como tal en la Estética1•
¿La felicidad? Sin duda, es Aristóteles con quien el pensamiento filo­
sófico ha intentado con más fuerza determinarla. Para él, es en la felici­
dad donde se realiza la esencia del ser humano, que consiste en vivir se­
gún la razón (el Logos) en el marco perfecto de la polis. La naturaleza del
hombre, animal político, se desarrolla, alcanza su plenitud en este marco.
La ciudad griega asegura a sus ciudadanos-urbanitas el ejercicio de
todas sus actividades y facultades: el cuerpo en el estadio, el espíritu en
el ágora, el corazón en la casa familiar, el pensamiento en el templo de la
divinidad de la ciudad. Sin olvidar la agresividad y la combatividad, y el
gusto por el «agón», o la guerra en los juegos violentos. De este conj unto
de actividades, donde cada una tiene su tiempo y su lugar, resulta una
plenitud. Tal es la enseñanza de É tica a Nicómaco2• En este prestigioso
análisis, y aunque Aristóteles no insiste en este punto, ya que para él es
una evidencia, la armonía entre tiempos, lugares, acciones y objetos for­
ma parte de la unidad racional de la polis.
¿El disfrute? El concepto en el sentido amplio parece moderno. Pro­
viene del pensamiento medieval y la idea de la <<fructio» (de frui, fructus)
de un objeto, especialmente de un objeto creado para este uso por la na­
turaleza. La actividad intencionada tiene un alcance general. Este senti­
do medieval ha permanecido en el lenguaje, voluntariamente arcaico, del
derecho: los juristas distinguen el disfrute y el usufructo del derecho o de
la propiedad (una persona puede tener el disfrute de un bien sin tener su
posesión; otra puede tener en cambio la nuda-propiedad). Este término
designa la relación de la necesidad e incluso del deseo con el objeto al
insistir sobre el acto y no como Hegel sobre el resultado (la satisfacción,
desaparición momentánea de una tendencia).

G. F. W. Hegel, Lecciones sobre l a estética, Madrid, Akal, 2007 [1842] . Traducción de Alfredo
Brotons Muñoz.
Aristóteles, É tica a Nicómaco, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1994 [349 a. de
C.]. Traducción al castel lano de María Arauja y Julián Marías.
LA F I L O S O F i A 117

A día d e hoy, e l término h a pasado del lenguaje jurídico a l lenguaje


corriente. No obstante, el uso absoluto (disfrutar- ¡disfrutad !) connota
una tendencia egocéntrica, y denuncia una curiosa esquizofrenia que
hace abstracción del objeto (sexual u otro) para insistir sobre su estado.
La corriente materialista y marxista (de La Mettrie a Pierre Naville, pa­
sando por Brillat- Savarin, Fourier y Lafargue) contribuye al resurgir de
la palabra, resurgir sintomático... ¿de qué?
¿El placer? Aquí la pregunta se complica, requiere un examen atento
y detallado.
Hasta nueva orden, una característica parece obvia. La alegría, la feli­
cidad, el disfrute, no se producen a la manera de las cosas y los objetos.
No son resultados que puedan obtenerse como consecuencia de un inter­
cambio (salvo en el «comercio» amoroso). La satisfacción de acumular
dinero o mercancías desplaza hacia la abstracción lo que los objetos pro­
porcionan. Ninguna actividad contempla la felicidad como tal, ni la ale­
gría, ni el placer, que se obtienen como un plus. Provienen de un uso, del
encuentro de un objeto, como recompensa de la actividad que ha encon­
trado tal objeto. ¡La relación con un objeto no es un objeto! Apuntar a
estos «estados», proponerse producirlos como «realidades», es anticipar
la decepción. Alegría, placer, felicidad vienen de una naturaleza y de un
uso. Tienen condiciones, pero la relación entre las condiciones y lo que
ellas dan al permutarse no puede captarse fácilmente. No hay una deter­
minación lógica, ni un encadenamiento causal, esto implicaría más bien
una finalidad. Pero, como todos sabemos, nada más oscuro que la «finali­
dad». Más exactamente, el concepto de «causa final» que parecería claro
en un marco limitado, con referencias bien definidas (la polis para los
filósofos griegos) ha sufrido un deterioro y una ocultación en la moder­
nidad.

2 . El gran pensamiento griego, el de los presocráticos, no distingue toda­


vía el conocimiento de la sabiduría, la poesía de la política. En una totali­
dad viviente, intuitiva y conceptualizada a la vez, la división del trabajo
aún no ha generado ninguna separación. Los Presocráticos percibieron,
con una incomparable fuerza, las grandes orientaciones hacia las cuales
derivarían después empobreciéndolas los filósofos especializados; con­
cibieron las principales hipótesis, sobre todo la de la inteligibilidad por lo
estable (Parménides y Eléates) opuesta a la ininteligibilidad por el movi­
miento (Heráclito).
Apenas se ocupaban de los detalles. El destino de los individuos no les
interesaba. Ese destino no supuso un problema hasta el declinar de la po­
lis. Es lo que nos muestra la mutación de la tragedia griega, entre Esquilo
y Eurípides. Inútil, pues, interrogar a los grandes presocráticos sobre el
placer y la felicidad. Cuando la polis ya no se impone como marco natural
y rac ional, como fuente de la actividad y de la felicidad, como Bien Su­
premo evidente, entonces se plantea la problemática de la naturaleza, del
118 HENRI LEFEBVRE

Bien Supremo, de la felicidad y de la desgracia, del destino y de la liber­


tad individual, del sufrimiento y del placer.
No nos hagamos ilusiones: estos problemas solo emergen con el decli­
nar de Grecia, con su decadencia. El poderío creativo ha desparecido,
bien porque se ha dej ado atrás el acmé (apogeo), bien porque la finitud de
este poderío se manifiesta y Grecia no ha logrado su acmé (esto es lo que
considera Nietzsche en El libro del filósofo3). La época de la tensión he­
roica, de la tragedia, se termina tras la victoria sobre los persas. Todo lo
que mil años después se considerará milagroso -la lógica, el fetichismo
del concepto, la filosofía y el saber «puro»- y que se transmitirá por todo
Occidente no es más que la obra de decadentes.
Aristipo y su escuela, los Cirenaicos, inauguran una nueva búsqueda,
la del placer. En el sentido de que abre una perspectiva, Aristipo se cuen­
ta entre los últimos grandes pensadores de carácter presocrático; y a la
vez es el primero de los socráticos, ya que se esfuerza en determinar el
concepto del placer, así como sus condiciones. Intenta definir, y por con­
siguiente concebir, lo que por definición escapa al concepto: la más flo­
tante, la más incierta de las experiencias vitales. No hay que asombrarse
de que Nietzsche apenas lo cite entre los grandes pensadores, pues estos
no «reflej an» la tendencia dominante entre los griegos de centrarse en
los nuevos placeres de la vida. De hecho se oponen, y en cambio reflejan
(en la medida en que esto se reflej a) las tensiones que las luchas intesti­
nas y las guerras contra los persas engendraron, a su pesar, entre los ciu­
dadanos de las polis. De ahí la concepción severa de Pitágoras, Empédo­
cles, Anaximandro. De ahí el entusiasmo por lo verdadero en oposición
a la tendencia griega a la astucia y a la mentira (Ulises). De ahí el orgullo
y la soledad de Heráclito que se oponen diametralmente a la sociabilidad
de los atenienses.
En un momento dado, tras la victoria, surge la «infame pretensión de
felicidad», y el estado del alma del filósofo se convierte en el centro en
torno al cual gira el mundo. El malentendido socrático sobre la fórmula
apolínea de «conócete a ti mismo» supuso la separación de la ciencia y la
sabiduría, de la música y la filosofía, de la poesía y la política.
Según Aristipo, al que conocemos a través de Jenofonte, Platón, Aris­
tóteles y Epicuro, existe un bien supremo, el Placer. Solo hay un bien
entre los bienes, el placer, puesto que los «bienes» dan placer o no son
auténticos «bienes». La filosofía consiste en esta sabiduría práctica. Que
el placer tenga este «valor» y que pueda cesar es para los Cirenaicos una
evidencia que surge como tal en cuanto no es oscurecida absurdamen­
te. La identidad del Bien Supremo y del Placer no se demuestra; no es
resultado de una argumentación; no tiene ninguna relación con la Razón
(el Logos). Es un hecho de la naturaleza. La evidencia del placer es vital
o vivida; no tiene ninguna relación con el dolor. El dolor reemplaza al

Friedrich Nietzsche . El libro delfilósofo, op. cit.


LA F I L O S O F Í A 119

placer cuando este h a terminado; nunca s e mezclan; s e oponen con un


tipo de oposición que no presenta ninguna coexistencia posible ante el
pensamiento, ante la conciencia. El placer y el dolor no se parecen en
nada a los obj etos compatibles. Son incompatibles existencialmente, di­
cho en lenguaje moderno. Una vez que ha pronunciado esta verdad, el
filósofo lo ha dicho todo. Lo que queda es vivir: buscar el placer. Solo Aris­
ti po dio como precepto, como máxima, buscar, querer el placer.
La tesis de Aristipo tiene, por tanto, la franqueza, casi la brutalidad,
de una afirmación sin reservas. Después, ninguna filosofía «libertina» o
anarquizante tendrá esta simplicidad poderosa. El placer define -por­
que lo es- lo absoluto. O a la inversa, si se prefiere. A la búsqueda del
saber (teórico) y a la sabiduría (práctica) una sola respuesta, una sola
palabra: placer.
«Obtén placer cuando puedas, cuando lo encuentres». Así hacía el Ci­
renaico con la cortesana Lols. Después de él nadie más podrá mantener
este discurso, ya que deberá reflexionar sobre las condiciones del placer,
sus límites, sus consecuencias. Surgirán desacuerdos cada vez más suti­
les en la interpretación del hedonismo. Aparecerán fórmulas negativas,
«el hombre huye del dolor», más que positivas. Mucho más tarde, Scho­
penhauer reducirá el placer a la ausencia de sufrimiento, a detener el
dolor fundamental, el de existir.

3. ¿Qué da el placer: el movimiento o el reposo? Así resumida seca y fría­


mente esta cuestión -la de las condiciones objetivas y subjetivas del pla­
cer- preocupó a Platón y a Aristóteles. No cuestionan la importancia del
placer, sino las condiciones o más bien la ausencia de condiciones. Aris­
tipo desdeña los matices. Según él, el placer puede sobrevenir en todo
momento, basta con tender la mano. Por todas partes, siempre. No hay
lugares asignados al placer. No tiene necesidad de preparación, de es­
fuerzo, de actividad previa. Error, dice Platón, al que seguirá Aristóteles:
en el origen de un placer, hay un acto y un movimiento. Este movimiento
debe tener un sentido, un objetivo. Sin objetivo, desprovisto de sentido, el
placer que procede de un impulso cualquiera, mal orientado, no puede
ser sino ambiguo, mezclado con el dolor, manchado de ilusiones. Si el fi­
lósofo Aristipo obtiene placer con la cortesana Lols, es en primer lugar
porque Lols es bella, y después porque Aristipo la desea. El movimiento
según Platón no es para nada una agitación cualquiera, tiene un fin: su
objetivo, su sentido, su finalidad y su culminación. El movimiento del
deseo tiene por sentido y fin la belleza, declara Platón. Más profunda­
mente aún: el deseo quiere crear en la belleza, crear una belleza nueva. El
placer sin mezcla, tan próximo de la alegría, proviene de lo Bello. Presen­
cia de la Belleza, participación de la Belleza, posesión del Ser amado por
su belleza, el placer solo es pleno cuando es verdadero, y solo es verda­
dero por lo Bello. C iertamente, es bueno, luego forma parte del Bien,
pero como consecuencia o implicación. ¿Podemos atribuirle una esencia
120 H E N R I L E F E BVRE

propia, autónoma? ¿Podemos tomar el placer como centro o como funda­


mento de una filosofía? No. Pero ¿qué es la Belleza? Lo absoluto, afirma
Platón, que trasciende con un salto especulativo el relativismo, el pers­
pectivismo, la historicidad, en nombre de una inmensa nostalgia.
¿Movimiento? ¿Esfuerzo? Ciertamente, dice Aristóteles. ¿Hacia la
Belleza? El realista, el científico, el positivista sonríe irónicamente. El fin
de la actividad -su obj etivo- es más bien cívico y político. El placer se
suma a la actividad como a la j uventud su flor, cuando la actividad se
desarrolla conforme a sus modelos y a su objetivo, cuando el hombre li­
bre actúa en la polis, según sus leyes. I ndisociable del acto, su recompen­
sa, el placer, no se separa de la sociedad, de la norma, sino que forma
parte de la felicidad. El placer que corona la actividad acompaña el repo­
so en el que se termina el movimiento.

4. La filosofía del placer como absoluto inmediato y cercano estalla, no


puede mantenerse. Se reduce a discurrir sobre el placer y este se relativi­
za. Descubrimos que tiene condiciones, que proviene de no importa dón­
de y no importa cómo. Al mismo tiempo, el filósofo somete el placer a sus
condiciones, a su saber, a sus definiciones. Al proseguir su investigación
sobre qué proporciona el placer, los filósofos apelan a la naturaleza (do­
blemente determinada: fuera del «hombre», sin él, antes de él, o natura­
leza humana espontánea o adquirida). «Sequere naturam», repiten los fi­
lósofos obstinadamente, estoicos y epicúreos. Pero ¿qué es la naturaleza?
¿Basta para determinar el Bien Supremo?, se preguntan los filósofos, te­
niendo cada uno su idea al respecto.
Por una sorprendente inversión (una de esas inversiones de sentido
tan frecuentes), la búsqueda del placer se vuelve ascetismo. Un ascetis­
mo particular, pero robusto: Diógenes el Cínico rechaza a la bella corte­
sana que va a visitarle para seducirle. Diógenes no tiene necesidad de
ella: le basta con su tonel. El filósofo no depende de nadie, tiene en sí la
sabiduría con el principio de su placer. La masturbación reemplaza al
amor. Lo estrictamente necesario resulta suficiente. No hay necesidad
del mundo superfluo. El más humilde lugar (al sol), la más modesta co­
mida bastan. Ni actividad, ni deseo, ni objetivo. Una especie de «nirvana»
alcanzado a través del culto al placer. La búsqueda del placer tiende a li­
berarse de todas las condiciones exteriores, del espacio y del tiempo.
¿Para qué sirve la filosofía? Para no depender de nadie. Resuelve, sin pro­
gresión de la libertad, libera de un golpe. Liberación engañosa, añadiría:
¿Diógenes el Cínico habría encontrado placer en su tonel si no lo hubiera
rodado por la calles de la ciudad? ¿Si no hubiera echado a Alejandro de su
ángulo de sol? ¿Si no hubiera escandalizado a Ja ciudad y a Grecia entera
al retirarse de la vida ciudadana?
Depurado, sofisticado, el ascetismo vuelve a encontrarse en Epicuro.
La naturaleza humana, pretendían los estoicos, es la Razón, el Logos. No,
explica Epicuro, es el cuerpo. Y el Bien Supremo, el del cuerpo, es la
LA F I L O S O F i A 121

salud, e l equilibrio. ¿Qué e s m i cuerpo? U n saco d e átomos. Los placeres


violentos -el amor, el vino y la embriaguez- sacuden de forma inconsi­
derada ese saco y se corre el riesgo de perturbar sus partículas.
El agua fresca vale más que el mejor vino, para el cuerpo e incluso
para el gusto: el que sabe apreciar el agua encuentra en ella cualidades
más delicadas que las del vino. Un jardín tranquilo es mejor para el cuer­
po que un palacio. El Bien Supremo es el placer, pero ¿qué placer alcanza
la perfección? El reposo, con la certidumbre de no depender de nada
más. ¿Sería esto la autonomía racional de los estoicos? ¿El rechazo de la
pasión? No, es la serenidad, la de los dioses epicúreos que residen en los
intermundos: compuestos también por átomos, pero a salvo de las per­
turbaciones, entre los astros que no tienen nada de divino.
En lo más alto de la jerarquía de los placeres propuesta por la filoso­
fía epicúrea, ¿quién reina? La tranquilidad, casi la indiferencia (atara­
xia). Estado que no resulta tan opuesto a los preceptos estoicos de abs­
tención.

S. Los tratados filosóficos desde Hegel ilustran el sorprendente destino


de la naturaleza (concepto y realidad). Pieza clave del pensamiento filo­
sófico de la Antigüedad, y quizá del mundo moderno, la noción estalla
porque la noción, como «realidad», da lugar a muchas interpretaciones
contradictorias y puntos de vista incompatibles. ¿Qué es la naturaleza?
Los filósofos responden proponiendo cada uno su interpretación, su
perspectiva, que dan por evidente y demostrada.
La naturaleza del placer solo parece evidente para los buscadores de­
liberados de placer, hedonistas o cínicos, sin ninguna relación con las es­
cuelas filosóficas que llevan esos nombres. Estos buscadores de placer
juegan astutamente con la sociedad, con los «valores» y la moral: son li­
bertinos, mundanos. Para el pensamiento antiguo, el placer es algo que
no soporta ninguna lógica, ninguna regla, ninguna «ética». La única con­
clusión que podemos sacar es que la lógica y la ética, los valores y la mo­
ral, han funcionado como «reductores» del placer. Desde la Antigüedad,
la lógica y la moral, el saber y los «valores» se ensañaron contra el placer,
i ntentando reducir y destruir lo vivido irreductible, indestructible, que,
sin embargo, se reafirmaba como lo único que permite a la vida conti­
nuar, al cuerpo sobrevivir. La filosofía, en esta negación incansable, no es
el instrumento menos eficaz. El placer protesta. Si hay condiciones para
el placer, el cuerpo, los órganos, las necesidades y deseos, los placeres son
también una condición de la vida. Sin placer, los cuerpos, los órganos, las
necesidades se atrofian, degeneran, se desvían. ¿En qué lengua protesta
el placer, aliado del deseo? No en la de los filósofos; más bien en la de los
poetas, o en la música o en la danza. A veces sin voz, humilde pero irre­
ductiblemente, asociado a la revancha de los oprimidos, las mujeres, los
niños, los esclavos, los que escapan a la normalidad o a la ley. Todos pri­
vados de placer pero, por un giro (d ialéctico) de la situación, los únicos
122 HENRJ LEFEBVRE

capaces de experimentarlo intensamente. Los amos y poderosos pierden


pronto la fuente del placer, la vitalidad.
Para reavivar esta fuente, para dar al placer su revancha, las fiestas
transformaban y rompían el orden, el del antiplacer. Se han analizado
mucho las fiestas, identificando en ellas una serie de rasgos sociológica y
filosóficamente destacables: el derroche desenfrenado, la irrupción en
escena de todo lo que la vida «normal» disimula y niega, de todo lo que
rechaza la comunicación cara a cara habitual. Queda por poner en evi­
dencia este claro y brutal momento: nadie, ni los opresores, ni los oprimi­
dos, pueden vivir sin placer; era necesario que se rompiera la armadura
de la sociedad para que pudiera emerger, violento e incluso sangriento, el
placer. La filosofía, con la lógica y la ética, quedaban en suspenso.

6. Los monumentos de la filosofía, al igual que los de la arquitectura, des­


conocen el placer. Ciertamente, hay en todas estas construcciones una
utopía. El filósofo cree cambiar el mundo con su sistema (cuando lo que
hace es interpretarlo, como dicen Marx y Nietzsche). Esta utopía no tie­
ne nada de una utopía del placer. A las utopías del poder, que imaginan
una eternidad monumental, responden y corresponden las utopías del
saber, entiéndase, de un triste y amargo saber.
Spinoza no disimula que la filosofía moderna salida de la concepción
cartesiana desconoce el placer. No es que el «gaudium intellectuale» ca­
rezca de grandeza, pero la definición de la pasión (luego del amor y del
deseo) merece su fama por su exquisita ingenuidad. «Amor est titillatio,
concomitante idea causae externae»4• Ostensiblemente el filósofo no ama
esta agitación. En su favor hay que señalar el encanto ambiguo de la pa­
labra «titillatio» y la idea del objeto, indispensable para el placer; lo que
ignorarán más tarde todo tipo de teorías narcisistas, espontaneístas y
masturbatorias, que pretenderán explícitamente o no que el placer no
necesite un objeto. « ¡ Obj eto escóndete ! » han escrito sobre los muros
los anarco-situacionistas contemporáneos. Mucho antes, Jean-Jacques
Rousseau prevenía a sus lectores de que él había disfrutado mucho y po­
seído poco.
El ascetismo intelectualista de la línea cartesiana y del Logos europeo
deriva de la definición del «suj eto»; piensa, existe en tanto que ser que
piensa; su relación con el espacio y, por tanto, con el objeto, se resume en
un concepto. En tanto que centro, el cogito no tiene nada de fuego ardien­
te. La filosofía del saber detesta a la vez lo imaginario y lo pasional, para
en cambio privilegiar el acto de conocimiento (juicio, lógica, deducción,
concepto, etc.) y repudiar las otras acciones pasionales, a las que conside­
ra pasivas.

«El amor es una alegría acompañada por la idea de una causa exterior», en Baruch Spinoza,
É tica (parte cuarta, proposición XLIV), Madrid, Alianza, 2002 [1677], p. 335. Traducción de
Vida! Peña.
LA F I L O S O F f A 123

7. Solo Diderot escapa a esta clasificación grosera de lo pasivo y pasional


opuesto a lo activo del saber. Con un esfuerzo titánico, prometeico, llevó
el pensamiento europeo más allá de sus límites, de su sequedad, de su
abstracción racionalista. Si La Mettrie, materialista un tanto mecanicista,
escribió un Arte de gozar5, Diderot lo puso en acción. Con todo lo que el
placer implica, y en primer lugar el arte contra el conocimiento abstrac­
to, y sobre todo la música, la rehabilitación de las mujeres y de la femini­
dad, la restitución de lo sensible y del cuerpo completo, es decir, de todos
los sentidos. El gai savoir, el «alegre saber», en el siglo XVI I I era dicho y
cantado en la alegre prosa de Diderot.
El utilitarismo, el cálculo del placer según el empirismo inglés, no tie­
ne nada que ver con la generosidad de Diderot. El utilitarismo supone
que el placer y el disfrute se prevén, se arreglan según un programa. Me­
canizan la esencia del placer al cuantificarlo.

8. El Logos culmina en la filosofía kantiana. Prudente, sutil, la filosofía


supera lo absoluto. La Lógica apuesta por la ciencia. La Moral formula el
imperativo categórico.
Kant despej a el camino para el advenimiento de la burguesía. Se de­
batirá entre la necesidad de economizar para invertir y el gusto por el
placer (Marx). Solución a este gran y triste problema: la hipocresía. Se
reservará el placer para ciertos momentos, la primera juventud, que hace
tonterías, y la edad madura, con la fortuna o la carrera ya hecha, con sus
secretos, el burdel o la amante, la crisis de la mediana edad. Para el públi­
co, para la fachada, para las masas, la moral, el imperativo.

9. Hay que esperar a Hegel para que el placer entre oficialmente en la fi­
losofía. ¡Pero con qué restricciones! La trilogía «necesidad-trabajo-pla­
cer» tiene un papel determinante en la construcción hegeliana de la so­
ciedad y del Estado. El placer tiene que ganarse; se merece por el trabajo
productivo. ¿Recompensa? Sí. ¿De la actividad? Ciertamente. ¿De qué
actividad? ¿La del libre ciudadano de la polis? No, la de un miembro res­
ponsable de una Nación-Estado, la de una labor útil para la colectividad.
Por tanto, placer definido, racional: limitado a los objetos producidos en
un marco familiar, corporativo, o nacional. Nada en común con la bús­
queda romántica y novelesca del amor, expresamente condenada por el
filósofo. Placer racional, normalizado, moralizado. En general y en deta­
lle, el del padre de familia, el del funcionario que realiza sus funciones
puntualmente.
El placer en el Logos occidental se desvía un poco más del «alegre sa­
ber» y se vuelve satisfacción. Necesidades clasificadas, objetos rubricados,
trabajos organizados, que permitan la satisfacción general en el seno del

Julien Offray de La Mettrie. El arte de gozar, Pamplona, Laetoli, 2015 [1751). Traducción de
Elena del Amo.
124 HENRI LEFEBVRE

Estado, entidad soberana que engendra la satisfacción otorgada libre­


mente a todos sus miembros.
Como consecuencia, la satisfacción no tiene lugar ni momentos asig­
nados: deriva del estado, siendo ella misma estado, siempre y en todas
partes.
En la lucha a muerte entre el Amo y el Esclavo, ¿qué empuj a al Amo
hacia la perdición? El placer. Se entrega al placer, perdiendo así el con­
tacto con lo real, con el saber y el trabajo; lo cual beneficia al Esclavo. De
ahí la inversión dialéctica. Hegel, filósofo de la historia e historiador de
la filosofía, nunca pierde de vista al Imperio romano y su decadencia.
Quiere evitarle algo así al Estado-Nación moderno. A los Amos, a los Po­
líticos les desaconseja disfrutar y les aconsej a la moralidad.
Nietzsche descubriría que los Amos pierden también el sentido del
placer porque se estancan en las actitudes y los «valores» del poder, des­
velando así los fundamentos (la raíz, diría Marx, usando una metáfora
naturalista) del poder y de la voluntad de poder. Para mantener bajo su
dominación a aquellos que humilla, que oprime y que explota, el Amo
debe exhibirse, desfilar, llevar máscaras en las mascaradas mundanas,
hacer su puesta en escena, atender a una etiqueta rigurosa. El dominador
se encarcela en su dominación para mantener las condiciones y los com­
ponentes de esta. Pierde así su razón de ser, el placer, si no lo renueva por
crueles invenciones, cuya capacidad se agota bastante rápido.
Solo los pueblos -los humillados, los oprimidos, los explotados­
conservan la energía vital, explosiva, del placer, de la que hacen uso en
fiestas y revoluciones.

10. ¿Qué añade Marx a la teoría del placer? Poco y mucho. Poco: el esque­
ma trinitario hegeliano «necesidad-trabajo-placer» sigue en el centro de
su reflexión, de su proyecto, como muestran claramente los Manuscritos
de 1844. Si sobre todo en lo que concierne al Estado, Marx se opone mar­
cadamente a Hegel, en cambio sobre este punto importante, lo prolonga.
Y, sin embargo, añade mucho a la teoría. ¿Por qué la clase obrera sigue la
dirección de la sociedad si no es para alcanzar el placer del que le priva la
burguesía al poseer los medios de producción y dirigir la sociedad según
sus intereses de clase? Que los trabaj adores consigan el placer, al mismo
tiempo que el poder (político), constituye el primer «momento» de su
transformación y de la transformación del mundo (de la sociedad y de las
relaciones sociales). El segundo momento es la negación del trabajo en sí
mismo por la automatización del proceso productivo. Este aspecto poco
conocido del pensamiento marxista solo ha sido destacado recientemen­
te, al hilo de los «progresos técnicos», de una automatización parcial, de
las nuevas contradicciones que aparecen en consecuencia. Según Marx,
solo la clase obrera puede llevar hasta el final la revolución total y, por
consiguiente, hacer entrar a toda la sociedad en la era del placer. ¿Sin
dificultades? Ciertamente no. Las di ficultades no provienen solo de la
LA F I L O S O F i A 125

política, sino d e l a exigencia d e una superación general, incluida l a supe­


ración de la(s) política(s). La clase obrera tiene como misión superar la
situación teórica y práctica de la sociedad existente (capitalista en cuan­
to a las relaciones de producción, burguesa en cuanto al «sujeto» econó­
mico y político dominante) superándose a sí misma. A los trabaj adores
les incumbe la tarea de negarse en tanto que tales para poder así superar­
se. Y pueden hacerlo, afirma Marx, mientras que la dominación burgue­
sa, prisionera del modo de producción, establecido y mantenido por ella,
oscila entre la economía (ahorro, financiación para la producción) y el
derroche sin gran placer.

l l . Respecto a Fourier, resulta sospechoso por su éxito reciente. ¿A qué se


debe? A que han creído encontrar en él un código del placer: la combina­
toria de las pasiones. Las pasiones esenciales, las pasiones de segundo
grado -cabalista, mariposa, compuesta- obligan a las de primer grado a
cambiar, a combinarse. Del mismo modo que la armonía permite variar
las combinaciones obtenidas con los intervalos entre los sonidos, sirvién­
dose de los timbres. Las pasiones «femeninas» asumen un contenido pa­
sional (deseo, ambiciones, intrigas) para llevarlo por una vía de produc­
ción infinita, la producción de discursos pasionales.
Fuera de esta tesis sobre la armonía, el sistema de Fourier, aceptable­
mente completo, solo propone un trabajo continuo y, en consecuencia,
una forma de ascesis comunal. La jornada del falansterio ocupa sin des­
canso a los miembros de la falange. Si continuamos con la analogía musi­
cal, fundada sobre los mismos términos de esta utopía aparentemente
libidinosa y libidinal, en la ópera falansteriana el trabajo corresponde a la
palabra, las pasiones al canto, la combinatoria pasional a las figuras de
ballet. ¿Cómo se llega al acuerdo? Fourier se muestra soñador sobre esta
cuestión, un aspecto no desprovisto de interés. El socialismo utópico solo
proyecta un placer utópico. Solo supera la división del trabaj o mediante
un trabajo continuo, sin divisiones en tanto que sobredividido.

