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Ya hemos visto las dos grandes partes en que se divide nuestra Misa o

Celebración de la Eucaristía. En cada una de estas dos partes existen unas


subdivisiones al interior de ellas. Podemos ver como la Misa de los catecúmenos
comprende desde la procesión inicial del Sacerdote celebrante y sus Ministros y/o
acólitos, el Asperges, pasando por las oraciones al pie del Altar, el Confiteor o acto
penitencial el cual contiene el Kyrie Eleison, la Colecta de Purificación, el Introito,
el Decálogo de la Ley y el Sumario de la Ley. Dentro de la Misa de los
Catecúmenos se encuentra además siguiendo el orden, El canto o Alabanza del
Gloria a Dios en el Cielo y las oraciones Colectas. Es bueno aquí recordar que
dentro de nuestra Liturgia no tenemos una sola Colecta la cual es un elemento
variable de la celebración; sino dos y en algunos otros casos hasta tres. Esta
primera parte hace relación al camino que emprendemos al encuentro de Dios en
el que como hijos suyos, hablamos con El, pidiéndole nos haga dignos de
participar de la escucha de su Santa Palabra y de alimentarnos de su Cuerpo y
Sangre, le pedimos perdón, le alabamos y le dirigimos nuestra súplica confiada. La
última parte de la Misa, la de los Catecúmenos contiene la Liturgia de la Palabra
en la cual podemos encontrar la Epístola o Lección con el Gradual, el Aleluya y el
Tracto, la Proclamación del Evangelio, la profesión de Fe a través del Credo de
Niceno y la Homilía. En esta última parte, la Palabra de Dios viene hacia nosotros,
Dios nos habla, en ella recibimos instrucción.

Teniendo ya claro la primera parte de la Misa, la Misa de los Fieles, vamos a


profundizar un poco en la Liturgia de la Palabra y la Misa de los Catecúmenos.
LITURGIA DE LA PALABRA
Nos asegura la Iglesia que Cristo «está presente en su palabra, pues cuando se
lee en la Iglesia la sagrada Escritura, es él quien nos habla». ¿Nos lo creemos de
verdad?… «Cuando se leen en la Iglesia las Sagradas Escrituras, Dios mismo
habla a su pueblo, y Cristo, presente en su palabra, anuncia el Evangelio. Por eso,
las lecturas de la palabra de Dios, que proporcionan a la liturgia un elemento de la
mayor importancia, deben ser escuchadas por todos con veneración».
«En las lecturas, que luego desarrolla la homilía, Dios habla a su pueblo, le
descubre el misterio de la redención y salvación, y le ofrece alimento espiritual. Y
el mismo Cristo, por su palabra, se hace presente en medio de los fieles. Esta
palabra divina la hace suya el pueblo con los cantos y muestra su adhesión a ella
con la Profesión de fe [el Credo de Niceno]; y una vez nutrido con ella, hace
súplicas por las necesidades de la Iglesia entera y por la salvación de todo el
mundo».
¿Reconocemos la presencia real de Cristo cuando en la Liturgia sagrada habla a
su pueblo?
Es el Padre celestial quien nos da el pan de la Palabra encarnada
«La palabra que oís, dice Jesús, no es mía, sino del Padre, que me ha enviado»
(Jn 14,24). En la liturgia es el Padre quien pronuncia a Cristo, la plenitud de su
palabra, que no tiene otra, y por él nos comunica su Espíritu. En efecto, cuando
nosotros queremos comunicar a otro nuestro espíritu, le hablamos, pues en la
palabra encontramos el medio mejor para transmitir nuestro espíritu. Y nuestra
palabra humana transmite, claro está, espíritu humano. Pues bien, el Padre
celestial, hablándonos por su Hijo Jesucristo, plenitud de su palabra, nos
comunica así su espíritu, el Espíritu Santo, «el Espíritu de la verdad: él os guiará
hacia la verdad completa» (Jn 16,13).
Siendo esto así, hemos de aprender a comulgar a Cristo-Palabra como
comulgamos a Cristo-Pan, pues incluso entendido del pan eucarístico, es verdad
aquello de que «no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de
la boca de Dios» (Dt 8,3; Mt 4,4).
En la liturgia de la Palabra se reproduce, por ejemplo, aquella escena de Nazaret,
cuando Cristo asiste un sábado a la sinagoga: «se levantó para hacer la lectura»
de un texto de Isaías; y al terminar, «cerrando el libro, se sentó. Los ojos de
cuantos había en la sinagoga estaban fijos en él. Y comenzó a decirles: “Hoy se
cumple esta escritura que acabáis de oir”» (Lc 4,16-21). Con la
misma realidad escuchamos nosotros a Jesús, el Maestro, en la Misa. Y con esa
misma veracidad experimentamos también aquel encuentro que vivieron los
discípulos de Emaús con Cristo resucitado: «Se dijeron uno a otro: ¿No ardían
nuestros corazones dentro de nosotros mientras en el camino nos hablaba y nos
enseñaba las Escrituras?» (Lc 24,32).
Si creemos, gracias a Dios, en la realidad de la presencia de Cristo en el pan
consagrado, también por gracia divina hemos de creer en la realidad de la
presencia de Cristo en la palabra sagrada, cuando nos habla en la liturgia.
Recordemos aquí que la presencia eucarística «se llama real no por exclusión,
como si las otras [modalidades de su presencia] no fueran reales, sino por
antonomasia, ya que es substancial».
Cuando el ministro, pues, confesando su fe, dice al término de las
lecturas: «Palabra de Dios», no está queriendo decir solamente que «Ésta fue la
palabra de Dios», dicha hace mas de veinte, y ahora recordada piadosamente;
sino que «Ésta es la palabra de Dios», la que precisamente hoy el Señor está
dirigiendo a sus hijos.
La doble mesa del Señor
En la eucaristía, como sabemos, la liturgia de la Palabra precede a la liturgia del
Sacrificio, en la que se nos da el Pan de vida. Lo primero va unido a lo segundo.
Recibiendo la Palabra, preparamos nuestro corazón para recibir el Pan del cielo.
«La Liturgia de la Palabra y la Liturgia Eucarística están tan estrechamente unidas
entre sí, que forman un solo acto de culto». Recordemos, por otra parte, que ése
fue el orden que se comprueba ya en el sacrificio del Sinaí (Ex 24,7), en la Cena
del Señor, o en el encuentro de Cristo con los discípulos de Emaús (Lc 24,13-32).
En este sentido, siguiendo la antigua tradición, la Iglesia siempre ha venerado la
Sagrada Escritura, como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo, pues sobre todo en
la sagrada liturgia, nunca ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida
que ofrece la mesa de la palabra de Dios y del cuerpo de Cristo». Ve, pues, en la
eucaristía «la doble mesa de la Sagrada Escritura y de la eucaristía. En
efecto, desde el ambón se nos comunica Cristo como palabra, y desde el altar se
nos da como pan. Y así el Padre, tanto por la Palabra divina como por el Pan de
vida, es decir, por su Hijo Jesucristo, nos vivifica en la eucaristía, comunicándonos
su Espíritu.
San Jerónimo decía: «Yo considero el Evangelio como el cuerpo de Jesús.
Cuando él dice “quien come mi carne y bebe mi sangre”, ésas son palabras que
pueden entenderse de la eucaristía, pero también, ciertamente, son las Escrituras
verdadero cuerpo y sangre de Cristo». Y especialmente cuando se proclaman en
la liturgia sagrada de la Iglesia.
Lecturas en el ambón
La majestad de la presencia de Cristo en la Liturgia de la Palabra es claramente
expresada por la Iglesia por el hecho de que al Libro sagrado se presta en el
ambón –el lugar de Cristo Maestro– los mismos signos de veneración que se
atribuyen al cuerpo de Cristo en el altar. Así, en las celebraciones solemnes, si el
altar se besa, se inciensa y se adorna con luces, en honor de Cristo, Pan de vida,
también el leccionario en el ambón se besa, se inciensa y se rodea de luces,
honrando a Cristo, Palabra de vida. La Iglesia confiesa así con expresivos signos
que ahí está Cristo, y que es Él mismo quien, a través del sacerdote o de los
lectores, «nos habla desde el cielo» (Heb 12,25).
Por tal razón habrá de proclamar la Palabra del Señor desde un lugar digno para
ello, dándole toda la importancia y solemnidad que ello merece. No es
apropiado confiar las lecturas litúrgicas de la Palabra a niños o a personas que
leen con dificultad. Si en algún caso puede ser esto conveniente, normalmente no
es lo adecuado para simbolizar la presencia real de Cristo hablando a su pueblo.
La tradición de la Iglesia, hasta hoy, entiende el oficio de lector como un auténtico
ministerio litúrgico, es por ello que en nuestra Iglesia se requiere de una expresa
preparación y de la autorización del Obispo que confiere la potestad para poder
ser lector.
Podemos recordar aquí aquella escena narrada en el libro de Nehemías, en la que
se hace en Jerusalén, a la vuelta del exilio (538 a.C.), una solemne lectura del
libro de la Ley. Sobre un estrado de madera, «Esdras abrió el Libro, viéndolo
todos, y todo el pueblo estaba atento… Leía el libro de la Ley de Dios clara y
distintamente, entendiendo el pueblo lo que se le leía… Todo el pueblo lloraba
oyendo las palabras de la Ley», las palabras del Señor (Neh 8,3-9).
Otra anécdota significativa. San Cipriano, obispo de Cartago en el siglo III, refleja
bien la veneración de la Iglesia antigua hacia el oficio de lector cuando instituye en
tal ministerio a Aurelio, un mártir que ha sobrevivido a la prueba. En efecto, según
comunica a sus fieles, le confiere «el oficio de lector, ya que nada cuadra mejor a
la voz que ha hecho tan gloriosa confesión de Dios que resonar en la lectura
pública de la divina Escritura; después de las sublimes palabras que se
pronunciaron para dar testimonio de Cristo, es propio leer el Evangelio de Cristo.
El leccionario
Desde el comienzo de la Iglesia, se acostumbra leer las Sagradas Escrituras en la
primera parte de la celebración de la eucaristía. Al principio, los libros del Antiguo
Testamento. Y en seguida, también los libros del Nuevo, a medida que éstos se
van escribiendo (cf. 1Tes 5,27; Col 4,16). Al paso de los siglos, se fueron
formando leccionarios para ser usados en la eucaristía.
El leccionario debe respetar normalmente el uso tradicional de ciertos libros en
determinados momentos del año litúrgico. De este modo, la lectura continua de la
Escritura, según el leccionario del misal, nos permite leer la Palabra divina en el
marco de la liturgia, es decir, en ese hoy eficacísimo que va actualizando los
diversos misterios de la vida de Cristo.
Esta lectura de la Biblia, realizada en el marco sagrado de la Liturgia, nos permite
escuchar los mensajes que el Señor envía cada día a su pueblo. Por eso, «el que
tenga oídos, que oiga lo que el Espíritu dice [hoy] a las iglesias» (Ap 2,11). Así
como cada día la luz del sol va amaneciendo e iluminando de Oriente a Occidente
las diversas partes del mundo, así la palabra de Cristo, una misma, va iluminando
a su Iglesia en todas las naciones. Es el pan de la palabra que ese día,
concretamente, y en esa fase del año litúrgico, reparte el Señor a sus fieles.
Innumerables cristianos, de tantas lenguas y naciones, están en ese
día escuchando y orando esas palabras de la sagrada Escritura que Cristo les ha
dicho. También, pues, nosotros, como Jesús en Nazaret, podemos decir: «hoy se
cumple esta escritura que acabáis de oir» (Lc 4,21).
Por otra parte, «en la presente ordenación de las lecturas, los textos del Antiguo
Testamento están seleccionados principalmente por su congruencia con los del
Nuevo Testamento, en especial del Evangelio, que se leen en la misma misa. De
este modo, la cuidadosa distribución de las lecturas bíblicas permite, al mismo
tiempo, que los libros antiguos y los nuevos se iluminen entre sí, y que todas las
lecturas estén sintonizadas con los misterios que en ese día o en esa fase del Año
litúrgico se están celebrando.
En la proclamación de las lecturas de la misa podemos encontrar tres figuras:
Profeta, apóstol y evangelista.
–El profeta, u otros libros del Antiguo Testamento, enciende una luz que irá
creciendo hasta el Evangelio.
En efecto, «muchas veces y en muchas maneras habló Dios en otro tiempo a
nuestros padres por ministerio de los profetas; últimamente, en estos días, nos
habló por su Hijo… el resplandor de su gloria, la imagen de su propio ser» (Heb
1,1-3). Es justamente en el Evangelio donde se cumple de modo perfecto todo lo
que estaba escrito acerca de Cristo «en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los
Salmos» (Lc 24,44; cf. 25.27).
–El apóstol nos trae la voz inspirada de los más íntimos discípulos del Maestro:
Juan, Pedro, Pablo…
-El evangelista: Nos presenta la figura de Jesús, sus hechos, obras palabras, su
enseñanza para que podamos imitarlo y asi transmitir su reino que esta entre
nosotros (Lucas 17:20-21)
GRADUAL, ALELUYA, TRACTO, SECUENCIA
En la Misa hay unas partes que no cambian, denominadas ordinario, y unas partes
que cambian cada día de acuerdo al calendario litúrgico, llamadas propio. Una de
esas partes que cambian son el Gradual, el Aleluya, el Tracto y la Secuencia de
acuerdo a cada una de las diferentes celebraciones.

Las partes del propio que cantan todos o algún fiel se musicalizaron y se
compilaron en un libro llamado Gradual. En el Gradual se encuentran la
musicalización del propio del tiempo, del propio de los santos, de las Misas
rituales, votivas y por diversas necesidades. Para cada celebración se contiene el
canto de entrada (introito), el salmo (gradual), la aclamación al Evangelio (aleluya,
o tracto en Cuaresma), el canto de ofertorio (offertorium) y el canto de la comunión
(communio), así como la secuencia para los días en que se prevé. También
contiene una selección de los himnos más famosos.

La Instrucción General de nuestro Misal establece que como canto de entrada se


emplee el introito del Gradual, que en el ofertorio se cante el offertorum del
Gradual y que en la comunión se interprete la antífona del Gradual, como primera
opción. Aunque, en los tres casos, abre la posibilidad de que se sustituyan por
otros cantos cuyos textos hayan sido aprobados y adaptados en cada lugar.

Nuestro Misal, contiene, diferente a lo que habitualmente se conoce como el


salmo responsorial, el responsorio gradual del Gradual, y contrario a los versos del
aleluya, aleluyas propios, sustituido este en Cuaresma por el tracto. En algunas
pocas fiestas del año se tiene la secuencia que se proclama antes del evangelio.

Como sería muy difícil al común de los fieles comprender en la lectura lo que
conviene a la solemnidad, al tiempo, al sacrificio y expresar de un modo propio los
sentimientos que ha debido despertar en ellos, es por ello que la Iglesia suple esta
falta con la aplicación de algún pasaje de la Escritura. Inspirándonos estas
reflexiones con el salmo del gradual, el aleluya y el tracto.

El salmo o la parte del salmo que sigue a la epístola se llama gradual porque se
cantaba en las gradas del altar donde se acababa de leer la epístola, como para
indicar que era continuación y el pensamiento principal de la lectura a que se
refería, a la manera que la meditación se refiere al asunto propuesto.

Comúnmente se dice entre la epístola y el Evangelio el salmo gradual y el aleluya;


en tiempo de Pascua se recitan dos salmos precedidos y seguidos de la
aclamación de alegría; desde sexagésima hasta Pascua va seguido el gradual del
tracto; y en las principales solemnidades se canta una prosa llamada secuencia
después del aleluya. La secuencia o prosa es la explicación del misterio del día, o
de la vida y martirio de un santo: es comúnmente un canto de triunfo con que la
Iglesia quiere acompañar la publicación del Evangelio. La secuencia es una
especie de himno del género de los que se cantan en el oficio de la oración
matutina o vespertina pero con estas diferencias: El himno está sujeto a un ritmo
riguroso y regulado, que se conserva hasta el fin; el estilo de las secuencias está
medido con menos severidad, su cadencia es más libre y variable en su medida.
El himno tiene una marcha grave, pomposa, algunas veces igual a la majestad de
la oda; la secuencia es más sencilla. El canto de las secuencias es por lo tanto
gozoso, vivo, propio a difundir la alegría. En el misal sólo hay cuatro secuencias: la
de la Pascua, de Pentecostés, del Santísimo Sacramento y la de la Misa de
difuntos, quedando la de la Virgen de los Dolores como potestativa aunque se
tiende a recitarla y a cantarla por la extensión en la Iglesia de la devoción a esta
advocación.