12. En Hegel, curiosamente, la satisfacción va ligada a la destrucción. Este


aspecto diabólico y negativo de su construcción positiva es a veces el domi­
nante. La necesidad destruye el objeto (lo consume), y se destruye al mis­
mo tiempo que se satisface. Desaparece momentáneamente en tanto que
necesidad. ¿El deseo? Desempeña un papel en la Fenomenología6, y más de
una consideración modernista sobre el deseo viene de aquí y es resultado
de un eclecticismo: un poco de materialismo, un poco de hegelianismo,
más una parte de nieztcheanismo. En la Fenomenología, el deseo solo
aparece para desaparecer. Se niega inmediatamente, bien porque se con­
vierte en necesidad, bien porque se lanza sobre un objeto separado de las

G. F. W. Hegel, Fenomenología del espíritu, Méx ico D.F., FCE, 2017 [1807] . Traducción de Gus­
tavo Leyv a.
126 H E N R I L E F E BV R E

condiciones sociales, el trabajo, la ética, la disciplina política, y entonces el


deseo muere de un placer desordenado, delirante. Se autodestruye.
Aunque Schopenhauer se opone violentamente al hegelianismo, vol­
vemos a encontrar en él esta idea de la autodestrucción del deseo. La
voluntad de vivir solo se manifiesta al negarse. El mundo de las represen­
taciones obedece al principio de la razón suficiente, cuando el mundo
profundo, el de la voluntad de vivir, ciego, «inconsciente», no tiene ley
salvo su violencia. La voluntad de vivir se niega ya al suscitar representa­
ciones (la diversidad ilusoria de los seres vivientes, de las cosas y los
objetos). Se niega aún más en el arte, donde se separa de sí mismo desple­
gando la ilusión de bellas apariencias. Se niega totalmente en la contem­
plación y la ascesis, y finalmente en el suicidio cósmico que Schopen­
hauer asigna como «fin» a la voluntad de vivir.
La voluntad de ser solo disfruta de sí en la voluntad de no-ser: la des­
trucción, la autodestrucción, etc. Violenta por esencia y por completo, la
voluntad de vivir vuelve contra sí misma su violencia; la angustia y el
dolor se tornan en éxtasis. La explosión de la voluntad la libera en un
placer mortal.

13. Habrá a quien le sorprenda que se mencione a Nietzsche en este con­


texto dado su ascetismo, la heroica ascensión hacia lo Sobrehumano, la
soledad de Zaratustra en su caverna. ¿No ha sido el pensamiento de
Nietzsche el recurso utilizado contra el de Marx y el refugio ante los fra­
casos del marxismo?
Sin embargo, surge una nueva verdad de una importancia capital. La
transformación del mundo, que tiene por objetivo «cambiar la vida», tie­
ne dos aspectos. Este movimiento no puede ni concebirse ni proyectarse,
ni realizarse simplemente, de forma unilateral. La revolución y la subver­
sión son complementarias: la revolución actúa en el plano político, la
subversión actúa para destruir el plano político. Marx abrió la vía de la re­
volución, Nietzsche la de la subversión. La revolución como tal corre el
riesgo de no engendrar más que nuevas formas sociopolíticas; la subver­
sión las abolirá aprovechándose de las debilidades políticas de la revolu­
ción. Para Marx la una debía seguir a la otra, como la apropiación de la
naturaleza por la «naturaleza humana» debía acompañar al dominio téc­
nico y científico de la naturaleza. La historia posterior ha desvelado la
ilusión de un proceso unilateral y la complejidad del devenir. Surgirían
nuevas contradicciones tanto entre revolución y subversión como entre
dominación y apropiación.
El nietzcheanismo, ¿se opone al marxismo como si fuera su adversario?
Esta tesis falsa (sostenida obstinadamente por Lukács) es la réplica a una
tesis igualmente falsa, mentirosa y trucada: la de que el nietzscheanismo es
fascista y, por tanto, reaccionario por esencia y vocación. Falsedad absolu­
ta, en primer lugar porque el nietzscheanismo no existe. Nietzsche no dio
una interpretación filosófica y sistemática del mundo. Durante un cierto
LA F I L O S O F Í A 127

periodo, e l más importante d e s u vida teórica, consideró que las interpre­


taciones del mundo, los «valores», no pueden demostrarse. Era lo que lla­
maba «perspectivismo». Cada evaluación define una afirmación, es decir,
un punto de vista, una puesta en perspectiva, que después se legitima, se
justifica, se «fundamenta» (término más heideggeriano que nietzscheano,
pero que deriva del pensamiento nietzscheano). Perspectivismo y relati­
vismo van juntos. ¿Cómo nacen los valores? ¿Cuáles son sus orígenes? Este
es uno de los diferentes problemas de lo que aún podemos llamar «filoso­
fía» pero que, según Nietzsche, también podemos llamar «filología». Los
«valores» para él, las afirmaciones, las perspectivas, resultan de un acto
inaugural. De una decisión de la voluntad de poder. Cuando el filósofo re­
conoce así los lugares de nacimiento de los «valores» (otros dirían, las
ideologías), se libra de la misma filosofía, del espíritu de seriedad y del es­
píritu de pesadez. Ríe, danza. Al «triste saber», que se afirma pesadamente,
replica el «alegre saber»: todavía un acto de conocimiento, pero que supera
los actos ingenua y pesadamente afirmativos, ya que los reconoce. Cesa de
repetir las ilusiones que engendraron la moral, la lógica, la metafísica. Di­
fiere de ellas por el reconocimiento de su repetición. Pero un peligro se
agrava, el nihilismo. ¿Cómo mantenerse en una «posición» que ya no es tal?
O bien el filósofo que ha reconocido la total relatividad se mantiene ahí, se
divierte, nuevo escéptico o cínico. O bien inventa un «valor», una transcen­
dencia, y la filosofía y los valores antiguos, así como aquello que los hace
nacer (la voluntad de poder).
Al convertirse en Zaratustra, Nietzsche ha elegido una opción; hay
una perspectiva, una sola, y la erige como verdad más allá de la verdad,
un sentido más allá del sentido. El Superhombre ha pasado la prueba del
relativismo y del nihilismo. Lo sobrehumano, voluntad creadora, libera­
do de la voluntad de poder, la supera (la trasciende).
Zaratustra no prohíbe ni el placer ni la voluptuosidad. Por el contra­
rio, quiere alcanzar la inocencia de la voluptuosidad, la santidad y el pla­
cer. Rechaza la pálida y apacible felicidad, pero desaconsej a recurrir a la
voluptuosidad como a una salvación del cuerpo.

¿Os aconsejo yo matar vuestros sentidos? Yo os aconsejo la inocencia de


los sentidos. [ ] ¡Con qué amabilidad la perra Sensualidad sabe mendigar
...

un trozo de espíritu cuando se le niega un pedazo de carne! [ ] Con ojos ...

excesivamente crueles y plenos de deseos contempláis a los que sufren:


¿no se habrá disfrazado vuestra sensualidad de compasión? 7•
Detrás de tus pensamientos y tus sentimientos, hermano, existe un se­
ñor más poderoso, un sabio desconocido: se llama el ser. Vive en tu cuerpo;
es tu cuerpo".

Friedrich N ietzsche, Así habló Zaratustra, Madrid, Edaf, 2000 [1883-85], p. 78. Traducción de
Carlos Vergara.
Ibidem. p. 60.
128 H E N R I LEFEBVRE

El cuerpo creador creó por sí mismo el espíritu como una mano de su


voluntad9•
La lujuria es un pecado -dicen algunos mientras predican la muerte-.
«Quedémonos aparte y no engendremos hijos»10•

Así habló Zaratustra. La subversión será poética o no será. «Donde


termina el Estado, comienza el hombre que no es superfluo ... Donde ter­
mina el Estado, ¡mirad, hermanos míos!, ¿no veis el arco iris y el puente
del Superhombre?»ª. Zaratustra no rechaza el «alegre saber»; lo lleva con
él hacia otros objetivos.
¿Qué es entonces el «Gai Savoir», el «alegre saber»? Recordemos a Aris­
tipo, para quien el placer excluía el dolor. A lo que Platón respondía que
la mayor parte de los placeres se mezclan con sufrimiento, y que esta
«mezcla» planteaba al placer un problema práctico, que compete al pen­
samiento filosófico. Los placeres son falsos como los pensamientos, im­
puros como ellos, incluso en la medida en que no son placeres. ¿Cómo no
deslizarse por esta pendiente que lleva hacia el dolor al mismo tiempo
que hacia la fealdad?
Recordemos también el análisis de Schopenhauer: solo el dolor es
verdadero, es esencial, fundamental; por un instante, un breve instante,
el dolor queda suspendido en el placer.
El anál isis nietzscheano rechaza la actitud de Aristipo y la de Scho­
penhauer. Prolonga la de Platón, modificándola radicalmente. Lo que
Nietzsche rechaza con invectivas es la satisfacción12 • Nada de placer
«puro» y absoluto. Tampoco dolor absoluto (incluso la palabra puede
revivir de una manera que lo transfigura)13• La vida solo ofrece compro ­
misos y ambigüedades, placer mezclado d e dolor, alegría mezclada con
sufrimiento, angustia mezclada de voluptuosidad. En primer lugar, el
«alegre saber» evita las trampas. Muchos placeres son trampas, como mu­
chos dolores. Así, el recuerdo de la humillación va acompañado de in­
quietantes delicias que aprietan los lazos de la opresión alrededor del
oprimido. La repetición (medio ficticia, medio real) del acontecimiento
penoso por la memoria o por la reflexión difiere del acontecimiento de
una forma extraña: conduce hacia él con una morosa delectación. El re­
sentimiento tiende estas trampas particularmente sutiles; se disfraza, se
pone máscaras, a la vez para conservar su oscuro placer y para tomar su
revancha. Tras la liberación e incluso hasta la fiesta pueden durar los
efectos del resentimiento, contaminando la victoria.
No hay placer sin movimiento, sin una actividad, luego sin un es­
fuerzo. Pero solo un análisis superficial, según Nietzsche, presenta el

Ibídem, p. 60.
'° Ibídem. p. 70.
Ibídem, p. 74.
«De los sabios famosos», en Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra, op. cit. , pp. 117-119.
«De la muerte volu ntaria», en Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra, op. cit. , pp. 92-94.
LA F I L O S O F I A 129

esfuerzo como penoso. En el esfuerzo está también la voluntad. Inhe­


rente al acto, no lleva solo consigo la dificultad y la pena sino su propio
despliegue hacia un obj etivo. El esfuerzo, pues, físico o mental, por tra­
bajo o libremente, contiene en sí su razón y su alegría. Busca su recom­
pensa, que no es ajena a él. El esfuerzo va a vencer una resistencia, una
fuerza opuesta, otro esfuerzo. Su alegría, su placer, coincide con su vic­
toria, con la llegada de lo que él quiere. La lucha, incluso la acción vio­
lenta, contienen en sí el principio de su placer. Para Nietzsche no hay
oposición entre un «principio de placer» y un «principio de realidad»,
ya que lo « real» (mientras no se considere con la simpleza del «realis­
ta») y l a acción, la lucha, el despl iegue de energía creativa, no pueden
disociarse.
En los afectos como en la reflexión y la conciencia predomina la ambi­
güedad. No hay nada que no tenga dos aspectos (o más), dos lados, dos
sentidos y dos valores (o más). No hay esencias separables, actividades
distintas, que no sean la continuación de un acto y de una decisión, la de
separar, distinguir analíticamente. La ambigüedad contiene, es decir, disi­
mula y revela, una contradicción profunda: entre el placer y el dolor, entre
la afirmación que sirve y la que no sirve a la vitalidad, entre el discurso
sobre las apariencias y la palabra verídica, entre el espejo y lo que reflej a.
Ambigüedades, ambivalencias, equívocos, mezclas, mixturas, mimetis­
mos, identificaciones inciertas, extrañezas, formalidades mentirosas y
anomalías reveladoras, esas palabras, esos términos, esos conceptos, esas
metáforas, describen la situación carnal del «ser humano» y dicen un
poco de su verdad.
Nunca es la satisfacción la que produce placer, sino el hecho de que
la voluntad avance y acabe dominando lo que se encuentra en su camino.
El fenómeno profundo, que se esconde tanto bajo la sensación y el cono­
cimiento como en el placer, es la acción de una fuerza. «El hombre no
anhela el placer, ni esquiva el desplacer... Placer y displacer son simples
consecuencias, simples fenómenos concomitantes»14• ¿Qué quiere el ser
vivo, hasta la menor parcela de su organismo? Que aumente su capaci­
dad de acción. «El displacer, por consiguiente, está tan lejos de producir
consecuencias como una disminución de nuestro sentimiento de poder,
que, en los casos medios, obra precisamente como estímulo sobre esta
voluntad de poder ... »15• Placer y dolor se refieren - aunque simple y po­
bremente- a las apreciaciones, los juicios, el «SÍ» y el «no» de la vitali­
dad, no de la lógica. Si el dolor es otra cosa que el placer, tampoco es su
contrario. «Existen casos en que una especie de placer está condiciona­
da por una cierta sucesión rítmica de pequeños estímulos de desplacer:
con estos se logra un incremento rápido del sentimiento de poder, del

Friedrich Nietzsche, La voluntad de poder, Madrid, Edaf, 2000 [1901] . p. 469. Traducción Aní­
bal Froufe.
Ibidem , p. 470.
130 H E N R I L E FEBVRE

sentimiento de placer. Así sucede, por ejemplo, en las cosquillas y en el


cosquilleo sexual del acto del coito: vemos en estos casos actuar al des­
placer como ingrediente del placer. [...] Este juego de resistencia y de vic­
toria excita aquel sentimiento complejo de poder superfluo y excesivo
en el más alto tono, sentimiento que constituye lo esencial del placer»16•
« ... Lo que el hombre quiere [...] es un aumento de poder. En el esfuerzo
en pos de tal aumento se busca tanto el placer como el desplacer; el hom­
bre, a partir de aquella voluntad, busca una resistencia, tiene necesidad
de algo que se le oponga»17•
Por primera vez un analista describe el deseo y el placer como un
poeta que insiste sobre todos los aspectos de un proceso muy complejo:
tendencia y tensión, excitación y obstáculos, ritmos, ambigüedad pro­
funda, explosión de energía, aparición y superación de una especie de
umbral.

14. Singular y decepcionante retrospectiva de lo que enseñan los filóso­


fos. Ingenua o sutilmente rechazan el placer, el disfrute, la voluptuosi­
dad, la alegría del cuerpo. Promulgan la espiritualidad. Cuando exaltan el
placer, lo transforman en una entidad, aún y siempre metafísica. Al opo­
nerlo simétricamente al dolor, lo vuelven incomprensible, impracticable.
Por el contrario, si examinan los placeres «reales» y la alegría efectiva­
mente esperada, denuncian su impureza; buscan el camino a lo absoluto,
la alegría absoluta, el placer absoluto, el dolor absoluto.
Dej an lo relativo a aquellos que no tienen la sabiduría ni el conoci­
miento: a los humildes, a los pobres, a los locos (que no necesitan saber­
lo, hacen lo que pueden, para bien o para mal, pero nunca llegan al es­
tatuto de «obj eto filosófico», o solo hasta cierto punto y desde hace
poco).
Hay que esperar al pensamiento subversivo para que el placer y el
disfrute tengan su lugar, y que sus condiciones «reales», concretas, sean
exploradas y reconocidas. La filosofía quería ser austera y el filósofo un
asceta del conocimiento, enemigo del cuerpo, portador eminente de los
«signos del no-cuerpo». En el momento en que la filosofía se desmiente
superándose, su verdad aparece. ¿La del materialismo opuesto al idealis­
mo, al espiritualismo? Sí, aunque esta formulación tenga un lado irriso­
rio, moralizante, incluso filosófico. El antiplacer opuesto al placer, el no­
cuerpo contra el cuerpo, esta es la formulación «verdadera».
La filosofía no puede realizar una acción subversiva. Como sostén de
la asociación saber-poder, sigue siendo en esencia política. Incluso, cuan­
do critica el momento político, en lo fundamental lo asume y lo apoya.
Puede tener, pues, un papel político e incluso apoyar una revolución po­
lítica. Pero esto la limita. La subversión ataca a la filosofía y al Estado

" lbidem , p. 467.


17 Ibidem, p. 469.
LA F I L O S O F f A 131

como tales. Tiene como razones y recursos la poesía, l a música, e l «alegre


saber», la llamada a la juventud, las capacidades de transformación del
mundo por el arte.
Así, el análisis crítico de la filosofía confirma el de la monumentali­
dad. Existe una relación analógica entre estos dos aspectos, uno teórico,
otro práctico, del proceso llamado histórico y social. Como el monumen­
to, otra expresión del poder, la filosofía rechaza el placer. La subversión,
en nombre del placer, rechaza la filosofía.
Pero, entonces, ¿no hay salida? Este análisis confirma que el camino
está obstruido. Una utopía, la del placer, se suma a muchas otras, como la
de la perfección, la felicidad, la belleza, la pureza.
No. Nietzsche el subversivo aporta una sugestión primordial: una
nueva determinación, la naturaleza como indeterminada. Es una fuente
de posibilidades para el hombre que emerge, para su felicidad y su des­
gracia, con su conciencia, por encima de la naturaleza y fuera de ella. En
sí, considerada aisladamente, caos y confusión, permite a la conciencia y
al pensamiento introducir un orden al poner en valor ciertos aspectos de
esta existencia confusa y caótica. Encontramos en la naturaleza el traba­
jo (las especies que «trabaj an» son numerosas, sobre todo entre los insec­
tos) y el no-trabajo (pillaje, o tranquila secreción de lo indispensable), la
violencia y la no-violencia, la destrucción y la creación, el amor y el odio.
Y aún hay más, a pesar o más allá de las oposiciones introducidas por el
pensamiento y las evaluaciones humanas.
En la naturaleza se confunden los «momentos» que las actividades
humanas intentan separar, incluso si luego hay que buscar su relación y
reconstituirla. Por ejemplo, el placer y la fecundidad (fecundación) ínti­
mamente ligados en la naturaleza y que el «hombre» trata desde hace
siglos de separar. Esto forma parte de la apropiación de la naturaleza, que
no se consigue sin riegos, incluidos matar el placer y la esterilidad, a lo
largo de una búsqueda que dej aría escapar la «naturaleza».
Esta «naturaleza» que es captada como inaprehensible, que se deter­
mina como indeterminada en sí misma pero aun así determinable, no se­
para el placer del dolor. Atención a las palabras y a sus sentidos. ¿Quiere
decir esto que para un animal el placer no se distingue del dolor? En ab­
soluto. Ningún ser vivo, salvo algunos seres humanos pervertidos, quiere
su sufrimiento. Esta ambigüedad y su análisis significan que para el ser
vivo nunca aparecen en estado puro; solo el ser consciente y conocedor
(y es precisamente en esto en lo que consiste el conocimiento como acto)
separa y proyecta vivir separadamente lo que ha dividido. Incluso, como
ya se ha intuido, si después le es necesario por una segunda operación
reunir lo separado, esta conjunción difiere de la confusión.
De este análisis nace una luz que indica un camino, que sigue a pesar
de los obstáculos. ¿El papel del arte no fue -entre otros- orientar la ex­
p eriencia vital hacia la alegría al librarla de la confusión; integrar en la
alegría el sufrimiento o al menos su contemplación? Por sufrimiento
132 H E N R I L E F E BV R E

entendemos también la preocupación por la muerte, por lo efímero, por


la apariencia. Así fue la obra de arte: selectiva en comparación con la
confusión natural, integradora con relación a un proyecto de placer. Por
más que la arquitectura pueda alcanzar una eficacia considerada estéti­
ca, ¿no le incumbe orientar la experiencia vital y llevarla hacia una pleni­
tud mediante la intervención inteligente de los objetos? No es que la ar­
quitectura pueda «producir» placer, como se produce un objeto, ni que el
efecto arquitectónico pueda suplantar los otros efectos «estéticos» (en­
tre comillas, pues la eficacia buscada nada tiene en común con el esteti­
cismo), ni tampoco es que la arquitectura tenga la función de significar
placer, error e ilusión, ambición que solo puede fracasar.
¿Puede la arquitectura tener en cuenta ciertas condiciones del placer,
por ejemplo, el ritmo, los obstáculos y las tensiones que el deseo supera?
Sin duda.
Sin duda, si llegan a hablar de otra cosa que de palabras, si llegan a
convencerse del error casi total de estas y otras declaraciones que pasan
por seductoras.
Según Heidegger, el poeta habla del «habitar». La representación del
habitar como ocupación del espacio se hunde ante la palabra del poeta;
no describe las condiciones del habitar, pues la poesía habla al hombre
que está en disposición de escuchar y que responde al lenguaje escu­
chando lo que este dice: reconociendo al lenguaje como su soberano. «El
lenguaje nos hace una señal y es él, primero y último, quien conduce ha­
cia nosotros el ser de una cosa»18 • Esta poesía constituye el ser del habi­
tar, y esto es así porque la poesía y el habitar despliegan su ser en tanto
que forma de medición, lo que da al hombre la medida que conviene a su
ser. «Medir es alcanzar el ser del hombre»19, al desplegar este su ser en
tanto que habitante, en tanto que mortal. Para el cielo, el hombre erige su
habitar mediante la construcción, cuyo ser se encuentra en la medida.
Tiene el poder de hacer llegar cielo y tierra a través las cosas, a los divi­
nos y a los mortales. «Este poder ha situado la casa en la vertiente de la
montaña, al abrigo del viento, cara al sol de mediodía, en la pradera, cerca
del manantial... No ha olvidado el rincón del Señor: Dios domina la mesa
común; ha dispuesto en las habitaciones los lugares santificados ... »2º.
Esta descripción poético-metafísica de una casa campesina ignora
completamente el placer. No aporta nada, no cambia nada. La retórica
filosófica desvía o elude lo esencial como si el «hombre» solo tuviera por
finalidad y sentido cumplir un destino promulgado por lo invisible (¡lo
oculto!).

Véase Martin Heidegger, «Poetically Man Dwells», en Poetry, Language, Thought, Nueva York,
Harper Collins, 2001, p. 2 14.
Véase Martin Heidegger, op. cit., p. 221.
"' Véase Martin Heidegger, «Building, Dwelli ng, Thinking», en Poetry, Language, Thought, op.
cit., pp. 157-1 58.
LA F I L O S O F Í A 133

Remontemos esos abismos, revigorizados y regenerados «con una


piel nueva [...] con un gusto más sutil de la alegría, con un paladar más
fino para todas las cosas buenas, con sentidos más agradables, con una
segunda y más peligrosa inocencia de la alegría, más infantil y al mismo
tiempo más refinada de lo que nunca hubiere sido»21• 22•

Friedrich Nietzsche, La gaya ciencia, op. cit., p. 34.


Al final del capítulo 5, Lefebvre había incluido en su manuscrito, a modo de anexo, la copia
de algunas páginas del libro de Charles Fourier, Le nouveau monde industrie/ et sociétaire: ou
invention du procédé d'industrie attrayante et naturelle distribuée en séries passionnées [Paris,
Bossange Pere, 1829], incluyendo el plano de un falansterio. Edición en castellano: El nuevo
mundo industrial y societario, México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1989. Traducción de
Aurelio Garzón del Camino.
VI

La antropología

l. Este saber se libra de las taras que las hadas malvadas le concedieron al
nacer. Actualmente se deshace de un ascetismo intelectualista encarna­
do (no, desencarnado) por la obra de Claude Lévi- Strauss. Este intelec­
tualismo aficionado al despoj amiento reducía las realidades etnológicas
a nomenclaturas, a palabras y a relaciones abstractas entre los conceptos.
Lo mental absorbía lo social y, con ello, lo histórico (el tiempo) en un es­
pacio abstracto, el de las formas y las estructuras.
Esta cientificidad cubría una serie de operaciones ilícitas, muy bien
disimuladas bajo el envoltorio estructuralista. En primer lugar, bajo una
apariencia, la de reconocer la especificidad de las realidades considera­
das, las sociedades llamadas «arcaicas», sometían sus diferencias a las
categorías del Logos occidental; la actividad destructora de la razón eu­
ropea -negadora en la teoría, devoradora en la práctica de todo aquello
que se le resiste- resurgía, justificada; la reducción por el saber comple­
taba la reducción por otros medios, y se atribuía haber compensado los
desastres anteriores. Segunda ventaja: la antropología eludía la moderni­
dad; parecía abordar indirectamente el estudio del mundo contemporá­
neo, pero lo cierto es que desviaba la lucidez crítica girando en torno a las
realidades objetivas. Encontrando en el mundo actual las categorías
«primitivas» (la familia, el intercambio), se llegaba a borrar el capitalis­
mo, la burguesía, el imperialismo.
El izquierdismo ideológico es tal que innumerables ingenuos, que se
creían de vanguardia, han tomado esta actitud por audaz, incluso algu­
nos por subversiva. Pero se resume en un enorme círculo, el más vicioso
de todos: se piensa a los otros en función de uno mismo, después uno se
136 H E N R I L E F E BVR t

piensa según los otros, y se obtiene un pensamiento de sí reducido al m í ­


nimo estricto.

2. El ataque contra el estructuralismo, ideología reaccionaria al servicio


de la tecnocracia neocapitalista, se dirigió primero sobre un plano gene ­
ral, teórico y metodológico. Esta ideología guardaba una cierta fuerza y
un cierto atractivo establecidos en un terreno en que se la creía sólid a, la
antropología. Hoy en día, desalojada del centro epistemológico que pensa­
ba había fortificado, esta ideología se ve amenazada en su propio terreno.
Robert Jaulin descubrió que existe una implicación entre: a) las rela­
ciones lógicas de inclusión-exclusión; b) las relaciones espaciales de in­
terioridad o exterioridad; c) las relaciones afectivas de pertenencia y no­
pertenencia al mismo grupo. La relación de uno consigo mismo y con los
otros es inclusiva, «reflexiva», interiorizante espacialmente y afectiva­
mente. La relación con los grupos de otros es exclusiva, exteriorizante,
tendente a la indiferencia y la hostilidad.
Este esquema general no es para nada una explicación. Solo permite
abordar el estudio de las poblaciones (los Bari, los Sara, por ejemplo)
para discernir sus diferencias efectivas 1 •
La unidad social fundamental se define por la relación (el entrecruza­
miento) de las gentes del Uno y de las gentes del Otro. Una sociedad, una
civilización viven de una cotidianeidad2 y esta cotidianeidad no consiste
en un vocabulario sino en actos, en usos que reglamentan el espacio y los
lugares de residencia, los esfuerzos de la producción y los beneficios del
consumo, el saber hacer y el saber vivir, las alegrías y las penas del amor,
esto es, del matrimonio y de la procreación.
El espacio entra así en el pensamiento que describe y analiza las so­
ciedades diferentes de la nuestra. Lo que confirma su constitución como
espacio social en las sociedades que describen la historia y las otras
ciencias sociales, no solo la etnología y la antropología. Para el conoci­
miento, las relaciones permanecían sin soporte. Las relaciones descritas
y analizadas por Robert Jaulin tratan de grupos que efectivamente se
excluyen al incluirse, se oponen y se diferencian en un espacio determi­
nado. Las unidades sociales corresponden sin rigidez a unidades de re­
sidencia (casas colectivas, barrios), de tal manera que la sociedad puede
describirse en función de sus estructuras de producción o de matrimo­
nio, sin que haya incompatibilidad (aunque las conexiones no tengan
nada de mecánico, pues hay siempre elección, preferencias, margen de
indeterminación).
De ello resulta que el nudo de las relaciones no queda atado al voca­
bulario corriente, a la terminología de las relaciones. La nomenclatura no
tiene el papel privilegiado que le atribuye un dogmatismo lingüístico,

[Véase Robert Jaulin, Gens du soi, gens de /'autre, op. cit., pp. 102 y sigs.].
[Robert Jaulin, Gens du soi, gens de /'autre, op. cit. , p. 434).
LA A N T R O P O L O G f A 137

par a e l que las relaciones y las palabras coinciden, como s i las palabras
most raran las cosas. El nombre propio, dejado aparte por la lingüística
fo rm alista, es un término, un nudo de relaciones, que designa las relacio­
ne s entre una persona y los que la llaman así (Claude, Robert, Henri), lo
que conduce fuera del formalismo a buscar quiénes son los otros en cues­
tión y qué relaciones tienen unos con otros. Estas relaciones son: de resi­
dencia y de distribución o atribución del espacio, de consumo y de pro­
du cción, esencialmente, de alimentación3•
Con el espacio y el nombre, la sexualidad se reintroduce en la antro­
pología, no la sexualidad del puro placer, ni la reproducción (alguna des­
cripción no puede dej arse de lado), sino la sexualidad concreta, la que
exige un lazo y un compañero, una ocasión y una preferencia, en una
palabra, y por parodiar la retórica publicitaria, una sexualidad «persona­
l i zada», la que quiere (o rechaza) un compromiso, un matrimonio. El es­
pacio de una casa (del terreno asociado, jardín, camino, campos, árboles)
significa la feminidad, madre o esposa. Con el matrimonio, el chico pasa
del espacio de la madre al espacio de la esposa; sale de la madre. El pri­
mer espacio del niño es el vientre de su madre; el segundo, la madre y su
espacio, de manera que entre estos tres términos -mujer, casa, tierra- se
establece una proximidad, perceptible y simbólica a la vez. ¿Qué es la
esposa? Otra mujer, otra casa, otra tierra. La esposa es una madre modi­
ficada por la salida del espacio de una casa, del vientre de esta última. De
ahí viene la relación entre el matrimonio, la sexualidad, y la organización
espacial y social. «El espacio asociado a la esposa -la casa, su territorio­
estará, como el asociado a la madre, ligado a la clase de ésta», es decir, a
la clasificación que define el «mundo de la alianza» en una unidad so­
cial4. Dicho de otra forma, en una sociedad ligada a la tierra por la pro­
ducción y el consumo (alimentación) la relación sexual que termina (o
no) en matrimonio sucede entre dos personas, ligada cada una a una casa,
a una tierra, a unos padres. El lugar mismo del matrimonio acompaña un
paso recíproco del parentesco a la alianza, de un grupo de parientes a un
grupo aliado, es decir, de consanguíneos o colaterales. La persona, porta­
dora de un nombre propio, no es una individualidad abstracta, fuera del
espacio; es quien porta las relaciones sociales y las incorpora material­
mente. No basta con hacer intervenir una vaga «localización» de las rela­
ciones sociales. Las particiones del espacio son tan fundamentales y es­
tructurales como las del tiempo. En cuanto a la nomenclatura (sistema de
apelaciones), esta no se basa solo en la filiación, sino también en las ope­
raciones espaciales. Los términos «aliados» y «parientes» poseen, pues,
una connotación espacial; una distancia tanto en el espacio como en la
connotación sexual separa a las personas que pueden casarse o tramar
una intriga de aquellos sobre los que se aplica una prohibición. La

[Robert Jaulin, Gens du soi, gens de /'autre, op. cit., p. 32].