EL EVANGELIO: Es el momento más alto de la Liturgia de la Palabra. Creamos


firmemente con fe viva y cierta que ante los fieles congregados en la
eucaristía, «Cristo hoy anuncia su Evangelio. Y creamos que hoy, a más de veinte
siglos de distancia histórica, podemos escuchar nosotros su palabra con la misma
realidad que quienes la oyeron entonces en Palestina; aunque ahora, sin duda,
con mucha más luz y más ayuda del Espíritu Santo. El momento es, de suyo, muy
solemne, y todas las palabras y gestos previstos merecen ser conocidos, pues
están llenos de muy alta significación:
«Si se usa incienso, el sacerdote lo pone en el incensario. Después el diácono o el
mismo celebrante según el caso, ha de proclamar el evangelio, inclinado, pide la
bendición, diciendo en voz baja: Padre, dame la bendición. El sacerdote dice en
voz baja: El Señor esté en tu (o en mi corazón) y en tus (o en mis labios), para que
anuncies (o anuncie) dignamente el Evangelio; en el nombre del Padre, y del Hijo
+, y del Espíritu Santo. respondiendo: Amén.
«Después el diácono (o el sacerdote) va a lugar destinado para la proclamación
del Evangelio, acompañado eventualmente por los ministros que llevan el incienso
y los cirios. Ya en el lugar, dice: El Señor esté con vosotros. El pueblo responde: Y
con tu espíritu. El diácono o el sacerdote: Lectura del santo Evangelio según san
N. Y mientras tanto hace la señal de la cruz sobre el libro y sobre la frente, labios y
pecho. El pueblo aclama: Gloria a ti, Señor. El diácono o el sacerdote, si se usa
incienso, inciensa el libro. Y luego proclama el Evangelio», diciendo al terminar:
«Palabra del Señor» Todos aclaman: Gloria a ti, Señor Jesús». El ministro que ha
leído el Evangelio, finalmente lo besa y dice: «Las palabras del Santo Evangelio
borren nuestros pecados, santiguándose». O en su defecto si es leído por el
Diácono este, o el subdiácono llevara el Libro de los Evangelios para que sea
besado por el celebrante u obispo, según sea el caso.

–PROFESIÓN DE LA FE. El Credo es la respuesta más plena que el pueblo


cristiano puede dar a la Palabra divina que ha recibido, es por ello que se realiza
la profesión de Fe inmediatamente después de haber proclamado el Evangelio. Al
mismo tiempo que profesión de fe, el Credo es una grandiosa oración, y así ha
venido usándose en la piedad tradicional cristiana. Comienza confesando al Dios
único, Padre creador; se extiende en la confesión de Jesucristo, su único Hijo,
nuestro Salvador; declara, en fin, la fe en el Espíritu Santo, Señor y vivificador; y
termina afirmando la fe en la Iglesia y la resurrección.
Siempre en nuestra celebración habrá de proclamarse el Credo en la fórmula más
desarrollada, que procede del Concilio Constantinopolitano (381), el cual es el
Credo de Niceno
–LA HOMILÍA: Que sigue a la profesión de fe, ya está en uso en la Sinagoga,
como aquella que un sábado hace Jesús en Nazaret (Lc 4,16-30). Y desde el
principio se practica también en la Eucaristía cristiana, como hacia el año 153
testifica San Justino (I Apología 67). La homilía está reservada al sacerdote o al
diácono, pero nunca a un laico. Es el momento más alto en el ministerio de la
predicación apostólica, y en ella se cumple especialmente la promesa del Señor:
«el que os oye, me oye» (Lc 10,16).
«La homilía es parte de la liturgia, y muy recomendada, pues es necesaria para
alimentar la vida cristiana. Conviene que sea una explicación o de algún aspecto
particular de las lecturas de la Sagrada Escritura, o de otro texto del Ordinario, o
del Propio de la misa del día, teniendo en cuenta sea el misterio que se celebra,
sean las necesidades particulares de los oyentes. Si el sacerdote, que en la
homilía representa a Cristo sacramentalmente, da en ella enseñanzas contrarias a
las de Cristo y de su Iglesia, comete evidentemente un sacrilegio. Este «pecado
grave» es hoy cometido con bastante frecuencia, como bien saben los fieles que
conocen la doctrina de la fe católica. Señor, ten piedad. Aquí es importante
recordar una máxima del Anglicanismo: “"muéstrenos que hay algo claramente
expuesto en la Sagradas escrituras, que nosotros no enseñamos y lo
enseñaremos. Muéstrenos que hay algo, en nuestra enseñanza y práctica,
claramente contraria a la Sagradas escrituras y lo abandonaremos.”
–SILENCIO. Anteriormente ya habíamos hablado del silencio. Es conveniente que
se guarde un breve espacio de silencio después de la homilía.
EL SACERDOTE EN LA LITURGIA DE LA PALABRA DE LA SANTA MISA

El objeto de este artículo no es la Liturgia de la Palabra considerada en sí misma,


sobre la que se debería por tanto ofrecer una panorámica histórica, teológica y
disciplinar. En continuidad con la serie de los artículos precedentes, nos
interesamos en cambio en el papel del sacerdote en la Liturgia de la Palabra de la
Misa, teniendo presentes tanto la forma de la misa baja como de la Alta

En la “Misa baja” (celebración sencilla, de uso cotidiano) el sacerdote podrá leer


todas las lecturas, o sea, la Epístola, el Gradual y el Evangelio. En general, hace
esto asumiendo la misma posición con la que ofrecerá seguidamente el santo
Sacrificio. Con una expresión equivocada, pero muy difundida, podemos decir que
el sacerdote proclama la Liturgia de la Palabra “de espaldas al pueblo” aunque
también lo podrá realizar de frente a este. La lengua de la proclamación es la
misma de todo el rito, en la lengua nacional, aunque también se podrá hacer en
latín. Al acabar la Epístola, quien asiste dice: Te alabamos Señor o Demos
Gracias a Dios. A la Epístola sigue el Gradual, llamado así por los escalones que
el diácono subía para ir a leer el Evangelio desde el ambón en la Misa solemne.
Después del Gradual, se lee el Aleluya con su versículo, o el Tracto. En algunas
ocasiones, antes del Evangelio, el sacerdote proclama también una Secuencia
como se dijera anteriormente. Hecho esto, mientras el ministro transporta el Misal
(en el que se encuentran también los textos de las lecturas bíblicas) del lado
derecho del altar (llamado cornu epistulae) o lado de la epístila, al lado izquierdo
(cornu evangelii) o lado del evengelio, el sacerdote, colocado en el centro del altar,
pide al Señor la bendición antes de pasar al lado izquierdo (o septentrional), a
cuya extremidad proclama el Evangelio tras haber dicho el Señor esté con
vosotros, haber recibido la respuesta correspondiente, haber anunciado el título
del libro evangélico del cual se ha tomado la perícopa que va a leer, haber trazado
con el pulgar de la mano derecha un signo de cruz sobre el libro y tres sobre sí
(sobre la frente, sobre la boca y sobre el pecho). Cuando lee la Epístola, el
Gradual y el Aleluya, el sacerdote tiene las manos apoyadas sobre el Misal, o
sobre el altar, pero siempre de modo que las manos toquen el libro. En cambio, al
proclamar el Evangelio, tiene las manos unidas a la altura del pecho. Terminada la
lectura del Evangelio, levanta con las manos el libro del atril y lo besa diciendo en
secreto la fórmula Per evangelica dicta, deleantur nostra delicta. Por las palabras
del Santo Evangelio, sean perdonados todos nuestros pecados, dejando luego de
ello el libro del atril o ambon persignándose el mismo.

Durante la proclamación de las diversas lecturas, el sacerdote hace una


inclinación con la cabeza cada vez que pronuncia el nombre de Jesús. En casos
particulares, está prevista la genuflexión durante la lectura. Al final de la lectura del
Evangelio, se aclama Gloria a ti Señor Jesús. Tras el Evangelio, sobre todo en los
domingos y en los días de precepto, se puede introducir, según la oportunidad,
una breve homilía. Finalmente, tras la eventual homilía, cuando está previsto, se
recita el Credo de Niceno: el sacerdote vuelve a centro del altar y entona el Credo
extendiendo y recogiendo las manos ante el pecho y haciendo una inclinación de
cabeza. Cuando se recita por obra del Espíritu Santo se encarnó… se arrodilla y
permanece así hasta y se hizo hombre. Hace también una inclinación con la
cabeza cuando dice recibe una misma adoración. Finalmente, concluyendo el
Credo, se signa con la señal de la cruz y besa con reverencia el Altar. Todas las
partes de la Liturgia de la Palabra, excepto las oraciones que el sacerdote recita
antes y después de la proclamación del Evangelio, se dicen con tono de voz
inteligible. No podemos aquí añadir otros detalles sobre la forma de proclamar las
lecturas bíblicas en la Misa solemne o Misa Alta por su complejidad, pero basta
tener muy en claro las indicaciones anteriores para darle aplicación en lo referente
a la Misa Solemne.

Algunas anotaciones

De cuanto se ha dicho, se observa una continuidad sustancial entre el modo de


celebrar la Liturgia de la Palabra, unida a ciertos cambios, algunos
enriquecedores, otros más problemáticos. La continuidad se basa en diversos
motivos. El primero y principal es que la Liturgia de la Palabra acoge en sí solo y
exclusivamente textos bíblicos (Antiguo y Nuevo Testamento). Representa, por
tanto, una desnaturalización de esta parte de la celebración la inserción de textos
extra-bíblicos, aunque estén tomados de los Padres, de los grandes Doctores y
Maestros de espiritualidad cristiana. Con mayor razón, no pueden leerse textos
profanos o escritos sagrados de otras religiones. Otro motivo de continuidad es la
estructura de la Liturgia de la Palabra, la cual siempre ha mantenido la misma
forma invariable en su estructura.

Positiva es también la norma que prescribe la obligatoriedad de la homilía en el


domingo y en los días de precepto. Aquí el sacerdote tiene un papel importante y
delicado. Se ha recordado que “es decisivo que el que pronuncia la homilía tenga
conciencia de ser él mismo un oyente, es más, de ser el primer oyente de las
palabras que pronuncia. Debe saber ante todo, si no solamente, dirigida a él esa
palabra que está pronunciando para otros”. La preparación cuidadosa de la
homilía es parte integrante del papel del sacerdote en la Liturgia de la Palabra. Se
nos recuerda que la homilía tiene siempre finalidad tanto catequética como
exhortativa: no puede ser por tanto una lección de exegesis bíblica, tanto porque
debe expresar también el dogma, como porque debe ser un discurso catequético y
no académico; ni puede ser un simple paréntesis que alude a ciertos valores
vagos, quizás tomados de la mentalidad actual sin algún filtro evangélico.

Sobre el ministerio de los lectores, como ya se dijo, se permite que solo lean
ministros especialmente instituidos por la Iglesia para esta tarea. El papel del
sacerdote, en este caso, ya no es el de leer siempre en primera persona las
lecturas bíblicas, sino el – más remoto – de asegurar que estos lectores sean
verdaderamente idóneos. Nadie puede sencillamente subir al ambón y proclamar
la Palabra de Dios en la liturgia. Si no hay personas adecuadamente preparadas,
el sacerdote debe seguir asumiendo en primera persona el papel de lector, hasta
que no se pueda asegurar la presencia de lectores verdaderamente idóneos.

LITURGIA DEL SACRIFICIO

—Preparación de los dones


El pan y el vino.– La acción litúrgica queda centrada desde ahora en el altar, en
el cual se encuentran preparados los dones que va a presentar y consagrar
posteriormente el celebrante. El pan y el vino, los elementos mismos que eligió
Jesús, van a convertirse en su Cuerpo y su Sangre, actualizando así a un tiempo
la Cena última y la Cruz del Calvario.
También pueden recibirse dinero u otros dones para los pobres o para la Iglesia,
traídos por los fieles o recolectados en la iglesia, los cuales se colocarán en sitio
apropiado, fuera de la mesa eucarística». Es éste, pues, el momento más propio, y
más tradicional, para realizar la colecta entre los fieles.

Oraciones de presentación. – Las dos oraciones que el sacerdote pronuncia, en


alta voz o en secreto, casi idénticas, son muy semejantes a las que empleaba
Jesús en sus plegarias de bendición, siguiendo la tradición judía (berekáh; Lc
10,21; Jn 11,41). Primero sobre el pan, y después sobre el vino, como lo hizo
Cristo, el sacerdote dice:
ofrecimiento del Pan

En la Cena, Jesucristo tomó de la mesa el pan ácimo que se comía con el


cordero pascual. De igual manera el sacerdote toma una hostia preparada con
harina de trigo sin levadura y, elevando la patena en la cual está colocada,
piensa en la Víctima que va a inmolar y recuerda, con términos y pensamientos
que se hallarán de nuevo en el Canon de la Misa, los fines generales por los
cuales ofrece a Dios el sacrificio.

Recibe, oh Padre Santo, Dios Omnipotente y Eterno, esta Hostia Immaculada,


que yo, indigno siervo tuyo, ofrezco a Ti, mi Dios Vivo y Verdadero, por mis
innumerables pecados, ofensas, y negligencias, y por todos los presentes, y
también por todos los fieles cristianos vivos y difuntos; a fin de que a mi y a ellos
nos aproveche para la salvación en la vida eterna. Amen.

Ofrecimiento del vino


En la última Cena, Jesucristo tomó el cáliz del vino llamado “cáliz de la bendición”
porque los Judíos lo tomaban agradeciendo a Dios por la salida de Egipto. Este
vino, según el ritual judío, estaba mezclado con agua, de allí que el
sacerdote, añada una gota de agua al vino significando asimismo la humanidad
que se quiere unir a la divinidad.
Quizás la liturgia oriental nos permita comprender mejor el gesto. En ella, se
prescribe echar agua en el cáliz haciendo un tajo en el pan con una lanceta
mientras se dicen estas palabras: “Uno de los soldados le abrió el costado
con la lanza y al instante salió sangre y agua". De esta manera la Eucaristía
aparece evidentemente como el Sacramento o el signo de la Pasión.
Oh, Dios, que de manera admirable formaste la nobilísima naturaleza humana, y
más maravillosamente la reformaste: concédenos “por el misterio de mezclar esta
agua y vino”, que seamos participantes de la divinidad de Jesucristo, quien se
dignó participar de nuestra humanidad…
Para ofrecerlo después:
Te ofrecémos, Señor, el cáliz de salvación, implorando tu clemencia: para que
suba con suave fragancia hasta la presencia de tu divina Majestad, por nuestra
salvación y por la del mundo entero. Amén.
Son estas las oraciones de ofrecimiento del Pan y del Vino en la celebración de la
Eucaristía o Misa y no otras como la que generalmente se hace en la Iglesia
Romana: Bendito seas Señor Dios del universo por este pan y vino fruto de la
tierra y del trabajo del hombre…Esta y otras más fueron introducidas en el Concilio
Vaticano II, cambiando asi aspectos de la Tradición de la Iglesia las cuales
nosotros como Anglicanos las conservamos.
Después de presentar el pan y el vino, el sacerdote hace inclinación profunda ante
el altar, orando en secreto: «Acepta, Señor, nuestro corazón contrito y nuestro
espíritu humilde; que éste sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu
presencia, Señor, Dios nuestro».

«El sacerdote coloca sobre el altar el pan y el vino… y puede incensar los dones
colocados sobre el altar, y después la cruz y el altar mismo, para significar que la
oblación de la Iglesia y su oración suben como incienso hasta la presencia del
Señor». Las oraciones de los fieles, uniéndose a la de Cristo, se elevan, pues, a
Dios como el incienso (Sal 140,2; Ap 5,8; 8,3-4). Y el pueblo asistente, uniéndose
a Cristo víctima, se dispone a ofrecerse a Dios «en oblación y sacrificio de suave
perfume» (Ef 5,2).

La Materia del Sacramento de la Eucaristía.

La Iglesia enseña que "la materia para la confección de la Eucaristía es el pan de


trigo y vino de la vid". Esta es una verdad de fe, que fue definida en el Concilio de
Trento.

La seguridad de la materia proviene del hecho de que Jesús utilizó estos dos
elementos en la Última Cena (Cfr. Mt 26,26-28; c 14,22-25; Lc 22,19-20; 1Cor
11,23-26)

Está absolutamente prohibido consagrar el pan o el vino solo sin el otro elemento
o consagrarlos fuera de la celebración Eucarística.

Para que el Sacramento de la Eucaristía sea válido es necesario que:

- El pan sea substancialmente de trigo (amasado con harina de trigo y agua


natural, y cosido al fuego). Si tiene algún elemento añadido no puede ser tal que el
pan no sea considerado como de trigo según el estimado común.

De modo que sería materia inválida el pan de cebada, de arroz, de maíz, etc., o el
amasado con aceite, leche, etc.