[Robert Jaulin, Gens du soi, ¡;(ens de /'autre, op. cit. , pp. 274-275] .
138 H E N R I L E F E BV R E

prohibición consiste en el distanciamiento en sí; en que para el pensa­


miento y para los gestos haya demasiados intermediarios como para que
el hecho de saltársela (la transgresión) pueda concebirse o imaginarse.
La distancia doble -real y abstracta, espacial y mental- separa a las gen­
tes asimiladas, a los parientes y a los otros, aquellos a los que un acto
puede incluir en el primer grupo y aquellos a los que se excluye para
siempre.
El espacio actúa socialmente como soporte de las relaciones en gene­
ral (de producción-consumo de una sociedad en que la gente vive del
cultivo de la tierra) y particularmente de las relaciones sexuales, según
las tres posibilidades: prohibidas por proximidad, vecindad, inmedia­
tez; posibles por mediaciones; imposibles por alej amiento y ausencia de
relaciones.
De esto se derivan múltiples consecuencias nada despreciables. El es­
pacio no representa el lugar (o el conjunto de lugares) de la indiferencia,
ya sea por no llegar a la afectividad con el espacio de la naturaleza, ya sea
por estar más allá, como espacio abstracto de la reflexión, de las matemá­
ticas y de la filosofía. El espacio social se impregna de afectividad, de se­
xualidad, de deseos y de repulsiones. Los afectos no se contentan con
valorar los objetos considerados por separado, con implicarse y cristali­
zar sobre «seres». Las relaciones se impregnan de todo ello, y en conse­
cuencia también lo hace su portador (soportador), el espacio. Este no
recibe, como un tinte, las coloraciones afectivas. Es terrible o favorable,
amable o temido, preferido o rechazado. Las distancias afectivas no se
separan de las distancias mentales, sociales, espaciales. No se disponen
ni según las estructuras geométricas del espacio (áreas: círculos aleján­
dose alrededor del centro subjetivo, áreas cuadrangulares u otras), ni se­
gún las proyecciones arbitrarias que dotan de significados a esto o a
aquello, aquí y allá, según un juego de azar y suerte. U na correspondencia
relativa y aproximada, pero bastante precisa para orientar los gestos y los
actos, se instaura entre estos «niveles» y aspectos: la lógica, lo cotidiano,
los sentimientos.

3. Una ilustración: las tiendas de los turkmenos, descritas por los etnólo­
gos contemporáneos Jean Cuisenier, Guy Tarade y Olivier Marc; los
pueblos seminómadas que viven en yurtas, tiendas de piel, aún pueden
encontrarse en las afueras de Ulan-Bator (Mongolia Exterior), en Ana­
tolia (Turquía) y entre los campesinos uzbekos, kazajos y kirguizos de
las repúblicas soviéticas. La Topa k -ev, una gran tienda circular, se dis­
tingue claramente de la Kara-�adir. Esta última, de color negro, hecha
de piel de cabra, se usa como abrigo de los hombres, los jefes y los gue­
rreros. La Topa k -ev, de fieltro claro, es para las mujeres, que son quienes
la hacen.
La yurta de las mujeres, mundo cerrado, redondo, reproduce el cos­
mos entero. Los chamanes enseñan que el cielo es una cúpula hecha de
LA A N T R O P O L O G Í A 139

pieles tensadas y cosidas. Y la yurta (Topak-ev) e s e n s í un microcosmos:


Ja cubierta con forma de cúpula representa el cielo. Por el agujero central
sale el humo y descienden los influjos favorables que vienen del cielo,
h asta el hogar donde reside la mujer, esposa y madre, bien supremo,
prueba y alegría. La casa es matriz, lugar de un doble alumbramiento, el
nacimiento físico y el nacimiento social, a consecuencia del cual el chico
se marcha a la morada de los hombres, para después encontrar esposa
y nueva casa femenina.
Todo tiene un sentido: la costura de las pieles, los flecos que bordean
las pieles en su perímetro o que adornan las costuras. Flecos y costuras
pasan por ser vehículos de intervenciones mágicas, de influjos celestes.
Quizá, sugieren los etnólogos, los flecos simbolicen las heridas de la fe­
minidad, la sangre de una pérdida de la virginidad o de un parto mítico,
pues a veces irradian círculos lunares. Trenzados con amor, los flecos
parece ser que procuran alegría y placer a la mujer que posee la yurta. La
yurta se orienta hacia el este; la mujer, de noche y de día, mira al oeste; su
hijo mayor tiene el mejor sitio: a la derecha de la madre, luego hacia el
este, fuente de alegría y claridad.
Aquí es donde la mujer permanece; aquí tiene su dominio, que la en­
cierra (aunque la yurta se desmonta y se transporta fácilmente). La mu­
jer se queda en la yurta, mientras que la vida activa, comercial y guerrera
se desarrolla en el exterior, bajo los aleros de la Kara-fadir, tienda viril.
En la Topak-ev, la mujer tiene sus utensilios y vestidos; cocina, recibe a
sus amigas, se ocupa de sus hijos, duerme. El hombre casado no tiene
nada suyo; solo va a ver a su mujer por la noche, invitado, sin encender la
luz. Para la chica joven, la tienda de su madre es la fortaleza inviolable,
a donde, cuando le apetece, invita a un novio, «secretamente». La joven
pasa su adolescencia preparando la yurta de mujer; hace ella misma los
fieltros, teje las alfombras, borda las cortinas, prepara las bandas y trenza
los flecos. El marido suministrará las pieles y levantará la tienda.
Este microcosmos protege y encierra a las mujeres. Fuente de rique­
za, benefactora, receptora de las bondades de la vida, la mujer no sale
nunca. La tienda simula el cosmos y sirve de prisión a la feminidad. La
yurta, a la vez de forma simbólica y concreta (práctica), tiene un papel
«matricial»: es donde se produce y se reproduce, inalterablemente, in­
mutablemente, la vida social; realiza parcialmente el enlace entre los
mundos, el de l a madre (y el padre) y el de la esposa, el de los hombres
y el cosmos. El marido rapta (simbólicamente) a la mujer y la transporta
a su territorio, pero debe proporcionarle -ayudado por el trabajo de ella
y por su padre, que ha suministrado lanas y sedas- la morada más her­
mosa posible, según el rango y la riqueza de las familias, morada a la que
él solo irá como invitado.
Este esquema de Olivier Marc5 resume el espacio de las yurtas:

[Ol ivier Marc, Psychoanalyse de la maison, París, Seuil, 1972] .


140 H E N R I L E F E BV R E

Topak-ev Kara-fadir
Móvil (nómadas) Estable (tendencia a la
sedentarización)
Forma redonda (cúpula) Angular - a menudo triangular
Fieltro, lana de ovej a, seda Tendencia a la construcción dura
(ladrillos)
Fecundidad Solidez
Suavidad Tendencia a la forma ascética
Felicidad

4. El simbolismo múltiple (organización de la vida cotidiana, afectividad,


sensualidad, erotismo incluso) no se separa de la práctica; así se genera
un sentido. Sin tener que aislarse en una localización sórdida, el princi­
pio masculino y el principio femenino se distinguen y a la vez se reúnen
espacialmente. El simbolismo atañe tanto a los materiales empleados
como a las formas espaciales y a la estructura del espacio social, e incluso
al material (técnicas de fabricación, empleo de los materiales). En el pai­
saje de las yurtas, el amor y la pasión tienen su momento trágico: cuando
el novio rapta a su prometida de su casa natal y se la lleva al galope de su
caballo hacia el espacio donde nacerá, también él, pastor-guerrero, por
tercera vez, del seno por él desflorado, de su madre- esposa ... Pero el es­
pacio de la yurta «normaliza» el drama del amor.
Nada es indiferente en este espacio. Pero s i todo tiene un sentido
y entra dentro de un sentido total, no hay nada que se reduzca a un signo,
a la abstracción de la cosa-signo. ¿Es posible obtener un modelo utópico,
una proposición, una utopía primitivista de un espacio semejante, pro­
fundamente valorado? No, pero nos puede enseñar cosas.
¿Espacio del placer? La voluptuosidad, considerada de manera inde­
pendiente, puede inscribirse en un lugar: los malos lugares, lupanar bur­
del. La voluptuosidad localizada, luego considerada funcionalmente, de
pago o pagada, fuera tanto de la gratuidad como de la gracia, se destruye
a sí misma. El espacio del placer no puede ofrecer un placer ya hecho,
para consumir. No, en consecuencia, a la utopía de una «productividad»
del placer. El placer, la alegría, la voluptuosidad, ¿consistirán quizá en la
anulación del espacio y del tiempo? ¿Acaso el espacio impregnado de
afectividad tiende hacia el hiperespacio (el otro, el amado, el Ser y la Muer­
te, la voluptuosidad abandonando lo «real» por aniquilación)?
Esta visión trágica del placer desdeña el espacio social. El momento
sobrehumano tiene todos los derechos, ¡todos los que se toma! En él,
todo lo que el espacio social ha separado de la naturaleza se reúne en el
momento supremo, absoluto y final. ¿Qué decir de este momento trági­
co? Nada ¿Cómo construir algo sobre esta base que no es tal, sobre este
sueño? Nada, ni siquiera una utopía.
La yu rta de los mongoles ofrece la imagen de un espacio social, lue­
go « normal» y, sin embargo, hecho para el desarrollo del ser humano.
L A A N T RO P O L O G f A 141

oe s arrollo limitado: tanto para la mujer (prisionera) como para el hom­


br e (rechazado hacia el espacio exterior, el de los rebaños, y a la búsque­
da de estabilidad para compensar, más que la mujer que transporta con
e l la su microcosmos).
Simple ejemplo lej ano. Más acá de la historia: en la inmediatez y en la
presencia recíproca del cosmos, de la vida espontánea, en la organización
y a precisa del tiempo y de lo cotidiano.
VII

La historia

l . La historia puede enseñar mucho. Por desgracia, e l capítulo d e la histo­


ria general de la historia particular que podría contener una respuesta a
la pregunta planteada solo existe en esbozo. Hay buenas historias de la
arquitectura, en las que aprendemos lo que inventaron los grandes maes­
tros, Palladio y Ledoux, Eiffel o Perret. La relación entre la obra arquitec­
tónica y el contexto económico, social y político a veces queda oscurecida
por la historia de las innovaciones técnicas y materiales de la construc­
ción. Casi siempre falta una elaboración teórica y una crítica en el plano
teórico. El respeto y la admiración por el arquitecto, mediador entre los
dioses y los hombres, han paralizado la investigación teórica volviéndola
superflua. ¿Qué es una teoría arquitectónica? ¿O una teoría estética? ¿O
una teoría crítica de la arquitectura? ¿Para qué sirve? Las historias tien­
den a reducirse a una recopilación de anécdotas y de fórmulas técnicas.
Existen buenos estudios históricos sobre la ciudad, la realidad urba­
na, el urbanismo. Rara vez llegan al nivel de análisis crítico, por falta de
un principio teórico o de un criterio político. El historiador constata los
hechos. Por ejemplo, no puede ignorar la importancia creciente de las
ciudades en Occidente a partir de la Baja Edad Media. Aunque hubo una
revolución urbana en el momento de los movimientos comunales (si­
glo xm) y después una modificación radical de la relación «campo-ciu­
dad» en el siglo XIV, y que este cambio cualitativo tuvo consecuencias
considerables, la mayor parte de los historiadores no considera como ta­
les estos hechos históricos debido a la falta de instrumentos conceptua­
les. Dicho de otra forma, lo concreto histórico, la práctica social y las re­
laciones sociales, los elementos cualitativos del proceso caen fuera del
144 H E N R I L E F E BV R E

conocimiento, que procede según esquemas temporales (el tiempo histó­


rico) simplificados. Es decir, por ejemplo, que por un lado se escribe la
historia de la ciudad en general, de su crecimiento, de su enormidad, 0
bien la historia de tal ciudad, y que por otro se escribe la del campo e n
general o la del campo francés. La relación «campo-ciudad» con su dia­
léctica específica rara vez es considerada. Otro aspecto que escapa a los
historiadores que pretenden ser realistas es la utopía. Olvidan que cada
realidad urbana, cada monumentalidad, cada proyecto comporta una
utopía: la esperanza desmesurada de dominar el tiempo, de durar, de in­
augurar una eternidad, de imponer una manera de vivir (la de un grup o
dominante) al conjunto de la sociedad. Como la filosofía y la política, la
actividad creativa en el dominio urbano tiene este aire ingenuo y gran­
dioso. Siempre se implica en los proyectos con una pasión entusiasta que
cree poder comprometer el futuro, crearlo. Celebra las grandes realiza­
ciones urbanas, lugares y plazas, cuyo propósito inicial a menudo se ha
olvidado. (¿Quién recuerda los orígenes de la plaza de los Vosgos en Pa­
rís? Espacio de juego para la juventud aristocrática, sitio de encuentro
para la nobleza tradicional y la gran burguesía en un periodo en que la
élite se reunía en el Marais. La plaza de los Vosgos lleva la marca de un
proyecto político, y de un sueño: la armonía entre la facciones de la clase
dirigente, entre la realeza, la juventud y el amor, una armonía que se ex­
tiende por la capital bajo el cetro de una monarquía despótica pero rela­
tivamente ilustrada a principios del siglo xvn. Proyectos y sueños han
desaparecido, pero la plaza queda, bella y seductora).
Antaño, como bien sabemos, todo tenía un sentido en la arquitectura,
en el monumento, en la ciudad. ¿Es la perspectiva que indicaba Nietzs­
che de «Un orden superior de las cosas»? Sí, este orden daba sentido y
valor. Pero también y, sobre todo, en la perspectiva de una duración de
este orden, haciéndolo a la vez persuasivo y !imitador, luego en la pers­
pectiva de un orden futuro, de una posibilidad de centrarse en el ahora
y en el pasado.
Cada ciudad se vive y se cree la ciudad de los dioses o de su dios, o del
Dios único. Y la Ciudad demoniaca, la Babilonia del Apocalipsis, se opo­
nía a la Ciudad de Dios como su imagen inversa, su contrapartida. Esta
atmósfera de sentidos que parecían inagotables, infinitos, envolvía el
mundo como un velo mágico. La belleza formaba parte del conjunto,
pero subsidiariamente. Nadie la veía ni la quería en tanto que belleza es­
tética: el efecto venía por añadidura. La belleza temperaba el horror, el
de las luchas internas y las guerras exteriores, el de las hambrunas y las
epidemias. No ocultaba al hombre y apenas podía prometer la felicidad,
excepto quizá en Venecia.
Por tanto, la ciudad y lo urbano se rodeaban de todas las dimensiones:
pasado-presente-futuro, «realizado-actual-posible», o incluso «caduca­
do-superado-imposible» (puesto que toda realización prohibía ciertas
posibilidades como el final de la ciudad o su conquista por el enemigo,
LA H I S T O R I A 145

fu era interior o exterior). La utopía, presente en la preparación del futu­


ro, envolvía lo urbano. De ahí que hubiera en la ciudad lugares, (plazas,
monumentos, calles) con una presencia absoluta, con un conocimiento
ab soluto, lugares portadores de sentidos diversos: palacios, templos,
tu mbas. Las utopías «ideológicas» solamente han elaborado esas utopías
difusas, inherentes a lo urbano como tal.
En un plano más amplio y elevado, la planificación espacial, el orde­
namiento del territorio, la estrategia del espacio aún no tienen historia.
Aunque muy antiguas, estas prácticas solo han intentado constituirse re­
cientemente como ciencia, como dominio propio.
En resumen, lo que falta es una historia del espacio. Cómo el espacio
religioso y político (que antes he llamado «espacio absoluto») se dej a en­
volver en las redes del espacio relativo, primero comercial (desde los ini­
cios de los intercambios comerciales hasta el mercado mundial), después
capitalista (el de la acumulación del capital, tras la expansión mundial
del capitalismo en su periodo imperialista). De este proceso gigantesco
solo conocemos fragmentos, piezas mal encaj adas de un puzle colosal, ya
que la práctica ha precedido y desbordado a la teoría.

2. La historia del espacio supone la introducción y la elaboración me­


diante el uso de un cierto número de conceptos. En primer lugar, los de
dominación (espacio dominante- dominado) y apropiación.
El concepto de «control», considerado durante mucho tiempo nece­
sario y suficiente (controlar las fuerzas de la naturaleza por la técnica,
tener el control de la técnica en sí), ha revelado sus carencias. ¿Cómo
«tener el control» del proceso por el que la práctica y las técnicas de las
sociedades industrialmente avanzadas «controlan» la naturaleza? La téc­
nica y la tecnología parecen haberse convertido en fuerzas autónomas,
que actúan por sí mismas, lo que conlleva actividades y acciones que se
implementan en razón de la propia tecnología. El grupo activo de los tec­
nócratas se ha apropiado de esta posibilidad. De hecho, el control de las
fuerzas de la naturaleza -por los conocimientos, por la técnica- ha re­
velado su capacidad destructora de la naturaleza.
«Tener el control» equivalía a «dominar», teniendo este último con­
cepto un aspecto más agresivo. Para Hegel, e incluso para Marx, esta
equivalencia lógica implicaba una evidencia, que inundaba la razón con
claridad. Tener el control de un proceso primero ciego y espontáneo, lue­
go natural, y dominarlo por el conocimiento y la acción. Estas dos formas
de designar la relación entre la práctica y la teoría no eran sino una sola:
la base y el fundamento del «positivismo» racional. Ahora bien, esta uni­
dad conceptual y teórica ha dejado traslucir una dualidad. El conoci­
miento tiene un lado negativo y destructor. El positivismo absoluto
forma parte de las ilusiones de la racionalidad abstracta. Contra el con­
trol- dominación que destruye el proceso ciego y espontáneo al sumarle
el conoc imiento, se erige el control-apropiación. La apropiación implica
146 H E N R I L E F E BVR t

y presupone un control, que no destruye el proceso natural por una i nter­


vención brutal del saber y de la técnica. Este es el positivismo con creto
que ha atravesado y superado el momento de la doble negación: práctica
respecto a la destrucción de la naturaleza, teórica respecto al conoci­
miento crítico y la crítica del conocimiento.
La reflexión científica y las opiniones públicas se elevan penosamen­
te al nivel de estos análisis, sin llegar a alcanzarlos. Lo hacen a travé s de
cuestiones confusas relativas al medio ambiente, a la contaminació n, a
la ecología, a la tecnología. Evolución lenta y confusa. Sirviéndose de la
ecología y de su núcleo científico (la teoría de los ecosistemas), se pue­
den eludir las distinciones aquí propuestas entre la dominación y la apro­
piación. El espacio de un ecosistema da lugar a un feedback, una homeosta­
sis. Cuando el equilibrio se establece o se restablece, ¿hay una dominación?
Sin duda, pero por quién, por qué intervención consciente, del proyecto
de quién. Y cuando una perturbación modifica el equilibrio, ¿qué sucede?
Fenómenos automáticos, responde el hombre de los ecosistemas, ba­
rriendo de golpe el campo de fenómenos sociopolíticos.

3. Para desplegar el concepto del espacio dominante-dominado, bastaría


con describir y analizar un espacio militar: un campamento romano, un
castillo medieval, una fortaleza clásica. Descripción tanto más interesan­
te cuanto que hay obras maestras de la arquitectura militar (sobre todo
de España) . Construida en un lugar escogido, la obra militar lo acondi­
ciona, y va a sostener y proteger un espacio a menudo considerable. El
lugar depende, claro está, de las condiciones geográficas, pero también
de las capacidades tácticas de intervención: altura, cruce de carreteras,
confluencia de ríos, desfiladeros. El acondicionamiento del lugar llega a
veces a una extrema complej idad: fortificaciones, murallas, foso, subte­
rráneos, etc. Se efectúa según criterios específicamente militares: visibi­
lidad, comunicaciones, protección e intervención, maniobrabilidad de
los elementos. Los criterios logísticos están sujetos a una contradicción
que los subordina. Cuanto más se protege el espacio fortificado, más se
aísla, menos posibilidad hay de reaccionar e intervenir para proteger el
espacio circundante de ataques. Un lugar cerrado e inaccesible no cum­
pliría el papel táctico y estratégico de una fortaleza, pero tampoco un
lugar muy abierto. Detalle importante: el pasado, es decir, el recuerdo de
acciones ya realizadas, no determina el espacio militar. Ni el presente,
con los recursos empleados. Es el futuro el que es determinante, con los
actos posibles, las intervenciones, las contraofensivas. Alrededor del si­
tio militarmente acondicionado, el espacio está vigilado (visualmente Y
de otras formas), controlado (políticamente, policialmente) y es perpe­
tuamente susceptible de intervención violenta. En este caso, el término
«alrededores» toma un sentido concreto y preciso.
Analíticamente, un lugar así define un centro, esto es, una centralidad
determinada por tal o cual modo de producción (feudal, capitalista, etc.)
LA H I S
TORIA 147

v po r un tipo de sociedad en el interior del modo de producción (colonia­


Íis mo, imperialismo, etc.).
El centro de poder ejerce un control espacial y su acción política en
fu ción de los intereses de la sociedad de la que forma parte: intereses
n
gen erales del mantenimiento de esa sociedad, i ntereses particulares
de la clase hegemónica o de tal facción, intereses privados de un grupo
0 de un jefe político, rey, general, etc. La fortaleza se establece y ella esta­

blece fuertemente sus intereses con intención de durar. Tiende a supri­


mir por la violencia -amenaza o ejecución- a los opositores. El dedo en
el gatillo, la flecha en posición de disparo: aunque la fortaleza está per­
manentemente activa, no es deseable para el poder que la violencia se
desencadene.
Teóricamente, el espacio dominante-dominado se concibe en térmi­
nos de poder, de violencia. El poder político dispone de poderosos me­
dios para imponerse. Lo mejor para no usarlos es no tener que servirse de
ellos. Una vez desencadenada, la violencia conduce al desorden, a la cri­
sis. La amenaza no ha bastado. Los cañones están preparados, las bombas
penden sobre las cabezas. La mejor estrategia defensiva se torna en ofen­
siva, lo que siempre es arriesgado. La fortaleza es el esquema mismo de
la dominación. Los términos «dominante- dominado» hablan descripti­
vamente, analíticamente, teóricamente de la situación de un espacio. En
el mundo moderno, este esquema se extiende a los cuarteles, a las redes
policiales, al control electrónico del espacio. El área militar tiene, pues,
una función política directa o indirecta. Influye sobre un espacio, lo defi­
ne. El área militar alberga, por tanto, la «medida» de las cosas sociales, el
centro. Un espacio político se compone de puntos fuertes y de zonas dé­
biles. El punto fuerte irradia a su alrededor el pensamiento político diri­
gente; organiza políticamente su espacio.
Históricamente, Roma fue la gran fortaleza del Imperio. Cuando per­
dió esta capacidad, el Imperio cayó. El espacio imperial venía dado por la
ciudad, por las vías, por los campamentos militares repartidos por los
puntos estratégicos.
La colonización española en América del Sur proporciona un ejemplo
admirable de espacio dominado- dominante. Las necesidades de la colo­
nización y de la relación de España con los territorios de ultramar deter­
minaron la configuración general de este espacio: los puertos, la relación
entre los puertos y la metrópoli, los transportes de bienes (oro y plata
especialmente) . El territorio de las ciudades, así como su arquitectura,
estaba determinado por la colonización, de igual modo que su relación
con el campo, y con la metrópolis.
En el mundo moderno, la colonización por el capitalismo y sus nece­
sidades, que primero se instaló en países lej anos, se volvió por una reac­
ción extraordinaria hacia las grandes ciudades. Esto llevó, «invisible­
mente», a las grandes transformaciones que inevitablemente habían de
suceder. El espacio dominante- dominado que entonces se establece, solo
148 H E N R I L E F E B V R. t

puede concebirse por analogía como un espacio semicolonial: co ntro l


militar y policial creciente, concentración de poblaciones serviles, trab a­
jadores hacinados en campamentos desde donde se dirigen a su trab aj o
diario, a mediocres diversiones, a grandes almacenes para comp rar y
vender, etc. ¡Admirable ejemplo de efecto boomerang! La palabra fee­
dback resulta útil para embellecerlo irónicamente con un aire cientí fico
que no cambia nada la situación.
El espacio dominador (dominante- dominado) queda consagrado por
la violencia o el terror religioso y político. Encuentra, hasta en épocas
históricas, las características del espacio absoluto anterior a la histori a.
Dedicado a la muerte, se adorna o más bien se amuebla con tumbas y
monumentos funerarios consagrados a los dioses, a los reyes, a los héroes
de guerras pasadas. Invisible o perceptiblemente, los «puntos fuertes» se
dedican a la muerte presente, pasada, futura. En todo tiempo y en todo
lugar se manifiesta la gran esperanza, durar, sobrevivir, mantener las
condiciones de existencia. Si existen una arquitectura militar y unos mo­
numentos -no solo edificios equipados militarmente- es porque expre­
saban esta esperanza, y se exhibían para impresionar a la población. Qué
ostentación en Los Inválidos de París, obra maestra arquitectónica. O en
la fortaleza j aponesa. El poder presume. No oprime: protege. ¿De qué?
De los otros opresores. No teme mostrarse, adornarse, seducir, en lugar
de amenazar.
Una esperanza así podría tener un nombre: utopía. Una utopía abs­
tracta.

4. Este análisis y esta teoría no bastan en lo que concierne a la moderni­


dad. El espacio dominante- dominado aquí no corresponde solo a las ne­
cesidades de la estrategia política, a los monumentos, a los «puntos fuer­
tes». A partir de la Primera Guerra Mundial, lo científico y lo técnico
trabaj an conjuntamente. Autónoma, la técnica opera por un poder estatal
autónomo en sí mismo, es decir, erigido por encima de la sociedad. Resulta
obvio que la técnica no se hace autónoma de manera impersonal; personas
bien definidas son el soporte de esta autonomía: los tecnócratas. Cooperan
con los políticos en el marco del Estado; pero unos y otros tienen sus inte­
reses propios, como los militares.
Una losa de cemento, un inmenso campo de maíz, una autopista colo­
sal con sus obras asociadas no revelan menos del concepto del espacio
dominante-dominado que un área militar. Una autopista no se limita a
cortar y a agujerear el campo como vía de tránsito: corta, separa, mata los
lugares, sin consideración por los efectos sobre el medio ambiente, al
cual modifica.
Sin embargo, el control del espacio no siempre tiene este carácter
mortal. A veces genera una vida social, tiende a ser una apropiació n.
Nada más bello entre las obras de arte que un paisaje en terrazas. Traba­
j adores ciclópeos, los campesinos esculpieron las montañas, y es un
L A }l l S T O R I A 149

problema (menor o quizá no tanto) para Ja estética: ¿cómo y por qué per­
sonas que no pensaban en la belleza llevaron a cabo tan bellas obras? Lo
m ismo sucede con los puertos. Nada más bello que los puertos anteriores
a Ja c olonización: muelles, escolleras, dársenas, todo ello animado por la

en trada y la salida de barcos, es una demostración de que la dominación


(control) y la apropiación pueden combinarse. El lugar de la mercancía y
d e los intercambios, el lugar de encuentro de los comerciantes adquirió,
bajo el impulso de un grupo audaz, los «talasócratas», el aspecto de uso
m ás refinado: Venecia.