Si el pan se ha corrompido de tal manera que su naturaleza esta substancialmente


alterada y no se puede considerar pan, constituye materia inválida. El juicio sobre
la validez de la sustancia debe basarse en el contenido del pan y no en su
apariencia.

-El vino sea natural, puro de uva y no corrompido. Debe ser vino y no jugo. Se
recomienda que sea vino Rojo y de 18° de alcohol

Vino que no es de uva o que fue hecho químicamente o al que se le añadió una
cantidad igual o mayor de agua, es materia inválida. El vino se considera alterado
o corrompido cuando ha perdido las cualidades por las que comúnmente se
reconoce como vino. Si es tan amargo que se reconoce como vinagre en la estima
general de las personas, es materia inválida.

Si el sacramento es invalido, no hay Eucaristía. Es decir, no está realmente


Cristo presente.

Para que el Sacramento sea lícito se requiere:

-Que el pan sea de trigo y agua sin otro elemento añadido; que sea ácimo (es
decir, no fermentado, hecho recientemente, de manera que no haya peligro de
corrupción;

-Que al vino se le añadan unas gotas de agua. El añadir agua al vino era la
práctica universal entre los Judíos y seguramente así lo hizo Jesucristo.

Si el Sacramento es ilícito, hay Eucaristía (Presencia Real), pero se está


ofendiendo a Dios si la infracción es voluntaria.

Invocación al Espíritu Santo


Las dos oraciones que reza el sacerdote en este momento se inspiran en
análogos pensamientos: La primera es la de aquellos jóvenes (Dan 3) cuando
ellos mismos se ofrecían como víctimas en el horno ardiente:
“Recíbenos, Señor, pues nos presentamos a ti con espíritu humillado y corazón
contrito: y el sacrificio que hoy nosotros te ofrecemos, oh Señor Dios, llegue a tu
presencia, de manera que te sea agradable”.
La segunda oración suplica a Dios quiera consagrar por su Espíritu Santo
nuestras Ofrendas y santificar nuestros corazones para que sea glorificado por el
don ofrecido y por el modo de ofrecerlo.
Ven, santificador, todopoderoso Dios eterno: y bendice este sacrificio, preparado
para gloria de tu Santo nombre.
Incensación del altar
El incienso es un perfume o, mejor, una resina olorosa que se produce en Oriente
y que, expuesta al fuego, se descompone y exhala exquisito aroma. Su uso en las
funciones sagradas es antiquísimo. En la antigua Ley existía un altar
exclusivamente para ofrecer a Dios los perfumes, entre los que figuraba el
incienso. San Juan dice en el Apocalipsis que vio muchos Ángeles que quemaban
incienso y agitaban áureos incensarios ante el trono del Cordero, figurando en el
humo y aroma las oraciones de los justos.
Al bendecir el incienso y las ofrendas, el sacerdote dice:
Por la intercesión de San Miguel Arcángel, que asiste a la diestra del altar de los
perfumes, y de todos sus elegidos, dignese el Señor bendecir este incienso y
recibirlo en olor de suavidad. Por Jesucristo Nuestro Señor…
Suba mi oración, oh Señor, como sube este incienso; valga la elevación de mis
manos como el sacrificio vespertino. Pon, oh Señor, guarda a mi boca y un
candado a mis labios, para que mi corazón no se desahogue con expresiones
maliciosas, buscando cómo excusar mis pecados…
«En seguida, el sacerdote se lava las manos a un lado del altar, rito con el que se
expresa el deseo de purificación interior», y vuelto al centro del altar solicita la
súplica de todos, con palabras que expresan claramente la naturaleza sacrificial
de la Eucaristía:
«Orad, hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro sea agradable a Dios,
Padre todopoderoso». –«El Señor reciba de tus manos este sacrificio para
alabanza y gloria de su nombre, para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia».

Oración sobre las ofrendas.– El rito de preparación al sacrificio concluye


con una oración sacerdotal sobre las ofrendas. Es una de las tres oraciones
propias de la Misa, que el sacerdote recita ante el pueblo, que en las tres
oraciones está en pie –también en la del ofertorio–. La oración sobre las ofrendas
suele ser muy hermosa, y expresa muchas veces la naturaleza mistérica de lo que
se está celebrando. Valga un ejemplo:
«Acepta, Señor, estas ofrendas en las que vas a realizar con nosotros un
admirable intercambio, pues al ofrecerte los dones que tú mismo nos diste,
esperamos merecerte a ti mismo como premio. Por Jesucristo nuestro Señor»

—CANON
El ápice de toda la celebración.– La cima del sacrificio de la Misa se da en la
plegaria eucarística, la cual se llama propiamente canon, norma invariable, y en el
Oriente anáfora, que significa llevar de nuevo hacia arriba. Es el momento en que
con más empeño ha de procurarse una suma atención sagrada.
«En este momento comienza el centro y el culmen de toda la celebración, esto es:
Cánon, que ciertamente es una oración de acción de gracias y de consagración. El
sacerdote invita al pueblo a elevar el corazón hacia el Señor, en oración y en
acción de gracias, y lo asocia a sí mismo en la oración, que él dirige en nombre de
toda la comunidad a Dios Padre, por Jesucristo, en el Espíritu Santo. El sentido de
esta oración es que toda la asamblea de los fieles se una con Cristo en la
confesión de las maravillas de Dios y en la ofrenda del sacrificio. El Canon exige
que todos la escuchen con reverencia y con silencio. El pueblo, el coro, el órgano
o cualquier instrumento musical, todos deben quedar en silencio. Por eso mismo,
durante el canon, «no se permite recitar ninguna de sus partes a un ministro de
grado inferior, a la asamblea o a cualquiera de los fieles.

Con los mismos gestos y palabras de la Cena, Cristo y la Iglesia realizan ahora el
memorial que actualiza el misterio de la Cruz y de la Resurrección: misterio
pascual, glorificación suma de Dios, fuente sobreabundante y permanente de
redención para los hombres. Y al mismo tiempo, el Canon, pronunciado
exclusivamente por el sacerdote, es la oración suprema de la Iglesia, visiblemente
congregada. La forma básica de esta gran oración es la berakáh de los judíos, que
se recitaba en la liturgia familiar, en la sinagogal, y por supuesto en la Cena
pascual: es el modo propio de la eulogía, bendición de Dios, y la eucharistía,
acción de gracias, frecuentes en el Nuevo Testamento.
El canon incluyen siempre la acción de gracias, con varias aclamaciones, la
epíclesis o invocación del Espíritu Santo, la narración de la institución y la
consagración, la anámnesis o memorial, la oblación de la víctima, las
intercesiones varias y la suprema doxología final trinitaria.
El Prefacio.– En la Misa «la acción de gracias se expresa especialmente en el
prefacio, en el cual el sacerdote, en nombre de todo el pueblo santo, glorifica a
Dios Padre y le da las gracias por toda la obra de salvación o por algún aspecto
particular de ella [hay varios prefacios de acuerdo a la celebración e intención], de
acuerdo con la índole del día, fiesta o tiempo litúrgico. El Prefacio viene a ser el
grandioso pórtico de entrada en el canon, que se recita o se canta antes (prae), o
mejor, al comienzo de la acción (factum) eucarística. Consta de cuatro partes:
1. El diálogo inicial, siempre el mismo y de antiquísimo origen, que vincula al
pueblo a la oración del sacerdote ya desde el principio, y que al mismo tiempo
levanta su corazón «a las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha
de Dios» (Col 3,1-2).
–«El Señor esté con vosotros. –Y con tu espíritu. –Levantemos el corazón. –Lo
tenemos levantado hacia el Señor. –Demos gracias al Señor, nuestro Dios. –Es
justo y necesario»… «En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y
salvación darte gracias, Padre santo, siempre y en todo lugar, por Jesucristo, tu
Hijo amado».

2. La elevación al Padre retoma las últimas palabras del pueblo, «es justo y
necesario», y con leves variantes, levanta la oración de la Iglesia al Padre
celestial. De este modo el prefacio, y con él toda el canon, dirige la oración de la
Iglesia precisamente al Padre. Así cumplimos la voluntad de Cristo: «cuando oréis,
decid Padre» (Lc 11,2), y somos dóciles al Espíritu Santo que, viniendo en ayuda
de nuestra flaqueza, ora en nosotros diciendo: «¡Abba, Padre!» (Rm 8,15.26).
3. La parte central del prefacio, la más variable en sus contenidos, según días y
fiestas, proclama gozosamente los motivos fundamentales de la acción de gracias,
que giran siempre en torno a la creación y la redención:
«Por él, que es tu Palabra, hiciste todas las cosas; tú nos lo enviaste para que,
hecho hombre por obra del Espíritu Santo y nacido de María, la Virgen, fuera
nuestro Salvador y Redentor. Él, en cumplimiento de tu voluntad, para destruir la
muerte y manifestar la resurrección, extendió sus brazos en la cruz, y así adquirió
para ti un pueblo santo».