5. La apropiación se puede definir por contraste con la dominación y si­


multáneamente por oposición a la propiedad y sus consecuencias. El es­
pacio apropiado no pertenece a un poder político, a una institución como
tal. Ningún poder lo ha modelado según las necesidades de su prolonga­
ción. No es pues un espacio dedicado a la muerte, ya sea directamente
(como las tumbas), ya sea indirectamente (como los palacios, sin excluir
los del conocimiento y la sabiduría). Un grupo activo ha «obrado» seme­
j ante espacio: los «talasócratas», una orden religiosa, inmigrantes, etc. El
valor de uso ha tenido prioridad sobre el valor de cambio.
Descriptivamente: un claustro apropiado a la vida contemplativa, en
un monasterio, se ensambla con las celdas (estrictamente «privadas» sin
por ello ser propiedad privada), con los espacios de oración y los espacios
de actividades (biblioteca, huerto). El claustro en sí mismo proporciona
a los contemplativos un espacio de encuentro, de paseo, de evocación. Su

uso, sometido a las reglas de la orden y a un horario, no tiene nada que ver
con el intercambio de bienes y la comunicación abstracta de signos.
Analíticamente, el espacio cerrado por su relación con los otros espa­
cios de la comunidad monástica se abre a ciertas posibilidades de evoca­
ción e incluso de sueño: el cielo, lo divino -la naturaleza (siempre pre­
sente en el seno del claustro y representada por las columnas y los
capiteles) -.
Teóricamente, el claustro y el monasterio incorporan en un espacio el
mundo (luego la utopía) de la vida contemplativa definida por una reli­
gión. Entre el significado, el impulso místico, y el significante, el espacio
entero, no hay una relación clara. El significante dej a indeterminado el
significado, de manera que cada uno lo descubre por su cuenta. Cuando
el arte y los artistas quieren significar algo -por ejemplo, lo «divino»-,
cuando quieren imponer el sentido y el contenido «significado», caen en
la banalidad del arte llamado religioso. ¿Pero qué artista digno de ese
nombre ignora las virtudes de la expresión indirecta? Hacer correspon­
der a cada significante un significado es una ilusión y un error. En los
claustros, un exceso inusitado de signos, símbolos -los capiteles, las
formas arquitectónicas en sí-, se presta a que el imagi nario vuele hacia
la realidad trascendente. El claustro contiene un infinito - fi nito: lo ili ­
mitad o de lo imaginario, de lo simbólico y del sueño, abierto por un
150 HENRI LEFEBVRE

conjunto bien definido de objetos sensibles. El deseo, de vuelta a la tie­


rra, se orienta hacia lo divino.
¿Qué es un espacio de alegría (porque hay una alegría contemplativa,
bien distinta del placer sensorial-sensual)? El espacio suscita o despierta;
dej a partir el pensamiento o la imaginación sin proporcionar forzosa­
mente temas (contenidos, significados) . Este espacio de alegría no es
pues necesariamente feliz; por el contrario, una alegría que permite o
evoca viene a llenarlo. Igualmente, una música que hace feliz puede no
ser alegre. Un cierto fragmento de Beethoven puede dar alegría a través
de la angustia que metamorfosea. Así sucede con lo que desde 1953 el
artista holandés Constant1, uno de los innovadores del pensamiento mo­
derno, llamaba «estructuras de ambiente» con muchos titubeos, limitán­
dose al principio la experiencia a la relación espacio-color.
Esto no impide que los espacios apropiados, y entre ellos algunos «es­
pacios de alegría», puedan distinguirse de otros espacios, aunque nunca
alcanzarán a ser el espacio del placer. Al contrario, el uso de la sensoria­
lidad, que lleva hasta un umbral más allá del cual lo sensorial se transforma
en sensual, dej a necesidades y deseos insatisfechos; de ahí el salto hacia
la trascendencia -la contemplación, la decepcionante alegría de un ab­
soluto que huye-. La obra espacial y el efecto arquitectónico sirven de
intermediarios entre lo sensorial y lo metafísico, percibido y concebido
por hipótesis como «objeto de contemplación». Apenas logran la media­
ción entre lo sensorial, lo sensual y la organización por esta vía del placer
y de las percepciones activas del espacio. ¡Los grupos y organizaciones
capaces de apropiarse de un espacio generalmente no tenían como obje­
tivo e interés superior el placer! En el umbral que separa lo sensorial y lo
sensual, el efecto arquitectónico se detiene; en lugar de orientar la expe­
riencia vital y la percepción hacia lo sensual, dej a que brote un haz de
posibilidades «espirituales», símbolos, sueños, abstracciones teológico­
filosóficas, gestos y ritos mágicos.
La contradicción latente entre la dominación estalla en el mundo mo­
derno. La dominación tecnológica y política apuesta por el producto. La
apropiación es obra (en el sentido de obra de arte) o no es nada. El espa­
cio dominante- dominado, de forma cada vez más rigurosa, tiene sus
componentes: la propiedad privada que se extiende por todo el espacio;
la abstracción geométrica y visual; la violencia latente o declarada; el va­
lor de cambio, inseparable de la propiedad privada; la homogeneidad que
al controlarlos favorece la desagregación y la pulverización del espacio,
la destrucción del espacio natural.
En cuanto a la apropiación, esta se define por componentes radical­
mente opuestos, luego incompatibles: la prioridad del uso y del valor
de uso sobre el cambio y el valor de cambio; la comunidad que abre el

Constant Anton Nieuwenh uys (1920-2005). Fu ndador junto a Karel Appel y Corneille del gru­
po CoBrA (1948-1951).
LA H I S T O R I A 151

espacio a s u utilización; la gestión colectiva del espacio generado; la na­


turaleza transformada de una manera que la restituya, etc.

6. Entre la dominación y la apropiación hay una actividad y un concepto


mediador: détournement (desviación)2• Práctica en principio espontánea,
casi azarosa, pero enseguida deliberada, la desviación nació con el arte
moderno. Desde 1910, los pintores liberados del academicismo pegaron
en sus lienzos fragmentos de papel, platos de porcelana o de cristal, ma­
teriales y objetos muy diversos. Pronto los músicos intercalaron y trata­
ron temas que tomaban prestados de canciones populares o de otras
obras musicales, temas desligados de su contenido y desviados de su sen­
tido (Stravinski utilizó mucho este procedimiento). En la producción ci­
nematográfica, con Eisenstein, o teatral, con Brecht, este método se vol­
vió habitual y se reforzó con técnicas y procesos similares: collage,
montaje, ensamblaje. La desviación convertida en práctica extendida iba
a emerger como concepto, lo que se hizo de forma lenta y segura. A esta
emergencia teórica se añadió como refuerzo la crítica de la originalidad,
del origen, de la metafísica de los inicios. Hubo de constatarse el alcance
general de una práctica que en principio se había creído local. La re­
flexión teórica pronto se dio cuenta de que toda filosofía desvía el senti­
do de problemas, temas y conceptos de filosofías anteriores.
Esto arroja una nueva luz tanto sobre la historia de la filosofía como
sobre la historia del arte. Marx desvía la dialéctica hegeliana a su uso
(revolucionario); elude el problema de la racionalidad del devenir, de su
orientación, del tiempo histórico. El concepto se desdobla así en opera­
ciones opuestas y complementarias: eludir o desviar. Los obstáculos, los
problemas insolubles o que pasan por tales, los conceptos agotados se
eluden: el pensamiento gira en torno a ellos y después los abandona. En
cuanto a los otros -temas, problemas, conceptos- son separados de su
contexto mediante una serie de operaciones y sirven de materias y mate­
riales para otras construcciones. Los conceptos de «deconstrucción» y
de «construcción», los de «recorte» y «estructuración» (estos menos
cualificados) completaron las nociones de «elusión» y «desvío».
Podemos decir que la armonía introducida en el siglo XVIII con su
nueva comprensión de la música replanteó, desvió, el empleo musical de
los intervalos a través del contrapunto y un arte fundado solo sobre la
melodía y el ritmo.
Una familia se instala en una casa ya habitada por otra familia; modi­
fica el espacio: se lo apropia desviándolo para su uso. Una organización o
incluso una institución ya establecida toman posesión de un edificio
construido para otra organización; se desvía su uso.

Popularizado por los situacionistas, el término détournement es traducido aquí como des­
viación .
152 HENRI LEFEBVRE

Los conquistadores desviaron de su uso los espacios anteriores cuan­


do no destruyeron lo que ocupaban. Y de igual manera las revoluciones
y las generaciones venideras.
La historia del espacio y de los efectos arquitectónicos concederá un
lugar importante a estas desviaciones de uso. Cada modificación tiene su
historia, y la desviación comprende múltiples episodios históricos. Caso
ilustre y destacable: la basílica, edificio romano usado para reuniones y
encuentros «laicos» y sobre todo para hacer negocios, fue desviada de
este uso por el cristianismo de los primeros siglos.
El barrio del Marais, en el centro de París, obra de la aristocracia del
siglo XVI I, fue brutalmente desviado de su uso por la burguesía comer­
ciante e industrial tras la Revolución francesa (democrático-burguesa).
Los monumentos se convirtieron en edificios; las mansiones y los palacios
se transformaron en talleres, tiendas, pisos; el barrio, ligado a la produc­
ción, se volvió popular y animado, perdió su belleza; los j ardines desapa­
recieron casi por completo. En el mismo centro histórico de París, encon­
tramos el espacio de Les Halles, disponible tras la salida del mercado de
alimentación y flores, que, desviado de su anterior uso por la j uventud
de París, se ha transformado en espacio lúdico.
El momento de la desviación tiene un gran interés histórico y teórico.
En efecto, las antiguas formas y estructuras persisten, pero la función
cambia; primero se superpone a su anterior función (o funciones), pero
poco a poco la hacen desaparecer en provecho del nuevo uso. Esto es se­
guido de una confusión de lenguaje y actividades, de la que se beneficia
el innovador: se desliza en los antiguos marcos y después los reforma.
Los términos psicológicos y psicoanalíticos (sustitución, transferencia,
desplazamiento) describen fenómenos análogos pero no bastan para
analizar las transformaciones del espacio. ¿Se trata de un «sujeto» defini­
ble que desvía la morfología social anterior? No, pues el «suj eto» se re­
constituye a lo largo de este proceso, y se modifica en una acción recípro­
ca. El cristianismo toma conciencia de sí al instalarse en el espacio
arquitectónico, social y político del Imperio romano.
Los historiadores pasan a menudo en silencio por el momento en que
se produce la desviación. En tanto que transición, les debe resultar poco
interesante, y el pensamiento salta del periodo inicial (por ejemplo, la
basílica romana) a su final y del comienzo a un nuevo periodo (como por
caso, el arte romano y gótico). Se pasan así por encima siglos, que son
precisamente los de las innovaciones.
La desviación aún no es creación. La prepara, pone en marcha la
apropiación. El cristianismo, después de haberse apropiado del espacio
romano, inventa su espacio; crea entonces la iglesia románica y las cate­
drales góticas; establece su simbolismo; la arquitectura cristiana abando­
na la forma anterior y se vuelve analógica, pues las iglesias toman la forma
de la cruz. En el momento en que se produce ese desvío, las aspiraciones
nuevas salen a la luz y trasponen la forma anterior cuando esta revela sus
LA H I S T O R I A 153

límites ante l a práctica y e l lenguaje nuevos. En un momento dado, la


desviación se agota y la forma utilizada periclita, bien sea porque se pro­
duce una creación, bien porque el declinar se impone sobre la capacidad
creadora (lo que parece que es el caso de Les Halles actualmente). Las
variaciones sobre la forma, las nuevas combinaciones y sus elementos,
dejan de responder a la demanda. Entonces llega (o no) la producción. Es
el momento de la utopía. Utopía reactiva: los ocupantes nuevos de un
espacio antiguo imaginan que podrán amoldarse a él, adaptarlo o adap­
tarse, con modificaciones que les parecen extraordinarias y que más tar­
de resultaran ínfimas. Al mismo tiempo, proyectan transformaciones,
y un día la utopía se plasma en una práctica espacial innovadora.
La desviación de uso supone que el espacio (el edificio, monumento o
construcción) tiene una cierta plasticidad; la funcionalidad consolidada
y significada impide la desviación al fijar el espacio, al limitarlo como
cosa-signo. La funcionalidad de Les Halles, construidos en el siglo XIX,
estaba relativamente poco inscrita en el espacio, puesto que el edificio
consistía en un simple «paraguas». De ahí su disponibilidad.
Momento de transición, funcional y paradój ico, la desviación se dis­
tingue de la conservación y de la producción creadora. Momento inter­
mediario, marca el periodo en que cesa una dominación y, en consecuen­
cia, el espacio dominado se convierte en espacio vacío y se presta bien a
otras dominaciones, bien a una apropiación refinada. Una desviación
demasiado lograda se estabiliza; por consiguiente, la eventualidad de una
producción nueva implica un cierto fracaso de la desviación. Necesaria,
ya no basta a partir del momento en que la exigencia de lo nuevo se abre
su camino mediante la confrontación de prácticas y lenguajes. El esque­
ma del proceso histórico se podría inscribir así:

dominación � � apropiación

\ desvia 1 / .
.

creac10n

7. La historia del espacio conduce hasta la disociación entre el trabajo y


el ocio, disociación característica (junto a muchas otras) de la moderni­
dad. C omienza con la explosión de la ciudad histórica. La historia nos
l l eva hasta ese momento histórico en que los factores económicos hacen
desaparecer los procesos históricos como tales. Así ocurre con la misma
historia incluso en el momento en que otros métodos de análisis -socio­
lógicos, psicológicos- relevan al análisis histórico. L a ciudad parecía
contener en sí su propio princ ipio de crecimiento y desarrollo. Una
154 H E N R I LEFEBVRE

forma flexible, integrada en un conjunto más amplio, la nación, un siste­


ma dotado de una unidad interna, parecía destinada a conservar una
cierta autonomía. La historia de la ciudad, y de cada ciudad, revela
una maravillosa unidad en la que se asocian formas, funciones, estructuras.
Pero en la segunda mitad del siglo XIX, la presión de los mercados, y so­
bre todo del mercado internacional, tendió a la disolución en las redes
entrecruzadas de flujos. Pese a dispersarse en la periferia, se reforzó en
tanto que centralidad. De todo ello resulta esta paradoj a (dialéctica) que
ya hemos puesto en evidencia: la urbanización, la atomización de la ciu­
dad, la degradación del espacio. Un espacio que ya no es urbano ni rural,
sino que se compone de una mezcla informe de ambos caracteres: rura­
lización de la ciudad, urbanización del campo.
Las funciones se separan. Separación inevitable, indispensable inclu­
so, pero que no puede mantenerse una vez hecha efectiva. Cuanto más
lejos producen los trabajadores de su vivienda y de los lugares que les
permiten soportar su existencia social, más insoportable será esta exis­
tencia. La cuestión de los transportes urbanos que se plantea de forma
imperativa, teóricamente solo puede considerarse como sintomática.
Después de haber separado lo cotidiano de lo no-cotidiano, el trabajo del
ocio (distracciones, fiestas, vacaciones), habrá que volver a reunir las dis­
paridades. Que un espacio dotado de una forma de uso o de una «voca­
ción», edificado según necesidades anteriores puede desviar su uso para
ser un espacio de disfrute, es algo incontestable: un hangar se convierte
en sala de teatro o de danza. ¿Esto convierte en inútil el espacio de pla­
cer? No. Solo agudiza más el problema.

8. El ocio se instala a menudo en los espacios vacíos: zonas de nieve, pla­


yas. Para hacer entrar un espacio vacío en los circuitos y redes preexis­
tentes (comerciales, industriales, financieros), es habitual que se realicen
grandes obras que suponen la dominación del espacio preexistente: ca­
rreteras y autopistas, alcantarillado y sistemas de agua, construcciones,
edificios. Esto puede llevar a la destrucción del espacio dominado de ma­
nera tan brutal.
En el mejor de los casos, la modificación de un espacio anterior -ciu­
dad, pueblo, arquitectura local o regional- dej a que subsista en simbios is
con el espacio transformado (dominado). Los espacios de ocio se compo­
nen de espacios naturales, de espacios dominados, de espacios y con s­
trucciones modificados. El «ocio», en cierta medida, necesita espacios
«cualificados». Para su «ocio», la gente dej a el espacio sin cualificar, el
espacio cuantitativo de la producción-consumo para ir hacia el consum o
del espacio, de sus propiedades cualitativas, la luz, el sol, el mar, el agua,
la nieve. Salen del espacio dominado por el intercambio para buscar el
placer en un espacio apropiado por y para el uso.
Los espacios de ocio ofrecen para el análisis una mezcla. Esta zona
fronteri za entre el trabajo (que domi na) y el no-trabajo (virtual, indicad o
LA H I S T O R I A 155

d e lejos por las flechas d e la automatiz ación), como todas las zonas de
transición, tiene sus propios conflictos que exasperan las contradic­
ciones latentes y las zonas afectadas. Los espacios de ocio exhiben una
mezcla informe y, no obstante, bien determinada de desviación, de apro­
piación latente; a través de la tecnicidad se dibuj a una vuelta a lo inme­
diato: naturaleza, espontaneidad. El uso aquí se opone fuertemente al
intercambio, aunque su conflicto se disimule detrás de mitos, utopías
abstractas e ideológicas: « ¡ Descubran la región! ¡Vivan la vida natural !
¡Rompan con la vida cotidiana! ... ». Una cierta cultura del cuerpo se esbo­
za, se desnuda, reconoce su importancia. El valor de uso se reanima fren­
te al valor de cambio.
El análisis crítico no puede considerar la arquitectura del ocio más que
como un simulacro del placer, en un marco que lo prohíbe, el del control
de los poderes económicos y políticos de estos espacios. Sin embargo, se
pueden encontrar ciertos aspectos en los que se deja traslucir una posibi­
lidad incumplida: las prioridades del uso, de la naturaleza, de lo inmedia­
to, del cuerpo. La utopía del placer tiende hacia lo concreto.
Los espacios de ocio son contradictorios y las contradicciones del es­
pacio pueden observarse fácilmente en ellos. Se promete, se anuncia el
uso en estado puro, y la gente cae en los circuitos de cambio. Se promete
la naturaleza y la naturaleza se alej a, cuando no desaparece. Se promete
lo inmediato, y no se da más que la ilusión. Se anuncia la alegría del cuer­
po, y este cuerpo no recibe más que una pátina de placer: el bronceado, y
el espectáculo de la carne más o menos desnuda, más o menos bien dis­
puesta a un placer hipotético. Parodia del erotismo.
Pero la especialización en el ocio organizado no puede ir muy lejos:
enseguida la producción llama al orden, a la localización del placer.
No es seguro que los interesados experimenten este fracaso. Ellos
también sienten una mezcla de satisfacciones, de alegres descubrimien­
tos (sobre todo en el recuerdo de las vacaciones), de frustraciones y de
decepciones; mezcla tan difícil de analizar como el espacio que la genera.
El análisis crítico muestra la burla de los éxitos y el lado lamentable
de los fracasos. En los espacios de ocio, se dibuja un «entorno» promete­
dor. Una retórica del espacio, sobrecargada de signos, se corresponde
con la retórica del discurso publicitario, la de los folletos de las agencias
de viajes y de las compañías aéreas. El discurso arquitectónico fecunda la
retórica publicitaria, salvo cuando es a la inversa. Todos los «elementos»
se utilizan, desde la naturaleza hasta las sofisticaciones más ingeniosas
(discotecas, salas de baile, bares, salas de juego, salas de exposiciones). El
resultado es una parodia de la fiesta, la caricatura del placer. La utopía de
los días «libres» dedicados a la fiesta y al placer en un espacio-tiempo
presionado por todos los medios, sometido a las demandas de beneficios
y de recuperación de la inversión.
VIII

La psicología y el psicoanálisis

l.L a psicología del placer y del dolor h a modificado bien poco las decla­
raciones de la filosofía. Sin embargo, los psicólogos, los psiquiatras y los
psicoanalistas han contribuido a hacer hincapié en la experiencia vivida
del placer y del dolor, del disfrute y del sufrimiento: en la imposibilidad
de reducirlos a representaciones, al saber, a los discursos (sobre placer,
dolor, etc.). El conocimiento, la filosofía y las ciencias se esfuerzan en
recuperar lo irrecuperable, en reducir lo irreductible. Lo esencial, o lo
que se presume como tal, o lo que es declarado como tal por el conoci­
miento, se vuelve contra «lo existencial» para abolirlo. Lo que no tiene
nada que ver con la ideología filosófica del «existencialismo». El descu­
brimiento de la especificidad de la experiencia vivida no habría podido
hacer que se tambaleara el edificio -el del saber filosófico y científico,
poco ligado al poder- si no hubiera habido simultáneamente una crisis
de la filosofía, una crisis del saber establecido, una crisis de la moral y del
ascetismo intelectualista, cuestiones bien distintas de una crisis de poder
(crisis no quiere decir desaparición, en efecto, la crisis conlleva una exas­
peración de lo que amenaza, la moral, el ascetismo, el culto ascético del
despoj amiento y el poder político).
¿Se debería sacar la conclusión de que estas investigaciones y discipli­
nas han restituido el cuerpo, oponiendo victoriosamente los signos del
cuerpo a los «signos del no-cuerpo»? No. Estas investigaciones ocupan
mal un espacio muy disputado. Se mueven en la ambigüedad (además,
han descubierto la ambigüedad como concepto y como realidad).
Por un lado, se instalan en el conocimiento; se ven como conocimien­
to; disponen o pretenden disponer de conceptos operatorios, de técnicas
158 HENRI LEFEBVRE

eficaces. Por otro, se mueven en lo incierto, en la experiencia vital: los


afectos, lo que es o lo que no es -placer y dolor, disfrute y sufrimiento­
sin que este temible dilema obedezca a una lógica, sin que haya, salvo
descubrimiento imprevisto, un código- descodificador de la afectividad,
irreductible tanto a la información como al saber o a la abstracción. El
conocimiento se esfuerza en reducir: lo incierto a la certeza, lo ambiguo
a lo determinado, el silencio al discurso, los espontáneo a lo reflexivo, lo
concreto a lo abstracto, el placer a la reflexión y el dolor a la ausencia de
reflexión.
En suma, estas investigaciones del siglo xx han difundido y divulga­
do, volviendo eficaz, lo que Nietzsche, crítico de la filosofía y del poder
político, había arrancado al silencio al escribir «con su sangre». Las mis­
mas investigaciones han disimulado una parte de lo que el poeta había
descubierto, y especialmente la relación de la afectividad con el espacio,
tal y como podía verse en La voluntad de poder1• Pues el poeta quería to­
mar el cuerpo como guía, convencer de que el sujeto era una ficción. De
manera que el espacio, sustrato de la energía, de la fuerza y de su gasto,
luego de la actividad «física», ocupa el lugar de las antiguas facultades
llamadas psíquicas: la voluntad, el pensamiento, la reflexión, el deseo. La
psicología e incluso el psicoanálisis han continuado estudiando «suje­
tos», «egos», «tópicos» subjetivos, situados en un espacio mental y no en
un espacio social. La psicología llamada social no ha ido mucho más lejos
que la psicología «subjetivista» o «conductista». No basta con declarar
que el «ámbito de la conducta» tiene un «entorno» social y cultural, que
no le es dado al individuo en el sentido físico sino como «acultural» para
explorar la relación del ser humano (mental y social) con el espacio. Re­
mitir lo físico a lo cultural oscurece el proceso2•

2. Nada más terrible (por no decir «trágico», a fin de no abusar de esta


palabra y reservar su uso) que la huida del placer, de la alegría, del disfru­
te, cuando se persiguen. Ahora bien, el discurso hace huir el placer; sea
oral o escrito, el discurso es la maldición de Occidente. El discurso de la
técnica, como el del saber, trata de aprehender con pinzas de acero la flor
de l a carne viva. Como decía Paul É luard, qué hay más penoso que no
disfrutar con lo que amas, de lo que amas. El discurso psicológico y psi­
coanalítico se pone los guantes para intentar atrapar el placer y la alegría.
Siguen escapándose. No es así cómo hay que dirigirse a ellos, poniéndo­
les trampas.
Acumular los medios del placer (de la felicidad, de la alegría, del dis­
frute) y saber que se nos escapa, producirlo todo salvo lo que no se pro­
duce sino que adviene o llega -como la gracia, gratuitamente- es un

Friedrich Nietzsche, La voluntad de poder, op. cit., citado libremente por el autor.
[Jean Stoetzel, La psychologie socia/e, Paris, Flammarion, 1963, pp. 60-61]. Edición en castella­
no, La psicología social, Alcoy, Marfil. Traducción de Juan Díaz Tero!.
LA P S I C O L O G i A Y EL P S I C O A N Á L I S I S 159

suplicio devastador para Occidente. U n análisis crítico del espacio revela


esta devastación, la señala claramente. La anexión al saber de un territo­
rio con tanto movimiento y tan poblado no podía tener lugar sin daños.

3. El principal error de estas tentativas es que se posicionan mal en rela­


ción con lo cotidiano. Se sitúan en lo intercotidiano o incluso en lo infra­
cotidiano, reflej ando así sin darse cuenta las preocupaciones de la gente
que quiere elevarse por encima de la existencia azarosa sometida a la
fortuna y a la desgracia, a la cotidianeidad asegurada, aceptándola, adap­
tándose a ella. A la mayoría de la gente, que prefiere la seguridad a la in­
certidumbre, le espanta que el placer y el deseo solo sobrevengan en un
momento favorable y no haya receta para ellos. La seguridad se paga
caro: al precio de muchas satisfacciones enojosas en lo cotidiano. La sa­
tisfacción se produce con los otros productos: lo cotidiano y la satisfac­
ción van j untos. Que las satisfacciones de l as diversas necesidades y la
satisfacción de toda necesidad vayan con un cierto malestar, malestar
general, supera el entendimiento práctico. La inmensa mayoría de la gen­
te que en el mundo, en los países poco «desarrollados», viven por debajo
de lo cotidiano, solo piensan en alcanzar ese nivel. Las trasgresiones poé­
ticas, las infracciones políticas, no les interesan. Las disciplinas que se
dirigen a «sujetos» psíquicos tratan a personas que han experimentado
lo cotidiano y que conocen el malestar a través del modelo de aquellos
que se esfuerzan por llegar a la cotidianeidad garantizada: no el pan sino
la carne, no solo el vino sino la gasolina para el coche. Lo que explica el
éxito fácil de las curas de adaptación o de readaptación a lo «real», dicho
de otra forma, a la cotidianeidad.

4. ¿Cómo no señalar la importancia del «instinto de muerte», la «pulsión


de muerte», .en la corriente psicoanalítica? Esta fuerza negadora de la
vida se erige en principio explicativo. Inicialmente, la ambigüedad se
dej a resolver, según Freud y sus discípulos, en un juego de fuerzas opues­
tas, Eros y Tánatos, el principio del placer y el principio de realidad (más
tarde, de rendimiento), la pulsión vital y la pulsión mortal. Esta dialéctica
particular se transforma en una especie de mecánica en la que gana la
pulsión mortal. La vida se despliega sobre un fondo de muerte; el ser vivo
(el cuerpo) ya no es el campo en el que se enfrentan l as fuerzas rivales. La
existencia vital aparece como una perturbación en relación con la muer­
te, como un error en relación con la nada. Las pulsiones del deseo se per­
ciben como desvíos para acabar con el deseo y volver a lo inorgánico, es
decir, a la muerte. Freud lo declara expresamente en Más allá del princi­
pio del placer3•

Obra de Sigmund Freud publicada en 1920. Edición en castellano: Más allá del principio de
placer, Madrid, Alianza, 1969. Traducción de Luis López-Ballesteros. [Sobre la dinámica ins­
tintiva. véase también l a obra de Herbert Marcuse Eros et civi/isation (1955), p. 126]. Edición
160 H E N R I L EFEBVRE

Un terror creciente, cada vez menos aliviado, cada vez más doloroso
-una perturbación del equilibrio inicial y final de lo inorgánico-, es la
manera de perfilarse la trayectoria del ser vivo. Lo que puede generali­
zarse a la sociedad y la historia. La lucha consciente por la existencia
tiene las características de una maldición: Ananké. La necesidad históri­
ca se define por la acentuación del carácter represivo de la acción pater­
nal, erigida en ley. El instinto de muerte se manifiesta tanto en la división
del trabajo como por la moral y la organización económica a partir del
rendimiento y el principio del rendimiento. La libertad se concentra en
lo imaginario, modo de actividad dispensado de la prueba de la realidad,
como decía Marcuse.
Un Ego del placer y un Ego de la realidad se enfrentan, el primero
reculando continuamente en una lucha desigual. El Ego del placer, agra­
dable pero inútil, seductor (Narciso, Orfeo) pero falso, luego reprimido,
sale de la conciencia. De ello, simultáneamente, la utopía y el arte, retor­
nos a lo reprimido, en el sueño. El arte de todas las épocas presenta una
imagen de la Libertad, es decir, del «hombre» en tanto que sujeto libre,
imagen negadora de la alienación. Esta se representa con apariencia de
realidad, como una realidad aparentemente superada. El arte hace surgir
lo rechazado y lo rechaza de nuevo, mejor, para siempre. Es la muerte del
placer. La muerte y el instinto de muerte triunfan, pese a la lucidez y
brillantez del arte. Vencen sobre el arte porque vencen en el arte. Admitir
que la inmediatez última, la muerte, reproduce la inmediatez inicial, la
relación con la madre, ¿no es asestar un golpe mortal a la vitalidad en el
planeta Tierra? Tan seguro como lanzar el stock de bombas atómicas. Y
esto no supone renegar de la historia y relegarla a la inutilidad, ya que el
arcaísmo retorna sin que desaparezca ninguno de nuestros mitos.
«Todo hombre trata de morir en el mundo, quisiera morir por el mun­
do y para él. En esta perspectiva, morir es ir al encuentro de la libertad
que me hace libre de ser, de la separación decidida que me permite esca­
par del ser por medio del desafío, la lucha, la acción, el trabajo, y trascen­
derme hacia el mundo de los otros»4•

S. ¿Y por qué no? Entre las valoraciones y las «puestas en perspectiva»,


¿por qué no esta? Unos valoran el trabajo, otros el descanso, otros la lu­
cha o el amor; lo convierten en un absoluto. ¿Pero qué nos impide valorar
el espacio? La valoración de la muerte sorprende. Se acerca al nihilismo,
que Nietzsche quería superar primero por la «gaya ciencia», después por
el Superhombre. El proyecto de Nietzsche era decir sí a la vida, sin pasar
por el desvío de la muerte.

en castellano: Eros y civilización, Barcelona, Ariel, 2010. Trad ucción de Juan García Ponce
y Á lvaro Pombo.
[Maurice Blanchot, L'espace littéraire, Paris, Gallimard, 1955, p. 2 1 7] . Edición e n castel lano:
El espacio literario. Barcelona, Paidós. 1992, p. 154. Traducción de Vicky Palant y Jorge Jinkis.
LA P S I C O L O G f A Y EL P S I C O A N Á L I S I S 161

Se ha querido «dar un sentido más puro a las palabras de la tribu»5 sin


darse cuenta de que la muerte triunfaba sobre esas voces extrañas.
¿Este triunfo de la muerte se entiende o se explica por el Sistema,
neocapitalista o poder político? Sin duda. Ya solo se sale de él por la
muerte. La llamada a la muerte, desesperada. Mágica y religiosa, se en­
tiende como una llamada desesperada a la muerte del Sistema. No obs­
tante, es así como se completa el Sistema y como verdaderamente se cie­
rra el círculo. Los que desean denunciarlo, y creen hacerlo, se convierten
en sacerdotes de la «fatalización», cuya solemne clausura entonan. Este
pesimismo radical traiciona tanto al optimismo trágico de Nietzsche
como al optimismo racional de Marx.
Ni el capitalismo y la burguesía, ni la tradición religiosa del judeocris­
tianismo bastan para explicar este empeño. Pero hay más. El saber psi­
coanalítico manipula fuerzas -mediante el lenguaje, mediante la apertu­
ra de caminos desviados o derivados ante los impulsos- que no controla.
Busca la apropiación y la carencia. Después de haber indicado lo irreduc­
tible como tal, es decir, el placer, se empeña en reducirlo. Se empieza por
denunciar la privación, la frustración. Se identifica el síntoma: la cons­
trucción simbólica y/o real. ¿Las causas? ¿Las razones? Se transforma el
síntoma en esquema explicativo. Se olvida que el «hombre» en el camino
del trabajo absoluto y del espacio abstracto primero ha castrado a los
animales y después a sí mismo. ¿Qué hombre? El occidental.
Este saber no renuncia a figurar en la «episteme» moderna, a hacerse
reconocer como saber absoluto, como eficacia en el marco actual. No
puede escapar a las consecuencias de esta actitud: pese a sus precaucio­
nes verbales, pese al refinamiento de sus técnicas, una vez privilegiado
y tomado como centro lo concebido, se destruye lo vivido. I ncluso des­
pués de haberlo descubierto, incluso después de haber mostrado su fra­
gilidad. El error está en que la investigación freudiana ignora la subver­
sión nietzscheana, dej a de lado la insurrección por la que el placer en
sentido amplio se proclama sentido, el único, de la vida, del arte, de la
utopía. Se ha terminado por rechazar el placer, sus condiciones, sus cau­
sas y razones, en el «inconsciente», en el que se acepta todo, para llegar
a matarlo. Y así confesar la impotencia, levantar los brazos al cielo ante
el caos.
Desear que «inversiones afectivas» proporcionen a sus autores «plus­
valías» de placer, no es más que un anhelo piadoso y una trasposición
ingenua de la economía capitalista, tanto que no se señala hasta qué pun­
to este proceso es «normal» para el cuerpo, a partir de la inmediatez ini­
cial (al menos durante su crecimiento y en su camino a la plena madu­
rez) . De manera que el problema no es dotar a esta tendencia «normal»
de un esquema teórico, sino de implementarla en un espacio que le sirva

Stéphane Mali armé, «La tumba de Edgar A . Poe» (1877), en A n tología, Madrid, Visor, 1991,
p. 72. Traducción de Xabier de Salas.
162 HENRI LEFEBVRE

de soporte. A los poderes que decretan la muerte del placer junto a la de


Dios y después la del hombre, hay que responder con la insurrección per­
manente.