4. El final del prefacio viene a ser un prólogo del Sanctus que le sigue, y de este
modo asocia la oración eucarística de la Iglesia terrena con el culto litúrgico
celestial, haciendo de aquélla un eco de éste: «Por eso, con los ángeles y los
santos, proclamamos tu gloria, diciendo»…
Santo y Hosanna.–El prefacio culmina en el sagrado tris-agio (tres veces santo),
por el que, ya desde el siglo IV, en Oriente, participamos los cristianos en el
llamado cántico de los serafines, el mismo que escucharon Isaías (Is 6,3) y el
apóstol San Juan (Ap 4,8): «Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios del universo.
Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria».
Santo es el nombre mismo de Dios, y más y antes que una cualidad moral de
Dios, designa la misma calidad infinita del ser divino: sólo Él es el Santo (Lev
11,44), y al mismo tiempo es la única «fuente de toda santidad».
El pueblo cristiano, en el Sanctus, dirige también a Cristo, que en este momento
de la Misa entra a actualizar su Pasión, las mismas aclamaciones que el pueblo
judío le dirigió en Jerusalén, cuando entraba en la Ciudad sagrada para ofrecer el
sacrificio de la Nueva Alianza. Hosanna, «sálvanos» (hôsîa-na, Sal
117,25); bendito el que viene en el nombre del Señor (Mc 11,9-10).«Hosanna en el
cielo. Bendito el que viene en el nombre del Señor. Hosanna en el cielo».
El Prefacio, y concretamente el Santo, es una de las partes de la Misa que más
pide ser cantada.
A propósito de esto conviene recordar la norma litúrgica, no siempre observada:
«En la selección de las partes [de la misa] que se deben cantar se comenzará por
aquellas que por su naturaleza son de mayor importancia; en primer lugar, por
aquellas que deben cantar el sacerdote o los ministros con respuestas del pueblo;
se añadirán después, poco a poco, las que son propias sólo del pueblo o sólo del
grupo de cantores».
Invocación al Espíritu Santo (1ª), –En continuidad con el Santo, la plegaria
eucarística reafirma la santidad de Dios, y prosigue con la epíclesis o invocación al
Espíritu Santo:
GLORIA a Ti, Dios Omnipotente, nuestro Padre celestial, porque Tú, en tu
inmensa misericordia, entregaste a tu único Hijo Jesucristo para sufrir muerte en la
Cruz por nuestra redención; quien hizo allí (por la oblación de sí mismo una vez
ofrecida) un completo, perfecto y suficiente sacrificio, oblación y satisfacción, por
los pecados de todo el mundo; e instituyó, y en su santo Evangelio nos mandó
continuar, una perpetua memoria de aquella su preciosa muerte y sacrificio, hasta
su segunda venida.

El sacerdote, imponiendo sus manos sobre las ofrendas, pide, pues, al Espíritu
Santo que, así como obró la encarnación del Hijo en el seno de la Virgen María,
descienda ahora sobre el pan y el vino, y obre la transubstanciación de estos
dones ofrecidos en sacrificio, convirtiéndolos en cuerpo y sangre del mismo Cristo
(Heb 9,14; Rm 8,11; 15,16). Es éste para los orientales el momento de la
transubstanciación, mientras que los latinos la vemos en las palabras mismas de
Cristo, es decir, en el relato-memorial, «esto es mi cuerpo, ésta es mi sangre». En
todo caso, en Oriente y Occidente, la liturgia ha unido siempre el relato de la
institución de la Eucaristía y la invocación al Espíritu Santo.
Por otra parte, esa invocación, al mismo tiempo que pide al Espíritu divino que
produzca el cuerpo de Jesucristo, le pide también que realice su Cuerpo místico,
que es la Iglesia: «Para que, fortalecidos con el cuerpo y la sangre de tu Hijo y
llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu»
«Por obra del Espíritu Santo» nace Cristo en la encarnación. Por obra del Espíritu
Santo se produce la transusbstanciación del pan en su mismo cuerpo sagrado. Y
por obra del Espíritu Santo se transforma la asamblea cristiana en Cuerpo
místico de Cristo, Iglesia de Dios. Es, pues, el Espíritu Santo el que, de modo muy
especial en la Eucaristía, hace la Iglesia, y la «congrega en la unidad».
Todos estos misterios son afirmados ya por San Pablo en formas muy explícitas.
Si pan eucarístico es el cuerpo de Cristo (1Cor 11,29), también la Iglesia es el
Cuerpo de Cristo (1Cor 12). En efecto, «porque el pan es uno, por eso somos
muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan» (1Cor 10,17).

Es Cristo, por tanto, en la Eucaristía el que une a todos los fieles en un solo
corazón y una sola alma (Hch 4,32), formando la Iglesia. Según esto, cada vez
que los cristianos celebramos el sacrificio eucarístico, reafirmamos en la sangre de
Cristo la Alianza que nos une con Dios, y que nos hace hijos suyos amados.
Reafirmamos la Alianza con un sacrificio, como Moisés en el Sinaí o Elías en el
Carmelo.
Relato–consagración. – Es el momento más sagrado de la Misa, en el que se
actualiza con toda verdad la Cena del Señor y su pasión redentora en la Cruz. El
resto de la Misa es el marco sagrado de este momento decisivo, en el que, «por
las palabras y por las acciones de Cristo se lleva a cabo el sacrificio que el mismo
Cristo instituyó en la última Cena, cuando ofreció su Cuerpo y su Sangre bajo las
especies del pan y del vino, y los dio a los Apóstoles para que comieran y
bebieran, dejándoles el mandato de perpetuar el mismo misterio».
«El cual, cuando iba a ser entregado a su Pasión, voluntariamente aceptada, tomó
pan… tomó el cáliz… Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros… Éste
es el cáliz de mi sangre, que será derramada por vosotros y por todos, para el
perdón de los pecados»…

Es el mismo Cristo, Sacerdote único de la Nueva Alianza, el que hoy pronuncia


estas palabras litúrgicas, de infinita eficacia doxológica y redentora, a través del
ministerio del sacerdote cristiano. Por esas palabras, que al mismo tiempo son de
Cristo y de la Iglesia, el acontecimiento único del misterio pascual, sucedido hace
muchos siglos, escapando de la cárcel espacio-temporal, en la que se ven
apresados todos los acontecimientos humanos de la historia, se actualiza, se
hace presente hoy, bajo los velos sagrados de la liturgia. «Tomad y comed mi
cuerpo, tomad y bebed mi sangre»… Los cristianos en la Eucaristía, lo mismo
exactamente que los apóstoles, participamos de la Cena del Señor, y lo mismo
que la Virgen María, San Juan y las piadosas mujeres, asistimos en el Calvario al
sacrificio de la Cruz… Mysterium fidei! Misterio de nuestra fe.