6. No es posible que una investigación proseguida con tal espíritu de con­


tinuidad en Occidente no tenga nada que enseñarnos en lo que concierne
al espacio.
Las investigaciones analíticas llevan muchas veces a que el individuo
se sienta en el cruce de dos caminos: o bien volver hacia el interior, el
«capullo», el espacio original (el vientre, el hogar), o bien cortar el cor­
dón umbilical y lanzarse al espacio abierto, lleno de riesgos. Nada que ver
esta elección con la famosa elección entre el vicio y la virtud. Esta elec­
ción, y su margen de libertad, implican para el individuo inapreciables
consecuencias. Quizá esta elección se lleva a cabo en cada momento, a
cada paso en el espacio.

7. Los estudios inspirados en el análisis psíquico muestran y explican por


qué los personajes principales de la constelación patriarcal eran junto al
padre, el hermano de la madre y el hijo mayor. Antaño, en el centro del
espacio -virilizado por este hecho-, reinaba un personaje masculino.
Estos análisis permiten prever que mañana el personaje central será la
hija. Quizá ya hoy... el lugar de la mujer está cambiando. Ya no es la que
hace ser y la que reprocha ser, la Madre. La Hija quiere vivir.
En cuanto al sexo, el análisis distingue diferentes tipos de sexualidad:
homosexualidad, bisexualidad, transexualidad, que lejos de excluirse se
superponen. Esta última se define como el intento o el proyecto de un
individuo sexuado por sentirse como el de otro sexo. Una vez compren­
dida la transexualidad, entendemos su valor. ¿Se trata de travestís, de
tendencias «invertidas»? Sí, pero todo el arte asume la transexualidad y
la hace entrar en lo vivido. Sin embargo, la música de Cosí fan tutte de
Mozart hace que yo, hombre, viva las emociones de dos jovencitas (lo que
en esta ópera mágica se reviste de todo tipo de travestimientos, de disfra­
ces, de máscaras y mascaradas), que llegue a una transexualidad momen­
tánea, que pueda experimentar mi deseo como el del otro sexo, en una
cierta medida. Situación engañosa, como tantas otras: la identificación
fij aría en otro «sujeto» el sujeto incierto que está encantado con su incer­
tidumbre, y se perdería su placer.
Sobre el fondo de la identidad psíquica (perdida y/o recuperada en un
juego cambiante, el del teatro shakesperiano), cuatro sexos se confron­
tan: m-m, m-f, f-f, f-m. Por qué el espacio no habría de tener en cuenta
esta complej idad, a condición, claro está, de no fij arla. En la medida, muy
débil, en que el sexo marcaba los lugares (según un esquema grosero: lo
hueco femenino, lo puntiagudo masculino) solo una oposición somera
introducía algún claroscuro. ¿Por qué no diversificar las marcas? Así solo
las diferencias se multiplicarían, y se maximizarían a través de una
LA P S I C O L O G i A Y EL P S I C OA N Á L I S I S 163

posición óptima. La combinatoria libidinal no prescribe lo posible, pero


abre todas las posibilidades.

8. La psicología y el psicoanálisis han hecho hincapié en la ambigüedad.


De manera menos pertinente que Nietzsche, pero con el añadido de con­
tenidos descriptivos de mayor interés. Toda situación «es» ambigua. De
la turbación que produce la ambigüedad nacen simultáneamente el pla­
cer y la exigencia de una solución (de una resolución) . La afectividad
tiene, pues, como fuente y recurso a la ambigüedad. Intolerable, insoste­
nible, de manera que se escapa solo para volver a ella, la ambigüedad -y
no la muerte- es la que proporciona generosamente el fondo del cuadro,
el «marco» que precisamente no tiene nada de marco. A condición de
salirse de él, la ambigüedad conduce a todo. Si la palabra «inconsciente»
designa, al valorarla, esta informe existencia «básica», estoy de acuerdo.
Si este término, que se pretende «científico», designa otra existencia, aná­
loga no a la translucidez cada vez más opaca de las aguas profundas bajo
la superficie, sino a una capa terrestre baj o las aguas, no, no estoy de
acuerdo. La analogía engaña porque la metáfora es excesiva. Bajo la con­
ciencia, como sobre ella, está el cuerpo (mi cuerpo).

9. El concepto de ambigüedad tiene este aspecto de específico y difícil,


que la formalización conceptual tiende a disolver como un «objeto» que
no es tal. La ambigüedad no resiste la reflexión sobre el modo de la cosa,
sobre la objetualidad. Si pienso mi ambigüedad, la disipo. El momento en
que me pongo a «pensarla» coincide con el instante en que cesa; y «no la
pienso»: reflejo mi reflexión, mi acto reflexivo. Esto es lo que quieren
decir las palabras «conciencia de sí». El pensamiento y el empleo del
concepto implican muchas precauciones. La ambigüedad por hipótesis o
definición puede leerse de dos maneras o más, en lenguaje moderno un
poco pedante. En lenguaje clásico, es interpretada, y la pluralidad de in­
terpretaciones forma parte del concepto. Lo mismo sucedía con el con­
cepto de experiencia vital y el de placer. La tesis según la cual la observa­
ción y la reflexión modifican al objeto, tesis de la que se usa y abusa a
propósito de los «objetos» más sólidos, adquiere aquí un valor diferen­
cial. Atención: desde el momento en que se toman en mano los modos de
existencia poderosos y frágiles, desde que se pretenden manipular, se
corre el riesgo de destruirlos.
La ambigüedad no se reconstituye. ¿Qué es lo que puede determinar­
se por el análisis, lo que separa los «componentes»? La ambigüedad. Sin
embargo, al tomar como ingrediente lo que se ha obtenido del análisis, el
resultado es la muerte. La ambigüedad no se recompone mezclando la
vida y la muerte, Eros y Tánatos, lo inmediato y la mediación, el placer y
el sufrimiento (o lo «real»). El cuerpo y la vida del cuerpo «son» ambi­
güedad, en la que a cada momento se destaca una decisión, un gesto in­
tencionado, un acto voluntario.
164 HENRI LEFEBVRE

¿Podría identificarse la ambigüedad con la indiferencia? No, aunque


esta noción negativa permite acercarse más a ella que la simple proyec­
ción hacia atrás de las diferencias. La inmediatez le convendría, pero la
inmediatez perdida y reencontrada es ya otra cosa.
Que el concepto y lo concebido como tal tiendan a disipar la ambigüe­
dad fundamental como si fuera humo, es una situación lo bastante dra­
mática como para no tener consecuencias. Entre otras, esta: el espacio
representado y socialmente realizado soporta mal la ambigüedad. La
brutaliza. La disipa autoritariamente.
Los ángulos, las formas espaciales definidas, no soportan la ambigüe­
dad. El espacio pone orden en el caos de las sensaciones y los sentimien­
tos, el espacio intencional (construido) con mayor fuerza que el espacio
espontáneo (físico). El espacio, como abstracción, como poder político,
tendría el poder de reducir todos los fantasmas, salvo el imaginario, el
que liga cada niño carnalmente a su madre, y que después aparece no
solo en la reducción del placer sino en cada placer «real». ¿Sería este el
nudo del enigma, el secreto de la incompatibilidad entre el placer y la
organización social, entre la arquitectura y el placer?
Y pese a ello, ¿no han recreado siempre los pintores la ambigüedad
sensorial-sensual de forma que emergiera a través del trazo de formas
«parlantes», relativamente determinadas? La ambigüedad color- dibujo
deja que a continuación surj an separadamente el color y el dibujo, antes
de ser reunidos en una alianza diferente de la inicial. La emergencia «Si­
multánea» de las formas y del color, de la sensorialidad y de la sensuali­
dad, de lo que habla a los sentidos y de lo que se dirige al entendimiento,
es lo que quizá caracteriza la gran pintura. Igualmente, la música nace de
una «indiferencia» a la repetición y también de una diferencia, en cuyo
seno contrastan lo repetitivo y lo diferencial (el tema y las variaciones, el
ritmo y sus variantes, el acuerdo y sus diversificaciones).
Si la pintura y la música proponen un retorno a la indiferencia y a la
ambigüedad para que de él nazcan a las miradas y para los oídos obras
llamadas estéticas, que no disipan sino que integran su momento (instan­
te o lugar) inicial, ¿por qué la arquitectura no habría de llegar a tales re­
sultados con el espacio? A decir verdad, el efecto arquitectónico siempre
corre el riesgo de obedecer a la ley del poder que no soporta ninguna
perturbación, ningún desorden; y, sin embargo, los espacios analizados
previamente -el de la contemplación, el del sueño- consiguen controlar
la ambigüedad, orientarla hacia un cierto e incierto placer.
El arabesco, lineal por excelencia, no escapa a la ambigüedad. Por una
parte, el trazo se afirma, se subraya; adquiere una fuerza autónoma, sin pre­
ocuparse de las superficies; y la obra se orienta al grafismo. Por otra, al con­
trario, lleva a cabo el enlace lineal de cosas objetivamente ajenas entre sÍ6•

[Pierre Francastel, Peinture et société: Naissance et destruction d'un espace p/astique, de la Re­
naissance au cubisme, Lyon, Audin, 1951, p. 217]. Edición en castell ano: Pintura y sociedad:
LA P S I C O L O G I A Y EL P S I C OA N Á L I S I S 165

Adorna las superficies y las separa al unirlas; la demarcación vence sobre


la marca, y la línea pone en valor las superficies coloreadas. El arabesco
influye, por una parte, como una «resultante simplificadora» y, por otra,
al contrario, como «línea de fuerza», movimiento del color y de la forma.

10. Aparentemente, ¿qué hay más claro y más evidente que un espejo,
superficie brillante? Del espejo derivan el reflejo, la reflexión de manera
que simboliza el pensamiento y la conciencia: superficie reflectante en la
que se forma la imagen transparente de las cosas opacas, en la que se
metamorfosea la opacidad de las profundidades.
Pero he aquí que el espejo muestra enseguida su ambigüedad. Nada
más diferente de la cosa que su imagen, su otro en el espejo. Espejismos
e imágenes, objetos transicionales, pero de qué y hacia qué, los espejos se
desdoblan. El hielo, cruel falsedad, «agua fría de tedio congelada en su
marco>>7, difiere del espejo propiamente dicho, amigable, favorable, sím­
bolo humano de deseo y del encuentro de uno consigo mismo, espej o de
la verdad.
Narciso encuentra su imagen sobre el agua lisa del manantial; inme­
diatamente el narcisismo se desdobla. O bien Narciso se dej a caer al agua,
y muere a causa del su encuentro, perdido en su reflejo y por su imagen.
O bien se encuentra, en una inmediatez maravillosa de sí a sí, llena de
deseo y el agua de la fuente realiza este milagro, restituye la vitalidad;
Narciso supera las oposiciones «sujeto-objeto», «natural-ficticio», «in­
mediatez-mediación»; en lugar del autoerotismo, el mundo se abre a él,
dionisiaco. En el amor, el espejo del Otro (o el Otro como espejo) revela
más que una imagen. El espacio, infinito y finito, anulado o abierto, es «el
Ser amado».
Objeto transicional, o transaccional, ambigüedad y símbolo de ambi­
güedad, ¿define el espejo, como creen los psicoanalistas después de
Freud, una «relación fundamental con la realidad»? Si por espejo se en­
tiende un objeto localizado, un reflejo preciso, considero que no. Este ob­
jeto en que la imagen adquiere un lugar demasiado preciso no puede evi­
tar tener solo un papel transitorio. ¿Creen realmente que el niño toma
conciencia de sí, de su cuerpo, de su unidad, en el espejo de su madre? Ya
he respondido a esta tesis y a las objeciones que conciernen a este objeto.
El mejor «espejo», el más fiel, el más favorable, es un árbol, una planta,
una colina, un espacio. El espacio entero sirve de espejo, y si el espacio
traiciona, ¿quién asumirá ese papel? Cuando ciertas personas que mane­
j an torpemente el discurso reclaman que se hagan cosas de proporciones
humanas, ¿no están pidiendo un espejo-espacio?

Nacimiento y destrucción de un espacio plástico. Del Renacim iento al cubismo, Buenos Aires,
Emecé, 1960. Traducción de Elena Benaroch.
Stéphane Mallarmé, «Herodías» (1877), en Antología, op. cit., p. 72. Traducción de Rosa Cha­
ce!. Lefebvre utiliza al principio de la frase el término «gla ce»,que significa hielo, pero que
puede utilizarse también con la signi ficación de «espejo», creando así un juego de palabras.
166 HENRI LEFEBVRE

Para que sea posible que nazca el placer haría falta abolir las relacio­
nes de poder a poder, todos los fantasmas de la fuerza, para restablecer
una inmediatez absoluta (análoga a la relación inicial con la madre) y que
esto se cumpla en la inmediatez en el seno del espacio-espejo por la sú­
bita proximidad de uno consigo a través del otro, lo que justifica la pre­
gunta que aquí se plantea. El espacio-espejo solo comprende objetos
transicionales o funcionales: reflej a la vitalidad.

11. El placer, que incluye el gozo, escapa de la turbación por la vía de la


imagen y del símbolo. La vida que presenta la «divina ofrenda» no puede
preverse ni ordenarse. Está ligada a encuentros, a azares, a fantasías. Tie­
ne lugar durante el desarrollo de «escenarios imaginarios». Fuera del es­
pacio y del tiempo, a la luz de un placer profundamente puro, abole la
distancia de dos deseos encontrados, de una instantaneidad eterna.
La objeción se revuelve. El dolor también da la ocasión a «escenarios
imaginarios»: a construcciones arquitectónicas, elaboradas para provo­
car la angustia y las fantasías de la angustia. El j ardín de Erec (¿erigido?,
¿erekon?) es el reverso del camino a la cruz, vasta fabulación trágica rea­
lizada en espacios en los que entran numerosos componentes: un paisaje
cruel de piedras y garriga se dramatiza. L a inversión afectiva cubre una
inversión política: la dura subida, los pasos del calvario, las estatuas pin­
tadas, escenas de la Pasión y versículos del Evangelio y divisas, la pesada
fatiga, y en la cima, la muerte y la salvación, declaradas, proclamadas por
una capilla luminosa, símbolo de la Iglesia triunfante (descripción escri­
ta en el vía crucis de Gata, entre Alicante y Valencia). La distancia infini­
ta entre la partida, sufrimiento, y el final, muerte y redención, esta dis­
tancia excluye la inmediatez, la proximidad carnal de uno consigo y del
otro consigo. ¿La inversión del jardín de los suplicios y del camino del do­
lor suscitaría un escenario del placer, realizado en un paisaje completo,
en que el arquitectura (en el sentido estricto: la construcción) solo sería
un elemento? En lugar de la sangre evocada y que a veces corre por los
pies y las manos de los peregrinos, habría aguas frescas y abundantes, y
plantas generosas. Nada que «signifique» la voluptuosidad, todo signifi­
cando la inmediatez.
Los lugares del placer no tendrían pues por función (por significado)
el placer, la voluptuosidad. El espacio funcional de la oferta -la discote­
ca, el burdel, el paseo para flirtear- no escapa a la muerte del placer. La
ejecuta. «Infierno de los lugares del amor» que a veces llamamos al pa­
raíso. La búsqueda encarnizada del placer muerto es el infierno. El lugar
de la voluptuosidad no tiene por qué ser voluptuoso. No reemplaza a la
pasión. ¿En los lugares encantados existe un espacio para la pasión? Ani­
quilado en un momento, el espacio solo reaparece en el recuerdo, colo­
reado por el amor que lo percibe. ¿Qué es el Paraíso sin el amor? Un luga r
cualquiera. No puede haber amor, pasión, deseo, en el Paraíso, lugar de­
masiado perfecto. Y, sin embargo, los lugares perpetúan el deseo que no
LA P S I C O L O G Í A Y EL P S I C O A N Á L I S I S 167

han hecho nacer; el espacio apropiado no puede suscitar lo que supone.


Los lugares no tienen ningún medio de «dar» a los seres lo que solo pue­
de venir de ellos mismos, la vitalidad, llamada deseo. ¿Espacios de la vo­
luptuosidad? No, espacios de los amores desdeñados, lugares afrodisia­
cos como los j ardines de Armida, la gruta de Calipso, el castillo de
Morgana, encantadoras infelices puesto que mal amadas. Prefiero la in­
vencible torre de aire invisible en la que el mago Merlín queda para siem­
pre encantado por Viviana su bien amada, que va a visitarle y a hacerle
feliz.
El lugar del placer, si existe, perpetúa lo que el espacio hostil puede
matar, estropear, exterminar. Supone los cuerpos, los vuelve disponibles,
al separar como si fueran pesados trajes los obstáculos «psíquicos» que
vienen del pasado, del recuerdo y de otros lugares.
Proust describe maravillosamente la disponibilidad, como saben los
psicólogos modernos, en su obra En busca del tiempo perdido:

Aquel otoño mis paseos fueron más agradables, porque los daba después
de muchas horas de lectura. Cuando me cansaba de haber estado leyendo
toda la mañana en la sala, me echaba el plaid por los hombros y salía; mi
cuerpo, forzado por mucho rato a la inmovilidad, pero que se había ido
cargando mientras, inmóvil de animación y velocidad acumuladas, necesi­
taba luego, como un peón al soltarse, gastarlas en todas direcciones. [...] El
aire que hacía tiraba horizontalmente de las hierbecillas que crecían entre
los ladrillos de la pared [ ... ] Las tejas daban a la charca, que con el sol refle­
jaba de nuevo, un tono de mármol rosa [ ... ] Y al ver en el agua y en la pared
una sonrisa pálida, que respondía a la sonrisa del cielo, exclamé: «¡Atiza,
atiza, atiza! »8•

12. En la naturaleza, es decir, en el cuerpo, lo sensorial se distingue mal


de lo sensual. «Inmediatez» designa justamente ese estado ambiguo en
que las primeras sensaciones y percepciones siguen siendo deliciosas:
calor y suavidad de la madre, espacio del vientre y de lo que está vecino,
la casa si la hay.
El análisis rompe esta inmediatez, el espacio también, cargado de me­
diaciones, de medios (los instrumentos); el intermediario (los objetos
transicionales son portadores de mensajes que emiten otros objetos, y
dirigen hacia ellos sus intenciones).
La sensorialidad puede analizarse, pero el análisis que aquí se preten­
de utópico solo puede retomar, elaborando, el análisis efectivo (prácti­
co) . Ni los colores ni los sonidos se determinan solo según las leyes natu­
rales. El continuum inicial (inmediato) se divide en distintos elementos
y estas unidades discretas reciben un nombre: las gamas de sonidos y de

Marce! Proust, En busca del tiempo perdido l . Por el camino de Swann, Madrid, Alianza, 1995
[1919-1927], pp. 187-188. Traducción de Pedro Salinas.
168 HENRI LEFEBVRE

colores, con los nombres que designan cada unidad aproximadamente


aislable, vienen de la práctica social. C ambian con las lenguas y las socie­
dades. Se hablará de «cultura», pero esta palabra no añadirá nada ni a la
comprensión del continuum inicial, indiferenciado e insuficiente, ni al
estudio del análisis efectuado por el empleo de las palabras y las técnicas
relativas al continuum. La teoría y la historia de la música, como l as de la
pintura, han revelado la prodigiosa complejidad de las clasificaciones
operadas sobre los sentidos y los colores.
Lo sensorial no tiene nada de simple, y la estética, en el sentido simple
y fuerte -comprender los datos sensibles para disfrutar de ellos y sobre
ellos- no tiene nada de elemental. Creer que uno juega con los colores
pintando un muro es prueba de una gran ingenuidad «estética». Un color
es una emoción y un juicio, y una elección (un «valor»).
Una vez que el lenguaje y la práctica manual efectúan una selección
(una gama), los materiales y el material están listos para hacer combina­
ciones. En este marco, la combinatoria de los elementos y las unidades
proporciona la regla, implícita o explícita, de la producción de resulta­
dos. Sin embargo, la combinatoria tiene límites. Que el continuum pueda
ser disociado y por consiguiente ensamblado de mil maneras (y quizá de
un número indefinido de maneras) asigna límites a la combinatoria. Solo
tiene derechos en un «marco» definido. La invención de una nueva divi­
sión, la introducción de nuevos elementos cambia la combinatoria. Pro­
cede, como se dij o, por l a desvi ación, de lo existente, después por la
introducción y la invención (creación) tras el momento de lo desviado­
retorcido. Sucede lo mismo con los colores y los sonidos y con su empleo,
que con el «ser» y la «naturaleza», susceptible de un número indefinido
de interpretaciones y de perspectivas. La inmediatez del continuum le
confiere una cualidad y propiedades: se convierte en soporte espacial de
las mediaciones, de las interpretaciones, de las perspectivas.
El campo sensorial comprende:

a) las sensaciones visuales, en sí tridimensionales (luminosas, cromáticas,


graduadas, dicho de otra forma determinadas por la intensidad de la ilu­
minación, por el color y el matiz, por la saturación o la no-saturación),
b) las sensaciones auditivas, cuya complej idad no tiene que demostrarse
(intensidad, altura, timbre) de manera que ellas solas determinan un
campo diferencial, el de la música,
c) las sensaciones olfativas,
d) las sensaciones gustativas (que se diferencian mal de las olfativas, en
la ambigüedad carnal),
e) las sensaciones mecánicas (tacto y presión, penetración),
f) las sensaciones térmicas,
g) las sensaciones kinestésicas (posición, resistencia y dureza, fuerza
adversa o auxiliar),
h ) las sensaciones estéticas (pesadez, traslación, rotación),
LA P S I C O L O G Í A Y EL P S I C O A NÁ L I S I S 169

i) finalmente, los afectos (cosquilleos y caricias, pellizcos, con placer y


dolor sensoriales).

Los afectos sensoriales ligan el dominio de los sentidos «sensibles» al


dominio de los sentidos «sensuales». ¿Cómo disociar ambos dominios?
No obstante, un umbral los separa. Tras haberlos distinguido, el arte los
reescribe (la estética). La excitación, incluso la exaltación sensorial, pue­
de permanecer bajo el umbral de la sensualidad. La sensualidad sobreex­
citada puede incluso recibir una atracción intelectual que elude la sen­
sualidad; soporta bien una cerebralidad ascética, como lo muestra la
práctica totalidad del arte moderno que apuesta por lo sensorial contra
lo sensual, literatura y arquitectura incluidas. Efectivamente, las pala­
bras, en tanto que subdotadas de significaciones aislables -unidades dis­
cretas-, resisten el perfecto ascetismo del intelecto. También así lo ha­
cen las formas espaciales, los ángulos, las líneas rectas, las curvas.
El arte fundado sobre la estética, es decir, sobre el conjunto sensorial­
sensual, encuentra la unidad de lo que la práctica analítica de la sociedad
ha separado. Restituye la inmediatez, fuera de la confusión inicial, al
atravesar las mediaciones en y del espacio.
La inmediatez no me sitúa al nivel de la sensación. No hay sensación
sin mediaciones, ni actividad, ni, por tanto, apreciación sin juicio implí­
cito. La sensación pura nunca ha existido. La inmediatez se sitúa más acá
de lo sensorial, en la indiscernible ambigüedad de lo sensorial y lo sen­
sual. Se sitúa también más allá, en la unidad de lo sensual y de lo sensorial
y, por tanto, de un espacio.
Retomar la inmediatez, llevándola al nivel de la elaboración estética,
¿supondría un retorno a la naturaleza? ¿Buscar para re-encontrar algo que
se quedó en el camino? No. Aquí los psicoanalistas aportan un argumento
precioso: la inmediatez no puede perderse completamente; se desprecia,
se pasa por alto, se aparta, pero persiste, en el cuerpo, en la ambigüedad
carnal, de la que se destacan las formas, donde nacen los placeres.
A nivel de la inmediatez, ¿cómo distinguir el placer del gozo? Solo se
separan más tarde, mucho más tarde. Pues el placer soporta las mediacio­
nes; las atraviesa, ellas son sus portadoras. Y he aquí la razón por la que
puede durar: tiene matices, grados. Mientras que el gozo solo es un destello,
el de una energía que se gasta, derrochándose, destruyéndose en el proceso.
El gusto (el sentido orgánico y el sentido estético) da placeres. El gozo
exige la inmediatez; sea puesta en reserva o sea retomada. ¿Podría darse
que haya placer sin gozo? ¿Gozo sin placer? No. Si se mantiene la separa­
ción, se convierte en paradoj a, se hace insostenible. Es pues un espacio, o
el espacio, el que debe mantener el lazo de unión entre el placer y el gozo;
preparando el placer, graduándolo, permitiéndole rodear el gozo. Ello in­
cluso si el gozo, en el sentido estricto y absoluto, no tiene espacio. El
gozo, en el sentido amplio, reúne en un espacio placer y gozo, en sentido
estricto, al retomar la inmediatez (el cuerpo).
IX

La semántica y la semi ología

l. Los enunciados que siguen, o si lo prefieren las proposiciones, los doy


por adquiridos. Y si piensan que esas afirmaciones tienen algo de arbitra­
rio, les remito a otras de mis obras, que dejo a su cuidado buscar y leer1•

a) El lenguaje, la palabra, el discurso, ocupan un tiempo-espacio mental


y designan un espacio social, asignándole orientaciones, situaciones,
por medio (mediación) de re-presentaciones diversas, sirviéndose so­
bre todo de nombres propios, nombres de lugares.
b) El espacio mental, el del pensamiento y el lenguaj e, de la reflexión y
las representaciones, tiene, pues, por horizonte al espacio social.
Más allá de este horizonte se extiende el mundo, horizonte de hori­
zontes, el que descubriré si avanzo hasta el final de lo que percibo,
del camino.
c) El discurso que no versa sobre un espacio se repliega sobre sí mismo,
pues no concuerda, o concuerda demasiado estrechamente consigo mis­
mo, convirtiéndose en logología, círculo vicioso, coherencia tautológíca.
Al haber perdido toda referencia del «otro», el discurso ya solo tiene re­
ferencia de sí mismo y gíra en redondo. Las significaciones sociales vue­
lan y el sentido huye, junto con el placer. Esto tampoco implica, en abso­
luto, una correspondencia palabra por palabra, término por término,
entre el espacio social y el espacio mental, no más que entre los objetos y
las palabras. Relativo no enunciado, el espacio es soporte de relaciones.
d) Propongo una moratoria para la logología.

Entre l as obras referidas destaca sin duda: Le langage et la société (1966), Paris: PUF.
172 HENRI LEFEBVRE

2. La semántica y la semiótica (o si se quiere la lingüística y la semiología)


estudian los sentidos y significaciones. Esencialmente, la semántica, es­
trechamente asociada a la lingüística, estudia los signos verbales, las len­
guas y el lenguaje, el discurso. Mientras que la semiótica (semiología)
estudia los signos no verbales, de los que todos conocemos el tipo más
simple: las señales de carretera.
Dicho esto, la competencia de estas dos búsquedas plantea problemas
delicados. En principio, la arquitectura compete a la semiótica, como la
música, o la heráldica. Pero ¿y los grafismos?, ¿los jeroglíficos y los ideo­
gramas?, ¿las escrituras?, ¿e incluso la voz, y, por tanto, la palabra?
Una tendencia muy fuerte conduce la semiología a la semántica, con­
siderada rigurosa, trata sobre sistemas de signos formales, lenguajes.
Esta tendencia subordina, por tanto, los signos no verbales (como la ar­
quitectura y los monumentos) a los signos verbales, luego los lleva a sig­
nificaciones y signos privados. Una tendencia inversa subordina la cien­
cia de los significantes a la semiología, más amplia, capaz de apelar a lo
que supera el rigor estricto de los sistemas verbales: el inconsciente, la
profundidad, los impulsos, etc.
En esta búsqueda, ¿en qué se convierten los símbolos, cargados de
sentidos imprescriptibles: el fuego, la luz, la fuente, el árbol? ¿Entran en
los sistemas no-verbales? ¿En tanto que arquetipos escapan a toda for­
malización? Es un problema infinitamente delicado que abordar, pues se
trata de la poesía y también de la arquitectura.
Tiendo a pensar que existe una diferencia radical entre símbolos y
signos, igual que entre significación y sentido. La reducción del símbolo
al signo va aparejada a la reducción del sentido a la significación. Las
obras monumentales, como las obras de arte, como la filosofía, se cargan
de símbolos; eran simbólicas porque eran portadoras de sentidos, es de­
cir, de valores.
Que múltiples objetos tengan significaciones, y que incluso sean obje­
tos-signos, es una evidencia del mundo moderno. Que el sentido haya
desaparecido en beneficio de una sobreabundancia de significaciones, es
una verdad menos evidente que el que un espacio haya tenido sentido y
siga teniendo aún significación como tal y no por los objetos que lo ocu­
pan, como he intentado mostrar. Ha habido, hay aún, espacios ricos en
sentidos, bellos (un paisaje). Hay espacios significantes: una vivienda de
protección oficial. Hay espacios insignificantes, luego neutros (un cruce
de caminos), pero en los que la significación pueda haber sido oscurecida
(un banco).

3. Ya he mostrado que un sistema de signos (no solamente de palabras o


de signos, sino de «cosas-signos», objetos significantes reducidos a su
significación actual) tiende a formarse y a cerrase. Obviamente, la arqui­
tectura no se queda fuera de este sistema, ya que el sistema de signos
tiende a coincidir, al constituirse, con el sistema social.
LA S E M Á N T I C A Y LA S E M I O L O G f A 173

¿Qué reduce lo «real» a este mínimo abstracto próximo a la nada? La


lista de poderes ya la he dado. Larga lista: del lenguaje, la mercancía y el
dinero (objetos-signos marcados por y para el intercambio) a la religión,
a la moral, al saber y al poder (el saber porque erige el signo en inteligibi­
lidad; el poder porque alrededor del Estado mantiene a un nivel nulo lo
«real» que le podría resistir). En una palabra, todo tiende a la reducción.
Todo, salvo precisamente lo irreductible. Todo lo prohibido, salvo lo indeci­
ble. No solo lo que se filtra: un poco de consentimiento, algunos placeres. Lo
irreductible es el placer y el disfrute, mezclados, indiferenciados, carnal­
mente dados, indestructibles, con los cuerpos y sus relaciones. El espacio
no desempeña el más mínimo papel entre los poderes reductores. Espa­
cio abstracto, espacio de signos, signos en el espacio y signos del espacio.
¿La escritura no formaría parte de los poderes reductores, en tanto que
espacio y sistema de signos? Entiéndase, lo escrito en general. En cuanto
al escritor, ha decidido tener solo relación con sus palabras, su lenguaje,
su discurso, su saber. Con más razón, su escritura tiene la oportunidad de
actuar reductivamente, lo que no impide, al contrario, las llamadas deses­
peradas al «otro», al amor, placer, gracia, poder.
El papel de las ciencias del lenguaje, semántica y semiótica (ya do­
bles), es extrañamente ambiguo. Por un lado, estas ciencias se esfuerzan
por construir, en tanto que modelos científicos, sistemas de significacio­
nes, verbales y no verbales (objetuales). Intentan demostrar que lo «real»
solo se conoce a través de un modelo; en consecuencia, quieren probar la
clausura de eso real, definido por una forma, el lenguaje y su sistema.
Llegan hasta reducir el lenguaj e en sí a la información y a la comunica­
ción formal, como conj unto coherente de operaciones relativas a mensa­
jes, los codificadores y descodificadores; la diversidad de los códigos que
definen la multiplicidad de aspectos de lo «real» y este «real» se determi­
nan según algunos conceptos operatorios: informaciones y redundancia,
entropía, lectura-escritura.
Al mismo tiempo, algunos seguidores de estas disciplinas pretenden
tener un secreto para liberarse del sistema que ellos mismos promueven.
Ciertamente, tienen derecho y razones para querer salir de él. Pero
¿cómo lo hacen y qué camino toman? Quieren situar un más acá y un más
allá del signo, romper las combinaciones cuya necesidad han establecido,
provocar una ruptura, trazar las diferencias esenciales o sustanciales. Si,
por un lado, se esfuerzan en probar la clausura del discurso, por otro,
anuncian la liberación del significante, mediante la destrucción de la sin­
taxis, por un cambio en la producción de signos y significaciones. ¿Lo
consiguen? La logología ha suplantado a la egologia, la descripción com­
placiente y afirmante del «sujeto». ¿No podría volver mediante un des­
vío? Pero en ese caso, el escritor se toma por sujeto de una revolución
discursiva.
¿Tomar partido por el sistema? ¿Dej arse encerrar en la prisión de los
signos? No, dicen ellos. La práctica significante va a revolucionar el lenguaje.
1 74 HENRI LEFEBVRE

Evitará que se vuelva a caer en la identidad inicial y final proclamada por


la metafísica, por el idealismo, por la tradición religiosa y humanista re­
negada. La práctica textual se bastaría a sí misma, con sus propias leyes
de articulación; sin referirse a nada exterior, tendría el poder de producir
y reproducir signos sin conformarse con los modelos establecidos. El sa­
ber y el discurso del saber corriente, el derecho y la capacidad de desig­
nar una especie de trascendencia del más acá, un dominio de la infraes­
tructura, una región del ante-predicativo accesible. De esta manera, sería
posible una ruptura a partir del interior de una falla, una fisura como
«borde», una marca como «diferencia inscrita». La práctica de la escritu­
ra, la literatura, atravesaría el sistema y dej aría pasar alguna otra cosa,
radicalmente, que la transformaría y transformaría el sistema. Libera­
ción perfecta, que dej aría lugar al más salvaje, al más espontáneo, al inde­
cible placer o a la libertad futura, a la novedad absoluta y resuelta. Un
no-sentido permitiría modificar el sistema de signos, como si el saber, el
discurso, apelara a un «fondo de las cosas», a una ontología (heideggeria­
na o freudiana).
Los mismos que aprietan el nudo de su Lógica alrededor del lenguaje,
se encuentran prisioneros, poco encantados, en esta torre de cristal
(mientras que el mago Merlín en su torre de aire conocía la felicidad).
Tienen la obsesión de salir, por lo alto o por lo bajo, de encontrar una falla
(un borde), de marcar una diferencia y encontrar una referencia diferen­
te para el discurso. No querrían volver a los valores antiguos, a los senti­
dos perdidos, a la metafísica de lo original o a los orígenes de la metafísi­
ca. Quieren hacer estallar el sistema desde dentro, operando sobre las
articulaciones para hacerlas explotar, trabaj ando sobre los significantes
mediante la escritura2, aunque cada tentativa de partida o de salida en­
gendra signos en torno a los cuales se reconstituye el sistema, escritura
absorbente que busca negarla3•
La autocrítica que se toma por teoría crítica y contestataria solo con­
sigue re-vivificar el sistema completándolo: haciendo circular en un lu­
gar, aparentemente cerrado, significaciones como si fueran linfa.
La muerte de la antigua fe en el lenguaje, muerte que sigue a la de los
valores (Dios y el «hombre»), ¿qué ha engendrado? Un imperialismo de
la ciencia del lenguaje, una dictadura totalitaria del discurso, que atrapa
a los que quieren liberarse. Los intentos detallados más arriba constitu­
yen la vida interior del Sistema, sin lo que él moriría también, anquilosa­
do, fijo, dando vueltas sobre sí mismo vertiginosamente, rueda, círculo

[Este análisis crítico contempla en particular las i nvestigaciones del grupo «Tel quel», de Jac­
ques Derrida, Julia Kristeva, Philippe Sollers y Roland Barthes (Plaisir du texte)]. Edición en
castellano: Roland Barthes, El placer del texto, Madrid, Siglo XXI, 1989 [1973]. Traducción de
Nicolás Rosa.
[Como referencia divertida en este punto: Manuel de conversation a l'usage des membres du
Marché commun dans le cadre de la coopération franco-al/emande, Ludwig Harig (París, Bel­
fond, 1973)] .
LA S E M Á N T I C A Y LA S E M I O L O G Í A 175

vicioso, tautología: logología. Quizá «inconscientemente» quieran otro


espacio. ¿No es sorprendente que los más sistemáticos se tomen por se­
ñores del Sistema?
Los espíritus sistemáticos con sus críticas recíprocas y sus autocríti­
cas (integrantes e integradas, recuperadoras-recuperadas) tienen de qué
sorprenderse. Van tarde respecto al dogmatismo, nunca contemporáneos
de sí mismos. He aquí que hace unas decenas de años había gente que se
sentía, se decía, se creía confirmada en el cristianismo, engullidos en la
moral cristiana, rodeados por las instituciones religiosas, la Iglesia, los
mandamientos, la ley, la teología y la metafísica, Dios y el Diablo. Des­
pués nos dimos cuenta de que Dios estaba muerto en el momento en que
tantos jóvenes y viejos se creían sus prisioneros.
Después de lo cual hubo laicizaciones de la verdad teológico-metafí­
sica, como el existencialismo. Hace veinticinco o treinta años, los exis­
tencialistas decían estar encerrados. ¿En qué? En la libertad. Se contaba
la historia de un joven existencialista un poco borracho, dando vueltas
alrededor de los jardines del Luxemburgo, por el exterior de las verj as,
que se agarraba de los barrotes y gritaba: «Libérenme, estoy encerrado».
Durante el mismo periodo, los economistas ridiculizaban a los que
querían liberarse de las leyes económicas, de los determinismos econó­
micos, del sistema del crecimiento coherente. Los sistemas no pueden
ser más que pseudosistemas y ficciones de clausuras. El capitalismo y el
neocapitalismo, el modo de producción capitalista nunca ha conseguido
darse una coherencia, establecerse como totalidad. Lo ha aparentado, si­
mulando la cohesión y la política coherente. Nunca ha superado las con­
tradicciones que venían de tiempos históricos, y aún menos las del espa­
cio. La coherencia, la cohesión, la lógica no son siempre estrategias, a
veces son simples ideologías. ¿Qué pensar del «sistema de signos»? Lo
que se ha pensado de la semiología. Junto con las otras ciencias del len­
guaje, ha reemplazado la historia y la economía política en el dogmatis­
mo inherente al espíritu de aquellos que prefieren el rigor a la finura. ¿El
sistema? No es más que falla sobre falla, fisura sobre fisura, fallos, defi­
ciencias, derrumbamientos. ¿Qué es lo que destruye? Tanto lo irreducti­
ble que genera la subversión como la lucha revolucionaria, más o menos
política, la violencia tanto como la crítica radical. Los poderes reductores
se suman, se contradicen, se contrarían, se disocian. No forman más que
un sistema reductor, aunque algunas veces, en el esfuerzo por ayudarse,
pensaban que añadían lo que aún faltaba.

4. Llevaré la argumentación hasta el final. ¿En la arquitectura contempo­


ránea no pasa todo como si el discurso arquitectónico determinara la tác­
tica y la estrategia de la construcción por la gracia y la eficacia de los
promotores, de los publicistas, de las autoridades influyentes, con el con­
sentimiento tácito o solícito de los «Usuarios»? Antaño, los símbolos, los
sentidos escapaban a las frases, lo no-verbal no se reconducía a lo verbal,
1 76 H E N R I LEFE BVRE

lo suscitaba en lugar de resultar de él. El efecto arquitectónico provenía


de esta influencia de los objetos en los sujetos, los habitantes. ¿No sucede
hoy como si el discurso arquitectónico, significante atiborrado de signifi­
caciones (inclusive el «hábitat equipado» y el estilo de vida, etc.), hubiera
desplazado, sustituido, suplantado el efecto arquitectónico de los tiem­
pos antiguos? Como el resto, la construcción se alinea con el discurso, los
signos verbales (el arte como los objetos en la vida cotidiana), y la discon­
tinuidad. La arquitectura se reduce a la construcción que se reduce a una
comunicación, y el espacio a una «conmutatividad» de sus elementos,
cambiables e intercambiables.
Sin embargo, planteo una pregunta: ¿existen realmente sistemas ce­
rrados? ¿Existe la clausura, es decir, el acabamiento, en otra parte que en
el saber de los que se dedican a completar el Sistema definiéndolo, para
obtener así su control, dominarlo, incluso apropiárselo?
Hemos explorado lo irreductible. Es una zona de conocimiento inac­
cesible al saber habitual. No obstante, podrá ser penetrada después de un
refinamiento de los útiles empleados o de un desvío del camino. No es
una zona de conciencia inaccesible «normalmente» y, sin embargo, al­
canzada por un saber suplementario. Lo irreductible es la evidencia de lo
vivido: placer, violencia. No hay discurso sobre el deseo o la violencia
verbal. El más acá del discurso no tiene nada de profundidad inaccesible,
lenguaje sobre lenguaje, conciencia sobre conciencia, palabra anterior a
la palabra, abismo.
Más acá del discurso no hay un primer «sistema», escondido, de la
producción del discurso, que se reproduciría en el sistema manifiesto. No
hay un «no-sentido» determinable a partir de significantes y significa­
ciones, porque los determinan. Ni un pensamiento «ante-predicativo».
La filosofía se demostraba, con sus esquemas, cerca de su hundimiento,
como lo muestra el sistema heideggeriano que ya no quiere ser un siste­
ma pero sigue siéndolo. Más acá del discurso están los «afectos», la afec­
tividad. El lenguaje, con el pensamiento, como el trabajo, como el saber,
salen de ahí. Todos ellos se distinguen, se separan de la zona afectiva,
indiferenciada en relación con ellos, pero nunca indiferente ni definible
por la indiferencia. En esta región de los «afectos», el placer y el gozo ya
no se distinguen, incluso si después habrán de ir cada uno por su lado. El
proyecto, naciendo y saliendo de esta zona, busca un espacio. Si el len­
guaje y las actividades definidas -trabajo, saber- salen de ella, no tienen
derecho a renegar de su nacimiento, lugar y tiempo. Si no dej an de negar
la afectividad, si no le abren paso iluminándole el camino, se pierden en
el absurdo.
En el residuo existencial se manifiesta enseguida la afectividad irre­
ductible. Más allá de lo sabido que ha tenido en cuenta lo vivido, dicho de
otra forma y mejor, la gaya ciencia, el «alegre saber», y el proyecto de un
espacio del placer, una vez superada la logología. En este espacio, el pla­
cer y el gozo se reencontrarían. O podrían reencontrarse. ¿Utopía? Sí,
LA S E M Á N T I C A Y LA S E M I O L O G i A 177

concreta. L a inmediatez: e l cuerpo e n s u espacio. L a experiencia vital


convertida en obra que no necesita ni decirse ni declararse indecible.
¿Trabajar sobre la escritura? ¿Sobre los significantes? ¿Atribuir a la
literatura un poder redentor? ¿Trascender la práctica social por la prác­
tica textual? ¡ No!
Lo que está articulado no es exterior al cuerpo puesto que el cuerpo
se compone de miembros, de segmentos. No obstante, en la experiencia
vital carnal y física, las unidades no son separables. El dominio de las
unidades discretas se distingue de la experiencia vital. Su diferencia esti­
mula la reflexión, y por consiguiente esta no tiene derecho a negarla eri­
giéndose como criterio.

S. La semántica y la semiótica ocupan, pues, un lugar respetable pero li­


mitado en el conocimiento en general y en el conocimiento del espacio
en particular.
El nombre propio, simple o doble, nombre y/o apellido, no se define
como término en una nomenclatura, pieza de un vocabulario cuyo inven­
tario podría terminarse con un poco de esfuerzo. Es portador de relacio­
nes, está unido a una red. Lo que es válido para los nombres de personas
lo es también para los nombres de lugares. La unicidad del lugar nombra­
do no lo aísla sino que, al contrario, lo especifica en la red de caminos, de
recorridos, de desplazamientos, de peligros, de circunstancias favorables.
Semántica y semiótica han privilegiado los conceptos de mensaje y de
código, corriendo el riesgo de privilegiar la comunicación y de reducir el
conocimiento a la información. Ahora bien, los nombres propios atien­
den a una sobrecodificación. Un número indefinido de códigos, de codi­
ficaciones y descodificaciones, de informaciones y de mensajes se ligan a
cada uno de ellos. A propósito de un pueblo, de una montaña que tengo
ante mis ojos, puedo decir la situación, el clima, la vegetación, la compo­
sición física, la fauna, los habitantes, etc. El número de planos y de topo­
logias que puedo levantar es ilimitado, ya que cada red de relaciones se
liga a su vez a otras redes. El nudo tiene un nombre «propio».
El examen del nombre propio no dej a ninguna huella de la tristemen­
te famosa oposición entre «naturaleza» y «cultura». Lo que denota y con­
nota es a la vez toda naturaleza y toda cultura. ¿No será lo que se liga a un
nombre propio lo que da alegría y placer, lo que retiene o desencadena la
violencia?
Como ya se ha dicho, esta apropiación del espacio, necesaria, no bas­
ta. La denominación de los lugares se remonta a la prehistoria más lej ana.
Viene de los inicios de la sociedad organizada: caza, recolección, pesca,
pastoreo. Si alguien quiere comparar con una escritura este descifra­
miento práctico del espacio que comienza por la denominación de los
lugares y el trazado de los senderos, habrá que añadir asimismo que es
una escritura bien particular, bien anterior a las l im itaciones específicas
de un trazo escrito.
178 H E N R I L E F E BV R E

6. Puede decirse que la modernidad ha alcanzado el grado cero de la ar­


quitectura (haciendo una trasposición de un concepto ciertamente perti­
nente para la crítica literaria4). Pero esto no añade gran cosa al análisis
crítico del espacio abstracto y de la desaparición del efecto arquitectóni­
co, en tanto que efecto de sentido. La planitud, la horizontalidad de la
escritura que apuesta por la denotación y el significado se corresponden
bastante bien con el funcionalismo en la construcción, y el edificio en el
grado cero de la monumentalidad. El estilo de los escritores anteriores a
la modernidad tiene alguna relación con el sentido monumental. Pero el
carácter activamente reductor del edificio, de la función significada, del
espacio que contiene las cosas-signo, corre el riesgo de difuminarse ante
la analogía literaria.
La aplicación al espacio arquitectónico de un concepto semiótico, el
«grado cero», no implica que puedan emplearse otros conceptos, como,
por ejemplo, la doble «lectura-escritura». Puede decirse que un monu­
mento y un espacio arquitectónico se leen, pero que se puedan definir
como texto es otro asunto. Ni el concepto de lectura ni el de escritura
convienen al espacio. Ni tampoco el de código. ¿Por qué? Porque la prác­
tica (social y/o especial) no forma parte de estos conceptos.
Retomo aquí la argumentación ya dada. Los que aplican de forma in­
considerada al espacio (construido o no construido, pero arquitectónico,
como un j ardín, un paisaje en torno a una ciudad, etc.) estos conceptos
suponen que este espacio emite un mensaje. Un mensaje se descodifica.
Como se dirige a personas, se lee. Puede asimilarse a un escrito. Se basa
en varios códigos más o menos comunes: el código del conocimiento, el
código de la historicidad, el código de las interpretaciones simbólicas
(religiosas, políticas, etc.).
Ahora bien, esta teorización invierte el movimiento práctico. De he­
cho, el emisor es un ser humano (individuo o grupo, familia, habitante de
una unidad, barrio, pueblo). Emite perpetuamente mensajes que no se
dirigen solo al intelecto sino que vehicula emociones, pasiones, senti­
mientos, es decir, un caos de sorpresas y de redundancias, que provienen
de múltiples códigos y desbordan las codificaciones (por ejemplo, el có­
digo de cortesía y las infracciones). Emite un haz de flujos indiferencia­
dos al nivel, o casi, de la ambigüedad carnal. De estos individuos, de estos
grupos, de los lugares en que intervienen, he subrayado que son portado­
res de nombres propios. El espacio arquitectónico refracta su mensaje,
bajo forma definida de exhortaciones, de prescripciones, de actos pres­
critos (y no de signos, palabras, inscripciones). Escoge los flujos, inten si­
fica aquellos que selecciona, los transforma en consignas, en gestos asig­
nados. Es un espacio práctico y una práctica espacial. Se hace esto o
aquello, en tal momento (en el tiempo de los recorridos prescritos). El

[Alusión al ensayo de Roland Barthes Le Degré zéro de l'écriture (1953)). Edición en castellano:
El grado cero de la escritura, Madrid, Siglo X X I , 2005. Traducción de Nicolás Rosa.
LA S E M Á N T I C A Y LA S E M I O L O G Í A 179

espacio descodifica los impulsos de la gente, si se quiere usar ese térmi­


no; no es la gente la que descodifica el espacio.
Las incontables relaciones que se establecen entre los nombres pro­
pios (personas, lugares) se caracterizan por estar sobrecodificadas. El
que se desplaza, el que actúa, elige en cada momento el código que le
conviene, según su intención y su acción. El espacio elaborado impone
ciertas elecciones: responde en el radar de cada «sujeto» presentido, que
explora sin cesar las posibilidades, disponibilidades e incompatibilida­
des (prohibiciones) del espacio.

7. Esta noción de sobrecodificación determina y, por tanto, limita la apli­


cación al espacio y a la arquitectura de los conceptos semiológicos. La
sobrecodificación resulta de la indefinición o indeterminación que se
liga a las operaciones definidas (finitas) de la codificación- descodifica­
ción. Se sitúa al nivel de los nombres propios, en tanto que soportes de
una apropiación del espacio.
También a este nivel se sitúan el arte y el artista, luego el arquitecto
en tanto que se distingue del ingeniero, del promotor en el mundo mo­
derno. Este dispone de un cierto número (no determinado) de códigos
de los que puede servirse y con los que puede j ugar. Los códigos de las
sensaciones -sensoriales- también forman parte de este conj unto, así
como el código o los códigos de las relaciones sociales a los que corres­
ponde el edificio. Este último no es, sin embargo, la realización objetiva
de uno o de varios códigos. La polivalencia (más complej a que la ambi­
valencia) conviene más a la obra arquitectónica que la realización de un
pretendido «código arquitectónico». ¿Las relaciones con los «usuarios»
están codificadas? No. Desbordan, sea por defecto, sea por exceso, la co­
dificación.
El nivel del arte (que contribuye a definir pero que no agota la no­
ción), ¿no sería el del placer?

8. «El texto de placer no es forzosamente aquel que relata placeres; el


texto de goce no es nunca aquel que cuenta un goce»5, declara con mara­
villosa concisión Roland Barthes.
Lo que se dice de los textos también podría decirse de los espacios y
de su textura, mutatis mutandis.
Aquí la famosa relación significante-significado no desempeña nin­
gún papel o lo hace de forma muy indirecta.
Las figuras de la feminidad durante milenios han significado la fecun­
didad. La estatua griega se libra de ese sentido. ¿Significa el placer? Sí y
no. Una Afrodita ya no tiene por sentido la maternidad; ni su vientre, ni
sus senos declaran esta función fisiológica y social, la reproducción.

[Roland Barthes, Le plaisir du text, op. cit., p. 88] . Edición en castellano: Rol and Barthes, El
placer del texto, op. cit. , p . 90.
180 H E N R I L E F E BV R E

¿Expresa que es «producto» de la voluptuosidad, ella, diosa del amor?


No. Las más exquisitas tienen un gesto de pudor, de asombro, casi de hui­
da. Están disponibles para el placer pero solo lo dicen indirectamente. El
significante dej a inciertos los significados. Inciertos, luego libres.

9. El proyecto pseudorrevolucionario de una producción del lenguaje, o


de significados nuevos, para la liberación de los significantes mediante la
destrucción de la sintaxis parece abocado al fracaso. Que pueda inspirar
obras literarias no es imposible; que el sentido de esas obras sea el fraca­
so parece inevitable.
Lo que hay que cambiar es el paradigma. Paradigmáticamente, esta
oposición pertinente en la que se ha insistido no es en absoluto suficien­
te. Por ejemplo: «abierto-cerrado». La puerta tiene un sentido, «fisura
deseable» (Claudel), «puerta abierta a las arenas, al exilio» (Saint John
Perse), «cosmos del antro abierto» (Bachelard)6• Pero este juego se agota
pronto.
Jugar a la oposición paradigmática entre los «signos del cuerpo» y los
«signos del no-cuerpo», entre, de un lado, la ausencia, la abstención, la
abstinencia y, de otro, la alegría, el placer, entre lo vivido y el sentido de
la vida, y, por tanto, acentuar uno contra otro, el que hasta ahora recibe el
valor y el sentido, así se declara el proyecto.
Es un proyecto de espacio y no un proyecto de discurso (de escritura
o de palabra). No está contenido ni en una nube ni en un código.
Ni siquiera excluye de antemano lo anamórfico -más allá'incluso del
empleo de símbolos indescodificables: agua, árbol, fuego, etc.-. En un
espacio anamórfico, poblado de objetos que escapan a los códigos y a las
combinaciones codificadas, grita un mundo, grita oponiéndose a los
mundos de la mirada y del intelecto, al manierismo y al convencionalis­
mo. Paul Klee, innovador de esta orientación, decía que el arte solo re­
produce lo visible, que hace visible. Klee avanzó, de forma más audaz que
los surrealistas, hacia el espacio de las metamorfosis -más allá de las
fronteras del discurso y de las metáforas- que podría revelarse como
espacio de placer.

Alusiones a Paul Claudel, Connaissance de /'Est (1900); Saint-John Perse, Destierro, Santander,
La isla de los ratones, 1960 [1942). Traducción de Leopoldo Rodríguez Alcalde; Gaston Bache­
lard, La poética del espacio (México, Fondo de Cultura Económica, 1965 [1957]). Traducción de
Ernestina de Ch ampourcín.
X

La economía

l. El significado de este término ha cambiado varias veces en la termino­


logía científica moderna. Ha designado la abstinencia económica des­
pués de haber englobado en un concepto la organización de la casa (sig­
nificado de la palabra griega «economía»). En las ciencias humanas, este
significado se ha vuelto recientemente más amplio y más vago, librándo­
se del contacto con lo «político». De manera que hay que distinguir lo
económico en el sentido estricto y fuerte, la economía política, y la pala­
bra en el sentido amplio. Freud y los psicoanalistas hablan de una econo­
mía psíquica, funcionamiento del conjunto «consciente-inconsciente»
que permite que las pulsiones se descarguen y se recarguen, se gasten y
despejen el camino a su gasto. En el sentido amplio, la economía designa
el empleo de recursos, sea cual sea su origen o su naturaleza, y la renova­
ción de reservas, la organización de sus circuitos, y de su desaparición
por uso. De este modo, derivado del sentido antiguo, podremos hablar
eventualmente de una «economía del placer».
Antes de examinar el alcance de este significado, ocupémonos un
poco de la economía política clásica a través del análisis crítico que hicie­
ra Marx.

2. Al analizar el capital y el capitalismo, Marx empieza por distinguir el


valor de uso y el valor de cambio de un objeto cualquiera, «bien» consu­
mible, «producto» de un trabajo social.
Esta distinción, que por otra parte Marx recoge de economistas ante­
riores, los grandes ingleses - Smith, Ricardo-, a menudo ha sido recha­
zada porque solo se ha comprendido a medias. ¿Cómo distinguir el modo
182 HENRI LEFEBVRE

de existencia social de un objeto mientras circula como mercancía de su


modo de existencia cuando se utiliza? Este azúcar, este café, ¿no existen
de una manera diferente cuando están ante mí en mi mesa, que cuando
están en la tienda, en una estantería, en un almacén o en un depósito?
Mientras que circula como mercancía, calculado en términos de di­
nero, el producto se sustrae al uso, lleva una existencia a la vez abstracta
(en reserva, escondida, figurando en los registros y confinada en lugares
cerrados) y concreta (riqueza privada de un intermediario, un comer­
ciante, etc.).
El valor de cambio solo tiene una relación indirecta con la materiali­
dad de la cosa. Lo que influirá en su valor y en su precio es la cantidad de
trabajo social necesario para la producción y el transporte, es la demanda
solvente, evaluable también en dinero.
En el uso, la materialidad de la cosa (el azúcar, el café, la tela, etc.)
recupera su lugar. El uso comporta una inmediatez -un contacto directo,
el de una necesidad que espera su hora, con la cosa- mientras que el
cambio se hace a través de modalidades (de intermediarios). Ahora bien,
la materialidad de la cosa posee una relación con la naturaleza, aunque
esta naturaleza (la lana y la tela, el trigo de este pan) haya sido transfor­
mada por un trabajo. Por y para el uso, un fragmento de la naturaleza ha
sido a la vez apartado, en reserva, y modificado, desplazado, a menudo se
ha vuelto irreconocible (tanto más cuanto que una viej a costumbre obli­
ga a los que han trabaj ado sobre una cosa a borrar de ella toda huella de
trabajo).
Primera consecuencia desconocida de este análisis: la naturaleza es la
fuente del valor de uso, el recurso del uso. No se trata de la naturaleza
interpretada filosóficamente, considerada ideológicamente, valorada
moralmente (o minusvalorada). Se trata de la naturaleza práctica. Ella es
doblemente fuente y recurso del uso: porque proporciona el modelo pri­
mero, porque el uso busca una relación inmediata del producto con un
«ser» de la naturaleza, si bien modificado por la actividad social: el cuer­
po (mi cuerpo). Hacer uso de un objeto es comérselo, beberlo, vestirse
con él, etc.
Segunda consecuencia desapercibida: el valor de uso define la rique­
za social mientras que el valor de cambio -suspensión del uso, sustitu­
ción del dinero y en consecuencia del capital por la diversidad de las co­
sas- enriquece a los intermediarios. Socialmente, es una riqueza ilusoria.
En última instancia, podemos imaginar una sociedad que posea enormes
cantidades de oro, o que incluso disponga de almacenes, de productos sin
uso, y que se muera de hambre y de sed en medio de esta «riqueza».
Cuando Marx contempla esta paradójica posibilidad, que le sirve para
refutar el mercantilismo, piensa sobre todo en la España de la segunda
mitad del siglo XVI en adelante, arruinada por el oro saqueado de Améri­
ca y arruinando a la Europa Occidental (alza de precios, etc.) . Puede que
también pensara en la Inglaterra que conoció: obligada a procurarse
LA E C O N O M Í A 183

fuera e l valor d e uso, disponiendo d e enormes medios d e cambio. Situa­


ción paradój ica e inquietante.
Hoy en día, me puedo imaginar fácilmente un país que produzca mu­
chos objetos sofisticados (aparatos y otros) y que ya no tenga agua pota­
ble, ni aire respirable, ni lana, ni seda, ni madera, ni piedra, ni fuentes de
energía, y que se vea obligado a emplear las energías disponibles en pro­
ducir industrialmente agua, aire, luz (y aun así menos agua y menos bue­
na que la que antes daba el río). Las antiguas abundancias se han hecho
raras, y habría que reproducir la naturaleza entera en el momento en que
esta se ha agotado, es destruida. El absurdo de una simple reproducción
de la naturaleza destruida no es menos irracional que lo que describe
Bertrand Russell en el Informe Meadows1•
Igualmente un jefe de Estado, un príncipe, un rey, un emir, podrían
morir de hambre y de sed al lado de un almacén de oro, si por un milagro
se rompieran los circuitos que dan al oro su poder y permiten a quien
dispone de él comprar el mundo.
No obstante, en el mundo moderno se separan conflictivamente (de
manera aún virtual) estos términos: por un lado, el uso, la riqueza con­
creta, el placer; y, por el otro, la riqueza abstracta, la frustración.
El placer por la riqueza abstracta adquiere el aspecto de una utopía
abstracta. Mientras que el placer por la riqueza concreta sigue siendo
utópico, pero siendo este un carácter que se desplaza rápidamente hacia
los concreto (la práctica).