Ésta es, en efecto, la fe de la Iglesia, solemnemente proclamada: «Nosotros


creemos que la Misa, que es celebrada por el sacerdote representando la persona
de Cristo, es realmente el sacrificio del Calvario, que se hace sacramentalmente
presente en nuestros altares».
El sacerdote ostenta con toda reverencia, alzándolos, el cuerpo y la sangre de
Cristo, y hace en los dos momentos una genuflexión, mientras los acólitos
pueden incensar las sagradas especies veneradas. El pueblo cristiano adora
primero en silencio.
Memorial,– Después del relato-consagración, se celebra el memorial y la ofrenda,
que con el canon van significativamente unidos: « POR tanto, oh Señor y Padre
celestial, Según la institución de tu amado Hijo, nuestro Salvador Jesucristo,
nosotros, tus humildes siervos, celebramos y hacemos aquí ante tu Divina
Majestad, con estos tus santos dones, que ahora te ofrecemos, el memorial que tu
Hijo nos ha mandado hacer; recordando su bendita pasión y preciosa muerte, su
poderosa resurrección y gloriosa ascensión; tributándote las más cordiales gracias
por los innumerables beneficios procurados para nosotros por las mismas.
Memorial (anámnesis), por tanto, en primer lugar. Los cristianos, de Oriente a
Occidente, obedecemos diariamente en la Eucaristía aquella última voluntad de
Cristo. Éste fue el mandato que nos dio el Señor claramente en la última Cena, es
decir, «la víspera de su pasión», «la noche en que iba a ser entregado». Y
nosotros podemos cumplir ese mandato, a muchos siglos de distancia y en
muchos lugares, precisamente porque el sacerdocio de Cristo es eterno y
celestial (Heb 4,14; 8,1):
De este modo la Eucaristía permanece en la Iglesia como un corazón siempre
vivo, que con sus latidos hace llegar a todo el Cuerpo místico la gracia vivificante,
la sangre de Cristo, sacerdote eterno. En efecto, «la obra de nuestra redención se
efectúa cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, por medio del
cual “Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado” (1Cor 5,7)».
Y ofrenda sacrificial.– «En este mismo memorial, la Iglesia, principalmente la que
se encuentra congregada aquí y ahora, ofrece al Padre en el Espíritu Santo la
Víctima inmaculada. La Iglesia, por su parte, pretende que los fieles no sólo
ofrezcan la Víctima inmaculada, sino que también aprendan a ofrecerse a sí
mismos, y día a día se perfecciones, por medio de Cristo, en la unidad con Dios y
entre ellos, para que finalmente, Dios sea todo en todos».
Dice San Agustín: Cristo «quiso que nosotros fuésemos un sacrificio; por lo tanto,
toda la Ciudad redimida, es decir, la sociedad de los santos, es ofrecida a Dios
como sacrificio universal por el Gran Sacerdote, que se ofreció por nosotros en la
pasión para que fuésemos cuerpo de tan gran cabeza… Así es, pues, el sacrificio
de los cristianos, donde todos se hacen un solo cuerpo de Cristo. Esto lo celebra
la Iglesia también con el sacramento del altar, donde se nos muestra cómo ella
misma se ofrece en la misma víctima que ofrece a Dios» (Ciudad de Dios 10,6).
«La Iglesia, al desempeñar la función de sacerdote y víctima juntamente con
Cristo, ofrece toda entera el sacrificio de la Misa y toda entera se ofrece con él.

En conformidad con esto, adviértase, pues, que la ofrenda eucarística es hecha


juntamente por el sacerdote y el pueblo, y no por el sacerdote solo: «Te
ofrecemos, este sacrificio de alabanza»; «te ofrecemos, en esta acción de gracias,
el sacrificio vivo y santo».
Invocación al Espíritu Santo (2ª).–La Eucaristía, que es el mismo sacrificio de la
cruz, tiene con él una diferencia fundamental. Si en la cruz Cristo se ofreció al
Padre él solo, en el altar litúrgico se ofrece ahora con su Cuerpo místico, la Iglesia.
Por eso el canon piden tres cosas: –que Dios acepte el sacrificio que le ofrecemos
hoy; –que así vengamos a ser víctimas ofrecidas con Cristo al Padre, por obra del
Espíritu Santo, cuya acción aquí se implora; –y que por él seamos congregados en
la unidad de la Iglesia.
La verdadera participación en el sacrificio de la Nueva Alianza implica, pues,
decisivamente esta ofrenda victimal de los fieles. No olvidemos que los cristianos
somos en Cristo sacerdotes y víctimas, como Cristo lo es, y que nos ofrecemos
continuamente al Padre en el altar eucarístico, durante la Misa, y en el altar de
nuestra propia vida ordinaria, día a día. Nosotros, pues, somos en Cristo, por él y
con él, «corderos de Dios», pues aceptando la voluntad de Dios, sin condiciones y
sin resistencia alguna, hasta la muerte, como Cristo, sacri-ficamos (hacemos-
sagrada) toda nuestra vida en un movimiento espiritual incesante, que en la
Eucaristía tiene siempre su origen y su impulso. Así es como la vida entera del
cristiano viene a hacerse sacrificio eucarístico continuo, glorificador de Dios y
redentor de los hombres, como lo quería el Apóstol: «os ruego, hermanos, que os
ofrezcáis vosotros mismos como víctima viva, santa, grata a Dios: éste es el culto
espiritual que debéis ofrecer» (Rm 12,1).
Intercesiones.– La última parte del canon incluye una serie de oraciones por las
que nos unimos a la Iglesia del cielo, de la tierra y del purgatorio. Suelen ser
llamadas intercesiones.
Por las intercesiones «se expresa que la Eucaristía se celebra en comunión con
toda la Iglesia, tanto con la del cielo, como con la de la tierra; y que la oblación se
ofrece por ella misma y por todos sus miembros, vivos y difuntos, llamados a
participar de la redención y de la salvación adquiridas por el Cuerpo y la Sangre
de Cristo».

–la Iglesia celestial, la de la Virgen María y de los santos, «por cuya intercesión
confiamos obtener siempre tu ayuda»;
–la Iglesia terrena, pidiendo salvación y paz para «el mundo entero» y para «tu
Iglesia, peregrina en la tierra», por nuestros obispos, pero también, con una
intención misionera, por «todos tus hijos dispersos por el mundo»;
–y la Iglesia del purgatorio, encomendando las almas de los difuntos a la bondad
de Dios; pidiéndole por «nuestros hermanos difuntos y cuantos murieron en tu
amistad».
Así, la oración cristiana –que es infinitamente audaz, pues se confía a la
misericordia de Dios– alcanza en la eucaristía la máxima dilatación de su caridad:
«recíbelos en tu reino, donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna
de tu gloria».
Ofrecer misas por los difuntos.–La caridad cristiana, si ha de ser católica, ha de
ser universal, ha de interesarse, pues, por los vivos y por los difuntos, no sólo por
los vivos. La Iglesia, nuestra Madre, que nos hace recordar diariamente a los
difuntos –al menos, en la Misa, nos recomienda ofrecer misas en sufragio de
nuestros hermanos difuntos. Es una gran obra de caridad hacia ellos:
«El sacrificio eucarístico es también ofrecido por los fieles difuntos, “que han
muerto en Cristo y todavía no están plenamente purificados” (Conc. Trento), para
que puedan entrar en la luz y la paz de Cristo. “Oramos [en la anáfora] por los
santos padres y obispos difuntos, y en general por todos los que han muerto antes
que nosotros, creyendo que será de gran provecho para las almas, en favor de las
cuales es ofrecida la súplica, mientras se halla presente la santa y adorable
víctima… Presentando a Dios nuestras súplicas por los que han muerto, aunque
fuesen pecadores…, presentamos a Cristo, inmolado por nuestros pecados,
haciendo propicio para ellos y para nosotros al Dios amigo de los hombres” (S.
Cirilo de Jerusalén [+386])»
Doxología final.– La gran Liturgia del Sacrificio, expresada y realizada en el
canon, llega a su fin. El arco formidable, que se inició en el prefacio levantando los
corazones hacia el Padre, culmina ahora solemnemente con la doxología final
trinitaria. El sacerdote, tomando la hostia entre sus dedos pulgar e índice de su
mano derecho hace tres cruces sobre la copa del Caliz sin tocarlo , luego dos
cruces entre el caliz y su pecho mientras eleva medianamente la Víctima sagrada,
y sosteniéndola en alto, por encima de todas las realidades temporales, va
diciendo: «Por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del
Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos».
Este acto, por sí solo, justifica la existencia de la Iglesia en el mundo: para eso
precisamente ha sido congregado en Cristo el pueblo cristiano sacerdotal, para
elevar en la Eucaristía a Dios la máxima alabanza posible, y para atraer en ella en
favor de toda la humanidad innumerable bienes materiales y espirituales. De este
modo, es en la Eucaristía donde la Iglesia se expresa y se manifiesta totalmente.
Y el pueblo cristiano congregado, haciendo suya la plegaria eucarística, completa
la gran doxología trinitaria diciendo: Amén. Es el Amén más solemne de la Misa.
Nótese que es el sacerdote, y no el pueblo, quien recita las doxologías que
concluyen las oraciones presidenciales. Y esto tanto en la oración colecta –«por
nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina», etc.–, como en la plegaria
eucarística –«por Cristo, con Él y en Él», etc.–. Y es el pueblo quien, siguiendo
una tradición continua del Antiguo y del Nuevo Testamento, contesta con la
aclamación del Amén.

ASPECTOS IMPORTANTES PARA TENER EN CUENTA

Para que una Misa sea tal, ha de realizarse en ella la consagración del pan y del
vino; es por ello que una Liturgia de la Palabra no es Misa, pues aunque fuera
celebrada por un sacerdote, no se realiza la parte esencial de la Misa que es la
consagración.