3. La distinción entre el valor de cambio y el valor de uso se engendra,


para Marx, en un nivel formal, próximo a la pura lógica. A continuación,
esta diferencia inicial reaparece a lo largo de su recorrido teórico, reto­
mada y profundizada, como, por ejemplo, cuando muestra que el capita­
lista hace uso de la fuerza de trabajo del obrero, que ha comprado en el
mercado de trabajo. En la empresa, para poner en marcha las máquinas,
para utilizar las materias primas y las instalaciones, el capitalista consu­
me productivamente tanto el trabajo vivo (la fuerza de trabajo) como los
almacenes de materias primas y el utillaje. Concepto normalmente mejor
conocido, el consumo productivo se opone al consumo devorador. Su
unidad ayuda al modo de producción y le permite persistir (reproducir­
se). Dialécticamente, el consumo productivo es también devorador, en
particular de la fuerza de trabajo. En cuanto al consumo devorador, al
destruir una masa colosal de objetos producidos, mantiene la producción
(y la reproducción) de las relaciones sociales, llamadas relaciones de
producción.

Véase Donnella y Den nis Meadows, Los límites del crecimiento, Informe del Club de Roma sobre
el predicamento de la humanidad, México FCE, 1972. Traducción de María Soledad Loaeza de
Graue. Bertrand Russell no forma parte del elenco de autores del conocido Informe Meadows
por lo que la referencia que real iza Lefebvre probablemente tenga que ver con la cita del Elo­
gio de la ociosidad, de Russell, recogida por los autores del Informe.
184 H E N R I L E F E BV R E

El nivel de la contradicción más profunda se alcanza en el mundo mo­


derno a propósito del espacio. Por una parte, el espacio es entregado al
consumo, troceado, para el cambio (compra y venta, el cambio, inclusive
lo intercambiable). Por otra parte, el espacio natural es transformado,
modificado, elaborado por la técnica y los conocimientos nuevos. El va­
lor de uso del espacio se mantiene contra el valor de cambio, por el hecho
de que ningún espacio tiene valor si no es en relación con un sitio, un
centro, un horario. El uso del espacio tiene muchos rasgos particulares.
En primer lugar, la diversidad; el conductor de un coche o de un camión
hace uso de la carretera; el paseante hace uso de un prado o de un bosque,
o de una montaña, el jugador de un estadio, el habitante de la ciudad hace
uso de un local, casa, apartamento, vivienda. Además, el uso del espacio
se distingue de otros en que no lo destruye; mientras que el consumo
produce estragos, dej ando sitio para otros objetos, el desgaste del espa­
cio, ligado a su uso, es muy lento. Lo que acerca el espacio a los objetos de
lujo o de arte. Por el contrario, también impide a los «usuarios» saber que
ellos detentan el valor de uso en el plano práctico. Solo indirectamente lo
aprenden -sin gasto suplementario pero a su costa- por las contrarieda­
des con los transportes, por la vecindad o el alejamiento del centro, etc.
El tratamiento económico y técnico de la naturaleza tiende a des­
truirla mientras que el tratamiento del espacio tiende a reducirlo (a lo
intercambiable, lleno únicamente de signos). La unidad de ambos aspec­
tos se encuentra en la negación radical cuyo mantenimiento permite al
régimen persistir, reproducirse: negación del uso, del placer, de la natu­
raleza (dej ando de lado los otros aspectos: malestar, nihilismo, feminis­
mo, muerte de esto o de aquello, etc.). Esta negatividad generalizada se
cubre de positivismo, de realismo, de practicismo y de pragmatismo. Se
cubre también de una gran preocupación paternal por las «necesidades»,
grandes y pequeñas.

4. ¿Cómo poner fin a esta capacidad destructora y reductora que he des­


tacado para replicar a todas las apologías?
Solo un espacio del placer, es decir, del uso (restituido frente al cam­
bio), responde a esta pregunta altamente pertinente. Solo una economía
del placer, que reemplace a la economía del cambio, pondrá fin a lo que
mata la realidad en nombre del realismo (en verdad, del cinismo).
¿Utopía? Cierto. ¿Cómo llamar de otra forma que no sea utópico un
proyecto que superpone la subversión a la revolución, que supone el de­
rrumbamiento total de lo que existe, de todos los poderes, sean sistemas
o no?
Sí, pero cada vez que haces uso de un obj eto, cada vez que esperas un
placer (y no solo una satisfacción), cada vez que un lugar te gusta verda­
deramente y te encanta, cada vez que te encuentras de nuevo con su in­
genua generosidad, no exenta de crueldad un poco «natural», tú entras
en esta utopía. Me dirás que eso no te sucede frecuentemente, y que
LA E C O N O M f A 185

después de todo te contentas con satisfacciones, que no consideras que el


comercio y el dinero ensucien las cosas, que la vida cotidiana sigue su
curso y que yo me sitúo en un punto de vista sublimado, artístico o esté­
tico, fuera de lo cotidiano, el tuyo. ¡ Pero espera un momento! Estás des­
deñando en exceso lo estético, que he intentado oponer al esteticismo
abstracto. ¿Estás seguro de que las satisfacciones encadenadas y la vida
cotidiana, al hilo del discurso, te permitirán sobrevivir si de vez en cuan­
do no te refresca un pequeño baño de placer? Mira la gente que va de
satisfacción en satisfacción: enseguida pierden las necesidades en sí, ya
no tienen gusto por nada. Envejecen prematuramente, quiero decir sin
madurar. Están marcados por el signo de la muerte. Hay gente importan­
te, políticos, pensadores, gente rica y poderosa, que lleva esta marca. No
estoy predicando moral o religión. No es la marca del pecado de lo que
hablo, sino la marca de la ausencia: ausencia de placer.
¿Se trata entonces de una construcción del miedo, de una «sublima­
ción»? No. Nada más cercano que esta utopía: tan cerca como sea posible
del cuerpo, pues la vive sin tregua. O muere, siendo una muerte que se
distingue fuertemente de la muerte «espiritual» y de la muerte material
(«física»).
Sucede con la utopía del placer como con las utopías del no trabajo. El
no trabajo parece un absurdo y, sin embargo, la automatización está ahí,
ya empieza, llama a la puerta, forma parte de la transformación total del
mundo.

5. Antes de dej ar lo económico en el sentido habitual -economía de acu­


mulación, de crecimiento, de inversiones- para pensar en una «econo­
mía del placer», conviene señalar algunas contradicciones que normal­
mente se manifiestan (es decir, que aparecen, luego se descubren y se
conocen) en este campo.
Hay una contradicción que parece innegable entre el crecimiento in­
definido (llamado exponencial desde la difusión de los informes del Club
de Roma) y los «límites del crecimiento» (grupo Meadows del MIT).
Estos textos han sido el pretexto para un desbordamiento ideológico
que nada tiene de sorprendente. La niebla ocupa el vacío. Por un lado, los
partidarios del crecimiento (es decir, cuestión a no olvidar, la casi totali­
dad de los políticos, hablan en nombre de los intereses de su Estado-Na­
ción, ocultando los de una clase dominante, de una fracción de clase he­
gemónica, de una casta tecnocrática, etc.) no se han adherido con fuerza
a los «modelos» que han caído en desuso, pero han mantenido la búsque­
da del crecimiento, sin considerar las contradicciones que de ello resul­
tan en cuanto al espacio, la desaparición de recursos, su reparto, como,
por ej emplo, el petróleo. No se dan cuenta de que la hipótesis del creci­
miento infinito, erigida en verdad política suprema, adquiere el aspecto
siniestro de la utopía política, la más abstracta de todas, la más mortífe­
ra. El otro clan ha proclamado el final del crecimiento, y aclamado el
186 H E N R I L E F E BV R E

crecimiento cero, reclama que hay que detener el crecimiento y sustituir­


lo por un equilibrio estancado, basado en el retorno a la naturaleza y la
primacía de lo ecológico (es decir, un espacio-naturaleza). La antes exci­
tante ideología del crecimiento sigue siendo la más hermosa máscara so­
bre el rostro de la muerte, de la desgracia, del malestar.
Las ideologías rivales dej an de lado el análisis y la teoría. Esta mues­
tra inicialmente cómo pueden (contra las interferencias de los políticos
y economistas) unirse las preguntas. Los recursos no pueden agotarse
bruscamente, pero los factores políticos pueden conllevar un brusco en­
rarecimiento de ciertos recursos. No obstante, la contradicción entre el
crecimiento infinito y los recursos finitos persiste. El análisis de las fuer­
zas productivas revela, sin embargo, una alteración decisiva. Estas fuerzas
han dado un salto cualitativo. Por encima y por debajo de su crecimiento,
una diferencia interna entre estas fuerzas productivas comienza a apare­
cer. Técnica y conocimiento van hacia la producción del espacio.
El crecimiento sin desarrollo tiende a interrumpir su curva expo­
nencial, añadiéndose un desarrollo (cualitativo). A partir de ahí, el cre­
cimiento adopta la forma de una estrategia y no de una necesidad eco­
nómica.
Producción del espacio, ¿pero de qué espacio? Esta pregunta, la ver­
dadera, la buena pregunta, el planteamiento correcto del problema, se
muestra poco a poco, lentamente pero con seguridad, a la luz del día.
¿Qué espacio? ¿El que destruye la naturaleza y la aborda sin precaución?
¿O el espacio que ordena la naturaleza entera, no solo los recursos sino
todo el espacio, pero sin no obstante dejarla en estado puro, localizando
la naturaleza en reservas y parques?
La lucha puede llevarse al terreno del adversario, a la economía, de la
que se cree maestro. El cálculo de los costes sociales de las destrucciones
(no solo los recursos utilizables sino de naturaleza en sí, de los ríos, de los
bosques, de los pastos, etc.) solo está en sus comienzos. Solo los conoce­
mos en campos muy limitados, que responden a una demanda muy visi­
ble: planos de los accidentes de coche, costes de la producción de un sol­
dado o de un estudiante, etc.
Pueden considerarse varias medidas propuestas en el Informe Mea­
dows, sin necesariamente aceptar el «equilibrio global».
Ciertamente, no está prohibido abordar el problema de aplicar al es­
pacio una «soft technology» (multiplicación de las redes de senderos y
caminos peatonales, además de todos los medios de circulación, inclu­
yendo caminar a pie y la bicicleta o el colchón de aire en áreas determi­
nadas, calefacción solar, etc.) . Pero estas aproximaciones, ensayos, inten­
tos no resuelven la cuestión esencial: el espacio.

6. En Francia y en otros sitios, algunos «izquierdistas» pretenden hacer


creer que la lucha por el espacio no interesa a las masas populares (obre­
ras), ni a los pueblos, que solo concierne a una «élite»: intelectuales, estetas,
LA E C O N O M f A 187

provenientes d e las clases medias, que s e servirían d e esta acción para


conservar sus privilegios de nuevos «notables».
Estos retrocesos del izquierdismo dej an de lado la «subversión» en
beneficio de una exaltación de la «revolución» que torna en ideología. La
revolución habría de hacerse en las fábricas, y solo en los lugares de tra­
bajo. Se definiría por la intervención de las clases, primero en el terreno
económico, después por la «politización» de la lucha económica.
Un subjetivismo de clase marca esta teorización, antaño llamada
«obrerismo»; aún se mantiene en ciertos medios, que se siguen creyendo
avanzados, o evolucionados, y gana terreno en otros que se creen de van­
guardia.
El único criterio objetivo de la lucha de clases concierne a la plusva­
lía, es decir, el objetivo y el motor de los actos estratégicos de la clase
hegemónica. Alcanzar la producción de la plusvalía, bien parcial y pun­
tualmente, bien globalmente, es lo que define la lucha de clases. Si parcial
y puntual, es «económica» y reivindicativa. Si global, se convierte en po­
lítica. Y esto es objetivamente y no por la intervención de un grupo polí­
tico, o de partidos y militantes.
Ahora bien, la defensa del espacio en un punto dado llega a la forma­
ción de plusvalía de un sector cada vez más importante del capitalismo
(la especulación inmobiliaria, la construcción, la urbanización y el orde­
namiento del territorio, en resumen, la producción del espacio). Genera­
lizada, la defensa del espacio -que no excluiría la ofensiva, la elaboración
de proyectos y de planos diferentes de los planos «oficiales»- amenaza­
ría la formación de la plusvalía en sí misma.

7. Una «economía del placer» no podría limitarse a producir objetos que


«gustaran» (¿a quién?, ¿dónde?), a conferir a tales objetos sentimientos
y afectos, a disponerlos en el espacio y hacerlos circular.
Algunos psicólogos americanos utilizan una palabra griega, «Catexis»,
para designar esta valorización de los objetos que se hace sin cambiar
nada de los «marcos», que sucede en el «decorado».
Un proyecto semej ante difiere poco del esteticismo más banal. Usur­
paría la fabricación de bibelots, de «cosas de arte». Ahora bien, ¿qué reci­
be la «carga afectiva» más fuerte? ¡El «kitsch» ! Objetos sobre los que se
fijarían las pulsiones, y de los que se «disfrutaría», solo darían lugar a una
mecánica objetual, una manipulación de los afectos por intermediación
de las cosas.
«La economía del placer» supone una transformación profunda: el
uso restituido, el espacio constituido sobre fundamentos nuevos. Supone
un «espacio de placer» diferente de todo el espacio abstracto, el del cre­
cimiento, arrasando con el bulldozer lo que resiste, pasiva o activamente.
En este espacio, el estatuto de los objetos solo puede determinarse
por su relación con el cuerpo y el estatuto del cuerpo: con los ritmos, con
las situaciones carnales.
188 HENRI LEFEBVRE

Reclamada, reivindicada por las ciencias humanas, esta economía re­


novada se ha equivocado al formularse en función de tal o cual ciencia
especializada: psicología o psicoanálisis, sobre todo, pero también socio­
logía, historia, ecología, etc. La reivindicación también se localiza: ¿dón­
de? En un espacio mental psíquico, cultural, estético. En lugar de exten­
derse hacia la práctica social, luego espacial. Ahora bien, el discurso
tiene todas las facilidades para sobrevenir en el espacio mental; proviene
de él, va hacia él. En cuanto al espacio social, es mucho más difícil de in­
tervenir en él.
XI

La arquitectura

l. Hasta ahora, la arquitectura la hemos sobrevolado, o atravesado, como


un paisaje onírico. Incluso se ha olvidado en beneficio de cuestiones más
amplias: el espacio, la ambigüedad, etc. Queda aún por examinarla con
más detalle, así como también el discurso arquitectónico; y si al hacer
esto, se descubriera un principio (o principios) de clasificación para las
obras arquitectónicas, en relación con el placer y el espacio virtual del
placer, el tiempo dedicado a esta búsqueda no habría sido en vano.
Retomemos pues el examen de algunas obras arquitectónicas y de al­
gunos textos por orden más o menos cronológico.

2. Roma. Occidente ha recibido un gran legado del mundo romano: varias


lenguas, su meticuloso sentido jurídico, el derecho a la propiedad priva­
da. No es cierto que solo nos hayamos quedado lo mejor de los romanos.
La Roma pagana fue cuidadosamente filtrada por la Roma cristiana; aun­
que los filtros no siempre funcionaran bien -en el siglo XVI, por ejem­
plo- en conjunto se decidió lo que no convenía a la tradición cristiana.
En el mundo romano, hasta en su largo declive, un civismo poderoso
hacía que los individuos estuvieran ligados a la ciudad. Los placeres
más importantes se experimentaban en el marco social; dicho de otra
forma, lo privado y lo público aún no estaban separados y lo público
aún no tenía el carácter desagradable, casi ridículo, que ha adoptado en
nuestra época, en la que lo social y la socialización solo se ocupan de lo
desagradable.
¿Quién i nventó el cuarto de baño? ¿En qué momento se general iza?
Con la burguesía. La larga degradación de los baños públicos en el
190 HENRJ LEFEBVRE

Occidente cristiano lo prepara. La reciente moda de las piscinas, sean


privadas o no, solo ha reparado parcialmente este error de Occidente,
que el Islam ha evitado.
Visitemos rápidamente las Termas de Diocleciano, en Roma. Espacio
inmenso, 23 hectáreas, una pequeña ciudad en la ciudad de las ciudades, las
termas estaban rodeadas de un gran parque. Destinadas tanto a la cultura
del cuerpo como a la del espíritu, las termas romanas son una de las crea­
ciones arquitectónicas más originales que la historia haya conocido. Una
serie de salas se sucedían en línea a lo largo de un eje, a la vez pasillo y
vestíbulo, que conducía a una gigantesca piscina a cielo abierto de 2.500
m2, seguida de una sala abovedada, rodeada igualmente de piscinas. Alre­
dedor de la gran natatio se abrían palestras, gimnasios, salas de masaje con
todo un material deportivo o doméstico a la disposición del ¿cliente?, ¿con­
sumidor?, ¿visitante? (ninguna de estas palabras se ajusta bien). Después
de haber calentado los músculos, se atravesaban una serie de salas cada vez
más calientes y se llegaba al caldarium. Los edificios nos parecen en sí mis­
mos de un lujo inusitado frente al que nuestros centros culturales y nues­
tros estadios parecen ser fruto de bárbaros y puritanos, incluso más ascéti­
cos que pobres. ¡Y qué decir de lo que guardaban en su interior! La piscina
era un lago de mármol rodeado de columnas, revestido de mosaicos en los
que se reflejaban las estatuas. En las salas: fuentes, columnas, nichos ador­
nados de estatuas, pinturas y mosaicos recubrían la totalidad de las paredes
con placas de estucos y materiales preciosos (ónix, pórfido, mármol, marfil,
etc.). Las termas albergaban gimnasios, palestras, todas las salas de «cultu­
ra física», paseos, obras de arte que las convertían en museos, y salas de
exposición permanente. También había un parque, lugar de paseo y de en­
cuentro; y una biblioteca pública. De este lujo, nadie estaba excluido Oas
mujeres también tenían acceso algunos días) desde el esclavo hasta el em­
perador, para quien las termas eran su obra personal, y que no desdeñaba ir
a veces a este palacio suntuoso que había ofrecido a los romanos.
¿Eran las termas un espacio del placer? Sí, quizá el más logrado de los
espacios arquitectónicos. Una reserva: nada de voluptuoso, pero ¿no eran
de algún modo el lugar en que el cuerpo y el espíritu se preparaban para
la voluptuosidad? Nada de erótico, cierto, pero las estatuas, las pinturas,
la belleza, ¿no constituían la mejor preparación, la mejor aproximación
al erotismo? Las termas siguen siendo para nosotros un ejemplo irreem­
plazable de arquitectura multifuncional, polimórfica, polivalente.

3. El arte gupta. Por el contrario, este está consagrado al erotismo, a la


voluptuosidad. Al menos aparentemente. Las «catedrales eróticas» (tal
como las llama Octavio Paz) de Khadjuraho, de Adj anta (templos-cue­
vas) fueron construidas bajo el reinado de los emperadores gupta, del
siglo IV al v r 1 • Fueron obras colectivas, a las que contribuyeron poetas,

Octavio Paz, Conjunciones y disyunciones, op. cit., p. 75.


LA A R Q U I T E C T U R A 191

sacerdotes (que indicaban los símbolos), las actrices-hetairas (que cono­


cían y estaban familiarizadas con el cuerpo humano y todas sus expresio­
nes), y finalmente los escultores (que conocían la anatomía, pero evita­
ban usarla en sí misma, fuera de sentidos y símbolos). Las escenas
eróticas juegan un papel esencial: símbolos de felicidad, de eternidad,
expresan la unidad primordial.
La arquitectura, por tanto, no se abstenía de mostrar los detalles de la
belleza femenina animada por el acto amoroso: el cabello, los ojos, los
senos, el fino talle y las caderas generosas, con todos los refinamientos de
las joyas, el maquillaje, los espejos, los vestidos diáfanos. Cada movi­
miento, cada gesto, habla de la pasión. El movimiento escénico del amor
físico lo liga a los simbolismos de la fertilidad, a la idea metafísica del
principio del mundo: la unidad fecunda. El loto, el árbol y la diosa-árbol,
el músico celestial, finalmente la Gran Madre (a veces virgen, a veces
matrona, a veces señora de la voluptuosidad, a veces diosa de la muerte)
entran en la vertiginosa sinfonía materializada del placer. Los dioses, o al
menos sus imágenes esculpidas, obedecían a un código gestual en corres­
pondencia con el sistema cósmico (metafísico): varias cabezas significan
la omnisciencia, varios brazos la omnipotencia. La posición yoga indica
la trascendencia y la postura de pie la autoridad. El loto en la mano de
uno de los dioses representa la naturaleza y el tiempo de crecimiento, la
caracola expresa el espacio organizado y el cráneo-tambor pertenece a
las divinidades crueles. Visnú, rey del cielo, sentado sobre el águila solar
Garuda, duerme sobre la serpiente de la eternidad Anantha, y se encarna
en Rama, el héroe, en Krishna, etc.2• Según estas explicaciones, tendría­
mos ante nosotros un arte (la arquitectura) de la voluptuosidad, ¿es real­
mente así?
Si ha habido en alguna parte un espacio de la voluptuosidad, no es allí,
en las «catedrales eróticas», donde hay que buscar. Los templos gupta, si
bien son un espacio de representación de la voluptuosidad, no son su
marco. Destinados a elevar el alma por la alegría de la unión de los cuer­
pos, se contentan con pintar esta alegría pero nunca piden a los fieles que
pasen a la acción en el mismo templo, que así solamente podría constituir
un marco de la voluptuosidad. De hecho, enormes, fantásticos, a menudo
excavados en la roca, estos templos colosales no sugieren en su monu­
mentalidad nada de ello, ni el placer ni la voluptuosidad. ¿Podemos por
otra parte hablar de arquitectura al referirnos a ellos? Recubiertos de una
profusión de figuras de piedra, los templos gupta a menudo desaparecen
bajo la escultura que incluso hace olvidar su forma. Pero lo que nos que­
da es que estos templos cantan al amor por la vida en todas sus formas, la
naturaleza, el placer: animales, monstruos, hombres y dioses, plantas,
todos danzan Ja zarabanda de la alegría de vivir y de amar. Eróticas,
nunca obscenas, estas esculturas quieren indicar el camino hacia el amor,

Hermann Goetz, Inde: cinq millenaires d'art, Paris, Albin Michel, 1960 [1959].
192 H E N R I LEFEBVRE

pero hacia un amor divino que pasaría por el amor carnal. Para los hin­
dúes (hinduistas), el amor era un medio de alcanzar el amor de Dios, era
religión, rito, nunca gratuito ni profano, y es por lo que creo que lo han
podido convertir en arte. El erotismo era una forma de oración, de ahí la
expresión extática de los seres representados, éxtasis a la vez carnal y es­
piritual, divino. Era el amor absoluto a partir de la carne, pero amor abso­
luto por Dios. Quizá el arte gupta en un cierto periodo pudo derivar hacia
un libertinaje simplemente profano, pero los templos no hablan de ello.
Animales, seres humanos, todos son bellos, más o menos estilizados pero
con la misma expresión de éxtasis amoroso en el rostro y con la línea del
cuerpo muy espiritualizada salvo los senos de las mujeres, cósmicos y
redondos como esferas. Amor en el sentido más amplio, no solo erótico
sino amor por la vida bajo todas sus formas, amor por el arte también.
Todos estos personajes no solo hacen el amor, y en las posiciones más
variadas, con las parejas más diversas, con la misma alegría, sino que bai­
lan, interpretan música, raramente trabaj an: una cultura del cuerpo total
es la cultivada por los escultores gupta. En cuanto al espacio, está limita­
do por el cuerpo mismo, parece que el espacio de la voluptuosidad esté
constituido por el cuerpo del otro. De ahí la importancia de la cultura del
cuerpo puesto que es el cuerpo el que constituye el espacio, los templos
están ahí solo para enseñar esta verdad.

4. La arquitectura fuera de la ciudad, ¿tiene otra función que la arquitec­


tura en la ciudad? C iertamente. Una villa de Palladio se sitúa en un con­
texto de espacio rural, pero sobre todo lo ocupa de otra manera que un
palacio urbano. Aún si se plantea también como un objeto visual, decla­
rando de lejos con su fachada el rango y la riqueza del propietario, su
manera de vivir pomposamente. Estimar que Palladio construyó en el
campo palacios urbanos separados de su contexto y un poco modificados
en consecuencia, no le quita su genialidad arquitectónica, simplemente
lo sitúa. Palladio ocupa un lugar en una larga tradición; entre los roma­
nos, la arquitectura no solo se orientaba hacia los edificios públicos, las
termas, los anfiteatros, los teatros, sino también las villas (la villa de Lu­
cano ejemplifica esta tipología).
Esta distinción entre la arquitectura urbana y la arquitectura rural,
tomada como principio de clasificación, no lleva muy lejos. Por contra, la
arquitectura de la villa es susceptible de dos modos de existencia distin­
tos. O bien es resultado de un plan que se impone a nivel de la obra arqui­
tectónica, monumento o edificio, en cuyo caso el arquitecto obedece al
urbanista y, a través de este, a la autoridad política, a los proveedores de
fondos que disponen de una influencia coercitiva. El nivel llamado urba ­
nístico (que cubre generalmente intervenciones superiores) no deja a la
arquitectura más que un margen de iniciativa muy escaso. Es el caso de
las ciudades políticas (las capitales fundadas para dominar un vasto es­
pacio) . Es el caso a veces de continentes enteros (la América española);
LA A R Q U I T E C T U R A 193

o también e l caso d e pueblos trazados sobre e l plano (Vitry-le-Fran<;ois,


Richelieu, etc., en Francia).
O bien la arquitectura -la que ha triunfado- tiene un papel deter­
minante; al extenderse, al perfeccionarse, ha ejercido una influencia
decisiva en un plano más amplio, en lo urbano. Esto solo puede suceder
en las ciudades que no han estado sometidas a un orden político y se
han desarrollado sin un plan, espontáneamente. Es el caso de un buen
número de ciudades italianas, como, por ej emplo, Padua. Y es esto lo
que constituye su belleza y su agrado. Cuando el orden lej ano -el del
Estado, el de las relaciones económicas determinantes- se impone al
orden cercano, la belleza desaparece junto con el placer. Cuando el or­
den cercano logra constituirse e influir a un nivel más amplio, entonces
existe una posibilidad de belleza y de placer. ¿Por qué? Porque en ese
caso se da una cierta apropiación (incluso si la propiedad privada inter­
viene). Mientras que en el otro caso la dominación tiende a abolir toda
apropiación.
En el siglo XVI, en esta situación sorprendente en que todo Occidente
va a inclinarse hacia la primacía de la ciudad sobre el campo -mientras
que anteriormente el campo, la agricultura, la propiedad de la tierra do­
minaban-, en las ciudades históricas que continúan su crecimiento or­
gánico y espontáneo, la arquitectura influye en la realidad global de la
ciudad. En Padua, las casas no están construidas para que los paseantes
vean una serie de fachadas regulares sino para organizar la sucesión de
pórticos abovedados que doblan la calle para los peatones. De esta exi­
gencia propiamente arquitectónica resultan una unidad y una diversidad
a la vez agradables y bellas.
En esta misma época, la utopía se desdobla. Por un lado, está esta uto ­
pía propiamente urbana: el pensador concibe una ciudad en un orden
lej ano, político o cósmico. Impone, por tanto, un plan a la ciudad, inspi­
rándose a menudo en Platón (en Critias, el mito de la Atlántida y de la
ciudad de los atlantes en la República). Existe por el contrario una utopía
profundamente arquitectónica: el pensador concibe un monumento o un
edificio y un cierto estilo «apropiado», y le confiere este estilo y esta
apropiación a la ciudad entera.
¿No es por esta razón que ya durante el Renacimiento la utopía abs­
tracta se opone a la utopía concreta? La utopía abstracta se inspira en
consideraciones filosóficas y cosmológicas; proyecta en la ciudad una re­
presentación del espacio; incluso cuando la imagen de la ciudad quiere
ser igualitaria, el espacio no dej a de ser el de una dominación (divina o
terrestre, cosmológica y/o política), la dominación cósmica que se tras­
pone en dominación por el pensamiento del utopista. A esta categoría
pertenecen, lo sabemos, la construcción utopista de Tomás Moro, de
Campanella, o la abadía de Telema de Rabelais. S i el plano de esta ciudad
«utópica» es circular, es porque la esfera y el círculo aún se consideraban
formas perfectas, cósmicas.
194 HENRI LEFEBVRE

La utopía concreta tiene su punto de partida en una práctica espa­


cial, en una apropiación efectiva del espacio dominante, ocasión para
que tome forma un espacio de representación, el de las habitaciones
agradables ligadas a edificios definidos pero aún polifuncionales. Sa­
bemos que a esta categoría pertenecen los proyectos de Filarete, de
Leon Battista Alberti, de Leonardo da Vinci. En e l caso de Leonardo,
solo hay una búsqueda propiamente estética y podemos hablar de un
intento de espacio y de arquitectura del placer. No obstante, como to­
davía se basan en un vago funcionalismo, no hay nada de preciso en
estos proyectos.

5. Estas consideraciones nos llevan a Claude- Nicolas Ledoux3• En la


línea de los utopistas concretos, concibe la ciudad como arquitecto, y la
define así: «La ciudad naciente, de la que yo quiero motivar cada edifi­
cio, será quizá habitada por hombres sobre los que la razón y su propio
interés tendrán algún imperio»4• Y se dirige, como revolucionario, a los
pueblos: «Pueblo, unidad tan respetable por la importancia de cada
parte que lo compone, no serás olvidado en la construcción del arte: ¡ a
distancias adecuadas d e las ciudades s e elevarán para t i monumentos
que rivalicen con los palacios! ... Allí podrás, por medio de los juegos
que se te propondrán, en fiestas de las que serás obj eto, borrar el re­
cuerdo de tus penas»5• Y he aquí el plan del edificio dedicado a esas
recreaciones: «El piso superior estaba abierto en el centro y dominaba
los j ardines; allí, bebederos situados en cabarets emplazados a ambos
lados, dej ando a la danza un espacio considerable ... »6• En cambio, para
una casa de juegos Ledoux solo demanda: «Un edificio de pequeña pro­
porción, situado en medio de un vasto campo en que el arte pueda reu­
nir los elementos agradables de una situación campestre, vergeles pro­
ductivos, praderas ... se pide un terreno vacío que pueda destinarse al
juego de pelota, a salas de danza, para el aj edrez, las cartas; restauran­
tes, cafés, orquestas ... Una casa de juegos más necesaria que un hospi­
cio ... »7. Y el dios de la inspiración, inspirándose en el arquitecto, des­
cribe así su Oikéma, la casa del placer: «El valle que rodea este edificio
está a su vez rodeado de prestigios seductores, una dulce brisa acaricia
la atmósfera ... La onda amorosa tiembla en la orilla ... ¡ Oh, fibra dema­
siado móvil ! Te irritas, la arteria acelera sus movimientos y rompe el
hilo que sostiene el principio de l a vida. ¿Dónde estoy? El relámpago
del placer se lanza y el imperio de la voluptuosidad somete a estos

Claude-Nicolas Ledoux (1736-1806), arqu itecto y urbanista francés. [Claude-Nicolas Ledoux,


L'archítecture consídérée sous le rapport de l'art, des moeurs, de la /égislatíon, Paris, 1804. Fe­
cha que hace a Ledoux contemporáneo de Brillat- Savarin, de Saint- Simon, de Fourier, de los
«ideólogos» y otros] .
Claude-Nicolas Ledoux, L'archítecture ... , op. cit., p. 114.
Ibídem, p. 6.
Ibídem, p. 172.
Ibídem, p. 215.
LA A R Q U I T E C T U RA 195

lugares llenos de encantos en la aurora d e l deseo. . . »8• La filosofía, l a


cosmología de Ledoux, le proporcionan s u discurso arquitectónico,
bien diferente a sus proyectos y a sus realizaciones como las Salinas
Reales de Arc- et- Senans, entre otras. Este proyecto es el de una ciudad
obrera, en la que se procesa el agua salada para extraer la sal. L a filoso­
fía se expresa en términos elocuentes e incluso grandilocuentes: « Áto­
mos insensibles, dad gracias al Alma universal... El creador despliega
su generosidad. El mundo intelectual por el que ha sido hecho os ofre­
ce una escala graduada que recibe la afluencia de seres electrizados
por la llama celeste ... Allí está el arquitecto, rodeado de remolinos, de
nubes que se d isputan con él la preminencia de los cielos»9• En efecto,
la tradición masónica, con una cosmología próxima al platonismo, no
queda lej os. Pero las Salinas Reales tienen un plan muy concreto: un
edificio para el director, otros para los obreros y el tratamiento de las
aguas, y un barrio de placer en forma de falo, especie de lupanar para
las recreaciones de los trabaj adores.

6. Fourier. La crítica de la combinatoria pasional, inscrita demasiado rá­


pido en el regístro del cientificismo cuestionable, no sabría relegar al ol­
vido los hallazgos de Fourier, y sobre todo el de una relación concreta
entre la vida social y afectiva con el espacio.

El edificio que habita una Falange no tiene ningún parecido con nues­
tras construcciones tanto de la ciudad como del campo; y para fundar
una gran Armonía con 1.600 personas, no podríamos hacer uso de nin­
guno de nuestros edificios, ni siquiera de un gran palacio como Versa­
lles, ni de un gran monasterio como El Escorial. Si, como intento expe­
rimental, solo fundamos una Armonía mínima para 200 o 300 personas,
solo con mucho esfuerzo podríamos compararla con un monasterio o un
palacio ...
Las viviendas falansterianas, plantación o establecimiento de una so­
ciedad que opera por Series deben diferir prodigiosamente de nuestros
pueblos y aldeas, que están dedicados a familias que no tienen nada de
societarias y que operan contradictoriamente; en lugar de ese caos de mo­
vimientos que rivalizan en suciedad y deformidad en nuestros pueblos,
una Falange se construye como un edificio regular 10• ...

7.¿Cómo clasificar las obras arquitectónicas, determinar los tipos? ¿Cómo


periodizar la historia arquitectónica a partir de esas clasificaciones?

Ibidem, p. 200.
Ibidem, p. 195.
Fragmentos libremente citados por Lefebvre de El Falansterio de Charles Fourier. Edición en
castellano: Doctrina social: (elfalansterio), Madrid, Júcar, 1980. Traducción de José Menéndez
Novel la.
196 H E N R I L E F E BV R E

No es cierto que la auténtica periodización se imponga y suponga


la exclusión de otras formas de clasificación. La multiplicidad de clasi­
ficaciones, aquí y allá, es la principal verdad, que relativiza la autoridad
científica.
La relación altamente pertinente «dentro-fuera», «externo-interno»
a la que se une enseguida la idea de la primacía de uno de los términos
sobre otro, y de una síntesis posible, proporciona un buen criterio. Hegel
la catalogó, haciendo pequeñas modificaciones después. En ciertos casos
(¿épocas históricas?, ¿sociedades?, ¿culturas?), el afuera se impone sobre
el adentro, y en otras es a la inversa. En Oriente, el exterior es un todo -el
mundo- que interviene en el concepto del espacio interno. En Occiden­
te tendería a ser a la inversa, a partir de Grecia y Roma, en la perspectiva
de una superación de la oposición. Según Hegel, el predominio del exte­
rior confiere a la arquitectura su carácter simbólico. El edificio, marcado
por el mundo, sometido a la imagen del mundo, lo simboliza, subordinán­
dose la función práctica. El predominio de lo interno, por el contrario,
hace al edificio independiente, sometido únicamente a las leyes de su
armonía, que no son incompatibles con una función práctica y social ni
incluso con una espiritualidad (un fin espiritual). Esto es lo que caracte­
rizaría la arquitectura clásica11• Según esta clasificación, las catedrales
eróticas de la India pertenecerían a la arquitectura simbólica, pero las
termas de Diocleciano o de Caracalla a la arquitectura clásica.
Así se explicaría el hecho sorprendente de que las catedrales eróticas
de la India, cargadas de símbolos sexuales, no tengan nada de voluptuo­
so, y que las termas se acerquen más a un espacio del placer que un espa­
cio lleno de representaciones del placer.
La oposición propuesta no es enteramente convincente. ¿Por qué? Es
difícil admitir que un templo griego o romano no tenga ninguna relación
con lo externo, ningún carácter simbólico. En el Panteón, el espacio in­
terno tiene la primacía y, sin embargo, la cúpula representa el cosmos: la
cúpula se corresponde con el firmamento.
Hay que distinguir entre lo simbólico y lo analógico. ¿Se distinguen
claramente? ¿Se confunden y el símbolo se toma por analogon (y a la in­
versa), como en el caso del falo? El objeto simbólico puede diferir indefi­
nidamente de aquello que simboliza y, sin embargo, le corresponde por
un mágico y místico lazo codificado. Así, una piedra erigida simboliza la
constancia, la fuerza, la virilidad, la propiedad. Es una parte de un todo,
que esta parte reflej a o designa.
Lo analógico, al contrario, reproduce al menos parcial o aparente­
mente el principio del que se reclama. Procede por similitud claramente
representada. El símbolo se acercaría a la metonimia y a la analogía de la
metáfora. El Panteón de Roma se entendería mejor como una arquitectu­
ra analógica que como una simbólica.

G. F. W. Hegel, Lecciones sobre la estética, op. cit., p p . 42 y sigs.


LA A R Q U I T E C T U R A 197

A l profundizar e n este análisis, descubrimos que l o simbólico tiene


generalmente una relación con lo mágico. Un objeto tomado como sím­
bolo de una realidad inaccesible (lej ana o trascendental) posee los am­
plios supuestos de esta realidad. Por contacto e inmediatez, contigüidad,
contaminación, participación cercana, los comunica. Purifica o mancha.
Procede por contigüidad, sintagmáticamente. Por el contrario, la analo­
gía supone una representación; procede por simulación, por mimetismo,
por participación lejana, por referencia a un paradigma, lo que supone
un espacio, y una mediación.
Un ejemplo tomado del folklore, una mujer estéril en la civilización me­
ridional en Francia, antaño intentaba curar su esterilidad bien yendo por la
noche a tocar un menhir, bien agitando campanas (magia por contacto con
un objeto simbólico y sagrado ligado al principio cósmico de fecundidad), o
bien revistiéndose con la piel de una cabra sacrificada que hubiera parido
recientemente (magia por analogía). La mujer se volvía fértil al simular, al
participar, pese a la muerte del animal, en la vida, en la fecundidad. Pode­
mos afirmar que una iglesia románica, en que la cripta, la tumba, el sarcófa­
go, las reliquias tienen un papel central, se basa en lo simbólico. Mientras
que la catedral gótica, luminosa, alzándose hacia el cielo, se basa en lo ana­
lógico. La iglesia románica resume el mundo y su drama: pecado y muerte
-prueba-, salud y redención. Mientras que la iglesia gótica cuenta el dra­
ma: el alma que cae, sufre, y se levanta para subir hacia el día.

8. Esto conduciría a distinguir una arquitectura mágico-religiosa, de ca­


rácter simbólico, que opera en un espacio sagrado (absoluto) definido por
la contigüidad entre los objetos sagrados y una arquitectura analógica, a
menudo narrativa e histórica (que cuenta por mimetismo un aconteci­
miento, por ejemplo, una victoria (un arco de triunfo). El efecto arquitec­
tónico diferiría completamente según si fuera simbólico o analógico.
Esta distinción puede mantenerse. Permite al arquitecto utilizar, se­
gún códigos distintos, lo simbólico o lo analógico. Sin embargo, no los
podemos disociar completamente. El discurso de la ambigüedad mágica
no se puede duplicar. Por tanto, solo lo analógico sometido a un paradig­
ma nuevo (el cuerpo y el no-cuerpo) tiene derecho a entrar por sí mismo
en el espacio del placer. La entrada de lo simbólico solo podría entrar de
forma subordinada.
XII

Conclusiones (mandatos)

l . Volvamos a trazar e l camino recorrido. Después d e una aproximación


voluntariamente restrictiva, la pregunta limitada en principio a la arqui­
tectura se ha ampliado al espacio, a la relación entre el espacio y la natu­
raleza, entre lo cotidiano y lo no cotidiano, entre el uso y el cambio. Pero
la pregunta inicial, sin embargo, no ha desparecido. Al contrario, es pre­
cisamente en el plano arquitectónico donde se proyecta el espacio del
placer, el del uso y la inmediatez recuperada. A este nivel, la práctica so­
cial resuelve o no su nueva problemática. A este nivel, lo irreductible se
manifiesta, se despliega, se impone a su vez. Como resultado, la transfor­
mación arquitectónica es solidaria con otras transformaciones, las de lo
cotidiano, las del trabajo (o el no trabajo).

2. El acto reductor del principio -reducción dialéctica, opuesta al re­


duccionismo- se justifica por sus implicaciones. Ha permitido el des­
plazamiento de conceptos, y en primer lugar del concepto de arquitec­
tura (de efecto arquitectónico). Efecto nulo, «espiral espirada de inanidad
sonora»1, el efecto del significado da paso al efecto de placer. A través de
una crisis, de un vacío, un grado cero, el edificio, lo funcional, el objeto­
signo.

La cita original es «aboli bibelot d'inanité sonore», verso de la segunda y defi nitiva versión de
un soneto que Mallarmé publicó en 1899, al no ponerle título se conoce bajo diferentes nom­
bres. Véase Stéphane Mallarmé, «Ses purs ongles tres haut dédiant leur onyx», en Antología,
op. cit., p. 70. Traducción de Octavio Paz.
200 HENRI LEFEBVRE

Los otros niveles (el del espacio urbano, el del espacio global) no han
desaparecido. Y sus problemas no se han resuelto. Se dilucidan a lo largo
del despliegue de conceptos. La producción del espacio se dilucida.

3. El acto «suspensivo» del inicio ha adquirido a lo largo del camino su


sentido. No consiste en una «suspensión» abstracta, en una ficción meto­
dológica. No solo no participa en el reduccionismo sino que lo saca a la
luz. Ha permitido desmontar los múltiples poderes reductores, dilucidar
su modo de existencia y de acción.
Estos poderes añaden sus efectos y esta adición constituye su lógica y
su estrategia. No llega, sin embargo, a erigirse en coherencia total, por
eliminación de conflictos. En el interior del saber, la crítica (saber crítico
y crítica del saber) estorba el establecimiento de un absoluto fijo. Igual­
mente sucede en el interior del Estado y del poder.
Los poderes reductores no llegan a formar un sistema, por más que se
esfuercen y que en el espacio abstracto sus instrumentos últimos hayan
mostrado su eficacia.
Este espacio instrumental (sostenido por la tecnocracia) quisiera ser
un espacio totalizante por retroacción vis a vis con los poderes que con­
tribuyeron a establecerlo a lo largo del tiempo histórico. ¿Por qué no lle­
ga a serlo? Por las contradicciones antiguas y nuevas, siendo las últimas
específicas de este espacio.
El acto inicial ha adquirido así un sentido total: antitotalitario, anti­
sistemático. Ha puesto en suspenso lo inestable, por ser incapaz de la
coherencia completa, de la cohesión total, utópicamente deseadas por
los poderes reductores.

4. Desde el principio se manifiesta lo irreductible, que pierde así su ca­


rácter ciego y espontáneo, y se erige en capacidad vital, en principio de
organización. ¿De qué? Del espacio.
Lo irreductible no se especifica, se nombra. Es portador de dos nom­
bres inseparables. Placer-violencia. El placer reprimido, oprimido, re­
chazado, reducido se vuelve violencia. La violencia reclama el placer, se
vuelve placer (cruel, irrisorio, pero poderoso). Como la violencia del po­
der, la que le replica es a veces latente, a veces manifiesta, siempre «real».
La presencia de lo irreductible, en su expansión (teórica y virtual­
mente práctica) transforma el conocimiento. Lo libra de su carácter re­
ductor, que liga el saber al poder.
Da a este desarrollo (expansión) conceptual un carácter activo: acusa­
torio -no solo crítico-, proyecto subversivo de otra realidad (no irreal
o surreal sino una realidad otra) .
Así se efectuará sobre el plano teórico una comunicación (comuni­
dad, comunión) entre placer y violencia. Una violencia teórica, que se
pone en juego y en acusación -que prepara y virtualmente suplanta a la
violencia práctica al abrir el camino del placer- .
C O N C L U S I O N E S (MAN DATOS) 201

S. No hay pensamiento s i n proyecto, no hay proyecto s i n exploración


-por la imaginación- de lo posible, del futuro. Luego, no hay proyecto
sin utopía. Incluso el poder más realista tiene su utopía: durar. No hay
espacio social sin una «carga de posibles» desigualmente repartida. No
solo lo real no se separa de lo posible, sino que en un cierto sentido se
define por él, por tanto, por una parte de utopía. El carácter utópico se ha
puesto en evidencia por la línea seguida en lo que concierne al espacio: la
residencia, la ciudad, el monumento, etc. No pertenece solo a los sueños,
a la imaginación del futuro, sino a toda espacialidad (incluso a lo que
parece más realista y deseoso de eficacia: la arquitectura militar, por
ejemplo).
Los proyectos llamados utópicos, de moda en ciertas épocas (el Rena­
cimiento, el siglo xvm), solo han extraído de lo «real» los aspectos más
cargados de utopía. Los han juntado, acentuando así su carácter utópico,
pero sin producirlo.

6. Una oposición aparece perpetuamente en las utopías, entre utopía abs­


tracta y utopía concreta. Lo que permite distinguir a los utopistas de los
utópicos. La dificultad del análisis viene de que la utopía abstracta logra
darse y logra dar una apariencia de concreto.
En el siglo XVI, la utopía concreta aparece como una utopía arquitec­
tónica (como una base práctica). Mientras que la utopía abstracta se ma­
nifiesta como una utopía urbanística (con un fundamento cosmológico).
Pero esta última se envuelve de justificaciones ideológicas, sobre todo
igualitarias, lo que le da aspecto de concreta. En tanto, la utopía arquitec­
tónica tiene el aire de una ensoñación de especialistas.
Por el contrario, actualmente, la utopía abstracta viene de los tecnó­
cratas. Quieren realizar la ciudad perfecta. Se preocupan de lo «real»: las
necesidades, los servicios, los transportes, los diversos subsistemas de la
realidad urbana y lo urbano en sí como sistema. Quieren ordenar los frag­
mentos de un puzle para llegar al «ideal».
La utopía concreta es ahora negativa: asume como hipótesis estraté­
gica la negación de lo cotidiano, del trabajo, de la economía de cambio,
etc. Niega también lo estatal y la primacía de la política. Parte del placer,
apunta a la concepción de un espacio nuevo, que solo puede apoyarse en
un proyecto arquitectónico.

7. ¿De dónde proviene entonces el carácter concreto de esta utopía nega­


tiva? Proviene de tomar en consideración el cuerpo total. El pensamiento
analítico y crítico (que comporta la crítica y la autocrítica del saber) res­
tituye en primer lugar la noción de «cuerpo total». Refuta las parodias
del cuerpo total de una pretendida cultura del cuerpo (gimnasia, depor­
tes) o del espacio de ocio (¡el bronceado como ideología!). Rechaza -sin
por ello fetichizar otro lugar, otra sociedad, otra civilización- la relación
del cuerpo con el espacio y con su propio espacio en Occidente, según el
Logos occidental: rigidez, ruptura, ángulos duros, actitudes forzadas. El
pensamiento crítico muestra cómo estas actitudes son infringidas al
cuerpo desde la infancia, desde el colegio, desde la educación primaria.
¿En función de qué? De una disciplina social, del trabajo, etc. El pensa­
miento crítico muestra el desmoronamiento de esta relación.
La arquitectura ha establecido «espacios-envoltorio» para imponer
esta relación, para conservarla. Mostrarlo, con el conjunto de efectos re­
ductores no es formular una filosofía hedonista, a la manera del hedonis­
mo filosófico. Se trata de un proyecto enteramente diferente: el de darle
la vuelta al mundo y fundar otra base distinta, un fundamento diferente
a los antiguos.
Es, pues, una dirección que se determina y que se abre. ¿Una direc­
ción de «búsqueda»? No. Una orientación de vida, que apunta a cambiar­
la, práctica, socialmente, poéticamente. Porque el cuerpo es la fuente de
la poesía: poiesis.

8. En el centro de la teoría y de la eventual nueva práctica se sitúa el cuer­


po total, a la vez, realidad y valor, en su prodigiosa y no revelada comple­
j idad. El cuerpo total revela enseguida su ambigüedad, su doble constitu­
ción: cuerpo que ocupa un espacio / cuerpo que produce un espacio.
Dicho de otra forma, cuerpo naturaleza (material, utiliza miembros arti­
culados) y cuerpo social (utiliza formas abstractas, y en primer lugar, el
lenguaje, por su actividad destructora y creativa).
El análisis descubre en el cuerpo otras ambigüedades y dualidades,
por ejemplo, y particularmente importante: un dispositivo energético
(acumulación y gasto de energías) y un dispositivo infraestructura! (re­
cepción y memorización de información).
Una pedagogía del cuerpo tendría en cuenta estas complej idades en
lugar de reducirlas como hacen las disciplinas actuales. Sería una parte
importante de la «revolución del cuerpo» que se prepara por vías diver­
sas, más o menos subversivas.
Esta formación del cuerpo, que ligaría con plena conciencia lo conce­
bido a lo vivido (y a la inversa), supone un saber cualitativo aún en estado
de germinación y promesa. El ritmo-análisis, por ejemplo.

9. El entorno. Este pseudoconcepto ha revelado algunas de las contra­


dicciones del mundo moderno: de la sociedad, del espacio mismo. Pro­
cede, sin embargo, de una confusión y de una ilusión fundamental. Lo
importante es lo que rodea, a saber, el cuerpo, y no el entorno, que corre
el riesgo de ser solo su metáfora (la trasposición que lo pone entre pa­
réntesis).
El arquitecto que pretendiera ser descriptor del entorno o lector de
espacios circundantes perdería todo contacto con las condiciones de su
práctica, la producción del espacio. Se convertiría en un funcionario, un
especialista, un experto al servicio de otros (¿de quién?).
C O N C L U S I O N E S (MAN DATOS) 203

E l entorno, si s e quiere emplear ese término, posee del cuerpo una


estructura dual. C omprende siempre el orden próximo y el orden lejano,
es decir, espacios envueltos y espacios envolventes: los objetos ocupan
un lugar en el espacio, que permanece exactamente localizado. Estos ob­
jetos, más o menos cercanos a la materialidad (materia prima) y a la na­
turaleza, tienen a menudo una estabilidad: un árbol, aislado o en un bos­
que, una piedra, en el camino o en la montaña. Un torrente tiene un lecho
estable por el que corre el agua.
Estos espacios envolventes indican las conexiones y relaciones entre
los lugares: los subordinan a redes, cuyos puntos fuertes a los que se atan
tienen nombres propios. Estos conj untos son a la vez prácticos y carna­
les; comportan una logística (por ejemplo, un pueblo, agrupación de teja­
dos, con caminos que llegan o se van, el tendido eléctrico, etc.).
El entorno se despliega entre dos polos: la materia y la abstracción.
No decimos: naturaleza y cultura. Entre estos dos polos, se intercalan
innumerables espacios. Cada uno tiene su código, el conjunto no respon­
de a un código. ¿Qué hay en cada parte, en cada extremo, cerca de cada
polo? Un delirio, el objeto-naturaleza (una garganta, una roca, un torren­
te, el rayo) o el objeto formal y abstracto, lo surreal y lo irreal. Todos los
grados, todos los intermediarios se sitúan en el intervalo. Todo los «cir­
cundantes». Un infinito. La diferencia mínima en la diferencia máxima.
Luego una textura espacial análoga, salvando las distancias, a un texto
verbal: entre el grito y la lógica. Múltiples, innumerables «nichos». Solo
hay una cosa a excluir, el espacio cerrado, demasiado parecido a la caj a
negra, en cuyo interior no s e sabe qué pasa.

10. Tomar el cuerpo total y situarlo en el centro quiere decir: proponer un


nuevo paradigma, oponer los signos del cuerpo a los signos del no cuerpo
solo es una primera aproximación.
Proponer un paradigma quiere decir proponer otra cosa que una for­
ma vacía, una variación sintáctica en el interior de las codificaciones da­
das; supone una diferencia infinita.
Ni «espíritu-materia», ni «ideal-real», ni «razón-sinrazón», ni «hom­
bre-naturaleza», ni menos aún «naturaleza-cultura», estas oposiciones
superadas no bastan para establecer un paradigma nuevo, sino el «cuer­
po y no-cuerpo» que implica «placer-sufrimiento» o incluso «apropiado­
dominado», que van juntos.

11. Así pueden realizarse de forma concreta las condiciones del placer.
Como resultado, la arquitectura implicará un espacio más o menos ana­
lógico al cuerpo total. Esto supone que precisamente el arquitecto no
toma como modelo el cuerpo (que no se puede «modelizar» puesto que
es una totalidad inexplorada, a medias conocida y desconocida). No bus­
ca ni simbolizarlo ni significarlo. La arquitectura y el efecto arquitectóni­
co y la producción del espacio no tienen como objetivo el placer, ni, por
204 HENRI LEFEBVRE

tanto, significarlo en símbolos, sino permitirlo, conducir hacia él, prepa­


rarlo. Considerar el placer como resultado del «efecto arquitectónico»
sería, una vez más, un completo error.
El arquitecto valorará por encima de lo funcional, lo polifuncional y
lo transfuncional. Dejará de fetichizar (separadamente) para significar
en el espacio, la forma, la función, la estructura. El arquitecto sustituirá
la idea formal o más bien formalista de la perfección por la de la perfec­
ción inacabada (que se persigue, que se busca sobre el terreno) y más aún
la del inacabamiento perfecto, que descubre un momento de la vida (la
espera, el presentimiento, la nostalgia, etc.) y le da una expresión, ha­
ciendo de ese momento un principio de «construcción de ambiente» (el
trabajo de Constant Nieuwenhuys, por ejemplo). No es por la forma
cómo el arquitecto (considerado como quien concibe el diseño) puede
influir en la práctica social sino por un contenido.

12. Lo analógico del cuerpo total, lo apropiado, el uso son determinantes


que para la arquitectura y para el arquitecto suponen:

a) El empleo eventual de una multiplicidad de códigos y codificaciones (lo


visual, por ejemplo, no es más que uno de ellos, o lo sensorial, o la comu­
nicación en el espacio) sin privilegiar ninguno, según el principio de que
no hay un efecto arquitectónico o espacial codificado. Lo que puede cla­
sificarse y ligarse a un referente puede codificarse y descodificarse. La
materia y el material solo constituyen un código entre muchos otros. Lo
mismo sucede con el diseño (planos, secciones, fachadas). No hay codi­
ficación de lo posible, pero lo «real» arquitectónico -el espacio cons­
truido y apropiado- no se conoce sin una carga de posibles.
Previamente he podido definir (no exhaustivamente) el arte por una
sobrecodificación. En la elección entre un mayor número de códigos,
tan grande como sea posible, el número no podría fij arse. Cuanto más
conozca el arquitecto los códigos, mejor sabrá elegir y j ugar con los
diferentes códigos.
b) Esto supone que el arquitecto no actúa sobre el significado en gene­
ral, ni sobre un significado, sino sobre los significantes (múltiples,
abiertos, siendo el placer un significante entre otros), sin no obstante
«transformar» dichos significantes. De lo que se ocupa y por lo que se
preocupa está más acá y más allá de los significantes y significados,
fuera de las relaciones significante-significado. Su poder, limitado
pero real, reside en que elige el referente (naturaleza, sensorialidad,
materiales, etc.). Incluso puede optar por un código moral.
c) Esto tampoco significa que el arquitecto se piense según una estética
basada en las sensaciones, luego como artista. La producción del es­
pacio sobrepasa las categorías antiguas que separaban el arte de la
técnica, el saber de la sensación y la sensualidad. Ahora bien, el arqui­
tecto es un productor de espacio.
C O N C L U S I O N E S (MA NDATOS) 205

d ) Lo que supone que tiene en cuenta los múltiples ritmos y l o s elemen­


tos (agua, tierra, fuego, aire). ¿Existe un código de los elementos? Es
algo a observar de cerca.
El uso del agua, por ejemplo, ha de observarse con detalle, tanto más
cuanto que difiere en Oriente (donde el agua circula en el espacio ha­
bitado y forma parte esencial de la apropiación) y en Occidente (don­
de la residencia domina al agua, río, estanque o lago). Lo mismo pue­
de aplicarse al aire, el fuego y la tierra.
e) Si alguien logra una desviación, se acerca a la creación. Pero desviar
no es inventar.

13. El espacio del placer no puede consistir en un edificio, en un conjunto


de «salas», locales fij ados por sus funciones ... No puede consistir en un
pueblo, en una aldea como las que existen, más o menos desviadas.
Sería más bien el campo o un paisaje, un espacio genuino, un espacio
de los momentos: los encuentros, la amistad, la fiesta, el descanso, la cal­
ma, la alegría, la exaltación, el amor, la voluptuosidad, y también el cono­
cimiento, el enigma, lo desconocido, el saber, la lucha y el juego.
Lugares e instantes de los momentos. Dioses como los de la antigüe­
dad. ¡ Nada de signos!

14. ¿Arte del espacio? ¿Espacio del arte o de las artes? Estas preguntas no
parecen estar bien planteadas.
Conseguir el paso de lo sensorial a lo sensual sería una primera fór­
mula, mejor que las que se toman prestadas al arte y a su historia.
La importancia de este umbral, convertido en abismo, se ha señalado
a lo largo de este libro. Lo sensorial, su intensificación, «SU explotación»,
es algo que ha intentado y logrado el arte, sin excluir la arquitectura (es­
pontánea o sabia). Después llega el umbral, el corte, la cesura. En este
umbral todo se detiene, y llega otra cosa: lo irreal, lo imaginario y la ilu­
sión apropiados, o la dura realidad de la dominación. O bien la contem­
plación, el sueño, o bien la dura ley del beneficio.
El espacio entero como obra que dej a de oponerse al producto y, por
tanto, que es actividad a la vez productora y creadora, al someter la opo­
sición producto- obra, permite una mejor aproximación al problema
central.
La obra era única. El producto, repetitivo, luego acumulativo (repeti­
ble y resultado de actividades separadas y acumuladas).
Las obras se han convertido en los decorados de la producción y en
productos consumibles. ¿Podemos plantear hacer de cada fragmento de
espacio, de cada ciudad, de cada sala, una obra única? No. El empleo de
un material o de materiales clasificados, codificados, sometidos a opera­
ciones técnicas, no puede excluirse. Que lo repetitivo, el producto, ya no
domine la obra es el objetivo. Se pasa de la utopía reactiva a la utopía
concreta.
HENRI LEFEBVRE

Todos los problemas del arte se plantean de manera nueva en función


del espacio.
Actualmente podemos admitir que todas las obras de todas las socie­
dades pasadas y presentes pueden reunirse. ¿En el pasado total? I nicial­
mente en el lenguaje y el saber, el de la Historia, la Estética, la Crítica,
etc. Ello supone que esta colosal operación se lleve a buen término, para
no tener que hacer la operación inversa. Las obras ocupan el espacio y se
convierten en palabras. Solo queda que las palabras y los conceptos vuel­
van al espacio, este espacio poblado por obras que se han apropiado de él.

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