Para que la consagración sea válida (y como consecuencia la Misa también)


hacen falta los siguientes requisitos:

Que el sacerdote esté válidamente ordenado.


Que el sacerdote pronuncie la fórmula de la consagración tal como aparece en los
libros litúrgicos aprobados.
Que el sacerdote celebrante tenga la intención de consagrar el pan y el vino, para
que así se transformen en el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo.
Que para la confección del sacramento se use la materia prescrita para el mismo:
pan ácimo de trigo y vino de vid.
Examinemos ahora cada uno de estos cuatro puntos.
1.- Que el sacerdote esté válidamente ordenado.

Dado que la Misa sólo la puede celebrar un hombre que haya recibido el
sacramento del Orden en el grado del presbiterado o superior, se supone que todo
sacerdote que tiene un cargo parroquial en una diócesis, está válidamente
ordenado. La única duda que podríamos tener vendría del obispo que le ordenó.
Si el obispo que ordenó a este sacerdote no celebró este sacramento según los
requisitos que exige la Iglesia para ello, entonces el sacerdote en cuestión no
estaría válidamente ordenado y como consecuencia no sería sacerdote. En otras
palabras, las misas, y los demás sacramentos que requirieran tener el sacramento
del Orden en el grado de presbiterado, serían nulos.

2.- Que el sacerdote pronuncie la fórmula de la consagración tal como aparece en


los libros litúrgicos aprobados.

Si el sacerdote celebrante cambia voluntariamente en todo o en parte la fórmula


de la consagración, en las palabras que se consideran esenciales para la misma,
la consagración es inválida. Si el sacerdote celebrante cambia la fórmula de la
consagración en las partes que no son esenciales, la consagración sería válida
pero ilícita.
El sacerdote debe respetar con integridad todas y cada una de las palabras tal
como aparecen en el Misal aprobado para tal efecto.

¿Cuáles son las palabras de consagración del pan y del vino?

Para la consagración del pan: “Hoc est enim corpus meum” y las traducciones
dispuestas, Este es mi Cuero….. Se consideran esenciales para la validez: “Hoc
est Corpus meum”.

Para la consagración del vino: “Hic est enim calix sanguinis mei, novi et aeterni
Testamenti, mysterium fidei, qui por vobis, et pro multis effundetur in remissionem
peccatorum” y las traducciones dispuestas, Este es el Caliz de mi Sangre... Se
consideran esenciales para la validez: “His est calix sanguinis mei”.

No es lícito añadir ni omitir una sola de las palabras de esta doble forma
sacramental, a no ser por involuntaria distracción o inadvertencia. Y si el cambio
se hiciera en las palabras esenciales para la consagración, no habría
consagración y como consecuencia, tampoco habría Misa.

3.- Que el sacerdote celebrante tenga la intención de consagrar el pan y el vino,


para que así se transformen en el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor
Jesucristo.

Si el sacerdote no tiene intención de consagrar, -tal como la Iglesia entiende este


término, y le da otro diferente-, la consagración sería inválida.
Este quizás sea el punto más difícil de comprobar objetivamente. ¿Cómo podemos
saber si el sacerdote tiene realmente intención de consagrar? Ante la dificultad de
saberlo objetivamente, pues la “intención” es algo “interno”, le pregunté a un
sacerdote experimentado y santo si había algún modo de saberlo a ciencia cierta.
Él me respondió que se puede suponer que tiene intención de consagrar cuando:

Se sabe que es un sacerdote con fe.


Cree en la Eucaristía y en los demás sacramentos y dogmas de la Iglesia.
Celebra la Misa con respeto, devoción y siguiendo las rúbricas tal como dice la
Iglesia.
Su predicación es profunda y sobrenatural.
En su predicación y catequesis habla del respeto a la Eucaristía, de la necesidad
de recibirla en estado de gracia santificante, y de confesarse previamente a su
recepción si hubiera pecado grave.
Es respetuoso con el sacramento de la Eucaristía: se arrodilla ante el Santísimo
expuesto, cuando pasa por delante de Él o después de hacer la elevación del
mismo en la Santa Misa.
Purifica cuidadosamente los vasos sagrados y se purifica los dedos después de
distribuir la Sagrada Comunión.
No se vale de los llamados ministros extraordinarios de la Eucaristía.
Otros signos externos: lleva vestidura talar, usa los ornamentos litúrgicos
establecidos para la celebración de la Santa Misa…

La presencia de todos o de la mayoría de estos “signos” nos habla a favor de que


tenga intención de consagrar. La ausencia de la mayoría de estos signos hablaría
en contra de su intención; por lo que probablemente no habría consagración, ni
tampoco Misa.

¿Qué debería hacer un fiel cuando cree que un sacerdote que celebra la Santa
Misa no tiene intención de consagrar?

Primero de todo, si es posible, manifestarlo al mismo sacerdote para comprobar si


es imaginación de uno o si hay realmente un problema de fondo. Si este primer
paso no fuera posible, entonces lo debería manifestar a su obispo, para que éste
hiciera las comprobaciones necesarias. Independientemente de esto, si tal
situación me ocurriera a mí, mientras que todo se aclarara, yo iría a buscar Misa
en otro lugar donde no tuviera dudas de la validez de la misma.

No obstante les hago saber que, si una persona asiste a Misa de buena fe,
creyendo que el sacerdote cumple con los requisitos exigidos por la Iglesia para la
validez del sacramento, pero no tiene intención de consagrar, el fiel cumpliría con
el precepto dominical, aunque no recibiría la Sagrada Comunión sino un trozo de
pan.

Otra cosa totalmente diferente es cuando el sacerdote celebrante cumple con


todos los requisitos para la celebración de la Santa Misa, pero él personalmente
está en pecado mortal y pudiéndose confesar no lo ha hecho por negligencia. La
Misa sería válida, aunque el sacerdote cometería un sacrilegio por celebrarla en
pecado mortal.

4.- Que para la confección del sacramento se use la materia prescrita para el
mismo: pan ácimo de trigo y vino de vid.

Cada vez es más frecuente escuchar que en tal Iglesia celebran la Misa con
galletas María, o que en lugar de vino, lo hacen con Coca-Cola…

La única materia que el sacerdote puede usar en la celebración de la Santa Misa


para la confección del sacramento de la Eucaristía son: pan ácimo de trigo y vino
de vid. Si el pan que se usa es de trigo, pero no ácimo, la consagración sería
válida (en cuanto a la materia de la misma)

. Cualquier otro producto que utilice que no sean pan de trigo y vino de vid, hace
que no haya consagración, y como consecuencia, que la Misa sea inválida, y
además, sacrílega.
CUESTIONARIO

QUE ES EL GRADUAL
DEFINA TRACTO Y SECUENCIA
EL CREDO DE NICENO CUANDO DE DEBE PROCLAMAR
LA PRESENCIA REAL DE CRISTO LA PODEMOS APRECIAR EN LA LITURGIA
DE _____________________ Y EN LA LITURGIA DE LA ___________________
CUAL ES LA RAZON PARA PROCLAMAR LA PALABRA DE DIOS DESDE EL
AMBON
QUIEN DEBE CONFERIR LA AUTORIZACION A LOS LECTORES
EN LA PROCLAMACION DE LAS LECTURAS PODEMOS ENCONTRAR TRES
FIGURAS QUE SON:
LAS PARTES VARIABLES EN LA MISA SE LLAMAN_______________________
Y LAS INVARIABLES
QUE ES LA HOMILIA Y QUIEN DEBE HACERLA
CUAL ES LA MAXIMA DEL ANGLICANISMO CON RESPECTO A LA HOMILIA Y
A SUS PRACTICAS
CUAL DEBE SER LA POSTURA DE LAS MANOS DEL CELEBRANTE PARA LA
PROCLAMACION DE LAS LECTURAS Y CUAL PARA LA PROCLAMACION DEL
EVANGELIO
QUE ES EL PREFACIO Y DE QUE CONSTA
QUE SE ENTIENDE POR TRANSUSTANCIACION
EN LA SEGUNDA INVOCACION AL ESPIRITU SANTO DENTRO DEL CANON
SE PIDEN TRES COSAS QUE SON:
CUALES SON LAS PALABRAS DE LA DOXOLIGIA FINAL
CUALES SON LOS REQUISITOS PARA QUE LA CONSAGRACION SEA VALIDA

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